Está en la página 1de 174

AZUFRE EN EL CORAZÓN

Jorge Barraca Mairal


Derechos de autor © 2021 Jorge Barraca Mairal

Todos los derechos reservados.

Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte del autor.

Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del propietario de los derechos.

ISBN: 9798589407792
Independently published
Contenido

Página del título


Derechos de autor
Azufre en el corazón
AZUFRE EN EL CORAZÓN
Dedicatoria
PARTE I. EL PECADO
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
PARTE II. EL PURGATORIO
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
PARTE III. EL DRAGÓN
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
Acerca del autor
Azufre en el corazón

¿Deben contarse a la pareja todos los secretos? ¿Es eso una garantía para la
estabilidad de la relación o más bien puede conducir a una crisis
irreparable? En esta narración, plagada de medias verdades, ocultamientos y
revelaciones arriesgadas una pareja se enfrentará a estos dilemas. La bajada
a los infiernos por el desamor y el fingimiento forzará a sus protagonistas a
tomar resoluciones y, comprometidos por la situación social, se revelará
finalmente hasta qué punto la amenaza a la relación puede llevar a actuar
como jamás se había imaginado y… pagarse muy caro. Azufre en el
corazón sorprende por sus recursos narrativos, que, como la memoria o la
convivencia, cambian y evolucionan. A veces cómica y otras trágica, en
ocasiones lógica cuando no absurda, por momentos lúdica, su contenido
resulta intrigante y curioso para todo tipo de lectores, incluso —o
particularmente— para los terapeutas que tratan de ayudar a las parejas en
conflicto.
AZUFRE EN EL CORAZÓN

Jorge barraca mairal


A Darling
PARTE I. EL PECADO
1

—¿Tú me quieres, Carlos?


—¿Cómo?
—¿Acaso es normal lo que pasa aquí?
—¿Qué?
—¿Es posible que no veas nada, que no notes nada en mí, en ti?
—¿Hay algo especial que notar?
—¿No es ya de por sí una prueba esta conversación?
—¿Sugieres que tu interrogatorio es una muestra de que tenemos
problemas?
—¿Y tú que responderme así es una negación de ellos?
—¿Son acaso tus inquietudes una evidencia de algo?
—¿Son tus evasivas una prueba de lo contrario?
—¿Es que eludo hablar de nada?
—¿No crees que eso es lo que demuestras cuando esquivas
conversaciones, respondes con medias frases, y te escudas en fatigas,
horarios, presiones?
—¿Buscas que me contradiga, que invente ficciones, que finja
sentimientos, que niegue mis deseos?
—¿No puedes ser más claro sobre esos deseos y sentimientos?
—¿Debo satisfacer una curiosidad morbosa?
—¿Infundada?
—¿A santo de qué dices eso?
—¿Luego lo confirmas?
—¿Cómo podría? ¿Existe un límite para tus inquietudes? ¿Para tus
preguntas? ¿No son los hechos mismos los que deben evidenciarlos?
—¿Y no eres tú capaz de interpretar esos mismos hechos en el sentido
contrario?
—¿Existen dos formas antagónicas de leer las acciones?
—¿No te estoy diciendo que para mí van en direcciones opuestas?
—¿Y eres tú la sabia exégeta de mis actos?
—¿Y eres tú capaz de valorarlos adecuadamente en cada momento?
—¿Debo suponer que crees que no me conozco?
—¿Te conoces y lo haces adrede o ni siquiera eres consciente?
—¿Quizás tenga que visitar a un psicoanalista?
—¿Quizás tengas que ser leal conmigo?
—¿Existe la posibilidad de que lo sea desde siempre y tú busques tres
pies al gato?
—¿Existe la posibilidad de que esto sea como en Luz de gas?
—¿Y no será más bien que ves lo que no hay? ¿Luz de gas? ¿Acaso
cambio yo las cosas en la casa o eres tú?
—¿Quieres irte de nuevo por la tangente, cuando sabes bien a lo que me
refiero?
—¿Ah, sí? ¿Lo sé?
—¿Crees que volver a negarlo reafirma tu posición? ¿Piensas que me
confundes? ¿Crees que puedes seguir haciéndome dudar? ¿Que puedes
minimizar, desacreditar o fingir extrañeza ante mis dudas?
—¿Tal vez pongo en su sitio, corrijo o me extraño genuinamente de lo
que me dices?
—¿Eres irónico diciendo que pones en su sitio las cosas? ¿Las he
descolocado yo?
—¿Eres irónica cuando no se encuentra nunca nada en esta casa en la
que tú pasas mucho más tiempo que yo?
—¿Precisamente, no es ese el problema? ¿Estás aquí?, ¿vives aquí,
¿estás conmigo?
—¿Me explicas dónde, si no?
—¿Tienes otro mundo?
—¿No estará en este?
—¿Tratas de hacerte el ingenioso?
—¿No eres tú la que inventa, la que ve lo que no hay?
—¿No crees que el que calla otorga?
—¿No será que el que calla niega?
—¿No hablas mucho precisamente para no hacer nada?
—¿Quién se camufla entre palabras, entre interrogantes?
—¿Me agotas a propósito para acabar?
—¿Está falta de fuerzas la persona que visita más veces el gimnasio?
—¿Pero es posible que con toda esta cháchara no seas capaz de ver la
contradicción de tu conducta y tus palabras?
—¿Y es posible que no seas capaz de ver la coherencia de mis conductas
y mis palabras?
—¿Y es posible que no creas que hablar así habla a las claras de lo que
no quieres hablar?
—¿Y es posible que hablar y hablar no te deje ver lo imposible de llegar
a algún lugar hablando, de que tu interrogatorio en tercer grado, tus
suposiciones sobre mí, sobre mis actos, sobre mis silencios, que bien claro
hablan de que no creerás nada de lo que hablo, no pueden ser más
elocuentes?
—¡Aaaaaaah!
2

La atormentaba, la confundía, la enojaba, la enervaba. Me siento


culpable de ello. Ahora entiendo que no era el camino, pero mucho más
duro era para mí abrirme y poner todas las cartas sobre la mesa. Entiéndase:
no era realmente que sintiera que tenía que ocultarme o que debía
reservarme mis sentimientos, pero se hace difícil de contar lo que nos
avergüenza, en mayor o menor medida, y pensamos entonces, sin duda con
ingenuidad, que no influirá de forma determinante en la relación.
¿Es que acaso tiene que decirse todo en una pareja? Si siempre hemos
contado con el derecho a la intimidad, si incluso nuestros padres y amigos
más próximos no han accedido a lo más recóndito de nuestro sentir
¿perdemos esa potestad por el hecho de establecer una relación? Dudo
mucho de que cada uno de los miembros de una pareja no mantenga oculta
una parte de sus pensamientos y sentimientos. Por supuesto, considero que,
si uno de los dos tiene un amante, derrocha el dinero común, sufre una
adicción, consume alcohol a escondidas o es reo de delitos, por citar
algunas cuestiones indiscutibles, es desleal si no lo cuenta; no obstante,
¿qué pasa si son sensaciones fugaces, dudas, deseos, breves escenas? Es
más, a mi parecer hay madurez en contenerse y callar. No ser capaz de
morderse la lengua y vomitar todo lo que nos indigesta es propio de niños o
de personas que no han aprendido a soportar con entereza sus congojas.
Aurora se alejaba de mí. Ahora entiendo que sus inquietudes, que eran
vivas e intensas, se iban orientando progresivamente en una dirección
opuesta a la mía. Como la música que la acompañaba casi siempre variaba,
alternaba de ritmos, tres por cuatro, cinco por cuatro, seis por ocho.
Igualmente bailaban sus tonalidades, sí bemol mayor, fa sostenido menor, re
mayor; o se enriquecía con más o menos instrumentos: fagot, celesta, viola,
clarinete… En cambio, yo era tan previsible y monótono como el rumor de
las olas, tan pertinaz en su balanceo, en su búsqueda de una orilla, mi
búsqueda. Me insistía, estaba encima de mí, pero no la culpo. Por un lado,
era su carácter, por otro, mi falta de claridad. Esto, naturalmente, lo digo
ahora: entonces sí que me bloqueaba. Por eso me justificaba a mí mismo en
esos instantes de silencio, de ambivalencia o de ensimismamiento: era un
contragolpe equitativo a sus intromisiones. Pero estas cuentas me salieron
muy mal y pagué unos intereses de usura.
Es verdad que no notaba que en ella, poco a poco, se gestaba una honda
desconfianza hacia mí. No ya solo un recelo inocente, de temas
intrascendentes o inocuos, sino uno que anidaría en las mismas entrañas de
su ser. De nuevo en esto fui un ingenuo: provoqué que el amor que me tenía
se despegase de ella pedazo a pedazo, igual que el cambio de estación
despoja al plátano de sombra de su corteza. Yo fui ese invierno y, como en
el árbol, la piel afectuosa que antes la recubría cayó en placas secas hasta
desnudarla, más aún: hasta dejarla en carne viva.
Todavía no había hecho nada, aunque faltaba poco. Algunas personas
tienen que llegar hasta el extremo, hasta el acorralamiento para que actúen.
Paradójicamente, o quizás no tanto, cuanto más me agobiaba y presionaba
más difícil se me hacía hablar, lo que hubiese resultado tan liberatorio. No
hice bien, pero los distintos encontronazos con Aurora y la situación del
trabajo me estaban poniendo contra las cuerdas. En casa disimulaba todo lo
que podía; y, al menos yo así lo creía, ofrecía una apariencia lo
suficientemente poco sospechosa para que se pudiera cuestionar que eran
reacciones injustificadas por su parte.
Sé que aquí, en estas mismas líneas, doy vueltas y vueltas sin acabar de
decir las cosas, que solo soy capaz de hacer comentarios generales,
indeterminados, que, como Aurora me exigía con razón, no aterrizo nunca
en el meollo. No hay que hacerse ilusiones. Voy contando lo que puedo,
pero supongo que hasta que los hechos no se descubran por sí mismos seré
incapaz de dejar de mostrarme elusivo.
3

Puedo recordar muy bien aquellos sentimientos que me embargaban


durante días, que me acompañaban allá donde fuera, que me envolvían
como un extraño fluido, acompasado a mi ritmo de vida. Formaban una
pantalla que me distanciaba de todas las personas, cuando hablaba con ellas
con aparente normalidad, y hasta de mí misma. No era tristeza, no era
ansiedad, no me impulsaban a escapar del sitio en que me encontraba, no
me crispaban, no me apagaban el ánimo, no me consumían las fuerzas, no
me impedían trabajar. Sin embargo, su impacto era profundo, sus efectos
pertinaces. Cuando ahora los evoco me recorre una suerte de desazón
indefinida. Si los hubiera tenido que explicar entonces habría echado mano
de la música y mencionado que para mí eran como unos sonidos
indeterminados, simples, sin armonía, sin melodía, pero inquietantes, como
los de una pieza dodecafónica.
De estas sensaciones él no se percataba; únicamente era capaz de notar
que yo, en algún instante, podía interrumpirme brevemente al hablar y
parecer algo ausente; no obstante, nunca lo relacionaba con nada nuestro.
En aquel entonces no creía que hubiera algo que desentrañar. Lo esencial se
le escamoteaba. Como a mí. Lo entiendo, porque la lentitud con que todo
sucedió al principio hacía difícil advertirlo. Solo con una enorme lente de
aumento puede apreciarse el movimiento de la aguja de las horas, o solo si
apartamos la vista de ella durante un tiempo. Y yo entonces ni era capaz de
levantar mi mirada, ni tenía esa lupa, aunque luego, por fortuna, conté con
algo que cumplió la misma función.
Así que entonces no lo entendía, no lo entendíamos ninguno de los dos.
Puede que aún nos falten muchas claves del proceso que vivimos. Tal vez
no importe. Como he dicho, empezó poco a poco, e incluso, por periodos,
se detuvo. No obstante, con desquiciante parsimonia, con un ritmo
imperceptible e insidioso acabó plantada en mitad de nosotros, la muralla.
Ahora él era ya bien consciente. Después sucedieron más cosas, más y más
cosas. Y fueron creciendo y volviéndose dolorosas, dañinas, lacerantes.
Quizás fueron consecuencia de esa mínima fisura inicial entre nosotros,
quizás hijas del mismo evento que la produjo. Llegó un punto en que nada
parecía ordenado; nada fluía. Como un ruido muy muy lejano y casi
imperceptible pero que acaba, al acercarse de manera muy progresiva, por
convertirse en un estruendo insoportable, en el crescendo más largo y
demoledor que pueda figurarse, así nuestra relación quedó devastada. Fue
como un incendio que arrasó todo a su paso y que dejó un yermo humeante
de lo que antes había sido un frondoso bosque. Luego, tras la decisión, poco
a poco la lluvia de una tormenta benigna, aunque no exenta de algunos
truenos y rayos, empezó a regar esa superficie sin vida. Calma.
Y aunque de ellos, de esos sentimientos, sé que no queda sino esta
evocación, soy incapaz de afirmar si estoy ahora bien o soy feliz. Y me
pregunto… ¿es esto lo que tenía que venir?, ¿nada más?, ¿puedo decir que
esto es suficiente o se debe aspirar a otra cosa?, ¿cómo estar segura? Al fin,
no puedo responder a la pregunta fundamental: ¿fue una buena decisión?
Mi ánimo actual me empuja a no buscar más, a no querer cambiar ya nada
de mi vida, a no dar más oportunidades. A lo mejor, dejar de preguntarse
sobre la felicidad y reconocerse tranquila sea la llave del bienestar, a lo
mejor. Aprecio en bastante mayor grado la serenidad que la felicidad,
quizás por haber sufrido tantos vaivenes emocionales y encontrarme tan
cansada. Pero no pienso que esta situación, que ahora mismo estimo la
mejor para mi vida, tenga que ser buena para todos. De hecho, considero
que mis decisiones y sus resultados serían inadecuados para muchas otras
mujeres, les harían infelices y se desdeñarían a sí mismas por seguir mi
misma senda.
He evitado hablar de amor. Si felicidad es un término demasiado grande,
más lo es el de amor. Caben tantas definiciones, tantas posibilidades, tantos
estados, en tantas formas. Una vez leí en Proust que amar es una mala
suerte como la de los cuentos de hadas: contra ella nada se puede hacer
hasta que cesa el encantamiento. Desde luego, si uno queda prendado de la
persona inadecuada hay verdad en esa frase. Pero ni uno se enamora sin un
esfuerzo personal —quizás pérfido e inconsciente—, ni se desenamora
porque sí, sin su propio concurso. Yo estoy contenta de no reconocerme
enamorada, de no tener una pasión. No lo deseo. La temo porque la he
sufrido.
¿Me he resignado a mi suerte? ¿Es esto conformismo? No lo creo. Más
bien diría que todo ha sido un proceso de aprendizaje de la realidad. De mi
realidad. Aunque tal vez también de la suya: esta es la partitura de un dúo.
La del dúo de un piano y un violín. Cuando se conoce la música y se oye
únicamente la voz del piano cuesta reconocer la obra. Durante un rato,
como si se tuviera una palabra en la punta de la lengua, se busca qué falta,
cómo se concierta, qué la complementa. Mas todo esfuerzo mental es inútil
hasta que aparece de pronto la integración y al instante se recupera el
sentido y el placer de la audición. De manera semejante, oír también su voz,
hacer el dúo, resulta necesario para que la historia cobre sentido y resulte
armónica. Solo así creo que se podrá entender, no pretendo nada más.
4

—Pues yo te lo aclaro: esta próxima semana el puente empieza el


viernes, que es el día de la Constitución, y han pasado la fiesta de la
Inmaculada al lunes, porque caía en domingo; así que tenemos el fin de
semana estirado por delante y por detrás.
—¡Ah! vale. Estupendo. Realmente me va a venir bien no tener que ir a
la oficina esos días. No veas lo plof que estoy.
—Ya. Pero… ¿vamos a hacer algo?, ¿visitamos algún sitio?
—¡Uf! No sé, yo me lo figuraba en plan tranquilo. Sin hacer nada.
—Es un descanso mental, que tampoco viene nada mal. Y no te estoy
diciendo que nos vayamos a pegar grandes caminatas o darnos un palizón
visitando cuarenta museos. Se trata de airearse un poco.
—Claro, pero ya sabes cómo se pone todo de gente y lo que hay que
madrugar para evitar la muchedumbre. Y más en un puente así de largo en
Madrid.
—Jo, de verdad. Pones pegas para todo. Antes bien que paseábamos.
Total, como no teníamos un euro nos veíamos obligados a hacer lo que salía
gratis.
—En fin, que ahora tampoco es que nos sobre.
—Pero no exageres, que parecemos unos pobres de solemnidad. No me
fastidies con que no podemos hacer una excursión a cualquier sitio cerca, ir
a un restaurante y pedir un menú del día, y pagar unas miserables entradas
de un museo, una sacristía de catedral, un palacete.
—Si no digo eso. Pero es que yo quería de verdad hacer el plan más
tranquilo posible.
—Desde luego, el más tranquilo posible y el más aburrido, el de la
pasividad absoluta. Encefalograma plano, ¿no? ¿Qué quieres que haga yo
mientras? ¿Otra vez me voy a ver a mis padres yo sola, por centésima vez,
ya que tú te niegas a acompañarme? O… ¿me subo por las paredes? De
verdad que esta situación me está machacando.
—¿Qué situación?
—¿Ya estamos otra vez? Mira, no jorobes. De sobra lo sabes.
—No te me pongas así de nuevo, por favor, no dramatices. Tengamos la
fiesta en paz.
—Eso: en paz, más paz, un poco más de paz y al camposanto.
—¡Vamos Aurora!
—Mira Carlos. No es exageración. Ya clama al cielo. Y que lo sepas que
no lo pienso yo sola. Me lo dicen hasta mis amigas. Mis padres te excusan,
claro, que estará cansado, niña, sí, sí, ya. Pero como esté yo, eso qué más
da, que me parta un rayo. Luisa, el otro día, según me vio: qué cara tienes
hija, estás patética, ni que se te hubiera muerto el perro. ¡Ah! ¿Te ríes? ¿Te
hace gracia?
—Ya lo creo. ¡cómo lo cuenta esta Luisa!
—Pues a mí maldita la gracia que me hace, pero ¡¿cómo tengo que
ponerme para que reacciones?!
—Venga, perdona. Ya veo que no estás de humor, precisamente. Lo
siento. Sí, estoy muy parado. Es verdad. Pero es que, mira, tú eres muy
distinta a mí, Aurora. Te va el movimiento, eres inquieta. Si estás aquí
metida comprendo que te desesperes, pero a mí ya me conoces. Soy más
casero. Mi programa ideal es estar en casa.
—Sí, pero si al menos estando los dos en ella hiciéramos algo juntos…
Tú te pones con el ordenador o el móvil horas, y yo ya no sé ni qué hacer
aquí. Y si sales el fin de semana unas horas, ni me entero, ni me lo dices.
Luego me vienes con la historia de que voy mucho al gimnasio, que
compro, que cambio cosas en casa. No es mi carácter. Es que estoy sola. ¡Es
que tengo que hacer algo!
—Muy bien Aurora, pero ¿y yo no puedo descansar?, ¿yo no me
deslomo en el trabajo? Entiende un poco que no es lo mismo mi situación
que la tuya.
—¿Te acuerdas de lo del hombre de acción?
—¿Qué?
—Sí Carlos. Lo de que yo sería la cabeza pensante y tú el hombre de
acción.
—¿Pero de cuándo me estás hablando?
—Para mí no hace mucho. Hemos pasado estos tres años o poco más y
tú ni te pareces al que eras. No te conozco. Y me digo, ¿es que te he
conocido alguna vez?
—Qué historias sacas. No sabes ni lo que dices. Ya nos estamos
amargando el día, otra vez. Ya te he dicho que necesitamos cosas distintas.
—Pero qué superficialidad es esa de que tú estás así y yo asá, qué
simpleza, de verdad. Lo que es no querer reconocer las cosas. Tú no me
engañas: tienes cosas en la cabeza que no me cuentas. Dices que quieres
descansar, que eres casero, que eres tranquilo, pero estoy segura de que
tienes unos nervios de mucho cuidado. Además, a veces sales
intempestivamente. Sí, sí, tienes mucha actividad, pero mental. Ahí te
prodigas, aunque a saber en qué.
—Ya estás con esas suposiciones raras de mí, como si no fuera yo
trasparente. Te vas a acabar creyendo tus propias películas de tanto decirlo.
—No sé, ya no sé qué pensar de verdad. Esto es desesperante.

—Vamos cariño. ¿Quieres que demos una vuelta?


—Qué más da.
—Venga, andar nos hará bien.
—Andar no nos hará nada, pero salgamos.

—¿Sigues enfadada?
—…
—Bueno, no hables si no quieres. Es igual, se puede pasear sin hablar.

—¿Qué te pasa por la cabeza? Seguro que tienes música, ¿algún aria?
¿una romanza de zarzuela? Anda, dime qué. Ya sé ¿El barbero de Sevilla?,
¿Rigoletto?, ¿Turandot?, ¿La tabernera del puerto? Seguro que es Un baile
de máscaras.
—…

—¿A que ha estado bien estirar las piernas?


—¿De verdad tú crees que así se arregla algo? ¿Por dar este paseo?
—No sé. Bueno, ya sabes lo que opino: no es que haya que arreglar nada
entre nosotros, es que tú te tomas las cosas de una forma exagerada. Con lo
tranquilos que podríamos estar…
—Mira, es igual. Ya ni me enfado con lo que estás diciendo. Me has
llevado hasta la indiferencia más absoluta, y te aseguro que no era fácil por
cómo te…
—¿Qué?
—Nada. No. Nada.
—Tengo una sorpresa: he hecho una reserva para visitar el Castillo de la
Mota este domingo. Es a las doce, así que tenemos tiempo para salir de
Madrid tranquilos.
—Ve tú. Ahora me es igual.
—¿Qué estás diciendo? ¿Ahora resulta que hago el plan como tú querías
y tampoco estás contenta? ¿Qué quieres pues, hija? Luego dices que soy yo,
¿quién es la que cambia de opinión como una niña pequeña?
—Escucha, Carlos. No tengo el mínimo deseo de salir este puente.
Déjame. Un niño es el que no entiende que cuando las cosas llegan tan a
destiempo no pueden ilusionar, es más, duelen.
5

Me quedé mirando la mosca que revoloteaba cerca del cristal. Se


acercaba al vidrio, se posaba en él, daba unos pequeños pasos, se volvía a
alejar unos centímetros, volaba y se chocaba de nuevo con esa barrera
incomprensible para el insecto. Así una y otra vez. En esta ocasión, permití
que pasaran horas y me fui de allí sin abrir la ventana.
Se sucedieron los meses, muchos meses. Y después de un tiempo en ese
estado tan irritable, empecé a encontrarme más tranquila. Poco a poco,
había cambiado algo en mi interior. No era la paz que necesitaba, pero al
menos notaba que de esta forma podía subsistir un tiempo que no sabría
tasar. Corriendo en la cinta del gimnasio aprendí que los primeros diez o
quince minutos son habitualmente los más duros; luego se entra en un
estado físico que te hace creer que podrás seguir a buena marcha
indefinidamente. Es un engaño útil para el cuerpo que se enfrenta a un
esfuerzo continuado, pero se acaba perdiendo el combustible progresiva e
inadvertidamente; un tiempo después te has vaciado por completo. En aquel
entonces estaba en buena forma física, gracias a esta disciplina del cuerpo;
cuánto mejor hubiera sido tener un corazón disciplinado.
Desde las prácticas de la carrera había trabado contacto con algunos
despachos de abogados y tras licenciarme encadené varios años de
contratos en la asesoría jurídica de firmas grandes; empresas donde una no
es más que una pieza en un engranaje inmenso de producción de dinero, del
que, naturalmente, tú solo verás una parte ínfima, aunque el pastel es tan
considerable que sigue tocándote más que en otros sitios. Precisamente, la
perversión estriba en hacerte saborear algo la tentadora fruta del peculio
para saber que existe y que podría ser tuyo en mucha mayor medida si
llegas a socio. Por supuesto, para eso debes vender el alma al diablo, que
consiste en entregarte sin medida a la empresa y trabajar sin tregua. En este
entorno te llevan a creer que eres una afortunada si entras a las ocho de la
mañana y sales a las diez de la noche. Y, si de vuelta a casa, derrengada, te
cruzas con la gente que ha terminado a las seis y puede ir al cine, al
gimnasio, a comprar, a tomarse algo en una terraza o, sencillamente, a
pasear, te asiste el derecho a mirarlos con condescendencia: esos pobres no
tienen la fortuna de trabajar en un sitio tan espléndido como tú, no
aprenderán como tú, no adquirirán tus destrezas, no tendrán jamás un
equipo tan excelente como el tuyo; esos pobres, pobres, pobres no se
identifican con la firma donde trabajaban, como tú. ¡En fin! Aun con todo,
por mi situación en casa con Carlos, este trabajo a destajo me venía bien.
Una vez, saliendo más tarde que nunca, porque había que cerrar todo
antes de un juicio que tendría al día siguiente, cosa que yo sentía como
crucial, al punto de hacerme pensar que se hundiría el despacho si yo no
ganaba el caso, me crucé con un mendigo que ya había visto en bastantes
ocasiones en la misma esquina. Como siempre, yo iba a paso rápido con mi
carterita, satisfecha de haberlo dejado todo bien argumentado; él me miró
con más fijeza que otras veces y percibí un rictus irónico en la comisura de
sus labios; parecía decirme “pobre desgraciada”. Ese hombre, ese homeless
¿me miraba con desdén? Probablemente tenía razón. Cómo se puede hacer
tan bien las cosas para que te sientas orgullosa de que te exploten. Desde
luego, la inteligencia económica del sistema era inmejorable.
Pero, como digo, siempre que no me parase mucho a reflexionar, lo cual
era lo corriente dado lo vertiginoso de mi actividad, estaba mucho mejor; al
menos mucho mejor que cuando cruzaba el umbral de casa y me topaba con
un hombre que parecía tan ajeno a mí. Fue en este entorno laboral donde la
vida me dio un giro de ciento ochenta grados.
Carlos, en cambio, parecía seguir el proceso contrario y cada vez parecía
más alterado e inquieto. Si antes se apoltronaba en el sofá durante horas,
ahora le costaba permanecer sentado más allá de treinta minutos. Se
levantaba súbitamente y salía de casa de forma repentina, sin decirme nada.
Estas escapadas se prolongaban cada vez más horas. Al mismo tiempo,
había empezado a fumar. Eso le daba un aspecto que no le pegaba en
absoluto. Combinaba tipos de tabaco y marcas, empezó a liar cigarrillos;
hacía experimentos raros con las mezclas, a juzgar por el olor. Un día le vi
con pipas y hasta con un narguile, que intentó disimular al fondo de un
armario. Mientras fumaba miraba el móvil o el ordenador continuamente.
Yo había dejado de interrogarle por estas cosas.
Junto con esto, se habían dado otros cambios: ahora no estaba tanto
tiempo en la oficina y raramente dejaba caer algún dato sobre sus
compañeros, sus jefes o su trabajo. Aparentemente, había abandonado la
lucha por progresar en la empresa, aunque tampoco parecía buscar otra. Se
ensimismaba como antes y no me miraba. Hacía tiempo que no teníamos
relaciones sexuales, ni tan siquiera nos tocábamos. Cada uno dormía en una
habitación; siempre podía esgrimirse una buena excusa ante este hecho: yo
me quedo viendo el ordenador hasta más tarde, no te quiero despertar; tú te
levantas más pronto; necesitamos descansar más, así no te molestaré con
mis ruidos; etcétera, etcétera. Se me confirmó que estaba en otra órbita, tan
lejano de mí como si viviera en Australia. Quizás, si esto fuera literal,
habría sido mejor, porque entonces sentiría la obligación de llamarme,
quién sabe, semanalmente y percibiría una mínima preocupación o interés
por mi persona. En una ocasión, tras comentarle esto mismo, me miró con
extrañeza; estaba genuinamente sorprendido de mi comentario y me
aseguró que no concebía otra vida que seguir junto a mí. Sus palabras
entonces fueron las más íntimas y expresivas que oía de su boca desde hacía
muchos, muchos meses. Continuó diciendo que sabía que, en los últimos
tiempos, había estado menos cercano y atento, pero que tenía el propósito
de cambiar, aunque necesitaba algo de tiempo. De manera algo
indeterminada, como era moneda corriente en él en los últimos años, aludió
a unos proyectos incoherentes o nebulosos que supuestamente nos
ayudarían a vivir mejor. Yo me quedé desconcertada, pero, tras unos días en
que efectivamente se mostró algo más afectuoso, volvió a sumirse en un
interior insondable y yo recuperé mi escepticismo.
6

—¡Vaya horas!
—Sí, desde luego. Es tardísimo. Y vengo muerta.
—Deberías irte antes del trabajo.
—Debería.
—Esta semana he cenado solo todas las noches, Aurora.
—Soy consciente.
—¿Todos tus compañeros se quedan hasta estas horas? Me parece
imposible.
—Seguramente no todos.
—¿Entonces?
—Mira Carlos: también a mí me gustaría acabar antes, pero esta
temporada tengo mucho lío y no puede ser.
—Ya veremos si existe una temporada en que sí pueda ser. Deberías
exigir cumplir solo las horas a que te obliga tu contrato.
—Supongo que no lo recordarás, pero esta conversación la hemos tenido
otras veces, aunque con los papeles cambiados. Era yo quien te decía que
no había derecho a que tu empresa te tuviera trabajando hasta tan tarde. La
diferencia con lo que sucede ahora es que yo era mucho más comprensiva
contigo. Lo sentía de verdad y trataba de hacerte lo más agradable posible
tu llegada. Y, desde luego, no te exigía que te plantases ante tu feje y le
vinieras con esas exigencias. Estaría buena si soltase yo eso en un entorno
laboral como el mío.
—¡Uffffff! Está bien. Me callo. Haz lo que te plazca. Tienes la cena en la
mesa, caliéntatela en el microondas si quieres.

—Supongo que no te apuntarás, pero estaba pensando ir a una zarzuela


este fin de semana con unas amigas. Lo hemos hablado, pero aún no
tenemos las entradas. ¿Quieres venir con nosotras?
—No, déjalo. Ya sabes que no me iba a gustar. Pero gracias.
—¿Estás seguro? ¿Tienes algo que hacer?
—Bueno, si tú sales me buscaré algún plan, sí. Seguramente aprovecharé
para quedar con algún amigo.
—Claro, uno de esos amigos de los que no sé nada. ¿Sabes qué te digo?,
que vale. Haz lo que prefieras.

—Ayer llegaste casi de madrugada, ¿no?


—Creo que hacia las cinco, sí. Perdona, intenté entrar en casa sin hacer
ruido, pero por lo que parece te desperté.
—Bueno, no te preocupes, creo que estaba algo inquieta.
—¿Tú llegaste mucho antes?
—Sí, sí. Después de la zarzuela, solo cenamos una cosa ligera en la barra
de un bar y ya nos fuimos.
—Imaginé que te tomarías algo después.
—Luisa y Elena estaban cansadas, y yo igual. La cosa no dio para más.
Pero tú tenías anoche cuerda para rato, por lo que parece.
—Bueno, la compañía tiró un poco de mí. Ya sabes que no me gusta
trasnochar.
—Entonces has dormido muy poco. Son poco más de las nueve. Así no
vas a descansar.
—No te preocupes, estoy bien, estoy bien. Pero… ¿te gustó la obra?
¿estuvieron bien los cantantes? ¿y el montaje?

—A ver, explícamelo otra vez, que no me entero.


—Vale, te lo repito, que sale Edmund, que es el hijo del duque, y la
condesa, la marquesa, la vizcondesa y la baronesa.
—¿¡Es hijo de todas ellas!?
—¡No hombre! Ja, ja. ¡Qué dices! Edmund es solo el hijo del duque, las
otras solo salen.
—¡Ah! Salen… ¿salen de la escena?
—No, bueno, en realidad entran. Vamos: salen de bastidores y entran a
cantar con Edmund.
—¿Y qué cantan?
—Bueno, ellas cantan poco, solo le dan réplica a él, que entona lo de La
murmuración es el pecado más corriente en la mujer…
—¡Ah! Sí, eso lo tarareas tú a veces.
—Pero aquí tiene más gracia. Espera, que sigo. Entonces sale —
bueeeeeno, entra— Pipón.
—¿Quién es Pipón?
—Es un criado del duque, al que le gusta Ana.
—Vale, ya entiendo y como al duque también le gusta…
—Qué va. Al duque no le gusta.
—Pero si a los duques siempre les gustan las que… bueno, siempre les
gustan las que salen.
—Pues en este caso no, es a Edmund a quien le gusta. No espera, que me
estás liado, a Edmund le gusta Marta, aunque su prometida es Ketty. Y
Pipón quiere besar a Ketty.
—¿Pero a Pipón no le gustaba Ana? Entonces ¿por qué quiere besar a
Ketty? Además, si Edmund no la quiere porque le gusta más Marta… Y…
qué le importa a Pipón que le guste Marta si a quien quiere es a Ana;
aunque bueno, ya no sé si también le gusta Ketty.
—Quiere besarla porque no quiere que a Edmund le guste Marta, es por
venganza.
—¡Qué metomentodo! Es como el perro del hortelano: ni come ni deja
comer. Y qué más le da a él.
—Espera, es que Marta es hermana de Pipón.
—Pero, a ver, si es un criado su hermana será una criada, ¿y, aún así, a
Edmund le gusta Marta? Será que es muy guapa y es entonces cuando canta
lo de Marta, Marta tu sparisti e il mio cor…
—¡No hombre! Si eso es de una ópera.
—¡Caray! No hay manera.
—Lo que sí canta Edmund es lo de Ya la ilusión con que soñé será dulce
realidad…
—¿Se lo canta a Pipón?
—¡Qué tontería! ¡Cómo se lo va a cantar a Pipón! Se lo canta a Marta.
—Ya está: y lo escucha Ketty y le da celos. O… no, lo escucha Ana y se
enamora de él, y entonces Pipón jura venganza, pero como es plebeya pues
el duque, el padre de Edmund, se enfada y le deshereda, pero luego se
descubre que no, que no era plebeya, sino noble, pero sus padres la
abandonaron de niña, y…
—¡Para! Que esta vez no sucede nada de eso.
—Pero si es lo que pasa siempre. Además, la ópera es una cosa muy
simple: una obra musical en la que el tenor quiere acostarse con la soprano
y el barítono se lo impide.
—Vale, pero eso es en las óperas, esto es una zarzuela, aquí de eso nada
de nada.
—En fin…
—Y luego salen las campesinas y cantan lo de Hay que ver, hay ver…
—¿Qué? ¿Qué hay que ver?
—¡Shhh! la ropa que hace un siglo llevaba la mujer...
—¿Y eso qué tiene que ver con la historia? ¿Se cambian de ropa?
—Pues nada, no tiene que ver: es un número costumbrista.
—Vale, vale. Lo entiendo. ¿Pero cuándo es la cacería?
—¿Qué?
—Sí, con lo de los doctores y el perro.
—¿Cómo?
—Pues eso, que si es una cacería habrá perros que se ponen rabiosos —
de hecho, me suena que pasa algo así—. Y luego sale lo del cazador, pero
dice que no ha cazado nada, y que cuando iba a cazar no lo pilla, pero sí
salen la madre y el hijo, y les pilla, bueno él no, otros, que pillan al perro y
lo llevan al médico.
—¡Madre del amor hermoso! ¿A quién llevan al médico a la madre, al
hijo, al cazador, al perro o a ti, que te hace tanta falta?
—Que sí, que ya me acuerdo, que llevan el perro a los doctores y cantan
lo de El perro está rabioso… o no lo está.
—Pero ¿por qué van a cantar eso aquí?
—Pero ¿no es una montería?, pues habrá la caza y perros, digo yo. Aquí
pasará. Seguro que esta vez no me confundo.
—La zarzuela se llama La montería, pero, aunque parezca mentira, aquí
no hay perros ni cazadores. Y con lo que tú te has liado es con El rey que
rabió.
—Bueno, supongo que aquí al menos rabió el Duque, o Edmund, o
Pipón, o, yo qué sé, el hámster. El hámster, que no puede faltar.
—¿Pero qué dices?
—Que no puede faltar.
—¿Faltar a qué?
—No faltar, ¡saltar!, que no puede saltar. ¡Cómo va a saltar si es un
hámster! ¿Has cuidado tú a muchos hámsters para saber si saltan o no?,
¿eh?, ¿o los has domado tú?, ¿son los hámsters un tema frecuente de
preocupación para ti?
—¿Qué? Perdona deudo mío, me lo repites, es que no prestaba atención.
—¿Seguro que fuiste a la zarzuela el otro día? ¿No sería que te
equivocaste de espectáculo y te metiste en Esperando a Godot?
—Ja, ja. ¡Qué rápido has caído! ¡Desde el principio, cuando empecé con
el argumento! Menos mal, ya creía que no me seguirías la broma, que
habías perdido el sentido del humor y los reflejos. Ja, ja. Ha sido como
nuestros viejos juegos de palabras.
—Pues ya ves que no. Para que veas que no estoy tan desentrenado.
—¡Ay! Ojalá esto durara, pero prefiero no hacerme ilusiones.
Sinceramente, no quiero llevarme otro chasco. Estoy escarmentada.
—¡Uhm! Que no quieres hacerte ilusiones, que estás escarmentada….
Ya, vaya. En fin. Acabas de aguar la fiesta, Aurora. Me voy.
7

Esa mañana me desperté antes de que sonase la alarma del móvil o


puede que la apagase sin ser consciente. Los dígitos de la hora del móvil
informaban de que eran justo las siete de la mañana. Me levanté despacio,
con dificultad para moverme, pues sentía el cuerpo aún entumecido; sin
embargo, tenía una extraña claridad mental dadas las horas. Fui al baño y
ahí siguió el ritual de todos los días: vaciar la vejiga, ducharme, lavarme los
dientes, ponerme algo de color en las mejillas, peinarme; en total, lo que
suele llevarme una media hora. Salí del baño. La casa estaba aún en
completo silencio y no llegaba ningún ruido del exterior. Ni siquiera
percibía la respiración de Carlos, habitualmente tan pesada que se oía desde
la habitación donde dormía; tampoco noté que hubiese empezado ya a
arreglarse en su aseo.
Tomé el desayuno con bastante calma, todo continuaba en silencio; miré
mi reloj de pulsera, que no me quito ni para dormir, y ya eran las ocho
menos cuarto. Pensé que como Carlos no se levantase ya sería inevitable
que llegase tarde al trabajo. No me había dicho que tuviera ningún cambio
horario o algo especial ese día como para quedarse tanto tiempo durmiendo.
De todos modos, había algo raro: seguía reinando un silencio sepulcral y…
todo estaba en penumbra aun cuando ya eran casi las ocho.
Me asomé a la ventana y efectivamente aún reinaba la oscuridad. No
cruzaba un solo coche, no había transeúntes. Volví a la habitación donde
había dejado el móvil y miré otra vez la hora. No lo entendía: ¡seguía
marcando las siete! Debía haberse estropeado o bloqueado en esa pantalla.
Para contrastar la hora pulsé el mando de la televisión, pero la pantalla
continuó en negro, no se encendía. Sin embargo, mi reloj de pulsera
continuaba girando, las ocho y diez. Pensé que habría habido un apagón o
algo así, eso explicaría la oscuridad exterior, la falta de movimiento en la
calle o lo de la televisión. Tenía otros relojes en la casa, el de la cocina y el
de la mesita del salón. Rápidamente fui a revisarlos. Increíble: todos
marcaban las siete.
Asustada fui a la habitación de Carlos. Encendí la luz: no había ningún
apagón. Él dormía tranquilamente, respirando despacio. Me senté en el
borde de la cama, le puse la mano sobre el hombro y empecé a llamarlo:
“Carlos, Carlos”. Nada. Su sueño debía ser muy profundo. Lo agité un poco
mientras decía más alto su nombre “¡Carlos!” Ninguna respuesta. No se
despertaba. Nerviosa de verdad, lo zarandeé con fuerza, gritándole… Y
él… indiferente. En ese instante empezó a sonar la alarma de mi móvil,
primero suavemente y luego más fuerte, más y más fuerte, más y más y más
fuerte… me desperté: eran las siete.
Aquel sueño me dejó removida todo el día. Lo entendía: mi inconsciente
tampoco había hecho un trabajo tan depurado como para que su significado
no me resultase obvio; sin embargo, eso no provocó que sus secuelas fueran
menos intensas. Al contrario de lo que se puede suponer, los sueños
directos, con menos enmascaramiento, son los más inquietantes, pues su
invitación a actuar, a tomar una decisión son ineludibles. Se asemejan a las
fantasías diurnas: hablan claro de lo que deseamos y no precisan manuales
de interpretación.
Así que mi tiempo personal, mi vida, pasaba, avanzaba mientras que la
del entorno en que me encontraba estaba detenida, por supuesto esto incluía
también a Carlos. ¿Y cuál era la decisión? ¿Abandonar esa relación
paralizada? ¿Dejarle a su propia existencia? ¿Moverme yo hacia otro lugar?
No tenía respuestas, no quería pensarlo; aunque eso provocase de nuevo
sueños o imágenes como las de esa madrugada.
8

Ahora me toca reconocerlo a mí: nunca había sentido pasión por él. Lo
había querido, me gustaba, me había ilusionado de Carlos; pero eso era muy
distinto de estremecerse, ahogarse, perder la capacidad de hablar ante la
presencia de alguien. No conocía nada de este tipo de reacciones, no creía
que realmente fueran normales. Si lo había leído en alguna novela o visto
en una película, me parecían exageraciones del autor, o reacciones propias
de una mujer demasiado exaltada. Hay cosas que hasta que no te suceden
no las consideras propias de ti. A veces pasa con emociones negativas,
como un odio mortal capaz de aniquilar, una tristeza que te desploma hasta
la depresión; a veces con otras exultantes, como el sumergirte en un grupo
alegre y perder parte de tu yo, fundirte en un colectivo que te trasciende, en
comunión con los otros. No sabría decir si lo que experimenté corresponde
a las emociones negativas o las positivas, pero más bien me inclino a creer
que sería a las primeras. Sufrir una pérdida es una sensación física, hace
daño; apasionarse es un sentimiento, pero igualmente se experimenta en el
cuerpo, como punzadas en el vientre y opresión en el pecho.
Hablo de mi carne. Yo descubrí que esta es una fuente de conocimiento,
que al experimentar algo que nunca habíamos creído que anidara en
nosotros, se nos desvela lo más arcano, lo más recóndito y lo más primitivo
de nuestro ser. Por eso no podemos identificarlo al principio. Ni en mis
conversaciones con amigas, ni por supuesto con mis padres o Carlos había
oído hablar jamás de ese tipo de reacciones, y nunca había comprendido
ciertas decisiones vitales en función de ellas. Ahora me sorprende y pienso
en cómo es posible que con treinta años de vida y habiendo tenido
relaciones sexuales, nada de lo experimentado me evocase mínimamente lo
que me sucedió. Pero este conocimiento se paga siempre con sangre. Viví
una atracción que calificaría de instintiva, ajena a mis aprendizajes y a mi
cultura. Después de que empezó, como un sutil fluido, a desplegarse a mi
alrededor, dejé de ser dueña de mis emociones, y puede que hasta de mis
reacciones; me cuesta ahora valorar cuánto control de mi conducta pervivió
y pudo haber evitado todo este dolor. Un dolor tan agudo que se me dobla
aún el cuerpo de recordarlo.
G. tenía veinticinco años más que yo y había estado casado dos veces.
Previamente había gestionado otros departamentos de la firma y, aunque
había oído hablar de él, no recordaba haberlo visto nunca anteriormente. Sé
que cuando nos convocó y se dirigió a nosotros por primera vez no se
activó aún nada en mí, su discurso de bienvenida me pareció trivial, su
forma de actuar solo me generó expectativas respecto al trabajo. Luego se
sucedieron varias semanas y aun meses sin nada reseñable. Pero en la
primera reunión en que despaché a solas con él saltó un fusible en alguna
parte de mi ser. Como un depredador que capta al instante la vulnerabilidad
de su presa, él se dio cuenta ya entonces, aunque yo no.
Adoptó algunas decisiones para que nos viéramos en más ocasiones,
siempre con la excusa del trabajo. La tercera vez, al apretarme el brazo en
la despedida, empecé a intuir lo que iba a pasar y también que difícilmente
podría ejercer resistencia. Entiéndaseme: era como una llamada de la
Naturaleza, como un reflejo al que es inútil ofrecer ninguna barrera. Las
siguientes semanas se convirtieron en una tortura inefable. Todos mis
sentidos se agudizaban cuando lo percibía cerca. Si yo estaba en un
despacho y él en el de al lado las meras vibraciones de su voz —sin que
pudiera entender lo que decía— me alteraban, me desquiciaban. Si
distinguía su paso, era como si reverberara el pavimento y me engullese.
Saber de su presencia en el departamento, al instante me aceleraba el
corazón, me oprimía el pecho. Únicamente con que merodease por la
oficina me resultaba completamente inútil intentar leer lo que tenía en la
pantalla, la agitación que me embargaba lo convertiría en un esfuerzo
ridículo. Y no era solo en esos momentos: horas después de irse seguía
sobresaltada y únicamente tras mucho tiempo me iba calmando, para
renovar la tensión simplemente porque se me cruzase un pensamiento sobre
él. Al cabo de unas semanas de todo esto, cuando estaba más cerca, hubiese
saltado a sus brazos con que hubiese chasqueado los dedos.
Me avergüenza reconocer que me incomodaba el aliento de Carlos. En
cambio, el de G. deseaba absorberlo, tragarlo entero y hacerme así con su
esencia, con su ser. Era incapaz de distinguir una sola cualidad suya que me
gustase, pues la atracción se dirigía a todo el conjunto. Por tanto, no era su
rostro, no era su voz, no eran sus manos, ni su altura, su ropa, sus
comentarios… era él, todo él. De nuevo, no había parangón con Carlos. En
este había apreciado su cara atractiva, simpática, su aspecto grandote, es
decir, sus componentes diferenciados. No entiendo, no entenderé nunca, por
qué con G. no era así.
Me invitó a un café fuera de la oficina, tras nuestras ya habituales
reuniones. Por supuesto, era consciente de que tenía que haber puesto
alguna excusa, pero acudí. Poco después de media hora, al levantarnos me
abrazó y trató de besarme. Aunque lo deseaba, giré el rostro. Pero quería
que me apretase más, que lo volviera a intentar. Aún no sucedió. Un día
después de continua ansiedad —mejor decirlo ya de una vez— fui yo quien
al final de la jornada me planté en su despacho sin ni siquiera mencionar
una razón, bloqueé la puerta, me quedé allí de pie delante de él, dejé que se
levantara y se acercara, cerré los ojos.
¿Cómo justificarme? ¿Debo? Podría poner de excusa el comportamiento
de Carlos desde hacía años, su falta de deseo, o, mejor dicho, nuestra falta
de deseo común; podría decir que nada de esto habría ocurrido si él hubiera
actuado de otra manera, si hubiera hecho algo para salir del bloqueo en el
que estábamos, al menos un mínimo gesto en los últimos meses. Sí, podría
esgrimir muchas razones. Pero aun sin ellas ¿eso lo habría hecho distinto?
No estoy segura.
Creía que apurando esa copa, toda la enorme desazón con la que llevaba
lidiando meses y meses se aliviaría, pero sucedió lo contrario. Como un
náufrago abrasado durante días por el sol claudica y bebe el agua del mar
para, al cabo de unos minutos, sentirse más atormentado por la sed y el
dolor, yo sufría aún más ardientemente cada vez que me encontraba con G.
Esas citas eran las de una drogadicta en busca de su dosis. Tras
consumarlas, la satisfacción duraba unos segundos para luego dejarme más
tensa y anhelante. Tengo que decirlo todo: me exaltaba cuando estaba con
él, no era dueña de mis sentidos. La pereza que tenía para jugar
sexualmente con Carlos, para masturbarle y todo lo demás, se transformaba
en entusiasmo con G.
Él no encajaba de ninguna manera en mi vida y no había posibilidad de
integrarlo, pero a esto se sumaba la culpa, la incomprensión de mí misma,
el hundimiento de todos mis valores, mis creencias, mis expectativas.
Supongo que otras personas pueden seguir su vida aun con estas
experiencias, pero en la mía había una lucha irreconciliable entre lo que me
habían enseñado y pensaba desde siempre —más aún: de lo que yo también
opinaba que era lo lógico— y unos impulsos que sentía tan animales, tan
ajenos a mí, que creía ya extinguidos en los seres humanos desde hacía
milenios; y, si aún pervivían, me negaba a que gobernasen mi conducta.
Carlos no sabía nada, claro. Y yo no pensaba que su inquietud tuviera
que ver con la mía, aunque es cierto que parecía más desasosegado que en
otras temporadas. El asunto quería resolverlo por mí misma y ni de lejos
barrunté que él pudiera ser una ayuda, un aliado, alguien que me entendiese
en este vórtice de emociones. ¡Cómo iba a lograr aclararlo él cuando yo
misma no comprendía nada! Estaba sola y obsesionada. No había dicho
nada a nadie, no había dejado caer la mínima insinuación. Jamás lo diré, me
prometí, jamás.
Sin embargo, la solución no podía estar en mí porque yo era una esclava
del instinto, sin voluntad, sin medios, sin apoyos. Únicamente por un
cambio azaroso podría aparecer una salida. Ese cambio tardó nueve meses
en suceder. Y durante todo ese tiempo, como una hipnotizada, cuando G.
decía “este día no estará mi mujer, ven” mi cuerpo entraba en un
automatismo que me arrastraba hacia el lugar donde me esperaba, como una
víctima presa del influjo de un vampiro. Nunca dejé de asistir. Ya ni lo
intentaba.
9

—¿Qué tienes, Aurora?


—¡¿Eh?!
—Te estaba observando y llevas un buen rato con la mirada perdida. ¿Te
pasa algo? ¿Te encuentras mal?
—No, no. Sí, es solo que se me ha ido el santo al cielo. Los líos… los
líos del trabajo.
—Ya. No paras de pensar en eso. Y no te sienta bien; pero nada bien.
Llevas una temporada más ceñuda que nunca.
—Supongo que tendrás razón. Pero… ¿y por qué me estabas mirando?
—¿Cómo por qué? Por nada. Te miraba, punto. ¿No me puedo fijar en
mi mujer?
—Es que me parece raro que me mires; te fijas tan poco en mí.
—Por favor Aurora, no empieces.
—No lo decía de malas. No quiero empezar nada. Estoy tan cansada… Y
me parece que el susceptible eres tú.
—¿Yo?
—Pues sí, tú. A mí se me irá la cabeza y me pondré a pensar en mis
cosas, pero tú estás muy nervioso últimamente. No aguantas sentado ni
media hora y luego están tus salidas, esas de las que no me dices nada.
Desapareces y nunca sé cuánto tiempo vas a estar por ahí, ni qué haces.
—Aurora no te montes películas.
—Pero si son hechos, Carlos. No estoy imaginándome nada. El caso es
que te vas y no sé nada de ti en varias horas. Y otra cosa: cuando vuelves
hueles a tabaco o a lo que sea que apestas. Ya sé que empezaste a fumar,
que lo haces aquí, no lo ocultas. Lo que digo es que no sé por dónde paras,
pero deben ser auténticos fumaderos.
—Oye, que tú también te vas a veces y no se te localiza ni con el móvil.
—No me respondas con contraataques, ni marees la perdiz. No me dices
nada, no me cuentas nada. ¿Y te parece raro que yo me ensimisme con mis
cosas… del trabajo?
—No sé qué decirte. Creo que siempre he sido respetuoso con tu vida y
creo que es lógico que tú tengas confianza en mí.
—¿Acaso no te la demuestro cuando no tengo ni la más remota idea de
lo que te pasa por la cabeza? Me gustaría ver cómo te iría con otra mujer de
verdad desconfiada. Bien claro es que, por agotamiento, mis interrogatorios
cesaron hace tiempo.
—¡Grumpf! Bueno, acabemos. Más nos vale.
—Sí, más nos vale.
—Con lo tranquilos que podríamos estar…
—No sabes cómo deseo yo también tranquilidad, la verdad. No puedo
más.

—Ahora eres tú la que me escudriña.


—Realmente no te estaba viendo, perdona. Es solo que me he quedado
así de nuevo, mientras miraba para donde tú estabas; se me ha ido la olla
otra vez.
—Aurora, Aurorita… ¿No te acuerdas qué divertido era cuando
hablábamos en plan tonto de argumentos de ópera o zarzuela; como esa
vez… ¿cómo era? La de La cacería? De verdad, con lo bien que podríamos
estar.
—Era La montería, pero es igual. Son juegos que antes nos divertían
Carlos, pero… ¿no te parecen más propios de niños?
—No pasa nada por jugar un poco y ser algo niño con tu amorcito. Todo
el mundo se infantiliza cuando está con su pareja. Mira los apelativos que
se gastan: “darling”, “gordi”, “pitufa”, “niña”, “muñeco”.
—No sé. Es verdad que me divertían, pero ahora no sé qué pensar. Me
parece… me parece que antes, cuando empezamos a salir e incluso cuando
nos casamos, sí era una niña, pero es como si hubieran pasado mil años y
me siento ahora alguien tan vieja…
—Hemos vivido un periodo difícil, es verdad. Yo reconozco que tengo
culpa, pero confío en que vamos a estar bien. Espera un poco Aurora, ten
paciencia… Todo llegará.
—De verdad Carlos. No soy la que era. Y por cómo va todo no tengo
muchas esperanzas que la cosa cambie. Y no te atañe a ti, es por mí.
Supongo que yo he cambiado mucho igualmente.
—¿Qué son cinco o seis años casados? ¿Cuántos años llevan juntos tus
padres o los míos?
—Pues muchos, no sé. Pero ¿tú crees que su relación era igual a la
nuestra?
—No veo en qué puede diferenciarse.
—Pues a mí me parece imposible que fuera como la que tenemos tú y
yo. Siempre he visto en mis padres complicidad, cariño.
—Nosotros los hemos visto como hijos, no como pareja. Por mi parte
estoy convencido de que la relación de mis padres en la intimidad no debe
ser muy distinta a la que tenemos tú y yo.
—Quizás tengas razón, pero entonces será que yo tenía unas
expectativas completamente distorsionadas. Me imaginaba otra situación.
Llámame cándida si quieres. Te lo repito: me veo muy distinta. Otra
persona… otra… a la que ya tú no vas a poder querer.
—Pero qué dices. Cómo no te voy a querer.
—Qué sabes tú Carlos. Pasan cosas, los sentimientos mudan.
—Me estás preocupando. Lo mejor será que no te pongas dramática.
Casi prefería cuando te enfadabas conmigo, como antes.
—Ya los ves tú ahora. Uno puede acabar con los sentimientos del otro. Y
no creo que vayan a resurgir de las cenizas.
—En fin. Dejémoslo ya. No me parece bueno que no sigamos hablando
así. Eres una pesimista.
—Y tú un ingenuo.
10

La paciencia que le pedía era un brindis al sol. Estaba claro que Aurora
había dejado de esperar nada; había dejado incluso de estar conmigo. Su
vida, sus emociones, antes tan apegadas a mí, se escurrieron, igual que un
hielo en el fregadero. Y yo, con mis actitudes, era quien subía la
temperatura para acelerarlo.
A su vez, ella parecía vivir otra vida. Una que la desasosegaba. Yo creía
entonces que todo dependía de su trabajo, de la exigencia del despacho y de
cómo ella se lo tomaba. ¡Qué ciego estaba! Pero no era falta de perspicacia:
aunque yo nunca he sido una persona excesivamente atenta a los detalles,
me habría dado cuenta de que había mar de fondo si no hubiera estado tan
sumido en mis propias contiendas. La conclusión que saco es que la vida de
pareja es como la que Yahvé imponía al pueblo judío en el Antiguo
Testamento: primero le otorgaba margen para tomar sus decisiones, pero si
no eran las adecuadas, si no habían sido sensibles a Él, no cabía la
rectificación: eras fulminado sin que de nada sirvieran ruegos posteriores.
La convivencia que hubiésemos podido tener Aurora y yo habría resultado
apacible, a la larga, si me hubiese sincerado. Juntos podríamos haber
arreglado las cosas, habríamos convenido las decisiones. Pero no fue así y
hemos pagado con dolor la ingenuidad que ella me achacaba y mi cobardía.
Yo no mentía cuando le insistía en que esperase, pues tenía el firme
propósito de cambiar mi forma de actuar, aunque no veía el momento.
Supongo que seguía la misma dinámica del ludópata que se dice a sí
mismo, una y otra vez, que esa será la última apuesta. Y tenía mis planes al
respecto, aunque estos no eran —ahora lo sé con certeza— en absolutos
realistas o consistentes. Eran propios de mi forma de ser. ¿Puede dejar el
zorro de desear devorar a la gallina? Aunque proponiendo este tipo de
ejemplos quizás exagere la dificultad de mi empresa y no quiero caer en la
autojustificación.
El planteamiento con que yo había empezado la vida en pareja era el
propio de quien cree que ha tomado las decisiones, ha seguido los trámites
y ha resuelto el asunto. Por tanto, debía gozar de una comodidad y
estabilidad que le permitiese poner cabeza en otros temas. Quería
genuinamente a Aurora cuando me casé con ella y, pensaba, eso empujaría
todo por añadidura. Aurora, Aurora, era la aurora, ¡la aurora! ¿Es que no me
había fijado en su nombre? Empezar a vivir con ella solo suponía la aurora:
el alba, la alborada, el inicio, la madrugada, la amanecida. Empezar a vivir
con ella era el comienzo, no el final, al revés de cómo yo lo había
concebido.
No sé hasta qué grado las parejas poseen la capacidad de cambiar y más
aún de regenerarse, si es que la tienen en alguna medida. Antes he citado el
Antiguo Testamento y ahora pienso que cuando uno se casa por la Iglesia
—y ese había sido mi caso, aunque me apresuro a decir que por costumbre
social— en la ceremonia le suelen leer la epístola de San Pablo a los
Corintios, esa en que se cita lo de “el amor es paciente, el amor es
servicial… no lleva cuentas del mal recibido…”. Y también el Génesis,
“Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y
serán una sola carne.” También fue así en mi boda. Si la pareja es una carne,
como la de una persona, entonces debe ser que alberga la capacidad de
curarse, aunque naturalmente solo hasta un cierto límite; y si se quieren y
entonces ‘no llevan cuentas’ de los perjuicios mutuos tal vez resulte posible
que se restañen las heridas. Pero todo esto no eran para mí sino
especulaciones completamente alejadas de la realidad. Aurora y yo no
éramos creyentes y no teníamos nada de eso presente. Además, lo que
veíamos a nuestro alrededor era todo lo contrario: cuando se recibía un
impacto fuerte, como los que nosotros acusamos, las parejas se deshacían
rápidamente. Nadie aguantaba el embate. Pero no estoy diciendo que la
gente que teníamos cerca, los amigos, los conocidos, incluso los familiares
no se tomaran la separación a la ligera; nadie lo hacía, era una cuestión
trascendental en sus vidas, y todos sufrían lo indecible; sin embargo, yo no
conocía a nadie que tuviese la fortaleza para salir adelante y superarlo.
Quizás una relación de pareja demasiado violentada es como un muelle que
ha superado su límite de elasticidad: ya nunca podrá volver a encogerse a su
tamaño original, quedará flácido para siempre.
Un muelle. Sí. Y nosotros estábamos en la espiral, en esa espiral en que
ya solo cabía seguir cayendo y cayendo. O, si se prefiere, forzando las cosas
hasta el inevitable punto de rotura. Ese punto era ya inminente.
11

Carlos había empezado a usar dos teléfonos. Como en el resto de las


cosas, tampoco le pregunté sobre el particular. No sentía que tuviera
derecho a inquirir por qué, especialmente ahora que yo tenía tanto que
ocultar de mis sentimientos e intimidad. Le veía manipularlos y coger unas
veces uno y otras el otro. Por lo que parecía, siempre salía con ambos.
Pero esa tarde, cuando llegué a casa tras otro día de trabajo
inmisericorde y desazón obsesiva en él, Carlos parecía haber dejado la casa
a toda prisa. La puerta no estaba asegurada con el cerrojo y había algunas
luces encendidas, cosa rara por sus hábitos. Además, uno de los teléfonos
estaba sobre la mesita donde al entrar dejábamos las llaves. En el momento
en que yo estaba cerrando la puerta, su teléfono empezó a vibrar y una
notificación apareció en la pantalla. No conocía ese tipo de símbolo para
mensajes emergentes, no era el globo verde del WhatsApp, sino algo
parecido a una máscara amarilla o anaranjada sobre un fondo negro.
Carli, cuándo llegas que llevo esperándote más de media hora?
Sabía que no tenía que seguir mirándolo, pero ¿quién podría evitarlo en
ese momento, con ese contenido? Un tal Pepón continuaba con mensajes
breves que aparecían en sus cuadraditos línea a línea
Joder, no puedo esperarte más, tío
venga, dime algo
Sin lo tuyo no hay follada que valga.
Al leer esa frase me quedé tan helada que durante unos segundos no
procesaba, no entendía nada. ¿Qué era eso? ¿Una broma? Del pasmo me
sacó la vibración del móvil y otro mensaje emergente, ahora de un tal
Gaby+Activo
cabrnaza, me as dejado colgao
te compromtist
estas mariconas me van a matar, les dije que ivas
venga, que aqui va a ver hasta quedrnos preñaos.
Dejé apoyado de nuevo el teléfono en la mesa. Pasaron unos segundos.
Lo volví a coger. Pero ahora la pantalla estaba en negro y no conocía el
patrón de desbloqueo. ¿Qué era todo eso? Un error, una interferencia, claro.
No, no… qué tontería, como podía ser.
El iconito naranja-amarillo de fondo negro se me había quedado fijado
en la mente, y me figuraba que la máscara sonreía sardónicamente. Fui
directa a mi portátil. No me había quitado ni el abrigo, necesitaba aclarar
todo esto. Abrí internet y escribí en el buscador de imágenes “app máscara
amarilla”. Ahí estaba, apareció inconfundible en la primera línea. El texto
del pie no daba lugar a equívocos: “las cinco mejores apps para gays y
lesbianas”. ¿Qué? ¿Por qué la usaba Carlos? No podía ser, no podía
entenderlo. O ¿tal vez…? ¿Por eso…? Los pensamientos cruzaban tan
rápidos que era incapaz de fijarlos y una presión repentina en el pecho me
estaba ahogando. No, sí, un error, el teléfono de un conocido, no es suyo, un
juego, o serán solo amigos. Tonta, idiota, cabrón, desleal, malnacido,
mari… Ahora me quedé tan seca que no parecía poder sentir más que una
sorda indignación; pero enseguida vino mi conciencia a reclamar su
tormento: “y tú”, “qué puedes decir tú”. En ese instante sufrí un abatimiento
mortal. No quería que apareciese Carlos, necesitaba un tiempo.
Mecánicamente, anduve hacia el dormitorio, casi arrastrando los pies, me
quité el abrigo, puse en orden algunas cosas, fui de nuevo al salón y me
senté sin saber por qué, sin saber para qué, sin más. Tenía que ordenarme la
cabeza, pero en ese instante me resultaba imposible pensar nada. La mente
se me había quedado vacía.
12

—¡Carlos! ¡Carlos! ¿¡Carlos!? ¿Pero sigues allí? ¿Me oyes?


—Sí, Aurora, sí. Te oigo. La cobertura es aquí malísima, ya lo sabes, se
va la señal. Pero estoy aquí. Tranquila.
—¿Pero por qué no me has llamado hasta ahora?
—En cuanto me han dejado un minuto. No he parado de una visita a
otra. Ya sabes qué pesada es mi familia. Y papá y mamá no se quedan
contentos si no vamos todos juntos a ver hasta a la última tía del pueblo.
—Ja, ja. ¡Pobrecito!
—Bueno, puedo soportarlo: todos tienen preparada en el salón una
bandeja de polvorones, turrón, mazapán…
—Pues no te pases, que luego ya sabes que te pones gordo.
—¿Y así no me vas a querer?
—¡Tonto! Ya sabes cómo te quiero… Me da igual como estés. Te quiero
como eres.
—¡Ah, bueeeeeeeno!
—Pero ¡que lejos estás! ¡Estás muy lejos! ¿Por qué estás tan lejos? Yo
quiero que estés aquí en Madrid. Es Navidad, quiero estar contigo.
—Tendremos todas las Navidades de nuestra vida para estar juntos. Esta
es la última que vamos a pasar separados. Bueno, tú ya lo sabes.
—…
—¿Aurora? ¿Me oyes? ¿Te pasa algo? Otra vez la dichosa cobertura.
—(sollozos)
—¿Aurora? ¿Estás bien? ¿Qué pasa?
—¡Ay! Sí, sí, perdona. Estoy bien. Estoy tan bien, que estoy llorando.
Llorando. Qué tonta, ¿verdad? Ojalá estuviera así de feliz siempre. Ojalá
me quieras así siempre.
—¿Pero es que lo dudas? No lo dudes. Y mañana ya estoy allí.
—Sí… ¡ay! (se pone a cantar) ¡É que cuando tarda me queo sin vía!
—¿Qué? ¿Pero qué cantas?
—(Sigue cantando) ¡Ya creía que sin verlo me moría! Y otra vez estoy
mu mala... ¡de alegría! ¡Qué alegría!
—Pero chica, qué rara estás.
—Es verdad, no sé qué me pasa, ahora me sale cantar esto. Ya ves.
—Bueno, pero estate tranquila. Si aquí poco puedo hacer sino pensar en
ti. Venga. De verdad, sosiégate. Venga, mañana te llamo en cuanto llegue a
Madrid.
—Sí, sí. Llámame en cuanto estés. Pero no te quedes en casa haciendo el
tonto. Llámame en seguida. ¿Me lo prometes?
—Que sííííííííí. Te lo prometo. Adiós, cariño. Estate tranquila, que ya no
sé la de veces que te he dicho que estés tranquila.
—Bueno, lo intentaré. Adiós, adiós… ¡Ay! (vuelve a cantar) Qué
poquito el tiempo pasa…
—Jo, hija. Te dejo que si no yo creo que te va a dar algo. Un beso.
—Ja, ja, venga, bueno, un beso. Adióóóós.

¿Pero por qué no puedo estar tranquila? Si hace un rato lo estaba. No sé


qué me da cuando hablo con Carlos últimamente, es como que me alboroto,
me entra un ansia.... Estoy ahora mucho más ilusionada por él que cuando
lo conocí, y ya han pasado dos años. Esto no es normal, no es para nada
normal. ¿No decían que lo del enamoramiento se pasaba en siete meses?
¡Vaya patraña! ¡Uhm!, pero cuando estamos juntos aquí estoy más
tranquila, sí. Esto debe ser por las Navidades que me tienen algo
trastornada. Y, claro, se va al pueblo y no le veo justo estos días.
También es verdad que empezamos más tranquilos. Bueno, yo estaba
más tranquila. Es el chico del que me he enamorado más despacio. Por eso
debe ser que ahora ando así: ha sido progresivo. El caso es que cuando lo
vi… ¡que normalito me pareció! Y lo pensé desde el principio, no estaba
ciega: le sobraban algunos kilos. Tiene tendencia a engordar. No sé. Antes
de empezar a fijarme en Carlos nunca habría dicho que me gustaran los
chicos grandes. Ahora le digo lo del peso para que se cuide, pero no me
importa. Es grandote y bastante guapo, esto lo ven todos.
¿Y a él qué le pudo gustar de mí? Parece una niñería, pero creo que
nunca me lo ha dicho. A ver, poco a poco: que estoy delgada, no, sí, claro;
pero eso les gusta a todos los hombres, es una idiotez. Y no estoy mal, no
estoy mal. Bueno, soy normal. No soy fea, eso no. Aunque no me lo dice
mucho, la verdad. Mejor no sigamos por aquí. Bueno, espera, le gustará que
soy alegre. Es verdad, sí, él se ríe mucho, le tiene que haber atraído eso. Le
hacen gracia mis juegos de palabras, él también me sigue en eso, pero… no
soy muy ingeniosa que digamos, por qué negarlo. En realidad, ya lo acaba
de ver con la llamada, tan pronto me río como me pongo a llorar como una
idiota. No sé cómo me aguanta. A ver, Aurora ¡para!, que estábamos
diciendo las cosas que sí le gustan. Pues ya sé: que leo, él no, pero le gusta
que le cuente cosas de lo que he aprendido. ¡Bien! Ahí acertamos. Y… que
me gusta el cine clásico y…, más aún, que me encanta la música. Sé mucho
de música, de música clásica. ¡Buf! y a él no, nunca le ha interesado, le
aburre. La verdad es que en seguida se distrae si le pongo música. Y no
reconoce nunca nada de lo que tarareo o canto. ¡Qué desastre! No tenemos
nada en común. Esto no puede funcionar. Espera, espera, esto sí, le parece
muy bien que estudie Derecho. Esto es verdad, seguro que sí, lo recuerdo.
Dijo que así nos complementaríamos muy bien, que haríamos un gran
equipo. Cuando él acabe el módulo de Marketing quiere ponerse a trabajar
en seguida. Es un poco insistente con eso de ganar dinero, pero ya se
quedará tranquilo. Dice que yo soy la lista del equipo, el cerebro pensante y
que él será el que actúe, el hombre de acción. Ja, ja. Suena a película de
agentes secretos. ¡Qué fantasías! Pero me gusta que sea así, que diga cosas
ilusionantes, y, sobre todo, que piense siempre en nosotros como un equipo:
la inteligente y el resolutivo. A inquieto no le gana nadie. En fin, no tengo
ni idea de por qué me quiere. Ya veo que estos días no soy capaz de hilar un
solo pensamiento coherente. ¡La Navidad la sangre altera! Será eso. No, no
sé por qué, pero me quiere. Qué más da la razón.

—¿Te lo has pasado bien en el pueblo?


—¡Bah! Lo normal, ni bien, ni mal. Obligaciones familiares de estas
fechas. Mucho estar juntos con las tías, los primos, ya te dije.
—Sí, bueno, ¿pero estás mejor aquí o allí?
—Pues aquí, claro, contigo. ¡Eh! Qué fuerte me aprietas ahora.
—Ja, ja. ¡Pues vaya hombretón que le duele que le apriete una sílfide
como yo! Y, además, así no te escapas más.
—Pero qué escapar, ni qué escapar. ¿No te he dicho ya mil veces que es
por darle gusto a mi madre?
—Espera no, por ahí no. Vamos a dar otra vuelta al parque. Se está muy
bien aquí, no hace frío todavía. Quiero aprovechar para andar más contigo.
A ver Carlos, ¿te acuerdas de lo que me dijiste ayer cuando hablamos?
—¿Qué?
—¿No sabes de verdad a qué me refiero?
—Pues no, ni idea.
—Pero ¿es que no te acuerdas de que me puse a llorar?
—Sí, claro que me acuerdo de eso. Estabas más rara que yo qué sé.
—Pero ¿es que no entendiste por qué me puse así? ¿Es posible que no te
enteres?
—No sé. Si ya te lo dije que parecías alterada. Quizás estabas triste
porque yo no estaba contigo. En fin, no sé. No te sigo.
—Te voy a refrescar la memoria, que parece que la tienes algo floja. ¿No
te acuerdas cuando soltaste eso de que “yo ya lo sabía”?
—¿Qué? No me acuerdo. Dame más pistas.
—En fin… que parece que hay que decírtelo todo, de verdad; lo de “que
esta es la última Navidad que vamos a pasar separados; que yo ya lo sabía”.
¿Qué me querías decir? Ya lo has dicho otras veces, pero no sé… ¿esta sí
fue en serio?
—¡Ahhhh! ¡Vaaaale! ¿Pues no te parece la cosa bastante clara?
—Necesito que lo digas, que nunca sé si vas de broma o no.
—Pues eso, que tendremos ya que hacer… hacer algo juntos en algún
momento, ya, es que yo termino en junio de este año, bueno, si se me dan
bien los exámenes, espera, bueno y las prácticas, pero esto seguro que sí.
Vamos… si te parece bien. ¿Quieres… quieres estar…?, vamos, quiero
decir, quiero decir, vamos, porras: ¿nos vamos a vivir juntos o qué?, ¿es que
no te decides?

No están en casa. ¿Habrán ido a cenar fuera? Qué pena. Bueno, no,
mejor, sí, mejor. Si papá y mamá estuvieran ahora, ¿cómo iba a hablar con
ellos? ¿Acaso tengo que hablar con ellos de esto? Venía pensando que tenía
que decírselo inmediatamente, según entrase por la puerta; pero quizás sea
mejor así, de esta manera puedo pensar un poco. Me hace falta. Nunca
había considerado que no tenemos experiencia de si estas cosas se plantean
o no en casa. ¿Tengo que consultarlo? ¿He de contar con su opinión? ¿Se
alegrarán, se entristecerán? ¿Les parecerá bien? ¿Les parecerá pronto? ¿Les
parecerá absurdo? ¿Les parecerá una locura? ¿Les parecerá tonto?,
¿ridículo?, ¿precipitado?, ¿inmaduro?, ¿inadecuado?... Si hubiera tenido un
hermano mayor sabría qué piensan, cómo se lo toman.
¡Qué extraño! Yo ya sabía que esto tenía que pasar y había pensado que
ya era el momento, pero luego no deja de turbarte cuando sucede. Todas las
otras veces que lo había sacado era de boquilla. Pero, tranquila, en fin, que
solo hemos hablado de ir a vivir juntos. Sin embargo, ¿no es eso todo?, ¿no
es como decirme lo de “todas las Navidades para estar juntos”? ¿Ya
definitivamente juntos? Empiezo a entender por qué he estado de esta
manera todos estos días. Era la inminencia de esta situación. Lo debía
presentir. Carlos me lo estaba transmitiendo, tal vez sin saberlo él mismo.
Seguro que no lo sabía, le ha debido salir así, sin prepararlo, porque le he
puesto en el brete de definirse. Quizás por mi propia expectación, mis
preguntas. Y mi ansiedad. Si, debía ser por eso. ¡Ya! ¡Claro! Adviento…
Cuando era niña… esa ilusión por los regalos…. Y es la espera de todo, la
expectación del mundo por lo que ha de venir, lo esperado. Qué curioso,
este regalo, ahora el niño que viene es Carlos. Ja, ja, como alguien tan
grande se hace niño. Qué nervioso estaba en el parque; con lo seguro de sí
mismo que siempre quiere parecer, ¡Y lo que le costó acabar la frase! Es
raro: ahora me doy cuenta, ahora, de pronto, de lo tranquila que estoy. ¡Y
por fin!, por fin me siento tranquila. Y ¿no sería lo normal que estuviera
inquieta, o, yo qué sé, muy contenta, dando saltos de alegría, cantando, la,
la, la, la lá. Pero no. Ahora essstttooooy mmmmmuuuuuuyyyyyy
tranquiiiiiiiilaaaaa. Uffffff. Aquí sentada, sola, con la casa en silencio. Creo
que no me voy a levantar en doce horas.
13

—No, no, ni a comer ni tampoco a las ocho, como siempre. Tengo


mucho trabajo y me temo que me tendré que quedar varias horas más.
—Hijo, como te explotan, no hay derecho. Por lo que te pagan esto es
sangrante.
—¡Qué remedio! Si no me esfuerzo tampoco va a cambiar nada.
—Ya. Bueno, lo siento. En fin, pues nada, aprovecharé para ir al
gimnasio, aunque no lo tenía previsto. Y… ordenar algo más este lío de
casa. ¡Ah! No, mejor: te prepararé algo que te pueda gustar, que vas a venir
con un hambre de lobo.
—Sí, bueno, muy bien. Pero tampoco te mates, llega una hora a la que ya
no quiere uno ni cenar. Tú preocúpate de ti.
—Pero si es lo que hago. Esto no es nada. Tengo tiempo de sobra para
estudiar lo que me queda... Ya sabes: en unos meses la Licenciada Aurora.
“Señora abogada”, “¿Sí, señoría?”, “Por favor, colóquese mejor la toga”,
“¡Oh! señoría, sí, sí, muchas gracias, muchas gracias, señoría”, jaja. Si es
que hasta me siento mal: tú todo el tiempo trabajando y yo con tres
asignaturas. Lo que te digo: no hay derecho. Aunque… vale, así tengo más
tiempo para cuidarte.
—Y lo haces, de verdad. Estar contigo es la mejor vida del mundo.
Venga, abur, que si no ya voy a entrar tarde esta mañana. No hay derecho,
no hay derecho, ¿cómo no lo va a haber, si estoy casado con la súper
abogada? Lo que sobra es derecho.
—Ja, ya. Venga, adiós, adiós, adiós. Un beso.

Se fue. Llega bien tarde por la noche y se tiene que ir a primera hora de
la mañana, casi engullendo el café. Con lo agradable que es desayunar así
los dos, y entrando este sol ahora. Lástima sus prisas y que no pueda
disfrutarlo un poco más. Pero seamos positivos: al menos hemos tenido un
ratito antes de que tuviera que marcharse. Y los fines de semana, cuando
nos levantamos más o menos a la vez, es mucho más placentero de lo que
me había imaginado, la verdad. Todo está bien, está bien. Solo ese horario
tan criminal es una pesadez, porque lo deja baldado, sin ganas de nada. Esto
nos desincroniza, sí, será eso: yo tengo energía; es más, estoy como una
pila. Quizás vaya demasiado al gimnasio… y me ocupe de la casa u
organice en exceso, pero ¿qué voy a hacer con todo este tiempo? Ojalá le
cambien el puesto, o al menos que le suban el sueldo. Estoy segura de que
esto le preocupa mucho más de lo que me quiere reconocer; así lo pillo de
pensativo a veces, pero como siempre dice que todo va de cine... Venga,
Marca Aurelia, doña meditaciones matinales, tira ‘palante’.

—¿Estás bien Carlos?


—Eh… Sí. ¿Por qué?
—Es que pareces cansado o despistado, no sé.
—Bueno, quizás esté un poco cansado, ya ves el número de horas que
trabajo.
—Es que te lo noto más. Y menos mal que hoy has podido llegar a una
hora un poco más decente, porque ya me dirás si lo de ayer de las once es
normal.
—Por desgracia, bastante normal en muchas empresas.
—Jo, es que no hay derecho.
—¿Otra vez con el derecho? Como se nota que lo tuyo es vocacional…
—¡Uhm! Pues no me río. No me hace gracia porque estás así.
—¿Así?, ¿así, cómo?
—Pues lo que te digo, así, cansado siempre, despistado. No sé; hablas
menos, no me dices nada, no me cuentas cosas del trabajo como antes, que
lo hacías con ilusión. No te fijas en nada de la casa.
—¿Hay que fijarse en algo? Bueno, ya, seguro, algo habrás cambiado,
pero cambias tanto que cómo voy a darme cuenta cada día.
—Y llegas y estás reventado.
—Pues sí, lo estoy. Es verdad. No lo niego. Pero no te agobies, por favor,
puedo con ello de sobra.
—Si no digo que no, pero es que quiero que estés bien, que estés
contento, con energía positiva.
—¡Lo estoy! Se puede llegar derrengado y estar contento de volver a
casa.
—Bueno, pero… En fin, perdona. Seré yo la que estoy rara.
—Venga, y para que lo veas, te voy a decir una cosa que he pensado. Ya
verás, ya verás. Dentro de un tiempo vamos a estar muchísimo mejor
porque he pensado una manera de ganar bastante dinero fácilmente.
—¿Y de qué se trata?
—Pues es algo chupado. Consiste en que como se está liberalizando el
mercado eléctrico y va a salir a subasta el precio del kilovatio, la gente
puede comprarlo para conseguir mejores precios, pero como estar atento y
comparando cuál es la compañía que ofrece mejores tarifas a unas horas u
otras es complicado, una empresita con gente espabilada podría ocuparse de
ello, ganar la confianza de unos clientes para permitir que lo gestionen en
su nombre y fidelizarlos con los buenos resultados. ¿Qué te parece? Con lo
que se ahorrarán los clientes en la factura de luz habrá de sobra para pagar
el trabajo de los que comprueban el mercado eléctrico. Vamos, que es como
lo de comprar y vender en Bolsa, pero con total garantía.
—Uhm. No sé. No lo entiendo bien. Pero… ¿Cómo vas a poder tú estar
atento a eso del precio del kilovatio si te dan tanto trabajo en la oficina?
—¡Bah! Lo haría ahí mismo, entre tareas. Es verdad que a veces tengo
un aluvión de encargos, pero siempre podría encontrar huecos.
—Yo no te quiero ver más y más cansado. ¿No te parece que ya tienes
suficiente? Y si te pillan haciendo otras cosas que no son las que te
encomiendan…
—¡Jo! No le ves más que inconvenientes. Igualmente hay que valorar el
beneficio.
—¡Ay, Carlos! No quiero desanimarte, pero de verdad que me preocupa
que te desborde el trabajo y que agobies más, que bastante poco te veo ya.
Anda… dime que no vas a hacer nada si te cansa y no te ayudan.
—Venga, sí. No te preocuuuuuuuuupes. Anda, acércate aquí cariñín, y
cántame algo suavecito. No voy a adivinar de dónde es, aunque me hayas
dicho cuarenta veces la zarzuela, pero, como me suena, lo disfruto.
—(cantando) Yo no sé, yo no sé si me quieres ooooo si me olvías ooooo
si me olvías. Lo que sé, lo que sé es lo que vivo cuaaaaando me miras
cuaaaaando me miras…
—La Revoltosa.
—No. Shhh, calla, que sigo (cantando suavemente) … Y detrás, y detrás
de tus ojos seeee van los míos, seeee van los míos. Yo no sé, yo no sé si me
quieres o si me olvías, o si me olvías, y detrás de tus ojos… se van los míos,
se vaaaaan los míos….. Y detrás de tus ojos se van los mííííííoooossss.
—Qué bonito, pero ni idea.
—Ya, nada nuevo. Pues es de La tempranica.
—La próxima vez lo recordaré.
—No creo, pero… en fin, me figuro que los matrimonios se dicen las
cosas muchas veces. Eso le decía mi padre a mi madre todo el rato: “que ya
me lo has contaoooo….”
—¡Ja, ja! Pero ¡uhmmmmmmm! Ahora sí, que tranquilito me he
quedado, arrulladito, voy a dormir como un bendito. Tomo verso. ¡Hala!
Buenas noches amor, me voy a la cama.

Cómo no querer a alguien así. Es que no se puede sino quererlo. Es, es…
que hay que ver lo bueno que tiene. Porque claro, yo creo que las que están
criticando a sus parejas todo el rato el problema lo deben de tener ellas.
Carlos es más bueno que el pan, y aunque a veces esté así, menos expresivo
es por el cansancio del trabajo, nada más… pues hay que quererlo. Y, claro,
también está algo frustrado por ganar tan poco, que eso siempre le ha
importado; con las películas que se montaba de gran ricachón. Quizás no le
venga mal darse cuenta de que el dinero no se reúne tan fácilmente.

—¿¡Holaaaaaaaaa!?
—Estoy aquí, en el dormitorio.
—Voy.
—¿Qué haces?
—¿No lo ves?, ¿No ves nada nuevo?
—Espera que mire, a ver que gire alrededor, pues… ¿has cambiado las
alfombrillas al pie de las camas?
—Eso ya lo hice hace un mes, Carlos. Fíjate un poco más.
—Pero si ya sabes que en esto soy malísimo… A ver… otra vuelta…
Nada, no caigo. ¿El visillo no es distinto?
—Está recién lavado, pero no, no es eso.
—Hija, me rindo.
—A lo mejor es que me tienes que mirar a mí.
—Te miro, ¿qué pasa?
—Y no ves nada, nada distinto.
—¿Te has cortado el pelo?
—Tampoco. ¡Porras! Es el vestido. ¡El vestido! Este vestido. Pero ¿a ti
te parece normal que una tenga puesto en casa un vestido así, a las ocho y
media de la noche, si no salimos a ningún sitio? Me lo había comprado esta
tarde y me lo estaba probando de nuevo, pero tú ni te enteras. Aunque no
me extraña: no me dices nunca si la ropa me queda bien o no, si estoy guapa
o no…
—¡Jolín!, ¡cómo te pones! ¡y qué tontería! Y a mí no me parece taaaaan
vestido, tú siempre vas bien. Y, perdona, espera: sí que te lo digo, te lo digo
muchas veces.
—Cuando te pregunto. Pero siempre me dices lo mismo: que estoy bien
y punto. Así es imposible saber a qué atenerse.
—Es que te veo siempre bien, qué le voy a hacer. ¿Qué quieres?, ¿qué te
mienta?
—El matiz Carlos, el matiz. Y añadir algo, yo qué sé: “ese largo te va
mejor”, “o ese te hace más flaca”, o “me gustaba mucho la camisa esa con
cintas que se anudan alrededor del cuerpo”. Es que no tengo ningún criterio
para saber qué te gusta y qué no.
—¡Uf! No sé qué decirte, pero de verdad, que esto me parece una
tontería. No vamos a enredarnos en bobadas así. Anda, vamos a cenar.
14

Supongo que cuando todo está bastante bien las pequeñeces se


magnifican. Pero, por aquel entonces, todas esas nimiedades de la
convivencia, que no alcanzan la calificación de disgustos, podían afectarme
horas. Tampoco aseguraré que más. La flema, por no decir indiferencia, de
Carlos las desdibujaba y a mí me llevaba creer que yo exageraba: él las
hacía pasar por ridículas. Me convencía sin argumentar, con su actitud; eso
volvía aún más incontestable su postura.
Sería injusto sostener que yo no estaba contenta entonces. El ambiente
en el que nos encontrábamos, lo respetuoso en general de su trato, la rutina,
que se instaló tan rápido que, al poco de pasar unas pocas semanas, parecía
haber morado siempre allí, tan incuestionable como las estaciones del año,
generaban una estabilidad que volvía difícil rebatir nada, al menos para mí.
Porque… ¿qué sabía yo? ¿Acaso tenía algún criterio al respecto? ¿Con
quién había vivido sino con mis padres? Y existía una clara similitud entre
lo que yo sentía en mi propia casa y lo que había visto en el hogar de mis
progenitores desde que tenía uso de razón.
Carlos y yo hacíamos el amor algunas veces, solo durante unos minutos,
siempre de forma muy cariñosa y suave, sin arrebato, de la manera más
convencional. Yo me preguntaba si la frecuencia, tan irregular desde el
principio, pues lo mismo podían pasar unas pocas semanas como dos o tres
meses, era corriente, aunque no lo comentaba con nadie. Si pensaba en ello
en algún momento, lo desechaba como otra de esas pequeñeces que él me
vestía de niñerías. Estaba tan cansado por su trabajo… presumía yo.
A pesar de esto, consideraba que nuestra relación era casi perfecta y
especial. ¡Sí! Soy bien consciente de que caigo en el más manido tópico,
pero no quiero dejar de decirlo, siquiera para demostrar mi ingenuidad y dar
cuenta de la magnitud del cambio que acabamos experimentando. Es fácil,
con el paso de los años y la acumulación de vivencias, ver las enormes
carencias y los graves errores que se cometen cuando decidimos acercarnos
a alguien, cuando cuidamos y educamos a unos hijos, cuando dirigimos
nuestras carreras profesionales o, más en general aún, cuando gastamos
toda nuestra energía para, supuestamente, hacer bien las cosas. Bueno, soy
imprecisa, no es cierto que se dé solo por el paso del tiempo y el mismo
avance de la vida: hace falta muchas veces la ayuda de otras personas que
nos muestren a las claras estas equivocaciones. He contado con esa guía y
por eso digo lo que digo. Justo por lo que me han hecho ver, ahora entiendo
bien qué desnortada he caminado.
Lo que nunca negaré es el profundo afecto que sentía entonces por
Carlos y que, según yo lo vivía, también sentía él hacia mí. Afecto puede
parecer un término tibio cuando se contrapone a pasión o amor, pero me
parece injusta esa perspectiva. Un afecto hondo entre dos personas resulta
en general bastante más duradero que un amor que se profesen. El afecto
también implica respeto y eso se traduce siempre en la delicadeza en el
trato; en cambio, cuando las relaciones de una pareja se sustentan en el
amor quedan al albur de unas emociones inestables por naturaleza. “Te
trataré bien mientras te quiera, pero ¡ojo! lucha porque este amor no se
deshaga”. Sin embargo, si se siente afecto hacia alguien cuesta perderlo. Ya
mencioné que tengo miedo al amor; es consecuencia de todo lo
experimentado. Puede resultar muy duro para algunas personas descubrir
que su pareja no los ha amado o que les dejó de amar en algún momento,
pero para mí esta situación se atempera si a pesar de eso le guardó siempre
un afecto sincero y lo mantuvo constante. Pero no dicto cátedra: hablo solo
de mis propias convicciones.
Él no levantaba mis sospechas, yo no atisbaba el malestar que habitaba
en su interior. Veía, sí, sus ausencias y las achacaba a la misma causa que
sus retrasos a la hora de llegar a casa: su estrés laboral, su agobio
económico. Trataba de tranquilizarle afirmando que en breve tendría un
ascenso y sería mejor considerado en su trabajo, que su capacidad y
competencia se reconocerían. Le invitaba a tener paciencia: las cosas caen
por su peso, le repetía. Igualmente, le explicaba que, cuando yo empezara a
trabajar, complementaríamos sueldos y tendríamos una situación más
desahogada, y que, al poco, eso le daría la oportunidad de arriesgarse y
dejar la empresa si no veía manera de progresar en ella. Me daba la razón
con pequeños gestos afirmativos y monosílabos sin convicción.
Sin embargo, aunque quisiera explicarme de esa manera la realidad, no
podía dejar de advertir mi propio desasosiego. Es cierto que disponía de
demasiado tiempo libre esos dos primeros años de matrimonio; el final de
mi carrera y la posibilidad de trabajar como abogada se prolongó mucho
más de lo que suponía. Estaba tensa, nerviosa, hiperactiva. Limpiaba y
ordenaba como una obsesa. Me daba por llevar a cabo fútiles cambios en la
casa. Y, esas alteraciones del orden doméstico quizás eran —ahora lo veo—
maneras de concitar su atención, además de métodos para rebajar una
presión que de alguna forma tenía que achicar. Lo mismo sucedía con mi
arreglo, mi aspecto o la ropa que me compraba. No surtían ningún efecto:
todo parecía indiferente para Carlos. Y esa misma indiferencia ¿acaso no
tenía que ver con su inapetencia?
15

Pasaron unos cuarenta minutos y sentí la llave girando la cerradura. Eso


me sacó de la estupefacción. Agucé el oído. Percibí cómo dejaba sus llaves
en la mesita. Allí habría visto las mías, y seguramente estaba cogiendo y
comprobando el móvil. Pasaron unos segundos. Debía estar sopesando la
situación antes de empezar a actuar. ¿Sospecharía que lo había visto?
—Hehooo….. ¿Aurora, dónde estás?
Traté de decir algo, pero no me salían las palabras. Llegó al salón a paso
lento.
—¡Ah! Estás aquí.
Parecía tranquilo, pero evaluaba las cosas, me examinaba. Yo no
levantaba la vista. —Sí, aquí—. Dije con un hilo de voz.
—¿Y qué hacías? ¿Por qué estas así, parada?
—Eh… Pues… Me extrañó al llegar a casa que la puerta no estuviese
bien cerrada y hubiera luces encendidas.
—Supongo que no me di cuenta al salir, ahora que pienso me fui con
prisas. Esto… ¿tenías miedo de que hubiese entrado alguien en la casa?
¿Estabas preocupada por eso?
—No, no. No estaba asustada… Ah, y… ¿llegaste bien?… a donde
quiera que fueras.
—Pues… sí. ¿Pero… qué pasa?
Suspiré. No sabía por dónde empezar. ¿Debía empezar? Carlos siguió:
—¿Me vas a venir ahora con lo de que no te cuento nada o que no te
digo a dónde voy?
—Estaba pensando… qué hacer, qué decirte… ¿Tú?, tú… ¿quieres
decirme algo?
—No, no sé. Nada especial.
—Sabía que ibas a decir eso, pero créeme hoy no voy a empezar, bueno,
en el sentido de siempre. Tengo… tengo que pensar bien, despacio.
—Me estás preocupando… ¿Tengo motivos para preocuparme?
—…
—¿Por qué no hablas?
Al fin levanté la vista hacia él, poco a poco. Lo miré a los ojos. Ahora
parecía realmente inquieto. Pero no como otras veces, en que sabía que
bastaría con hacerse el sorprendido. Lo tenía, como al jugador de póker que
ha ido con todo y es consciente de que le han descubierto el farol.
—¿Soy yo la que tiene motivos para preocuparse, no te parece? Y, por
favor, no finjas extrañeza. Se acabó. Basta: ¡¡¡Dímelo!!! ¡¡Necesito que me
lo digas!!
Carlos se quedó rígido. Su cara perdió el color. La mandíbula apretada,
los ojos abiertos, las manos crispadas. Habló lentamente, con voz metálica:
—Has visto el móvil, ¿verdad?
—Sí. Lo he visto. He visto unos mensajes que salieron. Personas que te
esperaban. Y luego he buscado de qué aplicación son.
Durante unos segundos calló. Luego, muy despacio, añadió:
—¿Y qué es en concreto lo que quieres saber? —Seguía con una voz
átona.
—Pues… ¿tú qué crees?, ¿qué va a ser?, ¡cómo eres capaz de seguir
respondiéndome así!, ¡cómo eres capaz! ¡Ya está bien!, qué voy a querer,
Carlos, quiero saber si eres homosexual; quiero que me digas si es así de
siempre; quiero que de una puta vez me hables con sinceridad; quiero saber
por qué me has engañado de esta manera tan rastrera, por qué, cómo has
podido, cómo has podido… todo este tiempo… Ah…
Al hablarle se había deshecho mi escaso control y ya no podía detener
mi angustia que salía a chorros, igual que mis palabras, mi llanto. Empecé a
gemir sin medida, me dolía todo el cuerpo, no tenía fuerza en los músculos
y me escurrí desde el sofá hasta acabar encogida en el suelo. En mi camino
hacia abajo, que me pareció una caída en el averno, arrastré un pequeño
mantelito sobre el que se apoyaban los pequeños objetos de la mesa del
salón. Así tiré un cenicero, una telita y un pequeño ídolo maya que
habíamos comprado en el viaje de bodas y que se hizo añicos. Pero él
seguía de pie, quieto, callado, aparentemente frío. Unos segundos después
se agachó y me abrazó despacio. Era extraño. No quería ese abrazo, lo
aborrecía en ese momento, pero a la vez era tan grato, tan reconfortante, era
un dulce veneno.
Pasó un tiempo, no podría decir cuánto. Él no dijo nada más. En un
momento dado me desembaracé de golpe y a tientas me fui a la habitación.
Cerré de un portazo. Me eché en la cama y, sin darme cuenta, acabé en la
posición fetal. No entendía lo qué sentía. No sabía qué tenía que sentir.
16

¿Por qué no habla? ¿Tan penoso es para él? Hasta qué punto se siente
culpable. ¿Y no es mejor así? ¿No debo dejar que se quede todo tal y como
está? Sí, tal vez eso sea lo más adecuado. Cuando se enfríe… ¡Qué cobarde
eres! Tú, sí tú, Aurora. Le has espetado a Carlos bien clarito lo miserable
que era, lo traidor y canalla. ¡Qué bien, ¿verdad?! Y ahora puedes hacerte la
ofendida todo lo que quieras y no confesarle tú nada. Tú, pasar por la que
no ha roto un plato en su vida. Ja, ¡¿quién es peor, dime?!
Pasaron los días más extraños de mi vida. Tenía que asimilar algo tan
difícil… Carlos continuaba sin decirme nada. Ni buenos días, ni buenas
noches, ni hola, ni adiós. Yo tampoco volví a hablarle. Durante una semana
seguimos yendo a trabajar; comimos y cenamos algunas veces juntos, sin
dirigirnos la palabra, sin mirarnos casi, solo a veces, de soslayo. Nos
conocíamos lo suficiente para organizarnos y coordinarnos sin un solo
comentario, sin ninguna equivocación, maquinalmente. La costumbre. Pero
miento: sí me dijo algo, un tanto sorprendente después de su silencio
inculpador. Por lo chocante de hablar en eso días, se me quedaron grabadas
sus palabras: “Por favor Aurora, no me juzgues con tanta dureza, no me
creas tan desleal. Entiendo que no ahora, pero… quizás algún día…”.
Supongo que debía creerme una santa para soltar aquello.
El caso es que la explosión que produjo este descubrimiento se llevó
también consigo otras emociones de mis entrañas. Tal vez, al desbaratarse
por completo mi interior se trastocó todo y lo que parecían vigas de
cemento se revelaron de cartón-piedra. Si en un momento consideré,
aunque solo por un instante, que ahora tenía derecho a dejarme llevar por
mi pasión hacia G., resultó que fue todo lo contrario: como un efecto
colateral de mi quebranto, se extinguió el deseo. De pronto vi esa historia
vacía, sin sentido, y razoné que solo me conduciría a más malestar y
agotamiento.
Puede que el que se deshiciera todo con G. fuera lo que me permitió
contarle yo a Carlos mi infidelidad. Sé lo que esto puede parecer, pero no lo
hice por venganza, sino quizás por un insólito acto de piedad, pues, aunque
es verdad que le rompí el alma, de esa manera me puse en su nivel.
Necesitaba abajarme hasta donde él estaba, que dejara de idolatrarme, que
se desprendiese de la falsa imagen que tenía de mí, o al menos eso es lo que
yo creía. No lo conté tampoco para escapar de la culpa. No me hacía falta.
Sé que podría haber guardado ese secreto hasta el final. Aunque, también es
cierto que cuando recuerdo su enorme dolor al narrárselo me asaltan las
dudas sobre si hice bien.
Ahora Carlos parecía el hombre más desorientado del mundo. Volvía del
trabajo y pasaba las horas sentado sin hacer nada. De noche caminaba
despacio por la casa, insomne. Su mutismo se prolongaba. No volvió a
mirar el teléfono. Unos días después vi que el cruel heraldo estaba sin
batería, olvidado en un rincón en la habitación donde él dormía. Sabía que
quería interrogarme, que necesitaba explicarse qué me había pasado, cómo
había acabado teniendo esa historia, pero no debía sentirse autorizado para
preguntarme nada. No me hizo ninguna petición sobre el trabajo o sobre G.
En algunos momentos lo vi llorar en silencio y oí suspiros entrecortados
que parecían venir de la sima más profunda de su alma. Dejó de oler a
tabaco, pero noté que las botellas de alcohol de la casa se consumían
rápidamente.
Yo no sabía qué hacer. Mientas le conté lo de G. le pedí perdón, pero
después de eso, en todos los días que siguieron, no fui ya capaz de
acercarme y decirle que lo sentía. La amalgama de sentimientos en que
estaba volvía imposible un comportamiento coherente o en alguna
dirección. No lo consolaba, no lo animaba, no le aclaraba nada. Mi mente
pasaba del reproche por su ocultamiento a mi propia culpabilidad. Esto me
bloqueaba para retomar la normalidad, para deshacer el enorme muro que
se había edificado en nuestra casa. Estaba más perdida que nunca. Jamás
me había sucedido, pero en aquel instante era incapaz de tener una sola
melodía en la cabeza. La música también había muerto dentro de mí.
17

Soy un verdugo y soy una víctima. Pero… ¿es lo uno consecuencia de lo


otro? Quiero entenderlo. Es posible que una traición así cupiese en ella
antes. Nunca la consideré capaz de algo semejante. Me era absolutamente
inimaginable. ¿Dónde se fue la que era?, ¿cuándo cambió?

¿Por qué me ocultó que era homosexual? ¿Lo fue siempre? ¿Por qué no
he notado nunca nada? Hacíamos el amor algunas veces, aunque de eso
hace tiempo. ¿Llegó un momento en que ya no fue capaz de mantener la
farsa?

Cómo pudo… ¿Nunca me ha querido? ¿He estado siempre solo? Yo creí


durante un tiempo —un tiempo feliz— que ella me acompañaba. Ahora sé
que estoy condenado a la soledad, como me temía.

¿Tan difícil era confesarlo, tan ciega estaba? ¿Por qué necesitaba
negárselo a todos? ¿Qué buscaba casándose conmigo?

¿Y ahora qué debo hacer? Es mejor poner todo delante… No, eso le hará
pensar aún peor de mí, pero… ¿hay algo más que pueda perder?

O tendré yo parte de la culpa: ¿he sido poco atrayente, poco interesante


para él? ¿He activado esto de alguna forma? Quizás es que me volví tan
áspera, tan exigente, tan insensible…

¿Quién es ese hombre? ¿Por qué ella le permitió llegar a eso? ¿Por qué
fue a verle… cuando sabía lo que iba a suceder?

¿Qué es lo que le gusta de ellos? ¿Qué es lo que satisface? Ese lenguaje


de los mensajes… era… horrible. ¿Cómo le podía agradar? No sé quién es.

¿Dónde se veían? ¿Qué hotel? ¿Qué habitación? ¿Cuántas veces? ¿Y


cuánto tiempo duró todo? ¿Cómo se comunicaban? ¿Qué compartían? ¿Qué
se decían cuando estaban juntos? ¿Qué le permitía hacerle? ¿Cómo la
penetraba? ¿Qué sentía ella? ¿Cómo se miraban? ¡¡Ah!!

¿Por qué fumaba? ¿Qué tiene que ver con esas relaciones? Jamás había
probado tabaco cuando lo conocí y durante los siguientes años. ¿Le
influían, lo drogaban? ¿Me engaño yo a mí misma?

Quizás yo la trastorné: la llevé al límite. Eso es: no era ella, se volvió


otra persona. Aurora no era ella, no podía saber lo que hacía. Era una
autómata cuando iba a verle. Él la dominó porque ella no estaba bien.

Doy vueltas y vueltas y de nada sirve. Quizás deba ya ser valiente y


dejarlo. Le confrontaré y le diré que esto no tiene sentido.

Me ahogo, me falta el aire. Pero no puedo odiarla. Solo le odio a él.

No soy capaz de irme. No soy capaz de nada. Me siento acorralada.

Ya no puedo más. He llegado al límite. Respiro todo un día, hasta el día


siguiente. Como algo frío, duermo unas horas, voy al trabajo, ¿qué sentido
tiene hacerlo?

¿Rezar, hablar con alguien, seguir, pasar página, volverlo a intentar? No


sé, no sé nada.

Otra oleada de dolor. Otra imagen de ellos juntos. Es un tormento


infernal. Nunca cesan, ni cesarán.

Necesito ayuda. No doy más de mí.

Necesito algo. No puedo seguir viviendo.

Me falta

el aire.

Me
a
h
o
g
o
.
PARTE II. EL PURGATORIO
18

—Bienvenidos. ¿Quieres comenzar a contarme tú, Carlos?


—Yo, uhm, bueno. Supongo que da igual. Yo… prefiero empezar
diciéndote que no sé si esto tiene algún sentido.
—¿Quieres decir venir aquí o te refieres a la relación?
—Sí, quiero decir venir aquí. No sé, me imagino que podrá ayudar a
otras parejas, pero Aurora y yo estamos en una situación que no creo que
sea la más común. Perdóname, seguro que esto le funciona a mucha gente,
pero en nuestro caso no veo que nada pueda servir. Es verdad que nos
sentimos fatal, al menos yo he pasado los peores días de mi vida; pero me
parece que no hay ningún arreglo posible.
—¿Pero has venido voluntariamente?
—Sí, sí. Aurora me lo propuso y yo dije “si quieres”, y aquí estoy. No
creí entonces que esto pudiera ser útil y no he cambiado de opinión.
—Bueno. No pasa nada. Es mejor decir así las cosas, con claridad.
Aurora, ¿quieres tú comentarme algo?
—Sí. Lo primero que te aseguro es que yo también he pasado los días
más horribles que puedan imaginarse, lo crea Carlos o no. Tal vez piense
que su dolor es mayor que el mío, pero te garantizo que se equivoca —en
ese momento Aurora estaba mirándole a él.
—Aurora ¿qué fue lo que a ti te hizo pensar que venir a una terapia de
pareja podría ser una ayuda para vuestra situación?
—No es que no tenga dudas, como Carlos. Nunca había estado en una
consulta de psicología. Pero las últimas semanas estaba tan bloqueada, tan
ahogada, me sentía tan perdida que supongo que es una reacción a la
desesperada.
—Bien. ¿Qué ha sucedido para llegar a sentirte así? Quizás fuera algo
progresivo, pero está claro, por lo que me decís, que la situación se había
puesto mucho peor en los últimos días.
—Sí. Bueno, los dos lo sabemos muy bien. Creo que ambos hemos
descubierto algo… muy doloroso del otro…. En fin, María, ¿era tu nombre,
verdad? Es que resulta difícil… a ver cómo te lo cuento.
—Sí, María. No te preocupes, tranquila.
—Bueno, pues… a ver, sí, mejor lanzarse. Pues al ver unos mensajes del
móvil de Carlos, y perdona que te omita ahora los detalles de todo esto,
descubrí que era homosexual. —María permaneció callada, al igual que
Carlos, que miraba en otra dirección—. Pero… deja que te lo diga ya todo,
¡uf! Yo le conté poco después que había tenido una relación con otro
hombre. Bueno, no era una relación, realmente. Había estado acostándome
con él.
Pasaron unos segundos en que María quedó pensativa. Luego rompió el
silencio:
—Entiendo, y me parece lógico, por lo que me acabas de decir, que
pensaseis que con ese panorama de poco os iba a servir una terapia de
pareja. Sin embargo, os agradezco que estéis aquí y es posible que, sea
como sea esto, os pueda ayudar de alguna manera. De entrada, Carlos ¿es
para ti también lo que ha dicho María una descripción de vuestro problema?
Él siguió callado, su mirada continuaba perdida.
—Pero… ¿¡no vas a decir nada ni siquiera aquí!? —soltó Aurora.
—Está bien —terció inmediatamente la psicóloga—. No pasa nada.
Resulta difícil comentar estas cosas. Habrá ocasión, si Carlos quiere.
Permitidme deciros que mi trabajo se organiza habitualmente así: tenemos
primero una sesión conjunta, que es lo que estamos manteniendo ahora, y
después sesiones individuales con cada uno por separado. Quizás en esa
situación, por separado, sea un poco más fácil comentar estos temas.
—Carlos le dirigió entonces la mirada y la psicóloga creyó percibir que
para él eso podría representar una salida a la situación, una leve esperanza,
algo a lo que aferrarse. Pero ahora era Aurora la que estaba ensimismada y
sin ganas de continuar. La terapeuta retomó las preguntas:
—¿Habéis hablado de esto con alguien más? ¿Padres, familiares,
amigos? ¿Alguien sabe algo?
Aurora y Carlos respondieron casi simultáneamente:
—No, no. Con nadie.
—Quizás sea lo mejor. A veces puede ser un consuelo desahogarse con
alguien y poder compartir cosas tan duras, pero al mismo tiempo es un
riesgo que personas que os quieren, que desean lo mejor para vosotros, se
pongan a opinar sobre lo que habéis hecho o lo que ha hecho el otro, o
quieran recomendaros qué debéis hacer. Además, resulta muy violento tener
que coincidir luego con la familia de la pareja o sus amigos. Permitidme
ahora algunas preguntas para que me sitúe, detalles de vuestra relación y
circunstancias. ¿Tenéis hijos? ¿A qué os dedicáis?
María siguió haciendo algunas preguntas más cómodas y que
propiciaron un clima menos tenso. Carlos empezó a hablar e informó, junto
con Aurora, sobre cuándo y cómo se conocieron, cuánto tiempo llevaban ya
juntos, sus respectivos trabajos, los familiares de ambos, etc. Pero una
cuestión de María les pilló completamente de improviso:
—Carlos ¿y qué es lo que te gustó de Aurora como para acercarte a ella
y empezar a salir?
En ese instante, ella se tensó, no sabía qué podía esperar a estas alturas
de la respuesta de él.
—Me gustó desde el primer momento que la vi. Muy pronto tuve claro
que era con quien quería estar, para siempre. —Entonces la miró a ella a los
ojos con fijeza y siguió—: Es verdad que tardé un tanto en pedirle que
empezásemos a vivir juntos, mareé la perdiz, de eso me arrepiento. Pero
Aurora es lo máximo para mí, lo más valioso. Siempre he estado orgulloso
de estar casado con ella.
Aurora se quedó desconcertada. ¿Qué decía? ¿Cómo podía afirmar eso
sabiendo lo que sabía? ¿Qué broma era esta? Tuvo el deseo de levantarse e
irse, pero se contuvo.
—¿Y en tu caso, Aurora? ¿Qué te animó a acercarte a él?
—¿¡Eh!? No… no, no sé. Es que ahora... No, me esperaba esto. No
entiendo lo que ha dicho Carlos. —Se dirigió a él— ¿Por qué has dicho
eso? Cómo podía gustarte, cuando te gusta lo que te gusta, ¿eh? ¿A qué
estás jugando?
—He dicho la verdad. Lo que pienso, lo que pensaba entonces. Y me
duele que no lo creas.
—De verdad, es que no sé de qué vas. ¿Me quieres desquiciar? ¿Qué
sentido tiene todo esto? ¿Por qué no dices la vedad? No te gustaba y no te
podía gustar. Te juntaste conmigo para disimular, para ocultar tus
verdaderos deseos, nuestro matrimonio ha sido solo una cortina de humo,
porque eres un falso y un cobarde, tan cobarde que ni ahora eres capaz de
mencionarlo. ¿O no? Desleal. Traidor.
—Aurora, tranquila —intervino María con voz serena—. Entiendo que
necesites soltar todo esto. Es normal. Pero vamos a intentar no faltarnos
aquí, en la consulta, vamos a procurar aprovechar este tiempo no tanto para
desahogarnos, sino para hablar de lo que ha sucedido y de lo que sentimos,
pero sin ataques, aunque estemos molestos. Perdonad, ahora necesito
información. Luego puedo tener más claro qué deciros y por qué.
—No sé María —dijo ahora abatida Aurora—, no sé si a pesar de que
hablemos va a servir algo lo que nos digas…
—Pues yo creo que sí —afirmó de pronto Carlos—. Pero… pero tienes
que contenerte y responderle con tranquilidad. —Aurora resopló. En
seguida continuó la psicóloga:
—Bien, ¿qué tal si intentas ahora retomar lo que te pregunté Aurora?
¿Cómo era Carlos cuando le conociste? ¿Por qué te interesó?
Pasaron unos segundos. Aurora tomó aire.
—Está bien, lo intentaré. No sé si esto tiene sentido. Creía que le
conocía, pero ahora pienso que no. Además, cambió mucho tras la boda.
Antes era más alegre y comunicativo. Y… claro que me gustaba. Me atraía,
me… hacía reír, compartíamos un planteamiento, como un proyecto… de
estar juntos; y aunábamos fuerzas.
—De acuerdo. Ponme un ejemplo, por favor.
—Pues… cuando yo estaba acabando la carrera nos coordinábamos para
ayudarnos. Él ya estaba trabajando y me facilitaba la formación. Todo fluía.
Su familia era buena, me trataban… bueno, me siguen tratando muy bien,
me quieren, todos, sus hermanos, sus padres, hasta sus tías del pueblo. —
Aunque no la miraba, Carlos la escuchaba con atención. Se le notaba
emocionado. Sus ojos se pusieron vidriosos— Y, bueno, quizás me haya
pasado de la raya antes: es verdad que él se mostraba cariñoso conmigo, y
creo que me miraba con admiración. Me decía que era muy lista, que tenía
gustos de persona inteligente y no convencional, lo decía porque me gusta
la música clásica, el cine bueno, la literatura.
—Y a él, a Carlos mismo, ¿cómo lo veías? ¿Compartía esos gustos
contigo?
—Bueno, más bien no. Pero se interesaba, me preguntaba; creo que
quería aprender. Y sí había leído algunas novelas, aunque la música no la
entendía para nada. A él le iba más el tema de los negocios, la economía…
Creo que ha estado muy centrado en ganar dinero y está frustrado porque no
lo ha conseguido.
—Ya veo. Carlos ¿estás de acuerdo con lo que ha contado Aurora?
—Sí, creo que ha hecho una buena descripción. Sobre todo quiero dejar
claro que es la pura verdad que la admiraba…
—Ya no, ¿verdad? Hablas en pasado —interrumpió Aurora.
—No sé Aurora, no sé. Sabes el palo que me he llevado. Hace un
momento decías que ya no sabías si me conocías, pero ten presente que a mí
me ha pasado lo mismo contigo.
La pareja entró en una fase de silencio y abatimiento.
—De acuerdo. Creo que ya me habéis contado bastantes cosas por hoy y
no precisamente fáciles. Vamos a organizarnos para la próxima semana:
busquemos una fecha compatible con vuestros horarios de trabajo para que
os vea por separado. Luego de esas dos sesiones individuales nos
volveremos a reunir los tres y trataremos de seguir avanzando para
determinar el punto en el que estáis. Gracias por vuestro esfuerzo. Sé que
esto no ha sido nada sencillo ni agradable.
19

Ese primer encuentro con la psicóloga resultó muy distinto de lo que me


esperaba. Probablemente tenía unas expectativas distorsionadas. Creía que
Carlos mencionaría el tema de la homosexualidad y que yo me sentiría muy
culpable con todo lo de la infidelidad, pero no sucedió ni lo uno ni lo otro.
Sin embargo, hubo un instante en que él —al menos es lo que yo noté— se
sintió libre de la enorme losa que lo aplastaba. ¿Por qué? ¿Qué espera
conseguir? Y… si él alumbra alguna esperanza ¿debo tenerla yo también?
No, no es posible. No se puede borrar todo lo que ha sucedido.
Razonemos... Hay parejas que han debido de pasar por esto… mas… ¿es
que puede él llegar a perdonarme?, ¿puedo yo misma hacerlo? Seguramente
hay matrimonios que han seguido juntos, pero por convencionalismos, por
sus hijos, por sus familiares, por miedo a la soledad, porque no quieren
reconocer su fracaso, porque separarse supone que toda su existencia, su
esfuerzo ha sido un fiasco. Es duro aceptar la falsedad en que han vivido.
¿Vivido? ¿Y es que eso es vivir? Quizás sea solo sobrevivir. Y yo no quiero
sobrevivir, seguir juntos como hasta ahora, o peor: cohabitando sin afecto,
entre reproches, tratándonos mal, sin advertir tan siquiera nuestra
animadversión, castigándonos.
Una vez G. me mostró algo. Me contaba que había perdido la confianza
en uno de sus colegas de la firma. Yo le dije que podría recuperarla, que era
cuestión de darle otra oportunidad. Entonces cogió un folio y lo estrujó
entre sus manos. Quedó hecho una bola. Al momento lo volvió a abrir, lo
extendió, pasándole la palma de la mano. Había quedado con mil arrugas. Y
dijo: “Ves. Sí, claro, puedo seguir escribiendo en él, pero ya nunca será el
papel prístino, liso, inmaculado que era. Siempre se verán estos surcos. Por
mucho que lo trate de estirar mi escritura en él será irregular e imperfecta.
Eso es lo que yo creo que pasa cuando se pierde la confianza”. En aquel
entonces me pareció un argumento incontestable.
No quiero volver a hablar con María si tengo que revivir toda mi
angustia por el tema de G. No puedo hacerlo. Lo que quiero es olvidarme
de eso. Ni tampoco contarle todos estos años con Carlos en que no entendía
que no me mirase, que no se fijase en mí, que me ocultase su verdadero
rostro. Además, no deseo pensar en ello: esos mensajes se me han metido
en la cabeza, son como una obsesión, aldabonazos malditos que me torturan
una y otra vez. Como los tres golpes de martillo en la Sexta sinfonía de
Mahler, el último indica tu final. La muerte. Pero… tengo que reconocer
que en un momento dado el ambiente allí fue distinto, hubo un instante de
tregua, un remanso, quién sabe por qué. Mejor no precipitarse, esperaré a
ver qué siente Carlos cuando vaya el próximo día él solo. Luego valoraré lo
que hago. Al cabo, fui yo quien se lo propuso y ahora estoy llena de dudas.
Al menos esta mujer no dio vueltas inútiles, fue al grano, no nos mandó
rellenar tests ni todas esas zarandajas. Si lo hubiera hecho, creo que me
habría negado de plano a complicarme la vida y malgastar así las horas. No
quiero rollo teórico de psicólogos sobre qué hacen las parejas que se llevan
bien, los trucos más eficaces, las reglas de la felicidad, ¡oh! la
comunicación, ¡oh! la empatía, ¡oh! el perdón. Si va por ahí me despido. Ni
tampoco deseo buenas intenciones, palabras de consuelo; y ¡por Dios! que
no saque lo de los buenos momentos que hemos vivido. En esta situación
todo eso me hace más mal que bien. Mi dolor de ahora es en parte por haber
sido tan ingenua. Pero… reconozco que lo de no haber hablado con mis
padres… sí fue un buen consejo. ¿Qué iba a decirles? Si al final acabamos
con esta historia prefiero que ellos no sepan quién era realmente Carlos y
cuál es su orientación sexual. Me inventaré cualquier excusa, o mejor diré
algo general, como que nos desenamoramos o cualquier otra manida
justificación.
Fue muy comprensiva con Carlos, no le forzó a hablar. Le rescató. Le
protegió. ¿Es posible que le comprenda a él y no a mí?, ¿que le parezca bien
que él sea homosexual pero mal que yo haya cometido una infidelidad?
Bueno, al menos tampoco me preguntó o cuestionó nada cuando le comenté
lo mío. No pareció sorprenderse mucho. ¿Es posible que esto sea común en
otras parejas? Vemos desde fuera otras relaciones y no podemos creer que
experimenten el malestar que nosotros hemos pasado. Me acuerdo ahora del
mendigo que me crucé y me miró con ironía. ¿Por qué se me ha quedado
grabado? Es como si adivinase algo; como si tuviese una lucidez profética.
Hace unos días, creía que el más desgraciado de los humanos, el pobre más
miserable con que pudiera toparme estaba mejor que yo; que cambiaría
cualquier enfermedad que me diagnosticasen por el dolor que estaba
padeciendo. Supongo que soy injusta y no me hago cargo de lo que sufren
otros. ¿Es posible que yo también conciba alguna esperanza? ¡Qué cobarde
me estoy volviendo! Prefiero aferrarme a cualquier clavo ardiendo antes
que mirar la realidad cara a cara, asumir lo que hay y actuar en
consecuencia. ¡Como va a ver futuro de pareja con un hombre que es
homosexual!
20

Cambiar algunas palabras con Aurora estos días ha sido bueno, ha


reducido la enorme presión que teníamos y despejado el aire tan viciado
que respirábamos, como cuando tras semanas de pesada contaminación
llueve en esta maldita ciudad. Eso sí, mucho me temo que en pocos días
esta atmósfera volverá a enrarecerse. También cuando caen unas gotas se
respira y hay un alivio, pero si siguen incansables acaban en una tormenta,
que quizás sea la que ahora nos aguarde, la definitiva. Si se habla y habla
acabaremos con los más dolorosos reproches. Peor aún: si yo continúo
hablando, si no me detengo, no podré evitar decirlo todo.
No tenía ninguna confianza en esa psicóloga antes de ir a verla, he de
reconocerlo; no era nada personal: no habría tenido convicción con nadie;
pero la actitud que adoptó durante toda la sesión y la comprensión que noté
hacia mí han abierto un resquicio por el que ahora entra un poco de luz.
Además, ¿con qué otro apoyo cuento? ¿Quién, aparte de ella, me puede
tender la mano para salir de este agujero? Cuando dijo que cada uno
tendríamos una sesión individual, al momento pensé que tal vez esa sería la
oportunidad para sincerarme con alguien. Ella está obligada a mantener la
discreción por secreto profesional y su intención no puede ser otra que la de
favorecernos. En el poco tiempo que hemos compartido me ha resguardado
de la ira de Aurora. No me lo esperaba. Sin embargo… ¿debo hablar? Una
vez abierta la espita es posible que ya no pueda controlarme. Le comentaré
a María este temor mío antes de decidir y si veo que no me gusta por dónde
pisa no diré nada concreto. Pero… no sé, quizás me oriente sobre el
particular. ¿Y si me dice que la única salida pasa por confesar todos los
detalles a Aurora? ¿Tendría que hacerle caso? No creo que ningún
psicólogo, por competente que sea, pueda predecir qué es lo mejor para una
pareja. No nos engañemos: deseo que me digan qué hacer para repartir este
peso que me aplasta, pero no tiene una bola de cristal, no puede adivinar el
futuro. Ten cuidado, Carlos, ten cuidado, no des pasos en falso. Este puede
ser el error más grande de tu vida, y llevas ya una lista considerable.
También Aurora va a hablar a solas con ella. Sin duda, rememorará toda
la historia con G. y solo pensarlo me enferma, literalmente. No puedo; no
quiero figurármelo. Me quema el mero hecho de que se hable el asunto, más
aún: que tenga un fugaz recuerdo de ello ya es insoportable. Y ella dice que
esa atracción ha muerto, pero ¿cómo estar seguro? Le volverá a ver en el
trabajo y eso puede reavivarla. Si ahora no lo aguanto y se supone que ha
terminado, cómo me sentiría si se reactivase, aunque solo fuera un instante.
Pero ¿tengo derecho a que me importe?, ¿tengo yo que impedirlo? Ya he
hecho lo posible por destruir nuestra relación ¿debo ahora encargarme que
ella siga sola, igual que lo ha estado conmigo? Y… si realmente lo de G. ha
pasado a la historia. Quizás entonces Aurora no hable con María solo de
este tema, quizás traten de cómo fue nuestra relación al principio, de la
ilusión que teníamos, de lo inocentes que éramos. No. Ahora ella no cree en
mi inocencia. Me ha juzgado y condenado: soy culpable y no cabe
apelación de la letrada. A pesar de todo, yo sé que hubo un tiempo en que
no era un monstruo; podría ser más o menos sincero o expresivo; es verdad
que no compartía toda mi intimidad, pero concebía una vida con ella, una
vida auténtica. Puede que fuese un iluso. No sé cuándo ni cómo, pero si
Aurora no se lo explica a María se lo contaré yo: existió otro lazo, y fue
real.
Cómo podrá ser nuestra relación después de esto, si pervive. ¿Podremos
seguir juntos como si no hubiera pasado? ¿Puede una psicóloga o un
sacerdote o unos amigos o quien sea influir en estos procesos? ¿Es acaso
similar lo que viven distintas parejas después de experimentar esta
catástrofe? Me cuesta creer todas estas cosas. Con todo, recuerdo que una
vez oyendo la radio del coche, sin prestar mucha atención, se entrevistó a
un psicólogo matrimonial y dijo que la mayoría de las parejas que veía en
su consulta sostenían que la gente no cambia y por eso tenían pocas
esperanzas de que les ayudasen. El psicólogo, por su parte, pensaba que eso
era bastante verdad, que la gente puede cambiar solo hasta un cierto punto y
que además esto depende enteramente de que sean ellos quienes deseen
cambiar. Pero lo más importante que dijo es que, por fortuna, lo bueno de
eso era es que alteraciones muy muy pequeñas, casi solo gestos, actitudes,
posturas, incluso si solo partían de uno de ellos, provocaban un enorme
efecto en los dos. Era como que un simple clic modificara toda la situación.
Sí. Eso es posible. Antes hablé de esa pequeña grieta que puede producirse
en la pared de una habitación completamente oscura, y sé que una mínima
abertura permite el paso de la luz, que todo lo transforma. Una luz que
existía, que estaba antes, que yo vi en el pasado.
21

¿Qué estará pensando ahora Aurora? Seguro que no es capaz de estar


sentada ni medio minuto. Me la imagino toda excitada, inquieta. Si ya
estaba nerviosa, con esto la he debido de poner frenética, le va a dar un
soponcio. ¿La llamo? Sí… No, mejor no, o mejor sí, la tranquilizaré. No,
no, que la voy a poner aún más nerviosa. Vamos a hacer como si nada, será
lo mejor. ¿Será lo mejor? Además, en este instante estará hablando con sus
padres del tema y les interrumpiría. Los dejo en paz. Ahora que me doy
cuenta, el que está como un flan soy yo. Me parece que me he precipitado.
¿Cómo le he dicho lo de irnos a vivir juntos si ni siquiera he terminado aún
el módulo? Pero bueno. Hay que ser optimista: a muchos les cogen en el
centro de prácticas, y yo las empiezo ahora en enero. Me gusta la idea de
estar ya trabajando y ella, a la vez, acabando su carrera.
No obstante… es posible que a sus padres no les convenza la idea. Al
fin, solo tienen a Aurora. No es como en casa, que somos tres y aquí no
estamos tan pendientes unos de otros, vamos más por libre. Sus padres
parece que me aprecian, aunque ¡a saber!: con la familia tan cutre que
tengo. Pero de lo que son bien conscientes es de cómo la quiero, así que por
eso no será. Y que la trato bien. Ellos también me tratan bien. Pero lo del
dinero… eso es otro cantar. Mis padres no me pueden ayudar con este
asunto. Pero recuerdo que los de ella decían hace poco que los jóvenes de
hoy en día salimos muy tarde de casa, que tendríamos que ser como en sus
tiempos, que antes de terminar ningún estudio o tener trabajo estable ya
estaban casados, que se entendía que la vida y las seguridades se construían
juntos. Sí, claro, pero una cosa es predicar y otra dar trigo. Ya veremos la
cosa a la hora de la verdad. Eso lo dice todo el mundo, es el topicazo de
estos tiempos, pero como si se hiciera algo por evitarlo, en especial los
padres y en particular los suyos. Veremos si me siguen poniendo buena cara
cuando nos imaginen yéndonos a vivir a un piso sin un euro.
Sigo inquieto.
Habrá que esperar. No queda otra.
Bueno, así, sin hacer nada no puedo estar. Vamos. ¿Pero vamos a qué?
¿Qué hace la gente para estar tranquila si ya no hay nada que hacer, sobre
todo por la tarde-noche cuando no hay excusa para salir a recados o a cosas
en la calle? Puedo jugar un poco con el móvil… ¡no! Mejor ver un poco la
tele… A ver…, a ver qué ponen…. A… A… Aurora, Aurorita, Aurora,
Aurorita mismo, señor, sí señor, Aurorita mismo se lo traigo… ¡Qué pienso!
Se me va la olla. Pero claro, con esta tontería de programa. En Navidades o
te toca una de romanos, de esas que no acaban nunca, o concursos ñoños,
que más lentos no pueden ser, o programas ridículos, como este. ¡Bah!
Cuando vivamos juntos algo más haremos. Podremos salir en horas tan
tontas como estas; podremos… ¡qué sé yo! A Aurora se le ocurrirá algo,
como siempre. O se pondrá a escuchar música. La vida será agradable en
casa, transcurrirán las horas en paz. Es alguien ideal para acompañarte. Yo
podré entonces, por fin, pensar con calma, pensar en lo que voy a hacer, en
un proyecto. Me traerá la calma, porque ahora no sé estar quieto. Y
aprovecharé. Sí, un buen plan, eso haré: un negocio infalible, sencillo y
rentable. Y con dinero se puede salir a un local bonito o ir a cenar a un
restaurante de lujo, incluso, sin agobiarse por la cuenta. No tendremos que
estar paseando y paseando, como ahora.
Dos horas sin hacer nada y sin sueño. No sé si será bueno tener siempre
a alguien en la cabeza, en plan obsesivo. Está bien que uno se piense las
cosas, pero esto… no sé, no sé, lo dudo mucho. ¿Por qué me ha dado tan
fuerte? ¿Es la chica con la que estar? Supongo que sí, y… por qué negarlo,
me pareció bien desde el principio por lista. Dicen que es mejor no estar
con una chica demasiado guapa, pero, ¡hombre!, que sí esté bien, sobre todo
que te permita estar tranquilo, que no te exija todo el rato. Para vivir juntos
lo mejor es alguien como Aurora, que te pueda ayudar, que encaje
contigo… supongo.
22

Luego de aquello todo fue fácil. Resulta tan natural, tan elemental
cuando ahora se mira desde la distancia. Cómo es posible que entonces
pareciera algo complicado o simplemente especial si, en realidad, no era
más que un asunto vulgar, tan predecible como el destino de una piedra
tirada al aire. Supongo que ese adanismo era consustancial al momento que
vivíamos, al de tantos otros como nosotros, pasados, presentes y futuros.
Qué ridículo. Se supone que tomábamos decisiones. No había tal. Las
circunstancias, nuestra forma de ser, los impedimentos materiales o
sociales, nuestros entornos… Después de las tres o cuatro primeras citas
alguien con un poco de perspicacia habría adivinado todo sin fallar un
detalle. Me arrepentí de haber dado ese paso. Bueno, para ser coherente con
lo que acabo de pensar, mejor debería decir me arrepentí de haberla
conocido, pues después de aquello todo se puso en marcha y el proceso
avanzó inexorablemente.
Yo no recuerdo estar muy contento entonces, tampoco lo contrario, y,
ciertamente, no me creía incoherente. Supongo que la misma organización
del festejo, la elección de la casa donde viviríamos, su decoración, sus
enseres… Y la ilusión que me transmitían mis padres, mis hermanos, los
amigos me contagiaba, y también a ella. Seguíamos el curso de los
acontecimientos, su mismo flujo, y de los presuntos sentimientos asociados
a esto. No cruzaba por mi mente que todo fuera un error. ¿Por qué iba a
serlo? Recuerdo perfectamente que la quería y que me parecía la persona
más adecuada para mí, dada mi forma de ser. ¿Tenía que despertarme otros
sentimientos? Quizás, pero yo no los conocía. Lo que anhelaba, lo que
deseaba, era más sencillo entonces de lo que fue luego. Puede que el fervor
que más adelante se me reveló —y que se convertiría en mi dictador—
estuviera ya entonces, larvado, esperando su momento. Pero si existía, su
insignificancia entonces hacía imposible que aflorase en mi conciencia.
Pasaré por fútil —y aún estomagante— todo lo relativo a la boda y sus
manidas teatralidades, el viaje de novios a la Riviera Maya, la búsqueda y
selección del pisito de alquiler, la elección de los muebles... bla, bla, bla. Y
llegaré al final de este capítulo: tan solo diez meses después de aquella
conversación y sin ningún sostén económico en firme empezó nuestra
convivencia. Y esto supuso enfrentarme a aquello que había estado
esquivando desde el inicio de nuestra relación. Me refiero, por supuesto, al
sexo. Para ella esa cuestión no había implicado ningún problema todavía:
que en todo el tiempo anterior los abrazos y los besos no escalaran nunca a
caricias íntimas, a la aceleración del corazón, a la premura de la unión no
pareció despertar en ella la mínima duda, al menos según me parecía a mí.
Ni por su parte ni por la mía hubo que detenerse, refrenarse, ni sosegarse
porque no existió ningún fogonazo pasional en nuestros cuerpos. Aunque,
insisto, es solo mi percepción, yo no lo captaba en ella. Quizás por aquel
entonces esa dinámica era vista con mucha más naturalidad y es solo hoy en
día cuando las parejas jóvenes lo identifican como un problema. Se hubiese
o no sentido nada anteriormente se suponía que, llegado el momento, todo
transcurriría con naturalidad, que en la convivencia las relaciones íntimas se
darían con la misma lógica con que se elegían las cortinas de la casa o la
comida. Es posible que ella me viera desde el inicio como alguien poco
fogoso y que esto no le preocupase, por incluirse a sí misma en el grupo de
los menos urgidos por los deseos corporales, aunque más adelante descubrí
que sí había diferencias importantes entre nosotros. A ella le debo mucho
sobre el conocimiento de estas cuestiones.
Sé que un mal inicio en esto suele predecir un pésimo final. Pero
también es cierto que, a veces, en una relación —y más en una en la que
existe ilusión— unos deseos contrarrestan otros. Al cabo, y a pesar de las
dudas e inquietudes, la vida conjunta seguía con la más aparente
normalidad. Nuestros respectivos padres estaban tranquilos, le quitaban
peso a todos nuestros agobios económicos. Mis suegros hacían un esfuerzo
por estar amables en cada una de las visitas. Mis familiares la acogieron
siempre con alegría. Siendo el primero de mis hermanos que se casaba
había curiosidad en todos ante los cambios. En el pueblo, en esa Navidad en
la que ella por fin me acompañaría, cundía la expectación entre primos y
tías, y existía la mejor de las predisposiciones para calificar a Aurora como
la pariente predilecta, la chica más fina que se había visto por allí. Todo
aquello me agradaba. Parecía que los fantasmas se conjuraban y era posible
escurrirme hacia una vida de menor desazón. ¿Por qué iba a ser mi falta de
deseo un problema importante?, quería creer entonces, tan ingenuamente.
Además, cobijado en esta nueva situación se abría la ocasión para
concentrarme en otras cosas. Me daba la oportunidad de dejar ya asentada
al menos una esfera de la vida. Quiero aclarar que entonces, si era el caso
que me preguntaban —aunque si no lo hacían ya procuraba yo que se
acabara sabiendo— me gustaba que me identificasen como un hombre
casado. Y si tenía ocasión de presentar a Aurora a conocidos y compañeros
de trabajo saboreaba un sutil placer. La naturalidad de ella, su cultura y sus
buenas dotes engalanaban lo que para mí era un éxito, evidenciaba que yo
podía estar un poco por encima del resto, o, al menos, no por debajo. Tal
estado de cosas me resultaba balsámico, en particular porque entonces, en
realidad, andaba escaso de otras prendas. Después de mi periodo de becario
en la empresa donde finalicé mis prácticas solo había conseguido un
contrato ridículo, que suponía poco más de lo que ganaba en la posición
anterior. Mi trabajo era básico y siempre lo consideraba menos de lo que me
correspondía. Pasaba el tiempo y no había forma de progresar. Por eso, si
mi sueldo era un baldón que ocultar, a ella la exhibía como un laurel.
Afortunadamente, ni mi familia ni, sobre todo, la de ella conocían mi
situación económica, ni estaban al tanto de mi malestar.
23

—Hola de nuevo. Me alegro de volver a veros aquí. Después de haber


hablado con los dos, soy bien consciente de que no han sido unos días nada
fáciles.
—No lo son desde hace tiempo —Sentenció Aurora.
—Es verdad. Y entiendo que mis palabras hayan sonado triviales.
Disculpad. Pero lo que tenemos que tratar ahora no lo es en absoluto. Creo
que hoy se aclararán cosas fundamentales. En la sesión que tuve con Carlos,
él mismo me acabó diciendo que pensaría estos días qué decirte hoy, pues
quería sincerarse contigo de verdad. Juntos pensamos cómo hacerlo y en
seguida le voy a pedir a él que comience.
—Más le vale. Aunque me cuesta creerte. Después de haber estado
contigo aún ha hablado menos. Hace dos semanas, tras la primera sesión, al
menos me dirigía la palabra, pero después de su última contigo, ni eso. No
sé qué esperar.
—Es verdad Aurora, —comenzó Carlos— así ha sido. Lo siento. Estaba
esperando este momento, no quería meter la pata. He estado dándole vueltas
y vueltas a la cuestión y tengo miedo de lo que pase después de lo que te
diga. Lo entenderé, lo aceptaré. Es más, puede que sea lo mejor y lo más
lógico para ti. No te va a gustar conocer mi otra cara, porque se te va a
confirmar que la tengo y es peor de lo que creías. Al menos sé que me voy a
sincerar, me cueste lo que me cueste. Yo… quiero que me entiendas.
Carlos tomó aire, esperó unos segundos y mirando al suelo comenzó a
hablar despacio:
—Si no hubieses visto esos mensajes, al cabo de un tiempo no habrías
pensado que soy gay, porque no habría recibido más. Y, aunque te suene a
tópico, esos mensajes no son lo que parecen.
—¿Qué quieres decir? No me vendrás ahora a negar lo que he leído. No
me hagas pasar por idiota, Carlos, no es mucho pedir. Bastante tiempo he
querido cerrar los ojos ante lo que tenía delante.
—Espera un poco, por favor. No me interrumpas ahora, déjame hablar
solo cinco minutos.
Aurora cruzó los brazos, suspiró y se puso a mirar hacia otro lado.
—Y mira lo que te voy a decir: lo que leíste fueron los mensajes de la
aplicación Grindr, sí, una red social para gays. Pero peor aún hubiese sido
que revisases entero mi móvil. Entonces habrías visto que tengo más,
muchas más cuentas en Wapo, en Manhunt y en Scruff, que son las que se
usan más entre la comunidad gay.
Aurora iba a interrumpirle y matizarle que si quería decir “las que
usamos”, pero se contuvo.
—Las conversaciones de esas aplicaciones te habrían parecido peor que
las que leíste. Más inculpadoras, pero escucha, escucha: yo no soy gay.
Aurora le miró entre sorprendida e incrédula. Carlos siguió:
—Soy algo peor: soy un traficante.
—¿¡Qué!? ¿Qué dices?
—Sí. Un traficante, un criminal. Te lo voy a decir: les vendo droga,
¡drogas!, de forma minorista, pero eso es lo que hago. Utilizo esas redes
sociales para venderles cocaína, mefedrona, popper... y a veces también
viagras sin receta, o lo que me pidan.
Aurora se quedó petrificada. Ni siquiera entendía de qué sustancias le
estaba hablando.
—Ahora ya sabes quién soy. Y por qué me estuve callado desde que me
dijiste que habías visto los mensajes. No sabía qué sería peor: que pensases
que había tenido relaciones homosexuales o que estaba haciendo dinero
pasando drogas. Y… espera, espera, tengo que decírtelo todo:
continuamente he hecho creer que soy homosexual para ganarme a la gente,
para que haya buen rollo; y al encontrarme con los que me compraban he
permitido gestos…, en fin, contactos que… mejor no entrar en detalles.
Yo… yo solo pensaba en el dinero.
—Pero, pero… ¿de dónde sacabas tú esas drogas?
—Se compran por internet. Bueno, no en cualquier sitio, en la Deep
Web, el internet oscuro. No he visto a ningún narcotraficante ni nada
parecido. Aunque te parezca increíble, todo lo compraba por internet y me
lo enviaban a apartados postales. Luego yo lo distribuía.
—Pero… ¿estás loco? Te han podido detener… ¿A una oficina de
correos? No me lo creo. ¿Así, en un paquete postal, como si nada, como si
comprases un libro, como si no lo revisasen? Y yo, yo sin saber nada.
Espera, espera… ¿cómo es que no he visto ningún dinero? ¿Qué hacías con
él?, ¿dónde lo tienes?
—Está invertido en bitcoins, en la misma Deep Web, con ellos pagaba
también a mis proveedores.
—¿Tus proveedores? ¿Te refieres a los narcos o lo que sean esos que te
pasaban la droga?
—Sí. Eso es.
—Estás loco. La policía tiene que haberte fichado, o peor: esos mafiosos
que te conocerán, seguro.
—No soy tan idiota. Siempre compraba a pequeña o media escala. Lo
policía no persigue a menudeadores como yo, van a por los grandes, a por
los de los cárteles o los que lo traen a España. ¿Es que te crees que esto lo
compran cuatro personas? Es un mercado enorme. Y yo uso varias
identidades.
—No entiendo nada, ni eso de los bitcoins tengo ni idea de cómo
funciona, pero seguro que has perdido el dinero y para nada, para que te
acaben deteniendo o disparado un tiro.
—Por favor Aurora, no es un película de Hollywood.
—¡Ah! Cómo puedes estar tan seguro de que no te van a denunciar, que
no lo hayan hecho ya. Y solo esperan pillarte in fraganti. Seguro que en las
mismas aplicaciones esas hay policías y gente infiltrada. ¡Cómo no lo has
pensado!
—Por si quieres saberlo, sí que me han denunciado, pero no policías, ni
clientes, a esos les interesa que siga suministrándoles la mercancía. Han
sido otros: camellos como yo, cuando les he quitado mercado. A veces se
funciona por zonas. Te denuncian a los administradores de la misma
aplicación y te quitan el perfil; pero no pasa nada, te abres uno nuevo con
otro nombre simulado y sigues con el asunto. Mis clientes saben que
funciona así.
—No sé… no sé ni qué decir, me he quedado…. Esto es… lo último que
me esperaba. Pero… yo he leído… en los mensajes. Espera… cómo era: un
tal Gaby decía no sé qué de quedaros preñados, y otro fulano que las
folladas contigo…
—Todo eso de preñados y folladas no es porque participase, sino por la
mefedrona y los aromas que les llevaba. Son excitadores sexuales. Mezclan
el sexo con las drogas, así se ponen mucho más, aguantan más, son capaces
de encadenar relaciones. No puedes ni imaginarte todo lo que hay, y hasta
qué punto… Es inabarcable y no para de crecer. De ahí que pensé que sería
tan buen negocio.
—¿Tan buen negocio? Estoy alucinando… Espera… pero tú tendrías que
poner tus fotos en los perfiles, ¿no? Y sugerirte o yo que sé. Te tienen que
conocer. ¿Cómo sabían los que te llamaban que era por la droga y no para
una relación sexual contigo?
—Lo he preparado durante meses y meses, varios años ya para ser
exacto, y he ido aprendiendo. Se ponen palabras clave, iconos que ya se
sobreentiende que es para vender estas cosas: un cuenco humeante, una
hoja de parra… el argot se conoce. Todas las fotos que usé son falsas, de
modelos esculturales, pero esto también se sabe. —Carlos la miró fijamente
— Aurora, sé que tú vives en otra realidad. Esta es tan distinta… y tan
negra que no la podía compartir; me he metido yo solo, pero únicamente
porque estaba harto de matarme a trabajar para nada, para que nadie me
reconociese, para… ser un donnadie. Ahora ya lo sabes.
—¿Un… qué…?
—Un donnadie. ¡Un jodido donnadie!
Los dos callaron. María no había interrumpido el diálogo, solo los
miraba atentamente. Pero ahora que parecían haberse vaciado, intervino:
—Aurora, sé que esto te puede resultar estremecedor e incomprensible.
Y no facilita precisamente las cosas el que te hayas enterado aquí, con una
extraña presente y no hablando a solas con Carlos, en tu casa. Pero espero
poder ayudarte a comprender por qué ha sido así, y por qué Carlos ha
actuado de esa manera. Comprenderlo no es justificarlo. No quiero que me
malinterpretes. Y también es posible que tu relación extramatrimonial haya
tenido que ver con la enorme grieta abierta entre vosotros. Carlos estaba tan
lejos de ti, tan ensimismado, tan ausente, tan equívoco que te habías
quedado sola, sin compañía. También hay otras cosas que quiero
transmitiros, pero hoy ha sido un día de demasiadas noticias difíciles de
asimilar como para añadir más complicación. Basta con que aclaremos un
poco más este tema.
—Espera, sí, me falta una cosa. Carlos: la he dejado pasar con todo lo
que has soltado luego. ¿Por qué dijiste al principio que si hubiese pasado un
tiempo no habría pensado que eras gay?
—Porque en no mucho tiempo iba a cerrar el negocio y no iba a haber
más mensajes. Estaba harto y con el dinero que tengo puedo empezar algo
de verdad en condiciones. ¿Me has visto volver a coger ese teléfono acaso?
—No. Es verdad. Pero ahora me preocupa otra cosa: ¿qué negocio?,
¿otro ilegal? No sé si recuerdas que soy abogada.
Carlos enmudeció, con desesperación.
—En fin —volvió a intervenir María— creo que por hoy hemos tenido
bastante. Pero esta preocupación tuya Aurora, dime: ¿es por lo que le pueda
suceder a Carlos o es por ti?
—Estaba pensado en él. En si se iba a meter en otro lío semejante y las
consecuencias que podrían acarrear para su vida.
—Y tú, Carlos, ¿por qué querías cerrar la venta de drogas en las
aplicaciones? ¿Es porque estabas harto, como has dicho?
—No. No es exactamente así. Estaba harto, sí, pero también era porque
no quería seguir con una vida en la que yo también estaba solo y… quería
llegar a ser alguien ante Aurora, y me la estaba jugando. De hecho, creo que
de tanto jugármela ya la he perdido.
—Me parece que tendremos que hablar justo de esto en la próxima
sesión. Pero permitidme, por último, antes de despedirnos, un consejo muy
elemental y bien antiguo porque estaréis removidos y con los sentimientos a
flor de piel: necesitáis unos días o unas semanas de tranquilidad. En tiempo
de desolación no hacer mudanza.
—¿Qué, qué quieres decir? —preguntó Carlos.
—Que no tomemos por ahora ninguna determinación drástica, que no
cambiemos ya mismo nuestra vida, que es mejor esperar a que se relajen
estos sentimientos. —Aclaró Aurora, pensando que su psicóloga debía
haber estudiado con los jesuitas. Y siguió—: Sí, Carlos, probablemente es
mejor así. Yo desde luego necesito tiempo para digerir tanta basura como la
que he oído hoy aquí.
24

Pero cómo podía pensar que con dinero iba a arreglarse todo o que yo
tendría una mejor impresión de él. ¡Qué poco me conoce!, ¿tan mezquina
me ve? Aunque se convirtiese en el hombre más rico del mundo yo no
cambiaría la imagen que tengo de Carlos. De verdad que no sé qué ideas le
rondan la cabeza. Cómo se nota que hace siglos que perdimos la conexión.
Normal: con lo que me ocultaba.
Sí, es verdad que no le entiendo. Es cierto que ha sido un cobarde por no
decirme nada de su asqueroso negocio; pero… al menos ahora comprendo
por qué no ha hablado durante todo este tiempo. Ojalá lo hubiera hecho
antes. Sin embargo, —y él lo sabía de sobra— si me hubiese enterado de
sus manejos le habría dado un ultimátum: o lo dejaba o acabábamos. Y eso
le hubiera impedido seguir ganando dinero. Tengo que ser sincera: prefiero
que sea un traficante a que sea homosexual. Sí, soy una miserable, una
incoherente. ¡Vaya defensora de la ley! Prefiero un marido delincuente a
uno que busque otra sexualidad, que no es precisamente un delito. Un
momento, un momento… Dejó caer que había permitido ciertas cosas por
ganarse la confianza de los clientes. ¿Hasta dónde ha llegado para
incrementar su negocio? ¿No será verdad que le gustaba y todo era una
excusa? No, no creo. Parecía sincero. Desde luego, no pudo hablar en la
consulta con más convicción y el detestable teléfono ese continúa
arrinconado y cogiendo polvo. Pero… por mucho que me incomoden esos
detalles me los tiene que contar.
Tampoco comprendo sus operaciones y su inversión. Quizás he vivido
demasiado ajena a esa realidad paralela, a eso de las criptomonedas, ese
mercado digital, a… ¿el internet oscuro, dijo? Qué demonios será eso. Soy
asesora legal de una empresa importante, me muevo con contratos laborales
e incumplimientos de acuerdo entre proveedores, pero… ¿no debería saber
también algo de todo eso? Lo cierto es que no sé nada de nada.
Yo…, sinceramente, cuando le conocí sí pensaba que era espabilado y
que sería capaz de ganar dinero, pero con el tiempo acepté que, al fin y al
cabo, no era tan listo, ni rápido, ni tenía una inquietud suficiente, por lo que
nunca se produciría esa progresión; vamos, que no tenía madera para los
negocios. Tal vez eso acabó minando su confianza y por eso quería
resarcirse ante mí. Más aún, veo que por eso llegó a actuar a la desesperada.
¿Cuánto dinero habrá ganado con este asunto? ¿Será verdad que ha reunido
lo suficiente para empezar un negocio distinto y legal? ¿Cómo va a
justificar la inversión para crear otra empresa? No es precisamente fácil
blanquear un montón de dinero negro. Enmudeció cuando dudé de si sería
un asunto legal o no. ¿Qué quiere hacer ahora?, ¿traficar con armas?,
¿meterse en apuestas clandestinas? A saber.
La psicóloga tiene que aclararme todo este embrollo. Parece que Carlos
ha hablado con ella con mucha confianza. Me ha parecido entender que esa
sesión la habían preparado, de alguna manera. Desde ese día, me vuelve a
evitar; no me explica nada. Sin embargo, creo que se ha quitado un enorme
peso de encima. Es evidente que tenía que desprenderse ya de todo ese
lastre. Tengo ganas de ir a la siguiente consulta. A ver si de una vez
empezamos a comunicarnos. Aunque… ahora dudo de si estaré preparada
para adentrarme más en esta historia u otras semejantes.
Y cuando todo esto salga a la luz me tocará a mí. Al final de la sesión,
María relacionó la cerrazón y el ensimismamiento de Carlos con mi historia
con G. Pero… ¿de verdad tiene eso que ver? No estoy nada segura. Bueno,
sí sé que vivíamos ajenos el uno del otro; solos, de hecho. Y siempre se dice
que cuando se tienen problemas en la pareja es cuando se está abierto a
otras relaciones, conscientemente o no. Desconozco si eso es un lugar
común, aunque tiene su lógica. Sin embargo, yo no lo tengo nada claro.
Recuerdo cómo me impactó la escena de Eyes Wide Shut, la película de
Kubrik, en que la protagonista, Nicole Kidman, en un momento de
completa sinceridad afirma que en unas felices vacaciones con su familia se
fijó en otro hombre y que pensó que, si este la deseaba, aunque solo fuera
por una noche, estaría dispuesta a dejarlo todo: a su esposo, a su hija; pero
que, al mismo tiempo, había sido en ese momento cuando había sentido que
quería a su marido más que nunca. ¿Por qué me llamó esto tanto la atención
y ahora lo recuerdo? Es más, ¿por qué lo puedo evocar tan vívidamente?
¿Artimañas de un buen guion para enganchar o es que esto resuena en mí
como algo bien posible?
25

—Es que lo que no entiendo es que tengas que esperar a estar aquí, en la
consulta, para que hables y que en casa estés mudo. ¿Cómo vamos a tener
ninguna confianza así?
—Aurora ya lo entiendo, pero de verdad que en casa no puedo. Tu
actitud…
—¿Qué actitud?
—Lo ves, pues eso justo. Estás tan alterada que no puedo acabar una
frase. Y… todo esto no es fácil para mí. Perdona, pero necesito tiempo.
Ahora únicamente aquí siento que hay posibilidades de que me entiendas o
al menos de que me escuches.
—Bufff…
—Aurora, tranquila —intervino entonces María—. Te aseguro que no os
pasa solo a vosotros. Esto sucede continuamente en terapia. Muchas parejas
acaban considerando, al principio, que este es un sitio reservado o
programado para hablar, de forma que se esperan hasta llegar aquí. Pero
será temporal. Y yo confío, por supuesto, en que donde acabéis hablando
sea en vuestra casa y sin nadie más por medio.
—Bueno, pues ojalá. Esperaremos entonces, aunque para eso tendremos
que seguir juntos, lo que está por ver.
Carlos miraba para abajo y cabeceaba de lado a lado cadenciosamente.
—Sí, claro. Así es: si continuáis juntos —siguió María—. Esa tendrá que
ser vuestra decisión. Os recomendé tener paciencia por el momento, de
forma que ganemos tiempo para hablar de las cosas que han pasado y de
vuestros sentimientos. Creo que así contaréis con más elementos para tener
criterio a la hora de tomar una decisión tan importante. Pero, es verdad, yo
no puedo garantizaros nada.
—Entonces… —retomó Aurora— ¿estás diciendo que no vas a
hablarnos hoy de si nuestra relación tiene alguna posibilidad? ¿Ni siquiera
nos vas a ayudar a decidir qué hacer? A mí me serviría mucho que me
dijeras si crees que es viable seguir juntos y estar bien, si aún hay margen.
O, si es el caso, que me desengañases de una vez y me confirmases que es
inútil seguir intentando una historia que no ha funcionado y que ya no
puede funcionar después de las cosas que han sucedido, y lo digo también
por las mías, no creas. Nos has visto juntos y por separado. Creí que
tendrías datos sobre esto.
—Estoy muy lejos de poder deciros eso. Y si algún psicólogo lo hiciera
me parecería una temeridad.
—No sé qué pensar entonces.
—¿Qué os parece si tratamos de contextualizar todo eso que ha pasado?
Quiero decir que me parece que mi ayuda pasa porque se puede comprender
mejor la situación actual teniendo presente lo que habéis vivido. Y también
me refiero a lo que habéis sentido desde hace mucho tiempo, porque yo
tengo la impresión de que lo que ahora estáis pasando es la consecuencia de
algo que se puede remontar bastante atrás.
—Yo le veo sentido —se adelantó Carlos—. Es curioso, cuando
empezamos a salir y cuando nos casamos pensaba que nos comunicábamos
muy bien. Y que éramos una pareja mejor que otras, más armónica, más
fuerte, más segura. Vamos, era tan idiota que casi miraba al resto con
condescendencia: ¡pobrecillos!, pensaba. Y recuerdo que, bueno, ahora que
lo pienso es increíble, hasta las parejas que coincidieron con nosotros en el
curso matrimonial ‘lo llevaban claro’.
—Tengo que reconocer que yo también sentía algo así —siguió Aurora
—. Creía que tenía mucha suerte de estar contigo. Es verdad que podía
tener alguna duda sobre nosotros en un instante, abrigaba cierta
incertidumbre, pero se esfumaba en cuanto nos sonreíamos.
—Estos sentimientos que expresáis son agradables. Y parece que os
facilitan la conexión, aunque ahora los rememoréis con cierta ambivalencia,
según noto. Sin embargo, sé que debían anidar también ciertas
preocupaciones. ¿No es así?
—No sabría decir, no sé. ¿A qué te refieres? —dijo Aurora.
—Yo sí. Y tengo bien presentes algunas cosas. Por ejemplo, pensaba que
a tus padres no les acababa de convencer como novio tuyo. ¡Claro! Cómo
iba a aspirar yo, de familia de pueblo profundo y modesta, a llevarme su
joya; la chica educada, lista, estilosa, que sabía tanto de música… la que iba
a convertirse en la gran abogada.
Aurora lo miró de hito en hito.
—¿Pero qué estás diciendo? Mis padres siempre te han querido y te han
tratado bien. Más aún: te han tratado como a un hijo. De verdad que debes
tener algo mal en la cabeza, como una especie de tara u obsesión con el
tema del dinero o la posición social, que te impide ver la realidad. Por si no
lo sabes, que yo creía que lo tenías más que claro, mis padres jamás han
dicho nada malo de ti, nunca me pusieron mala cara por estar contigo, ni me
hicieron el más mínimo comentario en contra. Tampoco cuando les dije que
nos casaríamos. Me parecía tan obvio, tan de suyo, que por eso jamás te
había mencionado esto. Se ve que tienes bastantes más complejos de los
que sospechaba.
—Y tú no seas ingenua: ¡cómo te iban a comentar algo ellos, ni siquiera
sutilmente! ¡Buena te hubieras puesto tú! Pero ¿no has visto que ahí eres la
voz de su amo? Cualquier cosa que sugieres, aunque sea de pasada, corren a
hacerlo. Siempre tratan de complacerte. Has sido siempre y eres la niña de
sus ojos. Además, tú no lo sabes, pero por supuesto que yo sí notaba las
caras que me ponían cuando les hablaba de mis estudios, de mi futuro
profesional o de mis proyectos. Eran bien elocuentes para mí. Les parecían
propias de un fantasioso, de un jovencito con aires de grandeza. Igual que
cuando se percataban de mi incultura en tantos temas. Es verdad que se
esforzaban por no hacerme feos, por conformarse con lo que la suerte había
querido traerles, ya que a ti parecía gustarte yo tanto. Pero ni para tu padre
ni para tu madre estaba a tu altura y he seguido sin estarlo. Las palabras
eran correctas, pero lo revelador eran sus gestos: la mandíbula apretada, la
sonrisa forzada. Yo no he tenido tu formación Aurora, pero no soy tonto,
me doy cuenta de las cosas.
Aurora parecía aturdida, como ante una aparición.
—Y… y… ¿y por qué no me has dicho nunca nada de esto?
—¡Crees que era fácil! Tus padres y tú tenéis un vínculo como para
atreverse a desafiarlo. No os veis mucho, no hablas con tu madre todos los
días, como tantas otras hijas; sé que no sois una piña, pero eso no quiere
decir que se permitiesen injerencias en la familia. Ni me habrías creído
entonces, ni me parecía a mí mismo bien: también soy consciente de que
conmigo lo intentaban, trataban de ser buenos padres. Pero con decir algo al
respecto hubiese abierto la caja de los truenos. Anda… piénsalo un
momento.
—Entonces… ¿por eso dejaste de acompañarme a su casa? ¿No tenía
nada que ver con trabajar o descansar?
—No podía soportarlo más. Ya estaba cansado. No progresaba, nada
cambiaba en mi trabajo, en mi vida, seguía siendo un paria. Todas las
certidumbres de mis suegros se confirmaban. Yo quería que pensaran que se
habían equivocado, que llegaría más alto de lo que podían haber supuesto.
Y qué pasaba: cada día que se sucedía más estancada estaba mi situación
laboral y en cambio tú subías y subías, en esas empresas tan importantes, y
llegaste a una de esas big four, ¡Oh! ¡Qué orgullo para tus papás! ¡Joder! Si
hemos seguido yendo en Navidades o por los cumpleaños es porque
tampoco podía ser tan escandaloso. Pero entérate: estoy seguro de que ellos
saben por qué me ven tan poco, saben la vergüenza que paso porque se
hayan cumplido sus malditos pronósticos.
Pasaron unos segundos en que la consulta estuvo en completo silencio.
Tras este tiempo continuó Aurora:
—Se ve que estoy condenada a enterarme de lo que sientes solo en este
despacho.
María sonrió muy ligeramente ante el comentario, y Aurora continuó:
—Y supongo que esta no será la última sorpresa.
—Bueno, deja que te aclare algo de lo anterior. Me importa, me importa
mucho que tus padres me vean así, me importa su desdén disimulado y que
crean que podías haber estado con alguien… con alguien bastante más
digno de ti, pero si me afecta tanto sentirme un fracasado, como te acabo de
decir, no es por ellos, es por ti. Es por serlo a tus ojos.
—Pues en eso te equivocas de parte a parte. Y me indigna que lo
pienses. Ahora entérate tú: si de verdad pensara que no vales nada te habría
dejado. Me importa un bledo lo que ganes. Y siempre ha sido así. Lo siento
por lo que a ti te hacía sufrir, nada más. No te confundas: esa baja
autoestima que pareces tener no la he provocado yo, ni mis padres, te viene
de serie.
—Sí, es cierto. Ya la tendría. Pero verla cada día, todo el rato, en su
espejo y en el tuyo acaba por llevarle a cualquiera a la desesperación. No
sé, Aurora. No recuerdo que de adolescente o de joven fuera así. Pensaba
que estaría contento con un sueldo normal, teniendo tiempo y dinero
suficiente para mi vida y mis gustos, que son bastante sencillos, como
sabes. Yo no sabía que cuando uno va madurando, cuando pasan los años,
surge este afán, este deseo de ser alguien, de destacar de algún modo, y el
único modo en que yo podía sobresalir era por el dinero. No tenía
inteligencia, cultura, gusto. A ti te daría igual la cuestión económica, ya lo
sé, eres lo más ajena al interés de este mundo. ¿Pero qué otra cosa podía yo
exhibir a mi favor?, ¿a qué podía recurrir?
—Pues a lo que de verdad importa, ser una buena persona, ser sincero y
leal conmigo, ser… ser alegre, divertido, natural… lo que eras cuando nos
conocimos.
—Ya, el consuelo de los mediocres —Carlos aflautó la voz— Bueno…
sí, no es muy capaz, tiene un trabajo muy sencillito, pero es que es taaaan
buen chico. Por favor, no me lo restriegues.
—Ya no sé qué decirte, Carlos —siguió Aurora con todo cansado y
hablando despacio—; y ahora estoy empezando a dudar de que realmente
nada de lo que te argumente sirva de algo. Supongo que estamos aquí para
ser sinceros. Tú lo estás siendo. Deja que te dé las gracias. Seguro que esto
hace mucho que no te lo decía.
—De nada. Y es verdad. No recuerdo cuándo fue la última vez que me
agradeciste algo, pero yo tampoco recuerdo cuándo hice algo que me
pudieras agradecer.
—Por un lado, me tienes completamente descolocada desde hace
semanas, no gano para sorpresas, premio que me mereceré por ingenua; por
otro, tu sinceridad tiene que impulsar que yo también lo sea. Me acabas de
recordar un cambio que también se produjo en mí. Cuando nos conocíamos
yo creía de verdad que te iría bien en tus proyectos, y que haríamos un buen
equipo; pero con el andar del tiempo y verte tan bloqueado en el trabajo
concluí que probablemente ya poco ascenderías. A mí me daba igual, te lo
garantizo. Eso no interfería en absoluto en mi aprecio por ti. Y, por
supuesto, lo de ser los dos un gran equipo figúrate dónde se quedó.
—Sí, de acuerdo. Yo te doy también las gracias por decírmelo, aunque
estaba seguro de que pensabas eso desde hace años, que los negocios no
eran lo mío, que no era tan espabilado. De hecho, sé que he sido un
estúpido, pero no por el tema monetario que al final he sabido resolver, sino
por haberme alejado de ti. Si hubiésemos mantenido esta conversación hace
años es probable que hubiese estado más tranquilo y no me habría
empozoñado de esta manera.
Tras unos segundos de silencio, María tomó la palabra:
—Creo que esto es un paso adelante. Como os decía al principio de la
sesión, es todavía muy pronto para decidir nada sobre vuestro futuro, en
común o no, pero esto es a lo que me refería con tener una información de
calado sobre vosotros mismos, o mejor, sobre vuestra relación. La cosa no
está en que uno sea el culpable o el responsable de lo que sufrís; ni tampoco
es lo fundamental que uno sea así y el otro asá, que se tenga una
personalidad de un tipo u otro, la clave radica en la dinámica de vuestra
relación, lo que hacéis uno en respuesta del otro, o de sus puras
expectativas. Pero, perdonad, supongo que no he sido clara. Pondré un
ejemplo con cosas que me contasteis en las sesiones individuales: como tú,
Aurora, querías hacer más planes con Carlos porque estabas aburrida y falta
de estímulo, tratabas de tirar de él y le insistías hasta que él acababa
enfadado y con menos ganas de salir, lo que te frustraba más porque te
encadenaba a la casa; así que, tras varias repeticiones, esta cuestión de salir
se hacía tan peliaguda que lo mejor era no mencionarlo, pero esto conducía
a más incomunicación y el distanciamiento consiguiente. Al final, cada uno
tenía un ocio e incluso una vida independiente.
—Ya, bueno, será verdad, pero eso es algo general y poco importante —
comentó Aurora.
—Quizás, me ha parecido mejor empezar por algo menos peliagudo,
pero… ¿no es también algo parecido a lo que le sucedió a Carlos con sus
primeras propuestas de negocio? Echa la vista atrás y piensa si le apoyaste,
le estimulaste o, aunque no fueses muy consciente de ello, lo desanimaste.
26

Aguarda, escucha, para o ya no serás capaz. Mira que lo pensé; mira que
lo sabía. Me lo dije y así ha sido. Como abriese la compuerta iba a salir
todo se lo iba a soltar todo, y ya no habría vuelta atrás. Pero no he tenido
fuerza para contenerme. No lo puedoparar yya nohaylímites.
Limitslimits.Esuntorrente.Ylacorrientenosedentendráhastallegaralmarqueser
áeldelaamargura.Másaúntodounocéano.Hala.Cuánto.Vengasí.Clarosí.Siemp
ezabaconlodelasaplicacionesgaysylasdrogasquemehallevadoallímitetodolosi
guientevendríacomoconsecuencia.Ahoralodesuspadresymañanalodemás.Yy
oqueopinabaqueunoteníaqueaprenderamorderselalenguaantelapareja.Jajaja.
Perohasidoaúnpeordeloqueyomefiguraba.Micabezasehadesbocado.Nopiens
oconclaridad.Todaslasideasmevienenamilesdekilometrosporhoraynopuedod
etenerlas.Estodebeserloquesientenalgunosdemisclientescuandotienenunmal
viajeporquesepasandedosis.Cuántotiempollevoasí.Esagotador.Nopuedodor
mir.Nohepegadoojoentodalanoche.Quédíaes.Essábadonoesdomingo.Dios.Si
nofuesefindesemanacómoibaapoderaguantareltipoantelagenteconlacabezaas
í.Ysifueraamisa.Porqué.Nosé.Esiraunstioparaestartranquilo.Yademásesdomi
ngo.YademáshedichoDiosyesodebeserunaseñal.Lamanandollamando.Hayal
guienahí.AquíDiosquevengasamisaqueesdomignoaunquenoteestásenterando
denadaperovenquetelodigoyoquesoyDios.Peroesoesunaidiotezibaaponermea
únmásatacadoenmisa.PeroDiospasa.BuenoleconvenzoalfinalaDios.Selopien
saydicequemejorvayasalcine.Mejoriralcine.Sí.No.Buenosíperosolosiesunad
eromanos.Queechenunaderomanos.Queechenunaderomanos.Mejorirdesfilan
doesocomolosromanos.Ponponpon.Esosonlostamboresaclaro.Enlaspelissie
mpredesfilantocandolostambores.Nodebíasercoñazoesoninada.Imagínateahí
dosmilkilómetrostocándotelostamboreseneloído.Queestaríasdeltamborhastal
oscojones.Lalechequeledabayoaldeltambor.Ysimeatropeyauncocheporquen
omeenteronideloquetengodelante.Porqueyoibaenplandesfileromano.Puesme
jormenudodescanso.Memuero.YledapenaaAurora.Yamimadre.Yamipadre.Y
amihermanoMarcos.YamihermanoJosé.YamihermanoAndrés.Yalasvecinas.
Yaladelultramarinos.Yalaviejadelvisillo.YalpadredeAurora.Buenoaesenoled
arápena.Ytúquésabes.Quemalyerno.Buhaaaaaa.Perosíquelosienta.Quemalsu
egrofuiquenomediopenadelpobreCarlos.Buhaaaaaa.Peronada.Ahesperaquet
ehasmuerto.Tehasmuerto.EresunespirituyvienesaveraAuroraylepidesperdón.
Peronotedejaacabar.Joder.Sehaasustadotantoquesevacorriento.Vayamierda.
Ynotehadadotiempodedecirlenada.Ytúallíeresunfantasmayencimatedejasolo
.Ytuallí.Ytuallí.Ytuallícomoungilipopopoyas.Turututururú.Turúrúrú.Nodecí
amosqueeradomingo.Dónde.Puesdóndevaaseraquí.Yporquétienequeseraquíe
hehe.Porqueaquí.PorquénopuedeserenAustraliapongamosporcaso.Puesnopu
edeserporqueentoncesyanoesdomingoeslunes.Jo.Quéputadaparaellos.Yaeslu
nesynohandescansadonadahoy.Pobres.Pobrecitosaustralianosquenolosconoz
coperomedanpena.Ahíensuislaesa.Debensentirsemássolosquelaunaahísolosq
ueestándesconectadosdelmundoahí.Yconunosbichosmásrarosquelaleche.Lo
scanguroslosornitorrincos.Nosiyasoloelnombretecagas.Esperaylosotroslosk
oalasloskiwis.Sipareceeldesayuno.KoalakoalaColacaoykiwis.Puesesocojonu
doparadesayunar.Yahoravamosacantar.¿Yeso?
Puessíporquehacemuchoquenocanto.Yelquecantasumalespanta.Yoquierocan
tarlacancióndeDioscantaralavidanuestrahumildecancióncantaralavidanuestr
ahumildecancióóóóóóóóóóóóóón.Lodelazarzuelanotendréniputaideaperoest
osíehestosíqueenmiiglesiadelpueblocantabansiempreesta.YAuroradiciendoq
ueleespanta.Sumalespanta.Sumalespanta.Quésabráelladecanciones.Buenosí
sabe.Perodaigualamímesalenestas.Porquevacantarellayyono.Eh.Acantar.Qu
écantar.CántalotodoFlanaganoaquívaavermuchodolor.YestoconlavozdeBoga
rt.BuenonodelquedoblababaaBogart.Ostrasasísíqueteníasqueacojonarte.Yolo
soltabatodo.Bah.Yolosueltotododecualquiermanera.Ynohacefaltaquetengan
pintadegánstertraigangabardinaysombrerodeeseytengaunamanoenelbolsillo
yconlaotrateapunteconlapistola.Fíjatequelohesoltadotodoantelapsicóloga.M
enudotemor.Oseraquesabenhacereltercergradosolomirándote.Joderquelistill
os.Peronosabentambiénqueunopuedoacabarcomoyohoy.Empiezas y lo s u
el t a s t o d o.
27

—Realmente me parece que es un tema que a Carlos le va a costar…,


bueno, y a mí también, lo juro, pero demasiado tiempo hemos estado
evitándolo. No quiero que pasen más sesiones sin que lo tratemos.
—¿Y de qué se trata, Aurora? —se apresuró a preguntar María.
—Pues… yo lo resumiría como su ausencia de deseo hacia mí.
—¿Puedes explicarlo un poco más?
Carlos se puso serio. En su rostro no se movía un solo músculo: parecía
una máscara.
—Sí, claro. En fin… todo esto de la historia de Carlos con las
aplicaciones y la venta de drogas… Pero, no, quiero decir, antes de que me
enterase de ello. Quiero decir… bueno. Supongo que cuando vi los
mensajes emergentes y al momento comprobé en internet que eran de una
aplicación para relaciones entre gays creo que eso no me habría llevado a
concluir al instante que él lo era si desde hace años no estuviera evitando
tener relaciones conmigo. No, más aún, que desde que empezamos nunca
estuvo especialmente inclinado a ello. A ver, a ver si me explico, porque,
claro, si estás con un hombre y se le nota con deseo, con ganas de estar
contigo, de tocarte, de tener relaciones, porque eso se ve en cómo te mira,
en que te roza, te busca… pues cómo vas a pensar que no le van las
mujeres; pero como era al revés, ¿qué cabía creer?
—Perfectamente explicado, Aurora. Tú Carlos ¿quieres comentar algo al
respecto?
Él se tomó unos minutos. La psicóloga esperaba con sosiego, sin
impaciencia, pero Aurora miraba con tensa fijeza a Carlos. Tras ese tiempo,
él empezó:
—Bueno, ya suponía que esto saldría en algún momento, aunque no creí
que tan pronto. No me da tregua, y no sé si es a sabiendas o no que le dé
igual hurgar en la herida, meter el dedo hasta el fondo.
—¿Pero de qué quieres que hablemos aquí? ¿Solo de lo que tú necesitas,
de lo que tú sientes con mis padres, con tus inseguridades? ¿Lo que a mí me
preocupe o no comprenda si lo saco es que quiero hacerte daño?
—Como te he dicho, Aurora: no sé si es a sabiendas o realmente eres
una inconsciente y no me entiendes, ni siquiera después de todo lo que ya
he soltado.
—Pues no. No lo entiendo. O quizás sí. Quizás entienda que después de
todo tienes dudas en tu sexualidad, por decirlo así. ¿Por qué se te ocurrió
justo ese negocio?, porque parece que es el único que se te ha dado bien.
Dijiste algo así como que permitiste cosas… En fin, no quiero ni pensarlo,
pero los clientes, o no sé cómo llamarlos, te hablaban en los mensajes con
una familiaridad que me puso enferma.
—Yo alucino contigo. ¡Qué desconfianza! Ni todo lo que te he
confesado, que ya es, digo yo, ha servido para que me creas. Es igual que
antes, cuando me hacías esos interrogatorios obsesivos. Te sigues montando
la película. Espero que sea la última vez: no soy homosexual. Y escucha, no
me parece nada malo serlo, me parece perfecto, solo que yo no lo soy.
Aurora apretaba los dientes.
—¿Interrogatorios obsesivos con lo que me ocultabas? ¡Ah! ¡Qué bien!
Ahora resulta que todo era tan normal, que yo debía inventarme las cosas,
mis películas, decías. Pues que sepas que creo todo lo contario: que he sido
una tonta integral por no haberte puesto antes contra las cuerdas, por no
haberte hecho hablar y que me explicases qué pasaba. Y ahora que he
empezado quiero que acabes. ¡Dilo todo!
—Sí. No he pensado ocultártelo. Se trata de un pudor normal. Si
empatizases algo conmigo no te costaría tanto entenderlo.
—He perdido la paciencia es cierto. Y no rijo bien. Es como que me he
vuelto tonta, sí. Todo esto me ha bloqueado la mente y supongo que
necesito que me expliquen de forma sencilla hasta lo más ridículo. Te lo
digo sin ninguna ironía. Lo siento, pero así es.
—Tranquilos. De verdad, que aquí podemos abordar las cosas a vuestro
ritmo —comentó la terapeuta—. Y si no corremos será más fácil que, por
un lado, Carlos cuente estas cosas y, por otro, tú Aurora puedas verlas
claras y entenderlas.
—Pues no hay cosa que desee más, de verdad —dijo ella tras unos
segundos y con tono más calmado.
—Como siempre Aurora tú te crees el epicentro del universo, alrededor
de ti todo gira, todo tiene que ver contigo.
—¿A santo de qué dices eso?
—Mi falta de deseo hacia ti. No. Es que no es hacia ti. Y es antes de ti.
Tienes razón en que has perdido sagacidad. Pero no te preocupes, yo sí lo
entiendo: te he dado unas tortas de mucho cuidado y te tengo tocada, como
a un boxeador sonado. Aunque tú también a mí, y no te haces cargo.
Ella miraba ahora para abajo. Despacio y con resignación continuó:
—Venga sigue, explícate por favor.
—Yo qué sé qué sucede en la sociedad de hoy. Todo está
hipersexualizado, bien que lo he visto con el trabajito que he estado
haciendo. De verdad. Pero es que a mí de siempre me ha sucedido igual. He
tenido baja la libido en general. Y lo he pasado mal por esto, sobre todo de
adolescente. Serán las hormonas o yo qué sé, la testosterona. Veía a mis
amigos y me parecían unos salidos. No me sentía muy normal entonces.
—¿Pero luego, dejó de afectarte? —Preguntó la psicóloga.
—Sí, bueno, se me fue la preocupación, creo. Supongo que cuando crecí,
pasó la adolescencia y ya no lo tenía tan presente. Quizás fue la madurez.
Cuando empecé a salir con Aurora todo iba muy bien. Ella parecía tranquila
con este tema. Pero luego…
—¿Qué? —soltó Aurora, que no pudo contenerse.
—Luego vino la vergüenza de no tener deseo. Y notar que tú sí, tú lo
querías con más frecuencia, aunque no lo reclamases de palabra. Esa
tensión que tenías, el ejercicio físico, la limpieza de la casa, el cambio de
muebles…. Y resultó que también en eso de la sexualidad yo iba a ser una
mediocridad… En este maldito mundo todos tienen tantas ganas... Pero yo
no. Y eso también me hacía sentir mal, ¡y qué te iba a decir! ¿Qué era un
hombre sin energías? ¿Qué era menos hombre porque no estaba siempre
empalmado? ¿Que había sido un adolescente acomplejado porque pasaba
del tema? Si eres la única mujer hacia la que, por el cariño con que nos
hemos tratado, he sentido deseo.
—No… no había pensado en nada de eso —comentó Aurora—. Pero ¿no
podías igualmente habérmelo dicho?
—Insisto, Aurora: más y más inferioridad. ¿Reconoces que ibas a tener
una buena imagen de mí después de eso? No comprendes que yo confiaba
en que, con el paso de los años, las ocupaciones del trabajo y el cansancio
que producía se suavizaría también tu deseo, se iría apagando. Lo he leído y
visto en otras personas. Pero me equivoqué. Estos últimos tiempos he
comprobado que todos mis planes daban por hecho que las cosas iban a
mejorar a la larga, pero ya se ve que no podía ir más desencaminado.
—Pero Carlos, hace años teníamos relaciones de vez en cuando, pero es
que dejaste del todo de acercarte a mí.
—Es verdad. Qué quieres que te diga. No sé si era la tensión de esta
actividad, el estrés que me provocaba, la atención que me exigía… o el
desencanto en general, los dos trabajos… Paradójicamente, justo cuando
más presente estaba el sexo entre mis clientes menos me agradaba a mí.
—Esperad —terció María—, quizás yo pueda daros alguna pista sobre
esto. No es nada paradójico, al revés, para la psicología tiene todo el sentido
del mundo. Carlos ¿tú qué sentías con eso de las drogas y el sexo? ¿Te
resultaba desagradable lo que veías en ese ambiente?
—Sí, ya lo creo. No me gustaba nada. Hasta me asqueaba.
—Y con qué tienes relacionada a Aurora.
—¿A Aurora?
—Sí, que te evocaba, sobre todo hace unos meses, antes de que todo esto
saltara por los aires.
—Aurora es, o era, descanso, paz, el futuro feliz, el cariño.
—Pues si un mundo era feo y desagradable, si tenía que ver con los
negocios sucios, el ocultamiento y el sexo, y Aurora estaba en el otro, era lo
contrario, ¿no crees que eso ha podido tener que ver con las relaciones
sexuales con ella?
Aurora intervino:
—¿Quieres decir que si Carlos ha estado más alejado de mí sexualmente
eso tiene que ver con su negocio del tráfico de drogas?
—Sí, es lo que estoy sugiriendo. De las drogas para el sexo, que se le
volvió asqueroso. Bueno, es solo una hipótesis, pero para mí, desde mis
modelos de aprendizaje, tiene sentido. Lo llamamos condicionamiento
aversivo. De alguna manera, antes el sexo para Carlos era algo más neutro,
pero tras varios años metido en ese tráfico ha ido cargando de desagrado el
tema sexual y, lógicamente, eso ha influido en las relaciones contigo.
—Creo que sí —siguió Carlos—. Yo quería que tú no tuvieras nada que
ver con este asunto, que no existiese. Eran dos mundos que había que alejar
el uno del otro. Y aquel para mí estaba cargado de sexo. Quizás fue la
puntilla que acabó con mi deseo. Es horrible. Ahora veo cómo me ha
contaminado todo este asunto. Lo siento. Lo siento mucho, de verdad.
Carlos comenzó a gemir. Tras unos segundos, viéndolo con las manos
sobre la cara, Aurora extendió su mano y la apoyó sobre su espalda. Era la
primera vez que tenía ese gesto en mucho tiempo.
María permitió que esa muestra de afecto y apoyo se prolongase. Tras un
tiempo en que parecían haber recobrado la calma retomó el diálogo.
—Aurora, permíteme —comentó María—: al principio de la sesión has
dicho que a ti también te iba a costar mucho hablar de esto; lo has
recalcado. ¿Puedes decirme por qué? ¿Tenía que ver con algo de lo que ha
explicado Carlos?
—¡Vaya! No se te escapa una, ya lo veo. Y… no: no tiene nada que ver
con lo que él ha contado ahora. Pero… bueno, seguro que tú si lo adivinas.
—Me figuro que debes temer que se relacione con el tema de tu
infidelidad.
—Así es. Ahora yo también evito cosas que se asocien con la
sexualidad: me acaba llevando a… a eso. No veo películas, no leo párrafos
en que se habla de relaciones sexuales, sobre todo si hay engaño; he dejado
libros sin terminar por ello. Pero no quería que el problema de la falta de
deseo de él se quedara en el tintero. Bueno, ya no sé si llamarlo falta de
deseo. El caso es que necesitaba aclararlo. Y no sé si él lo creerá, después
de lo que ha dicho hace un rato sobre mi insensibilidad, pero sé que todo lo
que tiene que ver con esta cuestión de mi relación con aquel hombre a él lo
deja hecho polvo; sé que no lo puede aguantar. Como con esa cuestión hay
mar de fondo ni yo quiero tratarlo.
—¿Entonces te parece que ahora mejor no lo hablemos?
—No sé. No lo tengo nada elaborado. Y ya te he dicho que temo cómo
afecte a Carlos. Además, yo tengo hoy que pensar en todo lo que he
escuchado, y lo que he sentido. Perdóname María, y tú también Carlos,
dejémoslo para otro momento.
—Sí —dijo Carlos—, es verdad: yo tampoco estoy ahora para muchos
trotes emocionales.
—De acuerdo. No pasa nada. Ya os comenté que iríamos a vuestro ritmo.
No hay por qué correr. Se asimilan mejor las cosas que tratamos si se
administran en pequeñas dosis.
28

Creemos que sabemos de nuestra vida. Somos personas normales,


incluso más o menos sensatas, profesionales competentes. Entonces, ¿cómo
es que se nos escapan tantos detalles? Estoy empezando a creer que sin una
tercera persona que nos guíe vamos a la deriva, sin comprender nuestros
actos, sin adivinar de dónde provienen nuestros sentimientos. Al pasar de la
niñez a la adolescencia y luego a la madurez nos figuramos que ya no
necesitaremos supervisión, pero en este momento de mi vida descubro que
soy ciega y sorda, o, al menos, que lo he estado. Algo que he tenido delante
y no he sabido ver, como lo de mis padres con Carlos, me demuestra que
andaba atolondrada. Porque ahora comprendo que es cierto. Él tiene razón.
Por otro lado, no podía ser más simple en mis razonamientos con el tema de
la falta de deseo de Carlos. Por momentos creía que debía resultar poco
atractiva porque no se acostaba conmigo, y luego salté directamente a la
conclusión de que era gay por lo mismo. Y era incapaz de concebir otros
factores. Sin embargo… ¡qué palabras las suyas en la última sesión!: “eres
la única mujer hacia la que, por el cariño con que nos hemos tratado, he
sentido deseo”. Yo, la única. Yo, por cómo le miraba, por cómo le quería.
Solo yo. Y también yo he sido la que le ha traicionado de la forma más
rastrera.
En las consultas anteriores he estado con los nervios en punta, sin dejarle
expresarse, sin apertura a lo que había de fondo en nuestra convivencia.
Solo en la de la semana pasada he sido capaz de escuchar y conectar algo
más con él. Entiendo que ha sido paciente y ha sufrido mucho. Aunque, si
hubiese sido un poco más sincero, si hubiese confiado un poco más en mí…
entonces… Pero quizás era demasiado humillante para él, quizás. Ahora
caigo también en lo perdido que estaba, sin luz, solo. No sabía qué podía
esperar de mí y comprendo el miedo que tenía a perderme, a que su imagen
se rompiese en mil pedazos ante mis ojos. El inocente e inseguro
hombretón, que de jovencito iba tan sobrado, tranquilo, alguien de mundo;
este niño. Qué bien lo recuerdo paseando desenvuelto a mi lado, y yo como
la chica ingenua a quien cuidar y dar protección. Mi apocado ángel de la
guarda.
Poco a poco he empezado a volver a oír espontáneamente algo de música
en mi cabeza, aunque aún no tengo ánimo para ponerme a escuchar ninguna
grabación. Después de la última sesión, sin ninguna causa, han empezado a
resonarme los compases del Parsifal de Wagner. Al cabo, me he dado
cuenta de que no era tanto por las melodías, sino por la historia. Quizás
debería identificarme con Kundry, la seductora, pero no, me siento como el
mismo Parsifal, que no entiende nada de la ceremonia del grial, ni del dolor
que observa en el primer acto y que tiene que pasar la prueba del segundo y
errar durante años y años hasta llegar a comprender todo al final de la obra.
Esa comprensión solo le llega cuando es capaz de sentir compasión por
Amfortas, el que sufre. Sí, eso es justo lo que me ha sucedido. Cuando
Carlos se disculpó como lo hizo y se puso a llorar, surgió en mí una honda
compasión. Sin duda es verdad que cuanto más se comprende, menos se
juzga y… más se quiere.
Pero… ¿va a solucionar algo todo esto? ¿Va a deshacer lo que hemos
pasado? No sé. Los psicólogos parecen creer que todo se arregla hablando
de lo que uno siente y poniéndose sentimentales. No me parece nada
práctico. Habrá que tomar decisiones, aunque sean dolorosas, si uno quiere
seguir su vida y orientarla hacia algún lado. Además, ¿no debería María
indicarnos ejercicios o algo así para controlar lo que nos viene a la cabeza y
nos atormenta? Siempre he tenido la impresión de que dar vueltas y vueltas
a temas espinosos podría complicarle a uno la existencia más que resolver
nada. El otro día ya vi que quería que tratásemos el tema de la infidelidad.
Así que, ¡a regodearse de nuevo en el dolor!, ¡a dejar a Carlos hundido!,
justo ahora, que parecía empezar a sacar la cabeza del agua. Bueno, he de
reconocer que tampoco insistió en ello y dijo que ya lo plantearíamos
cuando estuviéramos en disposición de hacerlo. A nuestro ritmo, eso dijo.
Aunque para eso habría que saber cuál es nuestro ritmo, y yo ya he dicho
que ando confusa: he perdido toda la confianza en mis percepciones.
29

—Quizás no sea mal momento para que yo también os ofrezca una


síntesis de lo que llevo visto sobre vuestro caso, para ordenar todo lo que ha
salido hasta ahora, que no ha sido poco, precisamente, y para que eso nos
sirva para planificar el trabajo futuro. En las sesiones anteriores teníais
tanto de qué hablar que no me pareció el momento: aún era pronto, y
probablemente para mis explicaciones también. Pero hoy parecéis más
serenos. Esta semana las aguas han debido bajar algo menos revueltas, lo
que es un alivio. Además, ahora dispongo de más información, como os
digo. Pero, por favor, hagamos que esto sea un diálogo, yo puedo tener una
idea sobre vuestros problemas fundamentales, pero sin contrastarla con
vosotros es pura hipótesis. ¿Os parece?, ¿vamos allá?
—Sí, por supuesto —se adelantó Aurora—. Seguro que nos sirve.
—Claro, María. Será un cambio que esta vez no nos reprochemos tantas
cosas, aunque solo sea porque hables tú más tiempo y nosotros menos.
—Ja, ja. Bueno, quizás es verdad y por eso os deis menos cera, pero la
sesión es vuestra, ya sabéis. Lo que voy a explicaros es un síntesis, como he
dicho antes; pero disculpad por el rollo teórico con el que voy a empezar.
Mi análisis tiene cuatro partes. En el original inglés se llama un DEEP
análisis. ¿Entendéis el significado? —María dijo esto mientras escribía la
palabra en un folio.
—¿Deep, de ‘profundo’ en inglés? —dijo Aurora.
—Sí, de profundo, por un lado, pero también es un acrónimo, por eso lo
he puesto en mayúsculas; cada letra es la inicial de una palabra, y
corresponde con lo siguiente: la D es de diferencias, la E de emociones
sensibles, la siguiente E de estresores y la P de patrones de comunicación.
Pero vamos allá. Lo primero del análisis entonces son las diferencias entre
vosotros. Estas diferencias han estado desde el principio y son importantes.
Por ejemplo, Aurora, tú siempre has sido una persona con más intereses
culturales. Te ha gustado mucho la literatura, el cine y, sobre todo, la
música clásica. También has tenido una formación superior, con tus
estudios en la universidad. Además, tu carácter ha sido menos expansivo,
más reconcentrado, podríamos decir menos social, pero también, o quizás
por eso mismo, más consciente de las dificultades, más analítica. En
cambio, tú, Carlos, has buscado una formación más práctica, más “pegada
al mundo”, has querido ir más “con estos tiempos”, si podemos decirlo así.
Y, aunque has tenido inseguridades y dudas personales, eso no ha hecho que
no te acercaras más a la gente, que te relacionaras y buscaras una posición,
que intentaras cosas, como tus negocios. Pero igualmente, creo que eres, o
quizás eras, demasiado positivo respecto tus proyectos, creías que saldrían
fácilmente, sin contratiempos, que todo iría como preveías y que el futuro
resultaría bueno. He dicho eras porque también es verdad que en los últimos
tiempos has estado más cerrado en ti mismo y te has vuelto más pesimista.
¿Estáis de acuerdo?
—Por mi parte más o menos sí —dijo Aurora—. Pero eso nunca nos
supuso ningún problema. Yo conocía los gustos y la forma de ser de Carlos
y me parecía bien. En realidad, creo que los dos pensábamos que nos
compenetrábamos adecuadamente. ¿Por qué entonces ha dejado de irnos
bien?
—Sí. Es verdad. Yo también lo creía —mencionó él.
—Por supuesto. No estoy diciendo que las diferencias de por sí
supongan un problema, e, incluso, al principio de las relaciones, como os
pasó a vosotros, pueden verse como algo positivo, que complementa. Lo
que pasa es que, y así te respondo, Aurora, cuando las cosas ya no son tan
fáciles por la acumulación de tareas, responsabilidades, apuros económicos,
trabajos demandantes, menos tiempo disponible, padres que incomodan,
etc., es decir, cuando se suman los estresores, acordaros de la segunda E,
entonces se vuelve más difícil convivir con una persona distinta a uno. O,
más que difícil, se vuelve un reto que hay que saber gestionar. Si la pareja
lo resuelve con una buena comunicación, entonces su satisfacción no se
resiente, pero si no es así se pueden distanciar y frustrarse porque no
consiguen lo que necesitan del otro.
—Ya —volvió Aurora—, pero el caso es que a mí me parece que lo que
nos ha pasado no eran cosas especialmente difíciles. Otras parejas tienen
hijos con problemas o enfermedades, o las tienen ellos mismos, o padres
mayores, o se quedan en paro… no sé, y nada de esto nos ha sucedido a
nosotros.
—Es verdad, pero qué sea un problema depende mucho de la pareja.
Claro que lo que has mencionado son asuntos muy serios y los vuestros
pueden parecer menos importantes, pero si los miembros de la pareja tienen
unas cuestiones muy delicadas para ellos, aunque sean cosas aparentemente
menos graves, se vuelven un mundo. Por ejemplo, para Carlos, ya lo hemos
visto, sentirse menospreciado, o, por no exagerar, menos valorado por tus
padres y no tener éxito ha sido crucial porque tocaba una fibra sensible de
su persona, esto era lo de la primera E que os decía antes: las emociones
sensibles. Cuando se espera un reconocimiento por el trabajo, por el dinero,
por los logros y pasan los años sin tenerlo eso se convierte en una fuente de
insatisfacción realmente grave. Ese era un tema muy sensible porque sentía
que no había destacado en nada, por ejemplo, en el deseo sexual, en la
formación, en su origen familiar… Y por eso tenía prisa para ganar un
estatus. Aurora: Carlos me dijo que haberse casado contigo al principio sí le
había subido la moral, ya digo, al principio de la relación. En los últimos
años, esta situación había llegado a su peor momento, cuando empezó a
creer que tú también creías que no podría hacer un solo negocio rentable.
—La verdad —comenzó Carlos— es que yo me siento realmente
frustrado por todo eso. No me esperaba una vida tan gris y… y creía que
Aurora me ayudaría a conseguir algo mejor, pero ya se ve que era un iluso.
—Carlos, estoy intentado enterarme de lo que nos ha pasado, según lo
que nos dice María, por favor no empieces a atacarme.
—Pero es que no es ningún reproche. No estoy diciendo que tú me
tuvieras que apoyar de una determinada manera, era que creía que el mero
hecho de estar juntos sería una plataforma para mí. No me daba cuenta de
que eran unas expectativas tontas, ahora soy capaz de verlo.
—De acuerdo —volvió a retomar María—. Estáis haciendo un esfuerzo
por ordenar las cosas. No pasa nada. Luego os diré qué podemos hacer a
partir de ahora. Nos queda una última cosa para explicar cómo hemos
llegado hasta aquí, me refiero a la P, lo de los patrones de comunicación. Y
es que una y otra vez que habéis abordado estas cuestiones entre vosotros,
probablemente porque no tocabais lo que había de fondo, no habéis llegado
a ningún sitio y el problema se ha enquistado. Me explico: cuando Carlos
sugería algún negocio, Aurora, que es una persona más cautelosa y realista,
más analista, como he dicho antes, sacaba pegas a esos proyectos, sin
querer te desanimaba y eso ha podido tener que ver, junto al aumento de tu
frustración, con que dejaras de informarla de tus planes; vamos, que
prescindiste de ella. Y esto, repetido una y otra vez, os fue alejando,
metiendo cada uno en vuestro propio mundo. Dejasteis de ser una pareja
unida para haceros unos cohabitantes. No se perdió el afecto, no estoy
diciendo eso, sino vuestra comunicación. Así llegaron resultados tan
contraproducentes como el negocio ilegal y turbio de Carlos y la
infelicidad, frustración, sentimiento de no ser atendida y querida por parte
de Aurora.
Los dos guardaron silencio tras estas palabras. María espero un rato y
luego continuó.
—Como os he dicho, no se trata de certezas, sino de una posible visión
del origen de vuestro conflicto. Una visión que trata de ser práctica, para
que sepamos cómo actuar a partir de ahora. No la tomo como una verdad
absoluta. Pero por lo que me contasteis en las sesiones individuales y por lo
que he ido viendo aquí cuando hablabais, tengo mis evidencias. La
comunicación pasó de la complicidad, con los juegos de palabras y los
embrollos en los argumentos de las óperas y zarzuelas, que tanto os
divertían, a unos interrogatorios dañinos o a unos intentos de conversación
que os llevaban a ambos a la desesperación. Cada uno se ha defendido
desde su trinchera, por eso creo que llegamos a donde hemos llegado. No
estoy segura al cien por cien, pero me parece que si hubieseis seguido
comunicándoos como al inicio de la relación no habríais acabado en este
callejón sin salida, en el falso modo de arreglar las cosas de vuestra vida,
que ha sido el menudeo de las drogas o el tener relaciones sexuales con una
tercera persona. Hace unas cuentas sesiones os puse un ejemplo de un
diálogo sobre salir de casa el fin de semana que era una muestra de cómo os
polarizabais en vuestras posiciones. ¿Lo recordáis?
—Sí, claro que sí —dijo Aurora, mientras Carlos también lo afirmaba
con la cabeza.
—En esa ocasión os expliqué que cuando uno insistía en un punto, más
se inclinaba el otro por el contrario. Por ejemplo, tú Aurora, querías hacer
algo fuera de casa el fin de semana, y eso parecía llevar a Carlos a desear
más quedarse. La insistencia de uno para seguir sus deseos o necesidades os
volvían menos sensibles a las del otro y por esta razón cada uno defendía su
posición. Y, de verdad, es normal: si estamos más y más fastidiados, más
sentimos que tienen que resarcirnos. Miradlo con otro ejemplo: Carlos
ocultaba cosas, como bien sabemos, y tú Aurora, que algo raro notabas,
insistías en que lo contase, pero eso provocaba más presión en él, te veía
más y más enfadada, seria, seca y menos comprensiva con él, lo que le
hacía aún más difícil confesar nada porque la respuesta que presentía en ti
sería la más negativa posible. No sé si me he explicado.
—Sí… pero todo eso —saltó Aurora— ¿no era porque Carlos no era
capaz o no quería contarme las cosas y punto? ¿No crees que, aunque yo
hubiera mostrado la actitud más comprensiva del mundo, él no hubiera
dicho nada?
—Yo creo, Aurora, que hacía más difícil a Carlos expresarse. No puedo
asegurar que lo habría dicho si hubiese encontrado otro clima; solo digo que
un facilitador de la comunicación consiste en mostrarse abierto y con una
actitud de comprensión y de no juzgar lo que el otro pueda contar. Insisto,
no lo garantiza, pero eso es lo que vamos a intentar hacer a partir de ahora
aquí, una vez que lo fundamental ya está sobre la mesa. Miremos al futuro.
A partir de ahora os invitaré, y os ayudaré, a mantener una comunicación
sincera, auténtica, profunda; no por medio de insistirle al otro miembro de
la pareja que hable, sino por cultivar cada uno de vosotros una actitud de
empatía hacia lo que el otro pueda decir. Y tenemos cosas importantes de
las que hablar.
30

—No sé qué decirte, María. Yo no veo esta explicación tan clara.


—Vale, Aurora, pero… ¿puedes ser un poco más concreta? ¿Qué es lo
que quieres que te explique mejor? Si quieres, ponme algún ejemplo.
—Bueno, ¡uf!, dar con ejemplos es difícil. A ver si se me ocurre algo. La
verdad es que hoy me noto un poco… no sé, como abotargada. Perdona.
—No te preocupes. Tenemos tiempo.
Mientras tanto Carlos guardaba silencio. Estaba muy quieto. Solo miraba
con mucha atención.
—Uhm, a ver. Es que yo pienso que a lo mejor las cosas no vienen desde
tan lejos. Quiero decir, que entiendo que para Carlos sí, pero es que yo no
creo que haya que remontarse siempre hasta el principio de los tiempos para
explicar que alguien no hable o actúe mal en un momento dado, que no
puede ser todo tan complicado.
—Sí, Aurora, sigue.
—Quizás es lo que pensáis los psicólogos, que todo tiene que ver con lo
del pasado, la niñez, o los complejos de la infancia o la adolescencia, qué sé
yo.
—Vale, pero entremos ahora en particular en lo que querías decir.
—Perdona, estoy hablando en general y yo quería buscar un ejemplo,
pero es que no sé, hoy no puedo concentrarme. Esa música…
—No sé cómo ayudarte Aurora, dame una pista.
—Vale, sirva al caso que si Carlos hace tiempo me hubiera dicho que
estaba algo incómodo con mis padres, solo eso, yo creo que habría
empezado a pensar sobre el tema. No sé si lo habría negado o empezado un
interrogatorio de por qué me decía eso, pero al menos habría plantado una
semilla. Y eso no tiene que ver con sus complejos.
—¿De verdad crees eso? —dijo María en lo que a Aurora le pareció por
primera vez un comentario algo irónico de su parte.
—Bueno, solo estaba buscando un ejemplo, quizás no sea el mejor.
Ahora Carlos, que seguía quieto y sin decir nada, esbozó una sonrisa
irónica. Ella lo captó y le miró con incomodidad.
—Oye Carlos, si quieres decir algo, si te parece que no atino, dilo, pero
no te quedes así, con esa cara.
Él seguía igual, con esa maldita sonrisa. Aurora empezó a enfadarse.
—No sé qué me pasa hoy, de verdad. No estoy nada cómoda aquí.
Insisto y… ¿no se puede bajar esa música María?
—¿Qué? Perdona, es que yo no he puesto ninguna música.
—¿No?
—No, te lo aseguro.
—Bueno, pues vendrá de otro piso, de un vecino.
—Sigue Aurora —insistió la psicóloga.
—¿Qué pasa? ¿Voy a tener que llevar yo el peso de toda la sesión?
—Ya que has comenzado…
—Pues, pues… ya no sé lo que iba a decir. Estoy intentado explicarme…
Carlos, ¿tú no vas a decir nada? Te vas a quedar hoy mudo toda la tarde.
Aurora insistió.
—Estabas hablando tú Aurora. Quizás sea el momento de que sigas y
acabes, ya que has empezado…
—Pero quiero que él también opine. Seguro que entiende de sobra lo que
estoy diciendo. Parece que no lo quiera entender. ¡Carlos, haz el favor! ¡Di
algo!
—¡Aurora! —casi gritó la psicóloga— ¡Déjale! ¡Déjale en paz!
—¡¿Qué!?
—Que le dejes. No se lo merece.
—¡Pero qué dices! ¡Qué profesional estás tú hecha! ¡Cómo tienes la
desfachatez de hablarme así! ¡Sabré yo cómo dirigirme a mi marido, vamos,
digo yo!
—Pues no, no tienes ni idea. A la vista está.
Aurora no daba crédito. Por un momento pensó que ese día María debía
estar probando una terapia extraña, provocativa, pero se encontraba
demasiado enfadada y agobiada para colaborar con truquillos de psicólogos.
—Mira, esto no me está gustando nada y me voy a largar de aquí.
Quédate tú con Carlos y consuélale si quieres, al pobrecito niño indefenso.
Dile lo horrible que soy, que a las claras se ve que para ti la única que tiene
la culpa de todo soy yo.
—Por supuesto —soltó María— y entérate de que eres la única
responsable del fracaso de vuestro matrimonio, del sufrimiento de Carlos, la
que le ha traicionado, la adúltera.
Esto sí que era demasiado. Aurora se quedó de piedra, incapaz de mover
un músculo, fría. Su boca había quedado abierta y no podía emitir un solo
sonido. Y esa música, esa maldita música que atronaba. Finalmente, rompió
su bloqueo y se puso de pie de un salto.
—¡Basta! Me voy. No pienso quedarme aquí ni un minuto más.
—Pues te equivocas. Aquí te vas a quedar y un buen rato. —María se
levantó de golpe. Con pasos largos y rápidos cruzó el despacho y se dirigió
hacia la mesa que estaba en un lateral de la consulta. En un segundo abrió
un cajón y sacó una pistola. La apuntó, sonriendo maliciosamente. Echó
atrás el percutor y con voz dura le dijo:
—Sí, ya lo ves, ya lo creo que te vas a quedar. Se acabó tu terapia para
siempre.
Carlos miraba divertido.
Y entonces justo cuando la música había alcanzado su máxima
intensidad, en la última nota, como colofón, resonaron enormes los disparos
que le atravesaron el pecho.

Saltó de la cama con un grito. Jadeaba. Estaba empapada de sudor. Sobre


todo en el pecho, donde tenía apoyada la mano. La música del despertador
del móvil estaba sonando ya muy alto, aunque tardó en reconocerla,
Obertura 1812. Los cañonazos del final concluían la partitura de
Chaikovsky.
31

Tras el relato del sueño, María parecía divertida. Carlos exhibía la


sonrisa del sueño, pero sin el rictus malicioso.
—De acuerdo, de acuerdo, ha sido de película. Lo sé. Pero de verdad que
cuando estaba sucediendo os aseguro que era de lo más real. Nunca había
tenido un sueño de esa intensidad o al menos no recuerdo ninguno así de
vívido desde niña.
—Sí Aurora, no te preocupes, me hago cargo. Y te agradezco que nos lo
hayas contado. Y no se trata solo de que la música del despertador te
produjera ese desasosiego: creo que había un contenido bien interesante
detrás de esa pesadilla. Pero, por cierto, quieres lo primero que te enseñe
que en el cajón de la mesa no hay ningún arma.
—Ja, ja. No, no va a hacer falta. Te creo.
—Me alegro. Aunque me estás dando una idea para inventar una terapia
realmente explosiva.
—Y no te preocupes, Aurora —añadió Carlos— si María saca una
pistola me comprometo a no quedarme tan tranquilo como en tu sueño, e
incluso a tratar de salvarte heroicamente.
—Deja que te comente un poco lo que me sugiere —empezó María ya
más seria—. Para empezar, ten presente una cosa, la que lo ha soñado eres
tú, así que no son nuestros actos, los de Carlos o los míos, lo que ahí se han
reflejado, sino tus proyecciones sobre nosotros. En lo que has creado
durante la noche había una parte de ‘restos diurnos’, podríamos decir, algo
pedantemente. Me explico: la justificación de vuestra situación, de la que os
hablé el día anterior, tiene importancia y por eso resulta normal que se
quede grabada y aparezca cuando luego el cerebro trata de elaborarla para
asimilarla bien, que es parte lo que sucede cuando dormimos. Luego, la
radio del despertador que tenías en el móvil hizo su trabajo y se coló en la
elaboración mental que estabas haciendo, pero como necesitabas seguir
durmiendo se transformó en un sonido coherente con el sueño: los
cañonazos de la obra musical podían ser las detonaciones de una pistola.
Por eso Freud escribió que los sueños se convertían a veces en ‘los
guardianes del dormir’. Pasa lo mismo, aunque de forma menos dramática
que en tu escena onírica, cuando tenemos un espasmo muscular en la pierna
y soñamos que hemos resbalado por pisar agua o una cáscara de plátano, o
cuando soñamos que vamos al baño a hacer pis porque el cuerpo está
intentando hacernos creer que las ganas de orinar ya se han compensado y
así no tenemos que despertarnos e ir de verdad al servicio.
—Claro, lo entiendo. Y me tranquilizas la verdad.
—Espera, que falta una parte. Creo que yo era quien defendía a Carlos y
te disparaba porque… tienes inquietud con lo que pueda hacer durante la
terapia; en particular… hacerte hablar del tema de la infidelidad, y es
normal que eso te resulte inquietante, tal vez por sentirte criticada,
cuestionada en tus actos.
Aurora y Carlos ya no se sintieron tan risueños y se ensombreció su
ánimo.
—Pero no te agobies: te recuerdo que es tu sueño, no mi
comportamiento.
—Ya, pero no dejas de tener razón. Supongo que me sigo sintiendo muy
culpable y no quiero que me cuestionen en nada.
—No creo que Carlos hiciera bien cuando se puso a traficar con las
drogas, pero eso no significa que sea crítica con él. Igual me pasa contigo,
te lo garantizo.
—¿Es solo mi mala conciencia entonces?
—Estamos aquí para comprender las cosas, no para juzgarlas. Yo desde
luego no lo haría nunca. Es más, espero ayudarte también con esos
sentimientos tan dolorosos.
—Entonces, mi sueño era tan inquietante con razón: tenemos que hablar
de esto.
—Hablemos, si quieres. Carlos, ¿tú estás dispuesto?
—No lo sé. Pero, venga. Al fin, la cuestión está flotando aquí todo el
tiempo. Seguramente lo mejor sea tratarlo. Bastante nos hemos ocupado ya
de lo que yo sentía.
—Bien, pues vamos allá. Aurora ¿tú por qué crees que nació ese
sentimiento hacia tu jefe?
—Francamente, no lo sé. Para mí es inexplicable. Desde el principio
sabía que era una locura, y que ese hombre era el último a quien yo podría
querer. Tengo una pésima opinión de él. Ahora me repugna.
—Verás, cuando el otro día os hablé de mi análisis de vuestro problema
mencioné que había unos temas, unas emociones sensibles, os recuerdo que
era lo de la primera E del modelo explicativo DEEP.
—Sí, me acuerdo.
—Pues hasta ahora solo hemos hablado de las E de Carlos: su
sentimiento de inferioridad, de menoscabo personal por no estar a la altura,
por no destacar socialmente. Pero también tú tienes las tuyas, Aurora.
—¿Y cuáles son?
—A mí me parece que en tu caso tienen que ver con las necesidades de
afecto, de cariño, de atención.
—Todos tenemos esas necesidades; vamos, creo yo.
—Claro, en mayor o menor medida. Pero me contaste que al principio de
la relación estabas especialmente ilusionada con Carlos. No veías el
momento de estar viviendo con él, compartiendo vuestra vida, querías que
se decidiera de una vez.
—Sí, es cierto.
—Y yo no se lo ponía fácil —intervino Carlos—. Me hice el remolón.
Y… lo siento mucho. No sé por qué tenía que pensármelo tanto cuando la
quería así.
—Mientras él estaba en el pueblo, le llamabas, sentías inquietud porque
no estuviera contigo. Le insistías, aunque no querías presionarlo.
—Es verdad, sí, es verdad.
—Y al principio estabas muy ilusionada por estar juntos, parece que era
tu máxima aspiración, mucho más que tus estudios o tu vocación de
abogada. Al principio de vuestra convivencia, y durante años, buscabas que
estuviera pendiente de ti, atento a ti.
—Sí, aunque poco después de la boda él estaba ya tan tranquilo al
respecto, tan instalado que parecía dar todo por sentado. Entonces empecé a
sentirlo más distante, me parecía que no me prestaba casi atención.
—Y tú insistías en llamar su atención, en mantener el contacto…
—Por supuesto, hacia cosas en la casa, me cambiaba de vestidos,
buscaba que compartiéramos desayunos, comidas. Le preparaba cosas que
le gustaran, de todo tipo.
—Yo solo estaba entonces pensando en el trabajo, en mejorar de una vez.
—Así que, progresivamente, empezaron a frustrarse tus deseos, Aurora.
Y no lo entendías. Interrogabas a Carlos, porque te parecía que no te quería.
Hiciste la asociación ‘no me presta atención, luego no me quiere’. Y a eso
hay que añadir que no era un hombre muy activo sexualmente.
—Claro, entonces ¿qué otra cosa pensar?
—Y —añadió Carlos— la vergüenza que tenía con ese tema no me hacía
muy hablador al respecto, lo reconozco.
—Pues creo que todo eso allanó el camino, primero porque se repitió el
patrón de insistir en la cercanía de tu parte, Aurora, y en la tuya de alejarte,
Carlos. Tras varias repeticiones de esa polarización debiste claudicar,
Aurora, aunque no fueses consciente de ello. De Carlos ya no vendría esa
atención. Y, para buscarla, te orientaste hacia otra persona, aunque no
resultase adecuada. La mirada de tu jefe, su atención hacia ti fraguó esa
aproximación. Él debe ser alguien capaz de percibir fácilmente ese tipo de
necesidades, y dio con alguien que parecía preparada para su asalto.
—Todo es posible, pero… no quiero justificarme en eso.
—No. Te entiendo. No es una justificación, es solo confirmar que hubo
un estado de cosas que lo propició. Desde mi punto de vista, una es
responsable de la infidelidad, igual que solo Carlos es responsable de haber
iniciado ese negocio de trapicheo de drogas a través de la aplicación de
Grindr, pero los dos soys responsables de que previamente se crease ese
distanciamiento. Eso sí llevó a la incomunicación. Pero por ello también
pienso que ambos tenéis ahora la responsabilidad de rehacer el camino en
común.
—Sí, tal vez —concedió Aurora—. Pero es todo realmente doloroso.
¿Por qué no pasar página y olvidarlo? ¿No sería lo mejor? Yo prefiero
dejarlo estar y no hablar de ello. Ni quiero que esté presente en mi vida, ni
quiero que Carlos lo sufra.
—No hablarlo puede que lo entierre, al menos temporalmente, pero no
facilita asimilarlo. Lo que estamos haciendo ahora, darle un sentido, a la
larga será más práctico, aunque en este instante escueza. Sí, porque os va a
doler. Os van a doler las dos cosas: que Carlos se enfangase con el tema de
las drogas y qué tú hayas estado con otro hombre. Vendrán oleadas de dolor,
periódicamente. Sin embargo, cada vez serán menos frecuentes y menos
intensas. ¡Cuidado! estoy hablando de años, no solo de meses.
—La verdad es que ya no es igual que al principio —se adelantó Carlos
—. Me consuela y tranquiliza cuando ella dice que ahora lo aborrece, como
hace un rato.
—Es que es así. Y a mí me tranquiliza que tú te hayas apartado de ese
asqueroso mercadeo de las drogas.
—Aurora, teniendo en cuenta lo que te he dicho ¿por qué crees que en
este momento sientes eso hacia tu jefe?
—Qué se yo. Le dije a Carlos y también luego a ti en nuestra sesión a
solas que se me pasó repentinamente, cuando me enteré de lo de Carlos y
yo le confesé la infidelidad.
—¿Quizás entonces te resultó evidente que jamás ibas a compensar tu
necesidad de atención, de cariño, de comunicación con ese hombre?
—Es posible. He descubierto que el sexo no trae aparejado nada de eso.
Sí, ahora veo que me utilizó. Fue todo egoísmo de su parte. Una mentira.
Yo no saqué nada, más que podredumbre.
—Alguien que no tenía realmente cariño hacia ti, como es el caso de ese
hombre, lógicamente no podía dártelo. Quizás durante un tiempo, para
servirse de ti, pudo simular algo de ese afecto.
—Ni siquiera se molestaba mucho, no te creas. Era yo, con mi
necesidad, la que lo buscaba desesperada y ridículamente. ¡Qué imbécil fui!
Perdóname Carlos. Antes no era capaz de decírtelo así. De verdad que
ahora lo siento muchísmo, me duele, me hace daño en las entrañas.
—Yo me he ganado gran parte de mi dolor y… te quiero. Lo he dicho y
lo repito. Concebía mi vida contigo, siempre. Es lo que quería, es lo que
sigo queriendo. No me va a ser fácil, pero sí. Hace tiempo que necesitaba
escucharte como hoy.
32

No. No me sentí mejor después de ese día. Las cosas no son tan bonitas
como en las películas. Se lamenta una de lo dicho y hecho, llora, se abraza a
su pareja. Se sinceran. Y luego… fundido en negro, The End! ¡Bah! Antes
al contrario, me sentía más desasosegada. Haber podido refugiarme en
echarle la culpa a él y en mi enfado me protegían, como una coraza. Pero
ahora, al sincerarme respecto a G., había salido de ese caparazón y estaba
con la piel en carne viva, y el aire, el frío, el contacto con cualquier cosa,
me provocaba un sufrimiento agudo. Si habían sido mis necesidades
insatisfechas las responsables, al menos en parte, de esa aproximación, yo
había sido idiota al obviarlas y tratar de compensarlas de la forma más
absurda, dejando que alguien se aprovechase de ellas.
Hubo silencio y espacio entre nosotros durante los siguientes días,
aunque notaba a Carlos más pendiente de mí, contemplándome desde la
distancia, con una mirada más compasiva que nunca, según me parecía.
Dos días atrás Carlos se me acercó y me dijo que le gustaba mi blusa,
que me quedaba muy bien. Había estado mirándome un rato antes, con
cierta atención. Tenía razón respecto a la novedad: era una blusa nueva que
me había comprado hacía poco y que me ponía por primera vez. No nos
engañemos, fue un intento demasiado forzado y no le quedó nada natural.
No se me pasó ni un segundo por la mente el que yo pudiera volver a
atraerle, me refiero de ninguna de las maneras posibles, pero lo tomé como
lo que era: un esfuerzo por empezar a recuperar algo. Me vino a la mente
una imagen de una casa destruida por un terremoto. Los habitantes, en el
momento más peligroso, se alejan, pero tras el seísmo, regresan y poco a
poco, con cautela, se animan a acercarse despacio a las ruinas; empiezan a
coger objetos recuperables, un cuadro que milagrosamente quedó intacto,
maletas, cajones con ropa, recuerdos… luego, incluso pequeños
electrodomésticos y hasta materiales que puedan servir para la
reconstrucción de una nueva casa. Casa desolada.
Sin embargo, un tiempo después me dejó descolocada con otra situación.
La verdad es que no estaba preparada para ella. No había transcurrido
suficiente tiempo. Llegué del trabajo exhausta, como tantos días, como era
habitual, como me obligaban, no: como me obligaba a mí misma. Tal vez de
forma poco consciente seguía buscando agotarme en la oficina, de manera
que me resultara indiferente el resto de las cosas, así al menos —con la
anestesia de la extenuación, con la singular indiferencia que provoca—
acusaría menos la desazón de esta existencia. Me derrumbé en el sofá del
salón, ese salón de nuestra casa donde tanto dolor se había acumulado.
Cerré los ojos y pasó así un tiempo indeterminado. Poco a poco fui
recobrando algo de la energía, solo la justa para volver a abrir los párpados
y empezar a reunir fuerzas con la intención de levantarme. Ya iba a darme
el impulso… pero un detalle me detuvo un segundo antes. Sobre la mesa
baja del salón, envuelto en papel de periódico, había un objeto. ¿Qué hacía
ahí? ¿Por qué estaba cubierto? Alargué la mano, lo tomé y, no sin cierto
miedo, porque no deseaba ningún otro descubrimiento doloroso, empecé a
desenvolverlo. Tras destaparlo lo reconocí al instante: era el ídolo que
compramos en el viaje de bodas. ¿Cómo era posible? ¿Dónde había ido a
parar todo este tiempo? Lo recordé en un fogonazo. Se había roto, junto con
las otras cosas que había en la mesa, cuando me escurrí sofá abajo al
revelárseme la falsedad de Carlos, cuando pensaba que me había estado
engañando con otros hombres. Lo cogí y lo miré bien, de arriba abajo, sin
duda se trataba del mismo objeto. Y no podía ser otro porque estaba
arreglado, pegado de nuevo. Es más, lo habían reparado de una forma
especial: las grietas de la rotura no habían tratado de disimularse, al
contrario, se habían hecho mucho más visibles al rellanarlas de una pasta
dorada. Ahora estaba todo lleno de surcos de oro. Pensé entonces que había
pasado de ser una pieza vulgar y anodina, propia de turistas atolondrados, a
un objeto de verdad valioso, único. No sabía qué pensar.
Levanté la vista y me encontré con la de Carlos, que me miraba
expectante. No había advertido su entrada. Quizás llevaba ya tiempo allí.
—¿Qué?... ¿qué has hecho?, ¿de dónde lo has sacado?
—Lo recogí poco después de que se rompiera. Iba a tirarlo, pero… no sé
por qué guardé los trozos en un cajón. Hace unos días acabé de arreglarlo y
quería que lo encontrases. Me pareció que hoy podía ser un día propicio
para que lo vieses. Pero… no sabía cómo te lo tomarías. ¿Te parece bien?
—¡Eh! Sí, sí… claro. Sí, ahora me parece… mucho mejor. ¿Por qué
tiene estas líneas doradas tan gruesas?
—Es un tipo de arreglo de estilo japonés. Se llama kintsugi, o algo así.
Se trata de repararlo usando laca de oro. Realmente iba a quedar horrible si
únicamente lo hubiese pegado con super-glue, ¿no te parece?
—Sí, realmente. Desde luego.
—Pero leí por ahí que los objetos arreglados, bien arreglados, de alguna
forma hablan de su historia, de lo que vivieron, de lo que les pasó y de
cómo pueden restañar sus heridas. En realidad, los objetos de kintsugi
antiguos, los del siglo XV al XVIII, que fueron reparados por algún gran
artesano, son más caros que los originales no descompuestos. Curioso,
¿verdad?
—Bueno, viendo esto no me extraña nada. Realmente, ahora sí que vale
la pena. Pero tú nunca has sido nada manitas, ¿cómo has sabido hacerlo?
—¡Va! Es de lo más sencillo. En internet tienes los tutoriales que quieras
y te compras un kit básico para arreglar algo así de pequeño.
—Has hecho un gran trabajo, te lo aseguro.
—¿Lo dices solo por el ídolo?
—No, desde luego que no, ya lo sabes.
—Gracias. ¿Volverá a estar aquí en la mesa? ¿Te parece un lugar
adecuado?
—Uhm… Sí, déjalo aquí de nuevo.
—Vale, pero… no lo rompas otra vez. No creo que sea capaz de
recomponerlo de nuevo, no tengo la paciencia de esos artesanos japoneses.
Esbocé una sonrisa. Lo miré. Pensé entonces en el papel aplastado y
estropeado para siempre por la mano de G. y en la figura que mi marido
había recompuesto tan delicadamente. Y solo me salió añadir: —¡Ay!
Carlos, Carlos, Carlos…
33

María escuchó la historia del ídolo recuperado con muestras de


satisfacción. Alabó a Carlos por su idea y felicitó a Aurora por su buena
reacción.
—Esto es un paso adelante en el intento de recomponer vuestra relación,
¿no os parece? Creo que podría entenderse simbólicamente.
—No sé —empezó él—. No lo hice con ninguna intención. Se me
ocurrió y así me salió. Tampoco me hubiera extrañado que ella no lo
hubiese querido, que hubiese preferido tirarlo. Al fin, no sé si nos acabará
recordando los malos momentos que hemos vivido.
—Esos malos momentos van a aparecer de todos modos Carlos —se
adelantó Aurora—. Mejor démoslos por hecho. Aunque quizás también será
una muestra de que podemos hacer algo con ellos.
—Bueno —volvió a intervenir María—. Podemos empezar por dejarlo
donde está y ver qué pasa, esperemos a ver cómo os sentís ante él. Si aún es
pronto para su presencia, no pasa nada por volverlo a guardar. Y, aparte de
esto, ¿ha habido algún otro acontecimiento importante estas dos últimas
semanas?
—Yo creo que hemos estado algo mejor —dijo Carlos.
—Sí, bueno, ¡bah!, quizás…
—¿Qué pasa, Aurora? —retomó la psicóloga— No lo dices muy
convencida. ¿Hay algo que te esté preocupando?
—Lo cierto es que tengo ambivalencia por algunos comentarios de
Carlos; no sé cómo tomármelos.
—¿A qué te refieres?
—Sí —dijo Carlos—. Acláramelo. ¿Por qué dices eso?
—Verás, es que no entiendo que me digas ahora que algo de mi ropa o de
lo que he hecho en casa, o la comida, o cualquier plan que te propongo te
parezcan estupendos. De pronto todo te agrada. Me parece tan forzado…
¿Cómo esperas que me siente bien cuando llevas años sin un solo
comentario sobre mí, si has estado pasando de mí durante todo este tiempo?
—Aurora, me desesperas. No sé qué hacer. Te pareció bien lo de la
figurita y ahora me dices que lo otro está mal. Entonces, ¿qué hago? Lo
único que se me ocurre cuando me sueltas esto es no hacer nada. Si me
callo y me estoy quieto creo que no meto la pata, pero luego acabas también
echándomelo en cara porque te ignoro.
Durante un tiempo ambos quedaron abatidos. Ninguno de los dos sabía
cómo cambiar esta situación.
—Vamos a ver. Dejadme que os ayude un poco. Aquí se trata de que
cambiemos nuestra forma de comunicarnos. Sé que es difícil. Lleváis
tiempo con esta dinámica y eso os hace caer una y otra vez en la misma
trampa.
—La verdad es que yo tampoco le veo salida —afirmó Aurora.
—La intención de cambiar esto es lo que hace que sigáis viniendo aquí,
y a mí me toca daros las pistas. Es mi trabajo. Aclaradme una cosa: Aurora,
¿qué es lo que haces cuando Carlos te dice algo como lo que comentas?
—¿Qué hago? Pues… Me quedo tan desconcertada que no sé qué decir.
En casa me voy a hacer otra cosa, al final. O… ya lo has visto, si se lo
suelto, como acaba de pasar hace un minuto, me dice que lo ataco y que a
partir de ahora no va a hacer ni un comentario más.
—De acuerdo. Así que estás tan desconcertada que no le dices nada y
luego te vas. O bien le reprochas que te lo diga. Pero ahora, aquí, en este
mismo instante, ¿cómo te sientes?
—Mal, apenada, bloqueada.
—Vale. Pues ¿por qué no le dices justo eso ahora a Carlos? Vamos, te
animo a decírselo.
—Si es lo que he hecho.
—Intenta hacerlo de una forma algo diferente. Quiero, sí, que seas clara,
pero no le digas que no le entiendes o que no sabes lo que hace; dile, en
cambio, solo lo que tú sientes. Lo que yo te he preguntado, únicamente dile
cómo te sientes.
—De acuerdo lo intentaré, pero no creo que sea muy distinto. —Lo que
siento es que Carlos…
—No me lo digas a mí. Dirígete a él, díselo a él. Sí, eso es, pon el cuerpo
hacia él. Es un diálogo entre vosotros dos.
—¡Eh! Vale. A ver —Aurora se giró hacia Carlos, él la miró a su vez—.
Vamos allá: Carlos, me siento desconcertada cuando me dices ahora que
todo te parece bien, me resulta falso.
—Vamos bien, Aurora, pero vamos a quitar esa última parte, la de que es
falso.
—Yo no estoy diciendo que él es falso, sino que su actitud me resulta
falsa.
—Es verdad, sin embargo, vamos a procurar eliminar cualquier posible
malentendido. ¿No te parece que la conversación resultará más productiva
si evitamos comentarios así y nos quedamos únicamente con los
sentimientos que a ti se te despiertan? Sé que es algo antinatural hablar
ahora de esta manera, pero estamos intentando aprender otras formas de
interactuar. Venga, otra vez, sigue con lo de decir lo que sientes.
—¡Buf! Bueno, venga. Carlos, me quedo descolocada cuando me dices
que ahora todo te gusta… Solo sé decir eso.
—Está bien. Estás descolocada y… ¿triste?, ¿enfadada?
—Sí, es cierto. También me entristece y me enfada.
—¿Por qué?
—Supongo que porque al momento me pongo a pensar que por qué no
me decía eso antes. ¿Por qué hemos tenido que vivir toda esta basura para
que reaccione y empiece a fijarse en mis actos o en mi persona?
—Ok. Pues, y perdona mi insistencia, vuelve a mirarlo y dile eso
también: todos tus sentimientos, también los más profundos, también que te
sientes triste o enfadada.
—De acuerdo, empezaré de nuevo: Carlos, me siento desconcertada con
tus comentarios y… triste, me ponen triste por todo lo que me llevan a
pensar.
—Muy bien. Carlos, te está diciendo cosas importantes, cuando antes no
te decía nada. Aprovecha la información. ¿Qué quieres responderle?
—Quiero que no se sienta así, que no tiene que pensar eso.
—Espera, haz como Aurora. Mírala a ella, habla con ella. Y te
recomiendo que tampoco opines sobre si debería o no pensar así. Inténtalo.
Dile tú igualmente lo que sientes.
—Está bien. Voy: Aurora, yo… me apeno cuando dices que te sientes
así, triste, desconcertada cuando yo te digo algo que me gusta. Me duele de
verdad. Solo quiero hacer bien las cosas cuando te lo digo... Bueno, no es
verdad, no es que lo diga porque quiera que te sientas bien, lo digo porque
de una maldita vez me he dado cuenta.
Aurora lo cortó:
—¿Cuenta de qué?
—Cuenta de que has hecho mil cosas por nosotros y yo estaba a lo mío.
Quiero que sepas que me siento mal, me siento culpable, me siento un
imbécil, un imbécil total, que ha tirado todo por la borda.
—Sigue respondiéndole, Aurora, por favor, inténtalo.
—No, Carlos. No sirve para nada sentirte así. Eso no. Y… ¿es que no
entiendes que a mí me siente mal cuando ahora te oigo por fin decirme algo
agradable?
—Cómo no lo voy a entender. Por eso me quedo hecho unos zorros,
porque me veo más culpable.
Se produjo un nuevo silencio que interrumpió María.
—Vale. Está bien. Ahora estáis descubriendo que hay una capa de
autoprotección cuando nos comunicamos habitualmente, pero que, si
queremos conectar, si queréis empatizar el uno con el otro, tenéis que
atreveros a quitárosla. Es difícil, porque os hace vulnerables. Hablar solo de
lo que uno siente sin entrar en justificaciones resulta peligroso. Ya lo notáis,
os pone los sentimientos a flor de piel. Pero decidme una cosa: ¿cómo os
sentís ahora el uno con el otro?
—Yo… yo —empezó Aurora— la verdad es que ya no estoy enfadada
con él, me da pena que se encuentre así… y que se vea a sí mismo de esa
manera. No es ningún imbécil.
—A mí me pasa lo mismo.
—Bien. Os lo dije, no es fácil. Venís con unas capas muy gruesas sobre
vosotros mismos. Os voy a ayudar un poco más. Ahora mismo, voy a
intentar ser Aurora y Carlos con mis nuevas actitudes. Por supuesto, serán
mis palabras, no las vuestras, y no quiero que las toméis como un modelo,
en realidad es solo para ofreceros pistas. Yo miraría a Carlos cuando me
dice que le apetece, por ejemplo, apuntarse al plan de ir con mis amigas a la
zarzuela este domingo y le diría: ¿De verdad te quieres apuntar? Uhm,
vaya, me extraña y me deja sin saber qué pensar, y además me entristece un
poco porque podría haber sido siempre así, pero… bueno, sé que hay detrás
un deseo por estar ahora más cerca de mí y compartir de nuevo actividades.
Y en tu caso, Carlos, ¿por qué no empezar de este modo? Usaré otro
ejemplo: Aurora, disculpa, de verdad, me gusta cómo estás vestida hoy, te
queda muy bien, disfruto de verte así. Gracias por cuidarte y perdona por no
haberme prodigado más en estos comentarios.
—Muy bonito, pero no lo veo nada fácil. Yo al menos no soy capaz de
decirle todo eso así, de golpe.
—No tiene por qué ser así Carlos, era solo una forma de hablar, lo que
importa es que buscas expresar que la miras, que te fijas, que te gusta su
manera de arreglarse o de comportarse. Tenemos nuestra propia historia y
nuestro propio lenguaje. Ya dije que no era un modelo: lo que busco es que
os expreséis, pero desde los sentimientos.
34

—¿Cómo os ha ido? ¿Habéis podido poner en práctica esa forma de


comunicaros que vimos en la última sesión?
Los dos se miraron y sonrieron. Estaba claro que el clima se había vuelto
más cordial. Carlos se adelantó en esta ocasión:
—Yo… vamos, empiezo yo, si te parece, Aurora.
—Sí, está bien.
—En mi opinión ha sido una buena semana. Creo, solo creo, que hemos
podido hablarnos mejor, sin reprocharnos tantas cosas, de manera bastante
más amigable.
—Sí, es verdad. Estoy de acuerdo. Y… gracias, María. Parece que algo
haya cambiado desde la última consulta. Esto nos está sirviendo. La verdad
es que cada vez me encuentro más cómoda aquí, contigo; no sé, me he ido
familiarizando con este lugar, supongo. Pero no quiero echar las campanas
al vuelo; me parece que todo está prendido por alfileres. Aunque, si
fuéramos capaces de seguir así veo que todo mejoraría entre nosotros.
—Lo celebro. Es gratificante que me digáis esto. Y soy bien consciente
de lo que comentas Aurora: todo está ahora muy reciente y es fácil que se
vuelva a caer en los patrones anteriores. Aunque seguiremos progresando.
Hoy también me gustaría ahondar en la manera de mejorar vuestra
comunicación preguntándoos algo: ¿Se ha producido alguna situación
durante estos días que os haya llevado a pensar que colaborabais entre
vosotros, que os ayudáis?
—No sabría qué decir —siguió Aurora—. La verdad es que llevamos
una vida bastante independiente, cada uno con su propio trabajo y
actividades. Es verdad que en eso no hemos mejorado.
—¿Y tú, Carlos? ¿Puedes pensar en alguna situación de ese tipo?
—… No. La verdad, ahora no se me ocurre.
—¿Cómo hacéis las faenas de la casa? ¿Están divididas?
—Sí. Las tenemos muy organizadas desde hace tiempo. Carlos cocina,
yo recojo luego, o él, depende. También va él a comprar y yo soy más la
encargada de limpiar la casa o preocuparme por la ropa. Él no es nada
exigente y, siendo solo dos, se hace bastante llevadero lavar los platos y
cosas así, ni siquiera ponemos el lavavajillas. En realidad, nunca hemos
tenido problemas con esas cosas. Y ahora te he dicho una organización así a
vuela pluma, pero a veces cambiamos los papeles.
—¿Y la ayuda con gestiones del banco, pagos pendientes, o diligencias
administrativas?
—Eso lo hace Carlos en general. Se le da bien, lo hace todo con el
ordenador, con sus certificados digitales y esas cosas… Es verdad, espera,
sí que hay algo que hace por mí y yo se lo agradezco: como soy una
indocumentada informática, todo el rato estoy pidiéndole que me ayude con
el portátil o con el móvil.
—Bueno —se apresuró a decir él—. Eso no tiene ninguna importancia.
Me resulta sencillo, no suele llevarme mucho tiempo.
—Pero a mí me ahorras horas y horas. Sé que no lo lograría por mí sola.
Me volvería loca, necesitaría llamar todo el rato al servicio de
mantenimiento o contratar un informático.
—¿Es tu portátil o tu teléfono y lo resuelve Carlos?
—Y lo de todos los aparatos de la casa: la Smart TV, la impresora, que
ahora resulta que tiene que estar en línea, el reproductor de música, el
Alexa, o las cosas eléctricas del coche.
—Es que se me da bien. Yo soy el de los cachivaches.
—Sé que esto suena tonto, pero ¿por qué se los arreglas tú?
—¿Cómo no? Si no lo sabe hacer, así no gasta tiempo. Además, cuando
lo ha intentado por sí sola al final se ha puesto nerviosa porque no había
manera. No tiene paciencia o el convencimiento de que lo puede arreglar.
—¿Lo entiendes como una cosa de los dos?
—Sí, claro.
—Pero son suyos.
—Como si fueran los míos.
—¿Y tú como lo entiendes Aurora?
—Yo siento que me hace un favor, y gordo.
—Pero en realidad, es un problema de los dos, ¿no os parece? Porque si
tú tuvieras una dificultad en tu trabajo por cuestiones informáticas o de
comunicación o logísticas, por ejemplo, con el coche, redundaría
negativamente para los dos, y en varios planos: económicos, de crispación,
de tiempo para buscar soluciones…
—Sí, claro —dijo Carlos.
—Vamos, que no estamos tan mal, quieres decir.
—Os garantizo que muchas otras parejas que veo se han alejado tanto
entre sí y se ha enrarecido su convivencia de tal manera que no se ayudan
con nada de esto.
—Para mí no tendría sentido una relación así. Preferiría que nos
separásemos y cada cual hiciese su vida. ¿Tú no, Carlos?
—Lo mismo. Yo tampoco concibo así una pareja.
—Perfecto —siguió María—. Pues aquí es donde quería llegar, porque si
habéis mantenido la colaboración, si habéis seguido ayudándoos a pesar de
los malos momentos y el distanciamiento entre ambos es que hay un punto
de partida bueno. Sigamos un poco más. Según recuerdo, me lo dijisteis en
las primeras sesiones, pero quiero volver a ponéroslo delante, hay un fondo
de colaboración importante. Veréis: ¿qué pasaba cuando tú, Carlos, estabas
ya trabajando y Aurora aún estudiaba Derecho? En sus periodos de
exámenes, o si tenía problemas de desplazamiento, necesidad de fotocopias,
compras de libros o material ¿cómo os arreglabais?
—Para mí eran problemas de los dos —continuó Carlos—. Yo entendía
que aprobar sus exámenes y solventar esas necesidades era un bien para la
relación, como… parte de un proyecto común.
—Justo. ¿Y el dinero de quién era entonces?
—Lo ganaba yo; bien poco, por cierto, pero era para los dos.
—¿Y si hubiese faltado?
—Mis padres nos lo habrían dado.
—¿Solo a ti Aurora?
—No, a los dos. Incluso se lo habrían dado directamente a Carlos.
—Bueno, de eso yo no estoy tan seguro. Puede que me lo hubiesen dado
a mí, pero habría sido para que tú estuvieras bien.
—Insisto en lo antes: ¿pero estar bien, Aurora, no es algo que ayude a la
relación? Olvidémonos un momento de la situación con los padres.
—Vale, sí. Evidentemente.
—Pues ahora viene lo importante: todo esto que ha pasado puede
prolongarse, debe prolongarse. Si lo habéis hecho en el pasado, podéis
continuar haciéndolo en el futuro. Quiero que os veáis así: como personas
que suman fuerzas para una empresa común. Algo así como un equipo de
fútbol. El portero confía en el delantero y no sale de su área para meter los
goles, y el delantero no se pone a parar los tiros del otro equipo. Si cada uno
siente que el otro cumplirá con su parte, ese equipo es fuerte y gana los
partidos. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí, desde luego —comentó Aurora por ambos.
—Y si integramos este espíritu de colaboración, de unión ante el resto
del mundo y sus demandas, con la comunicación empática de la que
tratamos el otro día tendréis las claves para remar juntos en esta situación y
en todas las venideras. Así seréis fuertes, así estaréis bien. Recuperar y
luego conservar ese sentimiento es lo propio de las parejas que salen
adelante, que aprovechan la terapia para su futuro.
Los dos quedaron un rato callados, pensativos y conmovidos. Se
acercaron y extendieron cada uno sus manos que se encontraron y
apretaron. Finalmente, Carlos, mirándola a ella a los ojos con fijeza dijo:
—Sí, un proyecto en común. Lo vamos a tener Aurora, lo vamos a tener.
35

Y en ese momento me encontraba en la isla llamada Patmos y oí detrás


de mí una gran voz como de trompeta que me decía: No sabes cuál fue el
Alfa, ni cuál el Omega, pero escribe en este folio las cosas que veas, aunque
no las comprendas ahora.
Obedecí.
Ante mí apareció un libro enorme, no en la forma de los actuales, sino
como un rollo de pergamino. Aunque quería, no podía desplegarlo pues
tenía siete sellos lacrados. Cada uno con una inscripción en un idioma que
desconocía. No eran jeroglíficos, ni pictogramas chinos o japoneses, si
acaso, deduje entonces, caracteres hebreos. Me entró pavor de pensar que si
los rompía atraería una maldición y caería sobre mí una plaga bíblica, como
las que sufrió el faraón de Egipto. Pero la voz atronó de nuevo: rómpelos y
enfréntate a lo que tenga que venir. Descubre ya lo que hay y lo que habrá.
Lo que hiciste y lo que harás.
Conminado de ese modo, supe que ya no había alternativa y fui
rompiendo los sellos mientras experimentaba una enorme angustia física,
que me impedía casi respirar, me enfebrecía y me agarrotaba los músculos
de los brazos y las manos. Algo tan sencillo me rindió, me dejó sin fuerzas.
Pero en el momento de desprender el séptimo sello y desplegar el
pergamino, todo a mi alrededor se esfumó y aparecí en mitad de una calle
de Madrid.
Entonces bajó del cielo rojizo un gran dragón escarlata, con forma de
serpiente y con multitud de patas; tenía siete cabezas, con siete diademas y
diez cuernos. Sobre su cuerpo, grabadas a fuego, las letras que le
identificaban: CCG. El dragón destruyó toda la ciudad a su paso. La
devastación fue indescriptible. Cayeron las cuatro torres, el Bernabéu, el
Palacio Real y la Plaza de Oriente, todo el Madrid de los Austrias, la Gran
Vía y hasta la fuente de Cibeles; el Retiro se incendió; el Barrio de
Salamanca, Chamberí, Moncloa se convirtieron en un erial. Nadie podía
asomarse a las calles. La cola del dragón arrastró la tercera parte de las
estrellas del cielo, y las arrojó sobre mi casa. Me miró con sus ojos
sulfurosos y yo retrocedí de espanto. Empezó a caminar parsimoniosamente
hacia mí, con sus mil patas como columnas de pedernal que hacían vibrar el
suelo, pero en ese instante giró su enorme cuello y vio a una mujer. Se
aproximó entonces a ella, pronto a devorarla. La mujer no se movió y se
dispuso a aceptar pasivamente su muerte. Nada parecía poder evitarlo. Yo
no quería mirar, pero al mismo tiempo era incapaz de cerrar los ojos. Era la
malsana contemplación del horror lo que me tenía paralizado, el morboso
espectáculo de la atrocidad, de lo más perverso que pueda figurarse. Las
enormes fauces babeantes de la bestia, llenas de un sinnúmero de colmillos
agudos y muelas como yunques, estaban a punto de cerrarse y destrozarla
en un mordisco sangriento.
Pero en ese instante bajó del cielo un hermosísimo ángel fulgente; en sus
manos lo que parecía un libro, pero que al mirar mejor distinguí como un
cuaderno de notas. Se preparaba una gran contienda. ¿Pero cómo podría el
ángel defender a la mujer sin más armas que un bolígrafo y unos papeles?
El dragón fijó sus ojos rojos, llameantes, en su oponente y se detuvo. La
mujer aprovechó para retirarse hacia el desierto… de su hogar. Yo respiré
aliviado, pero solo por unos segundos. El dragón seguía allí, cerca del
ángel, que le apuntaba con el bolígrafo. Si la bestia rugía y se mostraba
enfurecida, el ángel parecía sereno y firme. Como dos enemigos que se
respetan porque saben que uno solo de sus golpes resultará mortal, se
mantuvieron contemplándose durante un tiempo, preparados para la
tremenda embestida. Pero esta no se produjo: el dragón decidió cambiar de
contrincante y voló hacia la casa de la mujer buscando acorralar allí a la
fugitiva.
Llegado frente a su víctima, arrojó de su boca agua como un río, para
que la anegase y no pudiera respirar. Pero la casa ayudó a la mujer, pues se
abrió de par en par y absorbió completamente el flujo pestilente que el
dragón había escupido. El monstruo se enfureció terriblemente, gritó de
forma ensordecedora y lleno de ira se fue a hacer guerra contra el resto del
mundo.
Yo vi todo aquello, y así lo he reflejado. Y efectivamente no alcanzo a
entenderlo ahora, pero esta revelación ha sido escrita para profetizar algo.
Eso que está por venir me inquieta tremendamente, pero, a la vez, me da
unas mínimas esperanzas, porque la amenaza ha logrado esta vez
conjurarse. Sé que tengo —que tenemos— una gran prueba por delante.
Hay horrores que se pueden repetir. El dragón no ha sido vencido, solo está
agazapado, esperando su oportunidad.
PARTE III. EL DRAGÓN
36

Llevábamos cuarenta días y cuarenta noches prácticamente encerrados,


sin pisar la calle. Solo la compra de alimentos y productos básicos nos
permitía, por turnos, escapar de las cuatro paredes de nuestra casa-cárcel. A
la irritación que tal enclaustramiento obligado nos causaba, se sumaba la
zozobra por no saber si sería mejor evitar incluso esas pequeñas salidas. Sin
embargo, aunque el confinamiento ofrecía cierta sensación de protección,
no garantizaba que no cayésemos, como tantos otros, en las garras de la
infección. Aquel monstruo que nos amenazaba resultaba temible. En ese
momento, su capacidad de destrucción era una incógnita. Se afirmaba, sí,
que solo eran vulnerables las personas más mayores o con organismos
afectados por patologías previas; pero, al mismo tiempo, se sabía que
personas jóvenes y con óptima salud sucumbían igualmente ante su fétido
aliento. Como en las buenas películas de terror, era un enemigo invisible,
que solo a veces emergía o mostraba una parte de su ser: eso era lo que lo
volvía tan temible, lo que estimulaba el pavor, porque… ¿cómo defenderse?
Si al menos hubiésemos podido contemplarlo cara a cara habríamos tenido
más capacidad para hacerle frente con coraje.
Vivía con el consuelo de mantener en ese momento una relación más
amable con Carlos. Si el encierro con él todos esos días se hubiera
producido antes de aquellas sesiones con la psicóloga, creo que me hubiese
encontrado en una situación de nervios mucho más difícil de soportar. Él
entró en un extraño estado de ánimo, aparentemente más tranquilo que los
meses, y aún diría años, anteriores, pero me parecía sentir algo tensado en
su interior, como una cuerda de ballesta antes de lanzar la flecha. Dentro de
lo malo habíamos tenido suerte. Pero no había calma en mí. Al fantasma del
Covid, se añadía la incertidumbre sobre nuestro futuro como pareja. Los
pasos valientes que, por fin, habíamos dado ambos me esperanzaban, pero
seguían acurrucadas sombras de dudas. ¿Es que acaso podía haberse
contrarrestado toda esa podredumbre acumulada durante tanto tiempo?, ¿era
posible que se hubiese esfumado como por ensalmo? Yo no podía ser tan
optimista.
Entre mis inquietudes estaba la cuestión de si las consultas con María
habían cumplido una función útil a la larga para nuestro matrimonio, o si,
por el contrario, su efecto se extinguiría como el de una batería que se
queda sin energía para insuflar vida a un aparato. O, quizás, fuera al revés, y
tendrían efecto a la larga, como un reloj automático en el que las agujas
continúan marcando las horas mientras hay movimiento en quien lo porta.
Pero… ¿se movía acaso nuestro matrimonio? Ahora que habíamos
interrumpido las sesiones por necesidad del encierro y nadie externo lo
empujaba, tendría la respuesta.
Él trabajaba como siempre con su ordenador y con el móvil, no sabía si
en los temas de su oficina o en otras cuestiones, por el momento no tenía
ánimo para saber más y no le preguntaba. Después de todo aquello,
mantenía aún la costumbre de fumar, que se había acrecentado al recluirse.
Yo me ocupaba con mi teletrabajo para la firma y llenaba de esta manera
casi todo el día. Creo que Carlos se complacía de verme permanentemente
en casa. A mis afirmaciones de que G. había desaparecido de mis
pensamientos, se le sumaba el hecho incontrovertible de que resultaba
imposible quedar con él, ni cruzármelo siquiera en el edificio de la empresa.
Supongo que esto le aportaba una tranquilidad añadida.
Eran jornadas extrañas. No solo para nosotros, sino para todos los
enclaustrados. Los primeros días, y aún semanas, fueron una novedad para
el pueblo. Reinaba casi la ilusión. Se prodigaban los comentarios
ingeniosos en las redes, se hablaba más por teléfono con familiares y
amigos, se sucedían las iniciativas para llenar el tiempo de los que se
presumía ciudadanos aburridos en sus casas; los balcones volvieron a tener
uso en esta ciudad ahora descontaminada, se oía música, himnos patrióticos,
se cantaba, incluso arias de ópera, para mi solaz; se exaltaba a los
abnegados servidores públicos: sanitarios, guardias, ejército, reponedores,
cajeras, mensajeros, agricultores, trasportistas, basureros.... Pero fue solo el
espejismo del inicio del encierro. Con el paso del tiempo, la expectación
cesó, los aplausos decayeron hasta casi extinguirse y el malestar aumentó.
El seguimiento obsesivo de una información tan alarmante hizo su papel y
acabó por desangelarnos. Se impuso un estado de ánimo depresivo, solo
aliviado por la ilusión de que, en algún momento, aquello terminaría. Como
los reos con una larga pena, tachábamos los días del calendario, aunque en
la nuestra no había certeza de que fuéramos a ser amnistiados en algún
momento. Algunos se convirtieron en esas personas que sienten su
existencia como una condena… de la que solo se escapa por la muerte.
Suena el responsorium del Réquiem de Verdi.
37

—¿Ahora confías en mí, Carlos?


—Bueno, yo siempre confié en ti. Solo… solo después de lo que me
confesaste perdí la confianza, pero fue por poco tiempo.
—No, no te lo he expuesto bien. Quiero decir si confías en mí ahora
porque estoy aquí, contigo, permanentemente; porque no tengo ocasión de
despegarme de ti.
—¿¡Uhm!? No. No es así. No es solo por eso.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Te lo diré: porque, aunque estés en la misma habitación que yo,
podrías estar pensando en él, y podrías mantener contacto por correos o
mensajes. Se puede estar junto a alguien y tener la mente muy lejos; añorar
estar en otro lugar, con otra persona. Además, ¿me has visto alguna vez
mirar tu móvil o tu correo?
—¿Quieres decir que cuando termine el confinamiento seguirás igual?,
¿mantendrás esa confianza?
—Creo que sí. No estoy seguro, quizás los primeros días, cuando
vuelvas a la oficina… sufra cierta inquietud, pero me voy convenciendo de
que no sucederá.
—¿Y cómo lo haces?, ¿cómo te vas convenciendo?
—Verás, descubrí una cosa. La certeza de que alguien no te va a ser
infiel no puede basarse en el control. Una relación así no merece la pena.
—Sí, claro. Estoy de acuerdo. Pero una cosa es tener esa opinión y otra
ser capaz de gestionar tus sentimientos.
—Hay algo más, espera.
—¿Pero qué?
—Tranquila, te lo voy a explicar. Ya sé que estás nerviosa.
—Es verdad, es verdad, perdona. Este tema no me deja hablar tranquila.
Ya sabes lo mal que me siento con todo esto.
—Precisamente de lo que se trata es de no dar importancia a los
momentos en que la pareja no está contigo, ya sea física o mentalmente,
quiero decir porque ha salido o porque esté metida en el ordenador, viendo
la tele o leyendo. Lo importante, lo elocuente, lo que cuenta radica en cómo
está contigo cuando realmente está, cuando se habla o se hacen cosas
juntos, por la actitud e ilusión o complicidad que se muestra en esos
momentos. Porque cuando no se está, si el que desconfía se pone a indagar
y busca obsesivamente las pruebas que delaten a la otra persona lo que va a
encontrar, en el peor de los casos, es una confirmación de sus sospechas;
pero si no halla nada únicamente puede concluir que, por esa vez, la otra
persona ha sido más hábil: ha borrado los mensajes, o el historial de
llamadas, o ha contado con la coartada de amigos, o justo ese día tenía otro
plan que no era ver a su amante. En suma: en estos casos solo hay pruebas
en contra de la persona, señora abogada, nunca hay una evidencia
incontrovertible de que no está siendo infiel. Aquí es imposible contar con
esas pruebas mientras no seamos capaces de leer la mente.
—Entiendo.
—Y yo lo que siento es que cuando me hablas, y cuando no también,
estás conmigo; tienes ganas de que estemos bien, de que rehagamos todo.
Hemos ido a las sesiones de María juntos, te has implicado, has luchado, o
estás luchando, junto a mí. He visto que compartías la idea de que somos un
equipo, tú y yo. Y volveremos a tener proyectos en común, y volveremos a
hacer cosas juntos, excursiones, visitas… bueno, cuando se acabe todo esto
del coronavirus y nos dejen salir.
—Caray, veo que te has hecho un pequeño filósofo. Se supone que la
culta y leída soy yo. El caso es que tiene mucho sentido eso que dices.
—Sería un filósofo, y mayúsculo, si fuese idea mía, pero lo he leído en
internet.
—¡Ah! Ya. Eso me encaja más. Y me tranquiliza saber que usas Google
para algo así.
—¿Para qué si no, aparte de para trabajar? Caray, dime tú quién es la
desconfiada ahora.
—Lo dicho: te estás haciendo muy agudo, bueno, eso lo fuiste siempre, y
yo cada vez soy más tonta.
—Eso sí que es una tontería.
—Una tontería, claro qué puede decir una tonta sino tonterías.
—Las tonterías de las tontas son por definición inteligentes, por lo de
negativo con negativo hace positivo.
—Ja, ja. ¡Ah! sí, que tú eres de matemáticas y yo de letras. No abuses
entonces de los ignorantes. El que sabe, sabe y el que no va a letras. ¿No?
—Un ignorante no ha tenido nunca réplicas como las tuyas.
—Ni las tuyas.
—Ni las tuyas de las mías.
—Ni las tuyas de las mías de las tuyas.
—Ni las tuyas de las mías, de las mías, de las… ¡Bah! Ya me he liado.
Está bien. Maldición. Has ganado.
—Ja, ja. Creo que tienes razón en tú teoría sobre que lo importante es
cómo se está cuando se habla y se hacen cosas juntos, como ahora nosotros.
38

Ha vuelto a reír. Es un alivio. ¿Cuánto durará esa risa? Poco. Se marchita


minutos después de iniciada, como una flor cortada. Yo nunca he sabido
cómo lograr que las rosas de un ramo duren más de unos pocos días. Ni el
cambio del agua del jarrón, ni la aspirina, ni los polvos que te dan en la
floristería sirven de mucho. También probé un día a hablarles, les metí una
buena arenga sobre mantenerse firmes y aguantar, pero hicieron oídos
sordos. Es más, creo que esa fue la vez que menos vivieron. Malditas
ingratas. No aprecian los esfuerzos que uno hace. ¿No decían que tienen
sentimientos? Pues estas nada, no son capaces de valorar la intención.
Porque uno es como es y llega a donde llega. Y si las formas a veces te
fallan no deberían tenerlas en cuenta. Aunque… ¡uhm! ¿no será la culpa de
la misma casa, esta casa?, ¿no será este ambiente quien las marchita? Es
igual, ahora tampoco puedo salir ni para comprar una sola. Se me hace
pesado este encierro. No nota uno lo bueno que es salir porque sí, aunque
no vayas a hacer nada. Pero ahora es imposible: más te vale tener un perro
para justificar que has de estirar las piernas. Llevas el animalito y el guardia
no te dice nada. Yo me cojo una bolsa reciclable para que se vea que voy a
comprar y aun así tengo que dar explicaciones. ¡Vaya! ¡Ahora me queda
claro! Ese era el negocio que tenía que haber montado: comprar un perro.
Sí, eso es. Un perro tranquilo, como un labrador. Se lo alquilaría a los
vecinos por cincuenta euros el paseo. Ja, ja. Menudo chollo. Y, no veas, que
me lo rifarían. Otra posibilidad es comprar ahora por Amazon uno
mecánico, que visto a lo lejos dé el pego, pero… ¡¿y si se queda sin pilas?!
¡Vaya mierda! Entonces te cae una multa gorda. Y salir con tu mujer
tampoco vale. ¿Debería poderse considerar a la pareja mascota? Yo estoy
dispuesto que Aurora sea la persona y a mí me tengan por el animal, pero
creo que no va a colar. Ahora entiendo eso que se dice de los presos: que
para ellos es una sensación indescriptible cuando salen tras cumplir la
condena y deambulan libremente por la calle. Les parece sorprendente
poder decidir si ahora van calle arriba, o abajo, si entran en un bar o dan
otra vuelta a la manzana, sin límite de horas, sin restricciones. Eso, lo más
simple, resulta que lo ven como un don. Y nosotros estábamos tan
acostumbrados a ello, pues hace décadas que lo disfrutamos, y por eso no lo
apreciamos en absoluto. Pero así ha de ser. El caso es que, si lo pienso bien,
me veo ahora ocupado igual que cuando se podía uno mover libremente, lo
que significa que, de algún modo, antes estaba preso, sin ser consciente.
Mira, para algo me va servir este confinamiento: para entender que mi vida
tiene que cambiar; y cuando podamos salir y retomar lo anterior no voy a
vivir como antes. Antes de casarnos, y también después, ahora que
recuerdo, yo me sentía muy bien en casa, con Aurora. Me imaginaba que
esa sería la situación ideal. Aunque, claro, era un planteamiento distinto a
este. Se podía ir y venir. Total, que lo que me figuraba era estar muy a gusto
en casa, pero habiendo pasado la semana trabajando fuera. O sea, que esto
no vale. ¿En caso de necesidad no funcionarán ahora los psicólogos de
pareja? Porque, vamos a ver, estar con tu costilla en casa todo el día cuando
hay peleas continuas es situación de alto riesgo. Sí, que los que hacen
terapia de pareja on-line se deben de estar forrando. No obstante, ¿qué
puede hacer el terapeuta desde su casa si se ponen a discutir? ¿apaga la
pantalla? ¿silencia el micrófono si se pisan la palabra?, ¿les cobra el doble?
¡Qué absurdo! Y yo me imaginaba esto: los dos juntitos, Aurora y yo,
viendo una película, o leyendo ella y yo con algún entretenimiento con el
ordenador, pero cerca y contándonos cosas mientras. Esa imagen era muy
reconfortante. Pero la realidad es otra. Es ella la que está con el ordenador,
pero porque no para de trabajar en casa, y yo me aburro de los jueguecitos y
hasta de los vídeos de YouTube de gatitos, que los hay para todos los
gustos. ¡Otra injusticia! Si tengo un perro resulta que puedo salir para
llevarlo de paseo y si tengo un gato pues me tengo que jorobar y quedarme
en casa. ¿No habrá un sindicato de los gatos para que nos representen?
Bueno, yo no tengo gato tampoco, ni conejo, ni hámster, ni lagarto, ni
serpiente, ni siquiera un pequeñito dragón paseable, un dragón de Komodo,
quiero decir. Con alguno de estos quizás me podría dar un garbeo, si le
pongo un collar y llevo correa. Con bozal tal vez disimularía. Qué mal
tengo que estar para que se me vengan todas estas cosas inconexas a la
cabeza. No sé. Estoy tan mal que me merezco dos medallas: una por
gilipollas y otra por si la pierdo. No digo más. En fin. Debería airearme un
poco, hacer otra salidita de las que me interesan. A ver, no sé, ¿me voy a
por una lata de calamares en su tinta? Bueno, a lo de siempre, no nos
engañemos. Se acabó el juego.
39

Parece una fiera encerrada. Sí, como en la escena esa de Mogambo,


cuando Ava Gardner camina de un lado a otro y detrás la sigue un leopardo
dentro de su jaula. Es un hombre en el que se alternan las costumbres.
Cuando empezamos a salir ¡qué buenos paseos nos dábamos por los
parques de Madrid!; luego, al casarnos, parecía atornillado a la butaca del
salón; y, finalmente, después era incapaz de quedarse aquí dos horas
seguidas. Me figuro que sigue bajo ese impulso al que se acostumbró los
últimos años y se le hace insufrible el confinamiento por este virus de
marras. Así pasa, que quiere ser siempre él quien vaya a la compra y,
encima, luego vuelve al supermercado de nuevo porque dice que se le ha
olvidado cualquier producto que en realidad no necesitamos. Entiendo que
esto le vendrá bien, algo le ventilará la cabeza. Pero como uno de los dos
caiga enfermo y tenga que hacer la cuarentena aislado en una de las
habitaciones no sé cómo vamos a arreglarnos.
Aunque está mucho más expresivo que antes, sigo inquieta. No las tengo
todas conmigo. ¿Cómo puedo saber que me lo ha dicho todo? ¿Estará ahora
maquinando algo? ¿Es tan sincero como parece? Conmigo no puede tener
dudas: aquí me tiene. Pero él hace sus gestiones por internet. Y no quiero
mirar su ordenador, no quiero. Y además sé que es inútil. Él sí sabe
manejarlo y tendrá contraseñas y programas ocultos de los que yo no
entiendo nada. Es verdad que me ha sorprendido mucho en las sesiones con
María. En ese ambiente se comunicaba mucho mejor. ¿Qué le pasa aquí, en
casa? ¿Por qué a solas conmigo parece siempre guardarse secretos? He
tenido antes esa impresión con él, y en gran parte se confirmó. ¿O quizás es
que sigo presa de ese sentimiento y ya no soy capaz de apreciar que desea
de corazón compartir su mundo conmigo? No lo sé, no sé nada.
Creo que parte de estas dudas se deben a que yo ahora estoy metida en
esta casa con él y estamos siempre cerca; y haber sabido lo que he sabido,
debe influirme negativamente para que esté llena de suspicacia. ¿Es posible
que sea yo, entonces, quien malinterpreta sus gestos?
Ahora me mira y se sonríe. Aprendió bien la lección de la psicóloga. Es
muy detallista conmigo. Se fija en las cosas, me lo agradece todo. Pero no
sé, es como si fuera una persona que acabas de conocer y en la que
distingues la buena educación, y es cortés y te dice a todo que sí, que claro
que sí, y no hace una sola crítica, pero al mismo tiempo percibes que no es
más que amabilidad, que nunca te dirá lo que realmente piensa.
Uno de los cambios más notables que le he visto es con mis padres, lo
cual no deja de escamarme. Poco antes de empezar esta suerte de arresto
domiciliario me acompañó a su casa sin ninguna queja, sin el mínimo rictus
de desagrado. Decía que las sesiones con María le habían ayudado a
afrontarlo. Y allí estuvo particularmente locuaz, como nunca, mostrándose
seguro y confiado, como si esa vergüenza que me explicó en su día se
hubiese esfumado, o la hubiese superado por alguna extraña razón.
¡Qué dudas! No sé si voy yo también a acabar volviéndome loca por
estar permanentemente entre estas cuatro paredes. Menos mal que no dejan
de darme trabajo y ya no tengo energías para pensar más. Tengo que volver
a escuchar música. Necesito algo de relax y distracción. Hace tanto que no
oigo nada y ocupo la cabeza con mil cosas del trabajo que no soy capaz ya
de evocar a voluntad mi discoteca mental. Sé que no he olvidado las
melodías: en cuanto suena las reconozco, pero el control que tenía para
pincharme el disco en la cabeza cuando deseaba lo he perdido, al menos en
muchas obras. Tal vez sea el mismo paso del tiempo y la edad. Sé que no
tenga la capacidad de antaño.
Precisamente, con esto del paso del tiempo no somos previsores. Igual
que yo, que tenía ese caudal cerebral, esa capacidad para almacenar
cualquier sinfonía, concierto, romanza, aria, coro he despilfarrado por
dejadez sus virtudes, tampoco he hecho nada —bueno, hemos— para tener
asegurado un dinero con el que complementar nuestras pensiones, si es que
llegamos a cobrarlas algún día. Tampoco he tratado casi nunca esto con
Carlos: me parece que él es especialmente inconsciente en esta materia,
como la ha sido siempre. Ingenuamente, argüía, con algún buen negocio
que planease resolveríamos ese problema de golpe y porrazo. Pero la tonta
he sido yo, que me he dejado convencer, bueno, convencer no, sino que
simplemente no le he insistido y me ha resultado más cómodo seguir sin
confrontarlo. A saber qué dinero habrá hecho con sus negocios, no creo que
sea nada especial. ¿Por qué sigue trabajando, si no?
Está claro que estar aquí, sin salir, me hace pensar más y peor. Tengo que
organizarme de otra manera a partir de ahora. Seguiré esos consejos que
dan por ahí: tener horarios estrictos y cumplirlos a rajatabla, arreglarme
como si tuviera que salir, acostarse a las horas de siempre, hacer deporte,
programar actividades también como si las hiciese fuera, por ejemplo, te
figuras que vas al cine y te pones una película en casa; que asistes a la ópera
y abres a las ocho el palco digital del Teatro Real, eso, eso. Me comprometo
a empezar mañana mismo. ¡Ah! y voy a ser yo quien salga a la compra
algún día también, que falta me hace, no voy a cederle a él siempre ese
privilegio.
40

—Carlos, Carlos. Pero oye, escúchame que hace mucho que no canto y
estos días todo el mundo canta en las casas, así que yo también. ¿Qué te
parece esta? (Carraspea. Se pone a cantar):

La covid e un bicho mu malo, / no se mata con piedra ni palo / que juye


y se mete por tós los rincones y son mu malinas sus picazones. / ¡Ay mare!
no sé que tengo, que ayé pasé po la era
y ha prencipiaíto a entrame er mal de la temblaera. / ¿Será que a mí me
ha picao / el viriñus tan dañino, / y estoy toitica enfermáa por su sangre tan
endina?
¡Te coman los mengues, / mardito e covid / que tié en la barriga pintá
una guitarra! / Cantando se cura tan jondo doló...
Ay, / ¡Malhaya er bichico / que a mí me picó!

—Ja, ja. Está muy bien. Genial.


—Espera, espera, que no he ‘terminao’ (sigue cantando):

No le temo a los rayos ni balas, / ni le temo a otra cosa más mala. / Que
me hizo mi pare
más guapo que er Gallo, / pero a ese bichito lo parta un rayo.
¡Ay, mare! Yo estoy malita, me está entrando unos suores / que m'han
dejaito seca y comia de picores. ¿Será que a mí ma picao / el viriñus tan
dañino, / y por eso me he quedao más dergáa que una sardina?
¡Te coman los mengues, / mardito e covid / que tié en la barriga pintá
una guitarra! / Cantando se cura tan jondo doló...
Ay, / ¡Malhaya er bichico / que a mí me picóóóóóóóóóó!

—Sííííi. ¡Bravo! ¡Gitana! Ja, ja, ja. Y, además, mira, te lo voy a decir:
Esa es de La Tempranica, lo de la canción de la tarántula, pero adaptada a
estos tiempos, ja, ja. No puede estar más propia, con los cambios que le has
hecho.
—¡Vaya has acertado! ¡Qué novedad!
—Para que veas.
—Me estás animando, sí, me estás animando. Pues venga me arranco
con otra.
—Hoy tenemos recital, y sin encender la tele.
—Calla que voy (otra vez canta):

No corté más que una rosa / en el jardín del amor...


Con lo bonita que era, / ¡que pronto se deshojóóóó!

El que recoger soñaba / que desengaño sufrió.


Rosal que yo cuidaba / que pronto se marchitóóóóóó!

—¿¡Eh!? Solo te canto eso.


—Pues fíjate sí también la sé. Mira lo que te respondo (declama
enfáticamente):

El día que Dios te echó al mundo… ¡qué faena me hizo!

—¡Hala! ¡Qué bien! También lo sabías, te has acordado de lo que le dice


Joaquín a Ascensión.
—¡Por supuesto! Pero es que qué creías que después de darme tanto la
tabarra con estas romanzas no iba a acabar por aprendérmelas. Era de La
del manojo de rosas, y te digo hasta el compositor: Sorozábal.
—Me dejas atónita. Yo casi no me acuerdo ya de muchas de estas
romanzas y ahora eres tú el que se lo sabe todo.
—Ya ves, va a ser el coronavirus este, que a mí me está volviendo
inteligente.
—Pues a mí me está dejando medio lela, la verdad, como en la canción
de la tarántula.
—No exageres, no exageres. Y así te quiero ver, por fin, contenta,
animada. Ves, lo estás llevando fenomenal.
—Ojalá que sí, veremos. A ver si me mantengo como hoy.
—Te necesito lista y animada. Así que continúa de esta manera, por
favor.
41

Era extraño. Había vuelto de hacer la compra, tal y como quedé con él, y
no lo encontré en casa. Al momento adiviné la razón y lo dije en alto: "Si
no sale a la calle, aunque solo sean diez minutos, se muere. No lo puede
aguantar". Total, que si no sale se muere, pero si sale y coge el covid
también. ¡Vaya dilema! A saber con qué lata, qué jabón o qué bote de lejía,
que tenemos ya almacenada como para fregar un hospital, va a aparecer.
Siempre buscando una excusa. En fin. Después de pensar esto, dejé las
cosas que traía en la cocina y me puse a organizar la despensa y el mueble
bajo de productos de limpieza para hacer hueco por lo que él traería. Luego,
con mucha tranquilidad, me acomodé en el salón y encendí la tele.
Como siempre, las noticias del coronavirus copaban las cadenas y el
hombre con pelo ondulado, abundante y desordenado comentaba con su
característica voz rota las medidas que debíamos seguir manteniendo.
Aburrida de un asunto que no ofrecía cambios significativos, traté de
distraerme eligiendo un programa de música clásica. Eso era otra cosa:
ahora que para entretenimiento de la ciudadanía se podían ver gratis
distintos canales anteriormente de pago, me entretuve siguiendo una
representación del Cascanueces desde el Bolshói. La obra me distrajo un
buen rato, hasta que caí repentinamente en la cuenta de que Carlos se estaba
entreteniendo demasiado y me sobresalté. ¿Qué le pasaba? Cogí mi teléfono
y marqué su número. Comenzaron a sonar las característicos pitidos pero no
respondió. Saltó el contestador, pero no dije nada. Recurrí al WhatsApp.
Por lo visto, había estado en línea hacía treinta minutos. Le envié un
mensaje, pero no aparecía como recibido. En un segundo, resurgieron mis
antiguos temores. No, no. Me dije. Ya has caído en esto. No vuelvas a
suponer más de la cuenta. El móvil no tendrá batería o se lo habrá dejado
por ahí. Tranquila, estate tranquila. A ver, como mucho habrán pasado…
cuarenta y cinco minutos desde que ha salido. No habrá encontrado lo que
buscaba cerca o quizás ha tenido que recorrer varias farmacias por un
medicamento, quién sabe. Lo más seguro es que esté haciendo tiempo para
estirar más las piernas. Tranquila. Haz algo y espera un poco.
Pero ya no podía quitarme de la cabeza la preocupación. Noté que
respiraba algo más rápido de lo normal. No me podía sentar y andaba de un
lugar a otro de la casa, mirando permanentemente el reloj. Volví a intentar
llamar, nada. Más mensajes que no se recibían. ¿Pero qué le ocurría? Tras
otra hora más me puse en un estado de nervios realmente preocupante. A
cada momento, con el oído aguzado, creía percibir un sonido en la escalera,
en el ascensor, en la misma puerta, pero no eran nada. A ver… ¿qué hacer?
No puedo ponerme a llamar a la policía. Justamente, si descubren que está
paseando por allí lo sancionarán, lo arrestarán. ¿Comunicarme con sus
padres, con sus hermanos? Les voy a alarmar sin necesidad, y sin que
puedan hacer nada. Si le llaman les sucederá lo mismo que a mí. ¿Dónde se
puede haber metido? ¿Cómo puede estar alguien varias horas por la calle
cuando estamos en estado de alarma?
Tras esa fase de intensa angustia, el agotamiento fue mitigando mi
excitación. No había más remedio que resignarse. Lo que tuviera que ser,
que fuese. Ya estaba bien. Si no le había sucedido nada malo, un accidente o
algo grave, o si lo había retenido la policía ya me daría explicaciones
cuando regresase. Lo que me llenaba entonces era el enfado y la rabia.
Ojalá que tuviera una buena razón. Me tendría que dar buena cuenta porque
el mal rato que estaba pasando no era de recibo.
Intenté cenar algo, pero me resultó casi imposible tomar bocado. Empecé
a prepararme para acostarme. Y deseché de entrada la lectura que me
acompañaba todas las noches, pues tenía la certeza de que me resultaría
imposible entender una sola línea. Solo cabía tumbarme en la cama y
esperar, quién sabe cuánto o qué.

Puede que durmiese brevemente algunos minutos. Pero creo que mi


estado sobresaltado y mi sueño ligero propiciaron que, en cuanto metió la
llave en el cerrojo, salté como un resorte de la cama. Encendí la luz. Y oí
sus pasos lentos por el pasillo hasta la habitación.
—¡Carlos!, ¿Carlos? ¿Eres tú, verdad?
—Sí, sí. Soy yo —exclamó antes de abrir la puerta. Ya dentro, se acercó
a mí y se sentó a mi lado en la cama—. Tranquila, tranquila. Ya sé, ya sé.
Esto no se hace. Perdona. Estoy bien. No me ha sucedido nada. No te
preocupes. No sabía que me llevaría este tiempo. Ha sido… ha sido mucho
más complicado de lo que pensé. Pero, de verdad, no es nada… malo. Se
me acabó la batería del móvil. Si no, te hubiese puesto un mensaje hace
varias horas. Discúlpame, tenía que haber sido más previsor, pero es que
para nada pensé que me llevaría tantísimo tiempo.
En ese momento, la tensión contenida se soltó, le abracé y empecé a
llorar sin poder parar.
—Qué mal, qué mal lo he pasado. De verdad. Estaba muy preocupada.
Muy preocupada por ti.
—Sí, sí. Gracias, cariño. Lo siento. Tranquila. Vamos a tranquilizarnos.
Tengo cosas que contarte.
42

Pero las explicaciones no llegaron esa misma noche. No eran breves,


requerían tiempo y sosiego. Por eso Carlos me rogó que las aplazásemos
hasta el día siguiente. Al cabo, en realidad, se sucedieron durante varios
días, pues terminaron por resultar bastante más prolijas de lo que nunca me
hubiera figurado. Cuando él llegó esa noche de mi angustiosa espera, tras
tranquilizarme y garantizarme que el siguiente día quedarían respondidas
todas mis dudas y que nos convenía descansar, se escudó en las
circunstancias de confinamiento para hacerme esperar: al fin no podríamos
salir y, añadió, yo no me voy a arriesgar más y… no creo que haga ya falta.
Un rato después se quedó dormido con una profundidad y tranquilidad que
me anonadaron.
Al día siguiente, Carlos parecía de excelente humor. Estaba desayunando
con calma y me sonrió cuando yo, medio atontada por la pésima noche que
había pasado y por un horrible dolor de cabeza, me acerqué a tomar algo
que pudiera tolerar mi maltrecho estómago, torturado por unos nervios que
habían durado tantas horas. Por un momento, pensé que yo misma debía
haberme infectado por el Covid-19, pero luego entendí que los sinsabores
de todo lo vivido justificaban más que de sobra mi lamentable estado. Al
hacerme cargo de que no tenía sentido apresurarse ya en pos de las
respuestas y que me convenía afrontar todo con más reservas, terminamos
de desayunar y con comprensión tácita nos dirigimos después al salón.
—Lo de ayer… se me complicó. Por eso tardé tanto. Pero para que sepas
dónde estuve y lo puedas entender, tengo que hacerte el cuento algo largo,
discúlpame. Creo que lo primero que he de explicarte es qué pasó con el
dinero que obtuve con el negocio de las drogas por las aplicaciones para
gays. Cuando te conté todo en la consulta de María, te preocupó lo que
había hecho con ese dinero. Me preguntaste que dónde había ido a parar y
por qué no habías visto tú nunca nada. Te expliqué, y es la verdad, que no lo
movía físicamente, pues pedía a la mayoría de mis clientes no me pagaran
en dinero contante, sino por bitcoins, que almacenaba en un monedero de la
Deep Web.
—Sí, pero yo no sabía lo que era eso, ni lo sé ahora.
—Soy consciente, soy consciente. Entonces no me pareció el momento
para detenerme mucho en todo eso: bastante tenías con lo que estabas
oyendo; había demasiados asuntos feos para digerir.
—Sí, ya lo creo. No procesaba bien entonces, ni creo que lo vaya a poder
hacer ahora, pero necesito que me lo expliques.
—Lo haré, lo estoy haciendo. Pero entiende que por eso pasé por alto los
detalles entonces. Tampoco estaba yo nada bien, lo sabes. Cuando te lo
conté pensaba que me dejarías. No tenía cuerpo para nada. No me
importaba ese dinero cuando me jugaba la relación contigo. Pero has
seguido aquí, hemos hecho la terapia, han pasado los días. Siempre quise
decírtelo, pero era consciente de que aún no había llegado el momento; en
cambio, ahora sí.
—Menos mal. Ojalá sea verdad. Confío en que no me tengas que hacer
lo de anoche para que seas sincero de una vez por todas.
—No, claro que no. No pasará más. En realidad, lo que te voy a contar
es para que tú me ayudes, porque te necesito.
—Pues empieza a explicarte.
—Mira, los bitcoins son una criptomoneda y a mí eso me permitía no
andar con billetes. Con los bitcoins cobraba y también pagaba yo a mis
proveedores, de forma que el dinero cambiaba de manos sin dejar rastro, así
me aseguraba que no tendría problemas con Hacienda o la policía.
—Pero de eso bitcoins ¿cuántos reuniste?
—Pues… unos cuarenta y dos.
—¡Ah, vaya! Cuarenta y dos, en fin… no es gran cosa.
—Bueno, es normal que te parezcan pocos, sí. Pero no sabes lo que
valen.
—Es verdad. Yo he oído hablar de ellos, como supongo que todo el
mundo, pero no tengo ni idea de cuánto cuestan. Pues venga, ¿a qué
equivalen?
—Cuando empezaron a usarse como moneda alternativa casi no tenían
valor. Eran una apuesta, un experimento. En el 2011, para que te hagas una
idea, un bitcoin era más o menos lo mismo que un euro. Como ves, ahí sí
que con cuarenta y dos no hubiese hecho mucho negocio, claro. Ojalá
hubiese invertido entonces, pero yo me metí en este mercado mucho más
tarde. Cuando empecé a manejarlos estaban por unos cuatrocientos euros y
eso a algunos inversores ya les parecía una locura. Era a mediados de 2016.
—Vale, pero sigue, de eso hace cuatro años.
—Ya, ya. Lo que pasó después fue increíble. En el 2018 llegaron a
cotizarse a diecinueve mil euros, hazte una idea.
—No puede ser. Estas exagerando Carlos, por favor, ¿de un euro a
diecinueve mil?
—Puedes comprobarlo en internet cuando quieras.
—Bueno, sigue. Espera, espera. ¿Cuántos bitcoins tenías tú entonces?
¿Cuarenta y cuántos has dicho?
—Entonces tenía cuarenta y dos
—Un momento, un momento. ¿Cuarenta y dos? ¿Tú sabes el dinero que
me estás diciendo?
—Pues coge la calculadora, lo vemos rápido. Cuarenta y dos serían…
setecientos noventa y ocho mil euros.
—¿¡Qué!? Es imposible. ¿Has ganado eso?
—No, no. Qué más hubiese querido. Ese fue un pico de la moneda, algo
excepcional. Si lo hubiese sabido claro que habría vendido entonces. Fue
más tarde.
—¿Lo perdiste? Lo sabía. Era un bluf, ¿verdad? Te engañaron, claro,
como te pasa siempre.
—Bueno, no tanto. El bitcoin fluctuaba muchísimo, pero yo ya había
aprendido a no dejarme arrastrar por eso. Decidí no arriesgar más después
de la bajada espectacular que poco antes se dio y los vendí cuando estaban
subiendo de nuevo, a unos diez mil euros, era el límite que me había puesto.
Y eso fue hace un año, más o menos.
—A ver... Diez mil por cuarenta y dos… ¿cuatrocientos veinte mil
euros?
—En realidad, había conseguido algunos más por el negocio en que
seguía. Esto sí te lo puedo decir, lo recuerdo. Cuando los vendí saqué
cuatrocientos cincuenta mil euros, redondeando.
—¿De verdad? Me parece inconcebible, así en unos años… Uhm, claro.
En la consulta de la psicóloga dijiste que ibas a dejarlo y hacer un
negocio… Pero eso ha sido hace menos tiempo.
—Es que cuando dejé los bitcoins cambié la inversión.
—¿Más embrollos aún? ¿Pues qué hiciste?
—Lo invertí en oro.
—¿En oro?
—Sí, en lingotes de oro. Ya sabes, el valor refugio.
—¿Y cómo se te ocurrió eso?
—Mira, mira la mesa.
—¿Por qué?
—Tú mírala. ¿Qué ves?
—Pues, lo que hay encima, el cenicero, el mantelito, la figurita que
arreglaste.
—Eso es, el ídolo de México. El ídolo que arreglé con oro. Te gustó,
¿recuerdas?
—Sí, ya lo creo, así es como se quedó realmente bien. Ya sabes cómo me
sorprendió.
—He sacado ideas sobre lo que puede arreglar el oro, ves. Igual que me
dio la intuición para esto, la tuve para pensar que esa sería una manera de
solucionar las cosas más en general y pasar a un medio legal, a un medio
más seguro para conseguir la estabilidad económica.
—De verdad que no gano para sobresaltos. ¿Pero cómo podías mover la
moneda dichosa, los bitcoins, y vender y comprar oro desde la Deep Web
esa?
—No es nada raro, Aurora. Con los bitcoins se podía, y se puede ahora,
comprar de todo, hasta viviendas en algunos casos. El proceso de comprar
oro desde bitcoins era frecuente. Y no pienses que era nada ilegal. Bueno,
realmente podría considerarse alegal, según cómo se hiciese la venta. A
veces el dinero desde el monedero de la web iba a Lituana o a Estonia o
otros países de fuera de la Unión Europea y con poco control, de forma que
no había una trazabilidad fácil para el dinero, y desde esa cuenta en el
extranjero podía operar o luego, a veces en pequeñas cantidades, transferir
el dinero a cuentas españolas. Pero aquí en España el oro se cambiaba
fácilmente, también con bitcoins. Continuamente se está fundiendo oro y
produciendo lingotes. Hay muchos pequeños talleres que lo hacen. Algunos
son serios y te dan facturas, pero muchos otros no. Por esta razón tengo los
lingotes en una caja de seguridad de un banco y hasta tengo algunos aquí
mismo en casa.
—¿Lingotes? Mejor será que me enseñes uno para que me lo crea.
—Por supuesto, espera un momento.
Carlos se marchó hacia el dormitorio y pocos minutos después apareció
con algo como una tableta de chocolate metida en una caja de plástico semi-
trasparente. El bulto era más fino que un móvil y bastante más pequeño. Lo
sacó de la caja y resplandeció una hermosa lámina amarilla con
inscripciones: FineGold 999,9, 1000 gr., además de otras numeraciones.
—Ahora lo entiendo. Pesa, pero no es como un ladrillo. Creía que
cuando decías lingotes hablabas de eso.
—Aurora, eso es lo que se ve en las películas. Nadie compra lingotes así,
de tantísimo peso. De hecho, este de un kilo es muy grande y su precio
puede estar hoy a unos cincuenta mil euros.
—¿En serio? Esto tan pequeño. Comprendo lo fácil que es tener mucho
dinero perfectamente escondido.
—Ya lo ves.
—¿Tienes mucho aquí en casa?
—No, no. Claro que no. Solo tres. El resto está en un banco, como te
dije. Algunos son de platino y otros de rodio, para que hubiese algo más de
variedad y no apostar solo a un metal. De hecho, los de rodio se han
disparado de valor
—Pero… ¿cómo te ha ido con esto del oro? ¿Has ganado más que con
los bitcoins?
—Espero que en el futuro digas cómo nos ha ido, no solo cómo me ha
ido a mí.
—Bueno, ya veremos. No sé qué decirte al respecto. Tendré que hacerme
a la idea de a quién pertenece todo esto. Y me tendré que aclarar sobre su
legitimidad. Pero respóndeme. ¿Cuánto suma ahora?
—Desde que vendí los bitcoins para comprar el oro y los otros metales,
en junio de 2019, el precio del oro ha subido mucho. Un kilo, como el de
este lingote, estaba a unos cuarenta mil euros en el mercado.
—¿Quieres decir que en estos meses has sacado como diez mil euros
más por cada pieza de estas?
—Sí, aproximadamente, pero, a ver, es que se pierde también con la
compra-venta, no es todo beneficio. Ya te digo que los de rodio han ido
mucho mejor.
—Bueno, acaba. Dime lo que calculas que tienes ahora en esto de los
metales.
—Tirando por lo bajo, y por los precios de mercado, unos setecientos
veinte, setecientos veinticinco mil euros… el oro también fluctúa mucho en
estos momentos.
—¡Increíble! ¡Me resulta inconcebible! Has sacado un dineral. Yo
tendría que estar media vida trabajando para reunir ese dinero.
—Bastante hemos sufrido en esta casa para no merecérnoslo, ¿no? Yo
me he jugado el tipo y la dignidad. Pero, sobre todo, he estado a punto de
perderte o, quizás, te haya perdido, aunque aún confío en que no. Quiero
que lo entiendas por favor, escucha, míralo como yo. Es verdad que el
inicio de ese dinero ha venido de distribuir drogas como mefedrona o
cocaína, tampoco otras cosas como heroína o crack; y si he conseguido ese
capital no es por lo que valían esas mierdas, sino por cómo lo he invertido.
Ahí ha estado la clave.
—No sé qué pensar de este dinero, Carlos. Veo este lingote y tiene una
apariencia de lo más inocente y es bonito, sin embargo… Se dice que detrás
de cada gran fortuna hay un crimen. Y puede que aquí sea verdad.
—Aquí no hay una fortuna, precisamente. Hay un dinero. Y si acaso,
detrás, pero muy detrás, hay una ilegalidad. Pero te insisto, solo la
centésima parte de esto se ha debido al tráfico, lo que he logrado ha sido
por tener estrella a la hora de invertir y por asumir riesgos al hacerlo.
—De verdad. No, no puedo pensar bien en esto. No soy capaz de verlo
como algo de los dos.
—Por eso quería hablarte de esto. Te lo he dicho al comenzar hoy:
necesito tu ayuda.
—¿Mi ayuda? ¿Para qué?
—Pues porque tienes que orientarme para a mover esto, para convertirlo
en inversiones que nos aseguren un futuro tranquilo.
—No sé cómo podría ayudarte. Lo cierto es que para invertir ya te las
has ingeniado tú muy bien. Yo no tengo ni idea de las cosas que tú has
hecho, esas finanzas que tú pareces conocer tan bien, en las que te has
desenvuelto como pez en el agua, por lo que veo. ¿Cómo voy a poder yo
entonces aconsejarte?
—Claro que sí. Lo que yo he hecho es temerario, y me ha salido bien
hasta ahora porque la suerte ha estado de mi lado. Pero si no lo movemos de
alguna otra manera se esfumará. Lo del oro ha ido muy bien, pero no creo
que funcione igual en la nueva crisis económica que se nos viene encima: la
vez anterior hubo un bum porque la gente en apuros se desprendió del oro
que tenían, pero las familias no han tenido ocasión para reponerlo. Además,
tú eres abogada y pretendo que, a partir de ahora, aunque se realice poco a
poco, todo el beneficio sea cien por cien legal; quiero que tú te sientas
tranquila y a gusto con el dinero. Necesito que esto se convierta en el
proyecto de los dos.
—¿Por qué me suenan esas palabras?
—Son las que te dije en la última sesión en la consulta de la psicóloga.
—Es verdad. Entonces… ¿te referías a eso?
—Sí, bueno, pensé en esto, entre otras cosas.
—¡Acabáramos! Carlos, me parece que no me he enterado de nada.
Estoy como despertándome de un sueño. ¿Pero hemos vivido nosotros en
algún momento con intimidad, con confianza mutua?
—Reconozco que me he guardado muchas cosas; pero, ya ves, ahora me
he propuesto que todo eso cambie. Cueste lo que cueste. Ya te he dicho que
buscaba la ocasión para decírtelo desde hace meses, pero estábamos
abrumados por nuestra situación.
—Llevamos una hora hablando y… no es fácil de asimilar todo esto de
golpe. Además, aún no logro entender qué tiene que ver con lo de tu
escapada de ayer durante horas y horas.
—Ahora te lo explico. Pero para que comprendas lo que hice, tenías
primero que saber cómo conseguí el dinero. Lo de ayer me supuso poner en
práctica un plan. Uno que me costó veinticinco mil euros, en concreto. La
mayor parte la he pagado con un lingote de oro, ahora ya sabes de dónde
salió. En el plan ha estado implicado alguien que… bueno, me facilitó una
cosa. Y el dinero lo necesitaba para pagarle.
—No sé si podré hoy entender más cosas, pero explícamelo.
—Sí. Ahora. Pero si lo que te he contado hasta aquí te ha sorprendido, lo
que viene te resultará aún más extraño y… después comprobarás que
realmente ahora sí he puesto todas las cartas sobre la mesa. Me la he jugado
al cien por cien contigo y con el mundo. Toma aire porque es otro capítulo.
43

Carlos se levantó del sofá. Caminó un momento por el salón. Su rostro


se crispó y se puso rígido como el de una máscara. Di un hondo suspiro y se
volvió a sentar. Pasaron unos segundos. Luego levantó la vista despacio y
empezó:
—Cariño, es… bastante grave lo que te voy a contar. Hace un rato, a
cuenta del dinero, mencionaste lo del crimen. Bueno, pues ahora lo hay.
—¿¡Eh!?
—Te sorprendes, sí. Lo entiendo. Pero voy a rogarte que no me
interrumpas, que no hables. No sé si voy a poder llegar al final si lo haces.
Tengo que soltártelo todo de corrido.
Aurora asintió con lentitud. Se sentía tan cansada que no pudo evitar
adoptar una actitud dócil.
—Empiezo. Esta es la historia. Yo... sé muchas cosas de ti y de él. Más
cosas de las que crees.
En ese momento ella levantó la mirada y puso un gesto de interrogación,
pero no habló.
—Me refiero a G. He vivido una auténtica tortura pensando en lo que
habéis tenido. Tú lo sabes, y sé que tú también has sufrido tu propio
infierno. No digo que no, pero para poder librarme del mío, para poder
volver a respirar… porque si no esto hubiese acabado conmigo… tomé una
decisión. Ahora la sabrás. Conozco cosas de él y de ti porque os he espiado,
aun después de que todo aquello finalizara. Porque sé que terminó. Me lo
dijiste y lo he comprobado. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.
Carlos hizo una pausa.
—Tú siempre confiaste en mí para que te solucionara problemas del
móvil y del ordenador. Recuerda que lo comentaste en las sesiones con
María. Y te lo arreglaba. Pero eso me dio el acceso a toda la información de
tu terminal, aunque hubieras borrado mensajes, correos, localizaciones,
fotos, notas. No es nada complicado, si te sabes unas cuantas claves y
descargas un par de programas de internet. Seguramente pensaste que,
eliminando todo aquel contenido, desaparecería por completo, pero no es
así: los móviles ejecutan periódicamente copias de seguridad y a todas ellas
se puede acceder si realmente te lo propones. En suma, tenía hackeado tu
móvil. De esa manera también llegué de forma sencilla a su número. Para
conocer lo que él tenía guardado no me hizo falta cambiárselo ni
manipularlo en persona, me las arreglé para instalarle, a través de un correo
de Gmail nada sospechoso, un programa de espionaje. Como la mayoría de
las personas, G. no tiene ningún sistema de vigilancia o control instalado en
el móvil. Todo resultó tan sumamente sencillo que te pasmaría. Ahora ya
sabes por qué me has visto tanto tiempo con el ordenador y el teléfono. He
andado muy entretenido con los bitcoins y la cotización del oro, desde
luego, pero también con esta información.
Aurora seguía la explicación sin moverse, sin hablar. Su ceño fruncido
revelaba buenas dosis de indignación.
—Es censurable lo que he hecho, sí. Es un acto inmundo, de acuerdo. Es
la mayor falta de confianza hacia tu pareja que se pueda llevar a cabo,
también lo sé. Pero… a mí me ha ayudado. Gracias por permanecer en
silencio. Cuando acabe puedes preguntarme lo que desees, puedes
indignarte conmigo y… hacer lo que quieras: vas a tener aún más razones
cuando te lo diga todo. Y encima sé que te he dicho hace semanas que no te
espiaba, que lo que contaba era lo que se vivía junto a uno. Soy incoherente,
¿verdad? No hace falta que me lo digas. Sigo. Al principio esta información
me sirvió para descubrir que G. era un mezquino y un crápula. ¿Crees que
solo estaba contigo? Si has supuesto eso eres de lo más cándido. Y no solo
después, cuando dejasteis de veros y quedar. En las ausencias de su mujer y,
aun cuando ella estaba en Madrid, en las horas muertas, mantuvo relaciones
con otras chicas del mismo departamento y de más sitios. Ya ves la calaña
de tu amante. Lo raro es que no te haya contagiado nada, después de todas
con las que ha estado. Al cabo de un tiempo controlándole, dejé de seguirlo,
ya nada de interés encontraba en ver cómo continuaba con su particular
estilo de vida.
Carlos giró el cuerpo hacia ella. La miraba con atención.
—Estarás impaciente, y con razón, por saber qué relación tiene todo eso
con lo de ayer. Voy a explicártelo todo, ten paciencia, quiero contártelo sin
dejarme nada. Había conseguido una suerte de tranquilidad al
despreocuparme por su vida. Hasta… un día. Ya no miraba si sus manejos,
como te digo, se repetían, con otras mujeres. Pero el programa que le había
instalado en el móvil contenía una alarma que me avisaría si este sujeto
pretendía volver a llamarte o mandarte un WhatsApp. Y el aviso saltó.
Debió de creer que, tras esperar unos meses, tendría de nuevo posibilidades
contigo, a pesar de que tú no habías hecho nada por contactarle. En
realidad, no sé por qué volvió a llamarte. Quizás te vio un día en el trabajo
y, por la razón que sea, creyó que de nuevo estarías a tiro. Tal vez tú sepas
algo, pero tranquila, ahora me da igual y sé que nunca le contestaste. Esa
reacción de tu parte fue una panacea para mí. Había pasado las horas
siguientes en una tensión horrible suponiendo que quizás no podrías
evitarlo y le responderías. Pero le bloqueaste. En mi fuero interno me
reconcilié contigo por completo. Y… a él se la juré. G. ya debía haber
supuesto el daño que te había hecho y no obstante pretendía volver a
seducirte, pretendía volver a destruir todo nuestro esfuerzo de
reconciliación.
El rostro de Aurora estaba arrugado, la mandíbula, apretada, se notaba
debajo de las mejillas. Pero consiguió seguir en silencio.
—Pasé varias semanas cavilando qué haría y ahí lo decidí. No obstante,
poco después, se inició este confinamiento por el virus. Interrumpimos las
sesiones y yo empecé, seguramente por este encierro, a darle vueltas
obsesivamente al mal que nos había hecho esta persona. En las noches
siguientes, cuando dormíamos en habitaciones separadas, pasé horas y
horas insomne. La hiel que generaba me quemaba las entrañas y me
envenenaba el cerebro. Debía hacer algo. Entonces urdí mi plan.
Ahora Aurora casi temblaba. A duras penas se contenía. Seguía
apretando fuerte los dientes para no interrumpir.
—Ya sabes que tenía su teléfono hackeado, por eso pude contemplar
cómodamente desde nuestra propia casa sus ahora limitados movimientos
por Madrid. Es verdad que casi no salía, tan solo iba a un supermercado, al
estanco o a alguna farmacia, alargando innecesariamente las salidas, como
tantos otros estos días. Por el ordenador, podía rastrear sus pasos, pero no
ver lo que hacía en cada lugar, por eso me di cuenta de que tenía que
seguirlo en persona. Como bien sabes, no vive lejos de aquí, se puede llegar
en media hora y más en estos momentos. Así que, aprovechando los días
que necesitábamos algo, me dirigí a su barrio a las horas que, por mi
espionaje, sabía que bajaría a la tienda. Como no me conoce, pude
observarlo sin prevenciones. Yo también podía ser un vecino de esas
mismas calles. Compraba en un supermercado bastante grande y moderno,
adonde iba la mayor parte de la gente de ese barrio. Anoté las cosas que
adquiría con frecuencia. A partir de ahí empezó la preparación más difícil.
Carlos volvió a respirar hondo. Tras una breve pausa continuó.
—Ya sabía cómo iba a atacarle, pero necesitaba varios objetos y alguna
ayuda. Durante varios días mi mente estaba febril y me parecía vivir en una
especie de pesadilla. Supongo que eso es lo que le sucede al criminal
inexperto desde que determina su acción hasta que la ejecuta. Así estaba yo.
No recuerdo haber experimentado nunca tanta intensidad en mi día a día.
Fue aterrador y fascinante; y, aunque jamás voy a repetirlo, ahora sé que no
cambiaría es experiencia por nada.
Mientras Carlos decía eso, Aurora había escondido la cara entre las
manos y no se atrevía casi a seguir escuchando.
—Te asustas. Sí, es lógico. Pero ya falta poco. Un hombre que conocí
por mis compras de oro, digamos, menos reglamentarias, me puso en
contacto con un enfermero que trabajaba en un gran hospital de Madrid.
Este enfermero a veces le había pasado ciertos medicamentos, drogas y
otros productos sanitarios que difícilmente se pueden adquirir en otro lugar.
Era sobornable y el dinero que le ofrecí con el lingote le convenció para
darme lo que quería. Mi petición le sorprendió, pero aceptó. No obstante, el
producto era delicado y la operación tendría que hacerse en un tiempo
récord. El siguiente paso fue acercarme al mismo supermercado que G. y
comprar varias de las cosas que le había visto adquirir los días anteriores.
Por cierto, no sé por qué, quizás por la influencia de tantas películas, en ese
momento tenía ya un nombre en clave para mi plan, lo llamé el CCG,
aunque solo yo lo conocía, hasta hoy.
Él se volvió a levantar del sofá. Ya no aguantaba más sentado y quieto,
empezó a moverse deprisa, cambiando de rumbo, mientras hablaba cada
vez más rápido.
—Pasaron tres días, todo estaba preparado para pulsar el botón de inicio
y yo mantenía una tensión casi insoportable, pero con la determinación de
acabar el trabajo de una vez. Entonces llegó el momento. Supe que G. iba a
salir a comprar en breve, quizás en una hora, según su patrón y la actividad
del teléfono. Al instante llamé al enfermero. Había planificado bien su
trabajo, en media hora tendría el producto y, me explicó, me lo daría en un
recipiente estéril y hermético, capaz de conservarlo lo mejor posible, pero
era volátil y no podía garantizarme si duraría el tiempo que necesitaba.
Todo funcionó como un reloj. En menos de treinta minutos lo recogí y
regresé a la zona donde vivía G.; solo tenía otra media hora para prepararlo
todo. Con un pequeño pago extra, había conseguido que me abriesen un
pequeño garaje semiabandonado cerca del supermercado. Allí llevé el
producto del hospital y las compras que tenía que preparar. Todo fue bien.
Pude mantener la frialdad mejor de lo que me había supuesto. El material,
mi seguridad, la preparación funcionó. Ya había ensayado esos pasos varias
veces, en la medida de mis posibilidades.
Aurora no se movía, casi no se oía su respiración.
—Mi móvil me indicó que G. iba a entrar inmediatamente en el
supermercado. No tenía más tiempo, había acabado justo en el instante que
lo necesitaba. Salí disparado, pero en la calle adopté una actitud de aparente
calma. Con mi mascarilla, mis guantes y los productos en un carro con
doble fondo entré en el supermercado. Allí estaba mi víctima. Iba paseando
con un cesto, tranquilo, demorándose, totalmente ajeno a su suerte, pensé,
desconociendo quién le acechaba. Efectivamente, repitió las compras que
esperaba: algo de fruta, unas verduras, unas bolsas de snacks y… lo que
más esperaba, un recambio de tres maquinillas de afeitar. Ese sería mi
objetivo. Disimuladamente, saqué del carro mi propio recambio que había
impregnado por completo con lo que me había facilitado el enfermero. El
paquete estaba recompuesto y era completamente indistinguible del que G.
portaba en su cesto. Pero ahora venía lo más difícil. Observé bien dónde
estaban las cosas de su cesta y por qué lineal se dirigiría hacia la caja.
Entonces rápidamente me situé por el lugar donde tenía que cruzar y me
orienté hacia los productos simulando que me interesaba en alguno. Ya casi
estaba. Venía andando, lo vi de reojo. Contaba los segundos. No podía
fallar. El corazón me latía con fuerza. Era entonces o nunca. Cuatro, tres,
dos, justo en ese instante. Ya. Me giré de golpe en el mismo momento que
cruzaba y chocamos; varias de las compras saltaron del cesto. Me miró con
enfado. Mis disculpas amables hacían imposible de su parte más que una
sorda queja y algún mohín molesto. Metió de nuevo las cosas en el cesto y
ahí quedó también mi regalo. Yo me llevé su recambio. Había consumado el
plan. Solo cabía esperar.
Carlos se detuvo en seco. Estaba sudando. Dio un largo suspiro. Contarlo
parecía haber sido tan intenso como llevarlo a cabo. Ahora respiraba. Se
quedó un momento más de pie y luego se derrumbó en el sofá. Con voz
mucho menos tensa, casi apagada, habló:
—Ahora puedes preguntarme lo que quieras.
Aurora había seguido el final del relato mirándolo en sus paseos por la
habitación. Notó entonces que tenía la boca absolutamente seca y que
prácticamente no podía emitir una palabra sin mucho esfuerzo. Al final
consiguió decir algo:
—… Solo… por el momento solo una pregunta. ¿CCG?
—¡Ah! Sí, claro —dijo con una suerte de sonrisa melancólica—,
perdona: Carlos Coronavirus G.
44

Se sucedieron varias horas. Durante ese tiempo habían permanecido en


silencio. Él mostraba un agotamiento propio de los esfuerzos superiores a
las capacidades físicas. Aurora trataba de sosegarse y ordenar todo en su
mente. Llegó la hora de cenar, no habían comido aún nada desde el
desayuno. Con una mirada comprensiva, empezaron a preparar la mesa
todavía callados. Cenaron despacio. Solo se oía el ruido de los cubiertos
contra los platos. Intercambiaron algunas miradas furtivas.
Al final, fue él quien rompió el silencio:
—Vamos. Tendrás muchas dudas. ¿Quiere empezar su interrogatorio,
señora abogada? ¿O quizás sus reproches?
—Bien, empiezo, sí. Aunque todo me parece tan descabellado que me
resulta imposible de concebir. Para empezar, ¿cómo consiguió ese
enfermero el virus?, ¿es que tenía acceso al laboratorio? Eso no puede ser
tan fácil como entrar y llevarse una probeta.
—Fue mucho más sencillo. En realidad, le pagué muy por encima de lo
que suponía su labor. Pero así tendrá buenos motivos para callarse. En esos
momentos él estaba trabajando con los enfermos del coronavirus, en
primera línea. Comprobó los que estaban en el peor momento, con mayor
carga vírica. En esos contagiados, ya lo sabes, la saliva, el sudor y sus
secreciones están enormemente contaminadas. Se encargó de recogerlas
justo cuando echaban sus toses, en el momento peor. Y me dio esos paños
en el cajón que te dije.
—¡Qué asco de hombre! Esos sanitarios, sus compañeros, los médicos
jugándose el pellejo por atender a los enfermos y ese pensando solo en su
provecho.
—Yo me abstengo de juzgarlo, después de lo mío. Acuérdate también
cómo fueron mis negocios antes de todo esto.
—No los olvido, no. Y me pregunto hasta qué punto te han pervertido el
alma. Si tuviera un retrato de ti sería ahora como el de Dorian Gray al final
del libro.
—Seguramente tienes razón.
—¿Y cómo sabes que eso va a funcionar? Todo ese esfuerzo, toda esa
maquinación, quizás para nada, probablemente para nada. ¿Por qué va a
usar esas maquinillas de afeitar ahora?
—Porque las compra cada pocos días. Le gusta renovarlas con
frecuencia, ya lo he observado. En su casa solo puede afeitarse él. Tú lo
sabes.
Aurora se calló un momento. Luego, le miró con dureza y siguió:
—El virus puede estar más que muerto cuando las use.
—Si no la emplea ese día, será el siguiente. Durante semanas, ya te lo he
dicho, vi la periodicidad de sus compras. E igualmente valoré, a partir de
ellas, cuál sería la mejor superficie para impregnarla del virus. Descarté los
alimentos frescos y que lavaría u otras cosas porque podría compartirlo con
su mujer y no me siento tan canalla para hacerle eso a ella, que bastante
debe tener. Tampoco servían los envasados para mucho tiempo. No se
conoce aún del todo la supervivencia del Covid-19, pero leí varios análisis
de coronavirus con su misma estructura, y justamente el metal, el cristal y el
plástico son las superficies más propicias para que se mantenga vivo y
efectivo, en ellas puede aguantar hasta ocho o nueve días. Fíjate, plástico y
metal: es justo lo que tienen las maquinillas y sus cuchillas, y se las pasará
por toda la cara, cerca de la nariz, rozando los labios. Cogerá el mango y
con la misma mano se tocará el rostro. Y más aún, cuando te afeitas con
cuchillas lo más normal es que te hagas microcortes en la piel, es casi
inevitable si apuras; eso será para el virus una puerta franca de acceso a su
cuerpo. No, Aurora, no puedo estar seguro de nada. Quizás no se contagie.
Pero tengo confianza en el plan. Va a afeitarse todas las mañanas y no tiene
ni idea del grado de impregnación de las hojas y las maquinillas.
—De acuerdo, pongamos que se contagia, pero ¿cómo sabes hasta qué
grado le va a afectar? Muchas personas solo sufren síntomas leves, pero a
otras los puede matar. ¿Vas a tener eso sobre tu conciencia?
—Tienes razón, hay una mínima posibilidad. Fuma bastante, tiene
mucho estrés y una edad con mayor riesgo. Por el hackeo que le hice sé que
ha pasado etapas delicadas de salud, incluso dos neumonías en los últimos
años, y ni por ellas dejó los cigarrillos. Yo no le deseo ahora la muerte, pero
sí quiero que se asuste de verdad, que le vea las orejas al lobo y me parece
que se las va a ver. Quiero que pase miedo y si llega al hospital, ya lo creo
que lo va a tener. Con todo, he sido generoso: esto es bastante menos de lo
que él nos ha hecho.
—He dejado para el final mi pregunta más importante: ¿y tú? ¿Cómo no
has pensado que lo más probable es que tú estés ya contagiado después de
toda esa manipulación del virus? Y por tu idiota venganza también me
hayas ya contagiado a mí.
—Era un riesgo. No lo niego. Espero haberlo evitado al preparar el
material con tanta protección. Antes de confinarnos ya me hice con los
guantes adecuados y las mascarillas de FPP3. En el coche tenía listo un
equipo más completo. Con casco con visera, gafas y un mandil, además de
un mono con capucha. No debe de ser el más perfecto, pero es lo que pude
conseguir. Lo empleé mientras contaminaba las maquinillas porque era
donde más arriesgaba. Al salir hacia el supermercado antes de que él llegara
me cambié los guantes. Y en el mismo supermercado también. Y otra vez
después de darle el cambiazo.
—¿Y por qué tardaste tanto tiempo en volver? Tu encontronazo con G.
debió darse lo más tardar hacia las nueve o diez de la noche. Luego cierra el
supermercado.
—Sí. Efectivamente fue hacia las nueve. A continuación, tuve que
desprenderme de todo el material. Acuérdate que había tenido que salir
corriendo hacia el supermercado nada más preparar varias cosas, incluidas
las maquinillas de afeitar con el virus. Así que regresé al coche. Saqué otro
traje completo que tenía en una caja. Volví al garaje y me lo puse
inmediatamente, recogí así todo el material anterior sin jugármela. Lo puse
dentro de otro contenedor que tenía allí listo. Arriesgándome mucho, volví
al coche y conduje hacia las afueras de Madrid. No quiero que nadie más se
contamine, así que, en un descampado, en unos bidones con disolvente que
ya había dispuesto eché el primer traje, el carrito y el resto del material que
usé en el garaje. Luego me dirigí a una especie de hotel, compuesto por
bungalós, donde entras en un garaje propio de cada habitación. Sabía que
estaría abierto aún, a pesar del confinamiento. No podía ir con un traje de
ese tipo a ningún sitio, pero lógicamente los hoteles para parejas y amantes
tienden a ser bastante discretos. Allí me pude quitar ese otro traje,
ducharme con todo detenimiento y vestirme con normalidad. Una nueva
caja sirvió para el último traje y la ropa que había llevado en el
supermercado. Ningún lateral de esa caja se tocó antes de que lo cerrara.
Dejé el hotel. Antes de volver a meterme en el coche lo desinfecté. Ya solo
tenía que dejar el último bulto en otro bidón y volver a casa. Pero para no
levantar sospechas de la policía tuve que ser muy precavido: conducir
parando en determinados lugares, no usar las carreteras y calles más
grandes. Por eso necesité tantas horas. Ya te dije cómo lo sentía.
Carlos se detuvo un momento. Y concluyó:
—Solo me queda disculparme por una pequeña mentira más, la última.
Ayer por la noche sí tenía batería en el móvil, pero ahora comprenderás por
qué no podía hablar.
45

Lo miro y me da miedo porque no sé quién es. Todo lo que me ha


explicado hace inevitable que su imagen anterior se haya hecho añicos. ¿Lo
odio?, ¿le entiendo? Desde luego no tengo respuestas para ninguna de estas
dos preguntas, aunque no creo que sea capaz realmente de odiarlo porque
presiento que puedo llegar a comprenderlo, en cierta medida. Espero que
eso no me lleve a creer que sus actos hayan sido correctos.
Repasemos la secuencia, primero lo conocí como un hombre sencillo,
amable, algo ingenuo, más iluso que realista y que me quería de una forma
fácil, natural. Todo eso se fue derritiendo con la proximidad, tras nuestra
boda. Luego consideré que era egoísta y comodón, que dejó de interesarse
por mí; quedaban, sí, ciertos retazos de cariño, pero me negaba hechos que
estaban a la vista, me confundía, y fue haciéndose más reservado y extraño.
Después pensé que era un hipócrita, que me había mentido durante toda su
vida, negándome su homosexualidad. A continuación, durante las sesiones
con la psicóloga, creí descubrir a un adolescente acomplejado, lleno de
limitaciones personales, con baja autoestima y una necesidad enorme de
reconocimiento. Y, finalmente, estos días descubro que no es un hombre
común, pasivo, uno como tantos otros que —lamentando su suerte— habría
llorado y se habría resignado a ser alguien engañado. Ahora he visto que
puede ser cruel, vengativo, osado, temerario incluso, maquinador, avieso,
capaz de sobornar, capaz de agredir, capaz de matar. Todo esto ha pasado
delante de mis ojos.
Reflexiono y concluyo que es absurdo decir que las personas no
cambian, o más bien será que es imposible conocerlas. Bueno, a algunas.
Yo no me veo así, tan poliédrica, aunque… tampoco pensé nunca que
podría ser infiel y lo fui durante meses. Quizás todos vistos más de cerca y
puestos en determinadas circunstancias resultamos imprevisibles. Ya no
aseguraré que alguien no es capaz de esto o aquello. He aprendido por
experiencia qué equivocados están los que confían en esas primeras
impresiones.
Y, la verdad, ¿puedo negar acaso que no ha luchado por consumar sus
anhelos vitales? Por ellos se atrevió a meterse en negocios sucios en los que
se jugó el pellejo y, como él mismo dijo, la dignidad. Sabe que no es
inteligente y, sin embargo, ha sabido tirar de sus propios recursos para
aprovechar las oportunidades. En realidad, en unos años ha logrado lo que
muchas personas con más estudios, con carreras y másteres, MBAs, lo que
tantos de mis orgullosos colegas de firma, dignos representantes de las big
four, no consiguen hasta que llevan décadas trabajando y, de alguna forma,
se han dejado igualmente por el camino su dignidad, su salud y su
bonhomía, por no añadir los cadáveres laborales de algunos de sus
compañeros. Sí, es verdad, todo partió de una ilegalidad. Pero otros reciben
ese dinero inicial de sus padres y lo despilfarran en vez de aumentarlo de
esa manera. Es más, ¿no son acaso igual o más fraudulentas esas
estratagemas de las grandes empresas para montar entramados en paraísos
fiscales, para hacer más y más tupido el velo societario, para acordar
auditorías que no comprometan el valor en bolsa? Quizás me estoy
volviendo una cínica.
Ahora me impone. Era más fácil estar con él cuando lo creía más pasivo,
no exactamente pasivo, pero, sí, como muchos otros, sin esos arrestos que
ha mostrado. Y hace años, muchos, no es que no lo quisiera así, como era.
Pero… ¿cómo puedo saber ahora si le quiero?, ¿si queda algo de ese afecto?
¿Puedo asimilar esta nueva imagen de Carlos? El dragón que ha sido capaz
de cabalgar, que ha domado, ¿lo dirigirá hacia mí en algún momento?
¿Dormiré tranquila por las noches a su lado?
Cuando empezó a narrarme esa tarde maldita, esa tarde en que fue capaz
de llevar con sorprendente frialdad y perfección un plan propio de un
agente de los servicios secretos, en un momento temí que hubiese sido
capaz de pagar a un sicario para acabar con G. Lo creí por completo, ¿cómo
es posible? ¿Qué imagen tengo entonces de él? Pero sus acciones, ¿no han
sido si cabe aún más audaces? Y si culmina su venganza, tal y como la ha
acabado de ejecutar por su propia mano, no es aún más espantosa.
Pero junto al temor a Carlos, ahora, además, tendré que vivir con el
miedo latente de que todo este asunto se destape, de alguna manera. Desde
luego, entre los miles y miles de contagios que se han dado en Madrid,
¿cómo podría atribuírsele uno intencionado? ¿Qué investigador podría
descubrir este plan? De alguna manera, ¿ha sido el autor del crimen
perfecto? Es irónico saber eso y estar encerrada en esta misma casa con él a
mi lado, preparando juntos la comida, viendo una película en la televisión,
hablando de cualquier tema.
Solo puedo pensar en un cabo suelto: que ese enfermero quiera pedirle
más dinero. Pero Carlos me dijo que al día siguiente cambió su número de
teléfono. El coche que usó era de alquiler rápido. Y si, no obstante, ese
hombre pudiera decir algo, ¿qué tendría que confesar? ¿Qué entregó unos
paños quizás contagiados de coronavirus a alguien sin saber para qué se
iban a usar?, ¿no se delataría entonces a sí mismo por una infracción
bastante más grave? ¿y, por lo que me explicó Carlos, no es reo de otros
tráficos de medicamentos que bien le interesa ocultar? Todo es posible, pero
no hay nada ya que hacer, a no ser que me separe de Carlos. Tendré que
valorarlo más despacio, cuando recobre la calma.
46

—Tengo noticias. En unos días lo sabrás tú también; supongo que se


divulgará por el chat de vuestro departamento.
—¿Qué sabes? Sé más concreto.
—Hace tres días, hacia las nueve de la noche hubo una llamada larga al
900 102 112, te sonará, es el teléfono de emergencias del coronavirus. Y
hace dos, por la tarde, empezó a tratar de contactar con el mismo número
con más insistencia, he concluido que en esa ocasión no se lo debieron
coger. Pasaron las horas, y por la noche, hacia las cuatro de la madrugada,
retomó con insistencia las llamadas, ya de manera ininterrumpida.
—¿Y qué más? Eso no tiene por qué significar nada. Quizás estaba
asustado por síntomas similares.
—Significó algo. Al día siguiente, a media mañana, hubo un intercambio
de llamadas más precipitadas, con varios servicios de emergencias
implicados. Debieron de enviar una ambulancia. Por la localización del
móvil sé que lo llevaron a La Paz.
—Directamente a La Paz… y no a uno de los hospitales de campaña, no
es muy buena señal.
—Buena, según para quién.
—¡Qué cínico eres!
—Y tú ¿qué quieres decir? Creía que tenías claros esos sentimientos
hacia él, que estaban muertos.
—Sí, esos sentimientos se desvanecieron. Pero no le deseo el dolor que
bien se ve que le estás causando. Eres un sádico. Debes de estar
regodeándote en el éxito de tu empresa, ¿verdad? Lo que quieres es verle
muerto después de una agonía en la que no podrá respirar durante horas o
días. Dijiste que no, pero ahora creo que es así.
—Te equivocas, Aurora. Ya te lo expliqué. Me basta con la pequeña
satisfacción del miedo y la angustia que ya habrá sufrido. Es suficiente. Ha
causado dolor y ahora sufre él. No soy un sádico. Se trata de un tipo de
justicia.
—Tus conceptos morales dejan bastante que desear. Y los legales
también, ahora que pienso. Sigue con tu lógica: ¿y yo?, ¿voy a recibir
también mi castigo en algún momento? Si me vas a hacer algo mejor
dímelo ya.
—No Aurora. Tú estás conmigo. Y tú has sufrido tanto como yo. En
parte el daño ya te lo infringí y durante mucho tiempo. Ahora estamos
juntos, espero. Me gustaría que me comprendieras y que siguieses a mi
lado. También me hago cargo de que necesitarás tiempo. La imagen que en
este momento tienes de mí debe ser una amalgama confusa y se tiene que
reestructurar. Pero dime tú qué es mejor: saber de lo que es capaz la persona
que vive contigo o permanecer en la ignorancia de sus actos. Hay una gran
diferencia entre el Carlos de hace unos días y el que tienes ahora delante,
que ya no guarda ni un solo secreto, ni tampoco rencor. Dime ¿quién puede
haber sido más explícito que yo?, ¿quién habría contado tanto?
—Tienes razón en lo de que no te conozco. El problema está en que no
sé si este Carlos, que desde luego no es con el que me casé, me gusta y voy
a poder seguir con él.
—Entiendo. Me he arriesgado a perderte. Soy consciente. La psicóloga
nos habló varias veces de aceptar a la persona con quien estábamos, pero
eso solo se puede hacer si la conoces del todo, en su intimidad profunda.
—Hablando justo de María, dime una cosa: ¿las sesiones te sirvieron
para algo?
—Bueno, sí, me sirvieron, ya lo creo. Me aclararon cosas de mi
inseguridad; y de los problemas que por tales miedos habían creado en
nuestra relación. Me mostraron la necesidad imperiosa de comunicarnos y
una manera mejor de hacerlo. Aunque lo más importante es que también
pudieron servirte a ti para que me conocieras en mayor medida. No estoy
nada seguro de que me hayan ayudado a recuperarte, pero creo que gracias
a ella tú me puedes llegar a entender mucho mejor. Fui capaz de hablarte de
mis sentimientos con tus padres, de mi problema de inapetencia, de…
bueno, de mis complejos. Nada de eso habría salido a la luz sin las
consultas.
—Y todo esto que planeaste ¿lo compartiste con ella en alguna ocasión?
—No. Para nada. Ahora que caigo, ni siquiera le mencioné nunca mi
animadversión hacia G., aunque la supondría. Además, en aquel entonces
aún no había hecho ningún plan contra él. No obstante, lo que a mí
personalmente me sirvió más no fue algo que ella me dijera, sino concebir
un tipo de castigo a este hombre por haberse aprovechado de ti y pretender
volver a hacerlo. Ojalá entiendas que no es solo una venganza personal; es
una contrapartida por su agresión insensible y egoísta a nuestra relación.
Eso no puede quedar impune, y no ha quedado.
—¿Crees que tiene algún sentido que volvamos a las sesiones después de
todo esto, cuando acabe el confinamiento?
—Ta vez… no sé. Me parece que no. Sin embargo, eso depende
igualmente de ti. Para mí cumplió su función.
—Probablemente tengas razón.
—Además, creo que nunca estaría de acuerdo con mis actos. No
reprochaba nunca nada, al revés, no pudo ser más comprensiva, pero sé que
no le parecerían bien. Con toda seguridad me mencionaría que la venganza
es mala, que no sirve para pasar página. Y tal vez resulte cierto en mucha
gente, pero ya te digo que a mí me ha dado cierta paz, al menos por el
momento. Será mi distorsionado sentido de la equidad.
—¿Y ahora qué vamos a hacer?
—Pues yo espero que llevemos a cabo lo que nos dijo en la última
consulta: que seamos otra vez un equipo, con proyectos comunes.
—¿De verdad te parece que podemos volver a tenerlos?
—Lo espero, confío en ello. Por eso te pedí ayuda: tenemos que afrontar
juntos el tema económico, para empezar. Ese oro, extraído de la mina de
nuestro dolor, ahora hemos de gestionarlo en común.
—Estoy aún tratando de asumir la cuestión de tu revancha. Después de
tu historia con el contagio ni había vuelto a pensar en el dinero.
—Pues yo espero que nos sentemos a hablarlo y vayamos a hacer otro
plan. Pero ya no mi plan, nuestro plan.
—Tendrás que ponerme al día entonces con muchas cuestiones. Para
empezar ni siquiera sé qué parte está en negro, qué has declarado y qué no.
—Sí, sí. Todo eso está en la agenda para la próxima reunión de nuestra
sociedad de gananciales.
—¡Uh! Sociedad de gananciales… qué ironía.
—Más nos vale verla así.
—En las novelas la cosa es más sencilla. El protagonista encuentra un
tesoro y ya es rico para el resto de la vida. Pero no estamos en los tiempos
de Edmundo Dantés.
—¿De quién?
—Es el Conde de Montecristo. Por cierto, ahora que lo pienso te pareces
mucho a él.
—¿Por qué?
—No es tanto por el tesoro, sino porque luego trama una venganza, y la
lleva hasta el fin, contra todos los que injustamente provocaron que lo
encerraran en la prisión del Castillo de If.
—Entonces me parezco un poco, sí. Aunque lo he hecho en sentido
inverso: he encontrado el tesoro, me he vengado y estoy encerrado, aunque
esto no me parece una oscura mazmorra ni tú una fea carcelera.
—Veo que estás de mejor humor. Pero no tengo cuerpo para reírme.
Dime, un par de cosas más: ¿qué va a pasar con tus hackeos de mi móvil y
de G.? ¿Nos vas a seguir espiando para siempre jamás?
—Eso también se acabó. Ya he sabido lo que quería de él. Borraré todo.
Eliminaré el programa de hackeo de su móvil. No quedará ningún rastro. El
tuyo ya está desinstalado hace tiempo.
—Me alegra oír que recupero algo de mi intimidad.
—Por mi parte, las has recuperado todo, y la mía la tienes a tu
disposición, para siempre. Nunca más ocultaré a mi socia mis planes.
47

Hoy, finalmente, somos libres. A voluntad, podemos salir por la ciudad.


Hemos pasado semanas y aun meses en nuestro confinamiento y nos
sentimos extraños y emocionados. El trabajo, los servicios, los comercios,
las actividades de ocio se recuperarán poco a poco. Pero la lentitud de esa
progresión no nos perturba. La luz, el aire de las calles, de los parques
queda ya a nuestra disposición a partir de ahora. Nos asomamos casi
tímidamente, y, como los secuestrados durante una larga temporada,
parecemos titubear antes de dejar la cárcel, llenos todavía de desconfianza.
¿Realmente ya no hay peligro? Cuesta creerlo y cuesta encontrarse con esta
nueva atmósfera porque tuvimos que refugiarnos en nuestras casas cuando
aún el frío y las nubes eran las dueñas de nuestros cielos, pero ahora
salimos con un sol radiante, traspasada la primavera, en lo que es ya casi un
verano espléndido, tan triunfal como siempre en España. Nuestros
miembros, a su calor, se desentumecen, las piernas se lanzan a caminar y
caminar, los gestos son amables, los saludos continuos. Casi todo el mundo
sonríe debajo de su mascarilla. Por el momento, somos los supervivientes.
Aparecemos, surgimos, emergemos progresivamente del suelo y los
edificios nos escupen con placer, aunque nosotros, si volásemos,
quisiéramos lanzarnos desde las ventanas. Vamos sumándonos, haciendo un
grupo enorme, aunque poco a poco. Es un crescendo hermoso como el que
compuso Beethoven, tan amante de la humanidad, en su ópera Fidelio,
cuando los prisioneros salen de las oscuras mazmorras y por fin pueden
contemplar la maravillosa luz de Sevilla. Sí, Fidelio, o el amor conyugal,
que ironía. Y son proverbiales y justas las palabras del libreto:

¡Oh, qué placer!, ¡Oh, qué placer! / ¡Al aire libre! ¡Al aire libre! / Es
más fácil poder respirar / ¡Al aire libre! / ¡Solo aquí hay vida! / ¡La
mazmorra es una tumba! / … ¡Oh, libertad!

Y tan hermosa su música que nos agranda el alma.


Pero los que salimos no somos los mismos que entramos. Algunos han
quedado por el camino y los que seguimos nos hemos transformado. Yo
desde luego, he cambiado y tanto que no sé si seré capaz de volver a llevar
la misma vida, creo que no. Pero no tengo miedo por eso. He madurado. Es
más, ahora me siento como alguien casi viejo psicológicamente. Yo también
he pasado de las tinieblas —de mi ignorancia— a la luz, aunque esta
mutación se produjo cuando todavía nos teníamos que mantener en nuestra
guarida.
Carlos y yo volvemos a pasear, como hacíamos antaño, en nuestra
juventud, y descubrimos que no existe un placer mayor, y que todo el oro
del mundo, bueno, al menos todo el nuestro, no nos proporciona mayor
gozo que poder alargar nuestro andar durante horas por las avenidas, las
plazas, por el Parque del Retiro y el del Capricho y el de los Jardines del
Moro y el del Oeste. Y si no hablamos es aún mejor, porque nos hemos
dicho todo lo importante, todo lo doloroso, todo lo infame. Y si hablamos
es para preguntarnos si queremos seguir avanzando, juntos, pero en sentido
literal. Y cuando él me interroga así y me suelta: “¿Qué hacemos, tú?” Yo
no puedo evitar decirle: “Daremos otra vuelta a la manzana”.
Ahora él y yo cuidamos nuestra intimidad, nos respetamos, logramos
prácticamente siempre tratarnos bien; hasta quizás nos comprendamos. Por
qué no decir que esto también es un tipo de amor, sea cual sea. He
aprendido que estar bien juntos no es una suerte, es un aprendizaje, el
aprendizaje más difícil y doloroso de la vida; al menos así ha resultado para
mí. Mi equilibrio actual no es fruto de la falta de problemas y agobios. En
determinados momentos recelamos el uno del otro. Yo pierdo los nervios,
me obsesionan las delicadas gestiones económicas que tenemos que hacer,
que, como espada de Damocles, cuelga sobre nuestras cabezas. Porque
nuestra tranquilidad monetaria depende en gran medida de nuestra
discreción y tino. Seré una aprovechada, pero tengo que reconocer que sus
inversiones me permiten mirar con más comodidad mi trabajo en la firma,
sentirme menos atada.
También regresan periódicamente nuestros fantasmas. Siento
culpabilidad a veces, aunque es cierto que de forma natural parezco olvidar
esa etapa tan negra de mi vida. Y veo que él también sufre muchas noches.
La tranquilidad con que llevó a cabo todo y me lo contó era solo aparente.
Al terminar se quitó una enorme piedra de encima, pero los efectos sobre su
espalda y sobre sus nervios son permanentes, han quedado resentidos por la
tensión que soportó. Tal vez, con el paso de los años se recomponga. Me ha
quedado claro que el que perdona es el que más gana en la relación. Y,
además, sobre su conciencia no pesará ninguna muerte. G. pasó casi un mes
hospitalizado. Llegó a estar en la UCI dos semanas, pero su cuerpo resistió.
Carlos lo supo por un correo que yo le reenvié y observé que le alivió
enterarse de su recuperación tras la gravedad que tuvo el cuadro. Eso
también fue un consuelo para mí. Es capaz de ser bueno, solo se trata de no
provocarle.
Ahora, el efecto de todas las cosas negativas que nos siguen pasando ya
no permea la relación, que parece haber adquirido un procedimiento de
secado rápido o, mejor dicho, una impermeabilidad ante problemas menos
esenciales. De esa manera hemos hallado una solución que huye tanto del
cinismo como de las fantasías románticas. No sé si esto es amor, no me
importa. Ahora, al menos, sé que tengo una compañía. Nuestros mutuos
secretos, nuestro proyecto, han estrechado el vínculo.
Dije que quería que se me entendiera. No sé si lo habré logrado. Yo he
expuesto mi historia y mis razones. Si he decidido seguir con él no es
porque piense que eso sea lo más adecuado. Creo que muchas otras
personas habrían decidido dejar una relación así, después de todos esos
vaivenes emocionales, después de todos esos ocultamientos —y, aún más
crueles, posteriores descubrimientos—, después de… todas esas palabras
salidas de su boca, de mi boca. Esas palabras más dolorosas aún que los
actos porque se queda dentro de la piel como una bala que no se puede
extraer. Soy consciente de que yo también he sido responsable de todo ello.
Espero, en esta historia, no haberme justificado en exceso, ni haberlo hecho
con él.

No sé si esta es una vida de pareja, desde luego no sé si es la vida más


adecuada, pero en fin… ¿quién vive?

FIN DE
AZUFRE EN EL CORAZÓN
Acerca del autor
Jorge Barraca Mairal

Doctor en Psicología y especialista en Psicología Clínica, desde hace más


de veinticinco años es terapeuta de parejas y ha formado a multitud de
profesionales en el modelo de la Terapia Integral de Pareja. Profesor en la
Universidad Camilo José Cela (Madrid), es también autor de más de una
docena de libros, entre manuales técnicos de tratamiento psicológico, textos
de divulgación y relatos, entre los que destacan "La mente o la vida" (ed.
Desclée), "Locos por la familia" (ed. Urano, en colaboración con Francisco
Medina), "500 preguntas a un psicólogo" (ed. Planeta), "El viaje al ahora"
(ed. Desclée), "Overbooking en el nido" (ed. Planeta) y "Terapia Integral de
Pareja Paso a Paso" (ed. Grupo 5).
Más información del autor en: www.jorgebarraca.com

También podría gustarte