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EN EL OESTE HAY DRAGONES

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1.a edición: 2001
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ISBN: 84-406-3864-7
Imprime: BIGSA
Depósito legal: B. 26.230-2001
'*,
CAPITULO PRIMERO

Clemens Clanton no pudo hacer gran cosa por evitarlo. Nadie lo hubiese
podido hacer, en sus mismas circunstancias. Toda la ventaja estaba de parte
de Archie Benson McCoy júnior. Las ventajas siempre estuvieron en la vida
del lado de todos los Archie Benson McCoy juniors. Aunque no se llamasen
Archie Benson McCoy, ni fueran hijos de otro Archie Benson Tarleton,
casado con la honorable y muy adinerada Sarah McCoy, ahora Sarah
Benson.
Clemens Clanton siempre vio vencer a los que eran como Archie.
Muchachos ricos, mimados de la fortuna y del azar, entes sociales respetados
y temidos, sólo porque heredaron un apellido y un dinero ajenos, de todo lo
cual solamente eran responsables sus padres, no ellos.
Lo malo de esos muchachos era que se creían superiores. Y tal vez lo
eran, pero sólo porque la sociedad se lo permitía. Personalmente,
moralmente, eran igual que cualquiera. O peor, incluso.
Lo cierto es que Archie Benson McCoy pertenecía a ese grupo de
privilegiados. Y que, como tal privilegiado, creía que podía hacer cuanto le
venía en gana. Normalmente, acertaba. Porque nadie se hubiera opuesto
seriamente.
Esta vez, no fue una excepción. Esta vez, por desgracia, también acertó.
Sobre todo, por desgracia para Brand Martin.
Clemens hubiera querido impedirlo de alguna manera. Sólo que no le fue
posible. Y vio morir a su mejor amigo. Vio morir a Brand Martin.
Estúpidamente. Torpemente. Absurdamente. Pero eso no impidió que
muriese.
La reyerta había comenzado de un modo tonto. Nadie pensó que
terminaría así. De pensarlo alguien, ése fue Archie Benson McCoy, el
asesino.
Porque fue el joven Benson, hijo de Archie Benson Tarleton, quien
disparó sobre Brand Martin. Dos balazos de su Derringer de lujo, casi de
juguete, como objeto de puro adorno. Dos balazos a corta distancia. Con un
Derringer como aquél, las balas resultaban mortales de necesidad a tal
distancia, y acertando en los puntos vitales.
Archie Benson McCoy podía ser un mal estudiante, un parásito, un
jovenzuelo mimado y fanfarrón. Podía ser un inepto para muchas cosas, pero
no para utilizar un arma de fuego. Por algo había sacado en los recientes
cursos matrícula de honor en tiro al blanco, con rifle o pistola.
Fue una pena que Brand Martin no estuviese armado. Y que tampoco lo
estuviera Clemens Clanton. Por eso no se pudo evitar. Por eso Archie, el
joven Archie, mató a su antagonista.
Clemens no podía dar crédito a sus ojos. Cuando vio a Brand caer
lentamente, con el estupor en el rostro, con un brillo vidrioso en sus ojos
claros, y dos rosetones rojos sobre su pecho, uno encima de los pulmones, y
otro sobre el corazón, creyó estar soñando. Pero no era una pesadilla. Ni
mucho menos.
Estaba viendo morir a su mejor amigo. A su único amigo, tal vez.
—¡Brand! —gritó, desesperado, corriendo hacia él.
Sólo pudo recogerle en sus brazos cuando caía. Le sujetó, dejando que se
venciera suavemente hasta el suelo, sin golpear con violencia. Pero eso no
impediría nada. La muerte estaba pintada ya en el rostro lívido de Martin. El
rosetón rojo del pecho, crecía, y una espuma sanguinolenta asomaba a sus
labios trémulos, descoloridos.
—Adiós... amigo Clem... —jadeó, desesperado, en el filo mismo de la
oscuridad eterna—. Mala... suerte... Cuida de... de Daisy... Clem... ¡Clem, no
quiero... morir...!
Pero murió. Murió con aquella exasperada protesta, nacida de lo más
hondo de su alma joven, llena de vitalidad, de esperanzas, de fe en el futuro.
Vomitó sangre, y se quedó inmóvil, entre los brazos y la pierna flexionada de
Clemens Clanton.
Lentamente, Clemens alzó la cabeza. Miró a los presentes, mudos y
horrorizados. Miró a Archie Benson McCoy que, fríamente, contemplaba a
su víctima..., ¡reponiendo dos cartuchos, con toda serenidad, en los orificios
de su Derringer humeante!
—Asesino... —jadeó Clemens, muy pálido—. Maldito y estúpido
asesino...
—Cuidado con tus palabras, Clanton —avisó.con altivez el jo^ ven
Benson—. No me obligúeos a disparar otra vez. No dudaré en' hacerlo, si
pretendes hacerme daño o insultarme.
—Si al menos en tus palabras hubiera arrepentimiento dolor, algún
sentimiento humano, por la torpeza cometida... —Clemens dejó en el suelo
del salón suntuoso y bien iluminado, a su amigo muerto. Se incorporó, muy
despacio—. Pero no, Archie Benson McCoy. Hablas como hablaste siempre.
Con aire superior, con arrogancia y con soberbia. Hablas así, aun después de
haber asesinado a un hombre.
—¡Mentira! —jadeó Benson, más pálido—. ¡Todos vieron que eso es
mentira! ¡ Y no podía saber cómo iba a contestar Brand a mis palabras! ¡Le
vi llevar la mano a su levita, todos lo vieron al mismo tiempo! ¡Actué en
legítima defensa...!
—Su levita... —habló Clemens con desprecio—. Sólo lleva en ella su
pañuelo. Observa el calor de este local, con tantas lámparas... Sudaba Brand,
como sudas tú ahora. No llevó jamás un arma encima. No era de ésos. Y le
mataste, Archie. Le mataste, sabiendo eso.
—¡No, no lo sabía! —aulló el homicida—. ¡Yo jamás supe tal cosa!
—Lo sabías muy bien. Estás mintiendo, Archie. Asesinaste a Brand
Martin, y lo sabes. Pero te estás buscando una coartada, y quizá te sirva,
gracias al dinero de papá... —Avanzó despacio hacia él—. Vamos, dispara.
Yo no llevo armas. No moveré mis manos. Pero dispara. Y procura
matarme... ¡o eres tú el hombre muerto!
—No... no te acerques—jadeó—.¡No te acerques!, Clemens... o aprieto
el gatillo!

—Cobarde —silabeó Clanton, avanzando despacio hacia él, sus largos


brazos alzados, sus manos de largos dedos flexibles, alejadas de su cuerpo
—. No apretarás ese gatillo otra vez. No lo harás, porque ahora no tendrías
forma de probar que no es un asesinato. Y no lo apretarás tampoco porque si
fallaras el disparo, si me quedase un solo soplo de vida en mi ser, te haría
pedazos con mis propias manos, antes de morir ante ti.
—No te aproximes más, Clemens... —susurró, lívido, estremecido,
dando él dos pasos hacia atrás—. ¡No, no! Te mataré... ¡Te mataré, lo juro!
—No jures. Dispara. ¡Vamos, dispara!
No se atrevía. Estaba asustado. Temblaba; temblaban sus dedos, las
comisuras de sus labios, sus párpados. Sos ojos estaban húmedos,
parpadeantes... Pero uno de esos temblores precipitó la acción. Oprimió el
gatillo, a bocajarro. Sin querer, pero lo hizo.
Disparó el Derringer. Una bala nada más. Clemens Clanton sintió el
mazazo del proyectil en el hombro izquierdo. Y sólo porque,
instintivamente, en un acto de reflejo, puramente felino, se agachó al ver la
acción de Archie.
La sangre empezó a correr, bullendo en el boquete abierto por el
proyectil en sus ropas, en su piel, en su carne. El dolor le martilleó,
alcanzándole con un trallazo muy vivo su mente. Pero lo dominó. Y llegó
ante Archie Benson McCoy, con una zancada final.
Le arrancó el Derringer de las manos. Con pasmosa facilidad, de un
simple tirón. El arrogante Archie Benson, júnior, tembló más aún. Y se echó
a llorar, histéricamente. Clemens hizo girar el arma de bolsillo en su mano,
sobre el eje de su dedo índice. Y le encañonó. Todos sabían que una bala,
una sola, quedaba en la recámara del segundo cañón.
—Y ahora, Archie Benson McCoy, reza lo que sepas —jadeó Clemens,
glacial.
Hubo un momento de tensión en el gran casino de East of Saint Louis,
Illinois, en la margen derecha del grande y viejo Mississippi.
El muchacho rico, mimado, todopoderoso, estaba dominado
ahora. Al borde de la muerte. Bajo la amenaza de su propia arma.
Empuñada ésta por el hombre a quien había herido cobardemente. El hombre
que fue el mejor amigo de su víctima, Brand Martin. Un hombre sin dinero,
sin posición social, sin familia adinerada ni prestigiosa. Un hombre llamado
Clemens Clanton. Un hombre que podía matarle, en revancha. Y que parecía
dispuesto a hacerlo, con todas las prerrogativas a su favor.
El disparo del Derringer, sonaría de un momento a otro. Todos lo
esperaban. Todos sabían que había de producirse. Sobre todo, estando aún
caliente el cadáver y la sangre de Brand Martin...
Sin embargo, todos se equivocaron.
Clemens Clanton quitó el dedo del gatillo. Utilizó el revólver chato,
pequeño y liviano, como objeto contundente. Lo descargó una y otra vez
sobre el rostro guapo y altivo del rubio y alto muchacho. Le vio sangrar por
sus fosas nasales y entre los labios, pero no se detuvo.
Cuando lo tuvo caído a sus pies, le miró con desprecio, con asco. Tiró el
Derringer, furioso, contra un espejo, que desgajó estruendosamente. Miró a
los empleados del casino, a Luke Lamont, propietario del mismo, y buen
amigo personal de la familia Ben-son McCoy.
Se sujetó, con un rictus de dolor, el hombro agujereado, del que
continuaba brotando sangre; sangre que empapaba su camisa y su levita.
—No tema nada, Lamont —dijo entre dientes con ira—. No voy a irme
sin pagarle los daños y perjuicios al negocio. Tampoco me gusta irme sin
arrancar el pellejo a ese cerdo de Benson McCoy, pero yo no soy de su
especie. Yo no mato a gente indefensa.
Tiró al suelo unos billetes, y pasó con una zancada, algo tambaleante, por
encima del caído, sangrante y lloroso Archie Benson júnior.
—Eso, para su espejo roto, Lamont —avisó con acritud—. Y para que
limpie de sangre de cerdo este suelo... En cuanto a Brand Martin, diga al
sheriffqut no aceptaré que el Municipio se haga cargo de nada. Yo pagaré su
funeral y todos los gastos del mismo.
Dio media vuelta. Salió del casino. Poco más tarde, tambaléante,
apoyándose en los muros de las bien iluminadas y concurridas calles del este
de San Luis, caminaba hacia la vivienda de un viejo amigo, el doctorRoss.
Acababan de curarle, cuando el sheriff Craig y dos de sus comisarios
vinieron a por él.
—¿Qué buscan, ustedes aquí? —preguntó el doctor Ross, terminando de
cerrar los apositos de su herida, tras extraerle la bala—. Mi paciente no
puede prestar declaración ahora, sheriff.
—Ya la prestará mañana. O pasado —miró a Clemens Clanton con
agresividad—. Está arrestado. Debo llevármelo a la cárcel.
—¿Se ha vuelto loco? —aulló el médico—. ¡No toleraré que saque nadie
a mi paciente de aquí, en tanto no esté en perfectas condiciones!
—Déjelo, doctor —habló mansamente Clemens, incorporándose. Miró a
Craig, con frialdad—. ¿De qué se me acusa, sheriff!
—De alteración del orden, destrozos en el Casino River Queen, agresión
al hijo de Benson Tarleton, amenazas de muerte y unas cuantas cosas más —
suspiró Craig. Luego, se encogió de hombros—. Sé lo que va a decirme,
Clemens. Pero yo no soy quién para dilucidar sobre su inocencia o
culpabilidad. Eso es cosa del juez. Mi misión empieza ahora viniendo a
arrestarle, bajo esas acusaciones formales. Y termina cuando le entregue al
tribunal, para su proceso legal.
—Muy bien —habló despacio Clemens Clanton—. Cumpla, entonces, su
misión, sheriff. Yo procuraré cumplir la mía, ante el juez, aunque sea el
propio juez Mulder, amigo íntimo de los Benson. Y mi misión es acusar a
Archie júnior de asesinato e intento de otro...
El sherifflt miró, con cierto aire de lástima. Sacudió la cabeza, cuando
Clanton se incorporó, pese a su herida, acercándose a él, con arrogancia,
vacilante su paso.
—No sé, muchacho —masculló—. Tal vez tengas razón, pero mucho me
temo que no va a prosperar esa idea tuya. Al lado de los Benson no eres
nadie... y la justicia de los hombres se basa siempre en la condición de las
personas a quienes se les aplica.
—Si así fuese, sheriff, renegaría por siempre de esa pretendida justicia...
y sólo creería en la que uno mismo puede aplicar... —dijo con aspereza
Clemens.
Tuvo ocasión de recordar sus palabras.
Le correspondió, ciertamente, el juez Mulder, amigo de los Benson. Y un
jurado compuesto por personas de la ciudad, en su mayoría impresionadas o
asustadas por el prestigio y el dinero de los Benson. Y unos testigos pagados
por los Benson, incluso con Luke Lamont, el dueño del casino, a su frente.
No pudo hacer nada por evitar eso tampoco.
El jurado le encontró culpable de todos los cargos. AArchie Benson
McCoy, se le consideró inocente de todo delito y se le absolvió por
completo. Clanton, responsable de un delito de agresión, otro de amenazas
de muerte, otro de alteración del orden, y uno más por falsas acusaciones e
injurias a un «honesto ciudadano como el joven Archie Benson McCoy», fue
condenado a pagar una multa de dos mil dólares, y tres meses de cárcel, en la
prisión local de East of Saint Louis.
Cuando Clemens se incorporó, tratando de protestar, e incluso de insultar
al tribunal y al jurado, el sheriffCrmg se creyó obligado a hacer algo que no
perjudicase más aún al acusado e impidiera nuevos conflictos.
Le descargó un culatazo con su rifle, derribándole como un fardo. Luego,
se volvió a sus hombres, en tanto se disolvían tribunal, jurado y
espectadores.
—Llévenlo a su celda —dijo fríamente—. E impidan que alborote
demasiado.
A la salida del recinto habilitado para el proceso, numerosos ciudadanos
felicitaban al joven Archie Benson, que, sonriente, respondía cordialmente a
todos, con la satisfacción pintada en el rostro. A su lado, su padre, el viejo
Benson Tarleton, era la imagen misma de la felicidad y el triunfo.
Frente al lugar, pasó el carruaje fúnebre, con el ataúd de Brand Martin
hacia el cementerio.

CAPITULO II

—Puedes salir ya, Clanton. Has cumplido tu condena.


—Sí, sheriff. Lo sé. Hoy se cumplen setenta días. Descontados los veinte
por buen comportamiento... soy libre, ¿no es cierto?
—Eso es. Llevaste muy bien la cuenta, Clanton. Espero que no vuelvas
por aquí más. Te has portado muy bien. Bien sabe Dios que no lo esperaba.
Pero así fue. Ahora no quisiera que volvieses a meterte en líos, muchacho.
—Eso nunca se sabe —se encogió de hombros tranquilamente—.
Gracias por el culatazo de aquel día, Craig. Eso evitó, posiblemente, que me
echaran encima un año más de prisión. Iba a decirles unas cuantas cosas.
—No valía la pena, Clanton. La sentencia era firme. ¿Qué ganabas
rebelándote?
—Usted es una buena persona, sheriff. —Clemens recogió sus cosas,
echando a andar despacio hacia la salida de la prisión local—. ¿Qué piensa
de aquel juicio y de su sentencia definitiva?
—No quiero opinar —rechazó Craig, evasivo—. No es misión mía.
—No pregunté al sheriff... sino a John Craig, el ciudadano, el hombre.
—Bueno, yo... —apretó los labios. Se contuvo con dificultad—. En fin,
es mejor no hablar ya, muchacho. Tu amigo Martin reposa tranquilo en el
cementerio del este de San Luis, y tú sales a la calle libre. ¿Qué importa ya
cuanto pasó? No se puede arreglar nada.

—Martin era mi amigo, sheriff. Le asesinaron. Como me hubieran


asesinado a mí, de haber tenido valor—se tocó el hombro, pensativo—. No
tuvo valor para tanto. Pero la herida ésta ya no duele. Son otras heridas las
que conservan su dolor, sheriff.
—Olvídalo todo, hazme caso.
—Brand iba a casarse, iba a ser feliz. Daisy, su prometida, le esperaba. Y
Daisy le gustaba demasiado al joven Benson... Eso lo provocó todo, lo sé.
—Pues entonces, no merece la pena recordarlo —cortó Craig
ásperamente—. ¿Sabes que Daisy Kent, va a casarse hoy con... Archie
Benson júnior? Y la boda no es a la fuerza, ni mucho menos. ¡ Ah!, el
padrino... es Luke Lamont, el dueño del casino...
—¿Qué ha dicho? —jadeó Clemens con estupor, sin creer lo que oía.
—Ya lo oíste, rriuchacho. Y esa boda teFfdrá lugar... dentro de una hora
solamente.
En un reloj, en alguna parte del este de San Luis, dieron las once de la
mañana.
Cuando ese mismo reloj daba una campanada más, justamente el
mediodía, llegaban ante la capilla los Benson. Daisy Kent Luke Lamont y
unos prominentes ciudadanos de San Luis amigos todos de Benson sénior o
júnior, y del padrino, Lamont.
Cuando eso sucedía, un hombre, conduciendo su caballo por las riendas,
avanzaba calle abajo, hacia la salida de la población. No llevaba armas al
cinto. Era condición expresa impuesta por el sheriff John Craig a su ex
recluso. Mientras permaneciera al este de San Luis, no podía llevar armas de
fuego consigo. Craig no quería problemas. No más problemas con Clemens
Clanton.
Clanton se detuvo en la esquina de Main Street. Miró arriba. Vio el
blanco traje de novia. Se estremeció. Ella; la prometida de su amigo Martin.
Ella, voluntariamente casada con el hombre que asesinó a su novio.
Sacudió la cabeza. No le gustaba aquello. Pero no podía evitarlo. Si
Daisy quería, ¿qué podía hacer él? Cierto que Brand le había pedido que
cuidara de ella. Pero no lograría nada oponiéndose a sus proyectos. Las
mujeres eran volubles, falaces...
—Eh, Clanton, ¿adonde vas?
Se volvió. Era el viejo Gin Keller, el sempiterno bebedor de ginebra.
Salía del local de Turner, no demasiado ebrio. Parecía bastante normal. Pero
llevaba en la mano un frasco mediado de ginebra.
—Me voy —dijo escuetamente Clemeñs.
—¿Adonde?
—No sé. A cualquier parte. Lejos de San Luis. Lejos de todo esto, Gin.
—Sí, comprendo. Lo de Martin es difícil de olvidar, muchacho.
—No. Difícil, no. Es que no se olvida. Nunca, Gin.
—Y luego, lo tuyo. Tenías toda la razón... y te condenaron, absolviendo
a esa cochina rata de Archie Benson McCoy, el hijo de perra.
—Eso es más fácil de olvidar.
—Y para colmo de males, ver eso y no poder hacer nada por evitarlo...
—refunfuñó Gin Keller, señalando al fondo de la calle, a la capilla donde se
iba a celebrar la boda.
—¿Quién puede oponerse a la voluntad de una mujer, Gin? Yo creí que
Daisy amaba realmente a Brand. Y sólo tres meses más tarde... se casa con
otro hombre.
—Cielos, Clemens, ¿y tú hablas así? —se sorprendió Gin—. Nunca lo
hubiera esperado.
—¿Por qué no? —Clanton enarcó las cejas, mirando al viejo beodo.
—Porque si Daisy se casa hoy con ese bastardo caprichoso y ruin, es
porque no tiene otro remedio, no por propia voluntad.
—Eh, espera un momento, Gin —le detuvo precipitadamente Clemens
—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Bueno, muchos no lo saben, pero el viejo Kent, el padre de Daisy, ha
cometido un desfalco en el banco. Yo me enteré confidencialmente.
Últimamente los asuntos le han ido mal en gran parte a causa de lo mucho
que Archie Benson, sénior, le apretó las clavijas con los pagos y las
hipotecas, desde su poltrona del Bank

of Mississippi. El, como hacendado, tuvo que pagar todas sus


obligaciones sin posible demora. Pero como empleado del banco, hizo
algunos fraudes para ir saliendo del apuro, con la idea de reponerlo después,
cuando todo se normalizase. El joven Archie revisó los libros, y lo descubrió
todo.
—Sigue, Gin, sigue.
—Lo cierto es que creo que padre e hijo estaban al tanto de todo desde el
principio, y lo que hicieron fue ir empujando al pobre Kent al desastre.
Entonces le pusieron en la disyuntiva: o hacía casar a su hija Daisy con
Archie... o iba a presidio para muchos años.
—¿Eso es lo que ha sucedido? —Clemens apretó los labios con frialdad,
rudamente.
—Sí, hijo. Eso ha sucedido. Kent habló con su hija... y ella,
aparentemente, se casa con ese canalla voluntariamente, con su mejor
sonrisa. Es el modo de librar de algo grave a su padre. Y lo hace gustosa, la
pobre criatura.
—Es... es mucho más de lo que yo esperaba oír, Gin —jadeó Clemens,
pálido y tenso.
Luego, inesperadamente, se acercó a Gin. Le arrebató el revólver de la
pistolera. El viejo beodo se asustó. Le aferró un brazo, con energía.
—¡Eh, no! ¡No hagas eso, muchacho! —protestó—. ¡No te pierdas til
ahora, por culpa de todos ellos! Bastante perdiste ya anteriormente...
—Déjame, Gin. Yo sé lo que tengo que hacer.
—No, no —rechazó el viejo bebedor de ginebra, asustado—. No lo
permitiré. Avisaré al sheriff, daré la alarma, para que no cometas un error
irreparable...
Clemens no le dejó terminar. Le descargó un seco golpe de zurda en el
mentón. El viejo Gin Keller, cayó como un fardo, sus ojos en blanco. Lo
depositó suavemente en el porche de la cantina, como si estuviera bebido,
bien visible su botella en la mano, y sonrió.
—Lo siento, viejo Gin —murmuró—. No quise hacerte daño, pero era
preciso. Tengo algo que hacer, y nadie va a impedirlo...

Decididamente, metió el Colt de Keller entre sus cinturón y el pantalón


de pana. Luego echó a andar hacia la capilla. Los contrayentes y los demás
testigos ya iban a entrar en el recinto, tras un animado coloquio en plena
calzada.
Clemens Clanton alargó el paso, decidido. Pronto llegó ante ellos. Iban a
cruzar el umbral de la capilla Luke Lamont, Archie Benson sénior, y unos
cuantos invitados más. Daisy estaba ya dentro, aguardando al novio. Y éste,
afuera, vestido con una impecable levita oscura, y pantalón gris perla. Bajo
la levita, ostentosa y brillante, la lujosa pieza de calibre 45, marca Samuel
Colt, asomaba de un cinturón con adornos, salpicado de balas a guisa de
lujosa canana.
En la puerta de la capilla, se leía un rótulo, muy corriente en San Luis o
en cualquier otra población del Oeste del país por esa época:
Visitante: para entrar en la casa de Dios, no necesitas armas. Deja las
tuyas colgadas en la entrada. Es un ruego.
Archie Benson McCoy, se dispuso a obedecer, soltando la hebilla de su
cinturón.
—No —le avisó fríamente Clemens, con voz clara, potente—. No lo
hagas, Benson. Vas a necesitarla.
Todos se volvieron hacia él.
—Vaya... Clemens Cantón en persona —rió entre dientes Archie Benson
McCoy—. No sabía que estabas invitado a mi boda. Pero ya que estás fuera
de la celda, puedes entrar, si gustas...
—No he venido para asistir a tu boda, sino para impedir que se lleve a
cabo.
—No sé cómo puedes evitarlo, Clanton. Eres un delincuente vulgar; yo,
un caballero.
—Eres un cerdo, Archie Benson McCoy. Todos lo sois. Falsarios,
embusteros, cobardes, testigos comprados, como Luke Lamont; mujeres
coaccionadas, como Daisy Kent... Iba a perdonarte, Archie. Iba a olvidar que
juré agujerear tu cochino pellejo. Me largaba ya de aquí, antes de que el aire
de este vertedero me pudiese corromper más. Pero esta vergonzosa boda es
más de lo que puedo soportar. Archie Benson McCoy, defiéndete como un
hombre, si alguna vez lo fuiste. Esta vez sí estoy armado. Y vengo a matarte
a ti. Sé que eres rápido y eficiente con las armas. También yo lo soy. ¡Vamos,
defiéndate!
—Clanton, ¿se ha vuelto loco? —aulló, lívido, Archie Benson sénior,
saliendo del porche de la capilla, seguido por Luke La-mont—. ¡No puede
venir a provocar a nadie! ¡Si se atreve a eso, haré que le ahorquen!
—Sé que puede hacerlo. Es lo suficiente cacique para ello, Benson. Pero
eso no cuenta ya. No me importa lo que me hagan. Lo que importa es Brand
Martin, que todavía pide justicia desde su tumba. Y Daisy Kent, que va a
casarse a la fuerza... Y yo, que pagué un delito inexistente, mientras su hijo,
Benson, salía indemne de un vulgar asesinato.
—Clanton, aún está a tiempo. Márchese lejos de aquí y olvidaré sus
insultos —avisó, sibilante, el viejo Benson.
—No. Ya es tarde para eso. No me marcho. No, estando con vida Archie
Benson McCoy. Es definitivo. Archie, voy a esperar tres segundos
solamente. Luego, dispararé, si tú no lo haces. Estás avisado.
Y la mano engarfiada de Clanton, se alzó, indicando que bajaría a por el
arma en cualquier momento.
Archie, demudado, dándose cuenta de que no había escapatoria, dio unos
pasos atrás. Buscó, desesperado, ayuda en los testigos. Todos,
prudentemente, reculaban, inhibiéndose del duelo.
Solamente su padre y Luke Lamont permanecieron apoyándole. Y algo
más que eso. Ellos dos fueron los primeros en actuar.
Desenfundaron Benson sénior y el dueño del casino, sus revólveres.
También el joven Archie, envalentonado por esa doble acción salvadora para
él.
Los tres, contra un solo hombre, tenían que ser vencedores indudables.
Benson sénior, hombre rudo, de acción, viejo luchador,

no mayor de cuarenta y ocho años, era correoso, duro de pelar. Luke


Lamont, un tahúr ex pistolero y truhán era un peligro, con un arma al cinto.
Y Archie era un tipo rápido y certero con las armas, aunque lo hubiese
llegado a ser por puro juego y deporte.
Frente a todos ellos, un solo adversario: Clemens Clanton.
Saltó el arma de Clanton en sus dedos, vomitando fuego y plomo
rabiosamente. Nunca Clanton había sido tan vertiginoso en su acción.
Nunca, quizá, puso tanta rabia y coraje en un hecho.
El arma llameó, anticipándose a todas las demás. Luke Lamont exhaló un
alarido de agonía, cuando la bala de calibre 45 de Clanton se estrelló contra
su rostro abriéndole un sangrante boquete que le deformó totalmente las
facciones. Su arma disparó al aire, movida por el mecánico espasmo de
aquellos dedos convulsos.
Clemens dirigió su segundo proyectil contra Benson, padre. Hubiera
podido matarle, pero optó por clavárselo en el hombro, desgarrándole ropa y
tejidos, y astillando su clavícula con seco impacto. El padre de Archie perdió
su arma, y fue hacia atrás, tambaleante, como ebrio.
Se quedaron solos Archie y Clemens. Una décima de segundo duró el
enfrentamiento personal del frío, sereno y despiadado Clanton, y el asustado,
lívido Benson McCoy.
Luego, las armas rugieron, separadas entre sí por una fracción
infinitesimal de tiempo. La que mediaba entre la vida y la muerte.
La vida, para Clemens Clanton. La muerte, para Archie Benson McCoy...
Porque el proyectil de Clemens alcanzó de lleno la frente de Archie,
entre sus dos cejas. Fue un orificio limpio, oscuro, perfecto, del que goteó un
delgado hilo de sangre, cuajado al final en un negro goterón.
Se disparó su arma, y la bala silbó, no lejos de Clemens, pero ya sin
rumbo fijo ni eficacia alguna. Porque Archie Benson McCoy estaba muerto.
Lo estaba ya, aún en pie. Cuando se desmoronó, lo hizo lentamente, con
un estupor sin fin reflejado en su helado gesto. Fue dando volteretas, entre
sordos rebotes, sobre el duro y polvoriento suelo.
Clemens alzó el rostro. Vio las facciones despavoridas, pálidas, de todos
los testigos del duelo. Vio al horrorizado Benson padre, aferrándose su
hombro herido, allá en el porche, fija su mirada desorbitada en el hijo
muerto. Vio al reverendo, orando con angustia, junto a Daisy Kent que,
pálida, llorosa, asistía con horror a la escena, si bien en su boca crispada se
advertía, casi, un gesto profundo e instintivo de alivio. Él sacrificio, no se
había consumado.
—Hijo... ¡Hijo...! —aulló el viejo Benson, moviéndose hacia el caído
con paso tambaleante—. No... no puede ser... ¡No puedes estar... muerto!
—Archie Benson, tampoco creí yo que Brand Martin pudiera estar
muerto —recitó lúgubremente Clanton—. Y él, ni siquiera tuvo la
oportunidad de defenderse...
Dio media vuelta. Se alejó hacia su caballo. Emprendió el galope, sin
esperar a más. Al pasar junto al viejo Gin, que se recuperaba, le tiró el
revólver a los pies, y agitó su brazo, en despedida. Se perdió en la polvareda,
ante el asombro y desorientación de Keller.
Allá, ante la capilla, Archie Benson, padre, enarbolaba su puño zurdo,
sollozante, con el brazo izquierdo colgando, lleno de sangre, inerte, y su faz
lívida, descompuesta, se encaraba a la nube de polvo que iba dejando
Clemens en su cabalgada, para gritar, rota la voz por la emoción, el dolor y
la ira:
—¡Juro ante Dios que te mataré, Clemens Clanton! ¡Lo juro! ¡Aunque
sea lo último que haga en mi vida, juro que terminaré contigo, estés donde
estés, vayas adonde vayas, maldito seas hasta el fin de tus días!
Luego, derramando llanto, como un niño, el rudo, vigoroso hombre de
lucha, cayó sobre el cadáver de su hijo, en medio del silencio aterrado de los
presentes.
La campana de la capilla empezó a tañer. Pero no a boda, sino a muerto...
CAPITULO III

Vio el pasquín por vez primera en Kansas City.


Lo contempló, curioso, tras echar una mirada en derredor, y ver que
nadie curioseaba por los alrededores, observando el gran parecido de su faz
con el buen retrato reproducido en el cartel. Era una fotografía hecha en East
of Saint Louis, dos años antes. Pero la fidelidad de la imagen fotográfica, era
indiscutible,
10.000 $ de recompensa por la captura, vivo o muerto, de Clemens
Clanton. Acusado de doble homicidio por la ley en East of Saint Louis. La
recompensa será pagada personalmente por Archie Benson Tarleton, a quien
le entregue al fugitivo con vida, o le dé pruebas evidentes de su muerte.
Firmaba el texto John Craig, sheriffdz East of Saint Louis.
Clemens Clanton se frotó el mentón. Había dejado que una barba de
algunos días sombrease su enérgico mentón y sus mejillas. Un bigote algo
grueso, levemente caído sobre la comisura de sus labios, también contribuía
a desfigurar algo su rostro. Luego, las ropas de hombre de las llanuras, en
vez de su levita y sus ropas de ciudad, contribuían también a alterar su
apariencia notablemente.
Aun así, el pasquín era un peligro. No por la propia ley, que en otro
Estado o territorio nada podía hacer contra él, sino por la cuantía de la
recompensa. Diez mil dólares era mucho dinero. No para Archie Benson
Tarleton, pero sí para cualquier cazador de recompensas, de los muchos que
deambulaban por doquier en busca de presa rentable.
Sacudió la cabeza. El viejo y vengativo Benson...
—Tal vez debí matarle también a él —juzgó entre dientes—. Pero él
nunca me hizo nada. Y hasta esto de ahora es justo en un padre. ¿Quién
puede ver los defectos del propio hijo?
Regresó a su caballo. Decidió que era mejor salir de Kansas City cuanto
antes. Estaba demasiado cerca de Missouri y, por tanto, de San Luis, este u
oeste. Pero ignoraba adonde ir. Su vida, actualmente, no tenía objeto. No
soñó nunca en perder la existencia deambulando de sitio en sitio. Sus
estudios, su esfuerzo por obtener un buen trabajo en East of Saint Louis, su
prometedor futuro en aquella ciudad, clave de las rutas terrestres y fluviales
al Oeste... Todo se había echado a perder, por una sola causa: la venganza, la
justicia por su mano, tras la muerte de su amigo Brand Martin.
Clemens pasó previamente por el gran almacén general de Bill Morton.
Debía adquirir provisiones para continuar viaje hacia alguna parte.
No podía saber que esa casual circunstancia, esa visita al almacén de
Morton, para proveerse de lo más necesario, iba a marcar su futuro destino.
No podía saber que allí, precisamente, conocería a Jeremy Jasper. Y con él,
la nueva ruta que le estaba señalada.
Claro que no solamente conoció a Jeremy Jasper, sino que... le salvó la
vida.
Y así comenzó todo.
Era un hombretón robusto, pelirrojo, de rostro cubierto de pecas,
músculos formidables y limpios, casi ingenuos ojos azules, en unas
facciones rudas y violentas.
Su lista de encargos era interminable. Pero Bill Morton había visto ya el
saludable color de sus billetes de cien dólares, y sabía que nada tenía que
temer. Era un buen cliente, y se llevaba un pedido considerable.

—Bueno, amigo —resopló Jeremy Jasper, tras separar los dos sacos de
azúcar y los dos de sal—. Creo que eso es todo. Y ya es bastante. Resulta
peor que mantener al Ejército de Estados Unidos... ¿Cuánto es la factura en
total?
—Pues... haciéndole el descuento especial por la cantidad de provisiones
que se lleva. —Morton hizo rápidamente la suma de todo—. En total, señor
Jasper, son cuatrocientos ochenta y siete dólares con noventa centavos.
Dejemos la cantidad en cuatrocientos ochenta dólares, en cifras redondas.
—Muy bien, amigo —aprobó Jasper, contando cinco billetes de cien—.
Cóbrese ya. Es el mejor precio que he pagado desde que salí de Baltimore.
—¿Baltimore? —Morton frunció el ceño—. ¿De tan lejos viene?
—Y tan lejos voy —rió el gigante pelirrojo—. Nada más y nada menos
que a California.
—¡California...! —suspiró el comerciante—. De extremo a extremo del
país...
—Eso es. De extremo a extremo. Llegamos de Europa en buque. Una
mala travesía. ¡Peste, nunca he vomitado tanto como en ese maldito velero
que Dios confunda! Pero lo importante es que estamos ya en tierra firme.
—Y se cansará de tanta tierra, antes de llegar a California —rió Morton
—. Es un largo camino el suyo, señor Jasper... ¿Cuántos son, exactamente,
de expedicionarios?
—Nada menos que veinte —resopló Jasper—. Y de los veinte... doce son
niños. Mis hijos, amigo.
—¡Doce hijos! —se alarmó el tendero de Kansas City—. Eso es
fertilidad.
—Pues mi mujer tiene fuerzas aún para tener otros doce, como mínimo
—soltó una risotada el pelirrojo—. Los demás, son compañeros de viaje... y
el cocinero chino. El diablo amarillo de Kwan-Li es un buen cocinero, eso sí.
A veces, no sé cómo puede hacer los milagros que hace con las provisiones,
para darle variedad a la comida.
—Les deseo suerte en su viaje a California —le miró, con simpatía—.
¿Va acaso en busca de... oro?

—¿Oro? —soltó una carcajada nuevamente, con buen humor—. ¡Oh, no!
No necesito buscar oro. Mi hermano lo encontró por sí y necesita brazos
para ayudarle en su mina, cerca de San Francisco, y en sus negocios, en la
propia ciudad.
—Vaya... Su hermano fue afortunado, a lo que veo. Debió de encontrar
mucho oro...
—Mucho —asintió Jeremy—. Nada menos que uno de los filones más
ricos de Sacramento. Oro en cantidad. Ahora ya no producen mucho las
minas, pero sigue encontrando azogue, cobre y cosas así... Además, ha
montado un negocio en Frisco1. Compra y vende oro, financia empresas
mineras, y regenta un casino de juego, de bebidas y de chicas alegres. Algo
estupendo, amigo. Y muy productivo, en lugar como Barbary Coast2.
—Sí, imagino que sí —suspiró Morton—. Bien, espero que lleguen sin
novedad a la dorada California. Y que gracias a su hermano encuentren
ustedes también su bienestar, su porvenir, allá en San Francisco.
La puerta se abrió entonces. El recién llegado llegó a tiempo de oír lo
que hablaba Morton, y miró de soslayo, curiosamente, al hombre alto,
fornido, del pelo rojo y la faz pecosa. Se acodó en el mostrador, pidiendo a
Morton:
—Quiero un pequeño saco de harina, otro de azúcar, otro de sal, uno de
café, carne en salazón, whisky, tocino y dos cajas de munición para mi rifle y
mi revólver. ¿Cuánto me costará todo eso, aproximadamente?
—Unos cincuenta dólares —dijo Morton—. No puedo darlo más barato,
amigo.
1. Frisco, es el nombre dado popularmente, en slang americano, a San
Francisco de California, desde hace muchos años. El hábito yanqui de
reducir o abreviar los nombres largos motivó esa costumbre, que aún hoy día
subsiste, en especial entre gentes populares.
2. La Costa Bárbara. Nombre aplicado a cierta zona del litoral del
Pacífico, en California. Y, por extensión, a San Francisco mismo, y a su
sector portuario, repleto de garitos, cantinas, saloons, hoteles, lupanares y
toda clase de negocios parecidos.

—Cincuenta... —torció el gesto el recién llegado, rebuscando en su


bolsillo. Contó hasta cuarenta y dos dólares. Puso treinta y cinco en el
mostrador—. Bueno, déme algo menos de ración de azúcar y de harina. Y
una caja de munición. ¿Llegará entonces? •' —Procuraré que así sea —
prometió Morton—. ¿Va muy lejos?
—No lo sé —sonrió el recién llegado—. Donde encuentre el modo de
aumentar un poco mi actual fortuna de siete dólares.
—¿Cuál es su especialidad? ¿Vaquero, minero, agricultor, doma de
caballos...? —quiso saber Morton—. Yo tengo amigos en Kansas City y
podría...
—No se canse, amigo. Gracias, pero no encontraría trabajo aquí. No sé
hacer nada de todo eso. He vivido siempre en una población grande. Si sé
manejar las armas, es por pura casualidad. Es lo único que sé hacer bien,
pero no he pensado nunca en hacerme pistolero. De modo que iré adonde
sirva un tipo que ha estudiado, por si puedo dar clases, colocarme eri una
oficina o cosa parecida.
—Malos tiempos corren para eso —Morton sacudió la cabeza, pesimista
—. En fin, espero que consiga algo, siendo joven y ambicioso. El Oeste
necesita de gente como usted, muchacho. Enseguida le preparo la mercancía.
Jeremy Jasper se había quedado pensativo, ceñudo, su mirada fija en el
otro cliente del General Store. De repente, le habló, con su habitual
brusquedad:
—Eh, amigo, perdone si le molesto, pero ¿le importaría ir a California?
—¿California? —se extrañó el hombre alto, de pelo castaño, de ojos
pardos y barba de algunos días, con bigote crecido de, al menos, tres o cuatro
semanas. Era esbelto, de anchos hombros, largas piernas, cintura estrecha,
expresión grave y pensativa, y enérgico rictus de boca. Tras repetir el
nombre, se encogió de hombros—. Si allí hay trabajo, ¿por qué no?
—Está muy lejos. Hay que cruzar casi todo el país. Hay a quien eso le
asusta.
—A mí, no. Tal vez vaya algún día. ¿Por qué lo preguntó?

—Porque yo podría... —empezó, caminando hacia él. —¡Cuidado! —


aulló de repente el desconocido joven.
Y con increíble fuerza física para su apariencia, descargó un formidable
empellón al pelirrojo, derribándole aparatosamente entre sacos de harina sal
y café, al tiempo que se desmoronaban latas de frijoles, cajas de botellas y
cuanto almacenaba allí Bill Morton.
Asombrado Jeremy dio volteretas entre los bártulos, diciéndose que al
ponerse en pie aplastaría a puñetazos a aquel imbécil. Mientras tanto, un
estrépito formidable de vidrios rotos lo invadió todo y, donde un momento
antes, las enormes espaldas del pelirrojo gigantón se recortaban contra la
vidriera del almacén, no quedó un vidrio sano, pulverizado a tiros desde el
exterior.
Las balas penetraron en la tienda, agujereando sacos, de los que brotó la
sal y el azúcar, a torrentes, mezclándose en confusa aleación, o destrozando
botellas de licor, objetos de cerámica, e incluso latas de cerveza o de
alimentos.
Desde el suelo, adonde el desconocido se había lanzado velozmente, tras
su aviso y acción sobre Jeremy Jasper, rugió un revólver repetidamente. Las
balas de respuesta del hombre que libró a Jasper de convertirse en un
colador, penetraron en la soleada calle de Kansas City, a través del enorme
boquete en los vidrios.
Y un jinete que desfilaba, vertiginoso, entre otros dos o tres, autores de
los disparos a medida que cabalgaban frente al almacén, se agitó en su silla,
abrióse de brazos, exhalando un alarido ronco, y luego se fue, dando
volteretas, al polvoriento suelo de la calzada.
Los demás siguieron al galope, con un caballo sin jinete entre ellos,
perdiéndose definitivamente al volver la esquina del edificio. El salvador de
Jasper corrió, agazapado, saltando a la acera, y corriendo veloz hacia la
esquina. Cuando asomó, era inútil disparar sobre los fugitivos. Estos se
perdían ya entre corralizas y establos, cubriéndose de cualquier posible
atacante.
Regresó lentamente el alto desconocido hasta donde yacía el caído. En la
puerta de la tienda, aparecían ya, pálidos y desorientados, el tendero Morton
y el pelirrojo Jasper.

El hombre del revólver humeante se agachó junto al jinete abatido poco


antes. Le bajó el pañuelo que cubría su rostro casi totalmente, dejando sólo
ver los ojos, entre la tela y el-ala del sombrero.
Lanzó una imprecación, mirando a Jasper y a Morton. Señaló al caído,
recién desenmascarado.
—Miren —dijo—. Ese hombre es uno de los que intentó matarle, señor...
Y es un chino.
—Un chino... ¡Es ridículo! '* —Pero'es lo que sucedió, señor Jasper.
¿Tiene usted algo contra los chinos... o ellos contra usted?
—¡Jamás vi un chino en mi vida, allá en Europa! Y aquí, sólo conozco a
uno: Kwan-Li, nuestro cocinero... Escuche, Clanton, ¿cree de veras que
intentaban matarme a mí?
—Eso ni se pregunta —rió entre dientes Morton, sacudiendo la cabeza
—. Estaba usted solo ante el ventanal, perfectamente definido. *Es usted
inconfundible. Y esos jinetes, según los que les vieron aparecer en la calle,
estaban caminando lentamente, como a la espera de que usted saliera del
almacén. Al no hacerlo, le vieron recortado contra el ventanal. Y se
movieron con rapidez, empezando a disparar.
—Sí, eso es seguro —afirmó Clemens Clanton—. Iban a por usted. Lo vi
enseguida, por encima de su hombro, cuando observé que galopaban hacia la
tienda y apuntaban a su figura. Por eso le derribé.
—Y salvó mi vida, muchacho —una manaza de Jasper cayó en su
hombro, y casi le derriba—. Clemens Clanton, le estaba ofreciendo entonces
un puesto en mi caravana. Ahora, con doble motivo, le pido que nos
acompañe. Hasta California o hasta donde quiera. No sólo llevará
gratuitamente su manutención diaria, sino que le abonaré cinco dólares
diarios por sus servicios.
—Mis servicios..., ¿de qué?—se extrañó Clanton, sorprendido.
—Bueno, iba a decirle entonces que de guardián de nuestra expedición,
en la que no abundan los buenos tiradores. Usted dijo que sabía usar las
armas. Y acaba de probarlo además. De modo que tengo más motivos aún
para ofrecerle trabajo.
—Bueno, si de veras necesitan a alguien que sepa manejar un rifle o un
revólver en caso de apuro... cuente conmigo —suspiró Clanton de buena
gana—. Es mejor eso que nada. Pero no me gustaría que lo hiciera sólo por
una gratitud mal entendida y...
—No diga tonterías, muchacho —masculló Jeremy—. Cuando yo
ofrezco algo es porque un tipo me cae bien, no lo dude. Además, le necesito.
Puede serme tan útil como me ha sido hoy aquí, no lo dude. En especial, si
intentan otra vez convertirme en una criba, aunque maldito si entiendo por
qué...
—¿De verdad no conoce a nadie que tenga relación con orientales? —se
interesó Clanton—. En el Oeste hay muchos chinos, pero cuantos conozco
rigen negocios de lavandería o cocinan para restaurantes, caravanas y cosas
así. No sé de ningún individuo de raza amarilla que se dedique a pistolero. Y
menos, en esta parte del país...
—Le aseguro que estoy tan desorientado o más que usted, Clanton —
resopló Jasper, ceñudo—. ¡Chinos...! Creo que desde ahora, voy incluso a
temer que el bueno de Kwan-Li me envenene con sus guisos...
—Jasper, ¿cuántos son en su caravana?
—Veinte. De ellos, doce hijos míos, mi mujer, Kwan-Li, y yo. Así que
quedan cinco miembros más del grupo.
—¿Todos amigos suyos o familiares?
—No, no. Sólo compañeros de viaje. Emigrantes como yo. Tres vinieron
en el mismo barco que yo vine con mi familia desde Europa. Los otros dos
se nos unieron en Baltimore, donde estaban desde la llegada de otro navio
anterior, procedente del norte de Europa.
—¿Son de confianza?
—Total. Ya los verá usted. Buena gente toda. En busca de oro, de
tierras... Lo de siempre, Clanton, usted debe de saberlo mejor que yo...
—Sí, lo sé —suspiró Clemens—. Aunque buscaría oro. Es una simple
quimera, señor Jasper.

—No para todos. Mi hermano encontró oro. Mucho oro. En Sacramento.


Ahora es rico, posee negocios, gente que trabaja para él.
—Sí, siempre hay algún afortunado. Me alegra que haya sido su hermano
uno de ellos. ¿Va a reunirse con él?
—El mismo nos lo ha pedido. Hay trabajo para todos. Y buen sueldo a
ganar. Y oportunidades en las minas, si no de oro, de cobre y cosas así. Lo
intentaremos. Mantener a doce hijos, aunque dos de ellos sean ya unos
mozos capaces de defenderse solos, es un buen problema cuando no hay
dinero, amigo... Si hago este viaje, es gracias a mis ahorros... y al dinero que
mi hermano me giró a Europa. ¡Nada menos que cinco mil dólares para
empezar la ruta de California, amigo!
—Evidentemente, su hermano ganó mucho dinero con el oro de
California —sonrió Clemens Clanton, risueño—. De todos modos, yo no
aspiro a tanto. Me gusta tener siempre los pies bien firmes en la tierra. De
momento, todas mis aspiraciones son viajar sin gastos... y con cinco dólares
diarios de salario, hasta San Francisco de California.
—Eso está hecho, amigo Clanton —le tendió la mano, ruda y fuerte, que
estrechó con energía la de Clemens—. Y Dios quiera que no tenga que
desenfundar nunca su arma para defender mi pellejo, como hizo hoy en el
almacén general.
—Sí, Dios lo quiera... —repitió Clanton. Pero no pudo evitar un
pensamiento, con la imagen del rostro aceitunado de un hombre de raza
asiática, de ojos almendrados, oculto por un pañuelo y el ala de un sombrero.
Y estuvo seguro de que no sería la última vez que eso sucediera.

CAPITULO IV

Jeremy Jasper y su esposa Noemí. Sus doce hijos, con el joven Jeremy y
la espigada Lilah como primogénitos del numeroso grupo. Kwan-Li, el
cocinero chino. Y cinco colonos más, con sus sueños puestos en California.
Esa era la caravana. Con seis carromatos y quince mulos. Dos
carromatos para los Jasper y la nutrida descendencia. Dos más para la
familia Brampton, formada por tres hermanos: Nadia, Bob y Stuart. Otro
para dos amigos del norte de Europa: Hans Anders y Gustav Erikson, unidos
en Baltimore a los colonos. El último, para el chino, su cocina y su nutrida
despensa.
La caravana rumbo a California. Cargada de ilusiones y sueños. De
esperanza y de anhelos. Posiblemente, algún día, saturada de decepciones y
amarguras. Pero aún no había llegado ese día. California, la tierra prometida,
aún estaba lejos...
—¿Qué piensa de los componentes de la caravana, Clem? —preguntó de
repente Jasper.
Clanton volvió la cabeza. Cabalgaba junto al carromato inicial del grupo.
La señora Jasper, rubia y ajada, le sonreía afablemente. Los niños, también,
agrupados en el pescante.
__No sé —confeso él—. Puede que sean excelentes personas.
Pero uno nunca sabe... ¿Dice que los Brampton vinieron de Europa con
ustedes?
—Sí. Los tres. Nadia, Bob y Stuart. Buscan fortuna en un país
joven y desconocido.
—; Y... los dos nórdicos?

—Anders y Erickson son suecos. Vinieron con otro compañero a


América. El murió en la travesía. Han permanecido en Balti-more hasta que
se unieron a nosotros, decididos a buscar su oportunidad en el Oeste.
—De modo que ninguno es enemigo suyo, ¿verdad?
—¿Por qué habrían de serlo? —rió Jasper de buena gana.
—¿Por qué habría de serlo un oriental? Ni siquiera sabemos si los demás
jinetes que dispararon sobre usted lo eran también.
—Sería absurdo. ¡Chinos en contra mía...! —soltó una risotada
estruendosa—. Cielos, no tiene el menor sentido, Clem. Acaso se
equivocaron de tipo, eso fue todo.
—Usted no es fácil de confundir con nadie. Su estatura, su traje de ante
con flecos, su pelo rojo, su corpulencia... No, no creo que le confundieran.
—De modo que, según usted..., fueron a Kansas City a matarme a mí —
dijo Jeremy, asombrado.
—Eso es.
—Pero ¿por qué, Clem?
—Si usted no lo sabe, ¿como podría sacarle yo de esa ignorancia? No sé
apenas nada sobre usted.
—Conforme, pero..., pero todo en la vida tiene una razón de ser, un
motivo, el que sea. Y que a mí, Jeremy Jasper, me intente asesinar un
chino... ¡es lo más ridículo que se puede oír!
—Si usted estuviera muerto ahora, en el cementerio de Kansas City, no
tendría nada de ridículo, y sí mucho de lamentable —le recordó Clanton con
frialdad.
—Perdone, muchacho, pero es que no logro tomarme en serio esa
cuestión. Aunque bien mirado, yo estuve a punto de morir. Y no conocía a
nadie en Kansas City, por lo que es de suponer que nadie podía conocerme
tampoco a mí... —Sacudió su roja cabeza, enfático—. La verdad, no lo
entiendo.
Clem Clanton iba pensativo, sobre su montura, la vista perdida en el
horizonte. Fue súbito su inesperado, grave comentario:
—En California «sí» hay chinos.
—¿Qué? —Jeremy Jasper se volvió a él, sorprendido—. ¿Cómo ha
dicho?

—San Francisco es un puerto cosmopolita, Jasper. Arriban a él


numerosos buques de Extremo Oriente. Hay muchos marinos de raza
amarilla. Y cocineros. Y lavanderos. Y, posiblemente, maleantes. Dicen que
traen drogas de Asia. Y cargas prohibidas.
—¿Drogas, cargas prohibidas? ¿Barcos chinos? —Jasper meneó la
cabeza—. ¿Qué significa todo eso, Clem?
—No sé. Es una posibilidad. A usted le ha llamado su hermano desde
San Francisco, ¿no es cierto?
—Sí, sí lo es —convino Jeremy Jasper. Frunció el ceño de pronto—. Eh,
escuche... ¿Qué tiene que ver mi hermano Noah con todo eso?
—Usted me lo ha contado. Noah Jasper tiene negocios en Fris-co. Usted
va a Frisco. Hay dinero de por medio. ¿Quién le dice que ése no es el motivo
de lo ocurrido en Kansas City?
—Es ridículo —rechazó Jeremy—. Nadie, excepto mi hermano y yo,
sabemos que voy a reunirme con él. Además ¿por qué habrían de intentar
matarme?
—Sí, ésa es la incógnita —reflexionó en voz alta Clem—. ¿Porqué...?
Siguieron adelante, en silencio. Gustav Erikson se les unió, con su mulo
a buen trote. Era un hombreton recio excesivamente grueso, de pelo largo,
muy rubio, casi como oro puro hilado. Tenía los ojos intensamente claros,
grandes y fijos.
—Creo que tenemos problemas a la vista —dijo con voz sorda.
—¿Qué? —se volvió Clem hacia él, vivamente.
—Allá, al fondo —dijo el nórdico sin volverse apenas—. Mire. A su
derecha, Clanton. Junto al promontorio con forma de obelisco...
Miró de soslayo Clem. Descubrió las monturas, el ropaje multicolor, las
plumas de sus tocados...
—¡Indios! —masculló entre dientes—. Con plumaje de guerra... Eso
significa problemas. Y graves...
Hubo problemas. Aunque no demasiado graves.
Los pieles rojas, posiblemente de alguna tribu cheyenne en pie
de guerra, les atacaron al caer el día. Llevaban armas modernas. Rifles
Winchester y revólveres. Algunos atacaron con lanzas y flechas, pero no
eran muchos.
Podían ser una treintena de ellos. No eran muchos, pero frente a sólo seis
hombres útiles rifle en mano —el joven Jeremy era demasiado joven, y el
cocinero Kwan-Li hubiera sido incapaz de manejar un arma— resultaban
demasiados.
Cuando se lanzaron al ataque de la reducida caravana, ya Clem y sus
compañeros habían adoptado las debidas precauciones. Formando un cerco
con los carromatos, se defendieron desde su interior, a la usanza militar. Y se
defendieron brava, duramente.
—¡No malgasten disparos ni municiones! —avisó Clanton, cuando se
agazaparon tras de las ruedas de los vehículos, para repeler la agresión con
toda virulencia—. ¡Tiren sólo cuando el blanco sea seguro!
Lo hicieron bastante bien. Los ululantes jinetes indios, con las pinturas
de guerra de los cheyennes, fueron describiendo cercos cada vez más
cerrados, en torno al campamento. Y disparando con furia sobre toldos y
estructuras de madera, en busca de blancos humanos.
Anders, el otro rubio nórdico, cayó herido en un brazo. También Stuart
Brampton. Nadia se unió a los que disparaban, con sus hermanos. También
Noemí, la esposa de Jeremy. Y eso elevó a ocho los defensores, aunque
Anders pronto fue baja. Stuart Brampton, pese a un balazo en la pierna,
siguió disparando rabiosamente.
Tuvieron suerte. Y acierto.
Los pieles rojas pronto se dieron a la fuga, retirando audazmente a sus
muertos y heridos del campo de batalla. Satisfecho, Clanton se irguió, con su
Winchester humeando. Contempló la estampida india.
—Al menos son una docena —dijo—. Han tenido muchas bajas, sin
embargo. No se deciden a atacar. Además, anochece. Y los indios nunca
combaten de noche...
Se perdieron los comanches en la distancia. Volvió la calma sobre la
caravana. Ni un cuerpo sin vida fuera o dentro del cerco
de carromatos. Sólo dejaron caballos sin ensillar, aquí y allá, heridos de
muerte por las balas.
De repente, Clanton se irguió. Contempló algo a la luz incierta del
atardecer. Algo multicolor, agitado por la brisa vespertina, fría y seca en la
llanura salpicada de rojos promontorios.
—¿Ocurre algo ahora? —indagó Jeremy, preocupado.
—No lo sé. Cúbranme —dijo entre dientes Clem—. Creo que hay
alguien ahí. Y con vida...
—Cuidado, Clanton. Puede ser peligroso... —avisó Gustav Erikson,
apoyando su recia humanidad en el rifle pesado, un Henry de grueso calibre.
—Ya lo sé. Por eso pedí que me cubrieran.
Y se deslizó fuera del cerco del carromato, arrastrándose sobre la tierra
arcillosa. Erikson, Jasper y Nadia cubrieron su avance, con sus rifles
respectivos. No hizo falta utilizarlos. Ningún enemigo dio señales de vida.
Regresó pronto Clanton. Y no solo. Entre sus brazos, llevaba un cuerpo.
El de un indio comanche malherido, cubierto de sangre en sus ropas y piel
cobriza.
Entró en el campamento, donde ardían ya fogatas vivas, y donde el
apacible y risueño Kwan-li, iniciaba, sin duda, su labor culinaria, a juzgar
por el grato olor a guiso que se extendía por el claro.
—¿Qué hace, Clem? —masculló Jasper, sorprendido—. ¿Se trae a un
enemigo herido?
—Sí, Jasper. Trataremos de ayudarle, pero no lo veo fácil. Tiene dos
balas en los pulmones, y una en el vientre.
—¡Cielos, está agonizando! —protestó Gustav Erikson contemplando al
herido—. ¿Qué espera conseguir en un caso así, Clanton?
—Al menos, prolongar su vida lo suficiente. Arrancarle alguna
información, si es preciso.
—¿A un piel roja? —dudó Jasper—. Tengo entendido que nunca hablan,
cuando ven que van a morir.
—Entonces... esperemos que sí lo haga un chino, cuando se ve ante la
muerte.

—¿Un... qué? —aulló Jasper.


—Un chino —dijo glacialmente Clanton. Y con rapidez, frotó un
pañuelo en petróleo, y lo pasó sobre las pinturas bélicas del che-yenne
malherido. Con esas pinturas, se fue su tinte cobriza... apareciendo debajo
las facciones oblicuas de un rostro aceitunado.
—No, no puedo entenderlo...—sudoroso, pálido, Jasper se frotó las
sienes entre sus recias, nervudas manos. La luz del queroseno iluminaba el
carromato donde yacía, entre estertores agónicos, el oriental disfrazado de
piel roja—. ¿Qué está ocurriendo, Clanton?
—No sé lo que ocurre, pero algo hay evidente ya: lo de Kansas City no
fue casual. Ni hubo error. Es usted, Jeremy Jasper, quien interesa a esos
orientales. Quieren matarle, e incluso recurren a un falso ataque indio, con
pieles rojas de guardarropía... No dudan en perder quince o veinte hombres
en una emboscada fallida... Jas-per, dése cuenta. Algo está sucediendo. Algo
en torno suyo. Su vida estorba. ¿A quién?
—Si yo lo supiera... ¡Dios mío, no conozco a nadie en este país, por
tanto nadie puede desearme ningún mal, Clanton, a pesar de cuanto está
sucediendo en torno mío...!
—Sin embargo, está probado ya que...
Se detuvo Clanton a media frase. Giró la cabeza. Se apresuró a correr
junto al herido. Inclinóse sobre él.
Le miraron unos vidriosos ojos almendrados, desde un rostro color
aceituna, sudoroso y brillante, con la lividez cérea de la muerte. La boca se
entreabría, mostrando espuma sanguinolenta. Con aquella faz, resultaba aún
más ridicula su pintura bélica che-yenne, a medio limpiar, su maquillaje
cobrizo, su tocado indio...
Habló algo. Ronca, ahogadamente, Clanton no entendió palabra alguna.
Era una lengua oriental, posiblemente su chino de origen. Trató de captar
algún sonido legible, sin conseguirlo. Hizo un gesto vivo a Jeremy.
—¡Pronto, llame a Kwain-Li! —pidió—. ¡Es urgente! Este hombre se
muere...
El chino tosió. Sus labios se tiñeron de un rojo pálido, espumoso. Se
agitó, en un estertor. Aferró el aire. Luego, la mano que piadosamente le
alargó Clem. Habló rápido, precipitado, anhelante, dilatando sus ojos
almendrados cuanto pudo. Todo era chino. No pudo entender nada. Ya Jasper
había salido precipitadamente a por el cocinero de la caravana.
Cuando regresó con Kwan-Li, ya era quizá demasiado tarde. El oriental
disfrazado grotescamente de piel roja, agonizaba. Sus labios apenas si se
movían, en estertores.
—Kwan-Li, es preciso que intentes sacarle algo. Se muere. Dijo algo,
quiere darnos a entender alguna cosa, pero por desgracia tu lengua es difícil
para nosotros —habló roncamente Clem—. Inténtalo, ¿quieres?
El menudo, risueño cocinero, asintió afable. Se inclinó sobre su hermano
de raza. Le habló, suave, cordial, con su modo meloso y sencillo de
pronunciar su lengua.
El agonizante se agitó. Sus ojos se dilataron, aunque no mucho. Habló,
en un espasmo. Kwan-Li le respondió. Luego, el herido dijo algo más. El
cocinero pareció sorprendido. Le interpeló, con tono apremiante. El otro
intentó hablar de nuevo. Se le desorbitaron sus oblicuos ojos. Abrió la boca.
Vomitó sangre. Y murió. Cayó pesadamente en el camastro, dentro del
carromato iluminado con la lámpara de queroseno.
—¿Y bien? —musitó Jasper, inquieto, lleno de impaciencia—. ¿Qué
habló, Kwan-Li?
—No era fácil entenderle —habló el chino cocinero, con tono pausado.
Meneó la cabeza, estudiando sus ojillos de almendra al hermano de raza que
había fallecido—. Dijo cosas extrañas, de poco sentido...
—¿Qué cosas? —le apremió rápido Clem.
—Bueno, él... él aseguró que... que ya nunca cruzaría la Puerta de la
Gran Felicidad. Y que Aquel que Todo lo Ve le condenaría por su torpeza...
—recitó despacio Kwan-Li, frunciendo el ceño.
—Sí, ¿y qué más? —insistió Clanton, lleno de vivo interés.
—Pues añadió que... que los Dragones llenarán el Oeste, volando desde
el lugar donde el sol se pone. Y que el Dragón que sirve a Aquel que Todo lo
Ve vendría a por su cuerpo maldito, para darlo de pasto a los dioses del
Mal...
—Paparruchas —masculló Jasper—. Supersticiones, fanatismos
religiosos sin sentido. No tienen nada de extraño, después de todo.
—En un chino como yo sí —respondió el cocinero—. Nunca oí hablar de
Aquel que Todo lo Ve, ni de los Dragones que vuelan desde donde él se
pone, señor Jasper. Y tampoco... tampoco de lo último que dijo. Y que me
pareció horrible...
—¿Qué fue, Kwan-Li? —le apremió .Clem—. ¿Qué fue lo último que él
dijo?
El cocinero oriental tomó aliento. Luego, recitó, estremecido:
—Los Dragones del Oeste han devorado ya a un hombre maldito
llamado Jasper... y van a devorar a otro de igual nombre, antes de que llegue
hasta el Jasper que ya cayó...
Clem Clanton dirigió una viva mirada significativa a Jeremy Jasper. Este
había palidecido intensamente, clavando sus ojos dilatados en su cocinero
chino primero, y en Clem después.
—¡Noah, mi hermano! —aulló—. ¡Algo le ha ocurrido a Noah...!

CAPITULO V

—¿Noah Jasper..?
—¡Sí, eso dije! Noah Jasper, es un hombre rico, importante... Encontró
oro, tiene negocios en esta ciudad...
—Tanta gente de San Francisco tiene negocios, encontró oro, y es rica e
importante por eso mismo... —el interrogado se encogió apaciblemente de
hombros—. No sé. Pregunte por la calle Principal, en Barbary Coast. Allí le
podrán indicar mejor lo que quiere saber, amigo...
Y el californiano se echó de nuevo encima el sombrero de aspecto
mexicano, pareciendo sumirse en la siesta, bajo el porche blanco de aquel
caserío, a la entrada de San Francisco de California.
De buena gana Jeremy Jasper hubiera golpeado al que así se comportaba.
Clem detuvo su brazo. Sonrió, moviendo la cabeza, negativo.
—No, Jasper —dijo—. No se gana nada así. Son california-nos. Tienen
todos los vicios de mexicanos y españoles. El clima es cálido y amable. Son
perezosos por naturaleza. No les irrite.
—Tienen que conocer a Noah... Es un hombre rico, poderoso...
—Posiblemente él tuvo razón. Esto no es Kansas City, ni Dodge, ni
Abilene o Cheyenne. San Francisco ha crecido de prisa. Donde hay oro, todo
crece rápido. Es una ciudad grande, amplia, con muchos habitantes. Vamos a
Barbary Coast. Allí nos hablará alguien de su hermano, Jasper.
Y así fue. Allí les hablaron de Noah Jasper.

Fue en Barbary Coast. En una cantina. Su dueño les escuchó sin


pestañear. Luego, asintió con energía.
—Oh, sí. Sé a quién se refiere, señor. Pero creo que llega un poco tarde...
—¿Tarde? —se estremeció Jeremy Jasper.
—Eso es. A Noah Jasper... le enterraron hace ya casi un mes.
—Enterrado...
—Así es. Esa es su tumba. Los clavos de su ataúd eran de oro puro. Así
lo pidió en su testamento.
Jeremy sentía ganas de llorar. Pero era demasiado rudo para dejarse
vencer por sus debilidades. Lo único que mostró fueron sus ojos húmedos, al
volverse hacia Clark Boyman, marshal de San Francisco de California.
—¿Cómo... cómo murió? —fue su pregunta ronca.
—Accidente —fue la respuesta.
—¿Accidente? —dudó Clem, rápido—... ¿Qué clase de accidente?
El marshal se volvió a él. Le miró con evidente desconfianza. Y no lo
disimuló en absoluto.
—¿Le importa a usted mucho? —quiso saber—. Si no es familia del
muerto...
—No, no es familia —cortó Jasper—. Pero es amigo mío. Tiene derecho
a saber lo que sea.
—En ese caso... —de mala gana el marshal californiano se encogió de
hombros—. El accidente fue vulgar. Acostumbraba montar a caballo y
emprender largas carreras por la costa, fuera de la población. Se cayó del
animal. Cayó de cabeza. Fractura de cráneo. Nadie hubiera podido hacer
nada por él. Tenía la nuca rota. Como una caña quebrada. La cabeza colgaba,
casi suelta.
—Un golpe demasiado brutal, ¿no cree? Habría muchas rocas en donde
sucedió...
—Rocas y arena. Es en el litoral sur, más abajo de los muelles. Tardaron
en dar con él. Aquellos parajes están poco frecuentados.

Los tripulantes de una embarcación pesquera descubrieron al caballo por


la arena, y le siguieron. El animal les condujo hasta Noah Jasper. Ciclón
quería mucho a su amo.
—¿Ciclón? —frunció el ceño Jasper.
—El caballo blanco de su hermano, sí—suspiró el marshal—. Ahora
pertenece a su esposa.
—¿A quién? —casi aulló con voz aguda Jeremy Jasper.
—A su esposa. A la señora Jasper, naturalmente.
—Pero..., pero mi hermano... ¡era soltero! —protestó Jeremy vivamente.
—Lo siento. Hay una señora Jasper. Esposa legal de su hermano. Y
heredera de cuanto él poseía.
—Pero..., pero eso..., ¡es imposible! El me lo hubiera dicho... Yo recibí
su carta, su giro, su orden de venir acá... —protestó Jeremy, muy pálido.
—Calma, Jasper—le cortó Clem. Miró al marshal—. ¿Cuándo se casó
Noah Jasper, exactamente?
—Hace poco —de nuevo se notó la desgana en el tono agrio del
representante de la ley en San Francisco—. Muy poco, en realidad.
—¿Cuánto?
—Bueno, pues,., mes y medio, creo yo.
—¿Sólo quince días antes de morir? —le apremió Clem, con voz fría.
—Sí, quizá... Tal vez menos. Diez o doce antes, creo yo...
—Vaya... Es curioso... —Clem se quedó mirando la lápida, con el
nombre de Noah y su fecha de fallecimiento. Sin dedicatorias, sin frase
alguna por epitafio. Luego, cruzó una mirada vacilante con Jeremy—. Muy
curioso, Jasper...
—¿Qué es lo curioso, señores? —preguntó una voz a su espalda, en el
cementerio nuevo de San Francisco.
Se volvieron los dos. Se encontraron, sorprendentemente, ante la mujer
oriental más bella, joven y elegante que vieran jamás. Una mujer de suaves
rasgos asiáticos, no por ello menos hermosa, extraña y fascinante.
—¿Quién es usted? —masculló Jeremy malhumorado.

Y el marshal Boyman, respondió justamente lo que Clem Clanton estaba


imaginándose:
—Ella es la señoraThai Jasper..., la esposa de su hermano Noah.
Se detuvieron frente a la fachada del edificio.
Recargada, suntuosa, como una mansión oriental. Colgaduras de seda,
con dibujos bordados. Dragones, simbolismos y caracteres chinos. Puertas
lacadas, cortinas de seda brillante. Y muchos colores en policromada
anarquía.
Todo eso, para una simple fachada del local de diversiones. El nombre,
todo un símbolo: El Dragón de Seda.
—Dragones... —masculló entre dientes Clem Clanton.
—¿Cómo dijo, señor? —preguntó dulcemente ella, descendiendo del
carruaje.
—No, nada —replicó Clemens, ayudándola a bajar a la acera porcheada
del pintoresco lugar, en la calle más concurrida y populosa de todo San
Francisco, con las aguas portuarias detrás, y en ellas anclados numerosos
barcos de todo tonelaje, desde los grandes veleros que cruzaban el Pacífico
hasta las pintorescas embarcaciones de pesca orientales, muchas de ellas
pertenecientes a comerciantes del barrio Chino de la ciudad.
El silencioso, menudo oriental que conducía el calesín de Thai
Jasper, se alejó con el carruaje, entrando por una calle lateral del
, edificio. Ella, con un gesto sencillo, señaló la suntuosa fachada.
—Fue todo idea de Noah, no mía. Adoraba las cosas de Oriente. Aquí, en
San Francisco, se aprende a amar la lejana tierra del celeste imperio.
Jeremy Jasper se frotó con aspereza el mentón.
—Nunca supe que mi hermano se interesara por las cosas chinas —
objetó.
—Usted hacía años que no veía a su hermano —dijo ella, apacible,
volviendo a él sus ojos almendrados, oscuros y vivaces. Una dulce sonrisa
animó su bello rostro de porcelana, bajo los cabellos negros, como lacados
—. En unos años, un hombre cambia de gustos, sobre todo si vive aquí, en
esta ciudad. San Francisco es casi parte de Oriente. Aquí, el Oeste se funde
con Asia. Casi se puede sentir en el aire mismo que uno respira...
Empujó graciosamente las puertas batientes, lacadas. Podían haber sido
las de un vulgar local del Oeste. Pero el color de su barniz terso, y la
decoración en torno, las hacía parecer diferentes.
Dentro, Clem observó que en nada se diferenciaba de un saloon
cualquiera, en cualquier parte, al Oeste del Mississippi. Columnas, dorados,
escenarios, palcos, mesas, un largo mostrador, espejos, bebidas. Pero, eso sí,
numerosas colgaduras de seda, con bordados chinos. Y un dragón rojo y oro,
una bella figura situada sobre el mostrador, mostrando su rostro espantable,
de mito oriental.
—¿Este era el negocio de mi hermano? —se sorprendió Jeremy.
—Es la mitad de él —sonrió ella. Señaló al fondo, a una puerta cerrada
—. La otra mitad es la fachada opuesta, la que da al muelle. Allí están las
oficinas de compra-venta de oro, especies, sedas, y cosas así. Todo el
edificio era de Noah.
—Y ahora es suyo —sonrió Clem.
—Sí —rápida, ella le dirigió una mirada pensativa—. Ahora es mío. La
ley en California no es diferente a la de otros estados o territorios de la
Unión. Si el esposo muere, todo es para la esposa, no habiendo testamento.
—Y no hay testamento —resopló Jeremy, entre dientes.
—Que yo sepa, no —negó ella, dulcemente, moviendo su cabeza lacada
—. Pero eso se lo podrá aclarar mejor el abogado y administrador del pobre
Noah, el señor Mac Govern.
—Dijo Boyman, el marshal, en el cementerio, que usted y Noah se
casaron pocos días antes de su muerte —terció Clem, pensativo.
—Exacto —suspiró ella—. Pero ya nos conocíamos hacia tiempo,
éramos novios más de un año... Finalmente, Noah se decidió a casarse
conmigo.
—Entiendo. Es evidente que era un hombre de buen gusto y criterio —
opinó Clem—. Eligió una joven y bella esposa.
—Y de otra raza —añadió Jeremy, con un gruñido.
—Vaya... —ella le miró con ojos brillantes—. ¿Es usted se-
gregacionista, señor Jasper?

—Diablos, no. No lo soy, pero usted... usted...


—Yo soy china —sonrió ella, irónica—. Y eso, para usted, no es
agradable.
—No, tampoco es eso, señora. Es que... no me hago a la idea de que
Noah...
—Ya le dije que aquí la gente cambia mucho de modo de ser y de pensar
—suspiró ella. Luego se acercó a Jeremy, con su paso menudo, suave. Su
vestido color malva y blanco dibujaba nítidamente su figura. Era delicada,
esbelta, bien formada. Una auténtica estatua viva, de pura porcelana
trabajada por el más delicado artesano de la creación. Parándose ante
Jeremy, habló con suavidad—: De todos modos, señor Jasper, no crea que
soy una especie de monstruo que se apoderó de Noah para absorberle. He
tenido la desgracia de quedar viuda. Pero no olvido que usted es su hermano
y él le hizo venir al Oeste del país.
—¿Qué quiere decir con eso? —dudó Jeremy..
—Que no voy a quedarme con todo, aunque sea legal. Tiene usted
derecho a su parte. Y también a una parte de cuanto él dejó. Hable con Mac
Govern, se lo ruego. El tiene instrucciones mías.
Jeremy se quedó callado, confuso. Sin saber si gruñir exigiendo todo, o
agradecer mansamente a la bella criatura su generosidad.
Clem aprovechó para intervenir, cambiando el tema:
—Unos pistoleros chinos han estado atacando a Jeremy Jasper durante el
viaje de California, señora —dijo bruscamente—. ¿Sabe usted algo de eso?
—¿Pistoleros chinos? —ella se quedó mirándoles con asombro. Luego,
musitó—: Dios mío...
—¿Qué ocurre? —quiso saber Clem.
—No..., no acostumbro oír hablar de pistoleros de mi raza, señor
Clanton. No los hay.
—Ya lo sé. Parece que aquí es diferente —suspiró Clem—. Los he visto.
Incluso se disfrazaron de pieles rojas para atacarnos. Y deben de ser muy
numerosos. Se permitieron el lujo de perder casi una veintena.
—Mi pueblo es muy numeroso, señor Clanton —sonrió ella, sardónica.

—Ya lo sé. Pero ignoraba que aquí, en América, se dedicasen al


asesinato. Cuantos he conocido hasta hoy, eran pacíficos. ¿Qué les ha
ocurrido de repente, para volverse feroces y perseguir a un hombre que
nunca tuvo relación con ellos?
—¿Cómo puedo saberlo yo?
—Si alguien puede saberlo, es precisamente usted, señora Jas-per—cortó
Clem, incisivo.
—¿Por qué motivo? —pestañeó ella, evidentemente hostil.
—Porque es una mujer china. Se casó con Noah Jasper, y éste ha muerto.
Vive en una ciudad repleta de orientales, con el mayor barrio Chino del país,
y su local, el que fue de Noah, se llama El Dragón de Seda.
—¿Qué tiene todo eso que ver conmigo y con esos orientales asesinos,
señor Clanton? —casi se irritó ella, irguiéndose, muy altiva.
Clem avanzó decidido hacia ella. La miró directamente a los ojos. Sus
palabras sonaron como pistoletazos:
—Señora, me pregunto si usted tampoco atravesará la Puerta de la Gran
Felicidad, porque Aquel que Todo lo Ve hará que los Dragones del Oeste la
devoren a usted, como devoraron antes a Noah Jasper.
Ella le miró, atónita. Su rostro de porcelana se tornó blanco. Sus ojos se
dilataron llenos de horror. Entreabrió los labios. Cle-mens esperó sus
palabras.
Pero ella, todo lo que hizo fue desvanecerse súbitamente.

CAPITULO VI

—¿Por qué dijo usted eso, Clem?


Clanton puso antes unas gotas de whisky en los labios de la joven
oriental inconsciente. Luego se volvió despacio hacia su compañero de viaje.
—Fue una simple prueba, Jasper —confesó, pensativo, ceñuda la
expresión—. Y resultó.
—¿Quiere decir que... tuvo algo que ver en la muerte de mi hermano?
—No digo tanto. Sólo que le impresionó terriblemente oír hablar de todo
aquello que mencionó el chino disfrazado de piel roja. Por tanto, algo hay de
relación entre todo ello. Como imaginé, la clave puede estar en San
Francisco.
—Pero..., ¡pero no entiendo nada, Clem! —se quejó Jeremy.
—Yo tampoco. Quizás ella, al recuperarse ahora, pueda sacarnos de
dudas —y contempló a la muchacha oriental, tendida sobre el mostrador del
bar desierto. El propio Clem se sirvió un trago, bebiendo de la botella, y
ofreció ésta a Jasper, que la rechazó, preocupado.
No tardó la joven viuda en recuperarse, poco a poco, incorporándose con
la ayuda de Clem Clanton. Les miró a ambos, como asustada, volviendo
lentamente a la realidad.
—¿Qué..., qué me sucedió? —quiso saber, con voz débil.
—Se desmayó —dijo Clem—. Cuando hablé con usted de los Dragones
del Oeste.
—Oh, Dios... —Ella entornó los ojos, estremeciéndose. Tem-

blaron las comisuras de sus labios—. Sí, ahora recuerdo... los Dragones...
y Aquel que Todo lo Ve...
—Exacto, señora —asintió Clanton—. Ignoro lo que todo eso pueda
significar. Pero a usted le causó un gran efecto, por lo que vi.
—¿Cómo..., cómo pudo usted..., llegar a conocer... todas esas cosas? —
musitó ella.
—Por uno de los asesinos de piel amarilla, señora. Estaba seguro de que
aquí en San Francisco estaba la clave de todo. Jasper, su esposo, no creo que
fuese víctima de ningún accidente.
—¿Qué... quiere decir?
—Le asesinaron.
—¡Oh, no, no! —protestó Thai Jasper, cubriéndose los ojos con sus
delicadas, blancas manos de uñas nacaradas—. No es posible...
—Estoy seguro. Si usted sabe algo, señora Jasper, es mejor que lo diga.
Puede ayudarnos a ver claro en todo esto. Lo mismo que Noah perdió la
vida, pudo perderla su hermano Jeremy. Tiene que haber alguna explicación
para eso.
—Si la hay, la ignoro —Thai les miró, patética—. Pero imagino lo que
sospechan: sólo a mí podía interesarme que Noah muriese, ¿no es cierto?
Están pensando en la herencia, en su gran fortuna...
—No hemos dicho nada —habló Jeremy con acritud—. Sólo esperamos
que, si como dice mi amigo Clem usted sabe algo de esos Dragones y de
todo lo demás, lo diga, para saber a qué atenernos.
—Es... es bastante peligroso... —musitó ella, asustada, echándose atrás.
—Peligroso, ¿el qué? —indagó Clem.
—Hablar... de cosas prohibidas.
—¿Cosas prohibidas? —repitió Clanton, ceñudo.
—Eso dije. Nadie puede revelar lo que sabe de los Dragones del Oeste y
de Aquel que Todo lo Ve.
—¿Por qué motivo?
—Porque significa... la muerte.
Hubo un silencio en el saloon desierto. Clem estudió pensati-

vo los colgantes de seda con dragones. Parecía buscar en ellos una


explicación, la que fuese. Algo que le aclarase aquellos enigmas propios de
otras tierras mucho más lejanas más al oeste, allí donde el sol se ponía para
los californianos.
Se volvió, decidido, hacia ella. La miró, con agresividad.
—Escuche eso, señora Jasper —silabeó con frialdad—. ¡Quiero saber de
una vez por todas quiénes son los Dragones del Oeste, quién es Aquel que
Todo lo Ve... y qué significa la Puerta de la Gran Felicidad! ¡Quiero saberlo
todo, y lo antes posible! Y créame, no me asusta en absoluto el peligro. Ni
me preocupa la muerte.
—Hace mal, señor. Morir no es agradable. No cuando lo ordena Aquel
que Todo lo Ve...
Clem se volvió, casi violentamente adonde sonara la voz.
Era en la puerta de comunicación posterior, entre el saloon El Dragón de
Seda y el resto del negocio de Noah Jasper, que daba su cara frontal al mar.
Allí, un hombre vestido de oscuro, con blusa de seda negra, permanecía
tranquilo, apacible, con sus brazos cruzados, contemplando a Clem Clanton
con ojos enigmáticos, rasgados, oblicuos y malignos, desde un rostro
carilleno, aceitunado, de buda sarcástico.
—¿Quién es usted? —preguntó Clem con aspereza.
—Tsun-Ho, socio de Noah Jasper, señor... —informó humildemente el
desconocido.
—¿Socio de Noah? —se sorprendió Jeremy—. Nunca me habló de que
tuviera socios...
—Posiblemente no lo consideró importante —sonrió el oriental,
avanzando hacia ellos, con paso tranquilo. Se inclinó, ceremonioso—. Yo
regento el negocio de compra-venta de especias, minerales valiosos, sedas,
joyas... El Dragón de Seda es un doble negocio: el nocturno, se compone de
bebidas, juego, música, chicas... El de día, de comercio. San Francisco es un
lugar donde puede hacerse más dinero que buscando oro en las montañas de
Sacramento. Sólo hay que tener buen sentido para los negocios.

—Mi hermano hizo suficiente dinero con el oro para tener que buscar
más en los negocios.
—Se equivoca, señor Jasper. Su hermano no tenía un centavo de su
fortuna en oro.
—¡Miente! —aulló Jeremy, enrojeciendo.
—Señor Jasper, nunca llame mentiroso a un hombre, sin conocer antes la
verdad —le avisó con peligrosa suavidad el hombre de negro—. No he
mentido. Puede preguntar al señor Mac Govern.
—¡Mac Govern! Todo el mundo habla de él. ¿Es el único que lo sabe
todo aquí?
—Era el administrador y abogado de su hermano. El le dirá lo que quedó
de la fortuna en oro. De no haberse asociado conmigo a tiempo, hubiese
muerto pobre como una rata.
—No es posible... ¡Obtuvo mucho oro, se hizo rico...!
—Y con la misma facilidad con que enriqueció... se arruinó —suspiró
Tsun-Ho, apaciblemente—. Ocurre muy a menudo, señores...
—¡No lo creo! ¡Noah no era de esa clase de hombres! —protestó
violentamente Jeremy.
—Su hermano no era mejor ni peor que los demás hombres, señor Jasper
—declaró apaciblemente, calmosamente, el oriental de rostro de buda tallado
en marfil—. Tenía las mismas debilidades que cualquier mortal. Le gustaban
el juego, las mujeres, la bebida... Como a cualquiera. Creyó que su fortuna
nunca se agotaría. Cometió un grave error. Cuando quiso enmendarlo era
tarde. Y lo hubiera sido más aún, de no ser yo su colaborador y empleado
por entonces. Antes de la ruina, le propuse un pacto: asociarnos.
—¿Se asoció con él cuando estaba arruinado ya? —la duda asomó a la
voz de Clanton.
—Aunque le sorprenda, sí —suspiró el chino—. Todavía podía salvarse
mucho. Yo colaboraría en eso, a partes iguales. Así se hizo. Obtuve créditos,
clientes que él ni soñaba siquiera, con sus negocios abandonados. Salvé esto,
y le hice ganar dinero. Es cuanto pude hacer.

—Seguramente alguien contribuyó a arruinar a Noah —jadeó Jeremy.


Señalando de repente, acusador, a Thai, gritó—: ¡Ella, sin duda!
—Yo... —Thai retrocedió, medrosa—. Oh, no... Yo nunca...
—Señor Jasper, sigue hablando a la ligera —le replicó, frío, Tsun-Ho—.
Su hermano se arruinó con otras mujeres como Samantha Colby, la más
hermosa y frivola de San Francisco. Cuando conoció a Thai fue cuando su
vida empezó a remansarse, y él se rehabilitó en parte de sus errores. No
debería ofender a nadie, sin saber previamente las cosas.
—Lo... lo siento —balbuceó Jeremy, dando media vuelta, y alejándose
furioso hacia la salida, cuyos batientes empujó con rabia—. ¡Lo que quiero
es saber por qué mi hermano era otro hombre, maldita sea...!
Y salió precipitadamente del saloon, oyéndose sus recias pisadas en la
acera de tablas.
Se quedaron solos Clem Clanton, Thai y Tsun-Ho. Miró Clem a los dos
orientales, tratando de penetrar tras su máscara exótica e inexpresiva, sin
lograrlo. Luego, suspiró, meneando la cabeza con pesar.
—Sigo sin saber lo más importante —dijo.
—¿Qué es ello, señor? —se interesó Tsun-Ho.
—Los Dragones del Oeste. Y Aquel que Todo lo Ve.
Cambiaron una mirada extraña, inquieta, ella y Tsun-Ho. Luego, ambos
miraron a Clem.
—¿De veras quiere saberlo? —musitó el oriental.
—Sí.
—¿Aunque ello signifique un peligro de muerte para usted?
—Aún así, sí.
—Bien. Entonces, se lo voy a contar...
Cuando se disponía a hacerlo, Thai lanzó un gritó agudo terrible. Clem
se volvió en redondo. Luego, se arrojó al suelo, y arrastró consigo, de un
formidable empellón, a la muchacha de raza asiática.
Sobre sus cabezas, pasó el ancho, curvado cuchillo oriental, que silbó en
el aire, ominoso, yendo a clavarse en un poste de madera del local, justo a
través de un colgante de seda con dragones... y a menos de cinco o seis
pulgadas del rostro de Tsun-Ho.
Rápido, Clem desenfundó su revólver, amartillándolo. Arriba, en el
altillo una elástica huidiza figura oscura, se perdía entre cortinajes de seda
salpicados de paisajes chinos bordados en oro y plata.
Al mismo tiempo que apretaba el gatillo, y rugía el arma, clavando una
bala en la barandilla superior, no lejos de donde la sombra escurridiza se
perdía, y levantando astillas de la madera, en el exterior hubo un alarido
inconfundible, con voz potente y clara de Jeremy Jasper.
Luego, retumbaron disparos y se percibió el tronar de caballos al galope
junto con otro grito ronco de Jasper.
Clem, despreciando el posible riesgo, se precipitó, dando volteretas sobre
sí mismo, a través del hueco de la entrada. Los batientes cedieron, y Clem
Clanton saltó al exterior, revólver en mano, para proteger, si aún era tiempo,
a su compañero y patrón, Jeremy Jasper.
Pronto vio que era tarde.
Jasper yacía sobre su propia sangre, en el centro de la calzada.
—¡Jeremy! —rugió Clem, furioso, lanzándose en zig-zag hacia el
polvoriento centro de la calle.
Alcanzó a ver los jinetes que se perdían, calle arriba. Vio sus flotantes
ropas negras, de seda, sus caperuzas de igual tejido, totalmente negras,
brillantes, sedosas. Manos enguantadas de negro se revolvieron hacia él,
esgrimiendo pistolas Colt, que vomitaron balas hacia su agazapada figura.
Clem brincó, dando una voltereta acrobática, para caer tras un
abrevadero de caballos, situado frente a una cantina de la acera opuesta.
Desde allí, hizo fuego dos veces contra los fantásticos jinetes en fuga.
Alcanzó a uno, que cayó del caballo, dando tumbos en el polvo. Otro, se
agazapó, encogido, sobre el cuello de su montura y, aun a aquella distancia,
Clem estuvo seguro de ver sus rojas salpicaduras sobre la negra seda de la
túnica, en su espalda.

Miró angustiado a Jeremy, que se agitaba débilmente, sobre el charco de


sangre que se extendía en el polvo, bajo su cuerpo. Gritó a unos testigos
asustados de la escena:
—¡Pronto, avisen a un médico, cuiden de él! ¡Yo voy tras esos fantoches
asesinos!
Y corrió vertiginoso hacia los caballos atados a un poste. Saltó sobre uno
de ellos, soltando sus correas del poste. Lo espoleó, lanzándose tras los
jinetes de negro, dispuesto en esta ocasión a no dejar escapar a los asesinos
misteriosos.
Pasó al galope junto al cuerpo inmóvil de uno de los abatidos. Observó
su máscara de seda. Era grotesca y temible a la vez. Habían bordado, sobre
la caperuza de seda negra, con claro estilo de artífice chino, un rostro de
dragón...
De pasada, sin detenerse en la cabalgada, se inclinó, acrobático,
estirando su brazo zurdo y tirando de la caperuza con violencia. La cabeza
del caído quedó al descubierto, rebotando en la calzada por el impulso del
jinete que se quedaba con la negra máscara de seda en sus dedos.
Clem miró atrás. El rostro del muerto era amarillo aceitunado, de
inconfundibles rasgos orientales, aunque posiblemente más que un chino
nativo, fuese un mestizo, a juzgar por sus facciones y su pelo, no demasiado
negro ni lacio.
Dejó atrás al caído. Espoleó al animal, lanzado en pos de los jinetes. La
polvareda le revelaba su paradero, sin lugar a dudas. Cabalgaban hacia la
parte baja de la ciudad, pero sin desviarse de las calles contiguas a los
muelles.
Los edificios zigzagueaban en aquella zona, mezclados con cercas,
establos, almacenes de carga, tiendas de útiles marinos, cantinas y lupanares.
El galope se hizo más difícil por momentos. Para evitar atropellar a la gente
o irse de bruces contra una cerca, Clem Clanton redujo su carrera. Los
perseguidos, evidentemente, mejores conocedores del terreno, seguían
cabalgando con rapidez. Y fueron ganándole terreno, paulatinamente.
Hasta que Clem llegó al límite de San Francisco, por su zona de los
muelles.
Y no vio ni rastro de los encapuchados de seda.

Habían desaparecido sin dejar otra señal de su paso que la tierra


removida, la polvareda que se posaba mansamente en el terreno... Más allá,
el suelo resultaba más difícil de investigar. Eran tablas resbaladizas,
húmedas, de embarcaderos destinados a barcos de pesca. Había veleros de
escaso tonelaje, juncos, sampanes y embarcaciones a remo, incluso. La
extensión de los embarcaderos era considerable. Las embarcaciones
superaban el centenar. Frente a ellas, había pilas de fardos, cajas y
embalajes, muchos de ellos de ultramar, procedentes de los mares de China.
Pero de los jinetes encapuchados, ni el menor rastro.
Clem miró en derredor, preocupado. Observó señales de herraduras en
las maderas mojadas de agua salitrosa. Su propio caballo resbalaba sobre
ellas, haciéndolas oscilar, ya que muchas estaban tendidas sobre estacas o
pontones, y su única separación del mar, fangoso y turbio, entre las
embarcaciones ancladas o amarradas a tierra, eran cordajes colgados,
formando una frágil valla.
Vio a numerosos marineros y estibadores portuarios de San Francisco.
En un porcentaje muy elevado, eran orientales. Habría un setenta por ciento
de chinos de larga coleta, aspecto humilde y rostro melancólico, cargando y
descargando. Nadie le hizo caso. Nadie, tampoco, reveló saber nada sobre
los jinetes.
Clem detuvo el caballo ante ellos. Les miró. Ellos le miraron a él,
indiferentes, con la inexpresividad propia de su raza. Clem agitó en su mano
la capucha de seda con el rostro de dragón bordado en ella.
La contemplaron numerosos ojos oblicuos, con aire indescifrable. Clem
hubiera jurado que, pese a ello, el miedo trataba de abrirse paso en su aire
inexpresivo. Miedo y superstición. Pero nadie dijo nada. Nadie despegó los
labios. Nadie hizo gesto alguno.
Clem se detuvo bruscamente en su ojeada. No; eso no era exacto.
Alguien había hecho un gesto. Muy leve gesto, por cierto. Pero suficiente
para un observador sagaz.
Parecía un muchacho oriental. Pero no lo era. Se trataba de una mujer.
Una muchacha. Piel aceitunada, ojos almendrados,facciones juveniles, pelo
atado a la nuca, como el de un muchacho. Ropas de hombre, a la usanza
china. Pero posiblemente, como el caído en la calle de San Francisco
tampoco era una china íntegra, nativa. Tenía mezcla. Mestiza de oriental y
occidental. Los rasgos se conservaban; algo de su tono de piel también. Pero
eso era todo. Sus ojos tenían la expresividad de Occidente. Su boca carnosa,
también. Su figura, aunque esbelta, menuda y con ropas varoniles, de
cargador chino, tenía prominencias reveladoras en sus nalgas, caderas y
busto...
Ella había hecho un gesto. Un asentimiento. Una mirada furtiva, de
soslayo, hacia una determinada embarcación, cuya pasarela estaban subiendo
unos estibadores calmosamente con total indiferencia respecto a Clem
Clanton.
Luego, la muchacha de rasgos orientales, al cargar un fardo, hizo con su
mano zurda un rápido gesto. Indicaba espera, calma. No debía precipitarse
él, según eso.
Clem comprendió. Inexpresivos ojos de almendra se fijaban en él, desde
facciones de pergamino. No reveló emoción alguna. En vez de eso, volvió
grupas. Se limitó a girar una vez la cabeza, y fingir que miraba a los barcos.
Se encontró con la mirada de ella. Hubo un rápido asentimiento. Bastaba
eso. Clem regresó, al galope, al centro de Barbary Coast, en el corazón de
Frisco.
Se había fijado en la embarcación señalada por la posible mestiza de
chino y occidental. Un pesado navio con nombre inglés: The sea Dragoon. Y
con estibadores chinos.
—Otra vez un dragón..., aunque sea el simple nombre de un barco de
cabotaje californiano, que comercia con las costas chinas... —musitó Clem,
ceñudo, de regreso a la calle de los garitos y locales nocturnos de la ciudad
costera del Pacífico.
Cuando llegó, lo primero que hizo fue mirar a la calzada. La sangre de
Jeremy Jasper estaba oscura, seca, entre el polvo. No vio el cuerpo de su
amigo y protegido. Miró en torno, inquieto.
—No tema. Está vivo todavía. El doctor Elliot Warden cuida de él... Está
en buenas manos.
Se volvió. Contempló, pensativo, al enigmático y grave Tsun-
Ho, el socio oriental de Noah Jasper. Bajó del caballo, yendo hacia él. En
torno al chino muerto en la calzada, había un grupo de curiosos. Entre ellos,
Boyman, el marshal.
—¿Reconoce esto? —dijo, mostrando con rudeza la caperuza negra, de
seda bordada, a Tsun-Ho.
—Sí—dijo, estremeciéndose, el socio chino de Jasper—. Es de un
dragón.
—¿Qué clase de dragón? —preguntó Clem, áspero—. Veo que hay
muchos en el Oeste...
—Justo eso: un Dragón del Oeste. Un servidor de Aquel que Todo lo Ve.
—¿Y quién Aquel que Todo lo Ve?
—Un dios, un mito... No sé —se encogió de hombros—. Los
supersticiosos dicen, que un ser superior. Yo no me atrevería a decir tanto.
Pero que controla los bajos fondos de la ciudad, que tiene fanáticos
servidores a su mando, y que su palabra es ley entre los de mi raza, eso sí
puedo asegurarlo.
—¿Incluso para usted es ley la palabra de Aquel que Todo lo Ve? —se
mofó Clem.
—Al menos, respeto la ley del silencio. Si supiera algo más de cuanto le
dije, no se lo revelaría por nada del mundo, Clanton.
—¿Por qué no?
—Porque hacerlo, significa la muerte.
—Noah murió. Asesinado, Tsun-Ho, estoy seguro. ¿Acaso se enfrentó a
los Dragones?
—No sé. Pudiera ser.
—Jeremy, su hermano, nunca se enfrentó a nadie. No sabe nada de los
dragones. Pero intentaron matarle en Kansas City. Y en el camino de
California. Y aquí, hoy, hace apenas unos momentos. ¿Por qué, Tsun-Ho?
—No puedo saberlo —se disculpó él—. Ne soy un miembro de ese
grupo.
—Tsun-Ho, usted es oriental —Clem se acercó a él—. ¿Qué clase de
actividades llevan a cabo los servidores de Aquel que Todo lo Ve?
—Delictivas, imagino. Pero no sé en qué consisten. Es un tema tabú.
Nadie habla de ello. Hay miedo, respeto, lo que sea. No sacará nada en
limpio a nadie, puede creerme.
—Empiezo a creerlo, sí. He perseguido a un grupo de encapuchados.
Absurdos enmascarados como el Ku-Klux-Klan del Sur de este país. No sé
lo que buscan, pero dispararon contra Jeremy. Y alguno de ellos, arrojó un
arma blanca contra mí.
—O contra Thai Jasper—le rectificó suavemente Tsun-Ho—. ¿Cómo
puede estar seguro de quién era la persona a la que iba dirigida? Incluso me
pasó muy cerca a mí...
—No importa. El hecho es que atentaron contra nosotros, dentro del
saloon. Imagino que el agresor escaparía.
—Y usted imagina, también, que yo le dejé escapar. O que ambos, Thai y
yo, le permitimos huir, ¿no es eso? —la mueca burlona del chino, era como
una máscara desafiante y sardónica, flotando sobre la seda negra de su
camisa y pantalón.
—No he ido tan lejos en mis sospechas. Tsun-Ho —replicó Clem,
agresivo, iniciando media vuelta para alejarse—. Pero sea como sea, estoy
seguro de algo: los Dragones del Oeste asesinaron a Noah Jasper. Su cuello
quebrado no fue resultado de ningún accidente. Por el contrario, creo que
alguien se lo quebró intencionadamente...
Se alejó, sin añadir más. Silencioso, Tsun-Ho regresó al interior del
Dragón de Seda. Clem buscó la vivienda del doctor Warden.

CAPITULO VII

—No debe temer nada —rechazó sonriente el canoso, fornido y risueño


doctor Elliot Warden, en mangas de camisa todavía—. De ésta, Jeremy
Jasper no irá al infierno, esté seguro.
—De modo que... sanará de las heridas de bala...
—Sí, señor Clanton. Tuvo suerte su amigo Jeremy Jasper. Recibió dos
proyectiles en los brazos, otro en un hombro, y un cuarto balazo le hizo un
rasguño profundo en la oreja derecha. Sangró en abundancia, pero no le
sucedió nada irreparable. Con unos días de recuperación, estará como nuevo.
Y en unas semanas, podrá volver a ser el que era.
—Eso es alentador —jadeó Clem, enjugándose la transpiración de un
manotazo—. Gracias por todo, doctor Warden.
—No hay nada que agradecer. Me limité a cumplir con mi deber. ¿Quiere
verle ahora?
—Sí, me gustaría —afirmó Clem.
Fue pasado a presencia de Jeremy. Le encontró amodorrado, pero
consciente, en el lecho que el doctor Warden le destinara al recibirle
malherido. Jasper sonrió, tendiéndole una mano sin fuerza, al final del brazo
vendado. Soltó un leve gemido.
—Hola, Clem —saludó.
—Hola, Jasper—respondió él.
—De modo que no pudieron tampoco conmigo —rió el herido—. Mi
piel es dura, como la del rinoceronte.
—A ver si sigue así —sonrió Clem—. Esos tipos afinan cada vez más la
puntería.

—Sí, a este paso terminaran por agujerearme sin remedio. Clem, sé que
salió enseguida a protegerme, me lo han contado. En cuanto cobre mi parte
de la herencia de Noah, le aumentaré el sueldo, palabra. Eso, si quiere seguir
a mi servicio, claro.
—Poca cosa hice por usted hasta ahora —se quejó Clem—. Casi siempre
me cogen por sorpresa...
Puso en manos del herido la negra pieza de seda. El miró las facciones
del dragón bordado sobre el negro brillante y terso. Luego, se quedó
contemplando a Clem.
—Eran ellos —musitó, estremeciéndose—. Los que dispararon. Se me
vinieron encima sin advertirlo siquiera. Podían haberme arrollado,
acribillado. Ni sé aún cómo no lo hicieron, malditos sean... ¿Dio caza a
alguno, Clan ton?
—Está muerto. Pero es un mestizo de oriental y occidental. Esta era su
caperuza. Había otros cinco o seis. Desaparecieron en los embarcaderos de la
zona sur de los muelles.
—¿Desaparecieron? ¿Cómo? A media docena de hombres y caballos, no
se los traga fácilmente la tierra...
—Ni el mar. Es lo mismo que yo pensé. Jasper, creo que todos están
ocultos en un lugar determinado de esos embarcaderos.
—¿Cuál?
—Una embarcación californiana, con servidores chinos. Se llama... The
Sea Dragoon.
—¿El Dragón del Mar? —le repitió Jasper, enarcando sus cejas—. ¿Qué
clase de embarcación es, realmente el Dragón del Mari
—¿Quién habla de el Dragón del Mari —sonó una voz jovial en la
entrada del dormitorio—. Es el más lujoso y refinado garito flotante de todo
San Francisco... propiedad de la hermosa Saman-tha Colby, la rubia más
explosiva de la Costa Bárbara.
Se volvieron, con sorpresa, Clem y el herido. Vieron al doctor Warden,
con cierto aire de disgusto. Y junto a él, a un hombre joven aún, de unos
treinta y cinco años, alto, refinado, de delgado bigote, patillas bien
recortadas y muy largas, levita príncipe Alberto, con un Colt calibre 38
debajo, colgando de su cintura, y pantalón gris, con botas negras, muy
lustrosas. Se quitó el sombrero gris, redondo, de COpa baja y alas planas,
añadiendo como
una disculpa:
—Perdón por entrometerme en su charla, caballero. Soy el administrador
y abogado de Noah Jasper, Selwyn Mac Govern...
—Vaya. Mac Govern en persona... —Jeremy enarcó las cejas—. Estaba
deseando conocerle, amigo... Me han hablado mucho de usted.
—Sí, lo imagino —rió entre dientes Mac Govern—. La herencia de su
hermano Noah, y todo eso... Lamento decirle que él no dejó testamento
alguno, salvo un legado en el que nombraba heredera total de sus bienes a su
esposa, Thai. Imagino que no es eso lo que esperaba, ¿verdad?
—No, no es lo que esperaba —terció Clem Clanton con frialdad—. Pero
la señora Thai Jasper ha prometido a mi amigo una parte razonable de los
bienes de Noah, aunque sea a título de concesión personal.
—Evidentemente, la señora Thai Jasper es muy generosa —convino con
tono meloso el abogado—. Pero la fortuna de su difunto esposo no es como
ella la imaginó.
—No hay caso. Sabemos lo que ocurrió. Su fortuna en oro dilapidada, su
quiebra... Sólo poseía al morir sus ganancias actuales con el negocio, su
sociedad comercial conTsun-Ho... Pero imagino que eso será suficiente, ¿no
es cierto?
—¿Suficiente? —Mac Govern soltó una agria carcajada. Luego, meneó
negativamente la cabeza—. No, señores. No es suficiente ni para Thai, la
viuda. Su hermano Noah, señor Jas-per, no sólo dilapidó su fortuna en oro,
sino que todo el dinero ingresado en el banco de San Francisco por su
hermano últimamente, ha sido sacado de allí, semanas antes de morir él. En
cuanto a su negocio del Dragón de Seda... esta hipotecado en una fuerte
suma, sus ingresos confiscados por una asociación de acreedores y por el
propio banco de San Francisco para responder de la citada hipoteca, ya que
anteriormente, ese negocio había sido hipotecado ya, por el propio Noah
Jasper, aunque falseando luego los documentos para engañar al banco y
lograr otra hipoteca.

—¡Imposible! —palideció intensamente Jeremy Jasper, sin aliento—.


Noah no podía estar arruinado... y hacerme venir a mí aquí, para arruinar
también a mi familia...
—Lo lamento —suspiró Mac Govern—. Esos son los hechos. Y la
persona que es beneficiaría de la primera hipoteca, está dispuesta a hacer
valer sus derechos, frente al banco y frente a quien sea. Me temo, además,
que se salga con la suya. Es persona lo bastante lista para no cometer errores.
—¿Quién es esa persona? —terció, rápido, Clem Clanton.
—Una mujer. Samantha Colby, propietaria de El Dragón del Mar, el
garito flotante de que antes hablaban ustedes... y antigua amante de Noah
Jasper, antes de su boda con Thai Jasper...
Clem Clanton avanzó por la pasarela, húmeda y resbaladiza, sujetándose
con fuerza en las barandillas de cuerda.
Arriba, en la embarcación, todo eran farolillos chinos, con luz de
petróleo, sedas y colgaduras orientales, y profusión de adornos asiáticos. Los
servidores eran todos chinos, con pantalón amarillo y blusas negras,
adornadas de dragones. Lucían coleta, y se movían silenciosa, casi
furtivamente, bajo las guirnaldas de luces multicolores de petróleo.
La entrada en el garito flotante costaba diez dólares. Era una suma
considerable, habida cuenta de que no daba derecho a consumición alguna, y
lo mínimo que se tomase, valía un dólar.
Clem pagó, moviéndose por la cubierta, tras recoger su contraseña de
seda impresa. Servían auténtico té chino, café aromático, licores, y había
acceso al interior de la embarcación, a dos zonas, denominadas: «Sala de
juego» y «Sala del placer». Su condición particular era obvia, dado el
nombre. Clem entrevio bonitos rostros de mujeres de ambas razas, muy
pintadas, pero muy poco vestidas. También oyó voces de ruleta y juego.
Tomó té en una mesa. Pagó un dólar. Siguió paseando, indiferente. Se
acodó en la borda de la embarcación, mirando a las oscuras aguas de la
bahía. Ante él, la noche de San Francisco era un conglomerado de luces,
bullicio, música, gritos y risas. Las famosas noches de Barbary Coast no
desmerecían de su popularidad en todo el Oeste.
—¿Té, señor? —preguntó una vocecilla, a su lado.
Giró la cabeza, sólo a medias. Rechazó, indiferente:
—No, gracias. Ya tomé antes.
—Por favor, tome otro... Es un buen té... —insistió la voz.
—No, no —rechazó de nuevo—. Si al menos trajera whisky.
—Es mejor mi té —le pusieron una taza ante sí. De la penumbra,
emergió una figura menuda, prieta, de acentuadas curvas bajo las sedas
orientales. Reconoció el rostro, el cabello oscuro atado en la nuca, la
graciosa e ingenua belleza de la mu-chachita.
—Oh, bien —asintió. Puso dos dólares en manos de la joven del muelle
—. Tomaré ese té.
Lo cogió. Empezó a darle vueltas. Estaba muy azucarado. Ella habló
entretanto, en voz muy baja:
—Sabía que vendría esta noche. Me lo decía el corazón.
—¿Entendí bien su mensaje?
—Sí. Ellos subieron a bordo.
—¿Los encapuchados?
—Claro. Es su refugio.
—De modo que los Dragones del Oeste... van a El Dragón del Mar —
bromeó Clem.
—¿Usted sabe eso? —se estremeció ella, entornando sus ojos y mirando
en derredor, con inquietud.
—Sí —afirmó Clem—. Pero quiero saber otras cosas. Por eso vine aquí
hoy.
—¿Qué cosas?
—La Puerta de la Gran Felicidad... Aquel que Todo lo Ve...
—¡Cielos, no! —tembló la joven desconocida. Se estremeció—. Saber
eso... significa morir. No intente llegar tan lejos.
—¿Por qué le preocupa mi seguridad? No me conoce de nada.
—Me inspiró confianza cuando le vi. Me dije... que usted podía
liberarme.
—¿Liberarla? ¿De qué? —se extrañó Clem, sorprendido.
—De mi esclavitud.

—¿Esclavitud? ¡Ya no hay esclavos en Estados Unidos! Lincoln luchó


por eso, y por eso se ganó una guerra, muchacha.
—Eso rezará con los negros, no con los amarillos. Yo fui vendida y
comprada como esclava. Y esclava debo seguir siendo. No hay ley que me
proteja. La ley es sólo para los ciudadanos de raza blanca. Nosotros somos
un pueblo oprimido, inferior. Incluso matar a un chino, es menos que matar a
un piel roja o a un negro. Ni siquiera está penado por la justicia1.
—¿De quién es usted esclava?
—De mi actual amo, Mac Govern.
—¿Cómo? —se sobresaltó Clem, casi derribando su taza—. ¿Selwyn
Mac Govern, el abogado?
—No. Su hermano mayor, Angus Mac Govern. Un traficante desalmado,
un canalla. Tuerto, deforme, brutal... —tembló levemente la joven oriental
—. Es el dueño de este barco. Y el protector de Samantha Colby, la que rige
este garito...
—Mac Govern no me habló de ese hermano suyo...
—No se tratan los dos. Selwyn, el abogado, es un hombre honrado.
Angus es todo lo contrario. Un pirata, un filibustero sin conciencia. Trae
opio a California y lleva un negocio de fumadores... Aquí mismo, a bordo,
hay ahora...
Se detuvo. Rápida, se hundió en la oscuridad, como si acabara de servirle
a Clem su té y continuara su trabajo, indiferente a todo. Se perdió en las
sombras. Clem giró la cabeza, fingiendo paladear el té.
Encontróse con una hermosísima mujer. Esta no era oriental, sino de raza
blanca. Muy rubia, alta, opulenta. Vestía suntuosas sedas orientales, en un
traje espectacular, adherido a sus caderas sinuosas, a su cintura breve, a sus
pechos macizos y enhiestos, a sus nalgas prominentes.
Unos penetrantes ojos verdes se fijaron en Clem. Este descubrió una
golosa boca sensual, un rostro ovalado, que enmarcaban los cabellos de un
rubio de oro puro. Su descote atrevido, realzaba la arrogancia agresiva de su
poderoso busto.

1. Desgraciada y tristemente verídico.


—Un rostro nuevo en mi negocio —dijo una voz melosa profunda,
insinuante. Cimbreó sus caderas, moviéndose hacía él—. ¿Forastero en
Frisco, muchacho?
—Sí—convino él, en guardia, muy expectante—. Forastero, preciosa.
—Soy Samantha Colby, y regento este local flotante —indicó ella—.
¿Quieres jugar, beber... o divertirte de algún modo, forastero?
—Me gusta el té —sonrió Clem, apurando la taza, que dejó sobre un
soporte de cubierta.
—¿No te gustan los licores? ¿Ni las damas? —rió ella, belicosa.
—Sí. Pero no dispongo de mucho dinero. Soy vaquero. Gano poco,
rubia.
—Eso no importa a veces —le miró intensamente. Se acercó a él. Clem
sintió el roce cercano de sus formas—. Cuando un muchacho es atractivo,
guapo, fuerte, alto... tiene mucho ganado en mi casa. Ven. Te acompañaré.
Podrás beber, jugar... e incluso divertirte, sin que te cueste demasiado dinero.
Bastará con que tengas suerte en el juego... ¿Cómo te llamas?
—Clemens Clanton.
—Eso es muy largo —le rodeó el cuello con un brazo. Besó su boca—.
Te llamaré Clem...
—Sí, muchos lo hacen —sintió de nuevo el roce húmedo y cálido de
aquellos labios generosos—. Está bien. Llámame Clem... Y yo te diré a ti
Sama...
—Sama... —rió ella suavemente—. Es gracioso. Sí, Clem, puedes
llamarme como gustes... Ven, cariño... Vamos, ante todo, a jugar. Con unas
pocas fichas te bastará. El resto, lo hará la ruleta...
Clem la siguió. Virtualmente colgada de su brazo, iba Samantha. El miró
atrás, en busca de la muchacha de facciones exóticas, la misteriosa servidora
de té. No vio ni rastro de ella. Y no insistió en la búsqueda, más por evitar
que la muchacha sufriera problemas a bordo, que por su propia seguridad
personal.
Entró en la zona destinada al juego, dentro de El Dragón del Mar. Se
quedó sorprendido y perplejo. Era un auténtico garito flotante, capaz de
competir con el mejor steamboat del Mississippi.

Mesas de juego de naipes, dados. Y la ruleta. En ella, con fichas que le


proporcionó Samantha Colby, a cambio de unos pocos dólares, probó fortuna
Clem.
Tuvo suerte. O le pareció, cuando menos.
Clem estaba seguro de que aquello no era fortuna, azar ni suerte, ni nada
parecido. Sencillamente, como en todo casino, flotante o no, había trampa.
La casa, si quería, jugaba con ventaja. O con desventaja, si asiera ordenado.
Y así había sido ordenado esta vez.
Por eso ganó. Una, dos, tres veces.
Recordó el este de San Luis. Allí había perdido muchas veces así. Era
más grato ganar, aunque supiera que era con trampas. Una debilidad muy
humana. Sobre todo, cuando él no lo había pedido. Y cuando él no tenía
culpa. Ni siquiera parte en el juego sucio.
Ganó. Cien. Doscientos. Trescientos... Así, hasta quinientos dólares.
Iba a seguir apostando, cuando ella, firme, puso su mano sobre la de
Clem.
—No —cortó, con sonrisa insinuante—. Ya basta con eso. Nunca tientes
demasiado a la buena fortuna, querido...
—Sólo son quinientos —sonrió cínicamente Clem—. ¿Bastarán?
—Sí—rió ella entre dientes—. Bastarán, amor...
Le llevó casi a rastras de la sala de juego. Clem la siguió, fingiendo
resistencia. En realidad, no era así. Pero era bueno con que ella lo pensara.
El, en realidad, estaba haciendo también su juego. Se dejaba llevar, eso era
todo.
Y con ella a su lado, avanzó hacia la senda del placer.
—Clem, amor...
—¿Sí, Sama?
—Eres maravilloso... —musitó ella, incorporándose. Encendió un poco
más la mecha del quinqué. Ciñó en torno a su cuerpo la suntuosa bata o
quimono oriental, de seda negra, bordada de rojos, dorados y blancos
dragones. Caminó por la cabina de muros decorados a la usanza oriental. A
través de los ojos de buey entornados, se percibía el olor a salitre, a yodo, a
agua de mar. Y se percibía el rumor del oleaje, rozando el casco de El
Dragón del Mar.
—Tú eres un sueño —sonrió Clem. Se puso en pie. Tomó su camisa,
abotonándola sobre el torso desnudo, brillante y musculoso, como el de un
titán—. Pero un sueño del que uno no querría nunca despertar, Sama.
—Te adoro, mi hermoso desconocido —le rodeó con brazos amorosos,
besó su rostro, su piel broncínea—. Porque a fin de cuentas... eres un hombre
de quien nada sé, a quien nunca vi, antes de esta noche...
—¿Te importa eso?
—No —rió ella—. Pero imaginarás que yo... soy una mujer cualquiera...
Como las habrás conocido ya en Dodge. En Dallas, enWichita...
—Todo eso está muy lejos, Sama. Esto es otro Oeste más al oeste. Más
lejano que ningún otro. El Oeste soñado por los que buscan oro, fortuna,
riquezas y poder...
—Son pocos los que lo encuentran, cariño —rió ella—. El oro no es fácil
de hallar. Ni la fortuna, ni el poder...
—Tú pareces tener de todo eso, Sama.
—Es diferente. Tengo talento. —Se tocó la frente, bajo mechones
dorados, brillantes—. Y sé utilizarlo, Clem. No busqué nunca minas de oro,
ni cosas parecidas.
—Alguien me dijo que sí buscabas a los que encontraron minas de oro
—señaló Clem, con tono frío.
—¿Eh? —ella le miró, sorprendida—. ¿Quién te dijo eso, Clem? Creí
que eras sólo un forastero que no sabía nada de San Francisco ni de su
gente...
—Y es cierto. Nada sabía. Pero vine con un hombre llamado Jeremy
Jasper. Su hermano, Noah, no debe serte desconocido, preciosa... —y los
ojos de Clem se mantenían helados en ella.
Samantha no hizo nada. No reaccionó visiblemente. Se limitó a respirar
hondo, agitándose sus senos generosos. Apretó los labios con fuerza. No
desvió sus ojos verdes de él.
—Viniste a mi barco a espiar, ¿no es cierto? —silabeó ella, furiosa.

—¿Tú qué crees? —sonrió Clem, agresivo. Y tenía su mano muy cerca
de su pistolera, su cinturón, su revólver, depositado junto a él, en una mesita
donde también había cigarros. Delgados cigarros aromáticos. Clem tomó uno
de ellos, con sarcasmo en un gesto, mordió la punta, escupiéndola luego, y lo
encendió, calmoso, sin desviar sus ojos de ella.
—No me gustan los espías ni los rufianes —jadeó Samantha, anudando a
la cintura su quimono chino, orlado de dragones—. Me dan asco, Clem.
—¿También yo?
—También —hizo un gesto de ira, de aversión—. Vete. Vete del barco,
antes de que sea tarde.
—¿Tarde? —Clem sonrió, enarcando las cejas—. ¿Tarde para qué,
Samantha? No me dirás que esto no forma parte de tu ratonera, de tu cepo
para el amigo de Jeremy Jasper...
—No sabía que fueras tú ese hombre —murmuró ella, furiosa—. ¡Vete,
imbécil!
—No, querida —habló una dura, helada voz, a espaldas de ella—. Clem
Clanton no se irá. Todavía no.
Clem se volvió, cerrando los dedos en torno a la culata de su revólver.
Pero lo soltó rápidamente, como si el acero y el hueso quemaran. Estaba
seguro que, de no haberlo hecho los revólveres asestados sobre él, hubieran
llameado la muerte sin vacilar.
Un hombre extraño, de parche de cuero sobre un ojo nariz ganchuda,
barba rala, largos cabellos rojizos y rostro familiar, singularmente igual a
otro más joven y bien parecido, le contemplaba desde la entrada del
camarote de Samantha, revólver en mano. El arma estaba amartillada. E
igualmente las de sus dos esbirros orientales, de piel amarilla y ropas
oscuras, silenciosamente situados a ambos flancos.
—Usted debe de ser Mac Govern —acusó Clem, glacial—. Angus Mac
Govern, hermano de Selwyn.
—Acertó —la risa del hombre fue dura, áspera. Su voz chirriante no se
parecía en nada, sin embargo, a la de su hermano Selwyn, el administrador y
abogado de Noah Jasper.
—Soy Angus. Y no me parezco en nada a mi hermano aunque nuestras
facciones tienen una lejana semejanza. El trabaja con la ley. Yo, al margen
de ella.
—¿Incluso hasta el crimen? —indagó Clem.
—Si es preciso... sí. Incluso hasta el crimen —soltó una carcajada el
tuerto y desagradable individuo, hermano de Selwyn Mac Govern.
—¿Noah Jasper, por ejemplo?
—Pregunta demasiado, forastero. Samantha, volviste a ser débil. Ese tipo
es peligroso.
—Yo no podía saberlo... —protestó ella.
—Pero volviste a equivocarte. Le vi por San Francisco. Es amigo del
otro Jasper. Y de mi hermanito Selwyn. Y de Thai y Tsun-Ho. Me gustaría
saber lo que hace aquí, a bordo. Y por qué vino...
—Me temo que no va a saberlo, Mac Govern —replicó Clem, agresivo
—. Soy duro de pelar.
—Lo imagino —el único ojo de Angus Mac Govern brilló malévolo—.
Por eso no me molestaré en interrogarle. Sencillamente, le enviaré a alguien
que sabe de todo esto mucho más que yo mismo. A una mente superior, que
decida su propia suerte, Clanton.
—¿A quién? —preguntó él.
—A Aquel que Todo lo Ve.
—No... No creo que llegué tan lejos —Clem entornó sus ojos, tras
despedir el humo del delgado cigarro—. No me llevará ante ese ser, estoy
seguro.
—Se equivoca. Va a cruzar la Puerta de la Gran Felicidad. Y Aquel que
Todo lo Ve decidirá sobre usted...
—¿Cómo espera llevarme? —Clem, de repente, sujetó el cigarro con una
mano, encendida la brasa en su punta. Con la otra mano, tiró de su sombrero,
extrayendo algo oculto hasta entonces, dentro de la copa, adherido a su
fondo, y cubierto por un falso forro superpuesto.
Era un cartucho de dinamita. La mecha quedó a poca distancia del
cigarro encendido.
Samantha reculó, asustada. Los chinos hicieron un instintivon
movimiento de retroceso también. Solamente Angus Mac Govern, el
maligno tuerto, hermano del abogado, rió entre dientes, sin inmutarse ni
moverse siquiera.
—¿Qué piensa hacer, Clanton? —quiso saber apaciblemente Mac
Govern.
—Dinamitar este barco. Y a ustedes conmigo, si intentan algo —la brasa
del cigarrillo brilló, junto a la mecha—. Y si no me cree capaz de ello, es que
no conoce a Clem Clanton.
—No haga tonterías —rió burlón el hombre del parche de cuero en un
ojo—. Es mejor que acceda a venir de buen grado. No ganará nada con la
violencia, Clanton.
Clem sentía un extraño aturdimiento, una torpeza peculiar en sus
movimientos, gestos y hasta en sus propias ideas. Los ojos parecían tener
una bruma rojiza ante sí, que difuminaba todas las formas. Aun así, se
mantuvo firme, sin separar las brasa de la mecha.
—Por última vez —masculló—. Déjeme salir de aquí, Mac Govern. Su
hermano tiene que saber algunas cosas sobre todos ustedes. Y también el
marshal de San Francisco, Clark Boyman...
—No —negó Mac Govern, rotundo, sin desviar de él sus ojos—. No,
Clanton. Y usted lo quiso. Ahora, todo va a ser peor. Y lo siento de veras,
pero usted mismo se lo buscó...
Avanzó unos pasos. Hizo un gesto a los chinos. Estos se aproximaron
también a Clem. Este, sin vacilar, puso el cigarro contra la mecha. La
prendió. Chisporroteó ésta, el cartucho en la firme mano del forastero.
Pero luego, bruscamente, algo sucedió. Clem vaciló. Trató de hacer algo.
Se agitó, luchó por resistir en pie. No fue posible. Se doblaron sus piernas.
Cedió su cuerpo. Se fue abajo. Quiso sujetar el cartucho de mecha
chisporroteante, y no pudo. Se quedó abatido, de bruces en el camarote de El
Dragón del Mar.
Se miraron Samantha y Mac Govern. El tuerto, rápido, estiró su pierna.
Apagó la mecha con brusquedad, de un seco taconazo. Los chinos se
inclinaron sobre Clem. Le esposaron.
—Menos mal... —suspiró Samantha, con alivio. Miró a Mac Govern—.
¿Sabías que fumaría uno de esos cigarros drogados con narcóticos?

—No —sonrió el tuerto—. Pero de haber sido de otro modo, le


hubiéramos matado aquí mismo. Ahora... ahora irá a presencia de Aquel que
Todo lo Ve. Pero nunca podrá contarlo a nadie, Saman-tha. No vivirá para
ello...
—¿Es necesario matarle? —se estremeció ella, mirándole con pesar.
—No lo sé —el gesto de Angus Mac Govern era siniestro—. Eso lo
decidirá Aquel que Todo lo Ve. Espero que no te opongas a sus designios.
—¡Oh, no, qué horror! —jadeó ella, asustada—. Lo que él diga... justo
será.
—Muy bien —la mano fría de Angus Mac Govern acarició su mejilla,
burlonamente—. Eso está mejor, preciosa. O hubieras terminado por cruzar
la Puerta de la Gran Felicidad... No me gusta que cualquier hombre bien
parecido te fascine en cuanto lo ves. Ese hombre vino a bordo para dar con
Los Dragones del Oeste. Y venía preparado: cartucho de dinamita, armas.
Claro que yo tampoco soy tonto, Samantha. Estaba seguro de que tomaría
uno de esos deliciosos cigarros...
—¿Quién pudo decirle que aquí... en este barco... estaba la pista de los
Dragones? —se inquietó la rubia diosa pagana de las noches de San
Francisco.
—No lo sé, Samantha. Pero tuvo que haber alguien... Alguien que nos
traicionó, eso es evidente... —el ojo único y malévolo del mayor y más
deforme y horrible de los Mac Govern reveló su feroz crueldad contenida—.
Si descubro quién fue... será su última traición, puedes estar segura.
—; Yo no fui! —protestó ella, vivamente—. Te juro que el muchacho me
gustó, pero eso fue todo. Acababa de tomar un té de tu esclava china, Anna
Wong, cuando le vi... y me prendé de su aspecto, de su arrogancia... Le hice
ganar a la ruleta, para que no se sintiera humillado conmigo, pero yo...
¿cómo iba a saber que él... era un amigo de Jeremy Jasper?
—No dije que fueras tú la persona traidora —meditó Mac Govern,
frotándose el mentón, pensativo—. Sólo digo que si alguien nos traicionó, va
a arrepentirse mientras le dure la vida... si es que
le dura lo suficiente para ello... Ahora, dejemos eso. Llevemos a Clem
Clanton a presencia de Aquel que Todo lo Ve. Si eso es lo que buscaba, va a
verse complacido... aunque no en la forma que él esperaba.
Los dos chinos sacaron en silencio a Clem del camarote. Nadie a bordo,
en el garito flotante, se enteró de nada. El cuerpo inerte de Clanton fue
dirigido a la popa del navio, por un corredor desierto, en el que nadie se
aventuraba, bajándolo hacia las bodegas de a bordo.

CAPITULO VIII

Clem Clanton contempló la puerta, lacada de rojo, oro y plata.


—¿Qué es? —indagó, vacilante.
—La Puerta de la Gran Felicidad —le respondieron, escuetamente.
No preguntó más por el momento. Se limitó a contemplar aquellas dos
hojas de recia madera lacada, salpicada de ininteligibles caracteres chinos.
Le siguieron conduciendo, a través de un corredor, alumbrado por teas
encendidas, sujetas a los muros, despidiendo un fuerte aroma a resina
perfumada. Tras él, la llamada Puerta de la Gran Felicidad se cerró suave, sin
un chirrido, sin un golpe, sin el más leve ruido.
—Esa puerta sólo se cruza por dos motivos: para ser ensalzado... o para
morir —le informaron—. Y ambas cosas dependen de un mismo juicio, de
una misma sentencia: la de Aquel que Todo lo Ve.
—Aquel que Todo lo Ve... —Clem se estremeció—. ¿Voy a verle ahora?
—Sí. Vas a estar ante él —le dijeron.
—¿Frente a frente?
—Frente a frente.
Clem no dijo nada. Entendía el sentido de esa circunstancia. Estaba bien
claro; sólo se acudía a presencia de Aquel que Todo lo Ve... para ser
premiado o para morir. Evidentemente, a él nadie iba a premiarle, ni mucho
menos. Por tanto, la alternativa estaba bien clara.

Todo era allí efectista. Teatral. Como una representación grotesca de


teatro chino. El eterno espíritu truculento y espectacular de los orientales
estaba presente en el siniestro juego.
Las antorchas, el corredor, los aromas y perfumes, el humo embriagador
de ocultos pebeteros... y la Puerta de la Gran Felicidad. Una vulgar puerta
lacada, el paso a alguna parte.
No podía saber si estaba a bordo de la nave aún. No sentía oscilar el
suelo bajo sus pies, pero eso nada quería decir. Si las aguas estaban mansas,
El Dragón del Mar no se movería apenas.
Aquélla debía de ser la cámara destinada al extraño y enigmático
personaje. Un recinto rectangular, algo alargado. Con asientos formados por
cojines y otomanas de vivo colorido. Enfrente, una especie de escenario. En
él, como candilejas de un teatrillo o saloon con espectáculo, candilejas de luz
de queroseno, protegidas por latas curvadas, en este caso esmaltadas de rojo
intenso, con caras de dragones a la usanza oriental.
Detrás, una gran cortina espesa, posiblemente de terciopelo o de una
mezcla de recias sedas, con un enorme dragón bordado. En el dragón dos
orificios: sus ojos. Tras ellos, de momento, oscuridad. Pero alguien podía
estarle viendo desde el otro lado.
—Es ridículo —bostezó Clem, sin mucho respeto—. ¿Cuándo empieza
la función?
—Silencio —ordenó uno de los orientales que le conducían, esposado y
sin posibilidad de evasión alguna—. En pocos minutos, Aquel que Todo lo
Ve será contigo, mísero y despreciable hombre blanco.
Clem no dijo nada. Se dejó acomodar, de un empellón, sobre los cojines
de seda multicolor de acero, que ajustaron a dos pasadores dotados de
pestillos de seguridad. Nadie podía moverse así. Ni intentar cosa alguna.
—¿Y ahora? —indagó Clem, sarcástico.
—Ahora te quedas a solas. Con Aquel que Todo lo Ve.
Y, ciertamente, le dejaron solo, cerrando la puerta tras de sí. Esposado,
sujeto al acero, indefenso. Esperando que algo o alguien diera señales de
vida tras la cortina misteriosa del dragón.
Cosa que no tardó en suceder...

—Clemens Clanton... Yo soy Aquel que Todo lo Ve.


Clem lo esperaba. Aun así, se sobresaltó ligeramente. La voz era hueca,
profunda, casi irreal. Miró al dragón bordado en la espesa cortina.
Algo se movía tras las rendijas de los ojos. Ojos auténticos. Ojos
humanos, no de ningún dragón. Pero sólo esa luz, ese destello inteligente y
vivaz podía captar. Nada más. Ni aspecto, ni forma, ni color. Nada de nada.
Sólo que había alguien tras la cortina.
—Hola —respondió, escueto, casi burlón—. Yo, en cambio, no veo nada.
—Tu sentido del humor está de más, Clanton. Los que van a morir no
bromean —le avisó, helada, la voz ronca, honda, impresionante.
—¿Morir? ¿Por qué motivo, fantoche?
Hubo una pausa. El personaje misterioso parecía meditar, tras el insulto.
—Nadie puede curiosear demasiado —sentenció—. Nadie puede
combatirme, Clanton.
—Yo no combato a nadie. Lucho por los amigos. Eso es todo.
—Tus amigos se llaman Jasper. Son mis enemigos.
—¿Por qué? —quiso saber Clem, vivamente—. Uno ya no existe: Noah.
El otro acaba de llegar a estas tierras, desde otros países muy lejanos, y nada
malo te hizo.
—Un Jasper me hizo daño. O pretendió hacerlo. Yo nunca perdono,
Clanton. No conozco la clemencia.
—Lo imagino. Pero si un Jasper te hizo daño, sería Noah. Y está muerto.
Asesinado.
—Sí. Asesinado. Tú sabes mucho. O crees saber, ¿no es cierto? —la voz
era fría, sarcástica, hueca y deforme. Quizá deformada intencionadamente,
para no ser identificable.
—Sé muy poco. Quisiera saber por qué murió Noah. Pero imagino que
nunca lo sabré.
—No importa que lo sepas, Clanton. Los que mueren, no hablan nunca.
No revelan a nadie lo que saben.
—De modo que ésa es mi suerte final: morir.
—Sí. Mi sentencia no puede ser otra. Has matado a hombres
de mi organización. Has penetrado en el barco donde se ocultan ellos,
donde tenemos nuestro cuartel general a veces. Todo eso es grave. Mereces
la pena definitiva. No hay piedad para ti, Clanton.
—¿Cómo he de morir? —habló él con acritud, pero también con
sarcasmo, no revelando en absoluto temor ni respeto alguno al misterioso
personaje escondido tras el cortinaje chino—. ¿Ahogado en el fondo del
Pacífico... o con el cuello roto, como Noah Jasper?
—Mi verdugo predilecto, Ming-Wo, decidirá —dijo la voz, sarcástica—.
Pero creo que le encanta romper cuellos... ¿No es verdad, Ming-Wo?
Clem giró la cabeza. Se habían alzado unos cortinajes. No pudo por
menos de estremecerse. Si aquél era Ming-Wo, era realmente inquietante.
Alto, poderoso, un auténtico gigante oriental, de enormes manos,
músculos de titán, color aceituna su torso brillante desnudo, cruzado de
brazos, con el cráneo totalmente rapado lustroso, ovoide, con cuello de toro
y calzones negros de seda. Era un auténtico monstruo humano. Podía
despedazar una res entre sus simples dedos.
Clem entendió. El cuello roto de Noah, allá en la playa... Nada de una
caída del caballo. Ming-Wo, el verdugo de fuerzas demoledoras y rostro
oriental.
—No será ningún placer —suspiró Clem—. Pero será rápido.
—Oh, sí. Muy rápido. —Hubo una larga, aguda risa chirriante, tras el
cortinaje del dragón bordado—. Clemens Clanton, de ti depende que tu fin
sea así, rápido y sin dolor... o lento, con todas las agonías sin fin de los
refinados suplicios chinos. Mi pueblo sabe mucho de estas cosas, tú habrás
oído hablar de ello... Creo que sabes lo que debes elegir. La muerte puede ser
breve y dulce. O larga, lenta y angustiosa...
—¿Qué debo hacer para elegir, fantoche?
—Hablar. Revelar cuanto sabes —la cortina cayó de nuevo, a un lado de
la estancia, y el temible coloso, Ming-Wo, desapareció tras ella.
—Apenas si sé nada.
—Mientes. Sabes el nombre de una persona.
—¿Qué persona?
—La que te orientó. La que te condujo a El Dragón del Mar esta noche.
La que te dio nuestra pista. Tú solo nunca hubieras dado con ella.
—Te engañas. Sabía que Samantha Colby estaba mezclada en el asunto.
Fue amante de Noah Jasper. Eso me hizo pensar que algo sabía sobre la ruina
de él. Ahora estoy seguro de ello. Entre Samantha y ese puerco lisiado de
Angus Mac Govern, esquilmaron vilmente a Noah, dejándole en la ruina más
absoluta. Trampas, engaños y cosas así. Quizá también drogas, como la que
me hicisteis ingerir en aquel cigarro a mí. Opio y cosas de ésas. Sois
maestros en tales cosas los orientales. Cuando Noah se dio cuenta de lo que
sucedía, quiso sin duda vengarse, denunciaros a la justicia. Y le
asesinasteis...
—Estás divagando. No me interesa esa historia. Quiero el nombre. El del
traidor que te informó. Ha de haber uno. Venías sobre seguro, Clanton. Te
informaron.
—Repito que no es cierto —sostuvo él, rotundo.
—Y yo repito que mientes. Habla, Clanton. O Ming-Wo se ocupará de ti,
pero de un modo muy diferente, lento y doloroso.
—No puedo decir lo que no es cierto. No hubo nadie que me informase.
Yo investigué. Eso es todo, fantasmón.
—Muy bien. Vas a volver a tu celda. Allí esperarás la muerte. Serán
pocas horas. Seis o siete, a lo sumo, si lo piensas mejor, avisa. Serás
escuchado. Si no... el tormento se prolongará durante semanas enteras.
Llorarás como una mujer, suplicando morir cuanto antes.
—No creo que te dé esa satisfacción —escupió despectivo Clem contra
el cortinaje.
Hubo un silencio. Sonó un gong, tras el cortinaje del dragón.
Aparecieron cuatro servidores chinos de la secta de Aquel que Todo lo Ve.
Su voz aguda y deforme, ordenó:
—Volvedlo a su encierro. Esperaremos a que confiese. Si no, la tortura
empezará dentro de unas horas. Piénsalo bien, Clemens Clanton. La muerte
es tu final. Sólo puedes elegir que sea dulce y rápida... o lenta, interminable,
aterradora...

Clem no contestó. Los chinos, le condujeron a su encierro, tras vendarle


los ojos con una banda de negra seda. Cuando se la quitaron, estaba en un
cuarto sin otra abertura que una puerta. Esposado aún, sus brazos unidos a
una barra de hierro del muro. Creyó sentir una leve oscilación bajo sus pies.
«El mar —meditó—. Sigo a bordo. En El Dragón del Mar,
posiblemente.»
Transcurrieron algunas horas de soledad. No llamó a nadie. Se esforzaba
por ver una posible forma de evasión. Pero no la había. Nunca saldría vivo
de allí.
Pensó en Jeremy Jasper. Sin él estaría ahora el rudo europeo a merced de
sus enemigos solapados. Aquella secta oriental, regida por un invisible jefe,
tenía algún motivo para terminar con Jasper. Pero ignoraba cuál.
¿Sería cierto que Noah murió arruinado? ¿Ocultaba Selwyn Mac Govern
la existencia de un hermano como Angus, avergonzado de su condición de
rufián? ¿Qué importancia tenía la hermosa y rubia Samantha, dentro del
grupo?
Se acordó de Thai, la bella oriental, esposa y viuda de Noah Jasper. Y de
Tsun-Ho, el socio de Noah... ¿Alguien ocultaba algo, en torno al fallecido
Jasper? ¿ Y Anna Wong, la misteriosa muchacha oriental, con mezcla de
sangre en sus venas, que le señaló la pista del El Dragón del Mari ¿Qué
papel representaba ella en aquel drama con ribetes de farsa grotesca, con
encapuchados, misteriosos personajes ocultos tras cortinas, y cosas así?
Anna Wong... Si llegaban ellos a saber que la esclava de Angus Mac
Govern era quien le informó, sería ejecutada en el acto. Posiblemente
torturada, incluso. No. No diría nada. La muchacha no merecía ser
traicionada.
Sonó la cerradura de la puerta. Clem giró la cabeza. Respiró hondo,
sintiendo un leve escalofrío. Ya estaban allí. Las horas habían pasado
rápidas. La muerte se aproximaba. Lenta y terrible. Los asiáticos eran
maestros en la tortura refinada, calmosa, sin fin...
Se abrió la entrada a la celda. Clem Clanton contuvo un ronco grito de
sorpresa.

—¡Tul —musitó—. ¿Qué haces aquí? Si te sorprenden, no tendrás ya


salvación.
—He venido a salvarte —sonrió Anna Wong, apacible y serena como
una miniada figurilla de loza china, manipulada por artesanos delicados de
su país de origen.
—¡Vete! —masculló el preso—. No he dicho nada. Ni lo diré. No saben
que fuiste tú mi colaboradora. No arriesgues ahora tu vida estúpidamente,
muchacha.
—No me iré. Gracias por no delatarme, yanqui. Pero terminarías
haciéndolo.
—Nunca—apretó Clem las mandíbulas con energía.
—No sabes lo que dices —sacudió ella su cabeza, suavemente. Extrajo
una delgada ganzúa, con la que manipuló sus esposas, éstas se abrieron con
un leve chasquido—. Confesarías sin darte cuenta, inconsciente por el dolor
de torturas que tu mente occidental no puede siquiera imaginar.
—¿Tú eres completamente oriental, Anna Wong?
—No —sonrió ella tristemente—. Mi madre era china. Mi padre, yanqui
como tú.
—¿Dónde están tus padres?
—Murieron —un destello de odio cruzó sus ojos almendrados—.
Víctimas de los Dragones del Oeste, ¿comprendes?
—Sí, comprendo —la tomó por el brazo, dirigiéndose a la salida—.
¿Puedo abandonar el barco fácilmente?
—Puedes hacerlo —asintió ella, risueña—. Todos duermen.
—¿Cómo es posible?
—Una droga china —sonrió Anna Wong—. Muy eficaz, mezclada en el
té...
—Eres un diablillo —rió Clem, afectuoso. Palmeó suavemente su mejilla
tersa, con un leve cachete cariñoso—. Supongo que vendrás conmigo...
—No, no puedo. Soy la esclava de ese hombre, de Angus Mac Govern.
Me haría buscar y apalear, antes de hundirme en el mar, con una piedra al
cuello.
—Nadie te hará eso —cortó Clem, rotundo—. Vas a venir conmigo. Yo
te defenderé de él y de quien sea.

—Para conseguir ser tu esclava, necesitarías comprarme —rechazó ella


—. No, yanqui. Vete solo. Es mejor. Toma, esto puede ayudarte...
Le tendió algo. Un revólver cargado. Un Colt calibre 44.
Clem lo tomó con un suspiro. Era agradable sentir de nuevo la corva
culata del arma entre los dedos. Sonrió, caminando junto a Anna, por un
corredor de El Dragón del Mar. A ambos lados, chinos armados dormían
apaciblemente.
—Volveré con la ley —le prometió Clem—. Y quedarás libre, Anna...
Alcanzaron una escalerilla, subiendo por una escotilla a la cubierta. Justo
entonces, vio a Angus Mac Govern. Y a los cuatro orientales armados de
rifles, emergiendo por la borda.
—¡Atierra! —rugió Clem, derribando a Anna, tras un respiradero del
barco. Y disparó, vertiginoso, sobre ellos.
Mac Govern emitió un alarido, dando una voltereta y cayendo al agua de
nuevo, sus compinches de rostro amarillo, alzaron los rifles contra Clem.
Este no tuvo piedad alguna. Alzó su mano armada. Se ayudó con la
palma de su mano zurda, haciendo saltar atrás y adelante el gatillo. Rugió el
revólver cinco veces, en veloz sucesión.
Los cuatro chinos, barridos a tiros, se fueron abatiendo, bien en la borda,
bien en las fangosas aguas de la bahía. Pero Clem, al correr a la borda, con el
arma ya descargada, comprobó que una canoa venía de tierra. El Dragón del
Mar estaba ahora anclado fuera de puerto. En la canoa, se aproximaban
encapuchados de negra seda, en número nutrido. Acaso más de una docena.
Dispararon sobre él, apenas asomó la cabeza por la borda de la
embarcación-garito. Clem se agazapó, deslizándose hasta tomar un rifle
Winchester de uno de los orientales abatidos. Disparó en réplica, tras arrojar
a un lado el revólver sin balas. El rifle ladró con aspereza, levantando
pequeños surtidores de agua junto a la canoa que se aproximaba a golpe de
remo.
Rápido, Clem Clanton corrió junto a la asustada Anna Wong. La tomó
con energía por un brazo. Ella le miró, sin saber lo que se disponía a hacer.

—Ya viste —masculló Clem—. Tu amo yace en el fondo de las aguas,


con una bala en su maldito cuerpo. Eres libre, Anna. Y te llevaré conmigo,
digas lo que digas. Dejándote aquí, esa gente te haría pedazos. ¡Vamos, no
hay tiempo que perder!
Se arrojó con ella al agua, por el lado opuesto a aquel de donde venían
los encapuchados de negra seda. A nado, y comprobando satisfecho que la
joven mestiza le seguía con ágiles brazadas, Clem Clanton se encaminó a los
cercanos muelles.
Cuando las balas de los Dragones silbaron tras ellos, una vez rodeado el
velero por su lancha, ya era tarde. Los proyectiles se perdieron mansamente
en el agua, a espaldas de los fugitivos que, en un amanecer tibio y azulado,
alcanzaron tierra firme, exhaustos y empapados. Pero vivos. Y en libertad.
Eso ya era suficiente para ambos. No parecían dispuestos a pedir más.

CAPITULO IX

—De modo que ésa es la historia...


—Sí, marshal. Bajo mi entera responsabilidad, deberá ordenar la captura
de ese barco y de sus ocupantes. El Dragón del Mar es una madriguera de
asesinos. La secta de Aquel que Todo lo Ve, se refugia a bordo.
—Y usted asegura haber herido a Angus Mac Govern, el hermano de
Selwyn... Ese desagradable individuo del parche de cuero en un ojo...
—No sólo a él, sino a varios chinos. Heridos de muerte, imagino. De
Mac Govern no podría asegurarlo, porque se hundió en el mar, pero los
orientales quedaron sin vida allí.
—Un oriental, Clanton, no cuenta en California. Matar a un chino no es
igual a matar a un hombre, entiéndalo.
—Es absurdo. Y cruel. Un chino es un ser humano. Si ese puñado de
rufianes son orientales, nada significa. También hay bastante pillo de piel
blanca, marshal. Un asiático merece ser respetado y considerado igual que
otro cualquiera.
—Sé lo que quiere decir, pero yo no hice la ley —resopló Boyman—.
Me limito a hacerla cumplir, y en ella se dice que «chinos, negros y pieles
rojas, pueden ser muertos sin que el homicida sufra castigo alguno, ni sea reo
de ningún delito». De * modo que olvide a los chinos, Clanton. Iré con unos
cuantos comisarios a hacerme cargo de ese barco. Y de Samantha Colby, si
está ella a bordo.
—Muy bien. Asilo espero, marshal—resopló Clem, enjugándose los
empapados cabellos—. Me siento agotado. Necesito descansar lo antes
posible. También espero que pueda proteger a Anna Wong de cualquier
riesgo...
—Lo siento. No protegemos a ciudadanos amarillos, Clem. Por la misma
ley que le cité.
—¡Oh, ustedes y sus malditas leyes injustas! —se enfureció Clanton—.
Está bien, procuraré ser yo quien proteja a la muchacha.
—No se lo aconsejo. Esa organización es un mal enemigo, si quiere
vengarse de la traición de la muchacha. Podremos desmantelar el barco, pero
la secta continuará con vida, escondida en algún otro lugar, no le quepa duda
alguna.
—Marshal, deje que yo haga las cosas a mi modo —refunfuñó Clem—.
Será lo mejor, no lo dude. Y los riesgos que yo pueda correr... son cosa mía.
Tomó a Anna por un brazo, decidido, saliendo de la oficina del marshal
de San Francisco. La puerta vidriera se cerró con fuerza tras él.
Una vez solo, Clark Boyman se frotó, pensativo, el mentón. Sonrió a
medias, enigmáticamente. Luego entreabrió la gaveta de su escritorio.
Extrajo algo.
Era un pasquín. Un cartel de recompensa. Ofrecía diez mil dólares por
alguien. Se parecía a Clanton, aunque afeitado. Y se llamaba Clemens
Clanton, además. Estaba firmado por el sheriffátX este de San Luis...
Se incorporó el marshal de San Francisco. Caminó, decidido, hacia la
oficina inmediata a la suya, situada en la misma acera porcheada. Era la
estafeta de la Western Unión.
Entró, decidido. Se inclinó sobre el operador de telégrafos, tras rodear el
mostrador de servicio al público.
—Quiero un telegrama urgente a Illinois —dijo—. Al este de San Luis...
Tsun-Ho y Selwyn Mac Govern, miraron fijamente a su visitante.

—¿Qué es lo que quiere saber, exactamente? —indagó el administrador


de Noah Jasper.
—Muchas cosas, Mac Govern. Pero me conformaré con unas pocas. Por
ejemplo: ¿qué sucedió, exactamente, para que la secta de esos malditos
dragones se hiciera enemiga mortal de Noah Jasper?
El abogado y el comerciante oriental, cambiaron una mirada pensativa.
Tsun-Ho, el socio de Noah, permaneció en pie, pensativo, taciturno,
inexpresiva siempre su carillena faz de buda chino. En cuanto a Mac
Govern, siguió sentado en su butaca, situado al fondo de su despacho en el
mejor barrio de San Francisco.
Tras unos momentos de silencio, Mac Govern musitó:
—Creo que será mejor decírselo, Tsun-Ho.
—Sí, yo también lo creo —murmuró sin expresión el chino. Se volvió a
Clem. Avanzó hacia él pausado—. Usted ha experimentado ya en sí mismo
cuál es el peligro de enfrentarse a esa organización, Clanton.
—Y he salido con vida de la prueba —replicó él, desafiante.
—No siempre hay la misma fortuna —sonrió, apacible, el oriental.
—No espero que haya una segunda vez, Tsun-Ho. Yo no les temo. Ni me
importa morir. Sólo que ahora seré algo más duro de pelar.
—No lo dudo. Pero a la larga, ellos ganan siempre. Es lo que pasó con
Jasper...
—Bien. ¿Qué pasó con Noah Jasper, exactamente? —se impacientó
Clanton.
—El era rico y poderoso. El oro de sus minas le hizo pensar que nadie
era cómo él de fuerte. Se engañaba. Esa sociedad secreta existe desde tiempo
inmemorial. Llegó de China y se estableció aquí. Exige un canon, un
impuesto, para «proteger» a los comerciantes y propietarios. Jasper se negó a
pagarlo. Le amenazaron. Siguió negándose. Y las cosas empezaron a irle
mal. Muy mal. Se arruinó paulatinamente.
—El no podía sospechar que su amante, Samantha Colby, formaba parte
de la organización oriental —refunfuñó Clem—. Siga, Tsun-Ho.
—Lo cierto es que una de las cosas sensatas que hice yo fue aceptar las
exigencias de esa gente. Pagando, nada sucedía. Convencí a Jasper. Por
entonces, se corrieron rumores esperanzado-res, de que la organización se
desmembraba. Parecía confirmarlo la muerte del «mandarín».
—¿El «mandarín»? ¿Quién era?
—Tse Chang. Un rico comerciante y dueño de embarcaciones chinas. Se
decía que era Aquel que Todo lo Ve, en persona. Pero evidentemente, hubo
algún error. Porque la sociedad volvió, más fuerte que nunca. Exigió mayor
canon a todos, y se pagó. Empezó a cometer más brutales actos de violencia;
asesinatos, incendios, todo lo que pudiera provocar el terror. Pagué cuanto
me exigieron, y convencí a Jasper de que hiciera lo mismo...
—Entonces, ¿dónde está el mal que hizo Noah a esa sociedad?
Tsun-Ho y Selwyn Mac Govern cambiaron una mirada. Fue el abogado
quien habló, levemente pálido su rostro:
—Casarse con Thai —dijo.
—¿Cómo? —se sorprendió Clem—. ¿Casarse con Thai fue algo malo
para la secta? ¿Por qué? ¿Por ser ella... de raza oriental y él no?
—No. No fue por eso —suspiró Tsun-Ho—. Fue porque Thai, la actual
viuda de Jasper... ya era viuda de otra persona, al casarse con Noah.
—No entiendo...
—Era viuda de Tse-Chang el Mandarín... Viuda, posiblemente, de uno de
los grandes mandatarios de Aquel que Todo lo Ve... si no era él mismo en
persona.

—Ahora ya lo sabe —afirmó suave, dulcemente, Thai, con triste


expresión—. Esperaba que no fuera preciso desenterrar todo eso...
—De modo que usted... ¡Usted estuvo casada con un alto jefe de la secta!

—Más que eso —los hermosos, almendrados ojos de la viuda de Noah


Jasper, se clavaron en él, profundos y pensativos—. Estuve casada con
Aquel que Todo lo Ve.
Clem sacudió la cabeza, paseando por la estancia.
—De modo que era él... Tse-Chang el Mandarín...
—Sí. El era el cerebro rector de la organización. Lo fue durante largos
años.
—Pero la secta sobrevive. Y su primer esposo murió...
—Lo sé —suspiró ella tristemente—. Es un cargo hereditario, ¿no
entiende? Pasa de unos a otros. La secta nunca muere. Tiene siglos de
existencia. Siempre hay uno nuevo que sea Aquel que Todo lo Ve. Mi país es
tierra de organizaciones secretas y de ritos ancestrales, Clanton.
—Sí, me doy cuenta de ello muy claramente... Thai, ¿sabía Noah, al
casarse con usted, que era...?
—¿La viuda del cerebro director de una organización criminal muy
poderosa? —ella rió suavemente—. Sí. Lo sabía. Yo no quise ocultarle ese
hecho.
—Y aun así... aceptó ser su esposo.
—Aceptó.
—¿Por qué eso no gustó a la secta? ¿Exige fidelidad eterna de las
esposas de sus rectores?
—No siempre. Por eso no temía nada. Fue demasiado tarde cuando...
cuando supe que mi esposo había dejado encargado a su secta, de velar por
mi pureza, por mi fidelidad a su recuerdo. Todo hombre que tuviera contacto
conmigo que me cortejase o amase... debía de morir. ¿Se da cuenta de qué
terrible situación es la mía? Pero cuando lo supe era tarde. Noah estaba
sentenciado ya a morir. Y murió...
—Cielos... —Clem Clanton inclinó la cabeza—. Son ritos increíbles...
—Porque usted es americano. Si fuera oriental, lo entendería mejor.
—Algo hay que no cambia: el crimen. Esa secta, oriental o no, es una
organización de asesinos. Y como tal debe ser tratada, al margen de
supersticiones y terrores fanáticos. Son hombres, no dioses ni fantasmas.
Son criminales, encapuchados o no. Esa es la pura verdad, Thai.
—Será como usted dice..., pero ¿quién puede vencer a la secta? Si se
aniquila a sus asesinos, a los dragones del Oeste, queda la cabeza rectora,
que reorganiza el grupo. Si se elimina a la cabeza, quedan los miembros,
para elegir otro jefe secreto... ¿Sé da cuenta? Es como un monstruo de
muchas cabezas e infinitos miembros.
—Un auténtico dragón mitológico, diría yo —resopló Clem, irritado—.
Pero todos los dragones de las leyendas, tenían su punto débil. Y al final, el
caballero aniquilaba a la fiera monstruosa. Espero que esta vez, las cosas no
sean muy diferentes...
Y decidido, Clem Clanton se inclinó ante ella, cortés, para salir de la
vivienda de Thai, en la planta alta del Dragón de Seda.
Ella, una vez sola, dejó vagar, pensativa, sus almendrados ojos por la
estancia, como si estuviera mentalmente muy lejos de allí. Su bello rostro de
porcelana, no reveló emoción alguna, como era proverbial en su raza.
Allá abajo, Clem salió a la calle, pisando con decisión la acera de tablas,
bajo el porche. Se encaminó a casa del doctor Warden, situada al lado
opuesto de Main Street, en la populosa Barbary Coast de San Francisco,
donde vaqueros, gambusinos, mineros, marinos y gentes de todas las razas,
formaban el abigarrado conjunto de las poblaciones californianas, centros
marítimos, ganaderos y mineros de la mayor importancia en el más lejano
Oeste del país.
Cuando Clem alcanzaba la puerta de la vivienda del doctor Warden, tuvo
la corazonada de que algo iba a suceder. Miró en torno, presa de inquietud
por ese presentimiento especial, que había llegado a hacerse habitual en él,
en los últimos y agitados tiempos de su existencia.
Tampoco esta vez anduvo descaminado. Quizá su propio y agudizado
instinto de conservación le salvó de lo peor.
Porque justamente entonces descubrió a los dos hombres. Ambos con
rifles potentes, de calibre y precisión. Dos poderosos Sharp asestados sobre
él, desde una cercana azotea. El sol de mediodía, brilló opaco en el acero
pavonado de las armas enfiladas hacia él...
Luego, restallaron dos ásperas, rotundas detonaciones.
Las balas partieron hacia Clem Clanton.
Sólo que ya no le encontraron donde antes se hallaba. Clem Clanton
había dado un impulso formidable a su cuerpo, en una zambullida
impresionante, que le lanzó bajo la acera del doctor Warden, dando
volteretas allá, en tanto su mano desenfundaba, vertiginosa, el Colt. Lo hizo
rugir dos, tres, cuatro veces, con rapidez diabólica, apenas sin apuntar.
Allá arriba, uno de los tiradores emboscados, tras el disparo fallido, que
clavó la bala en las tablas, lanzó un ronco alarido. Se desplomó, dando una
voltereta trágica en el aire, y fue a caer de cabeza al polvo de la calle, donde
se quedó inmóvil.
El segundo de los tiradores, sin ser tocado por Clem, hizo un segundo
disparo con su poderoso Sharp, y el proyectil destrozó una vidriera, a
espaldas de Clem, cuando éste volteó sobre sí mismo, incorporándose luego
de un salto, en el que se jugó el todo por el todo. Apretó el gatillo por sexta
vez.
Y no falló.
La bala destrozó el cráneo del tirador. Le vio oscilar, con el rostro
cubierto de un rojo espeso. Cuando rodó por el tejadillo, hasta desplomarse a
la calle, donde rebotó como un pelele, estaba ya muerto.
Clem se incorporó. Caminó hasta los caídos y les miró.
No todos eran chinos, sin embargo. Aquellos dos eran de su misma raza.
Dos tipos de aspecto brutal y rudo. Dos pistoleros profesionales.
De no intuir su presencia, le hubieran levantado la tapa del cerebro, con
aquellas balas formidables y precisas.
El doctor Warden, pálido y asustado, apareció en la puerta de la casa.
—¿Le han herido? —preguntó, alarmado.
—No —negó Clem—. Pero por intentarlo, no quedó.

—Cielos, esta ciudad se está convirtiendo en un peligro constante...


—Sobre todo, para ciertas personas, doctor —sonrió Clanton con
frialdad. Entró a la casa, indagando—: ¿Cómo se encuentra mi amigo
Jeremy Jasper?
—Bastante bien —resopló Warden—. Está arriba, con su esposa y los
dos hijos mayores. El resto de los niños, por fortuna, se quedó jugando en
alguna parte...
Ambos hombres rieron de buena gana.
Clem subió a ver al paciente que se recuperaba con lentitud de sus
heridas.
—¿Le dio mucho trabajo últimamente? —indagó.
—¿Jeremy? Oh, no. Es un tipo fuerte, rudo. Y sus heridas ya le dije que
no eran graves, en realidad. Si hubieran querido disparar a no dañarle
seriamente, no lo hubieran hecho mejor, estoy seguro... En cambio, el que sí
estuvo a punto de fastidiarse la pierna fue Selwyn Mac Govern.
—¿El abogado? —se extrañó Clem.
—Sí. Tenía una bala en su costado. Una bala de revólver, de calibre 40.
Parece que limpiando un arma, se le disparó... Por fortuna, pude extraérsela.
No quería ruidos ni publicidad. Estaba avergonzado de su error. Mac Govern
no es hombre de armas, por eso me extrañó.
—Cierto —reflexionó Clem—. Además, él lleva habitual-mente un 38...
y no un 40.
—Eso es verdad —Warden se encogió de hombros—. Quizá tiene algún
arma más en casa. Lo cierto es que le hice un fuerte vendaje, y se fue a su
casa, cojeando un poco.
—Oh, por eso no se movió de su butaca... —Clem frunció el ceño—.
Pero no me dijo nada de la herida.
De repente, los ojos de Clem brillaron, sorprendidos. Miró al doctor
Warden. Luego, perplejo y desorientado, sacudió la cabeza.
—Cielos... —murmuró—. ¿Será cierto lo que estoy pensando? Doctor,
una pregunta...
—¿Cuál?
Clem se la hizo.

Y el médico, tras meditar, ceñudo, respondió. Justo lo que Clem


esperaba.
—Veré más tarde a Jeremy —dijo bruscamente—. Tengo algo que hacer
ahora...
Y se alejó, decidido, regresando a la calle, donde nutridos grupos de
curiosos rodeaban los cuerpos de los pistoleros abatidos por Clem Clanton.

CAPITULO X
Era como había esperado.
Se detuvo en la oscuridad. Contempló la figura cojeante, que bajaba del
caballo, para encaminar con dificultad hacia las rocas que rodeaban la
solitaria playa.
Allí estaba el perfil inconfundible de la embarcación. El Dragón del Mar,
que Boyman y sus comisarios no habían sido capaces de encontrar. Allí a
casi tres millas de San Francisco. En una cala oscura del litoral, entre dos
altos promontorios rocosos que lo ocultaban de tierra y del propio mar.
El refugio de la secta de los Dragones...
Y el personaje que él imaginara, le había conducido allí desde San
Francisco. Clanton empuñó su Colt. Avanzó despacio, pegado a las rocas.
Vio subir a bordo al hombre a quien seguía. Luego se dispuso a subir él.
No había pasarela. Pero cuando el hombre se detuvo en la arena,
silbando en tono tenue, bajaron una escala de cuerda, por la que subió, con
dificultades, jadeando. Una vez a bordo, la escala fue recogida. Clem se
decidió. Avanzó. Utilizó la cadena del ancla para subir. Crujió la madera de
cubierta bajo sus botas, pero eso fue todo. Y la embarcación misma, al
oscilar sobre las aguas, emitía diversos crujidos y chirridos que disimulaban
aquél.
Eludió a tres orientales armados, que montaban guardia en cubierta.
Agazapado, llegó a una escalerilla, que descendió con sigilo. Sonaban voces
abajo. Llegó a un pasillo, en los bajos del velero.

Vio una puerta entreabierta. Dentro, había luz de un quinqué. Descubrió


cortinas bordadas. Un dragón gigantesco, con ojos perforados. La sala de
Aquel que Todo lo Ve.
Pero ahora no había teatralidad. Tres personas hablaban en el lugar. Tres
voces tenues, pero perfectamente audibles: dos voces masculinas. Una de
mujer.
—Espero que no te hayan visto abandonar la ciudad de noche... —decía
uno de los hombres.
—No, nadie me vio —aseguró otro. Y Clem reconoció su voz; era el
hombre a quien había seguido hasta allí—. Y eso que esta maldita herida me
duele mucho...
—Pudo ser peor —dijo la mujer, y Clem se irguió, al identificar su voz,
con sorpresa—. Cuando Clanton dispara, acostumbra hacerlo a matar.
Tuviste suerte.
—Aun así, pude haberme hundido en el mar. Menos mal que alcancé
tierra antes de que la herida me agotase... Ese maldito Clanton lo pagará
caro.
—Hay que hacer un escarmiento con él —sonó la voz del otro hombre
—. Jeremy ya tiene suficiente. Imagino que se irá lejos, olvidando San
Francisco para siempre. Sobre todo, cuando le falte ese entrometido de
Clanton.
—¿Y la secta...? —indagó ella.
—Tiene que disolverse. Como sea. Ya obtuvimos suficiente dinero. Tu
idea fue genial, cariño. Ahora sólo nos queda irnos lejos de aquí, a disfrutar
de cuanto obtuvimos en este bonito negocio.
—Te dije que era una gran oportunidad —habló ella—. Muerto el
«mandarín», se podía crear otra vez la secta, pero en beneficio propio, y no
del Lejano Oriente. Todo resultó como esperaba.
En el hueco visible de la estancia, apareció uno de los hombres,
cojeando. Era el que Clem siguiera. Era... Selwyn Mac Go-vern, el abogado
y administrador de Noah Jasper.
—Espero que los auténticos sectarios no vengan a tomarse su revancha
en nosotros —comentó.
—No digas tonterías, Selwyn —rió ella, apareciendo también
en el hueco visible para Clem a través de la rendija de la puerta—.
Muerto su jefe, se terminó su grupo. Pero eso nadie lo sabía...
La mujer... Clem entornó los ojos, agresivamente.
Era Thai. La dulce, la hermosa viuda de Noah Jasper... y del «mandarín»
Tse-Charig.
Thai y Selwyn. Buena combinación. Faltaba la tercera persona. Aquel
que Todo lo Ve. El falso rector de una falsa secta fanática de Oriente... El
jefe de un grupo de asesinos y rufianes, simplemente.
La tercera persona... Pero ¿quién?
Clem intentó escudriñar, verle mejor. Se inclinó.
En ese momento descargaron el impacto sobre su cráneo. A sus espaldas,
alguien había dejado caer sobre él un objeto contundente. Se desplomó,
sintiendo que las tinieblas se abrían ante él, engulléndole...
—Vaya... otra vez él. Y esta vez nos sorprendió a todos...
Clem pestañeó. Se tocó la cabeza, con un gemido. Retiró sus dedos
ensangrentados.
Miró luego ante sí. A los tres personajes. A Thai, a Mac Go-vern... y al
tercer personaje. A Aquel que Todo lo Ve. Pestañeó, con rictus de dolor.
Siguió en el suelo, ante ellos. Rodeándole, hasta seis hombres con túnicas
negras, pero sin capucha, rifle en mano. Sólo dos de ellos eran orientales.
—Otra vez en sus manos... —refunfuñó Clem—. Soy un torpe.
—No, no lo es tanto —rechazó Mac Govern—. ¿Cómo llegó aquí?
—Siguiéndole, Selwyn, desde San Francisco.
—¿Sospechaba de mí? —se extrañó el abogado.
—Sospeché cuando el doctor Warden me habló de su bala calibre 40.
Usted lleva siempre un Colt 38. Y yo disparé un 40, precisamente, en la
cubierta de El Dragón del Mar... pero contra Angus Mac Govern, el hombre
del parche en el ojo. Até cabos. Usted, con un parche, con una peluca y unos
postizos... podía representar a un falso hermano. Pregunté a alguien. Nunca
les ha-

bían visto juntos. Eso era revelador. Angus era usted, y usted era Angus,
estaba claro. Le seguí. Estaba convencido de que me llevaría a la
madriguera.
—Pero algo le salió mal —sonrió Mámente Thai.
—Sí. De nuevo el error. Me confié —miró a todos, uno a uno, Thai
Jasper, Selwyn Mac Govern... y Aquel que Todo lo Ve. Bonito grupo de
rufianes. Nada de secta fanática ni de poderes orientales. Un grupo de
bandidos, alquilando pistoleros normales, junto a algunos chinos adiestrados
como bandoleros... Muerto el «mandarín», se terminó todo. Pero la bella y
astuta Thai planeó algo inteligente: continuar el juego, asustar a la gente,
cobrar un canon de «protección». Un fácil medio de hacer dinero...
'-—Supongo que sabe usted, Clanton, quién soy yo —suspiró el tercer
personaje.
—No. No lo sé —negó Clem—. Pero lo sospecho.
—Adelante —sonrió Aquel que Todo lo Ve—. ¿Quién soy?
—Noah Jasper, EL HERMANO MUERTO DE JEREMY —dijo Clem,
con voz velada.
—Exacto —rió entre dientes él—. ¿Cómo pudo saberlo?
—Tiene cierto parecido con Jeremy... Además, estando Thai y Mac
Govern... Es fácil imaginar el resto.
—Imagina muchas cosas —se mofó Noah—. ¿Cómo explicaría que esté
vivo y muerto a la vez? Todos saben que mi cuerpo yace en un ataúd de
clavos de oro, en San Francisco...
—No creo que sea difícil explicarlo. Ustedes tienen recursos. Esperaron
a tener alguien relativamente parecido. Le arreglaron con artificio para
aumentar el parecido. Luego le quebraron el cuello. Tenía rasguños de
piedras, de arena, heridas en el rostro... Eso ayudaría a fingir una falsa
identidad al muerto. Thai le identificaría, también Mac Govern... y todo
resuelto. Un entierro rápido, y asunto concluido.
—Acertó casi por completo —se admiró Thai—. ¿Y los motivos de este
plan, Clanton? ¿Los imagina?
—Sí, los imagino. Usted ya era amante de Noah, antes de todo

eso de la boda y demás cuentos. Le reveló cuanto sabía sobre la secta de


su difunto esposo Chang. Creo que nunca halló verdaderas montañas de oro,
Jasper. Fingió ser más rico de lo que era, y estaba al borde del desastre. Este
juego arregló las cosas. Obtuvieron fácil dinero, tras fingir que le había
arruinado el juego y otros vicios. En realidad, siempre estuvo arruinado.
—Pero yo hice venir a mi hermano Jeremy. Luego, la secta intentaba
matarlo...
—Nunca lo intentaron realmente. Por eso fallaban los atentados.
Pretendían asustarle, hacerle regresar a Europa o ir a cualquier otro lado.
—¿Cómo explica, entonces, que yo le hiciera llamar, para luego querer
echarle? —rió de buena gana el «resucitado» Noah Jasper.
—Hay varias explicaciones —suspiró Clem—. Digamos que cuando
usted le giró el dinero y le hizo venir, era para algún proyecto desesperado,
para tener a su hermano junto a sí, y rehacer su vida. De pronto, Thai le
presenta una forma nueva de vivir rico y en la impunidad. Fingiendo,
incluso, no existir, para que nadie sospeche de usted. Entonces ya le estorba
la llegada de Jeremy. Quisiera evitarlo, para impedir complicaciones. Y
decide fingir esos ataques, hacer que disparen, sólo para herirle ligeramente
o asustarle. Pero no resulta, y él llega aquí conmigo. Debió de sentirse
defraudado, ¿eh, Jasper?
—Un poco, lo confieso —rió el criminal—. Ahora, el defraudado será
usted, Clanton. Voy a hacerle matar. Sin remedio. Y rápidamente...
En ese momento, hubo afuera una descarga de rifles. Gritos, chapoteos,
carreras... Palideció Jasper, se inquietó Thai. Corrió, cojeando, Mac Govern
a un ojo de buey.
—¿Qué sucede afuera? —aulló el abogado.
Clem sonrió, bajo la amenaza de los rifles.
—Olvidé decirles algo —habló—. Tras de mí, venían Boy-man y hasta
treinta comisarios armados... que ahora rodean totalmente la cala, por tierra y
mar. No hay escapatoria, amigos...
Jasper juró, furioso. Tomó a Thai, pretendiendo huir. Clem, rápido,
aprovechó la confusión y terror producidos. De un empellón, apartó a un
forajido, quitándole el rifle. Apuntó a todos, rápido. Dos de los pistoleros de
raza blanca intentaron repeler su ataque. Hizo fuego dos veces. Les derribó,
con el cráneo perforado.
Los demás se quedaron quietos. Con excepción de Jasper, que intentó
sacar algún arma. Clem apretó el gatillo por tercera vez, resueltamente.
Noah chilló con su mano destrozada de un balazo. Encogido, miró con
odio y terror a Clem Clanton. El avisó, sibilante, en tanto seguían sonando
afuera disparos y gritos nutridos:
—Ni un movimiento más, amigos. Al primero que haga algo dudoso, le
agujereo. Este bonito juego de fantasía oriental se ha terminado...
Y así le encontró Boyman, con sus comisarios, cuando llegó al camarote
que servía de sala de ceremonias al hombre que se hiciera llamar Aquel que
Todo lo Ve.

EPILOGO
—Le felicito, Clanton —Boyman estrechó su mano cordial-mente—.
Gracias a usted, un grupo de granujas de la peor especie ha caído en la red.
Espero que esto deje las cosas más tranquilas en mi ciudad.
—Yo también lo espero —miró de soslayo al abatido Jeremy Jasper, y
sacudió la cabeza—. Lo siento por él... Pobre Jeremy. Es duro saber la clase
de tipo que era su hermano...
—Clem, hay algo que Noah no le confesó —dijo Boyman, pensativo—.
¿Sabe que él nunca escribió a su hermano Jeremy, ni le envió ese dinero?
—Cielos, ¿no? ¿Quién lo hizo, entonces? —se sorprendió Clem Clanton.
—Yo —sonó una voz cerca de él.
Se volvió. Asombrado, contempló a la muchacha sonriente.
—Anna Wong... ¿Tú lo hiciste? ¿Cómo fue posible?
—El correo a Jeremy Jasper lo enviaba siempre Mac Govern... —explicó
la muchacha—. Yo sospechaba ya que los dos hermanos eran uno solo, pero
no tenía pruebas. Había visto una carta enviada a Jeremy Jasper, a Europa,
escrita por su hermano Noah. La llevaba Mac Govern en sus ropas. Copié la
letra. Siempre he tenido habilidad para eso. Quité dinero a Mac Govern, y lo
envié a Europa, con la falsa carta, que hice lo más breve posible. Resultó el
truco. Yo quería que la familia de Jasper viniera. Igual que recelaba de Mac
Govern, estaba segura de que Jasper era culpable de algo relacionado con la
secta... Luego, su pretendida muerte me hizo pensar que me había
equivocado, y tuve miedo. Temí que todo se complicara terriblemente al
llegar el hombre de Europa, y descubrieran mi comportamiento.
—-Anna Wong, tuviste una feliz idea —sonrió Clem Clanton oprimiendo
su mano con fuerza y efusión—. Créeme una feliz idea... Eres una chica
audaz, inteligente... y endiabladamente complicada.
—¿Entonces... no quieres ya que sea tu... tu esclava? —se dolió ella.
—Por Dios, ¿qué dices? —masculló Clem, sorprendido—. ¿Mi esclava?
Eres libre ahora...
—No, no. Soy una esclava, ¿no lo entiendes? —aferró su brazo—. Debo
ir donde tú vayas.
—Bueno, lo cierto es que ahora voy a buscar algún trabajo, aquí o en
otro lugar. No tengo medios para mantener esclavas, puedes creerme...
—Oh, pero... ¿qué será entonces de mí? —murmuró ella.
—Bueno, podría llevarte conmigo..., pero no como esclava, sino de
compañera —sonrió Clem—. Sólo compañera —sonrió Clem—. Sólo
compañera. Y más adelante... hablaremos de... de tu papel en el futuro, junto
a mí, Anna Wong, si realmente quieres seguir acompañándome por un largo
tiempo...
—¡Oh, sí, sí! —le besó la mano, y él la retiró vivamente—. Sí, iré
contigo como sea...
Boyman rió, guiñándole un ojo a Clem. Este contempló a la muchacha
medio oriental, con aire pensativo. Sacudió la cabeza, con un brillo de
ternura en sus ojos, hacia aquella bella joven, toda sinceridad y nobleza.
—Marshal, nos vamos ella y yo —dijo, al fin—. Pero quizás antes deba
decirle que...
—No diga nada —cortó Boyman, mostrándole algo que sacó de su
bolsillo—. Lea esto.
Clem lo leyó, sorprendido. Era un telegrama. Fechado en el este de San
Luis.
Clemens Clanton no tiene ya cabeza a precio. Demostrada inocencia
supuestos delitos. Juez federal revisó caso

y sentenció pena capital Archie Benson, padre. Ejecutado en horca por


delitos probados. Saludos. Sheriffdel este de San Luis.
Clem respiró hondo.
—Gracias —musitó—. Gracias, Boyman. Es una gran noticia... ¿Vamos,
Anna?
—Sí, amo... Vamos —asintió ella, entusiasmada.
Clem la subió a su grupa, con un suspiro. Sacudió la cabeza.
—Te enseñaré a no llamarme amo, sino Clem —dijo—. Pero llevará
tiempo...

FIN

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