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La asociación “Culturas Unidas” en el marco del proyecto “Menores contra los delitos de odio”
está promoviendo encuentros virtuales entre jóvenes de diferentes regiones españolas con el
objetivo de ganar en comprensión respecto a la mencionada problemática, de un modo
“dialógico”, a partir de intercambios conjuntos. La idea es que, como fruto de tales
conversaciones, se pongan en marcha acciones concretas que nos permitan una mayor
visibilidad de estos lamentables comportamientos instando a los/as menores a denunciarlos
para, entre todos/as, ir erradicando esta retrógrada lacra social.
En fechas recientes, los delitos de odio relacionados con la xenofobia y el racismo se están
incrementando de una manera alarmante. Señalarlos es de crucial importancia para evitar que
tales comportamientos se normalicen, generando luego situaciones de mayor envergadura,
difíciles ya de resolver.
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La gestión docente y el funcionar de los centros de enseñanza se ha modificado notablemente
en las últimas décadas. Ese impulso transformador aún continúa y, en modo alguno,
deberíamos abstraerlo de lo que acontece en el resto de la sociedad, si verdaderamente
aspiramos a comprender qué es lo que, en última instancia, está ocurriendo. Ampliando la
escala de observación al máximo posible, advertimos que todos esos cambios que se están
produciendo guardan una estrecha relación con la denominada “crisis de la modernidad” que,
arrancando con la “Ilustración”, bajo la esencial premisa platónica que afirmaba la existencia
de una esfera objetiva ajena a la propia conciencia accesible a través de una razón que, al
irse instrumentalizando, ha frustrado progresivamente muchas de las expectativas depositadas
en ella (Assis, de, 2007; Carmona, 2007; Duch, 1997). Sólo a partir de una concepción de la
“realidad” semejante articulada mediante dogmas tautológicamente validados podríamos
luego entender un planteamiento educativo tan deshumanizante, basado en la transmisión
directa de contenidos previamente fijados, asumidos por el alumnado de una manera acrítica y
disciplinadamente pasiva (Aubert et al., 2010). Lógicamente, impedir el desarrollo y estudio de
posibles alternativas ha ido generando morfologías mentales monolíticas o “unidimensionales”
al estilo de las denunciadas por Herbert Marcuse que retroalimentan todo un sistema,
apuntalado, a su vez, por una coerción escalonada ejercida por la autoridad pertinente
(Gutiérrez Martínez, 2015). Frente a este hecho, se alza como esperanzadora solución la
incorporación de la innovación “dialógica”; tanto en su faceta más pedagógica −aprendizaje a
través del debate conjunto− como en su vertiente estrictamente organizativa
−democratización de los centros docentes o, en su versión ampliada, de las comunidades de
aprendizaje (Girbés et al., 2015). Con respecto a este último aspecto, cabe precisar, antes que
nada, la significativa corrupción semántica padecida por el término “democracia” (Apple y
Beane, 1997). Del etimológicamente hablando “gobierno del pueblo”, hemos pasado a que
51 individuos puedan legítimamente imponer a los 49 restantes sus particulares pareceres,
conformándose así recordando un poco a José Ortega y Gasset una especie de “tiraría de la
mediocridad”, bajo la fría aritmética de los votos. La excelencia, la genialidad y las visionarias
vanguardias, al ser minoritarias son aplastadas sin diálogo alguno por el rodillo de la
“democracia de la papeleta” y tal proceder supone, lamentablemente, renunciar a toda
inteligencia colectiva posible.
Al intentar escuchar “otras voces” que nos permitieran clarificar la cuestión ampliando la
mirada nos topamos con un más que sospechoso “desierto académico” con un único
“oasis” situado en torno a la denominada pedagogía “emancipadora”, tributaria del
“postmodernismo” que, no obstante, no suele entrar en confrontación directa con la
metodología “dialógica”.
Evitar “pendulear” entre ambos extremos impide luego improvisar en el diseño de políticas
eficaces frente al hecho multicultural, tal y como, lamentablemente, parece suceder con los
“romaníes” en Europa, cuando se especula en torno a si, por ejemplo, su tendencia a la
itinerancia es un rasgo cultural que defender (Flecha, 2001) desentendiéndonos después de
la consecuente marginalidad a la que conduce o, por el contrario, se ha de erradicar
contundentemente, aun a costa de un peaje “asimilacionista” (Puigvert et al., 2013). Platear un
enfoque “dialógico”, en esencia “objetivista”, pudiera desembocar en cierto “etnocentrísmo”
pero, establecer una perspectiva “postmoderna” como reacción compulsiva a tal desvío
culminaría con una injustificada pasividad, por nuestra parte, frente a un deterioro progresivo
de la situación.
A la hora de, por ejemplo, decidir las materias concretas a impartir, en un determinado diseño
curricular, cabría preguntarse −parafraseando parcialmente a Habermas− si la “opinión” de los
alumnos, al respecto, debería ser considerada de una manera equivalente al “conocimiento”
que poseen, con relación a ella, sus profesores (Habermas, 2010). Bastará admitir la
existencia” −fuera del reino de lo subjetivo− de un criterio lo suficientemente “imparcial”,
“fidedigno” y “ponderable, capaz de desambiguar ambos términos para, a continuación,
valorar posiciones diversas, a partir de un cierto principio de “autoridad”, de índole racional
no necesariamente objetiva que impediría un intercambio colectivo plenamente
equilibrado. ¿Resultaría factible una simetría “dialógica” a partir de una estrategia didáctica
prefijada al margen del alumnado, eludiendo todo planteamiento “postmoderno” en su
desarrollo posterior?
Pese a todo ello, siguen apareciendo autores muy reticentes con la posición “postmoderna” y
eso a pesar de que, en Estados Unidos, la primera alternativa visible que contradijo la idea
conductista de imponer un currículo, desde las instituciones cuestión ésta esencial en el
proceso democratizador de las escuelas viene de la mano del filósofo y educador del
denominado “movimiento progresista de la educación”, John Dewey (Díaz Barriga, 2003)
influenciado notablemente por los postulados “postmodernistas” (Olimpo, 1998). La
“argumentación” habitual de los detractores, al respecto, suele consistir en ir estableciendo
equivalencias directas y unívocas entre términos tales como “postmodernidad” y “relativismo”
en lugar de “antidogmatismo” “diferencia” y “desigualdad” o “pretensión de poder” y
“violencia” (Flecha, 2001) que, sin aportar explicación alguna, no suponen otra cosa que
simplificaciones conceptuales carentes de matices que delatan un contemplar la
“postmodernidad” desde una nostálgica mirada interesadamente “modernista”. Algunos
llegan incluso a poner de manifiesto la supuesta existencia de una suerte de racismo
“postmoderno” (Flecha, 2001) simplemente porque “lo cultural” se articula en torno a la
existencia de diferencias: ¿Acaso no hablamos de multiculturalidad precisamente porque
existen culturas diferentes? Ocurre, no obstante, que cuando no se concibe la posibilidad de
que lo diverso pueda acoplarse entre sí, completándose mutuamente, la única salida factible
para preservar la igualdad consiste, entonces, en negar toda diferencia. Así, con respecto a la
promesa de igualdad como presunto monopolio exclusivo del enfoque “dialógico” cabría
argüir que, desde el momento en que su esencia “modernista” jerarquiza afirmaciones y
comportamientos bajo el criterio de una supuesta “verdad” universal a través de una
epistemología “racional”, amparada por una lógica proposicional de naturaleza lingüística,
claramente occidental (logocentrismo) (Derrida, 1989): ¿Qué igualdad, en realidad, se
propone, que no suponga, de facto, una integración en términos de “asimilación” dentro de
lo que se considera culturalmente hegemónico y, por ende, válido? ¿Desde qué paradigma se
podría sostener que existen culturas superiores o inferiores, sino a partir de uno de corte
“objetivista”? ¿No resultará más asequible equiparar las diferentes culturas o cualquier otro
tipo de diferencia género incluido partiendo de la idea de que ninguna de ellas es mejor o
peor, en definitiva, que las otras? En realidad, preguntarse si una cultura es más avanzada que
otra es similar a cuestionar si un determinado idioma es mejor o peor que otro. En todo caso:
¿Bajo qué argumento se puede sostener que la idea de constituir centros educativos
específicos para cada cultura es un patrimonio ideológico “dialógico” y no “postmoderno”?
(Flecha, 2001). En ese sentido, la ausencia de estudios de caso publicados, centrados en
modelos educativos asiáticos o africanos, evidencian tanto ese “etnocentrismo latente”, como
el hecho de que es la “modernidad occidental”, en general, y no sólo su sistema educativo, en
particular, lo que ha entrado en franca crisis. Lo que verdaderamente se está solicitando, de
manera urgente, en la educación es la posibilidad de la autorealización libre y responsable del
propio sujeto. Si desde lo común, social o colectivo pudiera llevarse a cabo tal cosa, no existiría
ningún problema al respecto, por lo que no es de recibo desdeñar el planteamiento
“postmoderno” y actuar bajo una sucedánea estrategia meramente “dialógica” que finalmente
tiende a la uniformidad “homogeneizante” de la “verdad” única (Bernal, 2012; Colom, 1997;
Giroux, 1996).
Este planteamiento lógico, de carácter paradojal, alcanzará gran influencia salpicando las
filosofías de autores occidentales tan diversos como Baruch Spinoza, Ludwig Wittgenstein o
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, que con su particular dialéctica establece que la contradicción,
lejos de ser rechazada o negada, ha de ser plenamente asumida y conciliada. Para Hegel, una
de las tareas fundamentales de la razón es la de reconocer que la oposición entre conceptos se
supera y se resuelve en una unidad sintética superior que contiene a ambos; idea ésta que
ejercería una notable influencia en el desarrollo posterior del “materialismo dialéctico”
marxista. De manera aún más explícita aflorará también en la psicología de Carl Gustav Jung e,
incluso, en la física de Niels Bohr (Fromm, 2014).
En fechas más recientes se puede observar esta perspectiva holística en gran medida
“postmoderna” reflejada también en forma de “perspectivismo” en José Ortega y Gasset
(Echegoyen, 2014) y a través del concepto de “dinámica espiral” dentro de la obra de Ken
Wilber mediante el cual se intenta explicar la génesis de los diferentes modos de percibir y
entender la realidad, concibiéndolos como fruto de un carrusel “hegeliano” histórico de
perspectivas psico-socio-culturales o “memes” tal y como él las denomina consecutiva y
evolutivamente integradas unas dentro de otras como si de una “matrioshka” se tratase en
el seno de un proceso de creciente complejidad (Wilber, 2008), muy convergente con la actual
“teoría de sistemas” que está cosechando grandes éxitos en campos como la biología, la física
o la computación, entre otros tantos (Capra, 2009).
Operar bajo la premisa de que la “verdad” cabe ser desvelada mediante la heurística de una
lógica proposicional, otorga además cierta categoría axiomática a la afirmación de que toda
nuestra arquitectura gnoseológica es fundamentalmente lingüística.
No obstante, pese a contar con un sofisticado sistema para transferir conceptos e ideas,
denominado “lenguaje”, resultaría, en cierto modo, ingenuo creer que, con ese único
mecanismo −esencialmente deíctico− superamos el problema del solipsismo, a tenor de la
enorme ambigüedad que posee implícitamente cualquier mensaje oral o escrito. Por otro lado,
la idea generalizada de que el pensamiento es posible sólo a partir del lenguaje posiblemente
influenciada por la supremacía de la lógica proposicional aristotélica no es aceptable desde
un punto de vista neuropsicológico, según cabe deducir de los estudios efectuados al respecto
por Dominique Laplane, en los que se advierte la existencia de un tipo de afasia grave, que
afecta la denominadas Áreas de Broca y Wernicke en el cerebro y que incapacita para
entender y emplear las palabras como tales. En esos casos, sin embargo, los pacientes suelen
presentar un rendimiento normal en las pruebas de “inteligencia” que evalúan sus capacidades
no-verbales (Laplane, 2000). Así mismo, aceptando aquello de que “una imagen vale más que
mil palabras”, sería posible afirmar, a su vez, que la producción artística o cultural y, por
extensión, la fabricación de cualquier objeto, en general nombrado, o no cabrían ser
consideradas, de hecho, como tipos particulares de comunicación. Por consiguiente, es la
sumatoria global de actos de comunicación o de cualquier otra índole los que generan esa
construcción colectiva histórico-acumulativa −con sus elementos tangibles e intangibles− que
configurarían ese sustrato imprescindible sobre el que se asientan los basamentos de la
intersubjetividad. Prueba de ello es la importancia que posee el proceso extenso de
sociabilización, cara a conseguir un desarrollo humano completo del individuo, tal y como
evidencian las carencias observadas en el caso de los denominados “niños ferales” (Jefferson
de Oliveira, 2012). Así mismo, cualquier pedagogía que se precie de serlo no debería “dar la
espalda” a los recientes avances alcanzados en neurociencia, donde se presenta el psiquismo
humano como “enactivo” y “corporeizado”, en contraposición con la postura “modernista” en
la que sólo importaba la razón o el cerebro y en donde el resto del cuerpo sólo serviría, según
este planteamiento, para transportarlo. Nuevamente observamos aquí cómo la postura
“dialógica” promueve, indirectamente, conductas anacrónicas relacionadas con actitudes
pasivas y sumisas del alumnado frente a los procesos de aprendizaje. El conocimiento no se
adquiere meramente escuchando o leyendo; sino adoptando posturas críticas frente al
imperio de lo aparentemente fáctico y, sobre todo, actuando decididamente en la sociedad
donde uno se encuentra inmerso con la finalidad de transformarla, tal y como defiende el
filósofo postmodernista francés Alain Touraine (Bernal, 2012). De hecho, cuando en un
determinado centro educativo se adopta un acuerdo preciso de manera consensual, siempre
se constituirá como un protocolo de acción frente a algún asunto concreto (Serradell et al.,
2019). Al hilo de lo expuesto, podemos citar numerosos ejemplos prácticos de cómo fomentar
el activismo del alumnado ha contribuido decisivamente, a lo largo de las últimas décadas, a la
democratización de algunos centros de enseñanza tales como: en Pasadena, (California) en
1937, donde un grupo de estudiantes elaboró y repartió un folleto intentando resolver los
principales problemas de su barrio; también, por ejemplo, en Baltimore, (Maryland) en 1953,
estudiantes de bachillerato promovieron campañas de inscripción de votantes y de salud
comunitaria entre otras; a su vez, en Port Jarvis, (New York) en 1972, los alumnos del centro se
reunieron con los vecinos para aumentar la disponibilidad de la escuela para actividades
comunitarias; así como en Ulysses, (Pennsylvania) en 1979 los propios estudiantes
establecieron una norma disciplinaria encaminada a preservar el mobiliario o finalmente en
Belvidere, (Illinois) en 1990, donde pusieron en marcha una actividad en favor del reciclaje de
basura, entre otras muchas acciones (Apple y Beane, 1997).
Por otro lado, Habermas en su “teoría de la acción comunicativa” establece que el “discurso”
consensual adecuado surge llanamente si los protagonistas del diálogo mantienen una actitud
mutua encaminada a preservar sus respectivas expectativas dentro de una categórica
aspiración personal de simple validez, en clave de coherente racionalidad, verificada por el
mutuo entendimiento (Belardinelli, 1991; García, 2014; Rodríguez, 2012; Peña, 2009). No
obstante, la condición intencional del ser humano nos lleva inevitablemente a aceptar que las
opiniones, afirmaciones o aseveraciones no constituyen posicionamientos neutros elaborados
mediante juicios meramente descriptivos (Larison, 2014). Antes incluso de ser emitidas, se
configuran como “modos activos de situarse frente al mundo” al más puro estilo
“heideggeriano”. Habermas, no obstante, elude este “intencionalismo semántico” para él
“racionalidad teleológica” tildándolo de reduccionista, cuando, en el fondo, su intento de
integrar todo dentro de la vertiente comunicativa cabe ser interpretado como una
simplificación excesivamente ideal (Fabra, 2008; Rodríguez, 2012). En definitiva, el
entendimiento que orienta los “actos del habla” persigue la aceptación de su contenido
performativo, por encima del meramente lógico o informativo (Arango, 2017). Por
consiguiente, verificar la existencia de una relación biunívoca estructural e inseparable entre
perspectiva e interés −adornada luego con reaccionarias justificaciones en forma de
argumentos− nos debería conducir, cuanto menos, a reflexionar si, cuando pretendemos
convencer a alguien de que “tenemos razón”, lo que en realidad estamos intentando hacer es
“manipularle” persuasivamente para que actúe de acuerdo con nuestros propios fines, según
denuncian acertadamente algunos autores tales como Friedrich Nietzsche, Michel Foucault o
Jacques Derrida, obviamente muy criticados por Habermas y otros (Flecha, 2001; Galcerán,
1987).
El discurso general en torno al tema del velo islámico (hiyab) es un ejemplo emblemático de
ello. Los argumentos que se esbozan en contra son absolutamente peregrinos y van, desde un
paternalismo sin sentido, en el que supuestamente nos preocupamos por prevenir accidentes
derivados de su uso el velo se podría enredar en algún engranaje (¿?) así como defenderlas
sin tener en cuenta para nada su opinión liberándolas frente a la presunta opresión que les
supone el portarlo, según algunos sectores feministas un tanto etnocéntricos. En otras
ocasiones, aparentemente, se persigue imponer una suerte de “neutralidad laica” que
enmascara, en realidad, intentos de homogeneizar la incómoda diversidad, trasladando esa
intolerancia, propia, “políticamente incorrecta” hacia un hipotético rechazo ajeno mayoritario,
invocando incluso normas inexistentes o retorciendo el significado de otras aún vigentes,
como aquel “mantra” de la necesidad de ser identificadas, hoy claramente derogado tras la
utilización generalizada de mascarillas durante la pandemia. Paradójicamente, cada vez es más
frecuente encontrar mujeres musulmanas que lo llevan y las razones esgrimidas, para ello, no
son menos irracionales que las contrarias (García-Yeste et al., 2021).
Es indudable que introducir la metodología del consenso en toda dinámica colectiva supondrá
siempre un acierto. Sin embargo, su implementación práctica no se consigue estableciendo
unas condiciones “platónicas” en las que los protagonistas mantienen una simple “pretensión
de validez”. Hablar incluso de un supuesto método “dialógico” de resolución de conflictos en el
que no sea necesaria la presencia de un mediador que ayude a las partes a converger es,
cuanto menos una ingenuidad (Serradell et al., 2019). En teoría todo parece sencillo, pero, del
mismo modo en que, en cualquier asamblea, hará falta que alguno/a de los/as presentes
organice el turno de palabra para que no terminen todos/as hablando a la vez, resultará muy
pertinente, por idéntico motivo, el que otro/a asuma la función de facilitación o dinamización.
El/la facilitador/a es una especie de orientador/a imparcial que liderará todo el proceso sin
perder de vista que el verdadero protagonista es el grupo. Velara por mantener, en todo
momento, un clima de cordialidad y anotara todas las opiniones vertidas, relacionándolas
entre sí para tras extraer los elementos comunes plantear formulas concretas para superar
las diferencias. Para ello sondeará reiteradamente al grupo mediante votaciones no
vinculantes al objeto de comprobar el grado de acuerdo provisional. El/la facilitador/a o
dinamizador/a que en el fondo es un/a mediador/a posee muchas características comunes
con el/la clásico/a moderador/a de debates, pero se diferencia sobre todo en ese rol activo
que asume, cuando afloran discrepancias, al tratar de formular propuestas integradoras y
estrategias que posibilitan el acuerdo.
El problema de fondo al igual que sucede con otros grandes enigmas del conocimiento
humano radica en las dificultades lógicas de integración que subyacen al fijar previamente
dicotómicas dualidades que dejan entrever nuestra frustrante incapacidad momentánea para
establecer alguna relación entre dos términos aparentemente contrapuestos. La disyuntiva
realismo-idealismo, materialismo-espiritualismo, modernismo-postmodernismo o el ya
mencionado cuerpo-alma aristotélico, del que procede, a su vez, el cuerpo-mente cartesiano
arrancan, todos, al intuir la presencia de un ámbito ajeno a la propia conciencia, cuyo registro
podría explicarse, sin más, asumiendo que se trata de meras limitaciones en su funcionar
organizador del mundo, lejos de constituir evidencia alguna de la existencia, en sí, de una
región completamente diferenciada y autónoma. Sería como aceptar que esa zona obscura
−denominada por algunos como el “agujero de Dios” (argumento cosmológico apologista)− se
va colmando paulatinamente con conocimiento, integrándola progresivamente dentro del
esquema mental global acumulativo. Sin embargo: ¿Qué se podría afirmar acerca de un
entorno enteramente “virgen” −en el sentido de que ningún psiquismo ha podido aún
estructurar nada en él− aparte de lo caótico y homogéneo que resultaría? En todo caso,
teorizar sobre la supuesta ontología de un espacio trascendental a la conciencia resultaría una
actividad estéril a la par que ociosa, desde el momento en que a nadie le parece viable
desgajar ese intangible recinto de ella a la hora de, presuntamente, entrar en contacto con él.
Lo más sensato, dadas las circunstancias, sería proceder utilitariamente de acuerdo con una
estrategia fenomenológica o existencialista y asumir que eso que llamamos “realidad” es fruto
de la indivisibilidad emergente, existente de facto entre nuestra propia conciencia y el resto
del universo. Claudicar frente a su inquebrantable acceso, nos liberaría del engorro de
preocuparnos por “verdades” que pudieran, o no, trascender nuestra mutua y supuestamente
restringida intersubjetividad. Por otro lado, despreocuparnos de la existencia, o no, de un
ámbito objetivo fuera de la conciencia, circunscribiéndonos dentro del universo social de lo
intersubjetivo, nos permitiría ahorrarnos la necesidad de hallar un criterio de correspondencia
adecuado, bastándonos solamente con esgrimir alguno que evidencie el índice de coherencia
global alcanzado. Consolarnos con esa condición de validez impide, en todo caso, cierta deriva
en la democratización de las escuelas que, a veces, se escenifica bajo la grotesca coexistencia
−en igualdad de condiciones− del darwinismo y el creacionismo, dentro de los contenidos
curriculares académicos de numerosos centros educativos norteamericanos; así como las
reiteradas exigencias parentales de control −en forma de bloqueo− respecto a la pretensión de
inculcar determinados valores de tolerancia entre el alumnado. Es decir, entre dos
planteamientos dados, aquel que resulte más integrador −holísticamente hablando en cuanto
a grado cualitativo y no necesariamente cuantitativo de aceptación, podría perfectamente ser
considerado como más válido.
Aceptar la “verdad intersubjetiva” como la mayor cota de certeza aprehensible, nos previene a
la hora de mantener, en todo diálogo, las “pretensiones respectivas de validez” lejos de la
tentación de convertirse en “pretensiones de verdad” y, por extensión, “de poder”, lo que nos
facilitaría funcionalmente equiparar cualquier perspectiva en todo proceso de aprendizaje,
organización e, incluso, investigación (Garcia-Yeste et al., 2021; Salvado’a et al., 2022). El éxito
de la maniobra de considerar, por igual, todas las sensibilidades expresadas, radicaría en
incorporarlas por simple respeto a esa intencionalidad parapetada tras todos los enfoques
expuestos complementándolas, con posterioridad, entre sí, sin necesidad de apelar a ninguna
condición racional, en el fondo relativa.
De hecho, son numerosos los investigadores “antiveritistas” que, con humildad, admiten que
desvelar la “verdad” es un objetivo demasiado pretencioso, incluso para la Ciencia,
considerada, sin embargo, como la cima del conocimiento humano. A tal efecto Karl Popper
acuñó el término “verosimilitud” para referirse a la finalidad última, menos ambiciosa, de los
descubrimientos científicos. Sin embargo, suele ser frecuente, por ejemplo, el interpretar la
revolución astronómica copernicana, de manera maniqueamente dualista, en términos de
acierto/error. Desde esa perspectiva bipolar, la explicación “geocentrista” de Ptolomeo estaría
equivocada y la correcta sería la “heliocentrista”. No obstante, no existe un “kilómetro cero”
objetivo del sistema solar, más allá del que mentalmente construyamos dentro de nuestra
propia cabeza. En ambos casos, se trata de meras estructuraciones u ordenamientos
establecidos por la propia conciencia en contacto con una realidad que, antes que nada,
debemos organizar de algún modo, para poder asimilarla, comprenderla o manejarla. Pese a
ello, sí que podemos afirmar que fijar como centro del sistema solar al propio sol nos facilita
mucho la tarea de describir las órbitas de los respectivos planetas, librándonos del tremendo
lío que supone investigar las “caprichosas” trayectorias de las “errantes”. De igual modo
podríamos desdeñar la física de Isaac Newton en relación con la relatividad de Albert Einstein.
Sin embargo, mientras no trabajemos con partículas subatómicas, las velocidades con las que
“nos manejamos” convierten al planteamiento newtoniano en una excelente aproximación.
Pese a ello, sería bastante correcto afirmar que el modelo de Albert Einstein es más integrador
hasta el punto de incluir al otro en su seno.
Bajo esta mirada, el concepto de “objetividad” pasaría a ser comprendido entonces como un
ideal límite asintótico configurado a partir de aproximaciones sucesivas −fruto de la sumatoria
complementaria intersubjetiva de puntos de vista particulares− trascendiendo esa lógica
dicotómica habitual, que debería ser sustituida por otra −tal y como diría Ken Wilber−
“transracional”, mucho más conciliadora. De ese modo, el “mundo” se presentaría ante
nosotros como un conjunto sinérgico estructurado de subjetividades intencionales sesgadas,
articuladas entre sí.
Al igual que sucede con el desarrollo científico, los discursos consecuentes del quehacer
consensual generarán explicaciones provisorias como fruto de un concierto intersubjetivo
coyuntural. Sin embargo, no precisamos de nada más, en principio, para poder continuar
avanzando.
CONCLUSIONES
Los grandes vectores y relatos a través de los que se vertebra la Modernidad son los
siguientes: la creencia en un horizonte de progreso y perfección del futuro; la identificación del
triunfo de la razón con la linealidad y la meta de la historia; la educación de la sociedad como
una misión de la élite cultural para lograr la emancipación individual y colectiva; y una visión
representacional del mundo según la cual hay una realidad objetiva a la que puede accederse
mediante la aplicación de un método (Terrén, 1997). Una «metafísica realista» basada en un
mundo que es uno y singular, que existe independientemente del observador y que está ahí
fuera esperando ser descubierto (Parker, 1997, 115). Seguramente, la clave de bóveda del
proyecto moderno consista en la aspiración al conocimiento objetivo de la realidad, lo que
Panikkar llamó «el mito» del conocimiento objetivo de la realidad
Se va pues hacia una educación dispersa, descentralizada. Cualquier taller, empresa, el hogar
mismo, podrá convertirse en una verdadera escuela, lo que a su vez implicará aproximarnos de
cada vez más a una concepción adhocrítica de la educación, o sea, sin estructuras
administrativas que burocratizan el conocimiento
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La postmodernidad representa una condición social con entidad propia y simboliza una nueva
época, distinta a la conocida como modernidad. La condición postmoderna proclama el
pluralismo, la diferencia, la heterogeneidad de perspectivas, la casuística y las pequeñas
historias ignoradas por la modernidad. La crítica postmoderna ha puesto de manifiesto las
falsas certezas modernas, haciéndonos posiblemente más sabios, aunque desprovistos de
alternativas. Con los procesos de modernización y postmodernización, se ha dado la
posibilidad real de volvernos sobre nosotros mismos, situándonos críticamente entre nuestras
necesidades y nuestros derechos. Emerge así una nueva mirada social en torno a la radical
importancia de los fenómenos de subjetivación, de construcción del sujeto. La pedagogía
crítica contemporánea, particularmente preocupada por la emancipación, se ha fundado en los
viejos ideales ilustrados y se ha desarrollado con categorías narrativas modernas.
Después de la crítica postmoderna y del reconocimiento de que las prácticas sociales han
cambiado profundamente, se propone una nueva fórmula para concebir la pedagogía
emancipatoria, donde el sujeto adquiere el mayor protagonismo posible. Ello implica una
transformación profunda de la educación, que no puede seguir observándose como un simple
instrumento para el desarrollo económico y productivo de la sociedad.
En este sentido, la socialización y la conciencia colectiva inspiran desconfianza a Alain
Touraine(2005), puesto que si todo individualismo deviene en comunitarismo, el peligro de la
uniformidad y de la despersonalización no hace sino aumentar alarmantemente. Por eso, el
eminente pensador francés ha propuesto un nuevo enfoque para la sociología, apartado de
definiciones centradas en el estudio de los sistemas sociales y sus funciones: hoy, la sociología
debe definirse “como el estudio de las luchas de los actores sociales para defender sus
libertades y sus derechos, en la medida en que son sujetos” (Touraine 2009, 247). Lo crucial,
por tanto, es que la unidad de los comportamientos humanos no sea impuesta por una
particular cultura o por la especificidad de una determinada sociedad, sino por la construcción
de cada persona como sujeto, siendo un ser particular al mismo tiempo que portador de
derechos universales. En la dependencia de las mujeres, el rechazo de las minorías –étnicas,
religiosas, culturales o sexuales– y las dificultades de los jóvenes en la escuela y en su vida
personal encuentra Touraine los ámbitos de la vida social en los que la inversión del
pensamiento social halla campos de aplicación, invocando ideas, sentimientos y políticas
capaces de cambiar la vida personal y colectiva de todos
Estado de la cuestión a partir de una pregunta de indagación o hipótesis propuesta por cada
estudiante.
En esta modalidad debéis plantear una hipótesis o pregunta de investigación de una cuestión
relacionada
con la asignatura y vinculada a un interés personal o profesional. Es una oportunidad para
preguntarse
sobre aquello que no sabemos y en lo que queremos profundizar más, sobre algo nuevo que
hemos
descubierto en clase, o preguntarnos sobre aquello que quizá creíamos y que puede ser falso o
un mito, o
sobre cuestiones y afirmaciones que a veces se dan por ciertas y se popularizan, pero pueden
carecer de
evidencias o datos empíricos.
Este ensayo está pensado para que pueda serviros como un avance inicial de vuestro futuro
TFM. En este
sentido, os puede servir para preparar el estado de la cuestión del futuro TFM si quisierais
hacerlo sobre
alguna cuestión de las tratadas en la asignatura.
Para responder a la pregunta o hipótesis en el estado de la cuestión debéis hacerlo incluyendo:
a) La selección de 6 lecturas de la asignatura (pueden ser de cualquier bloque, de las
obligatorias u
opcionales. El ensayo debe reflejar claramente el uso de contenidos de la asignatura).
b) Junto con la búsqueda de artículos científicos en bases de datos, mínimo 4 (si el trabajo es
por
parejas, cada persona aportará 4 artículos, por tanto, mínimo 8 en total). -Recordad que
hemos
hecho una sesión de búsqueda de artículos en bases de datos y que tenéis la grabación
disponible
en el foro-.
Los resultados se deberán de integrar en el trabajo de manera narrada utilizando normas APA
7ª edición.
Es decir, el trabajo final no puede ser una mera recopilación y resumen de artículos, sino que
debe quedar todo integrado y cohesionado. Se parecerá a la fundamentación
teórica/Introducción/Estado de la cuestión, de cualquier artículo de los que habéis leído en la
asignatura.
Para estructurar el trabajo se sugiere incluir los siguientes apartados:
1) Una breve introducción donde presentáis la pregunta o hipótesis que habéis formulado,
explicando por qué la habéis escogido, qué sentido tiene, su relevancia o utilidad, o con qué
problemática se relaciona.
2) Una breve explicación metodológica de cómo habéis realizado la búsqueda de información
para dar respuesta a la pregunta (podéis explicar qué palabras clave de búsqueda habéis
empleado, en qué bases de datos habéis buscado, en qué idioma, cuántos
artículos habéis encontrado y una vez habéis visto todo lo que había, cómo habéis
seleccionado los 4 finales, -ej., leyendo el abstract, priorizando los más recientes, o los
estudios centrados en x país, etc.-).
3) A continuación podéis presentar los resultados de la búsqueda, es el momento de dar
respuesta a la pregunta formulada integrando los artículos y una selección de los contenidos
de la asignatura (será el apartado más extenso del ensayo).
4) Conviene incluir al menos uno o dos párrafos finales con las conclusiones más relevantes. En
ese apartado también podéis reflexionar sobre lo que habéis aprendido y/o indicar si os ha
surgido alguna dificultad o limitación.
Curriculum_tensiones: Posibilidades de conciliación entre las dos ópticas que caracterizan el
campo curricular: la iniciada por Dewey, centrada en la experiencia del escolar, y la
desarrollada por Bobbit y luego Charter, caracterizada por la definición formal e institucional
de los contenidos a enseñar
Acciones para promover el empleo y la inclusión social de las mujeres musulmanas que llevan
hiyab en Cataluña (España): Ejemplo de investigación dialógica
La innovación “dialógica” en el campo de la educación, tanto en su faceta más pedagógica
−aprendizaje a través del debate colectivo− como en su faceta estrictamente organizativa
−democratización de los centros docentes o, en su versión ampliada, de las comunidades de
aprendizaje (Girbés et al., 2015)− no es sino la consecuente manifestación, en el ámbito
concreto de la enseñanza, de todo un seísmo filosófico o socio-ideológico que, en los últimos
años, está afectando transversalmente a innumerables áreas de actividad, promoviendo un
cambio profundo de paradigma. Dicho planteamiento se hallaría, por lo tanto, emparentado,
en el terreno científico, con la actual “teoría de sistemas” (TS), compartiendo con ella esa
lógica circular compleja, capaz de impulsar procesos evolutivos mediante emergencias
sucesivas. Así mismo, en el entorno jurídico, se expresa nítidamente a través del reciente auge
de la mediación en sus vertientes transformativa y, sobre todo, narrativa que pretende
trascender el conflicto complementando, entre sí, las respectivas posiciones y que está
influyendo, a su vez, decisivamente en el funcionar de los centros educativos, en sus aspectos
normativos y disciplinarios. Simultáneamente, los −cada vez más frecuentes− cambios
organizacionales acaecidos en el universo empresarial, donde los liderazgos se van diluyendo
progresivamente en el seno de Equipos de Trabajo multidisciplinares cada vez más diversos,
escenifican también la existencia de profundas modificaciones, en ese mismo sentido. De
hecho, en “lo político”, algunas corrientes feministas no radicales; esa aspiración común de
convertir la multiculturalidad sobrevenida existente en interculturalidad; el “no nos
representan” −fruto de la indignación del movimiento 15M− y ese ecologismo de la globalidad
son, sin excepción, fieles reflejos de ese cambio de paradigma en ciernes, que seguramente
terminará influyendo incluso en la manera de concebir la realidad de bastos conjuntos de
personas en todo el planeta. Resulta interesante no perder de vista esa escala amplia de
trabajo donde se desarrolla el fenómeno, porque algunas de las soluciones a aportar frente a
las dificultades que se pudiesen plantear, podrían perfectamente proceder de espacios
alternativos a la docencia.
Aunque la apuesta “dialógica” se presenta, en ocasiones, como una novedad, sus raíces, sin
embargo, hemos de buscarlas retrotrayéndonos a los ancestrales diálogos socráticos. Sin
embargo, tras redescubrir a los clásicos, la Escolástica medieval −en aras de apuntalar
convenientemente la dualidad cuerpo-alma− peraltó posiblemente el quehacer filosófico
aristotélico en detrimento de otros pensadores griegos, definiendo, a partir de ahí, una cierta
lógica, denominada proposicional anclada en el lenguaje basada en los principios racionales
de identidad, no contradicción y tercero excluido, señalando que una afirmación y su negación
no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo. En contraposición a esta manera de
entender la cuestión, Heráclito afirma, sin embargo, que lo opuesto podría constituir en
realidad su complemento y no algo totalmente distinto. Avanza un poco más al respecto y
cuestiona incluso la existencia misma de algo sin un contrario que lo complete.
Este planteamiento lógico, de carácter paradojal, alcanzará gran influencia salpicando las
filosofías de autores occidentales tan diversos como Baruch Spinoza, Ludwig Wittgenstein o
Georg Wilhelm Friedrich Hegel, que con su particular dialéctica establece que la contradicción,
lejos de ser rechazada o negada, ha de ser plenamente asumida y conciliada. Para Hegel, una
de las tareas fundamentales de la razón es la de reconocer que la oposición entre conceptos se
supera y se resuelve en una unidad sintética superior que contiene a ambos, idea ésta que
ejercería una notable influencia en el desarrollo posterior del “materialismo dialéctico”
marxista. De manera aún más explícita aflorará también en la psicología de Carl Gustav Jung e,
incluso, en la física de Niels Bohr. Sin embargo, fue en el universo cultural oriental donde
destacó predominantemente, de la mano de Lao Tse, en China y de los brahmánicos, en la
India. En fechas más recientes se puede observar también reflejado en el concepto de
“dinámica espiral” dentro de la obra de Ken Wilber a través del cual se intenta explicar la
génesis de los diferentes modos de percibir y entender la realidad, concibiéndolos como fruto
de un carrusel histórico de perspectivas psico-socio-culturales o “memes” tal y como él las
denomina consecutiva y evolutivamente integradas unas dentro de otras como si de una
“matrioska” se tratase en el seno de un proceso de creciente complejidad.
En cualquier caso, los fundamentos teóricos concretos del denominado “giro dialógico
planteados a partir de los aportes procedentes de diferentes áreas de conocimiento se
basan principalmente en la “teoría de la acción dialógica” de Paulo Freire, la “indagación
dialógica” de Gordon Wells, el concepto de “imaginación dialógica” de Mikhail Mikhailovich
Bakhtin y la “teoría del yo dialógico” de Marta Soler, entre otras muchas aportaciones más
(Aubert et al., 2010). A su vez, en un plano más filosófico, diferentes autores con matices
diversos −entre los que destaca Jürgen Habermas− han constituido finalmente una teoría de la
verdad en torno a la noción de consenso (teoría consensual de la verdad (Belardinelli, 1991)).
No obstante, todos estos modelos presentan una problemática morfología común como
consecuencia de cierto arrastre cartesiano. Por consiguiente, se hallan lastrados por una
concepción dual de la “realidad”, bajo la presunción, además, de que “lo objetivo” cabe ser
desvelado mediante el desarrollo de una particular racionalidad que, impuesta por una lógica
proposicional cuasi-matemática, otorga categoría axiomática a la premisa que afirma que toda
nuestra arquitectura gnoseológica es fundamentalmente lingüística y de origen sociocultural.
No obstante, pese a contar con un sofisticado sistema para transferir conceptos e ideas,
denominado “lenguaje”, suponer que, con ese único mecanismo −esencialmente deíctico−
resolvemos toda la problemática asociada a la compleja actividad de la intercomunicación
humana resultaría, en cierto modo, ingenuo, dada la enorme ambigüedad que posee
implícitamente cualquier mensaje oral o escrito. Estudios efectuados, al respecto, por Albert
Mehrabian en situaciones portadoras de una cierta dosis de incertidumbre −que, dicho sea de
paso, suelen ser las más frecuentes− demostraron que solo un escaso porcentaje del
contenido del mensaje es responsabilidad directa de las palabras. Pese a la controversia que
ha suscitado siempre este experimento, todo ello, resulta, sin embargo, perfectamente
congruente con la sistémica “teoría de la comunicación” de George Bateson, que acepta
ampliar el campo semántico del fenómeno, incluyendo en su seno todo procedimiento que, en
definitiva, permita a una persona influir en otras. En realidad, toda esa confusión se halla
estrechamente relacionada con la idea de que el pensamiento es posible sólo a partir del
lenguaje, congruentemente con el arrastre dual cartesiano. Sin embargo, Oliver Sacks en su
famoso libro “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero” −avalado, a su vez, por
los estudios efectuados al respecto por Dominique Laplane− señala la existencia de un tipo de
afasia grave, que afecta la denominadas Áreas de Broca y Wernicke en el cerebro y que
incapacita para entender y emplear las palabras como tales. En esos casos, sin embargo, los
pacientes suelen presentar un rendimiento normal en las pruebas de “inteligencia” que
evalúan sus capacidades no-verbales. En ese mismo sentido, es posible afirmar también que la
producción artística o, por extensión, la fabricación de cualquier objeto, en general ya
nombrado, o no cabe ser considerada, de hecho, como un tipo particular de comunicación.
Por consiguiente, es la sociedad por entero, como construcción colectiva acumulativa −con sus
elementos tangibles e intangibles− la que configuraría ese sustrato imprescindible sobre el que
se asienta la intersubjetividad. Prueba de ello es la importancia que posee el proceso extenso
de sociabilización, cara a conseguir un desarrollo humano completo del individuo, tal y como
evidencian las carencias observadas en el caso de los denominados “niños ferales”.
Pese a lo señalado, las principales dificultades que surgen al operar con una estrategia de tales
características guardan relación, sobre todo, con el requerimiento de equiparar, entre sí, los
diferentes puntos de vista particulares, susceptibles de ser manifestados, para propiciar, de
ese modo, una participación real no simbólica o meramente informada de todos los actores
involucrados. No obstante, actuar así −sin fijar límites precisos− nos puede conducir, sin
remedio, hacia el precipicio postmodernista del relativismo absoluto que, en la actualidad,
alcanza ya tintes “negacionistas”. Un buen ejemplo de tal deriva se escenifica bajo la grotesca
coexistencia −en igualdad de condiciones− del darwinismo y el creacionismo, dentro de los
contenidos curriculares académicos de numerosos centros educativos norteamericanos.
Asimismo, las reiteradas exigencias parentales de control −en forma de bloqueo− respecto a la
pretensión de inculcar determinados valores de tolerancia entre el alumnado, constituye otra
manifestación más. En ese mismo sentido, cabe mencionar también el desarrollo de un nuevo
tipo de racismo que surge −intentando, paradójicamente combatir el clásico− al exaltar
bienintencionadamente, pero de manera exagerada, las diferencias o peculiaridades culturales
(Flecha, 1999). Este es el caso protagonizado por las políticas desarrolladas en materia de
extranjería en Alemania y Reino Unido, entre otros muchos países. En Alemania, por ejemplo,
siempre se dio por hecho −probablemente en función de la experiencia de anteriores
desplazamientos procedentes del sur de Europa− de que tales flujos migratorios eran
coyunturales y sus protagonistas retornarían a sus países originarios en algún momento
posterior (Gästarbeiter) (Gualda, 2001). Por lo tanto, una total falta de previsión los llevó a
apostar, sin fisuras, por la táctica de acentuar lo étnico y cultural, por encima de cualquier otra
consideración, generando dinámicas que, en ocasiones, se aproximaron peligrosamente a
fenómenos de “guetificación” (Sennett, 2003) o “balcanización” (Enciclopedia de la Política,
2018; Porcaro, 2020). Por razones diferentes, Reino Unido obró, no obstante, de una manera
similar, resaltando el factor diferencial y facilitando la creación de asociaciones, así como la
puesta en marcha de templos o escuelas específicas, a la par que fue reduciendo a la mínima
expresión posible la necesaria vertebración estatal, mediante una escueta legislación
(Retortillo, et al., 2006). Por consiguiente, la tendencia actual más preocupante es, de hecho
−equivalentemente con la alemana− la del aislamiento intercultural, con la consecuente
formación de arrabales o suburbios en las grandes ciudades. Obviamente, cabe extrapolar lo
que sucede con las especificidades étnico-culturales a todo tipo de particularidad incluidas las
relativas al género alimentando la polémica que aflora habitualmente a la hora de decidir
apostar entre “adaptación” o “inclusión” del individuo, dentro del proceso de aprendizaje.
Por lo tanto, a la hora de, por ejemplo, decidir las materias concretas a impartir, en un
determinado curso, cabría preguntarse −parafraseando parcialmente a Habermas− si la
“opinión” de los alumnos, al respecto, debería ser considerada de una manera equivalente al
“conocimiento” que poseen, con relación a ella, sus profesores. Ya de entrada, tal distinción
(opinión y conocimiento) resultará difícilmente “acotable” o justificable, si no se acompaña, a
su vez, de un criterio lo suficientemente imparcial, fidedigno y ponderable como para −fuera
del reino de lo subjetivo− ser capaces de desambiguar ambos términos. Por otro lado, bastará,
sin embargo, presuponer la existencia de dicha condición para, a continuación, jerarquizar
posiciones diversas, valorándolas a partir de un cierta “autoridad”, de índole racional, que
impediría un intercambio colectivo plenamente “dialógico”, en un sentido completamente
ortodoxo del término.
En definitiva, tal aspiración inicial nos demandará establecer un delicado equilibrio entre un
encorsetado conductismo acrítico −fundamentado por un realismo funcional interesadamente
constructivista, camuflado, sin embargo, con una sutil pátina de sesgada racionalidad y un
posicionamiento, vaporosamente inclusivo, pero excesivamente arbitrario, en el que cualquier
posición mínimamente coherente resultará perfectamente factible sin obligatoriedad alguna
de presentar una clara correspondencia con la supuesta “realidad”. ¿Cómo deberíamos operar,
en definitiva, para evitar deslizarnos hacia alguno de tales extremos antinómicos? Dicho de
otra manera: ¿Qué dosis de “constructivismo” deberíamos tolerar para evitar que −en palabras
de Friedrich Nietzsche− las “interpretaciones” se despeguen completamente de unos
“hechos”, cuya existencia, como tales, él mismo negaba?
En ese sentido, los presuntos “flecos lógicos pendientes” expuestos al reducir “la verdad” a
una suerte de contrato que afloran, no obstante, al contemplar todo este asunto desde un
punto de vista racional u “objetivamente” proposicional intentan, sin embargo, ser resueltos
por Habermas, sin abandonar este mismo marco referencial. Por lo tanto, al objeto de superar
esa maleable plasticidad que dadas las circunstancias emana de cualquier acuerdo, opta por
fijar, en un primer momento, una especie de correspondencia semántica, inspirada por la idea
de Noam Chomsky acerca de la existencia de un rudimentario lenguaje atávico universal.
Posteriormente, constatando la falibilidad de la verdad discursiva consensual, distinguiría
entre “verdad epistémica” −que se halla vinculada a la razonable validez de las afirmaciones
que dan lugar al consenso establecido− y otra idealmente funcional denominada “pragmática”
que permitiría, “a priori”, la interconexión misma.
El problema de fondo al igual que sucede con otros grandes enigmas del conocimiento
humano radica en las dificultades lógicas de integración que subyacen al fijar previamente
dicotómicas dualidades que, en todo caso, dejan entrever nuestra frustrante, incapacidad
momentánea a la hora de establecer alguna relación entre dos términos supuestamente
contrapuestos. La disyuntiva realismo-idealismo o el ya mencionado cuerpo-alma aristotélico,
del que procede, a su vez, el cuerpo-mente cartesiano arrancan, todos, al intuir la presencia de
un ámbito ajeno a la propia conciencia, cuyo registro podría explicarse, sin más, asumiendo
que se trata de meras limitaciones en su funcionar organizador del mundo, lejos de constituir
evidencia alguna de la existencia, en sí, de una región completamente diferenciada y
autónoma. Sería como aceptar que esa zona obscura −denominada por algunos como el
“agujero de Dios”− se va colmando paulatinamente con conocimiento, integrándola
progresivamente dentro del esquema mental global acumulativo. Sin embargo: ¿Qué se podría
afirmar acerca de un entorno enteramente “virgen” −en el sentido de que ningún psiquismo ha
podido aún estructurar nada en él− aparte de lo caótico y homogéneo que resultaría? En todo
caso, teorizar sobre la supuesta ontología de un espacio trascendental a la conciencia
resultaría una actividad estéril a la par que ociosa, desde el momento en que a nadie le parece
viable desgajar ese intangible recinto de ella a la hora de, presuntamente, entrar en contacto
con él.
Lo más sensato, dadas las circunstancias, sería proceder utilitariamente de acuerdo con una
estrategia fenomenológica o existencialista y asumir que eso que llamamos “realidad” es fruto
de la indivisibilidad emergente, existente de facto entre nuestra propia conciencia y el resto
del universo. Claudicar frente a su inquebrantable acceso, nos liberaría del engorro de
preocuparnos por “verdades” que pudieran, o no, trascender nuestra mutua y supuestamente
restringida intersubjetividad. Por otro lado, despreocuparnos de la existencia, o no, de un
ámbito objetivo fuera de la conciencia, circunscribiéndonos dentro del universo social de lo
intersubjetivo, nos permitiría ahorrarnos la necesidad de hallar un criterio de correspondencia
adecuado, bastándonos solamente con esgrimir alguno que evidencie el índice de coherencia
alcanzado.
En ese sentido, Hilary Putnam parece tener razón en su defensa del “relativismo conceptual”,
compatible, no obstante, con una suerte de “realismo interno” (García, 2014), que, “a todas
luces”, se correspondería con una −inicialmente plural, falible y aparentemente
contradictoria− “verdad intersubjetiva”. Tal hecho, es el que, precisamente, permitirá modular
las distintas conclusiones posibles −resultando inmunes frente a cualquier ecléctica
extravagancia excesivamente idealista, bajo el imperativo de adecuarse a un sentir colectivo
−articulado a través de una cosmovisión común− dentro del cual deberían
imprescindiblemente encajar.
De hecho, son numerosos los investigadores “antiveritistas” que, con humildad, admiten que
desvelar la “verdad” es un objetivo demasiado pretencioso, incluso para la Ciencia,
considerada, sin embargo, como la cima del conocimiento humano. A tal efecto Karl Popper
acuñó el término “verosimilitud” para referirse a la finalidad última, menos ambiciosa, de los
descubrimientos científicos. Sin embargo, suele ser frecuente, por ejemplo, el interpretar la
revolución astronómica copernicana, de manera maniqueamente dualista, en términos de
acierto/error. Desde esa perspectiva bipolar, la explicación “geocentrista” de Ptolomeo estaría
equivocada y la correcta sería la “heliocentrista”. No obstante, no existe un “kilómetro cero”
objetivo del sistema solar, más allá del que mentalmente construyamos dentro de nuestra
propia cabeza. En ambos casos, se trata de meras estructuraciones u ordenamientos
establecidos por la propia conciencia en contacto con una realidad que, antes que nada,
debemos organizar de algún modo, para poder asimilarla, comprenderla o manejarla. Pese a
ello, sí que podemos afirmar que fijar como centro del sistema solar al propio sol nos facilita
mucho la tarea de describir las órbitas de los respectivos planetas, librándonos del tremendo
lío que supone investigar las “caprichosas” trayectorias de las “errantes”. De igual modo
podríamos desdeñar la física de Isaac Newton en relación con la relatividad de Albert Einstein.
Sin embargo, mientras no trabajemos con partículas subatómicas, las velocidades con las que
“nos manejamos” convierten al planteamiento newtoniano en una excelente aproximación.
Pese a ello, sería bastante correcto afirmar que el modelo de Albert Einstein es más integrador
hasta el punto de incluir al otro en su seno.
Bajo esta mirada, el concepto de “objetividad” pasaría a ser comprendido entonces como un
ideal límite asintótico configurado a partir de aproximaciones sucesivas −fruto de la sumatoria
complementaria intersubjetiva de puntos de vista particulares− trascendiendo esa lógica
dicotómica habitual, que debería ser sustituida por otra −tal y como diría Ken Wilber−
“transracional”, mucho más conciliadora. De ese modo, el “mundo” se presentaría ante
nosotros como un conjunto sinérgico estructurado de subjetividades intencionales sesgadas,
complementadas entre sí.
Al igual que sucede con el desarrollo científico, los discursos consecuentes del quehacer
consensual en el marco “dialógico” generarán explicaciones provisorias como fruto de un
concierto intersubjetivo. Sin embargo, no precisamos de nada más para poder continuar
avanzando.
CONCLUSIONES
Hay personas, incluyendo muchos científicos, que consideran obvio que la ciencia nos
proporciona verdades sobre el mundo y se molestan solo con la sugerencia de que podría no
ser así, como si eso fuera denigrante para la ciencia. Al fin y al cabo, la ciencia ofrece
conocimiento y el conocimiento es una creencia verdadera con justificación. Sin embargo, no
es infrecuente escuchar a científicos que dicen que a ellos eso de la verdad les parece muy
abstruso y que sus pretensiones son mucho más modestas. Les basta con encontrar alguna
respuesta aceptable para los problemas que se les plantean. Les basta también con elaborar
hipótesis o modelos que permitan encajar los hechos conocidos e, incluso, si todo va bien,
predecir algunos nuevos, pero sin que eso los lleve a comprometerse con la verdad de esas
hipótesis más allá de esos hechos
Posiblemente, tras redescubrir a los clásicos, la Escolástica medieval −en aras de apuntalar
convenientemente la dualidad cuerpo-alma− peraltó el quehacer filosófico aristotélico en
detrimento de otros pensadores griegos, tales como Heráclito o Parménides.
, entendiendo que ese acuerdo conjunto se desarrolla y concluye a través de las respectivas
pretensiones de validez de la comunicación lingüística, de la que se desprende finalmente la
verdad, al establecerse una especie de correspondencia semántica o semiótica con una
supuesta pragmática universal.
Habermas resuelve esta cuestión bajo la premisa de que la intersubjetividad, que se halla en el
plano del “mundo de la vida” −como él lo denomina− es un reflejo especular de esa supuesta
realidad objetiva o platónica, unificado a través de una pragmática universal del lenguaje−.
La intersubjetividad
¿Asumir que resultaría −más que posible− necesario, una distinción entre verdad e ideología
no validaría tácitamente un enfoque objetivista de la realidad, de donde se deduciría que no
todas las afirmaciones deberían ser consideradas igualmente válidas?
¿Cómo es posible que el mundo de la vida suponga certezas y que al mismo tiempo implique el
falibilismo? Habermas plantea así este asunto como la pregunta central de los trabajos de
Verdad y Justificación
una teoría consensual de la verdad. “Un enunciado sería verdadero si, y sólo si, bajo las
exigentes presuposiciones pragmáticas de los discursos racionales
Los supuestos del relativismo cultural
Ángel Gutiérrez Sanz nos ofrece un interesante análisis sobre el relativismo cultural revisando
a Habermas y Popper, pero, sobre todo la enseñanza del Card. Ratzinger
Consideraciones como las que presenta este artículo y otras por el estilo nos llevan a decir con
Habermas que la defensa del relativismo no puede considerarse en modo alguno concluyente.
Son muchas las dificultades que se le presentan al relativista , algunas de ellas nada fáciles de
sortear.
Benedicto XVI, desde los tiempos en que era Cardenal Prefecto, viene alertándonos de este
peligro, como ya lo hiciera Juan Pablo II. No han sido lo únicos. Voces como la de Marcelo Pera
( Presidente del Senado italiano y catedrático de filosofía de la ciencia) se han hecho oír para
gritar que “Los males que corrompen a Europa están en relación con el relativismo”. Estamos
siendo testigos de un intento de acoso y derribo de todo lo que suene a principios inamovibles
y patrones universales válidos para todos los tiempos y lugares, principios en los que se han
venido sustentando las naciones, las sociedades, las familias, las instituciones, las personas.
Esta oleada de relativismo hace tiempo que comenzó a detectarse en el ámbito cultural. Con
Jhon Dewey fue tomando cuerpo la idea de que culturalmente hablando nada hay fijo
universal e inmutable, sino que todo es cambiante en consonancia con las circunstancias; pero
habría de ser Oswald Spengler quien de forma aún más rotunda y manifiesta diera expresión al
relativismo cultural. Para este pensador alemán nada hay absoluto ni universalmente
verdadero, no lo son la filosofía , la ciencia ni siquiera la matemática. No hay verdades eternas,
cada época y cada cultura tiene su propia verdad. Este es el mensaje que se desprende de su
famoso libro “La Decadencia de Occidente”. De verdades sólo se puede hablar en sentido
referencial, dentro de un contexto determinado, como producto creado por una determinada
cultura lo que nos coloca dentro del igualitarismo multicultural que nos lleva a tener que
afirmar que todas las culturas son igualmente recomendables.
Para este tipo de relativismo los distintos elementos culturales cumplen la misión que puede
cumplir el idioma en cada pueblo y así como no tiene sentido preguntarse si un idioma es más
verdadero que otro, tampoco lo tendría el preguntarse si una cultura inspirada en le Vudú es
más verdadera que la inspirada en la cultura greco –romana . Si queremos evaluar las distintas
manifestaciones culturales hemos de hacerlo teniendo en cuenta el sistema en el que están
inmersas y ello haría que cada cultura a su modo fuera igualmente portadora de verdad. Se
trata de mundos a parte que hay que juzgarlos en razón de su coherencia interna, ya que no
existe un criterio válido de verdad que podamos utilizar como patrón universal. Por esta misma
razón los distintos conocimientos en el campo de la filosofía y de la ciencia van siendo
diferentes según las épocas históricas.
Para los relativistas, el que algo sea considerado como verdadero o no, depende del momento
y las circunstancias. Lo que en el pasado se han venido dando como verdades intemporales y
universales lo fueron ciertamente; pero sólo dentro de un paradigma, que se mantuvo en pie
durante un tiempo limitado, mientras duró el consenso de la comunidad intelectual que le
mantuvo en pie; pero cuando sus miembros fueron muriendo fue acabándose también dicho
paradigma. Incluso proposiciones incontestables como parece serlo, que 4 es la mitad de ocho
y el doble de dos, serían verdaderas en el contexto humano; pero en otro contexto no lo
serían. El relativismo cultural a lo más que llega es a admitir una verdad supraindividual, una
verdad perteneciente a una cultura; pero nunca una verdad universal, incluso las propias
verdades culturales llevan impresas su fecha de caducidad que vienen marcada por su sitio de
procedencia.
Las filosofías de Kuhn y sobre todo de Karl Popper han encajado perfectamente en este marco.
Según la teoría de falsación de este último un solo caso es suficiente para echar a bajo una
teoría científica; pero miles de casos constados durante siglos son insuficientes para alcanzar la
plena certeza. Lo que quiere decir que nunca las adquisiciones científicas son definitivas, sino
provisionales. Siempre hay que estar a la expectativa con esa ley científica, supuestamente
bien probada, por si pudiera producirse un fallo en cualquier momento. Si esto es como nos
dice Popper, en las leyes naturales se pueden producir en cualquier momento estrepitosos
fallos. ¡Ojalá que esto no suceda cuando volamos a 90000 metros de altitud!
Así las cosas se ha llegado a la conclusión de que lo que llamamos filosofía o ciencia no son
más que hipótesis teóricas, que en nuestra sociedad representan el mismo papel que las
hipótesis mágicas representan en las sociedades primitivas. No habría entonces diferencias
notables culturalmente hablando, sino que todas las culturas son iguales, expresión ésta que
puede leerse en una enorme placa a la entrada del Museo Nacinal Antropologico de la ciudad
de Méjico. Éste es también el sentimiento que comparten la gran mayoría de los antropólogos
“progres” en consonancia con el espíritu de ésta nuestra época marcadamente
multiculturalista, antiimperialista y muy proclive a la tolerancia y al máximo respeto por el
otro. Nada peor visto hoy día que la descalificación cultural. Salvaje diría Levi-Strauus
solamente es quien llama salvaje al otro”.
En el día a día que nos está tocando vivir, el fenómeno de la inmigración es noticia de primera
actualidad y ello hace que temas como éste del relativismo cultural tengan un significado y
alcance especial, razón por la que nos vamos a detener en su análisis y valoración.
El debilitamiento intelectual que desde hace tiempo se viene padeciendo en Occidente nos ha
llevado a un relativismo generalizado, convertido hoy por hoy en santo y seña no sólo de la
filosofía contemporánea sino también de la sociedad en general.
Fruto de ello ha sido el igualitarismo paritario que puede ser tomado por las culturas menos
desarrolladas como un alago, pero en el fondo lo que representa es un enorme perjuicio.
Alentar a ciertas culturas a seguir siendo lo que son e impedir el progreso y desarrollo, so
pretexto de no perder su propia identidad, no deja de ser un enorme disparate. Cuanto más se
retrase la sustitución de la figura del Chamán por la del cirujano peor para todos. Esto nos
llevaría a pensar hasta que punto la teoría del relativismo cultural está mal-interpretando los
valores de solidaridad, tolerancia y respeto.
Spengler como tantos otros fue excesivamente duro con la conquista de América en la que
pudo haber sus abusos y cierta barbarie por parte de algunos; pero por muy relativista que
uno quiera ser ,es obligado reconocer que las aportaciones de España al Nuevo Mundo fueron
valiosísimas, no sólo en el orden cientifico ,( el uso de la rueda, la imprenta por ejemplo) sino
que lo fue también en el orden moral y religioso, donde se cambiaron las prácticas de
sacrificios humanos por un mensaje de amor y perdón para todos los hombres . Por muy
relativista que se quiera ser, puestos a comparar una cultura de corte greco-romano con una
cultura canivalista no se puede decir, que todo es cuestión de preferencias gastronómicas.
A poco que nos introduzcamos en el campo de la ciencia nos damos cuenta, incluso los que no
somos científicos, que no es nada fácil mantenerse firme en el relativismo, ya que aún
concediendo que las verdades científicas, lo sean en referencia a alguna teoría; ello no nos
impide pensar que el criterio por el que se rige la ciencia es el de verificabilidad universal. Las
verdades científicas no están a expensas de lo que decidan los diferente grupos sociales. Las
verdades científicas no son productos que se distribuyen según los diferentes grupos culturales
. No se dan unas matemáticas para los negros y otras para los blancos . Una física para los
orientales y otra para los occidentales. No es así como funciona la ciencia. Ahí tenemos una
numerosa lista de hallazgos científicos con carácter de absolutez y universalidad: la teoría
heliocéntrica , la gravitación universal, la circulación sanguínea, la existencia de átomos en la
física y de genes en la biología, verdades que nos permiten hablar de progreso y avance
científico. Ante nuestros ojos aparecen cada día un nutrido catálogo de nuevas tecnologías de
las que los relativistas no ponen reparo alguno en aprovecharse de ellas. El progreso científico
y tecnológico se impone como una realidad trascultural que se rige por criterios de
universalidad. Se podrá decir que la ciencia tiene muchas limitaciones y así es; pero siempre
será otra cosa bien distinta de ese pseudo conocimiento errrático que es la magia y el
ocultismo. A mi no me cabe la menor duda de que en un supuesto caso de apendicitis aguda,
el relativista teórico más convencido se olvidaría de sus principios y preferiría ponerse en
manos de un cirujano y no en las de un brujo
Estas y otras consideraciones por el estilo nos llevan a decir con Habermas que la defensa del
relativismo no puede considerarse en modo alguno concluyente. Son muchas las dificultades
que se le presentan al relativista , algunas de ellas nada fáciles de sortear. Tal vez por ello el
mismo Popper se ve obligado a matizar su postura para acabar diciendo que "aunque hoy
hemos renunciado a la idea de conocimiento absolutamente cierto no hemos renunciado a la
idea de buscar la verdad . Sin la idea reguladora de verdad la crítica carece de sentido". Ya
Aristóteles hace tiempo que había sentenciado que esta teoría no es cosa de hombre y que va
contra natura porque los hombres sabemos que hay algo y no sólo lo sabemos sino que
necesitamos saberlo para seguir vivos. No va con la naturaleza humana renunciar a encontrar
un día el porqué y el para qué de nuestra existencia. El hombre no puede vivir por mucho
tiempo instalado en la inseguridad e incertidumbre; necesita de algo a que agarrarse, es
preciso creer en algo para seguir luchando; necesitamos de la verdad y el bien para orientar
nuestros pasos en dirección correcta.
Sin verdad la libertad del hombre no deja de ser un sueño imposible, porque no es la libertad
del hombre la crea la verdad sino justamente al revés es la verdad del hombre la que nos hace
libres. La libertad de pensamiento no es para quien pueda decir del hombre todo lo que le
venga en gana sino decir aquello que le es propio. El relativismo ha de dejar de presentarse
como la liberadora del hombre porque desde el momento que rompe con toda verdad, nada
hay ya que pueda proteger al propio hombre que queda convertido en un objeto fácilmente
manipulable, expuesto a todos los caprichos y a merced de los que mandan, llámense como se
llamen. A partir de aquí comienzan a tomar sentido expresiones que nos hablan de la dictadura
del relativismo que está haciendo posible que la fuerza de la razón sea sustituida por la razón
de la fuerza. Siempre sucede lo mismo; cuando se renuncia a las verdades objetivas, a criterios
fijos y estables se acaba cayendo en manos de los oportunistas de turno que acaban por
imponer caprichosamente sus propios dogmas.
Esto es algo de lo que está pasando hoy también en nuestra sociedad. Los hombres de
nuestros tiempo vivimos instalado en un relativismo que abarca todos los órdenes. No existe
un compromiso serio con la verdad y con el bien. Ya casi nadie cree en verdades inmutables ni
en amores que duren para siempre, las gentes se contentan con verdades provisionales, para ir
tirando y las parejas se juran amor eterno mientras éste dure. Las semillas del pensamiento
débil esparcidas en el último tercio del siglo XX pueden haber comenzado a dar sus frutos.
BIBLIOGRAFÍA
JÜRGEN HABERMAS, Der philosophische..., op. cit., nota 7, pág. 391 sq.
E
las demás ¿cómo se justifica la mantención del diálogo y la diversidad? Algunos autores
piensan que esa dificultad obliga a aventar la verdad del espacio de la política (así,
v. gr. Kelsen, 1948, y Rawls, 1993), mientras otros creen que asegurar la presencia
Por supuesto lo que preocupa a este autor no es sólo una cuestión de hecho —es decir, no
una questio juris, una cuestión de derecho, a saber, con qué justificación contamos para
emplearlos.
una cierta deflación: allí donde Kant encontraba categorías y conceptos a priori, Habermas
encuentra a sujetos capaces de lenguaje y de acción en cuya práctica subyacen,
por decirlo así, los presupuestos epistémicos que hacen posible el tráfico conceptual
sin embargo, puramente epistémico ni, por supuesto, el empleo de la palabra verdad
verdad, que hoy día Habermas ha abandonado, ponía en el mismo nivel a los enunciados de
índole descriptiva que a los morales, el abandono de ese concepto sitúa ahora
en un distinto nivel a ambos tipos de enunciados: los primeros pueden ser verdaderos
aunque no sepamos cómo justificarlos y los segundos, en cambio, no. En otras palabras,
mientras tendría sentido decir de un enunciado descriptivo que es verdadero
Como se observa, lo que todas estas críticas tienen en común es que se muestran insatisfechas
con la falta de simetría, pudiéramos hablar así, entre el tratamiento
concede a los normativos: McCarthy diría que deben ser tratados análogamente en
la medida que ambos pueden estar justificados, pero no ser verdaderos o correctos
respectivamente; Putnam, por su parte, sugeriría que ambos pueden ser verdaderos,
pero no estar justificados; y la profesora Lafont preferiría decir que tanto la verdad
antirrealismo).
Haciendo referencia a los nuevos desarrollos de la lingüística y
de la filosofía del lenguaje (sobre todo a Austin), Habermas desemboca en una "teoría de la
competencia comunicativa" o
difícil librarse de aquel tipo de reacción emotiva que Stevenson definía como
174-272.
SERGIO BELARDINELU
comprensible, para que el que habla y el que escucha puedan entenderse el uno al otro; el que
habla debe tener la intención de comunicar un contenido proposicional verdadero, para que el
que
escucha pueda compartir su saber, el que habla debe querer exteriorizar las propias
intenciones de modo verdadero, para que el
que habla debe finalmente buscar la expresión justa en la consideración de normas y valores
vigentes, para que el que escucha la
* Ibid., 176.
Ibid.
116
LA TEORÍA CONSENSUAL DE LA VERDAD DE JÜRGEN HABERMAS
'
, la
otras pretensiones de validez, es más bien una función del entenderse. Y es precisamente en
este contexto, que hemos delineado
verdad.
En definitiva, para Habermas, verdad y objetividad no son la misma cosa: "la verdad
de Frege) y no al de la percepción"13
Tomada a la letra, creo que esta afirmación puede ser compartida; pero desgraciadamente
pertenecer al "mundo del pensamiento" significa, en el contexto habermasiano, "estar libres
de la
experiencia"14
Su contacto con la Teoría Crítica le sirvió para ampliar sus intereses intelectuales y adentrarse
en dos corrientes de pensamiento que han marcado su obra: el marxismo y el psicoanálisis.
Asimismo le ofreció un primer asidero profesional, no exento de polémica. En cualquier caso,
con independencia de la adscripción de Habermas a la Teoría Crítica —algunos señalan que es
la voz principal de la II Generación de frankfurtianos, mientras otros niegan su inclusión—, lo
cierto es que en su trabajo se perfilan y se resuelven, como se verá, problemas planteados por
sus primeros integrantes [Wiggershaus 1994: 537].
Además de su actividad como intelectual público, que le ha llevado a colaborar en los medios
de comunicación, desde la publicación de su primera obra importante, Historia y crítica de la
opinión pública, se perfila una trayectoria filosófica sistemática. Junto con esa obra, hay que
destacar otros ensayos suyos como Teoría y praxis, Conocimiento e interés, Ciencia y técnica
como ideología y Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. En 1981 ven la luz sus dos
tomos sobre la Teoría de la acción comunicativa, a los que siguen El discurso filosófico de la
modernidad, Pensamiento postmetafísico, Conciencia moral y acción comunicativa, Facticidad
y validez y el conjunto de los ensayos que recogen sus trabajos en publicaciones periódicas.
Habermas ha sido docente de varias universidades alemanas (ha pasado por Heidelberg y
Marburgo, pero se jubiló en la Universidad de Frankfurt). Puede decirse que a partir de los
años setenta se produce su reconocimiento profesional como filósofo: recibe el Premio Hegel
de la ciudad de Stuttgart (1974) y el Premio S. Freud de la Academia de la Lengua y la Poesía de
Darmstadt (1976). Desde las década de los ochenta ha recibido distinciones importantes en
todo el mundo. Entre los diversos honores, destacan los doctorados Honoris Causa de la
Northwestern University (1991), y de las universidades de Tel Aviv (1994), de Bolonia (1996), la
Sorbona (1997), Cambridge (1999) y Harvard (2001). En 1995 recibe el premio Karl Jaspers de
la ciudad de Heidelberg; en 2001, el Premio a la Paz de los Libreros alemanes y en 2003, el
Premio Príncipe de Asturias.
La estrecha relación que existe entre la obra de Habermas y la labor realizada durante gran
parte del siglo XX por el Instituto de Investigaciones Sociales obliga a realizar una breve
referencia a las inquietudes intelectuales de la Escuela de Frankfurt, con el fin de ver cómo las
líneas de trabajo de los primeros teóricos críticos marcan, desde el principio, la problemática
filosófica a la que se enfrenta Habermas. De hecho, esos motivos han dirigido su investigación
hasta tal punto que se podría decir que todo el proyecto de Habermas no consiste más que en
una “reelaboración” de la teoría crítica. Ésta buscaba vincular la investigación científica con la
crítica social, de forma que, rehabilitando una praxis de naturaleza marxista, el conocimiento
de una determinada situación condujera a su propia reconducción emancipadora. Los
integrantes de la Escuela de Frankfurt se dirigieron, por tanto, hacia Marx, pero supieron
combinar la visión antropológica del marxismo con las intuiciones de Freud. No es de extrañar,
pues, que concibieran las situaciones sociales como patológicas y que desde su perspectiva el
saber social tuviera efectos terapéuticos.
Estos pensadores indagaron sobre las condiciones sociales y las determinaciones histórico-
económicas de las teorías científicas —materialismo— y sobre las consecuencias políticas de
las mismas. Propusieron una Teoría de la Modernidad crítica que subrayaba las
contradicciones de este acontecimiento histórico-filosófico. En la ya famosa Dialéctica de la
Ilustración, Horkheimer y Adorno buscaban explicar la génesis y desvelar la pavorosa
naturaleza de un proyecto que, como el ilustrado, se proponía adelantar la emancipación y la
liberación del hombre, pero que en lugar de ello condujo inevitablemente a unos sistemas
políticos opresivos y totalitarios. La primacía del consumo y de las sociedades de mercado, en
la posguerra, perpetuaban aquella dominación. A juicio de ambos autores, la Modernidad no
había emprendido una senda equivocada, sino que ab initio constituía un proyecto ideológico
de carácter paradójico o dialéctico.
El interés inicial de Habermas consistió en recuperar la teoría crítica, tal y como fue formulada
en sus inicios, pero buscando fundamentarla científicamente, para lo cual era menester
investigar sobre un modelo adecuado de razón y de ciencia que, además de aclarar el propio
estatuto epistemológico de la teoría crítica, combinara el carácter científico de la reflexión
social con sus pretensiones críticas y emancipatorias.
Aunque los primeros intereses teóricos de Habermas tenían carácter político (así, investigó
sobre las inquietudes políticas de los estudiantes y sobre la conformación de la voluntad
política en las sociedades capitalistas), descubrió muy pronto que algunos de los problemas
más acuciantes del contexto contemporáneo tenían causas filosóficas más profundas. Constata
en varias ocasiones con preocupación cómo la racionalidad práctica ha sido destruida por
diversos embates teóricos [Habermas 1999: 211]. Su trabajo se enfrenta, de ese modo, a una
de las consecuencias más importantes provocadas por la mentalidad cientificista: el
decisionismo que ha condenado la política, la moral y el derecho a la irracionalidad.
Por otro lado, el cientificismo, una filosofía que se basa en la eliminación de las diferencias
entre disponer y actuar, ha privilegiado una forma de entender la teoría que está
estrechamente relacionada con el campo de la acción: la ciencia constituye una disciplina que,
entre otras cosas, “sirve”, esto es, puede aplicarse técnicamente. No se ha logrado tampoco
vencer la tentación de entender la sociedad y la política desde el punto de vista que
representa la racionalidad instrumental o técnica. De ese modo, los procesos sociales y
políticos de racionalización han terminado conduciendo a sociedades administradas y a la
instalación de tecnocracias políticas; ideologías, en cualquier caso, que impiden una
concepción política basada en la configuración de una voluntad común, racional y universal,
surgida en espacios públicos deliberativos. Desde este punto de vista, lo importante es
subrayar que la autocomprensión científicista ocasiona dilemas y graves problemas en el orden
ético-político. Por ello, superar el cientificismo no es sólo un asunto exclusivamente filosófico:
adquiere para Habermas relevancia política y social.
Conocimiento e interés (1968) revela la importancia que Habermas otorga a los aspectos de
fundamentación científica. Podríamos afirmar que es la propia reflexión política la que le
obliga a internarse por los caminos de la teoría de la ciencia. Conocimiento e interés, escrito
precisamente en el contexto de crítica y debate entre las corrientes positivistas y el
postempirismo, pretende, de un lado, ser una “autorreflexión de la ciencia sobre sí misma” y
advertir de las limitaciones del cientificismo; de otro, se propone aclarar el estatuto
epistemológico de la teoría crítica y otorgar suficiente base a la misma para proponerse como
alternativa a los planteamientos científicos dominantes.
La investigación sobre lo que denomina los intereses del conocimiento parte de un profundo
examen e identificación de las estructuras cognoscitivas y de los procesos de generación del
saber científico, así como de los límites disciplinarios entre las ciencias. Las teorías y doctrinas
de carácter cientificista pretendían marcar distancias con los propios contextos práctico-vitales
de surgimiento, y se postulaban “desinteresadas” o “neutrales” con el fin de acreditar su
propia pureza. Precisamente, con el concepto de interés, Habermas logra identificar los
determinantes del proceso cognoscitivo que, de otro modo, permanecerían ocultos [Habermas
1999: 33; Geuss 1981: 61].
Según el pensador alemán, el ser humano inicia su conocimiento a partir de ciertos intereses
arraigados en su propia naturaleza. Los intereses constituyen orientaciones básicas que
resultan inherentes a determinadas condiciones de reproducción y autoconstitución de la
especie humana [Habermas 1982: 199]. Llega a este concepto tras analizar los procesos de
investigación propios de las diferentes ciencias (las empíricas, las hermenéuticas y las críticas),
que a su juicio «forman parte del proceso global de formación que es la historia del género
humano» [Habermas 1982: 199]. El interés media entre los mecanismos de formación histórica
de la especie y la lógica de su formación. Y en el examen detenido de los ámbitos de
autoconstitución propios de la especie humana, reconoce los medios característicos de
socialización, a saber, el trabajo, el lenguaje y el poder. Desde esta perspectiva, los intereses
proceden de la experiencia; ahora bien, por otro lado sostiene que conforman puntos de vista
categoriales, trascendentales y necesarios, encargados de proveer al conocimiento bien de
informaciones —interés técnico—, bien de interpretaciones —interés práctico—, o bien de
análisis autorreflexivo —interés emancipatorio. Se delinea así un tertium genus entre lo
empírico y lo transcendental: cuasitranscendentales es como los califica [Habermas 1982: 200].
1) Interés técnico: En este caso, el ser humano percibe la realidad en función de su posible
manipulación técnica. Es el interés que abre el campo de saber de las ciencias empírico-
analíticas.
3) Interés emancipatorio: En este caso, el ser humano busca conocer la realidad social,
criticarla y modificarla desde el punto de vista de la libertad. Es el interés que fundamenta a las
llamadas ciencias críticas, entre las que se cuenta la propia teoría habermasiana.
Con su teoría de los intereses rectores del conocimiento, Habermas por un lado admite la
validez de diversos planteamientos científicos y asume algunos postulados contemporáneos
(como parte de la tradición hermenéutica), pero también se ve obligado a enfrentarse con H.
G. Gadamer y a recusar la pretensión universalista de su proyecto. El debate entre Habermas y
Gadamer fue tan fructífero que justificaría un trabajo aparte; baste con mencionar que, desde
la óptica de la Teoría Crítica, la hermenéutica gadameriana no ha de nublar la intencionalidad
práctica y política de las construcciones teóricas.
4. El cambio de paradigma científico: de la epistemología a la teoría de la comunicación
Si hasta 1970, Habermas había tomado la teoría del conocimiento como base de su teoría de la
sociedad, en ese momento se percata de las insuficiencias del modelo monológico ofrecido por
la filosofía de la conciencia (racionalismo). En él actuaban ciertos supuestos idealizadores
sobre la base de un sujeto racional aislado y artificial. En coherencia con el contexto de la
filosofía de su época, Habermas propone modificar la perspectiva e introducir en el ámbito de
la epistemología el paradigma de la comunicación. Esto le permitirá, como se verá, reinventar
la racionalidad sin incurrir en reduccionismos.
3. La propuesta de teoría social normativa le sirve para llevar a cabo una explicación de la
evolución de las sociedades modernas que, precisamente gracias a su estatuto normativo,
puede identificar las patologías de los sistemas sociales y políticos contemporáneos y solventar
sus deficiencias.
La pragmática obliga a analizar el hecho del habla y los diferentes actos de comunicación. La
diferencia entre aspectos locutivos e ilocutivos desvela la doble estructura del proceso de
relación entre emisor y receptor. El contenido proposicional y el ilocucionario siempre se han
de dar conjuntamente para que sea posible el entendimiento entre los hablantes, porque la
comunicación no consiste exclusivamente en la transmisión de la información, sino que enlaza
a los hablantes en una relación interpersonal. La pragmática universal que plantea Habermas
representa una novedad en la medida en que, frente a la corriente dominante en la lingüística,
que prima el aspecto cognitivo de las emisiones, se rescata el sentido esencialmente
comunicativo del habla, incluso afirmando que la función comunicativa es la principal y
originaria [Habermas 2001: 23].
Pero, ¿cuáles son las condiciones que determinan que un acto de habla sea aceptable? Es
importante identificarlas en la medida en que el entendimiento dependerá de su
cumplimiento. Habermas sostiene que en toda emisión comunicativa el hablante plantea
pretensiones de validez, frente a las cuales el receptor puede tomar postura con un sí o con un
no. En el caso de que el oyente reconozca las pretensiones de validez implícitas en el acto, se
habrá logrado el entendimiento o acuerdo. En el caso de que la postura del oyente sea un “no”
a dichas pretensiones, se pondrá fin al acto de habla (y por tanto el entendimiento habrá
fracasado) o bien se exigirá al hablante que defienda argumentadamente las pretensiones
incoadas, con lo que se iniciará el discurso.
1. Pretensión de verdad: Subyace al acto de habla que tiene como finalidad decir algo sobre la
realidad objetivada (actos de habla constatativos).
En función de las pretensiones que son impugnadas, Habermas diferencia dos tipos de
discursos principalmente: el discurso teórico, en el que se tematiza y discute sobre la
pretensión de verdad del acto comunicativo; y el discurso práctico, como forma de
argumentación en la que se solventa la aceptabilidad de un enunciado normativo. Ahora bien,
los discursos tienen pretensiones universales porque en ellos lo que se busca es el
reconocimiento universal de los enunciados tematizados, de forma que cualquier sujeto
racional, actual o virtual, pueda asentir en base a razones al mismo.
La única fuerza admisible en los discursos es la “fuerza del mejor argumento”. Pero el fin
consensual de los mismos exige disponer de un criterio normativo para diferenciar entre
acuerdos y consenso válidos y los discursos sometidos a la arbitrariedad ideológica o la
manipulación. Habermas introduce a este respecto la noción de “situación ideal de habla”.
«Llamo ideal a una situación de habla en que las comunicaciones no solamente no vienen
impedidas por flujos contingentes, sino tampoco por las coacciones que se siguen de la propia
estructura de la comunicación. La situación ideal de habla excluye las distorsiones sistemáticas
de la comunicación» [Habermas 2001: 153].
Así es posible decir que la situación ideal de habla es el momento contrafáctico que permite
deslindar la estructura formal de un consenso válido desde un punto de vista racional. Es, en
definitiva, un principio regulativo que posibilita la identificación de las condiciones ideales del
discurso válido; entre otras, igualdad, libertad, universalidad y ausencia de coacción.
Ahora bien, ¿cuáles son los caracteres de esta racionalidad? Se pueden destacar los siguientes
2. Es una racionalidad predicable de los individuos, de sus emisiones, pero también de los
sistemas sociales.
Con la teoría consensual de la verdad, Habermas refiere que ésta es predicable de las
argumentaciones y que constituye una pretensión de los diversos actos de habla, eliminado la
referencia de la verdad a la realidad objetiva y alejándose del realismo filosófico. Desde este
punto de vista, la verdad aparece como una pretensión universal de ciertos actos de habla que
puede ser desempeñada discursivamente. Un acto de habla es verdadero en la medida en que
en él puede corroborarse el asentimiento de cualquier participante racional, según los
presupuestos pragmáticos señalados [Habermas 2003: 133 y ss].
El postulado discursivo de la ética habermasiana significa que el autor alemán opta por una
ética formalista que establece procedimientos en función de los cuales los sujetos pueden
comprobar la validez normativa de una manera imparcial y universal. De carácter
procedimentalista y formal, la ética discursiva lleva a cabo una separación entre la estructura y
los contenidos del juicio moral, apartándose de propuestas concretas sobre la vida buena. En
resumen, la ética discursiva es una ética de mínimos; mínimas, en efecto, han de ser las
normas en las que se revela un interés general de la especie y que atañen a la justicia en las
relaciones sociales. De otro lado, Habermas resitúa la ética de máximos, que resulta de un
concepto omnicomprensivo de bien, en la intersección de autocomprensiones individuales o
colectivas con validez relativa, pero dirimible también en los discursos éticos. En cualquier
caso, las propuestas de bien son candidatas a revelarse como universales en los
procedimientos discursivos.
Con esta ampliación del concepto de acción social, se puede formular un nuevo modelo de
sociedad que advierte de su dualidad estructural, una dualidad que no sólo tiene relevancia
sustantiva, sino también metodológica en la medida en que conjuga el enfoque externo y
descriptivista como el interno y comprensivo. En concreto, Habermas diferencia dos ámbitos:
b) Mundo de la vida social: Hace referencia al entramado simbólico y cultural que comparten
los miembros de la sociedad, el horizonte común de comprensión, que posibilita la
comunicación entre los hablantes y la coordinación dialógica de las acciones. Se trata de un
saber que se admite tácitamente y que no se pone en duda, el entramado común que permite
el desarrollo de la acción comunicativa y lograr acuerdo entre los hablantes. Es el marco en el
que tiene lugar la acción orientada al entendimiento. En sus propias palabras, es un “lugar
trascendental en que hablante y oyente se salen al encuentro”. En su seno se llevan a cabo los
procesos de reproducción cultural, la integración social y los procesos de socialización de los
individuos. Desde el punto de vista metodológico, el sentido del mundo de la vida sólo puede
desvelarse a quien participa en las interacciones y comprende su dinámica.
Con su concepto de sociedad a dos bandas, Habermas diseña también un punto de vista
adecuado para explicar la evolución de las sociedades, configurando una perspectiva
normativa con la que enjuiciar críticamente la decantación de la Modernidad ilustrada. En este
sentido, si la sociedad está constituida por dos dimensiones, la sistémica y la del mundo de la
vida social, que se necesitan recíprocamente y se complementan, la evolución correcta de los
complejos sociales habría de mantener ambas dimensiones en equilibrio.
Puede afirmarse, en cualquier caso, que con la expresión referida el pensador alemán alude ni
más ni menos que al proceso de tecnificación de ámbitos prácticos que, por la fuerza de la
expansión científica y técnica, quedan sometidos a una lógica instrumental (la del mercado,
por ejemplo, o la del poder). La colonización determina que la acción comunicativa sea
socavada por intervenciones de tipo instrumental y, sobre todo, que el entendimiento
lingüístico sea sustituido como mecanismo de coordinación por medios de comunicación de
tipo no verbal. Fenómenos de este tipo son, por ejemplo, el afán consumista, la derivación
económica de las relaciones personales y la despersonalización de los subsistemas
administrativos.
Pero, por otro lado, la perspectiva normativa de la teoría de la sociedad habermasiana permite
detectar el progresivo desacoplamiento entre sistema y mundo de la vida y caracterizarlo de
patológico. De ahí que, desde su punto de vista, la Modernidad no haya de ser superada, como
proponen quienes se sitúan en corrientes posmodernas o antimodernas, sino “enderezada”.
Recuperar el núcleo discursivo y comunicativo del mundo de la vida, ensanchar el horizonte
del entendimiento entre sujetos libres, es la manera, a su juicio, de corregir la expansión
sistémica y vislumbrar sistemas sociales emancipados.
Pero Habermas no desconoce la realidad de las sociedades actuales, por lo que también
reclama un cambio en la comprensión de las relaciones entre Estado, Sociedad Civil y
Economía. Se trata tres esferas de la Sociedad que la teoría política ha intentado
complementar, por el momento sin éxito. Desde la perspectiva liberal, el Estado aparece como
el garante de una sociedad entendida exclusivamente en términos económicos; la política
habrá de sortear y regular los posibles conflictos de intereses. Desde la óptica llamada
republicana, la primacía la obtiene la sociedad civil que ha de conquistar en términos éticos al
Estado con el fin domesticar el poder: la política se dirige contra el poder. Con su propuesta
deliberativa, lo que Habermas busca es superar y sintetizar ambas perspectivas.
La teoría política habermasiana constituye una apuesta por la implicación de los ciudadanos y
los colectivos en la resolución de los conflictos y en la renovación comunicativa de problemas,
temas y normas. Asimismo, aunque la política deliberativa apoya la institucionalización
moderna de los discursos, no olvida que en la esfera pública de la sociedad civil se desarrollan
también procesos discursivos que han de ser tenidos en cuenta. Por ello afirma que la
deliberaciones se pueden realizar de manera formal ―asambleas, parlamentos, etc.―, o de
manera informal, en las discusiones que se llevan a cabo en el seno de la sociedad civil, donde
se puede auscultar el latido de la democracia [Habermas 1998: 378].
Todo ello hace necesario también repensar el alcance del concepto de ciudadanía, nacido al
socaire de los estados nacionales, puesto que la identidad política no puede construirse en
función de la cultura nacional debido a las consecuencias de la globalización y la problemática
de las sociedades multiculturales. Como elemento integrador, pero al mismo tiempo
superador de las culturas nacionales, Habermas utiliza la expresión, acuñada por Dolf
Sternberger, de ‘patriotismo constitucional’, que hace referencia a los valores y principios
constitucionales, al orden democrático constitucional y no a un determinado texto legal
[Habermas 1998: 628].
Por todo ello es coherente que Habermas se haya dedicado, desde principios del segundo
milenio, a proponer cambios en las estructuras políticas, tanto a nivel nacional, europeo o
internacional, y a manifestar sus opiniones cada vez con mayor frecuencia en la prensa escrita.
Pero hay dos temas polémicos en los que ha intervenido con lucidez y que merecen al menos
un apunte por su actualidad. Se trata de sus opiniones sobre las biotecnologías y su postura
personal ante la deriva laicista de las sociedades contemporáneas.
6.1. La bioética
En 2001 Habermas publicó un libro titulado El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una
eugenesia liberal?, en el que se enfrentaba a los desafíos provocados por la arbitraria
expansión de las biotecnologías. En el desarrollo ilimitado de las mismas, Habermas percibe
una manifestación más de colonización del mundo de la vida por imperativos sistémicos, en
este caso por el dinero. En ese libro, Habermas sostiene que la posibilidad de modificar el
genoma humano y la selección libre de patrimonio genético que la ciencia hace posible
tecnifica las relaciones interpersonales y pone en entredicho la autocomprensión de la especie
humana [Habermas 2002b: 26]. Aunque se declara favorable al aborto, privilegiando la
decisión de la embarazada, concluye que las intervenciones eugenésicas perfeccionadoras
menoscaban la libertad ética, la autonomía y la responsabilidad en la medida en que
intenciones de un tercero comprometen a la persona y la impiden entenderse como autor de
su propia biografía. En cambio, cree que aquellas intervenciones que tienen finalidad
terapéutica no comprometen ni la responsabilidad ni la autonomía de los terceros, puesto que
se puede presumir su consentimiento. Por ello, no percibe problemas éticos en este tipo de
intervenciones.
Uno de los problemas que se plantean es que una estrategia de tales características requiere
eliminar todo sesgo posible, equiparando, en principio, los diferentes puntos de vista
particulares, susceptibles de ser manifestados, para extender la participación a todos los
actores involucrados, propiciando, además, síntesis complementarias acumulativas que
permitan avanzar en el conocimiento colectivo. Sólo de ese modo resultará factible desarrollar
el enriquecedor intercambio posterior manteniendo −según sus propias palabras−
pretensiones respectivas de “validez” y no de “poder”. No obstante, actuar de ese modo, sin
límite alguno, nos puede conducir sin remedio hacia el precipicio relativista del idealismo
trascendental kantiano. Un buen ejemplo de tal deriva se escenifica, hoy en día, en algunos
contenidos curriculares académicos norteamericanos, donde coexisten darwinismo y
creacionismo en igualdad de condiciones. Del mismo modo, a la hora de decidir las materias
concretas a impartir, cabría preguntarse −parafraseando parcialmente a Habermas− si la
“opinión” de los alumnos, al respecto, debería ser considerada de una manera equivalente al
“conocimiento” que poseen, con relación a ella, sus profesores. Ya, de entrada, resulta
difícilmente justificable tal distinción, si no se acompaña, a su vez, de un criterio lo
suficientemente fidedigno y ponderable como para, fuera del reino de lo subjetivo,
desambiguar ambos términos. Habermas resuelve esta cuestión bajo la premisa de que la
intersubjetividad, que se halla en el plano del “mundo de la vida” −como él lo denomina− es un
reflejo especular de esa supuesta realidad objetiva o platónica, unificado a través de una
pragmática universal del lenguaje−.
La intersubjetividad
Popper concibe, pues, el concepto de verdad como un concepto límite, que se parece mucho
al “ideal de la razón” kantiano”, vale decir, que tiene un valor meramente heurístico, como
límite inalcanzable, ideal, de un saber al que éste se acercaría asintóticamente.
Nunca se podrá llegar a conocer la realidad tal como es pues siempre, al conocer algo,
ordenamos los datos obtenidos de la realidad (aunque sean percepciones básicas) en un marco
teórico o mental. De tal modo, ese objeto o realidad que entendemos «tal» no es tal, no
tenemos un «reflejo especular» de lo que está «ahí fuera de nosotros», sino algo que hemos
construido con base en nuestras percepciones y datos empíricos. Así, la ciencia y el
conocimiento en general ofrecen solamente una aproximación a la verdad, que queda fuera de
nuestro alcance.
El biólogo estadounidense Gerald M. Edelman ilustra esta idea diciendo que «Cada acto de
percepción es en cierto grado un acto de creación y cada acto de memoria es a cierto modo un
acto de imaginación».
Constructivismo moral. El mundo moral se construye mediante una proyección del mundo
social, que es inclusivo y donde se despliega una intersubjetividad ideal. Se construye el
sustituto ontológico del mundo objetivo.
De este último punto es del que me encargaré en este intento de aproximación al sistema de
Habermas. En cualquier caso, el sistema construido por Habermas, su pragmatismo formal,
está constituido por elementos interrelacionados entre sí, por lo que se me ha hecho
imposible no hacer referencia a los otros dos ejes, realismo epistemológico y constructivismo
moral, para tratar de aclarar la concepción no epistemológica de la verdad que defiende
Habermas.
El conocimiento no es representación
Justificar validez frente a argumentos. La justiifación tiene que realizarse según convenga, por
ejemplo justificarnos a nosotros mismos un comportamiento que a priori no concuerda con el
entorno, o defender una opinión frente a otros que opinan algo diferente. Ahí entran en juego
tanto la opinión como el conocimiento, muchas veces opinamos sin tener fundamento, o
creyendo que nuestro fundamento es correcto, cuando en el fondo puede no serlo.
Acumulación por revisión de nuestros propios errores. Cuando el entorno nos falla, cuando no
somos capaces de superar nuestras batallas diarias, cuando nos damos cuenta de que el
fundamento de nuestra opinión no es verdadero, la base de datos de nuestro conocimiento se
incrementa, tanto si encontramos solución como si no.
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Además el conocimiento está mediado por nuestra capacidad acción-habla, que siempre tiene
un contexto. La intersubjetividad es la clave. Pero las condiciones históricas también tienen un
papel relevante a la hora de definir los contextos.
Pero, ¿por qué a veces nuestra presuposición sobre el mundo objetivo no era correcta? Es
decir, ¿por qué a veces nuestro proceso de aprendizaje no es correcto? Porque nuestro
conocimiento es falible. No podemos eliminar la intersubjetividad y la subjetividad de nuestro
conocimiento. Y ambos, especialmente la intersubjetividad, está asociada a intereses prácticos
y al color del lenguaje. Es decir, en romano paladín, normalmente no nos entendemos y vamos
a nuestro aire.
Mundo objetivo y mundo de la vida
La realidad presenta una estructura de dos mundos. El mundo objetivo y el mundo de la vida.
El mundo de la vida es el mundo subjetivo, donde desplegamos nuestra vida cotidiana
Con esa hipótesis de partida, considerando que lenguaje y realidad están imbricados, ya
podemos acceder a la realidad del otro como reflejo del mundo objetivo que compartimos, el
mismo para todos.
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Habermas pone especial hincapié en distinguir lo que es verdad de lo que tiene la pretensión
de serlo, lo que (pre)suponemos que es verdad. Para Habermas, los enunciados que son
verdaderos, lo son siempre, independientemente del contexto. En cambio, las
aseverabilidades justificadas pueden ser verdaderas, pero también pueden ser falsas, porque
dependen del contexto en el que se enuncien. Es decir, la aseverabilidad justificada no
trasciende cualquier contexto de justificación, sino que depende de él. Por eso no podemos
equiparar verdad y aseverabilidad justificada.
El argumento que utiliza para demostrarlo se encuentra en la vida cotidiana. La vida cotidiana
se caracteriza por la certidumbre, la sorpresa y la decepción. Nos enfrentamos a nuestra vida
cotidiana presuponiendo que existe un mundo objetivo. Y lo hacemos distinguiendo entre
conocimiento y opinión.
Existe una relación intrínseca entre conocimiento y opinión, similar a la que se establece entre
verdad y aseverabilidad justificada. La relación intrínseca que se establece se revela por la
función pragmática del conocimiento.
En nuestra vida cotidiana estamos continuamente oscilando entre las prácticas cotidianas y los
debates. Los debates son los que filtran lo racionalmente aceptable. La opinión es necesaria
para las prácticas cotidianas. Los debates son necesarios para aprender y evolucionar.
No nos paramos a pensar de manera racional ante cualquier evento que suceda en nuestra
vida. Si vivimos en una gran ciudad y tenemos que cruzar un puente, no nos paramos antes de
cruzarlo a meditar sobre la eficiencia de los ingenieros que lo han construido, o las estadísticas
de derrumbamiento de ese tipo de puentes. Simplemente lo cruzamos porque necesitamos
cruzarlo y damos como verdadero el hecho de que ese puente no se va a caer. Basamos
nuestra práctica cotidiana en algo que presuponemos verdad.
Pero qué sucede si en vez de en una gran ciudad te encuentras en medio de la selva y tienes
que atravesar un puente. En ese momento, sí que te pararás antes de cruzarlo y analizarás si
conviene o no hacerlo. Se establecerá un debate. Porque puede que tu práctica diaria de
cruzar los puentes sin que se derrumben, que presuponías cierta en tu entorno habitual de
gran ciudad, ahora resulta que puede ser falsa. Depende del contexto.
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De manera, que nuestra práctica diaria y cotidiana dan por supuestas condiciones de verdad
que no tienen por qué serlo, que dependerán del contexto. Y si dependen del contexto ya no
estamos hablando de verdad, sino de una aseverabilidad justificada. Es decir, hay un consenso
de la comunidad para dar por verdadero algo y se acepta como tal, y lo aceptamos porque nos
es necesario para las prácticas cotidianas. Verdad y aseverabilidad justificada no son lo mismo,
aunque estén relacionados.
En nuestra vida cotidiana se establece la integración del debate racional a dos niveles, porque
además, nuestras creencias tampoco son las mismas cuando se trata de acción o de discurso.
Normalmente decimos unas cosas y hacemos otras, como si nos rigiéramos por dos tablas de
valores y creencias diferentes.
Tampoco se puede asimilar verdad a corrección normativa. Estamos ante el mismo caso. La
verdad está asociada al mundo objetivo, y a la coherencia, aunque ésta último no sea
suficiente para asegurarla. En cambio la corrección normativa, que establece qué es lo
correcto, podría equipararse a la aceptabilidad idealmente justificada, ya que se trata
igualmente de un consenso entre los individuos de la comunidad donde se establece. El
predicado correcto se agota en la aceptabilidad idealmente justificada. El predicado verdadero
no. Tienen diferentes connotaciones ontológicas.
Popper concibe, pues, el concepto de verdad como un concepto límite, que se parece mucho
al “ideal de la razón” kantiano”, vale decir, que tiene un valor meramente heurístico, como
límite inalcanzable, ideal, de un saber al que éste se acercaría asintóticamente.
Nunca se podrá llegar a conocer la realidad tal como es pues siempre, al conocer algo,
ordenamos los datos obtenidos de la realidad (aunque sean percepciones básicas) en un marco
teórico o mental. De tal modo, ese objeto o realidad que entendemos «tal» no es tal, no
tenemos un «reflejo especular» de lo que está «ahí fuera de nosotros», sino algo que hemos
construido con base en nuestras percepciones y datos empíricos. Así, la ciencia y el
conocimiento en general ofrecen solamente una aproximación a la verdad, que queda fuera de
nuestro alcance.
El biólogo estadounidense Gerald M. Edelman ilustra esta idea diciendo que «Cada acto de
percepción es en cierto grado un acto de creación y cada acto de memoria es a cierto modo un
acto de imaginación».
Como suele suceder en estos casos, el asunto viene de antiguo. Posiblemente, tras redescubrir
a los clásicos, la Escolástica medieval −en aras de apuntalar convenientemente la dualidad
cuerpo-alma− peraltó el quehacer filosófico aristotélico en detrimento de otros pensadores
griegos.
Además, la Gita, considerada como la pieza central de las escrituras hindúes, consiste en un
debate entre Arjuna y Krishna, ambos con posiciones morales similares pero con diferente
entendimiento del dharma o deber. Además, El libro India contemporánea: Entre la
modernidad y la tradición,formado por una serie de ensayos históricos y filosóficos, demuestra
la diversidad de puntos de vista existentes, fes, y las distintas ideas que siempre han coexistido
en India y que dieron lugar a una tradición argumentativa tolerante.
Gordon Wells (2001) define “indagación” ("enquiry") no como un método, si no como una
predisposición a cuestionar, tratando de entender situaciones con la ayuda de otros con el
objetivo de encontrar respuestas. La “indagación dialógica” constituye una aproximación
educacional que evidencia la relación dialéctica entre el individuo y la sociedad, y la existencia
de una actitud destinada a adquirir conocimiento a través de las interacciones comunicativas.
Wells destaca que la predisposición por la indagación dialógica depende de las características
de los entornos de aprendizaje, y este es el motivo por el cual es importante reconocerlos
dentro de unos contextos de acción colaborativa y de interacción. Según Wells, la indagación
dialógica no solo enriquece el conocimiento de los individuos sino que también lo transforma;
asegurando así, la supervivencia de las diferentes culturas y su capacidad de transformarse
según las necesidades de cada momento social.
Freire: la teoría de la acción dialógica
Paulo Freire (1970) establece que la naturaleza del ser humano es, de por sí, dialógica, y cree
que la comunicación tiene un rol principal en nuestra vida. Estamos continuamente dialogando
con otros, y es en este proceso donde nos creamos y nos recreamos. Según Freire, el diálogo
es una reivindicación a favor de la opción democrática de los educadores. A fin de promover
un aprendizaje libre y crítico, los educadores deben crear las condiciones para el diálogo que a
su vez provoque la curiosidad epistemológica del aprendiz. El objetivo de la acción dialógica es
siempre revelar la verdad, interactuando con los otros y con el mundo. En su teoría de acción
dialógica, Freire distingue entre acciones dialógicas, estas son las que promueven
entendimiento, la creación cultural y la liberación; y las que no son acciones dialógicas, las
cuales niegan del diálogo, distorsionan la comunicación y reproducen poder.
La racionalidad, para Jürgen Habermas (1987) tiene que ver más con el uso del conocimiento
que individuos capaces de conversar y actuar, realizan, y, por consiguiente, menos que ver con
el conocimiento y su adquisición en sí. Cuando nos referimos a la racionalidad instrumental, los
agentes sociales realizan un uso instrumental del conocimiento: ellos proponen ciertos
objetivos y pretenden conseguirlos en un mundo objetivo. Por el contrario, en la racionalidad
comunicativa, el conocimiento se considera como aquel entendimiento provisto por el mundo
objetivo, así como también, por la intersubjetividad del contexto donde la acción se desarrolla.
Entonces si la racionalidad comunicativa significa entendimiento, se puede decir que las
condiciones a fin de alcanzar consenso tienen que ser analizadas. Por ende, es aquí donde
conceptos como el de argumento y el de argumentación entran en juego. Mientras que los
argumentos se consideran conclusiones formadas tanto por pretensiones de validez como por
las razones por las que también pueden ser cuestionadas; la argumentación es el tipo de
discurso en los que los participantes dan argumentos para desarrollar o rechazar las
pretensiones de validez que se han vuelto cuestionables. En este punto, la diferenciación de
Habermas entre las pretensiones de validez y las pretensiones de poder es importante.
Podríamos estar intentando que algo que decimos sea considerado como bueno o válido
imponiéndolo a la fuerza, o bien estar predispuestos a entrar en un diálogo en el cual los
argumentos de las otras personas hagan rectificar nuestras posturas iniciales. En el primer
caso, vemos como el interactuante tiene pretensiones de poder, mientras que en el segundo
caso, hay pretensiones de validez. Mientras que en las pretensiones de poder, el argumento de
poder es aplicado; en las pretensiones de validez, la fuerza del argumento prevalece. Las
pretensiones de validez constituyen la base del aprendizaje dialógico.
Mikhail Mikhailovich Bakhtin (1981) establece que existe la necesidad de crear significados en
una forma dialógica con otras personas. Su concepto de dialogismo establece la relación entre
lenguaje, interacción y transformación social. Bakhtin establece que el individuo no existe
fuera del diálogo. Es el concepto de diálogo, en sí mismo, el que establece la existencia del
“otro”. De hecho, es a través del diálogo, que el otro no puede ser silenciado o excluido.
Bakhtin cree que los significados son creados en procesos de reflexión entre las personas. Los
mismos significados que más tarde utilizamos en conversaciones con otros, ampliándose e
incluso modificándose a medida que adquirimos nuevos significados. En este sentido, Bakhtin
afirma que cada vez que hablamos sobre algo que hemos leído, visto o sentido; lo que estamos
haciendo, de hecho, es reflejando los diálogos que ya hemos tenido con otros, mostrando los
significados que hemos ido creando en diálogos previos. Esto es lo mismo que decir que, lo
dicho no puede ser separado de la perspectiva de los otros: el discurso individual y el colectivo
se encuentran profundamente relacionados. Es en este sentido, por tanto, que Bakhtin habla
de una “cadena de diálogos”, a fin de señalar que todo dialógo es, en realidad, resultado de
uno previo y que al mismo tiempo, todo nuevo diálogo va a estar presente en los futuros.
En su debate con John Searle (Searle & Soler 2004), el Centro Especial de Investigación en
Teorías y Prácticas Superadoras de Desigualdades (CREA([1]), de ahora en adelante) realizaron
dos críticas a Habermas. El trabajo de CREA en lo referente a acciones comunicativas señala,
por un lado que el concepto clave no es la pretensión sino la interacción. Aunque un jefe
puede sostener pretensiones de validez cuando invita a su empleado a tomar un café con él, el
empleado puede estar motivado a aceptar la invitación por una pretensión de poder que surge
de una estructura desigual de la compañía y de la sociedad, la misma que coloca al empleado
en una situación de suboordinación respecto al empleador. CREA define las relaciones de
poder como aquellas que en las que las interacciones de poder involucradas predominan sobre
las interacciones dialógicas, y las relaciones dialógicas como aquellas en las que las
interacciones dialógicas prevalecen sobre las interacciones de poder. Las interacciones
dialógicas están basadas en la igualdad y buscan el entendimiento a través de los
interlocutores valorando los argumentos provistos al diálogo, independientemente de la
posición de poder del interlocutor. En las instituciones educativas de las democracias podemos
encontrar más interacciones diálogicas que en los centros educacionales de las dictaduras. Sin
embargo, incluso en los centros educativos de las democracias, cuando se habla de temas
curriculares, la voz del profesorado prevalece sobre la voz de las familias, que se encuentra
casi ausente. Los proyectos educativos que han contribuido a transformar algunas
interacciones de poder en interacciones dialógicas demuestran que uno aprende mucho más a
través de interacciones dialógicas que a través de interacciones de poder.