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A Franz Kafka
Desde que Byron llegó, Luna se mostró muy feliz, pero no sucedió lo
mismo con Max, a quien el pobre animalito le cayó mal desde que lo
vio.
Una tarde soleada, de esas que solo se pueden ver en esa hermosa
isla llamada República Dominicana, Luna y Max decidieron
aventurarse más allá del pequeño pueblo y explorar el tupido monte
que se extendía a sus espaldas. Byron, siempre lleno de energía y
curiosidad, se unió al emocionante viaje. Los tres exploradores se
adentraron en la espesura del monte.
Luna explotó en risas, pues creía que su hermanito Max, a quien ella
quería mucho a pesar de lo cruel que él era, estaba bromeando. Pero
no tardó en saberlo. Supo que algo no andaba bien cuando miró a
Byron y este le dijo en lenguaje humano: “Qué bonito suena vuestro
idioma”. Al ver la reacción de Luna, Byron se dio cuenta de que no se
estaba expresando en lenguaje perruno, sino en humano. Byron miró
a Max y supo al instante lo que había sucedido: la capacidad de hablar
de Max le fue transferida a él, y la capacidad de ladrar de él le fue
transferida a Max. Se sintió triste, pues a pesar de los maltratos de
Max, a Byron no le gustaba verlo en problemas.
Y cuentan los mayores que Max duró los próximos 20 años de su vida,
uno por cada vez que le pegó a Byron, sin poder hablar, ladrando
como un perrito, arrepentido de lo que había hecho, y por eso le fue
devuelta la capacidad de hablar. Tenía para ese entonces 28 años.
Todos dicen que a partir de ese momento fue una persona amable,
respetuosa y ejemplar. Y así, queridos niños, termina esta maravillosa
historia. Quién lo vio me lo contó.
─Max, has vivido una vida recta y justa después de aprender la lección
en nuestro reino. Pero antes de partir, quiero otorgarte un último
regalo.
Fin.