La primera vez que fui a toros tendría 14 años y el primer impacto que recibí no fue ético sino estético:
después de esperar en una butaca diminuta por horas, sonó una fanfarria de cobres destemplados y
salió un señor medio marica que caminaba como si tuviera hemorroides. Iba vestido con medias
rosadas, estaba embutido en una especie de panty forrado al que no le cabía un adorno más, y lo seguía
una estela de personajes similares, pero más grotescos, que le daban al espectáculo un aire de desfile
de orgullo gay.
Me habría parecido un evento divertido de no ser porque a la salida del primer toro vi cómo toda esa
cofradía luminosa de transvestidos alegres se convertían en una manga de sádicos dispuestos a
ofrecerme el espectáculo más violento al que hasta entonces había asistido.
Me acuerdo que lo que más me impactó no fue tanto la crueldad de la corrida como su
celebración: la satisfacción que los cinco mil espectadores sentían cada vez que pasaba algo que para mí
era terrible: cada vez que mareaban al toro, cada vez que le clavaban una lanza desde un caballo, cada vez
que le metían una espada por la espalda.
Desde entonces me producen náuseas las corridas, y los argumentos que dan quienes las
defienden: que es arte. Que es que es un ritual en el que exorcizamos a la muerte: ¿y por qué no van y
exorcizan a la muerte con sus tías, por ejemplo? ¿Por qué no van y las zarandean y les clavan cuchillos
delante de una gradería que las aturda a gritos?
No entiendo qué tiene de artístico el cadáver destrozado de un toro en la arena ni cuál verdad se puede
encontrar en un adolorido hocico que echa sangre. Y creo como Manuel Vicent que si la tauromaquia es
un arte entonces el canibalismo es gastronomía.
Alguien defendía esta barbarie con un argumento digno de los nazis: que si no fuera por las corridas,
los toros de lidia no existirían como especie. Tan nobles, pues. Tan humanos. Todos los toros deberían
agradecer ese miserable gesto de infamia que consiste en prolongarles la descendencia solamente para
matarlos con una lentitud dolorosa, como si en ese caso no fuera más digno haber nacido muerto.
Una vez alguien me dijo que para qué criticaba las corridas si después salía a comer carne. Es un
supuesto extraño que exige que para que uno sienta náuseas ante los actos de tortura debe ser
necesariamente vegetariano. No: no soy vegetariano. Me encanta la carne. Pero no por eso me parece
bien que el ser humano se sienta valiente por hurgarle las vísceras a un toro que estaba tranquilo en una
llanura, y haga de ese episodio de sevicia todo un carnaval comercial.
El toro no embiste lo que brille o lo que se mueva sino su propia locura. Con el lomo hecho girones por
los relámpagos de la espada, apenas despliega en la arena un mugido agónico, desesperado, enfermo,
sin lograr entender la euforia de la sangre: ¿cómo será morir en ese delirio?; ¿a cuenta de qué está
permitida esta masacre?
Estoy seguro de que la tauromaquia sólo sirve para demostrar la bajeza del ser humano. Estoy seguro de
que ninguna vaca gozaría encerrando en un corral a César Rincón para irlo destripando poco a
poco, con el fin de arrancarle una oreja. Siempre he ido por los toros. Sueño con que cojan a todos los
toreros. Y también sueño con que prohíban las corridas para no tener que confrontarnos con el horror
de lo que somos: una serie de gente que aplaude cuando hay sangre; que nunca ha respetado la vida en
otros huesos; que sirve sobre todo para clavar puñales por la espalda.
Los antitaurinos no entienden. Antonio Caballero. Especial para EL TIEMPO, 30 de Enero de 2005.
Como los colombianos somos incapaces de resolver los problemas reales que tenemos, solemos
inventar problemas artificiales para darnos el gusto de aparentar que los resolvemos: cerno el
borracho del cuento que había perdido la llave en la calle oscura, pero la buscaba en la esquina
iluminada por un farol porque ahí sí había luz para encontrarla. Así nos inventamos el problema del
viaje al exterior de la lora Paquita, y el de la repatriación al Ecuador de un oso de circo. Ahora media
Colombio está enardecida con las corridas de toros, espectáculo bárbaro y cruel para nuestra
refinada sensibilidad. ¿La solución? Prohibirlas.
Muchos de los partidarios de la prohibición la piden por el mero placer de prohibir los placeres
ajenos, como los curas prohíben el sexo. (Un obispo mexicano llego a prohibir el chocolate.) Otros
alegan razones en apariencia sensatas, que se pueden resumir en dos. La primera es que no debemos
maltratar a los animales. La segunda, que no debemos exaltar la violencia en un país destruido por la
violencia.
Lo del maltrato es cierto: el toro lo sufre en la plaza. Pero resulta por lo menos hipócrita escoger al
toro de lidia entre los animales que sufren maltrato a manos del hombre cuando resulta que todos
los animales lo sufren, y de todos el que lo sufre menos es precisamente el toro. Lo sufren los
salvajes y los domésticos: desde los canarios cantores enjaulados hasta las vacas de ordeño
estabuladas, desde los mosquitos perseguidos con insecticida hasta los micos degollados vivos en los
laboratorios de vivisección, desde los peces pescados con anzuelo hasta los ratones ca zados con
trampa. Y de todos los animales el que recibe mejor trato es el toro de lidia. Desde que nace hasta
que cumple los cuatro años lo crían como a un príncipe, protegido de todo. Y al cabo de cuatro años
lo matan como a un rey en el cadalso: en el curso de una fiesta, y al cabo de un co mbate.
Y resulta que el toro bravo, como el hombre, es un animal de combate. Le gusta combatir, ya sea con
otros en el campo o con los toreros en la plaza. Justamente por eso es posible torearlo: porque da la
pelea, cuando prácticamente todas las demás especies animales rehúyen la pelea, tanto el tigre como
la serpiente, tanto la rana como el murciélago. Trate usted de torear a un burro y verá que no se
deja. Lo del maltrato a los animales, pues, refleja una gran hipocresía. Lo de la exaltación de la
violencia en un país violento revela gran miopía.
Porque el hombre es violento por naturaleza. Y es por eso por lo que todas las sociedades humanas,
desde los albores de la historia, han intentado encauzar esa violencia para hacerla menos dañina,
ritualizándola en el sacrificio o en el juego. No es posible suprimirla. Reprimirla es contraproducente.
Es necesario sublimarla, para que no lo destruya todo. Y uno de los modos más exitosos de
sublimación de la violencia, uno que combina el ritual del sacrificio con la ale gría del juego, es la
corrida de toros. En ella el público traslada al matador, al oficiante, su violencia colectiva, que se
ejerce sólo contra el toro simbólico y totémico. Sólo queda el rezago, prácticamente inofensivo, de
desfogarse arrojando almohadillas al ruedo o chillando al presidente de la plaza.
Y por añadidura, claro, está el arte del toreo. Entiendo que no es fácil que puedan acceder a su
comprensión gentes que, como los antitaurinos, consideran que la represión es la mejor manera de
tratar las pasiones humanas, o tal vez la única. Pero que entiendan, por lo menos, que nadie los
obliga a ellos a ir a toros.