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Un sujeto en la nebulosa

Hervé Castanet
El sujeto cuyas coordenadas subjetivas desplegaré de manera breve vino a verme durante
siete años. Previamente había hecho dos tramos de análisis con clínicos conocidos, durante
alrededor de ocho años. En lo profesional se las iba arreglando con una modesta actividad de
vendedor de libros a domicilio. No hacía nada más. Me dice de entrada: «No sé qué espero, es
muy molesto». Me hablaba con extrema dificultad, dejaba sus frases en suspenso, acumulaba
vacilaciones y silencios. Acepte su demanda de análisis, pero ya estaba intrigado.
Noté sus dificultades para hablar, sus suspensos, sus vacilaciones, sus silencios. Se trataba, con
mayor precisión, de «blancos» subjetivos. El sujeto hablaba, y un «blanco», lugar vaciado, sin
palabras ni imágenes, surgía. Nuestro sujeto se eclipsaba, ausente para sí mismo. Pero la razón
estructural de su posición solo la obtuve mucho tiempo después.
Mi pregunta, como se sospechará, es la siguiente: ¿Estaba loco? ¿No lo estaba? Este trabajo es
una forma de respuesta.
Yo no sabía que lo molesto de lo que hablaba pasaría rápidamente de mi lado. Este sujeto fue
un sujeto molesto. No porque se propusiera molestar al analista, lo que habría conseguido al
precio de una táctica sagaz. Lo molesto es que para este sujeto nada se movió o, con mayor
precisión, lo que le sucedió durante la cura permaneció como letra muerta, en suspenso,
incluso pendiente. Vino a sus sesiones, puntual como un metrónomo, aplicado como un
artesano. Durante años, tranquilamente, no cesó de señalar que no sabía, ofrecía antiguos
recuerdos de la infancia, congelados y repetitivos.
La dimensión de la dirección al analista no estaba ausente: «Quito las ganas de un
acercamiento», dijo un día y agregó: «Fuérceme que resisto. Empújeme que resisto. ¡Mire!
Resisto mucho»; «Quiero ser un cadáver para alguien; me adelanto al momento en que usted
va a hablar pidiéndome que hable, entonces, me hago el muerto». Agregará: «Termino
teniendo pocos lazos con el otro. El otro se desanima con respecto a mí».
¿Qué le pasaba? «Es como si viviera en un eterno presente. No hablar es la garantía provisional
de que nada pase. Me siento huidizo, porque las palabras pueden tener otro sentido.
Permanecer inmóvil es detener el movimiento del tiempo. Me habría gustado, no morir, sino
ya estar muerto.» Precisa: «Estar con implica el silencio. La palabra separa. Para hablar es
necesario que deje de cavilar. Cuando intento hablar, esas cavilaciones desaparecen». En otro
momento dice: «Mientras no digo nada, espero que llegue una idea extraordinaria, bien
hecha, lista. Actúo como si tuviera la eternidad y no comprendo por qué; me empeño en seguir
vivo».

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La problemática que signan estas pocas frases no parece causar dificultad. He aquí un sujeto
obsesivo cuyas incansables cavilaciones demoran otro tanto la posibilidad del acto. Él probaría
por qué la fórmula «el acto de habla» es tan valiosa en la clínica. Hablar es cortar, es salir de la
jaula de su narcisismo en que lo aprisiona, lo vuelve un cadáver, la identificación con el falo.
¿Acaso no dice: «Me esfuerzo en no dejar huellas? ¿Soy discreto, no dejo huellas en mi
departamento»? Además, es paciente, como le gusta recordar: «'I'iendo a no esforzarme en
interrumpir ese silencio y espero que eso pase. Paciencia».
No se contenta con decirlo, lo pone en práctica y recuerda una vieja escena infantil: «Bajo a la
rienda de mis padres -una panadería. Quería preguntarle algo a mi madre. Ella discutía con un
cliente. Yo esperaba. Me había visto. No me decidía a ir a demandar. Hablar es demandar». Ya
no sabe lo que quería demandar, lo que tenía para decir. He aquí su drama: «Me debato con
algo. No sé con qué. En el momento de hablar ya no estoy seguro de nada. No sé qué me pasa.
Me esfuerzo por decir algo. Pienso, surge lo contrario. Eso me fastidia. Lo que digo no tiene
fundamento. Entonces, ¿para qué decirlo?». En otro momento dirá: «¿Qué diría si hablara?».
Semejantes formulaciones trazan otra pista, que nos alejará de la neurosis obsesiva. Este
sujeto no es presa de obsesiones con valencia sexual, que lo perturban y desvían el curso de
sus asociaciones mentales. No es víctima de las ansias del deseo frente a la prohibición
paterna, que lo fijaría en la parálisis -de allí las dudas. Por otra parte, nunca dirá nada de sus
obsesiones. En cambio, me aclara: «Mi pensamiento es rechazado incluso antes de aparecer.
Cuando hablo es una confusión». Y agrega: «Mis cadenas de pensamiento... dependo de ellas y
me hundo con ellas. Estoy en lucha con algo. Se forman ideas, digo que voy a hablar, luego eso
se va». Dirá incluso: «Desaparezco en mis ensoñaciones cuando surgen las dificultades». He
aquí un ejemplo de sus ensoñaciones: recuerda el dibujo que hizo en dase de primer grado -
tiene 40 años- y lo describe: era una oveja. La escena es muy viva, muy presente. La describe
como si la viera en una pantalla de televisión. La escena está allí -él es ese jovencito- y, a la vez,
distante, mediatizada por la imagen -es el testigo visual de ese jovencito. Las descripciones de
este tipo son numerosas, siempre son relatadas de manera lenta y con aplicación. Recuerda
cuando tenía 3 años y así, seguida mente, los recuerdos se acumulan, no forman nunca una
serie y no producen ningún cambio subjetivo. Este sujeto es inasible por lo que ofrece -un
sujeto «jabón bajo la ducha» en suma.
¿No le pasó nada en la vida durante siete años? ¡Oh, sí! Progresivamente fue perdiendo a su
compañera, a quien echó a la calle, perdió su trabajo de vendedor, a sus amigos, sus lazos
sociales. Para él eran hechos mencionados, atrapados en los «blancos», sin palabras ni
imágenes. Un día se fue. Desapareció. Siguió una errancia silenciosa de varios meses. No
volvió.

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¿Es todo? No. Lo que permite construir la función y el lugar de estos «blancos», verdaderos
agujeros subjetivos no simbolizados, es lo que nuestro sujeto, en un recodo de sus silencios y
de sus viejos recuerdos, dijo sobre la cosa sexual. Una vez me ofrece esta imagen: «Me
imaginaba frente a un cirujano, sin pene, sin nada en ese lugar, solamente con pelos
pubianos». Por lo demás, numero esas ensoñaciones de su infancia tienen el mismo contenido
-no tener más pene. En otra oportunidad me describió una escena imaginada: cuerpos que
hacen el amor. Los ve de abajo. No puede distinguir entre el hombre y la mujer.
Para él es «engorroso» tener una erección: «¿Demandar a una mujer hacer el amor es pedirle
qué?». Pero su formulación más precisa, más explícita, enuncia: «¿Qué hago con mi sexo y
cómo me estorba? Mi sexo es el quid de la cuestión. Empecé a callarme cuando este empezó a
agitarse». Para este sujeto la cuestión de la cosa sexual, cuando se manifiesta durante sus
primeras excitaciones -del pene-, queda sin respuesta. Es un goce enigmático, un enigma que
lo empuja a dirigirse a su madre -recordemos la primera escena, en que la madre habla con un
cliente en la panadería-, y que desaparece incluso antes de haber sido formulado: «Yo no me
decidía a ir a demandar». Empieza algo en la vida y, rápidamente, se detiene sin saber por qué:
«A menudo me contento con empezar. Me contento con poco». He aquí un sujeto sin
respuesta, que no sabe, enfrentado con el «blanco» de la confusión -confusión de sexos,
ausencia de una diferencia simbolizada entre hombre y mujer. «El otro femenino conserva el
sexo femenino. Quedar pegados después del coito. La parte masculina escondida, a cubierto,
en un refugio.» Lo dice él mismo al describir los efectos subjetivos de ese punto forcluido: «Un
rasgo que presento: confuso». También es «la indecencia» que surge cuando está listo para
hablar. El enigma recupera sus derechos: «No sé por qué me empeño en seguir vivo. No sé lo
que soy. No me aferro a nada, en ningún lado. No sé lo que me hace vivir, esa afición por
seguir vivo. ¿Quién nos dirá la verdad?».
El sujeto dirá de esta madre a la que querer demandar hace olvidar las palabras mismas del
habla, actualizando un «blanco» subjetivo: «Es ella quien lleva los pantalones. Mamá está loca.
Veo su rostro diciendo de mí: el rey de los boludos». De su padre, a quien nunca demandó
nada y cuyo lugar simbólico no advino para él, precisará: «Veo su rostro mientras mi madre me
trata de rey de los boludos. Es el rostro de mi padre tonto y malvado. El la deja hacer».

Una palabra que ofrece este sujeto resume de la mejor manera posible su posición subjetiva:
«Vivo en la nebulosa». Esta nebulosa no se levantó nunca en los siete años, a pesar de los
cambios de táctica del analista, que resultaron todos sin efectos. Todas las intervenciones del
analista la probaron presente, activa, actuante, pero inasible por definición.

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Este sujeto no presentaba ningún fenómeno elemental en el sentido de la psiquiatría, o mejor,
solo presentaba uno: justamente esa nebulosa. La nebulosa es el nombre y la forma que
asume para este sujeto el fenómeno elemental, es el emblema de la locura de este sujeto, por
otro lado, tan normal, tan aplicado, tan gentil, tan buen chico, tan atento a los libros que
vendía... tan ausente.

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