Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte del autor.
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del propietario de los derechos.
ISBN: 9798589407792
Independently published
Contenido
¿Deben contarse a la pareja todos los secretos? ¿Es eso una garantía para la
estabilidad de la relación o más bien puede conducir a una crisis
irreparable? En esta narración, plagada de medias verdades, ocultamientos y
revelaciones arriesgadas una pareja se enfrentará a estos dilemas. La bajada
a los infiernos por el desamor y el fingimiento forzará a sus protagonistas a
tomar resoluciones y, comprometidos por la situación social, se revelará
finalmente hasta qué punto la amenaza a la relación puede llevar a actuar
como jamás se había imaginado y… pagarse muy caro. Azufre en el
corazón sorprende por sus recursos narrativos, que, como la memoria o la
convivencia, cambian y evolucionan. A veces cómica y otras trágica, en
ocasiones lógica cuando no absurda, por momentos lúdica, su contenido
resulta intrigante y curioso para todo tipo de lectores, incluso —o
particularmente— para los terapeutas que tratan de ayudar a las parejas en
conflicto.
AZUFRE EN EL CORAZÓN
—¿Sigues enfadada?
—…
—Bueno, no hables si no quieres. Es igual, se puede pasear sin hablar.
—¿Qué te pasa por la cabeza? Seguro que tienes música, ¿algún aria?
¿una romanza de zarzuela? Anda, dime qué. Ya sé ¿El barbero de Sevilla?,
¿Rigoletto?, ¿Turandot?, ¿La tabernera del puerto? Seguro que es Un baile
de máscaras.
—…
—¡Vaya horas!
—Sí, desde luego. Es tardísimo. Y vengo muerta.
—Deberías irte antes del trabajo.
—Debería.
—Esta semana he cenado solo todas las noches, Aurora.
—Soy consciente.
—¿Todos tus compañeros se quedan hasta estas horas? Me parece
imposible.
—Seguramente no todos.
—¿Entonces?
—Mira Carlos: también a mí me gustaría acabar antes, pero esta
temporada tengo mucho lío y no puede ser.
—Ya veremos si existe una temporada en que sí pueda ser. Deberías
exigir cumplir solo las horas a que te obliga tu contrato.
—Supongo que no lo recordarás, pero esta conversación la hemos tenido
otras veces, aunque con los papeles cambiados. Era yo quien te decía que
no había derecho a que tu empresa te tuviera trabajando hasta tan tarde. La
diferencia con lo que sucede ahora es que yo era mucho más comprensiva
contigo. Lo sentía de verdad y trataba de hacerte lo más agradable posible
tu llegada. Y, desde luego, no te exigía que te plantases ante tu feje y le
vinieras con esas exigencias. Estaría buena si soltase yo eso en un entorno
laboral como el mío.
—¡Uffffff! Está bien. Me callo. Haz lo que te plazca. Tienes la cena en la
mesa, caliéntatela en el microondas si quieres.
Ahora me toca reconocerlo a mí: nunca había sentido pasión por él. Lo
había querido, me gustaba, me había ilusionado de Carlos; pero eso era muy
distinto de estremecerse, ahogarse, perder la capacidad de hablar ante la
presencia de alguien. No conocía nada de este tipo de reacciones, no creía
que realmente fueran normales. Si lo había leído en alguna novela o visto
en una película, me parecían exageraciones del autor, o reacciones propias
de una mujer demasiado exaltada. Hay cosas que hasta que no te suceden
no las consideras propias de ti. A veces pasa con emociones negativas,
como un odio mortal capaz de aniquilar, una tristeza que te desploma hasta
la depresión; a veces con otras exultantes, como el sumergirte en un grupo
alegre y perder parte de tu yo, fundirte en un colectivo que te trasciende, en
comunión con los otros. No sabría decir si lo que experimenté corresponde
a las emociones negativas o las positivas, pero más bien me inclino a creer
que sería a las primeras. Sufrir una pérdida es una sensación física, hace
daño; apasionarse es un sentimiento, pero igualmente se experimenta en el
cuerpo, como punzadas en el vientre y opresión en el pecho.
Hablo de mi carne. Yo descubrí que esta es una fuente de conocimiento,
que al experimentar algo que nunca habíamos creído que anidara en
nosotros, se nos desvela lo más arcano, lo más recóndito y lo más primitivo
de nuestro ser. Por eso no podemos identificarlo al principio. Ni en mis
conversaciones con amigas, ni por supuesto con mis padres o Carlos había
oído hablar jamás de ese tipo de reacciones, y nunca había comprendido
ciertas decisiones vitales en función de ellas. Ahora me sorprende y pienso
en cómo es posible que con treinta años de vida y habiendo tenido
relaciones sexuales, nada de lo experimentado me evocase mínimamente lo
que me sucedió. Pero este conocimiento se paga siempre con sangre. Viví
una atracción que calificaría de instintiva, ajena a mis aprendizajes y a mi
cultura. Después de que empezó, como un sutil fluido, a desplegarse a mi
alrededor, dejé de ser dueña de mis emociones, y puede que hasta de mis
reacciones; me cuesta ahora valorar cuánto control de mi conducta pervivió
y pudo haber evitado todo este dolor. Un dolor tan agudo que se me dobla
aún el cuerpo de recordarlo.
G. tenía veinticinco años más que yo y había estado casado dos veces.
Previamente había gestionado otros departamentos de la firma y, aunque
había oído hablar de él, no recordaba haberlo visto nunca anteriormente. Sé
que cuando nos convocó y se dirigió a nosotros por primera vez no se
activó aún nada en mí, su discurso de bienvenida me pareció trivial, su
forma de actuar solo me generó expectativas respecto al trabajo. Luego se
sucedieron varias semanas y aun meses sin nada reseñable. Pero en la
primera reunión en que despaché a solas con él saltó un fusible en alguna
parte de mi ser. Como un depredador que capta al instante la vulnerabilidad
de su presa, él se dio cuenta ya entonces, aunque yo no.
Adoptó algunas decisiones para que nos viéramos en más ocasiones,
siempre con la excusa del trabajo. La tercera vez, al apretarme el brazo en
la despedida, empecé a intuir lo que iba a pasar y también que difícilmente
podría ejercer resistencia. Entiéndaseme: era como una llamada de la
Naturaleza, como un reflejo al que es inútil ofrecer ninguna barrera. Las
siguientes semanas se convirtieron en una tortura inefable. Todos mis
sentidos se agudizaban cuando lo percibía cerca. Si yo estaba en un
despacho y él en el de al lado las meras vibraciones de su voz —sin que
pudiera entender lo que decía— me alteraban, me desquiciaban. Si
distinguía su paso, era como si reverberara el pavimento y me engullese.
Saber de su presencia en el departamento, al instante me aceleraba el
corazón, me oprimía el pecho. Únicamente con que merodease por la
oficina me resultaba completamente inútil intentar leer lo que tenía en la
pantalla, la agitación que me embargaba lo convertiría en un esfuerzo
ridículo. Y no era solo en esos momentos: horas después de irse seguía
sobresaltada y únicamente tras mucho tiempo me iba calmando, para
renovar la tensión simplemente porque se me cruzase un pensamiento sobre
él. Al cabo de unas semanas de todo esto, cuando estaba más cerca, hubiese
saltado a sus brazos con que hubiese chasqueado los dedos.
Me avergüenza reconocer que me incomodaba el aliento de Carlos. En
cambio, el de G. deseaba absorberlo, tragarlo entero y hacerme así con su
esencia, con su ser. Era incapaz de distinguir una sola cualidad suya que me
gustase, pues la atracción se dirigía a todo el conjunto. Por tanto, no era su
rostro, no era su voz, no eran sus manos, ni su altura, su ropa, sus
comentarios… era él, todo él. De nuevo, no había parangón con Carlos. En
este había apreciado su cara atractiva, simpática, su aspecto grandote, es
decir, sus componentes diferenciados. No entiendo, no entenderé nunca, por
qué con G. no era así.
Me invitó a un café fuera de la oficina, tras nuestras ya habituales
reuniones. Por supuesto, era consciente de que tenía que haber puesto
alguna excusa, pero acudí. Poco después de media hora, al levantarnos me
abrazó y trató de besarme. Aunque lo deseaba, giré el rostro. Pero quería
que me apretase más, que lo volviera a intentar. Aún no sucedió. Un día
después de continua ansiedad —mejor decirlo ya de una vez— fui yo quien
al final de la jornada me planté en su despacho sin ni siquiera mencionar
una razón, bloqueé la puerta, me quedé allí de pie delante de él, dejé que se
levantara y se acercara, cerré los ojos.
¿Cómo justificarme? ¿Debo? Podría poner de excusa el comportamiento
de Carlos desde hacía años, su falta de deseo, o, mejor dicho, nuestra falta
de deseo común; podría decir que nada de esto habría ocurrido si él hubiera
actuado de otra manera, si hubiera hecho algo para salir del bloqueo en el
que estábamos, al menos un mínimo gesto en los últimos meses. Sí, podría
esgrimir muchas razones. Pero aun sin ellas ¿eso lo habría hecho distinto?
No estoy segura.
Creía que apurando esa copa, toda la enorme desazón con la que llevaba
lidiando meses y meses se aliviaría, pero sucedió lo contrario. Como un
náufrago abrasado durante días por el sol claudica y bebe el agua del mar
para, al cabo de unos minutos, sentirse más atormentado por la sed y el
dolor, yo sufría aún más ardientemente cada vez que me encontraba con G.
Esas citas eran las de una drogadicta en busca de su dosis. Tras
consumarlas, la satisfacción duraba unos segundos para luego dejarme más
tensa y anhelante. Tengo que decirlo todo: me exaltaba cuando estaba con
él, no era dueña de mis sentidos. La pereza que tenía para jugar
sexualmente con Carlos, para masturbarle y todo lo demás, se transformaba
en entusiasmo con G.
Él no encajaba de ninguna manera en mi vida y no había posibilidad de
integrarlo, pero a esto se sumaba la culpa, la incomprensión de mí misma,
el hundimiento de todos mis valores, mis creencias, mis expectativas.
Supongo que otras personas pueden seguir su vida aun con estas
experiencias, pero en la mía había una lucha irreconciliable entre lo que me
habían enseñado y pensaba desde siempre —más aún: de lo que yo también
opinaba que era lo lógico— y unos impulsos que sentía tan animales, tan
ajenos a mí, que creía ya extinguidos en los seres humanos desde hacía
milenios; y, si aún pervivían, me negaba a que gobernasen mi conducta.
Carlos no sabía nada, claro. Y yo no pensaba que su inquietud tuviera
que ver con la mía, aunque es cierto que parecía más desasosegado que en
otras temporadas. El asunto quería resolverlo por mí misma y ni de lejos
barrunté que él pudiera ser una ayuda, un aliado, alguien que me entendiese
en este vórtice de emociones. ¡Cómo iba a lograr aclararlo él cuando yo
misma no comprendía nada! Estaba sola y obsesionada. No había dicho
nada a nadie, no había dejado caer la mínima insinuación. Jamás lo diré, me
prometí, jamás.
Sin embargo, la solución no podía estar en mí porque yo era una esclava
del instinto, sin voluntad, sin medios, sin apoyos. Únicamente por un
cambio azaroso podría aparecer una salida. Ese cambio tardó nueve meses
en suceder. Y durante todo ese tiempo, como una hipnotizada, cuando G.
decía “este día no estará mi mujer, ven” mi cuerpo entraba en un
automatismo que me arrastraba hacia el lugar donde me esperaba, como una
víctima presa del influjo de un vampiro. Nunca dejé de asistir. Ya ni lo
intentaba.
9
La paciencia que le pedía era un brindis al sol. Estaba claro que Aurora
había dejado de esperar nada; había dejado incluso de estar conmigo. Su
vida, sus emociones, antes tan apegadas a mí, se escurrieron, igual que un
hielo en el fregadero. Y yo, con mis actitudes, era quien subía la
temperatura para acelerarlo.
A su vez, ella parecía vivir otra vida. Una que la desasosegaba. Yo creía
entonces que todo dependía de su trabajo, de la exigencia del despacho y de
cómo ella se lo tomaba. ¡Qué ciego estaba! Pero no era falta de perspicacia:
aunque yo nunca he sido una persona excesivamente atenta a los detalles,
me habría dado cuenta de que había mar de fondo si no hubiera estado tan
sumido en mis propias contiendas. La conclusión que saco es que la vida de
pareja es como la que Yahvé imponía al pueblo judío en el Antiguo
Testamento: primero le otorgaba margen para tomar sus decisiones, pero si
no eran las adecuadas, si no habían sido sensibles a Él, no cabía la
rectificación: eras fulminado sin que de nada sirvieran ruegos posteriores.
La convivencia que hubiésemos podido tener Aurora y yo habría resultado
apacible, a la larga, si me hubiese sincerado. Juntos podríamos haber
arreglado las cosas, habríamos convenido las decisiones. Pero no fue así y
hemos pagado con dolor la ingenuidad que ella me achacaba y mi cobardía.
Yo no mentía cuando le insistía en que esperase, pues tenía el firme
propósito de cambiar mi forma de actuar, aunque no veía el momento.
Supongo que seguía la misma dinámica del ludópata que se dice a sí
mismo, una y otra vez, que esa será la última apuesta. Y tenía mis planes al
respecto, aunque estos no eran —ahora lo sé con certeza— en absolutos
realistas o consistentes. Eran propios de mi forma de ser. ¿Puede dejar el
zorro de desear devorar a la gallina? Aunque proponiendo este tipo de
ejemplos quizás exagere la dificultad de mi empresa y no quiero caer en la
autojustificación.
El planteamiento con que yo había empezado la vida en pareja era el
propio de quien cree que ha tomado las decisiones, ha seguido los trámites
y ha resuelto el asunto. Por tanto, debía gozar de una comodidad y
estabilidad que le permitiese poner cabeza en otros temas. Quería
genuinamente a Aurora cuando me casé con ella y, pensaba, eso empujaría
todo por añadidura. Aurora, Aurora, era la aurora, ¡la aurora! ¿Es que no me
había fijado en su nombre? Empezar a vivir con ella solo suponía la aurora:
el alba, la alborada, el inicio, la madrugada, la amanecida. Empezar a vivir
con ella era el comienzo, no el final, al revés de cómo yo lo había
concebido.
No sé hasta qué grado las parejas poseen la capacidad de cambiar y más
aún de regenerarse, si es que la tienen en alguna medida. Antes he citado el
Antiguo Testamento y ahora pienso que cuando uno se casa por la Iglesia
—y ese había sido mi caso, aunque me apresuro a decir que por costumbre
social— en la ceremonia le suelen leer la epístola de San Pablo a los
Corintios, esa en que se cita lo de “el amor es paciente, el amor es
servicial… no lleva cuentas del mal recibido…”. Y también el Génesis,
“Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y
serán una sola carne.” También fue así en mi boda. Si la pareja es una carne,
como la de una persona, entonces debe ser que alberga la capacidad de
curarse, aunque naturalmente solo hasta un cierto límite; y si se quieren y
entonces ‘no llevan cuentas’ de los perjuicios mutuos tal vez resulte posible
que se restañen las heridas. Pero todo esto no eran para mí sino
especulaciones completamente alejadas de la realidad. Aurora y yo no
éramos creyentes y no teníamos nada de eso presente. Además, lo que
veíamos a nuestro alrededor era todo lo contrario: cuando se recibía un
impacto fuerte, como los que nosotros acusamos, las parejas se deshacían
rápidamente. Nadie aguantaba el embate. Pero no estoy diciendo que la
gente que teníamos cerca, los amigos, los conocidos, incluso los familiares
no se tomaran la separación a la ligera; nadie lo hacía, era una cuestión
trascendental en sus vidas, y todos sufrían lo indecible; sin embargo, yo no
conocía a nadie que tuviese la fortaleza para salir adelante y superarlo.
Quizás una relación de pareja demasiado violentada es como un muelle que
ha superado su límite de elasticidad: ya nunca podrá volver a encogerse a su
tamaño original, quedará flácido para siempre.
Un muelle. Sí. Y nosotros estábamos en la espiral, en esa espiral en que
ya solo cabía seguir cayendo y cayendo. O, si se prefiere, forzando las cosas
hasta el inevitable punto de rotura. Ese punto era ya inminente.
11
No están en casa. ¿Habrán ido a cenar fuera? Qué pena. Bueno, no,
mejor, sí, mejor. Si papá y mamá estuvieran ahora, ¿cómo iba a hablar con
ellos? ¿Acaso tengo que hablar con ellos de esto? Venía pensando que tenía
que decírselo inmediatamente, según entrase por la puerta; pero quizás sea
mejor así, de esta manera puedo pensar un poco. Me hace falta. Nunca
había considerado que no tenemos experiencia de si estas cosas se plantean
o no en casa. ¿Tengo que consultarlo? ¿He de contar con su opinión? ¿Se
alegrarán, se entristecerán? ¿Les parecerá bien? ¿Les parecerá pronto? ¿Les
parecerá absurdo? ¿Les parecerá una locura? ¿Les parecerá tonto?,
¿ridículo?, ¿precipitado?, ¿inmaduro?, ¿inadecuado?... Si hubiera tenido un
hermano mayor sabría qué piensan, cómo se lo toman.
¡Qué extraño! Yo ya sabía que esto tenía que pasar y había pensado que
ya era el momento, pero luego no deja de turbarte cuando sucede. Todas las
otras veces que lo había sacado era de boquilla. Pero, tranquila, en fin, que
solo hemos hablado de ir a vivir juntos. Sin embargo, ¿no es eso todo?, ¿no
es como decirme lo de “todas las Navidades para estar juntos”? ¿Ya
definitivamente juntos? Empiezo a entender por qué he estado de esta
manera todos estos días. Era la inminencia de esta situación. Lo debía
presentir. Carlos me lo estaba transmitiendo, tal vez sin saberlo él mismo.
Seguro que no lo sabía, le ha debido salir así, sin prepararlo, porque le he
puesto en el brete de definirse. Quizás por mi propia expectación, mis
preguntas. Y mi ansiedad. Si, debía ser por eso. ¡Ya! ¡Claro! Adviento…
Cuando era niña… esa ilusión por los regalos…. Y es la espera de todo, la
expectación del mundo por lo que ha de venir, lo esperado. Qué curioso,
este regalo, ahora el niño que viene es Carlos. Ja, ja, como alguien tan
grande se hace niño. Qué nervioso estaba en el parque; con lo seguro de sí
mismo que siempre quiere parecer, ¡Y lo que le costó acabar la frase! Es
raro: ahora me doy cuenta, ahora, de pronto, de lo tranquila que estoy. ¡Y
por fin!, por fin me siento tranquila. Y ¿no sería lo normal que estuviera
inquieta, o, yo qué sé, muy contenta, dando saltos de alegría, cantando, la,
la, la, la lá. Pero no. Ahora essstttooooy mmmmmuuuuuuyyyyyy
tranquiiiiiiiilaaaaa. Uffffff. Aquí sentada, sola, con la casa en silencio. Creo
que no me voy a levantar en doce horas.
13
Se fue. Llega bien tarde por la noche y se tiene que ir a primera hora de
la mañana, casi engullendo el café. Con lo agradable que es desayunar así
los dos, y entrando este sol ahora. Lástima sus prisas y que no pueda
disfrutarlo un poco más. Pero seamos positivos: al menos hemos tenido un
ratito antes de que tuviera que marcharse. Y los fines de semana, cuando
nos levantamos más o menos a la vez, es mucho más placentero de lo que
me había imaginado, la verdad. Todo está bien, está bien. Solo ese horario
tan criminal es una pesadez, porque lo deja baldado, sin ganas de nada. Esto
nos desincroniza, sí, será eso: yo tengo energía; es más, estoy como una
pila. Quizás vaya demasiado al gimnasio… y me ocupe de la casa u
organice en exceso, pero ¿qué voy a hacer con todo este tiempo? Ojalá le
cambien el puesto, o al menos que le suban el sueldo. Estoy segura de que
esto le preocupa mucho más de lo que me quiere reconocer; así lo pillo de
pensativo a veces, pero como siempre dice que todo va de cine... Venga,
Marca Aurelia, doña meditaciones matinales, tira ‘palante’.
Cómo no querer a alguien así. Es que no se puede sino quererlo. Es, es…
que hay que ver lo bueno que tiene. Porque claro, yo creo que las que están
criticando a sus parejas todo el rato el problema lo deben de tener ellas.
Carlos es más bueno que el pan, y aunque a veces esté así, menos expresivo
es por el cansancio del trabajo, nada más… pues hay que quererlo. Y, claro,
también está algo frustrado por ganar tan poco, que eso siempre le ha
importado; con las películas que se montaba de gran ricachón. Quizás no le
venga mal darse cuenta de que el dinero no se reúne tan fácilmente.
—¿¡Holaaaaaaaaa!?
—Estoy aquí, en el dormitorio.
—Voy.
—¿Qué haces?
—¿No lo ves?, ¿No ves nada nuevo?
—Espera que mire, a ver que gire alrededor, pues… ¿has cambiado las
alfombrillas al pie de las camas?
—Eso ya lo hice hace un mes, Carlos. Fíjate un poco más.
—Pero si ya sabes que en esto soy malísimo… A ver… otra vuelta…
Nada, no caigo. ¿El visillo no es distinto?
—Está recién lavado, pero no, no es eso.
—Hija, me rindo.
—A lo mejor es que me tienes que mirar a mí.
—Te miro, ¿qué pasa?
—Y no ves nada, nada distinto.
—¿Te has cortado el pelo?
—Tampoco. ¡Porras! Es el vestido. ¡El vestido! Este vestido. Pero ¿a ti
te parece normal que una tenga puesto en casa un vestido así, a las ocho y
media de la noche, si no salimos a ningún sitio? Me lo había comprado esta
tarde y me lo estaba probando de nuevo, pero tú ni te enteras. Aunque no
me extraña: no me dices nunca si la ropa me queda bien o no, si estoy guapa
o no…
—¡Jolín!, ¡cómo te pones! ¡y qué tontería! Y a mí no me parece taaaaan
vestido, tú siempre vas bien. Y, perdona, espera: sí que te lo digo, te lo digo
muchas veces.
—Cuando te pregunto. Pero siempre me dices lo mismo: que estoy bien
y punto. Así es imposible saber a qué atenerse.
—Es que te veo siempre bien, qué le voy a hacer. ¿Qué quieres?, ¿qué te
mienta?
—El matiz Carlos, el matiz. Y añadir algo, yo qué sé: “ese largo te va
mejor”, “o ese te hace más flaca”, o “me gustaba mucho la camisa esa con
cintas que se anudan alrededor del cuerpo”. Es que no tengo ningún criterio
para saber qué te gusta y qué no.
—¡Uf! No sé qué decirte, pero de verdad, que esto me parece una
tontería. No vamos a enredarnos en bobadas así. Anda, vamos a cenar.
14
¿Por qué no habla? ¿Tan penoso es para él? Hasta qué punto se siente
culpable. ¿Y no es mejor así? ¿No debo dejar que se quede todo tal y como
está? Sí, tal vez eso sea lo más adecuado. Cuando se enfríe… ¡Qué cobarde
eres! Tú, sí tú, Aurora. Le has espetado a Carlos bien clarito lo miserable
que era, lo traidor y canalla. ¡Qué bien, ¿verdad?! Y ahora puedes hacerte la
ofendida todo lo que quieras y no confesarle tú nada. Tú, pasar por la que
no ha roto un plato en su vida. Ja, ¡¿quién es peor, dime?!
Pasaron los días más extraños de mi vida. Tenía que asimilar algo tan
difícil… Carlos continuaba sin decirme nada. Ni buenos días, ni buenas
noches, ni hola, ni adiós. Yo tampoco volví a hablarle. Durante una semana
seguimos yendo a trabajar; comimos y cenamos algunas veces juntos, sin
dirigirnos la palabra, sin mirarnos casi, solo a veces, de soslayo. Nos
conocíamos lo suficiente para organizarnos y coordinarnos sin un solo
comentario, sin ninguna equivocación, maquinalmente. La costumbre. Pero
miento: sí me dijo algo, un tanto sorprendente después de su silencio
inculpador. Por lo chocante de hablar en eso días, se me quedaron grabadas
sus palabras: “Por favor Aurora, no me juzgues con tanta dureza, no me
creas tan desleal. Entiendo que no ahora, pero… quizás algún día…”.
Supongo que debía creerme una santa para soltar aquello.
El caso es que la explosión que produjo este descubrimiento se llevó
también consigo otras emociones de mis entrañas. Tal vez, al desbaratarse
por completo mi interior se trastocó todo y lo que parecían vigas de
cemento se revelaron de cartón-piedra. Si en un momento consideré,
aunque solo por un instante, que ahora tenía derecho a dejarme llevar por
mi pasión hacia G., resultó que fue todo lo contrario: como un efecto
colateral de mi quebranto, se extinguió el deseo. De pronto vi esa historia
vacía, sin sentido, y razoné que solo me conduciría a más malestar y
agotamiento.
Puede que el que se deshiciera todo con G. fuera lo que me permitió
contarle yo a Carlos mi infidelidad. Sé lo que esto puede parecer, pero no lo
hice por venganza, sino quizás por un insólito acto de piedad, pues, aunque
es verdad que le rompí el alma, de esa manera me puse en su nivel.
Necesitaba abajarme hasta donde él estaba, que dejara de idolatrarme, que
se desprendiese de la falsa imagen que tenía de mí, o al menos eso es lo que
yo creía. No lo conté tampoco para escapar de la culpa. No me hacía falta.
Sé que podría haber guardado ese secreto hasta el final. Aunque, también es
cierto que cuando recuerdo su enorme dolor al narrárselo me asaltan las
dudas sobre si hice bien.
Ahora Carlos parecía el hombre más desorientado del mundo. Volvía del
trabajo y pasaba las horas sentado sin hacer nada. De noche caminaba
despacio por la casa, insomne. Su mutismo se prolongaba. No volvió a
mirar el teléfono. Unos días después vi que el cruel heraldo estaba sin
batería, olvidado en un rincón en la habitación donde él dormía. Sabía que
quería interrogarme, que necesitaba explicarse qué me había pasado, cómo
había acabado teniendo esa historia, pero no debía sentirse autorizado para
preguntarme nada. No me hizo ninguna petición sobre el trabajo o sobre G.
En algunos momentos lo vi llorar en silencio y oí suspiros entrecortados
que parecían venir de la sima más profunda de su alma. Dejó de oler a
tabaco, pero noté que las botellas de alcohol de la casa se consumían
rápidamente.
Yo no sabía qué hacer. Mientas le conté lo de G. le pedí perdón, pero
después de eso, en todos los días que siguieron, no fui ya capaz de
acercarme y decirle que lo sentía. La amalgama de sentimientos en que
estaba volvía imposible un comportamiento coherente o en alguna
dirección. No lo consolaba, no lo animaba, no le aclaraba nada. Mi mente
pasaba del reproche por su ocultamiento a mi propia culpabilidad. Esto me
bloqueaba para retomar la normalidad, para deshacer el enorme muro que
se había edificado en nuestra casa. Estaba más perdida que nunca. Jamás
me había sucedido, pero en aquel instante era incapaz de tener una sola
melodía en la cabeza. La música también había muerto dentro de mí.
17
¿Por qué me ocultó que era homosexual? ¿Lo fue siempre? ¿Por qué no
he notado nunca nada? Hacíamos el amor algunas veces, aunque de eso
hace tiempo. ¿Llegó un momento en que ya no fue capaz de mantener la
farsa?
¿Tan difícil era confesarlo, tan ciega estaba? ¿Por qué necesitaba
negárselo a todos? ¿Qué buscaba casándose conmigo?
¿Y ahora qué debo hacer? Es mejor poner todo delante… No, eso le hará
pensar aún peor de mí, pero… ¿hay algo más que pueda perder?
¿Quién es ese hombre? ¿Por qué ella le permitió llegar a eso? ¿Por qué
fue a verle… cuando sabía lo que iba a suceder?
¿Por qué fumaba? ¿Qué tiene que ver con esas relaciones? Jamás había
probado tabaco cuando lo conocí y durante los siguientes años. ¿Le
influían, lo drogaban? ¿Me engaño yo a mí misma?
Me falta
el aire.
Me
a
h
o
g
o
.
PARTE II. EL PURGATORIO
18
Luego de aquello todo fue fácil. Resulta tan natural, tan elemental
cuando ahora se mira desde la distancia. Cómo es posible que entonces
pareciera algo complicado o simplemente especial si, en realidad, no era
más que un asunto vulgar, tan predecible como el destino de una piedra
tirada al aire. Supongo que ese adanismo era consustancial al momento que
vivíamos, al de tantos otros como nosotros, pasados, presentes y futuros.
Qué ridículo. Se supone que tomábamos decisiones. No había tal. Las
circunstancias, nuestra forma de ser, los impedimentos materiales o
sociales, nuestros entornos… Después de las tres o cuatro primeras citas
alguien con un poco de perspicacia habría adivinado todo sin fallar un
detalle. Me arrepentí de haber dado ese paso. Bueno, para ser coherente con
lo que acabo de pensar, mejor debería decir me arrepentí de haberla
conocido, pues después de aquello todo se puso en marcha y el proceso
avanzó inexorablemente.
Yo no recuerdo estar muy contento entonces, tampoco lo contrario, y,
ciertamente, no me creía incoherente. Supongo que la misma organización
del festejo, la elección de la casa donde viviríamos, su decoración, sus
enseres… Y la ilusión que me transmitían mis padres, mis hermanos, los
amigos me contagiaba, y también a ella. Seguíamos el curso de los
acontecimientos, su mismo flujo, y de los presuntos sentimientos asociados
a esto. No cruzaba por mi mente que todo fuera un error. ¿Por qué iba a
serlo? Recuerdo perfectamente que la quería y que me parecía la persona
más adecuada para mí, dada mi forma de ser. ¿Tenía que despertarme otros
sentimientos? Quizás, pero yo no los conocía. Lo que anhelaba, lo que
deseaba, era más sencillo entonces de lo que fue luego. Puede que el fervor
que más adelante se me reveló —y que se convertiría en mi dictador—
estuviera ya entonces, larvado, esperando su momento. Pero si existía, su
insignificancia entonces hacía imposible que aflorase en mi conciencia.
Pasaré por fútil —y aún estomagante— todo lo relativo a la boda y sus
manidas teatralidades, el viaje de novios a la Riviera Maya, la búsqueda y
selección del pisito de alquiler, la elección de los muebles... bla, bla, bla. Y
llegaré al final de este capítulo: tan solo diez meses después de aquella
conversación y sin ningún sostén económico en firme empezó nuestra
convivencia. Y esto supuso enfrentarme a aquello que había estado
esquivando desde el inicio de nuestra relación. Me refiero, por supuesto, al
sexo. Para ella esa cuestión no había implicado ningún problema todavía:
que en todo el tiempo anterior los abrazos y los besos no escalaran nunca a
caricias íntimas, a la aceleración del corazón, a la premura de la unión no
pareció despertar en ella la mínima duda, al menos según me parecía a mí.
Ni por su parte ni por la mía hubo que detenerse, refrenarse, ni sosegarse
porque no existió ningún fogonazo pasional en nuestros cuerpos. Aunque,
insisto, es solo mi percepción, yo no lo captaba en ella. Quizás por aquel
entonces esa dinámica era vista con mucha más naturalidad y es solo hoy en
día cuando las parejas jóvenes lo identifican como un problema. Se hubiese
o no sentido nada anteriormente se suponía que, llegado el momento, todo
transcurriría con naturalidad, que en la convivencia las relaciones íntimas se
darían con la misma lógica con que se elegían las cortinas de la casa o la
comida. Es posible que ella me viera desde el inicio como alguien poco
fogoso y que esto no le preocupase, por incluirse a sí misma en el grupo de
los menos urgidos por los deseos corporales, aunque más adelante descubrí
que sí había diferencias importantes entre nosotros. A ella le debo mucho
sobre el conocimiento de estas cuestiones.
Sé que un mal inicio en esto suele predecir un pésimo final. Pero
también es cierto que, a veces, en una relación —y más en una en la que
existe ilusión— unos deseos contrarrestan otros. Al cabo, y a pesar de las
dudas e inquietudes, la vida conjunta seguía con la más aparente
normalidad. Nuestros respectivos padres estaban tranquilos, le quitaban
peso a todos nuestros agobios económicos. Mis suegros hacían un esfuerzo
por estar amables en cada una de las visitas. Mis familiares la acogieron
siempre con alegría. Siendo el primero de mis hermanos que se casaba
había curiosidad en todos ante los cambios. En el pueblo, en esa Navidad en
la que ella por fin me acompañaría, cundía la expectación entre primos y
tías, y existía la mejor de las predisposiciones para calificar a Aurora como
la pariente predilecta, la chica más fina que se había visto por allí. Todo
aquello me agradaba. Parecía que los fantasmas se conjuraban y era posible
escurrirme hacia una vida de menor desazón. ¿Por qué iba a ser mi falta de
deseo un problema importante?, quería creer entonces, tan ingenuamente.
Además, cobijado en esta nueva situación se abría la ocasión para
concentrarme en otras cosas. Me daba la oportunidad de dejar ya asentada
al menos una esfera de la vida. Quiero aclarar que entonces, si era el caso
que me preguntaban —aunque si no lo hacían ya procuraba yo que se
acabara sabiendo— me gustaba que me identificasen como un hombre
casado. Y si tenía ocasión de presentar a Aurora a conocidos y compañeros
de trabajo saboreaba un sutil placer. La naturalidad de ella, su cultura y sus
buenas dotes engalanaban lo que para mí era un éxito, evidenciaba que yo
podía estar un poco por encima del resto, o, al menos, no por debajo. Tal
estado de cosas me resultaba balsámico, en particular porque entonces, en
realidad, andaba escaso de otras prendas. Después de mi periodo de becario
en la empresa donde finalicé mis prácticas solo había conseguido un
contrato ridículo, que suponía poco más de lo que ganaba en la posición
anterior. Mi trabajo era básico y siempre lo consideraba menos de lo que me
correspondía. Pasaba el tiempo y no había forma de progresar. Por eso, si
mi sueldo era un baldón que ocultar, a ella la exhibía como un laurel.
Afortunadamente, ni mi familia ni, sobre todo, la de ella conocían mi
situación económica, ni estaban al tanto de mi malestar.
23
Pero cómo podía pensar que con dinero iba a arreglarse todo o que yo
tendría una mejor impresión de él. ¡Qué poco me conoce!, ¿tan mezquina
me ve? Aunque se convirtiese en el hombre más rico del mundo yo no
cambiaría la imagen que tengo de Carlos. De verdad que no sé qué ideas le
rondan la cabeza. Cómo se nota que hace siglos que perdimos la conexión.
Normal: con lo que me ocultaba.
Sí, es verdad que no le entiendo. Es cierto que ha sido un cobarde por no
decirme nada de su asqueroso negocio; pero… al menos ahora comprendo
por qué no ha hablado durante todo este tiempo. Ojalá lo hubiera hecho
antes. Sin embargo, —y él lo sabía de sobra— si me hubiese enterado de
sus manejos le habría dado un ultimátum: o lo dejaba o acabábamos. Y eso
le hubiera impedido seguir ganando dinero. Tengo que ser sincera: prefiero
que sea un traficante a que sea homosexual. Sí, soy una miserable, una
incoherente. ¡Vaya defensora de la ley! Prefiero un marido delincuente a
uno que busque otra sexualidad, que no es precisamente un delito. Un
momento, un momento… Dejó caer que había permitido ciertas cosas por
ganarse la confianza de los clientes. ¿Hasta dónde ha llegado para
incrementar su negocio? ¿No será verdad que le gustaba y todo era una
excusa? No, no creo. Parecía sincero. Desde luego, no pudo hablar en la
consulta con más convicción y el detestable teléfono ese continúa
arrinconado y cogiendo polvo. Pero… por mucho que me incomoden esos
detalles me los tiene que contar.
Tampoco comprendo sus operaciones y su inversión. Quizás he vivido
demasiado ajena a esa realidad paralela, a eso de las criptomonedas, ese
mercado digital, a… ¿el internet oscuro, dijo? Qué demonios será eso. Soy
asesora legal de una empresa importante, me muevo con contratos laborales
e incumplimientos de acuerdo entre proveedores, pero… ¿no debería saber
también algo de todo eso? Lo cierto es que no sé nada de nada.
Yo…, sinceramente, cuando le conocí sí pensaba que era espabilado y
que sería capaz de ganar dinero, pero con el tiempo acepté que, al fin y al
cabo, no era tan listo, ni rápido, ni tenía una inquietud suficiente, por lo que
nunca se produciría esa progresión; vamos, que no tenía madera para los
negocios. Tal vez eso acabó minando su confianza y por eso quería
resarcirse ante mí. Más aún, veo que por eso llegó a actuar a la desesperada.
¿Cuánto dinero habrá ganado con este asunto? ¿Será verdad que ha reunido
lo suficiente para empezar un negocio distinto y legal? ¿Cómo va a
justificar la inversión para crear otra empresa? No es precisamente fácil
blanquear un montón de dinero negro. Enmudeció cuando dudé de si sería
un asunto legal o no. ¿Qué quiere hacer ahora?, ¿traficar con armas?,
¿meterse en apuestas clandestinas? A saber.
La psicóloga tiene que aclararme todo este embrollo. Parece que Carlos
ha hablado con ella con mucha confianza. Me ha parecido entender que esa
sesión la habían preparado, de alguna manera. Desde ese día, me vuelve a
evitar; no me explica nada. Sin embargo, creo que se ha quitado un enorme
peso de encima. Es evidente que tenía que desprenderse ya de todo ese
lastre. Tengo ganas de ir a la siguiente consulta. A ver si de una vez
empezamos a comunicarnos. Aunque… ahora dudo de si estaré preparada
para adentrarme más en esta historia u otras semejantes.
Y cuando todo esto salga a la luz me tocará a mí. Al final de la sesión,
María relacionó la cerrazón y el ensimismamiento de Carlos con mi historia
con G. Pero… ¿de verdad tiene eso que ver? No estoy nada segura. Bueno,
sí sé que vivíamos ajenos el uno del otro; solos, de hecho. Y siempre se dice
que cuando se tienen problemas en la pareja es cuando se está abierto a
otras relaciones, conscientemente o no. Desconozco si eso es un lugar
común, aunque tiene su lógica. Sin embargo, yo no lo tengo nada claro.
Recuerdo cómo me impactó la escena de Eyes Wide Shut, la película de
Kubrik, en que la protagonista, Nicole Kidman, en un momento de
completa sinceridad afirma que en unas felices vacaciones con su familia se
fijó en otro hombre y que pensó que, si este la deseaba, aunque solo fuera
por una noche, estaría dispuesta a dejarlo todo: a su esposo, a su hija; pero
que, al mismo tiempo, había sido en ese momento cuando había sentido que
quería a su marido más que nunca. ¿Por qué me llamó esto tanto la atención
y ahora lo recuerdo? Es más, ¿por qué lo puedo evocar tan vívidamente?
¿Artimañas de un buen guion para enganchar o es que esto resuena en mí
como algo bien posible?
25
—Es que lo que no entiendo es que tengas que esperar a estar aquí, en la
consulta, para que hables y que en casa estés mudo. ¿Cómo vamos a tener
ninguna confianza así?
—Aurora ya lo entiendo, pero de verdad que en casa no puedo. Tu
actitud…
—¿Qué actitud?
—Lo ves, pues eso justo. Estás tan alterada que no puedo acabar una
frase. Y… todo esto no es fácil para mí. Perdona, pero necesito tiempo.
Ahora únicamente aquí siento que hay posibilidades de que me entiendas o
al menos de que me escuches.
—Bufff…
—Aurora, tranquila —intervino entonces María—. Te aseguro que no os
pasa solo a vosotros. Esto sucede continuamente en terapia. Muchas parejas
acaban considerando, al principio, que este es un sitio reservado o
programado para hablar, de forma que se esperan hasta llegar aquí. Pero
será temporal. Y yo confío, por supuesto, en que donde acabéis hablando
sea en vuestra casa y sin nadie más por medio.
—Bueno, pues ojalá. Esperaremos entonces, aunque para eso tendremos
que seguir juntos, lo que está por ver.
Carlos miraba para abajo y cabeceaba de lado a lado cadenciosamente.
—Sí, claro. Así es: si continuáis juntos —siguió María—. Esa tendrá que
ser vuestra decisión. Os recomendé tener paciencia por el momento, de
forma que ganemos tiempo para hablar de las cosas que han pasado y de
vuestros sentimientos. Creo que así contaréis con más elementos para tener
criterio a la hora de tomar una decisión tan importante. Pero, es verdad, yo
no puedo garantizaros nada.
—Entonces… —retomó Aurora— ¿estás diciendo que no vas a
hablarnos hoy de si nuestra relación tiene alguna posibilidad? ¿Ni siquiera
nos vas a ayudar a decidir qué hacer? A mí me serviría mucho que me
dijeras si crees que es viable seguir juntos y estar bien, si aún hay margen.
O, si es el caso, que me desengañases de una vez y me confirmases que es
inútil seguir intentando una historia que no ha funcionado y que ya no
puede funcionar después de las cosas que han sucedido, y lo digo también
por las mías, no creas. Nos has visto juntos y por separado. Creí que
tendrías datos sobre esto.
—Estoy muy lejos de poder deciros eso. Y si algún psicólogo lo hiciera
me parecería una temeridad.
—No sé qué pensar entonces.
—¿Qué os parece si tratamos de contextualizar todo eso que ha pasado?
Quiero decir que me parece que mi ayuda pasa porque se puede comprender
mejor la situación actual teniendo presente lo que habéis vivido. Y también
me refiero a lo que habéis sentido desde hace mucho tiempo, porque yo
tengo la impresión de que lo que ahora estáis pasando es la consecuencia de
algo que se puede remontar bastante atrás.
—Yo le veo sentido —se adelantó Carlos—. Es curioso, cuando
empezamos a salir y cuando nos casamos pensaba que nos comunicábamos
muy bien. Y que éramos una pareja mejor que otras, más armónica, más
fuerte, más segura. Vamos, era tan idiota que casi miraba al resto con
condescendencia: ¡pobrecillos!, pensaba. Y recuerdo que, bueno, ahora que
lo pienso es increíble, hasta las parejas que coincidieron con nosotros en el
curso matrimonial ‘lo llevaban claro’.
—Tengo que reconocer que yo también sentía algo así —siguió Aurora
—. Creía que tenía mucha suerte de estar contigo. Es verdad que podía
tener alguna duda sobre nosotros en un instante, abrigaba cierta
incertidumbre, pero se esfumaba en cuanto nos sonreíamos.
—Estos sentimientos que expresáis son agradables. Y parece que os
facilitan la conexión, aunque ahora los rememoréis con cierta ambivalencia,
según noto. Sin embargo, sé que debían anidar también ciertas
preocupaciones. ¿No es así?
—No sabría decir, no sé. ¿A qué te refieres? —dijo Aurora.
—Yo sí. Y tengo bien presentes algunas cosas. Por ejemplo, pensaba que
a tus padres no les acababa de convencer como novio tuyo. ¡Claro! Cómo
iba a aspirar yo, de familia de pueblo profundo y modesta, a llevarme su
joya; la chica educada, lista, estilosa, que sabía tanto de música… la que iba
a convertirse en la gran abogada.
Aurora lo miró de hito en hito.
—¿Pero qué estás diciendo? Mis padres siempre te han querido y te han
tratado bien. Más aún: te han tratado como a un hijo. De verdad que debes
tener algo mal en la cabeza, como una especie de tara u obsesión con el
tema del dinero o la posición social, que te impide ver la realidad. Por si no
lo sabes, que yo creía que lo tenías más que claro, mis padres jamás han
dicho nada malo de ti, nunca me pusieron mala cara por estar contigo, ni me
hicieron el más mínimo comentario en contra. Tampoco cuando les dije que
nos casaríamos. Me parecía tan obvio, tan de suyo, que por eso jamás te
había mencionado esto. Se ve que tienes bastantes más complejos de los
que sospechaba.
—Y tú no seas ingenua: ¡cómo te iban a comentar algo ellos, ni siquiera
sutilmente! ¡Buena te hubieras puesto tú! Pero ¿no has visto que ahí eres la
voz de su amo? Cualquier cosa que sugieres, aunque sea de pasada, corren a
hacerlo. Siempre tratan de complacerte. Has sido siempre y eres la niña de
sus ojos. Además, tú no lo sabes, pero por supuesto que yo sí notaba las
caras que me ponían cuando les hablaba de mis estudios, de mi futuro
profesional o de mis proyectos. Eran bien elocuentes para mí. Les parecían
propias de un fantasioso, de un jovencito con aires de grandeza. Igual que
cuando se percataban de mi incultura en tantos temas. Es verdad que se
esforzaban por no hacerme feos, por conformarse con lo que la suerte había
querido traerles, ya que a ti parecía gustarte yo tanto. Pero ni para tu padre
ni para tu madre estaba a tu altura y he seguido sin estarlo. Las palabras
eran correctas, pero lo revelador eran sus gestos: la mandíbula apretada, la
sonrisa forzada. Yo no he tenido tu formación Aurora, pero no soy tonto,
me doy cuenta de las cosas.
Aurora parecía aturdida, como ante una aparición.
—Y… y… ¿y por qué no me has dicho nunca nada de esto?
—¡Crees que era fácil! Tus padres y tú tenéis un vínculo como para
atreverse a desafiarlo. No os veis mucho, no hablas con tu madre todos los
días, como tantas otras hijas; sé que no sois una piña, pero eso no quiere
decir que se permitiesen injerencias en la familia. Ni me habrías creído
entonces, ni me parecía a mí mismo bien: también soy consciente de que
conmigo lo intentaban, trataban de ser buenos padres. Pero con decir algo al
respecto hubiese abierto la caja de los truenos. Anda… piénsalo un
momento.
—Entonces… ¿por eso dejaste de acompañarme a su casa? ¿No tenía
nada que ver con trabajar o descansar?
—No podía soportarlo más. Ya estaba cansado. No progresaba, nada
cambiaba en mi trabajo, en mi vida, seguía siendo un paria. Todas las
certidumbres de mis suegros se confirmaban. Yo quería que pensaran que se
habían equivocado, que llegaría más alto de lo que podían haber supuesto.
Y qué pasaba: cada día que se sucedía más estancada estaba mi situación
laboral y en cambio tú subías y subías, en esas empresas tan importantes, y
llegaste a una de esas big four, ¡Oh! ¡Qué orgullo para tus papás! ¡Joder! Si
hemos seguido yendo en Navidades o por los cumpleaños es porque
tampoco podía ser tan escandaloso. Pero entérate: estoy seguro de que ellos
saben por qué me ven tan poco, saben la vergüenza que paso porque se
hayan cumplido sus malditos pronósticos.
Pasaron unos segundos en que la consulta estuvo en completo silencio.
Tras este tiempo continuó Aurora:
—Se ve que estoy condenada a enterarme de lo que sientes solo en este
despacho.
María sonrió muy ligeramente ante el comentario, y Aurora continuó:
—Y supongo que esta no será la última sorpresa.
—Bueno, deja que te aclare algo de lo anterior. Me importa, me importa
mucho que tus padres me vean así, me importa su desdén disimulado y que
crean que podías haber estado con alguien… con alguien bastante más
digno de ti, pero si me afecta tanto sentirme un fracasado, como te acabo de
decir, no es por ellos, es por ti. Es por serlo a tus ojos.
—Pues en eso te equivocas de parte a parte. Y me indigna que lo
pienses. Ahora entérate tú: si de verdad pensara que no vales nada te habría
dejado. Me importa un bledo lo que ganes. Y siempre ha sido así. Lo siento
por lo que a ti te hacía sufrir, nada más. No te confundas: esa baja
autoestima que pareces tener no la he provocado yo, ni mis padres, te viene
de serie.
—Sí, es cierto. Ya la tendría. Pero verla cada día, todo el rato, en su
espejo y en el tuyo acaba por llevarle a cualquiera a la desesperación. No
sé, Aurora. No recuerdo que de adolescente o de joven fuera así. Pensaba
que estaría contento con un sueldo normal, teniendo tiempo y dinero
suficiente para mi vida y mis gustos, que son bastante sencillos, como
sabes. Yo no sabía que cuando uno va madurando, cuando pasan los años,
surge este afán, este deseo de ser alguien, de destacar de algún modo, y el
único modo en que yo podía sobresalir era por el dinero. No tenía
inteligencia, cultura, gusto. A ti te daría igual la cuestión económica, ya lo
sé, eres lo más ajena al interés de este mundo. ¿Pero qué otra cosa podía yo
exhibir a mi favor?, ¿a qué podía recurrir?
—Pues a lo que de verdad importa, ser una buena persona, ser sincero y
leal conmigo, ser… ser alegre, divertido, natural… lo que eras cuando nos
conocimos.
—Ya, el consuelo de los mediocres —Carlos aflautó la voz— Bueno…
sí, no es muy capaz, tiene un trabajo muy sencillito, pero es que es taaaan
buen chico. Por favor, no me lo restriegues.
—Ya no sé qué decirte, Carlos —siguió Aurora con todo cansado y
hablando despacio—; y ahora estoy empezando a dudar de que realmente
nada de lo que te argumente sirva de algo. Supongo que estamos aquí para
ser sinceros. Tú lo estás siendo. Deja que te dé las gracias. Seguro que esto
hace mucho que no te lo decía.
—De nada. Y es verdad. No recuerdo cuándo fue la última vez que me
agradeciste algo, pero yo tampoco recuerdo cuándo hice algo que me
pudieras agradecer.
—Por un lado, me tienes completamente descolocada desde hace
semanas, no gano para sorpresas, premio que me mereceré por ingenua; por
otro, tu sinceridad tiene que impulsar que yo también lo sea. Me acabas de
recordar un cambio que también se produjo en mí. Cuando nos conocíamos
yo creía de verdad que te iría bien en tus proyectos, y que haríamos un buen
equipo; pero con el andar del tiempo y verte tan bloqueado en el trabajo
concluí que probablemente ya poco ascenderías. A mí me daba igual, te lo
garantizo. Eso no interfería en absoluto en mi aprecio por ti. Y, por
supuesto, lo de ser los dos un gran equipo figúrate dónde se quedó.
—Sí, de acuerdo. Yo te doy también las gracias por decírmelo, aunque
estaba seguro de que pensabas eso desde hace años, que los negocios no
eran lo mío, que no era tan espabilado. De hecho, sé que he sido un
estúpido, pero no por el tema monetario que al final he sabido resolver, sino
por haberme alejado de ti. Si hubiésemos mantenido esta conversación hace
años es probable que hubiese estado más tranquilo y no me habría
empozoñado de esta manera.
Tras unos segundos de silencio, María tomó la palabra:
—Creo que esto es un paso adelante. Como os decía al principio de la
sesión, es todavía muy pronto para decidir nada sobre vuestro futuro, en
común o no, pero esto es a lo que me refería con tener una información de
calado sobre vosotros mismos, o mejor, sobre vuestra relación. La cosa no
está en que uno sea el culpable o el responsable de lo que sufrís; ni tampoco
es lo fundamental que uno sea así y el otro asá, que se tenga una
personalidad de un tipo u otro, la clave radica en la dinámica de vuestra
relación, lo que hacéis uno en respuesta del otro, o de sus puras
expectativas. Pero, perdonad, supongo que no he sido clara. Pondré un
ejemplo con cosas que me contasteis en las sesiones individuales: como tú,
Aurora, querías hacer más planes con Carlos porque estabas aburrida y falta
de estímulo, tratabas de tirar de él y le insistías hasta que él acababa
enfadado y con menos ganas de salir, lo que te frustraba más porque te
encadenaba a la casa; así que, tras varias repeticiones, esta cuestión de salir
se hacía tan peliaguda que lo mejor era no mencionarlo, pero esto conducía
a más incomunicación y el distanciamiento consiguiente. Al final, cada uno
tenía un ocio e incluso una vida independiente.
—Ya, bueno, será verdad, pero eso es algo general y poco importante —
comentó Aurora.
—Quizás, me ha parecido mejor empezar por algo menos peliagudo,
pero… ¿no es también algo parecido a lo que le sucedió a Carlos con sus
primeras propuestas de negocio? Echa la vista atrás y piensa si le apoyaste,
le estimulaste o, aunque no fueses muy consciente de ello, lo desanimaste.
26
Aguarda, escucha, para o ya no serás capaz. Mira que lo pensé; mira que
lo sabía. Me lo dije y así ha sido. Como abriese la compuerta iba a salir
todo se lo iba a soltar todo, y ya no habría vuelta atrás. Pero no he tenido
fuerza para contenerme. No lo puedoparar yya nohaylímites.
Limitslimits.Esuntorrente.Ylacorrientenosedentendráhastallegaralmarqueser
áeldelaamargura.Másaúntodounocéano.Hala.Cuánto.Vengasí.Clarosí.Siemp
ezabaconlodelasaplicacionesgaysylasdrogasquemehallevadoallímitetodolosi
guientevendríacomoconsecuencia.Ahoralodesuspadresymañanalodemás.Yy
oqueopinabaqueunoteníaqueaprenderamorderselalenguaantelapareja.Jajaja.
Perohasidoaúnpeordeloqueyomefiguraba.Micabezasehadesbocado.Nopiens
oconclaridad.Todaslasideasmevienenamilesdekilometrosporhoraynopuedod
etenerlas.Estodebeserloquesientenalgunosdemisclientescuandotienenunmal
viajeporquesepasandedosis.Cuántotiempollevoasí.Esagotador.Nopuedodor
mir.Nohepegadoojoentodalanoche.Quédíaes.Essábadonoesdomingo.Dios.Si
nofuesefindesemanacómoibaapoderaguantareltipoantelagenteconlacabezaas
í.Ysifueraamisa.Porqué.Nosé.Esiraunstioparaestartranquilo.Yademásesdomi
ngo.YademáshedichoDiosyesodebeserunaseñal.Lamanandollamando.Hayal
guienahí.AquíDiosquevengasamisaqueesdomignoaunquenoteestásenterando
denadaperovenquetelodigoyoquesoyDios.Peroesoesunaidiotezibaaponermea
únmásatacadoenmisa.PeroDiospasa.BuenoleconvenzoalfinalaDios.Selopien
saydicequemejorvayasalcine.Mejoriralcine.Sí.No.Buenosíperosolosiesunad
eromanos.Queechenunaderomanos.Queechenunaderomanos.Mejorirdesfilan
doesocomolosromanos.Ponponpon.Esosonlostamboresaclaro.Enlaspelissie
mpredesfilantocandolostambores.Nodebíasercoñazoesoninada.Imagínateahí
dosmilkilómetrostocándotelostamboreseneloído.Queestaríasdeltamborhastal
oscojones.Lalechequeledabayoaldeltambor.Ysimeatropeyauncocheporquen
omeenteronideloquetengodelante.Porqueyoibaenplandesfileromano.Puesme
jormenudodescanso.Memuero.YledapenaaAurora.Yamimadre.Yamipadre.Y
amihermanoMarcos.YamihermanoJosé.YamihermanoAndrés.Yalasvecinas.
Yaladelultramarinos.Yalaviejadelvisillo.YalpadredeAurora.Buenoaesenoled
arápena.Ytúquésabes.Quemalyerno.Buhaaaaaa.Perosíquelosienta.Quemalsu
egrofuiquenomediopenadelpobreCarlos.Buhaaaaaa.Peronada.Ahesperaquet
ehasmuerto.Tehasmuerto.EresunespirituyvienesaveraAuroraylepidesperdón.
Peronotedejaacabar.Joder.Sehaasustadotantoquesevacorriento.Vayamierda.
Ynotehadadotiempodedecirlenada.Ytúallíeresunfantasmayencimatedejasolo
.Ytuallí.Ytuallí.Ytuallícomoungilipopopoyas.Turututururú.Turúrúrú.Nodecí
amosqueeradomingo.Dónde.Puesdóndevaaseraquí.Yporquétienequeseraquíe
hehe.Porqueaquí.PorquénopuedeserenAustraliapongamosporcaso.Puesnopu
edeserporqueentoncesyanoesdomingoeslunes.Jo.Quéputadaparaellos.Yaeslu
nesynohandescansadonadahoy.Pobres.Pobrecitosaustralianosquenolosconoz
coperomedanpena.Ahíensuislaesa.Debensentirsemássolosquelaunaahísolosq
ueestándesconectadosdelmundoahí.Yconunosbichosmásrarosquelaleche.Lo
scanguroslosornitorrincos.Nosiyasoloelnombretecagas.Esperaylosotroslosk
oalasloskiwis.Sipareceeldesayuno.KoalakoalaColacaoykiwis.Puesesocojonu
doparadesayunar.Yahoravamosacantar.¿Yeso?
Puessíporquehacemuchoquenocanto.Yelquecantasumalespanta.Yoquierocan
tarlacancióndeDioscantaralavidanuestrahumildecancióncantaralavidanuestr
ahumildecancióóóóóóóóóóóóóón.Lodelazarzuelanotendréniputaideaperoest
osíehestosíqueenmiiglesiadelpueblocantabansiempreesta.YAuroradiciendoq
ueleespanta.Sumalespanta.Sumalespanta.Quésabráelladecanciones.Buenosí
sabe.Perodaigualamímesalenestas.Porquevacantarellayyono.Eh.Acantar.Qu
écantar.CántalotodoFlanaganoaquívaavermuchodolor.YestoconlavozdeBoga
rt.BuenonodelquedoblababaaBogart.Ostrasasísíqueteníasqueacojonarte.Yolo
soltabatodo.Bah.Yolosueltotododecualquiermanera.Ynohacefaltaquetengan
pintadegánstertraigangabardinaysombrerodeeseytengaunamanoenelbolsillo
yconlaotrateapunteconlapistola.Fíjatequelohesoltadotodoantelapsicóloga.M
enudotemor.Oseraquesabenhacereltercergradosolomirándote.Joderquelistill
os.Peronosabentambiénqueunopuedoacabarcomoyohoy.Empiezas y lo s u
el t a s t o d o.
27
No. No me sentí mejor después de ese día. Las cosas no son tan bonitas
como en las películas. Se lamenta una de lo dicho y hecho, llora, se abraza a
su pareja. Se sinceran. Y luego… fundido en negro, The End! ¡Bah! Antes
al contrario, me sentía más desasosegada. Haber podido refugiarme en
echarle la culpa a él y en mi enfado me protegían, como una coraza. Pero
ahora, al sincerarme respecto a G., había salido de ese caparazón y estaba
con la piel en carne viva, y el aire, el frío, el contacto con cualquier cosa,
me provocaba un sufrimiento agudo. Si habían sido mis necesidades
insatisfechas las responsables, al menos en parte, de esa aproximación, yo
había sido idiota al obviarlas y tratar de compensarlas de la forma más
absurda, dejando que alguien se aprovechase de ellas.
Hubo silencio y espacio entre nosotros durante los siguientes días,
aunque notaba a Carlos más pendiente de mí, contemplándome desde la
distancia, con una mirada más compasiva que nunca, según me parecía.
Dos días atrás Carlos se me acercó y me dijo que le gustaba mi blusa,
que me quedaba muy bien. Había estado mirándome un rato antes, con
cierta atención. Tenía razón respecto a la novedad: era una blusa nueva que
me había comprado hacía poco y que me ponía por primera vez. No nos
engañemos, fue un intento demasiado forzado y no le quedó nada natural.
No se me pasó ni un segundo por la mente el que yo pudiera volver a
atraerle, me refiero de ninguna de las maneras posibles, pero lo tomé como
lo que era: un esfuerzo por empezar a recuperar algo. Me vino a la mente
una imagen de una casa destruida por un terremoto. Los habitantes, en el
momento más peligroso, se alejan, pero tras el seísmo, regresan y poco a
poco, con cautela, se animan a acercarse despacio a las ruinas; empiezan a
coger objetos recuperables, un cuadro que milagrosamente quedó intacto,
maletas, cajones con ropa, recuerdos… luego, incluso pequeños
electrodomésticos y hasta materiales que puedan servir para la
reconstrucción de una nueva casa. Casa desolada.
Sin embargo, un tiempo después me dejó descolocada con otra situación.
La verdad es que no estaba preparada para ella. No había transcurrido
suficiente tiempo. Llegué del trabajo exhausta, como tantos días, como era
habitual, como me obligaban, no: como me obligaba a mí misma. Tal vez de
forma poco consciente seguía buscando agotarme en la oficina, de manera
que me resultara indiferente el resto de las cosas, así al menos —con la
anestesia de la extenuación, con la singular indiferencia que provoca—
acusaría menos la desazón de esta existencia. Me derrumbé en el sofá del
salón, ese salón de nuestra casa donde tanto dolor se había acumulado.
Cerré los ojos y pasó así un tiempo indeterminado. Poco a poco fui
recobrando algo de la energía, solo la justa para volver a abrir los párpados
y empezar a reunir fuerzas con la intención de levantarme. Ya iba a darme
el impulso… pero un detalle me detuvo un segundo antes. Sobre la mesa
baja del salón, envuelto en papel de periódico, había un objeto. ¿Qué hacía
ahí? ¿Por qué estaba cubierto? Alargué la mano, lo tomé y, no sin cierto
miedo, porque no deseaba ningún otro descubrimiento doloroso, empecé a
desenvolverlo. Tras destaparlo lo reconocí al instante: era el ídolo que
compramos en el viaje de bodas. ¿Cómo era posible? ¿Dónde había ido a
parar todo este tiempo? Lo recordé en un fogonazo. Se había roto, junto con
las otras cosas que había en la mesa, cuando me escurrí sofá abajo al
revelárseme la falsedad de Carlos, cuando pensaba que me había estado
engañando con otros hombres. Lo cogí y lo miré bien, de arriba abajo, sin
duda se trataba del mismo objeto. Y no podía ser otro porque estaba
arreglado, pegado de nuevo. Es más, lo habían reparado de una forma
especial: las grietas de la rotura no habían tratado de disimularse, al
contrario, se habían hecho mucho más visibles al rellanarlas de una pasta
dorada. Ahora estaba todo lleno de surcos de oro. Pensé entonces que había
pasado de ser una pieza vulgar y anodina, propia de turistas atolondrados, a
un objeto de verdad valioso, único. No sabía qué pensar.
Levanté la vista y me encontré con la de Carlos, que me miraba
expectante. No había advertido su entrada. Quizás llevaba ya tiempo allí.
—¿Qué?... ¿qué has hecho?, ¿de dónde lo has sacado?
—Lo recogí poco después de que se rompiera. Iba a tirarlo, pero… no sé
por qué guardé los trozos en un cajón. Hace unos días acabé de arreglarlo y
quería que lo encontrases. Me pareció que hoy podía ser un día propicio
para que lo vieses. Pero… no sabía cómo te lo tomarías. ¿Te parece bien?
—¡Eh! Sí, sí… claro. Sí, ahora me parece… mucho mejor. ¿Por qué
tiene estas líneas doradas tan gruesas?
—Es un tipo de arreglo de estilo japonés. Se llama kintsugi, o algo así.
Se trata de repararlo usando laca de oro. Realmente iba a quedar horrible si
únicamente lo hubiese pegado con super-glue, ¿no te parece?
—Sí, realmente. Desde luego.
—Pero leí por ahí que los objetos arreglados, bien arreglados, de alguna
forma hablan de su historia, de lo que vivieron, de lo que les pasó y de
cómo pueden restañar sus heridas. En realidad, los objetos de kintsugi
antiguos, los del siglo XV al XVIII, que fueron reparados por algún gran
artesano, son más caros que los originales no descompuestos. Curioso,
¿verdad?
—Bueno, viendo esto no me extraña nada. Realmente, ahora sí que vale
la pena. Pero tú nunca has sido nada manitas, ¿cómo has sabido hacerlo?
—¡Va! Es de lo más sencillo. En internet tienes los tutoriales que quieras
y te compras un kit básico para arreglar algo así de pequeño.
—Has hecho un gran trabajo, te lo aseguro.
—¿Lo dices solo por el ídolo?
—No, desde luego que no, ya lo sabes.
—Gracias. ¿Volverá a estar aquí en la mesa? ¿Te parece un lugar
adecuado?
—Uhm… Sí, déjalo aquí de nuevo.
—Vale, pero… no lo rompas otra vez. No creo que sea capaz de
recomponerlo de nuevo, no tengo la paciencia de esos artesanos japoneses.
Esbocé una sonrisa. Lo miré. Pensé entonces en el papel aplastado y
estropeado para siempre por la mano de G. y en la figura que mi marido
había recompuesto tan delicadamente. Y solo me salió añadir: —¡Ay!
Carlos, Carlos, Carlos…
33
—Carlos, Carlos. Pero oye, escúchame que hace mucho que no canto y
estos días todo el mundo canta en las casas, así que yo también. ¿Qué te
parece esta? (Carraspea. Se pone a cantar):
No le temo a los rayos ni balas, / ni le temo a otra cosa más mala. / Que
me hizo mi pare
más guapo que er Gallo, / pero a ese bichito lo parta un rayo.
¡Ay, mare! Yo estoy malita, me está entrando unos suores / que m'han
dejaito seca y comia de picores. ¿Será que a mí ma picao / el viriñus tan
dañino, / y por eso me he quedao más dergáa que una sardina?
¡Te coman los mengues, / mardito e covid / que tié en la barriga pintá
una guitarra! / Cantando se cura tan jondo doló...
Ay, / ¡Malhaya er bichico / que a mí me picóóóóóóóóóó!
—Sííííi. ¡Bravo! ¡Gitana! Ja, ja, ja. Y, además, mira, te lo voy a decir:
Esa es de La Tempranica, lo de la canción de la tarántula, pero adaptada a
estos tiempos, ja, ja. No puede estar más propia, con los cambios que le has
hecho.
—¡Vaya has acertado! ¡Qué novedad!
—Para que veas.
—Me estás animando, sí, me estás animando. Pues venga me arranco
con otra.
—Hoy tenemos recital, y sin encender la tele.
—Calla que voy (otra vez canta):
Era extraño. Había vuelto de hacer la compra, tal y como quedé con él, y
no lo encontré en casa. Al momento adiviné la razón y lo dije en alto: "Si
no sale a la calle, aunque solo sean diez minutos, se muere. No lo puede
aguantar". Total, que si no sale se muere, pero si sale y coge el covid
también. ¡Vaya dilema! A saber con qué lata, qué jabón o qué bote de lejía,
que tenemos ya almacenada como para fregar un hospital, va a aparecer.
Siempre buscando una excusa. En fin. Después de pensar esto, dejé las
cosas que traía en la cocina y me puse a organizar la despensa y el mueble
bajo de productos de limpieza para hacer hueco por lo que él traería. Luego,
con mucha tranquilidad, me acomodé en el salón y encendí la tele.
Como siempre, las noticias del coronavirus copaban las cadenas y el
hombre con pelo ondulado, abundante y desordenado comentaba con su
característica voz rota las medidas que debíamos seguir manteniendo.
Aburrida de un asunto que no ofrecía cambios significativos, traté de
distraerme eligiendo un programa de música clásica. Eso era otra cosa:
ahora que para entretenimiento de la ciudadanía se podían ver gratis
distintos canales anteriormente de pago, me entretuve siguiendo una
representación del Cascanueces desde el Bolshói. La obra me distrajo un
buen rato, hasta que caí repentinamente en la cuenta de que Carlos se estaba
entreteniendo demasiado y me sobresalté. ¿Qué le pasaba? Cogí mi teléfono
y marqué su número. Comenzaron a sonar las característicos pitidos pero no
respondió. Saltó el contestador, pero no dije nada. Recurrí al WhatsApp.
Por lo visto, había estado en línea hacía treinta minutos. Le envié un
mensaje, pero no aparecía como recibido. En un segundo, resurgieron mis
antiguos temores. No, no. Me dije. Ya has caído en esto. No vuelvas a
suponer más de la cuenta. El móvil no tendrá batería o se lo habrá dejado
por ahí. Tranquila, estate tranquila. A ver, como mucho habrán pasado…
cuarenta y cinco minutos desde que ha salido. No habrá encontrado lo que
buscaba cerca o quizás ha tenido que recorrer varias farmacias por un
medicamento, quién sabe. Lo más seguro es que esté haciendo tiempo para
estirar más las piernas. Tranquila. Haz algo y espera un poco.
Pero ya no podía quitarme de la cabeza la preocupación. Noté que
respiraba algo más rápido de lo normal. No me podía sentar y andaba de un
lugar a otro de la casa, mirando permanentemente el reloj. Volví a intentar
llamar, nada. Más mensajes que no se recibían. ¿Pero qué le ocurría? Tras
otra hora más me puse en un estado de nervios realmente preocupante. A
cada momento, con el oído aguzado, creía percibir un sonido en la escalera,
en el ascensor, en la misma puerta, pero no eran nada. A ver… ¿qué hacer?
No puedo ponerme a llamar a la policía. Justamente, si descubren que está
paseando por allí lo sancionarán, lo arrestarán. ¿Comunicarme con sus
padres, con sus hermanos? Les voy a alarmar sin necesidad, y sin que
puedan hacer nada. Si le llaman les sucederá lo mismo que a mí. ¿Dónde se
puede haber metido? ¿Cómo puede estar alguien varias horas por la calle
cuando estamos en estado de alarma?
Tras esa fase de intensa angustia, el agotamiento fue mitigando mi
excitación. No había más remedio que resignarse. Lo que tuviera que ser,
que fuese. Ya estaba bien. Si no le había sucedido nada malo, un accidente o
algo grave, o si lo había retenido la policía ya me daría explicaciones
cuando regresase. Lo que me llenaba entonces era el enfado y la rabia.
Ojalá que tuviera una buena razón. Me tendría que dar buena cuenta porque
el mal rato que estaba pasando no era de recibo.
Intenté cenar algo, pero me resultó casi imposible tomar bocado. Empecé
a prepararme para acostarme. Y deseché de entrada la lectura que me
acompañaba todas las noches, pues tenía la certeza de que me resultaría
imposible entender una sola línea. Solo cabía tumbarme en la cama y
esperar, quién sabe cuánto o qué.
¡Oh, qué placer!, ¡Oh, qué placer! / ¡Al aire libre! ¡Al aire libre! / Es
más fácil poder respirar / ¡Al aire libre! / ¡Solo aquí hay vida! / ¡La
mazmorra es una tumba! / … ¡Oh, libertad!
FIN DE
AZUFRE EN EL CORAZÓN
Acerca del autor
Jorge Barraca Mairal