Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
“Mirar al Pueblo de Dios, es recordar que todos ingresamos a la Iglesia como laicos. El
primer sacramento, el que sella para siempre nuestra identidad y del que tendríamos que
estar siempre orgullosos, es el del bautismo”.
Al recorrer la historia nos damos cuenta de que, por mucho tiempo, los laicos fueron
excluidos de toda responsabilidad misionera en la Iglesia; pero hoy en nuestro tiempo
somos testigos de su despertar, porque -como indica el Papa Francisco en la carta antes
citada-, “nuestra primera y fundamental consagración hunde sus raíces en nuestro
bautismo. A nadie han bautizado cura, ni obispo. Nos han bautizados laicos y es el signo
indeleble que nunca nadie podrá eliminar. Nos hace bien recordar que la Iglesia no es una
élite de los sacerdotes, de los consagrados, de los obispos, sino que todos formamos el
Santo Pueblo fiel de Dios”.
1. Orígenes de los laicos.
Después del siglo III consta la existencia de una división tripartita: laico, religioso y
clérigo; pero en esta estructura jerárquica, los laicos no figuran sino en relación de
contraste con los ministros ordenados. En nuestros días, esta expresión tiene
muchos significados, lo mismo que las palabras equivalentes: “seglar” y sus
derivados; así como también los adjetivos: laical y laicismo, secular y secularismo.
En ese tiempo se pensaba que los laicos debían de estar en el mundo, viviendo en un
ambiente lleno de tentaciones y de pecado, mientras que los clérigos debían dedicarse
solo a las acciones espirituales, en contacto con Dios, alcanzando los grados de
perfección. De esta clasificación se retomaban tres elementos para una definición del
laico: 1) es un miembro del Pueblo de Dios; 2) distinto de la jerarquía en el seno de la
comunidad; 3) que se ocupan en los afanes del mundo en modo cristiano.
Del mismo modo que eligió a algunos para que estuvieran con él (cf. Mc 3,14),
también llamó a otros en circunstancias diferentes. Encontramos, por ejemplo, la
vocación de Zaqueo (cf. Lc 19,1-10), quien después del encuentro con Jesús no
cambia de oficio, sino que sigue ejerciendo su trabajo con una lógica renovada;
también está la vocación del maestro de la ley (cf. Lc 10, 25-27), llamado a
comportarse como el buen samaritano; pero de modo muy especial encontramos
la vocación de la Virgen María (cf. Lc 1, 26-38), que se convierte en modelo de fe
para la comunidad, porque en íntima unión con Cristo, ha sido la criatura que más
ha vivido la plena verdad de la vocación, respondido con un amor tan grande al
amor inmenso de Dios.
Todos los creyentes estaban llamados a vivir la vida de Cristo, a ser testigos y
servidores del Evangelio. Las funciones que realizaron los primeros cristianos,
hombres y mujeres, aparecen en Hechos de los Apóstoles y en las cartas
paulinas, donde se narra su compromiso con la comunidad a través diversos
servicios: los encontramos dando hospedaje y prestando asistencia a los
apóstoles y misioneros itinerantes; ofreciendo sus casas para las reuniones de la
comunidad (cf. Hch 12,12; Col 4,10-15). El apóstol Pablo menciona en sus cartas
a sus colaboradores que le acompañaron en la fundación de iglesias locales y que
ayudaban a los apóstoles (cf. Flp 4,3; Hch 1,21-26).
Los primeros llamados a formar parte del proyecto salvífico de Cristo eran
hombres y mujeres comunes, que vivían el Evangelio y habían tomado en serio el
envío y las instrucciones de Jesús (cf. Mc 6,7-13). El Evangelista Lucas narra que,
tras el envío de los apóstoles, Jesús también “designó a otros setenta y dos y los
envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y lugares a donde pensaba
ir” (Lc 10,1). Este grupo de discípulos eran, probablemente, todos los que él había
reunido hasta ese momento, o al menos los que le seguían con cierta continuidad.
En el inicio se trató de una misión limitada a los pueblos vecinos, a los
compatriotas que eran judíos; pero después de la Pascua esa misión se extendió:
“Vayan por todo el mundo proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad” (Mc
16,15).
Clérigo:
Entre los clérigos ha existido una especificación importante. Hay un clero secular y
un clero regular. El clero secular, es el que está inmerso en las realidades
terrenas, que no está bajo un reglamento, sino bajo la disposición del Obispo y
que vive en el mundo; tiene su casa y su vida al lado del pueblo y también es
llamado clero diocesano, por pertenecer a una diócesis.
El clero regular, en cambio, lo integran aquellos que viven total o parcialmente en
un convento. Sus miembros viven bajo un estilo, un regla de vida muy específica.
Laico:
Es aquél que pertenece al pueblo elegido, a la Iglesia de Cristo, pero que en el
seno de la comunidad no ejerce funciones sagradas. El sentido de miembro de
la Iglesia se mantiene, pero apunta al fiel cristiano que no ha recibido la
ordenación sacerdotal.
A partir del siglo III el uso del término «laico» que se generalizó en toda la iglesia,
pero será hasta el siglo IV cuando se empezó a hablar propiamente de clérigos y
laicos como organismos separados entre sí, y en el siglo V se consolidó la
aparición del monaquismo, dando lugar a la distinción tripartita: clérigos, monjes y
laicos.
En esta nueva perspectiva la misión del laico será entendido como el que se
ocupa de las tareas seculares y no eclesiásticas.
la diferencia entre las funciones de cada grupo con una distinción bien precisa:
mientras el clérigo se distingue del laico por el sacramento del Orden, lo que
distingue al religioso del laico es el estilo de vida. En esta nueva categorización,
los clérigos y los monjes serán quienes se dedicarán a lo sagrado,
desentendiéndose de las cosas del mundo; mientras que los laicos estarán
directamente dedicados a la obra del mundo. Al respecto se decía: el laico no es
un hombre profano, sino el cristiano que vive en el mundo profano.
El gran despertar del laicado sucedió entre los años1870 y 1929, Cuando La
Iglesia comprendió que sus hijos cristianos laicos debían ayudar a la construcción
de un mundo nuevo. Así nació la Acción Católica, como fuerza capaz de aglutinar
generaciones enteras de jóvenes y adultos para llevarlos a la santidad con la
transformación del mundo, tan agitado por guerras y dictaduras.