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Iglesia naciente y , creyente.

Las tres lecturas de este domingo nos hablan de los orígenes de la Iglesia, de las persecuciones de la Iglesia, y
de nuestra relación con Jesús.
Iglesia naciente
La primera lectura nos cuenta la institución de los diáconos y el aumento progresivo de la comunidad,
subrayando el hecho de que se uniesen a ella incluso sacerdotes.

En aquellos días, al crecer el número de los discípulos, los de lengua griega se quejaron contra los de lengua
hebrea, diciendo que en el suministro diario no atendían a sus viudas. Los Doce convocaron al grupo de los
discípulos y les dijeron:
-«No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos de la administración. Por tanto, hermanos,
escoged a siete de vosotros, hombres de buena fama, llenos de espíritu y de sabiduría, y los encargaremos de
esta tarea: nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra.»
La propuesta les pareció bien a todos y eligieron a Esteban, hombre lleno de fe y de Espíritu Santo, a Felipe,
Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y Nicolás, prosélito de Antioquía. Se los presentaron a los apóstoles y ellos
les impusieron las manos orando. La palabra de Dios iba cundiendo, y en Jerusalén crecía mucho el número de
discípulos; incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe.

La comunidad de Jerusalén estaba formada por judíos de lengua hebrea y judíos de lengua griega
(probablemente originarios de países extranjeros, la Diáspora). Los problemas lingüísticos, tan típicos de
nuestra época, se daban ya entonces. Los de lengua hebrea se consideraban superiores, los auténticos. Y eso
repercute en la atención a las viudas. Lucas, que en otros pasajes del libro de los Hechos subraya tanto el amor
mutuo y la igualdad, no puede ocultar en este caso que, desde el principio, se dieron problemas en la
comunidad cristiana por motivos económicos.
Los diáconos son siete, número simbólico, de plenitud. Aunque parecen elegidos para una misión
puramente material, permitiendo a los apóstoles dedicarse al apostolado y la oración, en realidad, los dos
primeros, Esteban y Felipe, desempeñaron también una intensa labor apostólica. Esteban será, además, el
primer mártir cristiano.
Iglesia creyente
El evangelio nos sitúa en la última cena, cuando Jesús se despide de sus discípulos. En el pasaje
seleccionado podemos distinguir tres partes: el hotel, el camino hacia él, los huéspedes.
El hotel
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas
estancias; si no fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y
os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.»
En la primera parte, Jesús sabe el miedo que puede embargar a los discípulos cuando él desaparezca y
queden solos. Y los anima a no temblar, insistiéndoles en que volverán a encontrarse y estarán
definitivamente juntos en el gran hotel de Dios, repleto de estancias. Como diría san Pablo, hablando de lo
que ocurrirá después de la muerte: «Y así estaremos siempre con el Señor». Esta primera parte, válida para
todos los tiempos, adquiere especial significado en esto meses en los que la epidemia del coronavirus ha
causado tantas muertes y miles de personas no han podido ni siquiera despedirse de su seres queridos. No
están solos. Están con el Señor.
El camino.
Tomás le dice:
-«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Jesús le responde:
-«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis
también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.»

La objeción lógica de Tomás, realista como siempre, le permite a Jesús ofrecer una de las mejores
definiciones de sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida.» ¿Cómo hablar de Jesús a quienes no lo
conocen o lo conocen poco? La mejor fórmula no es la del Concilio de Calcedonia: «Dios de Dios, luz de luz…».
Es preferible esta otra: camino, verdad y vida.
Sugiere que para llegar a Dios hay muchos caminos, pero para llegar a Dios como Padre el único camino
es Jesús. El musulmán alaba a Dios como Fuerte (Alla hu akbar). El cristiano lo considera Padre.
Jesús es también la verdad en medio de las dudas y frente al escepticismo que mostrará más tarde
Pilato. La pregunta correcta no es: «¿Qué es la verdad?», sino «¿Quién es la verdad?». La verdad no es un
concepto ni un sistema filosófico, se encarna en la persona de Jesús.
Jesús es también la vida que todos anhelamos, la vida eterna, que empieza ya en este mundo y que consiste
«en que te conozcan a ti, único dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo».

Los huéspedes

Felipe le dice:
-«Señor, muéstranos al Padre y nos basta.»
Jesús le replica:
-«Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre.
¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os
digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace sus obras. Creedme: yo
estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará
las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre.»

Una nueva interrupción, esta vez de Felipe, desemboca en el pasaje más difícil y desconcertante. Ahora
no hace falta recorrer ningún camino para llegar al Padre. Para verlo, basta con mirar a Jesús. Estas palabras,
que a oídos de los judíos sonarían como pura blasfemia, nos invitan a creer en Jesús como se cree en Dios; a
creer que, quien lo ve a él, ve al Padre; quien lo conoce a él, conoce al Padre; que él está en el Padre y el Padre
en él. Y al final, el mayor desafío: creer que nosotros, si creemos en Jesús, haremos obras más grandes que las
que él hizo. Parece imposible. El padre del niño epiléptico habría dicho: «Creo, Señor, pero me falta mucho.
Compensa tú a lo que en mí hay de incrédulo».
La Iglesia debatirá durante siglos la relación entre Jesús y el Padre, y no llegará a una formulación
definitiva hasta casi cuatrocientos años más tarde, en el concilio de Calcedonia (año 452). El evangelio de Juan
anticipa la fe que hemos heredado y confesamos

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