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En El Oeste Hay Dragones Donald Curtis
En El Oeste Hay Dragones Donald Curtis
© Ediciones B, S.A.
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Centroamerica: Ediciones B México, S.A. de C.V.
1.a edición: 2001
© Donald Curtís
Impreso en España - Printed in Spain
ISBN: 84-406-3864-7
Imprime: BIGSA
Depósito legal: B. 26.230-2001
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CAPITULO PRIMERO
Clemens Clanton no pudo hacer gran cosa por evitarlo. Nadie lo hubiese
podido hacer, en sus mismas circunstancias. Toda la ventaja estaba de parte
de Archie Benson McCoy júnior. Las ventajas siempre estuvieron en la vida
del lado de todos los Archie Benson McCoy juniors. Aunque no se llamasen
Archie Benson McCoy, ni fueran hijos de otro Archie Benson Tarleton,
casado con la honorable y muy adinerada Sarah McCoy, ahora Sarah
Benson.
Clemens Clanton siempre vio vencer a los que eran como Archie.
Muchachos ricos, mimados de la fortuna y del azar, entes sociales respetados
y temidos, sólo porque heredaron un apellido y un dinero ajenos, de todo lo
cual solamente eran responsables sus padres, no ellos.
Lo malo de esos muchachos era que se creían superiores. Y tal vez lo
eran, pero sólo porque la sociedad se lo permitía. Personalmente,
moralmente, eran igual que cualquiera. O peor, incluso.
Lo cierto es que Archie Benson McCoy pertenecía a ese grupo de
privilegiados. Y que, como tal privilegiado, creía que podía hacer cuanto le
venía en gana. Normalmente, acertaba. Porque nadie se hubiera opuesto
seriamente.
Esta vez, no fue una excepción. Esta vez, por desgracia, también acertó.
Sobre todo, por desgracia para Brand Martin.
Clemens hubiera querido impedirlo de alguna manera. Sólo que no le fue
posible. Y vio morir a su mejor amigo. Vio morir a Brand Martin.
Estúpidamente. Torpemente. Absurdamente. Pero eso no impidió que
muriese.
La reyerta había comenzado de un modo tonto. Nadie pensó que
terminaría así. De pensarlo alguien, ése fue Archie Benson McCoy, el
asesino.
Porque fue el joven Benson, hijo de Archie Benson Tarleton, quien
disparó sobre Brand Martin. Dos balazos de su Derringer de lujo, casi de
juguete, como objeto de puro adorno. Dos balazos a corta distancia. Con un
Derringer como aquél, las balas resultaban mortales de necesidad a tal
distancia, y acertando en los puntos vitales.
Archie Benson McCoy podía ser un mal estudiante, un parásito, un
jovenzuelo mimado y fanfarrón. Podía ser un inepto para muchas cosas, pero
no para utilizar un arma de fuego. Por algo había sacado en los recientes
cursos matrícula de honor en tiro al blanco, con rifle o pistola.
Fue una pena que Brand Martin no estuviese armado. Y que tampoco lo
estuviera Clemens Clanton. Por eso no se pudo evitar. Por eso Archie, el
joven Archie, mató a su antagonista.
Clemens no podía dar crédito a sus ojos. Cuando vio a Brand caer
lentamente, con el estupor en el rostro, con un brillo vidrioso en sus ojos
claros, y dos rosetones rojos sobre su pecho, uno encima de los pulmones, y
otro sobre el corazón, creyó estar soñando. Pero no era una pesadilla. Ni
mucho menos.
Estaba viendo morir a su mejor amigo. A su único amigo, tal vez.
—¡Brand! —gritó, desesperado, corriendo hacia él.
Sólo pudo recogerle en sus brazos cuando caía. Le sujetó, dejando que se
venciera suavemente hasta el suelo, sin golpear con violencia. Pero eso no
impediría nada. La muerte estaba pintada ya en el rostro lívido de Martin. El
rosetón rojo del pecho, crecía, y una espuma sanguinolenta asomaba a sus
labios trémulos, descoloridos.
—Adiós... amigo Clem... —jadeó, desesperado, en el filo mismo de la
oscuridad eterna—. Mala... suerte... Cuida de... de Daisy... Clem... ¡Clem, no
quiero... morir...!
Pero murió. Murió con aquella exasperada protesta, nacida de lo más
hondo de su alma joven, llena de vitalidad, de esperanzas, de fe en el futuro.
Vomitó sangre, y se quedó inmóvil, entre los brazos y la pierna flexionada de
Clemens Clanton.
Lentamente, Clemens alzó la cabeza. Miró a los presentes, mudos y
horrorizados. Miró a Archie Benson McCoy que, fríamente, contemplaba a
su víctima..., ¡reponiendo dos cartuchos, con toda serenidad, en los orificios
de su Derringer humeante!
—Asesino... —jadeó Clemens, muy pálido—. Maldito y estúpido
asesino...
—Cuidado con tus palabras, Clanton —avisó.con altivez el jo^ ven
Benson—. No me obligúeos a disparar otra vez. No dudaré en' hacerlo, si
pretendes hacerme daño o insultarme.
—Si al menos en tus palabras hubiera arrepentimiento dolor, algún
sentimiento humano, por la torpeza cometida... —Clemens dejó en el suelo
del salón suntuoso y bien iluminado, a su amigo muerto. Se incorporó, muy
despacio—. Pero no, Archie Benson McCoy. Hablas como hablaste siempre.
Con aire superior, con arrogancia y con soberbia. Hablas así, aun después de
haber asesinado a un hombre.
—¡Mentira! —jadeó Benson, más pálido—. ¡Todos vieron que eso es
mentira! ¡ Y no podía saber cómo iba a contestar Brand a mis palabras! ¡Le
vi llevar la mano a su levita, todos lo vieron al mismo tiempo! ¡Actué en
legítima defensa...!
—Su levita... —habló Clemens con desprecio—. Sólo lleva en ella su
pañuelo. Observa el calor de este local, con tantas lámparas... Sudaba Brand,
como sudas tú ahora. No llevó jamás un arma encima. No era de ésos. Y le
mataste, Archie. Le mataste, sabiendo eso.
—¡No, no lo sabía! —aulló el homicida—. ¡Yo jamás supe tal cosa!
—Lo sabías muy bien. Estás mintiendo, Archie. Asesinaste a Brand
Martin, y lo sabes. Pero te estás buscando una coartada, y quizá te sirva,
gracias al dinero de papá... —Avanzó despacio hacia él—. Vamos, dispara.
Yo no llevo armas. No moveré mis manos. Pero dispara. Y procura
matarme... ¡o eres tú el hombre muerto!
—No... no te acerques—jadeó—.¡No te acerques!, Clemens... o aprieto
el gatillo!
CAPITULO II
—Bueno, amigo —resopló Jeremy Jasper, tras separar los dos sacos de
azúcar y los dos de sal—. Creo que eso es todo. Y ya es bastante. Resulta
peor que mantener al Ejército de Estados Unidos... ¿Cuánto es la factura en
total?
—Pues... haciéndole el descuento especial por la cantidad de provisiones
que se lleva. —Morton hizo rápidamente la suma de todo—. En total, señor
Jasper, son cuatrocientos ochenta y siete dólares con noventa centavos.
Dejemos la cantidad en cuatrocientos ochenta dólares, en cifras redondas.
—Muy bien, amigo —aprobó Jasper, contando cinco billetes de cien—.
Cóbrese ya. Es el mejor precio que he pagado desde que salí de Baltimore.
—¿Baltimore? —Morton frunció el ceño—. ¿De tan lejos viene?
—Y tan lejos voy —rió el gigante pelirrojo—. Nada más y nada menos
que a California.
—¡California...! —suspiró el comerciante—. De extremo a extremo del
país...
—Eso es. De extremo a extremo. Llegamos de Europa en buque. Una
mala travesía. ¡Peste, nunca he vomitado tanto como en ese maldito velero
que Dios confunda! Pero lo importante es que estamos ya en tierra firme.
—Y se cansará de tanta tierra, antes de llegar a California —rió Morton
—. Es un largo camino el suyo, señor Jasper... ¿Cuántos son, exactamente,
de expedicionarios?
—Nada menos que veinte —resopló Jasper—. Y de los veinte... doce son
niños. Mis hijos, amigo.
—¡Doce hijos! —se alarmó el tendero de Kansas City—. Eso es
fertilidad.
—Pues mi mujer tiene fuerzas aún para tener otros doce, como mínimo
—soltó una risotada el pelirrojo—. Los demás, son compañeros de viaje... y
el cocinero chino. El diablo amarillo de Kwan-Li es un buen cocinero, eso sí.
A veces, no sé cómo puede hacer los milagros que hace con las provisiones,
para darle variedad a la comida.
—Les deseo suerte en su viaje a California —le miró, con simpatía—.
¿Va acaso en busca de... oro?
—¿Oro? —soltó una carcajada nuevamente, con buen humor—. ¡Oh, no!
No necesito buscar oro. Mi hermano lo encontró por sí y necesita brazos
para ayudarle en su mina, cerca de San Francisco, y en sus negocios, en la
propia ciudad.
—Vaya... Su hermano fue afortunado, a lo que veo. Debió de encontrar
mucho oro...
—Mucho —asintió Jeremy—. Nada menos que uno de los filones más
ricos de Sacramento. Oro en cantidad. Ahora ya no producen mucho las
minas, pero sigue encontrando azogue, cobre y cosas así... Además, ha
montado un negocio en Frisco1. Compra y vende oro, financia empresas
mineras, y regenta un casino de juego, de bebidas y de chicas alegres. Algo
estupendo, amigo. Y muy productivo, en lugar como Barbary Coast2.
—Sí, imagino que sí —suspiró Morton—. Bien, espero que lleguen sin
novedad a la dorada California. Y que gracias a su hermano encuentren
ustedes también su bienestar, su porvenir, allá en San Francisco.
La puerta se abrió entonces. El recién llegado llegó a tiempo de oír lo
que hablaba Morton, y miró de soslayo, curiosamente, al hombre alto,
fornido, del pelo rojo y la faz pecosa. Se acodó en el mostrador, pidiendo a
Morton:
—Quiero un pequeño saco de harina, otro de azúcar, otro de sal, uno de
café, carne en salazón, whisky, tocino y dos cajas de munición para mi rifle y
mi revólver. ¿Cuánto me costará todo eso, aproximadamente?
—Unos cincuenta dólares —dijo Morton—. No puedo darlo más barato,
amigo.
1. Frisco, es el nombre dado popularmente, en slang americano, a San
Francisco de California, desde hace muchos años. El hábito yanqui de
reducir o abreviar los nombres largos motivó esa costumbre, que aún hoy día
subsiste, en especial entre gentes populares.
2. La Costa Bárbara. Nombre aplicado a cierta zona del litoral del
Pacífico, en California. Y, por extensión, a San Francisco mismo, y a su
sector portuario, repleto de garitos, cantinas, saloons, hoteles, lupanares y
toda clase de negocios parecidos.
CAPITULO IV
Jeremy Jasper y su esposa Noemí. Sus doce hijos, con el joven Jeremy y
la espigada Lilah como primogénitos del numeroso grupo. Kwan-Li, el
cocinero chino. Y cinco colonos más, con sus sueños puestos en California.
Esa era la caravana. Con seis carromatos y quince mulos. Dos
carromatos para los Jasper y la nutrida descendencia. Dos más para la
familia Brampton, formada por tres hermanos: Nadia, Bob y Stuart. Otro
para dos amigos del norte de Europa: Hans Anders y Gustav Erikson, unidos
en Baltimore a los colonos. El último, para el chino, su cocina y su nutrida
despensa.
La caravana rumbo a California. Cargada de ilusiones y sueños. De
esperanza y de anhelos. Posiblemente, algún día, saturada de decepciones y
amarguras. Pero aún no había llegado ese día. California, la tierra prometida,
aún estaba lejos...
—¿Qué piensa de los componentes de la caravana, Clem? —preguntó de
repente Jasper.
Clanton volvió la cabeza. Cabalgaba junto al carromato inicial del grupo.
La señora Jasper, rubia y ajada, le sonreía afablemente. Los niños, también,
agrupados en el pescante.
__No sé —confeso él—. Puede que sean excelentes personas.
Pero uno nunca sabe... ¿Dice que los Brampton vinieron de Europa con
ustedes?
—Sí. Los tres. Nadia, Bob y Stuart. Buscan fortuna en un país
joven y desconocido.
—; Y... los dos nórdicos?
CAPITULO V
—¿Noah Jasper..?
—¡Sí, eso dije! Noah Jasper, es un hombre rico, importante... Encontró
oro, tiene negocios en esta ciudad...
—Tanta gente de San Francisco tiene negocios, encontró oro, y es rica e
importante por eso mismo... —el interrogado se encogió apaciblemente de
hombros—. No sé. Pregunte por la calle Principal, en Barbary Coast. Allí le
podrán indicar mejor lo que quiere saber, amigo...
Y el californiano se echó de nuevo encima el sombrero de aspecto
mexicano, pareciendo sumirse en la siesta, bajo el porche blanco de aquel
caserío, a la entrada de San Francisco de California.
De buena gana Jeremy Jasper hubiera golpeado al que así se comportaba.
Clem detuvo su brazo. Sonrió, moviendo la cabeza, negativo.
—No, Jasper —dijo—. No se gana nada así. Son california-nos. Tienen
todos los vicios de mexicanos y españoles. El clima es cálido y amable. Son
perezosos por naturaleza. No les irrite.
—Tienen que conocer a Noah... Es un hombre rico, poderoso...
—Posiblemente él tuvo razón. Esto no es Kansas City, ni Dodge, ni
Abilene o Cheyenne. San Francisco ha crecido de prisa. Donde hay oro, todo
crece rápido. Es una ciudad grande, amplia, con muchos habitantes. Vamos a
Barbary Coast. Allí nos hablará alguien de su hermano, Jasper.
Y así fue. Allí les hablaron de Noah Jasper.
CAPITULO VI
blaron las comisuras de sus labios—. Sí, ahora recuerdo... los Dragones...
y Aquel que Todo lo Ve...
—Exacto, señora —asintió Clanton—. Ignoro lo que todo eso pueda
significar. Pero a usted le causó un gran efecto, por lo que vi.
—¿Cómo..., cómo pudo usted..., llegar a conocer... todas esas cosas? —
musitó ella.
—Por uno de los asesinos de piel amarilla, señora. Estaba seguro de que
aquí en San Francisco estaba la clave de todo. Jasper, su esposo, no creo que
fuese víctima de ningún accidente.
—¿Qué... quiere decir?
—Le asesinaron.
—¡Oh, no, no! —protestó Thai Jasper, cubriéndose los ojos con sus
delicadas, blancas manos de uñas nacaradas—. No es posible...
—Estoy seguro. Si usted sabe algo, señora Jasper, es mejor que lo diga.
Puede ayudarnos a ver claro en todo esto. Lo mismo que Noah perdió la
vida, pudo perderla su hermano Jeremy. Tiene que haber alguna explicación
para eso.
—Si la hay, la ignoro —Thai les miró, patética—. Pero imagino lo que
sospechan: sólo a mí podía interesarme que Noah muriese, ¿no es cierto?
Están pensando en la herencia, en su gran fortuna...
—No hemos dicho nada —habló Jeremy con acritud—. Sólo esperamos
que, si como dice mi amigo Clem usted sabe algo de esos Dragones y de
todo lo demás, lo diga, para saber a qué atenernos.
—Es... es bastante peligroso... —musitó ella, asustada, echándose atrás.
—Peligroso, ¿el qué? —indagó Clem.
—Hablar... de cosas prohibidas.
—¿Cosas prohibidas? —repitió Clanton, ceñudo.
—Eso dije. Nadie puede revelar lo que sabe de los Dragones del Oeste y
de Aquel que Todo lo Ve.
—¿Por qué motivo?
—Porque significa... la muerte.
Hubo un silencio en el saloon desierto. Clem estudió pensati-
—Mi hermano hizo suficiente dinero con el oro para tener que buscar
más en los negocios.
—Se equivoca, señor Jasper. Su hermano no tenía un centavo de su
fortuna en oro.
—¡Miente! —aulló Jeremy, enrojeciendo.
—Señor Jasper, nunca llame mentiroso a un hombre, sin conocer antes la
verdad —le avisó con peligrosa suavidad el hombre de negro—. No he
mentido. Puede preguntar al señor Mac Govern.
—¡Mac Govern! Todo el mundo habla de él. ¿Es el único que lo sabe
todo aquí?
—Era el administrador y abogado de su hermano. El le dirá lo que quedó
de la fortuna en oro. De no haberse asociado conmigo a tiempo, hubiese
muerto pobre como una rata.
—No es posible... ¡Obtuvo mucho oro, se hizo rico...!
—Y con la misma facilidad con que enriqueció... se arruinó —suspiró
Tsun-Ho, apaciblemente—. Ocurre muy a menudo, señores...
—¡No lo creo! ¡Noah no era de esa clase de hombres! —protestó
violentamente Jeremy.
—Su hermano no era mejor ni peor que los demás hombres, señor Jasper
—declaró apaciblemente, calmosamente, el oriental de rostro de buda tallado
en marfil—. Tenía las mismas debilidades que cualquier mortal. Le gustaban
el juego, las mujeres, la bebida... Como a cualquiera. Creyó que su fortuna
nunca se agotaría. Cometió un grave error. Cuando quiso enmendarlo era
tarde. Y lo hubiera sido más aún, de no ser yo su colaborador y empleado
por entonces. Antes de la ruina, le propuse un pacto: asociarnos.
—¿Se asoció con él cuando estaba arruinado ya? —la duda asomó a la
voz de Clanton.
—Aunque le sorprenda, sí —suspiró el chino—. Todavía podía salvarse
mucho. Yo colaboraría en eso, a partes iguales. Así se hizo. Obtuve créditos,
clientes que él ni soñaba siquiera, con sus negocios abandonados. Salvé esto,
y le hice ganar dinero. Es cuanto pude hacer.
CAPITULO VII
—Sí, a este paso terminaran por agujerearme sin remedio. Clem, sé que
salió enseguida a protegerme, me lo han contado. En cuanto cobre mi parte
de la herencia de Noah, le aumentaré el sueldo, palabra. Eso, si quiere seguir
a mi servicio, claro.
—Poca cosa hice por usted hasta ahora —se quejó Clem—. Casi siempre
me cogen por sorpresa...
Puso en manos del herido la negra pieza de seda. El miró las facciones
del dragón bordado sobre el negro brillante y terso. Luego, se quedó
contemplando a Clem.
—Eran ellos —musitó, estremeciéndose—. Los que dispararon. Se me
vinieron encima sin advertirlo siquiera. Podían haberme arrollado,
acribillado. Ni sé aún cómo no lo hicieron, malditos sean... ¿Dio caza a
alguno, Clan ton?
—Está muerto. Pero es un mestizo de oriental y occidental. Esta era su
caperuza. Había otros cinco o seis. Desaparecieron en los embarcaderos de la
zona sur de los muelles.
—¿Desaparecieron? ¿Cómo? A media docena de hombres y caballos, no
se los traga fácilmente la tierra...
—Ni el mar. Es lo mismo que yo pensé. Jasper, creo que todos están
ocultos en un lugar determinado de esos embarcaderos.
—¿Cuál?
—Una embarcación californiana, con servidores chinos. Se llama... The
Sea Dragoon.
—¿El Dragón del Mar? —le repitió Jasper, enarcando sus cejas—. ¿Qué
clase de embarcación es, realmente el Dragón del Mari
—¿Quién habla de el Dragón del Mari —sonó una voz jovial en la
entrada del dormitorio—. Es el más lujoso y refinado garito flotante de todo
San Francisco... propiedad de la hermosa Saman-tha Colby, la rubia más
explosiva de la Costa Bárbara.
Se volvieron, con sorpresa, Clem y el herido. Vieron al doctor Warden,
con cierto aire de disgusto. Y junto a él, a un hombre joven aún, de unos
treinta y cinco años, alto, refinado, de delgado bigote, patillas bien
recortadas y muy largas, levita príncipe Alberto, con un Colt calibre 38
debajo, colgando de su cintura, y pantalón gris, con botas negras, muy
lustrosas. Se quitó el sombrero gris, redondo, de COpa baja y alas planas,
añadiendo como
una disculpa:
—Perdón por entrometerme en su charla, caballero. Soy el administrador
y abogado de Noah Jasper, Selwyn Mac Govern...
—Vaya. Mac Govern en persona... —Jeremy enarcó las cejas—. Estaba
deseando conocerle, amigo... Me han hablado mucho de usted.
—Sí, lo imagino —rió entre dientes Mac Govern—. La herencia de su
hermano Noah, y todo eso... Lamento decirle que él no dejó testamento
alguno, salvo un legado en el que nombraba heredera total de sus bienes a su
esposa, Thai. Imagino que no es eso lo que esperaba, ¿verdad?
—No, no es lo que esperaba —terció Clem Clanton con frialdad—. Pero
la señora Thai Jasper ha prometido a mi amigo una parte razonable de los
bienes de Noah, aunque sea a título de concesión personal.
—Evidentemente, la señora Thai Jasper es muy generosa —convino con
tono meloso el abogado—. Pero la fortuna de su difunto esposo no es como
ella la imaginó.
—No hay caso. Sabemos lo que ocurrió. Su fortuna en oro dilapidada, su
quiebra... Sólo poseía al morir sus ganancias actuales con el negocio, su
sociedad comercial conTsun-Ho... Pero imagino que eso será suficiente, ¿no
es cierto?
—¿Suficiente? —Mac Govern soltó una agria carcajada. Luego, meneó
negativamente la cabeza—. No, señores. No es suficiente ni para Thai, la
viuda. Su hermano Noah, señor Jas-per, no sólo dilapidó su fortuna en oro,
sino que todo el dinero ingresado en el banco de San Francisco por su
hermano últimamente, ha sido sacado de allí, semanas antes de morir él. En
cuanto a su negocio del Dragón de Seda... esta hipotecado en una fuerte
suma, sus ingresos confiscados por una asociación de acreedores y por el
propio banco de San Francisco para responder de la citada hipoteca, ya que
anteriormente, ese negocio había sido hipotecado ya, por el propio Noah
Jasper, aunque falseando luego los documentos para engañar al banco y
lograr otra hipoteca.
—¿Tú qué crees? —sonrió Clem, agresivo. Y tenía su mano muy cerca
de su pistolera, su cinturón, su revólver, depositado junto a él, en una mesita
donde también había cigarros. Delgados cigarros aromáticos. Clem tomó uno
de ellos, con sarcasmo en un gesto, mordió la punta, escupiéndola luego, y lo
encendió, calmoso, sin desviar sus ojos de ella.
—No me gustan los espías ni los rufianes —jadeó Samantha, anudando a
la cintura su quimono chino, orlado de dragones—. Me dan asco, Clem.
—¿También yo?
—También —hizo un gesto de ira, de aversión—. Vete. Vete del barco,
antes de que sea tarde.
—¿Tarde? —Clem sonrió, enarcando las cejas—. ¿Tarde para qué,
Samantha? No me dirás que esto no forma parte de tu ratonera, de tu cepo
para el amigo de Jeremy Jasper...
—No sabía que fueras tú ese hombre —murmuró ella, furiosa—. ¡Vete,
imbécil!
—No, querida —habló una dura, helada voz, a espaldas de ella—. Clem
Clanton no se irá. Todavía no.
Clem se volvió, cerrando los dedos en torno a la culata de su revólver.
Pero lo soltó rápidamente, como si el acero y el hueso quemaran. Estaba
seguro que, de no haberlo hecho los revólveres asestados sobre él, hubieran
llameado la muerte sin vacilar.
Un hombre extraño, de parche de cuero sobre un ojo nariz ganchuda,
barba rala, largos cabellos rojizos y rostro familiar, singularmente igual a
otro más joven y bien parecido, le contemplaba desde la entrada del
camarote de Samantha, revólver en mano. El arma estaba amartillada. E
igualmente las de sus dos esbirros orientales, de piel amarilla y ropas
oscuras, silenciosamente situados a ambos flancos.
—Usted debe de ser Mac Govern —acusó Clem, glacial—. Angus Mac
Govern, hermano de Selwyn.
—Acertó —la risa del hombre fue dura, áspera. Su voz chirriante no se
parecía en nada, sin embargo, a la de su hermano Selwyn, el administrador y
abogado de Noah Jasper.
—Soy Angus. Y no me parezco en nada a mi hermano aunque nuestras
facciones tienen una lejana semejanza. El trabaja con la ley. Yo, al margen
de ella.
—¿Incluso hasta el crimen? —indagó Clem.
—Si es preciso... sí. Incluso hasta el crimen —soltó una carcajada el
tuerto y desagradable individuo, hermano de Selwyn Mac Govern.
—¿Noah Jasper, por ejemplo?
—Pregunta demasiado, forastero. Samantha, volviste a ser débil. Ese tipo
es peligroso.
—Yo no podía saberlo... —protestó ella.
—Pero volviste a equivocarte. Le vi por San Francisco. Es amigo del
otro Jasper. Y de mi hermanito Selwyn. Y de Thai y Tsun-Ho. Me gustaría
saber lo que hace aquí, a bordo. Y por qué vino...
—Me temo que no va a saberlo, Mac Govern —replicó Clem, agresivo
—. Soy duro de pelar.
—Lo imagino —el único ojo de Angus Mac Govern brilló malévolo—.
Por eso no me molestaré en interrogarle. Sencillamente, le enviaré a alguien
que sabe de todo esto mucho más que yo mismo. A una mente superior, que
decida su propia suerte, Clanton.
—¿A quién? —preguntó él.
—A Aquel que Todo lo Ve.
—No... No creo que llegué tan lejos —Clem entornó sus ojos, tras
despedir el humo del delgado cigarro—. No me llevará ante ese ser, estoy
seguro.
—Se equivoca. Va a cruzar la Puerta de la Gran Felicidad. Y Aquel que
Todo lo Ve decidirá sobre usted...
—¿Cómo espera llevarme? —Clem, de repente, sujetó el cigarro con una
mano, encendida la brasa en su punta. Con la otra mano, tiró de su sombrero,
extrayendo algo oculto hasta entonces, dentro de la copa, adherido a su
fondo, y cubierto por un falso forro superpuesto.
Era un cartucho de dinamita. La mecha quedó a poca distancia del
cigarro encendido.
Samantha reculó, asustada. Los chinos hicieron un instintivon
movimiento de retroceso también. Solamente Angus Mac Govern, el
maligno tuerto, hermano del abogado, rió entre dientes, sin inmutarse ni
moverse siquiera.
—¿Qué piensa hacer, Clanton? —quiso saber apaciblemente Mac
Govern.
—Dinamitar este barco. Y a ustedes conmigo, si intentan algo —la brasa
del cigarrillo brilló, junto a la mecha—. Y si no me cree capaz de ello, es que
no conoce a Clem Clanton.
—No haga tonterías —rió burlón el hombre del parche de cuero en un
ojo—. Es mejor que acceda a venir de buen grado. No ganará nada con la
violencia, Clanton.
Clem sentía un extraño aturdimiento, una torpeza peculiar en sus
movimientos, gestos y hasta en sus propias ideas. Los ojos parecían tener
una bruma rojiza ante sí, que difuminaba todas las formas. Aun así, se
mantuvo firme, sin separar las brasa de la mecha.
—Por última vez —masculló—. Déjeme salir de aquí, Mac Govern. Su
hermano tiene que saber algunas cosas sobre todos ustedes. Y también el
marshal de San Francisco, Clark Boyman...
—No —negó Mac Govern, rotundo, sin desviar de él sus ojos—. No,
Clanton. Y usted lo quiso. Ahora, todo va a ser peor. Y lo siento de veras,
pero usted mismo se lo buscó...
Avanzó unos pasos. Hizo un gesto a los chinos. Estos se aproximaron
también a Clem. Este, sin vacilar, puso el cigarro contra la mecha. La
prendió. Chisporroteó ésta, el cartucho en la firme mano del forastero.
Pero luego, bruscamente, algo sucedió. Clem vaciló. Trató de hacer algo.
Se agitó, luchó por resistir en pie. No fue posible. Se doblaron sus piernas.
Cedió su cuerpo. Se fue abajo. Quiso sujetar el cartucho de mecha
chisporroteante, y no pudo. Se quedó abatido, de bruces en el camarote de El
Dragón del Mar.
Se miraron Samantha y Mac Govern. El tuerto, rápido, estiró su pierna.
Apagó la mecha con brusquedad, de un seco taconazo. Los chinos se
inclinaron sobre Clem. Le esposaron.
—Menos mal... —suspiró Samantha, con alivio. Miró a Mac Govern—.
¿Sabías que fumaría uno de esos cigarros drogados con narcóticos?
CAPITULO VIII
CAPITULO IX
CAPITULO X
Era como había esperado.
Se detuvo en la oscuridad. Contempló la figura cojeante, que bajaba del
caballo, para encaminar con dificultad hacia las rocas que rodeaban la
solitaria playa.
Allí estaba el perfil inconfundible de la embarcación. El Dragón del Mar,
que Boyman y sus comisarios no habían sido capaces de encontrar. Allí a
casi tres millas de San Francisco. En una cala oscura del litoral, entre dos
altos promontorios rocosos que lo ocultaban de tierra y del propio mar.
El refugio de la secta de los Dragones...
Y el personaje que él imaginara, le había conducido allí desde San
Francisco. Clanton empuñó su Colt. Avanzó despacio, pegado a las rocas.
Vio subir a bordo al hombre a quien seguía. Luego se dispuso a subir él.
No había pasarela. Pero cuando el hombre se detuvo en la arena,
silbando en tono tenue, bajaron una escala de cuerda, por la que subió, con
dificultades, jadeando. Una vez a bordo, la escala fue recogida. Clem se
decidió. Avanzó. Utilizó la cadena del ancla para subir. Crujió la madera de
cubierta bajo sus botas, pero eso fue todo. Y la embarcación misma, al
oscilar sobre las aguas, emitía diversos crujidos y chirridos que disimulaban
aquél.
Eludió a tres orientales armados, que montaban guardia en cubierta.
Agazapado, llegó a una escalerilla, que descendió con sigilo. Sonaban voces
abajo. Llegó a un pasillo, en los bajos del velero.
bían visto juntos. Eso era revelador. Angus era usted, y usted era Angus,
estaba claro. Le seguí. Estaba convencido de que me llevaría a la
madriguera.
—Pero algo le salió mal —sonrió Mámente Thai.
—Sí. De nuevo el error. Me confié —miró a todos, uno a uno, Thai
Jasper, Selwyn Mac Govern... y Aquel que Todo lo Ve. Bonito grupo de
rufianes. Nada de secta fanática ni de poderes orientales. Un grupo de
bandidos, alquilando pistoleros normales, junto a algunos chinos adiestrados
como bandoleros... Muerto el «mandarín», se terminó todo. Pero la bella y
astuta Thai planeó algo inteligente: continuar el juego, asustar a la gente,
cobrar un canon de «protección». Un fácil medio de hacer dinero...
'-—Supongo que sabe usted, Clanton, quién soy yo —suspiró el tercer
personaje.
—No. No lo sé —negó Clem—. Pero lo sospecho.
—Adelante —sonrió Aquel que Todo lo Ve—. ¿Quién soy?
—Noah Jasper, EL HERMANO MUERTO DE JEREMY —dijo Clem,
con voz velada.
—Exacto —rió entre dientes él—. ¿Cómo pudo saberlo?
—Tiene cierto parecido con Jeremy... Además, estando Thai y Mac
Govern... Es fácil imaginar el resto.
—Imagina muchas cosas —se mofó Noah—. ¿Cómo explicaría que esté
vivo y muerto a la vez? Todos saben que mi cuerpo yace en un ataúd de
clavos de oro, en San Francisco...
—No creo que sea difícil explicarlo. Ustedes tienen recursos. Esperaron
a tener alguien relativamente parecido. Le arreglaron con artificio para
aumentar el parecido. Luego le quebraron el cuello. Tenía rasguños de
piedras, de arena, heridas en el rostro... Eso ayudaría a fingir una falsa
identidad al muerto. Thai le identificaría, también Mac Govern... y todo
resuelto. Un entierro rápido, y asunto concluido.
—Acertó casi por completo —se admiró Thai—. ¿Y los motivos de este
plan, Clanton? ¿Los imagina?
—Sí, los imagino. Usted ya era amante de Noah, antes de todo
EPILOGO
—Le felicito, Clanton —Boyman estrechó su mano cordial-mente—.
Gracias a usted, un grupo de granujas de la peor especie ha caído en la red.
Espero que esto deje las cosas más tranquilas en mi ciudad.
—Yo también lo espero —miró de soslayo al abatido Jeremy Jasper, y
sacudió la cabeza—. Lo siento por él... Pobre Jeremy. Es duro saber la clase
de tipo que era su hermano...
—Clem, hay algo que Noah no le confesó —dijo Boyman, pensativo—.
¿Sabe que él nunca escribió a su hermano Jeremy, ni le envió ese dinero?
—Cielos, ¿no? ¿Quién lo hizo, entonces? —se sorprendió Clem Clanton.
—Yo —sonó una voz cerca de él.
Se volvió. Asombrado, contempló a la muchacha sonriente.
—Anna Wong... ¿Tú lo hiciste? ¿Cómo fue posible?
—El correo a Jeremy Jasper lo enviaba siempre Mac Govern... —explicó
la muchacha—. Yo sospechaba ya que los dos hermanos eran uno solo, pero
no tenía pruebas. Había visto una carta enviada a Jeremy Jasper, a Europa,
escrita por su hermano Noah. La llevaba Mac Govern en sus ropas. Copié la
letra. Siempre he tenido habilidad para eso. Quité dinero a Mac Govern, y lo
envié a Europa, con la falsa carta, que hice lo más breve posible. Resultó el
truco. Yo quería que la familia de Jasper viniera. Igual que recelaba de Mac
Govern, estaba segura de que Jasper era culpable de algo relacionado con la
secta... Luego, su pretendida muerte me hizo pensar que me había
equivocado, y tuve miedo. Temí que todo se complicara terriblemente al
llegar el hombre de Europa, y descubrieran mi comportamiento.
—-Anna Wong, tuviste una feliz idea —sonrió Clem Clanton oprimiendo
su mano con fuerza y efusión—. Créeme una feliz idea... Eres una chica
audaz, inteligente... y endiabladamente complicada.
—¿Entonces... no quieres ya que sea tu... tu esclava? —se dolió ella.
—Por Dios, ¿qué dices? —masculló Clem, sorprendido—. ¿Mi esclava?
Eres libre ahora...
—No, no. Soy una esclava, ¿no lo entiendes? —aferró su brazo—. Debo
ir donde tú vayas.
—Bueno, lo cierto es que ahora voy a buscar algún trabajo, aquí o en
otro lugar. No tengo medios para mantener esclavas, puedes creerme...
—Oh, pero... ¿qué será entonces de mí? —murmuró ella.
—Bueno, podría llevarte conmigo..., pero no como esclava, sino de
compañera —sonrió Clem—. Sólo compañera —sonrió Clem—. Sólo
compañera. Y más adelante... hablaremos de... de tu papel en el futuro, junto
a mí, Anna Wong, si realmente quieres seguir acompañándome por un largo
tiempo...
—¡Oh, sí, sí! —le besó la mano, y él la retiró vivamente—. Sí, iré
contigo como sea...
Boyman rió, guiñándole un ojo a Clem. Este contempló a la muchacha
medio oriental, con aire pensativo. Sacudió la cabeza, con un brillo de
ternura en sus ojos, hacia aquella bella joven, toda sinceridad y nobleza.
—Marshal, nos vamos ella y yo —dijo, al fin—. Pero quizás antes deba
decirle que...
—No diga nada —cortó Boyman, mostrándole algo que sacó de su
bolsillo—. Lea esto.
Clem lo leyó, sorprendido. Era un telegrama. Fechado en el este de San
Luis.
Clemens Clanton no tiene ya cabeza a precio. Demostrada inocencia
supuestos delitos. Juez federal revisó caso
FIN