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Carta de Pedro Cayuqueo a Piñera

de @educid el El Lunes, 27 de septiembre de 2010 a las 13:54

Sr. Presidente.

Se preguntará quién soy y por qué le escribo. También, seguramente, a quién


represento. Entrando en materia, soy un periodista mapuche, originario de una
reducción del sector de Entre Ríos, en las cercanías de Temuco. Desde hace 7
años dirijo un periódico que trata de dar cuenta del acontecer mapuche en el sur
de Chile y Argentina. En ello hemos estado y en ello persistiremos durante su
mandato. Sepa que le escribo para rememorar una antigua tradición epistolar que
nuestros abuelos mantuvieron con sus antecesores en La Moneda. Será usted, a
partir del 11 de marzo, el 40 presidente de Chile, partiendo el conteo desde Blanco
Encalada y dejando de lado –nobleza obliga- a directores supremos y dictadores.
Créame que hasta el presidente Aníbal Pinto, nuestros ancestros se cartearon a
menudo con los primeros mandatarios. Nada raro a decir verdad. Se trataba por
entonces de dos países distintos y la diplomacia prevalecía con sus códigos.
Déjeme contarle que dichas cartas sirvieron para algo más que saludos
protocolares o el mero anuncio del envío o retiro de algún embajador nuestro en la
capital. Sirvieron también para recordar, los nuestros a los suyos, la vigencia de
antiguos pactos, el de respetar la frontera en el río Bío Bío, el principal de todos
ellos. Y es que sin Internet y menos aún el sobrevalorado Twitter, dichas cartas
constituyeron una valiosa herramienta de comunicación. Fueron, como
sospechará en este punto, un verdadero canal de diálogo político y abordaje de
controversias.

 “Señor Presidente Montt. He tenido una junta con mis caciques y también con mis
otros aliados y me han facultado poner escritas nuestras palabras en este papel…
Tu Intendente Villalón ha vuelto a pasar el Bío Bío a robar otra vez animales con
cañones y muchos aparatos para la guerra, trayendo, dicen, mil quinientos
hombres, y todo lo que hizo fue quemar casas, sembrados, hacer familias
cautivas, quitándoles de los pechos sus hijos a las madres que corrían a los
montes a esconderse, mandar cavar las sepulturas para robar prendas de plata,
matando hasta mujeres cristianas… Te digo esto para que sepas la verdad… Si
este Intendente vuelve a pasar el Biobío con gente armada, ya no podré contener
a los indios y no sé cual de los dos campos quedará más ensangrentado…
Presidente, abre tu pecho y consulta mis razones. Yo sé que vos Presidente tienes
tanta gente y caballeros. Puedes mandar uno que venga a hablar de paz… Mi
nación no hará nunca la paz con Villalón… Espero tu contestación”. Magñil Bueno,
Toqui General. Septiembre 21 de 1860.

Tal era, don Sebastián, el tenor de muchas de las cartas que recibían desde el sur
quienes lo antecedieron al mando de la República. Si alguna duda tuviera de su
autenticidad, ruego a usted chequear la edición de “El Mercurio” de Valparaíso del
13 de mayo de 1861. Sepa usted que el último en recibir una de ellas fue su
colega Aníbal Pinto. Tal sería su mala comprensión de lectura que donde decía
“detener los abusos” el entendió “cargar los obuses”. Y así lo hizo, don Sebastián.
Apenas finalizó la Guerra del Pacífico, invadió con su ejército vencedor nuestro
territorio, arrasando literalmente con todo a su paso. ¿Vio “Avatar”, la última cinta
de James Cameron? Por lo ajetreado de la campaña electoral es probable que no.
Pero más de alguno de sus nietos le debe haber hablado de ella. Y si no es así, se
la recomiendo. Al presidente Evo Morales dicen que le encantó. Atrévase y escape
uno de estos días a su sala de cine más cercana. Le sugiero la vea con los
lentecitos 3D, algo inapropiados para su alta investidura, pero efectivos a la hora
de apreciar en todas sus dimensiones los alcances de la crueldad y la codicia.

¿Qué tendrán que ver los mapuches con una película de Hollywood?, se
preguntará usted a estas alturas. Fíjese que mucho. Y no solo los mapuches,
también los aymaras, quechuas, shuar, sarayakus, mayas, mixtecos, cheyennes y
un largo etcétera. Y es que cualquier historia de invasión y despojo territorial,
desde “Pocahontas” a la sofisticada “Avatar”, no hace más que recordarnos la
magnitud de nuestra propia tragedia histórica, el guión de nuestras propias
existencias como pueblos. Fue lo que sucedió con los mapuches tras aquella carta
mal leída por el Presidente Pinto: invasión, asesinatos, robos y pillaje. Tácticas de
tierra arrasada, arribo de colonos extranjeros y confinamiento de los
sobrevivientes en campos de concentración. En su tiempo dichos lugares fueron
bautizados como “reducciones”. Sin embargo, en un arranque de originalidad, la
Ley Indígena los rebautizó en los años 90’ como “comunidades”. ¡Vaya muestra de
humor negro, no le parece a usted! Son aquellos lugares plagados de pinos y
eucaliptos que de seguro visitó en su campaña por Lumako, Angol, Collipulli o Los
Sauces. ¿Los recuerda?, haga un poco de memoria; los lonkos octogenarios con
quienes compartió un vaso de bebida Cola; los niños con plumitas y a pie pelado
que danzaron ante usted simpáticos ritmos; las jovencitas con sus joyas de plata y
cintas de colores que lo atendieron bajo el quemante sol; el pebrecito, la sopaipilla,
el asadito de cordero.

¿Ya las recuerda? Debería, don Sebastián. Según las estadísticas, gran parte de
sus miembros lo favorecieron con el voto en segunda vuelta. Y es que más allá de
la demagogia esencialista de algunos, el izquierdismo de otros y el indigenismo de
unos cuantos, los mapuches –especialmente en los campos- al final del día
resultan bastante conservadores. Lo era una tía, que en paz descanse, y lo fueron
gran parte de mis tíos, hijos de prósperos comerciantes de ganado devenidos por
obra y gracia del colonialismo chileno en pequeños agricultores de subsistencia.
Mi tía, de estar viva, habría votado por usted, se lo aseguro. Recuerdo el día en
que falleció Pinochet y su infinita tristeza por el “caballero aquel”. “Mató gente,
pero pucha que era generoso”, razonaba aquel día, recordando sin duda las
pensiones asistenciales, los títulos individuales de dominio y uno que otro cuatrero
molesto flotando río abajo en el Cautín. Mi tío, orgulloso y obstinado como pocos,
de seguro lo habría espantado con los perros de acercarse usted siquiera medio
metro. Lejos del conservadurismo de mi tía, al viejo siempre le atrajeron las ideas
socialistas. Se hizo comunista leyendo libros, solía decir. Pero no en la
universidad, sino robándole horas al sueño tras largas jornadas hombreando
sacos en los fundos del Maule. Tal vez por ello admiraba a Allende. Tal vez por
ello, el día en que murió Pinochet, se bajó solito y de puro contento una garrafa de
tinto bajo las estrellas.

Y es que mapuches los hay para todos los gustos, don Sebastián. Algunos más a
la derecha, otros a la izquierda y uno que otro merodeando por el centro. Como en
toda sociedad, como en todos los pueblos, que ello es lo que somos y no
precisamente un regimiento. Un pueblo, don Sebastián, un colectivo con historia,
que carga -a ratos humilde, a ratos orgulloso- con sus héroes y sus victorias, con
sus villanos y sus derrotas. Somos un pueblo, don Sebastián, por más que la
bendita Constitución nos niegue dicho carácter y que la bancada parlamentaria de
su coalición solo nos tolere como folclore o atractivo de feria costumbrista. ¿Es tan
difícil reconocer que somos una nación? No debería serlo, en absoluto. Somos
uno de los pueblos indígenas más numerosos del continente, compartimos
patrones culturales, una determinada forma de ver el mundo, un territorio al que
sentimos como nuestro hogar y, por si fuera poco, una lengua que, si bien
amenazada, lejos está por lo pronto de desaparecer. “¿Qué es lo nacional?
Cuando nadie entiende una palabra del idioma que hablas”, sentenció el
dramaturgo Johann Nestroy. Si usted y yo somos chilenos, don Sebastián,
ramtueyu kimnieymi ñi nütram, fewla? chem pieyu, chem pimi? tami tuwün ka
inche trawüniekelayngün, wingkangeymi ka mapuchengen, ka mollfüng nieyiñ.
Feley kam Felelay? De esto trata a grandes rasgos el conflicto. De hablar y no
entendernos. De dialogar y no poder (o querer) escuchar al otro. De mirarnos y no
reconocernos ustedes como iguales en nuestra diferencia.

Hay jóvenes de mi pueblo que tampoco lo quieren escuchar ni reconocer a usted,


don Sebastián. Cansados de atropellos, hastiados de falsas promesas, han optado
por el camino de la rebeldía. En promedio no sobrepasan los 25 años. Y muchos
de ellos ya purgan largas condenas de cárcel en diversos penales del sur. Se los
acusa de terrorismo en base a una singular legislación, heredada de la dictadura
militar y que homologa en Chile el derribo de un avión comercial en Manhattan, la
explosión de un cochebomba en Bagdad y la quema de un galpón con fardos en
Ercilla. Surrealismo puro, podrá coincidir conmigo. Todos ellos sueñan con el País
Mapuche de nuestros abuelos. Lo extrañan, lo añoran, lo reivindican y lo
garabatean en los muros. Tres jóvenes han pagado con su vida este atrevimiento.

Balas policiales acribillaron a dos de ellos por la espalda, agentes del Estado,
cuyos sueldos pagan los impuestos de todos los chilenos, fueron los
responsables. Todos gozan no solo de absoluta impunidad, sino también del
aplauso cómplice de sus mandos civiles y uniformados. ¿Puede usted, don
Sebastián, evitar que nuevos jóvenes derramen su sangre en los campos del sur?
No los minimice, no los ignore, no los estigmatice. Busque dialogar con ellos. Sus
ideas, por minoritarias que sean según las encuestas de Libertad y Desarrollo,
constituyen parte de la arcilla con que moldeamos hoy nuestro futuro. No desate
sobre ellos una jauría.
Si en algo lo tranquiliza, no será usted el primer gobernante en afrontar dicho
desafío. Ejemplos en otras latitudes tiene de sobra. En su momento, el fascismo
español optó frente a las reivindicaciones vascas, gallegas y catalanas por la
inconducente lógica de los calabozos. En la otra frontera ideológica, mismo
camino siguieron los jerarcas soviéticos al aplastar con el bulldozer de la
integración las reclamaciones nacionales de chechenos, armenios y osetios, entre
otros pueblos. Sepa usted que ambos extremos fracasaron en su intento. España,
sacudida de Franco, encontró finalmente en las “Autonomías Regionales” un
camino para pacificar espíritus y dar cauce político a un reclamo que interpelaba a
diario su democracia. Nostálgicos del dictador pronosticaban con ello el fin del
estado español. Nada de aquello sucedió, claro está. Cierto es también que hay
quienes nunca aprenden. Los mandatarios rusos, por ejemplo. Y es que tras el
derrumbe de la URSS, el histórico abordaje militar del llamado “problema de las
nacionalidades” continuó intacto. Los tanques y la fuerza bruta siguieron marcando
en los 90’ la agenda del día en muchas de las pobrísimas repúblicas del Cáucaso.
Sucede hasta nuestros días, don Sebastián. Es cosa de sintonizar por las tardes
Telesur o CNN. O Chilevisión después de Yingo, si así lo prefiere.

Una pregunta queda en el aire, lo reconozco. ¿A quién represento? En verdad a


nadie, don Sebastián. Ni a mi reducción, ni al partido mapuche donde milito, ni al
periódico que dirijo. Mucho menos a mi pueblo. No represento a nadie y por lo
mismo, a todos. A todos quienes leyendo estas líneas sientan que se hace
necesario un abordaje distinto del mal llamado “conflicto mapuche”, extraña
denominación acuñada por El Mercurio y que deja fuera, olímpicamente, el
componente chileno de todo este entuerto. A todos quienes creen es posible
construir un nuevo tipo de relación entre ustedes y nosotros, una donde la
diversidad de lenguas, saberes y culturas no sea sinónimo de amenaza o antesala
de apaleos. No represento a nadie, don Sebastián, pero créame que son muchos
quienes comparten conmigo el trasfondo de esta misiva, que no es otro que dar
una oportunidad a la palabra. O a las letras. Consultado de por qué los mapuches
no habíamos construido jamás grandes pirámides o grandiosos templos, un gran
poeta de mi pueblo respondió que nuestro principal monumento era la palabra.
Puede que también lo sean las letras, que es la forma en que las palabras de
nuestros abuelos se volvieron cartas para seguir existiendo. Letras ajenas, don
Sebastián, pero incorporadas por la necesidad de los suyos de colonizar y los
míos de resistir.

En este punto me despido de usted. Guarde cuidado, no espero respuesta oficial


alguna de su parte. Ocupado estará en innumerables asuntos de Estado.
Tampoco fantaseo con algún acuse de recibo de esta carta. Me conformaría con
que alguno de sus asesores la mencione algún día, aunque fuera solo
anecdóticamente al pasar.

Atentamente a usted, Pedro Cayuqueo

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