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El criminal de guerra chileno en el Conflicto del

Salitre: Perfil psicológico, social y económico.-


Amante del robo, sediento de sangre, devoto del
alcohol, torturador innato, iletrado.- El roto:
instrumento del odio implacable contra el Perú de
la oligarquía chilena.- Escribe: Nicolás Augusto
González

Retrato de un genocida chileno junto a una botella de licor


El roto
Escribe: Nicolás Augusto González
(1903, 77-85)

Don Manuel Puelma Tupper, escritor chileno, muy conocido, se expresa, al hablar de su
pueblo, en estos términos: “Nuestro pueblo, dice, no tiene necesidad de cosa alguna: él vive
sin economía, sin hogar, sin otro vestido que el que lleva consigo. El roto jamás hace lavar
una camisa. El sábado en la tarde, después del ajuste, el roto compra una camisa nueva,
que arroja el sábado siguiente para comprar otra. El roto no tiene familia. Si se llegase a
decir a uno de ellos: –¿Quieres acompañarme para Panamá, para Montevideo, para el fin
del mundo? –¡Sí quiero! respondería inmediatamente.

“El roto es triste. No ama la vida, pero tampoco desea la muerte. Todo cuanto gana lo gasta
en la taberna; se casa, tiene muchos hijos, que mueren casi todos por falta de higiene, y los
que sobreviven son melancólicos por la vida que llevan. A la primera señal de guerra
el roto se anima y se hace soldado, y un buen soldado vigoroso y resistente. La pereza, sin
embargo, y la borrachera, conservan al roto en estado de ignorancia completa”.

¿De dónde proviene ese instinto guerrero de los rotos? De su amor al robo, de su sed de
sangre; porque Puelma Tupper se olvidó de decir que el roto es ladrón y asesino.

No es, por eso, de extrañar que al primer grito de guerra contra el Perú, miles de rotos se
alistaron en el ejército que debía invadir a este país. Veían, en perspectiva, un pueblo rico al
cual poder saquear; ciudades de las que habían oído hablar siempre con entusiasmo;
mujeres de maravillosa hermosura, viñedos de fama universal, y más que el valor in-
consciente de la brutalidad, los arrastró a la guerra el ansia de todo eso, tan desconocido
para ellos, como el supuesto Dorado para los conquistadores.

Era aquel “un pueblo que estaba muriendo por el exceso de alcohol”, dice Bellesort en su
precioso libro premiado por la academia francesa en 1899, y titulado: La joven América
(Chile y Bolivia).

Los jefes del ejército chileno y los políticos de la Moneda sabían, perfectamente, que su país
tendría que quedar aislado en el Pacífico, por falta de trabajo y de producción, sino se
trataba de inocular oro derretido en las entrañas de su tierra agotada. Comprendían que les
era imposible efectuar la conquista comercial que los Estados Unidos, por ejemplo, van
llevando lentamente a cabo, y quisieron precipitarse a la conquista política de países
militarmente débiles y llenos de los recursos que faltaban a Chile.

Temerosos de que el roto se lanzara a una revolución salvaje, comenzaron a hablarle del
Perú en los términos más encomiásticos. ¡Allí estaba el porvenir! Su plan era excelente
aunque pérfido y cruel: vencido Chile, el exceso de rotosvagabundos que temían ver alzarse
a demandar pan con el corvo en la diestra, quedaría destruido, aniquilado en la guerra.
Vencedor, el enemigo tenía oro en abundancia para dar cierto bienestar proveniente del
implantamiento de nuevas industrias, a los que regresaran de los campos de batalla.

Su profunda ignorancia y su codicia, hábilmente encendida, impidieron al roto ver el lazo


que se le tendía. Vino a la guerra como habría ido al infierno, indiferente al sufrimiento
físico, sostenido por la esperanza del botín que pensaba recoger.

Al principio, cuando el Huáscar recorrió triunfante la costa occidental de América, desde


Valparaíso hasta Panamá, elroto, arrojado al mar a cañonazos, se llenó de terror. Su grito
de ¡Viva el Perú generoso! lo demuestra así palmariamente. Después, cuando la loca
fortuna le alzó del polvo de la derrota a la cumbre de victorias preparadas por la traición de
Daza y la ineptitud de otros; todos los instintos de su ferocidad nativa se despertaron en su
corazón y se entregó al pillaje, como los bárbaros que, con el azote de Dios a la cabeza,
invadieron las fértiles praderas de Italia.

Así se vio al roto cebar su cólera indigna en los náufragos de la Independencia; degollar a
los prisioneros en San Francisco, mutilar a los heridos en Tacna [Alto de la Alianza], pasar a
cuchillo a compañías enteras, que se habían rendido, en Arica; recorrer con la tea
incendiaria y el puñal asesino las calles de Chorrillos, sembrando el estrago y la muerte;
fusilar en Lima a varios inocentes; poner a precio la cabeza de caudillos como
Cáceres; repasar a los moribundos en los campos de batalla y enviar a la muerte a
valerosos jefes peruanos, como Leoncio Prado, Emilio Luna y tantos otros, que supieron
caer defendiendo a su patria con la espada en la mano.

Ni se crea que el roto es únicamente el hombre del pueblo. Diplomáticos chilenos hemos
conocido, que escondían afiladas garras debajo de los guantes blancos, y que si no podían
llevarse una moneda o un reloj del bolsillo del enemigo que no podía defenderse, se
apoderaban de museos, bibliotecas, imprentas y laboratorios.

El roto no ama ni a su mujer, ni a sus hijos, ni a su patria: no ama sino el botín y la sangre.
Los anales del crimen en Chile horrorizan al hombre menos sensible.

Suponemos que no se habrá olvidado aún ni se olvidará jamás, el infame asesinato del
cónsul del Ecuador en Valparaíso, Don Alberto Arias Sánchez, llevado a cabo, con inaudito
refinamiento de crueldad en 1901, en una de las calles más centrales, y por criminales que la
justicia chilena no ha querido descubrir. Para la conciencia universal aquél odioso delito fue
cometido por un personaje chileno altamente colocado en la política y en la sociedad de su
país. Celoso del joven cónsul, por complacencias de su esposa con él, le hizo espiar, le hizo
arrancar la vida y luego, como refinamiento de crueldad y de infamia, cortar las orejas de
raíz.

¿Qué queda para las tribus salvajes a cuyos inmundos aduares no ha penetrado jamás un
rayo del sol de la civilización?

Para vergüenza eterna de la justicia chilena aquel crimen no fue ni será castigado nunca.
El roto de frac que pagó a losrotos de poncho para que lo cometieran, sigue ocupando un
puesto distinguido en el parlamento chileno y no será extraño, no, que llegue un día a la
presidencia de la república, saltando por encima del cadáver de aquel desgraciado joven,
arrancado a la existencia en la flor de sus risueños años de primaverales idilios.

Espantan, horrorizan, conmueven, los hechos llevados a cabo por los rotos en la sierra del
Perú durante la guerra del Pacífico con los míseros indios de las punas. Sus cultivados
campos fueron destruidos, sus madres, sus esposas, sus hijas, sus hermanas violadas
miserablemente; sus cabañas incendiadas, sus animales muertos, sus tiernos hijos
estrellados contra las peñas.
Si el roto amara el hogar, habría pensado en el suyo antes de destruir el ajeno; si amara a la
familia, habría respetado los lazos de esos desgraciados y pobres descendientes de una raza
sometida a la esclavitud; si amara a la patria, no habría procedido de manera que esa patria
fuera vista con menosprecio y horror por los pueblos civilizados de la tierra, a consecuencia
de los hechos de cobarde ferocidad y ruin venganza de sus hijos.

Los escritores chilenos, generalmente, adulan al roto: el roto es elector y soldado, peón y
sirviente, bandido y agricultor.

En la época de elecciones va al choclón, especie de club, donde unos cuantos oradores de


plazuela le hablan de sus derechos, le adulan y le embriagan. En época de guerra marcha a
batirse no por Chile, eso es pura fantasía de los muchos Vicuñas Mackennas de aquella
nación, sino por la esperanza del botín, del saqueo, del asesinato y del incendio.

Los ricos lo tratan con el más soberano desdén y le obligan a ejecutar rudo trabajo, o le
pagan miserable soldada; los dueños de haciendas y propiedades rústicas le odian y le
temen. Es cosa común en aquel país, que se presenten en una de esas estancias, diez, doce y
quince hombres armados, y sin previa intimación entren a sangre y fuego en la casa, se
lleven cuanto hay en ella de valor y dejen tendidos en lagos de sangre a los dueños, sin
respetar ni las edad ni el sexo de las víctimas. Llenos están siempre los grandes diarios de
Santiago y Valparaíso, de relatos espeluznantes y dolorosos de esta clase. Los soldados que
salen a perseguir a los bandidos, fraternizan muchas veces con ellos y les ayudan a cometer
sus fechorías.

Después de la toma de Lima fue cuando el roto desplegó, en las campañas del centro, todo
su instinto de ave de rapiña o de felino de las selvas.

Los escritores que han escrito antes que nosotros sobre estas cosas, han relatado lo ocurrido
en varios puntos de la sierra y la venganza tomada por los indios peruanos de los crímenes
horrorosos de los invasores.

No soñó sin duda la imaginación calenturienta de Dante Allighieri lo que pasó en Vilca. Tan
sólo en la época de la revolución francesa pueden hallarse escenas de desolación como las
de aquel día. No las repetiremos para que no se crea que existe un plan preconcebido de
acusaciones contra Chile. A los cuarenta años se miran los sucesos con cierta claridad que
no existe en la juventud. La vejez, madre de la muerte, nos hace razonar con más
imparcialidad sobre las cosas de la vida.

Respetable sería Chile si hubiera sido guiado, al declarar la guerra al Perú, por alguna causa
noble. Pero ¿cuál fue el pretexto? El tratado secreto con Bolivia, tratado del que Chile tenía
conocimiento casi desde el día en que se firmó cuatro o cinco años antes de la guerra. Si el
Perú hubiera tenido la intención, después de firmar ese tratado, de herir los intereses de
Chile, para obligarlo a la guerra, ni habría desarmado su escuadra y reducido su ejército, ni
habría hecho todos los esfuerzos imaginables por mediar pacíficamente para impedir que se
rompieran las hostilidades.

Chile lanzó sus rotos al territorio peruano, como jauría de hambrientos lobos sobre el noble
corcel en que yacía, por venganza del destino, atado Mazzepa, y esos lobos desgarraron al
espantado bruto, le arrancaron el pellejo con los agudos colmillos y las garras, y palpitante
aún metieron sus ensangrentados hocicos en sus entrañas y las devoraron.

En la obra que ya en otro episodio hemos nombrado titulada Memorias de.... un


roto, publicada en Valparaíso, pueden leerse escenas de desolación inenarrable, en las que
fueron héroes los rotos y víctimas los cholos. Sobre todo después de Huamachuco la
persecución de los vencidos fue atroz. Soldado peruano al que encontraba un grupo de
aquellos rotos, era despojado de su uniforme y sometido a toda clase de torturas. A algunos
les quemaron las plantas de los pies y las palmas de las manos; a otros les cortaron los
dedos; a aquellos, como los salvajes de los relatos de Mayne Reid, le arrancaron el cuero
cabelludo; a éstos les sacaron los ojos con las puntas de las bayonetas. Muchos fueron
tostados a fuego lento; muchos abandonados en la cordillera, atados de pies y manos, para
que sirvieran, vivos aún, de horrible banquete a los cóndores carniceros. Mujer que caía en
su poder era violada sin misericordia y muerta, después, a palos.

Increíble parecerá mañana al historiador el relato de todo este cúmulo de horrores. El


pintor que quiera inmortalizarse puede elegir en aquella matanza fríamente llevada a cabo,
cien asuntos de un espantoso realismo. En el fondo del cuadro el incendio de la humilde
choza, albergue de muchas generaciones de seres entregados al trabajo y al amor; y en
primer término hacinados en lívido montón los cuerpos de multitud de esos seres, y
pisándolos con la amarilla bota herrada elroto de barba hirsuta y cabellera revuelta, que
blande en la diestra el corvo tinto en sangre hasta la empuñadura.

Venezuela, Colombia y México tienen en América al llanero, soldado de las sabanas; la


República Argentina al gaucho, que galopa en la pampa y vive en ñera libertad. Chile tiene
al roto siniestro, que en las ciudades y en los campos vive entregado al ocio, al vicio y al
crimen.

En los tristes días de la ocupación de esta capital, por las fuerzas vencedoras en San Juan y
Miraflores, ya que no pudieron los rotos entrar a Lima a sangre y fuego, fueron, en las
noches, terror de sus míseros habitantes. El desdichado que se atrasaba en la calle y llegaba
a su casa después de las nueve de la noche, era robado, maltratado y asesinado; y cuando en
legítima defensa o en justa represalia un peruano mataba a un roto, al día siguiente los
habitantes de un barrio eran quintados y fusilados sin piedad.

Ya hemos oído a Puelma Tupper: “el roto no tiene familia”, “vive en la taberna”, “vive sin
economía” porque vive del producto de sus robos, “tiene muchos hijos, que mueren casi
todos por falta de higiene”; la mujer es únicamente para él instrumento de placer; la trata a
patadas; muchas veces le ha reventado la cría en el vientre o le ha vaciado las tripas con el
puñal, no guiado por el instinto de la dignidad ofendida, o por el sentimiento del honor
mancillado, sino por odio al rival preferido o porque la desgraciada se ha negado a
prostituirse para pagar sus desórdenes y alimentar sus vicios.

El hijo es un estorbo para el roto. Crece en una atmósfera de corrupción é ignorancia que va
perpetuando el crimen de generación en generación, en familias formadas por la casualidad
o por el alcohol. El roto no va a la escuela. En ninguna parte de América hay tantos
analfabetos como en Chile.

Así se comprende que esos miserables, instrumentos del odio implacable de una oligarquía
arruinada, entraran a saco en la biblioteca de Lima, vendieran al peso inapreciables
documentos, que encerraban la historia colonial e independiente de un pueblo, o los
esparcieran en las calles, riéndose bestialmente de su hazaña, que no tiene parangón en la
historia.

Ahora el roto odia al Perú porque teme el porvenir. Siente no haber aniquilado por
completo a un pueblo que va resucitando lentamente y reconstruyendo sus ruinas, y
tiembla al pensar que el Perú generoso pueda empuñar un día la espada de Themis, para
vengar la destrucción de sus hogares y el horrendo asesinato de sus mejores hijos.

Fuente

González, Nicolás Augusto. 1903. Nuestros Héroes. Episodios de la Guerra del Pacífico
1879-1883. Tercera Serie. Lima: J. Boix Ferrer Editor.

Noviembre 12, 2012

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