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La consolidación de la conquista
Hubo grandes variaciones respecto al carácter de la conquista de una región a otra y en cuanto a lo que se
necesitaba para el consiguiente control de la población conquistada.
Mientras que los españoles tuvieron un éxito considerable, al menos en la integración nominal en las nuevas
sociedades coloniales de los indios que vivían dentro de los límites de los imperios de la preconquista, se
enfrentaron con problemas menos manejables en otras partes de América. Mientras que algunos vivían en
aldeas compactas o en asentamientos más dispersos, otros simplemente eran bandas de cazadores o
recolectores, que primero tuvieron que ser sojuzgados y congregados en asentamientos organizados, antes de
proceder al trabajo de hispanizarlos.
El éxito o el fracaso de los españoles en pacificar estas regiones fronterizas dependería de las costumbres y
modelos culturales de las variadas tribus con las que tuvieron contacto y de la manera que los mismos
españoles enfocaron su tarea. El misionero, a menudo, tenía éxito allí donde fallaba el soldado; y las
comunidades misioneras, usando las armas del ejemplo, la persuasión y la disciplina, obtuvieron resultados
notables con ciertas tribus, especialmente las que no eran demasiado nómadas, ni estaban tan estrechamente
organizadas en comunidades de aldeas compactas, como para no ser receptivas a las ventajas materiales y a
las ofertas culturales y espirituales que la misión podía proporcionarles.
La conquista de América, por lo tanto, resultó ser un proceso sumamente complejo en el que los soldados
no siempre eran los que dominaban. Si al menos, al principio, fue una conquista militar, también poseyó
desde sus primeras etapas, un movimiento que apuntaba hacia la conquista espiritual, por medio de la
evangelización de los indios. A esto siguió una masiva emigración desde España que culminó en la conquista
demográfica de las Indias. Posteriormente, a medida que el número creciente de españoles se establecieron,
la conquista efectiva de la tierra y la mano de obra se puso en marcha. Pero los beneficios de esto fueron,
sólo en parte, para los colonos, porque les pisaban los talones los burócratas, decididos a conquistar o
reconquistar el Nuevo Mundo para la corona. Todos estos movimientos produjeron una sociedad
conquistadora.
La conquista fue desde el principio algo más que una pugna por la fama y los botines para una casta militar
que buscaba nuevas tierras para conquistar después de la derrota del reino moro de Granada. Los hombres
con algún título de nacimiento noble —hombres procedentes de capas inferiores de caballeros e hidalgos—
estaban presentes en número considerable en toda la conquista, como se podía esperar. A pesar de que los
hidalgos formaran un elemento minoritario, las actitudes y aspiraciones de este grupo tendieron a inspirar
todo el movimiento de la conquista militar. Un hidalgo o un artesano dispuesto a arriesgar todo al cruzar el
Atlántico, obviamente lo hacía con la esperanza de mejorar su situación.
Los hombres, soldados profesionales o no, que habían vivido y luchado juntos y alcanzado heroicas
proezas, naturalmente se sentían con derechos a una consideración especial por parte de un monarca
generoso. Los servicios como siempre, merecían mercedes. La voluntad del soberano se había vuelto en
contra de la formación de una nueva sociedad feudal en América, y aunque algunos conquistadores
recibieron concesiones de hidalguía, muy pocos, a parte de Cortés y Pizarro, recibieron títulos de nobleza.
Fue difícil para estos hombres arraigar. Un plan anterior, ya empleado en La Española y Cuba, consistió en
convertir a los soldados en ciudadanos. Se crearon nuevas ciudades, algunas veces, como la propia Ciudad de
México, en el sitio de las ciudades o aldeas indígenas, y otras veces en zonas donde no hubiera grandes
concentraciones de indios. Algunas de estas nuevas ciudades y pueblos desde el principio tenían viviendas o
barrios reservados para los indios, y muchos otros los adquirirían más tarde. Basadas en el modelo de las
ciudades españolas, con su plaza central —la iglesia principal en una parte y el ayuntamiento en la otra— y
trazadas, siempre que fuera posible, según un plano de parrilla con intersección de calles, la ciudad del
Nuevo Mundo proporcionaba al expatriado un marco familiar para su vida diaria en un entorno extraño.
El soldado convertido en dueño de una casa podría, al menos así se esperaba, echar raíces. Cada vecino
tendría su parcela de terreno; y tierra, en los barrios y fuera de las ciudades, se distribuyó generosamente
entre los conquistadores. Pero para quienes traían de sus regiones de origen la idea rigurosa del carácter
degradante del trabajo manual, para quienes aspiraban a un status señorial, la tierra tenía poco valor sin una
mano de obra forzada que la trabajara. Aunque Cortés era inicialmente hostil a la idea de introducir en
México el sistema de encomiendas, que él y muchos otros consideraban responsable de la destrucción de las
Antillas, estuvo obligado a cambiar de idea cuando vio que sus seguidores nunca serían convencidos para
colonizar, mientras no obtuvieran los servicios de la mano de obra india. La corona, aunque se resistía a
aceptar una política que parecía amenazar la condición de los indios como hombres libres, finalmente aceptó
lo inevitable, como ya había hecho Cortés. La encomienda iba a tomar su lugar al lado de la ciudad como
base de la colonización española en México, y después, a su debido tiempo, en Perú.
Se trataba, sin embargo, de un nuevo estilo de encomienda, reformada y mejorada a la vista de la
experiencia del Caribe español. Acariciaba la idea de una sociedad de colonización en la cual la corona, los
conquistadores y los indios, estuvieran vinculados todos ellos en una cadena de obligaciones recíprocas. La
corona iba a recompensar a sus hombres con mano de obra india en perpetuidad, bajo la forma de
encomiendas hereditarias. Los encomenderos, por su parte, tendrían una doble obligación: defender el país,
librando de este modo a la corona de los gastos de mantenimiento de ejército permanente, y cuidar del
bienestar espiritual y material de sus indios. Los indios desempeñarían sus servicios de trabajo en sus propios
pueblos, bajo el control de sus propios caciques, mientras que los encomenderos vivirían en las ciudades, en
las que tanto ellos como sus familias serían los ciudadanos principales. El tipo y la cantidad de trabajo a
realizar por los indios estaba cuidadosamente regulado para evitar la clase de explotación que los había
hecho desaparecer de las Antillas: pero la suposición que se escondía en el proyecto de Cortés era que el
propio interés de los encomenderos, ansiosos por transmitir sus encomiendas a sus descendientes, actuaría
también interesado por sus indios encomendados, impidiendo su explotación para fines puramente pasajeros.
Por lo tanto, Cortés contemplaba a la encomienda como un mecanismo que dotaba a los conquistadores y a
los conquistados de un puesto en el futuro de Nueva España. La casta gobernante de los encomenderos sería
una casta gobernante responsable, en beneficio de la corona, que obtendría ingresos sustanciales de un país
próspero. Pero la encomienda también trabajaría en beneficio de los indios, quienes serían cuidadosamente
inducidos hacia una civilización cristiana. Viviendo de los ingresos producidos por la mano de obra de sus
indios, los encomenderos se consideraban ellos mismos como señores naturales de" la tierra. Pero había de
hecho profundas diferencias entre su situación y la de los nobles de la España metropolitana. La encomienda
no era un estado y no comportaba título alguno sobre la tierra ni derecho de jurisdicción.
Aunque la corona se había retirado, su retirada fue como una táctica. Continuó considerando la sucesión de
hijos a sus padres en las encomiendas como una cuestión de privilegio más que un derecho, privando así a
los encomenderos de la certeza de la sucesión que era una característica esencial de la aristocracia europea.
Resultó posible para la corona actuar de esa forma y en gran medida con éxito porque las fuerzas sociales de
las Indias estaban también a favor de esa política. Los encomenderos eran una pequeña minoría en la
creciente población española. Al mismo tiempo que la corona estaba luchando contra el principio hereditario
de la transmisión de encomiendas, trabajaba para reducir el grado de control que los encomenderos ejercían
sobre sus indios. Aquí, el paso más decisivo se dirigió a abolir en 1549 el deber que tenían los indios de
efectuar el servicio personal obligatorio. En todas partes la encomienda se transformó durante las décadas
centrales del siglo, bajo la presión de los oficiales reales y de las cambiantes condiciones económicas y
sociales.
La evangelización de América fue dirigida en sus primeras etapas por miembros de las órdenes regulares,
distintos del clero secular. Los primeros misioneros que llegaron a México fueron los franciscanos, los «doce
apóstoles» bajo la dirección de fray Martín de Valencia, quienes llegaron en 1524. Dos años más tarde, les
siguieron los dominicos, y después los agustinos en 1533.
El gran franciscano, fray Bernardino de Sahagún, dedicó su vida a recoger datos y comprender una cultura
nativa que había sido rápidamente destruida. Muchos de sus colegas lucharon con éxito por dominar las
lenguas indias y componer gramáticas y diccionarios. El hecho de comprender que la verdadera conversión
requería un entendimiento profundo de los males que tenían que ser extirpados proporcionó el impulso
necesario para acometer importantes estudios lingüísticos e investigaciones etnográficas que a menudo,
como pasaba con Sahagún, mostraban un alto grado de sofisticación en la dirección de los informantes
nativos.
Ya a mediados del siglo xvi, la generación humanista de mendincantes estaba pasando a la historia. En lo
sucesivo, habría menos curiosidad sobre la cultura de los pueblos conquistados y una correspondiente
tendencia a condenar en vez de tratar de comprender. Esto se fomentó a través de algunos fracasos
espectaculares que ayudaron a aumentar las dudas sobre los supuestos originales acerca de la aptitud de los
indios para el cristianismo. Por lo tanto, las ideas generalmente exageradas sobre la capacidad espiritual e
intelectual de los indios, sostenidas por la primera generación de misioneros tendieron a generar, a mediados
de siglo, un concepto no menos exagerado de su incapacidad. La reacción más fácil era mirarlos como si
fueran niños simpáticos, aunque traviesos, que necesitaban un cuidado especial. Reaccionaron así los frailes
con tanto más facilidad ya que veían en peligro su monopolio sobre los indios por la llegada del clero
secular.
Aunque las Indias eran oficialmente posesión exclusiva de la corona de Castilla, no se conoce ninguna ley
en el siglo xvi que prohibiera a los habitantes de la corona de Aragón emigrar. Pero el desbordante número
de emigrantes, llegados desde Andalucía, Extremadura y las dos Castillas, junto con el número de vascos
aumentó conforme avanzaba el siglo.
En los primeros años, como era de esperarse, la presencia masculina en el movimiento migratorio era
abrumadora. Pero, para promover la colonización, la corona insistió en que todos los conquistadores y
encomenderos tendrían que estar casados, y esto produjo un número creciente de mujeres emigrantes. Si las
mujeres representaban un 5 o 6 por 100 de número total de emigrantes durante el período de 1509-1539, esta
cantidad subió al 28 por 100 en los años 1560 y 1570. Pero la escasez de mujeres españolas en los primeros
años de la conquista naturalmente fomentó los matrimonios mixtos. Esto era especialmente cierto con indias
de sangre real o nobles, y los hijos de estas uniones, conocidos como mestizos, tuvieron derecho a suceder
las herencias de sus padres. Pero el aumento rápido de mestizos en las Indias no era tanto el resultado de
matrimonios formales como del concubinato y la violación. Durante el siglo xvi, al menos, el mestizo
descendiente de estas uniones tendía a ser asimilado sin excesiva dificultad en el mundo de su madre o el de
su padre. Aunque la corona pronto mostró su preocupación por su modo de vida, no fue hasta el siglo xvii, al
multiplicarse su número, que empezaron a constituirse como una casta distinta.
No eran sólo los blancos, sin embargo, los únicos que estaban transformando la composición étnica de la
población de las Indias. También había una fuerte corriente de emigración africana, a medida que se
importaban esclavos negros para aumentar la mano de obra. Llegando a exceder en número a los blancos en
las Antillas. Los descendientes de sus uniones con blancos o indios, conocidos como mulatos y zambos,
respectivamente. La proximidad de las ciudades fundadas por los conquistadores; la mano de obra que
pedían los encomenderos y el tributo que exigía la corona; la usurpación por parte de los españoles de las
tierras indias; la infiltración de los blancos y los mestizos; todos estos elementos ayudaron a destruir la
comunidad india y lo que quedaba de su organización social anterior a la conquista. Al mismo tiempo que
estaba sometida a las poderosas presiones desde fuera, la «república de los indios» también estaba
sucumbiendo ante una catástrofe demográfica. La epidemia de viruela durante el curso de la conquista fue
tan sólo la primera de una sucesión de epidemias europeas que devastaron la población indígena del
continente americano en las décadas siguientes. La incidencia de estas epidemias fue desigual. Perú, con sus
poblaciones dispersas, parece haber escapado más fácilmente que México. Todas las regiones costeras de
América resultaron especialmente vulnerables y, tanto allí como en las Antillas, los africanos empezaron a
reemplazar a la población india que había sucumbido casi en su totalidad.
Las enfermedades europeas atacaron a una población que estaba desorientada y desmoralizada por las
experiencias de la conquista. Sus antiguos modos de vida estaban quebrantados, el equilibrio precario de la
producción de alimentos se había alterado por la introducción de cultivos y ganado europeos, y la demanda
europea de mano de obra había empujado a la población india a realizar un trabajo al que no estaban
acostumbrados, a menudo bajo condiciones extremadamente duras. Mientras que la América española iba a
seguir siendo una civilización esencialmente urbana, ya desde la mitad del siglo xvi había claras muestras de
que la base de esta civilización iba a ser el dominio del campo por parte de un puñado de grandes
propietarios. La clase de sociedad que los conquistadores y emigrantes decidieron crear instintivamente, era
la que más se parecía a la que habían dejado en Europa. En Nueva España desde la década de 1530, en Perú
desde la de 1550, la hora del conquistador había pasado. Una nueva conquista, de tipo administrativo, estaba
tomando posiciones, dirigida por las audiencias y los virreyes. Poco a poco, bajo el mandato de los primeros
virreyes, el aparato gubernativo de la autoridad real logró imponerse sobre las nuevas sociedades que los
conquistadores, los frailes y los colonos estaban construyendo. Las Indias ya empezaban a ocupar su lugar
dentro de la amplia estructura institucional de la universal monarquía española.