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Introducción
Así como los músicos en la orquesta no tocan para sí mismos sino para otros que
los escuchan y, percibiendo la belleza de la música, pueden disfrutarla y gozar, así
también la Iglesia reunida para celebrar al Señor, tiene como un fin la glorificación de
Dios. En un primer sentido, podemos decir que la liturgia es una obra para otro porque
la Iglesia celebra los santos misterios buscando glorificar a su Señor: con la alabanza, la
acción de gracias, la bendición.
Pero los mismos músicos no son indiferentes en su acción musical: también ellos
se deleitan en la obra que ejecutan; a ellos también les inunda la belleza del arte. Por
eso, relacionando con el tema que tratamos, el otro fin de la liturgia también se refiere a
la Iglesia y a cada cristiano: ser santificados, participar cada vez más de la vida de Dios.
Así lo dice el Concilio Vaticano II: “Realmente, en esta obra tan grande por la
que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre
consigo a su amadísima Esposa, la Iglesia, que invoca a su Señor y por él tributa culto al
Padre Eterno.”1
Muchas personas a veces dicen «ir» a Misa «porque les hace bien». Y es verdad:
la Celebración Eucarística santifica a los cristianos. Más evidentes aún son el
Sacramento del Bautismo o de la Reconciliación, por los cuales somos regenerados y
santificados en Cristo. ¡¡Cuánto bien nos hacen!! Pero: ¿qué pasa si no «sienten» eso, si
no se da en la experiencia sensible el que les haga bien? ¿Acaso se reduce el valor de la
Misa a la experiencia sensible? No, por supuesto. Celebramos la Misa (y toda liturgia)
1
Constitución «Sacrosanctum Concilium» sobre la sagrada liturgia, n. 7
2
ante todo para dar gloria a Dios, con gratuidad. Por eso, hay un movimiento ascendente:
alabar, bendecir, dar gracias, suplicar.
Así como los músicos de la orquesta tocan especialmente para deleite del
público, así nosotros vivimos la sagrada liturgia “para alabanza y gloria de su Nombre”.
2
Ibíd., n. 28
3
llamado los «pulpitos», por tener tantos brazos. Sin embargo, esto que aconteció no es
lo habitual. Las distintas tareas deben repartirse entre los fieles, de tal manera que se
exprese la unidad de la Iglesia en la variedad de ministerios y carismas.
Tantas veces sucede que hay personas que se rehúsan a hacer algún ministerio.
El famoso: «Padre, hoy no traje anteojos». Hay una natural timidez, excusable
totalmente. Pero quien asiste a la celebración litúrgica, como dice la Iglesia, no como
“extraño y mudo espectador”3 sino con una participación consciente, activa y piadosa 4,
no debe menos que estar disponible ante la necesidad y la invitación de «hacer algo en
la Misa».
Sin embargo, este «hacer algo» no se debe confundir con la participación
consciente, activa y piadosa5 que el Señor espera de nosotros. Porque participar de la
Misa no es lo mismo que «hacer algo». Participar es celebrar al Señor unido con los
hermanos, y si no hago nada estoy participando igual de la liturgia.
Hay algo que, en las orquestas, garantiza una armonía musical: la afinación. Que
todos toquen en la misma tonalidad, obedeciendo la partitura propuesta y aportando lo
propio para una interpretación adecuada. Al comienzo de la obra, los músicos hacen
sonar los instrumentos en una misma nota que el director propone para afinar. Y al
comienzo de la partitura, la armadura de la clave permite percibir la tonalidad en la cual
se interpreta la obra.
Haciendo una analogía con la liturgia y con nuestra vida cristiana, la afinación se
obtiene cuando los corazones laten con la misma caridad de Cristo. Su mismo amor
entregado en el altar de la Cruz, y derramado por el Espíritu Santo en los fieles, provoca
en nosotros una «concordancia», una unión de corazones. Y esto es necesario, pues la
liturgia no es otra cosa que la participación de la Iglesia en la oración que Cristo eleva al
Padre por todos los hombres, varones y mujeres.
Esa «afinación espiritual» fruto de la caridad de Cristo que se derrama en
nosotros por el Espíritu, origina una «armonía musical», es decir, un amor del pueblo de
Dios hacia su Señor que permite alabarlo, bendecirlo, adorarlo, glorificarlo, darle
gracias, suplicarle. La liturgia, en el fondo, se trata de amor.
3
Ibíd., n. 48
4
Ibíd.
5
Ibíd.
4
6
Ibíd., n. 7; SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de san Juan, 6,5-8
7
FRANCISCO, Carta apostólica «Desiderio desideravi» sobre la formación litúrgica del pueblo de Dios,
n. 57; parafrasea SC 7.
5
Conclusión