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Sociología de La Modernidad - Martuccelli
Sociología de La Modernidad - Martuccelli
modernidad II
Itinerario del siglo xx
Lom
P A L A B R A D E LA L E N G U A
Y Á M A N A Q U E S IG N IF IC A
Sol
© LOM EDICIONES
Primera edición, diciembre 2013
Primera reimpresión, 2014
isbn: 978-956-00-0487-1
rpi: 236.180
EDICIÓN Y COMPOSICIÓN
LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago.
(56-2) 2688 52 73 I f a x : (56-2) 2696 63 88
te lé fo n o :
e-m ail: lom<g)lom.cl
web: www.lom.cl
DISEÑO DE COLECCIÓN
Estudio Navaja
Tipografía: Karmina
S o cio lo g ía | c i e n c i a s h u m a n a s
Universidad de Chile
ÍN D IC E
In troducción 1 17
PR IM ER A PARTE
C a p ít u lo I
Em ile D urkheim (1858-1917), p roblem as y p rom esas
de la diferenciación social | 4 1
C a p ít u l o II
Talcott Parsons (190 2-1979), o la ten tación de la
integración p erfecta | 67
C a p ít u l o III
Pierre Bourdieu (19 3 0 -2 0 0 1), del h ab itu s a la h istéresis 1 10 3
C a p í t u lo IV
N iklas L uh m ann (1927-1998), la con tin gen cia p o r la
d iferenciación 1 13 1
se g u n d a p a rte
La racionalización 1167
C a p ít u l o V
M ax W eber (18 64-1920), las am bigüedades d e la racio n alización 1 1 7 1
C a p ít u lo V I
N orbert Elias (1897-1990), la racionalización com o autocontrol | 2 0 3
C a p ít u lo V II
H erbert M arcu se (1898-1979), la racio n alización u n id im en sio n al | 227
C a p ít u lo V III
M ichel Foucault (1926-1984), la racio n alización com o su jeció n | 2 5 1
C a p ít u l o IX
Jürgen H aberm as ( 1 9 2 9 - ) , racionalización y dem o cracia | 2 7 9
te r c e r a p a rte
C a p ít u l o X
G eorg Sim m el (1858-1918) o la m od ernid ad com o aventura | 3 2 1
C a p ít u lo X I
La E scu ela de Chicago (19 18-19 4 0 ), la con d ición h u m an a en la ciudad
m od ern a | 3 4 5
C a p ít u l o X II
E rvin g G o ffm an (1922-198 2), la cond ición m od ern a o la sosp ech a
perm an en te | 3 7 1
C a p ít u lo X III
A lain T ouraine (1925-), el Su jeto de la con d ición m od ern a | 403
C a p ít u lo X IV
A n th o n y G iddens (1938-), la con d ición m od ern a com o
distan ciam ien to esp acio-tiem po I 429
C o n clu sión | 4 5 5
A pénd ice
C ontrapuntos de la m od ern id ad | 459
B ibliografía | 477
ín d ice on om ástico I 4 9 9
Prólogo a la edición en castellano
M anuel A n t o n io Garretó n
INTRODUCCIÓN
¿Qué es una sociología de la modernidad?
i Cf. las reflexiones de Relnhart Koselleck, L efu tu r passé (París: Edítions de l’ EHESS,
1990).
a estas prim eras narraciones, muy a m enudo com puestas por un solo acon
tecimiento, relatos de acontecim ientos m últiples, m ás com plejos sin duda,
que harán de la distancia matricial el resultado de una concatenación m ás o
menos aleatoria o estructural de num erosos acontecimientos. Sin embargo,
en la fabricación intelectual que la sociología se forja de su propia conciencia
histórica, la función del o de los acontecimientos es siempre profundamente
similar: al m ismo tiempo trazar y dar cuenta de la frontera entre la sociedad
m oderna y el pasado. La conciencia sociológica de la sociedad m oderna no
se refiere, pues, tanto a una estructura social, a prácticas e ideas nuevas,
como a una reflexión específica sobre una relación com pletam ente distinta
del individuo con el m undo2. Sea cual sea la real novedad histórica de esta
conciencia, es esto lo que dom ina la reflexión propiam ente m oderna sobre
el mundo moderno.
Al igual que en sus orígenes, no se puede dar cuenta de esta distancia
m atricial m ediante un m odelo analítico único. Ciertamente, de una u otra
forma, siempre hay en el origen la ruptura de una totalidad concebida como
una form a de com unión, pero, una vez m ás, las vías son m uy diversas,
según se acentúe el quiebre de la unidad entre las palabras y las cosas, la
cultura y la sociedad, el individuo y el m undo, las posiciones objetivas y las
dim ensiones subjetivas... Sin embargo, esta ruptura, en el relato fundador
de las sociologías de la m odernidad, siem pre fu n cion a analíticam ente
mediante tres fases. Primero, a partir de la distancia percibida por el actor
entre sus horizontes de expectativas, por lo general no cum plidas, y la
realidad. Luego, atraviesa un m om ento turbulento en que los actores se
someten a situaciones contrarias a sus costumbres, pero en las cuales toman
conciencia de que estas prácticas rom pen la certidum bre de la rutina y los
confrontan a otras experiencias. Finalm ente, la diferencia cede el paso, al
menos a nivel intelectual, a un nuevo relato ordenador capaz de dar cuenta
de esta vivencia, insertándola en una estructura interpretativa que apunta
a quitarle lo esencial de su carga de extrañeza.
La m odernidad es la conciencia histórica de estos desajustes, fuentes de
aventuras y ansiedades, y de la perplejidad am bivalente que estos implican;
una perplejidad que nunca se disipa totalm ente. La experiencia inicial de
ta extrañeza m oderna y su conciencia histórica, si logra transform arse en
evidencia práctica e intelectual, no llega jam ás empero a crear un horizonte
I Mazlich tiene toda la razón cuando caracteriza el nacim iento de la sociedad moderna
y de la reflexión sociológica, ante tod o, por la conciencia de la desaparición de los
vínculos anteriores, e incluso por el sentim iento punzante en cuanto a que los antiguos
vínculos eran superiores. Cf. Bruce Mazlich, A New Science: The Breakdown ofConnection
and the Birth ofSociology (Nueva York-Oxford: Oxford University Press, 1989), 253 y ss.
de expectativas definitivamente familiar. Las sociologías de la modernidad
nacen tanto de la conciencia de la distancia entre el presente y el pasado
como de la renovación de la interrogación sobre las form as específicas de
esta distancia. Para la sociología no puede realmente existir una eliminación
de esta distancia; a lo sumo una disminución parcial y momentánea.
La conciencia histórica de la distancia de la modernidad con el mundo
que le ha precedido se refleja sobre todo en la invención de los sociólogos,
muy discutible, de la idea de comunidad como un mundo total y armonioso.
Esta (¿quién lo dudaría aún?) nunca ha existido, pero ciertam ente rendía
cuenta, a nivel intelectual, de la experiencia fundacional de los individuos
en la modernidad, es decir, del sentimiento de que el mundo se hundía bajo
sus pies. La conciencia histórica de la modernidad surge allí donde el orden
del mundo pasado se desm orona y donde el orden del porvenir no se hace
aún evidente. Pero en la constitución de la conciencia histórica propia de la
sociología, los dos mom entos — el de la crisis como el de la regeneración—
por lo general se han presentado sim ultáneamente, y estos dos temas están
presentes en todos los movimientos de olvido y de redescubrimiento de los
cuales está constituida la modernidad. Todo sociólogo cree ver en su propia
sociedad un nuevo estado de la modernidad, una transición tensa entre la
conciencia de la muerte radical de un mundo y el lento nacimiento de otro,
asociado al surgimiento de nuevas figuras del individuo. Esto indica hasta
qué punto la sociología de la modernidad es en sí inseparable de una toma de
conciencia histórica del sentimiento de ruptura con el pasado. Ciertamente,
la sociología, más aún que otras disciplinas, ha tenido durante mucho tiempo
la tendencia a asociar la m odernidad con un tipo específico de sociedad, a
saber, la sociedad industrial3, antes de que el relato histórico propio de la
modernización la atraviese y establezca la idea de otra modernidad después
de la modernidad. Como antaño en otros ámbitos culturales, la conciencia
de la m odernidad en la sociología evoluciona «hasta que finalmente no se
define m ás que oponiéndose a sí m isma»4. La actualidad, toda actualidad,
está irrem ediablem ente condenada a ser superada y convertirse en una
form a de clasicismo.
3 Para un ejem plo consum ado, cf. Raym ond Aron, Les désillusions du progrés (París:
Calmann-Lévy, 1969).
4 Hans R obert Jau ss, «La “ m o d ern íté” dans la tradition littéraire et la co n scien ce
d’aujourd’hui», en Pour une esthétique de la réception (París: Gallimard, 1978), 213.
Toda sociología puede analizarse, a la vez, como el esfuerzo intelectual
que apunta a unir lo que se separa, a dotar de una unidad a lo que se frag
menta, y como la conciencia desdichada de la im posibilidad de lograrlo. No
hay sociología de la m odernidad fuera de esta voluntad. Se podrá discutir
largo tiempo sobre sus orígenes intelectuales, pero fácilmente se puede llegar
a acuerdo en cuanto a los fundam entos sociales de su eficacia sim bólica.
Esta representación parte de la crisis de una form a de conciencia histórica
y form ula versiones aceptables de la sociedad m oderna bajo la form a de
una conciencia histórica de esta crisis. Es de allí que proviene la principal
seducción. Todo período de transición se caracteriza por un desgarro, por
un desm oronam iento de la continuidad, por el sentim iento del desorden,
y lo propio del pensam iento en estas fases es querer m antener unido (fre
cuentemente recurriendo al pasado) lo que ya se separa en el horizonte.
La sociología concibe toda la m odernidad com o una fase interm inable de
transición que perm ite dar cuenta del presente contra el pasado, del cam
bio contra la tradición, o, como lo percibió m uy bien Harold Rosenberg, de
establecer una form a de «tradición de lo nuevo»5.
Para dar cuenta de esta actitud, la palabra «crisis» es en m uchos a s
pectos ju sta desde un punto de vista descriptivo, pero p rofun dam en te
Insuficiente en cuanto se adopta una perspectiva analítica. La sociología
experimenta y construye su historia declinando siempre en el presente la
ruptura fundacional de la cual voluntariam ente dice proceder. Es en este
■entido que la idea de crisis es justa, ya que da cuenta de este sentim iento
confuso y múltiple de desconexión con el m undo, pero es insuficiente para
caracterizar la pluralidad de respuestas involucradas. Lo sorprendente en
el fondo tiene m enos que ver con la perm anencia de este sentim iento de
distanciam iento del m undo que con la repetición incesante del asom bro
de los sociólogos frente a esta distancia m atricial. La m ayor parte se cree,
en un m omento u otro de sus vidas, en el punto de in flexión de una época,
en un intervalo, donde se m ezclan intrincadam ente lo antiguo y lo nuevo.
Tído es válido para m arcar estas fronteras y estas rupturas concebidas cada
vez como definitivas: las m últiples revoluciones políticas, los efectos de la
revolución industrial, el fin del liberalism o parlam entario, el advenim iento
del totalitarismo, la verdadera consolidación de una sociedad industrial, su
descomposición, la llegada de una nueva revolución tecnológica, la formación
de una sociedad de la inform ación, en fin, todos los discursos posibles de
6 Para reflexiones en este sentido, cf. Jeffrey C. Alexander, «Modern, Anti, Post, and Neo:
How Intellectuals have coded, narrated, and explained the “ New World o f Our Time” »,
en Fin de siécle Social Theory (Londres-Nueva York: Verson, 1995), 13 y ss.
7 Para consultar la noción de pathos, cf. Arthur O. Lovejoy, The Creat Chain ofBeing (Nueva
York: Harper, 1936), 10 y ss.
8 Para una interpretación de los diferentes movimientos modernos a partir de esta tensión
constitutiva de la m odernidad, cf. Matel Calinescu, Five Faces ofM odernity (Durham:
Duke University Press, 1987).
9 Si bien se puede discutir la filiación histórica establecida por Nisbet entre la sociología
y el pensam iento conservador del siglo XIX, es necesario rendirle homenaje por haber
sabido acentuar claram ente la paradoja creativa de la sociología en su tensión entre
a ser uno de sus rasgos distintivos. A pesar de las diversas nostalgias que
la atraviesan, rara vez la sociología se entrega a un cuestionamiento de la
modernidad m isma y casi nunca da cabida a una crítica reactiva radical. De
la misma forma, pero al revés, el pathos propio de la sociología le impide
zozobrar en un elogio desprovisto de reticencias críticas para con la m oder
nidad, en donde el pensamiento se identifica realmente con el m ovimiento
del mundo, en donde el progreso ocupa un sitial de verdad últim a y en
donde todos los mom entos y todas las crisis term inan por insertarse como
períodos necesarios de una parusía histórica. El pathos de la sociología no
es más que el m anejo de la distancia entre estas dos actitudes, las cuales
están siempre presentes y sin que sea posible desprender una de la otra sino
con el riesgo de perder su identidad intelectual'0.
13 Para una historia del nacim iento de la sociología en Francia desde esta perspectiva,
cf. Laurent Mucchielli, La découverte du social (París: La D écouverte, 1998).
14 Si quisim os rehabilitar la noción de autor en sociología, no es para proveer una lista
can ón ica, sin o porque creem os q u e es en la evolución y en las inflexiones de un
pensam iento com o se develan m ejor los límites de una interpretación que pretende
expurgar las obras de sus límites en favor de una muy hipotética reconstrucción teórica
de la totalidad de su espacio de posibilidades. En sociología es Alexander quien supo
construir la versión m ás acabada de esta actitud intelectual. Cf. Jeffrey C. Alexander,
Theoretical Logic in Sociology, 4 vols., (Berkeley: University o f California Press, 1982-
1983); Twenty Lectures: Sociological Theory since World War II (Nueva York: Columbla
University Press, 1987).
de una obra por su m edio'5. Tentación tanto mayor cuando los sociólogos
olvidan a menudo que tienen que lidiar con representaciones históricas
de lo real, generadas dentro de una h istoria institucional, ciertam ente,
pero también al interior de una historia del pensamiento que tiene efectos
propios que no se pueden lim itar al estudio de las fuentes, de los campos
estratégicos o bien a otros determ inism os extrínsecos a la obra.
La idea de matriz apunta a burlar estos riesgos. En prim er lugar, ella in
siste en la profunda continuidad de la mirada sociológica a lo largo de todo
el siglo: actitud terapéutica contra la ilusión m isma de la m odernidad que
siempre pretende estar en un cruce inédito de cam inos. En segundo lugar,
la noción permite com prender hasta qué punto la matriz está im bricada
en un proceso histórico, y que es el reflejo tanto de una actitud intelectual
como un esbozo de análisis. Finalmente, permite especialmente acentuar el
papel de la im aginación en el trabajo sociológico, para dejar de m anifiesto
que, a pesar de lo agudo de los problem as sociales a los que responde una
teoría, esta siempre se encuentra lejos de entregar la claridad supuesta y
deseada. La sociología tam bién es siempre una reacción. Por lo tanto, no
se trata de reducir la m ultiplicidad real de las obras a algunos grandes m o
delos hipostasiados, sino subrayar a la vez, y después analizar, la relativa
constancia y la relativa variación de las matrices.
Pero se trata tam bién de deshacerse de una concepción lineal o cíclica de
la historia del pensamiento sociológico. No existe ni progresión continua ni
eterno retomo. Cada matriz opera por medio de una serie de desplazamientos
concéntricos, cuyo doble movimiento de expansiones y de contracciones
permanentes y sucesivas explicitan de m anera figurativa la evolución inte
lectual. Así, es posible com prender tanto las continuidades de intuiciones
como las múltiples rupturas dentro de una m ism a matriz; romper con una
historia del pensamiento escrito en función de filiaciones, donde al final
solamente se trata de ubicar a un autor o una escuela dentro de un árbol
genealógico. La reutilización incesante de las m atrices debería perm itir a
la sociología protegerse de estos extravíos. En ella, como tratarem os de
demostrarlo, las filiaciones experim entan m últiples rupturas, y es por sus
desplazam ientos longitudin ales de geom etría variable, a p artir de una
15 Los libros de Aron o de Coser escapan a esta limitación, ya que am bos logran presentar
de manera diferente los contextos intelectuales y sociales com o elem entos auxiliares
de com prensión de las obras más que verdaderam ente com o estructuras últimas de
inteligibilidad. Cf. Raymond Aron, Les étapes de la penséesoaológique (París: Gallimard,
1985); Lewis A. Coser, Masters o f Sociological Thought (Nueva York: Harcourt Brace
Jovanovich, 1971).
sola matriz, que el m ovimiento creador del pensam iento sociológico de la
m odernidad se refleja mejor.
Las matrices son menos que un paradigma, más que una idea de base, algo
diferente a una escuela. Menos que un paradigma, ya que están lejos de tener
su consistencia lógica, su capacidad de proponer m arcos epistem ológicos
de explicación y, al menos en último análisis, pruebas de refutación'6. Más
que una idea de base, puesto que no se trata solam ente, como lo explicitó
Lovejoy, de aislar los elementos constitutivos presentes en diferentes sistemas,
sino que, al contrario, apuntar a desprender los grandes marcos, especies de
telones de fondo en los cuales trabajan los diversos elementos17. Algo distinto
a una historia efectuada en función de escuelas cuya permanencia sería una
de las especificidades de la sociología, y en donde la presentación histórica
apuntaría a extraer algunos grandes modelos diferentes, incluso irreductibles
entre ellos, y cuya sucesión describiría una pendiente evolucionista18. Las
matrices están lejos de tener esta inconmensurabilidad teórica y más de una
vez, a lo largo de todo este siglo, será posible m ostrar en acción, en la obra
de un solo autor, las afinidades y las im bricaciones entre ellas. Más de una
vez autores de una m isma escuela estarán presentes en matrices diferentes.
Esta actitud, si no descuida la im portancia de las tradiciones nacionales (se
podría mostrar, por ejemplo, la existencia de afinidades electivas históricas
entre una matriz y un m arco nacional), las incluye empero de entrada en
16 Thom as S.Kuhn, La structure des révolutions scientifiques (París: Flammarion, 1972 [1969]).
N ótese que luego de las diferentes críticas dirigidas a su noción de paradigm a, Kuhn
posteriorm en te le quita fuerza (cf. el p ostfacio de 1969) hablando de una «matriz
disciplinaria» con el fin de subrayar la coexistencia de elementos ordenados de diferentes
tipos, pero que siempre funcionan com o un todo. El uso que hacem os aquí de la ¡dea de
matriz difiere de eso considerablem ente. Sin duda el parentesco es mucho m ás grande
con la noción de «tem ata» de Holton. Este autor cree poder detectar en el pensamiento
científico ideas directrices, presu pu estos fundam entales, muy a m enudo estables,
am pliam ente disem inados, que intervienen en las m otivaciones de un científico, en
su producto final e incluso en la aceptación o el rechazo de sus trabajos. En número
limitado, los tem atas ejercen un fuerte poder en la imaginación de un científico, lo
que les permite a veces incluso ir m ás allá del sistem a de axiom as de una teoría, pero
siem pre en concordancia con los principios de los tem atas a las cuales adhieren. Cf.
Cerald Holton, L’imaginationscientifique (París: Gallimard, 1981). Si hem os preferido la
noción de matriz es para subrayar que, a diferencia de los a príorí movilizados en todo
conocim iento, acá se trata m ás bien de un esquem a histórico de interpretación de la
sociedad moderna.
17 Para una historia de la sociología a partir de esta perspectiva, cf. Nisbet, La tradition
sociologique.
18 Especialm ente Don M artindale, The Nature and Types o f Sociological Theory (Londres:
R outledgeyK egan Paul, 1961); para Francia, Pierre Ansart, Lessociologies contemporaines
(París: Seuil, 1990).
un espacio intelectual más amplio, acentuando así la paradoja del proceso
sociológico, siempre sólidamente anclado en los límites de un Estado-nación
y movido por una vocación universal tendiente a subrayar las dim ensiones
transnacionales de su reflexión.
En esto, la m atriz designa m ás un espacio de invención teórica y de
descripción de la m odernidad que una doctrina o un m odelo epistem o
lógicamente consistente. Ella está muy lejos de definir de m anera estricta
una correspondencia con ciertas nociones, incluso con m etodologías de
Investigación. Apunta a dar una respuesta a requisitos m ás o m enos vitales,
pasando de representaciones confusas o informes de la vida social, a imágenes
o modelos que, junto con aspirar a una gran coherencia científica, logran
dar un sentido al posicionam iento de los hom bres en la modernidad. Una
matriz sociológica tiene así tanto sino m ás que ver con esta exigencia que
con la preocupación de trazar los lím ites de inteligibilidad de un discurso
propiamente científico. Lo que explica la abertura de las matrices, su posible
compatibilidad, el carácter a menudo muy discutible de las ideas de incon
mensurabilidad; pero lo que explica tam bién, en parte, la prim acía a plazo
de una matriz sobre otra, y el hecho que un autor, a pesar de su voluntad
a menudo ecuménica, interpreta por lo esencial la m odernidad a partir de
una sola perspectiva central.
En esta reflexión, autores importantes han debido ser excluidos y muchos
otros, que no tienen necesariam ente el estatus de sociólogos, han sido sin
embargo seleccionados. Las elecciones, por arbitrarias que puedan resultar,
se realizaron especialm ente en función de la relación que estos autores
m antenían con la inflexión de la conceptualización al interior de una m a
triz, pero también con una preocupación cronológica mínima, espaciando
a los autores en intervalos m ás o m enos regulares con el fin de dar para
cada matriz una representación correspondiente a los diversos períodos
históricos. Los principios de unidad que m arcan la historia de una matriz
teórica son inseparables de la gran diversidad que esta conoce en diferen
tes momentos históricos: si es así posible realizar una aproxim ación entre
autores en función de su representación lim inar de la m odernidad, m uchas
otras diferencias, a menudo de im portancia, son reconocibles entre ellos
en otros niveles (especialmente en sus concepciones de la acción social o
de la teoría social).
Hemos hablado hasta ahora de la modernidad de m anera indiferenciada.
Este libro no se refiere sin embargo más que al siglo X X . Lejos está de n o so
tros la idea de m inim izar la im portancia del aporte del siglo anterior, pero
es a partir del linde del siglo X X , como m áximo a partir de la últim a década
del siglo X I X , que se constituyen verdaderam ente las matrices sociológicas
D igitaliza do por A lito en el E stero P rofundo
El libro está dividido en tres partes, cada una de ellas dedicada a una de las
matrices de la m odernidad. La presentación siempre es la misma. Después
de una breve introducción de los ejes más im portantes que estructuran la
problemática propia de la modernidad, tal como esta se reelabora en cada
matriz, sigue una p resentación esquem ática de los principales autores
tratados, antes de que los capítulos sucesivos se aboquen efectivam ente al
estudio de la interpretación de estos.
En los diversos capítulos hem os tomado en cuenta algunos principios
sim ples con el fin de permitir, para cada uno de ellos, una lectura a tres
niveles. Primero, hem os propuesto una presentación de las obras, con el
objeto que los lectores poco iniciados en la sociología sigan la evolución
de un pensam iento. Luego, en un segundo nivel, y sin caer en ninguna
forma de idealismo o evolucionism o, hem os tratado de develar a través de
los autores seleccionados las vicisitudes intelectuales de una matriz. Las
obras no son leídas en el seno de una historia que las domina, sino que, al
contrario, es a partir de sus reestructuraciones y de sus inflexiones que se
desprende progresivamente, pero solo progresivamente, la form a histórica
adoptada por el desarrollo de una matriz. En este sentido preciso, el sitial de
los autores dentro de una matriz no supone necesariam ente una evolución
o progreso del pensam iento. Por el contrario, señ ala siempre una novedad,
otra vía, una inflexión crítica, la reconsideración de un olvido, la generali
zación de una intuición, la radicalización de un modelo, la torsión de una
representación. Finalm ente, y lo que es m ás im portante, todos los textos
1 Para una buena presentación, ver el com pendio de artículos, C f.Jeffrey C. Alexander y
Paul Colomy, eds., Dijferentiation Theory and Social Change: Comparative and HistóricaI
Perspectives (Nueva York: Columbia Unlverslty Press, 1990).
3 El concepto hace referencia al fuerte crecimiento y a la rápida circulación de las personas,
de los bienes, de las inform aciones dentro de una sociedad en vías de m odernización.
Cf. Karl Deutsch, «Social Mobilization and Polltical Developm ent», American Political
Science Review (septiem bre 1961): 493-514; Ciño Germani, Política y sociedad en una
época de transición (Buenos Aires: Paidós, 1962).
define una sociedad com pleja y heterogénea en la m edida en que esta se
com pone de grupos diferentes siem pre m ás num erosos y jerarquizados
en tre ello s. De hecho, la d ivisión del trabajo en el caso de D urkheim
integra m ás o m enos la totalidad de las form as de especialización de las
funcion es sociales. Dentro de esta sociedad, los individuos acrecientan
su singularidad, lo que los torna cada vez m ás distintos a unos de otros y
exige al m ism o tiem po su m ayor com plem entariedad. A m edida que este
proceso se devela, cada esfera de actividad term inará siendo regida por
reglas autónom as, independientes unas de otras, aun cuando este aspecto
de las cosas sea poco citado en la obra de Durkheim m ismo.
La im portancia fundacional de su reflexión sobre este aspecto proviene
del hecho de que él tuvo la viva consciencia de establecer una relación
íntim a entre diversas form as de división del trabajo y diferentes principios
de integración de la sociedad. La diferenciación social, que se traduce en
una diversificación de grupos, de funciones, de norm as posibles, conduce
al problem a de la construcción de significados culturales o de principios
fu n cio n ales que p erm itan la integración de la socied ad. ¿Cóm o lograr
establecer nuevos significados sociales com unes en el seno de sociedades
d iferenciadas? ¿Cómo asegurar la com unicación y el intercam bio entre
cam pos sociales cada vez m ás autónom os en sus principios de acción? Es
el encuentro estrecho y siem pre problem ático entre la diferenciación y la
integración sociales que será, a partir de Durkheim, la verdadera dinám ica
interna de esta m atriz3. En el fondo, de allí provienen tam bién las afinid a
des electivas m ás o m enos constantes entre la m atriz de la diferenciación
social y una concepción fu ncion alista de la vida social4.
Com o lo verem os, los au tores tu vieron en este respecto posicion es
diferentes y m ás o m enos extrem as, pero para todos ellos, de una form a
u otra, la sociedad, los subsistem as o los cam pos sociales term inan por
contar con razones o intereses, y esto no solam en te debido a inercias
sociales en acción. De hecho, u n a concepción que afirm a descriptiva
m ente el m ovim iento de la m odernización como diferenciación creciente
de los cam pos sociales ha conducido inevitablem ente a ciertos autores
a la tentación de co sificar los su bsistem as sociales. Tarde o tem prano,
3 Para una reflexión en este sentido, entre m uchos otros, Cf. Neil J. Sm elser, «Le lien
problém atique entre différenciation et intégration», en Philippe Besnard, M assim o
Borlandi y Paul Vogt, eds., División sociale et lien social (París: PUF, 1993).
4 Nos parece que el vínculo a m enudo, pero no siem pre, observable entre la matriz de
la diferenciación social y las teorías sistém icas, incluso con procesos más o m enos
teñidos de positivism o o cientifism o, no es una relación verdaderam ente estructural,
a diferencia de lo que n osotros creem os detectar con el funcionalism o.
el énfasis colocado al com ienzo sobre la diferenciación social se desp la
za claram ente hacia el problem a de la integración de la sociedad. Y es
justam ente este desplazam iento de la interrogación lo que se sitúa para
m uchos en el origen del argum ento fu n cion alista por excelencia, a saber,
tom ar las consecuencias de una acción (sean estas deseadas o no) com o
la explicación de su existencia y de su m antenim iento5. La im portancia
extrem a y desm esurada dada a la noción de adaptación debe interpretarse
com o un efecto directo de esta problem ática.
Es pues en esta oscilación entre d iferenciación e integración que debe
leerse la historia de esta m atriz. Por una parte, y es sin duda uno de los
enunciados m ás innovadores de Durkheim , la integración de la sociedad
paradojalm ente solo es concebida com o una consecuen cia de la división
del trabajo social. Pero D urkheim está dem asiado preocu pad o por las
anom alías, los problem as sociales, las patologías individuales com o para
conform arse con una concepción tan general. Entonces él va a recurrir de
muchas form as, descriptivas o norm ativas, a otros elem entos que aseguren
la integración social. En lo esencial serán de naturaleza m oral. Pero en
realidad, el hecho de que la tensión entre la diferenciación y la integra
ción no sea nunca definitivam ente resuelta hace de la obra de Durkheim
un sabio com prom iso entre las dos posibilidades. Aun cuando él afirm a
claram ente la idea de que la sociedad es una entidad m oral, nunca deja
de reflexionar en cuanto a sus m anifestaciones m ateriales.
Con Talcott Parsons, este equilibrio inestable se resuelve radicalm ente
en beneficio de la integración «moral» de la sociedad. El proceso es sin
duda, en el detalle, m enos sólido y definitivo de lo que se ha dicho con
demasiada frecuencia, especialm ente porque él ha conservado siem pre
una concepción altam ente problem ática y aleatoria de la acción social.
Sin embargo, es justam ente en su obra que la m odernidad term inará por
encontrar su expresión canónica más acabada y bien lograda, especialmente
hacia fines de los años sesenta, cuando el elogio de los Estados U nidos se
hará explícito y sin ambages. Por supuesto, una obra tan vasta e importante,
con etapas tan diferentes y al m ism o tiem po tan profundam ente ligadas
entre sí, conlleva otras contradicciones y posibilidades. Pero sea cual sea
la tensión entre la teoría de la acción y la teoría de los sistem as sociales,
el tema de la integración sobresale en su obra. Si D urkheim h abía creído
poder revelar una entidad m oral en la sociedad, es solam ente con Parsons
9 Para esta crítica ver, entre otros, Anthony G iddens, «Functíonalísm : aprés la lute», en
Anthony Giddens, Studies ¡n Social and Political Theory (Nueva York: Basic Books, 1977),
96-129.
que la idea de sociedad integrada se convierte claram ente en el criterio
sociológico-m oral del bien y del mal. Las exigencias del funcionam iento
de la sociedad pasan a ser la m oral, apenas im plícita, del sociólogo. El
equilibrio social, que en el origen es una noción dinám ica y contingente,
se convierte solapadam ente en un criterio norm ativo identificado como
una exigencia de la sociedad.
Con Pierre Bourdieu se esb oza una rep resen tación com pletam ente
diferente de la sociedad m oderna. Sin embargo, su posición, en su línea
directriz preponderante, parte de la aceptación del relato de la m oder
nización como la transición de un m undo hom ogéneo e integrado hacia
sociedades altam ente diversificadas en las que se presenta el problem a de
la inadaptación de los individuos. Una vez m ás, la problem ática principal
es la articulación entre los diversos procesos de diferenciación social, des
critos por la idea de cam pos sociales, y la capacidad de adaptación de los
agentes, a través de los diferentes habitus. A pesar de algunas sem ejanzas
en el proceso de argum entación, especialm ente en lo que se refiere a la
p resencia de razonam ientos fun cion alistas, la concepción que Bourdieu
term ina por dar de la sociedad m oderna es m uy diferente a la de Parsons.
Sin embargo, la diferencia principal no radica tanto en la carga crítica como
en la discordancia m ás o m enos constante que él observa, a pesar suyo,
entre las posiciones sociales resultantes del proceso de diferenciación y
las dim ensiones subjetivas de los individuos. En realidad, se trata de dos
procesos en varios aspectos sim ilares y, no obstante, casi opuestos en su
desarrollo. Parsons no deja de recordar el carácter profundam ente con
tingente de la acción y del equilibrio social, pero dem uestra, una y otra
vez, la concordancia em píricam ente íntim a entre la diferenciación y la
integración, en donde la prim era está siem pre al servicio de la segunda.
Bourdieu, exactam ente a la inversa, no se cansa de repetir la im bricación
íntim a que existe entre el agente y los cam pos, organizada en torno a la
noción de habitus, y, sin embargo, no deja de dar empíricam ente la prueba
de sus m últiples discordancias dentro de la m odernidad.
Finalm ente, con N iklas Luhm ann asistim os a un vuelco radical de esta
matriz. El problem a de la integración de la sociedad se sacrifica com pleta
m ente en beneficio de la diferenciación social. Por supuesto, en el caso de
Luhm ann, al igual que en el caso de los otros autores, se trata una vez más
de dar cuenta del funcionam iento de la sociedad, pero en lo sucesivo ya no
se presupone ninguna integración de entrada o de principio. El vuelco en
relación con la obra de Durkheim es profundo. Por una parte, la diferen
ciación social deja de ser el veh ículo de la integración de la sociedad, por
el contrario, se la concibe en el origen de la contingencia irreprensible de
la sociedad m oderna y, por otra parte, la problem ática de la integración
m oral de los in d ivid u os d esap arece sim plem ente com o p reocupació n
norm ativa prelim inar de la sociología. En resum en, la diferenciación que
al com ienzo supuestam ente traía consigo la integración se convierte en
portadora de riesgos im portantes para la m odernidad6.
6 Un último punto. Destaquemos que cuando los autores tratados recurrieron a las nociones
de integración social y de integración sistém ica, evidentem ente nosotros recurriremos
a ellas. Sin em bargo, la distinción, por útil que haya resultado en ciertos asp ectos y
a pesar incluso de cierta oscuridad, es aquí, para n osotros, de bajo alcance analítico.
Como tratarem os de m ostrarlo, la distinción entre esto s dos m odelos de integración
de la sociedad en el caso de Parsons se basa siem pre, por último, en el análisis sobre
la primacía indiscutible de la integración social concebida especialm ente a través del
proceso de socialización. En cuanto a Luhmann, nos parece que hay en su obra m enos
de primacía unidimensional de la integración sistém ica que sim plem ente el abandono
relativo de esta preocupación en beneficio d e las diversas dinám icas con tingentes de
diferenciación social. Para esta distinción, cf. David Lockwood, «Social Integration
and System Integration», en C eorge K. Zollschan y Walter Hirsch, Explorations ¡n Social
Change (Londres: Routledge y Kegan Paul, 1964), 244-258.
C A PÍT U LO I
Emile Durkheim (1858-1917), problemas y promesas
de la diferenciación social
1 Como en el caso de los otros autores tratados, no abordarem os aquí las dim ensiones
m etodológicas de la obra de Durkheim. Límite ciertam ente aún más lam entable dado
que existe una relación al mismo tiem po íntima y problemática entre las evoluciones de
sus ¡deas y sus problem as em píricos y de m étodo (Cf. sobre e ste aspecto, Jean-M ichel
Berthelot, 1895 Durkheim, l’a vénementdelasociologiescientifique(Tou\ouse: PUM, 1995).
La imbricación, y la crisis, entre su esfuerzo por dar cuenta de manera positivista de los
hechos morales de la vida social se encuentra en el corazón mismo del célebre análisis
que Parsons realizó de la obra de Durkheim. Cf. Talcott Parsons, TheStructure o f Social
Action. A Study in Social Theory with Special Reference to a Group o f Recent European
Writers (Clencoe, Illinois: The Free Press, 1949), 301- 4 5 0 .
2 Emile Durkheim, discusión posterior a la presentación por Durkheim de «La détermination
du fait moral» (1906), en Sociologie et philosophie (París: PUF, 1996), 10 0 .
3 Entre m uchas otras referencias posibles, ver sobre este asp ecto el com en tario de
Durkheim sobre la manera en la que las fuerzas exteriores que inducen al suicidio
dejan libre curso, sin em bargo, a la iniciativa individual. Cf. Emile Durkheim, Le suicide
(París: PUF, 1995), 368.
La diferenciación social
7 Ibíd., 47.
8 Ibíd., io i.
9 Cf. las reflexio n es en e ste sen tid o de Fran^ois-André Isam bert, «La n aissan ce de
l'indlvidu», en Phllippe Besnard, M assim o Borlandl y Paul Vogt, eds., División du travail
et lien social. Durkheim un siécle aprés, (París: PUF, 1993), 113 -133 .
10 Durkheim, Le suicide, libro III, cap. 1, 333-3 6 8 .
La anomia o la patología de la modernidad
11 Para un análisis de estas diferen tes patologías en De la división du travail social, cf.
Philippe Besnard, «Les pathologies des sociétés m odernes», en Besnard, Borlandi y
Vogt, eds., División du travail et lien social, 19 7-211.
12 Durkheim, De la división du travail social, 360.
13 Durkheim, Le suicide, 273.
condición»'4. Este estado de efervescen cia social es constante, observa
Durkheim, en el mundo del comercio y de la industria, tanto en lo alto como
en lo bajo de la escala social, en donde «las codicias son provocadas sin que
sepan dónde instalarse definitivam ente»’5; las m etas de los hom bres van
entonces infinitamente más allá de lo que pueden razonablemente alcanzar.
La anom ia es de hecho, por lo tanto, el «mal del infinito»'6.
Se ha dicho que esta evolución del pensam iento de Durkheim hacia ele
mentos más norm ativos reflejaba una crisis intelectual y una insatisfacción
en cuanto a su prim era respuesta al problem a de la integración de la socie
dad. Sin embargo, y en una lectura que apunta a acentuar la unidad de su
problemática, se puede reconocer en su pensam iento la som bra constante
de estos dos órdenes analíticos. Ciertam ente, él no hablará m ás en estos
términos de la diferenciación social, y desde el fin de la década de 1890 en
realidad no hablará m ás de la anomia. No obstante, m ás allá de la fortuna
histórica de este último concepto y de su peso en su pensam iento’7, es cierto
que nunca dejó de pensar en el problema que la diferenciación social plantea
al individuo moderno.
Desafíos modernos
Ibíd., 280.
Ibíd., 285.
Ibíd., 304.
Philíppe Besnard, L’anomie (París: PUF, 1987).
Se trata del suicidio fatalista, propio de una situación con una reglamentación demasiado
Importante, cuando las pasiones de los individuos son violentam ente com prim idas
por una disciplina opresiva, y que en Francia de a com ienzos de siglo Durkheim limita
a los esp osos muy jóvenes y a la mujer casada sin niños. Cf. Emile Durkheim, Le suicide,
311, n.i.
Dos de ellos se ubican en la descendencia m ás o m enos directa de las dos
formas de solidaridad que dan cuenta de la diferenciación social. El suicidio
egoísta aparece así como una patología de la solidaridad orgánica. Como se
sabe, este tipo de suicidio varía en función inversa al grado de integración
de los grupos sociales de los cuales el individuo form a parte. Ahora bien,
el pensam iento de Durkheim vacila entre dos tipos de explicaciones. La 1. Egoísta (A). Alto nivel de
prim era acentúa la dim ensión norm ativa de este tipo de suicidio. Así, la integración social, apegado
a la norma social
interpretación del número m ás elevado de suicidios entre los protestantes
se basa en su actitud m ás indulgente hacia la libertad y la responsabilidad
ind ivid uales ante la religión, «la inclinación del protestantism o por el
suicidio está en relación con el espíritu de libre exam en que anim a a esta
religión»'9. La segunda insiste más, a la inversa, en los elementos propiamente
m orfológicos, el número de los vínculos sociales que atan al individuo a los
grupos. El vínculo entre el suicidio y las situaciones familiares se explica así
en función de la densidad de estas últimas, puesto que «el estado de inte
gración de un conglomerado social no hace m ás que reflejar la intensidad
de la vida colectiva que circula dentro de él»20, y esta m isma es dependiente
de la actividad y continuidad de comercio entre sus miembros. Más sencillo
2. Egoísta (B). Falta de
aun, el suicidio egoísta resulta de una falla de la integración que el individuo integración al grupo social
puede padecer en una sociedad diferenciada con solidaridad orgánica2’ .
El suicidio altruista aparece, a la inversa, como el resultado de un con
flicto entre los principios de la conciencia colectiva propia de la solidaridad
m ecánica y las exigencias de la vida en una sociedad diferenciada con so
lidaridad orgánica. El ejemplo del ejército es sintomático en este aspecto.
Cerrado en sí mismo, exige una fuerte subordinación de los individuos a 3. Altruista, apego fuerte a
las normas e integración
los valores colectivos de la organización, su desestabilización puede llevar fuerte al grupo, versus
normas y moral externa
a algunos de sus miembros al suicidio. Por supuesto, esta desestabilización
no es producida en él mismo, en todo lo que se refiere al ejército, por una
diferenciación creciente, sino que puede ser interpretada como la oposición
entre un fuerte sentim iento de disciplina organizacional y la valorización
social am plia del individuo en la m odernidad. En todo caso, esta form a de
suicidio designa bien la m ezcla del pasado y del presente, la cual es propia
de la representación que Durkheim propone de la vida moderna. Dirá así
que «es el suicidio de las sociedades inferiores que sobrevive entre nosotros
19 Ibíd., 157.
20 Ibíd., 214.
21 Dicho de otra form a,el suicidio ego ísta aquí descrito corresponde en lo esencial al
estado de anomia tal com o había sido descrito por Durkheim en De la división du travail
social.
porque la m oral m ilitar es en sí, en ciertos aspectos, una sobrevivencia de
la moral prim itiva»22.
El suicidio aném ico introduce, en cuanto a él, u n a variante importante.
Al constatar que la tasa de suicidio es la m ism a en períodos de crisis eco
nóm ica y de crecimiento, Durkheim concluye que la causa de este tipo de Anómico, o
fatalista , por falta
suicidio viene de la brusca confrontación de los individuos a situaciones o falla de
integración en el
inhabituales. Cuando se rompe el acuerdo im plícito entre los m edios que orden social
disponen los individuos y los fines hacia los cuales estos son habitualmente general
compartido, entre
dirigidos, se entra en una fase de confusión y de desorientación. Esto indica medios y fines
32 Para una presentación de algunas de ellas, cf. Lukes, Emile Durkheim. His Ufe and Work,
16 -30 .
33 Para ser más exactos, deberíam os haber introducido en este nivel la distinción entre
la integración y la regulación sociales. Sin em bargo, en la medida en que la distinción
está en sí misma atravesada por la dicotom ía im portante que nosotros privilegiam os
en la obra de Durkheim y con el fin de no hacer pesada la presentación, preferim os, a
continuación de m uchos otros autores, amalgamar en una sola palabra («integración»)
el conjunto de los elem entos que remiten a la dimensión normativa de la integración de
la sociedad. C f Philippe Besnard, L’anomie (1987); tam bién, sobre este aspecto, Philippe
Steiner, La socioiogie de Durkheim (París: La Découverte, 1994), especialm ente 4 4 -4 9 -
34 Durkheim, Le suicide, 431.
la form a de una imbricación, a m enudo problem ática, entre lo norm ativo y
la materialidad, entre la conciencia y la estructura social.
Para Durkheim , los individuos, d espués de h ab er sido constituidos
por la m odernidad, siempre están expuestos a experim entar en ella una
m ultitud de fen óm en os de in ad ecu acion es sociales. Para rem ed iar lo
anterior, no deja de buscar, m ás allá y a veces incluso a través de postulados
metodológicos que apuntan a fundar una ciencia positiva, la materia de lo
social, sus resistencias, su objetividad última, sobre la cual poder asentar
su textura, sus formas simbólicas, las diferentes capas de representaciones
colectivas. El lenguaje que él emplea está entonces, por un parte, colmado
de categorizaciones físicas o biológicas, a menudo m etafóricas, las cuales
utiliza para subrayar este aspecto de las cosas, y, por otra parte, cruzado por
alusiones a categorías psicológicas que aveces dejan entender, más allá de las
intenciones de Durkheim, la existencia de una supraconciencia colectiva. Su
definición de los hechos sociales como «maneras de actuar, de pensar y de
sentir, exteriores al individuo y que están dotadas de un poder de coerción
en virtud del cual estos se le imponen»35, subraya, a su manera, esta dualidad
esencial de lo social a la vez normativa y material; normativa porque proviene
de elementos morfológicos, material en la medida misma en que no opera más
que bajo la forma de imposiciones morales. Ciertamente, se puede detectar,
desde el origen, la primacía temática de una o de otra, pero en todos los casos
Durkheim insiste en la imbricación estrecha entre las dos dimensiones.
36 Para una crítica severa de esta posición a partir de una lectura que apunta a acentuar
la parte normativa presente en la obra de Durkheim, cf. Parsons, TheStructureof Social
Action, 322-323.
37 Durkheim, De la división du travail social, 253.
propósito. Sobre este punto, Durkheim está profundamente alejado de Marx38.
Durante toda su vida, no dejará de convencerse del carácter integrador de la
división del trabajo, mientras que M arx está convencido de sus efectos disol
ventes. Sobre todo, no interpreta las crisis de integración que remecen a la
sociedad francesa al fin del siglo XIX más que como consecuencias pasajeras,
resultantes de una insuficiente coordinación moral de los individuos. Desde
este punto de vista, Durkheim es un pensador profundamente moderno, ya
que identifica la liberación humana con el proceso estructural mismo de la
diferenciación social.
Ciertamente, Durkheim afirma la existencia de una causa secundaria de
la división del trabajo, que él encuentra por el lado de la indeterminación
creciente de la conciencia colectiva en una sociedad diferenciada. Pero sería
falso afirm ar que esta problemática llevará a Durkheim hacia otra respuesta.
Lo contrario es más bien verdadero. Es la viva conciencia que Durkheim tiene
de la indeterm inación creciente de la acción social por el solo peso de las
creencias comunes dentro de una sociedad diferenciada, que explica su inca
pacidad de abandonar completamente el peso de los mecanismos materiales,
morfológicos, incluso mecánicos, en la integración de la sociedad. Las normas
nunca le bastarán completamente, a tal punto que la certidumbre sobre la
profundidad del problema de la integración de una sociedad diferenciada le
impide otorgar toda su confianza a una respuesta de este tipo. Los trastornos
que conoce Francia en este período 39 le prohíben, en el fondo, este optimismo
normativo por el cual, otras veces, parece empero muy tentado.
38 Cf. la lectura cruzada propuesta por Anthony Ciddens, Capitalism and Modern Social
Theory (Cambridge: Cam bridge University Press, 1971), especialm ente el capítulo XV;
cf. tam bién las reflexiones de Alvin W. Couldner, For Sociology (Londres: Alien Lañe
The Penguin Press, 1973), especialm ente el capítulo 12.
39 Para una visión de conjunto de esta fase de m odernización, cf. Eugen Weber, La fin des
terroirs (París: Fayard, 1983).
corporaciones profesionales. «La corporación tiene, entonces, todo lo necesa
rio para form ar al individuo para sacarlo de su estado de aislamiento moral y,
dada la insuficiencia actual de los otros grupos, es la única que puede cumplir
con este indispensable oficio»40.
Pero cuando Durkheim hace referencia a ella, piensa tanto en su fuerza
de regulación norm ativa com o en su fu erza en térm inos de integración
m orfológica. Una vez más, es la im bricación entre las dos que da la especi
ficidad de la respuesta durkheim iana. La m era acentuación de la dim ensión
normativa haría de la sociedad nada más que un conglomerado poco integrado
de grupos sociales que tienen m odelos norm ativos m uy herm éticos entre
ellos. De m anera inversa, la sola afirm ación de la dim ensión m orfológica no
perm itiría com prender el suplem ento m oral de integración que Durkheim
cree poder detectar en ellas con el fin de contrarrestar la anom ia social (de
hecho, y para ser m ás precisos, una de las form as de anom ia señaladas por
Durkheim).
La vocación de reform ador de Durkheim no necesita ser m ás destacada.
Ella m arca su concepción propia de la sociología, a menudo concebida como
una disciplina que permite detectar, sobre bases científicas, la existencia
natural de la solidaridad social. Como él lo señala en la clase de apertura de
su curso de ciencia social, la sociología debe lograr hacer que el individuo
com prenda su sociedad, m ostrándole que no es m ás que un órgano de un
organism o, con el fin de que pueda llevar a cabo de m anera consciente
su función4'. Pero la p osición de Durkheim no ha estado desprovista de
cierta am bigüedad política, que dejó ver en él a ratos un conservador, un
liberal o un socialista42. Si se opone arduamente al egoísmo de las teorías
individualistas, en realidad no se deja tentar, a pesar de cierta nostalgia,
por los valores comunitarios tradicionales. Las corporaciones profesionales
se ubican a m edio camino de estos dos excesos. Su función, dictada por la
m orfología propia de la sociedad m oderna, encuentra una prolongación
del lado norm ativo, en la m edida en que los individuos, en la modernidad,
se identifican cada vez m ás a p artir de sus funciones profesionales. Las
corporaciones son la base m aterial privilegiada para extraer una moralidad
común. Es la razón por la cual Durkheim distingue cuidadosam ente estas
40 Durkheim, Le suicide, 435-436. Ver también las observaciones efectuadas por Durkheim
a propósito de los grupos p rofesionales en el prefacio a la segunda edición en 19 0 2 de
De la división du travail social, l-XXXVI.
41 Emile Durkheim, «Cours de Science sociale, legón d ’ouverture» (1888), en La Science
sociale ec l'action (París: PUF, 1970), 10 9 -110 .
42 Al respecto, cf. Richard Bellamy, Liberalism and Modern Society (Cambridge: Polity Press,
1992), especialm ente el capítulo dedicado a Francia y a su liberalismo socializado.
corporaciones de los sindicatos, por cuanto su función no apunta a u n a
reivindicación egoísta, sino que al acometido de una tarea colectiva, en su
calidad de organizaciones públicas dedicadas al bien común.
Por lo demás, Durkheim analiza de m anera sem ejante, y hacia el m ism o
período, el socialism o. Distingue cuidadosam ente entre el com unism o,
una tendencia política siempre presente en las sociedades hum anas, que
tiene como objetivo «la excom unión de las funciones económicas»43, y el
socialism o, una doctrina política que en su opinión solo puede desarro
llarse cuando la sociedad, suficientemente diferenciada, posee un aparato
gubernam ental capaz de asegurar la integración de una sociedad compleja.
El socialism o es una doctrina m oderna «que reclam a la incorporación de
todas las funciones económicas [...] a los centros directores y conscientes de
la sociedad»44. Es una manera de integrar el aparato industrial al conjunto del
organismo social, apoyándose sobre un Estado suficientemente desarrollado
así como sobre un despliegue suficiente de la gran industria. Su filoso fía
consiste mucho m enos en expresar las discordancias de intereses entre los
obreros y los patrones, o incluso en liberar la sociedad de la economía, que
en regularizar las actividades económ icas. Y, sin embargo, aquí tam bién
su pensamiento es dual. Por técnica que sea por mom entos la concepción
que se forja de la función del Estado en la regulación de las actividades
económ icas, no deja de afirm ar que el equilibrio social solo será posible
a través del descubrimiento de frenos m orales capaces de reglam entar la
vida económica. Más aún cuando para Durkheim no hay equilibrio social
posible en la modernidad solamente a través de la satisfacción económica de
necesidades, ya que «no se logrará aplacar los apetitos provocados, porque
estos tom arán nuevas fuerzas a m edida que se les sacie»45.
Estas respuestas se em peñan por encontrar, en la m orfología m ism a de
la diferenciación social propia de las sociedades m odernas, las soluciones
al problem a de integración. Pero no hay en estas la voluntad de encontrar
una base m aterial que garantice, por su sola existencia, la integración de la
sociedad. Siempre es necesario agregar una base moral, aunque, es cierto,
estas nuevas form as de moralidad se arraigan y adquieren form a a p artir
de las estructuras sociales.
La educación
46 Com o lo subraya correctam ente Parsons, la elección del actor no es arbitraria, ya que
esta por lo general se refiere solo a m etas legítim as de una sociedad, sin por tanto
dejar de ser m enos voluntarista. Sin em bargo, este acto voluntario es limitado por la
adhesión voluntaria del actor a las normas, a través de una obligación de naturaleza
propiam ente moral. Cf. Parsons, The Structure o f Social Action, 381-384.
47 Emile Durkheim, «L’éducation, sa nature et son role» (1911), en Education et sociologie
(París: PUF, 1993), 4 5 -
48 Ibíd., 5 9 .
es propio. Dado el grado de diferenciación social, este ideal solo puede ser
altamente abstracto y general:
La religión
61 Emile Durkheim, Les form es élémentaires de la vie religieuse (París: PUF, 1985), 296.
62 M ás allá de la influencia que cierta tradición pedagógica haya podido ejercer sobre
Durkheim, su desconfianza radical respecto del rol educativo del grupo de pares se
acentúa sin duda con fuerza m ediante su concepción vertical de la transm isión de
las normas. Para una crítica de los límites de esta representación, cf. Jean Plaget, Le
jugem ent moral chez l'enfant (París: PUF, 1992), 273-2 9 9 -
63 Durkheim, Les form es élémentaires de la vie religieuse, 53.
menos numerosas según las sociedades, a veces, incluso, llevados a la unidad
y cuya impersonalidad es estrictamente comparable a la de las fuerzas físicas
cuyas m anifestaciones son estudiadas por las ciencias de la naturaleza»64.
Dado que el origen últim o de la fuerza religiosa se halla en el sentim iento
que la colectividad inspira a sus miembros, pero proyectado hacia afuera de
ella, cualquier objeto puede cum plir la función de objeto sagrado.
Sin embargo, una vez m ás, Durkheim se resiste a constituir la sociedad
sobre la sola base de una verdadera ontología normativa. Una vez enunciado
lo arbitrario de toda relación sim bólica, no puede im pedir cuestionarse
sobre el origen material de las representaciones, sobre el sustrato de ciertos
símbolos. Busca ambos elementos no en la naturaleza m isma del objeto o de
la acción considerada, sino que, de m anera mucho más amplia, la escruta en
la morfología misma de la sociedad. Nada es más convincente a este respecto
que la célebre definición que da de Dios. Una vez asentada su perm anen
cia (bajo form a de sagrado) en el seno de todas las sociedades, incluida la
sociedad m oderna, Durkheim se cuestiona sobre la realidad m aterial que
la engendra. Y la encontrará, como se sabe, en la ascendencia m oral y en la
fuerza sim bólica contenida en la sociedad misma.
64 ibíd., 285-286.
65 Durkheim, Le suicide, 352.
la sociedad»64. Poco im porta entonces la form a precisa, e imaginaria, que
adopta esta representación, el proceso que ella sim boliza es de naturaleza
real. «Solo la sociedad puede proveem os las nociones m ás generales según
las cuales este debe ser representado. [...] El concepto de totalidad no es sino
la form a abstracta del concepto de sociedad»67.
El sistema normativo en su más alto grado de abstracción y de generalidad,
la religión, no es m ás que una sim bolización del grupo social m ism o68. Es
allí que Durkheim encuentra por otra parte la m ejor expresión de su propia
concepción de los hechos sociales: las fuerzas religiosas «son físicas al m is
mo tiem po que hum anas, m orales al mismo tiem po que m ateriales»6’ . Lo
que Durkheim rechaza es la idea de una desm aterialización com pleta de la
vida social. Para él, a pesar de su agudeza para com prender la m ateria ante
todo sim bólica de la vida social, esta no puede, en últim a instancia, más
que rem itir a una realidad material. Y sin embargo, «la conciencia colecti
va es otra cosa m ás que un simple epifenóm eno de su base morfológica».
Una vez constituida la síntesis colectiva, se desprende «todo un mundo de
sentim ientos, de ideas, de im ágenes que, una vez originados, obedecen a
leyes que les son propias»70. Es de la m aterialidad del ser junto que surge el
flujo de fuerzas psíquicas que se sobreañaden a lo real y, a través de dicho
flujo, la sociedad se crea y se recrea periódicamente.
Las representaciones colectivas son la obra de una sociedad, dependientes
de su m orfología y, al m ismo tiempo, ellas logran im itar «la naturaleza con
una perfección susceptible de crecer sin límite»7'. Relación que se extiende
mucho m ás allá del mero fenómeno religioso. Durkheim defiende así la idea
del vínculo entre la organización de los hombres en grupos y la clasificación
de las cosas entre ellas. La estrecha dependencia de las representaciones
colectivas, inclusive de los prim eros sistem as lógicos, con la estructura
m orfológica de la sociedad, es a sus ojos una evidencia: «es la sociedad que
ha producido la tram a sobre la cual ha trabajado el pensam iento lógico»72.
66 ibíd., 360.
67 Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, 630.
68 Dicho de otra form a, si en De la división du travail social se destacaba que Durkheim
no estab a claro en cu an to al d estin o de la con cien cia colectiva en una socied ad
diferenciada, en su estudio sobre la religión él logra finalm ente una com prensión
histórica y m orfológica satisfactoria. Toda sociedad recrea, por sí misma, en función
de su m orfología, su propia conciencia moral.
69 Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, 319 .
70 Ibíd., 605.
71 Ibíd., 26, nota 1.
72 Ibíd., 211.
Pero si las representaciones colectivas expresan realidades colectivas,
es mediante el recurso a prácticas rituales que la sociedad logra m antener
ciertos estados m entales y recrear periódicam ente su ser m oral propio.
Exigencia que p asa p or toda una serie de m ovim ientos de dispersión y
de congregación a m erced de sus necesidades. Se desprenden, entonces,
durante estas reuniones, fuerzas que actúan de m anera invisible sobre los
individuos. Fuerzas que explican la perm anencia de las prácticas del culto,
cuya función es estrechar los vínculos que relacionan al fiel con su Dios,
acercando realmente al individuo a la sociedad73. A veces incluso, con ocasión
de algunas grandes desestabilizaciones colectivas, como las revoluciones, las
interacciones sociales entre los individuos se tornan m ucho m ás frecuen
tes y activas. La efervescencia social producida entonces alim enta épocas
particularm ente creadoras. Lo que engendra actos extrem os, de heroísm o
o de barbarie, y puede transform ar la vida tranquila de cualquier individuo
en sobresalto m oral y exigencia de superación personal74.
Pero es a propósito de la experiencia y del ritual del duelo que Durkheim
hace com prender de m anera m ás sensible para los m odernos la naturaleza
de esta fuerza colectiva. «Lo que está en el origen del duelo es la im presión
de debilitam iento que resiente el grupo cuando pierde a uno de sus m iem
bros. Pero esta im presión incluso tiene por efecto acercar a los individuos,
ponerlos m ás estrecham ente en relaciones, asociarlos a un m ism o estado
de ánimo y, de todo esto, se desprende una sensación de consuelo que com
pensa el debilitamiento inicial»75. Fragmento maravilloso por la comprensión
Intima que transmite del sufrim iento individual y del consuelo colectivo,
al igual que por la capacidad de evocación, aun m ás que de ilustración, de
la m anera estrecha en que Durkheim asocia la em oción y la naturaleza del
vínculo social a la realidad de la copresencia corporal de los individuos.
La esencia de la moralidad que funda la sociedad, Durkheim la encuentra,
primero, en la morfología social, en el volumen y la densidad de las relaciones
Individuales, en su m ovilidad; luego, casi com o una síntesis quím ica, en el
surgimiento de propiedades nuevas que se dotan de una realidad superior a
la de las partes de las que proviene. «Los sentim ientos privados solam ente
se tom an sociales com binándose bajo la acción de las fuerzas sui generis
que desarrolla la asociación; como consecuencia de estas com binaciones
y de las alteraciones m utuas que resultan de estas, dichos sentim ientos se
73 Ibíd., 323.
74 Ibíd., 301 y ss., 58 9 -59 1. También Emile Durkheim, « Ju g em en tsd e va leu re tju g em en ts
de réalité» (1911), en Sociologie et philosophie (París: PUF, 1996), 132 y ss.
75 Durkheim, Les fo rm es élémentaires de la vie religieuse, 574.
convierten en otra cosa»76. En relación estrecha con el sustrato morfológico
e independiente de él, tal es la esencia de la m oralidad. Se puede entonces
trazar una frontera entre ciertas representaciones colectivas m ás o menos
dependientes de la naturaleza del sustrato social, y otras representacio
nes «que no se derivan directam ente de la naturaleza de los elem entos
asociados», que se engendran m ás a partir de otras representaciones co
lectivas que en referencia a tal o cual carácter de la estructura social. Estas
últim as representaciones se hacen autónom as entonces de la realidad, se
dotan de una ubicuidad que las libera hasta cierto punto de toda deter
m inación m aterial estricta. Se transform an en «realidades parcialm ente
autónomas que viven por una vida propia. Tienen el poder de convocarse, de
repelerse, de form ar entre ellas síntesis de todo tipo, que son determinadas
por sus afinidades naturales y no por el estado del m edio dentro del cual
evolucionan»77. Verdaderos productos sociales de segundo grado, suponen
leyes de ideación colectiva específicas. En una palabra: en una sociedad
m oderna, la relación entre las representaciones colectivas y el sustrato
m aterial en el cual están arraigadas es sensiblem ente m ás compleja que en
una sociedad poco diferenciada.
La realidad social parece tener una consistencia propia, una materialidad
definida a través de la relación que el individuo entabla con las reglas sociales,
especialm ente bajo form a de obligación moral, y que está obligado, a veces
sin que lo sepa, a mantener periódicamente mediante ritos. Parecería incluso
que la distancia m atricial de la modernidad se desvanece aquí, a tal punto
la objetividad de la vida social parece descansar ante todo en elementos
subjetivos; aun más, la realidad objetiva de la sociedad no parece ser más
que un conjunto de representaciones internalizadas por los actores que
definen, no un mundo exterior, sino los criterios y las actitudes prácticas
a través de los cuales se despliega la vida social, estrecham ente imbricadas
con la m orfología del vínculo social propio de una sociedad.
La concepción que tiene Durkheim de la sanción refleja tam bién esta
tensión perm anente en su pensam iento. Más allá de las diferencias y de
la variedad de las sanciones, se puede siempre encontrar en ella un ele
mento externo de coacción y un elemento normativo. No se define jamás
com pletam ente ni a través de criterios exclusivam ente objetivos ni gracias
a criterios solamente subjetivos. Nunca el carácter bicéfalo del pensamiento
durkheim iano será revelado con tanta fuerza. En el fondo, y a pesar de la
* * *
U n sistem a de acción está com puesto por varios elem entos: un actor;
una m eta, es decir un objetivo futuro hacia el cual se dirige la acción; una
situación, cuyo estado inicial es diferente del estado final apuntado, y cuyos
elementos se diferencian según sean o no susceptibles de ser controlados por
el actor (las condiciones escapan a su control, al contrario de los recursos), y,
finalmente, la relación particular existente entre todos estos elem entos1. La
acción es determinada por un contexto e informada por una intencionalidad
que apunta a un fin. Lo social, estructurado com o sistem a, se da entonces
incluso antes de toda form a de acción que no hace m ás que desplegarse allí.
Dicho de otra form a, la acción supone siem pre un actor, una situación, la
búsqueda de un fin y, especialm ente, la definición de todos estos elem entos
mediante criterios norm ativos comunes. La acción es siempre un sistem a,
1 Talcott Parsons, The Structure o f Social Action. A Study on Social Theory with Special
Reference to a Group o f Recent European Writers (Clencoe, Illinois: The Free Press, 1949),
44.
es decir, lo resultante de un conjunto de elementos analíticos que el sociólogo
debe em peñarse por descomponer.
Talcott Parsons destrona así el privilegio, un tanto desmesurado, otorgado
a la acción racional en el análisis utilitarista. Para él, la acción es racional «en
la m edida en que persigue fin e s posibles en las condiciones de la situación
y por medios que, entre los que el actor tiene disponibles, son intrínseca
m ente más adecuados para el fin en cuestión por razones com prensibles y
verificables a través de la ciencia empírica positiva»2. Los «fines posibles»
significan que el sentido preexiste a la acción, que la acción es producida
en un marco de relaciones sociales y de situaciones constituidas y visibles,
en fin, que la acción no configura al sistem a, sino que obtiene de él su
racionalidad. Si una acción es significativa, su racionalidad se define por
su capacidad de ser inteligible, no solam ente en función de las m etas bus
cadas por el actor, como lo es de cierta m anera en el caso de Weber, pero
en la m edida en que esta se inserta en un marco de significado com ún a
los actores. Así, el verdadero problem a no es otro que el hecho de que toda
acción sea una realidad inteligible a pesar de la autonom ía de sentido de la
cual dispone cada actor3.
Aunque Parsons concuerda con Weber sobre la im portancia del sentido
subjetivo en la acción social, son m ás bien las form as de acción instituidas
e internalizadas por el actor bajo form a de norm as las que delim itan el
sentido de las acciones. El significado de la situación y de la acción excede
siem pre al actor individual, aun cuando este perm anezca relativam ente
indeterminado. El problem a es entonces estudiar la acción hum ana en un
doble nivel: por una parte, como una acción reflexiva, donde el actor es
menos m ovido por fuerzas que por la aceptación de valores y de norm as que
producen acciones voluntaristas y gratificantes, y, por otra parte, como una
acción que supone diversos m ecanism os de coordinación que perm iten la
regulación de las interacciones entre actores o entre subsistemas sociales. Es
decir, hasta qué punto, y a pesar del lugar otorgado por la teoría a la elección
de los individuos, la acción no es m ás que el resultado de una actualización
de com petencias norm ativas adquiridas, lo que permite comprender por lo
demás la previsibilidad de las acciones, el hecho que los individuos ejecuten
prácticas comunes, se ubiquen en el seno de una situación definida por un
cierto acuerdo norm ativo preestablecido.
2 Ibíd., 58.
3 Para las diferencias entre Parsons y Weber, cf. Wolfgang Schluchter, Racionalism, Religión
and Domination. A Weberian Perspective (Berkeley: University o f California Press, 1989),
cap. 2 ,5 3 -8 2 .
A l igual que Durkheim , Parsons b asa el an álisis sociológico sobre la
crítica del utilitarism o y del positivism o4. En su opinión, no es posible ni
plantear el carácter puramente contingente de los fines últimos de la acción
ni disolverlos en un puro movimiento de adaptación a situaciones externas.
Para Parsons, y esta será la intuición fundacional de toda su obra, el orden
social no puede ser la pura resultante aleatoria de las preferencias desorga
nizadas y espontáneas de los actores. Es en su opinión, lo propio del «dilema
utilitarista», a saber, que si logra preservar la voluntad y la subjetividad de
los actores, debe perm anecer individualista y no puede entonces explicar el
orden social. Si desea dar cuenta de ello, está obligado a recurrir a concep
ciones hereditarias o acentuar las coacciones m ateriales, elim inando así el
carácter voluntarista de la acción humana. Por el contrario, las elecciones
realizadas por los actores descansan sobre un sistem a de valores com ún a
unos y otros. La acción social se basa en relaciones de expectativas recíprocas
entre los actores como asim ism o sobre un cierto número de obligaciones.
Es en su opinión, la única m anera de responder al problem a de Hobbes, es
decir, a la explicación del dilema del orden social tal como este se plantea
en el marco de un pensam iento utilitarista5. En resumen, «el orden social es
siempre un orden fáctico en la m edida en que es susceptible de un análisis
científico, pero el orden social no puede tener estabilidad sin el funciona
miento efectivo de ciertos elem entos norm ativos»6.
La im portancia central de Durkheim en la historia de la sociología, según
Parsons, proviene entonces justamente de haber descubierto «la obligación
moral que m otiva al individuo a obedecer una regla dada» y «a percibir que
la perm anencia de estas reglas supone un conjunto de valores com unes»7,
pero especialm ente que los valores com únm ente com partidos «participan
en la form ulación de los fines m ism os»8. Lo im portante es dar cuenta del
meollo de las relaciones en el cual se sumerge la acción, del m arco cultural
común en la ausencia del cual ninguna acción tendría sentido. Sin embargo,
este marco cultural, por com ún e integrado que sea, no dicta jam ás com ple
tamente la conducta de los actores. El carácter norm ativo de la acción no es
nunca un programa; a lo sumo, un conjunto de las com binaciones posibles
4 Para una presentación detallada de esta lectura crítica parsoniana, cf. Frangois Bourricaud,
«Introduction. En m arge de l’oeuvre de Talcott Parsons: la sociologie et la théorie de
l’action», en Talcott Parsons, Eléments pour une sociologie de l’action (París: Plon, 1955),
1-107.
5 Parsons, The Structure o f Social Action, 89-94.
6 Ibíd., 92.
7 Ibíd., 710 .
• Ibíd., 337.
en el seno del cual el actor term ina por construir su acción en función de
las situaciones y de los diferenciales de socialización. Los valores, como
las norm as y las funciones, no operan entonces m ás que como límites de
elección para los actores, definiendo elem entos que tienen cierta compati
bilidad entre ellos y que son susceptibles de entrar en una gran diversidad
de com binaciones prácticas.
Es la razón por la cual la acción es siempre la resultante de una «tensión
entre dos órdenes diferentes de elementos, el norm ativo y el condicional»9.
El olvido de uno o de otro elimina la noción m isma de acción, rebajada, ya
sea a una versión positivista (donde se suprime el espacio voluntarista de
la elección individual), o bien a una concepción puramente idealista (donde
no se hace de la acción m ás que una pura em anación de valores). El actor
enfrenta al mundo tanto a través de elementos cognitivos como normativos.
O para decirlo mejor, los elementos cognitivos se desprenden hasta un cierto
punto de los fines norm ativos legítimos. En el sentido fuerte del término,
la adecuación entre los m edios y los fines, por im portante que sea a la hora
de caracterizar una acción, es dependiente, incluso está subordinada, a la
existencia de un m arco norm ativo que estructura los fines socialm ente
posibles. La concepción de la acción de Parsons afirm a que, para que un
sistem a social exista, es necesario que con ocasión de su acción el individuo
obtenga algunas gratificaciones y que esta se inserte en un marco cultural
que le dé un significado sim bólico10.
Es esta idea de la acción la que se halla en el centro de la concepción
parsoniana de la doble contingencia de la realidad social. Cada actor es de
pendiente de otro para la determ inación de su acción, pero la conducta del
otro es indeterm inada a m enos que se imponga a los dos actores un mismo
m arco de expectativas recíprocas. En ausencia de este universo normativo
compartido, ningún actor es capaz de anticipar el comportamiento del otro.
Es la búsqueda de las diversas form as norm ativas lo que retiene la atención
de Parsons, el hecho de que los actores interactúen mediante esquemas más
o m enos coherentes y estables.
La acción es siempre problemática, porque es la respuesta voluntarista
de un actor a una situación. En m uchos aspectos, una buena parte de la
obra de Parsons consiste en analizar y describir en dos grandes maneras
los m ecanism os de coordinación de las acciones en el seno de una socie
dad cada vez m ás diferenciada. Primero que todo, la idea de que esta doble
contingencia de la acción es reducida por un sistema integrado de valores
9 Ibíd., 732.
10 Talcott Parsons, The Social System (Clencoe, IL:The Free Press, 1951), 27.
que asegura la articulación entre la sociedad, la cultura y la personalidad.
M odelo estructural-funcionalista, correspondiente a la fase interm edia
del pensam iento parsoniano, los sistem as de valores, cuya generalidad es
dem asiado am plia como para perm itir una d escripción adecuada de las
conductas sociales, dan lugar a variab les de configuración , verdaderas
estructuras m últiples de elección de los actores. En segundo lugar, y luego
del descubrim iento de la teoría de las cuatro fu ncion es (AGIL )11 y de su
generalización a los diferentes niveles y subsistem as de análisis, la coordi
nación de las acciones será explicitada a un nivel m ás sistemático, gracias al
estudio de los medios simbólicos generalizados de intercambio que facilitan
la coordinación de la acción entre los subsistem as y al interior de cada uno
ellos. Sin embargo, de la respuesta m ás sim ple e inm ediata a la respuesta
más compleja y mediata, el problem a sigue siendo el mismo, ya que se trata
siempre de dar cuenta de la coordinación de las acciones o de los subsistemas
en una sociedad cada vez m ás diferenciada. Am bas respuestas descansan,
por una parte, sobre la prim acía analítica de la función de la socialización en
la integración de la sociedad y, por otra, sobre una concepción de la acción
en su calidad de sistem a. Los problem as dinám icos de integración de la
sociedad son el resultado de un equilibrio de las fuerzas que actúan en su
Interior con el fin de m antener o cam biar un sistem a social, pero en últim a
Instancia, ellas se basan en el análisis de los problem as de m otivación de
los actores en relación con las estructuras sociales. El problem a del orden
pasa a ser entonces el problem a del enlace entre una teoría psicologizante
de la m otivación y una teoría del mantenimiento estructural de los sistemas
sociales. Dicho de otra form a, el dualism o del individuo y del m undo social
está en el corazón m ismo de la perspectiva analítica de Parsons. Pero para
él, a diferencia de Durkheim, esta distancia m atricial proviene, al m enos
en su form ulación original, m ás de una problem ática epistem ológica que
de una reflexión histórica sobre la modernidad.
A nivel de la interacción
11 Acrónimo form ado por las iniciales de adaptation, goal atta'mment, intégration y lacence.
N. del. E.
la teoría parsoniana y definen varias alternativas posibles. La integración
de la sociedad se basa en la adhesión de los actores a valores comunes. Pero
Parsons muy rápidamente está consciente del carácter dem asiado general y
abstracto de esta respuesta'2. No hay relación directa ni inmediata entre el
sistema de valores generales de una sociedad y la acción realmente efectuada
por el actor. Insinuarlo sería quitar al actor toda posibilidad de evaluar su
relación con las situaciones y los objetos. Es por esto que las norm as deben
definirse a un nivel m enor de generalidad y deben ser mantenidas mediante
un sistem a de coacciones. En todos los casos, y aunque Parsons no haya
realmente explorado esta vía'3, insiste en repetidas ocasiones sobre la dife
rencia irreprimible existente entre los valores y las situaciones. Los valores
son actualizados, de m anera im perfecta y parcial, en situaciones reales de
interacción, y el resultado no es m ás que un com prom iso entre los valores
y las situaciones. Sin embargo, los significados m ovilizados por los actores
al momento de las interacciones, como por ejemplo los supuestos intereses,
no son para Parsons sino explicitaciones de los valores. Desem peñan así
una función en la regulación de la acción, pero la determ inación exacta de
su grado de intervención es siempre una cuestión em pírica y no podría, en
ningún caso, deducirse de un a priori teórico. A sí definidos, los valores en
su calidad de involucraciones en la acción tienen un interés heurístico limi
tado, pero no son m enos la piedra angular del modelo parsoniano. En este
período de su pensamiento, bien reflejado en sus obras de 1951, The Social
System y (con Shils y otros) Toward. a General Theory ofAction, Parsons está
convencido de que la cohesión de la sociedad es estrechamente dependiente
de un sistem a de valores generales, de ciertas instituciones sociales, y de un
conjunto de m otivaciones a nivel de la personalidad14. La estabilidad de la
sociedad proviene del hecho de que los valores propios del ámbito simbólico
de la sociedad se hallan también, por el hecho de la socialización, en la mente
de los actores. El actor actúa entonces en conformidad con las norm as que
Nosotros sostenemos que solo existen cinco variables fundam entales (es
decir cinco variables que se derivan del marco mismo de la teoría de la
acción) y que, en la medida en que la lista sea exhaustiva, estas constituyen
un sistema. Enumerémoslas por lo tanto y, para comodidad, démosle un
número: i. Afectividad - neutralidad afectiva; 2 . Orientaciones hacia sí -
orientación hacia la colectividad; 3. Universalismo - particularismo; 4 - Calidad
(ascription) - cumplimiento (achievement); 5. Especificidad - difusión14.
15 Talcott Parsons, Edward A. Shils (con Jam es Olds), «Valúes, M otives and System s o f
Action» en Talcott Parsons, Edward A. Shils, eds., Toward a General Theory ofA ction
(Cambridge: Harvard University Press, 1959), 180.
16 Ibíd., 58-67.
17 La referencia es explícitam ente enunciada por Parsons y ya estaba en germ inación
desde su primera gran obra, Talcott Parsons, The Structure o f Social Action, 686-694.
depende de la relación entre el sistem a social y su entorno, lo que explica
el carácter m ás o m enos extraño o raro de ciertas com binaciones’8. Esta
flexibilidad analítica permite especialmente dar cuenta de la m anera en que
los actores responden por sus conductas a la diferenciación estructural de
los ámbitos de acción propia de la modernidad. Pero Parsons está obligado
al m ism o tiempo a insistir sobre el carácter exhaustivo de las variables, sin
las cuales el avance analítico realizado no sería m ás que de un leve alcance.
Existen cinco, ni m ás ni m enos. Las variables abren el espacio de lo posible
de la acción social, pero al m ismo tiempo lim itan las posibilidades y redu
cen las opciones a solam ente algunas com binaciones” . Estas variables se
aplican a todas las dim ensiones de la acción (motivos, funciones y valores)
y constituyen entre ellas un verdadero sistem a20.
La vida social se desarrolla a través de un núm ero creciente de roles y de
tareas, y pasa por una extensión del campo de intercam bios entre actores,
cuya com plejidad recurre a nuevos m ecanism os de coordinación, como
asim ism o a una delim itación de sus ámbitos de pertinencia. El problem a
de la motivación, es decir, la respuesta del actor a las exigencias diversas
de los roles que él debe cumplir, pasa a ser uno de los problem as centrales
de la sociedad moderna. La adhesión a los valores y la lealtad para con los
grupos de los cuales form a parte vienen a contrarrestar el desapego objetivo
que produce esta multiplicación de esferas de acción. El pluralismo de roles,
el hecho de que en una sociedad los individuos form en parte de varias co
lectividades, es una característica fundam ental de toda sociedad humana,
pero ella pasa a ser, luego de los diversos procesos de diferenciación, un
rasgo preponderante de las sociedades modernas. Las motivaciones privadas
de los individuos, no obstante, se canalizan hacia el sistem a social gracias
a la pertenencia a un gran núm ero de colectividades y a las lealtades que
de ellas se desprenden y a la legitim ación cultural del orden norm ativo.
Sin embargo, a pesar de la existencia de estos m ecanism os, hay siempre
ten d en cias a la d esviación ; el actor puede efectivam en te «alejarse del
18 S o b re las variables de con figu ración y sus lím ites, cf. Fran íois Chazel, La théorie
analytique de la société dans l’oeuvre de Talcott Parsons (París-M outon-La Haye: École
Pratique des Hautes Etudes et M outon & Co., 1974), 45-63.
19 Las variables de configuración son entonces una explicitación de la primera manera
en que Parsons trató de explicitar el problem a cardinal de la doble contingencia de la
acción social. Cf. Talcott Parsons, The Social System, 36 y ss. para la explicación de esta
importancia.
20 El célebre análisis proporcionado por Parsons en el capítulo X, de The Social System de
la práctica médica m oderna da una ilustración. Cf. Talcott Parsons, The Social System,
4 28 - 4 7 9 -
cumplimiento de los criterios normativos»21, de la cultura común de una sociedad.
Las variables de configuración perm iten así d ar cuenta a la vez, según
Parsons, de la existencia de expectativas recíprocas entre los actores y de
su libertad de elección frente a situaciones múltiples.
De hecho, la reflexión de Parsons en este estado se descompone en cuatro
momentos diferentes. Primero que todo, Parsons plantea desde el comienzo
la existencia de tres aspectos de estructuración de un sistem a total y con
creto de acción social, a saber, la cultura, la sociedad y la personalidad22.
En segundo lugar, se plantea el problem a específico de la coordinación de
las interacciones, sin la cual estas serían entregadas al azar. En tercer lugar,
se trata de estudiar los elem entos que refuerzan la im bricación norm ativa
mente deseada de las interacciones, el conjunto de las recompensas y de los
castigos del que dispone un conjunto social. Finalm ente, la respuesta m ás
general y última, en cuanto a la razón final de la reciprocidad de las acciones,
es asegurada por la socialización o, más bien, para ser m ás precisos, por la
complementariedad establecida entre la institucionalización de las normas
y valores y su internalización por los individuos, que permite asegurar el
equilibrio durante las interacciones.
La diferencia entre la tarea asignada a las variables de configuración
(coordinación) y a la teoría de la socialización (integración) queda manifiesta
si se piensa en la función muy circunscrita que Parsons da a la interacción.
Para él los valores y las norm as jamás se engendran durante la interacción
misma, aunque ambos se im ponen a través de ella. La prioridad de la socia
lización no es nunca desm entida en sus trabajos. Los valores y las norm as
existen antes de toda interacción. Las variables de configuración permiten
entonces estructurar analíticamente el espacio de las elecciones de los acto
res, pero, en última instancia, ellas descansan sólidam ente sobre la idea de
una socialización previa y adecuada. En defecto se perfila, pero solam ente
como concepto límite, la noción de anomia, verdadera antítesis de la ple
na institucionalización, es decir, la ausencia total de com plem entariedad
estructurada durante las interacciones entre los actores23.
ai Ibíd., 206.
aa La cultura designa a este estadio los grandes elem entos sim bólicos y de sentido que
los individuos necesitan durante sus interacciones; la sociedad hace referencia a las
interdependencias entre las diversas personas durante sus Interacciones; la personalidad
caracteriza la singularidad de cada actor. Ahora bien, estas distinciones, com o será el
caso más tarde con el m odelo AGIL, son categorías analíticas que no corresponden
a ninguna realidad concreta. Cada unidad concreta debe ser analizada a partir de los
tres sistem as,
aj Talcott Parsons, The Social System , 3 9 -
La coordinación a nivel del intercambio entre sistemas
24 Para una reflexión en cuanto al carácter «im puro» del descubrim iento de AGIL, cf.
Frangois Bourricaud, prefacio en Elémertts pour une sociologie de l’a ction, 86-93.
25 Cf. sobre este tema la visión de conjunto ideal que Parsons daba de una teoría sociológica
general en 19 50 , incluso antes de su «encuentro» con el esquem a AGIL. Cf. Talcott
Parsons, «The prospects o f Sociological Theory» (1950), Essays in Sociological Theory
(Nueva York: The Free Press, 1954), 348-369, especialm ente 352 y ss. Buen ejem plo de
un encuentro entre una expectativa intelectual y un esquem a de análisis.
En esta fase intelectual, Parsons sale del sim ple postulado, m ás o m e
nos metafísico, del equilibrio de un sistem a social y se esmera en precisar
la naturaleza exacta de las relaciones entre los diversos subsistem as, de
naturaleza ante todo sim bólica, al igual que las interdependencias entre
estos y el sistema social en su conjunto. Este último no es estático ni está
perfectamente en equilibrio; posee umbrales a partir de los cuales el cambio
pasa a ser inevitable. La teoría general no describe el sistem a social como
un todo em píricam ente integrado, sino como un sistem a cuyos problem as
deben ser analizados mediante un marco conceptual integrado*. Los sis
temas sociales aseguran su perm anencia en un entorno que estos no con
trolan sino parcialmente. Situación que explica la doble tarea constitutiva
de los sistem as sociales: deben a la vez conservar su equilibrio interno y
m antener de form a autónoma fronteras frente al entorno. Pero el estado de
las relaciones entre el sistem a y el entorno no es el puro producto de una
historia azarosa; por el contrario, es siempre definido, con anterioridad, por
los valores que definen los diversos órdenes institucionales de la sociedad.
Es la razón por la que, en últim a instancia, las exigencias de la integración
de la sociedad descansan siempre, en el caso de Parsons, sobre exigencias
culturales y axiológicas.
Sin embargo, el cambio de nivel de análisis es muy importante. El análisis
de todo sistem a de acción descansa en lo sucesivo sobre cuatro funciones:
una función de adaptación (A, que sirve para establecer las relaciones entre
un sistema y su entorno), una función de realización de los fines colectivos
(G, la capacidad de un sistema para fijarse metas y perseguirlas), una función
de integración (I, los elem entos mediante los cuales un sistem a asegura su
estabilidad interna) y una función de latencia (L, o de m antenim iento de
los m odelos culturales)” . La im portancia de las funciones es dada por sus
A: Adaptation
G: Goals relaciones cibernéticas: el m antenim iento de los m odelos posee un más
I: integration
L: latency alto nivel de inform ación y, por lo tanto, una función m ás importante en el
control de la acción, mientras que la adaptación posee más energía y por
consiguiente un rol mayor en el acondicionamiento de la acción, aún más
cuando los elem entos directam ente físicos de la acción hum ana (oxígeno,
temperatura, alimentación) no son controlables por la jerarquía cibernética
26 Talcott Parsons, Structure and Process in Modern Societies (Clencoe, Illinois: The Free
Press, 1960), 13.
27 Para una presentación condensada de las cuatro fun cion es, cf. la introducción de
Parsons, «An Outline o f the Social System », en Talcott Parsons, Edward A. Shils, Kaspar
D. N aegele, Jesse R. Pitts, eds., Theories o fSociety, vol. I (Nueva York: The Free Press,
1961), 30-79. Para una presentación didáctica del modelo, cf. Cuy Rocher, Talcott Parsons
et la sociologie américa'me (París: PUF, 1972).
de los sistem as. Existe así una separación entre, por un lado, los sistemas
que aseguran las funciones internas de inform ación, de innovación y de
reproducción sim bólico-com unicacional de los valores y de las norm as
(latencia e integración) y, por otro lado, los sistem as de adaptación y de rea
lización de los fines que hacen referencia a los intercambios con el entorno.
Por otra parte, hay una correspondencia entre estas funciones prim arias
y los diversos subsistem as del sistem a general de la acción: el sistema de los
organism os de com portamiento (concebido com o el sistem a de adaptación
y que es el lugar de los recursos hum anos indispensables para los otros sis
temas), el sistema de la personalidad (que tiene la función preponderante en
la realización de los fines colectivos, por cuanto es el agente prim ario de los
procesos de acción), el sistem a social (que tiene una función im portante de
integración y se organiza fundam entalm ente en función de la articulación
de las relaciones sociales) y el sistem a cultural (que se organiza alrededor de
los significados sim bólicos y que tiene una función prim ordial en el m an
tenimiento de los m odelos culturales)28. Es sobre este punto que el vínculo
intelectual entre el esquem a trinitario cultura-sociedad-personalidad del
período anterior y el m odelo cuaternario de AGIL es m ás evidente, como lo
atestigua la naturaleza de sus intercambios. Entre estos cuatro subsistem as
de acción hay todo un conjunto de interpretaciones como, por ejemplo, la
interiorización por el actor de las normas culturales o aun la institucionaliza
ción de las normas culturales en organizaciones sociales. Todo sistema social
no es entonces sino una com binación de estos com ponentes estructurales
y su estabilidad depende de la m anera en que los roles y las colectividades
son com andadas por valores y norm as específicos.
Por otra parte, a cada de las funciones prim arias corresponde un subsis
tem a específico de la sociedad: la econom ía (que tiene por función principal economía =
adaptación
organizar el proceso tecnológico y más ampliamente para adaptarlo al servicio
del sistem a social); el sistem a político (que tiene por tarea la organización política= logros
de una acción colectiva destinada a alcanzar m etas que tengan un sentido
comunidad social =
colectivo); la comunidad social (que debe asegurar ante todo la integridad de integración
una orientación cultural común) y, finalmente, el sistema cultural, que en su
sistema cultural =
calidad de entorno de la sociedad tiene por tarea principal el mantenimiento latencia
de los m odelos culturales a través de la legitim ación del orden normativo,
garantizando la con fian za recíproca de los m iem bros de una sociedad.
Sobre todo, una vez planteado el modelo, es fácil com prender cómo este se
aplica al interior de cada subsistem a e incluso cóm o puede descomponerse
28 Ver sobre e ste tem a, en francés, el capítulo II de Talcott Parsons, Sociétés. Essai surleur
évolutlon com parée (París: Dunod, 1973), 6-38.
casi hasta el infinito, ya que cada com ponente de cada subsistem a de la
sociedad puede a su vez ser analizado a través de las cuatro funciones29. Lo
que pudo hacer decir a ciertos críticos que su concepción de la sociedad
moderna es una Suprema Teoría desconectada de los hechos30, o bien que
hay necesariam ente y siempre en él una tendencia a reducir las acciones
reales a m arcos de análisis previamente constituidos3’ .
Ahora bien, ciertam ente m ás que estas aplicaciones, m uy a m enudo
am pliam ente artificiales32, es el análisis que Parsons proporciona de los
intercambios intersectoriales entre los diversos subsistem as de la socie
dad el que es interesante, ya que es a raíz de estos que Parsons desarrolla
su segundo gran análisis de la coordinación de las acciones. Será su teoría
sobre los m edios sim bólicos generalizados de intercambio (a la economía
corresponde el dinero; al sistem a político, el poder; a la comunidad social,
la influencia; al sistem a cultural, la activación de los com prom isos m orales
y culturales). Los m edios sim bólicos generalizados de intercambio (o m e
dios de intercambio) son verdaderos lenguajes funcionales especializados,
estrictamente significativos en referencia a un código y a las mediaciones
sim bólicas entre las diversas unidades sociales. Para Parsons, toda com u
nicación supone el intercambio de un m ensaje entre actores o unidades
sociales, el cual se realiza ya sea a través de un contacto físico inmediato,
o bien a través de ciertos medios. En el análisis de los sistem as sociales, la
comunicación, a través de los medios simbólicos generalizados, caracteriza
los principales procesos de interacción por los cuales las acciones de las
diversas unidades sociales son controladas, pero tam bién por los cuales
interactúan las diferentes unidades sociales. Y aunque el análisis funcional
29 Es así, por ejemplo, que para el subsistem a económ ico se tendrá entonces la propiedad
(A), la reglam entación de las condiciones de em pleo (C), el contrato (I), la racionalidad
económ ica (L); mientras que para el subsistema político los com ponentes estructurales
serían: la regulación (A), la autoridad (C), el liderazgo (I), la eficacia de la organización
(L; organizational effectiveness). Para una presentación breve y com parativa de estos
dos subsistem as de la sociedad, cf. Talcott Parsons, «Som e principal characteristics
o f industrial society», en Structure and Process in Modern Societies, 132-16 8 .
]0 Cf. la crítica de Charles W right Mills, L’imagination sociologique (París: M aspero, 1967),
capítulo II.
31 Frangois Chazel, La théorie analytique de la société dans I’oeuvre de T.Parsons, 1972.
32 Varios autores han subrayado estas extrañezas y la tendencia dem asiado pronunciada
de Parsons a «dejar plantado», a lo sumo de manera analógica, su m odelo AGIL en
tod os los niveles de la realidad. Para una crítica severa y profunda sobre este punto,
cf. Jeffrey Alexander, The Modern Reconstruction ofClassical Thought Talcott Parsons.
Vol. IV: Theoretical Logic in Sociology (California: University o f California, 1985), 170 y
ss.
sigue siendo subordinado a la compatibilidad estructural existente entre los
subsistem as, el estudio de las sociedades gana fuertemente en dinamismo33.
El prim er m edio que Parsons pone de manifiesto, y sobre el cual se basan
en cierta m edida todos los otros, no es otro que el dinero34. El dinero es un
verdadero medio institucionalizado de intercambio que permite la generali
zación de expectativas y de compromisos (commitments) recíprocos, porque
se basa en una garantía institucional y genera, por sim ple circulación, una
con fian za inform al entre los actores. Su im portancia está íntim am ente
ligada al crecim iento y a la diferenciación de las esferas sociales, una com
plejidad que requiere de m ecanism os interpersonales de com unicación.
La fuerza del análisis de Parsons es com prender que, m ás allá de su base
inm ediatam ente física, la m oneda es de hecho un m ecanism o simbólico
cuya utilización o gasto define, de hecho, un proceso de com unicación. La
estabilidad del sistem a depende de la confianza que los actores depositan,
a través del medio, en el subsistem a social mismo, una confianza que exige,
de cierta manera, una correlación entre las disposiciones de los actores y
los aspectos sim bólicos del proceso de com unicación. En todo caso, el peso
paradigmático del dinero im pulsará a Parsons a analizar las relaciones entre
los diversos subsistem as solo bajo form a de intercambio.
A l igual que el dinero, y gen eralizan d o sus características, Parsons
destaca los m edios de intercambio de los otros subsistem as — el poder, la
influencia y el compromiso de los valores— . El poder no se resume en una
concepción puramente negativa o de coacción, sino que designa el proceso
por el cual ciertas m etas colectivas son definidas y logradas, y aunque estas
m etas pueden ser muy diferentes según los tipos de sociedad, tienden ma-
yoritariam ente a asegurar el equilibrio de conjunto del sistem a de acción.
Aun cuando Parsons no elude jam ás la utilización de la fuerza, se interesa
sin embargo en subrayar más la función del poder en el logro de las m etas
legítim as de una sociedad. El poder, com o la riqueza, debe ser dividido
y distribuido, pero «tam bién debe ser producido y tiene tanto funciones
colectivas como funciones distributivas. Tiene la capacidad de m ovilizar
33 Señalem os que hacia el fin de su vida, Parsons extenderá la teoría de los m edios de
Intercambio a nivel del sistem a general de acción mismo, estableciendo otros cuatro
m edios — la inteligencia, la com petencia, el afecto y la definición de la situación— en
correspondencia con las cuatro funciones. Cf. Talcott Parsons, Social Systems and the
Evolution ofAction Theory (Nueva York: The Free Press, 1977).
34 Talcott Parsons, Nell J. Sm elser, Economy and Society. A Study in the Integration o f
Economic and Social Theory (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1957), 14 0 -14 1. Para
una crítica severa de la hipergenerallzación del medio del dinero por sobre los otros
m edios sim bólicos, cf. (ürgen H abermas, Théoríe de l’agir communicationnel, tom o 2
(París: Fayard, 1987), 285 y ss.
los recursos de una sociedad para la concreción de los fines para los cuales
se ha establecido o se puede establecer un com prom iso “público”»35. Dicho
de otra forma, el poder es una capacidad aprem iante del sistem a social que
opera tanto como una interacción (a través de un conjunto de las sanciones),
que como un medio sim bólico36.
Al lado del poder y del dinero, Parsons ubica otros dos medios simbólicos,
la influencia y el compromiso de los valores. Caracteriza la influencia como
el código simbólico que lleva a otro a actuar de cierta m anera en cualquier
tipo de circunstancia. Gracias a la influencia, un actor puede orientar las
decisiones de los dem ás (o de las unidades sociales) sin ofrecerles direc
tamente un equivalente valorizado. Es decir, hasta qué punto el actor que
acepta la influencia del otro está convencido de actuar en el interés de un
sistem a cuyas dos partes se saben solidarias. Esta persuasión descansa una
vez m ás sobre la confianza que Alter tiene en Ego, m enos en su persona
que sobre el sistema de roles del cual ambos form an parte. La influencia,
en la medida en que se desarrolla habitualmente en un marco institucional,
se basa en la autoridad, el soporte institucional que da fe a las decisiones
adoptadas por un individuo en función del estatus que él ostenta. Como
el poder o el dinero, la influencia permite la circulación de las decisiones
al mismo tiempo que genera acciones, y term ina por im plicar a los actores
Involucrados por las elecciones realizadas37. Finalmente, último m edio de
intercambio, los com prom isos de valores coaccionan a los actores para
conform ar sus conductas a ciertos valores, cuya aceptación, m ás o menos
Inmediata, permite que se reconozcan como m iembros de una sociedad.
Estos medios facilitan el intercambio y las com unicaciones entre subsis
temas, aumentando el m argen de acción y de iniciativa del actor, junto con
su capacidad de elección respecto de las situaciones concretas en las cuales
este participa (por ejemplo, se es libre de utilizar o no el dinero, abastecerse
en diversos lugares, decidir cuándo se realizará el gasto...). En este sentido
preciso, los medios son verdaderos códigos de com unicación institucio
nalizados que perm iten la circulación de cualquier m ensaje a condición
que el actor acepte los im perativos del código en cuestión. La capacidad
de acción del individuo sobre el mundo social aum enta al mismo tiempo
que se mediatiza: en una sociedad altamente diferenciada, el dom inio del
Para ciertos autores, la transición hacia una teoría de los sistem as marca
una verdadera inflexión en el pensam iento parsoniano: m ientras que las
variables de configuración se ubicaban a nivel del actor, el modelo AGIL
desciende desde lo alto, estudiando al actor solam ente a partir de los pro
blem as propios del sistem a social39. Jürgen H aberm as va aún m ás lejos y
encuentra, en este cambio de rumbo, el desplazam iento de Parsons desde
una concepción herm enéutica de la acción hacia una teoría objetivista de
los sistem as sociales40.
En realidad, en la base de la concepción parsoniana hay una tensión
irreprimible entre lo que se pone en juego por el lado de la dim ensión sis-
tém ica de la acción (que en este contexto debe com prenderse en términos
de coordinación de las conductas, especialmente por los medios simbólicos
generalizados, es decir, en donde el actor es implicado en redes sistem a
tizadas de coacciones y de incentivo) y lo que se pone en juego por el lado
de una dim ensión interactiva, de la cual dan cuenta las variables de confi
guración. Estas dos dim ensiones no se reunirán jam ás com pletam ente, a
pesar de los esfuerzos gigantescos realizados por Parsons. O m ás bien, estas
no pueden reunirse m ás que a condición de que distingan bien — lo que es
4t Talcott Parsons, «The Point o f View o f the Author», en Max Black, ed., The Social Theories
o f Talcott Parsons (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, 1961), 34 2 . Las cursivas son de
Parsons.
41 Justificación de Parsons en 1968. Extraídode Habermas, Théoriedel'agircommunicationnel,
tom o 2 ,2 19 .
norm ativo. Por eso la im portancia preponderante que Parsons dio, toda su
vida, a la capacidad de una sociedad de generar solidaridad y crear (y mante
ner) las m otivaciones necesarias de los actores. No ha habido, en el caso de
Parsons, como se ha podido afirm ar a veces, el tránsito de una explicación
en térm inos de socialización hacia un m odelo de integración sistém ico (es
decir, no normativo) asegurado únicam ente por m edios sim bólicos. Toda
coordinación entre las acciones se basa siempre en una concepción de la
integración de la sociedad por m edio de la teoría de la socialización43. Es en
este sentido preciso que Parsons será toda su vida profundam ente durkhei-
m iano44. Más exactam ente su m odelo permite asentar de form a norm ativa
la sociedad, un proceso sobre el cual Durkheim no dejó de cuestionarse.
Pero no se trata de hacer de Parsons, como ha sido dem asiado a menudo
el caso, un norm ativista ingenuo. Ciertamente para él, el actor es siempre
capaz de elegir, pero las elecciones deben ser com patibles entre ellas y es
pecialm ente compatibles con los valores de una sociedad. Pero como este
acuerdo nunca es obvio, sus ambigüedades como sus fracasos forman parte
de su visión de las cosas. Si el corazón de la teoría se halla del lado de la
socialización, no hay que olvidar jamás, sin embargo, que no hay nunca en
su caso una simple correspondencia entre la estructura de la personalidad
y la estructura institucional.
43 Es por eso que es difícil de seguir hasta el final la crítica de Habermas a propósito de la
noción de «integración» presente en el modelo AGIL, que revela una suerte de confusión
entre la integración por las normas culturales y la integración por los intercambios entre
sistem as. De hecho, se debe establecer la distinción entre los m edios de coordinación
de las conductas y lo que d epende específicam ente del cam po de la integración de la
sociedad, por la socialización, stricto sensu.
44 Parsons, « A n O u tlin e o fth e Social System », en Parsons, et al., eds., TheoriesofSociety,
vol.i, 31.
45 Parsons, The Social System , 42.
el organism o46. De m anera m ás general, para Parsons, las cuatro funciones
de la teoría general de la acción deben servir de m arco global de interpre
tación47. Establece de entrada una distinción entre los sistem as culturales
y sociales, por una parte, y el organism o y la personalidad, por otra. Para
él, los principales elem entos de la estructura de la personalidad se derivan
del sistem a cultural y social a través de la socialización y, no obstante, la
personalidad pasa a ser un sistem a independiente a través de sus relaciones
con el organismo y la singularidad de las experiencias de vida. Entre los dos
niveles hay una verdadera interpenetración: por el lado de la socialización,
esta se designa por la noción clave de rol; por el lado de la personalidad,
remite a las necesidades relaciónales.
Junto con reconocer el aporte convergente de Sigm und Freud y de Emile
Durkheim en m ateria de socialización, Parsons es sensible a la m anera en
que el psicoanálisis precisa las condiciones y los procesos. Durkheim se
limitó a señalar que las decisiones m orales de los individuos estaban bajo
la coacción de las orientaciones comunes de una sociedad, pero no abordó
el estudio de los m ecanism os psicológicos de interiorización de los valores
morales. No basta m ás afirm ar que solam ente gracias a la socialización el
actor hace suyos los valores y las norm as propios de su sociedad, y que estos
se convierten, entonces, en su calidad de m otivaciones, en los indicadores de
su acción. Es necesario, entonces, dar cuenta en detalle, y en función de las
diversas esferas sociales, de su dinám ica. No se trata de ninguna m anera de
eliminar la frontera entre las dos disciplinas, sino tratar de insertarlas en un
marco de análisis m ás general. Al centrarse dem asiado exclusivam ente en
las individualidades, Freud dejó de lado las im plicancias de las interacciones
entre actores que fo rm an un sistema. Al centrarse demasiado exclusivamente
en una visión del sistem a social como tal, Durkheim dejó de lado el hecho
que es a través de las interacciones entre personalidades que se constituye el
sistema social48. Lo importante es distinguir, cuidadosamente, los diferentes
niveles de abstracción en presencia. Es así como, si bien Parsons respeta
en lo esencial las fases del desarrollo de la personalidad según Freud, solo
lo hace a través del estudio de la serie de interacciones sociales m ediante
4< Para una presentación de sus desarrollos sobre la socialización a partir especialm ente
del m odelo AGIL, cf. Claude Dubar, La socialisation (París: Armand Colín, 1991), 46-53.
47 Para los desarrollos que siguen, cf. Talcott Parsons, «Social Structure and the Development
o f Personality: Freud's Contribution to the Integration o f Psychology and Sociology»
(1958), en Social Structure and Personality (Nueva York: The Free Press, 1964), 7 8 -111.
48 Talcott Parsons, «The Su p erego and the Theory o f Social System s» (1952), en Social
Structure and Personality, especialm ente 18-20 .
las cuales estas se llevan a cabo49. La presentación que hará del proceso de
socialización sigue así de cerca la dinámica de los círculos concéntricos, con
radios cada vez más grandes, por los que transita un individuo: la relación
con la madre, la familia, la escuela, la comunidad juvenil...
La madre y el hijo
49 Talcott Parsons, Robert F.Bales, et al., Family, Socialization and Interaction Process
(Clencoe, IL: The Free Press, 1960), 31.
50 La presentación más com pleta en ibíd., capítulo II, 35-131; cf. tam bién, Parsons, The
Social System, 207-226.
51 Talcott Parsons, «So cial S tru ctu re and th e D evelopm en t o f Personality: Freud's
Contribution to the Integration o f Psychology and So do logy» (1958), en Social Structure
and Personality, 89.
A través de sus interacciones con la madre, el niño aprende un rol; en todo
caso, form a parte con su madre de una colectividad en el sentido estricto del
término. Sin embargo, el niño no desempeña, en el seno de esta colectividad,
el mismo rol que la madre. La identificación debe entonces ser precisada
por cuanto esta designa, de hecho, el proceso mediante el cual una persona,
cuando pasa a ser m iembro de una colectividad, aprende a cum plir un rol
com plem entario con el de los otros miembros. El nuevo miembro, insiste
Parsons, pasa a ser como los otros, pero en referencia a los valores comunes
propios de dicha colectividad. Lentam ente, el niño adquiere un rol m ás
autónomo y se lanza al descubrim iento del mundo, ensaya nuevas com pe
tencias m otrices y form ula un gran número de preguntas sobre el mundo.
|a Talcott Parsons, «The Father Sym bol: an Appraisal in th e light o f Psychoanalytic and
Sociological Theory» (1952-1954), en SocialStructure and Personality, 38-39.
II Talcott Parsons, Robert F. Bales et a i, Family, Socialization and Interaction Process, 79 y
ss.
sim plemente repetir, aunque a un nivel superior de complejidad, la identi
ficación infantil con la madre, pero para ambos se im pone la identificación
en su calidad de m iembros de la generación de los hijos. Sobre todo el niño
está doblemente bloqueado: no puede identificarse completamente con la
madre en la función intrafamiliar, debido a su categorización sexual, y a
causa de la categorización generacional ya no puede adoptar un rol como
el de su padre54.
El gran dilema opone entonces la dependencia respecto de la madre y las
ganancias en términos de capacidad de acción más autónoma. Es a este nivel,
en efecto, que Parsons establece el prim er gran significado simbólico del
padre: representa y personifica a la vez demandas m ás elevadas que invitan
al niño a que las haga suyas, fuentes preponderantes entonces de respeto y
autoridad y, por otro lado, es el responsable de la ruptura del paraíso esta
blecido entre el hijo y la madre. Aunque Freud insistió m ás sobre el segundo
aspecto, los dos casos son susceptibles de distorsiones neuróticas. Pero,
para Parsons, la verdadera función de esta prim era fase edípica es integrar
al niño en el sistema familiar, donde adquiere nuevas funciones al mismo
tiem po que interioriza el sistem a de valores común a la sociedad. El énfasis
se pone en la pertenencia com ún a la familia, m ás que en la diferenciación
de las funciones o de las generaciones.
De hecho, la transición de un modelo centrado en torno a la madre hacia
un m odelo de solidaridad fam iliar precede a la interiorización de los roles
sexuales. Para Freud, los roles sexuales como tales no parecen plantear
problema, por cuanto él se centró casi exclusivam ente en las dificultades
asociadas a su aceptación em ocional. Para Parsons, la com prensión de las
diferentes expectativas de las conductas asociadas al sexo es determ inan
te. Mediante el aprendizaje de los roles sexuales, el niño no solo logra la
aceptación de los roles diferenciados en el seno de la fam ilia, sino que logra
especialm ente dotarse de una categorización universal transcendente a la
familia y constitutiva de la estructura social. En este sentido, los roles sexuales
son la prim era categorización universal a la cual accede el niño, antes de
que se agregue la de la edad. Se pasa así de una diferenciación cuantitativa
en el seno de la fam ilia («instrumental-adaptativa») a una diferenciación
cu alitativa («expresiva-integrativa»). El niño que al in icio del proceso
percibía a su padre de m anera exclusiva y particularista como un individuo,
logra percibirlo progresivam ente en su calidad de ejemplo de un modelo
58 Notem os, de paso, que Parsons está consciente de las dim ensiones informales de las
clases, lo que va contra esta tipificación. No obstante, piensa que su función no logra
desestabilizar lo esencial de la presentación «formal» que ha efectuado. Cf. «The School
Class as a Social System : Som e o f its Functions in American Soclety» (1959 ), en Social
Structure and Personality, 135-136 .
59 Talcott Parsons, Robert F. Bales, et al., Family, Socialization and Interaction Process, 116.
we separan. La escuela tiene así una función im portante en el sistem a de los
valores de la sociedad estadounidense, ya que ella se basa a la vez en una
Igualdad inicial de oportunidades y en un diferencial final de achievement.
Con el tiempo, las diferenciaciones introducidas por la escuela term inan
por consolidar expectativas diferentes entre los alum nos. El niño se desliga
de sus antiguas identificaciones en el seno de la fam ilia y adopta un nuevo
estatus en un nuevo sistema. Su nuevo estatus personal estará en función de
la posición que ocupa en vista de sus resultados académ icos y, en segundo
lugar, del sitial que el alumno ocupa en el grupo de los pares. Los que tengan
más éxito por el lado cognitivo serán orientados hacia funciones técnicas
y especializadas, los dem ás hacia funciones con com petencias sociales o
humanas m ás difusas. Por otra parte, adem ás de la acentuación de la im
portancia de las relaciones entre los sexos, el prestigio del grupo de pares
aumenta considerablemente. En lo sucesivo, este opera como un verdadero
mecanismo de selección y no m ás solam ente como refuerzo de los estatus
transmitidos: niños de fam ilias que tienen un bajo estatus social son acep
tados en grupos de pares con un estatus fam iliar elevado60. La preem inencia
de los grupos de pares es incluso un rasgo destacado del sistem a educativo
estadounidense. Su im portancia es considerable, ya que el grado de éxito
dentro del grupo de pares m ism o constituye por sí solo un sistem a de achie
vement. Se pueden entonces reconocer situaciones cruzadas: aquellos que
tienen buenos resultados académicos y resultados m ediocres en el grupo
de pares, o lo inverso. Se desprenden tres tipos puros en el grupo de pares: a
nivel intermedio existe el que es un buen com pañero, arriba el que dispone
de recursos de liderazgo y abajo, el que roza con actitudes de delincuencia.
El surgimiento del grupo de pares, en su calidad de agente de socialización
h! lado de la fam ilia y de la escuela, form a parte, para Parsons, del proceso
de diferenciación estructural propio a la socied ad estadounidense. Sin
embargo, si bien su función como agente de socialización aparece como
com plem entaria respecto de la fam ilia y de la escuela, el grupo de pares no
transporta m ás que m odelos secundarios en relación con los transm itidos
por el sistem a form al de educación. Para Parsons, en efecto, el grupo de
pares está estrecham ente articulado con las n orm as académ icas com o
con las expectativas parentales. Ciertamente, Parsons está consciente del
i'(inflicto que se puede establecer entre las orientaciones del grupo de pares
(popularidad, com pañerism o, burlas), en resum en, la cultura juvenil y el
alaterna de valores de la sociedad en su conjunto, pero salvo en casos que
<0 Parsons, “The School Class as a Social System : Som e o f ¡ts Functions in American
Soclety", en Social Structure and Personality, 150.
él considera como menores, cree detectar en el seno de la cultura juvenil
una fuerte valorización del logro académico y m ás ampliam ente del achie-
vem ent personal.
De hecho, el grupo de pares en el campo académico funciona para Parsons
como una red de identificación alternativa que enfatiza la im portancia del
elem ento popularidad-com pañerism o, frente a otra red que enfatiza los
desem peños académicos stricto sensu. El grupo de pares opera como una
red que permite al individuo explorar otras com petencias adem ás de las
com petencias estrictam ente académ icas y que produce, por lo tanto, en
interacción con la evaluación adm inistrada por el sistem a académico, la
asignación social de los individuos. Para Parsons, este sistem a es profun
dam ente funcional y no cree, m ás allá de algunos casos individuales, que
individuos que tienen com petencias académicas puedan dejarse arrastrar
por el grupo de pares. Pero el grupo de pares tam bién tiene una gran fu n
ción: m inim izar los efectos de un fracaso académico y social. Desde este
punto de vista, el grupo de pares (al igual que la familia) permite socializar
afectivam ente las decepciones de los individuos en una sociedad sometida
a fuertes expectativas de m ovilidad social.
Socialización y modernidad
61 Talcott Parsons, Robert F. Bales, et al., Family, Socialization and Interaction Process, 31.
62 Una p e rsp e c tiv a q u e ha sid o se v e ra m e n te critic a d a en la m ed id a que p odía
efectivam ente inducir a una concepción hipersocializada del actor. Cf. Denis H. Wrong,
La estructura de la personalidad se constituye a través de un proceso creciente
y múltiple de diferenciación a partir de las primeras y simples identificaciones
con la madre hasta la com plejidad de relaciones sociales adultas. Más aún,
la socialización, dado el rol central que desem peña en la interacción social,
pasa a ser el criterio a partir del cual se debe poder asentar un criterio moral,
de hecho sociológicam ente implícito, del bien y del m al. La socialización
correcta en un sistem a social siempre es evaluada de m anera positiva, por
cuanto es un prerrequisito fundam ental para la integración de una sociedad.
En cierta form a, la evolución del individuo sigue aquella de la sociedad, la
ontogénesis repite la filogénesis.
El rostro definitivo de una sociedad depende de este proceso. Parsons
parece así encontrar en el sistem a de valores de la sociedad estadounidense,
a pesar de los cam bios acontecidos, un cierto nivel de perm anencia histó
rica. La realización personal, en la sociedad estadounidense, está siempre
marcada con fuerza por la base religiosa del sistem a de valores, a pesar
del proceso de secularización que ha vivido Estados U nidos63. Si bien este
proceso es un resultado de la diferenciación estructural que vivió el país,
los valores de inspiración religiosa no perdieron fuerza, lo que constituye
Incluso una de las claves de la especificidad de la sociedad estadounidense en
relación con las sociedades europeas64. Sublevándose especialm ente contra
los trabajos de David Riesm an o de Florence Kluckhohn, que hablaban de
una transform ación del sistem a de valores en los Estados Unidos, Parsons
Insiste por el contrario sobre su estabilidad; el cam bio proviene entonces
de las nuevas situaciones estructurales engendradas por la diferenciación65.
Para Parsons, la sociedad no es una persona m oral como podía a veces ser en
El relato de la modernización
66 Talcott Parsons, «An Outline o f the Social System », en Talcott Parsons et al., Theoríes
ofsocieties, tom o i, 36.
67 Frank j. Lechner, «Parsons and M odernlty: an Interpretation», en Roland Robertson y
Bryan S.Turner, eds., Talcott Parsons. Theorist o f Modernlty (Londres: SACE, 1991), 166-
186.
de la mano con el esquema cibernético de Parsons, según el cual los cambios
en los valores condicionan las otras transform aciones sociales68.
En este relato, el proceso de cambio pasa por cuatro vías que corresponden,
como puede suponerlo el lector, a las cuatro funciones prim arias y a los cua-
tro subsistem as sociales. La econom ía es el lugar de una mejora adaptativa,
un proceso que pone a la disposición de las unidades sociales un número
más extenso de recursos. En lo político se verifica un proceso que Parsons
denomina diferenciación propiamente tal. A nivel de la comunidad societal
se produce un proceso de inclusión, que designa la m anera en que nuevas
unidades entran en el m arco norm ativo con, por ejemplo, la extensión cre
ciente de los derechos de ciudadanía en la m odernidad. Por último, a nivel
del m antenimiento de los m odelos culturales, se produce la generalización
de un nuevo sistem a de valores, ya que las diversas unidades deben dotar
con una legitim idad a sus m odelos de acción, lo que exige, paradojalmente,
que a m edida que la red de situaciones sociales se com plejiza, el m odelo de
valores alcance niveles superiores de generalidad6’ .
Las tres revoluciones prim ordiales que m arcan el surgimiento del tipo
moderno de sociedad, y que se desarrollaron «en un solo campo de evo
lución, el Occidente»70, no son así interpretadas m ás que com o una suerte
de diferenciación entre los diversos subsistem as: la revolución industrial
(diferenciación entre la econom ía y la política), la revolución dem ocrática
(diferenciación entre la política y la com unidad societal), en fin, la revo
lución educativa (diferenciación entre la com unidad societal y el subsis
tema de m antenim iento de los m odelos culturales). Esta última tom a una
Importancia central en su relato de la m odernidad, puesto que la definición
de una comunidad societal, no directamente fundada sobre la religión, pasa
por una revolución de la enseñanza com o búsqueda de nuevos m edios
para institu cionalizar un a cultura secular. En el fondo, no hay nada de
Norprendente en el énfasis otorgado a la educación en este relato: el acceso
a un cierto nivel educativo es, para Parsons, un paso previo necesario tanto
para los individuos como para la coordinación sistém ica de la sociedad.
M Talcott Parsons, Sociétés, y Le sisteme des sociétés modernes (París: Dunod, 1973).
49 Para una presentación de este análisis, cf. el capítulo II de So ciétés, y Le sisteme des
sociétés modernes, cuadro de la página 11.
70 Parsons, Le sisteme des sociétés modernes, 1. No seguirem os aquí de manera detallada
el relato proporcionado por Parsons, pero acotém onos a señalar que, en e ste proceso,
él cree constatar por el lado de la cultura cristiana «una diferenciación más clara y más
lógica que la de sus predecesores», lo que lo lleva a rem ontar el com ienzo del sistem a
de las socied ad es m odernas a ciertos desarrollos de la com unidad societal al siglo
XVII, especialm ente el aporte de la religión cristiana a la legitim ación de la sociedad,
cf. ibíd., capítulo III y IV.
En esta visión de la m odernización, el esquem a cibernético está al
servicio de un verdadero d etern in ism o cultural. La dialéctica entre los
elem entos de acondicionamiento material y el control cultural cede el paso,
en la práctica del análisis, a una visión que refuerza en extrem o el rol de
los elem entos culturales. No solam ente es a la cultura que le reviene el rol
clave en la integración de la sociedad, sino que el cambio mismo, aunque
teóricam ente pensado en diversos niveles, term ina por ser interpretado
a partir de m odificaciones de orden ante todo cultural, ya sea durante la
transición de la sociedad prim itiva a la sociedad intermedia (el rol central
acordado a la escritura), ya sea de esta hacia la sociedad moderna (en donde
el énfasis se pone en los códigos institucionalizados del orden normativo
en torno al derecho). Es decir que, aunque Parsons rechaza toda teoría que
privilegie un único factor, jerarquiza los factores de cambio. La innovación
depende entonces m enos de un simple incremento de los recursos a nivel
de los condicionam ientos de la acción, y se explica m ás bien, y en acuerdo
con la jerarquía cibernética, por desarrollos ubicados en el nivel superior.
Es por lo cual termina incluso por afirm ar: «Tiendo, m ás bien, a creer en
una determ inación cultural que en una determinación social. Igualmente,
creo que al interior de un sistem a social los elem entos norm ativos son más
im portantes que los intereses materiales de los grupos en presencia para
explicar el cambio social»7’.
En resumen, una sociedad m oderna implica el desarrollo de subsistemas
especializados en funciones cada vez más específicas dentro de un sistem a
general y la constitución de diversos m ecanism os de coordinación que
permiten unir los subsistem as funcionalm ente diferenciados. El sistema de
mantenimiento de los valores, la comunidad societal, el sistema político y la
economía se diferencian progresivamente, exigiendo el despliegue de m eca
nismos cada vez m ás complejos con el fin de coordinar sus intercambios. La
modernización pasa por una disociación creciente de actividades, al término
de la cual cada elemento cumple con una función especializada en el seno
de un nuevo sistem a m ás com plejo y jerarquizado de una nueva manera.
Elogio de la diferenciación
Todo sistem a opera por una serie de intercambios entre actores, se basa
en m ecanism os de control que suponen un alto grado de información y pasa
por una relación con su entorno. El sistem a se basa en una com binación
de elem entos más o m enos estables; lo esencial del análisis reside así en la
n Ibld., 27.
VI P«ra una muy clara presentación de las implicancias conservadoras de la noción de
«quilibrio en la obra de Parsons, cf. W alter Buckley, Sociotogy and Modern System s
Thtory, (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, Inc., 1967).
M Tilcott Parsons, «Som e Sociological A sp e c tso f Fasclst M ovem ents» (1942), en Essays
In Sociological Theory, 128.
reales. De hecho, estas se explican por una reacción contra la ideología de la
racionalización de la sociedad, de la cual los judíos pasarán a ser el símbolo.
Tendencia general que tendrá traducciones psicológicas diferentes según
el grado diferencial de desestabilización de los valores tradicionales obser
vable en los distintos grupos sociales. La expansión del fascism o en ciertos
países se explica, atendiendo a Parsons, por el grado en que estos habían
logrado integrar los valores nacionales tradicionales con los sím bolos de la
modernización. El fascism o es entonces el resultado de la interacción en las
sociedades occidentales entre estructuras institucionales imperfectamente
integradas, definiciones ideológicas de las situaciones y una reacción psi
cológica frente a la anom ia que se produce en una etapa específica de su
proceso de desarrollo75. Observem os que el análisis conlleva un juicio a la
vez m oral e histórico: la identificación de una acción con el proceso general
de la modernidad, no la define solam ente como progresista, la caracteriza
al m ismo tiempo como una conducta socialm ente deseable; mientras que,
si el actor se opone a este movimiento o presta resistencia, es retrógrado y
su conducta moralm ente condenable.
Si bien Parsons está lejos de ser com pletam ente insensible a las crisis
debidas a una diferenciación social dem asiado grande, este aspecto perm a
nece, en lo que se refiere a su visión de los Estados Unidos, como transitorio
y circunscrito, sin que form e parte de una teoría general de la modernidad76.
De hecho, su visión, en último análisis, se basa en una filosofía positiva de la
historia. En su concepción de la plena modernidad, no hay en realidad esp acio
crítico para una visión dialéctica de la m odernización. Parsons es incapaz
de percibir verdaderamente las facetas sombrías, profundas y estructurales,
y no solamente empíricas y coyunturales, de la modernización. Para él, en
Estados Unidos, los diversos procesos de diferenciación, en la m edida que
logran im ponerse, tienden a extenderse, acentuando la transición hacia
norm as de acción cada vez m ás generalizadas que se aplican a un número
creciente de situaciones. Es este tipo de análisis que pudo hacer decir a Alvin
75 ibíd., 137-138.
76 Es así, por ejem plo, que al discutir la concepción del poder y de las élites presentes en
Mills, Parsons interpreta el surgimiento de las grandes organlzacionesy su especialización
económ icas como un rasgo positivo asociado íntimamente a la diferenciación funcional
propia de la modernidad. En cuanto a saber si esta diferenciación habría ido «demasiado
lejos» (como lo sugiere por otra parte Mills), Parsons se muestra simplemente escéptico.
En todo caso, la evidencia em pírica le parece, sobre este tem a, insuficiente. Cf. Talcott
Parsons, «The Distributlon o f Power in American Society», en Structure and Process in
Modern Societies, especialm ente 207-208.
W. Gouldner que su obra era una de las expresiones m ás importantes de la
Ideología conservadora de los años cincuenta y sesenta77.
El nivel de la diferenciación social pasa a ser el criterio central que permite
definir la modernidad de una sociedad. Y la capacidad de una sociedad (o
de un actor) para m anejar esta diferenciación mediante una complejidad
creciente se convierte en el criterio de juicio del bien y del mal en una socie
dad secular. Basta con unir los dos órdenes analíticos para lograr lo que es
el juicio lim inar de Parsons a propósito de la m odernidad: la diferenciación
nodal es el otro nombre del progreso.
Sería absurdo negar todas las tensiones detectadas y observadas por Parsons
en el corazón de la modernidad, incluso en la sociedad estadounidense. Pero
en el fondo, y sea cual sea la dificultad en articular roles distintos, incluso
abiertamente contradictorios entre sí, las tensiones, en la medida en que
encuentran su origen en procesos múltiples de diferenciación, están siempre
al final al servicio de una integración creciente de la complejidad social. Un
optimismo indesmayable prim a a lo largo de toda su obra. Si las dudas lo
«aedian, no cede jamás ante la desesperación; los Estados Unidos cuentan
con dem asiados recursos para caer en ello. Se ha hecho de Parsons el adalid,
Incluso el portavoz imperialista de un Estados Unidos dem asiado seguro de
ni mismo. Si esta afirm ación es en parte verdadera, no debe hacer olvidar,
*ln embargo, lo que sin duda m ejor define la form a de su interrogación
noclológica, a saber, su inquietud en cuanto a la naturaleza esencialm ente
frágil e incierta de la acción social y, m ás allá de ella, del orden social. Tal
e i el verdadero pathos sociológico de Parsons. Él tratará de tranquilizarse
toda su vida, acumulando respuestas que garanticen el m antenim iento del
equilibrio del sistem a. Pero su encarnizam iento tiene algo de extraño, a
menos de comprender que en la raíz misma de su reflexión se halla una duda
rodical sobre la posibilidad de esta misma integración, una duda sociológica
que entra a m enudo en oposición con su confianza norm ativa en los Esta
dos Unidos. Es su síntesis lo que m ejor define la vocación parsoniana de la
modernidad. En el fondo, y en este sentido preciso, Parsons es, a menudo
a pesar suyo, un trágico compulsivo.
* * *
77 Cf. especialm ente la crítica de Alvin W. Gouldner sobre el carácter conservador del
funcionalism o, The Corning Crisis o f Western Sociology (Londres: Heinemann, 1971),
especialm ente capítulo V, 167-338.
criterios m orales. Poco hace el hom bre frente a un m undo m isterioso e
incom prensible. La vida en sociedad se desarrolla siem pre entre objetos
fam iliares. La socialización es el m edio esencial que perm ite al individuo
orientarse. Bien puede, a ratos, aparecer como optim ista o como pesim ista,
poco sensible a los conflictos sociales o bien, a la inversa, altamente receptivo
a los conflictos generacionales78, insistiendo en la adecuación lograda entre
un actor y una función o, por el contrario, sobre la multiplicación de sistemas
de estatus ambiguos. En todos los casos, Parsons está convencido que solo
un sistem a hom ogéneo de valores permite verdaderam ente responder a la
diferencia entre el sujeto y el m undo objetivo (o para retom ar sus palabras,
entre un actor, un ambiente externo, una motivación y la m ediación de las
interacciones por un sistem a sim bólico compartido). Desde el inicio de su
vida intelectual, su concepción apenas cam bia sobre este punto.
La obra de Parsons tiene así un estatus particular. Ninguna otra teoría
clásica posee su com plejidad, nin guna otra está tan atravesada por un
sentim iento epistem ológico de la fragilidad de la acción y del orden so
cial, ninguna otra cae tanto en la identificación de la diferenciación con
el progreso, ninguna otra, en fin, está tan persuadida de la capacidad de
integración norm ativa de las sociedades modernas. Pero la principal fuerza
de Parsons proviene de la muy paradojal socialización que opera de la dis
tancia m atricial propia a la m odernidad. A diferencia de Durkheim, para
quien la diferencia entre las dim ensiones objetivas y subjetivas seguía de
cerca el trastorno de la realidad social a fines del siglo XIX y com ienzos
del siglo XX, para Parsons, la conciencia de esta distancia es ante todo de
naturaleza epistem ológica79. Una distancia que resulta de los presupuestos
sobre los cuales se asienta, desde 1937, su concepción de la realidad social
y de la práctica sociológica80. Concepción sim ple: el m undo real existe
78 La sensibilidad critica de Parsons frente a los m ovim ientos de jóvenes se com prende
fácilm ente en relación con el rol central que la socialización tiene en su teoría. Es a
propósito de los jóvenes que se manifiestan con más fuerza los problemas de transmisión
de los valores com unes en una sociedad moderna diferenciada.
79 Ciertamente, en la presentación de su primera gran obra de 1937 se han podido detectar
referencias críticas al clima intelectual del período y, especialm ente, a las concepciones
colectivistas de entreguerras (nazismo y comunismo), pero estam os obligados a concluir
en la primacía de una preocupación ante todo teórica al comienzo de su obra. Cf. Jeffrey
Alexander, Twenty Lectures (Nueva York: Columbia University Press, 1987), capítulo II.
80 Para Parsons, la ciencia no es evidentem ente ni la realidad externa misma ni su puro
reflejo; el saber m antiene más bien «una relación funcional» con la realidad, de la cual
esta no es, para ciertos objetivos científicos, «más que una representación adecuada»
que resulta de una selección de elem entos, de una conceptualización que se efectúa
de acuerdo con los intereses con cretos de un marco de referencia. Cf. Parsons, The
Structure o f Social Action, 753.
Independientemente del actor, y la relación del individuo con el mundo
ch, en el mejor de los casos, una adaptación, intelectual y práctica, bien
lograda. Y para asegurar esta última, es necesario recurrir a la socialización.
Parsons da una visión m ucho m ás abstracta de la vida social que la de
ñus predecesores. No solamente a nivel del intercambio entre sistemas, sino
también a nivel de las interacciones. Por eso la paradoja de su obra: cuando
uno lo sigue al interior de su universo teórico, la distancia m atricial parece
efectivam ente reducirse, m ientras que en sen tido inverso, cuando uno
mira desde el exterior su Suprem a Teoría no puede sino ser asaltado por el
vértigo de la distancia, de la nueva distancia, que él confirm a en la reflexión
lociológica sobre la m odernidad. Con él, y por prim era vez, la sociología
dispone de un lenguaje analítico que permite dar cuenta de la extensión
considerable del problem a de la coordinación de los individuos distantes
entre sí, a través de medios de intercambio generalizados. Distancia que él
piensa poder colmar, de manera más o menos armoniosa, mediante la teoría
de la socialización. Después de él, la síntesis va progresivamente a desm on
tarse. Se tratará, entonces, ya sea de acentuar el rol de la programación de
los individuos en el equilibrio de la sociedad, o bien, a la inversa, postular
la existencia de diferentes sistem as, regidos cada uno por m ecanism os
de estructuración autónom os y que no se interpenetran sino a merced de
movimientos m ás o m enos aleatorios e incontrolables.
C A PÍTU LO III
Pierre Bourdieu (1930-2001), del habitus a la
histéresis
I. Tradición y m odernidad
que nuestro propósito respecto de él, com o para la totalidad de los autores estudiados,
no es de volver a trazar «influencias», sino que de interpretar las obras a través de
la principal matriz de la m odernidad que ellos ponen, implícita o explícitam ente en
acción, es plausible afirm ar que es en el centro de esta matriz donde hay que analizar
su trabajo. Cf. Pierre Bourdieu, Lanoblesse d'Etat (París: Minuit, 1989), nota p.376.
4 Pierre Bourdieu, Raisons pratiques (París: Seuil, 1994), 159.
5 Pierre Bourdieu, Choses dites (París: Minuit, 1987), 149.
6 Ibíd.
7 Pierre Bourdieu, Méditations pascaliennes (París: Seuil, 19 9 7 ), 27.
Para oponerse a la distancia m atricial propia de la modernidad, Bourdieu
está obligado a poner en el centro de su visión social un modelo casi ideal,
y casi inmemorial, de correspondencia entre las posiciones sociales y las
disposiciones individuales. La principal estrategia intelectual de Bourdieu
se halla así en el origen mismo de su pensamiento. Es allí que deshace el
corte fundacional propio de la sociología entre la comunidad y la sociedad,
un pasado homogéneo y un presente desgarrado. Bourdieu, al transformar
la distancia matricial en una mera problemática intelectual, propone por el
contrario una correspondencia estrecha entre el agente y las situaciones, una
complicidad ontológica, y hace de este acuerdo el principio de funcionamiento
normal de todas las sociedades.
El habitus mantiene con el mundo social, del cual es el fruto, una verdadera
complicidad ontológica, principio de un conocimiento sin conciencia, de una
intencionalidad sin intención y de un control práctico de las regularidades
del mundo que permite anticipar el futuro sin necesitar plantearlo como tal8.
La mayor parte de los conceptos en torno a los cuales se han organizado los
trabajos de sociología de la educación y de la cultura que yo he realizado
o dirigido [...] han nacido de una generalización de las experiencias de los
trabajos etnológicos y sociológicos que había realizado en Argelia’ .
12 Com o se sabe, el análisis realizado por Bourdieu a propósito de la casa de Cabilla está
aún inscrito en el universo del pensam iento estructuralista, a pesar de la presencia de
algunas categorías criticas que pulirá y desarrollará más tarde. Pero d eC erteau tiene
razón al subrayar su importancia en su calidad de m odelo casi normativo de adecuación
entre las estructuras cogn ltivas y las estructuras sociales. Cf. Pierre Bourdieu, «La
maison ou le m onde inversé» (1970), en Le sens pratique (París: Minuit, 1980), 4 41-46 1.
13 Bourdieu, Raisons pratiques, 171.
14 Pierre Bourdieu, Esquisse d ’une théoríe de la pratique (Ginebra: Droz, 1972), 237.
15 Bourdieu, Choses dites, 131.
16 Bourdieu, Raisons pratiques, 12 1.
efecto por una importante concentración, en el Estado, del capital simbólico,
es decir de este poder «misterioso» de nombramiento. El Estado aparece en
tonces como una suerte de «banco de capital simbólico», garante de «todos
los actos de autoridad, actos a la vez arbitrarios y desconocidos como
tales»17. Es él «en las sociedades m odernas, el responsable principal de la
construcción de las categorías oficiales según las cuales se estructuran las
poblaciones y las mentes»18. La tercera diferencia, ligada a la anterior, supone
que durante la transición a la modernidad las prácticas se cargan con nuevas
dimensiones reflexivas, m ás conscientes y, especialm ente, más codificadas.
17 Ibíd., 122.
1S Ibíd., 143-144 (la cursiva es de Bourdieu).
19 Bourdieu, Choses dites, 99.
20 Ibíd., 81.
por lo demás, de su capacidad de detectar un núm ero creciente de desfases,
al tiem po que insiste en la pertinencia de la noción de habitus. Bourdieu
no deja jam ás de pensar relacionalm ente, pero ubica en el corazón de su
modo de análisis un m odelo que, debido a sus pretensiones analíticamente
prescriptivas, term ina por operar como un residuo sustancialista.
Los campos
21 Sobre la autonomía de los cam pos, cf. entre otros, Pierre Bourdieu, Les regles de l'art
(París: Seuil, 1992), 2 7 9 ,3 0 2 y ss. La lógica desearía, sin em bargo, que lo que sucede en
un cam po sea cada vez m ás dependiente de la única historia específica del cam po, y
por ende cada vez más difícil de prever a partir solam ente del conocim iento del estado
del m undo social, cf. Bourdieu, Raisons pratiques, 77-
22 Para una lectura que enfatiza con fuerza el determ inism o económ ico unidimensional
q u e op era en los d iverso s cam p os sociales, cf. Je ffre y A lexander, «The Reality o f
Reduction: The Failed Syn th esis o f Pierre Bourdieu», en Fin-de-siécle Social Theory
(Londres: Verso, 1995), 128-217. Para una interpretación que subraya el carácter más
sutil del determ inism o m arxista de Bourdieu y la función que la propia trayectoria del
autor tiene en su explicación d é la vida social, cf. Luc Ferry, Alain Renaut, L a p en sée 68
(París: Gallimard, 1985).
dom inadas y, en el otro polo, las posiciones culturalm ente dom inantes y
económicamente dom inadas. Esta hom ología entre los cam pos específicos
y el campo social global perm ite dar cuenta de las estrategias que operan
sim ultáneamente en diferentes cam pos23. Las luchas propias del campo del
poder apuntan a determ inar el valor y la fuerza relativa de los diferentes
poderes capaces de ejercerse en los diferentes cam pos24. Dicho de otra for
ma, el posicionam iento jerárquico de los agentes rem ite a una teoría de la
dom inación social basada en la convertibilidad de las diferentes form as de
capitales (económicos, culturales, sociales, simbólicos) y la posibilidad de
conflictos entre quienes los ostentan. Es así, por ejemplo, que las estrategias
de reproducción oponen hoy en día, dentro de las clases dom inantes, dos
grandes estrategias. Por u n lado «una gestión puram ente fam iliar de los
problem as de reproducción y una gestión fam iliar que integra un cierto
uso de la escuela en las estrategias de reproducción»25, donde la segunda
se distingue por la utilización privilegiada de las instituciones académ icas.
El cam po de poder designa, por lo tanto, el espacio de las relaciones de
fuerza entre las diferentes especies de capital, cuya lucha se intensifica cada
vez que se cuestiona el valor relativo de las diferentes especies de capital.
En este campo, el peso del Estado no es despreciable, ya que, gracias a la
concentración de los diversos recursos m ateriales y sim bólicos, este puede
regular el funcionam iento de los diferentes cam pos26. Emerge entonces
una suerte de capital estatal que permite controlar el tipo de cambio de las
diversas especies de capital27.
Es la existencia de este cam po del poder la que explica al final por qué,
a pesar de la pluralidad de los cam pos sociales, «cada uno de ellos es una
forma transform ada de todos los otros»28. Estos cam pos no son «espacios
reales», sino construcciones relaciónales que trazan una topología de la
sociedad m oderna más allá de las solas instituciones y cuyas fronteras son
dadas empíricam ente allí donde se acaban los efectos del campo. Los acto
res luchan en función del lugar que ocupan en estos campos. La form a y la
división del campo son objetivos de las luchas sociales, especialm ente entre
los poseedores y los aspirantes, luchas que constituyen la historia del campo
y permiten, al m enos a este nivel, escapar de la rigidez o del inm ovilism o.
29 Entonces, como lo hace notar justam ente Lahire, todas las acciones no son susceptibles
de ser asignadas a un cam po; la noción ante todo no designa entonces más que los
cam pos de actividades profesionales y, sobre todo, aquellos donde los agentes están
en lucha al interior de estos cam pos. Cf. Lahire, L’homme pluríel, 38.
30 Implicancias que reducen, según la crítica de Caillé, el conjunto de prácticas sociales
al ju ego, más o menos disimulado, de intereses m ateriales, tanto de hecho, y al final, el
capital material o monetario es ai mismo tiempo el origen, la finalidad y el principal medio
que describe todo el conjunto de la vida social. Se trata finalm ente de «conceptualizar
la relación social com o una m odalidad extendida de la relación económ ica». Cf. Alain
Caillé, Don, ¡ntérét et désintéressement (París: La Découverte/M.A.U.S.S., 1994), 55-172.
agentes sino de m anera oscura, salvo en los raros m om entos donde ellas
desembocan en la creación de un nuevo campo. Fuera de estos mom entos
fundadores, sus declaraciones no son m ás que el resultado de sus posiciones
y en lo esencial solo apuntan a m ejorarlas. Cada campo posee criterios de
regulación interna que dictan prohibiciones y recom pensas legítim as. Esto
explica que, al final de cuentas, los resultados de las acciones sean tampoco
el fruto de designios voluntarios, a tal punto que las acciones están presas
y deformadas por el filtro de las articulaciones estructurales invisibles para
los agentes m ismos. En efecto, la estructura de las posiciones objetivas está
en la base de la visión que los agentes de cada posición tienen de las otras
posiciones3'.
El habitus
34 ibíd., 179-
35 Bourdieu, Le sens pratique, 85-86.
36 Ibíd., 88 (la cursiva es de Bourdieu).
37 W acquant subraya claram ente este punto. Cf. Bourdieu y W acquant, «Introductlon»,
Réponses, 2 0 -2 2 .
38 Pierre Bourdieu, La distinction (París: Mlnuit, 1979), 5 4 9 -
39 Bourdieu, La noblesse d ’Etat, 9.
juego, gracias al cual la vida social es «colectivam ente orquestada sin ser el
fruto de la acción organizadora de un director de orquesta»40.
A h ora bien, en la n o ción de habitu s h ay d em asiad as cosas diferen
tes que el a n á lisis, a través de un a p iru e ta , trata de h acer fu n c io n a r
indisociablem ente juntas41. Primeram ente, una dim ensión corporal, pre-
consciente; la existencia específica de una lógica de la práctica que Bourdieu,
mucho m ejor que otros sociólogos, supo poner en relieve42. Solo el habitus,
«suerte de control adquirido que funciona con la seguridad automática de un
instinto»43, permite establecer el acuerdo instantáneo frente a los riesgos y
a las incertidum bres de las prácticas. «Los esquem as del habitus, form as de
clasificación originarias, deben su eficacia propia al hecho de que funcionan
por debajo de la conciencia y del discurso; fuera, por lo tanto, de form as de
exam en y de control voluntario»44. La insistencia sobre la dim ensión pro
piamente corporal del habitus le permite a Bourdieu com prender lo propio
de una de las dim ensiones de la lógica de la práctica.
Luego, el habitus conlleva la idea de un posicionam iento social, la idea
de un acuerdo preestablecido entre les expectativas subjetivas y las proba
bilidades objetivas, lo que es ya otra cosa, y se puede convenir, diferente
de lo que precede. Esta dim ensión, ligada a la percepción de unos y otros,
se apoya pues en las clasificaciones de los actores y es, por lo tanto, m ás
reflexiva que la lógica precedente. Es sobre ella que descansa, hasta un cierto
punto, lo propio de la dominación social. «La doxa originaria es esta relación
de adhesión inm ediata que se establece en la práctica entre un habitus
y el campo al cual este está acordado, esta experiencia m uda del m undo
como evidencia que procura el sentido práctico»45. Esta correspondencia
cumple con una función política determ inante y se encuentra en la base
de la dom inación social.
Es en la relación entre los habitus y los campos a los cuales están más o
menos adecuadamente ajustados — según sean más o menos enteramente
el resultado de ellos— que se engendra lo que es el fundamento de todas
las escalas de utilidad, es decir, la adhesión fundamental al juego, la ilusión,
reconocimiento del juego y de la utilidad del juego, creencia en el valor del
juego y de su objetivo, que son la base de todas las donaciones de sentido
y de valor particulares46.
Sin em bargo, nada perm ite en realidad afirm ar que la carga psíquica
en el juego es tanto m ás fuerte y total «que la incorporación al juego y los
aprendizajes asociados se hayan efectuado de m anera m ás insensible y
m ás vetusta, el límite siendo, por supuesto, nacer en el juego, nacer con el
juego»47. En la noción del sentido del juego están aún fusionadas dos cosas
diferentes: por un lado, la noción hace referencia a un ajuste inmediato, a
un sentido cuasi corporal de autoubicación en el juego y, por otro lado, la
noción subraya, en su calidad de ilusión, la implicación necesaria del agente
en el juego, lo que es otra cosa.
Sucede que el habitus, como h asta cierto punto ocurre con el incons
ciente freudiano, obliga al agente a obedecer a los imperativos, no tanto de
la situación presente, sino de la realidad pasada, a veces, incluso, aquélla
de la prim era infancia48. Un gran número de dificultades proviene de este
estado de cosas, ya que inevitablem ente el desarrollo intelectual del agente
corre el riesgo en todo momento de quedar rezagado en relación con el de
sarrollo de la realidad y de las situaciones sociales. La función del pasado
en el presente es, por lo tanto, central tanto a nivel del agente como de la
sociedad. Inscrito en el habitus y en los campos, se trata de comprender,
ante todo, cómo el pasado se proyecta en el futuro. Es aquí que toma form a
la transición desde una sociología de las prácticas y de las disposiciones
adquiridas a una verdadera filosofía de la reproducción social.
49 Bourdieu, Les regles de l’art, 32 2 (la cursiva es de Bourdieu). N otem os la primera parte
de la frase, no subrayada por el autor, «en fase de equilibrio».
50 Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Les héritiers (París: Minuit, 1964).
51 Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, La reproduction (París: Minuit, 1970).
escuelas, con la concentración de los poderes y la transform ación de los
capitales, su versión m ás acabada. Es allí, en efecto, que m ejor se despliega
la lógica del espíritu de cuerpo de una institución, noción que designa «la
relación subjetiva que, en su calidad de cuerpo social incorporado en un
cuerpo biológico, cada uno de los m iembros del cuerpo m antiene con el
cuerpo con el cual está inm ediata y milagrosam ente ajustado»52.
O bservaciones analíticam ente semejantes actúan a escala de los gustos.
El conjunto de las elecciones individuales encuentra lo esencial de sus
principios generadores en los sistem as de disposiciones producidos por
cierta jerarquía entre los objetos económicos y los objetos culturales, que
orientan sistem áticamente las elecciones de los agentes hacia polos que
organizan diferentes visiones del mundo. Es a propósito del arte, donde
por otro lado la negación de las determ inaciones sociales es m ás fuerte,
que Bourdieu administra la prueba: la relación entre el capital académico y
los gustos señala «la dependencia de la disposición estética respecto de las
condiciones materiales de existencia, pasadas y presentes»53. Bourdieu irá
aún más lejos cuando afirm a que
En la modernización
M Pierre Bourdieu et al., Travail et travailleurs en Algérie (París: M outon & Co., 1963), 266.
•7 Ibíd., 287.
M Ibíd., 301.
fase de transición hay una discordancia entre las estructuras económicas
y las actitudes concretas, a causa de una ausencia de sincronización en el
ritm o de sus evoluciones. Las discordancias coexisten entonces tanto en
la sociedad com o en las conciencias individuales. En este m om ento de
m utación, el análisis de las estructuras objetivas no logra dar cuenta, ver
daderamente, de las dim ensiones subjetivas: «En el caso de Argelia y de las
sociedades en vía de desarrollo, donde el sistem a preexiste a las actitudes
que él exige, la conciencia económ ica concreta debe ser el prim er objeto
del análisis»69. El desacuerdo es tal que, en una situación de este tipo, el
análisis debería incluso renunciar, «en este caso al m enos, a deducir [...] los
com portamientos del sistem a»70.
La tensión pasa a ser grande entre las norm as tradicionales, los antiguos
deberes de solidaridad y las nuevas exigencias de la economía individualista
y calculadora. Si bien no la expresa aún en estos térm inos, la transición sig
nifica, ante todo, el desplazamiento de la prim acía del capital simbólico (del
honor) hacia la prim acía del capital económico. De hecho, el individuo es
colocado entre estos dos mundos: ya no es regido por el sistem a de modelos
de com portam iento que tradicionalm ente regía la conducta económica,
sino que es, a causa de la sobrevivencia parcial de estas reglas, el agente de
conductas económ icas absurdas, tanto desde el punto de vista de la lógica
de la economía tradicional como de la economía racional. La representación
que Bourdieu da de este proceso está colm ada de una fuerte nostalgia críti
ca. «Con el reino generalizado del cálculo, se pone término a las relaciones
encantadas que favorecía la sociedad tradicionalista»7'.
El individuo, especialmente cuando está desprovisto de nuevos recursos,
se ve confrontado a contradicciones que no logra expresar a nivel de la
conciencia. Se siente arrastrado por fuerzas que escapan a su control y, a lo
sumo, se opone a otras personas, sin poder jamás verdaderamente cuestionar
las organizaciones y las relaciones sociales que las estructuran. Es para el
subproletariado, completamente absorto por las dificultades inmediatas de
la vida cotidiana, que esta situación es extrem a. «Prisioneros del exilio del
presente», como lo escribe con precisión Bourdieu, el subproletariado está
condenado a la evasión m ágica por el sueño, a dem andas extremadamente
69 Ibíd., 316.
70 Ibíd.
71 Ibíd., 325. Notemos que, muchos años más tarde, Bourdieu mantiene esta caracterización:
«En las sociedades diferenciadas, el espíritu de cálculo y la lógica del mercado corroen
el espíritu de solidaridad», Cf. Bourdieu, Raisons pratiques, 195. En El desarraigo también
afirma un análisis sem ejante: a medida que se generalizan los intercambios monetarios,
se desm oronan los valores del honor. Cf. Pierre Bourdieu y A bdelm alek Sayad, Le
déracinement (París: Minuit, 1964).
reducidas y resignadas y, sobre todo, a aspiraciones hacia la seguridad. La
falta de m edios impide al subproletariado salir del presente inm ediato y
dotarse de una imagen del futuro distinta a la del futuro inminente. Ante
la ausencia de posibles laterales, la necesidad no puede ni siquiera ser per
cibida como tal. Notemos que es a propósito del subproletariado, de estos
rurales desruralizados, y en la medida en que no poseen más la complicidad
ontológica requerida, que la descripción de Bourdieu se vuelve claramente
trágica. Para estos hom bres «que trasladan al m edio urbano actitudes de
los rurales y que no cuentan con los medios para llevar a cabo la mutación
necesaria para adaptarse a la vida urbana, toda la existencia transcurre bajo
la influencia de la necesidad y de la inseguridad»72. Para estos hom bres,
Insiste Bourdieu, «no existe nada sólido, nada seguro, nada perm anente»73.
aa Ibíd., 409.
SI Ibfd., 480.
N Ibld., 556.
S| Bourdieu, Le sens pratique, 244.
En el origen de las contestaciones sociales
86 Pierre Bourdieu, Ce que parler veut dire (París: Fayars, 1982), 150.
87 El acuerdo entre las estructuras m entales y las estructuras objetivas «no puede ser el
resultado de una sim ple tom a d e conciencia; la transform ación de las disposiciones
no p u ede darse sin una tran sform ación previa o con com itan te de las estructuras
objetivas de las cuales son el fruto y a las cuales pueden sobrevivir». Cf. Bourdieu,
Raisons pratiques, 213.
88 Bourdieu, Choses dites, 60.
89 Pierre Bourdieu, Homo academ ices (París: Minuit, 1984).
Ahora bien, este desajuste pasa a ser más ampliamente la causa explicativa
de la mayor parte de los nuevos movimientos sociales que se produjeron en
Francia desde Mayo del 6 8 :
Es sin duda en La miseria del mundo, la obra que Bourdieu dedica a Francia
al inicio de los años noventa, que estas series de desajustes se manifiestan
con la mayor fuerza97. Aun m ás cuando, m ás allá de la multiplicidad de los
puntos de vista catalogados y de los individuos interrogados, el conjunto de
las entrevistas apuntó a m ostrar la actualidad del acuerdo estrecho entre
un recorrido individual y un proceso colectivo. Sin embargo, este proyecto
inicial cede paso a una larga serie de desajustes, ligados, en lo esencial, a un
declive estatutario, o bien a una posición socialmente ambivalente. A este
respecto, poco importa de hecho la identidad del entrevistado: si se trata de
un funcionario, bajo o medio, se mostrarán las prescripciones contradictorias
a las cuales está sometido; si se trata de habitantes de la periferia urbana, de
inmigrantes, de trabajadores, de campesinos, de jóvenes, se mostrará el ca
rácter inconsistente del mundo de cada uno de ellos, un mundo rebosante de
contradicciones, y el sentimiento de injusticia, nacido de la distancia entre lo
que ellos creen ser socialmente (o lo que ellos creen deber ser o deber tener)
y lo que son o estiman tener.
La idea de sufrimiento apunta justamente a colmar la distancia creciente
observable entre la descripción posicional del mundo dada por esta sociolo
gía y la fragmentada realidad vivida de los individuos. La noción apunta así
t designar una frustración posicional relativa y una identificación profunda
de la subjetividad con una posición social. Sin embargo, una de dos: o los
Individuos son lo que deberían ser en teoría (y sin espacio por lo tanto para
el sufrimiento posicional) o bien no están, sistemáticamente, allí donde pien
san que deberían estar (y entonces no hay otro espacio, sino como teología
negativa, para la idea de habitus). En verdad, se trata de tom ar en cuenta,
lln confesión explícita, de la distancia creciente observable entre el modelo
teórico y las prácticas observadas, la suerte de una perspectiva cada vez más
Incapaz de dar cuenta de la acción «socialmente existente» sino en términos
estrictamente negativos. No se trata entonces de otra cosa que de explicar lo
que es, el sufrimiento, por lo que ya no es, la correspondencia generadora del
htbltus. En lo sucesivo, no hay más que una comprensión en negativo de los
Individuos. Al término de este recorrido, el sufrimiento aparece como la cosa
más generalizada (a falta de ser la mejor compartida) del mundo.
Allí donde La distinción se empeñó en mostrar la correspondencia «perfecta»
•ntre las posiciones sociales y los gustos estéticos, a través del habitus, La
m ilt r ia del mundo, a la inversa, describe individuos que no son jamás lo que
deberían teóricamente ser, o m ás aún, que siempre están definidos por un
* * *
1 Para Bell, en una obra que tuvo una gran repercusión Intelectual, la sociedad moderna
ha dejado de ser integrada y está escindida por contradicciones Insuperables. Las
tensiones tienen así una función más importante que los acuerdos en los diferentes
ám bitos de acción y, especialm ente, no existe ninguna otra posibilidad de integración
global normativa que un llamado nostálgico a una form a de religión. Cf. Daniel Bell,
Les contradictions culturelles du capitalisme (París: PUF, 1979).
avance intelectual propiamente autónomo a su sistema de pensamiento. Esta
situación no es ajena a la recepción que a menudo tuvo la obra de Luhmann,
m uchas veces percibida ya sea como un simple redespliegue redundante de
algunos conceptos en diversos campos sociales, o bien como propuestas
generales y abstractas separadas de toda articulación o interés empírico.
Es cierto que la obra de Luhm ann se despliega de una m anera concéntrica,
con la reaparición frecuente de los m ismos tem as, a partir de perspectivas
distintas, con varios años de intervalo2. Sin embargo, es posible, por razones
de presentación, distinguir elem entos pertenecientes a una teoría general
de los sistem as sociales, de las visiones de conjunto sobre una teoría espe
cífica de la sociedad m oderna, en fin, de los estudios m ás puntuales sobre
los sistem as parciales de la sociedad m oderna3.
2 Para una presentación pedagógica de sus conceptos Cf. Giancarlo Corsi, Elena Esposito
y Claudio Baraldi, Luhmann en glosario (Milán: Franco Angelí, 1996).
3 El nom bre de los tem as, d e los con cep tos y de las herram ientas desarrolladas por
Luhmann a lo largo de su vida prohíben un tratam iento en profundidad del conjunto
de su teoría. Hemos optado por una presentación, no sin algunas sim plificaciones
necesarias, a los contornos de su teoría general de la sociedad moderna, sin que nos
sea posible abordar las evoluciones y aplicaciones que Luhmann hizo de su teoría en
d iferentes sistem as sociales (econom ía, política, religión, educación, ciencia, arte).
Preocupados por la claridad y la com prensión, nos esforzarem os ante todo en presentar
los grandes ejes de su teoría dejando a veces de lado consideraciones más críticas. Para
una introducción general al pensam iento de Luhmann, cf. entre otros, Juan Antonio
García Am ado, «Introduction á l’oeu vre de Niklas Luhmann», Droit et société 10 -n
(1989): 15 -5 1; y el número especial de Recherches socioiogiques, «Niklas Luhmann en
perspective», XXVII, n.°2 (1996).
Si en el caso de Parsons la respuesta a este problem a reside en la es
tabilización de las expectativas recíprocas entre lo s actores luego de la
interiorización por estos de un sistem a n orm ativo com ún que perm ite
las interacciones, Luhm ann, por su parte, apunta a dar con una respuesta
capaz de conservar en ella, de m anera durable, la m ayor dosis posible de
contingencia social (es decir, la eventualidad de que existan siem pre otras
posibilidades). A l com ienzo, plantea el problem a de una m anera sem e
jante a Parsons. Las expectativas de la conducta de Ego dependen de la
contingencia de la respuesta posible de A lte ry , a la vez, las expectativas
de A lter dependen de la contingencia de las respuestas de Ego. Es decir,
hasta qué punto, durante toda relación, puede producirse lo inesperado,
hasta qué punto las posibilidades de com unicación no son, justam ente,
m ás que posibilidades.
Ahora bien, para Luhm ann, Ego y A lter no designan personas indepen
dientes existentes fuera de la com unicación. Por el contrario, para él, ellos
no son efectivam ente Ego y Alter, a m enos que y solam ente si form an parte
de una com unicación. Para Luhm ann, la doble contingencia no puede ser
reducida a ninguno de los participantes, esta es en sí m ism a indeterm inada
y posee una independencia propia que está en la b ase m ism a de la vida
social. Ego y A lter se b asan sobre im putaciones recíprocas: cada sistem a
hace lo que el otro desea si, a la vez, este hace lo que desea el prim ero. La
form ulación que da Luhm ann es en varios aspecto s sorprendente: dos
cajas negras, que por el hecho de circun stancias cualesquiera, estable
cen una relación entre ellas, en la cual cada una determ ina su conducta
a partir de sus propias operaciones autorreferenciales. La com unicación
así establecida deton a u na serie, puesto que llam a a u na reacción. Las
capacidades de tratam iento de la inform ación propia de cada sistem a le
permiten ob servar al otro com o un sistem a en un entorno, y aprehender
su form a autorreferencial a p artir de su propia observación. Los criterios
selectivos del otro sistem a no pueden ser observados desde el exterior.
La única cosa que Ego ob serva es la selección realizada en su entorno por
Alter. La indeterm inación de la autoreferencia de cada sistem a es y p er
m anece total. Por esta vía, por la cual cada uno de los protagonistas trata
de influenciar lo que observa, aparece un orden em ergente, justam ente el
sistem a social. A este nivel la contingencia pasa a ser plenam ente social,
ya que ella se presenta a p artir de un horizonte doble de perspectivas.
Ego no puede asum ir la operación autorreferencial de A lter, pero sí puede
aprender a partir de su p osición de observador. El orden social nace de las
observaciones recíprocas efectuadas por sistem as autorreferenciales4. En
breve, se trata de com prender cómo la diferencia se halla en el fundam ento
de la explicación del orden social.
Los diferentes pliegues y giros de esta obra compleja, incluso com plica
da, se encuentran analíticam ente unidos por esta voluntad intelectual de
m antener constante, en cualquier nivel de evolución o de estabilización de
los sistem as sociales, la conciencia del carácter altam ente improbable del
orden social. Sea cual sea el verdadero alcance del «cambio de paradigma»
acontecido al inicio de los años ochenta, con el giro autopoiético de su obra,
este cambio puede ser interpretado como una m anifestación más de esta
voluntad inicial, una representación reforzada de la improbabilidad innata
de los sistemas sociales. La teoría de los sistemas es para Luhmann el marco
teórico más pertinente y m ás desarrollado a la fecha para dar cuenta de las
form as a partir de las cuales se describe la sociedad m oderna. Su compleji
dad obliga a deshacerse de la ilusión de encontrar a nivel de la acción o del
sujeto los elementos de com prensión de nuestra sociedad.
Un cambio de paradigma
13-130 , y A ton et a raison (París, Seuíl, 1986). Cf. las observaciones de Luhmann, Soziale
Systeme, 31 y ss. (trad. inglés, 12 y ss.).
7 Para las im plicancias de este cam bio de paradigm a, cf. Jean Clam, Droit et société en
Niklas Luhmann (París: P.U.F., 1997), 242-252.
I Humberto Maturana y Francisco Varela, Autopoiésis and Cognition (Dordrecht: Reidel
Publlshing Company, 1980).
9 Cf. la lectura propuesta porJean-Pierre Dupuy, Ordresetdésordres, 119. Especialm ente
la distinción que el autor introduce entre la posición de Maturana y de Varela y la de
Atlan.
10 Luden Sfez, Critique de la communication (París: Seuil, 1988), 194.
II Sobre esto s puntos, se pueden ver d os artículos d e Niklas Luhmann, «Rem arques
préllm inaires en vue d ’une th éorie des systém es sociales» , Critique 4 13, t. XXXVII
Sistema y ambiente
(1981): 9 9 5-10 14; «Développem ents récents en théorie des systém es» (1988), en Cérard
Duprat, ed., Connaissance du politique (París: PUF, 1990), 281-293.
realidad (no construyen su propio mundo material), pero todo lo que ellos
utilizan en su calidad de diferencia o identidad es de su propio resorte12. En
la realidad no hay nada que corresponda a las categorías del conocimiento,
ya que la realidad existe siempre de una m anera positiva, plena, mientras
que el conocim iento solo opera mediante distinciones que, en este sentido
preciso, no corresponden directamente a nada en la realidad. No obstante, la
realidad tiene un rol negativo liminar, puesto que separa los conocim ientos
aceptables y aquellos que no lo son. Luhm ann no niega la realidad, pero
la garantía de la realidad se halla exclusivam ente en las operaciones del
sistema, que deben lim itarse a lo que ellas obtienen y durante el tiempo
que esto resulta posible.
La reducción de la complejidad
La enorm e complejidad del entorno (y aun m ás del m undo )13 explica por
qué un sistem a debe renunciar, para autoproducirse, a la pretensión de
dom inar la totalidad de las causas que necesita para determ inar sus efectos
y centrarse solam ente en ciertas causas, para seleccion ar los elem entos
que le son necesarios14. Más claramente, todo sistem a necesita reducir la
com plejidad con el fin de poder procesarla. El punto es im portante. Los
elementos constitutivos de un sistem a no existen independientem ente de
él (como era tan a m enudo el caso en la antigua concepción de la teoría de
los sistemas). Por el contrario, un elemento no se constituye verdaderamente
como unidad sino que a través del sistem a. Es este últim o que constituye
un elem ento en su calidad de elemento, con el fin de establecer relaciones,
pero al m ism o tiem po un sistem a no puede constituirse o cam biar m ás que
en la m edida en que sus elem entos entran en relación entre ellos. Hay aquí
El cierre operaáonal
17 A diferencia de otros autores, cercanos a él, que desviaron un poco sus posiciones.
Cfr., por ejem plo, Gunther T eubner (ed.), State, Law, Economy as Autopoietic Systems,
Berlín, De Gruyter, 1989.
II Niklas Luhmann, “ C lóture op ération n elle e t c o u p lag e stru ctu rel” , en A ndré-Jean
Arnaud y Pierre G ulbentíf (eds.), Niklas Luhmann, observateur du droit, Collection Droít
e tso c ié té , n°5, París, 1993, pp.73- 9 8 .
un sistema y que no puede tener, desde un punto de vista causal, sino un rol
destructor. Si todo sistema no puede sino adaptarse a su entorno, su adap
tación actual no presupone nada en lo que concierne a la propia autopoiésis
del sistema y, por lo tanto, en cuanto a su adaptación futura. El concepto de
acoplamiento estructural permite, entonces, dar cuenta del carácter altamente
contingente de un sistema, ya que resulta de un proceso de selección que,
excluyendo toda intervención del entorno sobre la autopoiésis del sistema
mismo, es evidentemente muy improbable. El concepto no designa, entonces,
m ás que los presupuestos del entorno que deben estar presentes para que el
sistema pueda continuar su autopoiésis. Al final, basta con que los acopla
mientos estructurales sean compatibles con la autonomía de un sistema, y
puede haber un gran número de acoplamientos estructurales compatibles con
las autopoiésis de diferentes sistemas. Un sistema no puede sino construir
estructuras compatibles con el entorno, pero el entorno no puede determinar
las operaciones mediante las cuales se constituyen estas estructuras. El aco
plamiento estructural define también un campo restringido, muy restringido,
del entorno susceptible de estimular el sistema. El concepto de acoplamiento
estructural, cuya oscuridad sigue siendo importante a pesar de los esfuerzos
de aclaración propuestos por Luhmann, permite entonces comprender cómo
el sistema está sometido a una constante irritación’9. Un sistema no puede
determinarse más que por sus propias estructuras, es decir, por estructuras
que él puede m odificar y construir mediante sus propias operaciones, pero al
mismo tiempo es imposible negar que esta autonomía suponga la adaptación
del sistema al entorno.
Por la noción de interpenetración, Luhmann desea designar no una rela
ción general entre sistema y entorno, sino entre sistemas que pertenecen al
entorno del otro20. El concepto hace referencia a la manera en que cada sistema
pone su propia complejidad al servicio de otro sistema, o bien, la manera
en que un sistema autopoiético presupone las realizaciones complejas de la
autopoiésis de otro sistema y puede así tratarlas como una parte de su propio
19 Sobre este tema se puede incluso distinguir entre un acoplam iento estructural directo
(en el caso que, por ejem plo, un idioma, en su calidad de sistem a autorreferencial,
entre en acoplam iento con otros idiomas — las perturbaciones que un idioma ejerce
sobre otro) y un acoplam iento estructural indirecto (como cuando, por ejemplo, hay
acoplam iento entre un sistem a fonológico y un sistem a gram atical, o entre un sistema
de circulación vial y el sistem a correspondien te de acciones). Para p recisiones en
este sentido, cf. Pablo Navarro, «Objetividad social, subjetividad social, y la noción
de com plem entariedad teórica en sociología», en Nlklas Luhmann. Hacia una teoría
científica de la sociedad, Anthropos 173-174 (julio-octubre, 1997): 114 -12 5.
ao Para una presentación exhaustiva del concepto, Luhmann, Soziale Systeme, cap. VI,
28 6-34 5 (trad. inglés, 210-254).
sistema. Sin embargo, hay que comprender bien el alcance de la noción. En
la interpenetración, cada sistema es todavía un entorno para el otro, es decir,
que la complejidad que él pone al servicio del otro sistem a es de hecho una
complejidad que se presenta bajo form a de desorden. Los elementos, aunque
sean idénticos en su calidad de acontecimientos, se dotan de significados y
dan lugar a consecuencias diferentes, por ejemplo, en los diversos sistemas
psíquicos y sociales. Es lo que permite justamente a cada sistema, junto con
proseguir su autopoiésis, poner su propia com plejidad al servicio del otro
sistema. En la interpenetración puede así haber conformidad o rechazo, pero
en todos los casos el resultado no lleva jamás a una unidad: por el contrario,
hace aumentar el número de diferencias posibles. En este contexto, la irritación
designa el hecho de que cada sistema percibe perturbaciones, ambigüedades,
decepciones... pero de una m anera tal que puede continuar operando. Si la
irritabilidad de un sistema lo protege de una dem asiado rápida y creciente
inadaptación, la interpenetración conserva la identidad del sistema.
Estas dos nociones son importantes, porque es a través de ellas que Luhmann
trata de salir del solipsismo al cual le conduce una posición tan radical. Sin
embargo, en su respuesta, trata de preservar la radicalidad de su perspecti
va, ya que el acoplamiento estructural no interviene m ás que a nivel de las
estructuras y no en la autoreproducción, es decir, que la independencia del
sistema en la constitución de sus propios elementos y en la determinación de
sus conexiones es total. Luhmann apunta especialmente por estos conceptos
a dar, por ejemplo, una explicación de las relaciones que se establecen entre
los sistemas sociales y los sistemas psíquicos, vale decir, de sistemas que se
ubican en universos fenomenológicos diferentes. En caso de una coincidencia
entre estos dos sistemas, solo se puede afirm ar que la comunicación capta la
atención de la conciencia, pero ella no puede determinar los pensamientos
ni las m aneras en que estos pensam ientos ocurrirán en la conciencia. Sin
embargo, toda comunicación confía en las capacidades de atención y de ex
presión de las otras conciencias, aunque no pueda intervenir sobre los otros
sistemas. No se puede en ningún caso suponer que lo que se comunica pueda
convertirse completamente en acontecimientos psíquicos ni que lo que ocurre
en la conciencia pueda ser totalmente comunicado. Para Luhmann, el sistema
de comunicación y el sistem a psíquico (o conciencia), aun cuando ambos
operen por el sentido, son sistemas autopoiéticos completamente diferentes.
No obstante, entre los dos hay una relación, ya que no hay comunicación sin
conciencia ni desarrollo de la conciencia sin comunicación. Es el lenguaje que,
mediante la distinción forma/medium, permite a la comunicación tratar la
conciencia como un médium dispuesto a acoger form as comunicacionales,
Al Igual que a la conciencia de considerar la comunicación como un médium
por el cual ella logrará imponer sus formas. Dicho de otra manera, las formas
lingüísticas tienen la característica de poder justamente ser tratadas como
médium por sistemas autopoiéticos diferentes. La socialización pierde así toda
importancia analítica preponderante. En todo caso, se trata en lo sucesivo de
distinguir entre la génesis de las expectativas y la génesis de la conformidad
con las expectativas de los demás.
Esto lleva a Luhmann a dos consecuencias importantes. Por una parte, a
atribuir a los hombres una mayor libertad e imprevisibilidad que cuando son
considerados solamente como elementos de un sistema social. Por otra, a
afirm ar que los sistemas sociales no pueden determinarse por las intenciones
de los individuos y que su complejidad excede siempre las competencias de
los sistem as psíquicos. Esta teoría da así a Luhmann todos los elementos
que le permiten verdaderamente reemplazar la antigua idea de sujeto por la
de sistema. O más bien, se dota de herramientas que le permiten realmente
operacionalizar el sentido en su calidad de rasgo de un sistema. Con la no
ción de autopoiésis, el concepto de auto-referencia (reflexión, reflexividad)
se separa de la conciencia humana o del sujeto y se desplaza hacia campos
de objetos, es decir, a sistemas reales en su calidad de objetos de la ciencia2'.
D esplazam iento tanto m ás necesario considerando que para Luhm ann
m uchos problemas de la sem ántica del individuo en la sociedad moderna
provienen justamente de la sospecha universal respecto a las motivaciones
de los individuos22, pero especialmente de la representación de un individuo
transformado en sujeto, y caracterizado como poseedor de su origen último
en sí mismo y fuera de la sociedad23.
A este estadio de lo expuesto, notemos ya la diferencia importante que
separa a Luhmann de Parsons24. Para Parsons, el sistema es concebido como
2t Luhmann, SozialeSystem e, 58 (trad. Inglés, 32). Cf. también las observaciones críticas
de Habermas sobre este asp ecto en Jürgen Habermas, Le discours philosophique de la
modernité (París: Gallimard, 1988), especialm ente 434-454.
22 Niklas Luhmann, «The Individuality o f the Individual», en Thom as C. Heller, Morton
Sosn a, David E. Wellbery, eds., Reconstructing Indivldualism (Stanford, CA: Stanford
University Press, 1986), 313-32 5 .
23 Para Luhmann, el sujeto no es más que un lastre de la antigua tradición europea incapaz
hoy día de sentar las bases de una teoría de la sociedad que tenga el nivel necesario
de com plejidad. Cf. Niklas Luhmann, «La mallce du s u je te t la questlon de l’homme»,
Sociétés 43 (1994): 3- 15.
24 No podrem os abordar aquí en detalle las continuidades y rupturas explícitas entre
la obra de Luhmann y la de Parsons en lo que concierne a la doble contingencia, la
Interpenetración, la teoría de los sistem as, incluso la relación que se puede establecer
entre la noción de código binario y las variables de pauta. Sobre este tema, entre muchas
otras aclaraciones disem inadas en sus obras, cf. Niklas Luhmann, «Talcott Parsons: The
algo que opera mediante estructuras estables, a partir de las cuales realiza
cambios internos con el fin de responder a los cam bios producidos en el
entorno. Para Luhm ann, la noción de autopoiésis perm ite dar cuenta de
manera más precisa de este proceso. Gracias a su cierre, un sistema es capaz
de seleccionar ciertas perturbaciones de su entorno o bien, y a la inversa, ser
indiferente frente a otras. Es justamente este cierre el que define su autono
mía. Pero este cierre, que podemos llamar entonces cognitivo, quiere decir
que el sistema solamente se mantiene por medio de relaciones selectivas que
apuntan a reducir la complejidad de su entorno. A diferencia de Parsons, la
identidad del sistema no se define, entonces, por su equilibrio (lo que hará
decir a Luhmann que, en el caso de Parsons, la estructura prim a sobre el fun
cionalismo), sino por su capacidad de mantener una frontera con su entorno.
En la m edida que el entorno de cada sistema es más complejo que el sistema
mismo, este último debe compensar esta inferioridad mediante estrategias de
selección. A l final, cada sistema produce y transporta así solamente su propia
información. Luhmann dirá entonces que, a diferencia de Parsons, él propone
privilegiar con fuerza el concepto de función sobre el de estructura, con el
fin de asegurar el dinamismo de conjunto de su teoría y, especialmente, con
el fin de dar cuenta de las posibilidades y contingencias inherentes a la vida
social. De manera inversa a Parsons, para quien el concepto de función estaba
al servicio del mantenimiento del sistema y de su lugar en el conjunto societal,
para Luhmann el sistem a autorreferencial está destinado, en una sociedad
moderna compleja, a la realización exclusiva de su función. La función ya no
depende de las estructuras; no es m ás que un punto de vista evolutivo que
tiene múltiples posibilidades25.
El desplazamiento del análisis de Luhmann hacia una teoría tan oscura en
muchos aspectos es, en su opinión, un desafío impuesto a la sociología, por el
despliegue de una sociedad moderna compleja donde los diversos sistemas
sociales aparecen como cerrados y autónomos, teniendo cada uno de ellos,
gracias a sus propios mecanism os de selección, la capacidad de producir, no
solamente su estructura, sino también sus propios elem entos26. Pero ¿cómo
La comunicación
Para dom inar este riesgo se desarrollan los medios de comunicación sim
bólicam ente generalizados, es decir, lenguajes especializados que aseguran
el éxito de la comunicación. Su función es transform ar las probabilidades de
la negación en aceptación y, como tales, pueden incluso ser interpretados
como equivalentes funcionales de la moral. Mediante cada uno de los códigos
de estos m edios se transm ite la posibilidad de com unicar sobre un tem a
preciso, es decir, de precondicionar la selección de las com unicaciones33.
Preestructuran la com unicación para hacerla posible, lim itan los márgenes
de selección del otro y regularizan por esa vía la contingencia de las situa
ciones34. M otivan la com unicación, aumentando sus posibilidades a través
del acondicionamiento de la selección del otro. Los medios de comunicación
simbólicamente generalizados hacen, entonces, que la form a de la selección
de A lter sea al m ismo tiem po la m otivación de Ego35.
33 Niklas Luhmann, «Ceneralized media and the problem o f contingency», en Jan j. Loubser
et al., t ds., Explorations in General Theory in Social Science. Essays in Honour o f Talcott
Parsons, 511.
34 Luhmann, Macht, 11 (trad. inglés, 114).
35 Ibíd., 7. (trad. Inglés, 111).
Lo propio de todo medio de com unicación sim bólicam ente generaliza
do es transm itir complejidad reducida y pasar especialm ente del nivel de
la comunicación explicitada al de las expectativas com plem entarias36. La
imputación pasa a ser un elemento clave de toda com unicación. El esquema
de im putación así construido guía los condicionam ientos de la selección y,
de este modo, la m otivación prevista. Para Luhm ann, la comunicación hace
posible la comunicación. Mediante el proceso de com unicación se produce
un refuerzo recursivo de los presupuestos correspondientes, lo que motiva,
en consecuencia, futuras comunicaciones. Evidentemente, en este contexto,
los conceptos de aceptación y de motivación no hacen referencia al sistema
psíquico, ya que por definición no se puede saber nada sobre estos aspectos;
solo son abordados como condiciones que garantizan el éxito de la com u
nicación. Para no dar m ás que un solo ejemplo, el dinero permite, gracias al
sistema de precios, coordinar las expectativas independientem ente a toda
consideración específica sobre los estados psíquicos de los individuos. La
coordinación de las operaciones económ icas, sus vínculos y su sucesión
en el espacio y en el tiem po dependen no de la intención significativa de
los actores, sino del hecho de que el com prador tenga o no dinero, y que
él lo gaste o no. El m ecanism o m onetario es opaco a las intenciones o a las
convicciones. Evidentemente los individuos existen, pero la descripción del
sistema económico debe hacerse a otro nivel. Todo lo que cuenta son las
consecuencias de los actos de com pra37. Los sistem as se hacen autónomos
respecto de los individuos y las com unicaciones se insertan en una totali
dad autónom a y autorregulada independientem ente de las motivaciones.
Luhmann llegará incluso a una clasificación de los m edios de com uni
cación sim bólicam ente generalizados, según que la doble posibilidad de
imputación sea proyectada como actividad o com o experiencia. La cuestión
consiste en saber si A lter debe ante todo ser considerado por su acción o por
su experiencia, y si Ego debe coordinar con la elección de A lter su propia
acción, o más bien su experiencia (en este contexto, acción — Handeln—
quiere decir una elección del sistem a; experiencia o vivencia — Erleben— ,
una elección del entorno)38. Para la sociedad m oderna, Luhmann se interesó
(2) la vivencia interior de A lter conduce a un actuar de Ego (amor); (3) la acción de Alter
es vivida solam ente en form a interna por Ego (propiedad/dinero, arte); (4) la acción
de Alter produce una acción de Ego (poder/derecho). Para una presentación de esta
tabla, cf. Luhmann, Amour comme passion, 226, nota 9.
39 Para la teoría de la evolución de Luhmann, cf. Luhmann y Di Giorgi, Teoríadellasocietá,
especialm ente el capítulo 3.
son utilizadas, previstas y norm alizadas, m ientras que otras son dejadas
al azar. Dicho de otra forma, la irregularidad form a parte constitutiva del
mundo, y no es m ás que a partir de un sistem a específico que es posible
hablar de causalidades (o m ás bien, solam ente un observador que puede
constatar si la autopoiésis de un sistem a es dependiente o independiente
del entorno del sistema). Este aspecto permite com prender la importancia
radical que tiene la reflexión sobre el tiempo en la obra de Luhmann. En
efecto, el diferencial de complejidad entre el sistem a y su entorno impide
al primero responder de m anera inm ediata y sincrónica a las irritaciones
del segundo. Todo sistem a necesita así tiem po (lo que él denom ina una
«temporalización de la com plejidad »)40 para poder im plem entar las diver
sas estrategias de selección por las cuales se constituye como sistema. Los
límites del sistem a trazan entonces las fronteras por las cuales el sistema
se dota de tiem po frente a su entorno.
Pero ¿cómo ocurre la evolución? Para describirla, Luhm ann se basa en
una concepción neodarw iniana que opera mediante tres m ecanism os: la
variación, la selección y la estabilización. Prim eram ente, la variación de
los elem entos de un sistem a, es decir, una reproducción desviada de los
elem entos del sistem a a partir de ellos m ism os. Para Luhm ann la varia
ción puede así ser, por ejemplo, el resultado ya sea de una com unicación
Insólita (por ejemplo, los errores), o bien, y de m anera m ás im portante,
de un rechazo de com unicación que resulta ser rica en posibilidades en el
futuro. En segundo lugar, la selección hace referencia a las estructuras del
sistema, es decir, a las expectativas que guían la com unicación. Frente a
una reproducción desviada, la selección escoge las referencias de sentido
que son portadoras de futuro y que permiten a la vez construir y condensar
ciertas expectativas y rechazar otras. El origen de estos procesos se halla,
para Luhmann, en la diferenciación de los sistem as y especialm ente en las
posibilidades ofrecidas por los m edios de com unicación sim bólicam ente
generalizados que facilitan la creación de nuevos criterios de selección.
Finalmente, la estabilización hace referencia a las form aciones del sistem a
por las cuales ciertas innovaciones se tornan durables y mediante las cua
les el sistem a aumenta su capacidad de resistencia frente a su entorno. En
última instancia, la determinación del proceso se halla en el proceso mismo
de diferenciación sistém ico de la sociedad.
Una vez más el problem a es siempre el mismo. El carácter autorreferen
cial de los sistem as impide otorgar al entorno la responsabilidad causal de
la evolución. A lo sumo, tiene una capacidad de perturbación al ofrecer
44 Lo que explica que aun cuando es posible detectar un aire de familia entre la tesis de
la división del trabajo, la de la diferenciación de los roles y la diferenciación sistém ica
propiam ente tal, este no Impide en absoluto el establecim ien to de una diferencia
substancial. Para la lectura que hace Luhmann de la tesis de la división del trabajo de
La form a de la diferenciación designa la m anera en que un sistem a total
ordena la relación de sus sistem as parciales entre sí. Es en este nivel que
se explica el aumento de la com plejidad y los diferenciales de diferencia
ción al interior del sistem a. La im probabilidad creciente de la integración
conduce al desarrollo de m edios de com unicación capaces de una mayor
com plejidad y, al final, acentúa la necesidad de los sistem as de disponer de
su propia autodescripción. El esquem a dominante de diferenciación define
así no solam ente los sistem as, sino sobre todo el entorno interno de la so
ciedad como condición para diferenciaciones posteriores. La form a inicial
de la diferenciación define por lo tanto las condiciones y los límites de las
diferenciaciones sucesivas, y la sociedad m oderna se caracteriza por una
form a específica de diferenciación social45.
Durkheim, cf. Niklas Luhmann, «Durkheim on Morality and the División o f Labor», The
Differentiation o f Society, 4-19 .
45 En una p ersp ectiva h istórica, Luhm ann d istin gu ió o tro s tip o s de d iferen ciación
(segm entaria, centro-periferia, estratificada). Cf. Luhmann y De C eorgi, Teoría della
societá, especialm ente capítulo 4.
46 Luhmann, «The Differentiation o f Society», en The Differentiation o f Society, 235.
partir de la política, el arte a partir del arte, etc.). El resultado es la existencia
de un gran número de sistem as autopoiéticos en el sistem a, en sí mismo
autopoiético, de la sociedad. Diversos ensayos son intentados, tanto a nivel
de la sem ántica como de las estructuras, antes de que un tipo de orden se
estabilice. Cada sistem a llega a su cierre operacional desde el m omento en
que la función pasa a ser un punto de autorreferencia, gracias a la utiliza
ción por el sistem a de un código binario que le es específico y propio. Al
final, cada sistema no puede así m ás que desarrollar sus propias funciones.
Ahora bien, si cada sistem a tiene un principio fu ncion al que está en
interdependencia con todos los otros, a nivel societal, la relación entre las
diversas funciones sigue siendo aleatoria y no regulada. La sociedad no es
nada m ás que la m ultiplicidad de estos diferentes sistem as y de sus medios
respectivos. Con el abandono de la m ultifuncionalidad de los sistem as se
llega a grados cada vez más elevados de complejidad. Cada sistema tiene en
lo sucesivo una relación con la sociedad en su conjunto (observación), una
relación con los otros sistem as de la sociedad (prestaciones) y una relación
consigo mismo, una reflexividad a través de la cual asegura constantemente
su propia identidad, en la que se observa a través de sí mismo (reflexión)47.
En una sociedad de este tipo el problema de la comunicación entre sistemas
autopoiéticos se plantea bajo un nuevo aspecto. Cada uno de estos sistemas
se ha constituido gracias a un código único que le permite seleccionar sus
elementos y orientarse hacia una función social única, garante de su cierre y
de su carácter irremplazable. Pero al mismo tiempo, en la medida justamente
que solo asegura una función específica, es m uy dependiente de los otros.
La diferenciación funcional conlleva entonces, con su desarrollo, un número
incalculable de nuevos problemas. Cada sistema, aun cuando trate el entor
no (y los otros sistemas) a partir de su propio código, se ve forzado, en este
estadio de la evolución de la sociedad, a percibir el funcionam iento de los
otros sistemas a partir de su sola perspectiva. El problema de la integración se
plantea así de una manera particular en una sociedad moderna. La integración
es la reducción del grado de libertad de los sistemas parciales. La integración
ya no designa entonces ni la inserción en una unidad ni la obediencia de
los sistem as parciales a las directivas centrales. La integración surge de la
multitud de los posibles acoplam ientos entre sistem as autopoiéticos. Vale
decir hasta qué punto los sistem as, incluso mom entáneam ente acoplados,
permanecen libres para otras operaciones de acoplam ientos autodetermi-
nados. La form a de la diferenciación dominante regula la m anera en que
47 Para los diversos tipos de reflexión distinguidos por Luhmann, Soziale Systeme, 60 0 -
602 (trad. inglés, 443-444).
se puede observar la unidad de una sociedad, al tiem po que determ ina los
lím ites de libertad propia de cada uno de los sistem as parciales.
En una sociedad compleja, jamás se está seguro de los efectos producidos
por un sistem a sobre los otros. A causa de la diferenciación funcional, es
posible que los problem as ya no puedan ser resueltos por el sistem a que los
ha producido. A menudo, estos deben ser transm itidos a otro sistem a. Una
sociedad m oderna necesita así m ás tiem po que las sociedades de antaño
para enfrentar ciertos problem as y, a la vez, dispone de m enos tiempo,
porque su historia y su futuro son m ás complejos y contingentes. Lo que
exige que la sociedad m oderna se autoconciba a través de una observación
de segundo grado, es decir, que ella se autorrepresente a sí m ism a como
sistem a social. Uno de los cam bios im portantes asociados a las sociedades
funcionalm ente diferenciadas se halla en este nivel: lo que debe cam biar
es la m anera en que la sociedad se autodescribe. En lo sucesivo se observa
como observadora, se describe como aquella que describe.
Las con secu en cias de esta p ersp ectiva son rad icales en lo que co n
cierne al sistem a político. Luhm ann destrona especialm ente la función
tradicionalm ente otorgada al Estado en la teoría sociológica clásica48. En
lo sucesivo, la política no es m ás que uno de los sistem as parciales de una
sociedad policéntrica, dedicada a la realización de una función específica.
En la sociedad m oderna ya no hay posibilidades, como era aún el caso en
la tradición de la vieja Europa, de producir una representación común de la
sociedad en la sociedad. Por eso la im portancia otorgada por Luhmann a la
opinión pública en su calidad de m edio de autodescripción de la sociedad
m oderna. Ella aumenta la irritabilidad de los sistem as operacionalm ente
cerrados al igual que la autocom plejidad de las estructuras. La opinión
pública es, para Luhmann, un espejo de lo político. Lo político se observa
a partir de otras perspectivas, lo que termina aumentando su propia irrita
bilidad de conjunto. La opinión pública, al igual que la distinción gobierno/
oposición, obliga a la comunicación política a verse siempre de otra manera,
a no cerrarse sobre sí m ism a, a m antener abierta su resonancia. Gracias a
ella, el sistem a reacciona a los acontecimientos de su entorno en función de
su propia estructura, ya que, com o todo sistem a autorreferencial, no puede
55 Niklas Luhmann, Soziologie des Risikos (Berlín-Nueva York): Walter de Cruyter, 1991), 24
(trad. inglés, Risk A Sociological Theory [Berlín-Nueva York: Walter de Cruyter, 1993],
15).
56 Luhmann, Beobachtungen der M oderna, esp ecialm en te el últim o capítulo; Niklas
Luhmann, «Globalization o f World Society. "H ow to C o n c eive o f Modern Society?” »,
International Review o fSociology 7 (1997): 67-79; sobre este punto, cf. tam bién Niklas
Luhmann, «La société com o différence», Sociétés 61 (1998): 19-37.
Solo le queda una posibilidad a la sociedad moderna: la de representarse el
futuro en su calidad de riesgo, ya que está obligada a abandonar la ilusión que
supone la posibilidad de disponer, en un momento dado, de todas las infor
maciones requeridas para eliminarlo. No obstante, en la sociedad moderna,
ámbitos que antes fueron dejados a su propia lógica dependen cada vez más
de decisiones. Es el caso, por ejemplo, de los efectos de las tecnologías, de los
productos químicos, del matrimonio, de las conductas económicas frente a la
variabilidad de los precios, la elección de una profesión, incluso la decisión de
aprender, considerando los riesgos de obsolescencia del saber adquirido... La
situación es por lo tanto la siguiente: la sociedad m oderna se autorrepresenta
cada vez m ás como una sociedad de riesgo y, al mismo tiempo, un número
cada vez creciente de situaciones son interpretadas como consecuencias de
decisiones adoptadas57. Al final, y de manera radical, el tiempo presente es
siempre responsable frente al futuro, ya sea a causa de una decisión o bien a
causa de una ausencia de decisión. Por esto, de m anera paradojal, el futuro,
cada vez más imprevisible en sí mismo, se explica cada vez más por el presente.
U na sociedad funcionalm ente diferenciada necesita entonces m uchí
sima confianza, la sola actitud que permite reem plazar la insuficiencia de
la información. La confianza está así íntimamente ligada a la necesidad de
reducción de la complejidad propia de cada sistem a en un entorno cada vez
más complejo, pero también al carácter altamente contingente de todas las
situaciones, ya que solamente algunos futuros posibles term inan por con
vertirse en presentes. La confianza es necesaria para establecer una relación,
Incluso una correlación, entre el aumento de la complejidad del entorno y el
aumento de la capacidad de los sistemas para reducir esta complejidad58. Y esta
pasa a ser tanto más necesaria, cuanto que la planificación de las conductas
se acrecienta, y con ella largas cadenas causales, con parámetros diferentes,
cuyo resultado es la producción de una importante incertidumbre técnica. La
complejidad de la modernidad exige a los individuos desarrollar una nueva
forma de confianza en el sistem a y, en contraparte, renunciar a buscar una
Información m ás amplia, incluso a desarrollar cierta indiferencia en cuanto
al control estricto de los resultados59.
* * *
do En este sentido la reflexión d e Luhmann participa del m ovim iento científico de los
últimos años, que apunta a reem plazar una representación de una naturaleza regida
por «una estabilidad inm utable y apaciguada» por una representación en la cual las
situaciones de reversibilidad y de determ inism o se convierten en excepciones. Cf. Ilya
Prigogine e Isabelle Sten gers, La nouvelle alliance (París: Callimard, 1986), 29.
SEGUNDA PARTE
La racionalización
4 Max Weber, Economie et société (París: Plon, 1971), primera parte, cap. II, especialm ente
puntos 1-14 .
que el protestantism o es una de sus fuentes históricas m ás im portantes5.
Sin embargo, el principal interés de este texto reside m enos en el estudio
de los orígenes del capitalismo, que en una reflexión sobre el individua
lismo burgués. A condición de agregar que si esta problemática se centró
Inicialmente en torno a la religión, se encuentra luego disem inada en un
#ran número de otros trabajos de Weber, donde, no obstante, la cuestión
es siempre m ás o m enos la m ism a — dar cuenta, a partir de la pluralidad
de las vías de racionalización posibles, del desarrollo de una sola de ellas
en Occidente4— .
Los dos estudios que com ponen La ética protestante y el espíritu del
capitalismo se inscriben en la problemática de las relaciones establecidas
entre la religión, la economía y la sociedad. Weber parte de una constatación
estadística, a saber, la sobrerrepresentación de los protestantes entre los
poseedores del capital, los empresarios y los individuos altamente califi
cados. Esta constatación lo conduce a interrogaciones centrales sobre las
particularidades m entales de los individuos al inicio del capitalismo, ya que
le parece detectar una relación causal entre una atm ósfera religiosa y una
Inclinación por una form a específica de racionalism o económico. Tanto
más que entre los em presarios capitalistas protestantes el sentido de los
negocios coincide con una religiosidad que perm ea en profundidad todos
los aspectos de la vida. Es en la ética protestante que Weber encuentra pues
el espíritu del capitalismo, una racionalización de la m anera de vivir. Sobre
este punto, el análisis w eberiano no puede ser m ás preciso al distinguir
el tradicionalism o, una m anera de actuar de acuerdo con los principios
transmitidos por los ancestros y compatible con un control del lucro como
tal, y el surgimiento de un ethos propio al capitalism o moderno que hace
de la acumulación de la riqueza su principal objetivo. U n ethos que permite
templar esta tendencia al lucro, lim itando el gasto inútil y la ostentación de
La ética racional del puritanismo, orientada hacia un más allá del mundo,
accionó el racionalismo económico intramundano hasta sus últimas
consecuencias, precisam ente porque en sí nada le era más extraño,
precisamente porque el trabajo en este mundo no hacía sino expresar para
ella la búsqueda de una meta transcendente10.
9 Ibíd., 2 0 1-2 0 2 .
10 Max Weber, «Résultat: confucianism e et puritanisme» (1915), en Sociologie des religions
(París: Callimard, 1996), 407.
una demostración del peso de las ideas en la historia, como muchas veces se
ha afirm ado, con el fin de oponer, m ás allá de lo razonable, Weber a M arx",
ni sobre todo a la fidelidad de una demostración histórica de la cual, se sabe
hoy en día, que se han impugnado o matizado m uchos presupuestos sobre
los cuales se basa12. Su fuerza proviene de su capacidad de dar cuenta, en
un único y mismo m ovim iento analítico, de los orígenes de una tendencia
prevaleciente de la modernidad y de sus im plicancias prácticas en el mundo
moderno.
De m anera m ás amplia, el análisis que Weber realiza del protestantism o
se inserta en una visión de conjunto de las relaciones entre la religión y la
econom ía y la transición a una sociedad m arcada por el desencantam iento
del mundo. Un proceso dentro del cual el mundo es vivido como un problema,
a causa del contraste entre el relato de un mundo creado y la realidad de un
m undo imperfecto. Es aquí que se arraiga el problem a fundam ental, como
asim ism o las diversas form as en que el creyente va a organizar su actitud
respecto de un mundo irracional. La m anera en que opera la racionalización
de cada religión, un proceso ligado a la naturaleza de la dom inación de los
estratos superiores, difiere según los diversos tipos de religiones. Weber su
braya así, por ejemplo, la im portancia de la hostilidad a la magia en el legado
que el judaism o lega al cristianism o. Es en efecto una actitud determinante
a la hora de favorecer una racionalización de la vida económica que durante
dem asiado tiempo había sido contrarrestada13. Weber encuentra las raíces
de este corte en la obra de los profetas, que legitiman sus acciones mediante
otros órdenes distintos a los de la tradición, preparando así la salida del
m undo de la magia. El humus del capitalism o m oderno es así producido
por la intelectualización del m undo y la racionalización de actitudes que
no significan en absoluto un conocim iento general creciente de las condi
ciones de la vida m oderna, sino que m ás bien «sabem os o creemos que en
cada instante podríam os, siempre que solamente lo deseemos, probarnos
que no existe en principio ninguna potencia m isteriosa e im previsible que
interfiere en los cursos de la vida; en resumen, que podem os dom inar toda
cosa por la previsión. Lo que significa desencantar al m undo»14.
Esfuerzo vano aquel de buscar una secuencia causal estricta en el análisis
weberiano, de discutir para saber en qué m edida el surgimiento de un ethos
11 So bre e ste aspecto, cf. Catherine Colllot-Théléne, Max Weber et l’histoire (París: PUF.,
1 9 9 0 ).
17 En efecto, ya en su clase inaugural de 1895, W eber recurre aun análisis de este tipo con
el fin de explicar el m ayor éxito de los trabajadores polacos respecto de los alem anes.
Como estos últimos no tenían vínculos tradicionales con sus patrones, desarrollaban
un sen tim ien to de arrogancia y de d eseo de autonom ía q u e, d esgraciad am en te,
las tran sform aciones económ icas de la región im pedían, por cuanto los pequeños
propietarios agrícolas no podían resistir a la com petencia. En una situación de este tipo,
los cam pesinos polacos, definidos por un grado inferior de expectativas resultantes
de su historia pasada, se adaptaban mejor a su situación de proletarización. Cf. Max
Weber, «L’État national et la politique économ ique» (1895), La revuedu M AUSS3 (1989).
18 Para una presentación exhaustiva de esta visión del capitalismo moderno, cf. Max Weber,
Histoire économ ique (París: Gallimard, 1996) especialm ente el capítulo IV, 295-386.
La descripción que Weber da del capitalismo no diverge radicalmente de
la que propone Marx. En el caso de uno como del otro, el capitalismo es el
fruto del desarrollo de la producción, de la separación entre los trabajadores y
sus medios de subsistencia, de la generalización de la forma mercantil como
principio rector de la vida económica, y am bos han subrayado el carácter
coercitivo de este proceso. Sin embargo, M ax Weber insiste sobre aspectos
relativamente ausentes, o solamente presentes de m anera crítica en el pen
samiento de Marx, especialm ente la constitución de un Estado racional y, a
diferencia de los socialistas, no cree que la gestión centralizada pueda ser
más racional o eficaz que la asegurada por el mercado. Como lo señala con
precisión Karl Lowith, la inversión de perspectivas en este punto es total entre
los dos autores: allí donde Weber piensa detectar en la racionalización una
tendencia inevitable de la m odernidad, M arx no ve m ás que un momento
propio de la prehistoria de la hum anidad y, a la inversa, ahí donde M arx
vislum bra la posibilidad de una em ancipación de la hum anidad, no hay
más, según Weber, que un residuo de la ética de la convicción'9.
19 Karl Lowith, Max Weber and Karl Marx (Londres: Alien & Unwin, 1982). También Norbert
Wlley, ed., The Marx-Weber Debate (Beverly Hills: Sage, 1987).
el com portamiento de los hombres. A l final de este proceso surge el dilema
entre la racionalidad form al y la racionalidad m aterial: el rol social de la
racionalidad formal, la cual hace referencia a los «porcentajes de cálculos
técnicam ente posibles y efectivamente aplicados »20 aumenta, mientras que
disminuye la com prensión de las acciones en térm inos de racionalidad m a
terial; es decir, que la acción social deja de estar orientada por «postulados
apreciativos (sean cuales sean) que hayan servido, sirvan o puedan servir para
extraer el valor»2'. Para Weber se trata de insistir sobre la despersonalización
creciente del m undo y la pérdida de sentido de la experiencia m oderna.
«El destino de nuestra época, caracterizada por la racionalización, por la
intelectualización y especialm ente por el desencantam iento del mundo, ha
conducido a los hum anos a desterrar los valores suprem os m ás sublimes
de la vida pública»22. Es de esta descripción que se desprenden verdadera
mente las consecuencias m ás im portantes destacadas por Weber, es decir,
la entrada en un mundo frío, donde el hombre estaría obligado a existir sin
valor supremo, en un mundo desprovisto de sentido y privado de libertad;
o bien la entrada en un m undo som etido a los im perativos de una multitud
de dioses (o de demonios) en lucha eterna entre sí.
La jaula de hierro
24 ibíd.
as Se puede encontrar indicaciones en este sentido en Charles W right Mills, L'imag'mation
sociologique (París: M aspero, 1967), cap ítu lo 9. Pero es tam bién lo m edular de la
Interpretación que Herbert M arcuse da de la obra de Weber.
26 Max Weber, «Avant-propos du recueil d ’études de sociologie des religions» (1920), en
Sociologie des religions, 492.
está convencido de que las condiciones de trabajo no cam bian en función
de los derechos de propiedad y piensa incluso que en una sociedad donde
se hubiera elim inado el capitalism o privado, se observaría solam ente la
extensión de la dom inación de la burocracia. Frente a ella, los individuos
ya no tendrían una instancia exterior sobre la cual basarse y oponer resis
tencia a su dom inio27.
Pero por m ucho insistir en esta dim ensión, se descuida el significado
profundo de su reflexión fenomenológica sobre la conflictividad de sentido
propia de la vida m oderna, en beneficio exclusivo de una descripción de la
experiencia totalitaria en la m odernidad28. Se deja así en el olvido el otro
aspecto, el desm oronam iento de la racionalidad material, el hecho de que
el m undo m oderno se transform a en un universo a la vez calculable y sin
fin. Ciertamente, Weber insiste sobre el carácter coercitivo del capitalismo
moderno, «cada uno encuentra al nacer hoy en día la econom ía capitalista
establecida como un inm enso cosm os, un habitáculo en el cual debe vivir y
ante el cual no puede hacer nada — al menos en su calidad de individuo»29,
pero sus coacciones materiales son especialmente interpretadas en el sentido
de un conjunto de actividades que pierden progresivamente todo significado
para convertirse en norm as sin alm a que se im ponen al individuo. Nada lo
ilustra m ejor que las dudas que lo asaltan respecto de la posibilidad de la
racionalidad formal, necesaria para el capitalismo, de mantenerse a sí misma
en un m undo plenam ente desencantado. A su m anera, se encuentran ya en
Weber las bases de una crítica que, si bien él se abstiene de dirigírsela, no
dejará desde entonces, y después de él, de ser lanzada contra el capitalismo
moderno; es decir, que para funcionar requiere una cultura que él se ensaña
en destruir.
El an álisis de los tipos de acción en W eber m uestra claram ente que
esta interpretación es abusiva. Su noción de racionalidad no está anclada
solam ente en su análisis de las form as materiales im portantes del mundo
capitalista, sino que se desprende tam bién de su estudio exhaustivo de la
acción hum ana y, aunque se han podido detectar tensiones entre estas dos
30 Cf. sobre este punto el análisis propuesto por Rogers Brubaker, The Limits ofRationality.
An essay on the Social and Moral Thought ofM ax Weber (Londres: C eorge Alien & Unwin,
1984).
J1 Weber, Economie et société, 11.
ja Ibíd., 22.
13 Ibíd., 23.
34 Ibíd., 22.
Se podría asimismo afirmar lo contrario si se toma en cuenta ya sea la
función que desempeñan en la actividad humana ciertas “emociones” y
ciertos “estados afectivos” irracionales por finalidad, o bien el hecho de
que todo estudio exhaustivo racional por finalidad se enfrenta sin cesar
a fines que ya no pueden, por su lado, ser interpretados como medios
racionales hacia otros fines35.
40 Para un estudio de esta influencia, cf. Eugéne Fleischmann, «De W eber á Nietzsche»,
Archives européennes de sociologie, vol. 5 (1964): 190-238.
41 Sobre este punto, cf. Joachim Israel, L'alienation de Marx á la sociologie contemporaine
(París: Editions Anthropos, 1972), 161-197.
42 Para esta posición, entre otros, cf. Joseph Cabel, «Effets pervers et fausse conscience»,
Cahiers internationaux de sociologie, vol. LXXXIII (julio-diciembre, 1987): 339-354; Enrique
Lamo de Espinosa, La sociedad reflexiva (Sujeto y objeto de conocimiento) (Madrid: CIS/
Siglo XXI, 1990).
43 Especialmente en la versión que el individualismo m etodológico ha dado de esta figura.
Cf. especialm ente Raymond Boudon, Effets pervers et ordre social (París: PUF, 1979) y
La logique du social (París: H achette, 1979).
44 Evidentemente esta dimensión está presente en su obra cuando él plantea «el problema
de la relación paradojal entre la voluntad y los efectos que esta produce: el problema
del hombre y del destino (el destino com o consecuencia de su acción en relación con
sus intenciones)». Cf. Max W eber, «Résultat: confucianism e et puritanism e» (1915),
en Sociologie des religions, 3 9 4 - Pero aquella está más frecuentem ente subordinada e
interpretada en el marco de una transfiguración del sentido.
siempre sometido a la influencia de movimientos pendulares, parece existir
una tendencia central inevitable, la que hace que
la consideración empírica del mundo y, con mayor razón, la que tiene una
orientación matemática, rehúsan por principio todo modo de consideración
que busque de una manera general un “sentido” a lo que sucede en el
mundo. Así, con cada extensión del racionalismo de la ciencia empírica, la
religión es cada vez más repelida desde el campo de lo racional hacia el de lo
irracional, y pasa a ser simplemente la potencia irracional (o antinacional)
y suprapersonal45.
El m undo m ismo tiende entonces a dividirse entre, por una parte, co
nocimientos y una dom inación racional de la naturaleza y, por otra parte,
experiencias «místicas» inefables que remiten a un mundo incomprensible y
garante de la salvación individual. División inevitable del mundo cuyo origen
último se encuentra siempre en la trampa del ascetismo racional que crea una
riqueza que él rechaza, a través de la prescripción de un trabajo personal y los
estrictos límites impuestos a la satisfacción de la necesidad.
m in oría activ a , Cf. S e r g e M o sc o v ic i, La machine áfaire des dieux (París: Fayard, 1988),
139 - 2 81 .
61 En su le c tu ra d e lo s e s c r it o s p o lític o s d e W eb er, C id d e n s, c o lo c a n d o a W e b e r al
in te r io r d e la tr a d ic ió n lib e ra l e u r o p e a , s u b r a y a c o n fu e r z a e s ta d im e n s ió n . Cf.
A n th o n y C id d e n s, «P o iitic s and S o c io lo g y in th e T h o u g h t o f M ax W eb er» (1972), en
Politics, Sociology and Social Theory (S tan fo rd , CA: S ta n fo rd U n iversity P ress, 19 9 5 ),
1 5 - 5 6 . M om m sen p re fie re h ab lar d e W e b er co m o un «liberal d e se sp e ra d o » , e sc é p tic o
re s p e c to d e la so b re v iv e n c ia del lib eralism o fr e n te a la e x te n sió n d e las b u ro cra cia s y
d é la ra cio n aliz ació n . Cfr. W o lfg a n g M om m sen , The Age of Bureaucracy (O xford: Basil
B la ck w e ll, 1974), e s p e c ia lm e n te c a p ítu lo V.
poder y la responsabilidad, apunta a im poner sus ideas a través de su lucha
personal. Su vida consiste en ganar aliados con el fin de poder practicar su
política, una actividad que pasa necesariam ente por las discusiones y las
luchas parlam entarias, al igual que por las em boscadas de la vida política.
Merced a ello, es capaz de enfrentar con responsabilidad y com prom iso
conflictos irreprimibles62.
No obstante, Weber se abstiene de establecer un simple corte entre los
dos. Está convencido de que las maquinarias políticas, en sí burocratizadas,
Impiden el surgimiento de verdaderos líderes, aunque en las democracias de
masa se perfile una tendencia en favor de una selección plebiscitaria de los
jefes. En este contexto, el valor del parlamentarismo viene en primer lugar de
su mayor capacidad en cuanto a hacer surgir líderes, pero estos deben, con el
fin de poder asentar verdaderam ente su dirección política, disponer de una
legitimidad directa, elegida por el pueblo y que pueda ubicarse por sobre el
parlamento. Sobre este tema, la posición de Weber, por inestable que sea,
adoptada ante la urgencia de los acontecimientos políticos y la evolución de
su propia carrera política, va no obstante, claramente, en 1919, en favor de
un jefe fuerte, en el cual las m asas puedan tener confianza63. La verdadera
democracia, escribe Weber, consiste en som eterse a un líder elegido por el
pueblo m ismo y no en rem itirse a la infalibilidad de los parlam entarios64.
El líder carismático y las tendencias al cesarism o eran entonces para Weber
la mejor garantía de la preservación de un espacio de creatividad individual
al interior de los engranajes burocratizados del Estado y, sobre todo, la
principal m anera de decidir una verdadera política especialm ente cuando,
como era el caso en Alem ania, esta podía en u n prim er momento resultar
impopular. La política de potencia era una necesidad para Weber y no debía
ser juzgada más que en función de los intereses del Estado nacional, valor
último de la reflexión en la política. Una perspectiva que Weber afirm aba
ya en su curso inaugural de 1895: «Para nosotros, el Estado nacional [...]
62 A q u í n o s b a sa m o s e s p e c ia lm e n te en un co n ju n to d e t e x to s p u b lica d o s p o r W e b er en
1 9 17 y e d ita d o s co m o o b ra in d e p e n d ie n te en 19 18 . Cf. «P a rla m e n t und R eg ie ru n g im
n eu g eo rd n eten D eu tsch lan d » (1918), en Gesammeite PolitischeSchriften, (T ü b in gen :J. C.
B. M ohr, 19 58 ), 2 9 4 -4 3 1 (trad. in g lé s, «P arliam en t a n d G o v e rn m e n t in a R ec o n stru cte d
G e rm an y », en Economy and Society, t. 2 [B erkeley: U n iv ersity o f C alifo rn ia P ress, 1978],
1 3 8 1-14 6 9 ).
63 S e g u im o s a q u í e s p e c ia lm e n te el a n á lisis p ro p u e s to po r W o lfg a n g M o m m sen , Max
Weber et la politique allemande 1890-1920 (París: PUF, 198 5), e s p e c ia lm e n te el c a p ítu lo
9 ,4 2 1 - 4 8 6 .
64 M ax W eber, «D er R eich sp rásid en t» (1919), en Gesammeite PolitischeSchriften (Tübingen:
J. C. B. M ohr, 19 58 ), 4 8 6 -4 8 9 (trad. in g lé s, «The P re s id e n t o f th e R eich », en Weber.
Political Writings [C am b rid g e: C a m b rid g e U n iversity P ress, 19 9 4 ], 3 0 4 -3 0 8 ).
es la organización tem poral de la potencia de la nación; y en este Estado
nacional, el patrón de valor supremo es para nosotros, incluso para lo que
refiere a la reflexión económica, la razón de Estado»65. Era la idea nacional
la que dictaba los im perativos de una política alem ana de potencia y que,
incluso, la justificaba66. En su opinión, la política exterior debía siempre tener
un prim acía por sobre las exigencias de la política interior, lo que permite
incluso a Wolfgang M om m sen establecer una relación entre las dos: una
política im perialista en el exterior necesitaba, para seleccionar a sus jefes,
una parlam entarización en el interior del p aís67. Para W eber lo m edular
del problem a, y sobre este punto se detecta una verdadera continuidad
en su obra, consiste en la calificación política de las clases gobernantes
en ascensión social. De hecho, la principal tensión en el ámbito político
se d a m enos entre la burocratización y la dem ocracia que en la m anera
de p reservar un espacio real de acción política en la m odernidad, capaz
de garantizar que los asuntos del Estado estarán en las m anos de los más
competentes. La democracia y el parlamento eran para Weber un dispositivo
técnico para dotar a la nación de los líderes que necesitaba para realizar su
política m undial68. En el fondo, se trataba de volver funcional el carism a en
las sociedades m odernas.
La im portancia de esta respuesta debe ser subrayada con fuerza. No se
trata en absoluto de afirm ar simplemente que, en su concepción de la racio
nalización, Weber no haya nunca perdido totalm ente de vista la creatividad
irracional de la cual brota la historia. Sino que m ucho más profundamente,
intenta probablemente por esta respuesta paliar el conjunto de las dificultades
que vislum braba en la modernidad. Después de todo, el interés de Weber por
la ética protestante venía de la com prensión que ella perm itía del espíritu
del capitalismo, pero sobre todo del rol que esta le otorgaba a la libertad y
a la iniciativa hum anas. La im bricación particular, la «afinidad electiva»,
dice Weber retom ando a Goethe, entre un sistem a de creencias y ciertas
circunstancias sociales y políticas habían engendrado el carácter cultural
del individuo en el capitalism o naciente. Un carácter que estaba en vía de
desaparición a m edida que la racionalización del m undo se desarrollaba.
71 Para una lectu ra en e s te s e n tid o , cf. R ichard Bellam y, Liberalism and Modern Society
(C am b rid g e: Polity P ress, 19 9 2 ), e s p e c ia lm e n te to d o el ca p ítu lo d e d ica d o al lib eralism o
d e se n c a n ta d o en A lem an ia.
insiste sobre el carácter construido de estas representaciones y, por lo tanto,
traza una frontera inexpugnable entre el saber y lo real.
La concepción de Weber supone desde el comienzo el pluralismo interpre
tativo; a tal punto la riqueza concreta de la realidad histórica es infinitamente
compleja; a tal punto esta realidad no puede ser aprehendida por una sola
perspectiva analítica. Las elecciones temáticas dependen entonces de los
intereses y, por lo tanto, de los valores propios de cada investigador — en
síntesis, de elementos subjetivos— . La pluralidad de los posibles sistemas
de valores permite comprender la diversidad histórica de las respuestas. Los
mismos materiales empíricos dan lugar a una multitud de interrogaciones,
aunque, durante su análisis científico, todas obedecen a criterios universales
de prueba. Al caracterizarlas como construcciones intelectuales elaboradas
a través de la selección de ciertos elementos concretos, reunidos al interior
de un modelo unitario, Weber subraya con fuerza su carácter ficcional. Los
tipos ideales provienen de una selección, de una exageración, como asimis
mo de un proceso radical de abstracción (es decir, los tipos ideales no son ni
hipótesis susceptibles de ser verificadas ni representaciones medias de los
acontecimientos). El carácter ficcional del saber social difícilmente puede ser
enunciado con más fuerza. Su rol es, ante todo, la construcción de modelos
simbólicos coherentes, ordenadores de los acontecimientos, y siempre cons
truidos a distancia de los hechos sociales. Existe así una distancia irreprimible
entre la realidad empírica y los m odelos de análisis. Esta distancia permite
incluso comprender dos fuentes de dilemas de la acción en la modernidad.
Ahí donde se establece la diferencia entre el fin buscado y la pluralidad de
los medios disponibles — la unicidad de la convicción transforma la distan
cia objetiva-subjetiva en un problema práctico en sus consecuencias— ; allí
donde se plantea el problema de la selección de rasgos en función de una
pluralidad de valores.
Los tipos ideales nos dan así una idea de lo propio de la visión weberiana
de la racionalización, especialmente considerando las lecturas que sus su
cesores van a realizar. Primero que todo, la existencia de estos tipos ideales
impugna en su caso la idea de oclusión del espacio de lo posible en el seno de
la modernidad. La práctica cotidiana de las ciencias históricas cuestiona esta
aprehensión, la descarta, por cuanto se basa en la capacidad de la imaginación
humana de reconstruir lo real, de convertirlo en otro distinto a lo que es. Al
preguntarse lo que habría sido la historia si ciertos acontecimientos no hubieran
ocurrido o sucedido de otra m anera” , esta actitud traza una frontera entre la
72 S o b re este punto, ver esp ecialm en te las reflexio n es de W eber a p ro p ó sito de los estu d io s
d e M eyer, cf. M ax W eber, « É tu d e s critiq u e s p o u r serv ir á la lo g iq u e d e s s c ie n c e s d e la
"c u ltu re "» (19 0 6 ), en Essais sur la théorie de la Science, 2 0 5 -2 9 9 .
historia realmente acontecida y el horizonte de sentido, siempre m ás vasto,
al cual referir la acción. En segundo lugar, los tipos ideales, y ante todo el
de la racionalización, perm iten afirm ar la existencia de un hilo conductor
en la historia humana y al mismo tiempo entender que no se trata sino de
una tendencia a lo sumo probable y, por lo tanto, som etida a inversiones
puntuales e incluso acechada por una torsión radical — perspectiva que
Weber nunca deja com pletam ente de lado— .
Sin embargo, la im portancia de los tipos ideales para la com prensión
de la modernidad no debe hacer olvidar, al interior m ismo de sus estudios
metodológicos, el innegable deslizam iento, a la vez metodológico y situa-
cional, de su diagnóstico hacia una primacía de la racionalidad en finalidad.
Como lo señala Pierre Bouretz, una pendiente conduce del «triunfo de un
estilo de relación con la realidad que ignora la cuestión del sentido del
devenir intramundano, para adherir al punto de vista de un racionalismo
calcado de la objetividad de las ciencias»73. En efecto, tarde o temprano, el
sentido subjetivo de la acción term ina por plantear m etodológicam ente
un solo problema: encontrar un m edio empírico que perm ita dirimir entre
las diversas interpretaciones posibles. Aunque la acción social no tiene
sentido sino a través del significado que el actor le da, su racionalidad no
es a menudo definida, de m anera im plícita en la práctica del análisis, más
que en función de una acción que permite un juicio de adecuación entre
los fines perseguidos y los m edios puestos en acción74. Para Weber, la com
prensión parece a veces lim itarse a un mero problem a metodológico: ¿cóm o
aprehender los fenóm enos sociales que son externos a nuestra conciencia,
cóm o reproducir en nosotros m ism os el proceso psíquico que está en su
origen (la simpatía)? Su preocupación de reconocer entre todas las interpre
taciones posibles de un hecho social aquella que es verdadera, lo conduce
así a abordar el problem a del sentido a partir de un enfoque causal. Y en
este marco, en el análisis social, la im portancia otorgada a la racionalidad
en finalidad tiende a desplazar o a subordinar los otros tipos de acción. Al
final incluso, y como Alfred Schütz lo pudo mostrar, cuando Weber habla de
com portamiento significativo tiene en m ente como arquetipo de la acción
un com portamiento en realidad específico, es decir, raciona! respecto de
una meta. De m anera solapada, la acción racional en finalidad pasa a ser
73 P ierre B ou retz, Les promesses du monde. Philosophie de Max Weber (París: G allim ard,
1996), 84.
74 Para una reflexió n crítica en e s te sen tid o , cf. R aym on d Aron, «Les lim ites d e l’o b jectiv ité
h isto riq u e e t la p h ilo so p h ie du c h o ix» , en La philosophie critique de l’histoire (París: Vrin,
1969), 217-268.
el modelo del cual procede la construcción significativa75. Deslizamiento
metodológico que remite, en último análisis, a la concepción m isma que
Weber se form aba de las relaciones hum anas en la modernidad.
Se puede establecer un paralelo entre la tensión que viven los individuos
en el m undo m oderno, som etidos a un universo que hace cada vez más
objetivam ente calculable la acción, al m ism o tiem po que perm anece no
obstante bajo la influencia de las emociones, y una práctica de la ciencia,
en último análisis, arbitraria en cuanto al sentido de sus preguntas, pero
sometida a criterios objetivos de validez y de juicio. El problem a va mucho
más allá del pesim ism o weberiano, incluso del conflicto constante en su
obra entre la ineluctable racionalización del mundo y la reducción creciente
de la libertad humana. Por lo dem ás, el hecho de que ella adopte una form a
metodológica no es probablem ente algo anecdótico. Allí, en la imaginación
del investigador, pero m ás ampliamente en la m anera de com prender las
conductas hum anas, hay una apuesta irreductible por un espacio de ini
ciativa y de significado humanos que Weber nunca recusará. Cierto, si las
creencias, y de m anera m ás amplia las representaciones sociales, pudieron
tener un rol importante en la formación y la explicación de acciones sociales,
en la era de la tradición, en la m odernidad, su peso disminuye en beneficio
de las coacciones im personales. Lo que era una vocación pasa a ser un
destino. Sin embargo, por debajo de las coerciones, al igual que en el caso
del retorno de los carism as en la m odernidad, Weber no deja de definir la
acción social en función de la intencionalidad del actor. La tensión es fuerte
entre su mirada subjetiva-comprehensiva y la realidad social descrita en sus
análisis socio-históricos76.
La tensión va mucho m ás allá de una pura inconsecuencia metodológica.
A decir verdad, esta inconsecuencia da form a a una de las tensiones m ás
importantes de su obra: una historia cuyo inicio se encuentra en la orien
tación de sentido que le da el actor y que en su desarrollo se desvía, incluso
se invierte, antes de agotarse. A l final, ya no es posible, o incluso casi no
será más necesario, com prenderla en su calidad de sentido subjetivo. Es el
significado metodológico lim inar del proceso de racionalización del mundo,
claramente enunciado al final de La ética protestante, del cual, sin embargo,
Weber siempre se abstuvo de extraer todas las consecuencias: «El puritano
76 Para un an álisis d e e s ta te n sió n , cf. H ans H. C e rth y C h arles W rig h t M ills, e d s., From
Max Weber (L on dres: R o u tle d g e and K egan Paul, 19 7 0 ), 4 5-74.
deseaba ser un hombre menesteroso — nosotros estamos forzados a serlo— »n.
De dos cosas una: o la sociología com prehensiva de Weber se deshace frente
a su diagnóstico de la m odernidad y, por consiguiente, no hay cabida para
una perspectiva analítica de este tipo al punto que los individuos se someten
efectivam ente a coerciones sistém icas, o bien, la tensión es constitutiva de
la visión que de la sociedad m oderna da a la matriz de la racionalización.
En verdad, no hay que zanjar entre am bas opciones. La tensión debe in
terpretarse m ás bien en térm inos históricos. Weber en cierta form a vive y se
ubica en un momento de inflexión, en donde la sociedad, ya racionalizada,
conserva sin embargo aún en ella el recuerdo de la prom esa de sentido de
la cual fue inicialmente portadora. Los énfasis existencialistas presentes en
Weber y su fascinación recurrente respecto de nuestra m anera de idear la
m odernidad, deben comprenderse en el marco de esta conciencia histórica.
Pero lo anterior supone una contradicción de gran envergadura, m ás
allá de las disputas sobre las orientaciones últim as de valor, entre lo que
diagnostica su concepción de la sociedad m oderna, finalm ente destinada a
una racionalización y opacidad totales, y su concepción de la sociología, que
se basa en una definición de la acción social, caracterizada por el sentido
subjetivo del actor. La contradicción es al fin al tan fuerte y profunda que
marcó sostenidam ente el legado weberiano. En todo caso, es a partir de sus
reflexiones «metodológicas» que mejor se comprende su visión de las cosas.
La disyunción entre la descripción histórica tendencial de la m odernidad
com o jaula de hierro y el m étodo com prehensivo que preconiza para las
ciencias sociales origina una tensión irreductible, un doble rechazo del
recurso a la nostalgia de un m undo aún encantado y de una interpretación
de la m odernidad com o pura fatalidad. Es la tensión, y solam ente la ten
sión, que engendra la racionalización, lo que m ejor expresa el fondo de su
pensamiento.
* * *
4 Para una co m p aració n e n tre los d o s a u to re s, cf. C a th erin e C o llio t-T h élén e, «Le co n ce p t
d e racio n alisatio n : d e M ax W eb er á N o rb ert Elias», en A lain G arrigou y Bernard L acroix,
dírs., Norbert Elias. La politique et l’histoire (París: La D é co u v e rte , 199 7), 5 2 - 7 4 .
son sensibilizados ante las reacciones de los otros»5. Dicho de otra forma,
los cambios acontecidos en las dinám icas sociales term inan por acarrear
consecuencias sobre las dinám icas psíquicas; se siente m ás que antes la
obligación de autocontrolarse.
Los ejemplos proporcionados por Elias son num erosos y van todos en el
sentido del proceso de la civilización. De una u otra forma, se trata de rechazar
todo lo que en los hom bres puede ser percibido com o dependiente de su
naturaleza animal. Es así que la presencia de un anim al asesinado y descuar
tizado sobre la m esa da paso a una norm a que postula que trate de olvidarse,
tanto como sea posible, que un plato de carne tiene una cierta relación con
un anim al muerto. Lo m ism o ocurre con lo que concierne a la utilización en
la m esa del cuchillo o del tenedor. En todos los casos, la sensibilidad es la
sola instancia que decide del carácter civilizado o no civilizado de nuestro
comportamiento y de lo que es, o no, penoso. U n m ovim iento semejante
es reconocible en la circunspección de los individuos: si bien al com ienzo
su naturaleza y su extensión se dan en función del rango social de quien
se las im pone y de aquel en el interés del cual se asum en, su im portancia
se generaliza a m edida que la sociedad se hace igualitaria. El control de la
agresividad y especialm ente la represión del placer experim entado ante la
crueldad o el sufrim iento ajeno siguen el m ismo movimiento. En síntesis, el
carácter intempestivo del com portam iento de los hom bres antiguos era la
expresión de una econom ía afectiva caracterizada por transiciones bruscas
y frecuentes de un estado de ánimo a otro, como consecuencia de los efectos
de la estructura social sobre la estructura emocional. Por el contrario, el pro
ceso de la civilización va a im poner otra estructura em ocional y, de m anera
progresiva, las conductas juzgadas com o socialm ente indeseables serán
acom pañadas con am enazas o castigos, causando sensaciones de disgusto.
Al final, estas sensaciones term inarán dom inando y los com portam ientos
desaparecerán gracias al autocontrol de los individuos6.
A través de este conjunto de procesos y actitudes surge lo que es, sin duda,
la piedra angular del proceso de la civilización, a saber, la transición de nor
mas sociales im puestas al individuo desde el exterior hacia una relación de
autocontrol en la que las norm as se reproducen de m anera casi automática.
Elias extrae una conclusión general: en cada individuo civilizado (desde la
infancia) se lleva a cabo, en resum en, un proceso que en la evolución histó
rica y social ha durado siglos7. «La historia de una sociedad se refleja en la
6 Ibíd., 29 6 -29 7.
7 Ibíd., 183.
historia interna de cada individuo: cada individuo debe recorrer por su propia
cuenta y de m anera resumida el proceso de civilización que la sociedad ha
recorrido en su conjunto, ya que el niño no nace “civilizado”»8. Lentamente las
norm as sociales dejan de ser justificadas solamente en función de su efecto
sobre las otras personas o por la condena de la falta de respeto. De m anera
im plícita, ciertas costumbres com ienzan a ser rechazadas en su calidad de
tales, sin referencia a los demás. Actividades que se cargan con coeficientes
de incomodidad, angustia, pudor y que influyen el comportamiento de un
hom bre, incluso cuando está solo.
Sin embargo, y en este estadio de su pensam iento, es posible afirm ar
que, en su tendencia m ás im portante, el proceso de la civilización tiene
para Elias un valor positivo. No es nunca en todo caso solam ente una mera
extensión de la coerción. Al contrario incluso, «uno puede liberarse de una
form a de dependencia pesada e insoportable para integrarse a una form a
de dependencia que se percibe com o m enos p enosa»9. La socialización
así descrita es todo, excepto un proceso de torsión crítica que apela a una
supuesta liberación de la naturaleza hum ana. Aun cuando esté lejos de
com partir a la vez el sentim iento ingenuo y trágico que la socialización
posee en la obra de Durkheim, este proceso tam bién da lugar para Elias a
una verdadera segunda naturaleza.
8 Ibíd., 243.
9 Ibíd., 269.
10 Ibíd., 273.
civilización y esté preparado para asegurar sus funciones de adulto. Por lo
demás, el abism o entre la actitud esperada de los niños y la de los adultos
tam bién da testim onio de la extensión de este proceso. No obstante, sobre
este punto, se puede constatar algunas imprecisiones en los trabajos de Elias.
Si el proceso de la civilización parece en m uchos aspectos m ás aclarador
que la sola noción de socialización, es porque inscribe a esta últim a en un
largo período histórico. Pero, a la inversa, el proceso de la civilización deja
en la sombra, de m anera paradojal, el estudio de los m ecanism os específi
cos mediante los cuales se opera la socialización. Ciertamente, esta remite
a la infancia — la que aparece regularm ente en las páginas de Elias sin que
realmente se le dedique un estudio— , a la escuela, a la familia, a los tratados
de buenas costumbres, a veces a la sociabilidad a secas y, en la últim a parte
de su vida, a una teoría que quedó inconclusa del aprendizaje sim bólico” .
Pero globalmente, no es nunca verdaderam ente estudiada por Elias.
La pacificación de la sociedad
11 N orbert Elias, The Sym bol Theory (Londres: Sa g e, 1991)- Para com en tarios críticos
sobre este aspecto de la obra de Elias, cf. lan Burkltt, Socía/Se/ves: Theoriesof che Social
Formación o f Personality, Current Sociology, vol. 39, n.° 3 (invierno, 1991): especialm ente
184-187.
12 Elias, La dynamique de l’Occident, 29.
por la libre com petencia y el empleo de la fuerza, y se organiza en torno a
instituciones centrales y a las exigencias del proceso de la división del trabajo.
La sociogénesis del Estado atraviesa diversas etapas que van desde una
fase de libre com petencia hasta la form ación del Estado moderno, pasando
por la victoria del m onopolio real y del m ecanism o absolutista. Un proceso
en el cual, y a causa de la división de las funciones sociales, las relaciones
entre individuos se lastran de una fuerte am bivalencia, incluso de una po
livalencia de intereses: «Los centros de gravedad se reparten tan igualmente
entre ellos, que no puede haber, por ningún lado, ni compromiso ni combates
ni victoria decisiva»'3. Es aquí que Elias incorpora los análisis sobre el poder
de la realeza, en donde la posición obliga a basarse en grupos de segunda
categoría con el fin de preservar su preem inencia. El rey necesita cierta
cooperación, pero asim ism o cierta tensión entre las diferentes partes de
la sociedad, especialm ente entre los nobles y los burgueses. En el fondo, la
representación dada por Elias de la form ación del Estado moderno sigue de
cerca, en muchos aspectos, la interpretación weberiana: se trata del tránsito
de una violencia plural detentada por varios señores feudales hacia una
m onopolización de la violencia legítima, de una com petencia m ás o menos
abierta hacia luchas reguladas de m anera m onopólica14.
Muchas décadas m ás tarde, en sus estudios sobre el deporte, Elias recurre
a una explicación semejante. Establece un vínculo estrecho entre la instau
ración en Inglaterra de un régim en parlam entario y la «deportificación»
(,sportization) de la sociedad. Como en el caso de la sociedad cortesana, el
proceso de la civilización es aquí tam bién orientado por los estratos m ás
altos de la sociedad y, de m anera bastante sem ejante, la génesis social del
deporte, como actividad de control de sí mismo, está asociada a una con
figuración particular de las relaciones de fuerza. De hecho, se trata de dos
form as diferentes de pacificación de la sociedad. En Francia, la pacificación
pasó por la transform ación de una clase de guerreros nobles a la cabeza de
propiedades y de tierras, en una clase de cortesanos y oficiales m ilitares
totalm ente dependiente del rey. En Inglaterra, por el contrario, las luchas
interm inables entre, por una parte, los m onarcas y sus representantes y,
por otra, la aristocracia terrateniente y la burguesía citadina, culm inan
13 Ibíd., 115.
14 En realidad, a esta concepción weberiana del Estado se añade una concepción durkheimiana
de la m odernización, el proceso de la civilización supone una com plejización de las
formas sociales que engendran nuevos mecanismos de solidaridad y de interdependencia
entre los individuos. Pero sea cual sea la autonom ía relativa que Elias presta a los
diferentes ám bitos de la vida social, insiste sobre la unidad profunda del conjunto de
los procesos de evolución de la sociedad.
en el siglo XVIII en una situación de empate. N ingún grupo, a m enos de
desencadenar violencias con resultado incierto, está en situación de im po
ner sus intereses por la fuerza. La negociación y el com prom iso se tom an
necesarios. El régimen parlam entario se desarrolla en este contexto, donde
cada grupo está obligado a evaluar sus «propios intereses en relación con
aquéllos de los otros grupos y m ostrar cierta buena voluntad para aceptar
los com prom isos»15. En este contexto, el régim en parlam entario permite
luchas francas entre facciones rivales, pero a vistas de todos y al interior de
un marco fijado que elimina estrategias no violentas. Es esta forma particular
de pacificación de la sociedad lo que explica, para Elias, el surgimiento del
deporte en Inglaterra:
15 Norbert Elias, «Introduction» (1986), en Norbert Elias y Eric Dunning, Sport etcivilisation
(París: Fayard, 1994), 47.
16 Ibíd., 48. Cf. tam bién en la misma obra, el capítulo «Sur le sport et la vlolence», 20 5 -
238.
17 Por otra parte, y com o lo señala Ellas mismo, la Iglesia se convertirá en uno de los
agentes más eficaces de la Implantación de los m odelos de civilización en los estratos
inferiores. Cf. Norbert Elias, La civilisation des maeurs, 147 y ss.
comportamiento. El movimiento de expansión de la civilización occidental
pone de manifiesto muy claramente esta ambigüedad'8.
El habitus del hombre civilizado está así íntim amente vinculado con la
monopolización de la coacción física y con la solidez creciente de los ór
ganos sociales centrales. Aquí, el hombre está a salvo de un ataque súbito
de pasiones, pero está tam bién, y a la inversa, obligado a reprimirlas más.
La m ayor libertad pulsional se daba paralelamente con la am enaza física
inmediata y la ausencia de poderosos monopolios centrales; el refinamiento
de las costumbres y el creciente control pulsional acom pañan la form ación
del Estado moderno. La conducta de los individuos se racionaliza, «el in
dividuo es invitado a transform ar su econom ía psíquica en una regulación
continua y uniform e de su vida pulsional y de su comportamiento en todos
los planos»20. La previsibilidad de la acción humana está así para Elias, como
en Weber, en el corazón del proceso de modernización. La m onopolización
El autocontrol y la corte
En una carta de 1976, Elias se defiende: «Si se dice que para Elias un proceso
de civilización se caracteriza por un nivel de autocoerción siempre reforza
do, es un craso error»26. Más allá de sus advertencias repetidas, queda claro
que si bien hay evolucionism o en su obra27, este es de una naturaleza muy
particular. Si la civilización parece responder a una tendencia estructural
central, bien descrita por el proceso m ism o de la civilización, es decir, la
doble racionalización de las estructuras sociales y de las estructuras psíqui
cas, este proceso no está desprovisto de regresiones. El proceso está lejos
de seguir una pendiente evolucionista única, por cuanto está som etido a
inversiones de tendencias y al relajam iento de las costum bres, puesto que
«cada fase es m arcada por fluctuaciones m últiples; a m enudo se constata
un flujo y reflujo de las coerciones exteriores e interiores»28. M ás aún, si
los m ecanism os de interpenetración y dependencia han «evolucionado
en el sentido de una m ayor hum anización de las relaciones hum anas»29,
el proceso de la civilización «puede ser seguido, incluso acom pañado, por
movimientos en la dirección opuesta, por procesos de descivilización»30.
31 Es así por ejem plo que Carrígou subraya esta línea de evolución a partir de los trabajos
de Elias sobre el deporte. Cf. Alain Carrigou, «Le grand jeu de la société », en Carrigou y
Lacroix, Norbert Elias. La politique etl'histoire, 100-127. En cuanto a Heinich, ella subraya
más bien la inquietud expresada por Elias respecto al proceso de civilización en sus
trabajos sobre la m uerte, cf. Nathalle Heinich, La sociologie de Norbert Elias (París: La
D écouverte, 1997), 43-4 6 .
32 Elias, La civilisation des mceurs, 245.
33 «Estas relaciones al interior de cada ser humano y con ellos la estructura de su control
pulsional, de su Yo y de su Súper Yo, evolucionan conjuntamente en el curso del proceso
de la civilización como consecuencia de la transformación específica de las interrelaciones
humanas». Cf. Elias, La dynam ique de i’Occident, 261.
34 Ibíd., 207.
de la m odernidad y la tentación de ceder ante el pesim ism o desencantado
de Weber y de Freud35.
En los años treinta, Elias se esfuerza en establecer una correlación entre,
por una parte, la transform ación general de las coerciones exteriores en
autocontroles a través del refuerzo de la conciencia y, por otra parte, un
conjunto de fenóm enos que apunta a escapar a las coerciones de la civiliza
ción36. Mediante este doble m ovimiento, da una interpretación diacrónica:
los autocontroles, que no obstante ya han pasado a ser costumbres, aún no
han alcanzado un grado de automatismo capaz de abarcar todas las rela
ciones hum anas. Un análisis que Elias com pleta con criterios sincrónicos:
ante dem andas contradictorias y ante el dilem a «de rom per sus cadenas sin
desestabilizar el orden social establecido»37, los estratos sociales tienen la
tentación de refugiarse en un entorno m ás sim ple. Para Elias es entonces
solamente en la m edida en que se asista a la reestructuración de la sociedad
y de las interrelaciones hum anas que será posible observar una transfor
m ación de la econom ía em ocional del individuo que asegure su adaptación
a la sociedad.
Un tanto diferente es el diagnóstico que hace Elias a partir de los años
sesenta, y especialm ente hacia el fin de su vida, sobre el proceso de la civi
lización, que juzga portador de un exceso de autocontrol. Constata en los
trabajos de este período ciertos relajam ientos, variables según los lugares
o los actores, sobre todo en los «estratos m ás bajos de la clase obrera», que
a través de la violencia que expresan, por ejemplo, durante los partidos de
fútbol, m uestran una m enor capacidad de control pulsional, síndrome de
m arginalidad. En verdad, en su estudio sobre el deporte, Elias apunta a
mostrar la existencia en el seno de las sociedades m odernas de un campo de
com pensación energético, con el fin de paliar los grados cada vez mayores
35 Elias tom a poco en cuenta las referencias teóricas. Sin em bargo, adem ás de algunas
derivaciones a la obra de W eber en La sociedad cortesana, en su obra m ás im portante,
El proceso de civilización, se encuentran dos referencias en notas al pie de página: en
una, señala su deuda con Freud por la teoría del Súper Yo; en la otra, discute el tipo
ideal del feudalism o propuesto por Weber. Las relaciones de Elias con W eber son por lo
m enos am biguas. Si bien por un lado, la influencia de W eber sobre su propia reflexión
es evidente, especialm ente en lo que concierne a su representación de la form ación
del Estado, por otro lado, Elias creyó d etectar en la obra de W eber una separación
entre individuo e instituciones que no serían m ás que sim ples artificios. Cf. Norbert
Elias, Qu'est-ce que la sociologie?, 139 y ss. Cf. tam bién Norbert Elias par lui-méme (de las
entrevistas registradas en 1984 y publicadas por primera vez en 1990) (París: Fayard,
1991), 173-176.
36 Cf. especialm ente los pasajes dedicados por Elias a Rousseau en La société de cour, 110
y 113, com o asim ism o los desarrollos que dedica al rom anticism o aristocrático.
37 Ibíd., 251.
de autocontrol exigidos a los individuos. El deporte, dirá Elias en un razo
namiento fuertemente funcionalista, pasa a ser un m ecanism o mediante el
cual una sociedad se protege de las tensiones inducidas por el proceso de la
civilización. Y el deporte cumple tanto mejor esta tarea en cuanto permite
asegurar a la vez un relajamiento del control ejercido sobre los sentim ien
tos hum anos y «el m antenimiento de un conjunto de codificaciones para
m antener el control de las emociones agradablemente descontroladas»38.
La som bra de Freud prim a aquí sobre la de Weber. El deporte aparece como
un correctivo a las tensiones poco excitantes de la rutina de la vida social.
«Una de las principales funciones de las actividades de ocio en nuestras
sociedades» es contribuir «a tem plar la muy gran severidad del autocontrol,
consciente o inconsciente, requerido de todos los individuos en las acti
vidades profesionales y diferentes al ocio a las cuales deben adaptarse»39.
Elias encontrará m uchos otros ejemplos, como el rechazo com pulsivo de
puntualidad, visible en ciertos individuos que viven en medio de socieda
des que confieren una gran im portancia a la autodisciplina en materia de
respeto de los horarios40.
La visión del último Elias insiste sobre los excesos del autocontrol 41 y
especialmente sobre las consecuencias negativas que este puede tener sobre
los individuos42. Es así, por ejemplo, que en la introducción a sus ensayos
sobre el deporte, redactados al inicio de los años ochenta, señala con fuerza
este riesgo: «La presión de la sociedad que alienta al atleta a autocontro-
larse para no herir a su o sus adversarios tiene por consecuencia que él se
lastim e a sí m ismo al controlarse». A partir de los años ochenta, en efecto,
Elias expresa con mayor fuerza sus dudas y sus inquietudes, especialmente
a propósito de la soledad que ve crecer entre los hom bres y de la m anera en
que le parece se elude la muerte. Ciertamente, ya en los años treinta afirmaba
que la racionalización, com o asim ism o la progresión del umbral del pudor,
reflejaba una acentuación del tem or interior. Demostraba entonces que un
umbral de pudor levantaba un muro invisible entre los cuerpos, manifestado
Elias transita de una concepción un tanto optim ista, en todo caso más
bien única del proceso de la civilización, hacia una concepción de la diver
sidad de los procesos de civilización. U n aspecto particularm ente visible en
su estudio sobre la historia del siglo veinte en Alem ania, en donde elabora
la idea de que toda gran tendencia histórica va acom pañada de contraten
dencias inversas. En respuesta a las diversas críticas de las cuales ha sido
objeto, Elias ya no se lim ita a considerar el Holocausto solamente como una
m arca de descivilización. Trata m ás bien de com prender la especificidad de
la relación entre el desarrollo del habitus nacional y el proceso de formación
del Estado-nación en A lem ania con la eclosión del período hitleriano. En lo
sucesivo, la verdadera cuestión para Elias es com prender cómo «la fortuna
de una nación durante siglos se había sedim entado en el habitus de sus
m iem bros»48. Explica en parte este proceso por la form ación interestatal
propia del Estado-nación alem án, tom ado en tenazas entre los eslavos y
los francos, lo que confirió, luego de diversas invasiones, una im portancia
preponderante a la idealización de las acciones m ilitares49. Pero lo explica
tam bién por la debilidad ideológica de la burguesía alem ana respecto de
la aristocracia m ilitar. Esta situación da cuenta para Elias del hecho de
que Alem ania habría vivido, de m anera m ás fuerte que otras sociedades
nacionales, la tensión entre la valorización de la entidad colectiva nacional
y los principios dem ocráticos m ás individualistas50, una situación tanto
m ás explosiva y contradictoria en cuanto que en las sociedades m odernas
la identidad nacional ha pasado a ser la principal fuente identitaria de los
individuos5’. Es pues el contexto interestatal, como asim ism o la debilidad
del Estado alem án, cuya h istoria está atravesada por m últiples rupturas
y derrotas, el que explica, según Elias, la ansiedad de m uchos alem anes.
47 Para una lectura que insiste sobre e ste asp ecto de la obra de Elias, cf. Helena Béjar, «La
so cio g én esisd el individuo», en La cultura del yo (Madrid: Alianza, 1993), 10 9 -15 0 .
48 Norbert Ellas, Studien über die Deutschen (Frankfurt: Suhrkam p, 1992), 27 (trad. inglés,
The Germans [Oxford: Basil Blackwell, 1996], 19).
49 Ibíd., 13 -14 (trad. Inglés, 7).
50 Ibíd., 208 y ss. (trad. inglés, 16 0 y ss.)
51 Ibíd., 456 (trad. inglés, 352).
El proceso de la civilización no encontró en este contexto todos los elementos
externos que permitieron en otros países el reem plazo del autoritarismo
político por otras fuentes de control más interiores52. El autocontrol personal
quedó dependiente de una mirada exterior, y la voluntad de m antener una
identidad nacional, históricam ente perturbada, favoreció por lo dem ás la
consolidación de m ovimientos de rechazo de los extranjeros. Para Elias es
en el largo plazo donde reside la explicación del desliz de ciertos grupos
sociales hacia el genocidio. La juventud alem ana, especialm ente, habría
vivido en los años treinta un período particular de encogim iento de los
canales de la m ovilidad social, pero también, con la guerra y el movimiento
nazi, la apertura de espacios de acción inusuales53. Dicho de otra forma, a
diferencia de lo que había escrito antes, Elias considera en este trabajo que
el proceso de civilización puede, en sí mismo, llevar a form as nacionales
capaces de inducir m anifestaciones de descivilización en el seno m ismo de
las sociedades modernas.
En síntesis, si bien es necesario romper todo vínculo entre la idea de pro
greso y de evolución, es necesario empero conservar la idea de una dirección
de conjunto hacia un autocontrol m ás temperado y m ás hom ogéneo de las
prácticas sociales54. Pero tam bién es posible que, incluso una vez dado el
rumbo del proceso de la civilización, las configuraciones nacionales puedan
conducir a prácticas de violencia y aun a procesos de descivilización graves.
A pesar de la ambigüedad de su pensamiento, e incluso de cierta indecisión
teórica sobre este tem a, es innegable que su visión de la m odernidad se
ensom breció considerablemente en los años ochenta, ganando en am biva
lencia55. Las tendencias a la civilización en lo sucesivo van inexorablemente
acompañadas por tendencias de descivilización.
56 Jean -H u ghes D échaux, «Su r le con cep t de con figu ration : quelq ues failles dans la
sociolo gie de Norbert Elias», Cahiers internationaux de sociologie 99 (1995): 29 3-313.
57 Norbert Elias, La société des individus (París: Fayard, 1991), 50.
a su nacim iento, en la cual se desarrolla y se afirm a — en grados y según
modelos variables— su autonom ía relativa de individuo independiente»58.
Es así como, en el estudio sociogenético del individuo realizado por
Elias, el momento de inflexión es la constitución, a través del control de
las pulsiones, de una separación entre un ám bito público (donde el indivi
duo despliega acciones abiertas y visibles) y un ám bito privado (donde el
individuo se entrega a conductas secretas). Escisión histórica que separa
con fuerza dos tipos, m uy generales, de individuo. En las sociedades no
estatales, donde esta escisión no existe en realidad todavía, el individuo
es m ovido por pasiones extrem as y acciones afectivas. En las sociedades
estatales, a la inversa, se consolida el control de las em ociones y el cál
culo de las consecuencias de las propias conductas. La transición va de
un control externo hacia un control interno y, al fin al de este proceso, el
exterior no es percibido m ás que como una expresión de la interioridad.
Por un lado, se propaga la idea de que es justam ente en la interioridad
donde se desarrolla la esencia del individuo; por otro lado, las conductas
se despliegan cada vez m ás de acuerdo con m ecanism os de regulación
internalizados, y en lo sucesivo designados com o el lugar m ism o de la
conciencia. Para Elias, el desarrollo de este proceso desde la Edad M edia
es así sinónim o de la extensión de la identidad del «yo» en perjuicio de
la identidad preestatal del «nosotros»59. A l final, incluso, este últim o se
debilita h asta que los individuos solam ente se perciben a sí m ism os como
«yo», sin «nosotros»; el concepto del individuo se convierte a tal punto en
una im agen ideal en Occidente, que la educación, por ejemplo, apunta a
hacer de cada ser un hom bre independiente60.
Es a través de esta visión del homo clausus que se im pone en el curso del
proceso de la civilización, com o m ejor se m an ifiesta la matriz sociológica
de la m odernidad esp ecífica de Elias. En efecto, nada m uestra m ejor la
fuerza de la lectura que él da, siguiendo los pasos de la racionalización,
que su m anera para enm arcar el sentim iento de d isociación propio de
los m odernos entre el yo y el m undo. A hí donde, com o lo verem os, en
la filiación de los trabajos de Sim m el se trata de insistir en la separación
entre las dim ensiones objetivas y las realidades subjetivas, para Elias, y
justam ente a la inversa, esta dicotom ía debe ser analizada como una re
sultante de la huella en el individuo de un tejido p articular de relaciones.
La conciencia de sí m ismo, propia del hom bre civilizado, y a través de la
65 El texto que Elias dedicó a M ozart parece ten er un estatus aparte: el análisis d e la
genialidad — aceptada en su calidad de tal por Elias— se funda sobre la diferencia
entre el individuo M ozart y la sociedad en la cual él vive: M ozart es un músico burgués
y rom ántico y un genio al interior de una sociedad cortesana que no reconoce aun el
valor del genio. El carácter excepcional del genio parecería ser una prueba adicional
de la plausibilidad del análisis en térm inos de configuración. Cf. Norbert Elias, Mozart.
Sociologie d ’un génie (París: Seuil, 1991).
66 Norbert Elias, «Conscience de soi et image de l’homme», en La société des individus,
164.
67 Elias, Qu’est-ce que la sociologie?, 180.
68 Elias, Du temps, 161.
de cadenas de interdependencias sociales siempre m ás extendidas, y la ne
cesidad humana de lograr un orden cognitivo capaz de asegurar niveles cada
vez m ás altos de síntesis conceptual. El control cognitivo opera a través de una
reducción del contenido imaginario del pensamiento humano, en beneficio
de un pensamiento en congruencia con lo real69. Sobre este punto, Elias se
diferencia con fuerza de todos los otros sociólogos que han interpretado
la modernidad como un proceso creciente de racionalización. En efecto, a
pesar del carácter cada vez más trágico de su concepción del proceso de la
civilización, sigue apegado a cierta visión del saber, fuertemente ligada a su
propia definición de la racionalización, y gracias a la cual los hombres tienen
la posibilidad de hacer accesibles al entendimiento humano procesos durante
mucho tiempo percibidos como incontrolables. Lo propio del científico, en su
calidad de «cazador de mitos»70, se confunde así con el movimiento mismo
de distanciam iento gracias al cual el individuo logra dom inar su entorno.
«Es la tarea de los investigadores en ciencias sociales encontrar los medios
para comprender las configuraciones movedizas que los hombres tejen entre
ellos, la naturaleza de estos vínculos, como asimismo la estructura de esta
evolución»71.
Sería falso hablar de Elias como de un mero heredero de la Ilustración;
m uchos presupuestos im portantes de su obra lo distanciaban de ella. Sin
embargo, hay en él aun una relación estrecha, y en el fondo positiva, entre la
extensión del saber y el proceso de racionalización. Ambos, por vías diferentes,
refuerzan el autocontrol de las emociones que a su vez permite aumentar el
control relativo del hombre sobre el mundo. Para Elias, el nivel de dominio
es directamente proporcional al grado de distanciam iento emocional, que
permite a los hombres aprehender los fenómenos en su interdependencia y
no traerlos hacia ellos m ismos, al tiempo que los dota de un distanciamiento
crítico que les permite dom inar sus afectos y aumentar así el control.
Lo propio del dilema de la racionalización, según Elias, proviene enton
ces m enos de una extensión ilim itada de la racionalidad instrum ental o
estratégica que de la diferencia de dominio que se instaura respecto de lo
que él denom ina a veces la «trinidad de los controles fundamentales», y que
otras veces parece clasificar en cuatro formas de control72: acontecimientos
69 Ibíd., 2 0 0 y ss. Una vez más, este proceso no se da sin contraparte para Elias por el hecho,
especialm ente, que los hombres se acostumbran a comunicar m ediante abstracciones,
perdiendo de vista los detalles sensibles con los cuales ellas se relacionan.
70 Elias, Qu'est-ce que la sociologie?, 58.
71 Norbert Elias, «Engagem ent et d istan ciaron » (1956), en Engagement et distanciation
(París: Fayard, 1993), 24.
72 Norbert Elias, «Les pécheurs dans le Maelstróm» (1980), en Engagement et distanciation,
72.
naturales, relaciones sociales (las cuales se pueden descom poner en rela
ciones interestatales y relaciones intraestatales) y relaciones de dominio
de sí. Y aunque estas form as de dom inio son interdependientes, «lo que
caracteriza la situación actual de las sociedades hum anas, es que la aptitud
para dominar los complejos acontecimientos extra-hum anos aumenta más
rápidamente que la aptitud para dominar las relaciones sociales»73. En repe
tidas ocasiones, Elias insiste sobre la paradoja del proceso de la civilización,
a saber, a m edida que se desarrolla el control de los fenóm enos naturales” ,
los individuos son cada vez m ás sensibles al m ás débil dom inio que existe
de lo que sucede entre los hombres y entre los diferentes grupos sociales75.
El proceso que disminuye la dependencia de los hom bres respecto de la
naturaleza refuerza su dependencia recíproca y som ete entonces a los
hombres a nuevas fuentes de inseguridad en la vida social. Más precisa
mente, la racionalización, que va de la m ano con una m ayor capacidad de
distanciamiento y de dom inio de los afectos, se ha realizado ampliamente
en dos cam pos, los acontecim ientos naturales y el control de sí mismo,
mientras que perm anece lim itada en lo que se refiere a las relaciones so
ciales, ya sea al interior del espacio intraestatal o bien, sobre todo, a nivel
de la interdependencia entre los Estados. En la relación que los hombres
mantienen con su vida colectiva «prevalece aún una situación en la cual se
refuerzan mutuamente una fuerte coloración afectiva del saber y una gran
vulnerabilidad ante los peligros provenientes de los hom bres m ismos, lo
que lleva dem asiado frecuentem ente hacia los extrem os»76.
Si se subleva varias veces contra las diversas expresiones de voluntarismo
presentes en las ciencias sociales es porque, en su opinión, estas perspec
tivas ocultan mal la dem asiado importante im plicancia em ocional de los
individuos en los acontecimientos sociales. De m anera inversa, su defensa
en favor de la ciencia, y su fe en su rol de instrum ento de dominio creciente
del entorno natural y social, depende directam ente de la seducción que
ejerce sobre él, desde los años treinta, el autocontrol pulsional. Para Elias
no se puede hacer la historia, pero, al controlarse a sí mismo, el individuo
* * *
Al fin de su vida, Elias estaba ciertam ente m uy lejos de com partir el op
tim ism o racionalista que es posible reconocer en sus estudios de los años
treinta. Es igualmente cierto que ya no había m ás en él ninguna confusión
entre la dirección general que vislum braba en el proceso de la civilización y
la valorización de esta evolución a través de la idea de progreso. Pero siempre
creía poder reconocer aún, a partir de la intensificación de las coerciones,
un horizonte posible de emancipación para los hom bres; en todo caso, un
m ayor dom inio relativo, bajo diferentes form as, del mundo. Para Elias el
proceso de la civilización es inherente a la vida hum ana y el autocontrol
existe en todas las sociedades, aunque con form as y en grados diferentes.
Y sea cual sea el juicio axiológico lim inar que emitirá sobre este proceso, es
cierto que siempre ve en el saber social y en su extensión una posibilidad
creciente de emancipación para los hom bres. Reconozcam os que en este
punto, y bajo esta perspectiva, Elias es una figura única en la historia de la
matriz sociológica de la racionalización. Una confianza irreprimible en el
saber: ese es, en el fondo, el verdadero y último m eollo del optimism o de
Norbert Elias.
C A PÍT U LO V II
Herbert Marcuse (1898-1979), la racionalización
unidimensional
1 Cf. especialm ente Jürgen Habermas, Théorie de l'agir communicationnel (París: Fayard,
1987), 1. 1, capítulo IV, 347-402.
logrará nunca realmente encontrar un agente central de transform ación de
la historia. En 1964, en El hombre unidim ensional, M arcuse mismo define el
espíritu del libro, que puede fácilm ente ser aplicado al conjunto de su obra:
la oscilación perm anente «entre dos hipótesis contradictorias: 1) O bien
la sociedad industrial avanzada es capaz de im pedir una transform ación
cualitativa de la sociedad en el futuro inmediato: 2) O bien existen fuerzas
y tendencias capaces de hacer caso om iso y de hacer estallar la sociedad»2.
Falso equilibrio. De hecho, el ethos de la obra es m ejor restituido a través
de una pregunta: ¿cómo y dónde encontrar una capacidad crítica y trans
form adora en la sociedad, una vez que se ha radicalizado hasta el exceso la
visión de la jaula de hierro de Weber?
La importancia de la obra de Marcuse proviene de su capacidad de resistir
a las interpretaciones m ás oscuras propuestas por la escuela de Fráncfort.
Si la idea de un m undo adm inistrado se halla en la base de sus trabajos,
como en los de H orkheim er o de Adorno, en su caso esta representación
no desem boca ni en una suerte de retiro intelectual ni, com o en el caso
de Adorno, siguiendo los pasos de Benjamín, en una filosofía negativa de
la historia. Ciertamente, afirm ará en acuerdo con Horkheim er y Adorno
que el totalitarism o es en últim a instancia el fruto de la dinám ica interna
de la con cien cia hum ana. C iertam ente, adherirá a la im agen según la
cual el progreso de la civilización es un proceso creciente de cosificación
de la naturaleza y del hom bre, una lectura que transform a la crítica del
productivism o en una crítica de la razón que es en sí m ism a una crítica de
la idea de progreso. Sin embargo, y a pesar de ello, nunca renunciará com
pletam ente a la idea de que el progreso puede ser tam bién vinculado a la
revolución de las fuerzas productivas y, especialm ente, y a pesar de todos
las desesperanzas históricas de las cuales será testigo, no abandonará nunca
la búsqueda intelectual de una fuerza positiva en la historia con el fin de
reestablecer una nueva im bricación, incluso una identidad m ás arm oniosa
entre el sujeto y el m undo3.
que como la culminación de toda una serie de negaciones con futuro incierto. Para una
presentación de las relaciones intelectuales entre M arcuse y Heidegger, cf. Thom as
McCarthy, Ideal and lllusions. On Reconstruction and Deconscruccion in Contemporary
Critical Theory (Cam bridge, MA: MIT, 1992), 83-96.
4 Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, La dialeccique de la Raison (París: Gallimard,
1974), 5 6 .
5 Ibíd., 18.
El análisis, aquí, no se desprende de un estudio de las relaciones sociales, es
más bien un análisis retrospectivo que introduce la perversión congénita de
la razón en los orígenes de la historia humana. Un concepto (histórico) de
la racionalidad es inoculado a una civilización com pleta, y el diagnóstico
de su carácter opresivo se hace a partir de un concepto axiológico de la
Razón, cuyo estatus es m uy a menudo nebuloso. En el fondo, para Adorno
y Horkheimer, es en la ruptura prim igenia del hom bre y de la naturaleza, y
la búsqueda de dominación que esta permite, que se halla en último análisis
el origen de la dom inación creciente a la cual el hom bre es sometido.
El minucioso esfuerzo de Weber para explicar la especificidad del espíritu
capitalista y el triunfo de la racionalidad instrum ental en la modernidad es
abolido por la teoría crítica. Esta teoría identifica la historia universal con
la razón identitaria — incluso si por esta vía propone una crítica específica
de la m odernidad— . La razón en su dualidad, liberadora y portadora de la
dom inación, pasa a ser m enos un tem a sociológico que el objeto de una
antropología dialéctica. La dom inación proviene de la instrum entalización
de la racionalidad y encuentra su fundamento teórico en la voluntad racional
occidental de asimilar conceptos y objetos en una razón identitaria, para la
cual «pensar quiere decir identificar»6. La escuela de Fráncfort, hace pues
rem ontar los orígenes de la instrum entalización del mundo al inicio de la
historia humana. A partir de un diagnóstico ensom brecido por la historia
del fascism o, la teoría crítica es pesim ista en cuanto a las reales capacidades
em ancipadoras de la Razón humana. La linealidad y el simplismo socioló
gico de esta representación de la historia son no obstante asom brosos. Se
trata de una posición extrem a y difícilmente aceptable para la sociología,
por cuanto term ina por hacer de toda la historia de la civilización el simple
recorrido, ya com pletam ente anticipado en sus consecuencias últimas, de
la lógica instrum ental de dom inación del hombre sobre su entorno.
Ahora bien, y aunque M arcuse concuerda en m uchos aspectos con este
análisis, el corazón de su reflexión crítica se inclina por una interpretación,
sin duda m ás sociologizada, de la prim acía de la racionalización técnica
en la sociedad industrial avanzada. Enunciada por prim era vez en 19417,
la interpretación tomará una form a definitiva con los análisis sociohistó-
ricos que M arcuse realiza del m arxism o soviético en 1958 y de la sociedad
estadounidense en 1964 — am bas sociedades leídas como variantes de un
mismo tipo de dominación— . Pero si Marcuse adhiere a la interpretación de
8 Para la experiencia francesa, cf. especialm ente Raymond Aron, Dix-huit legons sur la
société industrielle (París: Callimard, 1962) y La Luttedes classes (París: Gallimard, 1964).
Adem ás del hecho que Aron esté lejos de com partir la visión total de la dom inación
que se encuentra en los trabajos de M arcuse, insiste en sus estudios sobre el carácter
en d ógen o del cam bio y sobre los con flictos de interés que sacuden a la socied ad
industrial.
9 Herbert Marcuse, «Industrialisation et capitalism e chez M ax W eber» (1964), en Culture
et société (París: Minuit, 1970), 274 (la cursiva es de Marcuse).
10 Ibíd., 285.
dom inación excede al capitalismo mismo y se convierte en la característica
esencial de las sociedades industriales avanzadas. Es aquí que se encuentra
el m eollo de todas las intuiciones de Marcuse. La racionalidad form al se ha
convertido en una racionalidad política material en el capitalismo, puesto
que desde el inicio la razón técnica es dom inación de la empresa privada
sobre el trabajo libre. Pero de m anera m ucho m ás sustancial, la técnica
conlleva, desde su concepción, la m arca de la dom inación de los hombres:
11 ibíd., 291.
12 M arcuse, L'homme unidimensionnel, 34.
13 Ibíd., 22.
sem ejanza de fondo que reconoce entre la sociedad soviética y la sociedad
estadounidense. Las dos sociedades, a p esar del hecho de que se ubican
en un nivel diferente de desarrollo de las fuerzas productivas y que tengan
instituciones económ icas y políticas distintas, no son sin embargo, en el
fondo, m ás que m anifestaciones particulares de la racionalidad técnica,
«ambos sistemas sociales antagónicos hacen aparecer una tendencia general
del progreso técnico en el período contemporáneo, a saber, la utilización de
la técnica como instrum ento de la dom inación»14. El cambio de relaciones
de producción no puede hacerse por una transform ación de las relaciones
de propiedad, sino que descansa, exclusivam ente, sobre un cambio de la
racionalidad técnica misma.
La dom inación de la sociedad industrial avanzada se inscribe en el cora
zón de esta racionalidad. Proviene en efecto de un sistem a de producción y
de distribución que funciona m anipulando las necesidades, haciendo que
estas falsas necesidades se tornen las del individuo mismo. El control social,
a través de la introyección de las necesidades, asegura la identificación
inm ediata del individuo con su sociedad.
Si se compara el período actual con los períodos puritano y Victoriano, sin lugar
a dudas la libertad sexual ha aumentado (aunque se pueda notar una reacción
evidente en contra durante la década de 1920). Al mismo tiempo, sin
embargo, las relaciones sexuales mismas han sido más bien asimiladas a
relaciones sociales. La libertad sexual se ha armonizado con un conformismo
provechoso. El antagonismo fundamental entre la sexualidad y la utilidad
social — que es en sí el reflejo del conflicto entre principio de placer y
principio de realidad— se enturbia por el primado progresivo del principio
de realidad sobre el principio de placer'7.
28 Ibíd., 9i.
29 Ibíd., 363.
clase. La posibilidad de la em ancipación se halla así en la capacidad de los
hom bres en cuanto a llevar una vida m ás gratificante, m ás en arm onía con
el principio de placer freudiano. Para M arcuse, diferentes m odos de dom i
nación tienen por resultado diversas form as de principio de realidad. El
error de Freud es haber aplicado «al hecho burdo de la “escasez” lo que es en
realidad la consecuencia de una organización específica de esta escasez y de
una actitud existencial específica que esta organización hace obligatoria»30.
La interpretación de M arcuse de la obra de Freud es audaz. M arcuse
subraya ante todo la naturaleza com ún de los instintos hum anos antes de
su diferenciación en Eros y Tánatos, una orientación que conduce a Freud
al descubrimiento de una tendencia fundam entalmente regresiva o conser
vadora hacia un principio del N irvana, donde se efectúa la convergencia del
placer y de la muerte. Origen com ún de los instintos que permite a Marcuse
negar la idea de una sexualidad por esencia antisocial o asocial, incluso de
un instinto primario destructor, en beneficio de una interpretación que hace,
de ambas, las consecuencias históricas de una organización social represiva.
Por lo tanto, si bien el proceso histórico tendía a dejar caducas las instituciones
del principio de rendimiento, este tendería también a hacer que caduque
una organización tal de los instintos, es decir, a liberar los instintos de
las coerciones y de los desvíos que se hacen necesarios por el principio
de rendimiento. Esto implicaría la posibilidad real de una eliminación
progresiva del exceso de represión y de esta forma sectores crecientes de
destructividad podrían ser absorbidos o neutralizados gracias al refuerzo
de la libido3'.
32 Ibíd., 223. Es la principal razón política por la cual M arcuse se opone al revisionismo
neofreu d ian o que p iensa p od er resolver en el m arco de la socied ad ex isten te la
reivindicación de felicidad d e los individuos.
33 M arcuse, L’homme unidimensionnel, 276.
34 Ibíd., 280.
35 Para un historial de las relaciones entre los principales representantes de la escuela de
Fráncfort y el movim iento estudiantil de los años sesenta, cf. Rolf W iggershaus, L’école
de Francfort (París, PUF, 1993), 59 2-617; tam bién Jean-M ichel Paimier, Herbert Marcuse
et la nouvelle gauche (París: Belfond, 1973).
36 Herbert Marcuse, La fin de l'utopie (París: Seuil, 1968), 17.
37 Ibíd., 4 3 -
clase revolucionaria en sí, subjetivamente, para sí, esto ya no es verdadero38,
como lo atestiguan, según Marcuse, los m iembros de la nueva clase obrera
(técnicos, ingenieros, especialistas, científicos) que, contrariamente a lo que
piensa Serge Mallet, son una fuerza social conservadora; pero, por otro lado,
en los frentes nacionales de liberación de los países subdesarrollados ve una
preparación ante la crisis del sistem a m undial39. Reconoce su perplejidad;
43 Ibíd., 252.
44 Herbert M arcuse, Vers la libération, 34.
45 Herbert M arcuse, La fin de l’utopie, 8 .
46 H erbert M arcuse, L’homme unidimensionnel, 256 (es M arcuse quien subraya).
47 Cf. para esta distinción M ax Horkheimer,«Théorie traditionnelle et théorie critique»
(1937), en Théorie traditionnelle et théorie critique (París: Callimard, 1974), 15-92.
la historia de Hegel. Última gran tentativa del pensam iento para articular
los conocimientos empíricos sobre la realidad con una reflexión histórico-
filosófica sobre la Razón, su crisis se habría traducido en el divorcio entre el
neopositivism o y la m etafísica, entre un conocimiento solam ente reducido
a la búsqueda de los hechos empíricos, y una m etafísica que se pierde en los
secretos del ser y la esencia. Para salir de este im pase, Horkheimer, y junto
con él, lo esencial del programa de investigaciones de la escuela de Fráncfort,
se basa en la epistem ología del joven M arx a través de Lukacs48. Lo esencial
de la lectura realizada va a versar sobre las dim ensiones inevitables de la
dominación social incluidas en las m etodologías de las ciencias empíricas
que, desde Descartes hasta el positivism o, olvidando sus contextos y sus
razones sociales, se ponen al servicio de la dom inación social. Contra esta
corriente, es necesario construir una teoría crítica capaz de sostener y
orientar el conocimiento empírico en tom o a un proyecto de emancipación
humana. Sin embargo, como lo hem os señalado anteriormente, la radicali-
dad pesim ista de la lectura de la historia, propia de la escuela de Fráncfort,
basada sobre la concepción de una perversidad genética de la razón humana,
no podía sino prohibir toda discusión fructífera con las ciencias empíricas.
Sobre esta vertiente, el im passe de la teoría proviene, en su avatar h is
tórico, de su incapacidad a afirm ar un criterio axiológico m ás allá de toda
filosofía de la historia, que trazaría las vías de la humanidad. Una actitud
que conduce a la reclusión de la crítica únicam ente al campo cultural, un
desplazamiento que vuelve problemático el sentido m ismo de la crítica49.
Esta oscila entre una versión máxima, según la cual, a m enos de hacer de
la teoría crítica una pura utopía, es necesario que sea incorporada en la
historia, y una versión mínima, la simple presencia de la im aginación como
último sobresalto de la em ancipación humana.
48 Sobre este punto, cf. Martin Jay, Marxism and Totality (Berkeley: University o f California
Press, 1984), 19 6 -2 19 . D estaquem os que en esta incorporación el papel de M arcuse
estuvo lejos de ser despreciable, ya que él fue uno de los primeros que supo reconocer
la importancia mayor de los Manuscritos del joven Marx. Cf. Herbert Marcuse, «Les
m anuscrits économ ico-philosophiques de Marx» (1932), en Philosophie et Révolution
(París: Denoél-Gonthier, 1969), 4 1-12 0 . Para una lectura de la inflexión operada en este
m om ento al interior del pensam iento de M arcuse, cf. Frédéric Vandenberghe, Une
histoire critique de la sociologie allemande, t. II (París: La Découverte/M .A.U.S.S., 1998),
especialm ente 118 -12 3.
49 Se ha podido entonces, con justa razón, acercar su corriente crítica, y más ampliamente
la de la escuela de Fráncfort, al movim iento crítico propio de los jóvenes hegelianos
en la primera mitad del siglo diecinueve. Cf. Paul-Laurent A ssoun y Cérard Raulet,
Marxisme et théorie critique (París: Payot, 1978); Riidiger Bubner, Modern Germán
Philosophy (Cambridge: Cam bridge University Press, 1981).
A lo largo de toda su vida, M arcuse recurre a dos grandes m anifestacio
nes culturales como alternativas frente a la crisis de la capacidad práctica
de la teoría crítica. La prim era no es otra que la filosofía m ism a, cuando a
propósito de la derrota del proletariado, Marcuse se cuestiona sobre el valor
de la teoría crítica, buscando en ella «nuevos aspectos y nuevos elementos
de su contenido». Se ve entonces obligado, en nom bre de la realidad histó
rica, a aceptar su transform ación en utopía: «Si la verdad no es factible al
interior del orden social existente, es evidente que ella aparece desde este
punto de vista como utopía. Sin embargo, tal trascendencia no habla contra,
sino que a favor de la verdad»50. Es en la filosofía, piensa M arcuse al fin de
los años treinta, donde se refugia el espíritu de la teoría crítica, donde se
elaboran los conceptos que proyectan al hom bre m ás allá de su situación.
«Hay que tener im aginación para m antenerse fiel en el presente a lo que no
es aún presente»5'; en resumen, poder m antenerse fiel a una prom esa, que
se hace incierta en cuanto a las posibilidades de em ancipación humana.
Pero ya en 1937 M arcuse tam bién está preocupado por m arcar los límites
de este llam ado a la im aginación, límites que ya no son m ás universales,
sino «límites técnicos: estos son fijados por el nivel de desarrollo técnico»53.
Una actitud que conduce a M arcuse, en plena segunda guerra mundial, al
estudio de la dialéctica hegeliana, en su calidad de fuente originaria de la
teoría crítica. Ciertamente busca en ella la presencia de una racionalidad
que actúa en la realidad, la com prensión de las partes a partir de su in
serción en un m ovim iento que las envuelva, a la som bra del cual ellas se
tornan inteligibles, pero especialm ente, como lo dirá m ás tarde Adorno,
un principio de «intransigencia respecto de toda cosificación»53. Encuentra
allí tam bién la exigencia inquebrantable de una conciencia em ancipada
capaz de determ inar al ser social. «Las condiciones concretas para hacer
factible la verdad pueden variar, pero la verdad sigue siendo la m isma y la
teoría sigue siendo, en último análisis, su guardiana. La teoría m antendrá la
verdad, aunque la práctica revolucionaria desvíe de su camino. La práctica
sigue a la verdad y no al revés»54. Finalmente, en los años setenta, Marcuse
reforzará aún m ás este aspecto de la teoría: cuando ya no es posible «basarse
ni sobre las “m asas” ni sobre una práctica revolucionaria ya existente»,
55 Herbert Marcuse, «Théorie et pratique» (1974), en Actuéis (París: Calilée, 1976), 70-72
(la cursiva es de Marcuse).
56 Herbert Marcuse, «Le caractére ‘affirm atif’ de la culture» (1937), en Culture et société,
29.
57 Ibíd., 139- 140.
58 Marcuse, Eros et civilisation, 131, también más am pliam ente capítulo VII y VIII. Tres años
m ás tarde, el tem a es aún abordado en Le marxisme soviétique, capítulo VI.
de lo que, siguiendo a W hitehead, denom ina el Gran Rechazo, la protesta
contra la represión no necesaria y la m anifestación de la form a últim a de la
libertad. Y es una vez más hacia el arte que se dirige al fin de los años sesenta
después del diagnóstico som brío que realizó de las sociedades industriales
avanzadas. Como en los años treinta, el recurso a la cultura como último
lugar de expresión crítica reposa sobre una confesión de impotencia práctica,
a saber, que ella «es incapaz de dem ostrar que hay tendencias liberadoras
en el interior de la sociedad establecida»5».
Sin em bargo, la teoría crítica, a pesar de su im potencia, sigue siendo
siempre válida y racional. Y en la m edida en que una parte del pensam ien
to filosófico cae en el operacionalism o, M arcuse junto con reconocer que
su verdad es débil e ilusoria, ve en el arte el testim onio de esta verdad
— a p esar de la m utilación de la im aginación en la sociedad unidim en
sion al— . Progresivam ente, va a buscar allí — en el arte— lo que pensó
en con trar otrora en la filo so fía , a saber, la fu erza de cu estio n ar «una
experiencia inm ediata que no es en realidad m ás que un producto social y
que se opone a la liberación de la sensibilidad. Es necesario que la percep
ción haga reventar esta inm ediatez que no es, de hecho, sino un producto
histórico: el modo de experiencia que im pone la sociedad establecida»60. La
transform ación radical exige que se instale una nueva sensibilidad, capaz
de interpelar al m undo tal como surge en su calidad de totalidad sensible:
«Es esta con stitu ción cu alitativa, elem ental, incon scien te, o m ás bien
subconsciente, del m undo de la experiencia m ism a, que debe cambiarse
radicalm ente si se desea que el cambio social sea radical, cualitativo»6'. Es
al arte al que le recae esta función, ya que tiene la capacidad de expresar
una verdad y una objetividad que no son accesibles a la experiencia común.
Cierto, las m ediaciones que transform arán la rebelión artística en fuerza
social de liberación quedan por alcanzarse, e incluso es cierto que «el arte
no puede hacer nada para im pedir el increm ento de la barbarie»62, pero es
en el arte, y solam ente en el arte, que se refugia la capacidad de escapar al
horror de una realidad que se ha vuelto absoluta. En La dim ensión estética
M arcuse regresa sobre estos mism os temas: a pesar de la capacidad del arte
en cuanto a revertir la experiencia y rebelarse contra el principio de realidad,
el arte «no puede traducirse en una práctica política»63. Para M arcuse, es en
14 La ficción propia del arte pasa a ser el último bastión contra un mundo unidlmensionallzado
de donde, en la nueva izquierda, «el fuerte com ponente estético del movimiento: el arte
fu e considerado com o el m otor d e la liberación, com o la tom a de conciencia de otra
realidad (normalmente reprimida). ¿Era rom anticism o o incluso elitism o? De ninguna
manera. La nueva izquierda estaba solamente adelantada sobre las “condiciones objetivas”
articulando m etas y contenidos que el desarrollo del capitalism o había hecho posibles
pero, hasta allí, canalizados o reprimidos». Cf. Herbert M arcuse, «Échec de la nouvelle
gauche» (1975), en Actuéis (París: Galilée, 1976), 16 -17 (la cursiva es de Marcuse).
t| M arcuse, La dimensión esthétique, 42.
M A través de un proceso al interior del cual, com o lo ha señalado Habermas, al final no
hay diferencia entre la lógica y la dinámica históricas. Cf. Jürgen Habermas, Aprés Marx
(París: Fayard, 1985).
totalitaria; el reconocim iento de la crisis y de la ausencia de todo agente
social revolucionario; el m antenim iento de la fe, pero siempre al límite del
quiebre, en las capacidades de la teoría crítica.
En la raíz de m uchas de estas dificultades se h alla la anulación de la
función que Weber otorga a la im aginación en el trabajo de la ciencia. Una
distinción metodológica, que le permite reconocer diferentes tipos de acción
y preservar todo lo que hay de oscuro e irracional en la historia humana.
El pluralism o im aginativo es consubstancial al mundo, y le sigue siendo
consubstancial, a pesar de tendencias a la racionalización. La distinción
central, reconocible en Weber, entre el estudio m etodológico de la razón y
su encam ación histórica es anulada aquí en nombre de una necesidad crítica
y de emancipación. Ahora bien, era esta distinción metodológica, junto con
la clasificación de las acciones que esta implicaba, que estaban, en la obra de
Weber, en la base de su capacidad de detectar a la vez el m ovimiento hacia
una racionalización creciente y las resistencias, a menudo irracionales, que
se interponían contra este proceso. De m anera inversa, para Marcuse, esta
distancia analítica y la capacidad de imaginación teórica sobre la cual reposaba,
no bastan; juzgándola insuficiente como posibilidad de em ancipación y de
resistencia, será buscando una vía m ás prom etedora que, no sin paradojas,
M arcuse term inará por negar toda realidad social a la liberación. Para él,
en efecto, no basta con oponer a la realidad ideas abstractas. Es necesario
empeñarse en detectar, en el seno mismo, de la sociedad las fuerzas sociales
portadoras de la liberación. Pero Marcuse, como Adorno o Horkheimer, dada
la representación que se form an del mundo administrado, son incapaces
de lograr establecer otra unidad, incluso parcial, del sujeto y del objeto en
contra de aquélla que se im pone por la racionalización y que se traduce en
la sujeción del individuo a la lógica objetiva del mundo. A l final, será en el
arte, al igual que Benjamín y Adorno, que M arcuse term inará por encontrar
la insinuación de una prom esa de liberación67; es en su capacidad de con
cebir un mundo de ficción que p iensa descubrir el indicio de una facultad
hum ana que ha escapado a la unidim ensionalización y que es portadora de
la esperanza, pero solam ente la esperanza, de otra existencia.
Pero en último análisis, lo m edular de los atolladeros de Marcuse proviene
tanto de su concepción de la sociedad m oderna adm inistrada como de su
nostalgia respecto de la razón objetiva. En realidad, com o lo hem os dejado
vislum brar en repetidas ocasiones, la fuerza de la intuición emancipadora
67 Jay prefiere dar cuenta de esta tendencia en térm inos de capacidad de anam nesis. Cf.
Martin Jay, «Anam nestic totalization: memory in the thought o f Herbert Marcuse»,
en Marxism and Totality, 2 2 0 -2 4 0 .
de su pensam iento proviene curiosam ente de los lím ites prácticos de su
teoría. A diferencia de otros pensadores de la racionalización, Marcuse se
niega a pensar el mundo social como atravesado por una separación insu
perable entre el mundo de la necesidad y el reino de la libertad. Para él, el
trabajo no es solamente, por destino o naturaleza, el ámbito de la coerción
y de la represión; tam bién puede ser un universo de expresión de la libido
mediante una nueva sensibilidad estética que asegure otra im bricación del
sujeto con el mundo. La esperanza de Marcuse en la m odernidad hunde sus
raíces en el corazón mismo del trabajo. Es el progreso técnico el que conduce
a las puertas, pero solam ente a las puertas, de esta posibilidad histórica.
De hecho, Marcuse desea sim plemente revertir la dirección del proceso de
racionalización que permitió la invasión en la modernidad, bajo la form a
de una pérdida de sublim ación represiva, de todos los aspectos de la vida
social. Para Marcuse, la liberación debe adoptar el sentido inverso. Partiendo
de los elementos libidinales presentes no solam ente en la cultura y el arte,
sino tam bién en la vida privada, es necesario lograr erotizar el conjunto de
las relaciones sociales, cam biando así la dirección y la naturaleza m ism a
de la racionalización emprendida en Occidente.
Es la intuición central de M arcuse a lo largo de toda su vida68. Para él, lo
medular del problema de la modernidad no es otra cosa que el confinam ien
to del trabajo solamente a la esfera económ ica y, bajo el imperativo de la
necesidad y de la coerción, su definición antitética del arte, del juego, de la
alegría y del placer. Sin embargo, y a pesar de las contradicciones flagrantes
reconocibles en sus escritos sobre este tema, M arcuse cree, por momentos,
en otra posibilidad inscrita en el presente m ismo de la sociedad m oderna,
incluso de la técnica. En todo caso, y de m anera m ás consistente, M arcuse
sabe que no hay otra vía posible. La ausencia de esta vía abre el camino, en
el peor de los casos, a una sociedad definitivam ente unidim ensional y, en
el mejor, a una pura utopía desprovista de dim ensiones prácticas. Sobre
este punto, se debe subrayar con fuerza la originalidad de M arcuse frente
a los otros pensadores de la escuela de Fráncfort. A diferencia de m uchos
otros, y especialmente de Adorno y Horkheimer, nunca se dejó llevar por un
sentimiento antimoderno o puramente crítico respecto de la m odernidad y
supo, de m anera muy personal, poner resistencia a un mero retiro amargo.
Pero nunca pudo verdaderam ente dar una form a precisa a esta erotización
del trabajo ni dar un contenido a esta otra vía posible de la racionalidad
técnica. La renovación de la teo ría crítica por H aberm as solo resultará
posible pagando el precio del abandono de esta exigencia.
68 En esta línea de pensamiento, cf. su ensayo «Les fondem ents philosophiques du concept
économ ique du travail» (1933), en Culture et société, 2 1-6 0 .
* * *
7 Michel Foucault, «Entretlen avec Michel Foucault» (1976), en Dits et écrits. 1954-1988,
t. III (París: Gallimard, 1994), 148.
8 Michel Foucault, «Structurallsm e et post-structurallsm e» (1983), en Dits et écrits. 1954-
1988, t. IV, 447.
II. Las ciencias h um a n a s c o m o lugar privilegiado de la realización y
de la crítica de la razón
11 Para Foucault la genealogía es ante todo la voluntad de poner resistencia a toda visión
que im ponga un desarrollo m etahistórico de sign ificad os ideales y de teleologías
indefinidas, am bas organizadas en torno a la búsqueda del origen. Cf. Michel Foucault,
«N ietzsche, la gén éalog ie, l’histoire» (1971), en D/'ts et écrits. 7954-1988, t. II (París:
Gallimard, 1994), 140.
12 H ubert D reyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault. Un parcours philosophique (París:
Gallimard, 1984), 10 0 .
13 Michel Foucault, Histoirede la fo lie á l’áge classique (París: Gallimard, 1972), 96.
es simplemente lo que traduce las luchas o los sistem as de dominación, sino
por lo que se lucha, el poder del cual tratam os de adueñam os»14. A m enos
de encerrarse en un idealism o lingüístico, Foucault tenía que pasar de la
prim acía de los discursos a una consideración m ás «cam al» de las prácticas.
En su segundo período, Foucault abandona la prim acía de los discursos
en beneficio de las prácticas'5. El principio de inteligibilidad ya no proviene
de un sistem a de reglas de form ación o de un horizonte colectivo de signifi
cado (épistém é), sino que procede de un conjunto de prácticas organizadas y
estructurantes de control y de norm alización, que estas prácticas contribu
yen de m anera esencial a producir y a im poner’6. El cam bio es importante.
Foucault deja de insinuar la disolución de la sociedad y de las prácticas en
el conjunto de los sistem as de form ación discursivos que la constituyen;
de ahora en más, los discursos no form an m ás los objetos, lo que definía lo
propio de la arqueología del saber com o el estudio del «juego de reglas que
definen las transform aciones de los diferentes objetos»17. Es con respecto
a esta disolución lingüística de lo social que Foucault va a distanciarse, a
m edida que se vuelca hacia la genealogía del poder. El objeto de estudio
privilegiado serán en lo sucesivo las estrategias institucionales y las prácticas
a través de las cuales se instala la dom inación. El poder es lo que permite
entonces com prender los cam bios históricos acontecidos en los estratos
de significado o en la épistémé, y sin los cuales la sucesión en el tiem po no
podía ser verdaderam ente explicada18.
El trabajo de Foucault apunta así a descubrir los efectos de poder que
circulan entre los enunciados científicos, con el fin de hacerlos acepta
bles y verdaderos en un m om ento determ inado; la m anera en que estas
reglas de form ación se transform an, cuando son redesplegadas, p or una
nueva voluntad en función de otro juego y de otras reglas. El saber-poder:
19 Ibíd., 463.
20 Michel Foucault, Surveilleret punir (París: Gallimard, 1975), 3 2 .
2 1 Marcel G auchet y Gladys Swain, La pratique de l’esprit humain. L’institution asilaire et la
révoiution démocratique (París: Gallimard, 1980).
«El sueño de una sociedad perfecta, los historiadores de las ideas lo acuerdan
con gusto a los filósofos y a los juristas del siglo XVIII; pero hubo también
un sueño militar de la sociedad; su referencia fundamental no era al estado
de naturaleza, sino los engranajes cuidadosamente subordinados de una
máquina; no el contrato primitivo, sino las coerciones permanentes; no
los derechos fundamentales, sino las rectificaciones indefinidamente
progresivas; no la voluntad general, sino la docilidad automática»22.
La sujeción y el sujeto
26 ibíd., 32.
27 Foucault, L'archéologie du savoir, 250.
28 Michel Foucault, Les mots et les choses (París: Gallimard, 1966), 348.
se constituyen las ciencias hum anas desde 18 0 0 está determ inado por tres
ciencias diferentes — la biología, la economía, la filología— cada una basada
sobre un concepto principal — respectivam ente, la función, el conflicto, el
signo— . Pero para Foucault, hay una suerte de afinidad entre el concepto
biológico de función y los conceptos elaborados por la psicología, entre el
concepto económico de conflicto y los conceptos de la sociología, en fin,
entre el concepto de signo y los conceptos de la literatura. Son estas ciencias
las que diseñan para Foucault el espacio im aginario donde podía alojarse el
concepto de hombre. Pero ellas contienen así tam bién la finitud posible del
hombre; una finitud que las ciencias hum anas no están dispuestas a pensar
y cuyo resurgimiento, en el momento en que Foucault escribe, le parecen ser
el signo premonitorio de la desaparición próxim a del concepto de hombre.
En efecto, para Foucault, la transición desde la evidencia no cuestionada de
la representación propia de la edad clásica hacia la existencia del hombre
y la antropología que estas suscitan, induce u na ten sió n que im pediría
pensar sim ultáneam ente el ser del lenguaje y el ser del hom bre. Ante esta
opción, «la opción filosófica m ás im portante de nuestra época», Foucault
parece en todo caso, en este mom ento de su obra, despedirse del hombre.
Este no habrá sido sino el fruto de ciertas prácticas discursivas vinculadas
al nacim iento de las ciencias hum anas; y su resurgimiento en el lenguaje
de la literatura contemporánea dejaría vislum brar su próxim a desaparición:
«El hom bre es una invención cuya reciente data dem uestra fácilm ente la
arqueología de nuestro pensam iento. Y tal vez, la m uerte cercana»19. El
estructuralism o de Foucault es en este m om ento extrem o. El hom bre es
un producto contingente, interpretable en función de las bases históricas
y epistem ológicas de los discursos científicos.
Ahora bien, a pesar de la inflexión de su obra, se puede reconocer una
cierta continuidad entre esta concepción del hom bre com o m ero fruto de
una red discursiva y la concepción posterior, que hace del sujeto el resul
tado de una estrategia capilar del poder. Por un lado, el origen del hombre
se adjudica a una épistém é que construye el espacio tridim ensional de las
ciencias hum anas; por otro, el sujeto encuentra su origen en las prácticas
de los profesionales del hom bre que instauran al sujeto com o objeto de
discursos verdaderos. En todo caso, el proyecto no consiste en dar con la
raíz del hombre, sino, por el contrario, en disipar la expectativa que conlleva
esta búsqueda.
El sujeto, en el seno de esta constelación del poder-saber, pasa a ser así
un efecto de poder y al m ism o tiempo, y por esto mismo, el poder transita a
través de los individuos que él constituye. El sujeto no es un núcleo elem en
tal, un átomo primitivo, un cuerpo múltiple e inerte sobre el cual vendría a
inscribirse el poder. Para Foucault, lo que constituye el cuerpo y los deseos,
lo que constituye por lo tanto al individuo en su calidad de sujeto, es un
efecto (uno de los prim eros efectos) del poder30. Estam os, escribe entonces
Foucault, «en la máquina panóptica, investidos por sus efectos de poder que
reconducim os nosotros m ismos, ya que som os uno de sus engranajes»31.
Se trata sobre todo del poder que se instala en el sistem a carcelario de la
segunda m itad del siglo XVIII, un poder anclado en un cuerpo que se do
mestica y que sustituye al cuerpo que se somete a tormentos o al alma cuyas
representaciones son manipuladas. El sujeto es el resultado del conjunto «de
delicadezas insidiosas, de maldades poco confesables, de pequeñas astucias,
de procedimientos calculados, de técnicas, de “ciencias”, a fin de cuentas,
que perm iten la fabricación del individuo disciplinario»32.
La concepción del poder de Foucault, transcrita como la capacidad de pro
ducción del sujeto, se empeña en dar cuenta de la m anera en que este forja al
sujeto, incorporándolo en una lógica de producción del placer corporal y de
la norm alización. El sujeto es una consecuencia de las prácticas de examen,
de confesión y de cálculo que producen la exigencia m ism a de los sujetos
m odernos. La confesión es uno de los sím bolos de esta actitud, a tal punto
que la racionalización y el som etim iento pasan por su diseminación, por
la extensión de su ejercicio. A l comienzo sólidam ente acotada a la práctica
de la penitencia, la confesión se propaga progresivamente. «Poco a poco,
desde el protestantism o, la Contra Reforma, la pedagogía del siglo XVIII
y la m edicina del XIX, ha perdido su localización ritual y exclusiva; se ha
difundido; se la ha utilizado en toda una serie de relaciones: niños y padres,
alumnos y pedagogos, enferm os y psiquiatras, delincuentes y expertos»33.
El poder y la dominación
La teoría del poder elaborada por Foucault es apenas inteligible a menos que
se com prenda que ella se dirige, sistem áticamente, contra una representa
ción de la sociedad como un todo («el conjunto de la sociedad es aquello
que no hay que tom ar en cuenta, a no ser que como el objetivo que se debe
destruir»37), especialm ente, contra la idea que habría un centro de la socie
dad. Su esfuerzo consiste en estudiar el poder como una serie de redes que
atraviesan y constituyen los cuerpos, la sexualidad, la fam ilia, las técnicas,
y que están en relación de dependencia con un «meta-poder». Lo esencial
del estudio que Foucault dedica al poder en Vigilar y castigar, consiste en
analizarlo a través de una serie de «m icrofísicas del poder»38, mostrando
cóm o opera por «inculcación» sobre el cuerpo, los gestos, las acciones
cotidianas, cómo hace del cuerpo hum ano un objeto de manipulación. En
efecto, de las tres grandes tecnologías de poder reconocidas por Foucault y
que se enfrentan entre ellas en la última mitad del siglo XVIII (el cuerpo que
se atormenta, el alma cuyas representaciones se m anipulan, el cuerpo que
se domestica), es la últim a la que, al final, se impone. Es ella que subyace
a la disem inación de los m icropoderes en redes diferentes, en ausencia
de todo aparato central, y cuya coordinación transversal es asegurada por
un conjunto de instituciones y de tecnologías. Para Foucault es necesario
«prescindir del personaje del Príncipe y descifrar los m ecanism os del poder
a partir de una estrategia inm anente a las relaciones de fu erza»39.
43 Cf. especialm ente Michel Foucault, «Curso du 7 janvier 1976», en Dits et écrits. T954-
7988, t. III, 160-174.
interrogación. A propósito de la locura, la gran reclusión de los individuos
está en relación con una crisis política y económ ica, propia del siglo XVII,
que permite adm inistrar de m anera represiva las dificultades del capita
lism o naciente, controlar los desem pleados y los vagabundos, prevenir las
revueltas al igual que la extensión de la m endicidad, y por supuesto utilizar
a los sin-trabajo como mano de obra en tiem po de crisis, som etiéndolos así
a una lógica coercitiva de m ovilización general:
44 Foucault, Histoirede la fo lie a l’age classique, 77. Ciertamente, Foucault mismo se apresura
en afirm ar los límites de la estrategia, cuando subraya que el internamiento que habría
debido actuar al mismo tiem po sobre el m ercado de la mano de obra y los precios de
la producción, no cum plió realm ente esta función (ibíd., 82). Sin em bargo, habrá que
esperar hasta el fin del Siglo XVIII para que el internam iento m uestre verdaderam ente
sus límites y su ineficacia tan to en lo que concierne al desem pleo com o a los precios
(ibíd., 427). La estrategia cam bia entonces com pletam ente: el internamiento pasa a
ser un contrasentido económ ico (ibíd., 432).
45 Fo u ca u It, Surveiller et punir, 30.
46 Ibíd., 282.
de trabajo, reconducir la forma de las relaciones sociales; en suma, organizar
una sexualidad económicamente útil y políticamente conservadora»47. Aquí,
Foucault parece resistir a la tentación de establecer un vínculo directo entre la
sexualidad y la problemática de la fuerza de trabajo, a través de un dinamismo
difuso que explicaría la sexualidad reprim ida por razones económicas. Sin
embargo, en la explicación de la extensión del poder sobre la vida privada
desde el siglo XVII, la hipótesis vuelve a aparecer sutilmente, a través de las
dos grandes formas por las cuales se propaga y se estructura el biopoder:
por un lado, las disciplinas del cuerpo, expandidas por instituciones como
el ejército o la escuela y, por otra parte, las regulaciones de la población, su
toma en consideración por la dem ografía y por los circuitos de producción
de riquezas. El poder cam bia de estrategia, ya que su m ás alta función «no
es tal vez m ás la de matar, sino estructurar la vida de parte en parte»48.
Es así, y bajo esta form a, que el biopoder se convierte en «un elem ento
indispensable al desarrollo del capitalismo», no solam ente centrado en la
represión de los cuerpos y el control de la población, sino concentrado en
estrategias que refuerzan la represión y el control, con el fin de aumentar
las fuerzas presentes en el cuerpo y articular el crecim iento de los grupos
humanos con la expansión de las fuerzas productivas49.
Dicho de otra form a, no solam ente esta concepción del poder no es
suficientem ente diferenciada, sino que ella conlleva, debido a su géne
sis histórica en las prácticas de disciplina m onástica, una interrogación
constante sobre su propia finalidad. Y es allí que Foucault se ve obligado a
establecer una relación estrecha, mediante el poder y la dominación, entre
la disciplina y la utilidad. Es aquí que el pensam iento de Foucault se devela
como un ejercicio funcionalista m etafórico y lleno de énfasis. En efecto, las
diferentes disciplinas, en su calidad de expresión del poder, deben responder
a tres criterios: hacer que el ejercicio del poder sea lo menos costoso posible,
llevar los efectos del poder a su m áximo de intensidad y, tan lejos como sea
posible, sin fracasos ni lagunas, en fin, aumentar a la vez la docilidad y la
utilidad de todos los elem entos del sistem a50.
Foucault está consciente de la tensión que reside en su teoría del poder.
Sabe que la burguesía se desentiende com pletam ente de los locos o de la
sexualidad infantil, al igual que de los delincuentes, cuyo castigo o rein
serción no tienen más que un magro interés económico; para él, su interés
51 Para una crítica severa de las imprecisiones analíticas que se deslizan detrás del talento
estilístico d e Foucault, cf. Raymond Boudon, La place du désordre (París: PUF, 1984).
52 Foucault, La volonté de savoir, 122.
53 Especialm ente, Luc Ferry y Alain Renaut, La pensée 68 (París: Gallimard, 1985), y hasta
un cierto punto, Vincent D escom bes, Le méme et l’autre (París: Minuit, 1979). Notemos
que este último autor encuentra las bases de caracterización en los eventos históricos
vividos por una generación m arcada por una sucesión rápida de regím enes, entre la
III República, Vichy, la IV y la V República, todos los cuales exigen la obediencia a sus
leyes, pero que se acusan recíprocam ente de ilegitim idad. Cf. Vincent Descom bes,
Philosophie par gros temps (París: Minuit, 1989), 80.
bicéfala del poder, y esto a pesar de la diferencia norm ativa que las separa.
El poder en el caso de Foucault tiene la m ism a econom ía analítica que la
figura del m ercado: ambos perm iten la coordinación de las acciones en
la ausencia de todo principio de regulación central, su lógica atraviesa y
constituye a los individuos y, sobre todo, tanto uno com o el otro sugieren
la posibilidad de una regulación de la sociedad mediante un engranaje no
discursivo. Am bos se m antienen m ediante un efecto de agregación y de
com posición. Ciertamente, uno se centra m ás en torno a la seducción del
consumo, el otro sobre la vigilancia de los cuerpos, pero ambos aseguran
una homología entre un conjunto disperso de prácticas m ás o menos indivi
duales y el mantenimiento de una estructura de dom inación. Por lo demás,
la sem ejanza m etafórica con la mano invisible es a veces sorprendente:
Las ideas de sociedad y de sujeto han desaparecido del análisis que Fou
cault hace de la racionalización, por cuanto ambas se han disuelto en una
teoría ontológica del poder. No obstante, la idea de sujeto reaparece en la
escena del análisis foucaldiano, pero transform ada en categoría política,
bajo form a de destellos de subjetividad, irracionales o estetizantes, que
no logran recom poner ni un verdadero tejido conflictual ni, al final, una
verdadera representación del sujeto; a tal punto Foucault está encerrado
en una imagen totalitaria y herm ética de la sociedad moderna. A lo sumo,
no se trata más que de un desvío de la mirada.
Sin embargo, es necesario reconocer que hay una am bivalencia irrepri
mible en la obra de Foucault. Esta obra enteramente dedicada a m ostrar por
doquier el carácter creciente del poder y de la sujeción, no renuncia nunca
completamente a avizorar una posibilidad de em ancipación. Ciertamente,
y de la pasividad de los roles. Para un análisis sin igual sobre la dificultad sobre este
asp ecto de las relaciones entre los hom bres m ayores y los jó venes, cf. ibíd., 207-248.
65 Michel Foucault, L esoucidesoí. Histoirede lasexualicé, t. III (París: Gallimard, 1984), 55.
66 Ibíd., 273.
origen preciso de la resistencia al poder. Solam ente entonces Foucault
precisa, y por lo general solo de m anera alusiva, las condiciones de una
individualización que permite el surgimiento de una interrogación sobre
sí mismo, que invita a los individuos a buscar en el arte de gobernarse a sí
mismos un principio político determinante. Cierto, el debilitamiento de la
estructura política de los prim eros siglos tiene un rol im portante en este
proceso, pero se puede tam bién extraer de esta experiencia una respuesta
general y encontrar en ella la gran respuesta al poder en el pliegue de una
fuerza que se asigna a sí misma. Para Gilíes Deleuze esta asignación de uno
mismo por sí mismo es justamente lo propio de la subjetivación47. En todo
caso, el descubrimiento del sujeto en los griegos debe interpretarse como
el m omento en donde la relación consigo m ismo adquiere independencia
respecto de los principios externos — el sujeto solo puede constituirse
desprendiéndose de los códigos y de las relaciones de poder instaurados— .
Esta es la razón por la cual, para el «último» Foucault, el individuo trans
forma su vida en obra de arte, y trata de establecer una relación consigo
mismo que le permite regular su conducta gracias a una relación satisfac
toria con sus placeres y con sus inquietudes. La respuesta es doblemente
significativa. Por una parte, porque ella m uestra que en el caso de Foucault,
como en m uchos autores de la escuela de Francfort, la única escapatoria
a la racionalización parece encontrarse por el lado de la estética. Y si este
llamado no colm a el vacío dejado por la crisis de la noción de totalidad, la
salida estetizante, aquella de la escritura o de la existencia como obra de arte,
es la sola posibilidad de emancipación68. Por otra parte, la respuesta devela
toda la desconfianza que Foucault alimenta con la racionalización que surge
con las ciencias humanas, anclada en torno a la búsqueda de la profundidad
de sí m ismo y que conoce en la modernidad su reino m ás extremo.
* * *
El mundo de la vida
Para H aberm as, ningún estudio sobre la vida social puede prescindir de
una reflexió n sobre el lenguaje com o elem ento originario constitutivo de
la p ersona hum ana y de la reproducción de la vid a social. Para describir
el universo de significado prim ordial donde está inm erso el individuo,
H aberm as utiliza la n oción de m undo de la vida. A hora bien, en la for
m ulación de H usserl, el m undo de la vida es un horizonte de objetos, el
universo siem pre presente de las cosas dadas en la experien cia inm ediata
de la vida'. Un horizonte con su estructura propia, su coherencia, su unidad
reales, sobre la base de ciertas formas de causalidades espaciales y temporales
precientíficas. Real, preteórico, el mundo de la vida permite la existencia de
otras realidades (mundo de la ciencia, del arte), pero que remiten siempre,
en últim a instancia, a la realidad inicial de la vida cotidiana. Si bien todos
los m undos tienen un orden simbólico con una coherencia propia, la co
herencia final de todos estos mundos remite y se basa en la coherencia y
los significados internos del mundo de la vida. Esta percepción en primer
grado del mundo encuentra su complemento en la intencionalidad, ya que
se supone que el sujeto tiene la intención de ir hacia los seres y las cosas.
Lo propio de la intencionalidad es describir el m undo de la vid a com o
intersubjetivo y sometido a diferentes perspectivas. Las representaciones
y las interacciones de los actores siempre están ancladas en un mundo de
la vida preteórico, ontológico, fundam ento cotidiano de la realidad con el
cual se debe lidiar incluso antes de toda teoría o reflexión.
Sin embargo, Haberm as está consciente de ciertos límites de la noción
de mundo de la vida. Primero que todo, comprende bien que esta noción,
entendida en el marco de la filosofía de la conciencia (ya sea en Husserl o en
Schütz-Luckmann), parte siempre de una conciencia egológica «para la cual
se dan las estructuras universales del mundo de la vida como condiciones
subjetivas necesarias de la experiencia de un m undo de la vida social, con
cretam ente organizado, marcado por el pasado»2. Es decir, hasta qué punto
el «sujeto sensible» es la referencia últim a del análisis, ya que el mundo de
la vida es comprendido desde sus únicos aspectos culturales y desplegado
como sociología com prehensiva — como es el caso especialmente en Berger
y Luckm ann— . Para H aberm as la noción de m undo debe m ás bien expli
carse como una noción com plem entaria a la de acción com unicativa3, ya
que ella es el telón de fondo que permite el consenso comunicativo entre
los hom bres, un horizonte com ún que se actualiza y se propaga a medida
que la conversación avanza4.
En segundo lugar, también está consciente del hecho de que si, en su marco
originario, el mundo de la vida responde a la voluntad de la fenomenología
de conocer el mundo desde el interior, es decir, estableciendo un vínculo
indisociable entre el sujeto y el objeto, corre el riesgo de convertirse, en el
■ Sin em bargo, y a pesar de esto s lím ites del m undo de la vida, Habermas rechaza, en
contra del racionalismo crítico, el carácter conservador de la noción de m undo de la
vida y especialm ente la idea de que el saber no está solam ente construido sobre, sino
que tam bién contra, la com prensión fundada sobre experiencias cotidianas. Para un
autor com o Hans Albert, a la inversa del program a que d esea inscribir el pensam iento
en la continuidad de sentido garantizada por la com prensión preteórica, es necesario
asumir la ruptura de los saberes en nombre de un racionalism o crítico. Cf. en el debate
sobre el positivism o, las advertencias en este sentido de Albert a Habermas, Cf. Hans
Albert, «Le m ythe de la Raison Totale» (1964), en Theodor W. Adorno et al., De Vienne
d Francfort (Bruselas: Editions Com plexe, 1979), 14 9 -15 0 .
El equilibrio cambia con la descentración de las imágenes del mundo.
Mientras más descentrada es la imagen del mundo que tiene en reserva el
stock cultural del saber, menos es cubierta a priori la necesidad del acuerdo
por un mundo de la vida que se resiste a toda crítica; y mientras más se
requiere que esta necesidad de acuerdo sea satisfecha por las interpretaciones
que realizan los participantes mismos, i.e., por un acuerdo arriesgado ya
que es motivado racionalmente, más nos es posible esperar orientaciones
racionales de la acción. Es la razón por la cual la dimensión que permite
caracterizar la racionalización del mundo de la vida, esta dimensión, puede
darse inmediatamente a partir de la oposición “acuerdo normativamente
imputado” vs “consenso comunicacionalmente obtenido”6.
13 Ibíd., 116.
14 Ibíd., t. 2 , 139.
15 Señalem os que sobre este punto la obra de Habermas no está exenta de ambigüedades,
las mismas nociones remiten a realidades diferentes según los cam pos donde se utilizan;
a veces en efecto la cultura, la sociedad y la personalidad designan com ponentes del
mundo de la vida, m ientras que en otros m om entos de su obra tienen un significado
m ucho más amplio.
16 Habermas, Morale et communication, 14 9 -150 .
este telón de fondo de evidencias culturales, de solidaridades de grupos
constituidos en torno a ciertos valores y de com petencias de individuos
socializados, está lejos de satisfacer las n ecesid ad es que en lo sucesivo
tien en los individuos para ponerse de acuerdo sobre lo que se produce
en los tres m undos, objetivo (circunstancias y acontecim ientos), social
(relaciones interpersonales) y subjetivo (experiencias vividas). El carácter
descentrado del m undo solicita así, sin cesar, diferentes criterios de validez
en cada situación, al igual que permite adoptar, respecto de cada uno de los
mundos, actitudes correspondientes a los otros m undos, ya que se puede,
por ejemplo, respecto de la naturaleza externa, adoptar no solam ente una
actitud objectivante, sino tam bién una actitud conform e con las norm as o
una actitud expresiva. Para Habermas, la m odernidad es inseparable de esta
diferenciación, lo que supone un contraste cada vez m ayor entre el mundo
de la vida mismo, anclado en evidencias com partidas no problem áticas, y
esferas en las cuales un acuerdo, siempre frágil, se puede lograr'7.
Trabajo e interacción
21 Para Giddens, las nociones de trabajo y de interacción no son m ás que una mezcla
fallida de tipos ideales a la de W eber (acción finalizada y acción orientada por valores)
y de realidades de las fuerzas y de las relaciones de producción. Cf. Anthony Giddens,
«Labourand Interaction», en John B. Thom pson y David Held, eds., Habermas. CriticaI
Debates (Londres: Macmillan, 1982), 156.
22 Axel Honneth, «Work and Interaction», New Cerman Crides 26 (1982): 31 y ss.
23 Habermas, Théorie de ¡'agir communicationnel, 1 . 1, esp ecialm en te segun da y cuarta
partes.
a Weber a través de tres series de problemas. Primeramente, el desencanta
miento produce la desintegración de las visiones tradicionales del mundo, los
hombres pierden el sentido de los valores y se extravían en la angustia de una
vida desprovista de objetivos absolutos. Luego, la racionalización weberiana
es para Habermas un proceso de diferenciación de esferas, que coinciden con
los tres mundos de su propia teoría y conocen una form alización siempre
creciente. Finalmente, para Weber, el legado de la Ilustración no ha sido la
emancipación humana, sino una esclavitud inducida por el despotismo de
la racionalidad instrumental que invade todos los sectores de la vida social.
Lukács y la primera generación de la escuela de Francfort son en lo esencial
interpretados en la estela de esta racionalidad instrumental. Pero al rechazar
el recurso a una razón de tipo hegeliano (en vista de los acontecimientos
del siglo veinte) estas teorías se quedan sin modelo alternativo. Frente a las
conclusiones de esta primera generación (la inexistencia de un progreso en
la historia humana y la reducción de la política a un incremento del control
sobre los individuos), Habermas piensa poder entregar otro diagnóstico sobre
la sociedad moderna.
Para Habermas, el mundo subjetivo no puede construirse por reducción al
mundo social u objetivo. Ahora bien, es justamente lo que pasa en la acción
teleológica lo que prohíbe pensar realmente un mundo subjetivo. La acción
instrumental es un acto desplegado sobre el mundo para modelarlo en acuerdo
con la voluntad del hombre. Dentro de este modelo, todo problema se reduce
a la elección de los medios m ás adecuados para llegar a las metas deseadas. La
acción estratégica, si bien incluye en sus cálculos las decisiones de los otros
individuos, solo lo hace reduciéndolos a objetos. Completamente distinta es
la realidad de la acción comunicativa. Aquí, el acuerdo, el consenso buscado,
suponen la aceptación de la subjetividad del otro. No se trata ya solamente de
m edios y de fines, sino tam bién de normas intersubjetivas. La acción comu
nicativa no se define solamente por el empleo del lenguaje (muchas acciones
estratégicas evidentemente recurren a él), sino en función de la pretensión a la
validez buscada por los actores24. «Las acciones sociales pueden ser distinguidas
en función de la actitud adoptada por los participantes, según esta actitud esté
orientada hacia el éxito o hacia la intercomprensión»25. Dos realidades muy
diferentes que justifican, según Habermas, una distinción entre dos formas
de racionalidad — el esfuerzo principal consistente en fundar la racionalidad
comunicativa en el marco de una teoría de los actos de lenguaje— .
aó Ibíd., 1 . 1,2 9 5 .
27 Jürgen Habermas, Théorie et praxis, t. 2 (París: Payot, 1975), 201.
no solamente porque esta permite elevar pretensiones de validez sobre los
tres mundos, sino también porque la acción teleológica es dependiente de los
significados simbólicos, de las relaciones institucionales y de las capacidades
reflexivas de los actores28. En la modernidad, los actos de comunicación se
tom an autónomos de las interacciones estratégicas y, para Habermas (que
sobre este punto sigue a Durkheim y Parsons), los contextos de interacción
no pueden estabilizarse mediante la sola acción recíproca de actores que
actúen en función de sus resultados. Incluso al contrario, la sociedad debe
ser integrada en última instancia por medio de la actividad comunicativa2’ .
Sobre la base de orientaciones de acción cada vez más generalizadas se crea una
red cada vez más densa de interacciones que carecen de direcciones normativas
inmediatas y que deben ser coordinadas por otras vías. Para satisfacer esta
necesidad creciente de comunicación, se dispone de la intercomprensión
gracias al lenguaje, pero también de mecanismos de deslastre que atenúan
los costos de la comunicación y los riesgos de disensiones31.
37 Ver en este sentido los trabajos de Claus Offe, Les démocraties modernes á l’épreuve
(París: L'Harmattan, 1997).
Habermas distingue cuatro tipos de crisis. U na crisis económica, cuando
el sistema económico no produce la cantidad necesaria de bienes consum i
bles. Una crisis de racionalidad, cuando el Estado es incapaz de satisfacer
a la vez la necesidad de planificación de la econom ía y el mantenimiento
de los m ecanism os privados de la acumulación del capital, o sea, cuando
el sistem a adm inistrativo no adopta la cantidad necesaria de decisiones
racionales. La no resolución de esta contradicción abre la vía, en tercer
lugar, a crisis de legitim ación propiam ente tales, donde una distancia se
abre entre las motivaciones necesarias para el funcionam iento del sistema
político-económ ico y las m otivaciones producidas por el sistem a sociocul-
tural. Finalmente, todo esto puede desem bocar en una crisis de motivación
cuando el sistem a sociocultural no proporciona la cantidad necesaria de
sentido para motivar la acción38.
El hecho de que las sociedades capitalistas avanzadas sufran de una crisis
de legitim ación se debe pues al desplazam iento de las consecuencias de la
crisis económica hacia la esfera de las políticas públicas y de la m otivación
individual. En este período, la percepción haberm asiana de las tendencias
hacia las crisis propias del capitalism o avanzado posee, en el fondo, una
fuerte sem ejanza con la m anera en que el m aterialism o histórico da cuenta
de sus contradicciones. En esta etapa de su pensamiento, se puede tam bién
detectar la influencia de los m odelos sistém icos sobre su reflexión. A pesar
de la im portancia que ya por entonces otorga a la interacción y al mundo de
la vida, su representación está completamente sometida a los imperativos de
una representación funcionalista de la sociedad. Cierto, desplaza el corazón
de la crisis hacia el sistem a sociocultural, pero el eslabón débil es siempre
el Estado. En esta representación clásica, es en el fondo el desacuerdo entre
el mundo de la vida y el sistem a el que term ina por poner en crisis el fu n
cionamiento del capitalism o avanzado.
Nótese que en esta representación el poder gubernam ental es «un re
curso tan inocente como indispensable», en todo caso, las intervenciones
del Estado social en la esfera de vida de sus propios ciudadanos son obvias
y parecen no plantear problema. Ahora bien, la extensión del derecho y de
la burocracia, al igual que los efectos contraproducentes generados por la
política social del Estado, o aun, el recurso creciente a la ciencia en los ser
vicios sociales, distan mucho de ser medios pasivos y anodinos. Habermas
tomará nota de esta situación y verá la principal falla del Estado Providencia
como consustancial con su propia utopía, a saber, que por su éxito «una
red siem pre m ás densa de n orm as jurídicas, de burocracias estatales y
De la moral a la democracia
¿Cómo hacer para que todo no esté permitido cuando Dios ha muerto?
Para Haberm as esta cuestión de naturaleza m oral es consustancial a una
teoría de la sociedad moderna, por poco que esta apunte a ser otra cosa más
que un simple reflejo analítico de su creciente complejización. Es necesario
por lo tanto establecer un vínculo fuerte entre la crítica del dilema propio
de la modernidad y una teoría de la emancipación, aceptando sin embargo,
desde el comienzo, el fin de toda veleidad en cuanto a la existencia de un
supuesto m acro-sujeto de la historia 43 como, asim ism o, luego del desen
cantamiento del mundo, la im posibilidad de fundar una perspectiva crítica
sobre elem entos no seculares.
43 Para un análisis d e las relaciones entre la obra de Habermas y las diversas versiones
del concepto de totalidad en la tradición m arxista, cf. Martin )ay, Marxism and Total/ty
(Berkeley: Unlverslty o f California Press, 1984), 4 62-509 .
La ética de la discusión de Haberm as será así, de parte en parte, laica y
secular, ya que resulta, una vez más, de una reflexión sobre las competencias
comunicacionales de los hombres. En sus trabajos sobre la moral, Habermas
no hace m ás que prolongar su voluntad de fundar la razón como reflexión
sobre las condiciones universales necesarias a su ejercicio. Una actitud que
permite extraer una «pragmática formal» que esclarece las propiedades de
la acción orientada hacia la intercom prensión y que, en últim a instancia,
encuentra en la com petencia com unicacional hum ana los principios idea
les que guían norm ativam ente toda interacción. Es en m uchos aspectos
uno de los objetivos principales de Habermas para quien, y luego de esta
reflexión, las norm as no son ni arbitrarias ni legitim adas por valores exóge-
nos a la acción, sino que son extraídas a partir de la estructura misma de la
com unicación hum ana. En síntesis, la moral se extrae de las exigencias de
validez inm anentes al lenguaje humano.
Es porque la d escen tración de las con cepcion es del m undo plantea
el problem a de la form ación del consenso en la sociedad m oderna, que
nace la necesidad de encontrar principios norm ativos, necesariam ente
inm anentes, que funden las bases de un acuerdo intersubjetivo. La idea de
intercom prensión hum ana es u n regulador de las expectativas recíprocas
de los participantes, y es a partir de su estructura m isma que se desprenden
las diferentes exigencias de validez. El fundam ento de la razón práctica se
halla por lo tanto en la naturaleza m ism a de la discusión humana, ya que
no se puede afirm ar una proposición sin pretender enunciar una verdad y
aceptar así une discusión sobre esta verdad. La com unicación, en la m e
dida en que apunta a la intersubjetividad, no puede m ás que presuponer
interlocutores iguales, aunque, en los hechos, esta condición no se cumpla
siempre. No se trata de un ideal en el sentido propio del término, sino más
bien de un presupuesto44.
A hora bien, ya que durante el proceso de com unicación el consenso
puede cam biar o ser destruido, los locutores deben establecer estrategias
para resolver sus conflictos interpretativos. Será lo propio del proceso de
argum entación, un m ecanism o que perm ite la continuación del diálogo
cuando surgen interferencias en la com unicación. Su utilidad se acentúa
cuando las concepciones tradicionales del mundo se han diluido y ya no es
posible encontrar principios exógenos de validez de los discursos. Ahora
bien, la razón fundada sobre la com unicación no es, a diferencia de la razón
44 Com o lo señala Bouretz, para H aberm as, la discusión puede hacer más de lo que
pretendía el racionalismo crítico de Karl Popper o de Hans Albert, pero ella hace menos
que a lo que apunta Karl-Otto Apel. Cf. Pierre Bouretz, Les promesses du monde (París:
Gallimard, 1996), 3 8 6 -393.
práctica tradicional, fuente de norm as de acción. Por supuesto, los locutores
deben aceptar algunos principios, especialm ente algunas presuposiciones
pragm áticas de tipo contrafáctico, pero estas están lejos de im poner cual
quier deber prescriptivo a la acción. Es con esta concepción del principio de
discusión que H aberm as aborda el problem a de la dem ocracia.
La democracia deliberativa
45 Para advertencias en este sentido, cf. (Urgen Habermas, L’éthique de la discussion (París:
Cerf, 1992), 12 1-12 6 . Sobre e ste punto una crítica seria ha sido dirigida por Tugendhat:
si se presuponen condiciones de com unicación igualitarias, basadas sobre principios
universalistas de respeto recíproco, las únicas normas que se podrían fundar serian,
justam ente, principios igualitarios y universalistas de respeto m utuo. Para Habermas
sin em bargo, no se trata de hecho más que de elem entos em píricos que se manifiestan
durante nuestras comunicacionesy cuya continuidad necesita, paraexistirverdaderamente,
un marco jurídico. Para esto s problem as, cf. Rainer Rochlitz, «Fonctíon gén éalogique
e t forcé ju stificative de l’argum en tation », en Christian Bouchindhom m e y Rainer
Rochlitz, eds., Habermas, la raison, la critique (París: Cerf, 1996), 187-214.
46 A decir verdad, Habermas d esvió y distendió considerablem ente la relación inicial
que había establecido entre la moral y el derecho en beneficio de una concepción del
Estado de derecho que descansa sobre la práctica de una dem ocracia radical. Para la
primera posición, cf. jürgen H abermas, Droit et morale (París: Seuil, 1997). También el
postfacio de Jürgen Habermas, Droit et démocratie (París: Gallimard, 1997), 489-490.
47 Habermas, Droit et démocratie, 126 y ss.
48 Ibíd., 139.
Su posición es pues hostil tanto a toda reducción positivista como a todo
retorno nostálgico hacia una fuente sagrada del derecho o la tradición. La
profunda unidad de la visión que Haberm as da de la m odernidad es aquí
una vez más visible. En un único y mismo movimiento, afirm a la autonomía
de las esferas del derecho, de la política y de la moral, y establece la relación
que se entabla entre ellas a partir de su racionalidad común. De hecho, lo
que Habermas rechaza es la idea, valorada por el positivism o jurídico mo
derno, de fundar la legalidad positiva a partir de la contingencia del marco
legal. Para él, a la inversa, y aunque esta perspectiva no presupone ninguna
concepción sustancialista de la justicia, existe, dada la historia social del
derecho m oderno, una relación íntim a y necesaria entre el derecho y la
justicia. El principio consiste en la aceptación de las reglas sobre la base de
un consentimiento no forzado de los individuos. Mediante esto, Habermas
introduce una distinción entre las norm as, los principios de justificación
y los procedimientos de validación de las norm as, lo que permite asentar
sobre una m oral autónoma la imbricación de lo político y de lo jurídico. «La
fuerza de obligación de un acuerdo moral mutuo, fundado sobre lo sagrado,
no puede ser reem plazada sino por un acuerdo m oral que exprese, en una
form a racional, lo que fue desde siempre expresado en el simbolismo de
lo sagrado»49.
Sobre este punto, la posición de Habermas no cambió desde el inicio de
sus trabajos, ya que la razón debe, en la modernidad, no solam ente colmar
el espacio que dejó vacío el retroceso de la religión, sino que, m ás aún,
debe fundar norm ativam ente los principios sobre los cuales se basa o debe
basarse una sociedad dem ocrática50. La integración social operada a nivel
político debe pasar por el filtro de la discusión, ya que debe traducir, bajo
una form a abstracta pero que tenga fuerza de obligación, las estructuras
de reconocim iento recíproco propias de las relaciones de solidaridad en los
ámbitos de acción com plejos de las sociedades diferenciadas. «El corazón
de la política deliberativa reside, en efecto, en una red de discusiones y
de negociaciones cuya m eta es brindar una solución racional a las cues
tiones pragm áticas, m orales y éticas: m ás precisam ente, a los problemas
O tto A pel, P enseravec Habermas contre Habermas (París: É d itio n sd e 1'É clat, 1990). Cf.
ta m b ién las p re se n ta c io n e s crítica s d e S y lvie M esu re y Alain R enaut, La guerre des dieux
(París: G ra sse t, 1996), s e g u n d a p a rte , ca p ítu lo II; y Jea n -P ie rre C o m etti, Lephilosophe
et la poule de Kircher (París: É d itio n s d e l>Éclat, 1997), e s p e c ia lm e n te los c a p ítu lo s III y
VI.
57 H a b e rm as, Droit et démocratie, 54 .
sociedad en su conjunto58. Mediante esto, el lenguaje del derecho asegura
la com unicación entre el sistem a y el m undo de la vida.
Haberm as abandona así toda veleidad en cuanto a la posibilidad de la
existencia de un m acro-sujeto histórico que rem ita a una concepción de
la totalidad social o de una razón inscrita en el sentido de la historia. La
dem ocracia pasa a ser un espacio público constantem ente abierto, cuya
in fraestru ctu ra com u n icacio n al es p erm an en tem en te alim en tada por
fuerzas sociales heterogéneas y m ás o m enos espontáneas. Sin embargo,
y a pesar de lo anterior, se resiste a la idea de un pluralism o de valores re
ticente a todo tratamiento racional. Las norm as, aunque ya no pueden ser
basadas en torno a valores suprem os, siguen siendo no obstante objeto de
verdad y de justificación por el hecho mismo de la discusión. Es mediante la
práctica de la discusión que se desprenden, a partir de la intersubjetividad
y la interacción perm anente de los m iembros de una sociedad, form as de
solidaridad social que perm iten, a la vez, asentar la legitim idad del orden
democrático y asegurar una integración reflexiva de la sociedad m oderna.
Para Habermas, el verdadero recurso de la integración social am enazado
en la modernidad, a saber, la solidaridad, puede desarrollarse plausiblemente
a la vez como resultado de espacios públicos autónom os ampliamente abier
tos y por los procedim ientos institucionalizados por el Estado de derecho,
gracias a los cuales logran form arse la opinión y la voluntad dem ocráticas.
El principio de discusión debe así adoptar la form a jurídica de un principio
democrático, es decir, com plem entarse con derechos de com unicación y
de participación que garanticen la utilización pública, con iguales proba
bilidades, de las libertades com unicacionales59. Lo que exige, de m anera
muy concreta, un cierto nivel de discusión en los debates públicos — y, de
ahí, la im portancia crucial que tiene la realidad del espacio público en esta
concepción de la dem ocracia— . Una vez m ás, la aceptación de la ley se
desprende del hecho de que esta es el producto, al m enos como ideal, de la
deliberación de todos.
58 ibíd., 96.
59 Habermas no evacúa los problemas morales concretos, com o se lo han reprochado muy
a menudo los filóso fos contextúales y com unltaristas, pero para él estos conflictos
solam ente tienen un significado en el marco de una exigencia de universalidad, cuya
naturaleza última está sujeta a discusión, pero cuya eficacia práctica, en térm inos
al m enos de ten siones m orales, es indiscutible. Esta es la razón por la cual Ricoeur
dirá que, si bien la ética de la discusión da una base satisfactoria de la justificación
moral, ella deja por esta misma razón un espacio abierto para una com prensión de
los conflictos en torno a esta misma moral — lo que hasta un cierto punto se produce
en las reflexiones haberm asianas sobre la práctica dem ocrática— . Cf. Paul Ricoeur,
Soi-mém e comme un aucre (París: Seuil, 1990), 325-329 .
Si bien Habermas, a pesar de sus evoluciones, no dejó de otorgar un rol
preponderante a la dem ocracia en su reflexión sobre la m odernidad, m ani
fiesto, no obstante, en sus prim eros trabajos, m uchas reticencias en cuanto
al funcionam iento real del espacio público en las sociedades m odernas.
En un prim er momento, en efecto, Habermas subrayó la im portancia del
espacio público como ámbito de constitución de una voluntad general, pero
no fue muy sensible, en este período, a la perversión del espacio público
que conocieron las sociedades del capitalismo avanzado60. En los años se
senta, la visión de Haberm as está marcada por la nostalgia y el pesimismo
histórico: la publicidad habría dejado de ser un elemento de información
im portante para la form ación de una opinión pública instruida y se habría
transform ado en una técnica de control social. El sujeto de lo político deja
de ser entonces el individuo de la tradición liberal y pasa a ser los diversos
grupos sociales cuyas discordancias de intereses, y relaciones de fuerzas,
term inan por trazar las fronteras de la intervención pública.
Frente a una situación de este tipo, y al riesgo que ella im plica para el
ejercicio de la dem ocracia, Haberm as no vislum bra otra solución que la
entronización de una publicidad crítica, única garantía de un espacio pú
blico a salvo de toda refeudalización futura. La discusión debe permitir, a
la vez, la expresión de conflictos reales y la construcción de un verdadero
consenso. Especialmente, insiste sobre el hecho de que, en ciertas condi
ciones, la sociedad civil es efectivam ente capaz de ejercer una influencia
sobre el espacio público, ya que a pesar de accesos asimétricos a este espacio
y de capacidades lim itadas, esta siempre conserva la capacidad de dar otra
traducción de los problem as en juego. De esta m ism a manera, Habermas
se ve obligado a m odificar su representación del espacio público en las
sociedades m odernas, teorizánd olo com o un sistem a de alerta dotado
de antenas altam ente sensibles a los problem as de la sociedad, ya que es
alim entado por todo un conglom erado disperso de actores sociales que
tienen la capacidad de «form ular los problem as de form a convincente e
influyente, apoyarlos a través de contribuciones y dramatizarlos de forma que
ellos puedan ser recuperados y tratados por el conjunto de los organismos
parlamentarios»61. Es el conjunto de las asociaciones no estatales y no econó
micas de base benévola el que acoge y repercute, en el espacio público político,
los problem as sociales propios de las esferas de la vida privada. El espacio
público es el verdadero m ediador entre, por un lado, el sistem a político y,
por otro lado, los sectores privados del mundo de la vida y los sistem as de
62 Ibíd., 396.
63 A decir verdad, la dificultad fu e especialm ente clara en la primera síntesís intentada
por Habermas a partir de los diversos intereses de conocim ientos (técnico, práctico y
emancipador). En efecto, se suponía que estos intereses eran específicos a la naturaleza
hum ana, pero tam bién estaban vinculados a su d esarrollo cultural; eran al m ism o
tiem po a priori, ya que m arcos transcendentales d e todo conocim iento, y em píricos,
ya que se desarrollaban en procesos históricos. Cf. H abermas, Connaissance et intírét.
suponga de manera ideal) no es solamente integrada en la argumentación,
sino que ya lo es en la práctica vivida de los sistemas sociales64.
67 Rüdiger Bubner, «H aberm as's C oncept o f Critical Theory», en John B. Thom pson y
David Held, eds., Habermas. Critical Debates (Londres: The Macmillan Press, 1982), 49.
68 Habermas, Droit et démocratie, 32 1.
para Parsons, la sociedad se integra por medio del consenso cultural, pero, a
diferencia de Parsons, está lejos de adherir al carácter dado y no problemático
del sistema de valores de una sociedad. Por el contrario, está consciente de que
los valores y las normas son abiertas a la discusión, pero en la medida en que
su preocupación primordial lo lleva hacia un esfuerzo de refundación racional
de la democracia, con el fin de superar los atolladeros de la modernización,
su concepción termina por inclinarse m ás hacia una consideración de las
dimensiones institucionales que hacia una consideración activa de la lucha de
clases o de los conflictos sociales en las sociedades del capitalismo avanzado.
En su recurso al derecho y a la democracia deliberativa existe la voluntad de
reestablecer, mediante una discusión libre de coerción, un principio de unidad
al interior de una sociedad escindida.
La reflexivldad impotente
* * *
1 Evidentem ente no se trata así de negar la im portancia del tem a para autores para
quienes lo esencial de la reflexión sobre la modernidad gira en torno a otras m atrices
(como, por ejem plo, Norbert Elias o especialm ente Robert K. Merton). Pero cuando
este tem a es abordado en sus obras, no sería difícil mostrar que sus análisis se ubican
de cierta manera a nivel de (o en conversación con) la experiencia de la m odernidad.
ante todo por la form idable explosión de horizontes posibles que abre. La
sociología de la condición moderna conserva en sí el entusiasmo y la ansiedad
de los primeros pensadores respecto de la modernidad. Es una lucha cuerpo
a cuerpo con sus am bigüedades, sus peligros y sus contradicciones, una
lucha en el centro de la cual nunca se deja de vislum brar nuevas promesas.
Im posible no rendir hom enaje al herm oso libro de M arshall Berman, Todo
lo sólido se desvanece en el aire, que sin duda supo, m ejor que cualquiera,
reh abilitar esta m atriz a p artir de la vieja d ialéctica de dos siglos entre
m odernización y m odernism o4. Sin em bargo, es bastante sorprendente
que el autor encuentre en M arx, como lo afirm a el título m ismo de la obra,
y no en Simmel, citado en una sola nota al pie de la página, a su principal
representante . Ciertamente, M arx es entusiasta respecto del capitalismo
en el M anifiesto, pero su obra, en su línea central de evolución, no puede
en realidad ser identificada con una reflexión sobre la condición moderna.
Prim a ampliam ente el análisis de las diversas form as de la dominación, al
igual que la influencia, aún sensible en su obra, de una representación en
cantada del desarrollo de la historia. A lo sumo es posible decir que mucho
m ás que otros pensadores sociales y políticos del siglo diecinueve, él está
convencido a la vez de la novedad radical inscrita en el m undo por el adve
nim iento del capitalism o y de las prom esas que el futuro depara luego de
su superación. Pero solam ente con Simmel la reflexión sociológica gravita
verdaderam ente en tom o a la condición moderna.
Para las evolu cion es de M erton en torn o a la am bivalencia, cf. Robert K. Merton,
Sociological Ambivalence and O ther Essays (Nueva York: The Free Press, 1976); y p.iu
una reflexión de la m odernidad en esta perspectiva, cfr. Zygm unt Bauman, Moderniii)
and Ambivalence (Londres: Polity Press, 1991).
4 Marshall Berman, All that issolidm elts into air (Nueva York: Sim ón and Schuster, 198})
5 Para una lectura q u e subraya las d iferen cias en tre la interpretación de Marx y Id
inspiración de Baudelaire, cf. Henri Lefebvre, Introduction a la modernité (París: Minnil,
1962), 170 -175.
C A PÍTU LO X
Georg Simmel (1858-1918) o la modernidad como
aventura
1 Cf. sobre este tem a el prefacio de Raymond Boudon a G eorg Simmel, Les problémes
de la philosophie de l’histoire (París: PUF, 1984); para estas d iscon tinu id ad es en el
pensam iento de Simmel ver tam bién, Marc Sagnol, «Le statut de la sociologie chez
Simmel et Durkheim», Revuefranqaise de sociologie 28 (1987): 9 9 - 121.
a Sobre el impresionismo de Simmel y su concepción de la sociología com o una especie
de gram ática para aprehender la experiencia de la m odernidad, cf. las reflexiones de
W olf Lepenies, Les trois cultures (París: Editons de la Maison des Sciences de l'Homme,
1990), 236 y ss.
Es en m edio de esta preocupación de conjunto que es necesario, nos
parece, reubicarlo e interpretarlo con el fin de convertirlo en el iniciador de
una de las grandes lecturas de la modernidad que la sociología lleva consigo
desde el inicio: el análisis de la condición m oderna propiamente dicha. Esta
interpretación obliga a acentuar, sin duda dem asiado, dirán algunos, una
dim ensión en perjuicio de todas las demás, incluso a interpretar diversos
tem as com o sim ples variacion es de u na m ism a p artición . Perspectiva
inevitable por cuanto nuestra m eta es encontrar en esta obra la primera
gran expresión sociológica de un análisis de la modernidad que ha conocido,
después y mucho m ás allá de las notas y de las escasas confesiones explícitas
de los autores, una descendencia im portante a lo largo de todo el siglo XX.
3 Georg Sim m el, «Le con cept et la tragéd ie de la culture» (1911), en La tragédie de lu
culture (París: Rivages, 1988), 179.
de este acto de sep aración con el m undo, cu and o se desprende de un
universo en el cual estaba confundido, arraigado, a tal que punto form aba
parte de un campo continuo de sensibilidad. La abstracción introduce una
ruptura doblemente fundacional: establece la primacía de la mediación sobre
toda representación de una sensibilidad inmediata con el mundo, ella funda
la posibilidad m ism a de la existencia y del deam bular de los individuos. Es
esta distancia con el mundo lo que Simm el no dejará de explorar en todos
sus detalles. Sabe con pertinencia que este alejamiento en relación con el
entorno funda lo propio del psiquismo humano, introduciendo una frontera
al interior de un universo indiferenciado, ya que «la conciencia de ser un
sujeto ya constituye en sí una objetivación»4. Especialmente, está consciente
del carácter doblemente fundador de esta ruptura:
Boudon, prefacio a G eorg Sim mel, Les problém es de la philosophie de l'histoire, 12.
18 G eorg Simmel, «Digression sur le problém e: com m ent la société est-elle possible?»
(1908), en Patrick Watier, ed., Georg Simmel, la sociologie et l'expérience du monde moderne
(París: Méridiens Klincksieck, 1986), 21-4 6 .
19 Ibíd., 34.
la distancia enorme que para Simmel se establece fenomenológicamente en
la m odernidad entre el sujeto y el mundo: como se experim enta a distancia
de las form as sociales, puede incluso, por ociosa que parezca la cuestión,
interrogarse sobre el carácter azaroso de la vida en común.
El dinero
20 Simmel, Philosophie de l'argent, 336. Sobre este punto, Moscovlci tiene razón en subrayar
la fu erte sem ejanza del diagnóstico de Husserl sobre la crisis del humanismo europeo
con la interpretación dada al respecto, desde 19 0 0 , por Simmel. Cf. Serge Moscovici,
La machine á fa ire des dieux (París: Fayard, 1988), 367-369.
21 Simmel, Philosophie de l'argent, 122.
22 Ibíd., 355-
23 Para una lectura crítica de las Indecisiones de Simmel, cf. Aldo J. Haesler, Sociologie de
l’argent et postmodernité (Ginebra: Droz, 1995), 127 y ss.
al sím bolo m onetario, su liberación absoluta de todo valor sustancial, le
parece «técnicamente inviable»24. En realidad, lo que él no acepta son las
consecuencias morales de un estado tal de cosas. Pero una vez expresada esta
restricción, Sim m el está consciente de la evolución general de la sociedad
hacia la disolución de lo sustancial. Sobre este punto, sin embargo, Simmel,
que escribe a com ienzos del siglo XX, tendrá una sensibilidad radicalmente
diferente a sus sucesores. Para él, la despersonalización que introduce el
dinero en el m undo va de la m ano con una relación de confianza creciente
de los individuos con las altas esferas sociales centralizadas.
Como lo medular del análisis se ubica a nivel del dinero, es evidente que en
su visión de la econom ía la prim acía recae en las relaciones de intercambio
y no en las relaciones de producción. Paradigma de la m ediación, el dinero
permite dar cuenta del alejamiento de las m etas y de las diversas etapas que
hay que atravesar con el fin de poder cum plirlas. El dinero se inserta en la
cadena de las m etas com o un m iembro interm edio que perm ite en todo
m om ento convertir bienes. «Así com o mis pensam ientos deben adoptar
la form a de una lengua de com prensión general para prom over mis m etas
prácticas mediante este rodeo, es por eso que m i acción o mi posesión de
ben adquirir la form a del valor m onetario para favorecer la progresión de
mi voluntad». El dinero es un punto de transición obligado para alcanzar
objetivos «que perm anecerían inaccesibles a un esfu erzo directam ente
dirigido hacia ellos»25. El dinero es una m ediación necesaria y al m ism o
tiempo la prueba, en lo cotidiano, de una separación irreprimible. M edia
dor universal de las cosas y de los hom bres, es el sím bolo por excelencia
del movimiento absoluto del universo. El dinero «en cuanto descansa, ya
no es dinero», a tal punto, a ojos de Sim m el se define como «un continuo
despojo de sí mismo» .
El dinero es el m ejor sím bolo de la relación relativista del hombre con el
mundo, ya que es en realidad el soporte activo y el reflejo sim bólico de lo
que une y desune la vida social y la vida subjetiva. A través de él, Sim m el
trata de lograr establecer una relación entre los elem entos m ás fragm enta
rios o superficiales de la vida y las tendencias m ás profundas y esenciales
de la sociedad.
Para comprender cómo la figura del extranjero pasa a ser el gran símbolo
humano de la mediación moderna, es necesario reubicar este texto en med io
del ensayo más general de Soziologie (1908). Queda entonces en evidencia
que el tema del extranjero es una figura de síntesis entre la vida errante y el
apego a un lugar, es decir, una forma de mediación del grupo consigo mismo.
Contrariamente entonces a lo que se ha convertido a veces esta figura, a saber,
un símbolo de la marginalidad, en Simmel es un sinónimo de mediación y,
tanto más que ella implica en sus relaciones con los otros, un vínculo entre
el desapego y la objetividad. El extranjero no se define ni por su deambula 1
ni por el sedentarismo, sino que como una mediación entre estas dos carac
terísticas. Esta es la razón por la cual, en la historia económica, tan a menudo
hace su aparición como comerciante27. Su rol, al interior de una comunidad,
es ante todo la de un intermediario a través del cual se instala toda una red
de intercambios. Aunque la asociación puede parecer por momentos abusiva,
el extranjero de Simmel se dota de muchos rasgos propios del dinero, ya que,
«reducido al comercio intermediario, y a m enudo a la pura finanza, como
si esta fuera su form a sublim ada, adquiere su característica específica: la
movilidad» . El extranjero interactúa con los individuos que lo rodean, pero,
sin raíces, él no tiene ningún vínculo orgánico con ellos. Dada su objetividad,
ya que está desprovisto del lastre de los particularismos y de las parcialidades
del grupo, puede recurrir a m odelos más objetivos y está menos obligado a
someterse a la tradición. Con el extranjero entablamos sobre todo relaciones
más abstractas, las interacciones con él son interpretables en categorías más
generales, menos marcadas por los vínculos orgánicos. Como con el dinero,
la relación con el extranjero está marcada por la movilidad, la objetividad y
la abstracción. Ciertamente, el extranjero es también una figura ambivalente,
como lo es por otra parte el dinero mismo, pero él es ante todo un símbolo d e
la mediación en el seno del grupo del interior y del exterior. En su caso, con
él, las similitudes generales predom inan sobre las relaciones particulares
Como el dinero, circunscribe lo que hay de m ás universal al interior de un
grupo y, al mismo tiempo, y por eso mismo, no puede haber con él intimidad
total. Esta es la razón por la cual es siempre m ás un tipo que un individuo
El extranjero representa fielmente este triunfo de la cultura objetiva sobre la
La ¡ntelectualización de la vida
La vida m oderna transform a las relaciones entre los hom bres. El dinero,
en la m edida en que «se interpone entre las cosas y el hom bre, permite a
este una existencia cuasi discreta, libre de toda consideración directa por
las cosas, de toda relación directa con ellas, libertad sin la cual nuestra
interioridad no lograría ciertas posibilidades de desarrollo»37. Pero esta
tendencia no es unívoca. A m edida que se acentúa el desapego frente al
mundo, y que todo se puede vender y comprar, el individuo está obligado a
encontrar en los objetos m ism os esta solidez, esta fuerza que ya no siente
en sí mismo. Se libera de las cosas por el dinero, pero pasa a depender cada
vez m ás de sus posesiones concretas . M ientras m ás las relaciones dejan
de situarse bajo una dependencia personal, se afirm a m ás la libertad indi
vidual y, al m ismo tiempo, el dinero degrada m ás la personalidad, como lo
muestra Simm el a propósito de la prostitución. En realidad, la transición de
un régimen de trabajo de form a personal hacia una form a objetiva agrava
la situación del subalterno, pero aumenta tam bién su libertad, por cuanto
esta supone irregularidad, imprevisibilidad y asimetría. El individuo es cada
vez m ás dependiente de las actuaciones de un núm ero siempre creciente
de individuos y, al m ismo tiempo y del m ism o modo, es cada vez m ás in
dependiente de cada individuo, y de las personalidades que se esconden
detrás de estas actuaciones.
Esta liberación de los individuos de su sujeción personalizada en beneficio
de form as m enos inm ediatas de dependencia refuerza otro movimiento.
El individuo m oderno está obligado a autogobernarse y autorregularse de
manera inversam ente proporcional a sus capacidades y a sus recursos: «Es
un rasgo constante de nuestra sociedad el plantear exigencias m ás altas,
en m ateria de firm eza de carácter y de resistencias a las tentaciones, pre
cisamente a aquellas personas que ella priva m ás de las condiciones de la
moralidad»39. Es así, por ejemplo, que se solicita al proletario hambriento
más respeto por la propiedad del otro que a los barones de la bolsa, como
ííim ism o m odestia y honestidad al trabajador, al m ism o tiem po que se le
«educe con la tentación del lujo. La am bivalencia de los hom bres se con
funde con la am bivalencia de la dom inación moral: el deber es tanto m ás
estrictamente impuesto en cuanto el ejercicio es complicado. Desde Simmel,
El individualismo y el grupo
La tragedia de la cultura
Para Simmel, más allá de las mediaciones de las cuales la vida no podrá
prescindir, e incluso de las múltiples ambivalencias que él reconoce en la situa
ción moderna, es necesario reparar en el desgarro irreprimible del individuo .
Si bien el conflicto es metafísico y lleva al final a una concepción del hom biv
y del mundo que se aproxima au n análisis existencial, Simmel se empeñará v11
delimitar, en medio de esta representación global de la tragedia de la cultu ra,
lo que corresponde propiamente a la situación de los modernos. La metafísica
es así, a la vez, prolongada y redirigida por la sociología.
Si la vida en su movimiento siempre termina percibiendo la forma como
algo en oposición latente con ella, la modernidad experim enta un conflicto
generalizado entre la vida y las formas. Se trata de una «nueva fase del antiguo
conflicto que ya no es el conflicto de la forma que la vida confiere actualmente,
en contraste con la forma antigua que pierde vida, sino que el conflicto de la
vida contra la forma en general, contra el principio de la forma»64. La mera
inmediatez de la vida pretende acceder a la expresión sin mediación, supera r
todos los obstáculos, con el fin de desahogarse de m anera creadora. La vida
se distancia de estas form as en todos los ámbitos de la vida moderna. Los
ejemplos son abundantes. En el expresionismo, por ejemplo, Simmel reco
noce esta voluntad que apunta a prolongar de m anera inmediata la emoción
interior; pero la encuentra también en el movimiento de la vida erótica para
em anciparse de las form as y de las coacciones en las cuales a menudo ha
estado encerrada, esquemas generales que no pueden vivirse más que como
violencias hacia sus encam aciones particulares. Simmel es extremadament c
sensible al peligro inevitable que asedia a todas estas expresiones de la vida
en toda su desnudez. Ellas term inan a menudo por limitarse a manifestado
nes desprovistas de toda expresión, por paralizarse, paradojalmente, en un
caos de formas atomizadas, como él lo constata a propósito del futurismo.
Obviamente, aquí se encuentra una de las experiencias m ás recurrentes de la
modernidad, por otra parte siempre enunciada, a pesar de la multitud de auto
res y de períodos, mediante fórm ulas verbales bastante semejantes; «Hay allí
por parte de la vida una voluntad apasionada de expresarse que no encuent ra
lugar en las formas tradicionales sin haber aún encontrado nuevas formas» '
* * *
La gran empresa del espíritu: superar al objeto como tal creándose a sí mismo
como objeto, para luego regresar a sí mismo enriquecido por esta creación,
tiene éxito en innumerables ocasiones; pero el espíritu habrá de pagar esta
autorrealización con el riesgo trágico de ver engendrarse, en la autonomía
del mundo creado por él y que es la condición, una lógica y una dinámica
que aleja a los contenidos de la cultura de la finalidad misma de la cultura,
con una aceleración cada vez más elevada y a una distancia cada vez mayor .
74 Sim m el, «Ce qui e st relatif et ce qui e st absolu dans les problém es des sexes», en
Philosophie de la modernité, 112 .
75 Simmel, Questions fondam entales de la sociologie, Simmel, Sociologie ec épistémologie,
99-
76 Sim mel, «Le concept et la tragéd ie de la culture», en La tragédie de la culture, 216-217.
C A PÍTU LO X I
La Escuela de Chicago (1918-1940), la condición
humana en la ciudad moderna
1 Se trata del manual publicado en 1921 por Robert Park y Ernest Burgess, Introducción to
che Science ofSocioíogy (Chicago: Chicago University Press). Ecléctico en la selección de
los «fragm entos escogidos», el libro concede un lugar central en el legado sociológico
a Simmel, cuyos textos y referencias son más num erosos que los de cualquier otro
sociológo, lo que contrasta fuertem ente con el lugar m odesto dado a Durkheim, y con
la ausencia de M arx y de Weber. Para una presentación tem ática del libro, cf. Robert E.
L. Faris, Chicago Sociology 1920-1932 (California: Chandler Publishing Company, 1967),
capítulo 3 , 37-5 0 .
2 Para una presentación del contexto social e intelectual de la obra de Park, cf. Lewis A.
Coser, Mascers o f Sociological Thought (Nueva York: Harcourt Bruce Jovanovich, 1971),
357-384.
3 Recordem os que esta designación solo se impone cuando la Escuela de C hicago ya
no existía y por lo tan to que esto s autores nunca se consideraron a sí mismos com o
miembros de escuela alguna. Cf. Martin Bulmer, The Chicago Schoolof Sociology (Chicago:
University o f Chicago Press, 1984).
4 Para una idea global de la influencia de Simmel en la sociología estadounidense, incluso
más allá de la Escuela de Chicago, cf. Donald N. Levine, Ellwood B. Cárter y Eleanor
Miller Gorman, «Sim m el's Influence on American Sociology, I & II», American journai
o f Sociology 81 (1976): 813-845; 1112 -113 2 .
en los autores de la Escuela de Chicago pasa a ser un problema específico
a la modernidad, incluso una realidad propia de ciertas épocas y ciertas
experiencias de transformación social. Consecuencia, entre otras, sin duda
de la preferencia de estos autores por la descripción de las situaciones en
perjuicio de las especulaciones conceptuales. Pero al socializar la distancia
matricial propia de la modernidad mejor de lo que Simmel lo había hecho,
la Escuela de Chicago reduce al mismo tiempo su alcance analítico5.
I. La d u d a d y la m od ernid ad
El mosaico urbano
7 Notemos sobre este aspecto que uno de los esfuerzos de Wirth será justamente distinguir,
contrariam ente a Simmel, los efecto s de la industrialización de los efecto s asociados
específicam ente a la dimensión urbana y sacar las claves de la vida moderna a partir de
los rasgos distintivos de la vida social urbana. Cf. Louis Wirth, «Le phénom éne urbain
com m e mode de vie» (1938), en L’école de Chicago.
B Robert Ezra Park, «La ville com m e laboratoire social» (1929), en L'école de Chicago, 17 5.
9 Robert Ezra Park, «La com m unauté urbaine. Un m odéle spatial et un ordre moral»
(1926), en L'école de Chicago, 208.
esquem as rivales, donde cada uno regula de m anera tradicional y precisa
ciertas actividades y cada uno disputa a los otros la suprem acía al interior
de un grupo dado» . Especialm ente obligado a reconocer diariam ente la
experiencia de la pluralidad de regiones morales, el citadino desarrolla una
visión relativista y un sentido de la tolerancia de las diferencias .
Estos cambios afectan tam bién la naturaleza de las interacciones entre
los individuos, las cuales se vuelven m ás transitorias e inestables, fortuitas;
el individuo se determ ina de m anera creciente por signos convencionales
«y todo el arte de vivir se reduce en lo esencial a rozar superficialm ente
las cosas y a observar escrupulosam ente los estilos y las m aneras» . Una
superficialidad de las relaciones que daría incluso cuenta de la sofisticación
y de la racionalidad de los citadinos, de su aptitud creciente de detectar los
artificios. Las dependencias entre los individuos aumentan en general, pero
cada individuo ve que su dependencia respecto de los otros se parcela en
tareas específicas. En la ciudad entonces, como ya lo hem os visto en el caso
de Simmel, se produce un fenómeno ambivalente: «Mientras que por un lado
el individuo gana cierto grado de emancipación o de libertad en relación
con los controles personales y afectivos ejercidos por los pequeños grupos
íntimos, por otro lado pierde la expresión espontánea de sí mismo, la moral
y el sentido de la participación que acom paña a la vida en una sociedad
integrada» . Al final, el citadino está expuesto a un núm ero creciente de
interacciones con individuos diversos, som etido a estatus fluctuantes en
el seno de la ciudad, siem pre asediado por sentim ientos de inestabilidad y
de inseguridad. El individuo no pertenece exclusivam ente a ningún grupo:
no conoce m ás que lealtades parciales. La pluralidad de las m em brecías y
de los grupos a los cuales cada citadino pertenece hace que sea diferente
de todos los demás.
Frente a esta situación, los autores de la Escuela de Chicago terminarán
por tener una actitud ambivalente. Por un lado, este proceso se encuentra
en la raíz de diversos procesos de individuación y de diferenciación, alta
m ente valorizados como tales, porque ellos llevan en sí la generalización
de experiencias nuevas. Por otro lado, la existencia de una pluralidad de
La desorganización social
14 Es especialm ente el gran mérito, entre otros, de la obra de Edwin Hardin Sutherland,
Le voleur professionnel (París: Spes, 1963), que insiste con fuerza sobre el aprendizaje
necesario en la delincuencia, com o asimismo la necesidad que tiene el ladrón, com o
cualquier miembro de todo otro grupo social, de ser reconocido por sus pares.
15 Es especialm ente Whyte que orientó en este sentido sus críticas hacia la noción de
desorganización social de Chicago. Para él, la noción impide ver los múltiples procesos
de recom posición social presentes en los diversos grupos sociales. Cf. William Foote
W hyte, Street Córner Society (París: La D écouverte, 1996).
16 William Isaac Thom as y Florian Znaniecki, The Poiish Peasant in Europe and America
(1918-1920) (Nueva York: Dover Publications, 1958), t. 2 ,112 8 .
T7 Ibíd., t. 2 ,1118 .
18 Para esta tensión y estos límites, cf. Yves Crafm eyer e Isaac Joseph, «La ville-laboratoire
et le milieu urbain», en L’écoie de Chicago, 33 y ss.
de m anera ordenada de este conjunto de fenóm enos dispares, sin trepidar
para lograrlo en recurrir a principios m ás o m enos implícitos o mecánicos
de ocupación del espacio, tratando de analizar los problem as sociales en
términos de cambio de posición de los individuos en una área natural, lo que
facilitaría la aplicación de la lógica de las ciencias físicas a las relaciones entre
los hom bres. Por otro lado, la orientación m ás m oral acentúa la distancia
subjetiva de los individuos en sus situaciones sociales, pero especialmente
se inserta en una imagen épica de la ciudad como lugar de la individuación.
Aunque los análisis proporcionados por estos dos procesos son bastante
diferentes, comparten una visión común de la ciudad en su calidad de lugar
paradojal de la distancia m atricial moderna. En ambos casos, los autores
intentan dar con un modelo complejo de causalidad, a partir de la coexistencia
espacial de los diversos elem entos” . Las form as de vida social se inscriben
en el espacio, se objetivan y al mismo tiempo acentúan la doble realidad
de una fragm entación de la ciudad en una pluralidad de m undos y de una
separación-proximidad creciente entre los individuos. La vida en la ciudad,
verdadero símbolo de la m odernidad, es como lo dirá Park, «un estado de
ánimo» inestable y en perpetua redefinición y movimiento, y para el cual
«la com unidad está en una situación crónica de crisis»20.
Frente a todos estos cambios, sim ultáneos y constantes, el hombre logra
una m ejor adaptación, una eficacia reducida o la desaparición.
19 Nicolás Herpin, Les sociologues amérícains et le siécle (París: PUF, 1973), 24 y ss.
20 Park, «La ville», en L’école de Chicago, 105.
21 Burgess, «La croissance de la ville», en L’école de Chicago, 139.
22 Park, «La ville com me iaboratoire social», en L’école de Chicago, 169.
ni sagrado, «sino que pragmático y experimental», vale decir que transitorio
y delimitado. La visión a m enudo lírica de la ciudad está m arcada por una
visión, a pesar de todo, ambivalente de la modernidad: siempre es posible que
la desorganización triunfe sobre la organización. Esta es la razón por la que
la desorganización de la personalidad y las patologías sociales encuentran
en la ciudad uno de sus lugares privilegiados de expresión.
Pero la desorganización social no es un fenóm eno excepcional y lim i
tado solam ente a ciertos períodos o a ciertas sociedades. Para Thom as y
Znaniecki, existe en toda sociedad, pero en las fases de estabilidad estas
tendencias son contrarrestadas por las actividades del grupo que apuntan
a asegurar su coherencia m ediante las sanciones sociales. Dicho de otra
forma, la estabilidad del grupo no es m ás que el resultado de un equilibrio
dinám ico entre procesos de desorganización y de reorganización sociales.
Sin embargo, en ciertos mom entos, y durante un cierto lapso de tiempo, las
fuerzas de la desorganización se imponen, cuando estas no logran ser con
trarrestadas por las tendencias que refuerzan las reglas existentes. Cuando
Se abre entonces una fase que llevará a una reorganización social a través
de la elaboración de nuevas reglas de comportamiento. Sobre todo, luego del
cambio, los individuos se enfrentan a un m undo m ás fluido y m ás variado;
una conciencia técnica y m ás reflexiva viene a reem plazar a una sem icon-
ciencia rutinaria, ya que los hábitos, de naturaleza ante todo biológicos,
no son funcionales m ás que en la m edida en que las nuevas situaciones
puedan asociarse con las antiguas. Y en la m edida en que se m anifiestan
nuevas situaciones, aum enta la parte del com portam iento consciente y re
flexivo. «La reflexión solam ente se produce cuando hay decepción, cuando
24 Ibíd., 58.
25 Los vínculos entre la noción de anomia y de desorganización social deben interpretar1,r
en d os m ovim ientos su cesivo s. Por una p arte, y de m anera interna, es necesario
insistir sobre su proximidad intelectual, lo que permite com prender la débil difusión
de Durkheim en los Estados Unidos durante los años veinte, y la casi ausencia de tod.i
referencia a su obra entre los au tores de la Escuela de C hicago (Philippe Besnaul,
L'anomie [París: PUF, 1987]: 159-163). Por otra parte, y de manera externa, es necesailn
subrayar la función diferente que am bas nociones tienen en la econom ía general dr
estas dos representaciones de la modernidad: para Durkheim, la noción guarda siemptp
una dimensión crítica, m ientras que para los autores de Chicago, la noción es inclusn
am bivalente, por cuanto tam bién conlleva la ¡dea de la experiencia exaltante de U
modernidad.
el orden social no es jam ás total. Es por esto que em ergen de m anera inevi
table y cíclica procesos de desorganización personales y sociales. En breve,
el gran m érito de Thom as es h aber com prendido que, lo que desde el punto
de vista de la comunidad y de la sociedad aparece com o desorganización
social, debe interpretarse desde el punto de vista del actor como un proceso
de individuación. Afirm ada de esta m anera, y con esta fuerza, la propuesta
es de una novedad considerable.
El campesino polaco
26 El libro se basa em píricam ente sobre el análisis de cartas de inm igrantes polacos a
sus familias y por un largo estudio autobiográfico de uno de ellos, pero los análisis
se basan tam bién, muy a m enudo, y de manera bastante libre, sobre observaciones
realizadas en el curso de la investigación por Thom as y Znaniecki. Para una exposición
b astante crítica de la m etodología de la obra, generalizaciones e im precisiones que la
recorren, que retoma y prolonga las críticas form uladas por Herbert Blumer en 1938, cf.
john M adge, The Origins ofScientificSociology (Londres: Tavistock Publications, 1970),
capítulo 3,52 -8 7 .
es, por lo tanto, una consecuencia directa de la inmigración. Luego, ya en los
Estados Unidos, el inmigrante debe adaptarse a una nueva situación, entrar ei i
otra organización social. Finalmente, al término de este proceso el individuo
se encuentra profundamente transformado: ha atravesado fases de desorga
nización familiar y comunitaria, un esbozo de reorganización, sin lograr no
obstante fundirse totalmente en el nuevo grupo de acogida. A su manera, el
campesino polaco es la figura tipo de una experiencia común a la moderni
dad. En su caso, se hace ya patente lo que será lo propio de muchos héroes
de la Escuela de Chicago: la experiencia del debilitamiento de los vínculos de
solidaridad local y familiar, y la constitución de una realidad desorganizada
que hace escapar una serie de comportamientos al control social.
Estos diversos procesos son ampliamente detallados en la obra. El desapego
del individuo de su familia extendida, la consolidación de diversas actitudes
de individuación en relación con las normas comunitarias (como por ejempli t
el rol del amor o la primacía del valor del éxito económico), el debilitamiento
de las convenciones y de los valores tradicionales al contacto de los cambios
rápidos, por último, la distancia entre las actitudes individuales y los valores
sociales institucionalizados. Se asiste así a una m odificación de las actitudes
preexistentes bajo la influencia de los nuevos valores, la cual enfatiza la tran
sición de actitudes basadas sobre el «nosotros» hacia actitudes centradas en
el «yo». Esta desorganización está en la raíz del desorden urbano y de muchos
problemas sociales, especialmente de la delincuencia juvenil u otros compor
tamientos inadaptados. Pero para los autores, la reorganización social de las
antiguas instituciones sigue siendo posible con la condición de aceptar que
debe realizarse «sobre bases completamente nuevas - una coordinación mora I
y reflexiva, y una armonización de las actitudes individuales para la persecu
ción de las metas comunes»” . La desorganización social, aunque parece no
ser según Thomas y Znaniecki otra cosa que un estado transitorio, no da más
paso que a una nueva y perfecta inserción social, a una reorganización social
acabada del individuo, que por lo general queda definido por una distancia y
un retiro sociales. Esta es la razón por la cual los autores valorizan positiva
mente las agrupaciones étnicas de los inmigrantes, una suerte de adaptación
de los grupos primarios que facilitan su inserción progresiva en la sociedad
de acogida . En su opinión, la asimilación se produce tanto mejor cuando
los grupos de inmigrantes participan en la transformación de los valores.
El hombre marginal
Mediante la figura del hom bre marginal, que Park ubica como sucesora
de la figura sim m eliana del Extranjero, va a precisarse una de las principa
les representaciones del individuo m oderno para la Escuela de Chicago3'
El hombre marginal es un hombre del intervalo34. Vive entre dos sociedades,
entre dos culturas. Está constantem ente desgarrado en su fuero interior
por el antagonism o de las fuerzas sociales de las cuales proviene. A veces,
aunque no siempre, lleva en su naturaleza m ism a la traza de esta mezcla.
|S Louis Wirth, Le ghetto (París: Grenoble, Presses Universitaires de Crenoble, 1980), 58.
com pletam ente parte de ninguno de ellos; recluido en el ghetto, aspira
intensam ente a los contactos que le están vedados. El aislamiento del judío
actúa para Wirth como un sustituto espacial de esta extrañeza en el mundo
propia del Extranjero de Simmel, un aislamiento que, como en Simmel, se
encuentra en la base del desarrollo de una m irada objetiva sobre el mundo
36
social . Pero en el caso de W irth la salida del ghetto, y especialmente las
am bivalencias que esta genera, es trágica. Cuando se derrum ban los muros
del ghetto, el judío debe enfrentar los muros invisibles; deja a veces de sentirse
perdido en el mundo exterior, pero solam ente a costas de un sentimiento
agudo y doloroso respecto de sí mismo y de su situación. Toma conciencia
del desgarro de su condición, ya que junto con no pertenecer más al m un
do del ghetto, es rechazado como individuo por quienes no son judíos. A
la diferencia de otros hombres m arginales o incluso inmigrantes, el judío
se ve obligado entonces a perm anecer de m anera m ás estructural en un
espacio intermedio, o a convertirse en un híbrido. La situación objetiva se
prolonga en angustias subjetivas y, como lo dice Wirth, «el ghetto muestra
que lo esencial en la vida social no reside tanto en los hechos objetivos de
la existencia y de las form as exteriores, como en los sentim ientos sutiles,
los sueños y los ideales de un pueblo»37.
A fines de los años treinta e inspirándose en la concepción del hombre
m arginal de Park, Everett V. Stonequist elaboró prim eramente una enume
ración y luego el estudio del conjunto de estas figuras. El punto de partida
es siem pre un descalabro social, producto de u n cam bio entre grupos
sociales, culturales o raciales, cada vez que un individuo, por múltiples
razones, abandona un grupo social sin lograr verdaderam ente adaptarse
convenientemente a otro. El arribista, al igual que el desclasado, o incluso
el hom bre desterrado e incluso desarraigado son evidentem ente figuras
ejem plares. Pero tam bién hay que agregar a las m ujeres, para quienes la
transformación del rol tradicional confronta a dos ámbitos de acción, público
y privado, con diferentes criterios de acción. Finalmente, sobre todo, y es en
esta figura, y en la estrecha descendencia de los trabajos de Chicago, que se
centra el libro, el hombre m arginal es la experiencia básica de los individuos
forzados a definirse en el intervalo generado por la inmigración. Es el caso
de la hibridación racial, o cultural, pero especialm ente la experiencia de
la segunda generación, con el desgarro entre dos sistem as culturales. Pero
el autor insiste tam bién sobre la experiencia muy diferente de los negros
am ericanos, cuyo desarraigo los obliga a expresarse en la única cultura que
Aun cuando para los autores de la Escuela de Chicago los problem as so
ciales sean inseparables de los procesos de desarraigo y de desorganización
sociales, distan m ucho de caer en una visión com placiente de la m iseria de
los desposeídos, de la delincuencia, de la precariedad, de la m arginalidad.
Por el contrario, lo que puede incluso im pactar hoy en día es el lugar que
ellos conceden muy a m enudo a la búsqueda de las nuevas experiencias en
el seno de estas trayectorias.
La paternidad de la idea corresponde a Thomas, que distingue cuatro deseos
fundamentales: nuevas experiencias, seguridad, respuesta, reconocimiento” .
De todos estos deseos, el de las nuevas experiencias merece una atención en
particular, por cuanto la sociología ha tendido a su relativo descuido desde
entonces. Más allá de la voluntad de Thom as de arraigarlo en la naturaleza
humana, este deseo corresponde a lo propio de la m odernidad, a la alegre
|8 Everett V. Stonequist, The Marginal Man. A Study in Personality and Culture Conflict
(Nueva York: Russell & Russell, Inc., 1961), 10 7 -10 8 .
19 William Isaac Thom as, «M otivation: the w ishes» (1928), extraído de The Unadjusted
Girl, en W. I. Thom as, On Social Organization and Social Personality (Chicago: Chicago
University Press, 1966), 117-139-Cf. tam bién William Isaac Thom as y Florian Znaniecki,
Le paysan polonais en Europe et en Amérique.
exaltación de la vida, a la novedad radical. En m uchos trabajos de la Escuela
de Chicago esta dim ensión está presente: especialm ente a propósito de los
m arginales, en cuyo caso, y contrariamente a lo que nos a acostumbró cu
lo sucesivo la sociología, creen siempre poder detectar el deseo de nuevas
experiencias. A veces este deseo se halla en la raíz m ism a de la separación
entre las actitudes individuales y los valores sociales: el deseo del individuo
de tener un m áximo de nuevas experiencias entra en conflicto fundament a I
con la naturaleza de la sociedad, que exige un m áxim o de estabilidad40.
Esta es una de las razones del contraste reconocible entre el filisteo y el
bohemio. En el caso del primero prevalece el deseo de seguridad, mientras
que el segundo es dom inado por el deseo de nuevas experiencias. Pero
tam bién lo hem os visto a propósito del judío en la representación que da
Wirth, para quien uno de los m óviles fundam entales de la voluntad de salir
del ghetto no es m ás que el deseo de «huir del mundo fam iliar y perderse e 11
el anonimato»4'. Es de hecho lo propio de un gran núm ero de actores estu
diados por la Escuela de Chicago, quienes enfatizan las manifestaciones de
resistencia o de oposición subjetivas de los individuos ante las situaciones,
con el fin de poner de m anifiesto dim ensiones positivas, no exentas de un
cierto romanticismo, de la experiencia moderna. La delincuencia, por ejempli i,
tiene efectivam ente estas dos dim ensiones: por un lado, la pandilla es una
región intersticial que refleja la desorganización de conjunto de la ciudad
y, por otro lado, encarna una preocupación de independencia y el deseo de
nuevas experiencias. Esta es la razón por la cual Thrasher, al escribir sobre
las pandillas de Chicago, señala que «una vez que un joven le ha tomado
el gusto excitante a la vid a de calle de una pandilla, encuentra que los
programas de los asistentes sociales son insípidos e insatisfactorios»42, a i a I
punto que termina por vivir en un mundo prendado de imaginario, románt in >
40 Wllliam Isaac Thomas, «The Persistence o f Primary Group Norms in Present Day Sociely
(1917), retomado en W. I. Thomas, On Social Organization and Social Personality (Chica<|i 1
C hicago University Press, 1966), 171.
41 Wirth, Le ghetto, 263.
42 F. T h rash er, The gang, c ita d o en A lain C ou lo n , L'école de Chicago (París: PUF, 199 2), f.i
43 F. Thrasher, The gang, citado en Nicolás Herpln, Les sociologues américains et lesiécle, ios
Notem os por otra parte que en sus com entarios a propósito de la delincuencia juvenil.
Por otra parte este es también uno de los rasgos sobresalientes del «hobo»,
ente trabajador sin trabajo y a menudo sin dom icilio fijos, una figura es
pecífica de la historia del nom adism o de la clase obrera estadounidense.
Trashumante, adaptándose a las fluctuaciones estacionarias de la actividad
económica, polivalente, el hobo de Chicago, com o lo señala el mismo Neis
Anderson, pertenece como el cowboy a la historia de la frontera de los Estados
Unidos, y como él satisface las necesidades del mercado laboral44. Su gran
especificidad es encontrarse siempre rozando el um bral de la indigencia,
«In necesariam ente sucum bir a ella. Es el producto de la industrialización
y de la alternancia de los períodos de empleo y de desem pleo que llevan de
la independencia económica a la situación paupérrim a. Es un trabajador
emigrante, a diferencia del vagabundo que es emigrante, pero que no trabaja,
o del mendigo, que se sedentariza. El hobo crea así un mundo separado, y
xuyo, en m edio de la ciudad; al igual que las dem ás figuras m arginales, se
forja una región m oral específica. Pero el hobo, rezagado de la frontera, no
es solamente el reflejo de las necesidades de flujo y del reflujo del mercado
laboral, sino que es tam bién una figura de la inadaptación de los hombres
al trabajo en fábricas, al igual que de la experien cia de las dificultades
personales — trastornos de personalidad, problem as de vida privada, dis
criminaciones raciales o nacionales— 45. Pero él tam bién está sometido al
deseo de nuevas experiencias, busca el movimiento, el cambio, el peligro,
la inestabilidad, incluso la irresponsabilidad social. Para Anderson, el hobo
anhela «vivir el estremecimiento de nuevas sensaciones, afrontar nuevas
46
situaciones y conocer la libertad y el vértigo de ser un extranjero» . La calle
le fascina, porque ve en ella una aventura que le perm itirá saciar su deseo
de convertirse en una persona.
La modernidad, se sabe, ha sido muchas veces asociada por el arte con una
experiencia de viaje. La partida form a parte de las imágenes esenciales de la
modernidad. Nada sorprendente por ello que m uchos héroes de la Escuela
de Chicago se definan ante todo por su m ovilidad, su desplazam iento, su
partida y su llegada; de hecho, su llegada siempre provisoria. Park destacará,
más aún que Anderson, esta dim ensión del hobo, un hombre siempre en
Park subraya con fuerza el asp ecto aventurero presente en la vida de las pandillas. Cf.
Robert Ezra Park, «Community O rganizaron and Juvenile Deliquency» (1925), Human
Communities. The City and Human Ecology (Clencoe: Illinois, The Free Press, 1952), 61.
44 Neis Anderson, Le hobo. Sociologiie du sans-abrí (París: Nathan, 1993), 3 0 .
48 M uchos años más tarde, en 1940, Anderson lamentará la dram atización excesiva que
hizo en este libro de la cultura de homeless propia de los hobos. Cf. Robert E. L. Faris,
Chicago Sociology, 65.
46 Anderson, Le hobo 106.
movim iento y sin rum bo alguno; alguien que sacrifica incluso la necesidad
gregaria ante la pasión rom ántica de la libertad individual47. Es a la vez, o
inextricablem ente, un desarraigado y un héroe de la m odernidad. Y es que,
al com ienzo de la modernidad, para la Escuela de Chicago siempre existe l;i
locom oción. La m ovilidad es el gran signo distintivo de la sociedad moder
na. Su centro inevitable es por ende el mercado, en donde los individuos
convergen no porque ellos sean sem ejantes, sino porque se diferencian,
no en pro de la acción colectiva, sino por el comercio, para el intercambio
de bienes, de servicios y de ideas; en fin, m otivados por sus intereses y sus
curiosidades recíprocas.
El individuo y la distancia
47 Robert Ezra Park, «The Mind o f th e Hobo: R eflections upon the Relation between
M entality and Locom otion» (1925), Human Communities, 91-95.
48 Park, «La com m unauté urbaine», en L’école de Chicago, 2 10 -2 11.
49 Park, «The Concept o f social distance» (1924), en Race and Culture, 256-260.
Si la disociación entre las dimensiones sociales y subjetivas está muchas
veces im plícita para m uchos autores de Chicago, cuya fuerza en plenitud
veremos en la obra de Goffman, esta adquiere una dim ensión importante en
Park. La pluralidad de mundos que constituyen la ciudad obliga a los individuos
a realizar diferentes representaciones para diversos públicos. Park recuerda
entonces que el origen primero de la palabra «persona» es «máscara» y que
siempre y en todas partes los individuos son forzados a representar roles, de
manera m ás o menos consciente. «Somos padres o hijos, amos o sirvientes,
docentes o alumnos, clientes o profesionales, gentiles o judíos. En estos roles
conocem os a los demás; es en estos roles que nos conocem os a nosotros
mismos»50. El hombre vive en dos mundos, actual e ideal, aprende a expresarse
gracias a las convenciones sociales, y el artificio presente en las conductas
pasa a ser un elemento innegable de la sofisticación de los comportamientos
humanos. «Es un actor, con un ojo siempre mirando hacia la galería»5'.
Pero el individuo no puede dejar de identificarse con sus roles sociales, los
que por lo demás están en concordancia con su posición social. La falta de
concordancia solo puede ser temporal, a lo sumo el fruto de un período de
desorganización social o lo propio de individuos en los márgenes de la socie
dad. El conflicto cultural surge así más como una etapa necesaria y obligada,
pero transitoria, hacia la asimilación que como un estado generalizado de la
vida moderna, como en el caso de Simmel. La posición de Park está a medio
camino entre, por un lado, una fusión cabal del individuo y de la sociedad,
que él rechaza implícitamente, aunque mal no sea porque reconoce que los
individuos están más o menos conscientes en todas partes de representar un
rol social, y, por otro lado, una representación generalizada del sentimiento
de extrañeza virtual de los hombres respecto de sus roles sociales. Para él, la
mayor parte de los individuos vive una fuerte correlación entre los roles y la
persona, entre la máscara y el yo: la máscara es la concepción que el individuo
se forja de sí mismo, sobre todo, pasa a ser su yo m ás verdadero, en todo caso,
el que él quisiera ser. La concepción del rol se transform a en una verdadera
segunda naturaleza y una parte integral de la personalidad. El individuo tiene
una existencia dual. A su manera, Park retoma el conflicto latente en Thomas
y Znaniecki entre el temperamento y el carácter. El individuo es incapaz de
actuar espontáneamente, pero se ve forzado a actuar de una manera adecuada
a la situación. Es el conjunto de estos comportamientos convencionales que
adquiere la forma de una «máscara», aun cuando estos se conviertan lenta
mente en una segunda naturaleza: «Podemos denom inar el comportamiento
56 Thom as, The Unadjusted Cirl (1923), en On Social Organization and Social Personality,
240.
57 Por otra parte, es justam ente esta visión de las cosas la que será fuertem ente recalcada
en los estudios de Blumer sobre el interaccionism o sim bólico. Cf. Herbert Blumer,
Sym bolic Interactionism (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, 1969).
58 Thom as y Znaniecki, Le paysan polonais en Europe et en Amérique., 5 2 -5 5 .
para el sistem a social existente»59. Dicho de otra forma, m ás allá de la fu n
ción m otriz conferida al cambio, la posibilidad últim a de rivalidad entre
las diferentes definiciones posibles de las situaciones sociales remite a la
naturaleza m isma del hombre, que nace y crece en una sociedad que ya ha
elaborado reglas de conducta apropiadas y a las cuales el individuo debe
adaptarse. «Por lo tanto siempre hay rivalidad entre la definición que un
individuo realiza espontáneam ente de una situación y aquella que la socie
dad a la cual él pertenece pone a su disposición» . A través de las diferentes
instancias de socialización (la fam ilia, la escuela, los compañeros, la com u
nidad) el individuo aprende lentamente a hacer suyos los códigos a través
de los cuales su sociedad define las situaciones sociales. Pero este conflicto
remite, en último análisis, a una realidad fundacional expresada a veces en
la tensión entre el deseo de los individuos de tener nuevas experiencias y
la necesidad de seguridad de la sociedad .
En el fondo, ambas perspectivas son profundam ente com plem entarias
y no se trata sino de un simple asunto de acentuación. En ambos casos, se
trata para Thom as de insistir sobre el hecho de que no existe una arm onía
preestablecida entre las diferentes definiciones posibles de las situaciones, y
que muchos rasgos fundam entales del individuo se hallan siempre de cierta
m anera en desacuerdo con tendencias fundam entales del control social.
Situación cuyas consecuencias aumentan debido a la importancia creciente
que la conciencia y la técnica racionales tienden a adquirir en la vida social.
Esta evolución hace posible el desarrollo de una actitud objetiva respecto
del m undo . A causa del cambio, los individuos se ven confrontados a un
mundo m ás fluido, la evolución social se torna m ás rápida, las crisis son
más frecuentes y m ás variadas; en resumen, una conciencia técnica y m ás
reflexiva viene a reem plazar a una sem iconciencia rutinaria. El sentido
com ún, la idea de que conocem os el m undo social de m anera directa y
59 Thom as, The Unadjusted Girl (1923), en On Social Organization and Social Personality,
231.
60 Thom as, «Définir la situation» (1923), en L'école de Chicago, 80.
61 Thom as y Znaniecki, The Polish Peasantin Europa and America, t. 2 ,18 6 2 . Stonequist irá
de cierta manera aún más lejos cuando insistirá, a propósito del hombre marginal, sobre
la diferencia irreprimible que este puede experim entar entre estas dos dimensiones. Si
bien desde un punto de vista externo puede parecer en m uchos asp ectos socialm ente
adaptado a las situaciones, desde un punto de vista interno puede continuar definiéndose
por una fuerte sensación de m alestar, a causa de su incapacidad, personal y social, de
encontrarse en armonía con el mundo social. Cf. Everett V. Stonequist, The Marginal
Man, 201 y ss.
62 Thom as y Znaniecki, The Polish Peasant in Europa and America, 1. 1, p. 1. N ótese que el
libro parte con esta concepción de la vida moderna.
adecuada porque vivim os en él, es una representación falsa de la situación
del individuo en la modernidad. Cierto, por lo general las acciones habituales
son coronadas por el éxito, pero hay diferentes grados de éxito y los criterios
respecto del mismo son por otra parte ampliam ente subjetivos, y m uchos
de ellos se lim itan a elim inar un gran número de fracasos.
Este proceso conduce a lo que Thom as denom ina la individuación, y que
supone que el sistem a de las costumbres (habit system) del grupo cambia
m ás lentam ente que el sistem a de estim ulación del individuo63. La m oder
nidad pasa a ser el escenario de verdaderos conflictos y discordancias para
definir las situaciones:
* * *
no ha sido otra cosa que una herramienta, nada m ás que andam ios de los cuales hay
que liberarse una vez alcanzado el objetivo — construir una perspectiva particular dr>
la vida social— . Cf. Erving Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienn. La présentation
de soi (París: Minuit, 1973) 240. Para una lectura del conjunto de la obra de Goffman
que minimiza justam ente este tipo de presentación, cf. Isaac Joseph, Erving Goffman
et la microsociologie (París: PUF, 1998).
4 Las relaciones entre Goffman y la tradición de Chicago, incluso con el interaccionismo
sim bólico (con el cual siem pre negó cualquier filiación) han sido estudiadas en varias
ocasion es. Para un estudio de las im plicancias analíticas de la tradición d e Chicago y
especialm ente del con texto d e la ciudad en la obra de Goffm an, cf. Ulf Hannerz, «L.i
ville en scéne: les contes de Goffman», en Explorer la ville (París: Minuit, 1983), 254-300
Para una presentación crítica de las múltiples influencias sucesivas reconocibles en
su obra, ver la excelente puesta en perspectiva de Randall Collins, «Erving Goffman
and the Developm ent o f M odern Social Theory», en Jason Ditton, ed., The Viewfrom
Goffman (Londres: The MacMillan Press, 1980), 170 -20 9 .
5 Es por lo dem ás la exactitud y los límites de la crítica que Gouldner dirige a la obra dr
Goffman, a saber, que esta no sería más que un reflejo, desgraciadam ente ampliamentr
desocializado, de lo propio de los estratos m edios «cuellos blancos» estadounidenses,
para quienes la preocupación por el rostro y la presentación es un requisito direcln
del trabajo al interior de las grandes organizaciones, o incluso de la separación entrr
esto s trabajadores de la relación entre el aporte individual y la recom pensa social. Cl
Alvin W. Gouldner, The coming crisis o f Western Sociology (Londres: Heinemann, 1971),
especialm ente 378-390. Cf. tam bién para una posición sem ejante en ciertos aspectos,
George Gonos, «The Class position o f Goffm an's sociology: social origins o f an American
structuralism », Jason Ditton, ed., The Viewfrom Goffman, 134-169.
Es en este segund o n ivel de sign ificad o que p u ed en com pren derse
num erosas am bivalencias de sus fórm ulas y de sus libros, que pueden ser
interpretados a ratos como análisis descriptivos de las interacciones coti
dianas o como m odelos prescriptivos. Sin duda es excesivo leer la obra de
Goffm an en la línea de los antiguos m anuales de buenos m odales. Goffm an
no prescribe recordando los buenos m odales y el respeto a la tradición, sino
que extendiendo la reflexividad al ámbito privado. El «cómo hacer» desplaza
y reem plaza el «qué hacer».
Pero todas estas dim ensiones, por im portantes que sean, deben subor
dinarse a la problem ática de la disyunción entre la objetividad y la subjeti
vidad. Olvidar este aspecto transform a el aporte intelectual fundam ental
de G offm an en un mero testimonio, por añadidura m ás o m enos autobio
gráfico, de nuestra m odernidad . Después de todo, en la historia abundan
ejemplos en que el desm oronam iento de un m arco social es com pensado
por la inm ersión de los individuos en su fuero privado o interno7. Una in
terpretación insuficiente de su obra consiste así en reducirla a una de las
múltiples versiones sociológicas del abandono de las interpretaciones de
lo social en térm inos de relaciones sociales estructurales y del desliz hacia
lecturas m eram ente interaccionistas. De este modo, G offm an sería m enos
el sociólogo de una de las dim ensiones centrales de la m odernidad que el
héroe de una coyuntura bien precisa, m arcada por la desaparición de un
conjunto societal organizado.
Sin embargo, si es la distancia matricial la que debe ser considerada como
el verdadero telón de fondo intelectual de su obra, la situación dem ocrática
a partir de la cual despliega sus análisis y extrae su m aterial de reflexión,
está lejos de ser puramente anecdótica. De hecho, es a partir de la conver
gencia analítica de estos dos órdenes de problem ática que se desprende lo
propio de su obra. Esta es la razón por la cual pocos ejem plos m uestran tan
claramente la visión que se form aba Goffm an sobre el m undo social, como
la reflexión que realizó a propósito de la fila de espera durante transacciones
en los se rv ic io s . Símbolo de la democracia, la fila impone prescriptivamente
II. ¿E x iste un su je to ?
11 Ibíd., 33-
12 Ibíd., 4 0 y ss.
13 Ibíd., 2 8 .
apariencias y la realidad hay «una correlación estadística y no una relación
de necesidad»'4. N ótese que se trata sim plem ente de la construcción de
otro modelo de im plicación de los individuos en la sociedad: en contra del
m odelo parsoniano que supone una fuerte identificación del individuo con
sus roles sociales (todos los demás casos son figuras anómalas), Goffman
propone un modelo basado sobre la existencia de una distancia irreductible
entre el individuo y la sociedad, donde el verdadero problem a consiste en
dosificar su im plicación en la interacción.
14 Ibíd., 72.
15 Isaac Joseph, «Erving Goffman et le problém edes convictions», en Leparlerfrais d'Ervimi
Goffman, 19.
actor, ¿cómo no ver en esta actitud, a m enudo practicada por individuos
som etidos a situaciones de subordinación estatutaria, un rasgo propio de
una sociedad igualitaria, donde cada uno está obligado a reestablecer una
igualdad form al, incluso tras bam balinas, con otro?
En este contexto, la interacción existosa es aquella donde los actores
ponen entre paréntesis lo que pueden conocer por otro lado de la persona
enfrente, aceptando la presentación que ellos dan de él, proyectando una
imagen de sí mismo y del otro aceptable para ambas partes y comprometién
dose a ayudar al otro a m antener la im presión que él se em peña en producir
de sí m ism o’7. En donde «queriendo salvar la cara del otro, se debe evitar
perder la propia y, tratando de salvar la propia cara, hay que cuidarse de no
hacerla perder a los otros» . Lo propio de las interacciones en las sociedades
dem ocráticas igualitarias es justam ente su fragilidad constitutiva, el hecho
de «que las impresiones que se dan en las representaciones cotidianas están
expuestas a rupturas»'5. Un desajuste que puede ser el resultado de acciones
más o m enos involuntarias, de torpezas, de intrusiones intem pestivas, de
pasos en falso o de «escenas» en las cuales el actor term ina por destruir la
cortesía necesaria de los consensos. Pero para evitar estas desaventuras, se
desarrolla todo un conjunto de elem entos. Por lo dem ás, cuando G offm an
hace mención a ellas (las técnicas defensivas, las técnicas de complicidad con
otro compañero, las diversas manifestaciones del tacto), estam os obligados
a constatar la ruptura de tono que recorre su texto: pasa solapadam ente de
un análisis descriptivo a recom endaciones prescriptivas. Se supone que el
actor debe tener «com prom iso dramatúrgico», pero tam bién descollar en
la «circunspección dramatúrgica» . Las fronteras se confunden: se trata a
la vez de desarrollar un análisis sociológico, un m anual de buenas m aneras,
incluso de enunciar el ideal de sociabilidad de una sociedad dem ocrática2'.
en público a un com pañero de grupo; la necesidad de que cada equipo se asegure <lr
que, durante interacciones con otro equipo, ninguno de sus miembros form e paitr
de otro equipo; en fin, el interés para los equipos de controlar el entorno en el cu.il
se desarrolla la interacción. Cf. Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1 .
22 Ibíd., 105.
23 Ibíd., 125.
se trataba de m ostrar la excelencia de su rango a través del control de sus
em ociones, esforzándose lo m ás posible en reprim ir y reducir su región
posterior. Y mientras m ás lograba este control, m ás hacía valer su grandeza
personal. El individuo de la sociedad dem ocrática de m asa está som etido
a una prescripción m ás contradictoria: si su sinceridad es definida por su
capacidad de expresar públicamente lo que siente14, no tiene empero derecho
a exteriorizar su m al hum or en público, aunque no sea nada más porque los
demás, sus iguales, no tienen que soportarlo. Ciertamente, y como lo señala
Goffm an mismo, entre miembros de un equipo o en una relación profesional
jerárquica se puede dar rienda suelta al mal humor, pero se trata m ás bien
de casos aislados. El individuo m oderno está som etido a una etiqueta laxa,
inestable e incierta, ya que al m ismo tiem po se le exige que sea auténtico
y deferente. El control de sí m ism o es el «tributo» que el individuo debe
rendir al culto de la persona, que es lo propio de una sociedad en la cual
se está obligado a controlarse. La dignidad dem ocrática, y su corolario, las
jerarquías y distinciones sociales, son una versión desencantada del rango
aristocrático. Y «mientras m ás alto el rango, m ás vastos son los territorios
del Yo y m ás estricto es el control de su acceso»25.
El problem a de la diferencia
24 Para una interesante presentación de e ste giro decisivo, ver el análisis propuesto por
Béjar de la obra de Choderlos de Lacios. Cf. Helena Béjar, La cultura del yo (Madrid:
Alianza, 1993), 4 9 - 6 4 .
25 Erving Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, t. 2, Les relations en public (París:
Minuit, 1973), 54. V en el mismo sentido, «mientras más importancia tiene el rostro que
pretende mantener un interactuante, m ayor es el riesgo de encontrarla en discordancia
con la realidad y, en consecuencia, más urgente es la necesidad de precaverse de ello».
Cf. Goffm an, Les rites de l’interaction, 16.
/ r 26
m ism a del problema del vinculo democrático . El estigmatizado es menos
un tipo de persona que un punto de vista, un rol, que se puede interpretar
dependiendo de los momentos. A diferencia de la comunidad, que se basa
en una imagen consensual de la subjetividad (un modelo de hombre al cual
deben asem ejarse todos los individuos), la sociedad democrática moderna,
debido a que este modelo antroposocial dominante no existe más que hueco,
hace del problema del estigma la cosa mejor com partida del mundo.
Desde este punto de vista, se detecta una profunda continuidad entre
Internados y Estigma. Más allá de las críticas que surgen en Internados (el
carácter inhum ano de las instituciones, la decadencia m oral con que estas
m arcan a los individuos, el institucionalismo enfermizo que generan), la obra
se centra en torno a la gran contradicción reconocible entre la existencia
de instituciones totales y los principios form ales básicos de la sociabilidad
democrática. Las instituciones totales son estos lugares donde los individuos
residen o trabajan, aislados del resto de la sociedad, durante un lapso de
tiem po no despreciable, com partiendo la rutina cotidiana y donde, espe
cialmente, se controla casi la totalidad de la experiencia. Goffm an subraya
con fuerza la sem ejanza de todas las instituciones totales, las que, mucho
m ás allá de sus características propias, ejercen las m ism as fun cion es".
Especialmente, Goffm an va a centrarse sobre el hecho de que, en estas
instituciones totales, a los individuos se les despoja de sus identidades ante
riores. Es por lo cual habla incluso de una carrera moral del enfermo mental:
el proceso mediante el cual este se desprende de su antigua identidad y pasa
a ser un individuo som etido y dócil a la institución, después de toda una
serie de m ortificaciones. En estas instituciones se produce una verdadera
(re)socialización. Más aún, ellas generan toda una serie de adaptaciones
secundarias que son, según Goffm an, la prueba m ism a de su instituciona
lismo mórbido. No se trata en efecto sino de acciones que apuntan a obtener
26 Sobre este punto, los cincuenta años que nos separan del libro de Goffman han sido
escenario de un cam bio importante. Goffman puede aún hacer referencia a un modelo
antroposocial claram ente dom inante (como él lo hace por ejem plo en Stigm ate [París:
Minuit, 1975], 151), frente al cual, los dem ás, la gran mayoría de los individuos, solo
pueden experim entar su diferencia. Toda norma de identidad crea una desviación,
com o lo señala Goffm an, pero la ausencia de toda norma central de identidad produce
la explosión centrífuga de las minorías.
27 Goffman distingue cinco: las que se ocupan de las personas parcialmente discapacitada',
e inofensivas: orfelinatos; las destinadas a personas que no pueden llevar una vid.i
de manera independiente: hospitales y asilos (objeto específico de su libro); aquellas
destinadas a proteger la sociedad de individuos peligrosos: las prisiones; las destinada',
a aum entar la eficacia social: cuartel, Internado, barcos; y finalmente, aquellas que son
una suerte de refugio frente al mundo: m onasterios. Cf. Erving Goffm an, Asiles (París
Minuit, 1968), 46-47.
pequeños privilegios en tom o al placer por lo prohibido28, pero que muestran
igualm ente todos los esfuerzos que el individuo hace para distanciarse del
rol y del personaje que la institución le asigna. En todos los casos, se trata
de m ecanism os de defensa del yo, de formas de resistencia pasiva, mediante
las cuales el individuo se opone al sistem a aunque sin poder cambiarlo, una
«forma particular de ausentism o que consiste en tom ar sus distancias, no
en relación con una actividad, sino respecto de un personaje prescrito»” .
Subrayemos que la crítica que realiza Goffm an al conjunto de las institu
ciones totales, y en particular a las del ámbito médico, se hace en nombre
de la dignidad del individuo dem ocrático30. Aunque G offm an no la expresa
necesariam ente en estos térm inos, allí es donde se encuentra lo m edular
de la denuncia. Es a partir de ella que la contradicción subyacente al asilo
se hace escandalosa, cuando los hom bres son tratados como m ateriales,
con «las m ism as características que los objetos inanim ados»3'. Desde este
punto de vista, y a pesar de que algunos intérpretes tienden a leer Intern a
dos en continuidad con el estudio de Foucault sobre la locura, la diferencia
no podría ser m ás grande entre ambos autores. Para Goffm an, se trata de
oponerse, en aras de la dignidad hum ana tal como ella es sancionada por la
sociedad democrática, a estos bolsones de contradicción que subsisten. Las
instituciones totales son de hecho una suerte de dilem a organizacional en
una sociedad democrática. Sobre todo para Goffm an, y de m anera bastante
opuesta a Foucault, «en la m edida en que el número de “enferm os m entales”
que vive fuera del hospital se acerca al de los internados o incluso lo supera,
se podría decir que son m ás bien las contingencias de la vida que llevan a la
decisión de internar, m ás que la enferm edad m ental m ism a»32. De m anera
inversa, para Foucault, la reclusión de los individuos es el verdadero telón
de fondo de la sociedad m oderna, marcada por la obsesión de la reclusión
y de la clasificación — los locos en el asilo, los enferm os en el hospital,
28 Ibíd., 9 8 -10 0.
29 Ibíd., 243.
30 Por otra parte, Goffm an subraya incluso las incom patibilidades existen tes entre estas
instituciones totales y la retribución del trabajo o la vida familiar en las socied ad es
m odernas. Tensión constante que es justam ente utilizada «com o una palanca útil para
el m anejo de los hom bres». Cf. Erving Goffm an, Asiles, 56.
31 Ibíd., 12 1. N otem os qu e durante una con ferencia previa a la publicación de Asiles,
Goffm an había hablado de los individuos en térm inos de «desech os» con el fin de
acentuar bien la función de estas instituciones y la contradiccón de tratam iento al cual
som etían a los individuos. Para una presentación de esta conferencia y del animado
debate que siguió, cf. Erving Goffm an, «La persuasión interperson n elle»(i957), en Les
moments et leurs hommes, 114 -14 2 .
32 Goffm an, Asiles, 189.
los delincuentes en la prisión— . Las instituciones totales son el corazón de
una m odernidad incapaz de dejar un espacio a la diversidad y que apunta
a la norm alización de todos los individuos. G offm an cree en el poder y en
la ley, o m ás bien, cree en la separación del poder y de la ley. Foucault no ve
en la ley m ás que la aplicación quirúrgica de una form a de poder.
La influencia determinante del ideal democrático en esta representación del
sujeto queda aún m ás m anifiesta en el análisis que Goffm an da del estigma
tizado. Este es «el individuo a quien algo descalifica e impide ser plenamente
aceptado por la sociedad»33. Pero Goffman es muy cauteloso en señalar, como
lo hará a propósito de la realidad, que es necesario razonar en términos de
relaciones y no de atributos34: observación clave que, a su manera, explica el
carácter general de la problemática de la estigmatización. El estigmatizado y
el norm al son resultado de un proceso social, «no son personas sino puntos
de vista»35. En el fondo, y aun cuando por esta vía se radicalice el punto de
vista de Goffm an, el estigm a solam ente existe cuando hay desacuerdo en
tre una identidad social virtual y una identidad social real, entre lo que se
supone que el otro es y lo que él es verdaderam ente. La im portancia de esta
distancia se vincula fuertem ente con el marco dem ocrático mismo, donde
resulta muy difícil aceptar el estigma del otro y a veces confesarse a sí mismo
el rechazo del estigma, lo que conduce a los individuos a racionalizar sus
conductas respecto de los estigmatizados. Cuando se exam ina más de cerca
la cuestión, no existe tanto un problem a del estigmatizado como un dilema
dem ocrático de la interacción. El estigmatizado se percibe como si tuviera
la m ism a concepción de la identidad que los norm ales (carácter universal
del individuo democrático), pero recibe diariam ente la prueba de que él es
diferente y especialm ente que los demás no tienen para con él el respeto o
las consideraciones a los cuales cree tener derecho.
En los contactos m ixtos entre estigmatizados y norm ales se juega, como
dice Goffm an, «una de las escenas prim itivas de la sociología», de hecho la
esencia de la interacción democrática. Incierta y aleatoria, se basa, como
toda interacción, en una exigen cia de tacto que tom a em pero un cariz
distinto. La preocupación por el tacto pasa a ser particularm ente incierta
a propósito del estigmatizado. Él no sabe nunca en realidad lo que el otro
piensa de su identidad, y los norm ales deben encontrar una manera de llevar
a cabo esta interacción. «Nos parece que, si simpatizamos sin rodeos con su
condición, corremos el riesgo de extralim itam os en nuestros sentimientos;
36 ibíd., 30.
37 Ibíd., 9 9 -
38 Ibíd., 72.
39 Ibíd., 93.
40 Ibíd., 152.
«una pequeña habitación estrecha donde hay m ás puertas y más razones
psicológicam ente norm ales para salir que todo lo que pueden im aginar
aquéllos que son siempre leales con la sociedad situacional»4’.
Para dar cuenta de esta situ ación G o ffm an introd u ce la n o ción de
«identidad para sí mismo», con el fin de «analizar lo que el individuo siente
respecto de su estigma y lo que hace respecto del m ismo»42. A partir de esta
dim ensión, G offm an señala en prim er lugar el sentim iento irreprim ible
de ambivalencia, que queda claramente demostrado por las actitudes del
estigmatizado respecto de sus semejantes, en función de la visibilidad del
estigma, o incluso sus reacciones frente a los diversos profesionales que le
aconsejan develar u ocultar dicho estigma. El resultado es que el individuo
gana en reflexividad lo que pierde en autenticidad; y al final experim enta
una pérdida de intimidad en la m edida en que todos estos consejos afectan
a partes profundas de su personalidad. El individuo term ina agobiado entre
una pertenencia a su verdadero grupo y su deseo de existir fuera de este.
A propósito de esta problemática, Goffm an cambia de tono una vez más.
El análisis cede el paso, de m anera solapada pero decidida, a los consejos; la
sociología pasa a ser un tratado de buenos modales43. El proceso es siempre el
mismo: mientras más impacta un estigma al individuo, más debe empeñarse
en mostrar a los demás que él posee el yo subjetivo estándar; mientras más le
cuesta a los dem ás olvidar su estigma, más debe el individuo estigmatizado
esm erarse en reducir la tensión, en rom per el hielo. Así, los norm ales se
encuentran a salvo del sufrim iento y de la injusticia que los estigmatizados
experimentan: «Se solicita al individuo estigmatizado que reniegue del peso
de su carga y que nunca deje pensar que al arrastrar esa carga ha pasado a
ser diferente a nosotros. Al m ismo tiempo, se exige que se mantenga a una
distancia tal que nosotros podam os soportar sin pena la imagen que nos
form am os de él. Así, una aceptación fan tasm a se encuentra en la base de
una n orm alidad fantasm a»**. El estigmatizado debe ser para los dem ás lo
que los dem ás le rehúsan que sea para ellos, situación ambivalente en la
cual, no sin paradoja, obtiene su m ayor m argen de maniobra.
La centralidad del estigm atizado en la sociedad dem ocrática no puede
ser expresada con m ás claridad. El estigm atizado, en un único y mismo
m ovimiento, pertenece a la sociedad pero es tam bién, indefectiblemente,
diferente. Los dos procesos son el resultado de una construcción colectiva:
41 Goffm an, Behavior in Public Places (Glencoe, IL: The Free Press, 1963), 341.
42 Goffm an, Stigmate, 128.
43 Ibíd., 138- 143.
44 Ibíd., 145.
es la sociedad dem ocrática m oderna que pretende ser una sociedad de
integración, es la sociedad dem ocrática m oderna que produce toda una
serie de patologías de integración. La tensión a la cual es som etido hace
del estigmatizado una figura em blem ática de la sociedad dem ocrática m o
derna: en donde ninguna discrim inación es legítim a, en donde todas las
discrim inaciones son de rigor, en donde todos son iguales, sin que nadie
lo sea verdaderamente. El estigm atizado no hace m ás que visibilizar esta
tensión45. G offm an, en el fondo, se vuelve a encontrar con el problem a
sociológico mayor de una sociedad dem ocrática, tan bien planteado por
Tocqueville, es decir, el de la distancia social y de la discrim inación, en un
contexto que m ultiplica las ocasiones en que un individuo, norm al en un
contexto, puede ser estigm atizado en otro.
En libros como Estigm a o Intern ados es donde aflora con m ás fu erza
la verdadera naturaleza de la obra de Goffm an. Más allá del tono de estos
libros, ¿cómo no ser sensible a sus esfuerzos por sensibilizarnos respecto de
los problem as de los estigm atizados, de la naturaleza particular de nuestras
interacciones con ellos? Sus análisis no están fuera de un contexto social,
com o se ha dicho a veces, y de m an era desenvuelta. Por el contrario, la
m inucia de la descripción de las situaciones sociales de los personajes es
siempre im presionante. Si la obra parece poco social es porque m oviliza, y
siempre de una m anera inextricable, otra dim ensión, la de la prescripción
analítica de los códigos de conducta entre individuos form alm ente iguales,
aunque siempre diferentes o desiguales. Sobre este punto, ningún ejemplo
es tan convincente como los análisis proporcionados por Goffm an acerca de
la necesidad irreprimible de consuelo, propia de los individuos m odernos.
La sociedad democrática m oderna debe siempre, y en todas partes, «calmar
al pánfilo»46; de mil maneras, se trata de lograr proponer al individuo una
definición de la situación que le ayude a aceptarla. Esta necesidad de ser
calmado, tranquilizado, consolado es de hecho consustancial a una sociedad
que instaura a los hombres com o lo s únicos amos de su vida y que los im
pulsa a una realización en principio ilim itada de sus propias posibilidades.
45 El tratam iento dado a la estigm atización por Goffman se asem eja al que G auchet y
Swain dan a la locura. Para esto s ú ltim os autores, el surgim iento de un saber sobre la
locura está íntimamente vinculado con la consolidación de una sociedad dem ocrática,
en donde, por primera vez, se plantea con toda su agudeza el misterio de la alteridad
del otro. ¿Cómo el otro, que es mi sem ejan te, pudo perder la razón? La interrogante
médica está m arcada por la realidad política de la sociedad dem ocrática. Cf. Marcel
Gauchet, Gladys Swain, La pratique d e l'esprit humain (París: Gallimard, 1980).
46 Erving Goffman, «Calm er le jobard: q u elq u es aspects de l’adaptation a l'échec» (1952),
en Le parlerfrais d ’Erving Goffm an, 2 7 7 -3 0 0 . En un sentido próxim o, cf. igualm ente
Erving Goffman, Asiles, 394 y ss.
U na sociedad en la cual los individuos son forzados a m antener la cabeza
en alto, perm anecer siem pre presentables. La tensión es tan fuerte, con
cluye Goffm an, que esta dificultad im pulsa cada vez m ás a los individuos
a recurrir a la ayuda de profesionales, como por ejemplo el psicoterapeuta.
Primero que todo, insistam os en la naturaleza única del sujeto que pre
senta G offm an a lo largo de sus libros. No hay, en efecto, una ruptura entre
el sujeto de Internados o Estigm a y el de la Presentación de la persona en
la vida cotidiana o de Ritos de interacción *. En todos los casos, siempre se
define al actor por su capacidad de dom inar sus im ágenes de sí mismo y por
la distancia entre su experiencia subjetiva y su identidad social. Es en el seno
de esta realidad de base donde emergen las diferencias: en Internados, los
individuos situados en un universo cerrado están m ás obligados a apoyarse
en sus propias fuerzas psíquicas para poner resistencia a instituciones que
apuntan a m odelar su identidad personal, después de haberlos despojado
de su identidad social50. En Estigma, la diferencia entre ideal de sí mismo
47 Goffm an, «Calm er le jobard: quelques asp ects de l’adaptation a l’échec», 296.
48 Goffm an, Les rites de I’interaction, 13.
49 Para lecturas que insisten sobre las dos representaciones del sujeto presentes en l.i
obra de Goffm an, cf. A lbert Ogien, «La décom position du sujet», en Le parierfrai\
d ’Erving Goffman, 10 0 -10 9 ; y Didier Lapeyronnie, D el’expérienceal'action, EHESS, tesi-,
de habilitación, 1992.
50 Especialmente los com entarios de Erving Goffman, Asiles, 372-374. Define «al individuo,
en una perspectiva sociológica, com o un ser capaz de distanciam iento, es decir, cap,1/
y las discapacidades, y las perturbaciones que ello puede producir, lleva
al individuo a defenderse gracias a una sim ulación. Si bien la actitud de
los norm ales es la m isma durante los rituales cotidianos de la vida social,
G offm an da cuenta del carácter m ás dram ático de la experiencia de los
actores estigmatizados o colocados en instituciones totales, volviendo su
mirada hacia la interioridad del que finge, haciéndose «preguntas sobre el
estado mental de aquéllos que se entregan a esa práctica»5’ y, sobre todo,
m ostrando la am bivalen cia estructural de sus em ociones. Pero incluso
cuando da cuenta de las interacciones cotidianas entre actores norm ales,
los análisis de Goffm an no están exentos de un tono trágico. Insiste, por
ejemplo, en el hecho de la fragilidad constitutiva de las interacciones, sobre
la duda que asalta a los actores frente a las representaciones fraudulentas a
las cuales puede entregarse una persona, al igual que sobre las coacciones
contundentes que pesan sobre el individuo obligado a representar un rol
social: «Un actor solitario atormentado por la preocupación de su repre
sentación. Tras m uchas m áscaras y personajes, cada actor tiende a adoptar
una fisionom ía sincera, desprovista de todos sus ornam entos sociales, la
fisionom ía de alguien que está absorto, personalmente involucrado, en una
tarea difícil y falsa»52.
Se plantea así el problem a de la moral. Los individuos m odernos son
m orales, porque viven en un mundo donde las norm as son num erosas y
están presentes en todas partes, pero su preocupación mayor es «la cuestión
amoral del perfeccionam iento de una im presión capaz de hacer creer que
ellos están actualizando estas normas». Todos son entonces, dice Goffm an,
«comerciantes de la moralidad»53. Puede haber cinism o en esta frase, pero
se trata sobre todo de una definición plausible de los individuos m odernos,
y especialmente de una caracterización plausible de la relación con la moral
que experimentan individuos constantemente definidos por un sentimiento
de extrañeza, no respecto de sí m ismos, sino de sus identidades sociales.
De hecho, es la distancia con el rol la que permite dar cuenta de la to
talidad de estas actitudes, en el cruce de diversos órdenes analíticos. Por
una parte, dicha distancia remite a la matriz social en la cual se despliega,
al m enos im plícitam ente, el pensam iento de G offm an y es el resultado
57 ibíd., 76.
58 Ibíd., 238-239.
59 Goffman, Stigmate.
60 Goffm an, Les cadres de l'expérience, 137.
61 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1,2 3 8 .
62 Ibíd., 239 -
63
sano» . Sucede que el individuo es esta imagen: en un m undo de ficcio
nes, el ser se reduce al parecer. Y sin embargo, el individuo no puede ser
totalm ente esta imagen : hay una falla constitutiva de la persona human a
m oderna, establecida por su distancia respecto del m undo y la sacralidad
del sujeto. Y lo que es verdadero a partir desde un punto de vista externo
lo es aún m ás desde un punto de vista interno. En su experiencia subjetiva
inm ediata, el individuo tiene la sensación de no agotarse en la mirada de
los dem ás, de escaparse siempre de sus miradas, de ser tam bién otra cosa.
El individuo no definirá nunca verdaderam ente esta «otra cosa» por cuanto
esta experiencia no es en definitiva m ás que una consecuencia social de la
distancia creciente que siente en relación con el mundo, como asimismo
de la im posición, a través de la mirada de los otros, de la construcción de
u na apariencia normal. «La naturaleza m ás profunda del individuo está a
flor de piel: la piel de sus otros»65.
De hecho, el conjunto de estas consideraciones solam ente se comprende
cuando las vem os como efectos de un marco de interpretación. Es por esto
que «es necesario no pronunciarse en cuanto a su esencia respectiva» . No
64
existe por un lado la apariencia y, por otro lado, la realidad: el actor, y su rol
en la vida social, son entidades problemáticas cuyas definiciones sociales son
variables. Así, por ejemplo, lo que se denom ina individuo en un contexto,
se llam a rol en otro. La idea de la perm anencia no es entonces más que el
fruto de una convención en cuanto a la continuidad supuesta de las cosas
espirituales: en Occidente, dirá Goffm an, vivim os con la fuerte convicción
de que un individuo puede desplegar diversos roles en diferentes situaciones
sin dejar de ser el mismo individuo en cada ocasión . En efecto es difícil, en
Occidente, no form ular la hipótesis de que nuestros actos son la expresión
de un sí m ismo que subsiste detrás de nuestros roles . Aún m ás cuando,
como lo subraya Goffm an, la im presión de hum anidad que se desprende de
un individuo proviene muy a menudo de su distancia con el rol, distancia
69 ibíd., 291.
70 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, t. 2 ,18 0 .
71 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1 , 13-
que estas definiciones solo rara vez sean verdaderas invenciones interaccio
nistas, lo importante es que estas se perciben como problemáticas. Situación
inevitable en la medida que, incluso cuando el actor está involucrado en una
interacción, mantiene a menudo la capacidad de distanciarse de ella. «Esto
im plica entonces que ellos (los actores) se pregunten qué tipo de actividad
está en curso y si acaso hay engaño o sim ulación abierta»72. Mientras más
grande es el espacio (o la sensación de distancia) entre lo objetivo y lo sub
jetivo en la modernidad, m enos el actor está inm ediatamente seguro de l.i
pertinencia de sus análisis sobre el mundo y hacia los demás.
La realidad es múltiple
72 Goffm an, «Réplique á Denzln et Keller» (1981), en Lep a rlerfra isde Erving Goffman, 31H
73 Al inicio de su obra, y una vez presentada su problem ática general, Goffman recuerd.1
rápidamente algunos autores que se han interesado en esta problemática ((ames, Schut/,
Garfinkel, W ittgenstein, en fin, Bateson). Para una lectura de Goffman en sus vínculos
con la obra de Bateson y más am pliam ente con el «paradigm a de la comunicación»,
cf. Yves Winkin, La nouvelle communication (París: Seuil, 1981), 13-10 9 .
74 Dicho d e otra form a, los hom bres, a d iferen cia de lo que podía dejar entender l.i
posición de Thom as, no definen siem pre las situaciones. Muy a menudo, com o se
em peña en m ostrar Goffm an, operan en situaciones que ellos no definen y que ello-,
tienden incluso a «definir» im plícitam ente de la misma manera.
en la m edida en que estos se confirm an, y habitualm ente lo hacen, olvida
mos que lo hem os hecho” .
En su análisis, Goffm an distingue varios órdenes diferentes. Primero que
todo, está lo que él denomina los marcos prim arios, es decir, «un marco que
nos permite, en una situación dada, otorgar sentido a tal o cual de sus aspec
tos, el cual de otra m anera estaría desprovisto de significado»76. Se trata de
marcos que no se relacionan con interpretaciones previas u «originarias»77.
Son estos marcos, en sí poco problemáticos, que van a experim entar una
serie de transformaciones.
Pero lo que interesa más a Goffm an es que toda secuencia de actividad
puede conocer dos tipos de transformaciones: en clave (keying) y fabricación.
Por transformaciones en clave entiende «un conjunto de convenciones me
diante el cual una actividad dada, ya provista de un sentido por la aplicación
de un marco primario, se transforma en otra actividad que toma a la primera
como modelo, pero que los participantes consideran como ostensiblemente
diferente» . Por ejemplo, el acto de drogarse es un acto instrum ental no
transformado, una experiencia científica con estupefacientes es una trans
formación en clave. Una transformación de clave puede producir una acción
que literalm ente no ha sucedido, aunque sí se ha dado su producción. Una
acción no literal se efectúa si uno cum ple con las prácticas vigentes (como
en los casos en que se finge o en las diversas experiencias de reiteraciones
técnicas en el curso de la vida social, por ejemplo, el aprendizaje de una
tarea, las dem ostraciones, las grabaciones, los juegos de roles en terapias,
etc.). De hecho, cada transform ación en clave agrega una capa o un estrato
adicional a la actividad: un estrato profundo (que absorbe por ejemplo a
los que participan en una actividad dramatúrgica) y un estrato externo, la
franja del marco, el estatus de la actividad en el m undo real™.
A esta prim era form a de transform ación se añade una segunda, la fabri
cación. «Se trata de los esfuerzos deliberados, individuales o colectivos,
destinados a desorientar la actividad de un individuo o de un conjunto de
individuos y que van hasta falsear sus convicciones sobre el curso de las
cosas» . A diferencia de la transform ación en clave, en donde todos los
La realidad es frágil
82 Ibíd., 320.
83 ibíd., 352.
84 Ibíd., 370.
85 Ibíd., 412.
86 Ibíd., 413.
en destruir su propio espectáculo. U na situación com pletam ente diferente
es cuando se trata de am enazar la relación entre los márgenes y la actividad
central y de cuestionar un marco dom inante. Es así como los subalternos
«utilizan las rupturas de m arco para echar a perder una situación» . Hay
así rupturas de m arcos que apuntan a desconcertar y desacreditar a un
adversario, trasgrediendo las reglas de enm arque de la interacción que
contribuyen a m antenerla. Se apunta entonces a la vulnerabilidad de la
experiencia enm arcada, com o en las prácticas de com plot social, donde
lo que es central es la pertinencia de la am enaza sobre el m arco y no la
m agnitud del impacto o del desorden. Mediante esta vía, Goffm an llega a
una definición del poder como capacidad de reestructurar radicalmente el
curso de las cosas .
La realidad es furtiva
87 Ibíd., 417.
88 Ibíd., 4 3 8 .
89 Ibíd., 477-4 78.
y m ismo campo de análisis, el cual tendría por verdadero objeto el conjunto
de los diferentes ámbitos de existencia y en el cual la vida cotidiana no sería
un ámbito opuesto a todos los demás, sino uno entre otros»90. Por lo demás,
esta es la razón principal por la cual el anclaje de una actividad enmarcada
en el curso de los acontecimientos es de la m isma naturaleza que el de las
transformaciones en clave y de las fabricaciones: «las modalidades según las
cuales una actividad se inscribe en el curso del m undo son, paradojalmen-
te, de la m isma naturaleza que aquéllas mediante las cuales se tram a una
im postura»9'. Se puede comprender nuestro sentido común de la realidad,
estudiando la m anera en que la falsificam os o la imitamos.
La sospecha goffm aniana sobre lo real puede interpretarse como una
extensión de un tem a literario o epistem ológico clásico en la sociología.
Pero esta sospecha tam bién ha hecho evolucionar su pensamiento desde
una m atriz crítica del m odelo sociológico norm ativo de Parsons, a una
m atriz sociológica cognitiva. De hecho, Goffm an resume, mejor que nadie,
esta evolución de fondo de la sociología contemporánea: la transición del
actor que interioriza las norm as y que se integra a una situación, a un actor
definido por la distancia con la situación y, por lo tanto, comprendido en
térm inos cognitivos.
Nótese sin embargo que, a diferencia de posiciones filosóficas radicales
que cuestionan lo real como tal, Goffm an despliega su argum entación al
interior de un marco de buen sentido. O m ás bien, señala que el hecho de
cuestionar la totalidad de lo real impide producir el análisis que él propone.
Su objetivo es complejizar el vínculo entre lo real y lo irreal, mostrando que
este no corresponde a otra cosa que una superposición de estratos de inter
pretación (transformaciones en clave y fabricaciones), que poseen ámbitos
de realidad diferentes. Lo que le interesa no es el carácter ontológico de lo
real, sino nuestra capacidad social y cultural para definir lo que sucede en
un m omento determinado.
Para hacerlo, Goffman no inscribe su reflexión en un marco estrictamente
pragmático ni en un m arco estrictamente fenomenológico. No se conforma
con una concepción de lo real vinculada al éxito de una actividad y tampoco
reduce lo real a las condiciones intersubjetivas (o propias a la conciencia
humana). Pero lo real tam poco está inscrito en el lenguaje como tienden a
señalarlo ciertas corrientes etnometodológicas. Para Goffman, el problema
de lo real surge de la distancia entre lo objetivo y lo subjetivo, y la sospecha
hacia él es ante todo el fruto de una experiencia social, la de una sensación
90 Ibíd., 555.
91 Ibíd., 2 4 5 -
de extrañeza, radical o m om entánea, en el m undo social. El individuo no
está incrustado en un orden social, no está sólidam ente «arraigado» a lo
cotidiano, por el contrario, se define especialm ente por su distancia y su
voluntad de distanciam iento de las situaciones, com o asim ism o por su
esfuerzo por im poner u na definición de ellas. La instantaneidad de las
situaciones explica en parte su carácter furtivo. En todo caso, está conven
cido de que «nuestra m anera de ser en la vida tiene en parte este carácter
de instantáneo»” .
Pero la im portancia de la sospecha en cuanto a la realidad de las situacio
nes y de sus definiciones no debe hacer olvidar que, para Goffm an, ambas
echan raíces en m arcos extrasituacionales, de donde los individuos extraen
una parte de sus inform aciones, lo que les perm ite aplicar convenciones
sem ejantes a toda una clase de acontecim ientos y de situaciones. Goffm an
hace incluso una distinción entre «lo que depende de la situación y lo que
está en situación »’ 3 con el fin de subrayar claram ente la especificidad de
los niveles de la vida social, la autonom ía relativa del orden de la inte
racción en relación con los elem entos m acrosociológicos de la sociedad.
G offm an habla, a propósito de las sociedades m odernas, «de un vínculo
no exclusivo, de un “acoplam iento vago” entre prácticas interaccionales y
estructuras sociales», vale decir hasta qué punto, «las categorías m ism as
no se corresponden térm ino a térm ino con ningún elem ento del m undo
estructural»; se trata m ás bien de un «filtro que selecciona la form a en que
diversas distinciones sociales, externamente pertinentes, serán tom adas en
cuenta en el curso de la interacción»94. Goffm an es aún m ás explícito: «la
dependencia de la actividad interaccional respecto de elem entos exteriores
a la situación — hecho descuidado de form a característica por aquellos que
nos interesam os en las situaciones de cara a cara— no im plica empero una
dependencia respecto de las estructuras sociales»95. Fórm ulas precisas y
explícitas que delim itan todo lo im plícito y toda la am bigüedad que existe
en el orden de la interacción. Sea cual sea el valor heurístico de la idea de
un acoplam iento vago, su lugar no puede ser m ás que central en la filosofía
social que Goffm an elabora sobre la modernidad. Esta form a de articulación
explica la incertidum bre innata que atraviesa su obra.
* * *
92 Goffm an, «Réplique á Denzin et Keller» (1981), en Leparlerfrais de Erving Goffman, 319.
93 Goffm an, «L’ordre de l’interaction», en Les moments et leurs hommes, 208.
94 Ibíd., 2 15-2 16 .
95 Ibíd., 216.
Se pueden proponer diversas interpretaciones de la obra de Goffman,
pero todas deben responder al problem a de la sospecha que la atraviesa y
la estructura. Su sociología, de hecho, está atravesada de cabo a cabo por
un extraño sentimiento, a saber, que
t Para una autopresentación de su recorrido intelectual en esto s térm inos, cf. Alain
Touraine, «A Sociology ofth eSu b ject» , en Jon Clark, Marco Diani, e d s Alain Touraine
(Londres: Falmer Press, 1996), 291.
2 Alain Touraine, Sociologie de l’action (París: Seuil, 1965), 120 .
3 Alain Touraine, Production de la société (París: Seuil, 1973), 37.
constituirse en una verdadera oposición («la desmodernización es ante todo
la ruptura entre el sistem a y el actor»)4. Su perspectiva intelectual es así una
transición entre una posición que enfatiza las dim ensiones objetivas de la
explicación sociológica hacia una interpretación ampliam ente centrada en
torno al Sujeto.
Aunque Touraine afirm aba en 1965 que «la problem ática de la acción ya
no es identificable con el m ovimiento de la historia»5, en muchos aspectos
queda claro que en este período la com prensión de la acción social está
subordinada a la evolución de las situaciones profesionales. Desde los años
sesenta, Touraine rompió abiertamente con toda veleidad de filosofía de
la historia y, sin embargo, su reflexión sigue siendo indisociable de cierta
concepción evolucionista de la sociedad. Su análisis parte del reconocimiento
de diversos m omentos en la evolución del trabajo obrero. Los avances de la
m ecanización conllevan en un prim er momento la desaparición de un gran
número de oficios calificados y un importante increm ento del número de
obreros especializados (no calificados). En un segundo momento, y luego de
que se instalara una nueva organización del trabajo con agrupación de tareas,
com plejización y autom atización creciente de la fabricación, el personal
calificado se acrecienta . Pero lo que interesa a Touraine es com prender el
sentido de esta evolución, es decir, la transición de un sistem a profesional
a un sistem a técnico de trabajo.
La transición desde un sistem a al otro pasa por tres fases, que Touraine
denom ina A, B, C: sucesivam ente, el predom inio del artesanado, la pro
ducción de m asa y la automatización. En cada una de ellas hay, aunque en
dosis bastante diferentes, la presencia de los dos sistem as de trabajo. En la
fase A hay una gran prim acía del trabajo profesional, incluso si la situación
productiva es ya la de la industria. En la fase B se yuxtaponen, por una parte,
el trabajo en serie y en la cadena de montaje, donde el obrero interviene aún
directam ente aunque sea de m anera parcial y repetitiva y, por otra parte,
una organización colectiva que dirige con fuerza la ejecución individual
del trabajo. Por último, la fase C es la del agrupam iento de las tareas, de
la autom atización creciente, aun cuando el trabajo de ejecución todavía
esté presente. Para Touraine es en la fase B, cuando el trabajo solo puede
8 Alain Touraine et al., Le mouvement ouvrier (París: Fayard, 1984), 70 y ss. Nótese sobre
este aspecto que la persistencia de este análisis a propósito del movimiento obrero
casi a lo largo de toda su vida da testim onio de la dificultad de trazar dem asiado
rápidamente una periodización de la obra de Touraine en tres fases, como asimismo
de evacuar, dem asiado esqu em áticam en te, tod o lo que sus análisis deben a la
manera en que concibe las situaciones sociales.
9 Edward P. Thom pson, Laformation de la classe ouvriére anglaise (París: Maison des
Sciences de l’Homme, 1988), 189 y ss.
10 Touraine, Sociologie de l’action, 170.
de Lukács, la voluntad de lograr articular la sociedad en su calidad de sujeto
histórico, supone la definición de un objetivo (enjeu) central que, tomado
en su m ás alta abstracción teórica, se encarna posteriorm ente en diferentes
conflictos y niveles sociales . Dicho de otra form a, es en relación con el
sujeto histórico que deben interpretarse las prácticas sociales. La dialéctica
entre el sujeto histórico y el sujeto personal es así, en este mom ento de su
obra, de una naturaleza m uy particular. Como lo adelantaba Touraine, «el
principio de análisis del sujeto personal es m uy sim ple: todas sus form as
son niveles de decadencia de un estado del sujeto histórico»’2. El estudio
del sujeto personal es directam ente proporcional al sujeto histórico, a con
dición de com prender debidam ente que el nivel del prim ero es tanto m ás
elevado en cuanto m ás asume, y profundam ente, una situación social. En
síntesis, el sujeto personal siempre debe analizarse con anterioridad a su
institucionalización.
Sin em bargo, el grado de im plicación del sujeto p ersonal en el sujeto
histórico nunca puede derivarse de la sola conciencia de los individuos y, en
consecuencia, m ientras m ás nos acercam os a la acción concreta (alejándo
nos del m áxim o de acción posible), m ás se deben aprehender las prácticas
en proxim idad con la experiencia vivida de los actores. La perspectiva se
diferencia así claram ente del funcionalism o parsoniano. En este último,
se parte de las orientaciones norm ativas de la acción para d escend er a
los com portam ientos, estableciendo una reciprocidad entre los atributos
del sistem a y las conductas sociales, m ientras que en el accionalism o de
Touraine, y a la inversa, se apunta a encontrar detrás de las instituciones
los proyectos de los actores; el análisis se hace pues en función del nivel de
im plicación en el sistem a de acción histórica, en térm inos de los m odelos
sociales y culturales a partir de los cuales se organiza la sociedad. De m a
nera m ás simple, entre el sistem a de valores y las norm as, Touraine ubica
las relaciones sociales de clases y la acción de los m ovim ientos sociales.
Esta concepción del sujeto histórico no podía sino llevar a Touraine hacia
una sociología de los m ovim ientos sociales. Y aun cuando no haya nunca
una correspondencia estrecha y precisa entre el sujeto histórico y las for
m as concretas que adoptan los m ovim ientos sociales, su significado debe
interpretarse en referencia con el espacio definido por el sujeto histórico.
11 Este proceso no se volverá explícito ni central sino en los años seten ta, pero la
intuición está ya p resente, activam en te, d esd e los añ os sesen ta . Cf. T ouraine,
Sociologie de 1‘action, 231 y ss.
12 Ibíd., 149-
La modernidad occidental, comprendida entonces como sociedad y civili
zación industriales, se define por la existencia de un lugar central y de un par
antagonista central de actores sociales. En este estadio, la concepción de la
modernidad que anima la obra de Touraine le debe aún mucho a la filosofía
de la Ilustración. Y sin embargo, la sociología de la acción se define como un
tipo de análisis en oposición al evolucionismo que nace en la filosofía de la
Ilustración y que se desarrolla a comienzos del siglo XIX. La verdad es que
la imbricación se sitúa en otra parte. La ruptura operada por la noción de
historicidad en relación con el historicismo, la transición de una sociedad
situada en la historia — y bajo la influencia del evolucionismo— hacia una
consideración activa de la historia al interior de una sociedad no debe, en
efecto, inducir a error. Si las sociedades industriales hacen su historia de
m anera más activa y explícita que las anteriores, es porque logran de manera
más clara autorrepresentarse en tanto que sistema de acción histórico. Así, el
par central de actores que Touraine revela en la sociedad industrial, los amos
de la producción y los trabajadores, participan activamente de los ideales de la
modernidad. Como otros hombres de la Ilustración, cree, y esto apesar incluso
de la fuerte influencia que el pesimismo crítico de Georges Friedman ejerce
en él, en el carácter progresista de la historia, en la progresión continua del
saber, en el aumento creciente del control de los hombres sobre su historia
a medida que estos abandonan las referencias a los antiguos criterios tras
cendentes de orden. Pero es posible empero afirm ar que, con Friedman, él
comparte en el fondo la idea de que el obrero calificado, incluso el artesano,
no solamente es un modelo histórico del trabajo humano, sino también, y
más profundamente, el criterio a partir del cual deben juzgarse las dimen
siones sociales y espirituales del trabajo en general'3. En todo caso, Touraine
es en esta época, inmediatamente después de la liberación y en plena fase de
industrialización de Francia, un m odernizador4. La representación que da
entonces del conflicto obrero en el centro de la sociedad industrial es una
mezcla de Saint-Simón y de Proudhon. Del primero rescatará la confianza en
el progreso y cierta filosofía implícita del cambio, al igual que una fascinación
por los profesionales y los ingenieros capaces de construir un nuevo mundo.
Del segundo retendrá, vía Friedman, un fragmento de nostalgia transfigu
rada en antropología prom eteica hacia una concepción del actor definida
por la experiencia de su autonomía y de su creatividad en el trabajo, ya que
13 Para una lectura de la obra de Touraine a partir de estos presupuestos, cf. Michael
Rose, «Alain Touraine: SociologueduTravail, Proudhonian, Pessimist», en Jon Clark
y Marco Diani, eds., Alain Touraine, 17-31.
14 Cf. sobre este aspecto el relato autobiográfico de Alain Touraine, Un désir d'histoire
(París: Stock, 1977).
«efectivamente es la noción de trabajo, o si se prefiere de creación, la que
constituye el principio central de toda sociología de la acción»'5.
Se trata de una verdadera dialéctica entre una concepción de la acción
humana y sus posibilidades de realización históricas. Por una parte, la con
cepción de la acción humana anima una «sociología de la libertad», la «bús
queda del movimiento mediante el cual las formas de la vida social son a la
16
vez constituidas y cuestionadas, organizadas y superadas» . Por otra parte,
una representación sociológica de las posibilidades de la acción histórica,
ubicada bajo la influencia de un modelo de análisis que afirm a la estrecha
correspondencia entre los niveles de conciencia de los actores y la evolución
de los sistemas de trabajo. Sin embargo, ¿cómo no reconocer en este período
y en el centro de esta dialéctica el predominio de las dimensiones objetivas?
Esta dialéctica donde priman las dimensiones objetivas va a dar paso a una
verdadera tensión entre ambas dimensiones en los trabajos, a menudo pre
monitorios, que Touraine dedicó a la sociedad programada. De hecho, desde
a fines de los años sesenta, dedica lo esencial de su reflexión sociológica a
la transición de un tipo de sociedad a otro. Sería falso ver en esta actitud un
simple legado del historicismo del siglo XIX. Mucho m ás profundamente,
se trata de uno de los efectos inducidos por la noción de Sujeto histórico,
que im pone siempre de cierta m anera una representación global de una
sociedad. De hecho, es debido a que las sociedades contemporáneas (y las
ciencias sociales) de a finales del siglo X X tienen dificultades para razonar
en términos históricos, que incomoda la estrecha imbricación de la socio
logía y de la historia presente en Touraine’7. El problema evidentemente no
es de naturaleza epistemológica, ya que no se refiere solamente a la m anera
en que las ciencias sociales razonan. Desde este punto de vista, la afirm a
ción que Touraine repite varias veces, según la cual no se trata de colocar
una sociedad en la historia, sino de ubicar la historicidad en el centro de la
sociedad , enuncia tan solo una parte de la verdad. Es la hipótesis histórica
que dirige el argumento del drama de la sociedad, incluso si el argumento
19 ibíd., 206.
20 Ibíd., 119 . Cf. tam bién para una presentación resumida, «N aissance de la société
program m ée», en Le retourde l'acteur (París: Fayard, 1984), 221-248 .
21 Para eliminar todo m alentendido, insistam os en que el sujeto histórico no designa
a un actor social sino que no es m ás que otro nom bre del cam po de historicidad
propio de una sociedad, es decir, el conjunto de orientaciones culturales y conflictos
sociales por los cuales esta se autogenera.
22 Cohén es muy crítico respecto de la circularidad del pensam iento de Touraine: hay
un nuevo tipo societal porque hay nuevos conflictos, hay nuevos conflictos porque
hemos entrado en un nuevo tipo societal. Cf. Jean Cohén, «Strategy or Identity: New
Theoretical Paradigms and Contem porary Social M ovem ents», Social Research, vol.
52, n.° 4 (invierno, 1985): 70 2 y ss.
23 Touraine, Production de la société, 7.
24 Alain Touraine, La société post-industrielle (París: Editions Denoél, 1969), 77-78.
m ovilizaciones ya no es solam ente la apropiación del lucro, sino el control
del poder en cuanto a decidir, influenciar y manipular. La dominación se
extiende de la empresa a todos los dem ás aspectos de la vida social, la con
ciencia de la explotación es reem plazada por la conciencia de la alienación
a m edida que los individuos deben enfrentar «una dom inación extendida a
un sistem a de producción que integra fabricación, información, form ación
y consum o más estrecham ente que antes»25. La nueva clase dominante, la
tecnocracia, basa su dom inación menos en la organización del trabajo que
en un control, a menudo m onopólico, del suministro y del procesamiento
de un tipo de información.
Pero para Touraine dos lim itaciones se im ponen en esta nueva form a de
dominación. Aunque literalmente está en todas partes, «proviene de alguna
parte, de los grandes aparatajes tecnocráticos, centros de dom inación que
constituyen la clase dirigente» . Por otra parte, y sea cual sea la extensión
de esta dominación, la sociedad debe siempre ser representada como un
campo de creación conflictivo. El orden social jam ás es total ni sin límites
y toda sociedad siempre es cruzada por rechazos, revueltas y conflictos.
Para Touraine, en una afirm ación que se acerca a las de Gramsci, es la débil
integración de las prácticas sociales y culturales que explica, incluso en un
cierto nivel, la posibilidad de la existencia de m ovimientos sociales. Dado
que la sociedad no se reduce a su funcionam iento27, la tarea de la sociología
no es otra que mostrar, tras el orden y el poder, el sistem a de acción histó
rico y las relaciones de clase, «mirar lo que está oculto, decir lo que está en
silencio, hacer evidente la falla de un discurso, la distancia de la palabra y
de la acción» . Pero la extensión y la transform ación de la dom inación son
tales que a menudo el actor no tiene otras posibilidades de resistencia m ás
que hacer un llamado a la naturaleza, a un cierto sustrato biológico con el
fin de ponerse a salvo de la intrusión del poder.
30 De todas estas luchas, es sin duda la lucha occitana la que será la acción colectiva
más estudiada durante este período. Cf. Alain Touraine et al., Le pays contre l’Etat
(París: Seuil, 1981).
31 Alain Touraine et al., Lutte étudiante (París: Seuil, 1978).
que fue el del movimiento obrero en la sociedad industrial y del movimiento
para las libertades cívicas en la sociedad m ercantil que le antecedió»32.
El análisis sociológico apuntaba por lo tanto a poner a prueba la validez
de la hipótesis de un nuevo sujeto histórico, centrado en torno al control
de los bienes simbólicos y susceptible de dar un m arco de referencia a la
fragm entación aparente de las prácticas33. Las luchas antitecnocráticas es
tudiadas, al enfrentar las bases m ismas de la sociedad programada, serían
reacciones contra los poseedores de los aparatos de gestión que, a través de
la estim ulación de falsas necesidades, im ponen sus proyectos34. Su oposi
ción se dirigía así contra el núcleo duro del poder tecnocrático, el control
ejercido a través de las industrias culturales. Las principales investigaciones
realizadas en esta época por Touraine, mediante la intervención sociológica,
apuntaban justamente a considerar los pros y los contras, proponiendo un
análisis sociológico en sí m ism o dependiente de la interpretación histó
rica35. La m eta era despejar, al interior de una coyuntura determinada, el
com ponente de movimiento social presente en toda una serie de nuevas
luchas sociales. En realidad, la tensión entre am bas hipótesis llevó a in
clinar progresivamente los análisis hacia una dependencia creciente de la
interpretación sociológica con un razonam iento de naturaleza histórica.
Ciertamente, Touraine se abstuvo de anular el análisis sociológico detrás
de la interpretación histórica, pero la recon stru cción de los diferentes
significados presentes en la acción rem itía siempre, en último análisis, a
una hipótesis de naturaleza histórica. De hecho, la naturaleza de la acción,
m arcada por una m ultiplicidad de sentidos, y especialm ente por la tensión
observable entre el antiguo mundo y la nueva sociedad, resulta indisociable
de su contexto histórico, única herramienta, según Touraine, que permite
verdaderam ente distinguir su nivel de significación. El análisis sociológico
solo es posible recurriendo a una interpretación histórica, donde el sentido
de la acción es extraído de una totalidad histórica en formación.
La tensión
36 Alain Touraine, Le communisme utopique (París: Seuil, 1980), especialm ente 189-193.
37 Ibíd., 15 1-15 2 .
38 Touraine, Pour la sociologie, 146. Para una visión de conjunto de estos nuevos conflictos,
cf. «Les nouveaux confllts sociaux» (1975), en Le retour de l’acteur, 249-269.
39 Touraine, Production de la société, 10 (la cursiva es de Touraine).
40 Ibíd., 10 (la cursiva es de Touraine).
entonces que «existe una tensión fundamental entre la historicidad de una
sociedad y el funcionam iento o la reproducción de una colectividad»4'. Se
trata por lo demás de una diferencia importante entre Touraine y los trabajos
de inspiración marxista. Para él, los movimientos sociales son culturalmente
orientados y no pueden comprenderse solamente como la manifestación de
las contradicciones objetivas de un sistema de dominación . La sociedad es
capaz de producir sus propias orientaciones, generar sus objetivos y su nor-
matividad, como asimismo cambiarlas, pero esta concepción prometeica de la
acción de la sociedad sobre sí misma es siempre comprendida, empíricamente,
a través de acciones colectivas cuyo sentido no puede ir más allá del sistema
histórico de acción de las cuales estas provienen.
Reveladora de estas tensiones, la interpretación fue blanco de tres princi
pales críticas. En primer lugar, dejarse llevar demasiado por una «sociología
de los albores», cayendo incluso en consideraciones proféticas en donde una
intuición de la historia se impone por sobre la representación de los hechos
sociales43. Luego, inclinarse en dem asía hacia una concepción prometeica
del actor y de la acción como capacidad radical de creación en el límite de
una filosofía del sujeto44. Finalm ente, y sin duda de m anera m ás central,
inclinarse ya sea hacia un nuevo avatar del determ inism o de la acción, o
bien por hacer coexistir dentro del accionalismo propuestas contradictorias
entre una concepción determinista de los tipos societales y una concepción
creadora de la acción social45.
En realidad, las tres críticas provienen de una sola insuficiencia. La creati
vidad se desprende progresivamente para Touraine de su arraigo en el trabajo,
sin lograr afianzarse en tom o a una concepción acabada del conflicto social.
Para él, «los hombres hacen su historia, no mediante sus intenciones y sus
valores, sino que a través del sentido de la acción que la sociedad ejerce sobre
41 ibíd., 60.
42 Touraine, La voix et le regard, 107.
43 Michel Amiot, «L'intervention sociologique, la Science et la prophétie. A propos d'un
livre de A. Touraine», Sociologie du travail 4 (1980): 4 15-424. Y para la respuesta de
Touraine en el mismo número, «R ép on seá Michel Amiot», 425-4 3 0 . Notem os que
ya se le había hecho la objeción, de una manera bastante sem ejante, en m edio de
los años sesenta, cf. Jean-Daniel Reynaud y Pierre Bourdieu, «Une sociolo gie de
l’action est-elle possible?», Revuefrancaise de sociologie 7, 4 (1966): 5 0 8 -517 ; y para
la respuesta de Touraine en el mismo número, «La raison d'étre d’une Sociologie
de l’A ction», 518-527.
44 Entre las diversas críticas que van en este sentido, cf. Alberto Melucci, «Sur le travail
théorique d’Alain Touraine», Revue francaise de sociologie 3 (1975): 359-379-
45 Cf. especialm ente la profunda crítica de Alan Scott, «M ovem ents o f M odernity:
Som e Questions o f Theory, Method and Interpretation», en Jon Clark y Marco Diani,
eds., Alain Touraine, 77- 91-
sí misma, acción a la vez subjetiva y objetiva, definida conjuntam ente por
una acumulación y un m odelo cu ltu ral» ". La im bricación entre las dim en
siones objetivas y subjetivas es m ás afirm ada que dem ostrada; en todo
caso, sigue siendo una posibilidad a menudo abstracta, cuyo significado
últim o remite al hecho de que el sociólogo conserva una representación
totalizadora de la historia. En el fondo, lo que es m ás problem ático en esta
época es la materialidad real de los conflictos sociales. Siempre y cuando la
sociedad industrial dispusiera, al menos en algunas de sus representaciones,
de un lugar social central y de una práctica social norm ativa — la empresa y
el trabajo, organizados am bos en torno a la producción— , la materialidad
del proyecto caía por su propio peso. Pero con la opacidad creciente, tanto
práctica como intelectual, del objetivo (enjeu) central de la sociedad progra
m ada y la dispersión de las luchas, el análisis corría el riesgo de perder todo
anclaje en lo real. De hecho, la doble tensión que atraviesa esta época del
pensam iento de Touraine proviene de este estado de hechos y de reflexión,
donde el análisis solo puede oscilar hacia elem entos objetivos com prendi
dos de m últiples m aneras (determinismos sociales; posiciones ocupadas a
niveles inferiores de acción - instituciones u organizaciones), o bien hacia
elem entos cada vez m ás voluntaristas de la acción social. En el corazón del
problem a está la insuficiencia teórica de la idea y de la práctica del conflic
to social y la articulación, a menudo solam ente abstracta, de los diversos
com ponentes de la historicidad (el m odo de conocim iento, la acumulación
y el m odelo cultural). Surge una distancia analítica entre las dimensiones
objetivas, en sí enm arañadas y colm adas por una intuición histórica, y las
dim ensiones subjetivas, construidas a través de una concepción prometeica
del actor social.
Si en sus estudios sobre la sociedad industrial es innegable que la ba
lanza se inclina por el lado de las dim ensiones objetivas que determinan o
enmarcan la acción social, en los trabajos en tom o a los nuevos movimientos
sociales de la sociedad program ada la tensión es constante y permanece
irresoluta. Por lo dem ás, la respuesta que Touraine m ism o da a la ausencia
de luchas verdaderam ente portadoras de la nueva historicidad reproduce
esta m ism a tensión, ya que no se trata sino de una respuesta de naturaleza
histórica, según la cual los hechos observados, el flujo y el reflujo de los
nuevos m ovimientos sociales, no habrían sido más que la prim era ola, aún
inconsistente, de las luch as futuras de la sociedad program ada47. Hasta
el fin, la intuición histórica de partida sigue siendo operativa; informa la
El relato de la m odernidad
48 Se debe destacar sobre este asp ecto que en el programa de Investigación lanzado por
Touraine en torno a los nuevos m ovim ientos sociales, la sección que debería haberse
dedicado al estudio de la clase dirigente nunca fue llevada a cabo. Cf. Touraine, La voix
et le regará, 107.
base de la idea de sociedad y del orden social en que se forja la modernidad.
La búsqueda de un principio autofundador de lo social por sí m ism o se
hará (después de algunas transferencias de lo sagrado a lo político) a través
de un funcionalism o, al interior del cual es, en fu nción de su utilidad en el
m antenim iento del conjunto social, que van a juzgarse los actos humanos.
El equilibrio del conjunto social prim a sobre toda ética. Pasa a ser incluso,
por sí mismo, la m oral de los tiem pos m odernos. Pero este m ovimiento de
inscripción de la razón en el mundo tendrá también una pendiente subjetiva.
La m odernidad se em peñará en asegurar el control de las pasiones y de los
excesos, individuales y colectivos. Bajo form a de coacciones personales
internalizadas, la cortesía o la educación, como asim ism o mediante el mo
nopolio de la violencia legítima por el Estado, la razón terminará, en el mejor
de los casos, por encarnarse como una segunda naturaleza en los hombres
y, en el peor de los casos, por convertirse en una fuerza inquebrantable de
represión. Más aún: la m odernidad triunfante establecerá la ecuación entre
el progreso y la felicidad personal.
Pero si esta concepción de la m odernidad es m ás o m enos consensual,
es de su disolución que proviene la originalidad de la visión tourainiana. La
m odernidad adoptó la form a de un proyecto, al término del cual la felicidad
de los hom bres sería definitivam ente adquirida. El futuro, indefinido en sí,
se concebía como un mom ento posible de la reconciliación de los hombres.
Este proyecto se condensó en la noción de Razón, a la vez principio de
acción y de inteligibilidad, un principio presente en toda la realidad y que
garantiza la arm onía del mundo, en síntesis, un principio organizador de lo
real. Era la Razón objetiva. La crisis de la tradición trae la prim era inflexión:
la Razón deja de ser una econom ía general del m undo que estructura las
relaciones entre los hom bres. La descom posición estará m arcada, primero,
por el desm oronam iento; luego, por la ruptura del m onism o moderno. Es
talla así la form idable configuración autónom a de las fuerzas garantizadas
por la visión racionalista de la modernidad. No pudiéndose m ás concebirse
esta como puramente endógena, la m odernización invoca a la voluntad y la
nación como bases de la m odernidad. Pero su descom posición tiene espe
cialmente como resultado una explosión y un alejamiento de lo individual
y de lo colectivo, del ser y del cam bio. M ás sim plem ente, habrá por un
lado una nostalgia del ser y del Uno, de un principio único que estructure
al m undo y, por otro lado, el llam ado al Eros, el deseo. La crisis de la razón
objetiva tiene como resultado el triunfo de una razón subjetiva, es decir, la
alianza de una racionalidad instrum ental subordinada a una m era lógica
m ercantil y un llam ado al ser bajo form a de nostalgia com unitaria o de
visión hedonista. La comunidad y el consum o decretan la m uerte de una
modernidad occidental49.
El esfuerzo de Touraine consiste en ligar la descom posición del modelo
m aterialista m oderno a una recom posición, que encuentra en Descartes su
punto de partida m ás o m enos arbitrario. Una recom posición que se cons
truye contra el holismo (comunitario, totalitario) y contra el individualismo
(hedonista, consumo).
52 Cf. los com entarios de Touraine en este sentido en el prefacio de la segunda edición
revisada de Production de la société (París: Librairie Cénérale Francalse, 1993), 9-24.
53 Ibíd., 192.
54 Touraine, Critique de la modernité, 335.
Retorno sobre el Sujeto
desprendim iento del individuo creado por los roles, las norm as, los
valores del orden social. Este desprendimiento solo se produce por una
lucha cuyo objetivo es la libertad del Sujeto y cuyo medio es el conflicto
con el orden establecido, los comportamientos esperados y las lógicas del
poder. No se genera más que por el reconocimiento del otro como Sujeto,
tanto positivamente mediante la relación de amor o de amistad, como
negativamente a través del rechazo de lo que impide al otro ser Sujeto, ya
sea la miseria, la dependencia, la alienación o la represión .
55 Ibíd., 337.
56 Touralne, Pourrons-nous vivre ensemble?, 26.
A la antigua conflictualidad que oponía a actores que com partían un
mismo sistema de valores, suceden conflictos que corren el riesgo de oponer
en todo momento el mundo de la acción instrum ental y el de la cultura del
Lebenswelt, o m ás aún, la defensa de la identidad o el deseo de la comuni
cación. La sociología pasa a ser moral, intenta asegurar la comunicación,
a través de un discurso prescriptivo que apunta a articular lo objetivo y lo
subjetivo, la igualdad y la diferencia, ahí donde no hay más que aislamiento y
rechazo absoluto del otro. En todo caso, la invocación al Sujeto y al principio
no social que lo constituye está en la base de una reflexión ética, según la
cual es la relación consigo m ismo que com anda la relación con los demás .
Dicho de otra forma, Touraine reposiciona un principio no social en el centro
de las relaciones sociales. Para él, lo social no se define ahora sino por el
lugar que concede o niega a este principio no social que es el Sujeto. En su
punto de llegada, y contrariam ente a la historia del movimiento obrero, la
econom ía política de la opresión es reem plazada por una econom ía moral
de la dominación.
El equilibrio conflictivo que Touraine veía al inicio de los años 1990 entre la
racionalización y la subjetivación como posibilidad de la nueva modernidad
era, en el fondo, dem asiado inestable como para poder ser definitivo. En el
fondo, las dos fuerzas tienden a separarse: la sociedad de producción trans
form ándose en sociedad de mercado y la identidad personal recluyéndose
en una identidad com unitaria. El Sujeto pasa así a ser una fuerza cada vez
más difícilm ente identificable, socialm ente ubicado «entre el universo de
la instrum entalidad y el de la identidad, como la única fuerza que puede
detener su deriva y su decadencia, como un principio de reconstrucción de
la experiencia social»58. Como lo señala justamente André Gorz, así con
cebido, el sujeto no puede ser estudiado, deducido o identificado a pariii
de m étodos empíricos positivistas, no puede sino ser estudiado a partir de
sus propias autoafirm aciones por sociólogos que se conciben a sí mismo*
como sujetos autoafirm ativos59.
La contextualización social del Sujeto pasa así a ser problemática, poi
cuanto este solo es concebido como la invocación a una subjetividad no
57 ibíd., 103.
58 Ibíd., 10 9 .
59 André Gorz, «Alain Touraine o le su jet de la critique», en Misére duprésent, richesv
du possible (París: Galilée, 1997), 199-226.
social, caracterizada únicam ente por la op osición a tendencias contra
dictorias. «El Sujeto no tiene otro contenido m ás que la producción de sí
mismo» °. Touraine se esfuerza empero por darle rostros analíticos. Vuelve
así sobre la Nación, interpretada como un Sujeto político m ediador entre
la internacionalización económ ica y la fragm entación de las identidades;
a la idea de etnicidad como una com binación, en la vida personal, de una
racionalidad instrum ental y de una identidad cultural; al rol decisivo de
las m ujeres en su m ayor capacidad, respecto de los hom bres, a com binar
ambas dim ensiones de la experiencia; a la dem ocracia como capacidad de
establecer una articulación entre estas dos m ism as dim ensiones; o m ás
aún, a la redefinición de la educación como capacidad de los individuos
de articu lar conjuntam ente sus u n iversos de p o sib les m ateriales y un
universo construido en torno a la cultura de la juventud. En este esfuerzo,
y para llevarlo a cabo, el Sujeto está obligado a despojarse radicalm ente de
toda influencia social, ya que, sea cual sea el nivel de análisis, se trata «de
un Sujeto vacío, sin otro contenido que su esfuerzo de reconstrucción de
una unidad entre el trabajo y la cultura, entre las presiones del m ercado y
de las comunidades» .
Nada expresa m ejor esta inflexión que el abandono explícito y reiterado
que hace Touraine de la idea de sociedad (debido a la carga norm ativa que
conlleva inevitablemente) en beneficio de la sola y exclusiva noción de
Sujeto. De hecho, el rol práctico e intelectual que le otorga a la noción del
Sujeto es funcionalmente equivalente al que le concedía en el pasado a la idea
de sociedad. El Sujeto se convierte en el criterio del bien y en el principio de
la integración. «El respeto del Sujeto es hoy en día la definición del bien» ;
o m ás aún y en el m ism o sentido, «si fuera necesario m edir la m odernidad,
habría que hacerlo m ediante el grado de subjetivación aceptada en u na
64 f
sociedad» . Touraine no puede ser mas explícito sobre este punto: los actores
«ya no se definen en relación con la sociedad sino que en relación con el
Sujeto» . La organización social debe basarse en un principio no social, a
saber, la protección de la libertad del Sujeto.
* * *
66 Ibíd., 3 3.
67 Ibíd., 78 y ss.
68 Ibíd., 77.
69 Ibíd., 359-
70 Ibíd., 10 9 .
extraído con tanta fuerza las consecuencias de la distancia m atricial propia
de la m odernidad. En todo caso, a lo largo de todo este recorrido, desde la
fábrica h asta el Sujeto, del optimism o m odernizador al pesim ism o volun-
tarista, la preocupación es siempre la misma, a saber, inscribir la condición
m oderna en la raíz m ism a de la posibilidad de la acción social.
Insistam os en que, a pesar de la im portancia últim a del Sujeto, es la con
dición m oderna lo que está en el centro del análisis de Touraine. A diferencia
de Sartre, él no refunfuña a aceptar la realidad y el espesor de la vida social.
En su caso, el Sujeto es m ás u na prom esa que un fracaso existencial. De
todas form as, está consciente de que el desm em bram iento del análisis de
la condición m oderna propiam ente tal, con su tensión irreductible entre lo
objetivo y lo subjetivo, en beneficio únicam ente de una filoso fía del sujeto,
solo se hizo a costas de un abandono de la capacidad de interpretación de la
m odernidad misma. Y a pesar de la larga influencia que el existencialism o
ejerció sobre él, Touraine conoce los atolladeros que esta actitud provocó
en Sartre. Para este último, en efecto, el individuo como ser para-sí, o bien
como ser orgánico, solo se define por lo que no tiene, por lo que le falta,
siempre es un ser incompleto, y la posibilidad de com pletarse siempre le
está form alm ente prohibida. La m ateria incluye siem pre una dim ensión
alienante y la conciencia es definida por una necesidad perm anente de
desalienación insaciable. Difícil dirim ir en cuanto al carácter de esta alie
nación, radicalmente sociohistórica o m arcada por elem entos m etafísicos,
pero estam os obligados a constatar en todo caso la im posibilidad en Sartre
de superarla definitivam ente, pero sobre todo su incapacidad en cuanto a
pensar en realidad en térm inos históricos y sociales la separación radical y
original entre el sujeto y el m undo7'.
Touraine, al igual que Sartre, rechazó durante toda su vida cualquier
veleidad de historicism o en beneficio de una concepción radical del hom
bre como actor de su vida, incluso de una concepción de la historia como
resultado consciente de las acciones hum anas. Pero a diferencia de Sartre,
lo social y la historia para él no son nunca solam ente un residuo opaco de
acciones pasadas o, por el contrario, estructuras siem pre inform adas por
la práctica operante de los hom bres. En la concepción sartriana, no hay
salvación fuera de m om entos fulgurantes donde efectivam ente los hom
bres, mediante su relato colectivo, dom inan el m undo a fuerza de trabajo;
el resto no es m ás que el retorno de lo inorgánico bajo form a de inercia, en
donde lo inhum ano term ina por erigirse como el rostro últim o de la praxis
71 Y esto tanto en L'Etre et le néant (París: Gallimard, 1976) com o en Critique de la raison
dialectique, 1 .1 (París: Gallimard, 1960).
hum ana. En la concepción que Sartre form ula sobre el mundo moderno
no hay espacio para una figura aceptable o existosa de m ediación entre
lo objetivo y lo subjetivo, entre el ser y el proyecto en perpetua fuga. La
pasividad es en el fondo el mal absoluto, ya que ella lleva en sí el riesgo de
la seducción de la identificación con las cosas, bajo form a de prom esa de
m ediación del hombre y del mundo. La fascinación y la fuerza certera de su
obra provienen de esta estructura. Sartre no deja de describir al hombre en
un m ovimiento perpetuo de caída irreprimible hacia la m ateria, en donde
este deja de ser una conciencia en fuga y se deja atrapar por la seducción
de las cosas, creyendo, siempre erradamente, poder expresarse a través de
ellas. Es que el hom bre solo existe ante su propia m irada como hombre,
al desprenderse de las situaciones que amenazan, en todo momento, con
absorberlo” . Rara vez alguien se habrá opuesto tanto al espesor constitutivo
de la vida social. Para Sartre, y esto fue durante toda su vida el centro de su
perspectiva intelectual, el hombre arraigado y atravesado de parte a parte
por lo social, debe ser concebido radicalmente en oposición absoluta con él.
No a distancia, sino en oposición. Lo social está siempre, por paradojal que
esto pueda parecer, en ruptura con el hombre. Si Touraine, como Sartre, no
se resigna jamás com pletam ente a la fuerza infranqueable de la distancia
histórica entre los hom bres y el mundo, se interesa m ás en la estructura
social de esta separación que en la carga m etafísica de la existencia. Analizar
sociológicam ente la condición m oderna exige aceptar esta verdad primera
como un dato constitutivo de la vida social. Y no es sino al interior de esta
apertura que el Sujeto existe como libertad que se defiende contra el poder,
una libertad que no es posible m ás que m anteniendo activa esta misma
apertura. La distancia m atricial propia de la condición m oderna es lo que
hace posible la realización de la historia.
(cf. Anthony Giddens, Capitalism and Modern Social Theory [Cambridge: Cam bridge
University Press, 1971]), o a los aportes im portantes que hizo a la exégesis de la obra de
Durkheim, o sus trabajos críticos sobre el m aterialism o histórico. Sin em bargo, como
nos esforzarem os en dem ostrarlo, el corazón de la problemática se sitúa efectivam ente
en este espacio intelectual.
2 Anthony Giddens, The Nation-State and Violence. A Contemporary Critique o f Histórica!
Materialism, vol. 2 (Cambridge: Polity Press, 1985), 146.
3 Para críticas en e ste sen tid o, Peter Sau nd ers, «Sp ace, urbanism and th e created
environment», en David Held, John B. Thompson, eds., Social Theory o f Modern Societies.
Anthony Giddens and his Critics, (Cambridge: Cam bridge University Press, 1989), 226 y
ss.
4 La teoría de Giddens a veces ha sido severam ente criticada por el carácter patchwork
de su obra y su ausencia de relación directa con la Investigación social, como asimismo
por la proliferación, por m om entos superflua, de categorías, com o tam bién por la
m odificación cum ulatlva de las nociones y de las oposiciones a lo largo de los años.
Para un ejem plo de esta crítica, cf. Loí'c j. D. W acquant, «Au chevet de la m odernité:
le diagnostique du docteur Giddens», Cahiers internationaux de sociologie, vol. XCIII
0 9 9 2 ): 3 8 9 -397.
La relación entre las limitaciones inherentes a la presencia de los individuos
y su superación mediante m ecanism os que perm itan organizar y regular las
acciones en el espacio y en el tiempo es una de las mayores problemáticas de
Giddens, como asimismo uno de los vínculos principales que se deben trazar
entre su reflexión sobre la m odernidad y su teoría de la estructuración. En
efecto, como m uchos otros autores que se interesan en la m odernidad, él
tam bién desea superar el dualism o del objetivism o y del subjetivism o, o lo
que en su opinión no es m ás que una variante de esta problemática, la oposi
ción entre la m icrosociología y la m acrosociología5. Para él, este dualism o y
esta oposición deben sobre todo teorizarse en términos espacio-temporales,
donde la cuestión central es saber cómo las interacciones en contextos de
copresencia son capaces de involucrarse estructuralm ente en sistem as
caracterizados por un gran distanciam iento espacio-tem poral. El conjunto
de su reflexión sobre la m odernidad se presenta así como un análisis de los
significados, a la vez institucionales y fenom enológicos, que se desprenden
de la distancia constitutiva de la condición m oderna. En realidad, lo que
Giddens trata de superar en el m arco de su teoría de la acción reaparecerá
con fuerza como un rasgo esencial de la condición m oderna en sus trabajos
sobre la «alta» m odernidad. Si en su teoría de la acción apunta, por m edio
de las nociones de dualidad de lo estructural y de estructuración, a superar
la escisión entre el agente y la estructura, hará del distanciam iento espacio-
tiem po la piedra angular de la condición m oderna en sus estudios sobre la
sociedad contemporánea.
cf. Anthony Giddens, New Rules o f Sociological Mechod (Londres: Hutchinson, 1976),
capítulo 3.
8 Anthony Giddens, Les conséquences de la modernité (París: L’Harmattan, 1994), 23.
9 Ira). Cohén, Structuration Theory (Londres: Macmillan, 1989).
10 Para las críticas de Giddens respecto del evolucionism o marxista, cf. especialm ente
A nthony Giddens, A Contem porary Critique o f Historical Materialism, vol.i., Power,
Property and the State (Londres: Macmillan, 1981), capítulo 3.
11 Para una presentación de los principales conceptos de esta teoría, cf.Judith Lazar, «La
com pétence des acteurs dans la "théorie de la structuration" de Giddens», Cahiers
internationaux de sociologie, vol. XCIII (1992): 399-416.
12 De allí la importancia central que Giddens presta a la frase de M arx (según la cual los
hom bres hacen su historia pero en condiciones que ellos no eligen) en el origen de
las preocupaciones d e la teoría de la estructuración. Cf. Giddens, La constitution de la
société, 3 1-32 .
estructurales de los sistem as sociales son a la vez condiciones y resultados
de las actividades que los agentes llevan a cabo. La centralidad de la práctica,
como asim ism o su desarrollo y m antenimiento en el espacio y el tiempo,
están así en el centro de la teoría de la estructuración, ya que la teoría apunta,
por sobre todo, a dar cuenta justamente del hecho de que «las propiedades
estructurales de los sistem as sociales solo existen si form as de conductas
sociales se reproducen crónicamente en el tiem po y en el espacio» . Dicho
de otra form a, el verdadero objeto de esta teoría no es ni las totalidades
societales ni la experiencia individual de los actores, sino el conjunto de
las prácticas sociales ejecutadas y ordenadas en el espacio y en el tiempo.
Las propiedades estructurales de las prácticas sociales pueden descom
ponerse en reglas y recursos, am bos inextricablem ente vinculados a la
realidad concreta de las form as institucionalizadas de vida'4. Lo estructural
es, justamente para Giddens, el conjunto de las reglas y recursos que parti
cipan de form a recursiva en la reproducción social, donde las estructuras
son a la vez el instrumento y el resultado de la reproducción de las prácticas
sociales, es decir, que form an parte de la constitución de las prácticas y, al
m ismo tiempo, solam ente existen cuando las generan las prácticas de los
agentes'5. Giddens establece incluso distinciones según la profundidad del
arraigo de las propiedades estructurales, su extensión en el espacio y en el
tiempo, como tam bién según su carácter más o m enos formal, m ás o menos
sancionado. Pero todos estos desarrollos tienen un solo objetivo: romper
con toda concepción que establezca lo estructural com o algo exterior a
los agentes. «Lo estructural no tiene existencia independiente del saber
que poseen los agentes de lo que ellos hacen en sus actividades de todos
los días» . En la base de su concepción de la acción se encuentra, así, una
concepción particular del poder como capacidad de los individuos de inter
venir en el desarrollo de los acontecimientos. En síntesis, la competencia
de los actores para transform ar los acontecimientos o las cosas del mundo
13 Ibíd., 31.
14 Giddens distingue dos asp ectos de las reglas (semántico: vinculado alos códigos de
significado; normativo: inculado a las sanciones y obligaciones) y dos tipos de recursos
(de autoridad: generador del poder sobre los individuos; de asignación: generador
del poder sobre los objetos m ateriales). Estas propiedades dan tres configuraciones
analíticas: estructura de sign ificad o (reglas sem ánticas); dom inación (recursos de
autoridad y de asignación); legitim ación (reglas norm ativas y sanciones). Para un
esquem a sucinto de estas dim ensiones de la dualidad de lo estructural, cf. Giddens,
La constitution de la société, 78.
15 Giddens, Central Problems in Social Theory, 5.
16 Giddens, La constitution de la société, 76.
es un rasgo constitutivo esencial de la práctica hum ana’7. La teoría postula
así una dialéctica del control sobre los sistem as. Los grupos dom inantes
tienen recursos para realizar sus tareas, mientras que los grupos dominados
nunca están com pletamente desprovistos de recursos para resistir o para
reorientar el control. Las relaciones sistém icas del poder se constituyen a
través del balanceo entre autonom ía y control .
Una vez establecido este punto, Giddens está obligado a analizar en detalle
la naturaleza específica de la conciencia de los agentes, con el fin de no volver
a caer en una visión pasiva donde estos no serían m ás que meros soportes de
las estructuras sociales. Pero tam bién está obligado a distinguir diferentes
tipos de conciencia, con el fin de preservar la dim ensión del poder como
capacidad de transformación de toda práctica humana, independientemente
del grado de reflexividad de una práctica social” . Giddens distingue entre
diversas form as de conciencia, m ás o m enos discursivas, reflexivas o prác
ticas, que explican el hecho de que los agentes no requieran necesariamente
ser conscientes discursivamente para reproducir o transformar las prácticas
institucionalizadas m ediante su acción. De este modo, afirm a la capacidad
de los individuos y la autorreflexividad cotidiana, aunque esta no siempre
sea discursiva o consciente. Los actores sociales son siempre capaces de
com prender lo que hacen m ientras lo hacen. Pero esta reflexividad, aun
cuando sea estructurada mediante prácticas rutinizadas y recursivas a través
del espacio y del tiem po, no es posible sino que a través de la continuidad
de las prácticas. Es decir hasta qué punto la reflexividad para Giddens no es
una conciencia de sí m ismo, sino que «la form a específicam ente humana
de controlar el caudal continuo de la vida social»20. Al hacer esto, Giddens
no reduce la acción social solam ente a la dim ensión de la intencionalidad,
ya que un gran número de prácticas sociales se realiza sin m otivación in
m ediata . Sin embargo, este arraigo del agente es de una naturaleza muy
distinta a la de la obra de Bourdieu. Toda la obra de Giddens es una reflexión
sobre el carácter cada vez m ás problem ático de este arraigo en el espacio y
el tiem po del agente social, ahí donde, como lo hem os visto, la noción de
habitus apunta a dar, al m enos teóricamente, una respuesta transhistórica.
25 M argaret Archer, «Human A gency and Social Structure: A Critique o f Giddens», en Jon
Clark, Celia Modgil, Sohan M odgil, eds., Anthony Giddens. Consensus and Controversy
(Londres: The Falmer Press, 1989), 77.
26 Después de su estudio detallado sobre las clases sociales en las sociedades capitalistas
de com ien zos d e los añ o s se ten ta (Anthony G id dens, The Ciass Structure o ft h e
Advanced Societies [Londres: Hutchinson, 1973]), Giddens realm ente no volvió más
sobre esta problem ática, salvo algunas indicaciones, a m enudo de naturaleza crítica o
restrictiva en cuanto al alcance de la noción para un análisis de la sociedad moderna o
de sus dim ensiones políticas. Cf. por ejem plo Anthony Giddens, Beyond Left and Right
(Cambridge: Polity Press, 1994), especialm ente capítulo 5 y 7.
27 Giddens, Les conséquences de la modernité, 13-16 .
Giddens atribuye especialm ente a dos ten d encias contem poráneas, su
dinam ism o y su globalización.
El dinam ismo de la modernidad está vinculado a tres grandes procesos.
Primeramente, la separación y la recombinación del espacio y del tiempo. En
una sociedad tradicional, el tiempo y el espacio perm anecen estrechamente
arraigados en contextos locales. De manera inversa, en una sociedad moderna,
el tiem po y el espacio se vacían — se desprenden— de todo arraigo y sobre
todo se separan con fuerza uno del otro. A sistim os así a la constitución
de un tiempo abstracto, uniform e y universal, que permite coordinar las
acciones a través del espacio. La separación del tiem po y del espacio, rasgo
estructural y en muchos aspectos central de la sociedad moderna, permite la
reconstrucción de las relaciones sociales y el surgimiento de toda una serie
de nuevas posibilidades. Hay una desarticulación del espacio y del tiem p o ".
En segundo lugar, se produce la deslocalización de las relaciones socia
les de sus contextos locales de interacción. Prom ovida por la separación
espacio-tiem po, esta desarticulación de las relaciones sociales la favorece
y la acrecienta a la vez29. Esta deslocalización se apoya en dos m ecanis
m os: por una parte, las señales sim bólicas (instrumentos de intercambio
que pueden circular en todo mom ento independientem ente de los rasgos
propios de los individuos que las m anipulan — Giddens da como principal
ejemplo el dinero— ) y, por otra parte, los sistem as expertos. El análisis que
Giddens hace del dinero como señal simbólica es sintomático de su visión de
conjunto de la m odernidad. En efecto, lo que destaca del dinero no es otra
cosa que su capacidad de vincular a agentes alejados en el espacio y en el
tiem po y así liberar los intercambios de lugares de transacción particulares;
una deslocalización que plantea con fuerza el problem a de la confianza en
instrum entos abstractos. En cuanto a los sistem as expertos, estos designan
para Giddens los ámbitos técnicos o los conocim ientos profesionales que
conciernen nuestro entorno m aterial o social. Para funcionar en una socie
dad moderna, estamos cada vez m ás forzados a basam os en conocimientos
esotéricos para nosotros, pero que nos garantizan la realización de nues
tras expectativas en relación con un espacio-tiem po lejano. Lo que explica
28 C id d en s dirá incluso que los cam bios acaecid os a nivel de la coordinación de las
actividades humanas a través del espacio-tiem po es una característica preponderante
de todo período de transición social, pero que es un rasgo particularmente apremiante
de la modernidad. Cf. Anthony Giddens, «A reply to my critics», en David Held, )ohn
B. Thom pson, eds., Social Theory o f Modern Societies. Anthony Ciddens and his Critics,
27 5.
29 Es esta dim ensión con stitu tiva de la m odernidad la que, segú n Giddens, ha sido
escam oteada por el análisis evolucionista de la sociedad moderna de la matriz de l.i
diferenciación social. Cf. Giddens, Les conséquences de la modernité, 30.
toda la im portancia que Giddens otorga a lo que denom ina los puntos de
acceso, donde se produce el contacto entre los profanos, las colectividades
y los representantes de los sistem as abstractos. Estos puntos son a la vez
un aspecto vulnerable del sistem a y una de las raíces de la confianza en la
m odernidad; una confianza que, de una u otra form a, siempre requiere ser
restaurada en contextos relocalizados.
En las sociedades tradicionales, las relaciones de parentesco y la fuerte
inscripción local de las prácticas favorecen el mantenimiento de las rutinas,
m ientras que en la sociedad m oderna surge el problem a de la coordinación
de los individuos disem inados en el espacio-tiem po, como asimismo el de
la producción de la confianza mutua. La seguridad ontológica recreada es
por ende de otra naturaleza que la de las sociedades m ás tradicionales. El
recurso a sistem as abstractos para organizar la deslocalización de las rela
ciones sociales de los contextos locales plantea el problem a de la confianza
y de sus figuras particulares en la modernidad.
En tercer lugar, el saber generado sobre el m undo social y la reflexividad
que este implica tienden a acentuar las dim ensiones y la rapidez del cambio.
Pero es im portante distinguir bien este rasgo del control reflexivo de la
acción presente en toda práctica social, tal com o lo describe la teoría de la
estructuración. Para Giddens, la reflexividad propia de la modernidad hace
referencia de m anera precisa a la apropiación reflexiva de las condiciones de
reproducción de un sistema social, al hecho de que el pensamiento y la acción
se remiten constantemente de uno al otro. Dicho de otra forma, la función
de la tradición en la sociedad m oderna se agota y con ella su capacidad para
vincular el pasado, el presente y el futuro, subsum iendo las acciones a un
marco de valores sedimentado durante generaciones y garantizando la per
m anencia de las prácticas. En la modernidad, la tradición es desestabilizada,
asistim os a una form idable expansión del saber que term ina por afectar las
rutinas cotidianas, al igual que las dimensiones institucionales más amplias.
Las prácticas sociales ya no pueden legitim arse sim plemente invocando la
tradición. Aun cuando esta sigue siendo una fuente de las prácticas sociales
no sometidas a escrutinio, esta función se prolonga o s e transform a en base
a nuevas inform aciones disponibles. Con esto Giddens no desea decir en
absoluto que los diferentes tipos de cambio social se unidim ensionalizan
en torno a la apropiación reflexiva de las condiciones de reproducción de
un sistem a. Por el contrario, continúa viendo en la m odernidad la acción
de diversos tipos de cam bio; pero la apropiación reflexiva del cam bio le
parece, a pesar de todo, un rasgo sobresaliente de la m odernidad30. «Lo que
30 Para aclaraciones en este sentido, ver Anthony Giddens, «Structuration Theory and
So cio logical A nalysis», en Jon Clark, Celia M odgil y Sohan M odgil, eds., Anthony
caracteriza a la m odernidad no es la adhesión a lo nuevo como tal, sino la
presunción de reflexividad sistem ática — la que obviam ente comprende
una reflexión sobre la naturaleza de la reflexión m isma— »3'.
Para Giddens, las ciencias sociales participan activamente en este proceso
y desem peñan incluso una función im portante en la tendencia hacia una
reorganización reflexiva perm anente de la vida social32. Es lo que Giddens
aprehende a través de lo que denom ina la doble herm enéutica propia del
saber social. M ediante un vaivén constante, el saber sociológico se forja
explotando conceptos profanos, y al m ism o tiem po los saberes produci
dos son reinyectados en la vida social. Es por esto que, para Giddens, las
ciencias sociales están en el fondo m ás involucradas en la m odernidad
que las ciencias naturales. Y entre las ciencias sociales, a la sociología le
corresponde ocupar el lugar central. «La m odernidad es profundam ente e
intrínsecam ente sociológica»33.
Para Giddens sin embargo, la reflexividad no puede ser el motor de un
progreso continuo34. La doble herm enéutica constitutiva de la vida social
hace problem ática la intervención del saber en la vida humana, ya que no
se puede pensar que este sea com pletam ente independiente de la vida, o
aun presuponer que el conocim iento pueda tener un rol exclusivo y per
m anente de m otivación de las conductas hum anas. Es por ello necesario
tener en cuenta la disim etría de los conocim ientos asociados al poder o las
consecuencias inesperadas de la acción.
La sociedad de clases del capitalism o m oderno se organiza según un eje
que vincula a las instituciones estatales y económ icas. La expansión de la
econom ía m onetaria, en efecto, crea las condiciones de la acum ulación
del poder político en las m anos de los Estados-naciones. En realidad, para
Giddens la transform ación de los aspectos económicos y de los rasgos polí
ticos, y su articulación, perm iten com prender las principales instituciones
del capitalism o m oderno. En las sociedades precapitalistas, la dom ina
ción se basaba especialm ente en el control de los recursos de autoridad,
estando así el Estado en el origen del poder de las clases sociales35. En el
capitalism o, con el distanciam iento del espacio-tiem po, la producción se
puede organizar de m anera global, lo cual permite una asignación de los
41 Ciddens regresa varias veces sobre esta lectura subrayando en cada ocasión, en el centro
de la confianza, la problemática del distanciam iento espacio-tem poral. Cf. Ciddens, La
constitutíon de la société, 10 0 -10 9 ; Les conséquences de la modernité, 10 0 -10 6 ; Modernity
andSelf-ldentity (Cambridge: Polity Press, 1991), especialm ente capítulo 2.
Aun cuando no desaparezcan completamente en la modernidad, ninguno
de estos focos de seguridad ontológica conserva una im portancia mayor. En
lo sucesivo, lo regional y lo global se articulan estrechamente. Surge entonces
la necesidad de lograr estabilizar m ecanism os de confianza en intercambios
lejanos mediante sistem as abstractos (las señales sim bólicas y los sistem as
expertos). En este contexto, el peligro no proviene ya de la naturaleza, sino
que es m ás bien una consecuencia del entorno socialm ente construido bajo
form a de peligros psicológicos o ecológicos. Los peligros m odernos son pues
de una naturaleza distinta a los de las sociedades prem odernas, ya que son
el resultado de un saber socialm ente organizado. Al riesgo ecológico, aún
hay que agregar el desm oronam iento de los m ecanism os de crecim iento
económico, el desarrollo de los regímenes totalitarios o de las guerras de
gran envergadura. Se trata para Giddens del nuevo p erfil de riesgo en la
m odernidad: la conciencia no solam ente de que las cosas pueden salir mal,
sino que tam poco se puede elim inar com pletam ente esta posibilidad. Sin
embargo, y a diferencia de otros autores, especialmente Ulrich Beck, Giddens
sigue creyendo que, en la m odernidad, las oportunidades y los riesgos se
encuentran equilibrados entre ellos42.
Pero estos sistem as abstractos, y su eficacia técnica, dan una respuesta
insuficiente a las necesidades psicológicas de seguridad ontológica propia
de los individuos. El debilitam iento de la seguridad ontológica implica la
necesidad de generarla o estabilizarla por m edio de los vínculos personales
con los demás. En efecto, los sistem as abstractos no proveen m ás que una
confianza de naturaleza estadística, insuficiente y poco gratificante para las
necesidades psicológicas de los individuos. Lo que explica, por una parte,
la im portancia de los puntos de acceso, en donde los sistem as abstractos se
dotan de un rostro humano, pero especialm ente, da cuenta de la obsesión
de los m odernos a propósito de sus relaciones íntim as con los demás. El sí
m ismo pasa a ser un proyecto que se debe form ular y realizar. En síntesis,
esta inversión de la co n fian za en sistem as abstractos, desencarnados y
desencajados, obliga a los agentes a una estabilización de su seguridad on
tológica por m edio de las relaciones interpersonales de amistad y de amor.
50 ibíd., 63-69.
51 Ibíd., 10 3-10 8 .
52 Ibíd., 84.
53 Para una excelente explícítación sobre este punto, ver la respuesta de Giddens en
Ulrich Beck, Anthony Giddens, Sco tt Lash, Reflexive modernization, capítulo 4.
donde ya no es posible seguir abrazando la idea de un control cibernético
de la sociedad por el Estado54.
54 Es a este nivel que es necesario interpretar los desarrollos de Giddens en favor de políticas
que apuntan a hacer de los individuos verdaderos actores y no sim ples beneficiarios
de las políticas estatales. Un proceso que supone disponer de condiciones materiales
y de estructuras organizacionales que permitan el surgim iento de form as de acción
capaces de aum entarla autonom ía de las personas. Para el autor, no se trata más que
de un corolario necesario para la tom a de conciencia de la expansión de los riesgos en
la m odernidad. Cf. especialm ente Giddens, Beyond Left and Right (Cambridge: Polity
Press, 1994), capítulo 5; Giddens, In Defense o f Sociology (Cambridge: Polity Press, 1996),
capítulo 13.
55 Giddens, Modernity and Self-ldentity, 54.
56 Giddens, The Transformarían oflntimacy, 1992, especialmente el capítulo sobre Foucault
y la sexualidad, 18-36.
de su incapacidad de lidiar con el futuro57. En todos los ámbitos de la vida
personal, los estilos de vida son, al m enos parcialmente, el resultado de una
elección del individuo. Por eso, al final es la frontera de la norm alidad la
que se encuentra desestabilizada: después de todo, y sin el respaldo de la
tradición, toda experiencia, por norm al que haya sido en un pasado cerca
no, no es en lo sucesivo m ás que una experiencia entre m uchas otras. Esta
situación está en la base de lo que el autor denom ina «políticas de vida», y
que pone en el centro del debate los diferentes estilos de vida posibles en
una sociedad. Un espacio de discusión que no deja de aumentar en la medida
en que la tradición y la naturaleza ya no determ inan las prácticas sociales58.
Sin embargo, la necesidad psicológica de encontrar un sentim iento de
confianza mediante las relaciones personales con los demás, como asim is
mo la prescripción de abrirse a otro y de no ocultar nada, son a la vez una
fuente de consuelo y ansiedad. La búsqueda de esta form a específicam ente
m oderna de confianza exige un muy agudo conocim iento y expresión de
sí m ism o — un conocim iento que está en la base de m uchas tensiones p si
cológicas— . Toda la im portancia que Giddens da a la transform ación de la
intimidad se desprende de este estado de cosas. Las experiencias íntim as,
com o asim ism o el m odelo casi ideal de relaciones puras, se convierten en
verdaderas aventuras de apertura a otro y de autocuestionam iento perso
nal. El amor o la amistad, al igual que las relaciones entre las generaciones,
se transform an, en un m undo postradicional, en objeto de reflexividades
personales inéditas. Al respecto, Giddens subraya con fuerza, basándose
en diversos estudios, la gran distancia que se ha abierto entre los hom bres
y las m ujeres. M ientras que los prim eros tien den a hablar de sus expe
riencias am orosas en térm inos de relaciones episódicas y fragm entarias,
las mujeres, al contrario, tienen una m ayor capacidad para incorporar sus
experiencias en universos altam ente significativos m ediante la angustia, la
intriga, la implicación personal” . Mientras que un gran número de hombres
tiene dificultades para citar amistades íntim as, las m ujeres m anifiestan un
60
com prom iso m ucho m as amplio . Especialmente, ellas dedican u n tiem po
nada despreciable de sus vidas a la conversación íntima, m ediante la cual
logran grados superiores de autorreflexividad personal. El resultado de esta
61 ibíd., 117.
62 Para desarrollos sobre estas políticas de la intimidad, cf. ibíd., último capítulo; también
Giddens, Beyond Left and Right, capítulo 4.
63 Giddens, Modernicy and Self-ldentity, 156 y ss.
Con esto se busca obtener, a pesar de las contradicciones, una fuente no
despreciable de seguridad ontológica gracias a la distancia que se introduce
en relación con los dilemas existenciales. A sistim os así a una disolución de
los elem entos m orales y éticos que relacionan las actividades sociales con
las interrogaciones sobre la trascendencia, la naturaleza o la reproducción. Y
no obstante, tam poco aquí el movimiento está lejos de ser unívoco. A pesar
de este secuestro de la experiencia, la m odernidad no está jamás a salvo
de un retorno de lo reprimido, es decir, de cuestiones existenciales que la
modernidad pensaba haber puesto definitivamente entre paréntesis, y de las
cuales el individuo pensaba poder deshacerse m ediante rutinas cotidianas.
Los debates en torno a la m uerte y la procreación m édicam ente asistida,
sobre la libertad carcelaria o la apertura de los asilos psiquiátricos, al igual
que el retom o de lo religioso o las preocupaciones sobre la naturaleza o la
sexualidad indican, al interior m ismo de la m odernidad, este m ovim iento
pendular de tendencias. Para Giddens es incluso todo el sentido de la im
portancia que la sexualidad ha adquirido en la m odernidad: es m enos un
ámbito del control social, que una práctica que garantiza la articulación
entre dos procesos opuestos de la m odernidad, a saber, el secuestro de la
r 64
experiencia y la transform ación de la intim idad .
Para Giddens, uno de los principales desafíos de la modernidad no es otro
que la capacidad de producir form as diversas de confianza activa, al igual
que el reconocim iento de la im portancia, en este contexto, de las diversas
prácticas de reflexividad institucional . Desde un punto de vista político,
se trata así de reem plazar una política de protección por una política de
iniciativas, la cual apunta a aumentar, por medio de cambios institucionales,
la capacidad de los actores sociales para tom ar iniciativas. Sin embargo,
y a p esar de los esfu erzos que despliega en su obra, la relación entre lo
que es posible llam ar la reflexividad estructural y la autorreflexividad es
siempre problem ática, por cuanto la confianza necesaria en los sistem as
abstractos nunca logra refrenar completamente los diversos sentimientos de
inseguridad de los individuos. Para Giddens la intim idad no es un sustituto
de la com unidad o su form a degenerada; es la form a en que el sentim iento
com unitario continúa y se m aneja bajo nuevas form as.
* * *
I. La so c io lo g ía y el relato d e la historia
La am bigüedad de un legado
i Para una presentación de esta tradición, cf. Leszek Kolakowski, Main Currents ofMarxism,
t. 3, The Breahdown (Oxford: Oxford University Press, 1978).
devenir-m undo de la praxis y de una concepción de la evolución hum ana
como m anifestación-sentido de la Historia2.
Primero que todo, M arx afirm a claramente que, a pesar de sus múltiples
opacidades, toda la vida social es esencialmente práctica. Toda una vertiente
de su obra gira en tom o a la voluntad de desenm ascarar lo real, de perforar
el ocultamiento del mundo como práctica, describirlo y explicarlo mediante
la alienación, la ideología, el fetichism o de la m ercancía. En definitiva, de
velar la verdad detrás de la ilusión, o en los térm inos de la época, separar la
conciencia de la falsa conciencia. Gracias a ello, la praxis permite superar
la distancia m atricial m oderna entre lo objetivo y lo subjetivo, anclando las
propuestas idealizadas en la realidad. De m anera inversa a la religión, que
expresa en térm inos m istificados lo propio de la alienación histórica de los
hom bres, es necesario ser capaz de volver al origen de las razones sociales
e históricas de los sufrim ientos hum anos, es decir, lograr una form a de
autoconciencia que solam ente puede ser, como lo enuncian las Tesis sobre
Feuerbach, de naturaleza sensible y práctica. Esta nueva concepción de
la realidad exige incluso un nuevo criterio de verdad, que pasa a ser una
cuestión puramente práctica.
Para una lectura de este tipo, queda claro que el esfuerzo de M arx en El
Capital consiste, ante todo, en m ostrar el carácter histórico del capitalismo,
en cuestionar la naturaleza supuestam ente intocable de sus leyes económ i
cas, en afirmar, una y mil veces, las capacidades reales de em ancipación del
hombre. No olvidem os al respecto que, en el análisis que M arx proporciona
del trabajo capitalista, solo el trabajo produce valor. Los hom bres hacen
su historia porque disponen, gracias al trabajo, de una fuente inagotable
de creación que les perm ite agregar nuevas form as y nuevas realidades al
m undo tal cual como este existe. Todos los objetos creados por el hombre
no son entonces m ás que trabajo cristalizado, y la alienación solo surge
cuando los productos así elaborados se desprenden com pletam ente de los
productores y se vuelven contra ellos. Por lo dem ás, lo esencial del estudio
económ ico de M arx consiste en d escosificar las categorías económ icas,
m ostrando h asta qué punto estas no son m ás que m istificaciones del tra
bajo humano. Sobre este registro, nunca la dem ostración crítica habrá sido
tan psicológicam ente concluyente com o a propósito de la plusvalía. Jamás,
como a propósito de este trabajo desaparecido y no remunerado, se devela
tan bien la com prensión práctica de la estructura inexorable del universo
3 Para una presentación en esto s térm inos de la obra de Marx, cf. Richard Bernstein,
Praxis and Action, (Pennsylvania: University o f Pennsylvania Press, 1971), especialm ente
el primer capítulo.
4 Joseph Schumpeter, Capitalisme, socialismeet démocratie (París: Payot, 1954), especialmente
toda la primera parte dedicada a la teoría de Marx.
En todos los casos, se evacúa la distancia m atricial propia de la m oderni
dad. Por supuesto, estas perspectivas evidentem ente no im pidieron hacer
análisis im portantes y d ecisivos a lo largo de todo el siglo, sin embargo
term inaron por cerrar la posibilidad de un verdadero estudio sociológico de
la modernidad. En el fondo, la m ayor preocupación de M arx, y en lo sucesi
vo de la m ayoría de los m arxistas, ha sido rom per con toda rem iniscencia
de dualismo, de ruptura ontológica entre el hom bre y la naturaleza, de lo
objetivo y de lo subjetivo, por m edio de la noción de praxis, del sentido de
la historia, o del sujeto colectivo. Lo esencial de su esfuerzo fue interesarse
por el trabajo y el universo de los objetos creados y recreados por el trabajo,
es decir, este intercambio inagotable entre el hom bre y la naturaleza en el
seno de configuraciones sociales cada vez m ás autónom as y densas con
el fin de explicar cómo, al interior del sistem a capitalista, esta capacidad
esencialm ente productiva del hombre se pone al servicio de una separación
creciente del hom bre y del m undo, del sujeto y de sus propias obras. La
superación del capitalism o abría la vía, en el futuro, al fin de la prehistoria
hum ana, es decir, al fin de la separación del hom bre de sus propias obras.
La hostilidad respecto de la distancia m atricial propia de la m odernidad
ha estado llena de consecuencias. Es por esto, com o las críticas no dejaron
de m ostrarlo a lo largo de todo el siglo, que el m arxism o tuvo dificultades
en distinguir lo inexorable de la diferenciación social de la alienación, en
interpretar la alienación como un rasgo irreductible de la modernidad, y en
particular aceptar la idea de una escisión irreprim ible entre los hombres y
el m undo. Esta es la razón por la cual realizar un análisis sociológico de la
modernidad, sea cual sea la im portancia de la deuda que muchos sociólogos
tienen en relación con su obra y con su descendencia, no ha sido realmente
posible sino tras rupturas o distanciam ientos m ás o m enos decisivos. La
reflexión sociológica sobre la m odernidad ha estado m ás m arcada por la
som bra de M arx que por sus luces. En todo caso, su legado se encuentra,
luego de m últiples y diversas inflexiones im portantes, en una sociología de
los conflictos sociales, en una sociología de la dominación en las sociedades
capitalistas o en una reflexión en torno a la alienación del individuo. Ahora
bien, la primera perspectiva no es específica de la modernidad, la segunda es
m ás bien un ámbito específico de estudio, la tercera term inó por inscribirse
esencialm ente en la descendencia de Weber.
9 Para uno de los primeros autores que inscribieron claram ente su critica de la obra de
Marx a partir del carácter reductor de la m etafísica del trabajo, cf. Charles Wright Mills,
The Marxists (Nueva York: Dell Publishing Inc., 1962).
10 Jean-Paul Sartre, Critique de la raison diatectique, 1. 1 (París: Gallimard, 1960).
relaciones de producción en una fase histórica determ inada. Sin embargo,
la ruptura nunca se consum ó del todo al interior del m arxism o mismo. La
segunda in flexión requería lograr una representación tendencialm ente
laicizada de la historia. El futuro podía así tornarse sombrío, desprovisto de
garantías escatológicas definitivas, más un avatar que un destino, sometido
a todos los azares y a todos los riesgos. Incluso la verdad pasaba a ser un
asunto de práctica, m ás o menos coyuntural, hasta incierto, y ya no m ás una
conciencia sin falla. Ahora bien, si la concepción m arxista de la historia se
abrió lentam ente a la creatividad humana, nunca se liberó realmente de
la problem ática de un sentido lim inar que la guiaba. El relato, dem asiado
a menudo, prim ó sobre el análisis en estos discursos que nos parecen hoy
en día tan extraños, tan herm osos y aterradores, donde la convicción se
m ezclaba, tan docta y peligrosam ente, con una confianza duradera en la
supuesta sabiduría del ser de la historia.
Por ello, a pesar de la im portancia del m arxism o occidental en la historia
intelectual del siglo XX, esta doble ruptura resultó demasiado profunda como
para poder ser efectuada en el corazón del m arxism o mismo. La sociología
de la m odernidad no era posible sino excediendo una pura herm enéutica
del trabajo y por debajo de una filosofía de la historia. Cierto, tal vez sería
posible m ostrar cómo, para autores adeptos al m arxism o, y en prim er lugar
Gram sci, la praxis deja lentam ente de identificarse de form a directa con el
trabajo o incluso cómo las posibilidades de emancipación de la clase obrera
ya no son un presupuesto m etafísico y se desprenden de los análisis concre
tos del estado efectivo de la lucha de las clases. Pero es justo concluir que,
cuando realm ente se llevó a cabo este doble m ovim iento intelectual, los
autores tendieron a pensar por fuera de los lím ites de la estela propiamente
m arxista. En estos esfuerzos, en efecto, la distancia m atricial con el mundo
podía convertirse en el objeto central del análisis, dejando de ser percibida
únicamente como una falla temporal superable. Pero el análisis de la distancia
entre los hombres y el m undo se asociaba así, h asta llegar a confundirse
incluso, con las otras m atrices. El estudio sociológico propiam ente tal de
la m odernidad adhería así a la fragm entación de la vivencia del individuo
moderno, la separación de las esferas y de los ámbitos de acción, en fin, la
extensión del poder de planificación y de control social. En su defecto, una
confianza inusitada en la historia, por añadidura paralizada por las reali
dades sociopolíticas del siglo X X , ha impedido que la mayor parte de los
autores m arxistas estudien verdaderam ente la distancia matricial propia de
la m odernidad, sino como un avatar del capitalismo, cuyo futuro prometía
secretam ente la superación.
El futuro ha decidido otra cosa al respecto. Hemos asistido m enos a un
desarrollo prometeico de la acción humana, capaz de transmitir una inte
ligibilidad definitiva de la historia, que a una serie de fracasos históricos,
m etafísicos y sociológicos, y a una imposible reconciliación de los hombres
con el mundo. Los presupuestos eran tales, que el análisis sociológico de la
distancia m atricial adquirió la form a casi única de un relato recurrente del
colapso en una sociedad disociada e injusta, como asimismo de la posibilidad
y la promesa de un nuevo universo armonioso y utópico. Una representación
de la historia siempre en tensión entre la nostalgia y la utopía. Una nostalgia
apenas implícita, por cuanto muy a menudo es difícil de confesar. Una utopía
constantemente afirm ada, a pesar de las dudas.
Si b ien para m uchos la exigencia de la práctica revo lu cion aria y del
compromiso han tenido un rol m ayor en esta trayectoria, el límite último
llegó de entrada y para siempre desde cierta representación de la historia,
descuartizada entre la exigencia de su reducción a la praxis y la invocación
a una concepción extrahum ana. Por una parte, la historia solo podía ser el
resultado de estrategias m últiples, de prácticas dispersas, tendenciales y
parciales, fruto de la especialización y del abuso de la división social, su
perposición de voluntades y de contrafinalidades, en síntesis, una práctica
siempre fragm entada. Pero por otro lado, la historia perm anecía com o una
representación superpuesta a los hechos sociales, otorgando u n sentido
capaz de ordenar, mediante un relato ampliam ente mítico, el caos de los
acontecimientos, ensalzando al final una visión bajo control de la aventura
humana, fascinación policiaca que m ás de una vez abrió el camino de los
campos de concentración. Atrapado entre estos dos extrem os, el análisis
sociológico de la m odernidad en el corazón del m arxism o fue presa de
contradicciones insuperables.
El fin de la historia
12 Notem os sobre este tem a, que si bien la posm odernidad marca para algunos autores
la m uerte del su jeto en las cien cias hum anas (cf. en tre m uchos otros, Luc Ferry y
Alain Renaut, La pensée 68 [París: Gallimard, 1985)), esta señala para otros intérpretes
la reintroducción de una dim ensión hum anista en la arquitectura (cf. S co tt Lash,
«Postm odernism as hum anism ? Urban Space and Social Theory», en Bryan S. Tumer,
ed., Theories o f Modernity and Postmodernity (Londres: Sage Publications, 1990], 62-74).
Para un célebre pasaje que insiste sobre la polisemia del térm ino, cf. Dick Hebdige,
Hiding in the Light: on Images and Things (Londres: Routledge, 1988), 18 1-18 2 .
13 Gianni Vattimo, La fin de la modernité (París: Seuil, 1987), 10.
14 Especialm ente de la identificación de la filosofía y de la epistem ología, en definitiva,
de la teoría del conocim iento fundado. Cf. Richard Rorty, L'homme spéculaire (París:
Seuil, 19 90).
15 Lyotard, La condition post-moderne.
que de interpretar acontecimientos y signos'6. La realidad está constituida
por discursos inconm ensurables, y la utilidad práctica pasa a ser el criterio
último de discrim inación entre las diversas representaciones. El diferendo
se convierte así en una cuestión tanto más punzante cuando, al enfatizar la
heterogeneidad de los casos posibles, los posm odernos terminan por poner
en prim er plano las situaciones marcadas por la ausencia de un lenguaje
com ún, p or residuos no expresados, por singularidades aplastadas por
falsos universales'7.
A p esar de las diferencias, es el punto com ún de los proyectos inte
lectuales de Richard Rorty y Jean-Frangois Lyotard. Si para el prim ero se
trata ante todo de «limpiar» el lenguaje o la conciencia, lo que supone de
inm ediato abandonar la «pretensión de la Razón a erigirse como tribunal
de lo real», para Lyotard la posm odernidad («o el estado del saber en la
sociedad posindustrial») ya no se legitima a través de la invocación a un
m etadiscurso. Se quiebra así la necesidad de un fundam ento últim o del
saber (el relato de la emancipación de la hum anidad a través de la ciencia
y la idea de una unidad de la hum anidad por la filosofía) y se acota a un
conocimiento que ya no es articulado por la idea de perform ance, sino m ás
bien por la lógica de consecuencias. Por un lado, se cuestiona la idea de la
filosofía como teoría general de la representación del mundo y, por otro,
se rechaza la idea de una Razón, única y universal. Pero en ambos casos se
im pugna la prim acía de la búsqueda del origen primero en el pensamiento
occidental y la idea de un futuro concebido bajo la influencia de la idea de la
superación. La posm odernidad no es otra cosa que el punto extremo de este
giro simbólico. A la som bra de este culturalismo, toda la realidad social se
transform a en un campo de representaciones, por cuanto la ausencia de un
relato fundador lim inar deja flotar los signos. En lo sucesivo, cada discurso
está obligado a generar por sí mismo, y mediante la prueba de su eficacia, su
propia fuente de autoridad. La realidad social se estructura a través de una
pluralidad de lenguajes, de textos sometidos a una formidable diseminación,
cuya recomposición sigue formas altamente heterogéneas. Así, la conciencia
del carácter aleatorio y arbitrario de las representaciones no es sino una
larga letanía intelectual del abandono del relato unificador de la historia. La
Razón, luego de una larga historia crítica posnietzscheana de la filosofía, se
ve así privada de la facultad de colmar el vacío de legitimación dejado detrás
18 Zygm unt Bauman, Legislators and Interpreten (Cambridge: Polity Press, 1987).
19 Alex Callinicos, «Reactionary Postm odernism ?», en Roy Boyne y Ali Rattansi, eds.,
Postmodernism and Society (Londres: Macmillan, 1990), 97-118.
20 C eorges Balandier, Le désordre (París: Fayard, 1988). Para Wagner, este proceso sería una
suerte de retorno a las condiciones históricas iniciales de creación de las sociologías
de la modernidad. A sem ejanza d e la experiencia social del fin del siglo XIX, los actores
hacen de nuevo la experiencia d e un mundo d espojado de sus certidumbres. Cf. Peter
Wagner, Liberté et discipline (París: M étailié, 1996), 265-268.
la cual los autores posm odernos dan cuenta de este proceso; para todos se
trata de concebir las consecuencias del fin del pensam iento del fundamento
en nuestra com prensión del mundo . Esta representación lanza por tierra
la idea m isma de alienación, que siempre, en últim a instancia, se basaba en
un modelo m ás o m enos norm ativo de un yo coherente, m ientras que los
posm odernos despliegan una concepción de un yo dividido, fragmentado,
en ruptura radical con toda idea de totalidad. Es que m ás allá de la sola
disolución, ciertam ente radical de la idea de un sujeto colectivo , la crítica
terminó por socavar las bases mismas de la representación del sujeto moderno.
La «muerte del sujeto», es decir, de esta representación histórica del sujeto,
abre entonces la vía, en el fin del siglo XX, al reino del individualism o. El
agotamiento del antiguo relato del sujeto colectivo lleva a ciertos autores
a postular la constitución de un nuevo individualism o, que emerge de sus
escombros. En verdad, de un sentimiento. Del hecho de venir después y de
tener la certeza de que la vida continua. Lipovetsky lo expresó con todo el
énfasis necesario: «Dios ha muerto, las grandes finalidades se extinguen, pero
a nadie le importa, esa es la buena nueva, allí está el límite del diagnóstico
de Nietzsche a propósito del oscurecim iento europeo. El vacío del sentido,
el desm oronam iento de los ideales no condujeron com o era de esperarse a
m ás angustia, m ás absurdo, m ás pesim ism o»23. En este contexto, grande es
la tentación de transform ar los proyectos sociales en m eros asuntos éticos.
El problem a es saber cóm o el hombre puede asegurar su felicidad en medio
de una sociedad fragm entada, donde los actores no pueden ubicarse en un
conjunto social entendido como ordenado y coherente. ¿Cómo hacer para
que lo social tenga sentido individualm ente?24.
La identidad de los sujetos aparece como efím era y fluctuante. Los proyec
tos de vida de los individuos ya no pueden afianzarse en universos sólidos
de significado y la construcción de las identidades individuales ya no logra
superar, si no de m anera temporal y contingente, la desinserción del sujeto
y del mundo. Para los autores posm odernos, los vínculos se disuelven en
una serie de encuentros aleatorios, las identidades son una circulación de
máscaras, las historias de vida una serie de episodios solam ente vinculados
21 Para dos buenas presentaciones de estos debates, cf. Cianni Vattlmo, «La crise de la
subjectivité de Nietzsche á Heidegger», en Ethique de l'interpretation (París: La Découverte,
1991), 93- 115; Agnes Heller, «Death o f the Subject?», Thesis Eleven 25 (1990): 22-38.
22 Ernesto Laclau y Chantal M ouffe, Hegemony and Socialist Strategy (Londres: Thetford
Press, 1985).
23 Gilíes Lipovetsky, L'ére du vide (París: Gallimard, 1983), 41-4 2 .
24 En este sentido, cf. Zygm unt Bauman, Postmodern Ethics (Oxford: Blackwell, 1993);
Gilíes Lipovetsky, Le crépuscule du devoir (París: Gallimard, 1992).
entre sí por una m em oria efímera. Las identidades individuales no son más
que palimpsestos, toda vida es un conjunto aleatorio de fragmentos.
25 Para una lectura del conjunto de la posm odernidad a partir de esta perspectiva, cf.
David Lyon, Postmodernity (Buckingham: Open University Press, 1994).
26 Gianni Vattimo, La société transparente (París: Desclée de Brouwer, 1990).
27 El presentim iento de este cam bio era ya visible en los trabajos de Lefebvre. Para él, la
sociedad tiene y funciona cada vez más a través del discurso; las relaciones constituidas
por la form a del lenguaje y bajo esta modalidad desplazan a las relaciones construidas
en torno a una actividad. Cf. Henri Lefebvre, La vie quotidienne dans le monde moderne
(París: Gallimard, 1968).
28 jean Baudrillard, La société de consommation (París: Gallimard, 1985), 21.
signos que se desvinculan progresivamente de los objetos. En el consumo,
no se term ina nunca por consum ir el objeto en sí, sino que se m anipulan
los objetos como fuente de distinción. De esta prim era gran constatación,
Baudrillard pasa a una crítica severa del m arxism o en su deseo de estable
cer la producción en el fundam ento de la evolución genérica del devenir
humano. Le reprocha sobre todo el no poder liberarse de cierta concepción
ingenuam ente realista del trabajo y de la relación con la naturaleza. Es ne
cesario así alejarse de la crítica de la econom ía política con el fin de captar
la complejidad del universo en el cual vivim os. «El signo ya no designa nada
en absoluto, atañe a su verdad estructural lím ite, que no es otra que rem itir
a otros signos. Toda la realidad se convierte entonces en el lugar de una
m anipulación demiúrgica, de una sim ulación estructural» .
De lo que se trata es pues de dar cuenta de una sociedad donde la conducta
de los consumidores se está convirtiendo en «el centro cognitivo y m oral de
la vida social, el vínculo integrador de la sociedad»30. En síntesis, la tienda o
más bien el supermercado reemplazan a la fábrica como lugar de pregnancia
significativa de la vida social. U na m etáfora que perm ite com prender el
énfasis que la posm odernidad pone en el desapego y lo efímero, la libertad
del consum idor que siempre está en adecuación m ás o m enos aleatoria con
el mercado. El sentido del m undo ya no se encuentra en el acto creador, en
la voluntad m ás o m enos consciente de hacer la historia, sino, justam ente
por el contrario, en el acto de consumo, única práctica que en lo sucesivo
otorga sentido a los objetos. En la antigua concepción, la idea de autor con
servaba aún un sentido, e incluso un sentido preem inente, sea cual sea, por
lo dem ás, la transform ación de sentido que viven los objetos en el tumulto
del mundo. Para la posm odem idad, la centralidad del consum o elimina esta
problemática. El sentido de los objetos no antecede a su demanda. Por ende,
la posm odernidad puede construirse como una explosión incontrolable de
signos a los que, de vez en cuando, los individuos dotan de significados.
Cierto, las diferencias son im portantes según las interpretaciones insistan
sobre la dom inación global que se expresa detrás de este desplazam iento,
el rol del consum o en el ámbito económico, las transform aciones que han
ocurrido en la producción cultural3' o que, por el contrario, se insista en el
32 Para esta caracterización de la posm odernidad, cf. A gnes Heller, Ferenc Fehér, The
Postmodern Political Condition (Nueva York: Columbia University Press, 1988).
ampliamente suficientes para dar una descripción. Cuando se concibe la rea
lidad como ontológicamente múltiple, muy a menudo, en este caso también,
los análisis se expresan en términos de contradicciones o de ambivalencia; la
sociología tendiendo a multiplicar al infinito las diversas formas o principios
de acción. El resultado frecuentem ente es insatisfactorio por partida doble.
Ya sea que se vuelve a una concepción objetiva de los principios de acción
— y se desecha entonces una vez m ás de la sociología la idea de un sujeto
destrozado— . O bien se tom a en serio cabalm ente la idea de una realidad
social irreprimiblemente múltiple y contingente y se está entonces obligado
a construir los sentidos de las situaciones solam ente mediante la gestión
del actor — volviendo así a una concepción bastante tradicional del sujeto
en su calidad de fundam ento último de la unidad de la vida social— .
En sociología, la perspectiva posm oderna no es por consiguiente ni una
teoría de la acción ni, tampoco, una teoría de la sociedad. Ella las integra y
las rebasa a la vez, al tiem po que se define, paradójicam ente, por un doble
déficit teórico hacia ellas. La posm odernidad aparece a la vez com o m ás
que una teoría de la acción o de la sociedad m odernas, a tal punto está
m arcada por vastas representaciones culturales, y m enos que un enfoque
de la acción y de la sociedad, a tal punto que sus análisis sociológicos se
revelan a menudo como insuficientes o perentorios. El análisis sociológico
de la m odernidad perm anece fuera del discurso posmoderno.
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B i s m a r c k , O t t o , v o n : 19 2 .
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B o u c h in d h o m m e , C h r is t ia n : 3 0 1 n . 4 5 .
B o u d o n , R ay m o n d : 1 8 6 n . 4 3 ; 2 7 0 n . 5 1 ; 3 2 1 n . 1 ; 3 2 5 n . 1 4 ; 3 2 6 n . 1 7 ; 434 n . 17.
B o u r d ie u , P ie r r e : 1 2 ; 1 3 ; 3 8 ; 1 0 3 n . 1 , 2 y 3 ; 1 0 4 n . 4 ,5 y 7; 1 0 5 n. 8 ; 1 0 6 n. 1 2 , 1 3 , 1 4 ,
1 5 y 1 6 ; 1 0 7 n . 1 8 y 1 9 ; 1 0 8 n. 2 1 y 2 2 ; 1 0 9 n. 2 3 , 2 6 y 2 8 ; 1 1 0 ; 1 1 1 n. 3 2 y 33 ; 1 1 2 n.
3 5 , 3 6 , 37,38 y 3 9 ; 1 1 3 n. 4 0 , 4 2 , 4 3 ,4 4 y 4 5 ; 1 1 4 n . 4 6 y 47 ; 1 1 5 n . 4 9 , 5 0 y 5 1 ; 1 1 6
n. 5 2 ,5 3 y 55 ; 1 1 7 n. 5 6 ,5 7 y 5 8 ; 1 1 8 n. 59 , 6 0 , 6 1, 6 2 y 6 3 ; 1 1 9 n. 6 6 ; 1 2 0 n. 7 1 ; 1 2 1
n. 7 2 , 7 4 y 75 ; 1 2 2 n. 7 6 y 7 7 ; 1 2 3 n. 8 5 ; 1 2 4 n. 8 6 , 8 7 ,8 8 y 8 9 ; 1 2 5 n . 9 0 , 9 2 , 93 , 9 4 ;
1 2 6 n . 9 5 ; 1 2 7 n . 9 7 ; 1 2 8 n. 9 8 , 9 9 , 1 0 1 ; 1 2 9 n. 1 0 2 y 1 0 3 ; 1 3 0 n . 1 0 6 , 1 0 7 y 1 0 8 ; 4 1 5
n . 4 3 ; 43 4 .
B o u r e t z , P i e r r e : 19 8 n . 7 3 ; 3 0 0 n . 4 4 .
B o u r r ic a u d , FRANgois: 6 9 n . 4 ; 76 n . 2 4 ; 8 2 n . 3 8 ; 1 1 1 n . 3 1.
B o u v e r e s s e , Ja c q u e s : 1 1 3 n . 4 2 .
B o y n e , R o y : 4 7 0 n . 19 .
B r u b a c k e r , R o g e r s : 1 1 7 n . 57.
B u b n e r , R ü d ig e r : 243 n . 4 9 ; 3 0 8 ; 3 0 9 n . 67.
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B u l m e r , M a r t i n : 3 4 5 n . 3.
B u r g e s s , E r n e s t W .: 3 4 5 n . l ; 3 4 6 n . 6 ; 3 5 0 n . 2 1 .
B u r k it t , Ia n : 2 0 7 n . 1 1 ; 2 1 6 n . 4 1.
C a il l é , A l a in : 1 1 0 n . 3 0 ; 1 1 8 n . 62.
C a l h o u n , C r a i g : 1 0 3 n . 2 ; 1 1 7 n . 57.
C a lin e sc u , M a t e i: 2 5 n. 8 .
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C a l v i n , J e a n : 17 5 .
C á r t e r , E l l w o o d B .: 345 n . 4.
C a s c a r d i , A n t h o n y J.: 2 8 5 n . 17.
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C l a m , J e a n : 1 3 5 n . 7.
C l a r k , J o n : 4 0 3 n . 1 ; 4 0 8 n . 1 3 ; 4 1 5 n . 4 5 ; 437 n . 2 5 ; 439 n . 3 0 .
C o h é n , I r a J.: 4 3 2 n . 9.
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C o m e t t i, Je a n -P ie r r e : 3 0 3 - 3 0 4 n . 56 .
C o m te , A u g u s t e : 2 6 ; 3 0 .
C o r s i, G ia n c a r l o : 1 3 2 n . 2 .
C o s e r , L e w is A .: 2 7 n . 1 5 ; 335 n . 4 7 ; 3 4 5 n . 2 .
C o u lo n , A la in : 3 6 0 n. 4 2 ; 36 9 n . 6 6 .
C u í n , C h a r l e s - H e n r y : 4 9 n . 3 1.
Da h r e n d o r f, R a l f : 7 2 n. 14 .
D é c h a u x , J e a n -H u g h e s : 2 2 0 n . 5 6 .
D e l e u z e , G i l l e s : 2 6 2 n . 3 0 ; 2 7 4 ; 2 7 5 n . 67.
D e n z in : 3 9 2 n . 7 2 ; 399 n . 9 2 .
D e r o c h e - g u r c e l , L i l y a n e : 337 n . 5 5 .
D e r r i d a , Ja c q u e s : 2 6 2 n . 3 3 ; 2 7 2 n . 5 6 .
D e s c a r t e s , R e n é : 2 2 2 ; 2 4 3 ; 4 19 .
De sc o m b e s, V in c e n t : 2 7 0 n . 53.
D e u t s c h , K a r l : 35 n . 2 .
D ia n i , M a r c o : 4 0 3 n . 1; 4 0 8 n . 13 ; 4 15 n . 4 5 .
D i g e o r g i , R a f f a e l e : 144 n . 2 8 ; 1 5 4 n . 4 5 .
D is s e l k a m p , A n n e t t e : 17 6 n . 12 .
D i t t o n , J a s o n : 3 7 2 n . 4 y 5.
D r e y f u s , H u b e r t : 2 5 6 n . 1 2 ; 2 5 7 n . 16 .
Du b a r , C l a u d e : 85 n. 46.
D u b e t , F r a n c o i s : 4 0 9 n . 17.
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D u n n in g , É r ic : 2 0 9 n . 1 5 : 2 1 3 n . 2 6 y 3 0 ; 2 16 n . 3 8 ,3 9 y 4 2 .
D u p u y , J e a n - P i e r r e : 1 3 4 n . 5 ; 135 n . 9.
D u r k h e im , É m ile : 1 2 ; 3 0 ; 3 5 - 3 8 ; 4 1 n . 1 , 2 y 3 ; 4 2 n . 4 ; 4 3 n . 9 y 1 0 ; 4 4 n . 1 2 y 1 3 ; 4 5 n .
1 8 ; 4 6 n . 2 1 ; 4 7 n . 2 2 , 2 3 y 2 4 ; 4 8 n . 2 5 y 2 6 ; 4 9 n . 2 8 , 2 9 y 3 1 ; 5 0 n . 3 2 , 3 3 y 34 ; 5 1
n . 3 5 ; 5 2 n . 3 6 y 37 ; 53 ; 54 n . 4 0 y 4 1 ; 55 n . 43 ; 5 6 n . 47 ; 57 n . 4 9 , 5 0 , 5 1 y 5 2 ; 5 8 n .
5 3 ,5 4 y 55 ; 59 n . 5 6 , 57, 5 8 ,5 9 y 6 0 ; 6 0 n . 6 1 , 6 2 y 6 3 ; 6 1 n . 6 5 ; 6 2 n . 67, 68 y 6 9 ; 6 3
n . 74 y 75 ; 6 4 n . 7 6 ; 6 5 n . 7 8 y 7 9 ; 6 6 ; 6 9 ; 7 1 ; 7 2 n . 1 2 ; 8 4 - 8 5 ; 9 4 ; 1 0 0 ; 1 1 2 ; 1 5 3 - 1 5 4
n . 4 4 ; 1 6 3 ; 2 0 6 ; 3 2 1 n . 1 ; 344 n . 4 0 ; 345 n . 1 ; 3 5 2 n . 2 5 ; 3 7 2 ; 4 2 9 - 4 3 0 n . 1 .
E r ib o n , D i d i e r : 2 5 5 n . 9.
E r ik s o n , E r ik : 443-
E s p o s ito , E le n a : 13 2 n . 2 .
F a r i s , R o b e r t E . L .: 345 n . 1 ; 3 6 1 n . 4 5 .
F e h é r , F e r e n c : 474 n . 3 2 .
F e n n : 143 n . 2 5 .
F e r r y , J e a n -M a r c : 2 8 3 n . 1 1 ; 2 9 0 n . 2 9 .
Fer r y, Lu c : 10 8 n . 2 2 ; 2 7 0 n . 5 3; 4 6 8 n. 12 .
Fe u e r b a c h , L u d w ig : 4 6 0 .
F l e is c h m a n n , Eu g é n e : 18 6 n . 4 0 .
Fo r r e s t e r , Jo h n : 2 6 2 n . 3 3 .
F o u c a u lt , M ic h e l: 1 2 - 1 3 ; 1 5 2 n . 4 2 ; 1 6 9 - 1 7 0 ; 2 5 0 ; 2 5 1 n . 1 , 2 , 3 y 4 ; 2 5 2 n . 5 ; 2 5 3 ; 2 5 4
n. 7 y 8; 2 5 5 n . 9 y 10 ; 2 5 6 n . 1 1 , 1 2 y 13 ; 2 5 7 n. 1 4 , 1 5 , 1 6 , 1 7 y 18 ; 2 5 8 n. 2 0 ; 2 5 9 n.
2 2 , 2 3 y 2 5 ; 2 6 0 n . 2 7 y 2 8 ; 2 6 1 ; 2 6 2 n . 3 0 , 3 1 y 33 ; 2 6 3 n . 3 4 y 3 5 ; 2 6 4 n . 3 6 , 3 7 , 3 8 y
39 ; 2 6 5 n . 4 0 y 4 1; 2 6 6 ; 2 6 7 n . 4 3; 26 8 n . 4 4 y 4 5 ; 2 6 9 n. 47 y 50 ; 2 7 0 n . 5 1 y 5 2 ; 2 7 1
n . 5 4 ; 2 7 2 n . 5 5 , 5 6 , 5 7 , 5 8 y 5 9 ; 2 7 3 n . 6 0 , 6 1 , 6 2 y 6 4 ; 2 7 4 n . 6 5 ; 275 n . 6 7 y 6 8 ; 2 7 6
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2 3 7 -2 4 0 ; 4 2 1.
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G e y e r, F é lix : 1 3 7 n . 1 2 .
G id d e n s, A n t h o n y : 1 2 ; 37 n . 5 ; 4 8 n . 2 5 ; 5 3 n . 3 8 ; 1 9 2 n . 6 1 ; 235 n . 2 1 ; 2 3 7 n . 2 6 ; 2 8 7
n . 2 1 ; 3 1 9 ; 4 2 9 - 4 3 0 n . 1 ; 4 3 0 n . 2 , 3 y 4 ; 431 n . 5 , 6 y 7 ; 432 n . 8 , 1 0 , 1 1 y 1 2 ; 433 n .
1 4 ,15 y 1 6 ; 434 n . 18 , 1 9 , 2 0 y 2 1 ; 435 n . 2 2 ; 4 3 6 n . 2 3 y 2 4 ; 437 n . 2 5 , 2 6 y 2 7 ; 438
n . 2 8 y 2 9 ; 439 n . 3 0 ; 4 4 0 n . 3 1 , 3 2,33 y 35 ; 441 n . 3 6 , 37,38 y 39 ; 44 2 n . 4 0 ; 443 n .
4 1 ; 444 n . 4 2 ; 445 n . 43 , 4 4 ,4 5 y 4 6 ; 446 n . 4 7 ,4 8 y 4 9 ; 447 n . 53 ; 448 n . 5 4 , 55 y
5 6 ; 449 n . 57 , 58 y 5 9 ; 4 5 0 n . 6 2 y 6 3 ; 451 n . 6 4 y 6 5 ; 4 5 2 ; 453 n . 67.
G i l l a r d , L u c ie n : 3 3 6 n . 5 1
G o e t h e , J o h a n n W o lf g a n g v o n : 19 4 ; 3 2 4 n . 1 0 .
G o ld m a n n , L u c ie n : 2 4 1 n . 4 1 ; 4 6 3 n . 6 .
G o ld s c h e id : 3 3 1 n . 3 1 .
G o n o s , G e o rg e : 3 7 2 n . 5 -
G o rm a n , E l e a n o r M i l l e r : 3 4 5 n . 4.
G o rz, A n dré: 4 2 4 n . 59 .
G r a f m e y e r , Y v e s : 349 n . 18 .
G r a m s c i, A n t o n io : 4 1 1 ; 4 6 6 .
G r ig n o n , C l a u d e : 1 1 6 - 1 1 7 n . 5 5 .
G u ib e n t if , P ie r r e : 13 9 n. 18 .
H a b e r m a s , J ü r g e n : 8 0 n. 34 ; 8 2 n . 4 0 ; 8 3 n. 4 2 ; 8 4 n . 43 ; 1 4 2 n . 2 1 ; 1 6 9 - 1 7 0 ; 227 n. l;
234 ; 235 n . 1 9 ; 247 n . 6 6 ; 2 4 9 ; 2 5 5 n . 9 ; 2 7 9 ; 2 8 0 n . 2 ; 2 8 1 n . 5 ; 2 8 2 n . 6 y 8 ; 2 8 3 n .
9 , 1 0 , 1 1 y 1 2 ; 2 8 4 n . 1 5 y 1 6 ,2 8 5 n . 17 ; 2 8 6 n . 1 8 , 1 9 y 2 0 ; 2 8 7 n . 2 1 y 2 3; 2 8 8 n . 2 4
y 2 5 ; 2 8 9 n . 2 7 ; 2 9 0 n . 2 8 y 2 9 ; 2 9 1 n . 3 0 , 3 1 y 32 ; 2 9 2 ; 2 9 3 n . 3 4 ,3 5 y 3 6 ; 2 9 4 ; 2 9 5
n . 3 8 ; 2 9 6 n . 3 9 ; 2 9 7 n . 4 0 ; 2 9 8 ; 2 9 9 n . 4 3 ; 3 0 0 n . 4 4 ; 3 0 1 n . 4 5 ,4 6 y 47 ; 3 0 2 n . 49
y 5 0 ; 3 0 3 n . 5 1 , 5 2 , 5 3 , 5 4 , 5 5 y 5 6 ; 3 0 4 n . 5 7 ; 3 0 5 n . 5 9 ; 3 0 6 n . 6 0 y 6 1; 3 0 7 n . 6 3 ;
308 n . 6 4 y 6 5 ; 3 0 9 n . 6 7 y 6 8 ; 3 1 0 n . 6 9 ; 311 n . 7 0 y 7 2 ; 312 n . 73 ; 436 ; 4 6 3 n . 5.
Haesler, A ld o J.: 3 2 8 n . 2 3 .
H a fe r k a m p , H a n s : 1 5 2 n. 4 1.
H a n n e r z , U l f : 3 7 2 n . 4.
H a r v e y , Da v i d : 4 7 3 n . 3 1 .
H a y o z , N ic o l á s : 15 6 n . 4 8.
H e b b ig e , D ic k : 4 6 8 n. 12 .
H e g e l , F r i e d r i c h : 1 2 5 n . 9 1; 1 8 6 ; 2 2 7 ; 2 2 8 n . 3 ; 2 3 7 - 2 3 8 ; 2 4 3 ; 2 5 1 ; 2 8 5 ; 2 9 0 ; 3 1 0 ; 339 ;
4 0 1 ; 4 6 1; 4 6 4.
H e i d e g g e r , M a r t i n : 2 2 7 ; 2 2 8 - 2 2 9 n . 3 ; 471 n . 2 1 .
H e in ic h , N a t h a l ie : 2 1 4 n . 3 1.
H e l d , D a v id : 2 8 7 n . 2 1 ; 3 0 9 n . 6 7; 4 3 0 n . 3 ; 4 3 8 a . 2 8 ; 4 4 1 n . 38 .
H e l l e r , A g n e s : 4 7 1 n . 2 1 ; 474 n . 3 2 .
H e l l e r , T h o m a s C.: 1 4 2 n . 2 2 .
H e n n is , W ilh e m : 1 7 1 n . 2 ; 1 9 0 n . 5 4 .
H é r a n , F r a n c jo is : 1 1 3 n. 4 1 .
H e r p in , N ic o l á s : 3 5 0 n . 19 ; 3 6 0 n . 4 3.
H il l , S t e p h e n : 49 n. 3 0 ; 1 3 0 n . 10 6 .
H i r s c h , W a l t e r : 39 n . 6 .
H o b b e s, T h o m a s : 69 .
H o lto n , G er a ld : 28.
H o n n e t h , A x e l : 255 n . 1 0 ; 2 8 7 n . 2 2 ; 2 3 7 n . 2 6 .
H o r k h e i m e r , M a x : 2 2 8 n . 3 ; 2 2 9 n . 4 ; 2 3 0 ; 2 3 4 ; 2 3 6 - 2 3 7 ; 2 4 1 ; 2 4 2 n . 4 7 ; 2 4 3 ; 2 4 8 ; 249 -
H u s s e r l, E dm u nd: 279 ; 2 8 0 n. l; 3 2 8 n. 2 0 .
I s a m b e r t , F r a n q o is - A n d r é : 4 3 n . 9.
I s r a e l , Jo a c h im : 1 8 6 n . 4 1 .
Iz u z q u iz a , Ig n a c io : 1 3 8 n . 16 .
Ja m e s: 3 9 2 n . 73 -
Ja m e s o n , F r é d é r i c : 473 n . 3 1 .
Ja n k é l é v i t c h , V l a d i m i r : 3 3 7 n . 5 6 .
Ja u s s , H a n s R o b e r t : 2 2 n . 4 .
Jay, M a r t i n : 2 2 8 n . 3 ; 2 4 3 n . 4 8 ; 2 4 8 n . 6 7 ; 2 9 9 n . 43 ; 4 6 4 n . 8 .
J o a s , H a n s : 2 9 3 n . 35 -
K a e s l e r , D ir k : 173 n . 5 .
K a n t , E m m a n u e l: 2 3 8 ; 2 9 0 n . 29 .
K e l l e r : 392 n . 7 2 ; 399 n. 9 2 .
K lu c k h o h n , Fl o r e n c e : 9 3.
K o l a k o w s k i , L e s z e k : 459 n . 1.
K o h lb e r g : 3 0 3 n . 5 2 .
K o s e l l e c k , R e in h a r t : 2 0 n . 1.
K r a c a u e r , S ie g f r ie d : 3 2 5 .
K r e m e r - m a r ie t t i, A n gele: 2 7 3 n . 6 1.
Ku h n , T h o m a s S.: 2 8 n . 16 .
L a c a n , J a c q u e s : 2 6 2 n . 33 ; 446 n . 49 -
L a c la u , E r n e s t o : 4 7 1 n. 2 2 .
L a c l o s , P ie r r e C h o d e r l o s de: 379 n . 24 .
L a c r o ix , B e r n a r d : 2 0 4 n . 4 ; 2 1 3 n . 3 0 ; 2 1 4 n . 3 1 .
L a h ir e , Be r n a r d : 1 0 3 n . 2 ; 1 1 0 n . 29 .
Lam o de E s p in o s a , E n r iq u e : 18 6 n . 4 2 .
L a p e y r o n n ie , D id ie r : 3 8 6 n . 49.
L a z a r , J u d i t h : 432 n . 1 1 .
L e c h n e r , F r a n k J.: 9 4 n . 67.
L e f e b v r e , H e n r i: 3 2 0 n . 5 ; 4 7 2 n . 27.
L é g e r , FRANgois: 3 2 5 n . 1 4 ; 338 n . 5 8 ; 339 n . 6 1.
L e g o f f , Ja c q u e s : 3 0 n. 1 9 ; 4 0 9 n . 17.
L e p e n ie s , W o l f: 2 5 n. 1 2 ; 3 2 1 n . 2.
L e v in e , D o n a l d N.: 25 n. u ; 245 n. 4.
L ip o v e t sk y , G il l e s : 4 7 1 n . 2 3 y 2 4 .
Li p u m a , E d w a r d : 1 0 3 n . 2 .
L o c k w o o d , D a v id : 3 9 n . 6 ; 4 3 6 .
L o u b s e r , J a n J.: 1 4 5 n . 3 0 ; 1 4 8 n . 1 3 .
L o u is x iv : 2 11.
L o v e jo y , A r t h u r O .: 2 4 n . 7; 2 8 .
L ó w it h , K a r l : 1 7 9 n . 19 .
Lu c k m a n n : 280.
L u h m a n n , N i k l a s : 1 2 - 1 3 ; 3 8 ; 39 n . 6 ; 1 3 1 ; 1 3 2 n . 2 y 3 ; 1 3 3 ; 1 3 4 n . 4 , 5 y 6 ; 1 3 5 n . 7 y
1 1 ; 1 3 6 ; 1 3 7 n . 1 2 , 1 3 y 1 4 ; 1 3 8 n . 1 6 ; 1 3 9 n . 1 8 ; 1 4 0 n . 19 y 2 0 ; 1 4 1 ; 1 4 2 n . 2 1 , 2 2 , 2 3 y
2 4 ; 143 n . 2 5 ; 144 n . 2 7 , 2 8 y 2 9 ; 145 n . 3 0 ; 1 4 6 n . 3 1 ; 1 4 7 n . 3 2 ; 1 4 8 n . 33 y 34 ; 149 n .
37 y 38 ; 1 5 0 n . 3 9 ; 1 5 1 n . 4 0 ; 1 5 2 n . 4 1 , 4 2 ; 153 n . 4 4 ; 154 n . 4 5 ; 155 n . 4 7 ; 1 5 6 n . 4 8 ;
157 n . 4 9 , 5 0 y 5 1 ; 158 n . 5 2 y 5 3 ; 159 n . 54 ; 1 6 0 n . 55 y 5 6 ; 1 6 1 n . 57 y 5 8 ; 1 6 2 ; 16 3
n . 6 0 ; 16 9 .
L u k á c s , G e o r g : 2 8 8 ; 2 9 8 ; 339 n . 6 2 ; 4 0 6 - 4 0 7 ; 4 6 3 ; 4 6 4 n . 7 ; 4 6 5 .
L u k e s , S t e v e n : 47 n . 2 3 ; 49 n . 2 9 ; 5 0 n . 3 2 .
L y o n , D a v id : 4 7 2 n . 2 5 .
Ly o t a r d , Je a n - F r a n ^ o i s : 4 6 7 n . 1 1 ; 4 6 8 n . 1 5 ; 4 6 9 n . 1 7 ; 3 0 2 n . 5 0 .
M a d g e , J o h n : 353 n . 2 6 .
M a l l e t , S e r g e : 2 4 1.
M a rc u se , H e rb e rt: 12 ; 16 9 -17 0 ; 1 8 1 n . 2 5 ; 2 16 n . 4 1; 2 2 7 ; 2 2 8 n. 2 y 3; 2 3 0 n. 7; 2 3 1 n.
8 y 9 ; 2 3 2 n . 1 2 ; 2 3 3 n . 1 4 ,15 y 1 6 ; 2 3 4 n . 1 7 y 1 8 ; 2 3 5 n . 2 1 y 2 2 ; 2 3 6 n . 2 3 y 2 5 ; 2 3 7
n . 2 7 ; 2 3 8 ; 2 3 9 n . 3 0 ; 2 4 0 n . 3 2 , 3 3,35 y 36 ; 2 4 1 n . 3 8 , 39,41 y 4 2 ; 2 4 2 n . 4 4 ,4 5 y
4 6 ; 2 4 3 n . 4 8 ; 2 4 4 n . 5 0 y 54 ; 245 n . 55 , 5 6 y 5 8 ; 2 4 6 n . 59 , 6 0 , 6 1 y 6 3 ; 2 4 7 n . 6 4 y
6 5; 2 4 8 n . 67; 2 4 9 - 2 5 0 ; 28 6 .
M a r t in d a l e , D o n : 2 8 n. 18 .
M a r x , K a r l : 1 2 ; 3 0 ; 4 9 n . 2 9 ; 53 ; 1 6 9 ; 1 7 6 ; 179 n . 1 9 ; 1 8 1 ; 1 8 6 ; 2 2 7 ; 2 3 5 ; 2 3 8 ; 2 4 0 ; 243
n . 4 8 ; 247 n . 6 6 ; 2 7 9 ; 2 8 6 - 2 8 7 ; 2 9 1 n . 3 1 ; 3 1 0 ; 3 2 0 n . 5 ; 331 n . 3 1 ; 339 ; 345 n . 1 ; 4 2 9
n . 1 ; 4 3 2 n . 1 2 ; 4 4 1 ; 4 5 9 ; 4 6 0 ; 4 6 1 n . 3 y 4 ; 4 6 2 - 4 6 4 ; 4 6 5 n . 9.
M a t u r a n a , H u m b e r t o : 1 3 5 n . 8 y 9.
M a z l ic h , B r u c e: 2 1 n . 2.
M c c a rt h y, T h o m a s: 2 2 8 -2 2 9 n . 3; 2 5 5 n . 10 ; 29 3 n . 35.
M ea d , G eo rge H e r b er t : 39 0 n . 64.
M e lu c c i, A lb e r t o : 4 15 n. 44 .
M e n n e l l , S t e p h e n : 2 13 n . 3 0 ; 2 19 n . 5 5 .
M e r l e a u - p o n t y , M a u r ic e : 4 2 8 n . 7 2 ; 4 6 3 n . 5 .
M e s c h o n n ic , H e n r i: 3 17 n . 2.
M e s u re , S y lv ie : 3 0 3 -3 0 4 n . 56.
M e y e r : 19 7 n. 72.
M ic h e l a n g e : 3 2 5 n . 1 2 .
M it z m a n , A r t h u r : 18 7 n . 46.
M o d g i l , C e l i a : 437 n . 2 5 ; 439 n . 3 0 .
M o o r e , Ba r in g t o n : 3 1 n . 2 2 .
M o r in , E d g a r : 1 3 4 n . 5.
M o u ffe, Ch a n t a l: 4 7 1 n. 22.
M u c c h ie l l i, L a u r e n t : 2 6 n . 13 .
N a e g e le , K a s p a r D.: 77 n . 27.
N a v a r r o , Pa b l o : 1 4 0 n . 19 .
O f f e , C l a u s : 2 9 4 n . 37.
O g ie n , A l b e r t : 3 8 6 n . 49 -
O ld s , Ja m e s : 7 3 n . 1 5 .
Pa l m i e r , J e a n - M ic h e l : 2 4 0 n. 35.
P a r s o n s , T a l c o t t : 1 2 ; 37 - 38 ; 39 n . 6 ; 4 1 n . 1 ; 49 n . 3 0 ; 5 2 n . 3 6 ; 5 6 n . 4 6 ; 6 7 n . 1 ; 68 n .
3 ; 6 9 n . 4 y 5 ; 7 0 n . 1 0 ; 7 1 ; 7 2 n . 1 2 y 1 4 ; 73 n . 1 5 y 1 7 ; 74 n . 1 8 , 1 9 y 2 0 ; 7 5 n . 2 3 ; 7 6 n .
2 5 ; 7 7 n . 2 6 y 2 7 ; 7 8 n . 2 8 ; 7 9 n . 2 9 , 3 1 y 3 2 ; 8 0 n . 3 3 y 34 ; 8 1 n . 3 5 , 3 6 y 3 7 ; 8 2 n . 3 8 y
3 9 ; 8 3 n . 4 1 y 4 2 ; 8 4 n . 44 y 45 ; 8 5 n . 4 7 y 4 8 ; 86 n . 4 9 ,5 0 y 5 1 ; 8 7 n . 5 2 y 53 ; 88 n . 5 4 ;
89 n . 55 , 5 6 y 57 ; 9 0 n . 5 8 y 59 ; 91 n . 6 0 ; 9 2 n . 6 1; 93 n . 6 3 ,6 4 y 6 5 ; 94 n . 66 y 67; 95
n . 68 y 7 0 ; 9 6 n . 7 1 ; 97 n . 73 y 74 ; 98 n . 76 ; 9 9 ; 1 0 0 n . 7 8 y 8 0 ; 1 0 1 ; 132 - 133; 1 4 2 n . 2 4 ;
1 4 3 n . 2 5 ; 1 4 4 ; 145 n . 3 0 ; 1 4 8 n . 3 3 ; 2 2 2 n . 6 2 ; 2 3 5 ; 2 9 0 ; 2 9 2 ; 3 1 0 ; 3 5 2 ; 3 9 8 ; 4 17 ; 431.
Pa s s e r o n , J e a n - C l a u d e : 1 1 5 n . 5 0 y 5 1 ; 1 1 6 - 1 1 7 n . 5 5 ; 1 2 5 n . 9 1.
P e n e f f , Je a n : 3 6 4 n . 54 .
P i a g e t , J e a n : 6 0 n . 6 2 ; 2 8 3 n. 9.
P i r a n d e l l o , L u ig i: 374 ; 401 .
P i t t s , J e s s e R.: 77 n . 27.
P o p p er, K a r l: 3 0 0 n. 44 .
P o s t o n e , M o is h e : 1 0 3 n . 2 ; 1 1 7 n . 57.
P r i g o g in e , Ily a : 1 6 3 n . 6 0 .
P r o u d h o n , P ie r r e Jo s e p h : 4 0 8 .
Q u é r é , L o u is : 3 7 1 n . 2
R a b in o w , P a u l: 2 5 6 n. 1 2 ; 2 5 7 n. 1 6 .
R a t t a n s i , A l i : 4 7 0 n . 19 .
R a u l e t , G é r a r d : 2 3 0 n . 7; 243 n . 4 9 -
R a y n a u d , P h ilip p e : 1 8 4 n . 37 ; 18 9 n . 5 2 .
R e m b r a n d t : 3 2 4 ; 325 n . 1 1 .
R e n a u t , A l a i n : 1 0 8 n . 2 2 ; 2 7 0 n . 53 ; 303-304 n . 5 6 ; 4 6 8 n . 1 2 .
R e x , J o h n : 7 2 n . 14 .
R e y n a u d , J e a n - D a n i e l : 415 n . 4 3 -
R ic c e u r , P a u l: 3 0 5 n . 59 .
R ie sm a n , D av id : 89 n . 5 5 ; 93 n . 6 5 ; 4 5 2 n . 6 6 .
R o b e r t s o n , R o l a n d : 9 4 n . 67.
R o c h e r , G u y : 7 7 n . 27.
R o c h l i t z , R a i n e r : 3 0 1 n. 4 5 -
R o d in , A u g u s t e : 3 2 5 n . 1 2 .
R o r t y , R ic h a r d : 2 7 5 n . 6 8 ; 3 0 2 n . 5 0 ; 4 6 8 n . 1 4 ; 4 6 9 .
R o se, M ic h a e l : 4 0 8 n . 13 .
R o s e n b e r g , H a r o l d : 2 3 n . 5.
R o u s s e a u , J e a n -J a c q u e s : 2 1 5 n . 3 6 .
Sa g n o l , M a r c : 3 2 1 n. 1.
Sa in t -s im o n , C h a r l e s -H e n r i d e R o u v r o y , c o n d e de: 408.
S a r t r e , J e a n - P a u l: 4 0 1 ; 4 1 7 ; 4 2 2 ; 4 2 7 - 4 2 8 ; 4 6 5 n . 1 0 .
Sa u n d e r s, P e t e r : 4 3 0 n . 3.
Sa y a d , A b d e l m a l e k : 1 2 0 n . 7 1 .
S c h i l l e r , F r ie d r ic h vo n: 17 7 n . 15 .
S c h l u c h t e r , W o l f g a n g : 68 n . 3 ; 173 n . 5.
S c h n a p p e r , D o m in iq u e : 3 5 6 n . 33 -
S c h o p e n h a u e r , A r t h u r : 23 7.
S c h u m p e t e r , J o s e p h : 1 9 5 n . 6 9 ; 4 6 1 n . 4.
S c h ü t z , A l f r e d : 19 8 ; 19 9 n. 75; 2 8 0 .
S c o t t , A l a n : 4 1 3 n . 3 3 ; 415 n . 4 5 -
S e n n e t t , R i c h a r d : 3 7 3 n . 7.
S f e z , Lu c ie n : 13 5 n. 10 .
S h a w , M .: 4 4 1 n . 3 8 .
S h i l s , E d w a r d A .: 7 2 ; 7 3 n . 1 5 ; 77 n . 27.
7
y 2 ; 3 2 2 n . 3 ; 3 2 3 n . 4 ,5 y 6 ; 3 2 4 n . , 8 ,
S im m e l, G e o r g : 1 2 ; 3 0 ; 2 2 1 ; 3 1 8 ; 3 2 0 ; 3 2 1 n . 1
9 y 1 0 ; 3 2 5 n . 1 1 , 1 2 , 1 3 y 1 4 ; 3 2 6 n . 1 5 y 17 ; 3 2 7 n . 1 8 ; 3 2 8 n . 2 0 , 2 1 y 2 3 ; 3 2 9 n . 2 4 ;
3 3 0 n . 2 7 y 2 8 ; 331 n . 2 9 ; 332 n . 3 2 , 34 , 3 5 y 36 ; 333 n . 39 ; 334 n . 4 1 ,4 2 y 43 ; 335 n -
4 4 , 4 5 , 4 6 , 47 y 4 8 ; 336 n . 49 y 51; 337 n . 5 2 , 53 , 5 5 y 5 6 ; 338 n . 57,58 y 5 9 ; 339 n .
6 1 y 6 2 ; 3 4 0 n . 6 3 , 6 4 y 6 5 ; 341 n . 6 6 , 6 7 y 6 8 ; 3 4 2 n . 6 9 y 7 0 ; 343 n . 7 1 ; 344 n . 7 4 ,
75 y 7 6 ; 3 4 5 n . 1 y 4 ; 34 6 ; 3 4 7 n . 7 ; 348 - 349 ; 3 5 6 - 3 5 8 ; 3 6 3 ; 3 6 9 ; 3 7 1 n . 2 ; 3 7 2 ; 4 2 9 n .
1 ; 437 ; 4 4 1 ; 4 4 5 ; 4 5 2 - 4 5 4 ; 4 6 5 .
S l o t e r d ijk , P e t e r : 3 1 1 n . 7 1.
S m a r t , B a r r y : 2 5 1 n . 3.
S o sn a , M o rto n : 14 2 n. 22.
S p e n c e r, H e r b e r t: 3 5 ; 16 3 .
S t a u t h , G eo r g : 3 0 n . 2 0 ; 2 5 1 n . 3.
S t e n g e r s , Is a b e l l e : 16 3 n . 6 0 .
S t e in e r , P h il ip p e : 5 0 n . 33.
S u m n e r , W il l ia m G r a h a m : 3 5 6 n . 3 2 .
S u t h e r l a n d , E d w in H a r d i n : 349 n . 14 .
S w a in , G la d y s : 2 5 8 n . 2 1 ; 3 8 5 n . 4 5 .
T a y lo r, C h a r le s : 1 1 3 n . 4 2.
T e u b n e r , G u n t h e r : 1 3 9 n . 17.
T h o m a s , D.S.: 369 n. 6 6 .
T h r a s h e r , F .: 3 6 0 n . 4 2 y 43 -
T o c q u e v i l l e , C h a r l e s A l e x i s C l é r e l d e : 377 n . 1 6 ; 3 8 5 ; 457 .
T o n n i e s : 73 -
T o u r a i n e , A l a i n : 1 2 ; 1 5 ; 7 2 n. 1 4 ; 3 1 8 ; 4 0 3 n . 1 ; 2 y 3 , 4 0 4 n . 4 ,5 y 6 ; 4 0 5 n . 7; 4 0 6 n .
8 y 1 0 ; 4 0 7 n . 1 1 ; 4 0 8 n. 13 y 14 ; 4 0 9 n. 15 y 17 ; 4 1 0 n . 2 2 , 2 3 y 2 4 ; 4 1 1 n. 2 5 ,2 6 ,2 7
y 2 9 ; 4 1 2 n . 3 0 y 3 1 ; 413 n . 32 , 3 3 ,3 4 y 35 ; 414 n . 3 6 , 3 8 ,3 9 y 4 0 ; 415 n . 4 2 , 4 3 ,4 4 y
4 5 ; 4 16 n . 4 6 y 47; 4 17 n . 4 8; 4 19 n . 4 9 ; 42 0 n . 52 y 54 ; 4 2 1- 4 2 2 ; 4 2 3 n. 5 6 ; 4 2 4 n.
5 9 ; 425 n . 6 0 , 6 1 , 6 2 , 6 3 y 6 5 ; 4 2 6 - 4 2 8 ; 453 -
T s c h a n n e n , O .: 1 4 3 n . 2 5 .
T u g en d h a t: 3 0 1 n. 45.
T u r n e r , Jo h n a t a n : 2 3 7 n . 2 6 .
V a n d e r b e r g u e , F r é d é r ic : 2 4 3 n . 4 8 ; 2 8 2 n . 8 .
Va n d e r z o u w e n , Jo h a n n e s : 1 3 7 n . 12 .
V a r e l a , F r a n c i s c o : 1 3 5 n . 8 y 9.
V a t t im o , G ia n n i: 4 6 8 n . 1 3 ; 4 6 9 n . 1 6 ; 471 n . 2 1 ; 472 n . 2 6 .
V e y n e , P a u l: 2 7 2 n . 57-
V o g t , P a u l: 3 6 n . 3 ; 4 3 n . 9 ; 44 n . 1 1 .
W a c q u a n t , L o í c J.D .: 103 n . 2 ; 1 1 2 n . 37 ; 4 3 0 n . 4 -
W agn er, P e te r: 2 3 5 n. 2 0 ; 4 7 0 n. 2 0 .
W a t i e r , Pa t r i c k : 3 2 7 1 1 . 1 8 .
W a t z l a w i c k , Pa u l : 1 3 7 n . 1 2 .
W e b e r , E u g e n : 5 3 n . 39.
W e b e r , M a x : 1 2 ; 3 0 ; 5 9 ; 68 n. 3; 73 ; 1 6 7 - 1 6 9 ; 171 n . 1 , 2 y 3 ; 1 7 2 n. 4 ; 173 n . 5 y 6 ;
17 4 n . 7 y 8 ; 1 7 5 n . 1 0 ; 1 7 6 n . 1 1 , 1 2 , 1 3 y 1 4 ; 177 n . 1 5 y 1 6 ; 1 7 8 n . 1 7 y 1 8 ; 1 7 9 n . 1 9 ;
18 0 n . 2 0 ,2 2 y 2 3 ; 1 8 1 n . 2 5 y 2 6 ; 18 2 n . 2 7 ,2 8 y 2 9 ; 18 3 n . 3 0 y 3 1; 18 4 n . 3 5 ,3 6 y
3 7 ; 1 8 5 n . 3 8 y 39 ; 186 n . 4 0 y 4 4 ; 1 8 7 n . 4 5 y 4 6 ; 1 8 8 n . 47 ; 1 8 9 n . 5 1 ,5 2 y 53 ; 1 9 0 n .
54 y 5 5 ; 1 9 1 n- 5 6 , 57,58 y 59 ; 1 9 2 n . 6 1; 1 9 3 n . 6 2 , 6 3 y 6 4 ; 194 n . 6 5 ,6 6 y 67; 195 n .
6 9 y 7 0 ; 1 9 6 ; 1 9 7 n . 7 2 ; 19 8 n . 73 ; 199 n . 7 6 ; 2 0 0 n . 77 ; 2 0 1 ; 2 0 3 ; 2 0 4 n. 4 ; 2 1 0 ; 2 1 4 ;
2 15 n . 3 5 ; 2 16 ; 2 2 7 -2 2 8 ; 2 3 0 ; 2 3 1 n. 9; 2 3 2 ; 2 4 8 ; 2 5 0 -2 5 5 ; 2 7 5 ; 277; 28 7 n . 2 1; 28 8 ,
2 9 7 - 2 9 8 ; 3 3 1 ; 345 n . 1 ; 4 2 9 n . 1 ; 4 6 2 ; 4 6 5 .
W e l l b e r y , D a v id E.: 1 4 2 n . 2 2 .
W h im s t e r , S.: 1 8 2 n . 2 8 .
W h i t e , W i n s t o n : 8 9 n . 5 5 ; 93 n . 6 5 .
W h it e h e a d , A l f r e d N o r t h : 2 4 6 .
W h y t e , W i l l i a m F o o t e : 349 n . 1 5 .
W ie v io r k a , M ic h e l : 4 0 9 n . 17.
W i g g e r s h a u s , R o l f : 2 4 0 n . 35 -
W ile y , N o r b e r t : 179 n . 19 .
W in k in , Y v e s : 373 n . 6 ; 3 9 2 n . 7 3 .
W o u te rs, C a s: 2 13 n . 6 .
W r i g h t m i l l s , C h a r l e s : 79 n . 3 0 ; 1 8 1 n . 2 5 ; 1 9 9 n . 7 6 ; 4 6 5 n . 9.
W r o n g , D e n is H.: 9 2 n . 62.
Z o l o , D a n i l o : 143 n . 2 6 .