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"Las señales" de Adolfo Pérez Zelaschi

Leemos un cuento policial negro.

De Cuentos policiales argentinos, Alfaguara, Buenos Aires, 1997.

Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino previsto, que ahora se revelaba del todo: un
hombre como de piedra —el sombrero sobre los ojos, oculta, pero palpable, la pesada
pistola—, inmóvil, pero atentísimo a las próximas señales del estrago.

Ese hombre sentado ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido ya; que él,
Manolo, pronto se convertiría en el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer,
recordado por algún tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos solamente
durante el tiempo necesario para que otro —desde luego gallego, recio, petiso, velloso y
cejudo como él— lo sustituyera en el mostrador del bar "La Nueva Armonía", al cual quizás le
cambiaría el nombre.

Ahora, frente a esta muerte enchambergada, Cerdeiro comprendía con claridad por qué los
vecinos lo miraban conmiserados y por qué las palabras que le decían tenían un constante dejo
de lástima:

—¿Qué tal, don Manolo?—la conversación solía comenzar así.

—Trabajando, ya lo ve —respondía él, sin ganas de seguir.

—Ésa es la vida del pobre. Y... ¿más sereno ya?

—Sí..., pero hablemos de otra cosa. Eso prefiero olvidarlo.


Ellos, empero, nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio —Flores
al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos, desteñido y chato— fue transportado súbitamente,
tres meses atrás, a los titulares de los diarios amarillos.

Primero venían los consejos:

—Le convendría cambiar de barrio...

—Es difícil vender el bar. Se gana poco; se trabaja mucho.

Y volvían al tema obsesionante:

—Nunca se sabe... Con esa gente no se puede jugar. ¿Y la policía que no lo protege a uno? El
agente ya no está más, ¿vio?

—Ya ve usted que no. Hasta luego... Lo pasado, pisado.

Se iba, huía, escapaba, pero sabía que todos lo miraban con piedad, como si estuviera enfermo
de algo incurable y fatal.

Había otros diálogos, sin embargo, aunque en el fondo eran lo mismo:

—¡Lo felicito, hombre! ¡Qué coraje tuvo!

—Me defendí, nada más. Eso lo hace cualquiera.

—¡Cualquiera, no!

—Pero no quiero hablar... Lo pasado, pisado.


—Para usted. Pero ellos eran tres. Cayó uno y quedaron dos.

—No quise matarlo. Me defendí, nada más.

—Pero para un valiente como usted lo mismo es uno que diez. ¡Que vayan saliendo!, ¿eh?
¡Qué coraje! Enfrentar a los tres Riquelme y bajarse a uno...

—Usted perdonará... Debo atender a los clientes. No me gusta recordar...

Era, sin embargo, un recuerdo capaz de llenar una vida. Y, sobre todo, la del oscuro Manuel
Cerdeiro, atado día a día y durante años a una noria de jornadas iguales detrás del mostrador
de "La Nueva Armonía". Abrir el bar, atender a los corredores y limpiar, durante la mañana; a
los parroquianos a partir de las once, hora en que caían los primeros, y hasta la madrugada,
cuando se iban los últimos, turnándose con la patrona, salvo los lunes, día en que la jornada
empezaba a las seis de la tarde. Estos lunes preparaban con nabiza, pingüe unto sin sal, papas
y porotos un caldo gallego, blanquecino, generoso y tan espeso que en él las cucharas
quedaban clavadas de punta, y del cual bebían —o comían— dos soperas, empanadas de
pescado fuerte o callos, regado todo con un vino tinto áspero y común. Era su fiesta, la única
pausa en el trabajo, el olvido del mundo, el presentimiento del porvenir ahito, satisfecho, sin
necesidad, sin miedo, al cual llegaría cuando lograra redondear una fortunita. Luego, después
de una siesta formidable y profunda, reabría el bar, y mientras llegaban los clientes hacía las
cuentas y preparaba el dinero de la semana para depositarlo en el banco el martes.

Aquel día que no quería recordar, concluidas las sumas y las restas, liado el dinero y encerrado
en un cajón del mostrador, estaba limpiando unos vasos cuando, a un ruido de pasos, levantó
la cabeza y se encontró frente a aquellos dos hombres.

—¿Qué desean los señores?

—Pasá la guita y no grités, gallego.

Y ya no vio más que la boca de la pistola con que el más bajo lo encañonaba.
Manuel Cerdeiro no era, tal vez, un cobarde. Por eso demoró algunos segundos en obedecer,
mientras sentía que un sudor rápido le pegaba la ropa a la piel. Pensó en el dinero que
guardaba y en cómo levantaría, sin él, un pagaré que...

—Apuráte, tagai, o te quemo —dijo el de la pistola, y el más alto, sin mover el cuerpo, le cruzó
la cara con el canto de la mano. Fue un golpe cruel, duro e injusto.

Llorando —recordaba que lloró, pero no sabía si de rabia o de miedo, o de las dos cosas
juntas— Manolo abrió el cajón. Allí estaba la plata, un fajo de sólo veintitrés mil pesos —"el
pagaré es de dieciséis", pensó— y también saltándole a los ojos como la cabeza de una víbora,
como la punta de un látigo, como una fría lengua de acero, aquel Colt 38, caño corto, que le
vendieron junto con el bar, diez años atrás, y que jamás había usado. Hasta allí, los hechos
memorables.

Luego todo se confundía turbulentamente, los movimientos se superponían, atropellándose


entre sí en un lapso que debía ser de segundos y durante el cual, llevado por el dolor de aquel
golpe inmerecido, por un rencor instantáneo y feroz, por el pagaré, por el pánico, por todo eso
junto, se halló a sí mismo de pronto disparando su revólver; sobre los dos hombres, dos veces,
tres, cuatro, vaciando el tambor del arma sobre ellos, encogiéndose luego detrás del
mostrador porque también le tiraban mientras retrocedían lentos.y precisos hacia la puerta
con sus cuarenta y cinco de inacabables recámaras, viendo, sin ver, ciego, cómo algunas
botellas caían deshechas —"no las pagué aún, malditos sean”—, regándolo con anís y coñac.
Hubo un confuso ruido de mesas derribadas, de patadas en el suelo, mientras él, enajenado
por aquel rapto de matar y morir que le quemaba el alma, gatillaba inútilmente su revólver ya
sin balas, apuntándolo hacia cualquier cosa. El mostrador subió como un telón invertido, de
abajo hacia arriba, borrándole todo, mientras él caía derribado por un plomo, sin tomar
conciencia de que caía, ni por qué. Sin advertir, por tanto, que estaba herido se vio pronto con
la boca contra el suelo, que tenía un seco olor a polvo no barrido, que no podía levantarse, que
la sangre le corría por la camisa, aunque no sabía desde dónde. Un dolor agudo le barrenó el
hombro y volvió a caer, ya sin sentido, pero sabiendo por primera vez qué es lo que hacía, qué
era desmayarse.

Ese mismo dolor lo volvió en sí. El bar estaba lleno de sombras, de agitación y de ruidos. Un
hombre recio.y colorado se inclinaba sobre él. Luego se irguió.

—La bala le lastimó el hombro. No es grave, pero llévenlo con cuidado.


Dos camilleros lo levantaron en vilo y lo sacaron del bar, acostado, semidesnudo, desvalido e
infantil. Sintió una súbita vergüenza al pasar casi en cueros entre las dos apretadas hileras de
vecinos, de los curiosos, de todo el barrio aborregado en la puerta de "La Nueva Armonía" al
conjuro del batifondo, y volvió a desmayarse cuando lo metieron en la ambulancia.

Sólo después, y muy lentamente, mientras salía despacio del asombro como de una red que lo
fuera soltando de a poco, reconstruyó el episodio, a la vez trivial y trágico, oscuro y heroico.

Ese día, aprovechando una hora vacía, dos asaltantes habían intentado robarlo. Un modesto
golpe de mano, en un bar cualquiera atendido por un hombre solo, desprevenido, desarmado
y presumiblemente cobarde. Poco dinero, es cierto, aunque también proporcional al escaso
riesgo. Pero, contra toda previsibilidad, la víctima se rebeló (por avaricia, por aturdimiento, por
estupidez, dijeron todos; nadie por cívico heroísmo) y mató a uno de los atracadores, mientras
el otro huía. Como se ve, nada más que un episodio cualquiera de la crónica policial.

Nada más... si el muerto no hubiera sido el Lungo Riquelme.

Pero lo era, y por eso la gente empezó a mirar a Manuel Cerdeiro como si fuera ya un cadáver,
con tan lastimosa piedad que a veces él mismo se olisqueaba para ver si ya olía, aunque sólo
fuera un poco, a la muerte que le asignaban.

—Lástima que fue Riquelme — decían.

El sonreía, crispado:

—Fatalidad. Pero no quiero hablar, no quiero hablar...

Eso es lo que había dicho, aún en el hospital, a los reporteros, y entre relumbres de flashes.

—¿Sabía usted que era el Lungo Riquelme?


—No..., no lo sabía... No lo conocía...

—De haberlo sabido, ¿hubiera resistido?

—No sé. Todavía no sé bien quién es ese señor Riquelme...

No lo sabía, pero lo aprendió en seguida: el Lungo Riquelme era el mayor y el jefe de tres
hermanos, duros profesionales del delito, asesinos todos, que desde hacía dos años se
tiroteaban, con increíble fortuna, con la policía de cuatro provincias argentinas y la del
Uruguay. Asaltar era su oficio; matar, un azar aceptable para ellos; morir, un riesgo conexo.
Bancos, pagadores, joyeros, casas de cambio habían sido saqueadas una tras otra, a veces en
pleno centro, y cuatro hombres habían caído bajo sus pistolas del infierno. Porque los
Riquelme disparaban en seguida, sin más, alevosamente, cuando alguien resistía o parecía
dispuesto a hacerlo. Así mataron a un oficial de policía llamado Bazán y entonces se trabó uno
de esos duelos cerrados, porfiados, sin piedad, incluso con víctimas por lujo, que se dan entre
uno o más delincuentes y la policía cuando ésta ve caer a uno de sus filas.

Entonces se tira de cualquier manera, en cualquier lado, sin aviso, sobre el culpable, sobre el
acompañante, el encubridor, el sospechoso, que son todos uno y lo mismo para los
perseguidores, como éstos lo son para los otros. Y del otro lado se mata para ganar seguridad,
aunque ésta sólo dure unas horas, como quien da vuelta a una llave, o como un pagaré librado
contra la propia existencia, porque el delincuente sabe que su muerte es inevitable, a menos
que huya del país. Así, a las órdenes del subcomisario Gregorio Bazán, hermano del oficial
muerto, se peleaba contra los hermanos Riquelme, que no se entregarían jamás.

Hechos a esta fatalidad, los Riquelme resultaban para el gallego Cerdeiro otra fatalidad sin
escape. Los cronistas hablaron de esto: "Conociéndose la solidaridad que se practica en el
hampa, y más en el caso de los hermanos Riquelme, corre grave peligro la vida del señor
Manuel Cerdeiro"; o: "Es indudable que los dos hermanos Riquelme tratarán de vengar a Juan,
alias el Lungo, que era el mayor, y ello incluso para mantener su ascendiente sobre sus
secuaces". La revista Hechos en Rojo publicó una serie de notas que tituló: "El juramento de
los Riquelme", según el cual los dos sobrevivientes, Ernesto y Pedro, habían jurado en rueda de
taitas y sobre el filo de un cuchillo que perteneció a Di Giovanni dar muerte al pobre gallego
después de brindarle un largo paseo de agonía, de ésos que se ven en las películas. O lo
asesinarían desde un automóvil en marcha, lo balearían de atrás, lo apuñalarían dormido, o al
abrir una puerta volarían, él y la puerta, al soplo de la gelinita...; cualquier cosa podía suceder
en cualquier momento. Lo mejor que podía esperarse sería un fin sin horror, seguro, rápido y
técnico, de antemano aceptado por todos. La tirada de Hechos en Rojo subió de treinta mil
ejemplares a doscientos veintitrés mil, número igual al de las silenciosas puteadas que les
envió Cerdeiro.

Por eso, cuando Manolo volvió del hospital, hubo, de noche y de día y durante dos meses, un
agente uniformado en la esquina de "La Nueva Armonía". Desde su lugar detrás de la caja, el
gallego llegó a considerarlo un elemento definitivo del paisaje urbano que él veía a través de la
puerta y la vidriera del bar, tan permanente como la casa de enfrente y sus balcones de hierro
forjado, la mercería del armenio Bakirgian, en la esquina opuesta y transversal, el foco
suspendido sobre los adoquines color plomo o la vereda de piedras desniveladas de su
negocio.

Un día el agente desapareció.

Sí: ya no hubo nadie en la esquina, y Cerdeiro adivinó que tampoco volvería más. Todas las
cosas parecieron dar una voltereta, balancearse, ceder, mientras violines y campanitas
sonaban en sus oídos.

El armenio Bakirgian estaba en la puerta de su tienda y cruzó rápidamente la calle. Ni siquiera


saludó, sofocado de ansiedad.

—¡Le sacaron el agente, don Manolo!

—Sí..., no sé. Volverá después...

Ardían de furia los negros ojos del armenio.

—No. Lo averigüé yo mismo en la comisaría. Han levantado la consigna. ¡Para eso paga uno los
impuestos! ¡Para que cualquiera lo robe o asesine!

Cerdeiro fue a la seccional.

—¿Qué desea, señor?


—El comisario, por favor.

El oficial de guardia lo miró con cierta severidad.

—Está muy ocupado. No podrá atenderlo.

—Soy... Cerdeiro... Manuel Cerdeiro, del bar "La Nueva Armonía", aquí, en la calle Mariano
Acosta al mil y tantos...

—¡Ah! ¿Es por la vigilancia? Ya vino antes un turco entrometido... Bueno. Se levantó.

—Pero...

—Orden de arriba. No hay nada que hacer. Tenemos mucho trabajo y no podemos distraer
tres turnos para cuidarlo a usted. Por otra parte, ya pasó bastante tiempo de aquello. Debe
cuidarse solo. Buena suerte...

Manuel Cerdeiro volvió como en sueños a su bar ("Ahoramevanamatar"); tuvo que remirar las
botellas, las percudidas mesas, pasar los dedos por el mostrador (ahoramevanamatar), abrir y
cerrar los cajones para recordar el lugar de cada cosa (ahoramevanamatar) y aun así no pudo
concentrarse en su trabajo (lavar los vasos, apilar las cajas vacías, barrer y regar el piso, con
esa furia gallega y obstinada de siempre que le había permitido hasta ahí ahorrarse y ahorrar
el sueldo de un peón y de un mozo, haciendo las tareas de los dos) porque en realidad estaba
ya viviendo para la muerte.

Y así, como en un sueño, siguió hasta que los días le fueron desarrollando un curioso doble
juego de sentidos: uno, el de los ojos, oídos, tacto, atado a la rutina diaria; el otro, también
oídos, tacto, atento a las señales de la calle, del barrio, de la ciudad entera, en alguno de cuyos
cubículos estaban los Riquelme, vengadores y juramentados.

Fue este segundo sistema sensorial el que le anunció el fin del plazo.
Eran las once de la noche del lunes, helada y lluviosa. Los últimos clientes —tres billaristas de
riñones infatigables— se habían ido y él pensaba cerrar en seguida, porque nadie vendría ya, e
irse a su casa, a unas cuadras de allí, tránsito de Calvario que hacía dos veces al día con todo su
ser puesto en percibir alguna señal de peligro. Entró en la trastienda, que era un patinillo
entoldado, tapiado por cajones vacíos de Coca-Cola y de cerveza, y empezó a apartar los de
marca "Palermo" cuyo camión vendría mañana a retirarlos, cuando vibró la primera señal. Sí:
no fue el ruido de la puerta al ser abierta, ni el de los pocos pasos que lo siguieron lo que lo
hicieron estremecer, sino la campanita que resonó en su segundo juego de sentidos, lo que
automáticamente le hizo repetir la frase:

—Ahora me van a matar.

Allí estaban ellos. Midió agónicamente sus posibilidades de escapar: ninguna. Tres altísimas
paredes verticales y ciegas cerraban el patiecito. Nadie oiría ni el más desesperado grito
mientras el viento zumbara allá arriba, tan perdido Manuel Cerdeiro en la ciudad como si
estuviera en un abismo entre montañas desnudas y remotas.

Sólo cabía regresar al bar (ahoramevanamatar) y eso hizo. De no estar tan aterrado por las
circunstancias, por los ineludibles aquí y ahora, hubiese podido comprobar que su espanto
había desaparecido y que eso le permitía realizar un balance casi desapasionado de los hechos
que le concernían.

Vio, en efecto, que el recién llegado —era uno solo— se había sentado ya a una mesita; que no
podría huir sin pasar a un metro de él; que ni siquiera alcanzaría a intentar un desesperado y
tal vez mortal salto a través de la vidriera, porque él mismo había bajado, encerrándose, la
cortina metálica; que el desconocido no tenía apuro; que estaba sentado de tal manera —el
antebrazo derecho apoyado sobre la mesa y paralelo al pecho— que su mano empuñaría en
un décimo de segundo la pistola; que una de éstas le abultaba el saco bajo el brazo izquierdo y
que otra tiraba pesadamente hacia abajo el bolsillo derecho; que estaba atento a los signos
que debían venir de la noche de afuera, en la cual dormían los inocentes y velaban los
asesinos; que se había colocado en un lugar que no se veía desde afuera, sin duda para escapar
a la mirada de algún vigilante de ronda.

Manuel Cerdeiro no sabía si pensaba en algo cuando se acercó al tipo para preguntarle qué
quería tomar, si lo hacía por rutina, por servil ansia de ganar un minuto, un minuto más de
vida, por aturdimiento, por otra razón... La mano del hombre se hundió bajo el saco y quedó
allí, sin duda con los dedos enroscados en el gatillo y la culata.
—Algo livianito, maestro —le dijo, mirándolo y Manuel Cerdeiro volvió a sentirse ya muerto,
porque aquellos fijos ojos de víbora brillaban con inequívoca burla.

—¿Un guindadito, entonces?

—Sí, un guindadito, maestro.

Mientras vertía el licor —sus manos temblaban y lo derramaron un poco— pensó en los
paseos de la muerte que había leído enHechos en Rojo; en los lentos suplicios con que el
hampa suele, según las historietas, pagar la traición, o el descuido y así de nuevo como en
sueños, volvió con el guindado hasta la mesita —la mano del hombre, que había salido,
retornó a su nido terrible— y regresó tambaleándose al mostrador. Allí se quedó, sentado en
la silleta que usaba para ponerse a hacer las cuentas, con la caja registradora como pobrísimo
parapeto, mirando a aquel hombre que, a su vez, también lo hacía, aunque con el oído tendido
simultáneamente hacia las señales de la noche.

Todo había pasado en cuatro minutos. Luego el tiempo —inmóviles los dos, él y el otro, él y él,
él y la muerte— sólo le fue perceptible en su más claro símbolo: en aquella aguja del reloj
eléctrico que estaba colgado en la pared y que remontaba silenciosamente la esfera y volvía
bajar, una vez, otra vez.

Sin señal previa, a las once y cuarenta y tres se abrió la puerta. El viento arrojó dentro del bar
una ráfaga de lluvia y luego a un tipo indescifrable, mojado, aterido, haraposo y con barba de
semanas, desmelenado, sucio y tan borracho que ya se desplomaba. De una corrida
tembleque, adelantando las manos como para asirse de cualquier cosa que le impidiera
caerse, llegó al mostrador y allí bisbisó algo.

—No tengo —contestó Cerdeiro, sin oír y sólo coligiendo.

El borracho volvió a borronear sílabas:

—Sssmmm... ino...
—No hay vino. Es hora de cerrar. Váyase.

Apestaba el mísero a alcohol, humo, sudor y mugre vieja. Una súbita esperanza atravesó el
corazón de Manuel Cerdeiro como una flecha: lo acompañaría..., lo acompañaría hasta la
puerta y él adelante, y el otro atrás, usándolo como viviente y rotoso escudo..., tal vez...

—A ver, amigo, lárguese...

El hombre del chambergo le había adivinado la intención (todo el recinto estaba lleno de
mensajes tácitos, pero claros) y allí estaba, alto, tranquilo, fuerte, del otro lado del mostrador y
ahora junto al borracho. Le calzó el brazo con el suyo, le torció la mano izquierda con su puño
brutal e inmenso, y cuando el pobre diablo empezó a lamentarse, lo llevó en peso y lo empujó
con destreza y violencia a la vez que abría la puerta, lanzándolo a diez pasos, pero de pie, de
manera tal que con el impulso recibido el borracho se hundió en la sombra y desapareció,
llevándose la esperanza que, según acababa de comprobarlo Manuel Cerdeiro, también podía
manifestarse en un piojoso.

Y todo —el viento, la lluvia, el hombre, Cerdeiro, la espera de las señales verdaderas— volvió
exactamente a su sitio, menos el reloj, que ahora marcaba las once y cuarenta y ocho.

De nuevo quedaron solos el bolichero y el asesino, el gallego y su destino, separados por ese
corto trecho, de nuevo Manuel Cerdeiro detrás de la caja, de nuevo el otro en su mesa, apenas
a diez pasos de distancia, de nuevo la mano próxima a la pistola, de nuevo los dos escuchando
los rumores de la ciudad, descartando los ruidos conocidos, el rodar del trolebús 302, de
cuando en cuando el ronroneo del ómnibus 170, el asmático paso —ras, ras, ras— del
colectivo 204, algún rápido y fugaz deslizarse de neumáticos sobre el pavimento mojado, el
continuo, continuo, continuo caer, rodar, gargarizar del agua de las cunetas en la boca de
tormenta que bebía lluvia frente al bar, de nuevo Cerdeiro pensando en todas las puertas
cerradas para él; cada cosa girando cada vez más en el vacío (ahoramevanamatar), cada vez
más remotas a medida que se aproximaba la señal de la sentencia desde algún punto
desconocido de la ciudad dormida, insensible al tácito gemir, al mudo impetrar de aquel pobre
gallego que sudaba como un Cristo en las últimas estaciones del Calvario.

A las doce y doce la noche dio la segunda señal.


Oyeron —los dos, porque la mano del asesino ganó de nuevo su leonera como una fiera y
enlazó otra vez la pistola— los pasos en la calle, rápidos, cortitos, irregulares por el esquive de
los charcos de la vereda.

En seguida se abrió la puerta, avanzaron otra vez el viento y la lluvia, entró después un
paraguas inmenso y brillante y detrás de él la menuda figurita de Adelqui Martinelli, un vecino.

—Hola, don Manolo... Llueve, ¿no es cierto?

Manuel Cerdeiro sonrió dolorosamente y no dijo nada.

El hombrecito, chiquitín, panzón, tocado con un tirolés negro que lucía una ridícula plumita
verde, plegó el gran paraguas y fue derecho al mostrador con pasitos de infante.

—¿No cerró todavía? —preguntó—. ¿Por qué? A esta hora, y con este día... El mucho trabajar
es perjudicial para la salud.

Adelqui Martinelli era el hombre de las preguntas ahorrables y de las reflexiones obvias.

—Es tarde... Las doce y cuarto.

Controló su reloj pulsera con el eléctrico.

—Ése marca las doce y doce. ¿Anda bien?

—Sí, sí...

—Vengo de la casa de mi hija mayor. Todos los jueves ceno allá. ¿Usted no lo sabía? Y los
martes en lo de mi hija menor. Cuando pasé, pensé: me vendrá bien una ginebrita para
combatir el frío y asentar la comida. ¿No le parece?
—¿Quiere una ginebra?

—Marca Bisutti.

—¿Doble?

Adelqui Martinelli vaciló largamente. Después dijo resueltamente:

—Doble. Si me emborracha, no importa, pues me voy a dormir.

Manuel Cerdeiro se volvió hacia el estante de las bebidas. Antes de servir vio sobre éste el
lápiz y el papel que usaba para las cuentas. Entonces, siempre de espaldas al hombre de la
mesita, fue haciendo mañosamente dos cosas: con la mano izquierda bajó la ginebra, con la
derecha asió el lápiz; nuevamente con la mano izquierda depositó un vasito en el estante
inferior y con la derecha escribió, mientras servía despacio: "Llamelapolicía... urg...”

Luego dejó rebosar el vasito hasta que la ginebra humedeció su base, lo apretó contra el papel,
hasta que éste se mojó a su vez y quedó adherido al vidrio, finalmente deslizó las dos cosas, el
vasito y el papel sirviéndole de bandeja, sobre el cinc del mostrador hasta ponerlo bajo la
mirada del hombrecito.

Adelqui leyó. Luego interrogó con los ojos a Cerdeiro, desmesuradamente, y empezó a abrir la
boca. Fue un diálogo por signos desesperados: Adelqui advirtió el sudor que relucía en la
estrecha frente del gallego, sus párpados semicerrados, percibió el ruego mudo, íntimo,
acuciante y comprendió (Adelqui era del barrio y conocía la historia de los Riquelme). Sus ojos
asustados giraron hacia atrás cuanto pudieron, sin mover la cabeza señalaron al asesino...
Cerdeiro asintió levísimamente.

—¿Ri... Riquelme? —preguntó Martinelli con un siseo inaudible y Cerdeiro volvió a asentir con
los ojos, rogándole con los ojos, que ahorrara preguntas idiotas.
Entonces el diálogo por signos se invirtió, y el gallego vio cómo se perlaba la frente del otro y
cómo sus manitos empezaban a temblar como las de un perlático, tanto que la mitad de la
ginebra se le derramó sobre la barba, mientras él, Manuel Cerdeiro, lo maldecía e injuriaba
silenciosamente con lo mejor de su terror gallego: "Se dará cuenta, viejo imbécil. Nos matará a
los dos"; mientras se apartaba del mostrador y luego trataba de encaminarse hacia la puerta,
tambaleándose de miedo, con unas piernezuelas tan ingobernables como flanes.

Pasaba frente a la mesita del enigma cuando éste se levantó sin prisa y apoyó la mano en el
hombro redondo de Adelqui.

—Usted no sale, abuelo. Tírese ahí, en ese rincón, atrás de esa mesa, y no se me levanta, pase
lo que pase, ni para hacer pis...

Sin una palabra, el viejo Adelqui —temblaba, temblaba, oh, cómo temblaba su pobre corazón
allá adentro, aleteando con tan loco terror, con tal abyecta sumisión que hubiera dejado de
latir sólo para congraciarse con el asesino— se dirigió al lugar que le habían dicho y se tendió
en el suelo, rígido, horizontal, premuerto.

Y volvió todo —las doce y veintiocho— a su sitio, como antes, salvo aquel ronquido que venía
del lugar donde Adelqui ensayaba ser su propio cadáver y con el cual parecía escapársele el
alma.

Y detrás de la caja, Manuel Cerdeiro, ya entregado inerte a su miserable suerte, ya agachado


como un buey que espera la maza del carnicero, ya sin siquiera atender a los indicios de la
noche, porque ninguno le importaba ahora salvo el último (ahoramevanamatar...
ahoramevanamatar...).

De pronto —el reloj, desatendido, marcaba la una— se dio la verdadera señal: un automóvil
negro y mojado (Manuel Cerdeiro vio sólo su brillante techo negro que deflectaba turbiamente
la luz de los focos, quebrada sobre miles de gotas) se detuvo un instante, hubo un doble golpe
de portezuelas, y de él descendieron dos hombres, con impermeables negros, iguales, que
abrieron por fin ("Vienen a buscarme", pensó Cerdeiro en su por-fin-muerte, en el final de la
espera) sin violencia, pero con fuerza inapelable la puerta del bar. Ya con el primer paso que
dieron dentro de él tenían las pistolas en la mano. El tiro inicial pasó a diez centímetros del
gallego, el segundo le dio en el hombro, en el mismo hombro ya antes herido, y lo derribó
detrás del mostrador, igual que la otra vez, y luego ya no supo qué ocurría del otro lado, pero
oía los tiros, el ruido de cosas volcadas y el grito finito, el gemido de gato de Adelqui Martinelli:
"No me maten..., no me maten..." Un hombre vino atropelladamente, con eses quebradas de
tango antiguo, a caer detrás del mostrador y un sombrero con gotas de lluvia rodó hasta la
misma cara de Manuel Cerdeiro, que lo olfateó estúpidamente (un olor a violenta agua
florida), mientras el dolor le desgarraba el hombro, como la otra vez, y vio que el sombrero,
que el hombre, que el desconocido que era uno de los dos recién llegados, que el hombre del
tango, estaba muerto y que simultáneamente decenas de terribles balas en hilera, uno, dos,
tres, cuatro, hacían saltar vidrios, revoques, y otra vez seis, diez, doce, esquirlas de madera,
agujereaban el mostrador (¿quién me lo paga?), tiradas ahora desde la calle —dos, tres, dos,
tres, dos, tres— y todo quedó en silencio hasta que una voz sonora, inmensa, potente, gritó:

—¡Paren! ¡Bazán habla!

Entraron varios hombres.

—Levantáte, gallego. En seguida vamos a curarte...

El hombre de la mesita lo sentó en una silla como a un muñeco.

—A ese otro pobre llévenlo al baño y límpienlo un poco...

Luego dijo:

—Soy el subcomisario Gregorio Bazán y quise esperarlos aquí a esos mierdas. Perdonáme,
viejo, el jabón que te llevaste, pero en estas cosas es mejor no abrir la boca. Yo sabía por un
"alcahuete" que vendrían esta noche. Por eso los esperé.

Gregorio Bazán dio un puntapié a uno de los caídos Riquelme.

—Mucho tiempo esperé este día. Ya cayeron los tres, pero eso no me devuelve vivo a mi
hermano. Mano a mano. Así quería agarrarlos.

El bar estaba lleno de policías uniformados y de civil.


Detrás, en la calle, se oían órdenes, la sirena de ambulancia, la alarma de algunos curiosos que
llegaban aun bajo la lluvia. En el suelo estaban los dos Riquelme muertos. En una silla, llorando
y sentado, un pobre gallego que asistía a su propia resurrección.

Fecha: 15/8/2015 | Creado por: Elena Ada

El Crimen casi perfecto

Roberto Arlt

La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El

mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora

Stevens se suicidó entre las siet e y las diez de la noche) dete nido en una comisaría por su

participación imprudente en una accidente de tránsito. El segundo he rmano, Esteban, se

encontraba en el pueblo de Lister desde las se is de la tarde de aquel día hasta las nueve del

siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del

laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de

dosificación de mantecas en las cremas.

Lo más curioso del caso es que aquel día los tr es hermanos almorzaron con la suicida para

festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ni ngún momento dejó de traslucir su intención

funesta. Comieron todos alegrement e; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la anti gua doméstica que servía hacía

muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las

siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que

le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el

portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió

antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las

libretas donde llevaba anotadas las entradas y sa lidas de su contabilidad doméstica, porque

las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados;

luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio

gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al

sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó so bre la alfombra. El periódico fue hallado entre

sus dedos tremendamente contraídos.

Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente

en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está

cargado de absurdos psicológic os. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la

investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado.

Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no

contenía veneno. El agua que se agregó al wh isky también era pura. Podía presumirse que el

veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por

la suicida había sido retirado de un anaquel do nde se hallaba una docena de vasos del mismo

estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o

aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno

adherido a sus paredes.

El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos
inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la

evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte

transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio.

Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar

ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas.

Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encont raba veneno. El agua

y el whisky de las botellas eran completamente in ofensivos. Por otra parte, la declaración del

portero era terminante; nadie habí a visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el

periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera

cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido

objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La

señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se

hallaba el envase que contenía el veneno ante s de que ella lo arrojara en su bebida?

Por más que nosotros revisáramos el departamen to, no nos fue posible descubrir la caja, el

sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraord inariamente sugestivo.

Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus

padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.

Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta

resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era

corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en

cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e

inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de
hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis.

Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces.

El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada,

gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una

cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la

mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel

“accidente” la viuda hubiera vivido cien años . Suponer que una mujer de ese carácter era

capaz de suicidarse, es desconocer la naturale za humana. Su muerte beneficiaba a cada uno

de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.

La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores

groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un

procedimiento judicial.

El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que

ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas

de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo

haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis,

a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba deteni da la sirvienta, con

una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la

viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el

vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía veri ficar la hipótesis.

Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla

solidificada no revelaba mudanza alguna.


Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una

enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino

sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y

complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.

Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas,

que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto

tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos

vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé

mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le

pagué la bebida que no había tomado, subí ap resuradamente a un automóvil y me dirigí a la

casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi ce rebro. Entré en la habitación

donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:

- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con

hielo o sin hielo?

-Con hielo, señor.

-¿Dónde compraba el hielo?

- No lo compraba, señor. En casa había una hela dera pequeña que lo fabr icaba en pancitos. –

Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.- Ahora que me acuerdo, la

heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de

arreglarla en un momento.

Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de

nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito

congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a

revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: - El agua está
envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.

Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir

el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico)

arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo

que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo

(lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al

desleírse en el alcohol, lo envenenó podero samente debido a su al ta concentración. Sin

imaginarse que la muerte la ag uardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el

periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos

no se hicieron esperar.

No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban

dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez

de la noche.

A las once, yo, mi superior y el juez nos presen tamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor

Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar

nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol.

Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino

más ingenioso que conocí.

VERANO12

Versión de un relato de Hammett


Por Juan Sasturain

Era un hombrón ancho y de cabeza achatada. La americana color mostaza lo forraba como la
tensa piel de un embutido. Tenía ojillos negros que brillaban como su pelo demasiado húmedo
para las tres de la tarde de un martes. Ese hombre no trabajaba habitualmente. Pero
transpiraba. Pequeñas gotas de agua humedecían el borde del cuello de la camisa amarilla
tensada por la presión del pedazo de carne estrangulada que amenazaba con lanzar el
botoncillo hacia adelante. Además, tenía una pistola en la mano y había empezado a decir algo
que Bless no entendía bien:

–Al está cansado, nene. Dice que le haces perder mucho tiempo al personal con tus demoras.

Bless buscó la camisa en medio del desorden de la cama, trató de ordenar al menos sus ideas,
pensó vagamente dónde estaría Marie.

–No entiendo –dijo para ganar tiempo–. ¿Trabajas para Al, chico? Hace tiempo que no lo veo al
muy cochino.

Se detuvo teatralmente, como si recién entonces reparara en el pedazo de fierro negro que el
otro sostenía en la mano derecha como un monaguillo prescindente y sombrío que asistiera a
un rito macabro.

–Guárdate eso, mejor. Espérame un momento. Voy a darme un regaderazo y estoy contigo.

–No te muevas, Bless. Estamos cansados de tu humor gastado y tus trucos de chico malcriado.
¿Tienes la pasta?
En ese momento Bless vio la puerta entreabierta, los pies grandes del que había quedado en el
pasillo.

–Podrían haber avisado por teléfono que vendrían... El tímido de Al... Siempre ha tenido
dificultades para hablar, problemas de comunicación.

–Apúrate, Zottola... Viene una vieja –cuchicheó el de la puerta.

El transpirado Zottola se impacientó, dio un paso al costado. Bless vio que el pie derecho
pisaba las bragas de Marie, abandonadas allí hacía una eternidad. ¿Dónde estaría Marie
ahora?

Un dedo chiquito y sucio, con la uña comida, se apoyó en el papel de la máquina de escribir:

–¿Qué son las bragas, Hugo?

–La bombacha.

–¿Por qué no ponés bombacha, entonces?

–Esto es para leer en España y allá se dice bragas.

–Es una palabra fea. No parece que quiera decir eso.

–Es cierto, Chacha. ¿Qué tendrían que ser las bragas?

–Unos pescados. Es nombre de pescado.

–Mmmmm... Bragas al horno con papas y salsita con mucho aceite.


–¿Qué hizo este Bless?

–¿Bless?... Creo que debe plata. Debe haber apostado a los caballos o se quedó con el dinero
de un cargamento de whisky clandestino que era para ese Al que nombran al principio.

–¿Es malo?

–¿Quién? ¿Bless?

–Sí.

–No, me parece que no. Un poquito loco debe ser.

–No dejes que el otro lo mate.

–Te lo prometo, Chacha: no le va a pasar nada a Bless.

–¿Y cómo se llama la novia?

–Marie.

–¿Es linda?

–Ufff.... Rubia, con el pelo ondulado así.

–¿Y por qué deja la bombacha tirada en el suelo?


–Debe haber ido al baño a cambiarse, Chacha. Es tarde ya.

–Es temprano. Ahí dice que son las tres de la tarde.

–No te hagas la boba: es tarde para vos. Andá a la cama.

–Hasta mañana.

–Un beso.

Chacha caminó descalza con su camisoncito corto, haciendo quejarse las largas tablas del piso.
Abrió la puerta que tenía el afiche de Mafalda sujeto con chinches.

–Hacé pis, primero.

Chacha volvió y entró por la puerta de al lado, la del afiche de Laurel y Hardy. Hubo ruiditos de
pis. No apretó el botón.

–¿Qué quiere decir clandestino?

–Whisky clandestino quiere decir que estaba prohibido y lo fabricaban igual.

–¿Me cambio las bragas?

–Okey, Marie... Déjalas allí que tu madre las pondrá en el fregadero.

–¿A qué hora viene mamá?


–Dentro de un rato. Dejame trabajar, Chachita...

–Mirá si ahora golpean la puerta y es ese señor Zottola...

–Hasta mañana.

La puerta del afiche de Mafalda hizo clic y se cerró detrás del camisón de Chacha.

No hubo ningún ruido por varios minutos.

La puerta volvió a hacer clic. Chacha se asomó.

–¿No escribís más?

–Estoy pensando en cómo sigue.

–Que no lo maten a Bless, eh...

–No. Ahora sigo, quedate tranquila. Dormite.

–Bueno.

La puerta de Mafalda hizo clic por tercera vez y la máquina de escribir arrancó, entrecortada, a
los tirones.

–No te muevas, Bless... ¿Vas a pagar o no?

–No suelo acostarme con dinero encima, muñeco.


–Si tocas ese cajón te quemo.

Hugo tachó las dos últimas líneas con golpes furiosos de la equis. Prosiguió:

–¿No has visto a Marie por un casual, Zottola? Estaba aquí, a mi lado, cuando me dormí. No
puede haber ido muy lejos sin bragas –dijo Bless apuntando con su dedo a los pies del otro.

Fue un instante. Cuando el hombrón bajó la mirada a la puntera de sus zapatos, Bless le arrojó
el cobertor al cuerpo y se lanzó sobre él. Forcejearon y Zottola gritó:

–¡Tony, ayúdame, Tony!

–Rayos, qué pasa... –exclamó el muchachito delgado y enjuto al entrar en la habitación.

Cuando quiso llevar la mano a la sobaquera que abultaba bajo la americana a cuadros, ya Bless
era dueño de la situación:

–Distiéndete. Esos no son modos, Tony...

Bless había inmovilizado a Zottola pasando el brazo izquierdo bajo su barbilla. Con la otra
mano enarbolaba la pistola y mantenía a raya a Tony.

–No voy a lastimarte, muchacho –dijo.

El chaval separó las manos del cuerpo lentamente y desvió la mirada. Hizo un visaje
imperceptible. Bless comprendió que algo lo amenazaba a sus espaldas pero no tuvo tiempo
de nada.

La llave carraspeó en la cerradura de la puerta de calle, giró finalmente.


Se volvió y esperó verla aparecer.

–Hola –dijo ella con un suspiro acalorado.

–Suerte que eras vos y no Zottola.

–¿Quién es Zottola?

Hugo señaló las hojas escritas, el título que las encabezaba con gruesos trazos de marcador
negro: Perdónanos nuestros pecados. Un relato

inédito de Dashiell Hammett. Versión española de Rodrigo de Hoz.

–¿Cuánto? –dijo ella mientras dejaba el bolso y los volantes sobre la cama.

–De novecientas a mil líneas para el lunes. Voy bien.

–Quiero decir cuánto te van a pagar. ¿Te aumentaron?

–No. Pero la peseta subió el año pasado y dicen que durante el ‘83 va a seguir para arriba. Si
entrego a término, lo cobro el 5 de diciembre.

–¿Y tenés idea de cómo termina, al menos? Porque no quiero otra vez tener que soportar tu
angustia de fin de semana buscando un asesino y un buen final en cien líneas... –Ella agitó la
cabeza con escepticismo–. No entiendo cómo hay editores tan ingenuos... ¿Cuántos cuentos
supondrán estos gallegos que ha escrito Hammett?
–Muchos. En los viejos Leoplán de los años cincuenta hay montones que jamás se reunieron en
libro. Yo no hago más que inventar en ese sentido. Han gustado más algunos de los falsos que
los verdaderos... ¿Qué te parece el nombre del traductor?

Pero ella después de abrir la ventana a la noche espesa de Buenos Aires se había ido a la
cocina y no lo oía. Siempre, cuando venía de la calle se hacía un té: en verano o en invierno, en
Barcelona o en San Telmo. Siempre un té.

–¿Chacha?

–Recién se durmió.

–¿Te preguntó dónde fui?

–Ya sabe: a ver a papá. A veces dice “a Roberto”.

Hubo un silencio breve. Hugo hizo ruido con el espaciador de la vieja Remington:

–¿Cómo estaba? –dijo.

–Como siempre, como todas las semanas: mucha represión y cada vez somos menos los que
vamos... La novedad de hoy fue que no podíamos quedarnos quietos en un lugar, había que
circular... Viste cómo es Caseros. Además, nos prohíben llevar pancartas. Sólo repartir
volantes.

–Quise decir cómo estaba él.

–No jodas. Ya sabés que no me dejan verlo.

–Pero vas. Todos los martes vas. Y seguirás yendo hasta que...
–¡¿Hasta qué?!

El grito de ella terminó con el ruido aspirado de la nariz. No lloraba; pero lloraría.

–No sé para qué mierda volvimos. Hace tres meses que estamos acá y todo se repite.
Tendríamos que habernos quedado en Barcelona –dijo Hugo mirando el papel, la palabra
espaldas, precisamente–. Ya no están los milicos pero es como si estuvieran. Yo por lo menos
tendría que haberme quedado en Barcelona. Vos no sé, tenés tus razones.

–El viernes hay una marcha por los desaparecidos y los presos políticos –dijo ella sin invitar,
con voz neutra. Aspiró ruidosamente otra vez.

Hugo no dijo nada y de inmediato comenzó a teclear:

–¡Marie! –alcanzó a exclamar.

La muchacha descargó todo el peso del atizador sobre la frente de Bless y luego volvió a
golpearlo mientras caía, arrastrando consigo al azorado Zottola.

Bless quedó inmóvil y la sangre corrió desagradablemente sobre la alfombra.

–La culpa es tuya, inútil –vociferó Marie ante la cara del hombre transpirado–. Al no te
perdonará tanta estupidez.

–Está muerto –dijo el chaval acuclillado.

–¿Escuchaste lo que te dije? –lo interrumpió ella.

–¿Qué cosa?
–Hay una marcha el viernes: la convocan todos los organismos de derechos...

–Sí, ya te oí. –Hugo intentó volver a la escritura.

–Dejá un momento de escribir. Hablemos.

–No hay nada que hablar. Hacé lo que quieras, para eso tenés a tu ex marido preso, pero no
me jodas a mí. Ya sabés que no voy a ir, que no puedo ir, que no quiero ir. Te esperaré acá,
escribiendo. Voy a tener mucho trabajo el viernes.

–Sos un cagón.

Hugo giró la cabeza, la miró de frente y sonrió. Después, con un movimiento rápido y preciso
se sacó la prótesis y expuso las encías devastadas, los pozos donde habían estado sus dientes.

–Te explico –dijo sin poder pronunciar la x–. Te muestro...

Se abrió la camisa y en el lugar de las tetillas había dos manchas de piel arrasada y brillante.

–Basta –dijo ella.

Pero ya Hugo se llevaba la mano al cierre del pantalón, se ponía de pie.

–Esto lo viste anoche pero igual te quiero hacer acordar de cómo lo tengo... –balbuceó.

La puerta de Mafalda hizo clic y apareció Chacha.

–Mamá –dijo parpadeando.


–¿Qué hacés levantada, amorosa? –dijo ella.

Fue hacia ella, la tomó en los brazos y le dio un beso.

–¿Qué me trajiste?

–Un chocolate y ...un avioncito de papel –improvisó.

–A ver el avión...

Ella era muy hábil con las manos. Tomó uno de los volantes de papel celeste con letras negras
y con cuatro pliegues y un corte estratégico el avioncito estuvo listo. Era muy bonito pero no
volaba bien. Chacha lo tiró hacia adelante y cayó detrás del sillón grande. No fue a buscarlo.

–¿Cómo está? –dijo con la boca ocupada por el chocolate.

–Papá está bien –dijo ella.

–No. Digo cómo está Bless.

–¿Quién es Bless?

–Un muchacho bueno que tiene una novia que anda sin bragas. ¿Se salvó, Hugo?

–Se salvó.

–A ver.
jueves, 11 de agosto de 2016

Los crímenes van sin firma - Adolfo Pérez Zelaschi

ADOLFO PÉREZ ZELASCHI, nació en 1920. En 1941 publicó su primer libro de cuentos: Hombres
sobre la Pampa. En 1946 una colección de poemas: Cantos de Labrador y Marinero. En 1949
obtuvo el primer premio en el concurso organizado por la Cámara Argentina del Libro, con su
colección de cuentos titulada Más Allá de los Espejos, que mereció la “Faja de Honor” de la S.
A. D. E.

En la vida, lo principal es ser inteligente. Por eso, cuando el croupier se llevó mis dos últimas
fichas de quinientos y decidí matar a mi socio Froebel —como lo tenía meditado—, hube de
hacerlo de manera inteligente. Es decir, en la misma forma como había distraído de las cuentas
sociales —yo atiendo los asuntos administrativos y contables, en tanto que Froebel anda de
aquí para allá ocupado con los clientes— varios miles de pesos al año, los que hasta entonces
repuse realizando negocios por mi cuenta y también inteligentes.

Pero ahora Froebel sospechaba algo. En esos días lo vi revisar los libros, y cerrados con aire
vacilante. Sin duda no entendía nada, porque yo complicaba a propósito la contabilidad, y él
no conoce estas cosas. Con todo, dijo a Lys —nuestra secretaria, la única empleada que
tenemos— que quería revisar él mismo los resúmenes de cuenta corriente que
trimestralmente nos enviaban los bancos. Tal vez él llevara alguna contabilidad sumaria como
la de los almaceneros, con sólo dos columnas, una de pagos y otra de cobros, pero suficiente
para mostrarle una diferencia entre el saldo real de banco y el que debiera haber: unos
cuarenta mil pesos. Es decir, el importe de un Chevrolet 45, que yo había comprado en esa
suma y para el cual, previos reajuste y pintura generales, tenía ya un comprador que pagaría
cincuenta y tres mil pesos. Repuesto el dinero social, quedarían para mí alrededor de siete mil
de ganancia. Negocios como éste había realizado muchos, y prueban que la inteligencia es lo
principal para que triunfe un hombre. Lo malo es que Froebel, como digo, comenzó a
sospechar. Por lo tanto, más valía prevenir que curar.

La nuestra era una sociedad a medias: de él eran los tres cuartos del capital y la totalidad de
las relaciones comerciales que nos servían para ir adelante. Hubiera sido un mal negocio que
se enterase de todas estas cosas y disolviera la sociedad, con lo cual desaparecerían para mí
oportunidades como las que anoté. Por otra parte, Froebel no tenía más herederos que dos
viejas hermanas solteras. Eran buenas amigas mías y podría convencerlas para que siguieran
en sociedad conmigo. ¡Entonces sí que habría buenas ocasiones para un tipo inteligente!

Froebel se fue a Montevideo el 20 de junio, sin haber podido verificar sus sospechas, y
diciéndome que estaría allí más de un mes. Por si acaso, y para ver si podía evitar darle el
último pasaporte, no bien tomó el avión para Montevideo, yo hice lo mismo con el expreso a
Mar del Plata. Llevé diez mil pesos, que convertí en fichas grandes y un juego que no me había
fallado casi nunca: jugar fuerte a dos decenas —o columnas— luego de esperar que la restante
se dé dos veces seguidas, pues casi nunca se repite la columna o decena que ya salió en dos
ocasiones. Se gana poco, es cierto —la mitad de lo jugado—, pero apostando fuerte y con
inteligencia, y con nervios de chino, se pueden levantar hasta cinco o seis mil pesos por noche.
Salió primera y primera... Jugué. Y otra vez primera. Me llevaron las fichas y esperé un rato. Se
dio tercera y tercera. Volví a jugar..., y otra vez tercera. Primera, primera... Coroné con mil..., y
de nuevo primera. Y la mala racha siguió. Perdí los diez mil pesos que había traído... y el
negocio del automóvil sólo se haría después que volviera Froebel de Montevideo. Ni siquiera
podía buscar otro comprador, porque me habían dado seña, precisamente esos diez mil pesos
que había perdido.

No tuve, pues, culpa en la muerte de Froebel. Las responsables fueron la ruleta y la mala
suerte. Siempre me había salido “cara” la taba. Era natural que alguna vez me mostrara el otro
lado.

Pero todo tiene remedio para una persona inteligente. Matar a Froebel era fácil, pero yo sería
acusado en seguida y, aunque saliera indemne, nadie pasa por los juzgados del crimen sin
dejar alguna sospecha para los demás. Además, los clientes de la firma no eran amigos míos
sino de Froebel, y el solo conocimiento de que me enredaban en un sumario haría que
huyeran del socio supérstite como una bandada de patos del fusil del cazador. Así no me
convenía la muerte de Froebel, que sólo beneficiaría a los competidores.

Pero, naturalmente, un tipo inteligente o posee recursos o los inventa. Matar a un hombre, no
es difícil —cualquier imbécil lo hace— y si uno mata a cualquier persona, la policía no dará
jamás con el criminal, a menos que éste deje su tarjeta de visita prendida can un alfiler en una
de las solapas de la víctima. Lo que descubre a un asesino no son las pistas, ni los rastros, ni
nada de eso, sino su conexión —visible, disimulada u oculta— con la víctima. Así, si después de
ese cualquiera se liquida también a otro cualquiera, la policía se desorientará todavía más y, si
por último, se mata a Froebel, es otro cualquiera y no Froebel, es decir, no Froebel vinculado
conmigo, sino con los dos cualesquiera anteriores, que no poseían relación alguna conmigo,
salvo la de haberlos mandado al otro mundo. y esto será así con mayor fuerza si uno deja en
cada caso un rastro evidente, una marca de fábrica, digamos así, lo bastante extravagante
como para que esas muertes se entrelacen aparentemente entre sí. Creado un vínculo
artificioso entre las tres, el verdadero quedaría oculto, y con ello, oculto también el criminal.
Una acusación contra mí parecería el recurso de policías desesperados por dos fracasos
anteriores, pues aunque probaran alguna conexión entre la desaparición de Froebel y mi
provecho, no podrían esclarecer la más remota entre éste y los dos primeros asesinados. Bien.

No recuerdo dónde leí que lo mejor para partir un cráneo como si fuera un huevo es una
cachiporra flexible y barata, que se construye dando a un lienzo fuerte la forma de un tubo
largo y estrecho, y llenándolo con arena de Montevideo. Así lo hice, agregándole un buen peso
de municiones y una pequeña bola de plomo en el extremo. Resultó una varilla bastante
pesada, pero muy cómoda para llevar atada a la cintura, donde resulta tan discreta como una
monja.

Como vivo solo y salgo frecuentemente, nadie podía sorprenderse de que esa noche no
volviera a mi departamento. Fui a un cinematógrafo, bebí un café después de la salida —era ya
medianoche— y tomé un ómnibus cualquiera, que resultó ser el 126, pero cuyo número no
elegí, y cuando éste pasaba por un barrio que me pareció solitario —Escalada y Directorio—
descendí. Era una larga calle de barrio, flanqueada por casas bajas, arbolada y sombría, donde
a esa hora no transitaba un alma. Caminé unas cuadras al azar. Por fin vi a un hombre que salía
de un despacho de bebidas, abrigado apenas el cuello por una bufandita y sin sombrero. Lo
seguí silenciosamente, pues me había puesto zapatos de suela de goma. El pobre diablo iba
con frío a pesar de la tranca, las manos hundidas en los bolsillos y levantando los pies algo más
de lo necesario, con ese paso livianito de los borrachos.

Pude tomar todas las precauciones, avalar lo solitario de la calle, descorrer el cierre de la
correa, sopesar la cachiporra... Pobre diablo. Cayó como si se hubiese dormido mientras
caminaba. Arrojé junto a él un número de “L'Europeo”, revista de la cual había comprado tres
ejemplares unos días antes en distintos puestos de venta, y con el mismo paso, sin
apresurarme, di vuelta a la primera esquina, a la segunda, a otra más...

Los diarios de la mañana destinaron poco espacio a este crimen, los de la tarde fantasearon
algo, y la policía, como lo preví, quedó a ciegas.

Ocho días después volví a prender la cachiporra bajo el abrigo, metí el segundo ejemplar de
“L'Europeo” en el bolsillo, fui a otro cine, tomé otro café en otra parte, otro ómnibus, bajé en
Un lugar de Villa del Parque, allá por la vieja avenida Tres Cruces, donde sólo andaban los
gatos y el fino y cortante viento de la madrugada, y le hundí la cabeza a un tipo gordo y calvo,
que volvía a su casa resoplando de frío y de cansancio, y sobre cuyo cadáver dejé “L'Europeo”,
mi marca de fábrica.

¡Entonces sí que hablaron los diarios! Desde la hipótesis de una venganza corsa, emitida por
“Crítica” —para lo cual el número de “L'Europeo”, a pesar de no editarse en ninguna ciudad de
Córcega, le servía muy bien—, y la revelación de que existía en Buenos Aires una organización
anarquista, lanzada por “El Pueblo”, hasta la prueba de que se trataba de una obra de
refugiados fascistas, ofrecida por “La Hora”, se barajaron cien fantasías. La policía no pudo
establecer conexión alguna entre un muerto y otro, ni, por tanto, entre un crimen y otro. El
primero había sido un pobre diablo, tranviario jubilado, sin más familia que un perro y las
botellas; el segundo resultó un catalán, propietario de una mercería en Villa del Parque,
hombre acomodado, sin enemigos, casado en segundas nupcias y sin hijos.

Naturalmente, de revisar mi departamento, hubieran hallado el Otro ejemplar de “L'Europeo”,


la cachiporra y hasta los boletos de los ómnibus que tomé esas dos noches, pero ¿por qué
habrían de hacerlo? Yo era uno más entre cinco millones de habitantes de Buenos Aires que
tenían las mismas probabilidades que yo de ser sospechosos.

Entre tanto, concurría como siempre a mi oficina. Estaba preparado para esto y así en menos
de una semana —sin exceder en un minuto mis jornadas habituales de labor, sin entrar a
deshoras, sin licenciar a Lys— arreglé los libros de modo que, una vez muerto Froebel, nadie
pudiera descubrir nada. Vivo él, sin duda comenzaría a recordar fechas, hechos y nombres que
sólo conocíamos los dos, y entonces saldría a flote que los asientos y contrasientos, tal como
los dejé, no eran los que él habla visto antes de viajar a Montevideo. Pero para un extraño
nada quedó en los libros fuera de lo natural, o, por lo menos, de lo explicable con las normas,
mejor dicho, con las triquiñuelas lícitas de que debe valerse una empresa pequeña como la
nuestra, de medianos recursos, y uno de cuyos atareados socios lleva los libros.
Froebel regresó contento. Inferí que había cerrado por su sola cuenta y con su propio dinero
dos o tres buenos negocios, y el que no me hablara de ellos significaba que tarde o temprano
me pediría la disolución de la sociedad. Desgraciadamente para él.

Y digo desgraciadamente porque dos noches después de su llegada me aposté en la esquina de


su casa, bajo las altas y heladas acacias de hojas perennes que ensombrecen la calle como
grandes paraguas negros, y esperé a que saliera.

Sabía que lo hacía siempre: a las diez y media terminaba metódicamente su cena, a las once u
once y cuarto se encaminaba al club, donde jugaba hasta las tres de la mañana.

Por suerte la noche era oscura, de modo que pude permanecer bajo la ancha sombra de las
acacias como si esperase a alguna sirvienta que deja su trabajo después de comer. Era, por lo
demás, un barrio señorial y tranquilo, de grandes casas burguesas y casi ningún peatón.

Como uno es un tipo inteligente, llevé conmigo un pequeño receptor de radiotelefonía de esos
que se llevan en el bolsillo para escuchar los programas. Era una precaución más. “Vea, oficial,
yo anoche me quedé en casa oyendo la radio.” El oficial sonreiría: “Ah, muy interesante...” y de
pronto, incisivamente: “¿Y qué es lo que oyó entre las diez y las doce?” “Espere usted... ah, sí:
oí a los hermanos Abalos a las diez, y después, sí, unos discos de Alberto Castillo.” “¿No
recuerda cuáles?” “Sí, fueron “Charol”, “Uno”, también otro sobre los barrios porteños...” Esto
era casi imposible saberlo sin haberlo oído, como efectivamente lo escuchaba a la máxima
sordina, pegando el receptor a mi oído.

A las once —en ese momento Castillo cantaba “Charol”— se abrió la forjada puerta de hierro.
Froebel se envolvió en la bufanda y echó a andar hacia la Avenida Cabildo, que centelleaba
tres o cuatro cuadras más abajo. Descorrí el cierre y lo seguí. El caminaba despacio, con
satisfechos y pesados pasos, gozoso de su comida y de sus vinos que, efectivamente, eran muy
buenos. Ni siquiera me oyó llegar: se derrumbó lentamente, como si se acostara a dormir.
Nada mejor que repetir una cosa para lograr la perfección. Dejé “L'Europeo” al lado del cuerpo
y me alejé a buen paso, doblando esquina tras esquina hasta que llegué a Barrancas de
Belgrano diez minutos después, y tomé un tren casi vacío. Regresé a mi casa a medianoche, sin
tropezar con nadie. Al receptor y a la cachiporra los arrojé al Riachuelo.

Realmente, estaba satisfecho. Aquellos dos primeros muertos se encadenarían a éste —y al


cuarto, desde luego—, de tal manera que la policía y los diarios, alucinados por la similitud
aparente —mejor dicho real, pero conducente a una semejanza engañosa— de los tres casos,
darían vueltas en el vacío. Yo me hallaba en la situación de cualquiera de los parientes, amigos
o conocidos de Froebel. Conocía a uno solo de esos hombres, pero no a los otros dos. La
policía buscaría al hombre relacionado con los tres. Ese hombre, desde luego, no era yo. En
realidad, no existía. Y si aceptaban la teoría del asesino maniático, yo, reconocidamente
cuerdo, no podría ser culpado con mayor razón que tantos otros.

Todo salió como lo pensé. Interrogaron a Lys, a las hermanas de Froebel, a sus amigos, a mí, a
nuestros clientes. Nada apareció. Aquel ejemplar de “L'Europeo” alucinaba a todos. Un
redactor de “Noticias Gráficas” tejió una íntegra teoría en torno a él, pues, por distintos
caminos, y por pura y retorcida casualidad, esos tres hombres se unían en un punto: Alemania.
Froebel era alemán, de Baviera; la mujer del hermano del dueño del bar de donde salió el
borracho era alemana, de Brandenburgo, y el principal fiador del mercero de Villa del Parque
era también alemán, del Palatinado. En torno de eso, y mezclándolo bien con una dosis de
espionaje, dos gotas sobre los funerales de Hitler, medio vaso acerca de la desvalorización del
marco, otro medio sobre la República de Weimar y un poquito de Italo Balbo resultó un lindo
cóctel. Esa noche la edición sexta del diario, agotada en las paradas principales, no alcanzó a
llegar a muchos barrios. Al día siguiente se pagaba hasta un peso por ejemplar con la historia
del “Triple misterio alemán”. Yo me divertí bastante.

Naturalmente, las cosas no podían quedar así. Si Froebel era el último muerto, cualquier azar
podría ponerme en evidencia, más cuando quedaría, según pensaba, como agente y socio a la
vez de la firma. Si nadie había aprovechado las otras dos muertes, yo usufructuaría
brillantemente la tercera, y eso era casi tan peligroso como pararse delante del blanco cuando
un maestro tirador dispara sobre él. En esta situación —y en la mía— no conviene exponerse
demasiado.

Por eso, cuando las cosas se calmaron, fabriqué otra cachiporra, y una noche de perros —lluvia
y viento del este— salí de la casa para seguir el camino de siempre: Un restaurante, un
cinematógrafo, un bar, un ómnibus, una calle solitaria y apagada, otra calle solitaria, en pleno
Flores... Un hombre caminaba delante de mí, solo, mojado y propicio. Abrí de nuevo el cierre
de la cachiporra... y entonces me iluminaron dos linternas, cuyos haces se cruzaron sobre mí.
Los imbéciles de la policía me habían seguido.

* * *

—Esto es lo que confesó Juan Bernal, amigo Pérez Zelaschi, porque no tenía más remedio. Ahí
terminó el caso del “Triple misterio alemán”.

—¿Y esto fue todo, Leoni?

El inspector Leoni sonrió. Cuando lo hacía se parecía mucho a un Buda gordo, calmo y lustroso,
pero santiagueño.

—Tres asesinatos y otro en puerta… ¿Le parecen pocos?

—No me refiero a eso sino a la pesquisa.

Estábamos en la cocina de su casa, llena, a esa hora lluviosa y caída de la tarde, por el aceitoso
aroma de las tortas que freía la patrona. Leoni llenó el mate. Sólo cuando sobre la boquilla
floreció un apretado copete verde, me contestó.

—Los tipos inteligentes sólo hacen macanas; guerras, revoluciones, libros, teorías raras,
crímenes, bombas atómicas… No sirven para nada, pero se creen superiores. Bernal era uno de
esos. Menos mal que la humanidad está compuesta por tontos o por pobres diablos, como
usted y yo... Bien. Los muchachos de la Federal estaban despistados, lo confieso. Casi tanto
como el de “Noticias Gráficas”. Investigaron por todos lados, tratando de relacionar al
tranviario con el catalán, pero no salieron ni para atrás ni para adelante... Entonces al
subcomisario de la 23 se le ocurrió que se tratara caso por caso, es decir, como si entre uno y
otro no existiera lazo de unión alguno. Al jefe le pareció bien y así se hizo, al principio sin
resultado. Bernal nos desorientó sólo en cuanto a los resultados, pero no alcanzó a
constreñimos a un método único. Quiso vencernos por pura teoría, pero se olvidó de que hay
muchachos de la Federal que llevan treinta y cinco años en Moreno al 1500. Cuando se
produjo el tercer asesinato volvimos a investigar con los dos métodos, es decir, tratando de
vincularlo con los anteriores y también como si fuera un caso aislado. Y así supimos unas
cuantas cosas: que Bernal tenía sus asuntitos, que había jugado fuerte a la ruleta (la policía del
Casino es especialista en manyamiento), que esos pesos habían salido de una seña dada por un
automóvil comprado con plata sospechosa, etc. Un sábado y un domingo enteros, dos ex
inspectores de la Dirección Impositiva revisaron los libros y, como estaban sobre aviso,
hallaron cosas que a cualquiera se le hubieran escapado. Nada ilegal, pero sí poco claro. Por
entonces aun no sospechábamos de Bernal más que de otros, pero pronto encontramos que
aquí, en el caso Froebel (no en éste y los otros dos, como Bernal supuso que pensaríamos), nos
pareció el más probable asesino. Le pusimos vigilancia, y vimos que hacía algunas compras:
municiones en una ferretería, dos pedazos de plomo en otra, y otras cosas raras... Raras para
nosotros y en su caso, por supuesto. Esa noche —y otras que él no advirtió— yo y dos más lo
seguimos. Estuvimos en el cine, el bar, el ómnibus y después, saliendo de detrás de una
esquina, me puse a caminar delante de él. Y colorín, colorado, el cuento se ha terminado.
Bernal se perdió por querer terminar su obra demasiado bien, con demasiada inteligencia. Un
cuarto crimen quizás hubiera desviado nuestra labor. ¡Lástima que hayan levantado el presidio
de Ushuaia! Está en Santa Rosa con cadena perpetua. Ahora decora lapiceras con sedas de
colores. Ya ve para qué le sirvió su inteligencia. Tipo zonzo...

El mate restalló en una serie de pequeñas burbujas. Leoni lo cebó otra vez.

—¿Y la moraleja, Leoni?

Leoni volvió a sonreír, con su media sonrisa parecida a la de Hipólito Irigoyen.

—No sé… Se me ocurre que podría ser: No hay que firmar los crímenes o algo así. Ahí tiene un
lindo título para un cuento.

—Me parece bueno: Los crímenes van sin firma. Gracias, Leoni.

Publicado por Lengua y Literatura de Tercero en 18:10

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–Andá a dormir, Chacha.

–Mostrame.

–Andá, mañana te lo muestro.

–Por favor, dejame leer ese pedacito.

–¡Andá a dormir, carajo!

La carrerita de Chacha terminó con un portazo y Mafalda perdió una de las chinches que la
sostenían. Hugo no se volvió para verlo; ella se agachó, puso la chinche y luego entró detrás de
su hija.

Luego de un rato, Hugo volvió a sentarse frente a la máquina mientras el té se enfriaba sin ella.
Las teclas comenzaron a sonar en ráfagas cortas, con largos intervalos:

Quedaron los tres quietos con el cadáver y nadie supo qué decir. La muchacha respiraba con la
boca entreabierta. Una gota de saliva brillaba en su labio inferior

–Hay que hacer algo –dijo Zottola y le pareció demasiado.

Tony metía y sacaba las manos de los bolsillos como si buscase allí una explicación de lo que
había pasado.

Pero no la tenía él.


Con golpes violentos y continuados, las equis fueron tapando todo a partir de saliva. Hugo
miró lo que quedaba como si acabara de matar una fila de hormigas a martillazos y no
estuviera ni arrepentido ni contento. Sólo agotado prematuramente por el esfuerzo.

–No puedo más, la puta madre que lo parió –dijo en voz alta.

Sacó el papel de la máquina de un tirón y lo dejó junto al resto de las páginas. Fue hacia el
baño, encendió la luz y cerró la puerta con un empujón de la pierna.

Ella salió del cuarto de Chacha, miró un momento a Laurel y Hardy y se acercó al escritorio.
Tomó las hojas y empezó a leer desde el principio. Todavía hizo algún ruido con la nariz pero ya
no lloraría, al menos por esa noche. Tampoco tomaría el té.

Entonces comenzó a sonar una sirena. En algún lugar de Buenos Aires comenzó a sonar una
sirena policial. Primero lejana, sonó y sonó. Y sonaba más fuerte cuando Hugo salió del baño y
se buscaron, se abrazaron en silencio. Y sonó más fuerte aún al pasar bajo la ventana y siguió
sonando al irse. Y los dos la escucharon disolverse entre otros pequeñísimos ruidos de la calle,
quietos, muy juntos y callados.

–El atizador –dijo ella apartándose apenas, mostrándole el texto con las hojas en la mano.

–¿Qué pasa con el atizador?

–Se supone que la historia no es entre gente rica sino entre hampones. Para que haya un
atizador en la habitación debe haber un hogar, tiene que ser una sala lujosa, no una sala de
hotel como parece ésta...

–Es cierto. ¿Con qué le podría pegar?

Ella miró a su alrededor y no encontró nada que sirviera.


VERANO12

La cuestión de la dama en el Max Lange

Por Abelardo Castillo

El hombre que está subiendo por la escalera en la oscuridad no es corpulento, no tiene ojos
fríos ni grises, no lleva ningún arma en el bolsillo del piloto, ni siquiera lleva piloto. Va a
cometer un asesinato pero todavía no lo sabe. Es profesor secundario de Matemática, está en
su propia casa, acaba de llegar del Círculo de Ajedrez y, por el momento, sólo le preocupa una
cosa en el mundo. Qué pasa si, en el ataque Max Lange, las blancas transponen un movimiento
y, en la jugada once, avanzan directamente el peón a 4CR. ¿Adónde va la dama? En efecto,
¿cómo acosar a esa dama e impedir el enroque largo de las piezas negras? Debo decir que
nunca resolvió satisfactoriamente ese problema; también debo decir que aquel hombre era
yo. Entré en mi estudio y encendí la luz. Mi mujer aún no había vuelto a casa esa noche, lo
cual, dadas las circunstancias, me puso de buen humor. Nuestros desacuerdos eran tan
perfectos que, podría decirse, habíamos nacido el uno para el otro. Busqué el tablero de
ajedrez, reproduje una vez más la posición, la analicé un rato. Desde mi estudio se veía
(todavía se ve) nuestro dormitorio: Laura se había vestido apurada, a juzgar por el desorden, o
a último momento había cambiado de opinión acerca de la ropa que quería ponerse. ¿Adónde
va la dama? Cualquier jugador de ajedrez sabe que muchas veces se analiza con más claridad
una posición si no se tienen las piezas delante. Me levanté y fui hacia su secrétaire. Estaba sin
llave. Lo abrí mecánicamente y encontré el borrador de la carta.

Estoy seguro de que si no hubiera estado pensando en esa trasposición de jugadas no lo habría
mirado. Nunca fui curioso. Mi respeto por la intimidad ajena, lo descubrí esa noche, es casi
suicida. Tal vez no me crean si digo que mi primera intención fue dejar el papel donde estaba,
sin leerlo, pero eso es exactamente lo que habría hecho de no haber visto la palabra puta.

Laura tenía la manía de los borradores. Era irresoluta e insegura, alarmantemente hermosa,
patéticamente vacía, mitómana a la manera de los niños y, por lo que dejaba entrever ese
borrador, infiel. Me ahorro la incomodidad de recordar en detalle esa hoja de cuaderno (“sos
mi Dios, soy tu puta, podés hacer de mí lo que quieras”), básteme decir que me admiró. O
mejor, admiré a una mujer (la mía) capaz de escribir, o al menos pensar que es capaz de
escribir, semejante carta. La gente es asombrosa, o tal vez sólo las mujeres lo son.

No es muy agradable descubrir que uno ha estado casado casi diez años con una desconocida,
para un profesor de Matemática no lo es. Se tiene la sensación de haber estado durmiendo
diez años con la incógnita de una ecuación. Mientras descifraba ese papel, sentí tres cosas:
perplejidad, excitación sexual y algo muy parecido a la más absoluta incapacidad moral de
culpar a Laura. Una mujer capaz de escribir obscenidades tan espléndidas –de sentir de ese
modo– es casi inocente: tiene la pureza de una tempestad. Carece de perversión, como un
cataclismo. Pensé (¿adónde acorralar a la dama?) quién y cómo podía ser el hombre capaz de
desatar aquel demonio, encadenado hasta hoy, por mí, a la vulgaridad de una vida de pueblo
como la nuestra; pensé, con naturalidad, que debía vengarme. Guardé el papel en un bolsillo y
seguí analizando el ataque Max Lange. El avance del peón era perfectamente jugable. La dama
negra sólo tenía dos movidas razonables: tomar el peón blanco en seis alfil o retirarse a tres
caballo. La primera me permitía sacrificar una torre en seis rey; la segunda requería un análisis
más paciente. Cuando me quise acordar, había vuelto al dormitorio y había dejado el papel en
el mismo lugar donde lo encontré. La idea, completa y perfecta, nació en ese momento: la idea
de matar a Laura. Esto, supongo, es lo que los artistas llaman inspiración.

Volví a mi tablero. Pasó una hora.

–Hola –dijo Laura a mi lado–. ¿Ya estás en casa?

Laura hacía este tipo de preguntas. Pero todo el mundo hace este tipo de preguntas.

–Parece evidente –dije. Me levanté sonriendo y la besé.

Tal vez haga falta jugar al ajedrez para comprender cuánta inesperada gentileza encierra un
acto semejante, si se está analizando una posición como aquélla.

–Parece evidente –repetí sin dejar de sonreír–, pero nunca creas en lo demasiado evidente.
Quizás éste no soy yo. Estás radiante, salgamos a comer.
Era demasiado o demasiado pronto. Laura me miraba casi alarmada. Si alguna vez mi mujer
sospechó algo, fue en ese instante brevísimo y anómalo.

–¿A comer?

–A comer afuera, a cualquier restorán de la ruta. Estás vestida exactamente para una salida
así.

La mayoría de las cosas que aprendí sobre Laura las aprendí a partir de esa noche; de cualquier
modo, esa noche ya sabía algo sobre las mujeres en general: no hay una sola mujer en el
mundo que resista una invitación a comer fuera de su casa. Creo que es lo único que
realmente les gusta hacer con el marido. Tampoco hay ninguna que después de una cosa así
no imagine que el bárbaro va a arrastrarlas a la cama. Ignoro qué excusa iba a poner Laura
para no acostarse conmigo esa noche: yo no le di oportunidad de usarla. La llevé a comer, pedí
vino blanco, la dejé hablar, hice dos o tres bromas inteligentes lo bastante sencillas como para
que pudiera entenderlas, le compré una rosa y, cuando volvimos a casa, le pregunté si no le
molestaba que me quedara un rato en mi estudio. Ustedes créanmelo: intriguen a la mujer,
aunque sea la propia.

No debo ocultar que soy un hombre lúcido y algo frío. Yo no quería castigar brutalmente a
Laura sino vengarme, de ella y de su amante, y esto, en términos generales, requería que Laura
volviera a enamorarse de mí. Y sobre todo requería que a partir de allí comenzara a hacer
comparaciones entre su marido y el evidente cretino mental que la había seducido. Que él era
un cretino de inteligencia apenas rudimentaria no me hacía falta averiguarlo, bastaba con
deducir que debía ser mi antípoda. De todos modos, hice mis indagaciones. Investigué dónde
se encontraban, con cuánta frecuencia, todas esas cosas. Se encontraban una vez por semana,
los jueves. Ramallo es una ciudad chica. La casa en la que se veían, cerca del río, quedaba más
o menos a diez o quince cuadras de cualquier parte, es decir, a unos dos o tres minutos de
auto desde el Círculo de Ajedrez. Enamorar a mi mujer no me impidió seguir analizando el
ataque Max Lange y evitar cuidadosamente jugar 11. P4CR en mis partidas amistosas en el
Círculo, sobre todo con el ingeniero Gontrán o cuando él estaba presente. Y esto exige una
delicada explicación, a ver si alguien sospecha que este buen hombre era el amante de Laura.
No. Gontrán sencillamente debía jugar conmigo antes de fin de año –lunes y jueves– el match
por el campeonato del Círculo de Ajedrez, y yo sabía que, por complejas razones ajedrecísticas
y psicológicas que no hacen al caso, aceptaría entrar, por lo menos una vez, en el ataque Max
Lange.
Hay un momento de la partida en que casi todo ajedrecista se detiene a pensar mucho tiempo.
El ingeniero Gontrán era exactamente el tipo de jugador capaz de ponerse a meditar cincuenta
minutos o una hora un determinado movimiento de la apertura. Lo único que a mí me hacía
falta eran esos minutos. Casi una hora de tiempo, un jueves a la tarde: cualquiera de los seis
jueves en que yo llevaría las piezas blancas. Claro que esto exigía saber de antemano en qué
jugada exacta se pondría a pensar. También exigía saber que justamente los jueves yo jugaría
con blancas, cosa que al principio me alarmó, pero fue un problema mínimo.

Conquistar a una mujer puede resultar más o menos complejo. La mayoría de las veces es
cuestión de paciencia o de suerte, y en los demás casos basta con la estupidez, ellas lo hacen
todo. El problema es cuando hay que reconquistarla. No puedo detenerme a explicar los
detalles íntimos de mis movimientos durante tres meses, pero debo decir que hice día a día y
minuto a minuto todo lo que debía hacer. Veía crecer en Laura el descubrimiento de mí mismo
y su culpa como una planta carnívora, que la devoraba por dentro. Tal vez ella nunca dejó de
quererme, tal vez el hecho de acostarse con otro era una forma invertida de su amor por mí,
eso que llaman despecho. ¡Despecho!, nunca había pensado hasta hoy en la profunda verdad
simbólica que encierran ciertas palabras. Me es suficiente pensar en esto, en lo que las
palabras significan simbólicamente, para no sentir el menor remordimiento por lo que hice: en
el fondo de mi memoria sigue estando aquella carta y la palabra puta. Dispuse de casi tres
meses para reconquistar a Laura. Es un tiempo excesivo, si se trata de enamorar a una
desconocida; no es mucho si uno está hablando de la mujer que alguna vez lo quiso. Me
conforta pensar que reconstruí en tres meses lo que esta ciudad y sus rutinas habían casi
demolido en años. Cuando se acercaba la fecha de la primera partida con el ingeniero Gontrán
tuve un poco de miedo. Pensé si no me estaba excediendo en mi papel de marido seductor. Vi
otro proyecto de carta. Laura ya no podía tolerar su dualidad afectiva y estaba por abandonar
a aquel imbécil. Como satisfacción intelectual fue grande, algo parecido a probar la exactitud
de una hipótesis matemática o la corrección de una variante; emotivamente, fue terrible. La
mujer que yo había reconquistado era la mujer que su propio amante debía matar. El sentido
de esta última frase lo explicaré después.

El sorteo de los colores resultó un problema mínimo, ya lo dije. La primera partida se jugaría
un lunes. Si Gontrán ganaba el sorteo elegiría jugar esa primera partida con blancas: el
noventa por ciento de los ajedrecistas lo hace. Si lo ganaba yo, me bastaba elegir las negras.
Como fuera, los jueves yo llevaría las piezas blancas. Claro que Gontrán podía ganar el sorteo y
elegir las negras, pero no lo tuve en cuenta; un poco de azar no le hace mal a la Lógica.

El match era a doce partidas. Eso me daba seis jueves para iniciar el juego con el peón de rey:
seis posibilidades de intentar el ataque Max Lange. O, lo que es lo mismo, seis posibilidades de
que en la jugada once Gontrán pensara por lo menos cuarenta o cincuenta minutos su
respuesta. La primera partida fue una Indobenoni. Naturalmente, yo llevaba las negras. En la
jugada quince de esta primera partida hice un experimento de carácter extraajedrecístico:
elegí casi sin pensar una variante poco usual y me puse de pie, como el que sabe
perfectamente lo que ha hecho. Oí un murmullo a mi alrededor y vi que el ingeniero se
arreglaba inquieto el cuello de la camisa. Todos los jugadores hacen cosas así. “Ahora va a
pensar”, me dije. “Va a pensar bastante.” A los cinco minutos abandoné la sala de juego, tomé
un café en el bar, salí a la vereda. Hasta hice una pequeña recorrida imaginaria en mi auto, en
dirección al río. Veinticinco minutos más tarde volví a entrar en la sala de juego. Sucedía
precisamente lo que había calculado. Gontrán no sólo continuaba pensando, sino que ni él ni
nadie había reparado en mi ausencia. Eso es exactamente un lugar donde se juega al ajedrez:
la abstracción total de los cuerpos. Yo había desaparecido durante casi media hora, y veinte
personas hubieran jurado que estuve todo el tiempo allí, jugando al ajedrez. Contaba, incluso,
con otro hecho a mi favor: Gontrán podría haber jugado en mi ausencia sin preocuparse, ni
mucho menos, por avisarme: nadie se hubiera preocupado en absoluto. El reloj de la mesa de
ajedrez, el que marcaba mi tiempo, eso era yo. Podía haber ido al baño, podía haberme
muerto: mientras el reloj marchara, el orden abstracto del límpido mundo del ajedrez y sus
leyes no se rompería. No sé si hace falta decir que este juego es bastante más hermoso que la
vida.

–Cómo te fue, amor –preguntó Laura esa noche.

–Suspendimos. Tal vez pierda, salí bastante mal de la apertura.

–Comemos y te preparo café para que analices –dijo Laura.

–Mejor veamos una película. Pasé por el video y saqué Casablanca.

Casablanca es una película ideal. Ingrid Bergman, desesperada y poco menos que aniquilada
entre dos amores, era justo lo que le hacía falta a la conciencia de Laura. Lamenté un poco que
el amante fuera Bogart. Debí hacer un gran esfuerzo para no identificarme con él. Menos mal
que el marido también tiene lo suyo. En la parte de La Marsellesa pude notar de reojo que
Laura lloraba con silenciosa desesperación. No está de más intercalar que aquélla no era la
primera película cuidadosamente elegida por mí en los últimos tres meses. Mutilados que
vuelven de la guerra a buscar a la infiel, artistas incomprendidos del tipo Canción inolvidable,
esposas que descubren en la última toma que su gris marido es el héroe justiciero, hasta una
versión del ciclo artúrico en la que Lancelot era un notorio papanatas. Una noche, no pude
evitarlo, le pasé Luz de gas. Tampoco está mal dar un poco de miedo, a veces.
No analicé el final y perdí la suspendida. Las partidas suspendidas se jugaban martes y
sábados, vale decir, sucediera lo que sucediera, los jueves yo jugaría con blancas. Es curioso.
Siento que resulta mucho menos difícil explicar un asesinato y otras graves cuestiones
relacionadas con la psicología del amor, que explicar los ritos inocentes del ajedrez. Esto debe
significar que todo hombre es un criminal en potencia, pero no cualquiera entiende este juego.

El jueves jugué mi primer P4R. Gontrán respondió en el acto con una Defensa Francesa. No me
importó demasiado. Lo único que ahora debía preocuparme era que Gontrán padeciera
mucho. Debía obligarlo a intentar un Peón Rey en alguno de los próximos jueves. Cosa notable:
en la jugada doce (jugué un ataque Keres), fui yo quien pensó sesenta y dos minutos. Cuando
jugué, me di cuenta de que Gontrán se había levantado de la mesa en algún momento.
Sesenta y dos minutos. Cuando el ingeniero reapareció en mi mundo podía venir de matar a
toda su familia y yo hubiera jurado que no había abandonado su silla. Era otra buena
comprobación, pero no me distrajo. Puse toda mi concentración en la partida hasta que
conseguí una posición tan favorable que se podía ganar a ciegas. En ese momento, ofrecí
tablas. Hubo un murmullo, Gontrán aceptó. Yo aduje más tarde que me dolía la cabeza y que
temía arruinar la partida. Había conseguido dos cosas: seguir un punto atrás y hacer que mi
rival desconfiara de su Defensa Francesa. Esto le daría ánimos para arriesgarse, por fin, a
entrar en el Max Lange.

El lunes volvió a jugar un Peón Dama y yo no insistí con la Indobenoni. Esto significaba: No hay
ninguna razón, mi querido ingeniero, para probar variantes inseguras, carezcamos de orgullo,
intentemos nuevas aperturas. Significaba: Si yo no insisto, usted está libre para hacer lo
mismo. Tablas. El miércoles me anunciaron que Gontrán estaba enfermo y que pedía
aplazamiento hasta el lunes siguiente. Esto es muy común en ajedrez. Sólo que en mi caso
significaba un desastre. Los colores se habían invertido. Los lunes yo jugaría con blancas.

El lunes me enfermé yo y las cosas volvieron a la normalidad. Cuando llevábamos siete


partidas, siempre con un punto atrás, supe que por fin ése era el día. Jugué P4R. Al anotar en
la planilla su respuesta, me temblaba la mano: P4R. Jugué mi caballo de rey y él su caballo de
dama. Jugué mi alfil y él pensó cinco minutos. Jugó su alfil. Todo iba bastante bien: esto es lo
que se llama un Giucco Piano. Digo bastante bien porque, en ajedrez, nunca se está seguro de
nada. Desde esta posición podíamos entrar en el ataque Max Lange, o no. Pensé varios
minutos y enroqué. Sin pensar, jugó su caballo rey; yo adelanté mi peón dama. Casi estábamos
en el Max Lange. Sólo era necesario que él tomara ese peón con su peón, yo avanzara mi peón
a cinco rey y él jugara su peón dama: las cuatro jugadas siguientes eran casi inevitables.
Sucedió exactamente así.

Escrito, lleva diez líneas. En términos ajedrecísticos, para llegar a esta posición debieron
descartarse cientos, miles de posibilidades. Estaba pensando en esto cuando me tocó hacer la
jugada once. Yo había preparado todo para este momento, como si fuera fatal que ocurriera,
pero no tenía nada de fatal. Que Laura fuera a morir dentro de unos minutos era casi
irracional. Mi odio la mataba, no mi inteligencia. Sé que en ese momento Laura estuvo por
salvar su vida. Jugué mi peón de caballo rey a la cuarta casilla no porque quisiera matarla sino
porque, aun hoy, pienso que ésa es la mejor jugada en semejante posición.

Casi con tristeza me puse de pie. No me detuve a verificar si Gontrán esperaba o no esa
jugada.

Unos minutos después había llegado a la casa junto al río. Dejé el auto en el lugar previsto,
recogí del baúl mi maletín y caminé hasta la casa. Los oí discutir.

Golpeé. Hubo un brusco silencio. Cuando él preguntó quién es, yo dije sencillamente:

–El marido.

En un caso así, un hombre siempre abre. Qué otra cosa puede hacer. Entré.

–Vos –le dije a Laura– te encerrás en el dormitorio y esperás.

Cuando él y yo quedamos solos abrí el maletín. El revólver que saqué de ahí era, quizás, un
poco desmedido, pero yo necesitaba que las cosas fueran rápidas y elocuentes. No sé si
ustedes han visto un Magnum en la realidad. Se lo puse en el cuenco de la oreja y le pedí que
se relajara.

–No vine a matarlo, así que ponga atención, no me interrumpa y apele a toda su lucidez, si la
palabra no es excesiva. No vine a matar a nadie, a menos que usted me obligue. Escúcheme sin
pestañear porque no voy a repetir una sola de las palabras que diga. En ese maletín tengo otro
revólver, más discreto que éste. Con una sola bala. Usted va a entrar conmigo en el dormitorio
y con ese revólver va a matar a Laura. No abra la boca ni mueva un dedo. A un abuelo mío se le
escapó un tiro con un revólver de este calibre y le acertó a un vecino: por el agujero podían
verse las constelaciones. Usted mismo, excelente joven, va a matar a mi mujer. No bien la
mate, yo lo dejo irse tranquilamente adonde guste. Supongamos que usted es un romántico,
supongamos que, por amor a ella, se niega. Ella se muere igual. No digo a la larga, como usted
y como yo; digo que si usted se niega la mato yo mismo. Con el agravante de que además lo
mato a usted. A usted con el revólver más chico, como si hubiera sido ella, y a ella con este
lanzatorpedos. Observará que llevo guantes. Desordeno un poco la casa, distribuyo la armería
y me voy. Viene la policía y dice: Muy común, pelea de amantes. Como en Duelo al sol, con
Gregory Peck y Jennifer Jones. Mucha alternativa no tiene; así que vaya juntando coraje y
recupere el pulso. Dele justo y no me la desfigure ni la haga sufrir. Le aconsejo el corazón, su
lugar más vulnerable. El revolvito tiene una sola bala, ya se lo dije; no puedo correr el riesgo de
que usted la mate y después, medio enloquecido, quiera balearme a mí. Cállese, le leo en los
ojos la pregunta: qué garantías tiene de que, pese a todo, yo no me enoje y lo mate lo mismo.
Ninguna garantía, pero tampoco tiene elección. Confórmese con mi palabra. No sé si habrá
oído que el hombre mata siempre lo que ama; yo a usted lo detesto, y por lo tanto quiero
saber durante mucho tiempo que está vivo. Perseguido por toda la policía de la provincia, pero
vivo. Escondido en algún pajonal de las islas o viajando de noche en trenes de carga, pero vivo.
A ella la amamos, usted y yo. Es ella a quien los dos debemos matar. Usted es el ejecutor, yo el
asesino. Todo está en orden. Vaya. Vaya, m’hijo.

La escritura es rara. Escritas, las cosas parecen siempre más cortas o más largas. Este pequeño
monólogo, según mis cálculos previos, debió durar dos minutos y medio. Pongamos tres,
agregando la historia del Magnum del abuelo y alguna otra inspiración del momento.

No soy propenso a los efectos patéticos. Digamos simplemente que la mató. Laura, me parece,
al vernos entrar en el dormitorio, pensó que íbamos a conversar. Yo contaba con algo que
efectivamente ocurrió: una mujer en estos casos evita mirar a su amante y sólo trata de
adivinar cómo reaccionará su marido. Yo entré detrás de él, con el Magnum a su espalda, a la
altura del llamado hueso dulce. Ella misma, mirándome por encima del hombro de él, se
acercó hacia nosotros. El metió la mano en el bolsillo. Ella no se dio cuenta de nada ni creo que
haya sentido nada.

–Puedo perder tres o cuatro minutos más –le dije a él, cuando volvimos a la sala–. Supongo
que no imaginará ir con una historia como ésta a la policía. Nadie le va a creer. Lo que le
aconsejo es irse de este pueblo lo más rápido posible. Le voy a decir cuánto tiempo tiene para
organizar su nueva vida. Digamos que es libre hasta esta madrugada, cuando yo, bastante
preocupado, llame a la comisaría para denunciar que mi esposa no ha vuelto. El resto,
imagíneselo. Un oficial que llega y me pregunta, algo confuso, si mi mujer, bueno, no tendría
alguna relación equívoca con alguien. Yo que no entiendo y, cuando entiendo, me indigno,
ellos que revisan el cuarto de Laura y encuentran borradores de cartas, tal vez cartas de usted
mismo. Mañana o pasado un revólver con sus huellas, las de usted, que aparece en algún lugar
oculto pero no inaccesible. Espere, quiero decirle algo. Un tipo capaz de matar a una mujer
como Laura del modo en que lo hizo usted es un perfecto hijo de puta. Váyase antes de que le
pegue un tiro y lo arruine todo.
Se fue. Yo también.

Gontrán, en el Círculo, seguía pensando. Habían pasado treinta y siete minutos. Gontrán pensó
diez minutos más y jugó la peor. Tomó el peón de seis alfil con la dama, y yo, sin sentarme
siquiera, moví el caballo a cinco dama y cuando él se retiró a uno dama sacrifiqué mi torre. La
partida no tiene gran importancia teórica porque, como suele ocurrir en estos casos, el
ingeniero, al ir poniéndose nervioso, comenzó a ver fantasmas y jugó las peores. En la jugada
treinta y cinco detuvo el reloj y me dio la mano con disgusto, no sin decir:

–Esa variante no puede ser correcta.

–Podemos intentarla alguna otra vez –dije yo.

A las tres de la mañana llamé a la policía.

No hay mucho que agregar. Salvo, quizá, que Gontrán no volvió a entrar en el Max Lange, que
el match terminó empatado y el título quedó en sus manos por ser él quien lo defendía. De
todos modos, ya no juego al ajedrez. A veces, por la noche, me distraigo un poco analizando
las consecuencias de la retirada de la dama a tres caballo, que me parece lo mejor para las
negras.

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