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Sociologías de la

modernidad II
Itinerario del siglo xx
Lom
P A L A B R A D E LA L E N G U A

Y Á M A N A Q U E S IG N IF IC A

Sol

M artuccelli, Danilo 1964-


Sociologías de la modernidad: Itinerario del siglo
XX (Sociologies de la modernité: Itinéraire du XX* siécle).
[texto impreso] / Danilo Martuccelli - I a e d .- Santiago: LOM
ediciones, 2013.
512 p.: 21,5x14 cm. (Colección Ciencias Sociales y Humanas).
isbn: 9 7 8 -9 5 6 -0 0 -0 4 8 7 -1
1. Sociología I. Título. II. Serie
Dewey: 3 0 i . - c d d 2 i
Cutter : M387S

fu e n te : Agencia Catalográfica Chilena

© LOM EDICIONES
Primera edición, diciembre 2013
Primera reimpresión, 2014
isbn: 978-956-00-0487-1
rpi: 236.180

Título original: Sociologies de la modernicé: Itinéraire du XX‘ siécle, de Danilo Martuccelli.


© Éditions Gallimard, 1999- Prohibida la venta en España.

Motivo de portada: Hipnotizador (1912) de Bohumil Kubista.

EDICIÓN Y COMPOSICIÓN
LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago.
(56-2) 2688 52 73 I f a x : (56-2) 2696 63 88
te lé fo n o :
e-m ail: lom<g)lom.cl
web: www.lom.cl

DISEÑO DE COLECCIÓN
Estudio Navaja
Tipografía: Karmina

IMPRESO EN LOS TALLERES DE LOM


Miguel de Atero 2888, Quinta Normal
Impreso en Santiago de Chile

E s te libro e s p a rte d e una se rie d e c u a tro o b ra s p u b licad as


p o r el D o c to rad o e n C ie n c ia s S o c ia le s d e la U niversidad
d e C hile y p o r LOM e d icio n e s, c o n el ap o y o d el P ro y ecto
FIAC2 UCH 110 8 ( 2 0 11 -2 0 14 ) , fin an c ia d o p o r el M in isterio de
Ed u cació n d e C hile.
Sociologías de la modernidad
Itinerario del siglo XX

D anilo M artu ccelli

Trad ucción de C arlos Iturra

S o cio lo g ía | c i e n c i a s h u m a n a s

Universidad de Chile
ÍN D IC E

Prólogo a la edición en castellan o, p o r M anu el A ntonio G arretón | 9

In troducción 1 17

¿Qué es una so cio logía de la m od ernid ad ? 1 19

PR IM ER A PARTE

La diferenciación social 135

C a p ít u lo I
Em ile D urkheim (1858-1917), p roblem as y p rom esas
de la diferenciación social | 4 1

C a p ít u l o II
Talcott Parsons (190 2-1979), o la ten tación de la
integración p erfecta | 67

C a p ít u l o III
Pierre Bourdieu (19 3 0 -2 0 0 1), del h ab itu s a la h istéresis 1 10 3

C a p í t u lo IV
N iklas L uh m ann (1927-1998), la con tin gen cia p o r la
d iferenciación 1 13 1

se g u n d a p a rte

La racionalización 1167

C a p ít u l o V
M ax W eber (18 64-1920), las am bigüedades d e la racio n alización 1 1 7 1

C a p ít u lo V I
N orbert Elias (1897-1990), la racionalización com o autocontrol | 2 0 3

C a p ít u lo V II
H erbert M arcu se (1898-1979), la racio n alización u n id im en sio n al | 227

C a p ít u lo V III
M ichel Foucault (1926-1984), la racio n alización com o su jeció n | 2 5 1
C a p ít u l o IX
Jürgen H aberm as ( 1 9 2 9 - ) , racionalización y dem o cracia | 2 7 9

te r c e r a p a rte

La condición moderna | 317

C a p ít u l o X
G eorg Sim m el (1858-1918) o la m od ernid ad com o aventura | 3 2 1

C a p ít u lo X I
La E scu ela de Chicago (19 18-19 4 0 ), la con d ición h u m an a en la ciudad
m od ern a | 3 4 5

C a p ít u l o X II
E rvin g G o ffm an (1922-198 2), la cond ición m od ern a o la sosp ech a
perm an en te | 3 7 1

C a p ít u lo X III
A lain T ouraine (1925-), el Su jeto de la con d ición m od ern a | 403

C a p ít u lo X IV
A n th o n y G iddens (1938-), la con d ición m od ern a com o
distan ciam ien to esp acio-tiem po I 429

C o n clu sión | 4 5 5

A pénd ice
C ontrapuntos de la m od ern id ad | 459

B ibliografía | 477

ín d ice on om ástico I 4 9 9
Prólogo a la edición en castellano

La traducción al castellano del libro de Danilo M artuccelli Sociologies de la


modernité. L'itinéraire du XXe siécle, publicado por primera vez en 1999, era
una tarea pendiente y constituye un acontecimiento en las ciencias sociales
hispanoam ericanas — sobre todo para las que se desarrollan en Am érica
Latina y en Chile— . Corresponde al Doctorado en Ciencias Sociales de la
Universidad de Chile — gracias al aporte del MECESUP— , a LOM ediciones
y a Carlos Iturra, quien realizó la traducción, el mérito de saldar esta deuda
y poner un clásico de la literatura sociológica contemporánea al servicio de
todas las generaciones de cultivadores de las ciencias sociales y, principal­
mente, de estudiantes hispanohablantes de estudios avanzados.
Cuatro, al menos, son las razones principales por las que puede afirm arse
que estamos frente a un acontecimiento intelectual de gran envergadura.
Primero, porque se trata de una de las revisiones m ás com pletas de la
cuestión de la modernidad desde la perspectiva sociológica en determ ina­
dos contextos explícitam ente lim itados, es decir, del m odo como ha sido
tratado, en el siglo XX y en el contexto europeo y de los Estados Unidos,
lo que llam am os sociedad m oderna, tipo societal referencial de impacto
positivo o negativo para la mayor parte de las sociedades contemporáneas.
Al basarse en autores de contextos determinados, este libro no pretende dar
cuenta de todos los debates sobre m odernidad en el mundo. Es así que deja
abierto el espacio para que en regiones como la nuestra se pueda discutir
las influencias que tales autores han ejercido y ofrecer relatos alternativos.
Se trata de sociologías de una modernidad y no de todas las m odernidades,
y esa es la ventaja de una obra que analiza autores lim itados a su contexto,
pero de vasta y casi universal influencia, y no la m odernidad o la sociedad
moderna misma, lo que habría dejado de lado otras m odernidades posibles.
Resta a los sociólogos de estos países y de esta época la tarea de com pletar
y corregir, desde su experiencia, la sociología que hicieron estos autores de
la modernidad occidental.
Segundo, porque tratándose de los autores clásicos y contemporáneos
m ás significativos, no solo se da cuenta de sus planteam ientos respecto de
la m odernidad, sino del conjunto de sus aportes teóricos. Así, este libro se
transform a en uno de los textos m ás im portantes sobre teoría social actua­
lizada de que disponemos en lengua castellana, tanto por los autores que
contempla como por la cantidad de tem as que considera al analizar cada
autor. Carecíamos de un com pendio crítico de la teoría social vista con ojos
actuales por quien estudia los autores principales del siglo XX. Y decimos
ahora teoría social, y no solo sociológica, porque cada uno de los autores
revisados, por la naturaleza de la tem ática o problem ática analizada, tiene
una dim ensión de ciencia social o transdisciplinaria inevitable, aunque se
reclam e m ás de la sociología que de otras disciplinas. La problem ática de
la m odernidad y la crítica a ella no pueden hacerse sin recurrir a todas las
disciplinas, sean estas la psicología, la antropología, la sociología o la cien­
cia política. También es cierto que, en los temas m ás globales de sociedad,
la sociología tiende a ser la m ás interdisciplinaria de las ciencias sociales.
Y el análisis que hace M artuccelli de los autores deja siempre en claro los
aportes y déficits en m ateria disciplinaria de cada una de estas teorías sobre
la m odernidad.
Tercero, en un m undo académ ico dem asiado obsesionado por las ne­
cesidades de m edición y por las cuestiones m etodológicas, que a veces
dificultan saber de qué se habla, desde dónde y hacia qué se apunta, es
decir, la cuestión teórica del estudio de las sociedades, este libro es muy
bienvenido. La sociología latinoam ericana no se desarrolló solo para medir
y definir em píricam ente situaciones y problem as, sino para conocer, pero
sobre todo para com prender y plantearse horizontes y conceptos límites,
como lo hacen todos los grandes autores de las ciencias sociales. Y ello no
puede hacerse sin reflexión y debate teórico sobre contenidos y no solo sobre
métodos. Si bien es innegable la dependencia teórica en nuestros debates
acerca de visiones provenientes de otros contextos, y que son las que trata
este libro, el énfasis de M artuccelli en las posturas teóricas y no m etodo­
lógicas de los autores vuelve a poner la cuestión central de la reflexión y el
debate sobre la teoría. Es cierto que el trabajo teórico basado en autores corre
el riesgo de encerrarse en sistem as conceptuales que no dialogan entre sí,
más preocupados de su propia coherencia que de dar cuenta del fenómeno
que estudian. M artuccelli es consciente de ello y por eso está perm anen­
temente cuestionando a los autores a partir de las realidades históricas de
las sociedades m odernas, m ostrando sus contradicciones eventuales con
ellas y permitiendo que uno vaya a los autores, no para adherir a una verdad
o reverenciar su obra, sino para inspirarse, para utilizarlos parcialmente
cuando sirven a los propios propósitos de entender y proyectar la sociedad
en que cada uno vive. A m i juicio, una de las principales conclusiones que
se desprende de estas lecturas es que, m ientras más cerrados sean los siste­
m as teóricos que proponen algunos autores, sobre todo m uchos de los que
se ubican en las m atrices de la diferenciación y la racionalización, m enos
permiten entender y analizar la sociedad histórica. Es precisamente cuando
los autores tom an distancias de sus propios sistem as y proponen esquemas
conceptuales flexibles, que sus análisis de las sociedades no solo son m ás
comprensibles, sino incluso contradictorios con su propio sistem a teórico.
Por otro lado, las ciencias sociales latinoam ericanas pagaron, en su origen,
un precio im portante al adherir a paradigm as teóricos totalizadores — en
especial a los ligados a vertientes estructurales como el m arxism o o a las
m atrices de la diferenciación y la racionalización— , y desde hace algunas
décadas se ha privilegiado en ellas otra relación con la teoría, que las acerca
a la matriz de la condición o la experiencia de la modernidad y, por lo tanto,
de la conformación de sujetos. Volveremos sobre esto.
Cuarto, Danilo Martuccelli es, sin duda, uno de los sociólogos más impor­
tantes e influyentes de su generación. Y esta obra, escrita cuando el autor
tenía treinta y cinco años, m uestra su madurez intelectual y da testimonio
del destacado lugar que ocupa en las ciencias sociales. Se trata no solo de
un gran profesor e investigador, pues su trayectoria revela un verdadero
proyecto intelectual, una «obra», en definitiva, tanto por el interés de los
temas y problemáticas que aborda como por la producción de una sociología
capaz de articular cuestiones teóricas con rigurosidad y refinados estudios
empíricos. En efecto, siendo de filiación de una sociología de la acción y de
una sociología de la experiencia, ha logrado desarrollar una sensibilidad
analítica propia, mediante la que ha hecho entrar en juego, en sus diferentes
trabajos, una visión de gran ambición histórica junto con estudios em píri­
cos en Francia, Argentina y m ás recientem ente en Chile. De este modo, el
interés y la especificidad del trabajo sociológico de Martuccelli no dependen
solo de su originalidad teórica, sino tam bién de la m anera en que articula
problemáticas sociales del norte y del sur a partir de cuestiones comunes,
pero sin abandonar las especificidades de los contextos nacionales. Además
de sus grandes trabajos en Francia sobre la escuela, la novela o la teoría
social, cada vez que ha realizado una investigación en A m érica Latina, a
m enudo en colaboración con im portantes sociólogos de Argentina, Brasil
o Chile, ello ha sido una contribución im portante para las ciencias socia­
les. Así lo dem uestran sus estudios sobre la transform ación del populism o
en A rgentina en los años noventa, sobre la cohesión social y el desafío
de la dem ocracia en la región, su ensayo inaugural sobre el individuo y el
individualismo en América Latina y, más recientemente, sus investigaciones
sobre la individuación en Chile. En varios de sus libros y artículos en caste­
llano, sobre todo en los referidos a Am érica Latina y Chile, ha enfrentado
uno de los principales problem as de la sociología de esta región: la tensión
entre los análisis de estructuras y procesos y las subjetividades de los actores
individuales. El trabajo de Martuccelli ha intentado remontar esta tensión sin
anular ninguno de los polos, contribuyendo en casos concretos a vincular
la dinám ica de las estructuras con la de los individuos y, al mismo tiempo,
ejem plificando el uso concreto de una teoría.
Este es, precisam ente, el enfoque teórico central del libro que presenta­
m os. Para M artuccelli la m odernidad se constituye y se funda como tal en
tanto distancia m atricial entre lo objetivo y lo subjetivo, la estructura y el
agente, las determinantes materiales y el sujeto. El m odo como la sociología
ha enfrentado esta tensión o distancia define las diferentes sociologías de
la modernidad. Martuccelli distingue tres grandes matrices de pensamiento
orientadas a enfrentar esta tensión fundadora y agrupa a los sociólogos del
siglo X X en torno a ellas. Por un lado, la matriz de la diferenciación, con la
tensión fundam ental entre diferenciación e integración, donde estudia a
Durkheim, Parsons, Bourdieu y Luhmann. Por otro, la m atriz de la raciona­
lización, con la tensión fundam ental entre racionalización y emancipación,
en la que incluye a Weber, Elias, Marcuse y Foucault. Y, finalmente, la matriz
de la condición m oderna, con su tensión entre subjetividad (existencia in­
dividual) e instrum entalidad (condiciones o form as de vida), donde ubica
a Simm el, la Escuela de Chicago, Goffm an, Touraine y Giddens.
Si en la introducción de este libro Martuccelli explica por qué situó a cada
uno de los autores seleccionados en una matriz respectiva, en los apéndices
da las razones que tuvo para excluir dos vertientes importantes: el marxismo
y las visiones posm odernistas. En el prim er caso no solo se debe a que M arx
mismo no corresponde al siglo XX, sino también a que en esta visión, y en sus
seguidores, la distancia m atricial es suprim ida a través del desarrollo de las
fuerzas productivas y del papel que juegan las clases sociales. Esto no quita
que, para Am érica Latina, se trate de la única vertiente que liga constitutiva
e indisolublem ente capitalism o y m odernidad y que se haya convertido en
una de las principales fuentes, de carácter hegemónico en un momento, para
definir la situación de la región. En el caso de las visiones posm odernistas,
Martuccelli funda seriam ente la apreciación de que no estamos frente a una
teoría sociológica ni científico-social. Desde m i punto de vista, además, las
visiones y el debate sobre la posm odernidad no solam ente oscurecieron el
análisis de toda sociedad contem poránea, sino que carecen de conexión
con las sociedades de nuestra región.
Cabe destacar, adem ás, que la estructura de esta obra es notablemente
pedagógica. Ello pese a la enorm e com plejidad de su objeto y del tipo de
análisis que hace M artuccelli — considerando a la vez los diversos tem as de
cada autor, sus trayectorias intelectuales, la interrelación entre sus obras y
la comparación con la de los restantes autores, ya sea al interior de la misma
matriz o con las otras— . Así, luego de la introducción, en donde se definen
la problemática de la modernidad, el m odo en que esta ha sido tratada por la
sociología o las ciencias sociales y la perspectiva de análisis de las m atrices
de modernidad, las tres partes en que se divide el texto están consagradas
a cada una de las m atrices (diferenciación, racionalización, condición m o­
derna). En cada caso, tanto en la referencia general a la matriz como a los
autores, se realiza una introducción y una conclusión. Para quien se inicia
en estos temas puede ser útil partir por las lecturas de la introducción, luego,
seguir por las presentaciones de m atrices y autores y las conclusiones en
torno a ellos y, finalm ente, adentrarse en cada capítulo referido al análisis
detallado de los autores.
Respecto a la cuestión de la modernidad en Am érica Latina — lo que no es
objeto de este volum en, pero sobre lo que M artuccelli ha hecho im portan­
tes aportes a partir del esquem a del libro y de los autores considerados— ,
recordemos que las ciencias sociales, particularm ente la sociología, no se
constituyeron com o disciplinas para com prender la sociedad m oderna,
sino el desarrollo, o si se quiere, la m odernización — problem ática luego
reem plazada por la de la revolución— . En el tem a del desarrollo influye­
ron las m atrices de la m odernidad, la diferenciación y la racionalización
w eberiana, con predom inio posterior de la matriz m arxista al abordarse la
problem ática de la revolución. Aunque nunca estuvo totalm ente ausente,
es a partir de los años ochenta que em pezará a desarrollarse una visión que
se acerca m ás a una matriz que privilegia la condición y la experiencia de
los sujetos, aun cuando las influencias de Luhm ann y Bourdieu, desde la
diferenciación, son innegables — sin desconocer tam poco la de Foucault
desde la racionalización disciplinaria— .
Es indudable que, con el advenimiento de la sociología en la región, el tema
de la modernidad, sin que necesariamente se planteara así, siguió las vertientes
de análisis occidentales tanto en sus versiones desarrollistas (teoría de la
modernización), como de izquierda (teoría de la dependencia). Pero, desde el
inicio, surgen voces que cuestionan lo que luego se llam aría el enfoque euro-
céntrico. Los tem as de colonialidad o Am érica Latina profunda, en diversas
expresiones, cuestionan la idea de una m odernidad ya definida y que solo
puede ser analizada en términos de retraso, sociedad dual o heterogeneidad
estructural. Será en los ochenta, m ientras en el norte se habla de la crisis
de la idea de modernidad, que estas voces se hacen fuertes en las ciencias
sociales. Desde perspectivas más o m enos conservadoras o progresistas,
se acrecentará el debate sobre identidades y sujetos y la discusión sobre mo­
delos de modernidad en expresiones, entre otras, de modernidad desgarrada,
culturas híbridas, nación étnica avasallada por la nación cívica, modernidad
barroca latina, sujeto popular religioso, mestizaje, eurocentrismo, nuevas
versiones de la colonialidad, espacio cultural en el m undo globalizado que
constituye un modelo propio de modernidad.
Basta la enunciación de estas visiones para mostrar que la forma de ver «la»
m odernidad, aunque de modo crítico y desde la izquierda de la sociología,
fue objeto de sospechas fundadas desde las ciencias sociales. La pregunta
entonces es qué entendem os por m odernidad como un tipo societal y cuál
sería el m odelo o tipo de m odernidad en América Latina.
Por un lado, cabe la redefinición de la modernidad desde una perspectiva
sociológica. Retomando diversas formulaciones, la modernidad se nos aparece
sociológicam ente como la afirm ación problem ática en una sociedad de los
sujetos en una sociedad determinada. Y estos, individual o colectivamente,
se constituyen no solo desde la racionalidad emancipadora o instrumental,
sino también desde la subjetividad, ya sea en forma de pulsiones, afectividad
o de identidades, y la m em oria, ya sea como tradición o como m em oria
histórica. Los m odelos de modernidad siempre incorporan estas diversas
dim ensiones y vertientes y se diferencian en el modo como las interrela-
cionan y en el predominio que se establece entre ellas.
Por otro lado, en el caso de Am érica Latina, como bien lo han formulado
algunos, cabe hablar del desgarro original y fundador del «encuentro»
— eufem ismo de colonización— entre dos mundos. A la distancia matricial
propia de toda m odernidad, en cualquiera de sus m atrices, se superpone,
amalgama, hibrida otra distancia: la de dos m undos con m odelos de m o­
dernidad distintos, donde uno se impone y dom ina sobre el otro, pero que,
a su vez, se entrem ezclan de form a desgarrada. Es a partir de esta doble
distancia m atricial que puede hablarse de m odelos de m odernidad, a la
vez asociados y en pugna, sin caer en eurocentrism os o en la suposición de
m odernizaciones unilineales. Las transform aciones de los años noventa y
de los dos mil en Am érica Latina, especialmente la explosión de identidades
étnicas, de género y regionales, enfrentadas a la m odernidad neoliberal
que se desarrolla al m ism o tiempo, dan cuenta de la lucha entre m odelos
de modernidad.
El énfasis en la constitución de sujetos, propio, según Martuccelli, de la
matriz de la condición, está presente en las ciencias sociales y en la sociología
de y sobre Am érica Latina. No es por casualidad que desde la vertiente más
occidental, o si se quiere la matriz de la diferenciación, Germ ani ya hablara
de lo nacional popular y que el populism o fuera considerado un objeto fun­
damental del análisis sociológico. Se trataba de la constitución de un sujeto
que era a la vez político y social y que se conform aba, ya fuera a través del
liderazgo personal o de las subculturas partidarias con orientaciones cultu­
rales m esocráticas y populares, en torno al desarrollo y la construcción de la
comunidad nacional. El predominio simbólico de este sujeto no significó, sin
embargo, la pérdida del poder de los actores dom inantes desde el siglo XIX
ni el térm ino de las exclusiones de vastos sectores, principalm ente étnicas,
cam pesinas o de género, entre otras. La m odernidad latinoam ericana, sin
dejar de ser capitalista dependiente, fue una m odernidad nacional popular,
expresada bellamente en el título en francés de la obra de Touraine La Parole
et la Sang, «La palabra y la sangre» (Política y sociedad en la traducción al
castellano), de quien M artuccelli fue discípulo.
Ya sabem os y vivim os la historia. Esa m odernidad entró en crisis y fue
avasallada por los autoritarism os y dictaduras m ilitares en varios países.
Los procesos de dem ocratización que le siguieron, en el contexto de la
im posición de m odelos neoliberales m ás o m enos radicales, no lograron
reconstituir a los sujetos de un nuevo modelo. Y eso está en el origen de
los m ovim ientos sociales, inaugurados p or el de Chiapas en 1994, pero que
atraviesan toda la región y las dos últim as décadas, afectando gobiernos,
partidos, aparatos m ediáticos, form as de convivencia y representación.
Tales m ovim ientos y dem andas so ciales reclam an u na nu eva relación
entre Estado y sociedad — con expresiones tan im portantes, aunque no
exentas de problem as, como la del Estado plurinacional, la noción del buen
vivir o la dem ocracia participativa o com unitaria— y un nuevo m odelo de
m odernidad en que las voces acalladas en las m odernidades o intentos de
modernidades previos se hacen presentes.
El libro de Martuccelli no entra en el análisis de los modelos de modernidad
porque, como hemos dicho, no busca una nueva sociología de la modernidad,
sino que pretende dar cuenta de las grandes m atrices analíticas y sus prin­
cipales autores. Resta esperar que M artuccelli nos dé su visión sistem ática
de su propia sociología de la modernidad, para lo cual cuenta no solo con el
antecedente de esta obra, sino también con una larga y fructífera trayectoria
de investigación sobre diversos aspectos específicos de la sociedad moderna
y de otros m odelos de m odernidad, entre ellos el latinoam ericano.

M anuel A n t o n io Garretó n
INTRODUCCIÓN
¿Qué es una sociología de la modernidad?

La recurrencia de la palabra «modernidad» en las ciencias hum anas solo


puede com pararse con su profunda labilidad teórica. ¿Cómo explicar que
una noción tan em pleada desde hace m ucho tiem po y por tantos autores
preocupados, a veces, por definiciones precisas haya perm anecido en tal
estado de porosidad? Contra toda expectativa, y p or paradojal que esto
pueda parecer, en una prim era instancia es necesario abstenerse del deseo
de otorgar lím ites dem asiado precisos a esta noción. Si la «modernidad» es
reacia a toda definición exhaustiva, ello se debe a que su utilidad analítica
proviene justamente de su indecisión conceptual, de su capacidad para dar
cuenta de una cantidad m uy difusa de fenóm enos en m uchas disciplinas,
así como de una cantidad no m enos im portante de polémicas.
En su utilización m ás frecuente, la m odernidad a menudo no define nada
más que la sociedad contem poránea y el tiem po presente, los que son, así,
el com ún denom inador m ás pequeño de la noción. La m odernidad es un
m odo de relación lleno de preocupación frente a la actualidad, es decir,
resulta indisociable de un cuestionam iento de naturaleza histórica. Pero la
modernidad no se reduce al ser presente, no tiene por mera búsqueda saber
lo que es el m undo o, m ás aún, lo que es el presente en sí, sino que persigue
m ás precisam ente la respuesta a una inquietud: ¿por qué el hoy ya no es
como el ayer? En esta indagación, la idea de actualidad sufre dos inflexiones
de im portancia. Por una parte, lo actual pasa a ser la fuente últim a de valor
en contraste con el pasado y la autoridad de este, aun cuando, y por radical
que sea el deseo de los m odernos por construir un presente que solam ente
existe respecto de sí mismo, su conciencia no dejará de construirse en una
relación difícil con el pasado. Por otra parte, la actualidad solapadam ente
toma sus distancias en relación con el único presente, subrayando entonces
la falta de contemporaneidad de ciertos contem poráneos1. La actualidad
moderna traza pues una ruptura con la simple idea de un presente histórico,
ya que esta se concibe como el fruto de una actitud, de una form a de ser
y de m irar el mundo. La conciencia de la m odernidad solo se constituye
realmente como resultado de este doble movimiento, como conciencia de
la pertenencia a una época específica y como deseo de conferir un sentido
a un mundo que enfrenta una inquietud originaria.
Ahora bien, esta reflexión no expresa toda la envergadura de sus signifi­
cados sino cuando la experiencia social de los individuos es atravesada por
un conjunto de incertidum bres que trastornan su com portamiento social.
No existe una com prensión correcta de la m odernidad si se deja escapar
esta dim ensión. La sociología crea y recrea la idea de la sociedad en cada
período histórico con el fin de dar sentido a las prácticas sociales y a los
cam bios históricos, pero sin calm ar jamás com pletam ente la conciencia
de la incertidum bre fundam ental a través de la cual ella se representa al
mundo moderno. En verdad, la reflexión se esfuerza, aunque nunca lo logre
plenam ente, en conciliar dos proyectos. Por un lado, el deseo de producir
m odelos estables de la realidad social, representaciones que puedan, de
form a m ás o m enos inm ediata y directa, intervenir en ella, y, por otro lado,
la conciencia de la experiencia de situaciones sociales inestables que dan
lugar a decepciones m últiples, allí donde el m undo es invariablem ente
percibido en fu n ción de d esaju stes, m ayores o m enores, pero siem pre
inevitables, con las interpretaciones que disponen los actores. La sociología
de la m odernidad proviene de este doble movimiento de construcción de
representaciones globales estables y adecuadas y de la conciencia inmediata
de su distancia con la realidad. Las diversas figuras de estos desajustes se
encuentran en la raíz de la experiencia directa que los actores realizan de
la realidad m oderna. Las sociologías de la m odernidad son la conciencia
histórica de estos desfases.
Diferentes relatos procuran dar cuenta del quiebre radical que se es­
tablece en un m omento determ inado entre el pasado y el mundo de hoy.
Los relatos no son infinitos, pero su diversidad es lo suficientemente vasta
para que nos sea posible restituir la dinám ica general de la narración. Esta
siempre es atravesada por una intriga en la cual un acontecimiento de base
(la Revolución francesa, el comienzo de la industrialización, la consolidación
histórica del Estado-nación, la secularización...) supuestam ente explica la
ruptura del hilo entre el presente y el pasado. Más tarde, vendrán a sumarse

i Cf. las reflexiones de Relnhart Koselleck, L efu tu r passé (París: Edítions de l’ EHESS,
1990).
a estas prim eras narraciones, muy a m enudo com puestas por un solo acon­
tecimiento, relatos de acontecim ientos m últiples, m ás com plejos sin duda,
que harán de la distancia matricial el resultado de una concatenación m ás o
menos aleatoria o estructural de num erosos acontecimientos. Sin embargo,
en la fabricación intelectual que la sociología se forja de su propia conciencia
histórica, la función del o de los acontecimientos es siempre profundamente
similar: al m ismo tiempo trazar y dar cuenta de la frontera entre la sociedad
m oderna y el pasado. La conciencia sociológica de la sociedad m oderna no
se refiere, pues, tanto a una estructura social, a prácticas e ideas nuevas,
como a una reflexión específica sobre una relación com pletam ente distinta
del individuo con el m undo2. Sea cual sea la real novedad histórica de esta
conciencia, es esto lo que dom ina la reflexión propiam ente m oderna sobre
el mundo moderno.
Al igual que en sus orígenes, no se puede dar cuenta de esta distancia
m atricial m ediante un m odelo analítico único. Ciertamente, de una u otra
forma, siempre hay en el origen la ruptura de una totalidad concebida como
una form a de com unión, pero, una vez m ás, las vías son m uy diversas,
según se acentúe el quiebre de la unidad entre las palabras y las cosas, la
cultura y la sociedad, el individuo y el m undo, las posiciones objetivas y las
dim ensiones subjetivas... Sin embargo, esta ruptura, en el relato fundador
de las sociologías de la m odernidad, siem pre fu n cion a analíticam ente
mediante tres fases. Primero, a partir de la distancia percibida por el actor
entre sus horizontes de expectativas, por lo general no cum plidas, y la
realidad. Luego, atraviesa un m om ento turbulento en que los actores se
someten a situaciones contrarias a sus costumbres, pero en las cuales toman
conciencia de que estas prácticas rom pen la certidum bre de la rutina y los
confrontan a otras experiencias. Finalm ente, la diferencia cede el paso, al
menos a nivel intelectual, a un nuevo relato ordenador capaz de dar cuenta
de esta vivencia, insertándola en una estructura interpretativa que apunta
a quitarle lo esencial de su carga de extrañeza.
La m odernidad es la conciencia histórica de estos desajustes, fuentes de
aventuras y ansiedades, y de la perplejidad am bivalente que estos implican;
una perplejidad que nunca se disipa totalm ente. La experiencia inicial de
ta extrañeza m oderna y su conciencia histórica, si logra transform arse en
evidencia práctica e intelectual, no llega jam ás empero a crear un horizonte

I Mazlich tiene toda la razón cuando caracteriza el nacim iento de la sociedad moderna
y de la reflexión sociológica, ante tod o, por la conciencia de la desaparición de los
vínculos anteriores, e incluso por el sentim iento punzante en cuanto a que los antiguos
vínculos eran superiores. Cf. Bruce Mazlich, A New Science: The Breakdown ofConnection
and the Birth ofSociology (Nueva York-Oxford: Oxford University Press, 1989), 253 y ss.
de expectativas definitivamente familiar. Las sociologías de la modernidad
nacen tanto de la conciencia de la distancia entre el presente y el pasado
como de la renovación de la interrogación sobre las form as específicas de
esta distancia. Para la sociología no puede realmente existir una eliminación
de esta distancia; a lo sumo una disminución parcial y momentánea.
La conciencia histórica de la distancia de la modernidad con el mundo
que le ha precedido se refleja sobre todo en la invención de los sociólogos,
muy discutible, de la idea de comunidad como un mundo total y armonioso.
Esta (¿quién lo dudaría aún?) nunca ha existido, pero ciertam ente rendía
cuenta, a nivel intelectual, de la experiencia fundacional de los individuos
en la modernidad, es decir, del sentimiento de que el mundo se hundía bajo
sus pies. La conciencia histórica de la modernidad surge allí donde el orden
del mundo pasado se desm orona y donde el orden del porvenir no se hace
aún evidente. Pero en la constitución de la conciencia histórica propia de la
sociología, los dos mom entos — el de la crisis como el de la regeneración—
por lo general se han presentado sim ultáneamente, y estos dos temas están
presentes en todos los movimientos de olvido y de redescubrimiento de los
cuales está constituida la modernidad. Todo sociólogo cree ver en su propia
sociedad un nuevo estado de la modernidad, una transición tensa entre la
conciencia de la muerte radical de un mundo y el lento nacimiento de otro,
asociado al surgimiento de nuevas figuras del individuo. Esto indica hasta
qué punto la sociología de la modernidad es en sí inseparable de una toma de
conciencia histórica del sentimiento de ruptura con el pasado. Ciertamente,
la sociología, más aún que otras disciplinas, ha tenido durante mucho tiempo
la tendencia a asociar la m odernidad con un tipo específico de sociedad, a
saber, la sociedad industrial3, antes de que el relato histórico propio de la
modernización la atraviese y establezca la idea de otra modernidad después
de la modernidad. Como antaño en otros ámbitos culturales, la conciencia
de la m odernidad en la sociología evoluciona «hasta que finalmente no se
define m ás que oponiéndose a sí m isma»4. La actualidad, toda actualidad,
está irrem ediablem ente condenada a ser superada y convertirse en una
form a de clasicismo.

3 Para un ejem plo consum ado, cf. Raym ond Aron, Les désillusions du progrés (París:
Calmann-Lévy, 1969).
4 Hans R obert Jau ss, «La “ m o d ern íté” dans la tradition littéraire et la co n scien ce
d’aujourd’hui», en Pour une esthétique de la réception (París: Gallimard, 1978), 213.
Toda sociología puede analizarse, a la vez, como el esfuerzo intelectual
que apunta a unir lo que se separa, a dotar de una unidad a lo que se frag­
menta, y como la conciencia desdichada de la im posibilidad de lograrlo. No
hay sociología de la m odernidad fuera de esta voluntad. Se podrá discutir
largo tiempo sobre sus orígenes intelectuales, pero fácilmente se puede llegar
a acuerdo en cuanto a los fundam entos sociales de su eficacia sim bólica.
Esta representación parte de la crisis de una form a de conciencia histórica
y form ula versiones aceptables de la sociedad m oderna bajo la form a de
una conciencia histórica de esta crisis. Es de allí que proviene la principal
seducción. Todo período de transición se caracteriza por un desgarro, por
un desm oronam iento de la continuidad, por el sentim iento del desorden,
y lo propio del pensam iento en estas fases es querer m antener unido (fre­
cuentemente recurriendo al pasado) lo que ya se separa en el horizonte.
La sociología concibe toda la m odernidad com o una fase interm inable de
transición que perm ite dar cuenta del presente contra el pasado, del cam ­
bio contra la tradición, o, como lo percibió m uy bien Harold Rosenberg, de
establecer una form a de «tradición de lo nuevo»5.
Para dar cuenta de esta actitud, la palabra «crisis» es en m uchos a s­
pectos ju sta desde un punto de vista descriptivo, pero p rofun dam en te
Insuficiente en cuanto se adopta una perspectiva analítica. La sociología
experimenta y construye su historia declinando siempre en el presente la
ruptura fundacional de la cual voluntariam ente dice proceder. Es en este
■entido que la idea de crisis es justa, ya que da cuenta de este sentim iento
confuso y múltiple de desconexión con el m undo, pero es insuficiente para
caracterizar la pluralidad de respuestas involucradas. Lo sorprendente en
el fondo tiene m enos que ver con la perm anencia de este sentim iento de
distanciam iento del m undo que con la repetición incesante del asom bro
de los sociólogos frente a esta distancia m atricial. La m ayor parte se cree,
en un m omento u otro de sus vidas, en el punto de in flexión de una época,
en un intervalo, donde se m ezclan intrincadam ente lo antiguo y lo nuevo.
Tído es válido para m arcar estas fronteras y estas rupturas concebidas cada
vez como definitivas: las m últiples revoluciones políticas, los efectos de la
revolución industrial, el fin del liberalism o parlam entario, el advenim iento
del totalitarismo, la verdadera consolidación de una sociedad industrial, su
descomposición, la llegada de una nueva revolución tecnológica, la formación
de una sociedad de la inform ación, en fin, todos los discursos posibles de

| H»rold Rosenberg, La tradition du nouveau (París: Minuit, 1962).


lo pos- y de lo neo-6... Lo único que no cambia es la conciencia histórica de
la ruptura (aun cuando esta se encuentre inm ersa en una increíble ceguera
histórica en cuanto al carácter constante de este sentimiento).
¿A qué se debe que con mayor frecuencia sea en las obras de los sociólogos
donde las incertidumbres propias de la modernidad se hagan más punzantes?
Es tal vez de su sitial en el seno del universo del conocim iento de donde
proviene la gran especificidad de la sociología. A diferencia del artista, el
sociólogo no se cree investido de un estilo singular que le permita describir
el m undo como la pura creación de un mundo personal. A diferencia del
filósofo, él no se siente conminado a describir el mundo como una totalidad
construida en torno a la voluntad (de hecho, la pretensión) de superar todo
sentim iento de arraigo social parcial. Si bien la sociología realmente no se
construye sino cuando logra alejarse de estas dos tentaciones intelectuales,
es la som bra de dichas tentaciones lo que permite com prender lo propio
de su p aíh o s disciplinario, de su sen sibilidad e sp ecífica7. No existe un
ethos sociológico moderno, pero hay un pathos que, en un único y mismo
m ovim iento, estructura la sociología en la encrucijada de un apego a la
m odernidad y de una inquietud llen a de nostalgia por la tradición. De este
sentim iento contradictorio se desprenden m uchas reflexiones y, sin duda,
las m ás potentes que la sociología ha generado.
De este m odo, la m odernidad se ve con frecu encia anim ada por una
am bivalencia original que exige al mismo tiempo, por una parte, progreso,
razón, ilustración y, por otra, romanticismo, crítica, rechazo cultural8. Este
m ovimiento que cíclicamente reaparece en el seno de la modernidad for­
m a efectivam ente parte de la m anera en que los individuos com prenden
su relación con el mundo, siempre en una profunda continuidad emotiva,
siempre con un sorprendente sentim iento de novedad.
Si es cierto que esta am bivalencia ya es reconocible en la constitución
histórica de la sociología, que le debe mucho, por lo m enos dentro de cierta
tradición europea, a los grupos conservadores del siglo X IX 9, ella ha pasado

6 Para reflexiones en este sentido, cf. Jeffrey C. Alexander, «Modern, Anti, Post, and Neo:
How Intellectuals have coded, narrated, and explained the “ New World o f Our Time” »,
en Fin de siécle Social Theory (Londres-Nueva York: Verson, 1995), 13 y ss.
7 Para consultar la noción de pathos, cf. Arthur O. Lovejoy, The Creat Chain ofBeing (Nueva
York: Harper, 1936), 10 y ss.
8 Para una interpretación de los diferentes movimientos modernos a partir de esta tensión
constitutiva de la m odernidad, cf. Matel Calinescu, Five Faces ofM odernity (Durham:
Duke University Press, 1987).
9 Si bien se puede discutir la filiación histórica establecida por Nisbet entre la sociología
y el pensam iento conservador del siglo XIX, es necesario rendirle homenaje por haber
sabido acentuar claram ente la paradoja creativa de la sociología en su tensión entre
a ser uno de sus rasgos distintivos. A pesar de las diversas nostalgias que
la atraviesan, rara vez la sociología se entrega a un cuestionamiento de la
modernidad m isma y casi nunca da cabida a una crítica reactiva radical. De
la misma forma, pero al revés, el pathos propio de la sociología le impide
zozobrar en un elogio desprovisto de reticencias críticas para con la m oder­
nidad, en donde el pensamiento se identifica realmente con el m ovimiento
del mundo, en donde el progreso ocupa un sitial de verdad últim a y en
donde todos los mom entos y todas las crisis term inan por insertarse como
períodos necesarios de una parusía histórica. El pathos de la sociología no
es más que el m anejo de la distancia entre estas dos actitudes, las cuales
están siempre presentes y sin que sea posible desprender una de la otra sino
con el riesgo de perder su identidad intelectual'0.

Hay múltiples m aneras de escribir una historia de la sociología, al igual


como existe toda una pluralidad de form as para presentar las divisiones
propias de la disciplina” . Pero, más allá de las diversidades tem áticas o de
las divisiones m etodológicas, incluso de los postulados filosóficos que las
sostienen y de las corrientes así engendradas, creemos posible identificar en
la modernidad grandes intuiciones que han estructurado la manera en que la
sociología ha analizado la modernidad. Si la palabra m atriz nos ha parecido
la más pertinente es porque permite tanto com prender la continuidad de
la reflexión sociológica, como, asimismo, subrayar el papel activo que esta
Intuición inicial adopta en los diversos autores cuando reinterpretan la
modernidad desde los cambios históricos y sociales de su época.
Si hem os escogido presentar estas matrices a partir de los escritos de los
autores, es para subrayar bien hasta qué punto la sociología, m ás allá de su
tensión constitutiva, bien reconocida por Wolf Lepenies, entre su pretensión
científica y su vocación literaria12, sigue siendo ante todo, en su expresión

el apego a los valores de la corriente m odernista y el em préstito de lo esencial de sus


conceptos y presupuestos au n cierto conservadurismo filosófico. Cf. Robert A. Nisbet,
La tradition soáológique (París: PUF, 1984), 3 2 .
10 Se puede decir así de la sociología lo que Baudrillard dice de la m odernidad: «Moral
canónica del cambio, esta (la modernidad) se opone a la moral canónica de la tradición,
pero en igual medida se abstiene del cambio radical». Cf. Jean Baudrillard, «Modernité»,
en Encyclopaedia Universalis (París, 1990), 552-5 5 4.
11 Para una excelente reflexión sobre estos aspectos, cf. Donald N. Levine, Visions o fth e
Sociological Tradition (Chicago: The University o f C hicago Press, 1995).
12 W olf Lepenies, Les trois cultures (París: Éditions de la Maison des Sciences de l’ Homme,
1990).
m és acabada, el producto de una obra. Seguram ente esta obra está lejos
de ser individual y se encuentra inm ersa en sistem as, escuelas y doctrinas
que estructuran las trayectorias personales de los autores, sus estrategias
Intelectuales y, por supuesto, su contexto histórico'3. Ciertam ente, una
historia de la sociología es inseparable de la reflexión sobre las técnicas
de investigación y sobre los m étodos desplegados por los autores. Pero
para nosotros se trata de com prender qué visión de la m odernidad está en
juego en la obra de cada autor. Este libro es una historia de la sociología de
la m odernidad que se dedica sistem áticamente a seguir los contornos y las
inflexiones de las matrices.
Desde Comte, y a pesar de las críticas de las que el positivism o ha sido
objeto, la form a acumulativa de narrar la historia de una disciplina consiste
en partir de un punto único para organizar los diferentes conocim ientos14.
Pero este tipo de coherencia es ajeno al trabajo real de los autores, cuya evo­
lución, si es que existe una, no es ciertamente lógica ni sigue una progresión
acumulativa constante. La coherencia de una obra no se deriva tam poco de
una intuición central, verdadero lugar de creación ex nihilo, de un pensa­
miento a lo largo de toda una vida. Esta proviene de la m anera en que cada
autor trata de sortear o corregir, a través de su im aginación, las dificultades
o las brechas identificadas en el centro de una matriz. En esta coherencia
la actitud existencial del autor, a pesar de toda la am bigüedad del término,
pesa tanto, independientem ente de lo que digan a m enudo los autores m is­
mos, com o sus esfuerzos de análisis. La sociología no es necesariam ente
reacia a los desarrollos acumulativos del saber (aun si la naturaleza de esta
progresión puede ser legítim am ente objeto de discusión), sino que es una
form a de filosofía social que apunta a contrarrestar, mil y una veces y sin
cesar, la distancia fundacional de la m odernidad.
Sin embargo, es conveniente evitar los impasses de las concepciones con­
textualistas que siempre term inan por caer en el facilism o de la explicación

13 Para una historia del nacim iento de la sociología en Francia desde esta perspectiva,
cf. Laurent Mucchielli, La découverte du social (París: La D écouverte, 1998).
14 Si quisim os rehabilitar la noción de autor en sociología, no es para proveer una lista
can ón ica, sin o porque creem os q u e es en la evolución y en las inflexiones de un
pensam iento com o se develan m ejor los límites de una interpretación que pretende
expurgar las obras de sus límites en favor de una muy hipotética reconstrucción teórica
de la totalidad de su espacio de posibilidades. En sociología es Alexander quien supo
construir la versión m ás acabada de esta actitud intelectual. Cf. Jeffrey C. Alexander,
Theoretical Logic in Sociology, 4 vols., (Berkeley: University o f California Press, 1982-
1983); Twenty Lectures: Sociological Theory since World War II (Nueva York: Columbla
University Press, 1987).
de una obra por su m edio'5. Tentación tanto mayor cuando los sociólogos
olvidan a menudo que tienen que lidiar con representaciones históricas
de lo real, generadas dentro de una h istoria institucional, ciertam ente,
pero también al interior de una historia del pensamiento que tiene efectos
propios que no se pueden lim itar al estudio de las fuentes, de los campos
estratégicos o bien a otros determ inism os extrínsecos a la obra.
La idea de matriz apunta a burlar estos riesgos. En prim er lugar, ella in ­
siste en la profunda continuidad de la mirada sociológica a lo largo de todo
el siglo: actitud terapéutica contra la ilusión m isma de la m odernidad que
siempre pretende estar en un cruce inédito de cam inos. En segundo lugar,
la noción permite com prender hasta qué punto la matriz está im bricada
en un proceso histórico, y que es el reflejo tanto de una actitud intelectual
como un esbozo de análisis. Finalmente, permite especialmente acentuar el
papel de la im aginación en el trabajo sociológico, para dejar de m anifiesto
que, a pesar de lo agudo de los problem as sociales a los que responde una
teoría, esta siempre se encuentra lejos de entregar la claridad supuesta y
deseada. La sociología tam bién es siempre una reacción. Por lo tanto, no
se trata de reducir la m ultiplicidad real de las obras a algunos grandes m o­
delos hipostasiados, sino subrayar a la vez, y después analizar, la relativa
constancia y la relativa variación de las matrices.
Pero se trata tam bién de deshacerse de una concepción lineal o cíclica de
la historia del pensamiento sociológico. No existe ni progresión continua ni
eterno retomo. Cada matriz opera por medio de una serie de desplazamientos
concéntricos, cuyo doble movimiento de expansiones y de contracciones
permanentes y sucesivas explicitan de m anera figurativa la evolución inte­
lectual. Así, es posible com prender tanto las continuidades de intuiciones
como las múltiples rupturas dentro de una m ism a matriz; romper con una
historia del pensamiento escrito en función de filiaciones, donde al final
solamente se trata de ubicar a un autor o una escuela dentro de un árbol
genealógico. La reutilización incesante de las m atrices debería perm itir a
la sociología protegerse de estos extravíos. En ella, como tratarem os de
demostrarlo, las filiaciones experim entan m últiples rupturas, y es por sus
desplazam ientos longitudin ales de geom etría variable, a p artir de una

15 Los libros de Aron o de Coser escapan a esta limitación, ya que am bos logran presentar
de manera diferente los contextos intelectuales y sociales com o elem entos auxiliares
de com prensión de las obras más que verdaderam ente com o estructuras últimas de
inteligibilidad. Cf. Raymond Aron, Les étapes de la penséesoaológique (París: Gallimard,
1985); Lewis A. Coser, Masters o f Sociological Thought (Nueva York: Harcourt Brace
Jovanovich, 1971).
sola matriz, que el m ovimiento creador del pensam iento sociológico de la
m odernidad se refleja mejor.
Las matrices son menos que un paradigma, más que una idea de base, algo
diferente a una escuela. Menos que un paradigma, ya que están lejos de tener
su consistencia lógica, su capacidad de proponer m arcos epistem ológicos
de explicación y, al menos en último análisis, pruebas de refutación'6. Más
que una idea de base, puesto que no se trata solam ente, como lo explicitó
Lovejoy, de aislar los elementos constitutivos presentes en diferentes sistemas,
sino que, al contrario, apuntar a desprender los grandes marcos, especies de
telones de fondo en los cuales trabajan los diversos elementos17. Algo distinto
a una historia efectuada en función de escuelas cuya permanencia sería una
de las especificidades de la sociología, y en donde la presentación histórica
apuntaría a extraer algunos grandes modelos diferentes, incluso irreductibles
entre ellos, y cuya sucesión describiría una pendiente evolucionista18. Las
matrices están lejos de tener esta inconmensurabilidad teórica y más de una
vez, a lo largo de todo este siglo, será posible m ostrar en acción, en la obra
de un solo autor, las afinidades y las im bricaciones entre ellas. Más de una
vez autores de una m isma escuela estarán presentes en matrices diferentes.
Esta actitud, si no descuida la im portancia de las tradiciones nacionales (se
podría mostrar, por ejemplo, la existencia de afinidades electivas históricas
entre una matriz y un m arco nacional), las incluye empero de entrada en

16 Thom as S.Kuhn, La structure des révolutions scientifiques (París: Flammarion, 1972 [1969]).
N ótese que luego de las diferentes críticas dirigidas a su noción de paradigm a, Kuhn
posteriorm en te le quita fuerza (cf. el p ostfacio de 1969) hablando de una «matriz
disciplinaria» con el fin de subrayar la coexistencia de elementos ordenados de diferentes
tipos, pero que siempre funcionan com o un todo. El uso que hacem os aquí de la ¡dea de
matriz difiere de eso considerablem ente. Sin duda el parentesco es mucho m ás grande
con la noción de «tem ata» de Holton. Este autor cree poder detectar en el pensamiento
científico ideas directrices, presu pu estos fundam entales, muy a m enudo estables,
am pliam ente disem inados, que intervienen en las m otivaciones de un científico, en
su producto final e incluso en la aceptación o el rechazo de sus trabajos. En número
limitado, los tem atas ejercen un fuerte poder en la imaginación de un científico, lo
que les permite a veces incluso ir m ás allá del sistem a de axiom as de una teoría, pero
siem pre en concordancia con los principios de los tem atas a las cuales adhieren. Cf.
Cerald Holton, L’imaginationscientifique (París: Gallimard, 1981). Si hem os preferido la
noción de matriz es para subrayar que, a diferencia de los a príorí movilizados en todo
conocim iento, acá se trata m ás bien de un esquem a histórico de interpretación de la
sociedad moderna.
17 Para una historia de la sociología a partir de esta perspectiva, cf. Nisbet, La tradition
sociologique.
18 Especialm ente Don M artindale, The Nature and Types o f Sociological Theory (Londres:
R outledgeyK egan Paul, 1961); para Francia, Pierre Ansart, Lessociologies contemporaines
(París: Seuil, 1990).
un espacio intelectual más amplio, acentuando así la paradoja del proceso
sociológico, siempre sólidamente anclado en los límites de un Estado-nación
y movido por una vocación universal tendiente a subrayar las dim ensiones
transnacionales de su reflexión.
En esto, la m atriz designa m ás un espacio de invención teórica y de
descripción de la m odernidad que una doctrina o un m odelo epistem o­
lógicamente consistente. Ella está muy lejos de definir de m anera estricta
una correspondencia con ciertas nociones, incluso con m etodologías de
Investigación. Apunta a dar una respuesta a requisitos m ás o m enos vitales,
pasando de representaciones confusas o informes de la vida social, a imágenes
o modelos que, junto con aspirar a una gran coherencia científica, logran
dar un sentido al posicionam iento de los hom bres en la modernidad. Una
matriz sociológica tiene así tanto sino m ás que ver con esta exigencia que
con la preocupación de trazar los lím ites de inteligibilidad de un discurso
propiamente científico. Lo que explica la abertura de las matrices, su posible
compatibilidad, el carácter a menudo muy discutible de las ideas de incon­
mensurabilidad; pero lo que explica tam bién, en parte, la prim acía a plazo
de una matriz sobre otra, y el hecho que un autor, a pesar de su voluntad
a menudo ecuménica, interpreta por lo esencial la m odernidad a partir de
una sola perspectiva central.
En esta reflexión, autores importantes han debido ser excluidos y muchos
otros, que no tienen necesariam ente el estatus de sociólogos, han sido sin
embargo seleccionados. Las elecciones, por arbitrarias que puedan resultar,
se realizaron especialm ente en función de la relación que estos autores
m antenían con la inflexión de la conceptualización al interior de una m a­
triz, pero también con una preocupación cronológica mínima, espaciando
a los autores en intervalos m ás o m enos regulares con el fin de dar para
cada matriz una representación correspondiente a los diversos períodos
históricos. Los principios de unidad que m arcan la historia de una matriz
teórica son inseparables de la gran diversidad que esta conoce en diferen­
tes momentos históricos: si es así posible realizar una aproxim ación entre
autores en función de su representación lim inar de la m odernidad, m uchas
otras diferencias, a menudo de im portancia, son reconocibles entre ellos
en otros niveles (especialmente en sus concepciones de la acción social o
de la teoría social).
Hemos hablado hasta ahora de la modernidad de m anera indiferenciada.
Este libro no se refiere sin embargo más que al siglo X X . Lejos está de n o so­
tros la idea de m inim izar la im portancia del aporte del siglo anterior, pero
es a partir del linde del siglo X X , como m áximo a partir de la últim a década
del siglo X I X , que se constituyen verdaderam ente las matrices sociológicas
D igitaliza do por A lito en el E stero P rofundo

de la m odernidad. En el sentido estricto, el fenóm eno es ciertam ente más


extenso, y Jacques Le G off tiene razón cuando caracteriza el siglo XX como el
lugar de desplazamiento de la prim acía de la reflexión sobre la modernidad
del campo cultural (el arte, la historia, la ciencia) hacia los ámbitos de la
vida social (la economía, la política, la vida cotidiana, las mentalidades)'’ .
En este siglo, la m odernidad pasa a ser inseparable de una reflexión sobre
la vida social, y la mirada sociológica se convierte en uno de los elementos
constitutivos de la percepción, m ás o m enos espontánea, que los actores
tendrán de su sociedad.
Si fuera absolutam ente necesario escoger un período de inflexión para
caracterizar la constitución m ás o m enos acabada de las matrices propia­
m ente sociológicas de la m odernidad, ciertam ente habría que seleccionar
los años 18 9 0 -19 20 . N osotros vivim os siem pre sobre las intuiciones de
esos años20. En todo caso, y considerando lo que ha sido la sociología a lo
largo de todo el siglo XX, es posible afirm ar que es en Durkheim, Weber y
Sim m el que se encuentran las form ulaciones iniciales m ás acabadas. Esta
selección, sin duda arbitraria, solo se hará aceptable luego de los análisis
proporcionados, pero desde ahora es necesario insistir sobre el hecho que
sería evidentem ente fácil encontrar antecedentes a estas m atrices, como
cuando, para solo citar un ejemplo, Raymond Aron reconoce en Comte o en
M arx precedentes a la visión de Weber de la racionalización21.
En este trabajo nos lim itarem os al estudio de la m odernidad dentro del
pensam iento occidental. La im aginación sociológica de la m odernidad
propia del siglo X X ha sido esencialm ente m odelada a partir de una zona
intelectu al — las sociedades europeas y los E stados U nidos— y por lo
esencial a partir de las m ism as matrices. No ignoram os que esta selección
es reductora. Tanto m ás que la irrupción de lo que hasta hace poco se deno­
m inaba el Tercer Mundo desestabilizó la mirada que los sociólogos dieron
de las sociedades m odernas que se autoconcibieron como «centrales», y
que en las interpretaciones dadas de estas sociedades, especialm ente de

19 Jacques Le Goff, «Antique (anden) / m oderne», en Histoire et mémoire (París:


Gallimard, 1988), 92.
20 Período que plantea evid en tem en te el problem a del difícil diálogo (para no decir
fracasado) que la sociología tuvo a la vez con la obra de Freud y la herencia de Nietzsche.
Para un esfuerzo reciente con el fin de establecer una tradición sociológica a partir
de este último, cf. G eorg Stauth, Bryan S. Turner, Nietzsche’s Dance (Londres: Basil
Blackwell, 1988).
21 Aron, Les désillusions du progrés, 299.
la diversidad de las vías posibles de m odernización22, se terminó por am ­
pliar y rem ecer una concepción dem asiado estrecha de la modernidad. Sin
embargo, en lo esencial, se trató más de un trabajo de adaptación creadora
y de corrección crítica que de la producción de m arcos de interpretación
radicalmente diferentes. Esta situación está evolucionando, pero es dem a­
siado temprano para m edir en qué grado en el futuro nuestras visiones de
la modernidad serán transformadas; es altam ente probable que aparecerán
nuevas matrices, ideadas a partir de otras situaciones sociales, culturales
o de género diferente. Es por esto que el individuo m oderno estudiado en
este libro será circunscrito en su geografía y ,1a m ayoría de las veces, sin
sexo determinado.

El libro está dividido en tres partes, cada una de ellas dedicada a una de las
matrices de la m odernidad. La presentación siempre es la misma. Después
de una breve introducción de los ejes más im portantes que estructuran la
problemática propia de la modernidad, tal como esta se reelabora en cada
matriz, sigue una p resentación esquem ática de los principales autores
tratados, antes de que los capítulos sucesivos se aboquen efectivam ente al
estudio de la interpretación de estos.
En los diversos capítulos hem os tomado en cuenta algunos principios
sim ples con el fin de permitir, para cada uno de ellos, una lectura a tres
niveles. Primero, hem os propuesto una presentación de las obras, con el
objeto que los lectores poco iniciados en la sociología sigan la evolución
de un pensam iento. Luego, en un segundo nivel, y sin caer en ninguna
forma de idealismo o evolucionism o, hem os tratado de develar a través de
los autores seleccionados las vicisitudes intelectuales de una matriz. Las
obras no son leídas en el seno de una historia que las domina, sino que, al
contrario, es a partir de sus reestructuraciones y de sus inflexiones que se
desprende progresivamente, pero solo progresivamente, la form a histórica
adoptada por el desarrollo de una matriz. En este sentido preciso, el sitial de
los autores dentro de una matriz no supone necesariam ente una evolución
o progreso del pensam iento. Por el contrario, señ ala siempre una novedad,
otra vía, una inflexión crítica, la reconsideración de un olvido, la generali­
zación de una intuición, la radicalización de un modelo, la torsión de una
representación. Finalm ente, y lo que es m ás im portante, todos los textos

22 Barrington M oore, Les origines sociales de la dictature et de la démocratie (París:


M aspero, 1979).
apuntan a establecer la tesis de la presencia permanente de cierta versión de
la distancia m atricial propia a la m odernidad a lo largo de todo el siglo XX.
Después de todo, es respecto de ella, de la m anera de concebirla y responder
a esta, como se trazan las fronteras entre la diversidad de las sociologías y la
unidad de la modernidad. La voluntad de respetar estos diferentes niveles
de lectura ha dictado la lógica autónom a de los diferentes capítulos. Por
lo tanto es posible hacer una lectura independiente de cada uno de ellos,
aunque la inteligibilidad últim a del proyecto solam ente debería medirse en
función de la totalidad de las obras presentadas.
PRIMERA PARTE
La diferenciación social

N inguna otra m atriz de la m od ernid ad ha m arcado tanto la re fle x ió n


sociológica com o la tesis de la diferenciación social. A tal punto que casi
siempre es requerida en las interpretaciones dadas del proceso de m o­
dernización, independientem ente de cuál sea al fin al la m atriz principal
escogida por los diferentes autores. En su línea m ínim a de interpretación,
se trata siempre de dem ostrar cómo progresa la sociedad, evolucionando
desde lo sim ple a lo com plejo, de lo hom ogéneo hacia lo heterogéneo.
Evidentemente, los procesos son muy diferentes, dependiendo del trabajo,
de los grupos sociales, de las redes de com unicación, de las funciones y de
los estatus, de la estratificación, o aún m ás de los subsistem as funcionales
(economía, política, adm inistración, ciencia, arte...)1. Con seguridad, la
diferenciación social entabla relaciones estrechas con otras nociones y
procesos dentro de ciertas teorías de la m odernización, como en prim er
lugar la de la «m ovilización»3.
Sin embargo, estas distinciones, por im portantes que sean, no afectan
verdaderam ente el m eollo de esta m atriz interpretativa de la m odernidad.
Aun cuando la idea ya es bien presentada por otros autores antes que él, y
especialm ente en el caso de Herbert Spencer, es en Emile Durkheim que la
diferenciación social se estructura verdaderam ente en tanto que m atriz de
la m odernidad. Para él, a diferencia de sociedades que tienen una división
del trabajo reducida a veces a su m ás sim ple expresión, la m odernidad

1 Para una buena presentación, ver el com pendio de artículos, C f.Jeffrey C. Alexander y
Paul Colomy, eds., Dijferentiation Theory and Social Change: Comparative and HistóricaI
Perspectives (Nueva York: Columbia Unlverslty Press, 1990).
3 El concepto hace referencia al fuerte crecimiento y a la rápida circulación de las personas,
de los bienes, de las inform aciones dentro de una sociedad en vías de m odernización.
Cf. Karl Deutsch, «Social Mobilization and Polltical Developm ent», American Political
Science Review (septiem bre 1961): 493-514; Ciño Germani, Política y sociedad en una
época de transición (Buenos Aires: Paidós, 1962).
define una sociedad com pleja y heterogénea en la m edida en que esta se
com pone de grupos diferentes siem pre m ás num erosos y jerarquizados
en tre ello s. De hecho, la d ivisión del trabajo en el caso de D urkheim
integra m ás o m enos la totalidad de las form as de especialización de las
funcion es sociales. Dentro de esta sociedad, los individuos acrecientan
su singularidad, lo que los torna cada vez m ás distintos a unos de otros y
exige al m ism o tiem po su m ayor com plem entariedad. A m edida que este
proceso se devela, cada esfera de actividad term inará siendo regida por
reglas autónom as, independientes unas de otras, aun cuando este aspecto
de las cosas sea poco citado en la obra de Durkheim m ismo.
La im portancia fundacional de su reflexión sobre este aspecto proviene
del hecho de que él tuvo la viva consciencia de establecer una relación
íntim a entre diversas form as de división del trabajo y diferentes principios
de integración de la sociedad. La diferenciación social, que se traduce en
una diversificación de grupos, de funciones, de norm as posibles, conduce
al problem a de la construcción de significados culturales o de principios
fu n cio n ales que p erm itan la integración de la socied ad. ¿Cóm o lograr
establecer nuevos significados sociales com unes en el seno de sociedades
d iferenciadas? ¿Cómo asegurar la com unicación y el intercam bio entre
cam pos sociales cada vez m ás autónom os en sus principios de acción? Es
el encuentro estrecho y siem pre problem ático entre la diferenciación y la
integración sociales que será, a partir de Durkheim, la verdadera dinám ica
interna de esta m atriz3. En el fondo, de allí provienen tam bién las afinid a­
des electivas m ás o m enos constantes entre la m atriz de la diferenciación
social y una concepción fu ncion alista de la vida social4.
Com o lo verem os, los au tores tu vieron en este respecto posicion es
diferentes y m ás o m enos extrem as, pero para todos ellos, de una form a
u otra, la sociedad, los subsistem as o los cam pos sociales term inan por
contar con razones o intereses, y esto no solam en te debido a inercias
sociales en acción. De hecho, u n a concepción que afirm a descriptiva­
m ente el m ovim iento de la m odernización como diferenciación creciente
de los cam pos sociales ha conducido inevitablem ente a ciertos autores
a la tentación de co sificar los su bsistem as sociales. Tarde o tem prano,

3 Para una reflexión en este sentido, entre m uchos otros, Cf. Neil J. Sm elser, «Le lien
problém atique entre différenciation et intégration», en Philippe Besnard, M assim o
Borlandi y Paul Vogt, eds., División sociale et lien social (París: PUF, 1993).
4 Nos parece que el vínculo a m enudo, pero no siem pre, observable entre la matriz de
la diferenciación social y las teorías sistém icas, incluso con procesos más o m enos
teñidos de positivism o o cientifism o, no es una relación verdaderam ente estructural,
a diferencia de lo que n osotros creem os detectar con el funcionalism o.
el énfasis colocado al com ienzo sobre la diferenciación social se desp la­
za claram ente hacia el problem a de la integración de la sociedad. Y es
justam ente este desplazam iento de la interrogación lo que se sitúa para
m uchos en el origen del argum ento fu n cion alista por excelencia, a saber,
tom ar las consecuencias de una acción (sean estas deseadas o no) com o
la explicación de su existencia y de su m antenim iento5. La im portancia
extrem a y desm esurada dada a la noción de adaptación debe interpretarse
com o un efecto directo de esta problem ática.
Es pues en esta oscilación entre d iferenciación e integración que debe
leerse la historia de esta m atriz. Por una parte, y es sin duda uno de los
enunciados m ás innovadores de Durkheim , la integración de la sociedad
paradojalm ente solo es concebida com o una consecuen cia de la división
del trabajo social. Pero D urkheim está dem asiado preocu pad o por las
anom alías, los problem as sociales, las patologías individuales com o para
conform arse con una concepción tan general. Entonces él va a recurrir de
muchas form as, descriptivas o norm ativas, a otros elem entos que aseguren
la integración social. En lo esencial serán de naturaleza m oral. Pero en
realidad, el hecho de que la tensión entre la diferenciación y la integra­
ción no sea nunca definitivam ente resuelta hace de la obra de Durkheim
un sabio com prom iso entre las dos posibilidades. Aun cuando él afirm a
claram ente la idea de que la sociedad es una entidad m oral, nunca deja
de reflexionar en cuanto a sus m anifestaciones m ateriales.
Con Talcott Parsons, este equilibrio inestable se resuelve radicalm ente
en beneficio de la integración «moral» de la sociedad. El proceso es sin
duda, en el detalle, m enos sólido y definitivo de lo que se ha dicho con
demasiada frecuencia, especialm ente porque él ha conservado siem pre
una concepción altam ente problem ática y aleatoria de la acción social.
Sin embargo, es justam ente en su obra que la m odernidad term inará por
encontrar su expresión canónica más acabada y bien lograda, especialmente
hacia fines de los años sesenta, cuando el elogio de los Estados U nidos se
hará explícito y sin ambages. Por supuesto, una obra tan vasta e importante,
con etapas tan diferentes y al m ism o tiem po tan profundam ente ligadas
entre sí, conlleva otras contradicciones y posibilidades. Pero sea cual sea
la tensión entre la teoría de la acción y la teoría de los sistem as sociales,
el tema de la integración sobresale en su obra. Si D urkheim h abía creído
poder revelar una entidad m oral en la sociedad, es solam ente con Parsons

9 Para esta crítica ver, entre otros, Anthony G iddens, «Functíonalísm : aprés la lute», en
Anthony Giddens, Studies ¡n Social and Political Theory (Nueva York: Basic Books, 1977),
96-129.
que la idea de sociedad integrada se convierte claram ente en el criterio
sociológico-m oral del bien y del mal. Las exigencias del funcionam iento
de la sociedad pasan a ser la m oral, apenas im plícita, del sociólogo. El
equilibrio social, que en el origen es una noción dinám ica y contingente,
se convierte solapadam ente en un criterio norm ativo identificado como
una exigencia de la sociedad.
Con Pierre Bourdieu se esb oza una rep resen tación com pletam ente
diferente de la sociedad m oderna. Sin embargo, su posición, en su línea
directriz preponderante, parte de la aceptación del relato de la m oder­
nización como la transición de un m undo hom ogéneo e integrado hacia
sociedades altam ente diversificadas en las que se presenta el problem a de
la inadaptación de los individuos. Una vez m ás, la problem ática principal
es la articulación entre los diversos procesos de diferenciación social, des­
critos por la idea de cam pos sociales, y la capacidad de adaptación de los
agentes, a través de los diferentes habitus. A pesar de algunas sem ejanzas
en el proceso de argum entación, especialm ente en lo que se refiere a la
p resencia de razonam ientos fun cion alistas, la concepción que Bourdieu
term ina por dar de la sociedad m oderna es m uy diferente a la de Parsons.
Sin embargo, la diferencia principal no radica tanto en la carga crítica como
en la discordancia m ás o m enos constante que él observa, a pesar suyo,
entre las posiciones sociales resultantes del proceso de diferenciación y
las dim ensiones subjetivas de los individuos. En realidad, se trata de dos
procesos en varios aspectos sim ilares y, no obstante, casi opuestos en su
desarrollo. Parsons no deja de recordar el carácter profundam ente con­
tingente de la acción y del equilibrio social, pero dem uestra, una y otra
vez, la concordancia em píricam ente íntim a entre la diferenciación y la
integración, en donde la prim era está siem pre al servicio de la segunda.
Bourdieu, exactam ente a la inversa, no se cansa de repetir la im bricación
íntim a que existe entre el agente y los cam pos, organizada en torno a la
noción de habitus, y, sin embargo, no deja de dar empíricam ente la prueba
de sus m últiples discordancias dentro de la m odernidad.
Finalm ente, con N iklas Luhm ann asistim os a un vuelco radical de esta
matriz. El problem a de la integración de la sociedad se sacrifica com pleta­
m ente en beneficio de la diferenciación social. Por supuesto, en el caso de
Luhm ann, al igual que en el caso de los otros autores, se trata una vez más
de dar cuenta del funcionam iento de la sociedad, pero en lo sucesivo ya no
se presupone ninguna integración de entrada o de principio. El vuelco en
relación con la obra de Durkheim es profundo. Por una parte, la diferen­
ciación social deja de ser el veh ículo de la integración de la sociedad, por
el contrario, se la concibe en el origen de la contingencia irreprensible de
la sociedad m oderna y, por otra parte, la problem ática de la integración
m oral de los in d ivid u os d esap arece sim plem ente com o p reocupació n
norm ativa prelim inar de la sociología. En resum en, la diferenciación que
al com ienzo supuestam ente traía consigo la integración se convierte en
portadora de riesgos im portantes para la m odernidad6.

6 Un último punto. Destaquemos que cuando los autores tratados recurrieron a las nociones
de integración social y de integración sistém ica, evidentem ente nosotros recurriremos
a ellas. Sin em bargo, la distinción, por útil que haya resultado en ciertos asp ectos y
a pesar incluso de cierta oscuridad, es aquí, para n osotros, de bajo alcance analítico.
Como tratarem os de m ostrarlo, la distinción entre esto s dos m odelos de integración
de la sociedad en el caso de Parsons se basa siem pre, por último, en el análisis sobre
la primacía indiscutible de la integración social concebida especialm ente a través del
proceso de socialización. En cuanto a Luhmann, nos parece que hay en su obra m enos
de primacía unidimensional de la integración sistém ica que sim plem ente el abandono
relativo de esta preocupación en beneficio d e las diversas dinám icas con tingentes de
diferenciación social. Para esta distinción, cf. David Lockwood, «Social Integration
and System Integration», en C eorge K. Zollschan y Walter Hirsch, Explorations ¡n Social
Change (Londres: Routledge y Kegan Paul, 1964), 244-258.
C A PÍT U LO I
Emile Durkheim (1858-1917), problemas y promesas
de la diferenciación social

I. D iferen ciación e in tegració n

El marco originario del pensam iento de Durkheim está constituido indiso-


ciablemente por la consideración del fenóm eno de la diferenciación social
y de los riesgos, muy reales en su opinión, de anom ia social1. Su gran mérito
es haber identificado la modernidad con el proceso de diferenciación social
y, especialm ente, haber querido encontrar en ella, y por ella, la respuesta a
los problem as de integración propios de una sociedad m oderna. Confianza
tanto m ás sorprendente cuanto que (como m uchos antes y después que él)
está tam bién convencido de vivir en una fase de transición «donde la moral
tradicional es desestabilizada, sin que ninguna otra se haya form ado para
ocupar su lugar»3. Es por eso que desde el com ienzo, su problem a principal
será la relación entre el individuo y el grupo social, problem ática que le
permite insistir tanto en el carácter específico de la realidad social como
en las dim ensiones voluntaristas presentes en el caso de los individuos3.

1 Como en el caso de los otros autores tratados, no abordarem os aquí las dim ensiones
m etodológicas de la obra de Durkheim. Límite ciertam ente aún más lam entable dado
que existe una relación al mismo tiem po íntima y problemática entre las evoluciones de
sus ¡deas y sus problem as em píricos y de m étodo (Cf. sobre e ste aspecto, Jean-M ichel
Berthelot, 1895 Durkheim, l’a vénementdelasociologiescientifique(Tou\ouse: PUM, 1995).
La imbricación, y la crisis, entre su esfuerzo por dar cuenta de manera positivista de los
hechos morales de la vida social se encuentra en el corazón mismo del célebre análisis
que Parsons realizó de la obra de Durkheim. Cf. Talcott Parsons, TheStructure o f Social
Action. A Study in Social Theory with Special Reference to a Group o f Recent European
Writers (Clencoe, Illinois: The Free Press, 1949), 301- 4 5 0 .
2 Emile Durkheim, discusión posterior a la presentación por Durkheim de «La détermination
du fait moral» (1906), en Sociologie et philosophie (París: PUF, 1996), 10 0 .
3 Entre m uchas otras referencias posibles, ver sobre este asp ecto el com en tario de
Durkheim sobre la manera en la que las fuerzas exteriores que inducen al suicidio
dejan libre curso, sin em bargo, a la iniciativa individual. Cf. Emile Durkheim, Le suicide
(París: PUF, 1995), 368.
La diferenciación social

Para Durkheim, la división del trabajo social es una fuente importante,


sino central, de análisis de la diferenciación estructural de las sociedades
m odernas. La noción va mucho m ás allá del mero campo económico, ya que
esta atañe de hecho a todas las form as de especialización de las funciones
sociales. «La división del trabajo no es exclusiva del mundo económico; se
puede observar la influencia creciente en las regiones m ás diferentes de la
sociedad. Las funciones políticas, administrativas, judiciales, se especializan
cada vez más. Lo mismo ocurre con las funciones artísticas y científicas»4.
La división del trabajo no es m ás que una form a particular de un proceso
m ás general que se puede identificar con el m ovimiento de fondo propio de
la m odernización. Por muy importante que sea, no es directamente la única
causa de la diferenciación estructural en todos los cam pos de la vida social.
Su real im portancia se halla en otra parte, en el hecho de ser «la fuente, sino
única, al m enos principal de la solidaridad social»5.
El avance de la división del trabajo se m anifiesta por un aumento de la
densidad o dinám ica social, es decir, por un incremento de las interaccio­
nes sociales entre los miembros de una sociedad. Pero tam bién pasa por
el aumento de su volumen, por el crecimiento de la población. La división
del trabajo perm ite entonces que D urkheim haga una d istinción entre
dos grandes tipos societales, una sociedad «diferenciada», digamos en lo
sucesivo moderna, con solidaridad orgánica (constituida «por un sistema
de órganos diferentes, cada uno de los cuales cumple una función especial,
y que en sí están form ados por partes diferenciadas»)6, y una sociedad no
diferenciada, o levem ente diferenciada, constituida por la repetición de
segmentos similares y hom ogéneos, con solidaridad mecánica.
Para estudiar las diversas form as de solidaridad generadas por la división
del trabajo, Durkheim subraya la necesidad de interesarse en el sistema de las
reglas jurídicas. Su dem ostración consistirá, después de haber distinguido
dos grandes tipos de sanción, en establecer el vínculo de estos con tipos de
sociedades. En una sociedad no diferenciada la ley es por naturaleza repre­
siva, por cuanto la violación de un acuerdo colectivo por un individuo, en el
fondo, no es más que el incum plimiento de las creencias comunes a todos
los m iembros de la colectividad. Aquí, el acto «es crim inal cuando ofende

4 Emile Durkheim, De la división du travail social (París: PUF, 1986), 2.


5 Ibíd., 26.
6 Ibíd., 157.
los estados fuertes y definidos de la conciencia colectiva»7. La sanción es
represiva con el fin de asegurar la m ajestad de la ley. De m anera inversa, en
una sociedad diferenciada, lo propio de la ley es más bien ser rehabilitadora,
es decir, lim itarse a restaurar el perjuicio específico provocado por la trans­
gresión. En efecto, a causa de la diferenciación social, las reglas solo rigen
para ámbitos particulares de acción y, en consecuencia, una transgresión
no im pacta las creencias com unes de todo un grupo, sino solo a un campo
particular de acción. La pena entonces no tiene por función m ás que rees-
tablecer las relaciones perturbadas a su form a norm al.
Los dos tipos de sociedad se basan por lo tanto en form as diversas de
solidaridad. La prim era se basa en una «conciencia colectiva» en el sentido
fuerte del término, en un conjunto organizado de creencias y de sentim ien­
tos com unes a todos los m iembros de un grupo. De hecho, se trata de una
conciencia que tiene la capacidad de abarcar exactam ente y de m anera
com pleta la conciencia de cada individuo. La segunda, a la inversa, se basa
en la constitución de personalidades individuales, solo capaces de intervenir
en esferas de acción propias a cada una de ellas. «Es necesario, por lo tanto,
que la conciencia colectiva deje al descubierto una parte de la conciencia
individual»8. Dicho de otra form a, la diferenciación social se encuentra en
la génesis de la concepción que se forja Durkheim del individuo m oderno9.
Desde La división del trabajo social, Durkheim insiste sobre el hecho de que
en la sociedad m oderna hay una valorización ética positiva de la persona­
lidad individual. Los individuos, profundizará Durkheim en El suicidio'0,
están forzados a la vez a desarrollar su personalidad de m anera indepen­
diente y responsable y, al m ismo tiempo, han hecho que sus acciones sean
compatibles con el desarrollo de las otras personas. La división del trabajo
social, y de m anera m ás amplia la diferenciación social, son estudiadas por
Durkheim ante todo a través de las consecuencias que ellas im plican para
la integración de la sociedad. Lo que prim a en su m irada es la voluntad de
detectar las nuevas form as de interdependencia entre los individuos.

7 Ibíd., 47.
8 Ibíd., io i.
9 Cf. las reflexio n es en e ste sen tid o de Fran^ois-André Isam bert, «La n aissan ce de
l'indlvidu», en Phllippe Besnard, M assim o Borlandl y Paul Vogt, eds., División du travail
et lien social. Durkheim un siécle aprés, (París: PUF, 1993), 113 -133 .
10 Durkheim, Le suicide, libro III, cap. 1, 333-3 6 8 .
La anomia o la patología de la modernidad

La diferenciación social plantea el problem a del orden social y de las


solidaridades. Por eso el interés que Durkheim confiere a las diferencia­
ciones sociales anormales, incluso patológicas, que dan origen a faltas de
solidaridad y de regulación moral. Sean cuales sean los temores (muy reales
y m uy grandes) experim entados por Durkheim frente a estas patologías,
nunca dejó sin embargo de pensar que la división del trabajo creaba, por sí
m isma y debido a que venía inevitablemente acompañada de formas nuevas
de colaboración, una solidaridad. De m anera un poco abusiva se pueden
reunir p or com odidad las diferentes form as patológicas que Durkheim
reconoce en las sociedades m odernas, bajo el nombre de «anomia», aun
cuando la noción se presente con dos rostros m uy diferentes’1.
En la primera caracterización que Durkheim entrega de ella en La división
del trabajo social, esta proviene de la ausencia de una relación prolongada y 1. la anomia
aparece como un
suficiente entre las diferentes partes de una sociedad, en donde «las relacio­ defecto a partir de la
falta de un orden
nes, como son escasas, no se repiten bastante com o para determinarse; en social determinado,
obliga a establecer
cada nueva ocasión hay nuevos tanteos»'2. Su origen reside así en un proceso una nueva forma de
solidaridad (y orden
«anormal» de división del trabajo social, en donde la solidaridad orgánica moral)
no logra cum plir correctamente con sus funciones. Pero en El suicidio, la en cada intercambio
social
anom ia no surge como resultado de un estado m orfológico inconcluso de la
2. aparece como efecto
diferenciación social, sino como el fruto de las transform aciones sociales a de la división social del
trabajo, la que tiende a
las cuales la sociedad moderna parece crónicamente expuesta. Esta caracteri­ modificar el orden social
zación es, sin duda, más abiertamente norm ativa que la anterior, por cuanto establecido (normas y
moral), se trata del
designa un estado de confusión respecto de los fines m ismos de la acción efecto de las acciones
individuales, guiadas por
social. La anom ia es el desm oronam iento de la legitim idad de los fines de pasiones, en un mundo
desregulado
la acción, que se basa en preacuerdos norm ativos. Las pasiones personales
ya no logran ser reguladas por la sociedad, luego de las perturbaciones que
atraviesan al orden colectivo. Los deseos humanos, ilimitados en principio,
se desatan, se m anifiestan com o «un abism o sin fondo que nada puede
colm ar»'3, cuando ya ninguna potencia reguladora dom ina las necesidades
m orales de los individuos. El acuerdo «preestablecido» existente entre los
deseos individuales y las posibilidades sociales vinculadas a cada posición
social se desajustan. «Sucede que ellos (los individuos) no se ajustan a su

11 Para un análisis de estas diferen tes patologías en De la división du travail social, cf.
Philippe Besnard, «Les pathologies des sociétés m odernes», en Besnard, Borlandi y
Vogt, eds., División du travail et lien social, 19 7-211.
12 Durkheim, De la división du travail social, 360.
13 Durkheim, Le suicide, 273.
condición»'4. Este estado de efervescen cia social es constante, observa
Durkheim, en el mundo del comercio y de la industria, tanto en lo alto como
en lo bajo de la escala social, en donde «las codicias son provocadas sin que
sepan dónde instalarse definitivam ente»’5; las m etas de los hom bres van
entonces infinitamente más allá de lo que pueden razonablemente alcanzar.
La anom ia es de hecho, por lo tanto, el «mal del infinito»'6.
Se ha dicho que esta evolución del pensam iento de Durkheim hacia ele­
mentos más norm ativos reflejaba una crisis intelectual y una insatisfacción
en cuanto a su prim era respuesta al problem a de la integración de la socie­
dad. Sin embargo, y en una lectura que apunta a acentuar la unidad de su
problemática, se puede reconocer en su pensam iento la som bra constante
de estos dos órdenes analíticos. Ciertam ente, él no hablará m ás en estos
términos de la diferenciación social, y desde el fin de la década de 1890 en
realidad no hablará m ás de la anomia. No obstante, m ás allá de la fortuna
histórica de este último concepto y de su peso en su pensam iento’7, es cierto
que nunca dejó de pensar en el problema que la diferenciación social plantea
al individuo moderno.

Desafíos modernos

Antes de abordar las respuestas que Durkheim dará a ellos, es necesario


hacer una pausa en tom o a la concepción particular que él se forja de la vida
social en la sociedad moderna, concepción profundam ente m arcada por la
idea de distancia matricial. Los individuos, después de haber sido consti­
tuidos por la m odernidad, están siempre expuestos a vivir una m ultitud de
fenóm enos de inadecuaciones sociales. Esta es ciertam ente la lección m ás
importante del estudio que Durkheim dedica al suicidio. Los tres suicidios
vastam ente abordados en su obra (y se puede añadir sin problem a el cuarto
tipo furtivo ) '8 pueden interpretarse con facilidad, aunque de diversas m a­
neras, como consecuencia de una discordancia entre una situación social
y un actor individual.

Ibíd., 280.
Ibíd., 285.
Ibíd., 304.
Philíppe Besnard, L’anomie (París: PUF, 1987).
Se trata del suicidio fatalista, propio de una situación con una reglamentación demasiado
Importante, cuando las pasiones de los individuos son violentam ente com prim idas
por una disciplina opresiva, y que en Francia de a com ienzos de siglo Durkheim limita
a los esp osos muy jóvenes y a la mujer casada sin niños. Cf. Emile Durkheim, Le suicide,
311, n.i.
Dos de ellos se ubican en la descendencia m ás o m enos directa de las dos
formas de solidaridad que dan cuenta de la diferenciación social. El suicidio
egoísta aparece así como una patología de la solidaridad orgánica. Como se
sabe, este tipo de suicidio varía en función inversa al grado de integración
de los grupos sociales de los cuales el individuo form a parte. Ahora bien,
el pensam iento de Durkheim vacila entre dos tipos de explicaciones. La 1. Egoísta (A). Alto nivel de
prim era acentúa la dim ensión norm ativa de este tipo de suicidio. Así, la integración social, apegado
a la norma social
interpretación del número m ás elevado de suicidios entre los protestantes
se basa en su actitud m ás indulgente hacia la libertad y la responsabilidad
ind ivid uales ante la religión, «la inclinación del protestantism o por el
suicidio está en relación con el espíritu de libre exam en que anim a a esta
religión»'9. La segunda insiste más, a la inversa, en los elementos propiamente
m orfológicos, el número de los vínculos sociales que atan al individuo a los
grupos. El vínculo entre el suicidio y las situaciones familiares se explica así
en función de la densidad de estas últimas, puesto que «el estado de inte­
gración de un conglomerado social no hace m ás que reflejar la intensidad
de la vida colectiva que circula dentro de él»20, y esta m isma es dependiente
de la actividad y continuidad de comercio entre sus miembros. Más sencillo
2. Egoísta (B). Falta de
aun, el suicidio egoísta resulta de una falla de la integración que el individuo integración al grupo social
puede padecer en una sociedad diferenciada con solidaridad orgánica2’ .
El suicidio altruista aparece, a la inversa, como el resultado de un con­
flicto entre los principios de la conciencia colectiva propia de la solidaridad
m ecánica y las exigencias de la vida en una sociedad diferenciada con so­
lidaridad orgánica. El ejemplo del ejército es sintomático en este aspecto.
Cerrado en sí mismo, exige una fuerte subordinación de los individuos a 3. Altruista, apego fuerte a
las normas e integración
los valores colectivos de la organización, su desestabilización puede llevar fuerte al grupo, versus
normas y moral externa
a algunos de sus miembros al suicidio. Por supuesto, esta desestabilización
no es producida en él mismo, en todo lo que se refiere al ejército, por una
diferenciación creciente, sino que puede ser interpretada como la oposición
entre un fuerte sentim iento de disciplina organizacional y la valorización
social am plia del individuo en la m odernidad. En todo caso, esta form a de
suicidio designa bien la m ezcla del pasado y del presente, la cual es propia
de la representación que Durkheim propone de la vida moderna. Dirá así
que «es el suicidio de las sociedades inferiores que sobrevive entre nosotros

19 Ibíd., 157.
20 Ibíd., 214.
21 Dicho de otra form a,el suicidio ego ísta aquí descrito corresponde en lo esencial al
estado de anomia tal com o había sido descrito por Durkheim en De la división du travail
social.
porque la m oral m ilitar es en sí, en ciertos aspectos, una sobrevivencia de
la moral prim itiva»22.
El suicidio aném ico introduce, en cuanto a él, u n a variante importante.
Al constatar que la tasa de suicidio es la m ism a en períodos de crisis eco­
nóm ica y de crecimiento, Durkheim concluye que la causa de este tipo de Anómico, o
fatalista , por falta
suicidio viene de la brusca confrontación de los individuos a situaciones o falla de
integración en el
inhabituales. Cuando se rompe el acuerdo im plícito entre los m edios que orden social
disponen los individuos y los fines hacia los cuales estos son habitualmente general
compartido, entre
dirigidos, se entra en una fase de confusión y de desorientación. Esto indica medios y fines

hasta qué punto es determinante, en esta concepción, la definición social­


mente consensual de los fines. Una definición que no puede ser garantizada
solam ente por la coacción. El acuerdo entre estas d os dim ensiones, afirm a
Durkheim, debe ser asegurado por una autoridad m oral reconocida por los
actores. Es la desestabilización de estas definiciones com unes de los fines
la que conduce al desequilibrio personal e incluso al suicidio.
Dicho de otra forma, los suicidios egoísta y altruista provienen de la manera
en la cual los individuos se sitúan frente a los ideales sociales, m ientras que
el suicidio aném ico (y fatalista) proviene de la m an era en que la sociedad
controla las aspiraciones de los individuos23.

II. La e stra te g ia dual

Para Durkheim, la modernidad establece una ruptura en un mundo cerrado


y, a m enos que se encuentre otro principio de equilibrio, las sociedades con
solidaridad orgánica corren el riesgo de exponerse a toda una serie de peligros.
Es así, por ejemplo, que las representaciones colectivas se m ultiplican en la
m odernidad, hasta el punto que, como la vida social desborda en todos sus
aspectos, el individuo ya no tiene «una percepción bastante fuerte para sentir
la realidad. Como no tenemos en nosotros lazos bastante sólidos ni bastante
cercanos, todo esto nos surte m uy fácilm ente el efecto de no tener nada y
de flotar en el vacío, una m ateria medio irreal e indefinidam ente plástica»24.
Es por cierto la función que Durkheim parece otorgar a la extensión de la
reflexión en la m odernidad. El quebranto de las creen cias tradicionales
se traduce, en la práctica, en la pérdida de eficacia de las ideas y de los

22 Durkheim, Le suicide, 260.


23 Para una severa crítica de los límites de la interpretación de Durkheim, Cf. Steven Lukes,
Emile Durkheim. His Life and Work (Stanford, California: Stanford University Press, 1985),
19 1-2 2 5.
24 Emile Durkheim, Les regles de la méthode sociologique (París: PUF, 1987), 18-19.
sentimientos inconscientes que gobiernan usualmente las conductas humanas.
El pensamiento y la conciencia iluminada, de hecho, la reflexividad social
del actor «solo se despierta a m edida que se desorganizan las costumbres
com pletam ente estructuradas»25.
Pero el problema de las relaciones entre un proceso creciente de diferen­
ciación social y los m ecanism os que permiten asegurar la integración de la
sociedad es ante todo moral, en el sentido profundo del término. Tanto más
m oral considerando que, durante toda su vida, Durkheim m anifiesta una
muy fuerte hostilidad hacia el pensamiento utilitarista, como también hacia
las teorías biológicas o hereditarias. Rechaza vivamente la idea spenceriana
de una posible integración de la sociedad mediante el simple «acuerdo es­
pontáneo de los intereses individuales», refuta la reducción de la sociedad
a un puro efecto de agregación de las conductas, allí donde «la sociedad
no sería m ás que la puesta en relación de individuos que intercambian los
productos de su trabajo y sin que ninguna acción propiamente social venga
a regular este intercambio»24. De m anera inversa, insiste fuertemente en los
elem entos no contractuales presentes en todo contrato, buscando siempre
encontrar el cemento de la sociedad en un com partir por los actores «de un
conjunto de creencias y de sentim ientos comunes». Pero si insiste varias
veces sobre el hecho de que «toda sociedad es una sociedad moral»27, la
m anera en que interpreta la integración de esta entidad m oral sui generis
da testim onio de profundas escisiones.
En efecto, el problem a para Durkheim será dirimir entre dos respuestas
posibles. Por una parte, parece por m om entos tentado por afirm ar que
la integración (a partir de
solam ente una sociedad gobernada por una solidaridad m ecánica se inte­ elementos morales) en
gra por m edio de una conciencia colectiva. Se trata entonces de encontrar solidaridad mecánica, es
consciencia colectiva, en
otros criterios de integración para una sociedad con solidaridad orgánica, orgánica, es la
interdependencia.
y Durkheim los encuentra ante todo en el increm ento de la dependencia
del individuo moderno frente a los otros. Por otra parte, tam bién es posible
observar en su pensam iento el desplazam iento hacia la afirm ación de la
existencia de una conciencia colectiva en todas las sociedades. El sociólogo
entonces debe dar cuenta de su naturaleza profundamente diferente según
los tipos de sociedades estudiadas. Para solam ente dar un ejemplo a este

25 Durkheim, Le suicide, 158. Como lo dirá Glddens, la problemática de Durkheim consiste


así en estudiar las relaciones com plejas que existen entre tres dimensiones diferentes
de anomia, de egoísm o y de individualismo. Cf. Anthony Ciddens, «Durkheim's Political
So cio logy» , en Politics, Sociology and Social Theory (Stanford, California: Stanford
Unlversity Press, 1995), 81.
26 Durkheim, De la división du travail social, 180.
27 Ibíd., 207.
estadio de la presentación, el culto al individuo en la modernidad es suscep­
tible de ser interpretado de dos maneras. Por una parte, en efecto, remite
al fundam ento norm ativo de la sociedad m oderna, por cuanto la persona
humana pasa a ser en sí la cosa sagrada por excelencia. Por otra parte, el
individuo mismo se constituye tras el surgimiento de la diferenciación social,
y su individualidad, entonces, solo aparece como una consecuencia de la
morfología compleja propia a una sociedad diferenciada. Como es frecuente
en Durkheim, los dos procesos operan en una sola y m isma frase:

a medida que las sociedades se tornan más complejas, el trabajo se divide,


las diferencias individuales se multiplican y se ve llegar el momento en que
ya no habrá nada de común entre todos los miembros de un mismo grupo
humano, sino el hecho de que son todos hombres. En estas condiciones
es inevitable que la sensibilidad colectiva se aferre con todas sus fuerzas
a este único objeto que le queda y que le confiera por esto mismo un valor
incomparable28.

La tensión es constante y constitutiva de su pensamiento y sería un error


privilegiar unilateralm ente una respuesta en perjuicio de la otra. En efecto,
es posible afirm ar históricam ente, al m enos en form a tendenciosa, que
Durkheim dio cada vez m ás peso a los elem entos norm ativos29. Pero una
lectura unilateral produce un atolladero en toda otra serie de elem entos
que destacan con fuerza las dim ensiones m aterialistas de la integración
de la sociedad. De hecho, la reducción de Durkheim a una o a otra de estas
respuestas mutila sin duda la com prensión de su obra, pero tam bién de su
legado analítico30.
En resumen, en el seno del pensamiento durkheim iano sobre la m oder­
nidad se encuentra esta dicotomía fundacional3'. Por otra parte, verem os

31 Durkheim, Le suicide, 382.


29 Para lecturas h istóricas im p ortantes de la obra de Durkheim , q ue en fatizan esta
dimensión, cf. Steven Lukes, Emite Durkheim: His Ufe and Work (1985) y Jeffrey Alexander,
The Antinomies o f Classical Thought: M arx and Durkheim, vol.2, Theoretical Logic in
Sociology (Berkeley: University o f California Press, 1982).
10 Para una lectura unilateral de su obra en térm inos de integración social, cf. Talcott
Parsons, The Structure o f Social Action (1949), y para una lectura que enfatiza el peso
de la integración sistém ica en su obra, cf. Nicholas Abercrom bie, Stephen Hill y Bryan
S. Turner, The Dominant Ideology Thesis (Londres: C eorge Alien and Unwin, 1980).
*1 Para d iversas ilu stracion es de esta ten sión en el centro m ism o de su concepción
m etod ológica, cf. C harles-H enry Cuin, ed., Durkheim d'un siéele á í'autre. Lectures
actuelles des «Regles de la méthode sociologique» (París: PUF, 1997).
al avanzar que m uchas otras dicotom ías o tensiones reconocibles en su
obra son susceptibles de insertarse en esta32. La integración norm ativa de
la sociedad 33 se basa y se prolonga en y por la integración m orfológica, o
viceversa, sin que cada una de ellas pueda dar por sí m ism a una respuesta
satisfactoria. Esto explica sus idas y venidas entre estas dos concepciones. Si
se tom a, por ejemplo, la función integradora de la religión, para Durkheim
esta es indisociablem ente norm ativa y m aterial, dado que su fu erza no
proviene de un «vago sentim iento de un más allá m ás o m enos m isterioso,
sino de la fuerte y m inuciosa disciplina a la cual som etía la conducta y el
pensam iento»34.
Para Durkheim se trata ante todo de plantear en nuevos térm inos, luego
de la diferenciación social, la relación entre el individuo y la sociedad en
la m odernidad. Las dos oposiciones en cierta form a no son m ás que tra­
ducciones, en su pensam iento y en su lenguaje, de lo propio de la distancia
m atricial que, en su caso, se lastra de una búsqueda realista de la naturaleza
del individuo y de la sociedad, como asim ism o de la verdadera naturaleza
de su integración. A l final, es esta búsqueda lo que explica, tal vez m ejor
que m uchas otras evoluciones de su pensamiento, el sentido último de sus
oscilaciones.
No resulta por eso un exceso considerar que la preocupación central de la
obra de Durkheim no es otra que la de encontrar una solución al problem a
de la anom ia propia de las sociedades m odernas. Pero la especificidad de
este autor es haber aportado una respuesta al vínculo problemático entre la
diferenciación y la integración por medio de una estrategia dual, que enfatiza
cada vez la imbricación de la dimensión normativa y de la dimensión material
de la vida social. Durkheim, que ha sido probablem ente el sociólogo clásico
m ás perturbado por el problem a de la integración m oral de la sociedad y,
por lo tanto, por el desajuste entre los individuos y las exigencias del orden
social, testim onia en su obra de la distancia matricial de la modernidad bajo

32 Para una presentación de algunas de ellas, cf. Lukes, Emile Durkheim. His Ufe and Work,
16 -30 .
33 Para ser más exactos, deberíam os haber introducido en este nivel la distinción entre
la integración y la regulación sociales. Sin em bargo, en la medida en que la distinción
está en sí misma atravesada por la dicotom ía im portante que nosotros privilegiam os
en la obra de Durkheim y con el fin de no hacer pesada la presentación, preferim os, a
continuación de m uchos otros autores, amalgamar en una sola palabra («integración»)
el conjunto de los elem entos que remiten a la dimensión normativa de la integración de
la sociedad. C f Philippe Besnard, L’anomie (1987); tam bién, sobre este aspecto, Philippe
Steiner, La socioiogie de Durkheim (París: La Découverte, 1994), especialm ente 4 4 -4 9 -
34 Durkheim, Le suicide, 431.
la form a de una imbricación, a m enudo problem ática, entre lo norm ativo y
la materialidad, entre la conciencia y la estructura social.
Para Durkheim , los individuos, d espués de h ab er sido constituidos
por la m odernidad, siempre están expuestos a experim entar en ella una
m ultitud de fen óm en os de in ad ecu acion es sociales. Para rem ed iar lo
anterior, no deja de buscar, m ás allá y a veces incluso a través de postulados
metodológicos que apuntan a fundar una ciencia positiva, la materia de lo
social, sus resistencias, su objetividad última, sobre la cual poder asentar
su textura, sus formas simbólicas, las diferentes capas de representaciones
colectivas. El lenguaje que él emplea está entonces, por un parte, colmado
de categorizaciones físicas o biológicas, a menudo m etafóricas, las cuales
utiliza para subrayar este aspecto de las cosas, y, por otra parte, cruzado por
alusiones a categorías psicológicas que aveces dejan entender, más allá de las
intenciones de Durkheim, la existencia de una supraconciencia colectiva. Su
definición de los hechos sociales como «maneras de actuar, de pensar y de
sentir, exteriores al individuo y que están dotadas de un poder de coerción
en virtud del cual estos se le imponen»35, subraya, a su manera, esta dualidad
esencial de lo social a la vez normativa y material; normativa porque proviene
de elementos morfológicos, material en la medida misma en que no opera más
que bajo la forma de imposiciones morales. Ciertamente, se puede detectar,
desde el origen, la primacía temática de una o de otra, pero en todos los casos
Durkheim insiste en la imbricación estrecha entre las dos dimensiones.

III. De la m orfología y d e las norm as

Durkheim busca una respuesta colectiva m aterial objetiva al problem a


de la cohesión social. Y, en este sentido preciso, no ha habido evolución en
su pensamiento hacia una prim acía casi exclusiva de elem entos subjetivos
y normativos. No dejará por el contrario de buscar hechos objetivos sobre
los cuales apoyarlos. Si insiste en la im portancia de la interiorización por
los actores de las reglas sociales, y si parece reconocer la especificidad de
este tipo de causalidad sim bólica en la vida social, no se desprenderá nunca
completamente de su deseo de encontrar, m ás allá del solo conocim iento
que el actor posee de las reglas, un criterio m ás objetivo y m ás m aterial de
coacción.

18 Durkheim, Les regles de la méthode sociologique, 5.


El bien por el mal: la respuesta mediante la diferenciación social misma

La primera gran respuesta de Durkheim no es otra que encontrar, en el


proceso mismo que conduce al quiebre de la conciencia colectiva, el principio
preponderante de integración de una sociedad diferenciada. La división del
trabajo crea por sí misma la solidaridad. Dicho de otra forma, y como es tan
a m enudo el caso en el pensamiento sociológico de la modernidad, es por
el m al aparente que se m anifiesta el bien esencial. La división del trabajo
produce la integración de la sociedad no a través, en primer lugar en todo caso,
de elementos normativos, sino mediante la sinergia producida directamente
por elementos morfológicos. Es la razón por que Durkheim insiste tanto en
los factores de densidad de la sociedad. La diferenciación de las funciones
no puede m ás que acentuar la interrelación y, por lo tanto, la codependencia
entre los individuos. La sociedad diferenciada rompe el aislamiento de los
grupos sociales, sacando a la estructura de la sociedad de una morfología
segmentaria. El proceso de división del trabajo es dependiente de la densidad
material de la sociedad, es decir, del aumento del número de individuos, como
asimismo, y en consecuencia, del volumen de los intercambios a los cuales
son som etidos los individuos en una sociedad de este tipo. En el fondo es
el aumento de la población que ocasiona lo esencial del movimiento de la
diferenciación social. La presión creciente asociada a un número en aumento
de individuos lleva, según Durkheim, a un endurecimiento de la lucha por la
existencia. La respuesta funcional de la sociedad a esta presión será la división
del trabajo, la inserción de los individuos en campos de acción diferenciados,
lo que tendrá por efecto, junto con una reducción de la competencia entre
ellos (a causa la diferenciación social, cada individuo no está en competen­
cia m ás que con aquéllos que operan en el mismo campo de acción que él) a
enfatizar las necesidades recíprocas36. Durkheim concluye que «la división
del trabajo es por lo tanto un resultado de la lucha por la vida: pero es un
desenlace suavizado de esta»37.
Por supuesto, Durkheim prevé diversos procesos patológicos, como asimismo
la extensión de los conflictos de clases. Y, no obstante, en este período hará
de estos primeros y de esta última un simple estado transitorio, en el cual la
división del trabajo social propiamente tal, base material de la integración
de la sociedad, no ha generado aún las norm as morales necesarias para este

36 Para una crítica severa de esta posición a partir de una lectura que apunta a acentuar
la parte normativa presente en la obra de Durkheim, cf. Parsons, TheStructureof Social
Action, 322-323.
37 Durkheim, De la división du travail social, 253.
propósito. Sobre este punto, Durkheim está profundamente alejado de Marx38.
Durante toda su vida, no dejará de convencerse del carácter integrador de la
división del trabajo, mientras que M arx está convencido de sus efectos disol­
ventes. Sobre todo, no interpreta las crisis de integración que remecen a la
sociedad francesa al fin del siglo XIX más que como consecuencias pasajeras,
resultantes de una insuficiente coordinación moral de los individuos. Desde
este punto de vista, Durkheim es un pensador profundamente moderno, ya
que identifica la liberación humana con el proceso estructural mismo de la
diferenciación social.
Ciertamente, Durkheim afirma la existencia de una causa secundaria de
la división del trabajo, que él encuentra por el lado de la indeterminación
creciente de la conciencia colectiva en una sociedad diferenciada. Pero sería
falso afirm ar que esta problemática llevará a Durkheim hacia otra respuesta.
Lo contrario es más bien verdadero. Es la viva conciencia que Durkheim tiene
de la indeterm inación creciente de la acción social por el solo peso de las
creencias comunes dentro de una sociedad diferenciada, que explica su inca­
pacidad de abandonar completamente el peso de los mecanismos materiales,
morfológicos, incluso mecánicos, en la integración de la sociedad. Las normas
nunca le bastarán completamente, a tal punto que la certidumbre sobre la
profundidad del problema de la integración de una sociedad diferenciada le
impide otorgar toda su confianza a una respuesta de este tipo. Los trastornos
que conoce Francia en este período 39 le prohíben, en el fondo, este optimismo
normativo por el cual, otras veces, parece empero muy tentado.

Las corporaciones profesionales y el socialismo

La im portancia que Durkheim otorga a las corporaciones tam bién se


interpreta en este contexto. Por el hecho mismo de la diferenciación social,
ni la familia ni el Estado pueden llegar a cum plir adecuadamente con una
función de integración. La prim era, dem asiado restringida en lo sucesivo
en sus quehaceres, ya no podrá vincular correcta y suficientemente el indi­
viduo al grupo social. El segundo, y a pesar incluso de la función que le es
delegada, está demasiado alejado del individuo para garantizar su apego a la
sociedad. Entre estos dos extremos, Durkheim solo entrevé una solución: las

38 Cf. la lectura cruzada propuesta por Anthony Ciddens, Capitalism and Modern Social
Theory (Cambridge: Cam bridge University Press, 1971), especialm ente el capítulo XV;
cf. tam bién las reflexiones de Alvin W. Couldner, For Sociology (Londres: Alien Lañe
The Penguin Press, 1973), especialm ente el capítulo 12.
39 Para una visión de conjunto de esta fase de m odernización, cf. Eugen Weber, La fin des
terroirs (París: Fayard, 1983).
corporaciones profesionales. «La corporación tiene, entonces, todo lo necesa­
rio para form ar al individuo para sacarlo de su estado de aislamiento moral y,
dada la insuficiencia actual de los otros grupos, es la única que puede cumplir
con este indispensable oficio»40.
Pero cuando Durkheim hace referencia a ella, piensa tanto en su fuerza
de regulación norm ativa com o en su fu erza en térm inos de integración
m orfológica. Una vez más, es la im bricación entre las dos que da la especi­
ficidad de la respuesta durkheim iana. La m era acentuación de la dim ensión
normativa haría de la sociedad nada más que un conglomerado poco integrado
de grupos sociales que tienen m odelos norm ativos m uy herm éticos entre
ellos. De m anera inversa, la sola afirm ación de la dim ensión m orfológica no
perm itiría com prender el suplem ento m oral de integración que Durkheim
cree poder detectar en ellas con el fin de contrarrestar la anom ia social (de
hecho, y para ser m ás precisos, una de las form as de anom ia señaladas por
Durkheim).
La vocación de reform ador de Durkheim no necesita ser m ás destacada.
Ella m arca su concepción propia de la sociología, a menudo concebida como
una disciplina que permite detectar, sobre bases científicas, la existencia
natural de la solidaridad social. Como él lo señala en la clase de apertura de
su curso de ciencia social, la sociología debe lograr hacer que el individuo
com prenda su sociedad, m ostrándole que no es m ás que un órgano de un
organism o, con el fin de que pueda llevar a cabo de m anera consciente
su función4'. Pero la p osición de Durkheim no ha estado desprovista de
cierta am bigüedad política, que dejó ver en él a ratos un conservador, un
liberal o un socialista42. Si se opone arduamente al egoísmo de las teorías
individualistas, en realidad no se deja tentar, a pesar de cierta nostalgia,
por los valores comunitarios tradicionales. Las corporaciones profesionales
se ubican a m edio camino de estos dos excesos. Su función, dictada por la
m orfología propia de la sociedad m oderna, encuentra una prolongación
del lado norm ativo, en la m edida en que los individuos, en la modernidad,
se identifican cada vez m ás a p artir de sus funciones profesionales. Las
corporaciones son la base m aterial privilegiada para extraer una moralidad
común. Es la razón por la cual Durkheim distingue cuidadosam ente estas

40 Durkheim, Le suicide, 435-436. Ver también las observaciones efectuadas por Durkheim
a propósito de los grupos p rofesionales en el prefacio a la segunda edición en 19 0 2 de
De la división du travail social, l-XXXVI.
41 Emile Durkheim, «Cours de Science sociale, legón d ’ouverture» (1888), en La Science
sociale ec l'action (París: PUF, 1970), 10 9 -110 .
42 Al respecto, cf. Richard Bellamy, Liberalism and Modern Society (Cambridge: Polity Press,
1992), especialm ente el capítulo dedicado a Francia y a su liberalismo socializado.
corporaciones de los sindicatos, por cuanto su función no apunta a u n a
reivindicación egoísta, sino que al acometido de una tarea colectiva, en su
calidad de organizaciones públicas dedicadas al bien común.
Por lo demás, Durkheim analiza de m anera sem ejante, y hacia el m ism o
período, el socialism o. Distingue cuidadosam ente entre el com unism o,
una tendencia política siempre presente en las sociedades hum anas, que
tiene como objetivo «la excom unión de las funciones económicas»43, y el
socialism o, una doctrina política que en su opinión solo puede desarro­
llarse cuando la sociedad, suficientemente diferenciada, posee un aparato
gubernam ental capaz de asegurar la integración de una sociedad compleja.
El socialism o es una doctrina m oderna «que reclam a la incorporación de
todas las funciones económicas [...] a los centros directores y conscientes de
la sociedad»44. Es una manera de integrar el aparato industrial al conjunto del
organismo social, apoyándose sobre un Estado suficientemente desarrollado
así como sobre un despliegue suficiente de la gran industria. Su filoso fía
consiste mucho m enos en expresar las discordancias de intereses entre los
obreros y los patrones, o incluso en liberar la sociedad de la economía, que
en regularizar las actividades económ icas. Y, sin embargo, aquí tam bién
su pensamiento es dual. Por técnica que sea por mom entos la concepción
que se forja de la función del Estado en la regulación de las actividades
económ icas, no deja de afirm ar que el equilibrio social solo será posible
a través del descubrimiento de frenos m orales capaces de reglam entar la
vida económica. Más aún cuando para Durkheim no hay equilibrio social
posible en la modernidad solamente a través de la satisfacción económica de
necesidades, ya que «no se logrará aplacar los apetitos provocados, porque
estos tom arán nuevas fuerzas a m edida que se les sacie»45.
Estas respuestas se em peñan por encontrar, en la m orfología m ism a de
la diferenciación social propia de las sociedades m odernas, las soluciones
al problem a de integración. Pero no hay en estas la voluntad de encontrar
una base m aterial que garantice, por su sola existencia, la integración de la
sociedad. Siempre es necesario agregar una base moral, aunque, es cierto,
estas nuevas form as de moralidad se arraigan y adquieren form a a p artir
de las estructuras sociales.

43 Emile Durkheim, Le socialisme (París: PUF, 1992), 65.


44 Ibíd., 49.
49 Ibíd., 85.
IV. De las norm as y d e la m orfolo gía

La segunda respuesta de Durkheim acentúa con fu erza, al m enos al


com ienzo, la dim ensión propiam ente norm ativa de la integración de la
sociedad, ya sea a través del proceso de socialización o, bien, en su cali­
dad de gran cuerpo de valores propios a una sociedad. En am bos casos,
es la eficacia sim bólica lo que parece asegurar la unidad de la sociedad.
Las norm as definen las m etas del actor, registrando, desde el comienzo,
la fragm entación infinita de opciones a las que él estaría confrontado sin
ellas. Ya no es entonces solam ente gobernado desde el exterior por m edio
de las coacciones, sino que es dirigido por un sistem a de norm as comunes46.
Sin embargo, Durkheim se cuida de desvincular de toda base material este
recurso acrecentado a las norm as.

La educación

Esta tensión está particularm ente presente a propósito de la escuela y de


la función que Durkheim otorga a la socialización. Toda sociedad dispone
de un conjunto de ideas colectivas o de valores, com únmente compartidos,
sobre los cuales descansa la integración social y que deben ser transmitidos
a las generaciones jóvenes. Durkheim insiste con fuerza sobre el carácter
unitario de este modelo cultural. «Cada sociedad, considerada en un momento
determinado de su desarrollo, tiene un sistem a de educación que se impone
a los individuos con una fuerza generalmente irresistible»47. Una sociedad,
toda sociedad, necesita por ende la educación. «Si se confiere cierto precio
a la existencia de la sociedad [...] es necesario que la educación garantice
entre los ciudadanos una suficiente comunidad de ideas y de sentimientos,
sin la cual toda sociedad es im posible»48.
Lo que interesa especialm ente a Durkheim es la función que la educa­
ción puede desplegar en el seno de una sociedad m oderna y respecto de
la diferenciación social creciente. Es la m orfología propia de la sociedad
m oderna que parece dictar entonces el perfil del ideal de hom bre que le

46 Com o lo subraya correctam ente Parsons, la elección del actor no es arbitraria, ya que
esta por lo general se refiere solo a m etas legítim as de una sociedad, sin por tanto
dejar de ser m enos voluntarista. Sin em bargo, este acto voluntario es limitado por la
adhesión voluntaria del actor a las normas, a través de una obligación de naturaleza
propiam ente moral. Cf. Parsons, The Structure o f Social Action, 381-384.
47 Emile Durkheim, «L’éducation, sa nature et son role» (1911), en Education et sociologie
(París: PUF, 1993), 4 5 -
48 Ibíd., 5 9 .
es propio. Dado el grado de diferenciación social, este ideal solo puede ser
altamente abstracto y general:

Porque cada uno de los grandes pueblos europeos abarca un inmenso


hábitat, porque se recluta en las razas más diversas, porque el trabajo allí
está dividido hasta el infinito, los individuos que lo componen son tan
diferentes unos de otros que no hay casi nada más de común entre ellos,
salvo su cualidad de hombre en general. Por lo tanto, ellos no pueden
conservar la homogeneidad indispensable a todo consenso social más que
a condición de ser tan semejantes como sea posible por el único aspecto
en que todos se parecen, es decir, en tanto que todos son seres humanos49.

Tarea tanto más apremiante considerando que él está convencido de que


el desarrollo del espíritu, que viene acom pañado por un decrecimiento del
Instinto, obliga a los hom bres m odernos a aum entar la reflexividad. «Sin
duda, sería exagerado decir que la vida psíquica solam ente com ienza con
las sociedades, pero es cierto que ella solo adquiere la extensión cuando las
sociedades se desarrollan50.
Si se puede discutir de la función real que Durkheim otorga a la educación
en su calidad de recurso colectivo de reform a m oral51, sigue en todo caso
convencido de su im portancia reguladora para la sociedad. «El hom bre que
la educación debe form ar en nosotros, no es el hombre tal como lo ha creado
la naturaleza, sino tal como la sociedad desea que él sea; y ella lo desea tal
como le reclama su econom ía interior»52. Sin embargo, esta determ inación
morfológica propia de una sociedad no debe hacer olvidar que la sociedad
misma, pero esta vez pensada como ser moral, y a menudo transfigurada, está
en la fuente de los fines superiores ante los cuales se inclinan los individuos.
El interés de Durkheim por la educación debe ser com prendido tanto
en la descendencia de la Ilustración como a través de su inquietud sobre
la Integración de la sociedad. La concepción que tiene de la educación
proviene de una concepción social específica del progreso: la fe en la rea­
lización y la liberación personales gracias a la adquisición del saber, pero,
en su caso, el postulado de la liberación por la educación está subordinado
a las necesidades de la integración social. Se trata ante todo de transm itir
más un espíritu que un conjunto de conocim ientos directam ente útiles en

49 Durkheim, «Pédagogie e t sociologie» (1902), en Education et sociologie, 9 9 -10 0 .


10 Durkheim, De la división du travail social, 338.
11 Para advertencias en este sentido, cf. Durkheim, Le suicide, 427-428.
12 Durkheim, «Pédagogie et sociologie», en Education et sociologie, 10 0 .
térm inos profesionales. Como lo esencial es generar el ethos propio de una
sociedad diferenciada, la disciplina académica, en su calidad de sistemas de
coacciones, es tan o m ás im portante que los saberes por transmitir.
Incluso cuando Durkheim exam ina la naturaleza de los saberes que la
escuela debe transmitir, no deja de insistir sobre las necesidades morfológicas
de una sociedad. Es así, por ejemplo, que la voluntad de ajustar la heteroge­
neidad de los saberes con el fin de constituir un todo está, en su opinión, en
relación estrecha con el estado de la sociedad en un momento determinado.
Es esta la que cada vez, pero cada vez de m anera diferente, recrea «la escuela
com o un m edio m oral organizado»53. Si bien D urkheim distingue clara­
m ente un proyecto fundam entalm ente educativo de un puro program a de
socialización, él está profundamente convencido de que cada escuela prepara
al hom bre para su propia sociedad, o m ás bien para la concepción especial
y restringida que esta se hace de su sociedad. La educación, en todo caso en
sus redes m ás elitistas, no debe subordinarse a la preparación del individuo
en vista de una profesión particular, sino que debe poner a cada individuo
en estado de abordar de m anera útil la profesión que él elegirá m ás tarde:
la escuela secundaria «si no los prepara para una profesión determinada,
(esta) los hace más aptos para prepararse en ella»54. Es decir hasta qué punto,
para Durkheim, la evolución de los programas pedagógicos, más allá de los
conflictos entre diversos grupos para controlar la institución académica,
y de la evolución de los contenidos y de los m étodos según los períodos,
es dependiente de la m anera en que una sociedad asegura su integración.
«Es que, en efecto, como la vida académica no es m ás que el germ en de la
vida social, como esta no es sino la continuación del desarrollo de aquella,
es im posible que los principales procedim ientos m ediante los cuales una
funciona no se vuelvan a encontrar en la otra»55.
De hecho, se trata de un proceso con dos dim ensiones. Por un lado, el
ideal educativo de una sociedad, encarnado tarde o tem prano en un ideal
de hom bre, depende de la estructura de esta m isma sociedad. Por otro lado,
este m ismo ideal pedagógico apunta a engendrar individuos autónomos,
liberados del peso de la tradición y capaces de independencia de juicio.
El quiebre de la tradición obliga a los individuos a un grado creciente de
reflexividad moral: «Tal vez esta es la novedad m ás grande que presente la
conciencia m oral de los pueblos contemporáneos; es que la inteligencia se

53 Emile Durkheim, L’évolution pédagogique en France (París: PUF, 1990), 39 .


54 Durkheim, L’évolution pédagogique en France, 360.
55 Durkheim, «Pédagogie et sociologie», en Education et sociologie, 109 .
ha transform ado y pasa a ser cada vez más un elem ento de la moralidad»56.
Este doble proceso explica para m uchos la inquietud pedagógica y m oral
presente en la obra de Durkheim. Escribiendo en m edio de una sociedad
trastornada por el cambio resultante de la industrialización y de la secu­
larización, Durkheim se cuestiona, con ansiedad, sobre la m anera en que
es necesario reem plazar la m oralidad cristiana con el fin de asegurar la
integración social a través de una m oral laica capaz de anim ar a otro ideal
de hombre. Como m uchos de sus contem poráneos, está de acuerdo con
la idea de una dism inución de la función de la religión en las sociedades
modernas: de hecho con la observación «que hay un número siempre m e­
nor de creencias y de sentim ientos colectivos que son bastante colectivos
y bastante fuertes como para adquirir un carácter religioso»57. De ahí toda
la im portancia que concede en la form ación del niño a la educación m oral
que debería permitirle, junto con convertirle en un miembro de la sociedad,
desarrollar, gracias a la ayuda de las reglas, el dominio de sí mismo y la auto­
nomía de su voluntad, la inteligencia de la moral, a cambio de la aceptación
racional de las coacciones m orales de la sociedad.

La sociedad, al formarnos moralmente, ha instalado en nosotros estos


sentimientos que nos dictan de forma imperativa nuestra conducta, o
que reaccionan con esta energía, cuando rehusamos acatar sus órdenes
terminantes. Nuestra conciencia moral es su obra y la expresa; cuando
nuestra conciencia se pronuncia, es la sociedad que habla en nosotros58.

La educación consiste en terminar por creer «que nosotros mismos hemos


elaborado lo que se nos ha impuesto desde afuera»59.
Sin embargo, esta intem alización acabada y bien lograda no debe hacer
olvidar el proceso m aterial por el cual ella funciona. «Es mediante la prác­
tica de la disciplina académ ica que es posible inculcar al niño el espíritu
de disciplina»60. Sobre este tem a nada es m ás revelador que las páginas
que dedica a la actitud del docente en la transm isión de la moral. Por un

S6 Durkheim, L'éducation morale (París: PUF, 1992), 10 1.


87 Durkheim, De la división du travail social, 144. En su obra de 1893, se puede incluso
encontrar sobre este tem a pasajes con una fu erte sensibilidad w eberiana, Cf. De la
división du travail social, 14 4 . Cf. sobre este tem a las observaciones del vínculo entre
W eber y Durkheim efectuadas por Aron sobre confidencia de M auss, Raymond Aron,
Les étapes de la pensé sociologique (París: Callimard, 1985), 5 4 5 .
|S Durkheim, L’éducation morale, 76.
19 Durkheim, Les regles de la méthode sociologique, 7.
<0 Durkheim, L'éducation morale, 125.
lado, es una persona física insoslayable, que debe encarnar materialmente
esta moral, pero por otro lado y al m ismo tiempo Durkheim insiste sobre
la obligación que este tiene de suprim irse ante la fuente final de la moral
social y de su propia autoridad. Intérprete de las grandes ideas m orales de
su tiempo, el docente debe presentarlas com o el fruto de un poder moral
superior a él. Idea que se basa en la concepción particular que Durkheim se
hace de la autoridad moral. «Cuando obedecem os a una persona debido a
la autoridad moral que le reconocem os, seguim os sus opiniones, no porque
estas nos parezcan sensatas, sino porque en la idea que nos hem os formado
de esta persona es inm anente una energía psíquica de cierto tipo, la cual
hace que nuestra voluntad se doblegue e incline en el sentido indicado»6'.
En esta relación, según Durkheim, el niño está en una especie de hipnosis;
ser sugestionable por excelencia, el niño es som etido al contagio y a la
im itación del docente. El tono im perativo del educador al dar las órdenes
tiene entonces una función no despreciable. Para él, como para casi todo
el pensam iento pedagógico clásico, es a través de la palabra y el gesto que
el docente va a verter su conciencia (es decir, la sociedad) en la del niño62.

La religión

Es en su estudio sobre la religión que Durkheim logra de mejor forma


aclarar su concepción de la naturaleza de lo social. El estudio sobre el tote­
mismo australiano le servirá de base para desarrollar la especificidad de su
concepción de lo real. Da testim onio de esto de m anera clara la separación
entre lo sagrado y lo profano («siempre y en todas partes /.../ concebidos
por la m ente hum ana com o géneros separados»63) sobre la cual descansa
una buena parte del libro; la escisión entre ambas no se impone intrínse­
camente, sino que no es m ás que el resultado de una actitud sim bólica que
los individuos m antienen con ciertos objetos. Los objetos sociales lastran
una dim ensión simbólica, es decir, un significado y un valor independientes
de sus propiedades objetivas y, p or lo tanto, por definición arbitrarios. Los
objetos o los seres determ inados y distintos que representan aquí o allá lo
sagrado están investidos de «poderes indefinidos, fuerzas anónim as, más o

61 Emile Durkheim, Les form es élémentaires de la vie religieuse (París: PUF, 1985), 296.
62 M ás allá de la influencia que cierta tradición pedagógica haya podido ejercer sobre
Durkheim, su desconfianza radical respecto del rol educativo del grupo de pares se
acentúa sin duda con fuerza m ediante su concepción vertical de la transm isión de
las normas. Para una crítica de los límites de esta representación, cf. Jean Plaget, Le
jugem ent moral chez l'enfant (París: PUF, 1992), 273-2 9 9 -
63 Durkheim, Les form es élémentaires de la vie religieuse, 53.
menos numerosas según las sociedades, a veces, incluso, llevados a la unidad
y cuya impersonalidad es estrictamente comparable a la de las fuerzas físicas
cuyas m anifestaciones son estudiadas por las ciencias de la naturaleza»64.
Dado que el origen últim o de la fuerza religiosa se halla en el sentim iento
que la colectividad inspira a sus miembros, pero proyectado hacia afuera de
ella, cualquier objeto puede cum plir la función de objeto sagrado.
Sin embargo, una vez m ás, Durkheim se resiste a constituir la sociedad
sobre la sola base de una verdadera ontología normativa. Una vez enunciado
lo arbitrario de toda relación sim bólica, no puede im pedir cuestionarse
sobre el origen material de las representaciones, sobre el sustrato de ciertos
símbolos. Busca ambos elementos no en la naturaleza m isma del objeto o de
la acción considerada, sino que, de m anera mucho más amplia, la escruta en
la morfología misma de la sociedad. Nada es más convincente a este respecto
que la célebre definición que da de Dios. Una vez asentada su perm anen­
cia (bajo form a de sagrado) en el seno de todas las sociedades, incluida la
sociedad m oderna, Durkheim se cuestiona sobre la realidad m aterial que
la engendra. Y la encontrará, como se sabe, en la ascendencia m oral y en la
fuerza sim bólica contenida en la sociedad misma.

La potencia que así se ha impuesto a su respeto y que ha pasado a ser el


objeto de su adoración, es la sociedad, cuyos Dioses no fueron más que la
forma hipostasiada. La religión es, en definitiva, el sistema de símbolos
mediante los cuales la sociedad toma conciencia de ella misma; es la
manera de pensar propia del ser colectivo65.

De hecho, la explicación de Durkheim es un vuelco m aterialista de una


de las pruebas habituales de la existencia de Dios dada en el pensam iento
escolástico. El hecho de que el hombre, ser lim itado e im potente, tenga la
representación de un ser ilim itado y todopoderoso. Como el hom bre no
puede encontrar su origen en él mismo, esta representación debe entonces
llegarle desde el exterior, de una fuerza superior a él. Y allí donde el pen­
samiento escolástico p onía esta representación al activo de una creatura
divina, Durkheim la coloca del lado de la sociedad en su totalidad. El pálido
reflejo que cada conciencia individual tiene de esta potencia im pide hacer
de ella el tipo original. La conclusión de D urkheim es inapelable: «o no
viene de nada que se h a dado en el m undo de la experiencia, o viene de

64 ibíd., 285-286.
65 Durkheim, Le suicide, 352.
la sociedad»64. Poco im porta entonces la form a precisa, e imaginaria, que
adopta esta representación, el proceso que ella sim boliza es de naturaleza
real. «Solo la sociedad puede proveem os las nociones m ás generales según
las cuales este debe ser representado. [...] El concepto de totalidad no es sino
la form a abstracta del concepto de sociedad»67.
El sistema normativo en su más alto grado de abstracción y de generalidad,
la religión, no es m ás que una sim bolización del grupo social m ism o68. Es
allí que Durkheim encuentra por otra parte la m ejor expresión de su propia
concepción de los hechos sociales: las fuerzas religiosas «son físicas al m is­
mo tiem po que hum anas, m orales al mismo tiem po que m ateriales»6’ . Lo
que Durkheim rechaza es la idea de una desm aterialización com pleta de la
vida social. Para él, a pesar de su agudeza para com prender la m ateria ante
todo sim bólica de la vida social, esta no puede, en últim a instancia, más
que rem itir a una realidad material. Y sin embargo, «la conciencia colecti­
va es otra cosa m ás que un simple epifenóm eno de su base morfológica».
Una vez constituida la síntesis colectiva, se desprende «todo un mundo de
sentim ientos, de ideas, de im ágenes que, una vez originados, obedecen a
leyes que les son propias»70. Es de la m aterialidad del ser junto que surge el
flujo de fuerzas psíquicas que se sobreañaden a lo real y, a través de dicho
flujo, la sociedad se crea y se recrea periódicamente.
Las representaciones colectivas son la obra de una sociedad, dependientes
de su m orfología y, al m ismo tiempo, ellas logran im itar «la naturaleza con
una perfección susceptible de crecer sin límite»7'. Relación que se extiende
mucho m ás allá del mero fenómeno religioso. Durkheim defiende así la idea
del vínculo entre la organización de los hombres en grupos y la clasificación
de las cosas entre ellas. La estrecha dependencia de las representaciones
colectivas, inclusive de los prim eros sistem as lógicos, con la estructura
m orfológica de la sociedad, es a sus ojos una evidencia: «es la sociedad que
ha producido la tram a sobre la cual ha trabajado el pensam iento lógico»72.

66 ibíd., 360.
67 Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, 630.
68 Dicho de otra form a, si en De la división du travail social se destacaba que Durkheim
no estab a claro en cu an to al d estin o de la con cien cia colectiva en una socied ad
diferenciada, en su estudio sobre la religión él logra finalm ente una com prensión
histórica y m orfológica satisfactoria. Toda sociedad recrea, por sí misma, en función
de su m orfología, su propia conciencia moral.
69 Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, 319 .
70 Ibíd., 605.
71 Ibíd., 26, nota 1.
72 Ibíd., 211.
Pero si las representaciones colectivas expresan realidades colectivas,
es mediante el recurso a prácticas rituales que la sociedad logra m antener
ciertos estados m entales y recrear periódicam ente su ser m oral propio.
Exigencia que p asa p or toda una serie de m ovim ientos de dispersión y
de congregación a m erced de sus necesidades. Se desprenden, entonces,
durante estas reuniones, fuerzas que actúan de m anera invisible sobre los
individuos. Fuerzas que explican la perm anencia de las prácticas del culto,
cuya función es estrechar los vínculos que relacionan al fiel con su Dios,
acercando realmente al individuo a la sociedad73. A veces incluso, con ocasión
de algunas grandes desestabilizaciones colectivas, como las revoluciones, las
interacciones sociales entre los individuos se tornan m ucho m ás frecuen­
tes y activas. La efervescencia social producida entonces alim enta épocas
particularm ente creadoras. Lo que engendra actos extrem os, de heroísm o
o de barbarie, y puede transform ar la vida tranquila de cualquier individuo
en sobresalto m oral y exigencia de superación personal74.
Pero es a propósito de la experiencia y del ritual del duelo que Durkheim
hace com prender de m anera m ás sensible para los m odernos la naturaleza
de esta fuerza colectiva. «Lo que está en el origen del duelo es la im presión
de debilitam iento que resiente el grupo cuando pierde a uno de sus m iem ­
bros. Pero esta im presión incluso tiene por efecto acercar a los individuos,
ponerlos m ás estrecham ente en relaciones, asociarlos a un m ism o estado
de ánimo y, de todo esto, se desprende una sensación de consuelo que com ­
pensa el debilitamiento inicial»75. Fragmento maravilloso por la comprensión
Intima que transmite del sufrim iento individual y del consuelo colectivo,
al igual que por la capacidad de evocación, aun m ás que de ilustración, de
la m anera estrecha en que Durkheim asocia la em oción y la naturaleza del
vínculo social a la realidad de la copresencia corporal de los individuos.
La esencia de la moralidad que funda la sociedad, Durkheim la encuentra,
primero, en la morfología social, en el volumen y la densidad de las relaciones
Individuales, en su m ovilidad; luego, casi com o una síntesis quím ica, en el
surgimiento de propiedades nuevas que se dotan de una realidad superior a
la de las partes de las que proviene. «Los sentim ientos privados solam ente
se tom an sociales com binándose bajo la acción de las fuerzas sui generis
que desarrolla la asociación; como consecuencia de estas com binaciones
y de las alteraciones m utuas que resultan de estas, dichos sentim ientos se

73 Ibíd., 323.
74 Ibíd., 301 y ss., 58 9 -59 1. También Emile Durkheim, « Ju g em en tsd e va leu re tju g em en ts
de réalité» (1911), en Sociologie et philosophie (París: PUF, 1996), 132 y ss.
75 Durkheim, Les fo rm es élémentaires de la vie religieuse, 574.
convierten en otra cosa»76. En relación estrecha con el sustrato morfológico
e independiente de él, tal es la esencia de la m oralidad. Se puede entonces
trazar una frontera entre ciertas representaciones colectivas m ás o menos
dependientes de la naturaleza del sustrato social, y otras representacio­
nes «que no se derivan directam ente de la naturaleza de los elem entos
asociados», que se engendran m ás a partir de otras representaciones co­
lectivas que en referencia a tal o cual carácter de la estructura social. Estas
últim as representaciones se hacen autónom as entonces de la realidad, se
dotan de una ubicuidad que las libera hasta cierto punto de toda deter­
m inación m aterial estricta. Se transform an en «realidades parcialm ente
autónomas que viven por una vida propia. Tienen el poder de convocarse, de
repelerse, de form ar entre ellas síntesis de todo tipo, que son determinadas
por sus afinidades naturales y no por el estado del m edio dentro del cual
evolucionan»77. Verdaderos productos sociales de segundo grado, suponen
leyes de ideación colectiva específicas. En una palabra: en una sociedad
m oderna, la relación entre las representaciones colectivas y el sustrato
m aterial en el cual están arraigadas es sensiblem ente m ás compleja que en
una sociedad poco diferenciada.
La realidad social parece tener una consistencia propia, una materialidad
definida a través de la relación que el individuo entabla con las reglas sociales,
especialm ente bajo form a de obligación moral, y que está obligado, a veces
sin que lo sepa, a mantener periódicamente mediante ritos. Parecería incluso
que la distancia m atricial de la modernidad se desvanece aquí, a tal punto
la objetividad de la vida social parece descansar ante todo en elementos
subjetivos; aun más, la realidad objetiva de la sociedad no parece ser más
que un conjunto de representaciones internalizadas por los actores que
definen, no un mundo exterior, sino los criterios y las actitudes prácticas
a través de los cuales se despliega la vida social, estrecham ente imbricadas
con la m orfología del vínculo social propio de una sociedad.
La concepción que tiene Durkheim de la sanción refleja tam bién esta
tensión perm anente en su pensam iento. Más allá de las diferencias y de
la variedad de las sanciones, se puede siempre encontrar en ella un ele­
mento externo de coacción y un elemento normativo. No se define jamás
com pletam ente ni a través de criterios exclusivam ente objetivos ni gracias
a criterios solamente subjetivos. Nunca el carácter bicéfalo del pensamiento
durkheim iano será revelado con tanta fuerza. En el fondo, y a pesar de la

76 Durkheim, «Représentations individuelles et représentations collectives» (1898), en


Sociologie et philosophie, 36 . La cursiva es de Durkheim.
77 Ibíd., 4 3 .
im portancia otorgada a la regulación norm ativa y la obligación moral, es la
función de las sanciones y de los castigos en el m antenim iento del orden
social lo que interesa especialm ente a Durkheim . El sistem a de valores
compartido corre el riesgo en todo mom ento de fallar, de allí la necesidad
constante de un sistem a físico de regulación de la sociedad. Pero la sanción
tiene una naturaleza ante todo sim bólica para Durkheim. «Castigar, no es
torturar a otro en su cuerpo o en su alma; es respecto de una falta, afirm ar
la regla que la falta ha negado»78. La pena no es m ás que la m anifestación
de una energía proporcional a la energía de la agresión que la regla ha su­
frido. Ella debe m enos corregir al culpable que renovar la confianza de los
miembros de la sociedad en su propio sistem a de reglas, confianza simbólica
que necesita no obstante recurrir constantem ente, en todo caso de form a
virtual, a la coacción física79.

* * *

Durkheim nunca ha creído com pletam ente que la integración de la so­


ciedad podría derivarse del simple hecho de que los actores com partan un
sistema común de valores. Viviendo en m edio de una sociedad fuertemente
desestabilizada por el proceso de modernización, nunca parece poder confiar
del todo en la mera regulación norm ativa. En la concepción que él tiene de
esta, siempre hay un lugar para elem entos de coacción que provienen m ás
o m enos directam ente de la m orfología m ism a de las relaciones sociales.
Reticencia reveladora de la duda radical que Durkheim experim entará toda
su vida respecto de las norm as. Ciertamente, se puede pensar que no se trata
sino de un lastre tardío de su precoz positivism o. Pero se puede igualm ente
Interpretar, y probablem ente de m anera m ás plausible, como el resultado
de la situación social a la cual Durkheim se confronta. Durante toda su vida,
nunca dejará de ser perturbado por la conciencia de los riesgos perm anen­
tes de anom ia, de egoísm o y de desorden en la sociedad m oderna y, por lo
tanto, por la necesidad de apuntalar la solidaridad social con elem entos
más sólidos. Como m uchos pensadores de a com ienzos del siglo, sabe que

78 Durkheim, L'éducation morale, 147.


79 Una vez más, lo que se trata de subrayar es el carácter dual de la respuesta durkheimiana:
nunca redujo lo esencial de la vida social a la pura coacción física, sino que es a través de
ella, y a partir de ella, que se revela lo propio de la moralidad de los hechos sociales. En
la coacción física, dice Durkheim, «nunca hem os visto m ás que la expresión material y
aparente d e un hecho interior y profundo que es com pletam ente ideal; es la autoridad
moral» (cursiva d e Durkheim). Cf. Durkheim, Lesformes élémentaires de la vie religieuse,
298, nota 2.
el orden moral tradicional definitivamente ha sido desestabilizado y es por
eso que su voluntad de encontrar una respuesta al problem a de la integra­
ción de la sociedad a través de las norm as sociales debe comprenderse en
su doble significado intelectual. Por una parte, se trata sin duda de una de
las m ás grandes invenciones de la sociología misma, por cuanto en muchos
aspectos la disciplina m isma se identifica en su proyecto mínimo con esta
nueva respuesta. Por otra parte, y casi a la inversa, es posible detectar en
ella la nostalgia por un orden social que descansa, com o antaño, incluso
de m anera renovada, sobre un orden moral. Es el choque entre estas dos
certidumbres contrarias, indisociablemente intelectuales y prácticas, el que
explica la solución durkheimiana.
Es aquí que se arraiga la concepción trágica que tiene Durkheim de la
sociedad. Si bien progresivamente da a la obligación moral una función pre­
ponderante en su integración, no logra jamás desprenderse completamente
de la representación de la fragilidad de los vínculos sociales. De hecho, nunca
se cum plirá su voluntad de asentar la antigua conciencia colectiva propia
de las sociedades con solidaridad m ecánica sobre nuevas bases m orales en
el seno de las sociedades diferenciadas. Se puede interpretar esta tensión
como una inconclusión teórica. Pero tam bién se la puede interpretar como
el signo del trabajo en el corazón de su propio pensam iento de la distancia
matricial de la modernidad. La respuesta intelectual construida por Durkheim,
embargado por la inquietud práctica ante un mundo social más aleatorio
y som etido a m ovim ientos no integrados, por satisfactoria que esta pueda
resultar a nivel científico, no logrará nunca disipar completamente las du­
das que hacen surgir las realidades históricas. La dualidad de su respuesta
es quizá entonces más un reflejo de su inquietud m oral que una verdadera
respuesta intelectual.
Es vano discutir para saber si la estrategia dual de Durkheim dio lugar, o
no, a una verdadera síntesis. Basta con ver que su descendencia intelectual
recuperó a la vez su confianza en la función m otriz de la diferenciación
estructural al caracterizar la tendencia preponderante de la sociedad m o­
derna, y que no dejó de cuestionarse sobre la m anera en que esta m isma
sociedad lograría integrarse.
C A PÍT U LO II
Talcott Parsons (1902-1979), o la tentación de la
integración perfecta

La concepción de la m odernidad de Parsons se construye en la intersec­


ción de dos problem áticas: por un lado, un proceso central y privilegiado
de diferenciación creciente de los ám bitos sociales y, por otro lado, una
preocupación constante por dar cuenta, dada la contingencia irreprimible
de las interacciones h um anas, de su integración y coordinación. Doble
configuración que da, a pesar de los cam bios considerables, la unidad de
su concepción de la sociedad m oderna. Su obra oscila en efecto sin cesar
entre el carácter aleatorio y frágil de la interacción social, o del intercambio
entre sistem as, y la búsqueda de una explicación plausible en cuanto a su
estabilidad, otorgando a la socialización una función explicativa primordial.

I. Al inicio e stá la acción

U n sistem a de acción está com puesto por varios elem entos: un actor;
una m eta, es decir un objetivo futuro hacia el cual se dirige la acción; una
situación, cuyo estado inicial es diferente del estado final apuntado, y cuyos
elementos se diferencian según sean o no susceptibles de ser controlados por
el actor (las condiciones escapan a su control, al contrario de los recursos), y,
finalmente, la relación particular existente entre todos estos elem entos1. La
acción es determinada por un contexto e informada por una intencionalidad
que apunta a un fin. Lo social, estructurado com o sistem a, se da entonces
incluso antes de toda form a de acción que no hace m ás que desplegarse allí.
Dicho de otra form a, la acción supone siem pre un actor, una situación, la
búsqueda de un fin y, especialm ente, la definición de todos estos elem entos
mediante criterios norm ativos comunes. La acción es siempre un sistem a,

1 Talcott Parsons, The Structure o f Social Action. A Study on Social Theory with Special
Reference to a Group o f Recent European Writers (Clencoe, Illinois: The Free Press, 1949),
44.
es decir, lo resultante de un conjunto de elementos analíticos que el sociólogo
debe em peñarse por descomponer.
Talcott Parsons destrona así el privilegio, un tanto desmesurado, otorgado
a la acción racional en el análisis utilitarista. Para él, la acción es racional «en
la m edida en que persigue fin e s posibles en las condiciones de la situación
y por medios que, entre los que el actor tiene disponibles, son intrínseca­
m ente más adecuados para el fin en cuestión por razones com prensibles y
verificables a través de la ciencia empírica positiva»2. Los «fines posibles»
significan que el sentido preexiste a la acción, que la acción es producida
en un marco de relaciones sociales y de situaciones constituidas y visibles,
en fin, que la acción no configura al sistem a, sino que obtiene de él su
racionalidad. Si una acción es significativa, su racionalidad se define por
su capacidad de ser inteligible, no solam ente en función de las m etas bus­
cadas por el actor, como lo es de cierta m anera en el caso de Weber, pero
en la m edida en que esta se inserta en un marco de significado com ún a
los actores. Así, el verdadero problem a no es otro que el hecho de que toda
acción sea una realidad inteligible a pesar de la autonom ía de sentido de la
cual dispone cada actor3.
Aunque Parsons concuerda con Weber sobre la im portancia del sentido
subjetivo en la acción social, son m ás bien las form as de acción instituidas
e internalizadas por el actor bajo form a de norm as las que delim itan el
sentido de las acciones. El significado de la situación y de la acción excede
siem pre al actor individual, aun cuando este perm anezca relativam ente
indeterminado. El problem a es entonces estudiar la acción hum ana en un
doble nivel: por una parte, como una acción reflexiva, donde el actor es
menos m ovido por fuerzas que por la aceptación de valores y de norm as que
producen acciones voluntaristas y gratificantes, y, por otra parte, como una
acción que supone diversos m ecanism os de coordinación que perm iten la
regulación de las interacciones entre actores o entre subsistemas sociales. Es
decir, hasta qué punto, y a pesar del lugar otorgado por la teoría a la elección
de los individuos, la acción no es m ás que el resultado de una actualización
de com petencias norm ativas adquiridas, lo que permite comprender por lo
demás la previsibilidad de las acciones, el hecho que los individuos ejecuten
prácticas comunes, se ubiquen en el seno de una situación definida por un
cierto acuerdo norm ativo preestablecido.

2 Ibíd., 58.
3 Para las diferencias entre Parsons y Weber, cf. Wolfgang Schluchter, Racionalism, Religión
and Domination. A Weberian Perspective (Berkeley: University o f California Press, 1989),
cap. 2 ,5 3 -8 2 .
A l igual que Durkheim , Parsons b asa el an álisis sociológico sobre la
crítica del utilitarism o y del positivism o4. En su opinión, no es posible ni
plantear el carácter puramente contingente de los fines últimos de la acción
ni disolverlos en un puro movimiento de adaptación a situaciones externas.
Para Parsons, y esta será la intuición fundacional de toda su obra, el orden
social no puede ser la pura resultante aleatoria de las preferencias desorga­
nizadas y espontáneas de los actores. Es en su opinión, lo propio del «dilema
utilitarista», a saber, que si logra preservar la voluntad y la subjetividad de
los actores, debe perm anecer individualista y no puede entonces explicar el
orden social. Si desea dar cuenta de ello, está obligado a recurrir a concep­
ciones hereditarias o acentuar las coacciones m ateriales, elim inando así el
carácter voluntarista de la acción humana. Por el contrario, las elecciones
realizadas por los actores descansan sobre un sistem a de valores com ún a
unos y otros. La acción social se basa en relaciones de expectativas recíprocas
entre los actores como asim ism o sobre un cierto número de obligaciones.
Es en su opinión, la única m anera de responder al problem a de Hobbes, es
decir, a la explicación del dilema del orden social tal como este se plantea
en el marco de un pensam iento utilitarista5. En resumen, «el orden social es
siempre un orden fáctico en la m edida en que es susceptible de un análisis
científico, pero el orden social no puede tener estabilidad sin el funciona­
miento efectivo de ciertos elem entos norm ativos»6.
La im portancia central de Durkheim en la historia de la sociología, según
Parsons, proviene entonces justamente de haber descubierto «la obligación
moral que m otiva al individuo a obedecer una regla dada» y «a percibir que
la perm anencia de estas reglas supone un conjunto de valores com unes»7,
pero especialm ente que los valores com únm ente com partidos «participan
en la form ulación de los fines m ism os»8. Lo im portante es dar cuenta del
meollo de las relaciones en el cual se sumerge la acción, del m arco cultural
común en la ausencia del cual ninguna acción tendría sentido. Sin embargo,
este marco cultural, por com ún e integrado que sea, no dicta jam ás com ple­
tamente la conducta de los actores. El carácter norm ativo de la acción no es
nunca un programa; a lo sumo, un conjunto de las com binaciones posibles

4 Para una presentación detallada de esta lectura crítica parsoniana, cf. Frangois Bourricaud,
«Introduction. En m arge de l’oeuvre de Talcott Parsons: la sociologie et la théorie de
l’action», en Talcott Parsons, Eléments pour une sociologie de l’action (París: Plon, 1955),
1-107.
5 Parsons, The Structure o f Social Action, 89-94.
6 Ibíd., 92.
7 Ibíd., 710 .
• Ibíd., 337.
en el seno del cual el actor term ina por construir su acción en función de
las situaciones y de los diferenciales de socialización. Los valores, como
las norm as y las funciones, no operan entonces m ás que como límites de
elección para los actores, definiendo elem entos que tienen cierta compati­
bilidad entre ellos y que son susceptibles de entrar en una gran diversidad
de com binaciones prácticas.
Es la razón por la cual la acción es siempre la resultante de una «tensión
entre dos órdenes diferentes de elementos, el norm ativo y el condicional»9.
El olvido de uno o de otro elimina la noción m isma de acción, rebajada, ya
sea a una versión positivista (donde se suprime el espacio voluntarista de
la elección individual), o bien a una concepción puramente idealista (donde
no se hace de la acción m ás que una pura em anación de valores). El actor
enfrenta al mundo tanto a través de elementos cognitivos como normativos.
O para decirlo mejor, los elementos cognitivos se desprenden hasta un cierto
punto de los fines norm ativos legítimos. En el sentido fuerte del término,
la adecuación entre los m edios y los fines, por im portante que sea a la hora
de caracterizar una acción, es dependiente, incluso está subordinada, a la
existencia de un m arco norm ativo que estructura los fines socialm ente
posibles. La concepción de la acción de Parsons afirm a que, para que un
sistem a social exista, es necesario que con ocasión de su acción el individuo
obtenga algunas gratificaciones y que esta se inserte en un marco cultural
que le dé un significado sim bólico10.
Es esta idea de la acción la que se halla en el centro de la concepción
parsoniana de la doble contingencia de la realidad social. Cada actor es de­
pendiente de otro para la determ inación de su acción, pero la conducta del
otro es indeterm inada a m enos que se imponga a los dos actores un mismo
m arco de expectativas recíprocas. En ausencia de este universo normativo
compartido, ningún actor es capaz de anticipar el comportamiento del otro.
Es la búsqueda de las diversas form as norm ativas lo que retiene la atención
de Parsons, el hecho de que los actores interactúen mediante esquemas más
o m enos coherentes y estables.
La acción es siempre problemática, porque es la respuesta voluntarista
de un actor a una situación. En m uchos aspectos, una buena parte de la
obra de Parsons consiste en analizar y describir en dos grandes maneras
los m ecanism os de coordinación de las acciones en el seno de una socie­
dad cada vez m ás diferenciada. Primero que todo, la idea de que esta doble
contingencia de la acción es reducida por un sistema integrado de valores

9 Ibíd., 732.
10 Talcott Parsons, The Social System (Clencoe, IL:The Free Press, 1951), 27.
que asegura la articulación entre la sociedad, la cultura y la personalidad.
M odelo estructural-funcionalista, correspondiente a la fase interm edia
del pensam iento parsoniano, los sistem as de valores, cuya generalidad es
dem asiado am plia como para perm itir una d escripción adecuada de las
conductas sociales, dan lugar a variab les de configuración , verdaderas
estructuras m últiples de elección de los actores. En segundo lugar, y luego
del descubrim iento de la teoría de las cuatro fu ncion es (AGIL )11 y de su
generalización a los diferentes niveles y subsistem as de análisis, la coordi­
nación de las acciones será explicitada a un nivel m ás sistemático, gracias al
estudio de los medios simbólicos generalizados de intercambio que facilitan
la coordinación de la acción entre los subsistem as y al interior de cada uno
ellos. Sin embargo, de la respuesta m ás sim ple e inm ediata a la respuesta
más compleja y mediata, el problem a sigue siendo el mismo, ya que se trata
siempre de dar cuenta de la coordinación de las acciones o de los subsistemas
en una sociedad cada vez m ás diferenciada. Am bas respuestas descansan,
por una parte, sobre la prim acía analítica de la función de la socialización en
la integración de la sociedad y, por otra, sobre una concepción de la acción
en su calidad de sistem a. Los problem as dinám icos de integración de la
sociedad son el resultado de un equilibrio de las fuerzas que actúan en su
Interior con el fin de m antener o cam biar un sistem a social, pero en últim a
Instancia, ellas se basan en el análisis de los problem as de m otivación de
los actores en relación con las estructuras sociales. El problem a del orden
pasa a ser entonces el problem a del enlace entre una teoría psicologizante
de la m otivación y una teoría del mantenimiento estructural de los sistemas
sociales. Dicho de otra form a, el dualism o del individuo y del m undo social
está en el corazón m ismo de la perspectiva analítica de Parsons. Pero para
él, a diferencia de Durkheim, esta distancia m atricial proviene, al m enos
en su form ulación original, m ás de una problem ática epistem ológica que
de una reflexión histórica sobre la modernidad.

II. La coo rd in ació n d e las ac cio n e s

A nivel de la interacción

Toda sociedad requiere un sistem a coordinado de acción para funcionar.


La acción es la respuesta de un actor motivado, luego de cierta form a de
(tocialización, a una situación. Los valores se hallan siempre en el centro de

11 Acrónimo form ado por las iniciales de adaptation, goal atta'mment, intégration y lacence.
N. del. E.
la teoría parsoniana y definen varias alternativas posibles. La integración
de la sociedad se basa en la adhesión de los actores a valores comunes. Pero
Parsons muy rápidamente está consciente del carácter dem asiado general y
abstracto de esta respuesta'2. No hay relación directa ni inmediata entre el
sistema de valores generales de una sociedad y la acción realmente efectuada
por el actor. Insinuarlo sería quitar al actor toda posibilidad de evaluar su
relación con las situaciones y los objetos. Es por esto que las norm as deben
definirse a un nivel m enor de generalidad y deben ser mantenidas mediante
un sistem a de coacciones. En todos los casos, y aunque Parsons no haya
realmente explorado esta vía'3, insiste en repetidas ocasiones sobre la dife­
rencia irreprimible existente entre los valores y las situaciones. Los valores
son actualizados, de m anera im perfecta y parcial, en situaciones reales de
interacción, y el resultado no es m ás que un com prom iso entre los valores
y las situaciones. Sin embargo, los significados m ovilizados por los actores
al momento de las interacciones, como por ejemplo los supuestos intereses,
no son para Parsons sino explicitaciones de los valores. Desem peñan así
una función en la regulación de la acción, pero la determ inación exacta de
su grado de intervención es siempre una cuestión em pírica y no podría, en
ningún caso, deducirse de un a priori teórico. A sí definidos, los valores en
su calidad de involucraciones en la acción tienen un interés heurístico limi­
tado, pero no son m enos la piedra angular del modelo parsoniano. En este
período de su pensamiento, bien reflejado en sus obras de 1951, The Social
System y (con Shils y otros) Toward. a General Theory ofAction, Parsons está
convencido de que la cohesión de la sociedad es estrechamente dependiente
de un sistem a de valores generales, de ciertas instituciones sociales, y de un
conjunto de m otivaciones a nivel de la personalidad14. La estabilidad de la
sociedad proviene del hecho de que los valores propios del ámbito simbólico
de la sociedad se hallan también, por el hecho de la socialización, en la mente
de los actores. El actor actúa entonces en conformidad con las norm as que

12 Talcott Parsons, «D urkhelm 's contributlon to th e th eory o f Integration o f Social


System s» (1960), en Sociological Theory and Modern Society (Nueva York: The Free
Press, 1967), 3 -3 4 .
13 Lo que ju stifica en parte las críticas de G arfinkel. Cf. Harold Garfinkel, Studies in
Ethnomethodology (Englewood Cliffs: Prentice-Hall, 1967).
14 Esta propensión de Parsons a subrayar el equilibrio de un sistem a social o, por lo menos,
a postular la existencia de un marco normativo regulador a partir del cual se Interpretan
las desviaciones, estuvo en el centro de las críticas dirigidas a su obra por los partidarios
de una sociología del conflicto. Cf. Ralf Dahrendorf, Classes et conflits de classes dans la
société ¡ndustríelle (París: La H aye/M outon, 1972); John Rex, Key Problems o f Sociological
Theory, (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1961); en Francia, especialm ente Alain
Touraine, Production de la société (París: Seuíl, 1973).
él ha hecho suyas, tanto m ás cóm odamente en cuanto sus acciones, en la
medida en que estas coinciden con las norm as del sistem a, son reforzadas
a la vez por recom pensas objetivas y por gratificaciones subjetivas. En esta
concepción normativa, la gratificación es concebida como un elemento no
despreciable del equilibrio social; ella es «una necesidad funcional primaria
de la personalidad»15.
Pero el refuerzo de la motivación del actor no elimina el problem a de la
elección al cual se ve confrontado en situaciones concretas. Consciente de
esto, Parsons trata de circunscribir más esta problem ática mediante pares
dlcotómicos que dan cuenta a la vez del trabajo activo de evaluación llevado
a cabo por el actor y de sus límites. Esta será la función analítica reservada
a las variables de configuración. Cada una de ellas define una dicotomía en
que el actor debe escoger uno de los térm inos, que existen antes de que el
sentido de la situación sea determinado por el actor y, por lo tanto, incluso
antes de que él pueda actuar sobre esta situación.

Nosotros sostenemos que solo existen cinco variables fundam entales (es
decir cinco variables que se derivan del marco mismo de la teoría de la
acción) y que, en la medida en que la lista sea exhaustiva, estas constituyen
un sistema. Enumerémoslas por lo tanto y, para comodidad, démosle un
número: i. Afectividad - neutralidad afectiva; 2 . Orientaciones hacia sí -
orientación hacia la colectividad; 3. Universalismo - particularismo; 4 - Calidad
(ascription) - cumplimiento (achievement); 5. Especificidad - difusión14.

Lo esencial es que esta caracterización permite, al definir la acción por


esta serie de alternativas, com prender la relativa estabilidad de las eleccio­
nes operadas por un actor al m ismo tiempo que el carácter irreprimible de
la elección presente en toda acción. Estas variables de configuración son
una m ezcla sutil de los criterios de com unidad y de sociedad presentes en
Tonnies o Weber17, pero en el caso de Parsons la com binación es m ás rica,
menos estrictamente evolutiva, m ás amplia en su gama de posibilidades,
haciendo posible acciones contradictorias o en tensión, aunque Parsons
tiene a veces tendencia a olvidarlo. En efecto, si en principio todas las
com binaciones son posibles, la compatibilidad entre las diversas variables

15 Talcott Parsons, Edward A. Shils (con Jam es Olds), «Valúes, M otives and System s o f
Action» en Talcott Parsons, Edward A. Shils, eds., Toward a General Theory ofA ction
(Cambridge: Harvard University Press, 1959), 180.
16 Ibíd., 58-67.
17 La referencia es explícitam ente enunciada por Parsons y ya estaba en germ inación
desde su primera gran obra, Talcott Parsons, The Structure o f Social Action, 686-694.
depende de la relación entre el sistem a social y su entorno, lo que explica
el carácter m ás o m enos extraño o raro de ciertas com binaciones’8. Esta
flexibilidad analítica permite especialmente dar cuenta de la m anera en que
los actores responden por sus conductas a la diferenciación estructural de
los ámbitos de acción propia de la modernidad. Pero Parsons está obligado
al m ism o tiempo a insistir sobre el carácter exhaustivo de las variables, sin
las cuales el avance analítico realizado no sería m ás que de un leve alcance.
Existen cinco, ni m ás ni m enos. Las variables abren el espacio de lo posible
de la acción social, pero al m ismo tiempo lim itan las posibilidades y redu­
cen las opciones a solam ente algunas com binaciones” . Estas variables se
aplican a todas las dim ensiones de la acción (motivos, funciones y valores)
y constituyen entre ellas un verdadero sistem a20.
La vida social se desarrolla a través de un núm ero creciente de roles y de
tareas, y pasa por una extensión del campo de intercam bios entre actores,
cuya com plejidad recurre a nuevos m ecanism os de coordinación, como
asim ism o a una delim itación de sus ámbitos de pertinencia. El problem a
de la motivación, es decir, la respuesta del actor a las exigencias diversas
de los roles que él debe cumplir, pasa a ser uno de los problem as centrales
de la sociedad moderna. La adhesión a los valores y la lealtad para con los
grupos de los cuales form a parte vienen a contrarrestar el desapego objetivo
que produce esta multiplicación de esferas de acción. El pluralismo de roles,
el hecho de que en una sociedad los individuos form en parte de varias co­
lectividades, es una característica fundam ental de toda sociedad humana,
pero ella pasa a ser, luego de los diversos procesos de diferenciación, un
rasgo preponderante de las sociedades modernas. Las motivaciones privadas
de los individuos, no obstante, se canalizan hacia el sistem a social gracias
a la pertenencia a un gran núm ero de colectividades y a las lealtades que
de ellas se desprenden y a la legitim ación cultural del orden norm ativo.
Sin embargo, a pesar de la existencia de estos m ecanism os, hay siempre
ten d en cias a la d esviación ; el actor puede efectivam en te «alejarse del

18 S o b re las variables de con figu ración y sus lím ites, cf. Fran íois Chazel, La théorie
analytique de la société dans l’oeuvre de Talcott Parsons (París-M outon-La Haye: École
Pratique des Hautes Etudes et M outon & Co., 1974), 45-63.
19 Las variables de configuración son entonces una explicitación de la primera manera
en que Parsons trató de explicitar el problem a cardinal de la doble contingencia de la
acción social. Cf. Talcott Parsons, The Social System, 36 y ss. para la explicación de esta
importancia.
20 El célebre análisis proporcionado por Parsons en el capítulo X, de The Social System de
la práctica médica m oderna da una ilustración. Cf. Talcott Parsons, The Social System,
4 28 - 4 7 9 -
cumplimiento de los criterios normativos»21, de la cultura común de una sociedad.
Las variables de configuración perm iten así d ar cuenta a la vez, según
Parsons, de la existencia de expectativas recíprocas entre los actores y de
su libertad de elección frente a situaciones múltiples.
De hecho, la reflexión de Parsons en este estado se descompone en cuatro
momentos diferentes. Primero que todo, Parsons plantea desde el comienzo
la existencia de tres aspectos de estructuración de un sistem a total y con­
creto de acción social, a saber, la cultura, la sociedad y la personalidad22.
En segundo lugar, se plantea el problem a específico de la coordinación de
las interacciones, sin la cual estas serían entregadas al azar. En tercer lugar,
se trata de estudiar los elem entos que refuerzan la im bricación norm ativa­
mente deseada de las interacciones, el conjunto de las recompensas y de los
castigos del que dispone un conjunto social. Finalm ente, la respuesta m ás
general y última, en cuanto a la razón final de la reciprocidad de las acciones,
es asegurada por la socialización o, más bien, para ser m ás precisos, por la
complementariedad establecida entre la institucionalización de las normas
y valores y su internalización por los individuos, que permite asegurar el
equilibrio durante las interacciones.
La diferencia entre la tarea asignada a las variables de configuración
(coordinación) y a la teoría de la socialización (integración) queda manifiesta
si se piensa en la función muy circunscrita que Parsons da a la interacción.
Para él los valores y las norm as jamás se engendran durante la interacción
misma, aunque ambos se im ponen a través de ella. La prioridad de la socia­
lización no es nunca desm entida en sus trabajos. Los valores y las norm as
existen antes de toda interacción. Las variables de configuración permiten
entonces estructurar analíticamente el espacio de las elecciones de los acto­
res, pero, en última instancia, ellas descansan sólidam ente sobre la idea de
una socialización previa y adecuada. En defecto se perfila, pero solam ente
como concepto límite, la noción de anomia, verdadera antítesis de la ple­
na institucionalización, es decir, la ausencia total de com plem entariedad
estructurada durante las interacciones entre los actores23.

ai Ibíd., 206.
aa La cultura designa a este estadio los grandes elem entos sim bólicos y de sentido que
los individuos necesitan durante sus interacciones; la sociedad hace referencia a las
interdependencias entre las diversas personas durante sus Interacciones; la personalidad
caracteriza la singularidad de cada actor. Ahora bien, estas distinciones, com o será el
caso más tarde con el m odelo AGIL, son categorías analíticas que no corresponden
a ninguna realidad concreta. Cada unidad concreta debe ser analizada a partir de los
tres sistem as,
aj Talcott Parsons, The Social System , 3 9 -
La coordinación a nivel del intercambio entre sistemas

La segunda respuesta de Parsons al problem a de la coordinación de las


acciones pasa por un cambio de nivel de análisis, con el centro de interés
desplazándose hacia las relaciones de intercambio entre los diversos sub­
sistem as sociales. En el caso anterior, la coordinación era planteada a nivel
de un sistem a de roles y, en lo sucesivo, esta depende de la m anera en que
se unen los diversos subsistem as dentro de una teoría de la sociedad.
Para describirlo, Parsons hará de su teoría de las cuatro funciones (AGIL)
un marco general de análisis. Será común a la acción, a los pequeños grupos,
al sistem a social, a los subsistemas, a los medios simbólicos generalizados, a
niveles de realidad muy heterogéneos... En realidad, este modelo obsesiona,
a partir de com ienzos de los años cincuenta, la totalidad de su sistem a de
pensamiento. AGIL pasa a ser una estructura invariante de funciones, uni­
versal, abstracta, que conoce un número considerable de aplicaciones, m ás
o m enos arbitrarias según los casos. El esquema establece un aire de familia
analítico entre los diversos elem entos de la realidad social; su seducción
se debe m enos sin duda, para Parsons, a sus capacidades heurísticas, que
a su capacidad de introducir un criterio integrador en m edio de niveles y
de elem entos heterogéneos, incluso independientes. AGIL permite, en un
único y mismo movimiento analítico, realizar dos operaciones: dar cuenta de
la diferenciación creciente de la sociedad m oderna e introducir un criterio
analítico único que permite su percepción integradora.
A hora bien, para Parsons, hay una relación entre las variables de con­
figuración y el análisis de las funcion es34. Especialm ente, y m ás allá de su
independencia analítica, queda claro que las variables de configuración,
al igual que la teoría de las cuatro funciones, no son m ás que respuestas
sucesivas, y diversas, a una sola interrogación central: encontrar el grado
de abstracción necesario a una teoría general. Pero el análisis de las fu n­
ciones prim arias responde, m ejor que las variables de configuración, a su
voluntad de no cerrar de m anera prematura un sistem a teórico, sino que
por el contrario elaborar un esquem a conceptual sistemático que tenga una
validez universal25.

24 Para una reflexión en cuanto al carácter «im puro» del descubrim iento de AGIL, cf.
Frangois Bourricaud, prefacio en Elémertts pour une sociologie de l’a ction, 86-93.
25 Cf. sobre este tema la visión de conjunto ideal que Parsons daba de una teoría sociológica
general en 19 50 , incluso antes de su «encuentro» con el esquem a AGIL. Cf. Talcott
Parsons, «The prospects o f Sociological Theory» (1950), Essays in Sociological Theory
(Nueva York: The Free Press, 1954), 348-369, especialm ente 352 y ss. Buen ejem plo de
un encuentro entre una expectativa intelectual y un esquem a de análisis.
En esta fase intelectual, Parsons sale del sim ple postulado, m ás o m e­
nos metafísico, del equilibrio de un sistem a social y se esmera en precisar
la naturaleza exacta de las relaciones entre los diversos subsistem as, de
naturaleza ante todo sim bólica, al igual que las interdependencias entre
estos y el sistema social en su conjunto. Este último no es estático ni está
perfectamente en equilibrio; posee umbrales a partir de los cuales el cambio
pasa a ser inevitable. La teoría general no describe el sistem a social como
un todo em píricam ente integrado, sino como un sistem a cuyos problem as
deben ser analizados mediante un marco conceptual integrado*. Los sis­
temas sociales aseguran su perm anencia en un entorno que estos no con­
trolan sino parcialmente. Situación que explica la doble tarea constitutiva
de los sistem as sociales: deben a la vez conservar su equilibrio interno y
m antener de form a autónoma fronteras frente al entorno. Pero el estado de
las relaciones entre el sistem a y el entorno no es el puro producto de una
historia azarosa; por el contrario, es siempre definido, con anterioridad, por
los valores que definen los diversos órdenes institucionales de la sociedad.
Es la razón por la que, en últim a instancia, las exigencias de la integración
de la sociedad descansan siempre, en el caso de Parsons, sobre exigencias
culturales y axiológicas.
Sin embargo, el cambio de nivel de análisis es muy importante. El análisis
de todo sistem a de acción descansa en lo sucesivo sobre cuatro funciones:
una función de adaptación (A, que sirve para establecer las relaciones entre
un sistema y su entorno), una función de realización de los fines colectivos
(G, la capacidad de un sistema para fijarse metas y perseguirlas), una función
de integración (I, los elem entos mediante los cuales un sistem a asegura su
estabilidad interna) y una función de latencia (L, o de m antenim iento de
los m odelos culturales)” . La im portancia de las funciones es dada por sus
A: Adaptation
G: Goals relaciones cibernéticas: el m antenim iento de los m odelos posee un más
I: integration
L: latency alto nivel de inform ación y, por lo tanto, una función m ás importante en el
control de la acción, mientras que la adaptación posee más energía y por
consiguiente un rol mayor en el acondicionamiento de la acción, aún más
cuando los elem entos directam ente físicos de la acción hum ana (oxígeno,
temperatura, alimentación) no son controlables por la jerarquía cibernética

26 Talcott Parsons, Structure and Process in Modern Societies (Clencoe, Illinois: The Free
Press, 1960), 13.
27 Para una presentación condensada de las cuatro fun cion es, cf. la introducción de
Parsons, «An Outline o f the Social System », en Talcott Parsons, Edward A. Shils, Kaspar
D. N aegele, Jesse R. Pitts, eds., Theories o fSociety, vol. I (Nueva York: The Free Press,
1961), 30-79. Para una presentación didáctica del modelo, cf. Cuy Rocher, Talcott Parsons
et la sociologie américa'me (París: PUF, 1972).
de los sistem as. Existe así una separación entre, por un lado, los sistemas
que aseguran las funciones internas de inform ación, de innovación y de
reproducción sim bólico-com unicacional de los valores y de las norm as
(latencia e integración) y, por otro lado, los sistem as de adaptación y de rea­
lización de los fines que hacen referencia a los intercambios con el entorno.
Por otra parte, hay una correspondencia entre estas funciones prim arias
y los diversos subsistem as del sistem a general de la acción: el sistema de los
organism os de com portamiento (concebido com o el sistem a de adaptación
y que es el lugar de los recursos hum anos indispensables para los otros sis­
temas), el sistema de la personalidad (que tiene la función preponderante en
la realización de los fines colectivos, por cuanto es el agente prim ario de los
procesos de acción), el sistem a social (que tiene una función im portante de
integración y se organiza fundam entalm ente en función de la articulación
de las relaciones sociales) y el sistem a cultural (que se organiza alrededor de
los significados sim bólicos y que tiene una función prim ordial en el m an­
tenimiento de los m odelos culturales)28. Es sobre este punto que el vínculo
intelectual entre el esquem a trinitario cultura-sociedad-personalidad del
período anterior y el m odelo cuaternario de AGIL es m ás evidente, como lo
atestigua la naturaleza de sus intercambios. Entre estos cuatro subsistem as
de acción hay todo un conjunto de interpretaciones como, por ejemplo, la
interiorización por el actor de las normas culturales o aun la institucionaliza­
ción de las normas culturales en organizaciones sociales. Todo sistema social
no es entonces sino una com binación de estos com ponentes estructurales
y su estabilidad depende de la m anera en que los roles y las colectividades
son com andadas por valores y norm as específicos.
Por otra parte, a cada de las funciones prim arias corresponde un subsis­
tem a específico de la sociedad: la econom ía (que tiene por función principal economía =
adaptación
organizar el proceso tecnológico y más ampliamente para adaptarlo al servicio
del sistem a social); el sistem a político (que tiene por tarea la organización política= logros
de una acción colectiva destinada a alcanzar m etas que tengan un sentido
comunidad social =
colectivo); la comunidad social (que debe asegurar ante todo la integridad de integración
una orientación cultural común) y, finalmente, el sistema cultural, que en su
sistema cultural =
calidad de entorno de la sociedad tiene por tarea principal el mantenimiento latencia
de los m odelos culturales a través de la legitim ación del orden normativo,
garantizando la con fian za recíproca de los m iem bros de una sociedad.
Sobre todo, una vez planteado el modelo, es fácil com prender cómo este se
aplica al interior de cada subsistem a e incluso cóm o puede descomponerse

28 Ver sobre e ste tem a, en francés, el capítulo II de Talcott Parsons, Sociétés. Essai surleur
évolutlon com parée (París: Dunod, 1973), 6-38.
casi hasta el infinito, ya que cada com ponente de cada subsistem a de la
sociedad puede a su vez ser analizado a través de las cuatro funciones29. Lo
que pudo hacer decir a ciertos críticos que su concepción de la sociedad
moderna es una Suprema Teoría desconectada de los hechos30, o bien que
hay necesariam ente y siempre en él una tendencia a reducir las acciones
reales a m arcos de análisis previamente constituidos3’ .
Ahora bien, ciertam ente m ás que estas aplicaciones, m uy a m enudo
am pliam ente artificiales32, es el análisis que Parsons proporciona de los
intercambios intersectoriales entre los diversos subsistem as de la socie­
dad el que es interesante, ya que es a raíz de estos que Parsons desarrolla
su segundo gran análisis de la coordinación de las acciones. Será su teoría
sobre los m edios sim bólicos generalizados de intercambio (a la economía
corresponde el dinero; al sistem a político, el poder; a la comunidad social,
la influencia; al sistem a cultural, la activación de los com prom isos m orales
y culturales). Los m edios sim bólicos generalizados de intercambio (o m e­
dios de intercambio) son verdaderos lenguajes funcionales especializados,
estrictamente significativos en referencia a un código y a las mediaciones
sim bólicas entre las diversas unidades sociales. Para Parsons, toda com u­
nicación supone el intercambio de un m ensaje entre actores o unidades
sociales, el cual se realiza ya sea a través de un contacto físico inmediato,
o bien a través de ciertos medios. En el análisis de los sistem as sociales, la
comunicación, a través de los medios simbólicos generalizados, caracteriza
los principales procesos de interacción por los cuales las acciones de las
diversas unidades sociales son controladas, pero tam bién por los cuales
interactúan las diferentes unidades sociales. Y aunque el análisis funcional

29 Es así, por ejemplo, que para el subsistem a económ ico se tendrá entonces la propiedad
(A), la reglam entación de las condiciones de em pleo (C), el contrato (I), la racionalidad
económ ica (L); mientras que para el subsistema político los com ponentes estructurales
serían: la regulación (A), la autoridad (C), el liderazgo (I), la eficacia de la organización
(L; organizational effectiveness). Para una presentación breve y com parativa de estos
dos subsistem as de la sociedad, cf. Talcott Parsons, «Som e principal characteristics
o f industrial society», en Structure and Process in Modern Societies, 132-16 8 .
]0 Cf. la crítica de Charles W right Mills, L’imagination sociologique (París: M aspero, 1967),
capítulo II.
31 Frangois Chazel, La théorie analytique de la société dans I’oeuvre de T.Parsons, 1972.
32 Varios autores han subrayado estas extrañezas y la tendencia dem asiado pronunciada
de Parsons a «dejar plantado», a lo sumo de manera analógica, su m odelo AGIL en
tod os los niveles de la realidad. Para una crítica severa y profunda sobre este punto,
cf. Jeffrey Alexander, The Modern Reconstruction ofClassical Thought Talcott Parsons.
Vol. IV: Theoretical Logic in Sociology (California: University o f California, 1985), 170 y
ss.
sigue siendo subordinado a la compatibilidad estructural existente entre los
subsistem as, el estudio de las sociedades gana fuertemente en dinamismo33.
El prim er m edio que Parsons pone de manifiesto, y sobre el cual se basan
en cierta m edida todos los otros, no es otro que el dinero34. El dinero es un
verdadero medio institucionalizado de intercambio que permite la generali­
zación de expectativas y de compromisos (commitments) recíprocos, porque
se basa en una garantía institucional y genera, por sim ple circulación, una
con fian za inform al entre los actores. Su im portancia está íntim am ente
ligada al crecim iento y a la diferenciación de las esferas sociales, una com ­
plejidad que requiere de m ecanism os interpersonales de com unicación.
La fuerza del análisis de Parsons es com prender que, m ás allá de su base
inm ediatam ente física, la m oneda es de hecho un m ecanism o simbólico
cuya utilización o gasto define, de hecho, un proceso de com unicación. La
estabilidad del sistem a depende de la confianza que los actores depositan,
a través del medio, en el subsistem a social mismo, una confianza que exige,
de cierta manera, una correlación entre las disposiciones de los actores y
los aspectos sim bólicos del proceso de com unicación. En todo caso, el peso
paradigmático del dinero im pulsará a Parsons a analizar las relaciones entre
los diversos subsistem as solo bajo form a de intercambio.
A l igual que el dinero, y gen eralizan d o sus características, Parsons
destaca los m edios de intercambio de los otros subsistem as — el poder, la
influencia y el compromiso de los valores— . El poder no se resume en una
concepción puramente negativa o de coacción, sino que designa el proceso
por el cual ciertas m etas colectivas son definidas y logradas, y aunque estas
m etas pueden ser muy diferentes según los tipos de sociedad, tienden ma-
yoritariam ente a asegurar el equilibrio de conjunto del sistem a de acción.
Aun cuando Parsons no elude jam ás la utilización de la fuerza, se interesa
sin embargo en subrayar más la función del poder en el logro de las m etas
legítim as de una sociedad. El poder, com o la riqueza, debe ser dividido
y distribuido, pero «tam bién debe ser producido y tiene tanto funciones
colectivas como funciones distributivas. Tiene la capacidad de m ovilizar

33 Señalem os que hacia el fin de su vida, Parsons extenderá la teoría de los m edios de
Intercambio a nivel del sistem a general de acción mismo, estableciendo otros cuatro
m edios — la inteligencia, la com petencia, el afecto y la definición de la situación— en
correspondencia con las cuatro funciones. Cf. Talcott Parsons, Social Systems and the
Evolution ofAction Theory (Nueva York: The Free Press, 1977).
34 Talcott Parsons, Nell J. Sm elser, Economy and Society. A Study in the Integration o f
Economic and Social Theory (Londres: Routledge and Kegan Paul, 1957), 14 0 -14 1. Para
una crítica severa de la hipergenerallzación del medio del dinero por sobre los otros
m edios sim bólicos, cf. (ürgen H abermas, Théoríe de l’agir communicationnel, tom o 2
(París: Fayard, 1987), 285 y ss.
los recursos de una sociedad para la concreción de los fines para los cuales
se ha establecido o se puede establecer un com prom iso “público”»35. Dicho
de otra forma, el poder es una capacidad aprem iante del sistem a social que
opera tanto como una interacción (a través de un conjunto de las sanciones),
que como un medio sim bólico36.
Al lado del poder y del dinero, Parsons ubica otros dos medios simbólicos,
la influencia y el compromiso de los valores. Caracteriza la influencia como
el código simbólico que lleva a otro a actuar de cierta m anera en cualquier
tipo de circunstancia. Gracias a la influencia, un actor puede orientar las
decisiones de los dem ás (o de las unidades sociales) sin ofrecerles direc­
tamente un equivalente valorizado. Es decir, hasta qué punto el actor que
acepta la influencia del otro está convencido de actuar en el interés de un
sistem a cuyas dos partes se saben solidarias. Esta persuasión descansa una
vez m ás sobre la confianza que Alter tiene en Ego, m enos en su persona
que sobre el sistema de roles del cual ambos form an parte. La influencia,
en la medida en que se desarrolla habitualmente en un marco institucional,
se basa en la autoridad, el soporte institucional que da fe a las decisiones
adoptadas por un individuo en función del estatus que él ostenta. Como
el poder o el dinero, la influencia permite la circulación de las decisiones
al mismo tiempo que genera acciones, y term ina por im plicar a los actores
Involucrados por las elecciones realizadas37. Finalmente, último m edio de
intercambio, los com prom isos de valores coaccionan a los actores para
conform ar sus conductas a ciertos valores, cuya aceptación, m ás o menos
Inmediata, permite que se reconozcan como m iembros de una sociedad.
Estos medios facilitan el intercambio y las com unicaciones entre subsis­
temas, aumentando el m argen de acción y de iniciativa del actor, junto con
su capacidad de elección respecto de las situaciones concretas en las cuales
este participa (por ejemplo, se es libre de utilizar o no el dinero, abastecerse
en diversos lugares, decidir cuándo se realizará el gasto...). En este sentido
preciso, los medios son verdaderos códigos de com unicación institucio­
nalizados que perm iten la circulación de cualquier m ensaje a condición
que el actor acepte los im perativos del código en cuestión. La capacidad
de acción del individuo sobre el mundo social aum enta al mismo tiempo
que se mediatiza: en una sociedad altamente diferenciada, el dom inio del

Jg Talcott Parsons, «The Distribution o f Power ¡n American Society», en Structure and


Process m Modern Societies, 221.
16 Talcott Parsons, «On the concept o f Political Power» (1963), en Sociological Theory and
Modern Society, 297-354.
17 Talcott Parsons, «On the concept o f Influence» (1963), en Sociological Theory and Modern
Society, 355- 382.
m undo extem o pasa por todo un conjunto de m edios sim bólicos que alejan
en cierta m edida al actor del contacto físico directo con los objetos. Pero, al
m ism o tiempo, el hecho de que un número creciente de acciones se realice
a través de estos medios sim bólicos im personales exige, de parte del actor,
una gran confianza en el m edio mismo, com o lo atestigua la pérdida de
credibilidad de una m oneda durante procesos inflacionistas.
Los medios de intercambio tienen por función asegurar el enlace entre los
diferentes subsistem as de la sociedad, lo cual permite, y este es un avance
analítico no despreciable, desligar los sím bolos de su dependencia con la
com unicación lingüística y su arraigamiento contextual inm ediato38. Pero
si son de verdaderos lenguajes especializados propios de los diferentes
subsistem as, Parsons se cuida de separar estos subsistem as de la existencia
indispensable de una cultura com únmente com partida.

Coordinación de las acciones e integración de la sociedad

Para ciertos autores, la transición hacia una teoría de los sistem as marca
una verdadera inflexión en el pensam iento parsoniano: m ientras que las
variables de configuración se ubicaban a nivel del actor, el modelo AGIL
desciende desde lo alto, estudiando al actor solam ente a partir de los pro­
blem as propios del sistem a social39. Jürgen H aberm as va aún m ás lejos y
encuentra, en este cambio de rumbo, el desplazam iento de Parsons desde
una concepción herm enéutica de la acción hacia una teoría objetivista de
los sistem as sociales40.
En realidad, en la base de la concepción parsoniana hay una tensión
irreprimible entre lo que se pone en juego por el lado de la dim ensión sis-
tém ica de la acción (que en este contexto debe com prenderse en términos
de coordinación de las conductas, especialmente por los medios simbólicos
generalizados, es decir, en donde el actor es implicado en redes sistem a­
tizadas de coacciones y de incentivo) y lo que se pone en juego por el lado
de una dim ensión interactiva, de la cual dan cuenta las variables de confi­
guración. Estas dos dim ensiones no se reunirán jam ás com pletam ente, a
pesar de los esfuerzos gigantescos realizados por Parsons. O m ás bien, estas
no pueden reunirse m ás que a condición de que distingan bien — lo que es

38 Cf. sobre este punto la p enetrante lectura de Frangois Bourrlcaud, L'individualisme


institutionnel. Essai sur la sociologie de Talcott Parsons (París: PUF., 1977), especialm ente
18 0 y ss.
39 Robert Dubin, «Parsons> A ctor: Contlnuitles in Social Theory», American Sociological
Review 25 (1960): 457-4 6 6 .
40 Habermas, Théorie de l’agir communicationnel, tom o 2, 270 y ss.
probablem ente la m anera m ás económ ica y la m enos contradictoria de
interpretar una obra que no ha sido sino poco económ ica y a menudo con­
tradictoria— el problem a de la coordinación de las conductas (sistémicas o
interactivas) y el problem a de la integración de la sociedad. El primero es de
orden dinámico; el segundo, especialm ente por la noción de socialización,
posee el rol explicativo en el sentido fuerte y definitivo del término.
Si bien la inflexión es im portante entre las variables de configuración y
los medios simbólicos generalizados de intercambio, ambos no deben ser
interpretados m ás que como medios de coordinación de las acciones con
el fin de reducir, intelectual y prácticamente, la com plejidad de los arreglos
posibles entre los diversos actores y sistem as al interior de una sociedad
fuertemente diferenciada. Pero en última instancia unos y otros descansan
sobre una sola concepción de la integración de la sociedad. Las afirm acio­
nes de Parsons en este sentido son abundantes y siempre lapidarias: «El
teorema fundam ental de la teoría de la acción» es que «la estructura de
los sistem as de acción consiste en variables de significación (patterns o f
cultural meaning) institucionalizadas (en los sistemas sociales y culturales)
y/o internalizadas (en las personalidades y los organism os )» 41. 0 m ás aún,
en 1968, cuando él afirm a la preem inencia analítica del actor individual y,
en consecuencia, del proceso de internalización de los valores: «el sujeto de
la interacción social tiene, en un sentido fundam ental, una prioridad lógica
sobre la del sistem a social»42.
Dicho de otra forma, es necesario com prender las variables de configu­
ración, al igual que los m edios sim bólicos generalizados de intercambio,
como principios introducidos por el análisis con el fin de dar cuenta más
precisam ente de la coordinación de las acciones. Y si la analogía con el
lenguaje se im pone a Parsons a propósito de los m edios generalizados, se
Impone de igual modo, tras la reflexión, a propósito de las variables de con­
figuración. Los dos son filtros y su carácter de m ediación es por otra parte
subrayado con fuerza por el hecho de que Parsons no haya jamás pensado
verdaderamente en su posible independencia, m ás allá de algunos casos
coyunturales que prevé bajo form a de inflación o deflación de los medios
simbólicos. Su función es facilitar la com unicación entre actores o siste­
mas y su pertinencia últim a se basa en la confianza que los individuos les
conceden; su buen funcionam iento exige siempre cierta form a de acuerdo

4t Talcott Parsons, «The Point o f View o f the Author», en Max Black, ed., The Social Theories
o f Talcott Parsons (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, 1961), 34 2 . Las cursivas son de
Parsons.
41 Justificación de Parsons en 1968. Extraídode Habermas, Théoriedel'agircommunicationnel,
tom o 2 ,2 19 .
norm ativo. Por eso la im portancia preponderante que Parsons dio, toda su
vida, a la capacidad de una sociedad de generar solidaridad y crear (y mante­
ner) las m otivaciones necesarias de los actores. No ha habido, en el caso de
Parsons, como se ha podido afirm ar a veces, el tránsito de una explicación
en térm inos de socialización hacia un m odelo de integración sistém ico (es
decir, no normativo) asegurado únicam ente por m edios sim bólicos. Toda
coordinación entre las acciones se basa siempre en una concepción de la
integración de la sociedad por m edio de la teoría de la socialización43. Es en
este sentido preciso que Parsons será toda su vida profundam ente durkhei-
m iano44. Más exactam ente su m odelo permite asentar de form a norm ativa
la sociedad, un proceso sobre el cual Durkheim no dejó de cuestionarse.
Pero no se trata de hacer de Parsons, como ha sido dem asiado a menudo
el caso, un norm ativista ingenuo. Ciertamente para él, el actor es siempre
capaz de elegir, pero las elecciones deben ser com patibles entre ellas y es­
pecialm ente compatibles con los valores de una sociedad. Pero como este
acuerdo nunca es obvio, sus ambigüedades como sus fracasos forman parte
de su visión de las cosas. Si el corazón de la teoría se halla del lado de la
socialización, no hay que olvidar jamás, sin embargo, que no hay nunca en
su caso una simple correspondencia entre la estructura de la personalidad
y la estructura institucional.

III. La so cializació n : el c o n c e p to central

Para Parsons, la articulación de un conjunto de valores com unes con la


estructura de disposición-necesidad interiorizada por las personalidades es
«el fenóm eno central de la dinám ica de los sistem as sociales»45. Su interés
por la noción atraviesa, m ucho m ás que otros conceptos, la mayor parte
de su obra, desde su prim era publicación, en 1937, hasta la fase del m ode­
lo AGIL, pasando por su época interm edia. Pero a través de sus estudios
sucesivos Parsons precisa, cada vez más, la adecuación entre la cultura, la
sociedad y la personalidad, y m ás tarde, y solam ente de m anera alusiva,

43 Es por eso que es difícil de seguir hasta el final la crítica de Habermas a propósito de la
noción de «integración» presente en el modelo AGIL, que revela una suerte de confusión
entre la integración por las normas culturales y la integración por los intercambios entre
sistem as. De hecho, se debe establecer la distinción entre los m edios de coordinación
de las conductas y lo que d epende específicam ente del cam po de la integración de la
sociedad, por la socialización, stricto sensu.
44 Parsons, « A n O u tlin e o fth e Social System », en Parsons, et al., eds., TheoriesofSociety,
vol.i, 31.
45 Parsons, The Social System , 42.
el organism o46. De m anera m ás general, para Parsons, las cuatro funciones
de la teoría general de la acción deben servir de m arco global de interpre­
tación47. Establece de entrada una distinción entre los sistem as culturales
y sociales, por una parte, y el organism o y la personalidad, por otra. Para
él, los principales elem entos de la estructura de la personalidad se derivan
del sistem a cultural y social a través de la socialización y, no obstante, la
personalidad pasa a ser un sistem a independiente a través de sus relaciones
con el organismo y la singularidad de las experiencias de vida. Entre los dos
niveles hay una verdadera interpenetración: por el lado de la socialización,
esta se designa por la noción clave de rol; por el lado de la personalidad,
remite a las necesidades relaciónales.
Junto con reconocer el aporte convergente de Sigm und Freud y de Emile
Durkheim en m ateria de socialización, Parsons es sensible a la m anera en
que el psicoanálisis precisa las condiciones y los procesos. Durkheim se
limitó a señalar que las decisiones m orales de los individuos estaban bajo
la coacción de las orientaciones comunes de una sociedad, pero no abordó
el estudio de los m ecanism os psicológicos de interiorización de los valores
morales. No basta m ás afirm ar que solam ente gracias a la socialización el
actor hace suyos los valores y las norm as propios de su sociedad, y que estos
se convierten, entonces, en su calidad de m otivaciones, en los indicadores de
su acción. Es necesario, entonces, dar cuenta en detalle, y en función de las
diversas esferas sociales, de su dinám ica. No se trata de ninguna m anera de
eliminar la frontera entre las dos disciplinas, sino tratar de insertarlas en un
marco de análisis m ás general. Al centrarse dem asiado exclusivam ente en
las individualidades, Freud dejó de lado las im plicancias de las interacciones
entre actores que fo rm an un sistema. Al centrarse demasiado exclusivamente
en una visión del sistem a social como tal, Durkheim dejó de lado el hecho
que es a través de las interacciones entre personalidades que se constituye el
sistema social48. Lo importante es distinguir, cuidadosamente, los diferentes
niveles de abstracción en presencia. Es así como, si bien Parsons respeta
en lo esencial las fases del desarrollo de la personalidad según Freud, solo
lo hace a través del estudio de la serie de interacciones sociales m ediante

4< Para una presentación de sus desarrollos sobre la socialización a partir especialm ente
del m odelo AGIL, cf. Claude Dubar, La socialisation (París: Armand Colín, 1991), 46-53.
47 Para los desarrollos que siguen, cf. Talcott Parsons, «Social Structure and the Development
o f Personality: Freud's Contribution to the Integration o f Psychology and Sociology»
(1958), en Social Structure and Personality (Nueva York: The Free Press, 1964), 7 8 -111.
48 Talcott Parsons, «The Su p erego and the Theory o f Social System s» (1952), en Social
Structure and Personality, especialm ente 18-20 .
las cuales estas se llevan a cabo49. La presentación que hará del proceso de
socialización sigue así de cerca la dinámica de los círculos concéntricos, con
radios cada vez más grandes, por los que transita un individuo: la relación
con la madre, la familia, la escuela, la comunidad juvenil...

La madre y el hijo

Con el fin de explicitar el proceso de socialización, Parsons se basa en


prim er lugar en la relación entre la madre y el hijo50. Esta relación no es
solam ente para el niño un proceso de satisfacción de necesidades, sino
que es tam bién un proceso de aprendizaje del significado simbólico de las
acciones efectuadas por la madre. Es solamente una vez que se adquiere este
lenguaje emocional de comunicación, que el hijo logra en realidad amar a
su madre. El amor supone así la interiorización de una cultura común que
permite la expresión y la com unicación de los afectos. Y solo una vez desa­
rrolladas estas com petencias, afectivas y cognitivas, el niño será capaz de
comprender las prescripciones y las prohibiciones morales. Pero sea cual sea
el grado de coherencia y de sistem aticidad de las orientaciones culturales,
queda claro que su com plejidad y su grado de generalidad son tales, que el
niño no puede aprehenderlas m ás que en la interacción con adultos que ya
las hayan adquirido. Al final de este proceso, el niño hace suya la cultura
com ún y dispone del sistem a de significados sim bólicos que le permiten
h acer referencia no solam ente a los diversos objetos sino tam bién a las
m otivaciones de los otros actores. En esta etapa, el niño padece una trans­
form ación considerable de su personalidad, ya que alcanza un nuevo nivel
de organización, de sus relaciones con el mundo exterior como asimismo en
el control interno de sus propias pulsiones. Este sistem a de control interior
se establece a través de un m odelo generalizado de sanciones im puestas
por la madre; el niño aprende a adaptarse a las intenciones de los otros. A
m edida que la interacción continúa, el interés del niño para con su madre
no se limita exclusivamente a la satisfacción de sus necesidades instintivas,
sino que la madre desem peña una función social, a un nivel superior de
significado; los significados instintivos se convierten en sím bolos de las
intenciones o de las actitudes de la madre51.

49 Talcott Parsons, Robert F.Bales, et al., Family, Socialization and Interaction Process
(Clencoe, IL: The Free Press, 1960), 31.
50 La presentación más com pleta en ibíd., capítulo II, 35-131; cf. tam bién, Parsons, The
Social System, 207-226.
51 Talcott Parsons, «So cial S tru ctu re and th e D evelopm en t o f Personality: Freud's
Contribution to the Integration o f Psychology and So do logy» (1958), en Social Structure
and Personality, 89.
A través de sus interacciones con la madre, el niño aprende un rol; en todo
caso, form a parte con su madre de una colectividad en el sentido estricto del
término. Sin embargo, el niño no desempeña, en el seno de esta colectividad,
el mismo rol que la madre. La identificación debe entonces ser precisada
por cuanto esta designa, de hecho, el proceso mediante el cual una persona,
cuando pasa a ser m iembro de una colectividad, aprende a cum plir un rol
com plem entario con el de los otros miembros. El nuevo miembro, insiste
Parsons, pasa a ser como los otros, pero en referencia a los valores comunes
propios de dicha colectividad. Lentam ente, el niño adquiere un rol m ás
autónomo y se lanza al descubrim iento del mundo, ensaya nuevas com pe­
tencias m otrices y form ula un gran número de preguntas sobre el mundo.

El rol del padre y el sistema familiar

Pero la relación madre-hijo no es jamás una relación independiente, forma


parte de un subsistem a m ás amplio, el de la fam ilia conyugal, que a la vez
no es m ás que un subsistem a de sistem as sociales m ás amplios. Es en este
contexto que Parsons reinterpreta el com plejo de Edipo. Para Freud, es el
desarrollo de una verdadera inversión psíquica de objeto de la madre que
entra, tarde o temprano, en conflicto con el rol del padre. Para Parsons, a la
Inversa, en todo sistem a de parentesco, el matrimonio tiene cierta prioridad
estructural sobre la relación entre la madre y el niño, cuya exclusividad solo
se mantiene en la m edida en que no interfiera dem asiado con las relaciones
del matrimonio mismo. Dicho de otra form a, para Parsons es posible que
la inversión psíquica de objeto preceda a la fase edípica, pero es la presión
ejercida por los dos padres, anclada en una cultura com ún que im pulsa al
niño a convertirse en un gran muchacho, es decir, renunciar a su dependen­
cia respecto de su madre, que es el factor detonador de la crisis edípica51.
Es en este estadio que se produce una nueva fase, caracterizada por un
más alto nivel de generalización. El período edípico coincide entonces con el
Involucramiento del niño en un número creciente de relaciones diádicas con
la madre, el padre, los herm anos, las herm anas, junto con la com prensión
de la fam ilia como un sistem a53. El punto prim ordial es que el niño ya no
puede identificarse de m anera sim ilar con todos los objetos presentes en la
familia nuclear, especialm ente porque se im pone la distinción de sexo. Esta
distinción es m ás com pleja para el niño que para la niña, ya que ella puede

|a Talcott Parsons, «The Father Sym bol: an Appraisal in th e light o f Psychoanalytic and
Sociological Theory» (1952-1954), en SocialStructure and Personality, 38-39.
II Talcott Parsons, Robert F. Bales et a i, Family, Socialization and Interaction Process, 79 y
ss.
sim plemente repetir, aunque a un nivel superior de complejidad, la identi­
ficación infantil con la madre, pero para ambos se im pone la identificación
en su calidad de m iembros de la generación de los hijos. Sobre todo el niño
está doblemente bloqueado: no puede identificarse completamente con la
madre en la función intrafamiliar, debido a su categorización sexual, y a
causa de la categorización generacional ya no puede adoptar un rol como
el de su padre54.
El gran dilema opone entonces la dependencia respecto de la madre y las
ganancias en términos de capacidad de acción más autónoma. Es a este nivel,
en efecto, que Parsons establece el prim er gran significado simbólico del
padre: representa y personifica a la vez demandas m ás elevadas que invitan
al niño a que las haga suyas, fuentes preponderantes entonces de respeto y
autoridad y, por otro lado, es el responsable de la ruptura del paraíso esta­
blecido entre el hijo y la madre. Aunque Freud insistió m ás sobre el segundo
aspecto, los dos casos son susceptibles de distorsiones neuróticas. Pero,
para Parsons, la verdadera función de esta prim era fase edípica es integrar
al niño en el sistema familiar, donde adquiere nuevas funciones al mismo
tiem po que interioriza el sistem a de valores común a la sociedad. El énfasis
se pone en la pertenencia com ún a la familia, m ás que en la diferenciación
de las funciones o de las generaciones.
De hecho, la transición de un modelo centrado en torno a la madre hacia
un m odelo de solidaridad fam iliar precede a la interiorización de los roles
sexuales. Para Freud, los roles sexuales como tales no parecen plantear
problema, por cuanto él se centró casi exclusivam ente en las dificultades
asociadas a su aceptación em ocional. Para Parsons, la com prensión de las
diferentes expectativas de las conductas asociadas al sexo es determ inan­
te. Mediante el aprendizaje de los roles sexuales, el niño no solo logra la
aceptación de los roles diferenciados en el seno de la fam ilia, sino que logra
especialm ente dotarse de una categorización universal transcendente a la
familia y constitutiva de la estructura social. En este sentido, los roles sexuales
son la prim era categorización universal a la cual accede el niño, antes de
que se agregue la de la edad. Se pasa así de una diferenciación cuantitativa
en el seno de la fam ilia («instrumental-adaptativa») a una diferenciación
cu alitativa («expresiva-integrativa»). El niño que al in icio del proceso
percibía a su padre de m anera exclusiva y particularista como un individuo,
logra percibirlo progresivam ente en su calidad de ejemplo de un modelo

54 Parsons interpreta incluso la bisexualidad constitutiva de todos los individuos com o el


resultado, dentro de la familia, del complejo de las funciones a las cuales son sometidos
los hijos: una actitud afectiva, m ás que com pletam ente maternal, y una actitud de
desem peño en la sociedad, más que com pletam ente masculina.
generalizado. El padre es m enos percibido a través de su rol intrafam iliar
que como un individuo que tiene un rol extrafam iliar y es portador de va ­
lores m ás generales55. El m ovim iento va así hacia una abstracción mayor:
el individuo asocia su experiencia con su padre con tipos m ás generales de
relaciones sociales. La im portancia preponderante de la figura del padre
proviene entonces del hecho de que este es el principal canal m ediante
el cual los valores generales de una cultura son internalizados durante el
proceso de socialización.

La escuela y el grupo de pares

Este proceso continúa con el aprendizaje de los roles en la escuela y en


el grupo de pares, gracias a los cuales el individuo logra identificarse con
tipos de colectividad fuera de su fam ilia de origen. Para Parsons, la escuela
e« a la vez un agente de socialización y un agente de asignación social de
los individuos56. Aún m ás cuando, en la sociedad estadounidense de fines
de los años cincuenta, com ienza a im ponerse, según Parsons, una íntima
correlación entre el estatus social y el nivel de educación alcanzado. Si,
cuando va a la escuela, el niño ya está en una fase posedípica, es decir, si ya
dispone de su rol sexual en tanto que rol universal en el seno de la sociedad,
es en la escuela donde hará el aprendizaje de todos los otros roles sociales,
especialm ente los relacionados con su achievem ent. La escuela perm ite
organizar la evaluación diferencial de los alum nos y opera una selección y
BHlgnación de los niños al sistem a de los roles adultos57.

II Es esta convicción la que conducirá a Parsons a hacer una lectura alternativa de la


abdicación de los padres, tal com o lo había diagnosticado Riesman para la sociedad
estad ou n id en se d e los añ os cincu enta. Para él, la tran sición hacia un m odelo de
socialización hétero-determinado no significa una transformación radical de los valores,
sino la tom a en consideración por el sistem a familiar de la necesidad de preparar al
niño a una diversidad de roles que exigen grados crecien tes de independencia, de
com petencia y de responsabilidad y que no puede hacerse sino en la medida en que la
familia, en su calidad de a gente de socialización, em ancipe al niño de su dependencia
respecto de sus padres, una em ancipación que a su vez permite a los padres dejar de
ser m odelos de roles dem asiado definitivos. La transm isión de los roles no puede más
realizarse a través de un sistema de roles bien definidos, sin que este cambio operacional
signifique un cam bio de los valores fundam entales de la sociedad estadounidense. Cf.
Talcott Parsons y W inston W hite, «The Link Between Character and Society» (1961),
en Social Structure and Personality, 212-217.
!• Para lo que sigue, ver especialm ente Talcott Parsons, «The School Class as a Social
System : Som e o f its Functions in American Society» (1959), en Social Structure and
Personality, 129 -154.
17 El punto es desarrollado en el capítulo IV de Talcott Parsons, Robert F. Bales et al.,
Family, Socialization and Interaction Process.
En efecto, la escuela básica hace que el niño descubra otro universo social.
Primeramente, él está en un universo más hom ogéneo que todos los otros
universos sociales que conoce (el curso está compuesto por niños de su edad).
Seguidam ente, se dedica a la realización de tareas m ás diferenciadas que
las que habitualm ente efectúa. En tercer lugar, existe una fuerte oposición
entre el grupo de alum nos en su equidad inicial y un solo educador que
representa al mundo adulto. Por último, este ejerce un proceso sistemático
de evaluación que consiste, para el niño, en recom pensas o castigos y, para
el sistema académico, en sentar las bases para una futura selección social58.
Ahora bien, dos componentes esenciales del achievem ent académico, el ele­
mento propiamente cognitivo (los conocimientos académicos) y el elemento
m oral (el involucramiento del alumno en la organización de la escuela), en
realidad no se distinguen entre ellos. De hecho, el alum no es evaluado en
térm inos difusos y generales, en una suerte de fusión entre los elementos
cognitivos y morales.
El grupo de pares se caracteriza por fronteras fluidas, ya que los niños
gozan de un voluntarism o asociativo del cual están desprovistos en la casa.
Pero es, especialmente, el lugar de ejercicio de una independencia respecto
de los padres y un ámbito que provee a los niños una fuente de aceptación
diferente a la del mundo adulto. El grupo de pares impulsa a la realización de
proezas (por ejemplo, deportivas), pero permite también ganar la aceptación
ante los pares en su calidad de miembro de un grupo. En cuanto a la fuerte
segregación de los sexos presente en la escuela básica, esta no apunta sino
a reforzar la identificación con los roles sexuales, aunque es tam bién en
la escuela, gracias a los elem entos universales que esta transmite, que se
equilibra la tendencia demasiado marcada de los alumnos a replegarse hacia
estereotipos sexuales fuertemente opuestos entre sí: la escuela recuerda los
elem entos com unes m ás allá de las divisiones sexuales59.
En la escuela secundaria la diferenciación se refuerza y se acentúa. El
alumno es sometido a un sistema cada vez más complejo: un número creciente
de profesores, cursos electivos, composición heterogénea y cambiante de las
clases, com pañeros de escuela que provienen de un perímetro residencial
más amplio. Sobre todo, lo esencial de la selección se organiza en torno a
tipos cualitativos de achievem ent y los com ponentes cognitivos y morales

58 Notem os, de paso, que Parsons está consciente de las dim ensiones informales de las
clases, lo que va contra esta tipificación. No obstante, piensa que su función no logra
desestabilizar lo esencial de la presentación «formal» que ha efectuado. Cf. «The School
Class as a Social System : Som e o f its Functions in American Soclety» (1959 ), en Social
Structure and Personality, 135-136 .
59 Talcott Parsons, Robert F. Bales, et al., Family, Socialization and Interaction Process, 116.
we separan. La escuela tiene así una función im portante en el sistem a de los
valores de la sociedad estadounidense, ya que ella se basa a la vez en una
Igualdad inicial de oportunidades y en un diferencial final de achievement.
Con el tiempo, las diferenciaciones introducidas por la escuela term inan
por consolidar expectativas diferentes entre los alum nos. El niño se desliga
de sus antiguas identificaciones en el seno de la fam ilia y adopta un nuevo
estatus en un nuevo sistema. Su nuevo estatus personal estará en función de
la posición que ocupa en vista de sus resultados académ icos y, en segundo
lugar, del sitial que el alumno ocupa en el grupo de los pares. Los que tengan
más éxito por el lado cognitivo serán orientados hacia funciones técnicas
y especializadas, los dem ás hacia funciones con com petencias sociales o
humanas m ás difusas. Por otra parte, adem ás de la acentuación de la im ­
portancia de las relaciones entre los sexos, el prestigio del grupo de pares
aumenta considerablemente. En lo sucesivo, este opera como un verdadero
mecanismo de selección y no m ás solam ente como refuerzo de los estatus
transmitidos: niños de fam ilias que tienen un bajo estatus social son acep­
tados en grupos de pares con un estatus fam iliar elevado60. La preem inencia
de los grupos de pares es incluso un rasgo destacado del sistem a educativo
estadounidense. Su im portancia es considerable, ya que el grado de éxito
dentro del grupo de pares m ism o constituye por sí solo un sistem a de achie­
vement. Se pueden entonces reconocer situaciones cruzadas: aquellos que
tienen buenos resultados académicos y resultados m ediocres en el grupo
de pares, o lo inverso. Se desprenden tres tipos puros en el grupo de pares: a
nivel intermedio existe el que es un buen com pañero, arriba el que dispone
de recursos de liderazgo y abajo, el que roza con actitudes de delincuencia.
El surgimiento del grupo de pares, en su calidad de agente de socialización
h! lado de la fam ilia y de la escuela, form a parte, para Parsons, del proceso
de diferenciación estructural propio a la socied ad estadounidense. Sin
embargo, si bien su función como agente de socialización aparece como
com plem entaria respecto de la fam ilia y de la escuela, el grupo de pares no
transporta m ás que m odelos secundarios en relación con los transm itidos
por el sistem a form al de educación. Para Parsons, en efecto, el grupo de
pares está estrecham ente articulado con las n orm as académ icas com o
con las expectativas parentales. Ciertamente, Parsons está consciente del
i'(inflicto que se puede establecer entre las orientaciones del grupo de pares
(popularidad, com pañerism o, burlas), en resum en, la cultura juvenil y el
alaterna de valores de la sociedad en su conjunto, pero salvo en casos que

<0 Parsons, “The School Class as a Social System : Som e o f ¡ts Functions in American
Soclety", en Social Structure and Personality, 150.
él considera como menores, cree detectar en el seno de la cultura juvenil
una fuerte valorización del logro académico y m ás ampliam ente del achie-
vem ent personal.
De hecho, el grupo de pares en el campo académico funciona para Parsons
como una red de identificación alternativa que enfatiza la im portancia del
elem ento popularidad-com pañerism o, frente a otra red que enfatiza los
desem peños académicos stricto sensu. El grupo de pares opera como una
red que permite al individuo explorar otras com petencias adem ás de las
com petencias estrictam ente académ icas y que produce, por lo tanto, en
interacción con la evaluación adm inistrada por el sistem a académico, la
asignación social de los individuos. Para Parsons, este sistem a es profun­
dam ente funcional y no cree, m ás allá de algunos casos individuales, que
individuos que tienen com petencias académicas puedan dejarse arrastrar
por el grupo de pares. Pero el grupo de pares tam bién tiene una gran fu n­
ción: m inim izar los efectos de un fracaso académico y social. Desde este
punto de vista, el grupo de pares (al igual que la familia) permite socializar
afectivam ente las decepciones de los individuos en una sociedad sometida
a fuertes expectativas de m ovilidad social.

Socialización y modernidad

La fuerza de esta descripción, precisa y raramente igualada, deriva tanto de


la función explicativa que Parsons otorga a la socialización como de la similitud
que traza entre este proceso y la diferenciación social. En efecto, más que todo
otro sociólogo, Parsons supo insertar lo propio de la gramática sociológica
de relato de la modernidad en el corazón del proceso de socialización. Para
él, la socialización sigue un proceso creciente de diferenciación, y el estudio
del desarrollo del sistema de la personalidad puede ser comprendido solo en
términos de la implicación sucesiva del individuo en diversos sistemas de
interacción social6’. Es en la socialización que encuentra la verdadera respuesta
a la doble contingencia de la vida social, al hecho que los individuos, siendo
libres, aceptan no obstante cumplir con las normas, vinculándose así entre
ellos gracias a esta forma particular de obligación moral. La concordancia entre
los criterios normativos y la personalidad de los individuos no es posible más
que a condición de establecer una simetría estrecha entre la naturaleza de
la autoridad moral presente en la sociedad y el control de sí que opera entre
los individuos. Am bos son, en últim o térm ino, de naturaleza cultural62.

61 Talcott Parsons, Robert F. Bales, et al., Family, Socialization and Interaction Process, 31.
62 Una p e rsp e c tiv a q u e ha sid o se v e ra m e n te critic a d a en la m ed id a que p odía
efectivam ente inducir a una concepción hipersocializada del actor. Cf. Denis H. Wrong,
La estructura de la personalidad se constituye a través de un proceso creciente
y múltiple de diferenciación a partir de las primeras y simples identificaciones
con la madre hasta la com plejidad de relaciones sociales adultas. Más aún,
la socialización, dado el rol central que desem peña en la interacción social,
pasa a ser el criterio a partir del cual se debe poder asentar un criterio moral,
de hecho sociológicam ente implícito, del bien y del m al. La socialización
correcta en un sistem a social siempre es evaluada de m anera positiva, por
cuanto es un prerrequisito fundam ental para la integración de una sociedad.
En cierta form a, la evolución del individuo sigue aquella de la sociedad, la
ontogénesis repite la filogénesis.
El rostro definitivo de una sociedad depende de este proceso. Parsons
parece así encontrar en el sistem a de valores de la sociedad estadounidense,
a pesar de los cam bios acontecidos, un cierto nivel de perm anencia histó­
rica. La realización personal, en la sociedad estadounidense, está siempre
marcada con fuerza por la base religiosa del sistem a de valores, a pesar
del proceso de secularización que ha vivido Estados U nidos63. Si bien este
proceso es un resultado de la diferenciación estructural que vivió el país,
los valores de inspiración religiosa no perdieron fuerza, lo que constituye
Incluso una de las claves de la especificidad de la sociedad estadounidense en
relación con las sociedades europeas64. Sublevándose especialm ente contra
los trabajos de David Riesm an o de Florence Kluckhohn, que hablaban de
una transform ación del sistem a de valores en los Estados Unidos, Parsons
Insiste por el contrario sobre su estabilidad; el cam bio proviene entonces
de las nuevas situaciones estructurales engendradas por la diferenciación65.
Para Parsons, la sociedad no es una persona m oral como podía a veces ser en

«The O versocialized Conception o f Man in M odern Sociology», American Sociological


Review 26 (1961): 183-193.
il Parsons lo caracteriza com o un activism o instrumental. Instrumental: es decir que la
sociedad no es un fin en sí misma, sino que un instrum ento al servicio de fines que
están fuera o más allá de ella. Lo que hace referencia, en térm inos de legado cultural,
I significados religiosos; y en térm inos seculares, al individualismo: la sociedad existe
con el fin de facilitar la realización de una buena vida para los individuos. Activism o:
se concibe a la sociedad com o un ente que tiene una misión moral, m ás allá d e sus
Intereses y al servicio de la cual se concibe al individuo. En térm inos religiosos, esto
hace referencia al Divine Will; en térm inos seculares, supone la construcción de una
buena sociedad en la cual la principal obligación de los individuos es su achievem ent
Actitudes que exigen una m ovilización de los recursos para dom inar el m undo físico.
é4 Sobre este asp ecto: Talcott Parsons,«Som e C om m ents on th e Pattern o f Religious
O rganizaron in the United States» en Structure and Process in Modern Societies, 295-321.
!| Sobre este punto, la crítica de Parsons contra la tesis de un cam bio de los valores en la
sociedad estadounidense ensalzada por Riesman. Cf. Talcott Parsons, W inston White,
«The Link Between Character and Society», en Social Structure and Personality, 183-235.
el caso de Durkheim; es, en cambio, la condición de la realización m oral de
los hombres lo que permite realizar el progreso m oral de la humanidad en
la m odernidad. La estructura de la sociedad descansa, en últim a instancia,
sobre variables institucionalizadas de una cultura norm ativa, en la m edida
en que estas son interiorizadas por la personalidad y el organismo de los
individuos66.

IV. La so cie d a d m oderna y la d iferen ciació n

El relato de la modernización

Por supuesto, el proceso central de diferenciación estructural no basta en


sí m ism o para describir la m odernidad; debe prolongarse por el análisis del
increm ento de la capacidad adaptativa de los sistem as, de la consolidación
de las norm as abstractas y de la producción de una cultura secular67. Esto
no impide que sea la diferenciación de los ámbitos de acción lo que marca
el relato que hace Parsons de la m odernización y, m ás allá de ella, de la evo­
lución de las sociedades. En pocas palabras, su concepción de la evolución
de las sociedades, que se hace bajo la fuerte influencia de analogías bioló­
gicas, clasifica tres grandes tipos de sociedades en función de su grado de
diferenciación. En prim er lugar, las sociedades prim itivas, las cuales tienen
un sistem a simbólico que da su identidad al grupo y que penetra todas las
esferas de la vida; la organización social se basa esencialmente en relaciones
de parentesco igualitarias entre los diversos clanes, cuya evolución hacia
form as m ás verticales señala la prim era transición histórica y un esbozo de
diferenciación social. En seguida, las sociedades intermedias, caracterizadas
por la práctica de la escritura, reservada a una elite, que con el advenimiento
de los im perios históricos (Roma, China) están en la base de importantes
innovaciones culturales. Es de allí que se desprenden históricam ente los
problem as de legitim ación cultural de lo político, la form ación de una bu ­
rocracia, la aparición con la m oneda de circuitos económicos desligados de
la tradición y, finalmente, pero de m anera aún insuficiente, la necesidad del
derecho. Por último, las sociedades m odernas, y especialm ente la sociedad
occidental, cuyos rasgos propios están asociados a su arraigamiento en las
dos culturas-cuna, Israel y Grecia. Influencia propiam ente cultural que va

66 Talcott Parsons, «An Outline o f the Social System », en Talcott Parsons et al., Theoríes
ofsocieties, tom o i, 36.
67 Frank j. Lechner, «Parsons and M odernlty: an Interpretation», en Roland Robertson y
Bryan S.Turner, eds., Talcott Parsons. Theorist o f Modernlty (Londres: SACE, 1991), 166-
186.
de la mano con el esquema cibernético de Parsons, según el cual los cambios
en los valores condicionan las otras transform aciones sociales68.
En este relato, el proceso de cambio pasa por cuatro vías que corresponden,
como puede suponerlo el lector, a las cuatro funciones prim arias y a los cua-
tro subsistem as sociales. La econom ía es el lugar de una mejora adaptativa,
un proceso que pone a la disposición de las unidades sociales un número
más extenso de recursos. En lo político se verifica un proceso que Parsons
denomina diferenciación propiamente tal. A nivel de la comunidad societal
se produce un proceso de inclusión, que designa la m anera en que nuevas
unidades entran en el m arco norm ativo con, por ejemplo, la extensión cre­
ciente de los derechos de ciudadanía en la m odernidad. Por último, a nivel
del m antenimiento de los m odelos culturales, se produce la generalización
de un nuevo sistem a de valores, ya que las diversas unidades deben dotar
con una legitim idad a sus m odelos de acción, lo que exige, paradojalmente,
que a m edida que la red de situaciones sociales se com plejiza, el m odelo de
valores alcance niveles superiores de generalidad6’ .
Las tres revoluciones prim ordiales que m arcan el surgimiento del tipo
moderno de sociedad, y que se desarrollaron «en un solo campo de evo­
lución, el Occidente»70, no son así interpretadas m ás que com o una suerte
de diferenciación entre los diversos subsistem as: la revolución industrial
(diferenciación entre la econom ía y la política), la revolución dem ocrática
(diferenciación entre la política y la com unidad societal), en fin, la revo­
lución educativa (diferenciación entre la com unidad societal y el subsis­
tema de m antenim iento de los m odelos culturales). Esta última tom a una
Importancia central en su relato de la m odernidad, puesto que la definición
de una comunidad societal, no directamente fundada sobre la religión, pasa
por una revolución de la enseñanza com o búsqueda de nuevos m edios
para institu cionalizar un a cultura secular. En el fondo, no hay nada de
Norprendente en el énfasis otorgado a la educación en este relato: el acceso
a un cierto nivel educativo es, para Parsons, un paso previo necesario tanto
para los individuos como para la coordinación sistém ica de la sociedad.

M Talcott Parsons, Sociétés, y Le sisteme des sociétés modernes (París: Dunod, 1973).
49 Para una presentación de este análisis, cf. el capítulo II de So ciétés, y Le sisteme des
sociétés modernes, cuadro de la página 11.
70 Parsons, Le sisteme des sociétés modernes, 1. No seguirem os aquí de manera detallada
el relato proporcionado por Parsons, pero acotém onos a señalar que, en e ste proceso,
él cree constatar por el lado de la cultura cristiana «una diferenciación más clara y más
lógica que la de sus predecesores», lo que lo lleva a rem ontar el com ienzo del sistem a
de las socied ad es m odernas a ciertos desarrollos de la com unidad societal al siglo
XVII, especialm ente el aporte de la religión cristiana a la legitim ación de la sociedad,
cf. ibíd., capítulo III y IV.
En esta visión de la m odernización, el esquem a cibernético está al
servicio de un verdadero d etern in ism o cultural. La dialéctica entre los
elem entos de acondicionamiento material y el control cultural cede el paso,
en la práctica del análisis, a una visión que refuerza en extrem o el rol de
los elem entos culturales. No solam ente es a la cultura que le reviene el rol
clave en la integración de la sociedad, sino que el cambio mismo, aunque
teóricam ente pensado en diversos niveles, term ina por ser interpretado
a partir de m odificaciones de orden ante todo cultural, ya sea durante la
transición de la sociedad prim itiva a la sociedad intermedia (el rol central
acordado a la escritura), ya sea de esta hacia la sociedad moderna (en donde
el énfasis se pone en los códigos institucionalizados del orden normativo
en torno al derecho). Es decir que, aunque Parsons rechaza toda teoría que
privilegie un único factor, jerarquiza los factores de cambio. La innovación
depende entonces m enos de un simple incremento de los recursos a nivel
de los condicionam ientos de la acción, y se explica m ás bien, y en acuerdo
con la jerarquía cibernética, por desarrollos ubicados en el nivel superior.
Es por lo cual termina incluso por afirm ar: «Tiendo, m ás bien, a creer en
una determ inación cultural que en una determinación social. Igualmente,
creo que al interior de un sistem a social los elem entos norm ativos son más
im portantes que los intereses materiales de los grupos en presencia para
explicar el cambio social»7’.
En resumen, una sociedad m oderna implica el desarrollo de subsistemas
especializados en funciones cada vez más específicas dentro de un sistem a
general y la constitución de diversos m ecanism os de coordinación que
permiten unir los subsistem as funcionalm ente diferenciados. El sistema de
mantenimiento de los valores, la comunidad societal, el sistema político y la
economía se diferencian progresivamente, exigiendo el despliegue de m eca­
nismos cada vez m ás complejos con el fin de coordinar sus intercambios. La
modernización pasa por una disociación creciente de actividades, al término
de la cual cada elemento cumple con una función especializada en el seno
de un nuevo sistem a m ás com plejo y jerarquizado de una nueva manera.

Elogio de la diferenciación

Todo sistem a opera por una serie de intercambios entre actores, se basa
en m ecanism os de control que suponen un alto grado de información y pasa
por una relación con su entorno. El sistem a se basa en una com binación
de elem entos más o m enos estables; lo esencial del análisis reside así en la

71 Parsons, Soáétés, 147.


naturaleza de los enlaces establecidos entre los diversos elementos. Sobre
todo, para Parsons, el m antenimiento de un sistem a social no es un dato
estático o inm utable; por el contrario, un gran núm ero de procesos son
necesarios para asegurar su m antención en estado de funcionam iento. En
el fondo, «no hay ninguna diferencia entre los procesos que sirven para
mantener un sistem a y los que sirven para cam biarlo»72. La diferencia de
resultado se explica por la intensidad, por la distribución y por la organi­
zación de los com ponentes «elementales» y su relación con las estructuras
que afectan. De una multitud de pequeños cambios se llega a una situación
donde los m ecanism os que tienen por tarea asegurar el mantenimiento del
sistema son sobrepasados. El sistem a evoluciona entonces hacia una nueva
forma a través de toda una serie de procesos de desequilibrios, antes de que
se organice un nuevo estado de equilibrio cualitativam ente diferente del
estado inicial. Ahora bien, para Parsons, la evolución de las sociedades va
Irremediablemente hacia un aumento siempre creciente de sus capacidades
de adaptación, incluso de equilibrio de los diferentes subsistem as sociales73.
Esta diferenciación creciente llam a a una renovación de los m ecanism os
de integración. El aumento de la capacidad de adaptación generalizada pasa
a ser entonces el criterio de juicio «moral» último de la sociedad. Situación
que abre dos posibilidades antagónicas según si la integración se logra o
no. Frente a estas dos posibilidades, Parsons oscila entre el pesim ism o que
caracteriza su lectura del movimiento nazi y su optimism o con respecto a
la sociedad estadounidense.
Recordemos que para Parsons, en sus estudios efectuados en medio de
los años cuarenta, lo propio de los movimientos fascistas es desplegarse al
término de una fase de anom ia, en donde los actores están desprovistos del
vinculo que habitualmente aseguraba su integración social. A los individuos
l«l falta un sistem a estable de sím bolos y son m inados por la inseguridad.
La com plejidad de las influencias a las cuales está som etido el actor se
acrecienta considerablem ente, la sociedad deja de otorgar definiciones
loclalmente sancionadas de las situaciones y el individuo se confronta a
Un gran número posible de alternativas de acción cuyo orden de preferencia
Mtá lejos de establecerse con claridad74. Pero si esta explicación da cuenta
d t l a convocatoria a m ovim ientos fascistas, no explica empero sus form as

n Ibld., 27.
VI P«ra una muy clara presentación de las implicancias conservadoras de la noción de
«quilibrio en la obra de Parsons, cf. W alter Buckley, Sociotogy and Modern System s
Thtory, (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, Inc., 1967).
M Tilcott Parsons, «Som e Sociological A sp e c tso f Fasclst M ovem ents» (1942), en Essays
In Sociological Theory, 128.
reales. De hecho, estas se explican por una reacción contra la ideología de la
racionalización de la sociedad, de la cual los judíos pasarán a ser el símbolo.
Tendencia general que tendrá traducciones psicológicas diferentes según
el grado diferencial de desestabilización de los valores tradicionales obser­
vable en los distintos grupos sociales. La expansión del fascism o en ciertos
países se explica, atendiendo a Parsons, por el grado en que estos habían
logrado integrar los valores nacionales tradicionales con los sím bolos de la
modernización. El fascism o es entonces el resultado de la interacción en las
sociedades occidentales entre estructuras institucionales imperfectamente
integradas, definiciones ideológicas de las situaciones y una reacción psi­
cológica frente a la anom ia que se produce en una etapa específica de su
proceso de desarrollo75. Observem os que el análisis conlleva un juicio a la
vez m oral e histórico: la identificación de una acción con el proceso general
de la modernidad, no la define solam ente como progresista, la caracteriza
al m ismo tiempo como una conducta socialm ente deseable; mientras que,
si el actor se opone a este movimiento o presta resistencia, es retrógrado y
su conducta moralm ente condenable.
Si bien Parsons está lejos de ser com pletam ente insensible a las crisis
debidas a una diferenciación social dem asiado grande, este aspecto perm a­
nece, en lo que se refiere a su visión de los Estados Unidos, como transitorio
y circunscrito, sin que form e parte de una teoría general de la modernidad76.
De hecho, su visión, en último análisis, se basa en una filosofía positiva de la
historia. En su concepción de la plena modernidad, no hay en realidad esp acio
crítico para una visión dialéctica de la m odernización. Parsons es incapaz
de percibir verdaderamente las facetas sombrías, profundas y estructurales,
y no solamente empíricas y coyunturales, de la modernización. Para él, en
Estados Unidos, los diversos procesos de diferenciación, en la m edida que
logran im ponerse, tienden a extenderse, acentuando la transición hacia
norm as de acción cada vez m ás generalizadas que se aplican a un número
creciente de situaciones. Es este tipo de análisis que pudo hacer decir a Alvin

75 ibíd., 137-138.
76 Es así, por ejem plo, que al discutir la concepción del poder y de las élites presentes en
Mills, Parsons interpreta el surgimiento de las grandes organlzacionesy su especialización
económ icas como un rasgo positivo asociado íntimamente a la diferenciación funcional
propia de la modernidad. En cuanto a saber si esta diferenciación habría ido «demasiado
lejos» (como lo sugiere por otra parte Mills), Parsons se muestra simplemente escéptico.
En todo caso, la evidencia em pírica le parece, sobre este tem a, insuficiente. Cf. Talcott
Parsons, «The Distributlon o f Power in American Society», en Structure and Process in
Modern Societies, especialm ente 207-208.
W. Gouldner que su obra era una de las expresiones m ás importantes de la
Ideología conservadora de los años cincuenta y sesenta77.
El nivel de la diferenciación social pasa a ser el criterio central que permite
definir la modernidad de una sociedad. Y la capacidad de una sociedad (o
de un actor) para m anejar esta diferenciación mediante una complejidad
creciente se convierte en el criterio de juicio del bien y del mal en una socie­
dad secular. Basta con unir los dos órdenes analíticos para lograr lo que es
el juicio lim inar de Parsons a propósito de la m odernidad: la diferenciación
nodal es el otro nombre del progreso.
Sería absurdo negar todas las tensiones detectadas y observadas por Parsons
en el corazón de la modernidad, incluso en la sociedad estadounidense. Pero
en el fondo, y sea cual sea la dificultad en articular roles distintos, incluso
abiertamente contradictorios entre sí, las tensiones, en la medida en que
encuentran su origen en procesos múltiples de diferenciación, están siempre
al final al servicio de una integración creciente de la complejidad social. Un
optimismo indesmayable prim a a lo largo de toda su obra. Si las dudas lo
«aedian, no cede jamás ante la desesperación; los Estados Unidos cuentan
con dem asiados recursos para caer en ello. Se ha hecho de Parsons el adalid,
Incluso el portavoz imperialista de un Estados Unidos dem asiado seguro de
ni mismo. Si esta afirm ación es en parte verdadera, no debe hacer olvidar,
*ln embargo, lo que sin duda m ejor define la form a de su interrogación
noclológica, a saber, su inquietud en cuanto a la naturaleza esencialm ente
frágil e incierta de la acción social y, m ás allá de ella, del orden social. Tal
e i el verdadero pathos sociológico de Parsons. Él tratará de tranquilizarse
toda su vida, acumulando respuestas que garanticen el m antenim iento del
equilibrio del sistem a. Pero su encarnizam iento tiene algo de extraño, a
menos de comprender que en la raíz misma de su reflexión se halla una duda
rodical sobre la posibilidad de esta misma integración, una duda sociológica
que entra a m enudo en oposición con su confianza norm ativa en los Esta­
dos Unidos. Es su síntesis lo que m ejor define la vocación parsoniana de la
modernidad. En el fondo, y en este sentido preciso, Parsons es, a menudo
a pesar suyo, un trágico compulsivo.

* * *

En Parsons la diferencia entre el actor y la situación se resuelve mediante


una posición que afirm a que la realidad externa está siempre m ediada por

77 Cf. especialm ente la crítica de Alvin W. Gouldner sobre el carácter conservador del
funcionalism o, The Corning Crisis o f Western Sociology (Londres: Heinemann, 1971),
especialm ente capítulo V, 167-338.
criterios m orales. Poco hace el hom bre frente a un m undo m isterioso e
incom prensible. La vida en sociedad se desarrolla siem pre entre objetos
fam iliares. La socialización es el m edio esencial que perm ite al individuo
orientarse. Bien puede, a ratos, aparecer como optim ista o como pesim ista,
poco sensible a los conflictos sociales o bien, a la inversa, altamente receptivo
a los conflictos generacionales78, insistiendo en la adecuación lograda entre
un actor y una función o, por el contrario, sobre la multiplicación de sistemas
de estatus ambiguos. En todos los casos, Parsons está convencido que solo
un sistem a hom ogéneo de valores permite verdaderam ente responder a la
diferencia entre el sujeto y el m undo objetivo (o para retom ar sus palabras,
entre un actor, un ambiente externo, una motivación y la m ediación de las
interacciones por un sistem a sim bólico compartido). Desde el inicio de su
vida intelectual, su concepción apenas cam bia sobre este punto.
La obra de Parsons tiene así un estatus particular. Ninguna otra teoría
clásica posee su com plejidad, nin guna otra está tan atravesada por un
sentim iento epistem ológico de la fragilidad de la acción y del orden so­
cial, ninguna otra cae tanto en la identificación de la diferenciación con
el progreso, ninguna otra, en fin, está tan persuadida de la capacidad de
integración norm ativa de las sociedades modernas. Pero la principal fuerza
de Parsons proviene de la muy paradojal socialización que opera de la dis­
tancia m atricial propia a la m odernidad. A diferencia de Durkheim, para
quien la diferencia entre las dim ensiones objetivas y subjetivas seguía de
cerca el trastorno de la realidad social a fines del siglo XIX y com ienzos
del siglo XX, para Parsons, la conciencia de esta distancia es ante todo de
naturaleza epistem ológica79. Una distancia que resulta de los presupuestos
sobre los cuales se asienta, desde 1937, su concepción de la realidad social
y de la práctica sociológica80. Concepción sim ple: el m undo real existe

78 La sensibilidad critica de Parsons frente a los m ovim ientos de jóvenes se com prende
fácilm ente en relación con el rol central que la socialización tiene en su teoría. Es a
propósito de los jóvenes que se manifiestan con más fuerza los problemas de transmisión
de los valores com unes en una sociedad moderna diferenciada.
79 Ciertamente, en la presentación de su primera gran obra de 1937 se han podido detectar
referencias críticas al clima intelectual del período y, especialm ente, a las concepciones
colectivistas de entreguerras (nazismo y comunismo), pero estam os obligados a concluir
en la primacía de una preocupación ante todo teórica al comienzo de su obra. Cf. Jeffrey
Alexander, Twenty Lectures (Nueva York: Columbia University Press, 1987), capítulo II.
80 Para Parsons, la ciencia no es evidentem ente ni la realidad externa misma ni su puro
reflejo; el saber m antiene más bien «una relación funcional» con la realidad, de la cual
esta no es, para ciertos objetivos científicos, «más que una representación adecuada»
que resulta de una selección de elem entos, de una conceptualización que se efectúa
de acuerdo con los intereses con cretos de un marco de referencia. Cf. Parsons, The
Structure o f Social Action, 753.
Independientemente del actor, y la relación del individuo con el mundo
ch, en el mejor de los casos, una adaptación, intelectual y práctica, bien
lograda. Y para asegurar esta última, es necesario recurrir a la socialización.
Parsons da una visión m ucho m ás abstracta de la vida social que la de
ñus predecesores. No solamente a nivel del intercambio entre sistemas, sino
también a nivel de las interacciones. Por eso la paradoja de su obra: cuando
uno lo sigue al interior de su universo teórico, la distancia m atricial parece
efectivam ente reducirse, m ientras que en sen tido inverso, cuando uno
mira desde el exterior su Suprem a Teoría no puede sino ser asaltado por el
vértigo de la distancia, de la nueva distancia, que él confirm a en la reflexión
lociológica sobre la m odernidad. Con él, y por prim era vez, la sociología
dispone de un lenguaje analítico que permite dar cuenta de la extensión
considerable del problem a de la coordinación de los individuos distantes
entre sí, a través de medios de intercambio generalizados. Distancia que él
piensa poder colmar, de manera más o menos armoniosa, mediante la teoría
de la socialización. Después de él, la síntesis va progresivamente a desm on­
tarse. Se tratará, entonces, ya sea de acentuar el rol de la programación de
los individuos en el equilibrio de la sociedad, o bien, a la inversa, postular
la existencia de diferentes sistem as, regidos cada uno por m ecanism os
de estructuración autónom os y que no se interpenetran sino a merced de
movimientos m ás o m enos aleatorios e incontrolables.
C A PÍTU LO III
Pierre Bourdieu (1930-2001), del habitus a la
histéresis

I. Tradición y m odernidad

La obra de Bourdieu ocupa un sitial particular en los análisis sociológicos de


las sociedades modernas. A diferencia de muchos otros sociólogos, cree poder
observar en el corazón m ismo de las sociedades m odernas lo que a menudo
se ha considerado como lo propio de las sociedades tradicionales, a saber, el
mantenimiento de una correspondencia estrecha entre las situaciones sociales
y las actitudes de los agentes1. Es así como una de las principales nociones que
él recreó, y la voluntad misma de su proyecto intelectual, apuntan a despejar
modelos de análisis transhistóricos, un m odo de pensam iento relacional
que puede aplicarse estructuralmente a diversas sociedades y períodos: «La
meta de la búsqueda es descubrir invariables transhistóricas o conjuntos de
relaciones entre estructuras relativamente estables y durables»3.
Sin embargo, en su obra es fácil detectar una distinción esencial entre
las sociedades poco diferenciadas y las sociedades altamente diferenciadas,
clasificación que sigue de cerca el relato de las sociedades m odernas que
lentamente se forjó en la filiación de la matriz de la diferenciación social3.

1 Notem os que Bourdieu so lo rara vez em plea la palabra «m odernidad». Él prefiere


para denominar las sociedades tradicionales y m odernas, hablar de sociedades poco
diferenciadas o precapitalistas y de sociedades altam ente diferenciadas.
1 Pierre Bourdieu, Loi'c J. D. W acquant, Réponses (París: Seull, 1992), 57 (la cursiva es de
Bourdieu). Para una crítica de la transversalidad histórica de los conceptos de Bourdieu,
cf. Edward Li Puma, «Culture and the Concept o f Culture in a Theory o f Practice», en
Craig Calhoun, Edward Li Puma, M oishe Postone, eds., Bourdieu: Criticai Perspectives
(Oxford: Polity Press, 1993), 26 y ss., y especialm ente, Craig Calhoun, «Habitus, Field,
and Capital: The Question o f Histórica! Specificity», ibíd., 61-88. Es también lo esencial
de la crítica dirigida por Lahire a Bourdieu, a saber, la extrapolación histórica de estas
nociones de base y su generalización abusiva a partir solam ente de algunos tipos de
acción. Cf. Bernard Lahire, L'hommepluriel (París: Nathan, 1998).
I Se podría señalar que la diferenciación social, en Bourdieu, se ubica más en la descendencia
weberiana de los «órdenes de vida» que en una estricta filiación durkheimiana. Pero dado
La evolución de las sociedades tiende a hacer aparecer universos (lo que yo
denomino campos) que tienen leyes propias, que son autónomos [...]. Así
se tienen universos sociales que poseen una ley fundamental, un nomos
independiente de aquel de los otros universos, que son auto-nomos, que
evalúan lo que allí se hace, las apuestas que allí se realizan, según principios
y criterios irreductibles a los de otros universos4.

Es en efecto de la diferenciación social que proviene la preocupación


esencial de Bourdieu: establecer un principio de dom inación a través de di­
ferentes campos históricamente constituidos y m ostrar la fuerte adecuación
entre las exigencias de cada campo, las posiciones sociales ocupadas y las
disposiciones individuales. Este doble principio de integración de la socie­
dad moderna, desde arriba mediante la noción de campo de poder, y desde
abajo gracias a la correspondencia entre los campos y los habitus, apunta
a producir un análisis m aterialista de la vida social que respeta e incluso
acentúa su carácter propiamente simbólico.
Pocos autores se han esforzado tanto como Bourdieu en negar la existencia
práctica de la distancia m atricial propia de la modernidad. Su obra apunta
a superar dicotomías y especialm ente la del objetivismo y del subjetivismo,
«uno de los más funestos (de estos) pares de conceptos»5. Oposición sobre la
cual incluso se ha erigido toda su sociología: «la intención m ás constante y,
en mi opinión, más importante de mi trabajo ha sido superarla»4. De hecho,
esta distancia matricial propia de la modernidad Bourdieu la considera como
lo propio de la situación escolástica, que permite una mirada indiferente a
los contextos y a los fines prácticos, una independencia respecto de todas las
determinaciones que «solamente se adquiere y se ejerce dentro y por medio de
una distancia efectiva en relación con la necesidad económica y social (por lo
que ella está estrechamente ligada a la ocupación de posiciones privilegiadas
en la jerarquía sexual y social)»7. Es tam bién esta situación escolástica que
se encuentra en la raíz del m ecanism o mediante el cual el sabio imputa al
agente una visión que le es totalm ente ajena.

que nuestro propósito respecto de él, com o para la totalidad de los autores estudiados,
no es de volver a trazar «influencias», sino que de interpretar las obras a través de
la principal matriz de la m odernidad que ellos ponen, implícita o explícitam ente en
acción, es plausible afirm ar que es en el centro de esta matriz donde hay que analizar
su trabajo. Cf. Pierre Bourdieu, Lanoblesse d'Etat (París: Minuit, 1989), nota p.376.
4 Pierre Bourdieu, Raisons pratiques (París: Seuil, 1994), 159.
5 Pierre Bourdieu, Choses dites (París: Minuit, 1987), 149.
6 Ibíd.
7 Pierre Bourdieu, Méditations pascaliennes (París: Seuil, 19 9 7 ), 27.
Para oponerse a la distancia m atricial propia de la modernidad, Bourdieu
está obligado a poner en el centro de su visión social un modelo casi ideal,
y casi inmemorial, de correspondencia entre las posiciones sociales y las
disposiciones individuales. La principal estrategia intelectual de Bourdieu
se halla así en el origen mismo de su pensamiento. Es allí que deshace el
corte fundacional propio de la sociología entre la comunidad y la sociedad,
un pasado homogéneo y un presente desgarrado. Bourdieu, al transformar
la distancia matricial en una mera problemática intelectual, propone por el
contrario una correspondencia estrecha entre el agente y las situaciones, una
complicidad ontológica, y hace de este acuerdo el principio de funcionamiento
normal de todas las sociedades.

El habitus mantiene con el mundo social, del cual es el fruto, una verdadera
complicidad ontológica, principio de un conocimiento sin conciencia, de una
intencionalidad sin intención y de un control práctico de las regularidades
del mundo que permite anticipar el futuro sin necesitar plantearlo como tal8.

El vínculo estrecho entre el agente y la situación que Bourdieu descubre


en las sociedades poco diferenciadas, lo transform a en modelo universal
de la práctica hum ana gracias al cual se em peña en explicar la vida social.
La relación es por lo dem ás explícita:

La mayor parte de los conceptos en torno a los cuales se han organizado los
trabajos de sociología de la educación y de la cultura que yo he realizado
o dirigido [...] han nacido de una generalización de las experiencias de los
trabajos etnológicos y sociológicos que había realizado en Argelia’ .

Y en este sentido la transferencia más importante se refiere «al interés dado


a las estructuras cognitivas, a las taxonom ías y a la actividad clasificatoria
de los agentes sociales»10. Como lo subraya entonces justamente M ichel de
Certeau, sobre este pensamiento planea siempre la sombra del análisis de la
casa de Cabilia", verdadero hogar de sentido, allí donde todas las simetrías

I Bourdieu, Choses dites, 22.


9 Ibíd., 3 4 .
10 Ibíd.
II Michel de Certeau, L’invention du quotidien. Tom o I: Arts de ¡a ire (París: Union Cénérale
d'Editions, 1980), 10 8 -12 3.
son de rigor, todas las oposiciones homologas, todas las disposiciones en
concordancia con las posiciones12.
Digámoslo m ás claramente. El quiebre esencial no pasa para Bourdieu
entre la tradición y la m odernidad, sino que entre situaciones marcadas por
un ajuste estrecho entre las actitudes y las posiciones y situaciones donde,
a la inversa, prim a una discordancia. Ciertamente, la representación que
da de la tradición es justamente la de un universo donde existe un fuerte
acuerdo entre las actitudes subjetivas y las estructuras sociales, pero esta
correspondencia, que la m ayor parte de los sociólogos ubican en un pasado
remoto, Bourdieu se empeña en m ostrarla en acción al interior mismo de las
sociedades modernas. Es la razón principal por la cual se equivocan quienes
afirm an que su sistem a no logra explicar el cambio ciertamente. Bourdieu
no niega el movimiento inherente a la m odernidad. Incluso hace de este,
con la idea de una diferenciación creciente de los campos sociales, uno de
sus objetos preferidos de análisis. Pero la toma en consideración práctica de
este m ovimiento no tiene otra función m ás que reafirm ar la presencia, en
el seno de sociedades altamente diferenciadas, de la indiferenciación entre
las actitudes y las estructuras'3.
Sin embargo, Bourdieu m uestra diferencias no despreciables entre estos
dos tipos societales. La prim era se debe sobre todo al hecho de que si en las
sociedades tradicionales prim a el capital simbólico, la lógica del honor y del
prestigio garantizando «lo que es “objetivam ente” una form a disfrazada de
compra de la fuerza de trabajo y una extorsión clandestina de las faenas»'4, en
las sociedades m odernas «el capital económico es la especie dominante, en
relación con el capital simbólico, con el capital social e incluso con el capital
cultural»'5. La segunda diferencia, m ejor explorada y subrayada en su obra,
se refiere a la transform ación del m odo de la dom inación, que pasa «de un
capital sim bólico difuso, fundado sobre el único reconocim iento colectivo,
a un capital simbólico objetivado, codificado, delegado y garantizado por el
Estado, burocratizado»'6. Las sociedades diferenciadas se caracterizan en

12 Com o se sabe, el análisis realizado por Bourdieu a propósito de la casa de Cabilla está
aún inscrito en el universo del pensam iento estructuralista, a pesar de la presencia de
algunas categorías criticas que pulirá y desarrollará más tarde. Pero d eC erteau tiene
razón al subrayar su importancia en su calidad de m odelo casi normativo de adecuación
entre las estructuras cogn ltivas y las estructuras sociales. Cf. Pierre Bourdieu, «La
maison ou le m onde inversé» (1970), en Le sens pratique (París: Minuit, 1980), 4 41-46 1.
13 Bourdieu, Raisons pratiques, 171.
14 Pierre Bourdieu, Esquisse d ’une théoríe de la pratique (Ginebra: Droz, 1972), 237.
15 Bourdieu, Choses dites, 131.
16 Bourdieu, Raisons pratiques, 12 1.
efecto por una importante concentración, en el Estado, del capital simbólico,
es decir de este poder «misterioso» de nombramiento. El Estado aparece en­
tonces como una suerte de «banco de capital simbólico», garante de «todos
los actos de autoridad, actos a la vez arbitrarios y desconocidos como
tales»17. Es él «en las sociedades m odernas, el responsable principal de la
construcción de las categorías oficiales según las cuales se estructuran las
poblaciones y las mentes»18. La tercera diferencia, ligada a la anterior, supone
que durante la transición a la modernidad las prácticas se cargan con nuevas
dimensiones reflexivas, m ás conscientes y, especialm ente, más codificadas.

El encuentro de dos grupos muy alejados es el encuentro de dos series


causales independientes. Entre gente del mismo grupo, dotada del mismo
habitus, por lo tanto espontáneamente orquestada, todo queda claro,
incluso los conflictos; la gente se comprende perfectamente, etc. Pero con
los habitus diferentes aparece la posibilidad del accidente, de la colisión,
del conflicto... La codificación es capital, porque ella asegura un mínimo de
comunicación. Se pierde en encanto... Las sociedades muy poco codificadas,
donde lo esencial es dejado al sentido del juego, a la improvisación, tienen
un enorme encanto y, para sobrevivir en ellas, y especialmente para dominar
en ellas, es necesario tener el genio de las relaciones sociales, tener un
sentido del juego absolutamente extraordinario. Sin duda, es necesario
ser mucho más astuto que en nuestras sociedades15.

Sin embargo, y a pesar del peso real de estos cambios, es la representación


de la regularidad innata de las prácticas sociales la que está en el fundamento
mismo de su perspectiva sociológica. «Puedo decir que toda mi reflexión
partió de allí: cómo las conductas pueden ajustarse entre sí sin ser el fruto
del acatamiento de las reglas»20. La obra de Bourdieu puede entonces leerse
como el conflicto entre la afirm ación intelectual de la correspondencia
práctica entre las posiciones y las disposiciones y, m ucho m ás a menudo
que su concepción lo deja entender, el descubrimiento práctico de la dis­
cordancia entre los lugares y los agentes. La imagen de la m odernidad que
se forja entonces a través de esta obra es menos la de una correspondencia
universal que aquella de correspondencias históricam ente transitorias y
topológicamente circunscritas. Una parte de la seducción de la obra proviene,

17 Ibíd., 122.
1S Ibíd., 143-144 (la cursiva es de Bourdieu).
19 Bourdieu, Choses dites, 99.
20 Ibíd., 81.
por lo demás, de su capacidad de detectar un núm ero creciente de desfases,
al tiem po que insiste en la pertinencia de la noción de habitus. Bourdieu
no deja jam ás de pensar relacionalm ente, pero ubica en el corazón de su
modo de análisis un m odelo que, debido a sus pretensiones analíticamente
prescriptivas, term ina por operar como un residuo sustancialista.

II. El e s p a d o social y el m o d elo p rescrip tlvo del a cu erd o

Los campos

La sociedad moderna, sociedad diferenciada, no es una totalidad, sino


que es un conjunto de diferentes campos, con reglas relativamente autóno­
m as2', que no pueden ser llevadas a una lógica única, aunque las posiciones
en su interior rem itan a una hom ología con el campo del poder m ism o22,
suerte de «espacio de los espacios» a veces explícitam ente identificado con
la teoría de las clases sociales. Este espacio social es jerarquizado por dos
dim ensiones. De un lado, por el volum en global de capital poseído (del m ás
im portante al m enos importante) y, del otro lado, por la especie de capital
dom inante en relación con la especie de capital dominado. Transform acio­
nes y reconversiones están en la base de diversos procesos de clasificación,
desclasificación y reclasificación de los agentes, pero tam bién de la perpe­
tuación de una dom inación social.
Los dos principios de diferenciación m ás eficientes para las sociedades
m odernas son el capital económ ico y el capital cultural. El campo de poder,
en las sociedades m odernas, posee así una estructura quiasmática, la distri­
bución según el principio de jerarquización dominante, el capital económico,
atraviesa la distribución según el segundo principio de jerarquización, el
capital cultural. Cada uno de los cam pos tiene una estructura hom ologa
que opone el polo de las posiciones dominantes económica y culturalmente

21 Sobre la autonomía de los cam pos, cf. entre otros, Pierre Bourdieu, Les regles de l'art
(París: Seuil, 1992), 2 7 9 ,3 0 2 y ss. La lógica desearía, sin em bargo, que lo que sucede en
un cam po sea cada vez m ás dependiente de la única historia específica del cam po, y
por ende cada vez más difícil de prever a partir solam ente del conocim iento del estado
del m undo social, cf. Bourdieu, Raisons pratiques, 77-
22 Para una lectura que enfatiza con fuerza el determ inism o económ ico unidimensional
q u e op era en los d iverso s cam p os sociales, cf. Je ffre y A lexander, «The Reality o f
Reduction: The Failed Syn th esis o f Pierre Bourdieu», en Fin-de-siécle Social Theory
(Londres: Verso, 1995), 128-217. Para una interpretación que subraya el carácter más
sutil del determ inism o m arxista de Bourdieu y la función que la propia trayectoria del
autor tiene en su explicación d é la vida social, cf. Luc Ferry, Alain Renaut, L a p en sée 68
(París: Gallimard, 1985).
dom inadas y, en el otro polo, las posiciones culturalm ente dom inantes y
económicamente dom inadas. Esta hom ología entre los cam pos específicos
y el campo social global perm ite dar cuenta de las estrategias que operan
sim ultáneamente en diferentes cam pos23. Las luchas propias del campo del
poder apuntan a determ inar el valor y la fuerza relativa de los diferentes
poderes capaces de ejercerse en los diferentes cam pos24. Dicho de otra for­
ma, el posicionam iento jerárquico de los agentes rem ite a una teoría de la
dom inación social basada en la convertibilidad de las diferentes form as de
capitales (económicos, culturales, sociales, simbólicos) y la posibilidad de
conflictos entre quienes los ostentan. Es así, por ejemplo, que las estrategias
de reproducción oponen hoy en día, dentro de las clases dom inantes, dos
grandes estrategias. Por u n lado «una gestión puram ente fam iliar de los
problem as de reproducción y una gestión fam iliar que integra un cierto
uso de la escuela en las estrategias de reproducción»25, donde la segunda
se distingue por la utilización privilegiada de las instituciones académ icas.
El cam po de poder designa, por lo tanto, el espacio de las relaciones de
fuerza entre las diferentes especies de capital, cuya lucha se intensifica cada
vez que se cuestiona el valor relativo de las diferentes especies de capital.
En este campo, el peso del Estado no es despreciable, ya que, gracias a la
concentración de los diversos recursos m ateriales y sim bólicos, este puede
regular el funcionam iento de los diferentes cam pos26. Emerge entonces
una suerte de capital estatal que permite controlar el tipo de cambio de las
diversas especies de capital27.
Es la existencia de este cam po del poder la que explica al final por qué,
a pesar de la pluralidad de los cam pos sociales, «cada uno de ellos es una
forma transform ada de todos los otros»28. Estos cam pos no son «espacios
reales», sino construcciones relaciónales que trazan una topología de la
sociedad m oderna más allá de las solas instituciones y cuyas fronteras son
dadas empíricam ente allí donde se acaban los efectos del campo. Los acto­
res luchan en función del lugar que ocupan en estos campos. La form a y la
división del campo son objetivos de las luchas sociales, especialm ente entre
los poseedores y los aspirantes, luchas que constituyen la historia del campo
y permiten, al m enos a este nivel, escapar de la rigidez o del inm ovilism o.

13 Bourdieu, La noblesse d ’Etat, 382 y ss.


24 Ibíd., 376.
as Ibíd., 415.
i( Bourdieu, Raisons pratiques, 55 y ss.
27 Ibíd., 109 .
28 Pierre Bourdieu, Questions de sociologie (París: Mínuit, 1980), 127.
La división y los conflictos entre agentes, dentro de un mismo campo,
siguen de cerca, y se doblegan, a la estructura m ism a del campo, lo que
explica que las actitudes sean, en el fondo, m ucho m ás hom ogéneas de lo
que se cree a menudo. Ubicados en un campo, los agentes, a pesar de sus
divergencias, o más bien, a través de sus divergencias, tienen en el fondo más
cosas en común que diferencias. Están som etidos a las m ism as coacciones.
Las estrategias de competencia dentro de un mismo campo terminan así por
forjar form idables lógicas de cierre. Notemos en este m arco que la noción
de campo da una representación particular del proceso de diferenciación
social. En el caso de otros autores, esta designa en el sentido amplio la
m ultiplicación de las esferas de acción, mientras que para Bourdieu se trata
de subrayar una form a específica de diferenciación social, aquella que se
organiza en torno a campos sociales estructurados alrededor de objetivos,
de posiciones y de disposiciones claramente diferenciadas29.
El estudio de un campo es entonces analíticam ente sem ejante, sea cual
sea el campo abordado. Sincrónicamente, el campo es estudiado como un
espacio social estructurado al interior del cual agentes con posiciones y
recursos desiguales se enfrentan para m ejorar sus posiciones, y atravesado
por otras luchas que comprometen la supervivencia m ism a del campo. Dia-
crónicamente, el estudio de cada campo debe tener cuenta de su génesis,
cuya influencia marca en profundidad su funcionamiento. Cada campo debe,
a través de una historia siempre particular, pero siempre analíticam ente
semejante, lograr establecer su autonom ía y su independencia. La sociedad
en este análisis no es, al final, sino el espacio estructural del conjunto de
los universos sociales así constituidos y el estudio del peso relativo de los
diferentes campos. El poder entre los campos no es m ás que un efecto de
posición relativa, y de la capacidad de influenciar en tom o a él.
Todo campo se basa en creencias y presupuestos com partidos, mucho
m ás allá de las diferencias entre los agentes, que se explican por el hecho
de com partir categorías de pensam ientos inscritas en el lenguaje30. En esta
representación, las coacciones de posición no son aprehendidas por los

29 Entonces, como lo hace notar justam ente Lahire, todas las acciones no son susceptibles
de ser asignadas a un cam po; la noción ante todo no designa entonces más que los
cam pos de actividades profesionales y, sobre todo, aquellos donde los agentes están
en lucha al interior de estos cam pos. Cf. Lahire, L’homme pluríel, 38.
30 Implicancias que reducen, según la crítica de Caillé, el conjunto de prácticas sociales
al ju ego, más o menos disimulado, de intereses m ateriales, tanto de hecho, y al final, el
capital material o monetario es ai mismo tiempo el origen, la finalidad y el principal medio
que describe todo el conjunto de la vida social. Se trata finalm ente de «conceptualizar
la relación social com o una m odalidad extendida de la relación económ ica». Cf. Alain
Caillé, Don, ¡ntérét et désintéressement (París: La Découverte/M.A.U.S.S., 1994), 55-172.
agentes sino de m anera oscura, salvo en los raros m om entos donde ellas
desembocan en la creación de un nuevo campo. Fuera de estos mom entos
fundadores, sus declaraciones no son m ás que el resultado de sus posiciones
y en lo esencial solo apuntan a m ejorarlas. Cada campo posee criterios de
regulación interna que dictan prohibiciones y recom pensas legítim as. Esto
explica que, al final de cuentas, los resultados de las acciones sean tampoco
el fruto de designios voluntarios, a tal punto que las acciones están presas
y deformadas por el filtro de las articulaciones estructurales invisibles para
los agentes m ismos. En efecto, la estructura de las posiciones objetivas está
en la base de la visión que los agentes de cada posición tienen de las otras
posiciones3'.

El habitus

En últim o análisis, esta perspectiva sociológica se basa en la correspon­


dencia, más o menos estrecha, entre el espacio de las posiciones ocupadas en
el espacio social y el espacio de las disposiciones o habitus de sus ocupantes.
A este respecto, Bourdieu no duda en hablar de la «com plicidad ontológica
entre el habitus y el campo. Hay entre los agentes y el m undo social una
relación de com plicidad infraconsciente, infralingüística»32. Es decir, hasta
qué punto el habitus, producto de la historia, concuerda con los esquem as
engendrados por la historia misma. Incorporación de la historia pasada, el
habitus permite por lo tanto una independencia relativa en relación con las
condiciones exteriores inm ediatas de la acción, justam ente en la m edida
en que las acciones serán positivam ente sancionadas si estas se ajustan
objetivamente con la lógica característica de un campo. Dicho de otra forma,
gracias al habitus, el agente «se siente cómodo en el mundo porque el mundo
está tam bién en él bajo la form a del habitus, necesidad hecha virtud que
Implica una form a de am or de la necesidad, de a m o rfa ti» 11. Este acuerdo
está en la base de la satisfacción íntima de los agentes y proviene m enos
de sus capacidades para satisfacer sus necesidades que de la secreta corres­
pondencia por la cual el campo al cual pertenecen favorece el desarrollo de

H Es a este nivel que se ubica la crítica de Bourricaud, según la cual el hiperfuncionallsmo


critico atribuye a los tipos ab stractos, com o el capitalism o o el sistem a, los atributos
de acción que deniega al actor. La ecuación es sim ple y siem pre repetitiva: el actor
está siem pre en el desconocim iento de su acción, frente a un sistem a que conoce y
lo conoce sin que lo sepa. Cf. Fran^ois Bourricaud, «Contre le sociologism e», Revue
frangaise de sociologie XVI (1975): 58 3-603.
13 Bourdieu, Raisons pratiques, 154.
U Bourdieu, Méditations pascaliennes, 170.
sus habitus34. El habitus apunta asi, en este proceso, a evitar el doble riesgo
del objetivismo, que haría de los agentes simples soportes de estructuras,
o del subjetivismo, que haría de los sujetos los creadores de sus destinos35.
La razón final de estas acciones proviene del hecho de que el habitus es un
«sistema de disposiciones durables y trasladables, estructuras estructuradas
predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes»36.
Como en Durkheim, hay en el caso de Bourdieu un vínculo estrecho entre
la m orfología social y las categorías cognitivas37. Pero ahí donde Durkheim
veía en acción culturas globales y homogéneas, Bourdieu insiste sobre la
función determinante de las divisiones sociales. «Las divisiones sociales se
tornan principios de división, que organizan la visión del mundo social»38.
Bourdieu amplía el análisis durkheim iano tom ando en cuenta variaciones
de las disposiciones cognitivas según las condiciones sociales e históricas.
El habitus es el «fruto de la incorporación, bajo form a de disposiciones,
de una posición diferencial en el espacio social»39. La objetividad de la
subjetividad no es entonces m ás que el resultado de la incorporación de
estructuras sociales objetivas. La idea central m anifiesta una concepción
dual de la realidad. Por una parte, no existe sino que a través de un conjunto
de posiciones sociales objetivas y de una distribución de las diversas formas
de capital en el seno de cada campo y, por otra parte, bajo forma de esquemas
de percepción y de acción durables incorporados por el agente bajo forma
de habitus. El habitus es una estructura social incorporada que lleva en sí
la totalidad de la historia de un campo.
La noción de habitus designa un sistem a de disposiciones durables, ad­
quirido de m anera precoz, a la vez generador de prácticas y factor principal
de la reproducción sim bólica. Es el habitus el que permite dar cuenta de la
arm onización de las prácticas y de los procesos de reproducción. El habi­
tus es la incorporación de un espacio social estructurado, gracias al cual la
historia y la acción de cada agente no es m ás que una especificación de la
historia y de las estructuras colectivas de clase. La acción no es ni el resulta­
do de una elección racional ni una simple respuesta a coacciones externas.
El habitus es inextricablem ente programación y estrategia, un sentido del

34 ibíd., 179-
35 Bourdieu, Le sens pratique, 85-86.
36 Ibíd., 88 (la cursiva es de Bourdieu).
37 W acquant subraya claram ente este punto. Cf. Bourdieu y W acquant, «Introductlon»,
Réponses, 2 0 -2 2 .
38 Pierre Bourdieu, La distinction (París: Mlnuit, 1979), 5 4 9 -
39 Bourdieu, La noblesse d ’Etat, 9.
juego, gracias al cual la vida social es «colectivam ente orquestada sin ser el
fruto de la acción organizadora de un director de orquesta»40.
A h ora bien, en la n o ción de habitu s h ay d em asiad as cosas diferen ­
tes que el a n á lisis, a través de un a p iru e ta , trata de h acer fu n c io n a r
indisociablem ente juntas41. Primeram ente, una dim ensión corporal, pre-
consciente; la existencia específica de una lógica de la práctica que Bourdieu,
mucho m ejor que otros sociólogos, supo poner en relieve42. Solo el habitus,
«suerte de control adquirido que funciona con la seguridad automática de un
instinto»43, permite establecer el acuerdo instantáneo frente a los riesgos y
a las incertidum bres de las prácticas. «Los esquem as del habitus, form as de
clasificación originarias, deben su eficacia propia al hecho de que funcionan
por debajo de la conciencia y del discurso; fuera, por lo tanto, de form as de
exam en y de control voluntario»44. La insistencia sobre la dim ensión pro­
piamente corporal del habitus le permite a Bourdieu com prender lo propio
de una de las dim ensiones de la lógica de la práctica.
Luego, el habitus conlleva la idea de un posicionam iento social, la idea
de un acuerdo preestablecido entre les expectativas subjetivas y las proba­
bilidades objetivas, lo que es ya otra cosa, y se puede convenir, diferente
de lo que precede. Esta dim ensión, ligada a la percepción de unos y otros,
se apoya pues en las clasificaciones de los actores y es, por lo tanto, m ás
reflexiva que la lógica precedente. Es sobre ella que descansa, hasta un cierto
punto, lo propio de la dominación social. «La doxa originaria es esta relación
de adhesión inm ediata que se establece en la práctica entre un habitus
y el campo al cual este está acordado, esta experiencia m uda del m undo
como evidencia que procura el sentido práctico»45. Esta correspondencia
cumple con una función política determ inante y se encuentra en la base
de la dom inación social.

40 Bourdieu, Esquisse d'une théorie de la pratique, 175.


41 Cf. también los com entarios críticos de Fran^ois Héran, «La seconde nature de l’habitus.
Tradition philosophique et sens commun dans le langage sociologique», Revuefrangaise
de sociologie XXVIII, 3 (1987): 385-416.
42 Un aspecto bien subrayado en sus vínculos con la obra de W íttgenstein, especialm ente
por Charles Taylor, «Suivre une régle», Critique 579 -58 0 , núm ero especial dedicado a
Pierre Bourdieu (agosto-sep tiem b re 1995): 554-572 y Jacq ues Bouveresse, «Régles,
dispositlons, habitus», ibíd: 573-5 9 4 .
41 Bourdieu, Le sens pratique, 177.
44 Bourdieu, La distinction, 543.
41 Bourdieu, Le sens pratique, 115.
En fin, el habitus designa también la ilusión necesaria para que los actores
puedan participar, convenientemente, en el juego, una creencia necesaria
y constitutiva de todo campo:

Es en la relación entre los habitus y los campos a los cuales están más o
menos adecuadamente ajustados — según sean más o menos enteramente
el resultado de ellos— que se engendra lo que es el fundamento de todas
las escalas de utilidad, es decir, la adhesión fundamental al juego, la ilusión,
reconocimiento del juego y de la utilidad del juego, creencia en el valor del
juego y de su objetivo, que son la base de todas las donaciones de sentido
y de valor particulares46.

Sin em bargo, nada perm ite en realidad afirm ar que la carga psíquica
en el juego es tanto m ás fuerte y total «que la incorporación al juego y los
aprendizajes asociados se hayan efectuado de m anera m ás insensible y
m ás vetusta, el límite siendo, por supuesto, nacer en el juego, nacer con el
juego»47. En la noción del sentido del juego están aún fusionadas dos cosas
diferentes: por un lado, la noción hace referencia a un ajuste inmediato, a
un sentido cuasi corporal de autoubicación en el juego y, por otro lado, la
noción subraya, en su calidad de ilusión, la implicación necesaria del agente
en el juego, lo que es otra cosa.
Sucede que el habitus, como h asta cierto punto ocurre con el incons­
ciente freudiano, obliga al agente a obedecer a los imperativos, no tanto de
la situación presente, sino de la realidad pasada, a veces, incluso, aquélla
de la prim era infancia48. Un gran número de dificultades proviene de este
estado de cosas, ya que inevitablem ente el desarrollo intelectual del agente
corre el riesgo en todo momento de quedar rezagado en relación con el de­
sarrollo de la realidad y de las situaciones sociales. La función del pasado
en el presente es, por lo tanto, central tanto a nivel del agente como de la
sociedad. Inscrito en el habitus y en los campos, se trata de comprender,
ante todo, cómo el pasado se proyecta en el futuro. Es aquí que toma form a
la transición desde una sociología de las prácticas y de las disposiciones
adquiridas a una verdadera filosofía de la reproducción social.

46 Bourdieu, Les regles de l’art, 245.


47 Bourdieu, Le sens pratique, 113.
48 Boltanski va aún más lejos y afirma incluso que «la hipótesis del inconsciente, que sin
haber estado realm ente construida de form a teórica (a excepción de la psicología), ha
sido sin duda el principio unificador de las ciencias del hombre en los años 60», posición
que estaría para el autor en el origen de la afirmación de los agentes cegados ante los
resortes de su propia acción. Cf. Luc Boltanski, «Sociologie critique et sociologie de
la critique», Policix 10 -11 (1990): 129.
Figuras de adecuación

«En fase de equilibrio, el espacio de las posiciones tiende a controlar el


0$pacio de las tomas de posición»*9. El objetivo esencial de la sociología de
Bourdieu consiste en mostrar, en el corazón de las sociedades diferenciadas,
el acuerdo entre las estructuras objetivas y las estructuras m entales. La
demostración nunca ha sido tan brillante como en el campo de las prácticas
culturales.
El habitus está en la raíz de la reproducción social garantizada por el sis­
tema educativo. A través de la interiorización de los principios del arbitrario
cultural por el que opera el conjunto de las prácticas de la acción pedagógica,
la escuela engendra habitus capaces de producir prácticas concordantes
con la cultura legítim a, reproduciendo entonces, y por esa m isma vía, las
condiciones sociales de producción de este arbitrario cultural. Pero la efi­
cacia del trabajo académico depende, en últim o análisis, de la distancia o
de la proximidad que separe el habitus de la prim era educación del habitus
académico. Las trayectorias individuales son determ inadas por el grado de
connivencia existente entre la cultura de clase de un alum no y la cultura de
clase legitim ada y transm itida por la escuela. Para las clases superiores la
Inculcación se hace con sutileza, de m anera natural, el trabajo pedagógico
puede apoyarse sobre implícitos en la medida en que hay una corresponden­
cia y una continuidad entre lo arbitrario académico y el habitus de clase50.
Los diversos m edios de sanción académica, difusos o explícitos, parti­
cipan en este proceso. Los im plícitos pedagógicos no son verdaderam ente
comprendidos sino por aquellos que disponen del sentido del juego. Los
exámenes con sus exigencias ocultas de facilidad, elegancia, brío refuerzan
este proceso51. Pero es en la ideología del talento donde m ejor se explícita
esta inscripción sobre sí m ism o de la excelencia académ ica. En la escuela,
gracias al ocultamiento de la relación entre la cultura académica y la cultura
de clase, se realiza, por medio de la sanción del logro académico, la conversión
de una desigualdad social en éxito personal. La escuela naturaliza por esta
vía lo que no es m ás que el resultado de un arbitrario cultural: los talentos
Individuales no son sino un m érito de clase. H ablando correctam ente, los
talentos (o la ausencia de los talentos) pertenecen a la clase, jamás al individuo.
Este trabajo de consagración, por lo tanto de reproducción y de exclusión,
que es lo propio de toda institución académica, encuentra, en las grandes

49 Bourdieu, Les regles de l’art, 32 2 (la cursiva es de Bourdieu). N otem os la primera parte
de la frase, no subrayada por el autor, «en fase de equilibrio».
50 Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, Les héritiers (París: Minuit, 1964).
51 Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, La reproduction (París: Minuit, 1970).
escuelas, con la concentración de los poderes y la transform ación de los
capitales, su versión m ás acabada. Es allí, en efecto, que m ejor se despliega
la lógica del espíritu de cuerpo de una institución, noción que designa «la
relación subjetiva que, en su calidad de cuerpo social incorporado en un
cuerpo biológico, cada uno de los m iembros del cuerpo m antiene con el
cuerpo con el cual está inm ediata y milagrosam ente ajustado»52.
O bservaciones analíticam ente semejantes actúan a escala de los gustos.
El conjunto de las elecciones individuales encuentra lo esencial de sus
principios generadores en los sistem as de disposiciones producidos por
cierta jerarquía entre los objetos económicos y los objetos culturales, que
orientan sistem áticamente las elecciones de los agentes hacia polos que
organizan diferentes visiones del mundo. Es a propósito del arte, donde
por otro lado la negación de las determ inaciones sociales es m ás fuerte,
que Bourdieu administra la prueba: la relación entre el capital académico y
los gustos señala «la dependencia de la disposición estética respecto de las
condiciones materiales de existencia, pasadas y presentes»53. Bourdieu irá
aún más lejos cuando afirm a que

la disposición estética no se constituye más que en una experiencia del mundo


liberada de la urgencia y en la práctica de actividades que tienen en ellas
mismas su propio fin, como los ejercicios de escuela o la contemplación de
las obras de arte. Dicho de otra forma, esta disposición supone la distancia
con el mundo (entre las cuales la “distancia al rol” develada por Goffman
no es sino una dimensión particular), distancia que es el principio de la
experiencia burguesa del mundo54.

Pero esta relación distante y asegurada con el m undo supone ciertos


condicionam ientos sociales y por eso no es m ás que la expresión distintiva
de una posición privilegiada en el espacio social.
Los gustos no son, pues, m ás que afirm aciones prácticas de las diferen­
cias sociales55. Relación estrecha y tanto m ás necesaria en cuanto que ellos

52 Bourdieu, La noblesse d'Etat, 258.


53 Bourdieu, La distinction, 56.
54 Ibíd., 57.
55 Es esta dimensión la que ha sido con fuerza criticada por Grignon y Passeron. Para estos
autores, Bourdieu no lograría hablar del gusto de las clases m edias y especialm ente del
gusto de las clases populares sino que a través del prisma del gusto dom inante, por lo
tanto en térm inos de carencia y de imposibilidad. La crítica subrayaba sobre todo el
análisis únicam ente negativo de la cultura popular, percibida solam ente a través de la
mirada reductora de la estética dominante, y encerrada en una dicotomía miserabilismo/
perm iten dar cuenta de la orquestación arm oniosa de las conductas. Se
trata de «sustituir a la relación abstracta entre consum idores con gustos
intercambiables y productos con propiedades uniform em ente percibidas
y apreciadas, la relación entre gustos que varían de form a necesaria según
las condiciones económ icas y sociales de su producción, y los productos a
los cuales estas confieren sus diferentes identidades sociales»56. Se habrá
comprendido: el análisis supone condiciones de existencia hom ogéneas,
que im ponen condicionam ientos hom ogéneos y que generan sistem as de
disposiciones hom ogéneas.

III. La m etá sta sis d e los d e sa ju ste s

Ahora bien, a pesar de la voluntad de Bourdieu de establecer un acuerdo


tan estrecho como sea posible entre el habitus y el cam po, esta relación
prácticamente no deja nunca de desm em brarse57. Es por lo demás sobre este
punto que el pensam iento de Bourdieu evolucionó de m anera significativa
desde hace treinta años. Después de haber afirm ado durante mucho tiempo
la com plicidad ontológica entre el habitus y el campo, lentam ente llegó a
aceptar el carácter más temporal y circunscrito de estos ajustes58. Los habitus
no operan sino cuando ellos son la incorporación de una m isma historia.
Es solam ente allí que las prácticas que ellos engendran son m utuam ente
com prensibles e inm ediatamente ajustadas a las estructuras y, por lo tanto,
objetivamente concertadas. La disposición no produce este ajuste inm edia­
to excepto «en la m edida y en la m edida solam ente donde las estructuras
en las cuales ellas funcion an son idénticas u hom ologas a las estructuras

populism o. La especificidad de esta cultura sería así fuertem en te minimizada en el


análisis de Bourdieu. Sus rasgos propios son obviam ente d etectad os, pero siem pre
están subordinados a la posición que esta ocupa en el espacio social, dejando entonces
a la sombra la form a en que la cultura popular opera efectivam ente en su calidad de
cultura. Cf. Claude Crignon y Jean-Claude Passeron, Sociologie de la culture et sociologie
des cultures populaires, D ocum entdu GIDES, n.°4 , 1982; Claude G rign o n yjean -C lau d e
Passeron, Le savant et le populaire (París: Hautes Etudes-Gallim ard-Seuil, 1989). Para
la respuesta, cf. Pierre Bourdieu, «Vous avez dit populaire?», Actes de la recherche en
sciences sociales 46 (marzo, 1983): 98-106.
|( Pierre Bourdieu, La distinction, 111.
17 Por otro lado, una parte de la seducción de la teoría proviene justam ente, com o lo
hace notar Brubacker, del hecho de que la noción de habitus se construye contra el
objetivism o estructuralista, mientras que la noción de cam po se construye m ediante
el relacionism o estructuralista. Cf. R. Brubacker, «Social T heory as Habitus», en Craig
Calhoun y Edward LiPuma, Moishe Postone, eds., Bourdieu: Critical Perspectives (Oxford:
Polity Press, 1993), 223.
|l Bourdieu, Méditations pascaliennes, 79.
objetivas de las cuales son el resultado»59. Dicho de otra forma, el efecto de
los condicionamientos primarios, que están en la base del habitus, puede dar
cuenta tanto de situaciones en que las prácticas se ajustan a las situaciones
com o de casos en los que, a la inversa, las disposiciones actúan a destiempo
y donde las prácticas están inadaptadas a las situaciones presentes porque
están objetivam ente acordadas con condiciones caducas. La histéresis
aparece cuando el sentido del futuro probable es desmentido en los hechos.
«La histéresis de los habitus [...] lleva a aplicar al nuevo estado del mercado
de títulos categorías de percepción y de apreciación correspondientes a un
estado anterior de las posibilidades objetivas de evaluación»60.
A hora bien, aun cuando reconoce que en una sociedad diferenciada, y
luego de la m ultiplicación de los campos, «las probabilidades de que surjan
verdaderos acontecimientos, es decir, encuentros de series causales inde­
pendientes, ligados a esferas de necesidad diferentes, no cesan de crecer y,
por ende, la libertad dejada a estrategias complejas del habitus, que integran
necesidades de orden diferentes»6’ , Bourdieu no se explaya, en realidad, más
allá de algunos ejemplos, sobre todas las im plicancias de este cambio62. A
p esar de algunas consideraciones, estos desfases, aunque num erosos en
su obra, son siempre presentados como menores o pasajeros63. No obstan­
te, a m edida que despliega su programa de investigación, se ve forzado a
aceptar el m ovimiento inherente a la modernidad, a convenir que, «debido
especialm ente a transform aciones estructurales que suprim en o m odifican
ciertas posiciones, y tam bién a la m ovilidad inter o intrageneracional, la
homología entre el espacio de las posiciones y el espacio de las disposiciones
no es jam ás perfecta y existen siempre agentes descolocados, desplazados,
m al situados y tam bién, como se dice, m al “en su piel”»64. Llegará incluso
a afirm ar que el habitus «es un caso particular, sin duda particularm ente
frecuente (en los universos que nos son familiares), pero que es necesario
evitar universalizar»65.
El problem a es entonces de naturaleza ante todo empírica. Se trata así
de detectar en cada tipo de sociedad, situaciones de ajuste o de desajuste.

59 Bourdieu, Lesens pratique, 103.


60 Bourdieu, La distinction, 158.
61 Bourdieu, Chases dites, 91.
62 A partir de una perspectiva interpretativa diferente, Caillé subraya también esta inflexión
virtual en la obra de Bourdieu. Cf. Alain Caillé, Don, intérét et désintéressement, 242-248.
63 Bourdieu, Méditations pascaliennes, 178.
64 Ibíd., 187.
65 Ibíd., 189.
Y sobre este tem a, estam os obligados a concluir, a p artir de los trabajos
m ismos de Bourdieu, pero contrariam ente a las m últiples afirm aciones
teóricas que él hizo en sentido inverso, en la prim acía práctica, dentro las
sociedades m odernas, de los desajustes.

En la modernización

El prim er gran ejemplo es entregado por los estudios sobre la sociedad


argelina. En efecto, nada ilustra m ejor el desconcierto generado por la cri­
áis de la correspondencia entre las estructuras cognitivas y las estructuras
sociales que la visión que Bourdieu da del proceso de la m odernización en
Argelia de los años sesenta. Visión, por otra parte, altam ente clásica, que
descansa en el relato, ampliamente implícito pero siempre presente en estos
trabajos, de la transición de un mundo tradicional, fuertem ente integrado,
a un mundo donde las prácticas sociales portan la m arca de la ambigüedad.
Bourdieu no puede ser m ás explícito: «Cada acto remite al m ismo tiempo al
antiguo modelo, que participaba de un sistem a parcialm ente o totalm ente
destruido, a la situación nueva, y en fin, al modelo por venir que se anuncia a
través de las rarezas o las contradicciones de la conducta presente»66. Jamás
como en este estudio Bourdieu adhiere con tanta fuerza al relato fundador
de la m odernidad, la idea de que el desplazam iento de los individuos de un
medio rural hacia el espacio urbano, y los trastornos que esto conlleva, «ha
determinado una ruptura con las costumbres ancestrales y favorecido un
retomo reflexivo sobre la existencia anterior»67. En m edio de este proceso, el
Individuo se apropia, pero solo parcialmente, de las nuevas actitudes reque­
ridas por la actividad económica, pero se deshace sobre todo de las antiguas
costumbres. El quiebre se observa en el corazón mismo de cada conducta,
que porta sim ultáneam ente la m arca de las dos lógicas, de la tradición y
de la m odernidad. El individuo se ve obligado a un trabajo acrecentado de
reflexividad consciente: «Lo que era uno de los com ponentes del sistem a de
valores vividos sin ser tem áticam ente llevados a nivel de la conciencia, en
un palabra, del ethos, pasa a ser uno de los preceptos de la ética»68.
Situación lim inar de lo social, la com plicidad ontológica se esfum a. Los
argelinos se ven confrontados a un cambio acelerado, por añadidura im ­
puesto desde el exterior por los colonizadores. Las estructuras económ icas
y las estructuras cognitivas de las cuales dependían los desarraigan. En esta

M Pierre Bourdieu et al., Travail et travailleurs en Algérie (París: M outon & Co., 1963), 266.
•7 Ibíd., 287.
M Ibíd., 301.
fase de transición hay una discordancia entre las estructuras económicas
y las actitudes concretas, a causa de una ausencia de sincronización en el
ritm o de sus evoluciones. Las discordancias coexisten entonces tanto en
la sociedad com o en las conciencias individuales. En este m om ento de
m utación, el análisis de las estructuras objetivas no logra dar cuenta, ver­
daderamente, de las dim ensiones subjetivas: «En el caso de Argelia y de las
sociedades en vía de desarrollo, donde el sistem a preexiste a las actitudes
que él exige, la conciencia económ ica concreta debe ser el prim er objeto
del análisis»69. El desacuerdo es tal que, en una situación de este tipo, el
análisis debería incluso renunciar, «en este caso al m enos, a deducir [...] los
com portamientos del sistem a»70.
La tensión pasa a ser grande entre las norm as tradicionales, los antiguos
deberes de solidaridad y las nuevas exigencias de la economía individualista
y calculadora. Si bien no la expresa aún en estos térm inos, la transición sig­
nifica, ante todo, el desplazamiento de la prim acía del capital simbólico (del
honor) hacia la prim acía del capital económico. De hecho, el individuo es
colocado entre estos dos mundos: ya no es regido por el sistem a de modelos
de com portam iento que tradicionalm ente regía la conducta económica,
sino que es, a causa de la sobrevivencia parcial de estas reglas, el agente de
conductas económ icas absurdas, tanto desde el punto de vista de la lógica
de la economía tradicional como de la economía racional. La representación
que Bourdieu da de este proceso está colm ada de una fuerte nostalgia críti­
ca. «Con el reino generalizado del cálculo, se pone término a las relaciones
encantadas que favorecía la sociedad tradicionalista»7'.
El individuo, especialmente cuando está desprovisto de nuevos recursos,
se ve confrontado a contradicciones que no logra expresar a nivel de la
conciencia. Se siente arrastrado por fuerzas que escapan a su control y, a lo
sumo, se opone a otras personas, sin poder jamás verdaderamente cuestionar
las organizaciones y las relaciones sociales que las estructuran. Es para el
subproletariado, completamente absorto por las dificultades inmediatas de
la vida cotidiana, que esta situación es extrem a. «Prisioneros del exilio del
presente», como lo escribe con precisión Bourdieu, el subproletariado está
condenado a la evasión m ágica por el sueño, a dem andas extremadamente

69 Ibíd., 316.
70 Ibíd.
71 Ibíd., 325. Notemos que, muchos años más tarde, Bourdieu mantiene esta caracterización:
«En las sociedades diferenciadas, el espíritu de cálculo y la lógica del mercado corroen
el espíritu de solidaridad», Cf. Bourdieu, Raisons pratiques, 195. En El desarraigo también
afirma un análisis sem ejante: a medida que se generalizan los intercambios monetarios,
se desm oronan los valores del honor. Cf. Pierre Bourdieu y A bdelm alek Sayad, Le
déracinement (París: Minuit, 1964).
reducidas y resignadas y, sobre todo, a aspiraciones hacia la seguridad. La
falta de m edios impide al subproletariado salir del presente inm ediato y
dotarse de una imagen del futuro distinta a la del futuro inminente. Ante
la ausencia de posibles laterales, la necesidad no puede ni siquiera ser per­
cibida como tal. Notemos que es a propósito del subproletariado, de estos
rurales desruralizados, y en la medida en que no poseen más la complicidad
ontológica requerida, que la descripción de Bourdieu se vuelve claramente
trágica. Para estos hom bres «que trasladan al m edio urbano actitudes de
los rurales y que no cuentan con los medios para llevar a cabo la mutación
necesaria para adaptarse a la vida urbana, toda la existencia transcurre bajo
la influencia de la necesidad y de la inseguridad»72. Para estos hom bres,
Insiste Bourdieu, «no existe nada sólido, nada seguro, nada perm anente»73.

A propósito de dos lecturas de la dominación

En la obra de Bourdieu coexisten muy a m enudo dos lecturas diferentes


de la dominación social. La primera insiste sobre la fuerte continuidad entre
las sociedades tradicionales y las sociedades m odernas. La dom inación
no es el resultado de un trabajo deliberado de im posición simbólica, sino
que surge del hecho de que los agentes aplican a las estructuras objetivas
del m undo social categorías de percepción resultantes de estas m ism as
estructuras sociales, que tienden a hacer percibir el mundo como evidente,
Incluso natural. «El orden social descansa principalm ente sobre el orden
que reina en los cerebros y el habitus»74. En esta lectura de la dominación,
la violencia sim bólica y todo lo que esta implica tácitamente, respecto de
los que la ejercen como de quienes la padecen, aparece como un efecto de
la estructura del campo mismo, como una estructura invisible que organiza
la percepción de los actores. La dom inación procede de las persuasiones
clandestinas producidas, casi mecánicam ente, por el orden de las cosas e
Inscritas en el habitus75.
Una segunda lectura traza, a la inversa, una verdadera frontera entre los
dos tipos de sociedades.

fi Bourdieu et al., Travail et travailleurs en Atgéríe, 352.


TI Ibíd., 353.
M Bourdieu, Le sens pratlque, nota p.91. Cf. tam bién Bourdieu, Méditations pascaüennes,
213; Bourdieu, La noblesse d'Etat, 12.
f| Concepción que explica una parte de la desconfianza de Bourdieu hacia la noción
de ideología, concepto aún dem asiado dependiente de una visión en térm inos de
conciencia y de representación, m ientras que la noción de habitus apunta a acentuar
el hecho de que el mundo social opera más en térm inos de prácticas y de m ecanism os.
Las sociedades precapitalistas dependen especialmente de los habitus
para su reproducción mientras que las sociedades capitalistas dependen
principalmente de mecanismos objetivos, tales como los que tienden a
garantizar la reproducción del capital económico y del capital cultural y a los
cuales es necesario agregar todas las formas de coacciones organizacionales
[...] y de codificación de las prácticas7*.

Esta segunda lectura de la dominación hace referencia a la función del


Estado (o de la escuela) y por lo tanto a una tonalidad m ás gramsciana, como
cuando Bourdieu señala por ejemplo la posibilidad de un desvío de legitimación
por los ejecutantes del Estado77.
En esta concepción, el rol principal recae en las instituciones escolares en
su calidad de mecanismos que participan en la reproducción de las estruc­
turas sociales y de las estructuras mentales, que favorecen el ocultamiento
de la verdad de las estructuras objetivas y, por ende, el reconocimiento de
su legitim idad78. «Toda socialización bien lograda tiende a obtener de los
agentes que se vuelvan cómplices de su destino»79. El trabajo de consagra­
ción, confiado a m enudo en el pasado a las instancias religiosas, en gran
medida reviene hoy a la escuela que, gracias a las pruebas académicas, crea
una élite, dotándola de las propiedades impartidas a los seres sagrados. La
escuela participa así con fuerza del poder de nombramiento por el cual se
ejerce la violencia simbólica legítima del Estado80. A través de la escuela, entre
otros, el Estado consagra un estado de cosas, una relación de conformidad
entre las cosas y las palabras8', logrando convencer a los diversos agentes, al
menos parcialmente, de la legitimidad de la división establecida. El sistema
educativo hace así legítima una cultura que, como toda cultura, es arbitraria,
porque descansa siempre sobre una definición social. La escuela ejerce así
una violencia simbólica por la cual llega a imponer, bajo la forma de acción
pedagógica, un conjunto de significados. En un único y mismo movimiento,
pero a través de toda una serie de procesos de transformaciones, la escuela
hace suya la cultura de las clases dominantes, disimula la naturaleza social
de esta cultura y rechaza, desvalorizándola, la cultura de los otros grupos
sociales. Al final, todas las otras culturas se definen de m anera heterónoma
en relación con esta cultura legítima.

76 Bourdieu, Méditations pascaliennes, 256.


77 Bourdieu, La noblesse d ’Etat, 553,5 5 6 .
78 Ibíd., 13.
79 Ibíd., 69.
80 Ibíd., 163-165.
81 Ibíd., 5 3 8 .
Sin embargo, este mecanismo de reproducción es menos seguro que el que
estuvo en acción en las sociedades poco diferenciadas. El modo de reproduc­
ción con dominancia escolar conlleva una

contradicción específica entre los intereses de la clase que la Escuela sirve


estadísticamente y los intereses de los miembros de la clase que ella sacrifica,
es decir, no solamente aquellos que se denominan como los “fracasados”, sino
también los poseedores de títulos que obtienen derechos que “normalmente”
(es decir en el estado anterior de la relación entre los títulos y los puestos)
dan acceso a una profesión burguesa y que [...] no pueden valorizar estos
títulos en el mercado82.

El resultado es inestable. A veces, Bourdieu se inclina ante la omnipotencia


de la dominación social83. Otras veces, por el contrario, parece decidirse por
un aumento de las posibilidades de conflicto social, ya que si las instituciones
logran cada vez más encubrir, delicadamente, lo arbitrario de su omnipoten­
cia, el costo que exige este trabajo se acrecienta, como aumentan también
los riesgos de crisis y tam bién el «desvío subversivo del capital específico
que está asociado a la pertenencia a tal o cual de los campos resultantes del
proceso de diferenciación»84. Pero sea cual sea la lectura de la dominación que
l e elija, lo esencial reside en la capacidad de las luchas sociales en deshacer
la homología establecida entre las estructuras m entales y las estructuras
objetivas del mundo social, un universo en donde el individuo percibe como
natural la dominación que se ejerce sobre él.
De hecho, en este desplazamiento, en apariencia mínimo, hay una aceptación
tácita de la crisis de la complicidad ontológica. O bien esta existe en realidad
y la legitimación efectuada por el Estado a través del capital simbólico es
redundante (estamos entonces en la configuración propia de las sociedades
poco diferenciadas), o bien no existe, o solamente en campos circunscritos,
y el trabajo del Estado pasa a ser determinante para establecer la correspon­
dencia entre las estructuras del habitus y las estructuras del campo de poder.
Démosle a Bourdieu la conclusión: «Cada uno de los estados del mundo social
no es más que un equilibrio provisorio, un momento de la dinámica mediante
la cual se rompe y se restablece sin cesar el ajuste entre las distribuciones y
la» clasificaciones incorporadas o institucionalizadas»85.

aa Ibíd., 409.
SI Ibfd., 480.
N Ibld., 556.
S| Bourdieu, Le sens pratique, 244.
En el origen de las contestaciones sociales

En la raíz misma de esta lectura de la dominación se halla la adhesión im­


plícita al orden establecido, la correspondencia entre las estructuras sociales
y las estructuras cognitivas, entre las divisiones objetivas y los esquemas
clasificatorios. Justamente es este acuerdo que la subversión política debe
deshacer, lo que pasa necesariamente por una subversión cognitiva.

Pero la ruptura herética con el orden establecido y con las disposiciones y


las representaciones que él engendra en el caso de los agentes modelados
según sus estructuras supone el encuentro entre el discurso crítico y una
crisis objetiva, capaz de suspender la concordancia inmediata entre las
estructuras incorporadas y las estructuras objetivas de las cuales son producto
e instituir una suerte de époché práctico, la suspensión de la adhesión primera
al orden establecido86.

La crisis objetiva es afirm ada en su primacía genética 87y la principal expli­


cación de la contestación social se halla en las situaciones de desajuste. Los
desajustes «son factores de novación importantes, ya que las contradicciones
que resultan de ellos engendran el cambio»88.
El razonamiento está en acción en el análisis que Bourdieu proporciona de
Mayo del 6 8 . El sentido del movimiento se encuentra menos en la masificación
escolar en sí misma y en su calidad de factor morfológico, que en la manera
como esta ha operado a través de la lógica específica del campo universitario.
La crisis es así, ante todo, el resultado de los trastornos de las clasificaciones
interiorizadas por los docentes y la crisis de creencias que esto ha acarreado
en lo que concierne a las barreras estatutarias. El sentido de la contestación
docente se halla principalmente en la pugna de posiciones entre los diferen­
tes estamentos del cuerpo docente y, especialmente, la oposición entre los
profesores titulares y los asociados89. Una parte de su análisis consiste así en
mostrar que los lugares donde la rebelión fue más fuerte fueron justamente
los lugares donde el desajuste entre las aspiraciones estatutarias y el logro
académico era mayor.

86 Pierre Bourdieu, Ce que parler veut dire (París: Fayars, 1982), 150.
87 El acuerdo entre las estructuras m entales y las estructuras objetivas «no puede ser el
resultado de una sim ple tom a d e conciencia; la transform ación de las disposiciones
no p u ede darse sin una tran sform ación previa o con com itan te de las estructuras
objetivas de las cuales son el fruto y a las cuales pueden sobrevivir». Cf. Bourdieu,
Raisons pratiques, 213.
88 Bourdieu, Choses dites, 60.
89 Pierre Bourdieu, Homo academ ices (París: Minuit, 1984).
Ahora bien, este desajuste pasa a ser más ampliamente la causa explicativa
de la mayor parte de los nuevos movimientos sociales que se produjeron en
Francia desde Mayo del 6 8 :

Es en los cambios del campo académico y, especialmente, de las relaciones


entre el campo académico y el campo económico, en la transformación de la
correspondencia entre los títulos académicos y los puestos, que se encontrará
el verdadero principio de los nuevos movimientos sociales que aparecieron
en Francia, en la prolongación del 6 8 ’ °.

De hecho, el desajuste entre el valor académico y el valor económico y


social conferido a los títulos está en la base de una indignación meritocráti-
ca o de una frustración posicional cada vez más frecuentes en Francia y en
la raíz de un gran núm ero de m ovimientos de revuelta o de crítica social.
En los años setenta, Bourdieu concluía afirmando que, debido al hecho que
el agente interioriza sus probabilidades objetivas de éxito, los alumnos de
origen popular tendían a autoeliminarse9'. Pero a medida que se acentúa la
desregulación del sistem a académico, Bourdieu se ve forzado a revisar su
|ulcio: «Cuando las estructuras se modifican, incluso levemente, la histéresis
estructural de las categorías de percepción y de apreciación acarrea diversas
formas de alodoxia»92. Los agentes no consiguen (ya no logran...) una buena
«predación de las nuevas situaciones sociales. La autoeliminación cede paso
a diversas frustraciones posicionales. «El desajuste entre las aspiraciones que
el sistema de enseñanza produce y las probabilidades que él ofrece realmente
el, en una fase de inflación de títulos, un hecho de estructura que afecta, en
(irados diferentes según sea la escasez de los títulos y según su origen social,
«1conjunto de los miembros de una generación académica»93. Este desajuste,
estructural en la Francia de la masificación escolar, entre las aspiraciones y las
probabilidades está incluso en la base de los diversos «rechazos de la finitud
loclal, que se encuentra en la raíz de todas las fugas y de todos los rechazos
constitutivos de la “contracultura” adolescente»94.

fO Pierre Bourdieu, Raisons pratiques, 4 9 ■


#1 Señalemos que Passeron quiso separarse de una concepción hegeliana de la reproducción
•oclal por la escuela, cuyo funcionam iento sería una suerte de astucia de la Razón, e
Insistió sobre el carácter fechado e histórico del encuentro entre la autorreproducción
del sistem a escolar y la reproducción de las relaciones de dom inación. Cf. Jean-Claude
P iisero n , «Hegel ou le p assager clandestin», en Le raisonnement sociologique (París:
Nithan, 1991), 89 -109 .
M lourdieu, La noblesse d'Etat, 314.
tt Bourdieu, La distinction, 159.
H Ibld., 161. Bourdieu insiste sobre esta distancia en Méditations pascaliennes, 127.
Durante el surgimiento de un campo

Si bien el desajuste es lo propio de la mayor parte de las sociedades en


vía de m odernización, los desfases igualm ente actúan en las sociedades
altam ente diferenciadas. Y en prim er lugar, durante el surgimiento de un
nuevo campo, como lo m uestra el estudio de Bourdieu que versa sobre la
creación del cam po literario y artístico contra el «mundo» burgués. Por
supuesto, las hom ologías son de rigor, pero el surgimiento mismo de este
nuevo campo es el fruto de agentes que tienen posiciones contradictorias,
por lo tanto desajustadas, y que buscan desempeñarse en universos regula­
dos. Ciertamente, como el autor se empeña en mostrarlo, las disposiciones
de los artistas durante la génesis del campo artístico se explican por sus
posiciones y sus trayectorias semejantes, incluso por su voluntad de encontrar
en el campo literario mismo una posición homologa a la que era la suya en
el campo de poder (es decir central, ya que por sus orígenes sociales estaban
provistos de capital económico y de capital cultural). Pero una u otra: o bien el
agente se ajusta a su situación (y no hay entonces creación de nuevo campo)
o bien, y a pesar de la homología estructural existente, es necesario partir de
la constatación del desajuste inicial entre el agente y las estructuras sociales.
Proceso que permite restituir el sitial del creador distinguiendo «entre las
obras que son el puro producto de un medio y de un mercado, y las que deben
producir su mercado y que pueden incluso contribuir a transformar su medio,
gracias al trabajo de liberación del cual son el resultado y que se ha llevado a
cabo, por una parte, a través de la objetivación de este medio»95.
Notemos que la invención de la estética pura va acompañada de la invención
de un nuevo personaje social, el gran artista profesional. Doble invención hecha
posible por la situación socialmente inestable de los primeros artistas, «estos
seres bastardos e inclasificables cuyas disposiciones aristocráticas asociadas
a m enudo a un origen social privilegiado y a la posesión de un gran capital
simbólico [...] sostienen una profunda "impaciencia de los límites”, sociales pero
también estéticos, y una intolerancia altanera con todos los compromisos con
el siglo»96. Poco importa entonces en realidad, para lo que nos interesa aquí,
que sean con mayor frecuencia los m ás ricos en capital económico, cultural
y social los prim eros en avanzar hacia las nuevas posiciones. La creación
de un nuevo campo exige un m alestar social ligado a un modo de ser social
inestable y espurio. El surgimiento del campo está así íntimamente asociado
a posiciones imposibles, generadoras de tensiones que impulsan a los agen­
tes a reunir propiedades y proyectos opuestos y socialmente incompatibles.

95 Pierre Bourdieu, Les regles de l'art, 153-154.


96 Ibíd., 162-16 3.
El sufrimiento

Es sin duda en La miseria del mundo, la obra que Bourdieu dedica a Francia
al inicio de los años noventa, que estas series de desajustes se manifiestan
con la mayor fuerza97. Aun m ás cuando, m ás allá de la multiplicidad de los
puntos de vista catalogados y de los individuos interrogados, el conjunto de
las entrevistas apuntó a m ostrar la actualidad del acuerdo estrecho entre
un recorrido individual y un proceso colectivo. Sin embargo, este proyecto
inicial cede paso a una larga serie de desajustes, ligados, en lo esencial, a un
declive estatutario, o bien a una posición socialmente ambivalente. A este
respecto, poco importa de hecho la identidad del entrevistado: si se trata de
un funcionario, bajo o medio, se mostrarán las prescripciones contradictorias
a las cuales está sometido; si se trata de habitantes de la periferia urbana, de
inmigrantes, de trabajadores, de campesinos, de jóvenes, se mostrará el ca­
rácter inconsistente del mundo de cada uno de ellos, un mundo rebosante de
contradicciones, y el sentimiento de injusticia, nacido de la distancia entre lo
que ellos creen ser socialmente (o lo que ellos creen deber ser o deber tener)
y lo que son o estiman tener.
La idea de sufrimiento apunta justamente a colmar la distancia creciente
observable entre la descripción posicional del mundo dada por esta sociolo­
gía y la fragmentada realidad vivida de los individuos. La noción apunta así
t designar una frustración posicional relativa y una identificación profunda
de la subjetividad con una posición social. Sin embargo, una de dos: o los
Individuos son lo que deberían ser en teoría (y sin espacio por lo tanto para
el sufrimiento posicional) o bien no están, sistemáticamente, allí donde pien­
san que deberían estar (y entonces no hay otro espacio, sino como teología
negativa, para la idea de habitus). En verdad, se trata de tom ar en cuenta,
lln confesión explícita, de la distancia creciente observable entre el modelo
teórico y las prácticas observadas, la suerte de una perspectiva cada vez más
Incapaz de dar cuenta de la acción «socialmente existente» sino en términos
estrictamente negativos. No se trata entonces de otra cosa que de explicar lo
que es, el sufrimiento, por lo que ya no es, la correspondencia generadora del
htbltus. En lo sucesivo, no hay más que una comprensión en negativo de los
Individuos. Al término de este recorrido, el sufrimiento aparece como la cosa
más generalizada (a falta de ser la mejor compartida) del mundo.
Allí donde La distinción se empeñó en mostrar la correspondencia «perfecta»
•ntre las posiciones sociales y los gustos estéticos, a través del habitus, La
m ilt r ia del mundo, a la inversa, describe individuos que no son jamás lo que
deberían teóricamente ser, o m ás aún, que siempre están definidos por un

fT Bourdieu et al., La misére du monde (París: Seuil, 1993).


exceso o por un déficit en sus habitus. Y no obstante, la teoría misma parece
no tener en cuenta esta inflexión, y el significado último que implica esta
inadecuación generalizada. En La distinción lo que queda opaco al agente
es la razón final de sus gustos estéticos; el hecho de que, habiendo inte­
riorizado un gusto mediante su trayectoria, dice expresar y experimentar,
en toda libertad, lo que debe gustarle en toda objetivación. En La m iseria
del m undo lo que es en lo sucesivo opaco son las razon es finales de un
sufrimiento, incluso polimorfo, procedente a la vez de la imposibilidad de
los agentes de ejercer sus actividades sociales, de comprenderse a sí mismos
mediante la idea socio-posicional que se hacen de ellos mismos, e incluso
de la transformación en términos de culpabilidad de los procesos objetivos
que están en la base de su desasosiego. Si bien el análisis siempre recurre, de
una form a u otra, a cierta idea de inconsciente, esta es sin embargo de una
naturaleza completamente diferente en las dos obras: ayer estaba inscrito
en el agente, ahora está oculto en la (des)regulación del sistema social. Ayer,
el individuo no sabía por qué hacía espontáneamente lo que hacía; hoy, el
individuo no sabe más espontáneamente, y hasta a un cierto punto, porque
ya no puede hacer lo que debería hacer. El primer inconsciente es incorpo­
rado por el individuo, mientras que el segundo le es externo y de naturaleza
socio-estructural.
Más ampliamente aún, la situación de desajuste caracteriza a un gran nú­
mero de otros agentes sociales. Es el caso, obviamente, del pequeño burgués
que está «condenado a todas las contradicciones entre una condición obje­
tivamente dominada y una participación en intención y en voluntad en los
valores dominantes»98. Es también el caso de todos los que tienen posiciones
aún mal definidas en el espacio social, como los miembros de todas las nuevas
profesiones 99. 0 experiencias que se producen durante situaciones de cambio
rápido, o cuando un campo conoce una crisis profunda y ve sus regularidades
profundamente trastornadas'00. Agreguemos además la incomodidad de un
gran núm ero de posiciones sociales entre los intelectuales, en el sentido
amplio del término, los cuales se caracterizan por posiciones dominadas, lo
propio del campo cultural, al mismo tiempo que tienen (es el caso sobre todo
de los periodistas) posibilidades de dominación en términos de notoriedad y
de consagración, de capacidad de imponer a la sociedad sus puntos de vista10’.

98 Bourdieu, La distinction, 283. En el fondo, el pequeño burgués es un individuo cuyo


habitus siem pre es acosado por un riesgo perm anente de desajuste, ibíd., 388.
99 Bourdieu, Méditations pascaliennes, 187.
10 0 Ibíd., 19 0.
10 1 Pierre Bourdieu, Sur la télévision (París: Líber, 1996).
Pero están también todos aquellos para quienes el desajuste está estructural­
mente asociado a un período de la vida, como es el caso de los adolescentes
(«si la adolescencia aparece como la edad novelesca por excelencia [...] tal vez
sea porque la entrada en la vida, es decir, en uno u otro de los juegos sociales
que el mundo social ofrece a nuestra implicación, no siempre es evidente»102)
o también, y en el otro extremo de la vida, las personas mayores, obviamente,
debido a su envejecimiento y al desacuerdo que el tiempo instaura entre su
habitus inicial y el mundo contemporáneo103. Se podría aún agregar, en una
lista ciertamente no exhaustiva, la indeterminación y la falta de claridad propia
de todo un estrato social, como Bourdieu lo afirma en el rodeo de una frase
a propósito de los estratos medios en Estados Unidos: «Es en las posiciones
medias del espacio social, especialmente en Estados Unidos, que la indeter­
minación y la incertidumbre objetiva de las relaciones entre las prácticas y
las posiciones es m áxima y, por consiguiente, tam bién la intensidad de las
estrategias simbólicas»104.

* * *

Los análisis de Bourdieu han apuntado a la vez a subrayar la diferenciación


estructural de la sociedad moderna en diversos campos y a mostrar en acción los
poderosos mecanismos de integración de esta misma sociedad. Por una parte,
bajo form a de homología de los campos, proponiendo una interpretación de
su ajuste y, por otra, bajo forma de un ajuste entre los agentes y las situaciones,
asegurando su correspondencia. Dicho de otra forma, la diferenciación de los
campos está limitada en sus consecuencias, ya que el habitus es siempre de
rigor. La distancia matricial propia de la modernidad no es m ás que la ilusión
de una percepción escolástica, pues siempre existe una estrecha concordancia
entre las orientaciones de los agentes y la morfología de los campos. En una
verdadera inversión aparente de la matriz, ya no es la diferenciación la que
da cuenta de la integración, sino que es la integración, por el habitus y por la
homología, que está en la base de las sociedades diferenciadas.
Sin embargo, como lo hemos visto, los resultados analíticos están a menu­
do en oposición con este principio. Lentamente el número de discordancias
conduce a Bourdieu a reconocer una inversión de la filosofía social en la base
de su representación de la modernidad105. A l final del recorrido, es legítimo

10 2 Bourdieu, Les regles de l'arc, 62.


10 3 Bourdieu, Choses dices, 128.
10 4 Ibíd., 159.
10 5 Esta confesión es especialm ente clara en Médicacions pascaíiennes, 276.
incluso preguntarse dónde verdaderamente opera aún la complicidad ontoló­
gica entre el habitus y el campo. El ajuste no parece en realidad de rigor sino
en el pasado y para los estratos superiores de las sociedades diferenciadas, allí
donde todos los trastornos del mundo son minimizados y filtrados, ahí donde
los agentes disponen efectivamente de probabilidades reales de reconversión
de sus capitales104. Esto explica tal vez la fascinación intelectual que Bourdieu
tuvo toda su vida respecto de los poseedores de gran capital y los herederos. El
atractivo de las clases dominantes proviene tal vez del hecho de que no es más
que para ellas, y casi solamente para ellas, que les es posible aún encontrar,
en el seno de la modernidad, el ajuste constante entre habitus y situaciones.
El ajuste entre lo objetivo y lo subjetivo es en la modernidad un privilegio de
clase. Por lo demás, Bourdieu, en 1963, en la Argelia trastornada de la época,
afirm aba ya «que el tradicionalismo es a veces un lujo»107.
Queda por comprender por qué y cómo una sociología que se cruzó tan a
menudo con los desajustes, en tantos campos y durante tanto tiempo, pudo
continuar haciendo del ajuste entre las estructuras cognitivas y las estructuras
sociales, entre lo objetivo y lo subjetivo, el punto nodal de su perspectiva108.
Ciertamente, se podrá siempre afirm ar que es la teoría del habitus la que
perm ite justam ente dar cuenta de los desajustes, pero cuando las ano­
m alías se m ultiplican al punto de superar las regularidades, ¿aún hay que
em peñarse en preservar el m odelo inicial? Detrás de esta constatación,
vacila una concepción de la m odernidad. Más allá de la lógica estructural
y del m odo de pensam iento relacional, esta voluntad se apoyó, tal vez, en
el deseo intelectual de transform ar una visión puram ente nostálgica del
m undo tradicional en un pensam iento analítico activo. Pero en el fondo, y
contra toda expectativa, es Don Quijote, mucho m ás que los hom bres y las
mujeres de la casa de Cabilia, que es el em blem a de esta sociología.

10 6 La conclusión de Bourdieu se une así a la observación propuesta por autores británicos


en cuanto al hecho de que la ideología dominante solo actúa en los estratos superiores
de la sociedad. Cf. Nicholas Abercrom bie, Stephen Hill, Bryan S. Turner, The Dommant
Ideology Thesis (Londres: C eorg e Alien y Unwin, 1980).
10 7 Bourdieu et al., Travailet travailleurs en Algérie, 382.
10 8 A su manera, esta constatación no puede no hacer pensar en el descubrim iento, por
Bourdieu mismo, mediante la estadística, que el matrimonio considerado como típico en
las sociedades arabo-bereberes, aquel que se contrae con una prima, no representaba
sino que 4 a 6 % de los m atrim onios. El aju ste entre las estructuras objetivas y las
estru ctu ras m en tales, q u e probablem ente habrá q u e cuantificar, se ubica tal vez
tendenciosam ente en un orden de magnitud sem ejante. Cf. Bourdieu, Le sens pratique.
C A PÍTU LO IV
Niklas Luhmann (1927-1998), la contingencia por la
diferenciación

A p esar de sus profundas diferencias y la diversidad de las situaciones


históricas en las cuales ellos trabajaron, un punto esencial de acuerdo une
a los autores anteriores. Para los tres, la cesura que la diferenciación social
introduce en la sociedad m oderna es contenida p or procesos societales
de integración. Por el contrario, para otra representación, ninguna inte­
gración coherente o arm oniosa de la sociedad m oderna es posible en lo
sucesivo. Lo que se deshace así, a nivel de la matriz m adre, no es otra cosa
que el vínculo implícito entre la diferenciación y la integración'. Esta visión
tiene su más alta y com pleja expresión intelectual en N iklas Luhmann. Es
él quien mejor describe la integración de la sociedad m oderna como una
situación aleatoria y jam ás com pletamente estabilizada. Para Luhmann la
nueva forma de diferenciación conduce a un increm ento considerable de
las capacidades propias de cada sistem a y al final de toda posibilidad de
coordinación jerárquica entre los diversos sistem as.
La teoría de Luhmann no tiene una arquitectura jerárquica, sino m ás bien
una form a reticular con una multitud de distinciones cuyo pleno significa­
do no es com prensible sino a través del contraste con los otros conceptos.
Sea cual sea entonces el punto de entrada escogido, uno se ve obligado a
abordar los otros, por cuanto los diversos conceptos se construyen a través
de una serie de diferencias. Si bien es posible observar una relación signi­
ficativa entre ciertos aspectos de la concepción teórica global de Luhmann
y las realidades o problem as empíricos, dado su grado de abstracción, sus
conceptos no son a m enudo m ás que el producto de una deducción o de un

1 Para Bell, en una obra que tuvo una gran repercusión Intelectual, la sociedad moderna
ha dejado de ser integrada y está escindida por contradicciones Insuperables. Las
tensiones tienen así una función más importante que los acuerdos en los diferentes
ám bitos de acción y, especialm ente, no existe ninguna otra posibilidad de integración
global normativa que un llamado nostálgico a una form a de religión. Cf. Daniel Bell,
Les contradictions culturelles du capitalisme (París: PUF, 1979).
avance intelectual propiamente autónomo a su sistema de pensamiento. Esta
situación no es ajena a la recepción que a menudo tuvo la obra de Luhmann,
m uchas veces percibida ya sea como un simple redespliegue redundante de
algunos conceptos en diversos campos sociales, o bien como propuestas
generales y abstractas separadas de toda articulación o interés empírico.
Es cierto que la obra de Luhm ann se despliega de una m anera concéntrica,
con la reaparición frecuente de los m ismos tem as, a partir de perspectivas
distintas, con varios años de intervalo2. Sin embargo, es posible, por razones
de presentación, distinguir elem entos pertenecientes a una teoría general
de los sistem as sociales, de las visiones de conjunto sobre una teoría espe­
cífica de la sociedad m oderna, en fin, de los estudios m ás puntuales sobre
los sistem as parciales de la sociedad m oderna3.

I. En el inicio s e en cu en tra la co n tin g en cia

En m uchos aspectos, el punto de partida intelectu al de Luhm ann es


sem ejante al de Parsons. Como él, detecta en la raíz de la vida social una
doble contingencia. La sociología debe constantem ente dar cuenta de una
situación paradojal, a saber, que el orden social es siem pre prácticam ente
existente, siem pre está dado y presente, siem pre por lo tanto ya resuelto
en su calidad de problem a y, no obstante, al m ism o tiem po, es siem pre
altam ente im probable. En el fondo, en toda operación de la vida social,
cada actor puede responder por una afirm ación o por una negación. Esta
doble p osibilidad hace avizorar la im posibilidad fundacional de la vida
social. Las posibilidades individuales aparecen de m anera radicalm ente
contingentes: Ego y A lter pueden tener representaciones opuestas y sin
coincidencia. En todo caso, la contingencia irreprim ible de la vida social
supone que su interacción pueda desarrollarse siem pre de otra m anera.

2 Para una presentación pedagógica de sus conceptos Cf. Giancarlo Corsi, Elena Esposito
y Claudio Baraldi, Luhmann en glosario (Milán: Franco Angelí, 1996).
3 El nom bre de los tem as, d e los con cep tos y de las herram ientas desarrolladas por
Luhmann a lo largo de su vida prohíben un tratam iento en profundidad del conjunto
de su teoría. Hemos optado por una presentación, no sin algunas sim plificaciones
necesarias, a los contornos de su teoría general de la sociedad moderna, sin que nos
sea posible abordar las evoluciones y aplicaciones que Luhmann hizo de su teoría en
d iferentes sistem as sociales (econom ía, política, religión, educación, ciencia, arte).
Preocupados por la claridad y la com prensión, nos esforzarem os ante todo en presentar
los grandes ejes de su teoría dejando a veces de lado consideraciones más críticas. Para
una introducción general al pensam iento de Luhmann, cf. entre otros, Juan Antonio
García Am ado, «Introduction á l’oeu vre de Niklas Luhmann», Droit et société 10 -n
(1989): 15 -5 1; y el número especial de Recherches socioiogiques, «Niklas Luhmann en
perspective», XXVII, n.°2 (1996).
Si en el caso de Parsons la respuesta a este problem a reside en la es­
tabilización de las expectativas recíprocas entre lo s actores luego de la
interiorización por estos de un sistem a n orm ativo com ún que perm ite
las interacciones, Luhm ann, por su parte, apunta a dar con una respuesta
capaz de conservar en ella, de m anera durable, la m ayor dosis posible de
contingencia social (es decir, la eventualidad de que existan siem pre otras
posibilidades). A l com ienzo, plantea el problem a de una m anera sem e­
jante a Parsons. Las expectativas de la conducta de Ego dependen de la
contingencia de la respuesta posible de A lte ry , a la vez, las expectativas
de A lter dependen de la contingencia de las respuestas de Ego. Es decir,
hasta qué punto, durante toda relación, puede producirse lo inesperado,
hasta qué punto las posibilidades de com unicación no son, justam ente,
m ás que posibilidades.
Ahora bien, para Luhm ann, Ego y A lter no designan personas indepen­
dientes existentes fuera de la com unicación. Por el contrario, para él, ellos
no son efectivam ente Ego y Alter, a m enos que y solam ente si form an parte
de una com unicación. Para Luhm ann, la doble contingencia no puede ser
reducida a ninguno de los participantes, esta es en sí m ism a indeterm inada
y posee una independencia propia que está en la b ase m ism a de la vida
social. Ego y A lter se b asan sobre im putaciones recíprocas: cada sistem a
hace lo que el otro desea si, a la vez, este hace lo que desea el prim ero. La
form ulación que da Luhm ann es en varios aspecto s sorprendente: dos
cajas negras, que por el hecho de circun stancias cualesquiera, estable­
cen una relación entre ellas, en la cual cada una determ ina su conducta
a partir de sus propias operaciones autorreferenciales. La com unicación
así establecida deton a u na serie, puesto que llam a a u na reacción. Las
capacidades de tratam iento de la inform ación propia de cada sistem a le
permiten ob servar al otro com o un sistem a en un entorno, y aprehender
su form a autorreferencial a p artir de su propia observación. Los criterios
selectivos del otro sistem a no pueden ser observados desde el exterior.
La única cosa que Ego ob serva es la selección realizada en su entorno por
Alter. La indeterm inación de la autoreferencia de cada sistem a es y p er­
m anece total. Por esta vía, por la cual cada uno de los protagonistas trata
de influenciar lo que observa, aparece un orden em ergente, justam ente el
sistem a social. A este nivel la contingencia pasa a ser plenam ente social,
ya que ella se presenta a p artir de un horizonte doble de perspectivas.
Ego no puede asum ir la operación autorreferencial de A lter, pero sí puede
aprender a partir de su p osición de observador. El orden social nace de las
observaciones recíprocas efectuadas por sistem as autorreferenciales4. En
breve, se trata de com prender cómo la diferencia se halla en el fundam ento
de la explicación del orden social.
Los diferentes pliegues y giros de esta obra compleja, incluso com plica­
da, se encuentran analíticam ente unidos por esta voluntad intelectual de
m antener constante, en cualquier nivel de evolución o de estabilización de
los sistem as sociales, la conciencia del carácter altam ente improbable del
orden social. Sea cual sea el verdadero alcance del «cambio de paradigma»
acontecido al inicio de los años ochenta, con el giro autopoiético de su obra,
este cambio puede ser interpretado como una m anifestación más de esta
voluntad inicial, una representación reforzada de la improbabilidad innata
de los sistemas sociales. La teoría de los sistemas es para Luhmann el marco
teórico más pertinente y m ás desarrollado a la fecha para dar cuenta de las
form as a partir de las cuales se describe la sociedad m oderna. Su compleji­
dad obliga a deshacerse de la ilusión de encontrar a nivel de la acción o del
sujeto los elementos de com prensión de nuestra sociedad.

II. Los siste m a s a u to rreferen c iale s

Un cambio de paradigma

La teoría de los sistem as de Luhm ann parte de la idea de la transfor­


m ación de la noción de sistem a durante las últim as décadas5. La primera
transform ación m arca la transición de la concepción de sistem as cerrados
a sistem as abiertos, es decir, de sistem as que intercambian energía con su
ambiente. Ahora bien, en esta concepción, es grande la tentación analítica
de hacer de esto el verdadero factor transform ador del sistem a m ism o6.

4 Niklas Luhmann, SozialeSysteme. Crundríb einerallgemeinen Theorie (Frankfurt: Suhrkamp


Verlag, 1984), cap. III, 14 8 -19 0 (trad. Inglés, Social Systems [Stanford, CA: Stanford
University Press, 1995], 10 3-136).
5 Luhmann, Soziale Systeme, 15 -2 9 (trad. inglés, 1-11). Esta transform ación ha acarreado
desarrollos diferentes, a veces incluso opuestos, en las ciencias sociales. En todo caso,
se encuentra en la base de dos procesos muy diferentes: (a) El problema de la institución
de lo social com o resultado de la división entre la sociedad y un lugar exterior a ella,
verdadera fuente de sus significados (Jean-Pierre Dupuy, Ordres et désordres (París:
Seuil, 1982), 24 y ss.; (b) La ¡dea de autorregulación de lo social. La com plejidad por el
ruido com o nueva versión de la ¡dea de la mano invisible de Smlth, con una Insistencia
particular sobre las ¡deas de com plejidad, de ¡ncertidum bre y de paradoja (entre otros,
en Francia, E. Morin, Y. Barel). Cf., para una visión de conjunto, Paul D um ouchelyjean-
Plerre Dupuy, eds., L’auto-organisation (París: Seuil, 1983).
6 En Francia, una posición de e ste tipo está bien representada por los trabajos deHenri
Atlan, Entre le cristal et lafumée (París: Seuil, 1979), especialm ente la primera parte,
Pero a esta transform ación le sigue una segunda, aún m ás im portante,
descrita por el paradigma de la autopoiésis7. En la base de este paradigma
se hallan los trabajos de Humberto M aturana8. Para este autor se trata de
estudiar los seres vivos como sistem as organizacionalm ente e inform ativa­
mente cerrados (cierre que no debe confundirse con su apertura energética
hacia el ambiente). Este cierre es la característica preponderante de sistemas
autopoiéticos, que tienen entonces la capacidad de producir su propia orga­
nización junto con conservar su identidad a pesar de las transform aciones
efectuadas. Cada sistem a autopoiético define su propia inform ación. Es
esta selección de sentido lo que mejor lo caracteriza. Vale decir hasta qué
punto esta visión es extrem a, ya que el conocim iento no es m ás «que un
puro producto del cierre inform acional del sistem a sobre sí m ism o»9. Lo
anterior ha perm itido a algunos concluir que en esta concepción ya no hay
más distinción entre la alucinación y la percepción10.
Para Luhmann hay tres grandes sistemas autorreferenciales: los sistemas
vivos (células, cerebros, organismos), los sistem as psíquicos y los sistem as
sociales. La autoreferencia de un sistem a significa, ante toda otra cosa, que
el sistem a enfrenta un entorno estructurado de cierta m anera. La noción de
autopoiésis, tal como la conceptualiza Luhmann, le permite dar cuenta tanto
de la identidad propia de un sistem a como de su capacidad de producir, a
través de las operaciones que él efectúa con el fin de reducir la complejidad de
su entorno, nuevas form as cada vez más complejas. La autopoiésis designa,
por lo tanto, el proceso m ediante el cual un sistem a define su estado futuro
a partir de las lim itaciones anteriores. La autonom ía del sistem a subraya,
entonces, el hecho de que es solam ente a partir de las operaciones propias
de un sistem a que se puede determ inar lo que es pertinente o no para él,
y especialm ente, lo que le es indiferente. Un sistem a no está forjado para
responder a todas las solicitaciones del entorno11.

13-130 , y A ton et a raison (París, Seuíl, 1986). Cf. las observaciones de Luhmann, Soziale
Systeme, 31 y ss. (trad. inglés, 12 y ss.).
7 Para las im plicancias de este cam bio de paradigm a, cf. Jean Clam, Droit et société en
Niklas Luhmann (París: P.U.F., 1997), 242-252.
I Humberto Maturana y Francisco Varela, Autopoiésis and Cognition (Dordrecht: Reidel
Publlshing Company, 1980).
9 Cf. la lectura propuesta porJean-Pierre Dupuy, Ordresetdésordres, 119. Especialm ente
la distinción que el autor introduce entre la posición de Maturana y de Varela y la de
Atlan.
10 Luden Sfez, Critique de la communication (París: Seuil, 1988), 194.
II Sobre esto s puntos, se pueden ver d os artículos d e Niklas Luhmann, «Rem arques
préllm inaires en vue d ’une th éorie des systém es sociales» , Critique 4 13, t. XXXVII
Sistema y ambiente

Un sistema, que es un conjunto de elementos en relación, se constituye a


través de la producción y el mantenimiento de una diferencia con su entorno,
utilizando sus fronteras con el fin de mantener esta diferencia. Las fronteras
de un sistem a son así dadas por el ambiente en el cual el sistem a ejerce sus
efectos. Fuera de estas fronteras, los elementos continúan operando en otras
condiciones, ya que estos pueden pasar a ser elem entos seleccionados por
otro sistem a. Cada sistem a desarrolla, entonces, una gran indiferencia a su
entorno, ya que no es el entorno, sino únicam ente el sistem a mismo el que
decide la naturaleza de los factores que serán favorecidos en el intercambio.
Un sistem a puede así reaccionar de m anera diferente a situaciones hom o­
géneas, ya que puede condicionarse incluso en función de determinaciones
internas que no tienen una relación inmediata con su entorno. En resumen,
el sistem a es justamente la diferencia entre el sistem a y el entorno.
El entorno comprende los elem entos que no pertenecen en realidad al
sistem a, pero que pueden influenciarlo. Esto lleva a Luhm ann a distinguir
entre el entorno de un sistem a y los sistemas existentes en el entorno. Cada
sistem a tiene en su entorno un com plejo confuso de relaciones siempre
cambiantes del tipo sistem a-entorno. El progreso de un sistem a pasa por la
instauración de nuevos límites y, al final, por el establecimiento de sistemas
con una auto-referencialidad interna. El grado de complejidad de un sistema
depende de las relaciones que este m antiene con su entorno; y este será
tanto más complejo en cuanto tenga un número más elevado de relaciones
y de aberturas. Ahora bien, dada esta constitución de los sistem as, es decir,
interrelaciones selectivas entre elem entos y distinción sistem a-entorno,
queda claro que cada sistema es imposible de determinar para los otros, lo que
exige la creación de nuevos sistem as con el fin de regular esta imposibilidad
(lo que será lo propio, com o verem os, de los sistem as de comunicación).
La teoría se refiere así a los vínculos entre el observador y lo observado,
o m ás bien, sobre la m anera en la cual los objetos son constituidos por
m edio de la observación. Es sobre este aspecto que la obra de Luhmann es
de un constructivism o operacional consecuente: aun cuando no niega la
existencia de la realidad, no considera a esta sino a través de las operaciones
de observación que realiza un sistema. Todo conocimiento no es más que
una observación relativa a las propias categorías de un observador. Dicho
de otra form a, los sistem as autopoiéticos presuponen otros niveles de

(1981): 9 9 5-10 14; «Développem ents récents en théorie des systém es» (1988), en Cérard
Duprat, ed., Connaissance du politique (París: PUF, 1990), 281-293.
realidad (no construyen su propio mundo material), pero todo lo que ellos
utilizan en su calidad de diferencia o identidad es de su propio resorte12. En
la realidad no hay nada que corresponda a las categorías del conocimiento,
ya que la realidad existe siempre de una m anera positiva, plena, mientras
que el conocim iento solo opera mediante distinciones que, en este sentido
preciso, no corresponden directamente a nada en la realidad. No obstante, la
realidad tiene un rol negativo liminar, puesto que separa los conocim ientos
aceptables y aquellos que no lo son. Luhm ann no niega la realidad, pero
la garantía de la realidad se halla exclusivam ente en las operaciones del
sistema, que deben lim itarse a lo que ellas obtienen y durante el tiempo
que esto resulta posible.

La reducción de la complejidad

La enorm e complejidad del entorno (y aun m ás del m undo )13 explica por
qué un sistem a debe renunciar, para autoproducirse, a la pretensión de
dom inar la totalidad de las causas que necesita para determ inar sus efectos
y centrarse solam ente en ciertas causas, para seleccion ar los elem entos
que le son necesarios14. Más claramente, todo sistem a necesita reducir la
com plejidad con el fin de poder procesarla. El punto es im portante. Los
elementos constitutivos de un sistem a no existen independientem ente de
él (como era tan a m enudo el caso en la antigua concepción de la teoría de
los sistemas). Por el contrario, un elemento no se constituye verdaderamente
como unidad sino que a través del sistem a. Es este últim o que constituye
un elem ento en su calidad de elemento, con el fin de establecer relaciones,
pero al m ism o tiem po un sistem a no puede constituirse o cam biar m ás que
en la m edida en que sus elem entos entran en relación entre ellos. Hay aquí

U En este sentido preciso, la posición de Luhmann se acerca considerablem ente a un


constructivism o radical. Cf. sobre este asp ecto las propias aclaraciones en tregadas
por Niklas Luhmann, «The A utopoiesis o f Social System s», en F elixG ey ery Johannes
Van der Zouw en, eds., Sociocybernetic Paradoxes (Observation, Control and Evolution o f
Self-steeríng Systems) (Londres: Sage, 1986), 172-19 2. Y para una perspectiva general
de esta problem ática, Paul W atzlawick, ed., L’invention de la réalité. Contributions au
constructivismo (París: Seuil, 1988).
11 En Luhmann hay en realidad un doble uso de la ¡dea de com plejidad. Poruña parte, y e s
a este desarrollo que dedica la m ayor parte de sus trabajos, el concepto hace referencia
a un tipo específico de conexiones entre los elem entos de un sistem a, pero por otra
parte, y a m enudo de manera implícita, la com plejidad opera com o un presupuesto
ontológlco sobre la naturaleza de la realidad. Y desde este punto de vista, el mundo,
aún m ás q u e el entorno de un sistem a, aparece com o el lugar de una com plejidad
infinita, por cuanto es el lugar d e todas las com plejidades.
14 Luhmann, Soziale Systeme, 40-4 1 (trad. inglés, 20).
una m uy fuerte relativización de la noción de elem ento que no remite más
a una unidad substancial última. Los elementos solam ente son elementos
para los sistem as susceptibles de utilizarlos como tales, y no lo son sino
que a través de estos m ismos sistem as. Es esto que designa el concepto de
sistema autorreferencial15. Dicho de otra forma, toda unidad utilizada por un
sistema está constituida por el mismo sistema. Esta unidad es el resultado de
una operación que el sistem a debe construir. Un sistem a se constituye, por
lo tanto, cuando logra establecer límites con la com plejidad de su entorno
estabilizando cierta selección de relaciones entre sus diversos elementos.
Y por este hecho, es im posible predecir qué relaciones se llevarán a efecto.
La com plejidad supone la incertidumbre.
Para Luhmann todo sistem a tiene por función prim era reducir la com ­
plejidad de su entorno. Ahora bien, en estas relaciones, el sistema apunta al
mantenimiento de una identidad siempre definida a partir de una diferencia
establecida con el entorno. La identidad de un sistem a autorreferencial no
es entonces más que una construcción del sistem a mismo, lo que permite
a Luhmann explicar cómo puede variar en todos sus elem entos, al mismo
tiem po que logra m antener mediante diversas estrategias de selección o de
tem poralización su propia complejidad.

El cierre operaáonal

Paradojalm ente, es a través de su cierre que el sistem a term inará por


producir la novedad. Luhm ann está consciente del carácter paradojal de
esta situación, pero está convencido de que estos problem as form an inevi­
tablem ente parte de su esfuerzo por romper con las antiguas categorías de
pensam iento sociológico'6. Ahora bien, com prendam os que en su propio
cierre, un sistem a autorreferencial contiene la diferencia entre el sistema
y su entorno, es decir, que es siempre la unidad de una diferencia y que, en
consecuencia la diferencia es constitutiva del sistem a mismo. Es este cierre
que permite que el sistem a exista, ya que él contiene en sí, en su calidad de
elem ento constitutivo, la diferencia que lo separa del entorno. Insistamos
una vez m ás, con el fin de evitar m alentendidos: el cierre de un sistem a
autorreferencial lleva en él la posibilidad de la apertura en la m edida en que

15 Ibíd., Soziale Systeme, 5 9 -6 0 (trad. inglés, 33-34).


16 Para una interpretación de la obra de Luhmann particularm ente preocupada de las
paradojas que produce, cf. Ignacio Izuzquiza, «Niklas Luhmann ou la société sans
hom m e», Cahiers internacionaux de sociologie, vol. LXXXIX (1990): 377-387 (y más
am pliam ente, Ignacio Izuzquiza, La sociedad sin hombres (Barcelona: Anthropos, 1990),
especialm ente 123-129).
todo sistem a autorreferencial se constituye en función de la diferencia que
establece entre él m ism o y su entorno. El sistem a no im porta nada desde el
exterior, pero en su constitución m ism a tom a cuenta de él. La autonom ía
de un sistem a autopoiético quiere decir que cada sistem a regula incluso de
m anera autónoma su relación de dependencia o de independencia respecto
de su entorno. Es el sistem a m ismo que establece sus lím ites, y un obser­
vador externo, ubicado en el entorno, no puede m ás que observar cómo lo
hace. A nivel de las operaciones propias al sistem a no hay ningún contacto
con el entorno; una operación dada no es posible sino com o consecuencia
de los resultados de las operaciones anteriores del sistem a. Al interior de
un sistem a no hay nada m ás que sus propias operaciones. Por lo tanto, un
sistem a no está condicionado a responder a todo estím ulo proveniente del
exterior. Cuando lo hace, y aunque la reacción sea desencadenada por el
entorno, la respuesta es determ inada por la estructura propia del sistema.
Las relaciones entre sistemas se tom an así altamente problemáticas. Varias
veces se ha destacado lo m edular del problema: ¿cómo sistem as autónomos
que operan de m anera autorreferencial pueden lograr arm onizarse entre
ellos? El problem a es im portante ya que se trata de un a separación radical:
cada sistem a dispone de su propia m anera de observar el entorno. Si bien
siempre es posible introducir m atices en esta posición, Luhm ann nunca
aceptó hacer com prom isos en este punto17. Defendió la idea de sistem as
que se observan entre ellos, pero que m antienen, no obstante, la plena
autorreferencialidad de su punto de vista específico sobre el mundo.

Acoplamiento estructural e interpenetración

El problem a de la relación entre el sistem a y su entorno, o de la relación


entre sistem as, pasa a ser entonces, en cada nivel de la teoría de los siste­
mas, un problem a im portante. Para responder a esto, Luhm ann introduce
las nociones de acoplam iento estructural y de interpenetración, con el fin
de designar la existencia de form as particulares de coordinación, pero sin
disminuir la radicalidad de la tesis del cierre operacional18.
M ediante el concepto de acoplam iento estru ctu ral Luh m ann quiere
decir que el entorno no aporta nada al m antenim iento de la autopoiésis de

17 A diferencia de otros autores, cercanos a él, que desviaron un poco sus posiciones.
Cfr., por ejem plo, Gunther T eubner (ed.), State, Law, Economy as Autopoietic Systems,
Berlín, De Gruyter, 1989.
II Niklas Luhmann, “ C lóture op ération n elle e t c o u p lag e stru ctu rel” , en A ndré-Jean
Arnaud y Pierre G ulbentíf (eds.), Niklas Luhmann, observateur du droit, Collection Droít
e tso c ié té , n°5, París, 1993, pp.73- 9 8 .
un sistema y que no puede tener, desde un punto de vista causal, sino un rol
destructor. Si todo sistema no puede sino adaptarse a su entorno, su adap­
tación actual no presupone nada en lo que concierne a la propia autopoiésis
del sistema y, por lo tanto, en cuanto a su adaptación futura. El concepto de
acoplamiento estructural permite, entonces, dar cuenta del carácter altamente
contingente de un sistema, ya que resulta de un proceso de selección que,
excluyendo toda intervención del entorno sobre la autopoiésis del sistema
mismo, es evidentemente muy improbable. El concepto no designa, entonces,
m ás que los presupuestos del entorno que deben estar presentes para que el
sistema pueda continuar su autopoiésis. Al final, basta con que los acopla­
mientos estructurales sean compatibles con la autonomía de un sistema, y
puede haber un gran número de acoplamientos estructurales compatibles con
las autopoiésis de diferentes sistemas. Un sistema no puede sino construir
estructuras compatibles con el entorno, pero el entorno no puede determinar
las operaciones mediante las cuales se constituyen estas estructuras. El aco­
plamiento estructural define también un campo restringido, muy restringido,
del entorno susceptible de estimular el sistema. El concepto de acoplamiento
estructural, cuya oscuridad sigue siendo importante a pesar de los esfuerzos
de aclaración propuestos por Luhmann, permite entonces comprender cómo
el sistema está sometido a una constante irritación’9. Un sistema no puede
determinarse más que por sus propias estructuras, es decir, por estructuras
que él puede m odificar y construir mediante sus propias operaciones, pero al
mismo tiempo es imposible negar que esta autonomía suponga la adaptación
del sistema al entorno.
Por la noción de interpenetración, Luhmann desea designar no una rela­
ción general entre sistema y entorno, sino entre sistemas que pertenecen al
entorno del otro20. El concepto hace referencia a la manera en que cada sistema
pone su propia complejidad al servicio de otro sistema, o bien, la manera
en que un sistema autopoiético presupone las realizaciones complejas de la
autopoiésis de otro sistema y puede así tratarlas como una parte de su propio

19 Sobre este tema se puede incluso distinguir entre un acoplam iento estructural directo
(en el caso que, por ejem plo, un idioma, en su calidad de sistem a autorreferencial,
entre en acoplam iento con otros idiomas — las perturbaciones que un idioma ejerce
sobre otro) y un acoplam iento estructural indirecto (como cuando, por ejemplo, hay
acoplam iento entre un sistem a fonológico y un sistem a gram atical, o entre un sistema
de circulación vial y el sistem a correspondien te de acciones). Para p recisiones en
este sentido, cf. Pablo Navarro, «Objetividad social, subjetividad social, y la noción
de com plem entariedad teórica en sociología», en Nlklas Luhmann. Hacia una teoría
científica de la sociedad, Anthropos 173-174 (julio-octubre, 1997): 114 -12 5.
ao Para una presentación exhaustiva del concepto, Luhmann, Soziale Systeme, cap. VI,
28 6-34 5 (trad. inglés, 210-254).
sistema. Sin embargo, hay que comprender bien el alcance de la noción. En
la interpenetración, cada sistema es todavía un entorno para el otro, es decir,
que la complejidad que él pone al servicio del otro sistem a es de hecho una
complejidad que se presenta bajo form a de desorden. Los elementos, aunque
sean idénticos en su calidad de acontecimientos, se dotan de significados y
dan lugar a consecuencias diferentes, por ejemplo, en los diversos sistemas
psíquicos y sociales. Es lo que permite justamente a cada sistema, junto con
proseguir su autopoiésis, poner su propia com plejidad al servicio del otro
sistema. En la interpenetración puede así haber conformidad o rechazo, pero
en todos los casos el resultado no lleva jamás a una unidad: por el contrario,
hace aumentar el número de diferencias posibles. En este contexto, la irritación
designa el hecho de que cada sistema percibe perturbaciones, ambigüedades,
decepciones... pero de una m anera tal que puede continuar operando. Si la
irritabilidad de un sistema lo protege de una dem asiado rápida y creciente
inadaptación, la interpenetración conserva la identidad del sistema.
Estas dos nociones son importantes, porque es a través de ellas que Luhmann
trata de salir del solipsismo al cual le conduce una posición tan radical. Sin
embargo, en su respuesta, trata de preservar la radicalidad de su perspecti­
va, ya que el acoplamiento estructural no interviene m ás que a nivel de las
estructuras y no en la autoreproducción, es decir, que la independencia del
sistema en la constitución de sus propios elementos y en la determinación de
sus conexiones es total. Luhmann apunta especialmente por estos conceptos
a dar, por ejemplo, una explicación de las relaciones que se establecen entre
los sistemas sociales y los sistemas psíquicos, vale decir, de sistemas que se
ubican en universos fenomenológicos diferentes. En caso de una coincidencia
entre estos dos sistemas, solo se puede afirm ar que la comunicación capta la
atención de la conciencia, pero ella no puede determinar los pensamientos
ni las m aneras en que estos pensam ientos ocurrirán en la conciencia. Sin
embargo, toda comunicación confía en las capacidades de atención y de ex­
presión de las otras conciencias, aunque no pueda intervenir sobre los otros
sistemas. No se puede en ningún caso suponer que lo que se comunica pueda
convertirse completamente en acontecimientos psíquicos ni que lo que ocurre
en la conciencia pueda ser totalmente comunicado. Para Luhmann, el sistema
de comunicación y el sistem a psíquico (o conciencia), aun cuando ambos
operen por el sentido, son sistemas autopoiéticos completamente diferentes.
No obstante, entre los dos hay una relación, ya que no hay comunicación sin
conciencia ni desarrollo de la conciencia sin comunicación. Es el lenguaje que,
mediante la distinción forma/medium, permite a la comunicación tratar la
conciencia como un médium dispuesto a acoger form as comunicacionales,
Al Igual que a la conciencia de considerar la comunicación como un médium
por el cual ella logrará imponer sus formas. Dicho de otra manera, las formas
lingüísticas tienen la característica de poder justamente ser tratadas como
médium por sistemas autopoiéticos diferentes. La socialización pierde así toda
importancia analítica preponderante. En todo caso, se trata en lo sucesivo de
distinguir entre la génesis de las expectativas y la génesis de la conformidad
con las expectativas de los demás.
Esto lleva a Luhmann a dos consecuencias importantes. Por una parte, a
atribuir a los hombres una mayor libertad e imprevisibilidad que cuando son
considerados solamente como elementos de un sistema social. Por otra, a
afirm ar que los sistemas sociales no pueden determinarse por las intenciones
de los individuos y que su complejidad excede siempre las competencias de
los sistem as psíquicos. Esta teoría da así a Luhmann todos los elementos
que le permiten verdaderamente reemplazar la antigua idea de sujeto por la
de sistema. O más bien, se dota de herramientas que le permiten realmente
operacionalizar el sentido en su calidad de rasgo de un sistema. Con la no­
ción de autopoiésis, el concepto de auto-referencia (reflexión, reflexividad)
se separa de la conciencia humana o del sujeto y se desplaza hacia campos
de objetos, es decir, a sistemas reales en su calidad de objetos de la ciencia2'.
D esplazam iento tanto m ás necesario considerando que para Luhm ann
m uchos problemas de la sem ántica del individuo en la sociedad moderna
provienen justamente de la sospecha universal respecto a las motivaciones
de los individuos22, pero especialmente de la representación de un individuo
transformado en sujeto, y caracterizado como poseedor de su origen último
en sí mismo y fuera de la sociedad23.
A este estadio de lo expuesto, notemos ya la diferencia importante que
separa a Luhmann de Parsons24. Para Parsons, el sistema es concebido como

2t Luhmann, SozialeSystem e, 58 (trad. Inglés, 32). Cf. también las observaciones críticas
de Habermas sobre este asp ecto en Jürgen Habermas, Le discours philosophique de la
modernité (París: Gallimard, 1988), especialm ente 434-454.
22 Niklas Luhmann, «The Individuality o f the Individual», en Thom as C. Heller, Morton
Sosn a, David E. Wellbery, eds., Reconstructing Indivldualism (Stanford, CA: Stanford
University Press, 1986), 313-32 5 .
23 Para Luhmann, el sujeto no es más que un lastre de la antigua tradición europea incapaz
hoy día de sentar las bases de una teoría de la sociedad que tenga el nivel necesario
de com plejidad. Cf. Niklas Luhmann, «La mallce du s u je te t la questlon de l’homme»,
Sociétés 43 (1994): 3- 15.
24 No podrem os abordar aquí en detalle las continuidades y rupturas explícitas entre
la obra de Luhmann y la de Parsons en lo que concierne a la doble contingencia, la
Interpenetración, la teoría de los sistem as, incluso la relación que se puede establecer
entre la noción de código binario y las variables de pauta. Sobre este tema, entre muchas
otras aclaraciones disem inadas en sus obras, cf. Niklas Luhmann, «Talcott Parsons: The
algo que opera mediante estructuras estables, a partir de las cuales realiza
cambios internos con el fin de responder a los cam bios producidos en el
entorno. Para Luhm ann, la noción de autopoiésis perm ite dar cuenta de
manera más precisa de este proceso. Gracias a su cierre, un sistema es capaz
de seleccionar ciertas perturbaciones de su entorno o bien, y a la inversa, ser
indiferente frente a otras. Es justamente este cierre el que define su autono­
mía. Pero este cierre, que podemos llamar entonces cognitivo, quiere decir
que el sistema solamente se mantiene por medio de relaciones selectivas que
apuntan a reducir la complejidad de su entorno. A diferencia de Parsons, la
identidad del sistema no se define, entonces, por su equilibrio (lo que hará
decir a Luhmann que, en el caso de Parsons, la estructura prim a sobre el fun­
cionalismo), sino por su capacidad de mantener una frontera con su entorno.
En la m edida que el entorno de cada sistema es más complejo que el sistema
mismo, este último debe compensar esta inferioridad mediante estrategias de
selección. A l final, cada sistema produce y transporta así solamente su propia
información. Luhmann dirá entonces que, a diferencia de Parsons, él propone
privilegiar con fuerza el concepto de función sobre el de estructura, con el
fin de asegurar el dinamismo de conjunto de su teoría y, especialmente, con
el fin de dar cuenta de las posibilidades y contingencias inherentes a la vida
social. De manera inversa a Parsons, para quien el concepto de función estaba
al servicio del mantenimiento del sistema y de su lugar en el conjunto societal,
para Luhmann el sistem a autorreferencial está destinado, en una sociedad
moderna compleja, a la realización exclusiva de su función. La función ya no
depende de las estructuras; no es m ás que un punto de vista evolutivo que
tiene múltiples posibilidades25.
El desplazamiento del análisis de Luhmann hacia una teoría tan oscura en
muchos aspectos es, en su opinión, un desafío impuesto a la sociología, por el
despliegue de una sociedad moderna compleja donde los diversos sistemas
sociales aparecen como cerrados y autónomos, teniendo cada uno de ellos,
gracias a sus propios mecanism os de selección, la capacidad de producir, no
solamente su estructura, sino también sus propios elem entos26. Pero ¿cómo

Future o f a Theory», en The Diferenciación o fSociety (Nueva York: Columbia University


Press, 1982), 47-65.
1S Para un estudio sobre las divergencias de Parsons y de Luhmann a p ropósito de la
integración social, cf. O. Tschannen, «Anomie et intégration sociale: Fenn, Luhmann
y le paradigm e néodurkheimien», Revue européenne des sciences sociales 83 (1989): 12 3-
146.
ai Para una crítica muy fuerte e interna de este endurecim iento de la teoría general de los
sistem as en medio de los años ochenta, cf. Danilo Zolo, «Autopoiésis. Un paradigm a
conservatore», Micromega 1 (1986): 129-173.
desarrolla Luhmann, mediante esta teoría, una teoría específica de la socie­
dad m oderna ?27 Para com prenderlo es necesario desarrollar sus teorías de
la com unicación, de la evolución y de la diferenciación sociales28.

III. S iste m a s so c ia le s y com un icación

La comunicación

Para Luhm ann, la com plejidad de la sociedad m oderna im pide toda


voluntad de instaurar la acción, incluso los sistem as de acción com o en
el caso de Parsons, en la base de la teoría sociológica. Para él, la acción
no tiene el grado de com plejidad requerido para d escribir una sociedad
compleja, ya que la acción puede com prenderse fuera de una dim ensión
estrictam ente social, com o cuando, por ejem plo, es d escrita com o una
conducta singular, solitaria, sin repercusión social. M ás todavía: la noción
de acción presupone siempre que es el individuo quien está tras ella. Lo que
im plica una dificultad im portante para Luhmann: es im posible decidir la
naturaleza exacta de la acción, ya que puede estar ubicada tanto en el lado
del sujeto (sus m otivaciones, sus intenciones, sus intereses) como en el
lado de la sociedad (donde las situaciones prim an al m omento de decidir
la selección ejecutada por la acción). Por el contrario, para Luhm ann la
com unicación es siem pre una operación social: es el hecho que alguien
com prenda o no lo que le perm ite seguir desarrollándose. M ás aún, la
com unicación es el elem ento decisivo de la diferenciación de los sistemas
y de lo s sistem as de com unicación com plejos, sin el cu al no se puede
describir la sociedad moderna. Los sistem as sociales se constituyen por la
comunicación, «suponen que procesos de selección múltiple se determinan
unos a otros por m edio de la anticipación o de la reacción»29. De m anera

27 Luhmann distingue tres sistem as sociales. Primeramente, la sociedad definida como


el sistem a social que incluye la totalid ad de las com u n icaciones. Enseguida, las
interacciones que son sistem as sociales que exigen la presencia física permanente de
los participantes en la com unicación. Por último, la organización fija los límites d e un
sistema social a través de las funciones atribuidas a los participantes en la comunicación.
Para estas distinciones, cf. Niklas Luhmann, «Interaction, Organization and Society»,
The Differentiation o f Society, 69-89.
28 Para las e v o lu c io n es q u e sigu e n cf. esp ec ialm en te la p resen tació n p ed agó gica
proporcionada por Niklas Luhmann y Raffaele De C eorgi, Teoría della Societa (Milán:
Franco Angeli, 1992); igualmente, Niklas Luhmann, «The two sociologies and the theory
o f Society», Thesis Eleven 43 (1995): 28-47.
29 Niklas Luhmann, Macht (Stuttgart: Ferdinand Enke Verlag, 1988) 5, (trad. inglés, Trust
and Power [Chichester-Nueva York: John Wiley & Sons, 1991], 108).
Inversa, las acciones no son más que acontecimientos, por lo tanto definidas
por una dim ensión temporal y efím era, que solo perm ite la form ación de
estructuras transitorias.
Pero dado el carácter autopoiético de los sistem as autorreferenciales, la
comunicación es altamente improbable y siempre contingente. Cada sistema
social es un sistema operacionalmente cerrado, constituido exclusivamente
por sus propias operaciones, que reproduce com unicaciones a partir de
otras com unicaciones. Un sistem a social está com puesto por elem entos
(es decir, comunicaciones) que él mismo produce y que reproduce a través
del crecimiento de sus m ismos elem entos (es decir, por medio de com uni­
caciones). La constitución de un sistem a incluye entonces com unicaciones
y excluye todo el resto. Pero ya que la com unicación se basa en selecciones
que son lo propio de los sistem as autorreferenciales, queda claro que cada
sistema constituye lo que selecciona como inform ación. El proceso de co­
municación aparece así como extrem adam ente improbable. Sin embargo,
para explicar cómo la com unicación ocurre a pesar de todo, Luhm ann se­
ñala que la unidad propia de la com unicación no se establece a nivel de los
sistemas, sino que a un nivel que le es propio. Los individuos, por ejemplo,
se tornan dependientes de un sistem a de orden superior, gracias al cual
pueden elegir contactos recíprocos. Dicho de otra form a, la comunicación,
siempre altamente improbable, es un fenóm eno emergente por el cual se
refuerzan las probabilidades de crear redundancia, de estabilizar ciertas
posibilidades. Ahora bien, y a diferencia de Parsons, para quien la comu­
nicación em anaba de cierta m anera de las instituciones, ya que los m edios
de intercam bio incluso son ideados en función de los sistem as sociales
diferenciados, ella está por el contrario, para Luhmann, en la base m isma
de la constitución de los sistem as. No hay entonces deducción posible a
partir de la diferenciación sistémica en cuanto al número y tipo de medios de
comunicación. Luhmann concibe incluso, a la inversa, los sistem as sociales
concretos, funcionalmente diferenciados, organizados en torno a medios de
comunicación generalizados, com o soluciones diferentes al problem a de la
contingencia30. El sistem a emergente posee un modo propio de operación,
una autopoiésis propia y una posibilidad de continuación de su evolución.
Por lo tanto, la unidad de la com unicación ya no se refiere a los individuos
que intervienen en ella, sino que al sistema que esta constituye. El horizonte
de todas las com unicaciones posibles no es otro, entonces, que la sociedad

10 Para la diferencia entre su posición y la de Parsons, cf. Niklas Luhmann, «Generalized


media and the problem o f contingency», en Jan J. Loubser et al., eds., Explorations in
General Theory in Social Science. Essays in Honour o f Talcott Parsons (Nueva York: The
Free Press, 1976), 50 7-532.
en su totalidad. La com unicación define en sí m ism a un sistem a propio que
no puede explicarse solam ente a nivel de los sistem as.
A hora bien, todo sistem a com unica a partir de un código, ya que es a
partir de él que logrará seleccionar su inform ación3’ . Luhm ann desarrolla
una concepción binaria del código, construido cada vez en torno a una
diferencia fundam ental (la binaridad permite integrar el valor opuesto, por
lo que cada valor es, al m ism o tiempo, identidad y diferencia). El código
permite así estructurar situaciones altamente complejas de una manera muy
sim plificada. Para la sociedad m oderna, cada sistem a social está dedicado
a la realización de una función específica m ediante un código que le es
propio. Aún m ás, gracias a la existencia de este código binario el sistema
logra llevar a cabo su función cada vez con m ejor desempeño. Y mientras
m ás com pleja y diferenciada se vuelve una sociedad, m ás se especializan
los códigos de sus sistem as sociales y, sobre todo, m ás poderosos se tor­
nan. Lo que supone, una vez m ás de m anera paradojal, que m ientras m ás
opera un sistem a a través del cierre garantizado por su código binario, más
capaz es de reducir la com plejidad de su entorno (por ejemplo, el código
del derecho es legalidad/ilegalidad; el de la ciencia, verdad/no verdad; de
la econom ía, tener/no tener; de la política, gobierno/oposición, etc.). La
sociedad m oderna justam ente no es nada m ás que la form ación de siste­
m as cada vez m ás autónom os, los cuales se autoconservan como sistem as
autorreferenciales. Es así, por ejemplo, que todo lo que es económicamente
pertinente se expresa en térm inos de dinero y que, en consecuencia, queda
excluido de una expresión en dinero todo lo que no lo es. U n sistem a fu n­
cional solam ente existe com o sistem a de com unicación en la m edida que
dispone de un código particular que le perm ita procesar la inform ación de
su entorno y en la m edida que, al mismo tiempo, posea un programa que le
posibilite, frente a cada selección propuesta por el código binario, hacer una
elección. Sin estos m ecanism os de diferenciación de los códigos propios de
cada sistem a social, no habría habido posibilidad de diferenciación societal.
La codificación permite la diferenciación y la especialización de un sistem a
en relación con otros, y la program ación solam ente puede efectuarse de
m anera específica en referencia a un código.

31 Cf. entre otros, Niklas Luhmann, Okologische Kommunikation (Opladen: W estdeutscher


Verlag, 1990), capítulo VIII (trad.Inglés, Ecological Communication [Cambridge: Polity
Press, 1989], 36- 43).
Los medios de comunicación

Luhm ann distingue tres tipos de m edios de com unicación, a saber, el


lenguaje, los medios de difusión y los m edios de com unicación sim bólica­
mente generalizados. Los tres son médiums, es decir, poseen una estructura
abierta que hace posible la relación con diferentes form as, aun cuando
imponen, a cada una de ellas, rasgos com unes que perm iten justamente la
realización de la comunicación. Estos m edios de com unicación tienen la
función, en la teoría de Luhmann, de explicar cómo es posible la autopoiésis
de la sociedad, ya que la redundancia propia de toda com unicación está en
la base de la diferenciación de los sistemas. Su estudio de los m edios trata
así de dar cuenta del «incremento de verosim ilitud de lo inverosímil»32, la
realización de una im probable comunicación.
Para Luhm ann, los m edios de com unicación son lo que perm iten la
realización de la com unicación en los sistem as sociales. Ahora bien, si la
com unicación solo remite a sí misma, se construyen m odos complejos de
com unicación a m edida que esta se desarrolla. La com unicación, elemento
constitutivo de los sistem as sociales, se efectúa a pesar de su gran im pro­
babilidad. En toda relación contingente hay la posibilidad de rechazar la
com unicación. En todo lenguaje, en efecto, hay dos posibilidades: la afir­
mación o la negación, sí/no. El punto es im portante. Mediante lo anterior,
cada sistem a conserva su cualidad autopoiética, pero esta aceptación o este
rechazo están cargados de consecuencias en lo que concierne a la continua­
ción de la comunicación. Sin embargo, el lenguaje en sí m ismo no permite
explicar el porqué del éxito de una com unicación, ya que es portador de
ambas posibilidades. La explicación para Luhm ann se halla una vez m ás en
la teoría de los sistem as, en el hecho de que los sistem as desarrollan condi­
cionamientos que permiten decidir respecto de la oportunidad o no respecto
a aceptar una com unicación. La redundancia quiere decir, en este marco,
que la existencia de un carácter hace que otros sean probables. Mediante
la codificación del lenguaje, la sociedad desarrolla autocondicionam ientos
que permiten la form ación de expectativas sobre la base de las cuales las
comunicaciones pueden o no ser aceptadas.
Sin embargo, el lenguaje se ubica a un nivel de escasa generalidad, ya que
exige la copresencia física de los participantes. La complejidad creciente de
la sociedad necesita otros medios de comunicación con el fin de garantizar la
transmisión de las elecciones de una manera apropiada. Ante todo, medios de
difusión, a través de los cuales la comunicación ve crecer sus probabilidades

12 Niklas Luhmann, Amour comme passion (París: Aubier, 1990), 18.


tem porales y espaciales (permiten establecer la com unicación m ás allá de
las interacciones interpersonales, aumentando considerablemente el grado
posible de abstracción). El desarrollo de m edios de com unicación como la
escritura, la im presión y las nuevas tecnologías perm ite a Luhm ann dar
cuenta de la diferenciación de la sociedad entre diferentes niveles (sociedad,
interacción, organización), como asim ism o de su diferenciación funcional.
Especialmente, permite una extensión considerable de las posibilidades de
com prensión al interior de una sociedad, pero al m ism o tiempo incrementa
los riesgos de rechazo de la com unicación. Con el advenim iento de las nue­
vas tecnologías de com unicación, pasa a ser extrem a la discordancia entre
el núm ero total de las com unicaciones posibles y las com unicaciones que
efectivamente ocurren. Situación que tom a más agudo que nunca el problema
de la selección de las comunicaciones. El aumento de la improbabilidad de la
aceptación de una comunicación vuelve, desde entonces, vano todo recurso
a una concepción que pretenda fundar la posibilidad de la com unicación
sobre consensos norm ativos. El riesgo de incom unicabilidad parecería ser
dem asiado grande en una sociedad compleja.

Los medios de comunicación simbólicamente generalizados

Para dom inar este riesgo se desarrollan los medios de comunicación sim ­
bólicam ente generalizados, es decir, lenguajes especializados que aseguran
el éxito de la comunicación. Su función es transform ar las probabilidades de
la negación en aceptación y, como tales, pueden incluso ser interpretados
como equivalentes funcionales de la moral. Mediante cada uno de los códigos
de estos m edios se transm ite la posibilidad de com unicar sobre un tem a
preciso, es decir, de precondicionar la selección de las com unicaciones33.
Preestructuran la com unicación para hacerla posible, lim itan los márgenes
de selección del otro y regularizan por esa vía la contingencia de las situa­
ciones34. M otivan la com unicación, aumentando sus posibilidades a través
del acondicionamiento de la selección del otro. Los medios de comunicación
simbólicamente generalizados hacen, entonces, que la form a de la selección
de A lter sea al m ismo tiem po la m otivación de Ego35.

33 Niklas Luhmann, «Ceneralized media and the problem o f contingency», en Jan j. Loubser
et al., t ds., Explorations in General Theory in Social Science. Essays in Honour o f Talcott
Parsons, 511.
34 Luhmann, Macht, 11 (trad. inglés, 114).
35 Ibíd., 7. (trad. Inglés, 111).
Lo propio de todo medio de com unicación sim bólicam ente generaliza­
do es transm itir complejidad reducida y pasar especialm ente del nivel de
la comunicación explicitada al de las expectativas com plem entarias36. La
imputación pasa a ser un elemento clave de toda com unicación. El esquema
de im putación así construido guía los condicionam ientos de la selección y,
de este modo, la m otivación prevista. Para Luhm ann, la comunicación hace
posible la comunicación. Mediante el proceso de com unicación se produce
un refuerzo recursivo de los presupuestos correspondientes, lo que motiva,
en consecuencia, futuras comunicaciones. Evidentemente, en este contexto,
los conceptos de aceptación y de motivación no hacen referencia al sistema
psíquico, ya que por definición no se puede saber nada sobre estos aspectos;
solo son abordados como condiciones que garantizan el éxito de la com u­
nicación. Para no dar m ás que un solo ejemplo, el dinero permite, gracias al
sistema de precios, coordinar las expectativas independientem ente a toda
consideración específica sobre los estados psíquicos de los individuos. La
coordinación de las operaciones económ icas, sus vínculos y su sucesión
en el espacio y en el tiem po dependen no de la intención significativa de
los actores, sino del hecho de que el com prador tenga o no dinero, y que
él lo gaste o no. El m ecanism o m onetario es opaco a las intenciones o a las
convicciones. Evidentemente los individuos existen, pero la descripción del
sistema económico debe hacerse a otro nivel. Todo lo que cuenta son las
consecuencias de los actos de com pra37. Los sistem as se hacen autónomos
respecto de los individuos y las com unicaciones se insertan en una totali­
dad autónom a y autorregulada independientem ente de las motivaciones.
Luhmann llegará incluso a una clasificación de los m edios de com uni­
cación sim bólicam ente generalizados, según que la doble posibilidad de
imputación sea proyectada como actividad o com o experiencia. La cuestión
consiste en saber si A lter debe ante todo ser considerado por su acción o por
su experiencia, y si Ego debe coordinar con la elección de A lter su propia
acción, o más bien su experiencia (en este contexto, acción — Handeln—
quiere decir una elección del sistem a; experiencia o vivencia — Erleben— ,
una elección del entorno)38. Para la sociedad m oderna, Luhmann se interesó

16 Ibíd., 36 (trad. inglés, 130).


J7 Al final, se estab lece un acoplam iento estricto gracias a la form a esp ecífica de un
medio. Cierta representación del sentido es entonces retenida en sus tres dimensiones,
es decir, de forma durable en el tiem po, general respecto a los ám bitos objetivos, en
fin, válida en la dimensión social. Para las reflexiones sobre el sentido, cf. Luhmann,
SozialeSystem e, cap. II, 92-147 (trad. inglés, 59-102).
)• Luhmann d estaca cuatro con stelacio nes diferen tes: (1) por la com unicación de su
vivencia interior, Alter activa una vivencia interior de Ego (verdad, relaciones de valor);
particularm ente en la propiedad/dinero, el poder/derecho, el arte, la verdad
y el am or en su calidad de m edios que perm iten llegar, en ciertos ámbitos
funcionales de la sociedad m oderna, a esta com binación tan particular que
posibilita la comunicación.
Ahora bien, si su especialización ha sido sobre todo im portante en cier­
tos ám bitos funcionales de la sociedad m oderna, Luhm ann deja abierta
la posibilidad de que otros m edios puedan form arse. En todo caso, queda
claro que no hay congruencia general entre la form ación de los m edios y la
form ación de los sistem as, aunque a menudo los sistem as se caracterizan
por la utilización de un m edio específico. Y, no obstante, estos m edios son
indispensables cuando una sociedad debe enfrentar grados y form as cre­
cientes de diferenciación. La posibilidad de la comunicación, por improbable
que sea como tal, depende, sin embargo, de factores históricos, del grado de
diferenciación y de com plejidad alcanzado por una sociedad. Esta aparece
entonces como el fruto de un éxito evolutivo, por cuanto la sociedad ne­
cesita m ecanism os que perm itan la transm isión de las elecciones si desea
m antener su nivel de desarrollo logrado.

IV. La evolu ción

La evolución de los sistem as sociales se hace posible por la diferencia


entre el entorno y el sistem a39. Del hecho de que cada sistem a no puede
ni observar ni dom inar la totalidad de su entorno, se sigue siempre una
discordancia entre la evolución del entorno y la del sistema. Las transforma­
ciones que se producen no pueden, entonces, sino tener fuertes tendencias
m ultiplicativas, ya que todo cam bio en un sistem a im plica cambios en el
entorno de otros sistem as. La evolución es el resultado de estos m ovim ien­
tos sim ultáneos e independientes de todas estas series de cambios que no
pueden coordinarse entre ellas. Una vez más, y dado el carácter autopoiético
de los sistem as sociales, Luhm ann propone una concepción muy particular
de la causalidad. Se trata de una form a de conexión entre el sistem a y el
entorno, carente de toda form a de sincronización o control por el sistema.
Ningún sistem a puede considerar todas las causalidades de su entorno. Con
el fin de reducir la com plejidad de este último, ciertas relaciones causales

(2) la vivencia interior de A lter conduce a un actuar de Ego (amor); (3) la acción de Alter
es vivida solam ente en form a interna por Ego (propiedad/dinero, arte); (4) la acción
de Alter produce una acción de Ego (poder/derecho). Para una presentación de esta
tabla, cf. Luhmann, Amour comme passion, 226, nota 9.
39 Para la teoría de la evolución de Luhmann, cf. Luhmann y Di Giorgi, Teoríadellasocietá,
especialm ente el capítulo 3.
son utilizadas, previstas y norm alizadas, m ientras que otras son dejadas
al azar. Dicho de otra forma, la irregularidad form a parte constitutiva del
mundo, y no es m ás que a partir de un sistem a específico que es posible
hablar de causalidades (o m ás bien, solam ente un observador que puede
constatar si la autopoiésis de un sistem a es dependiente o independiente
del entorno del sistema). Este aspecto permite com prender la importancia
radical que tiene la reflexión sobre el tiempo en la obra de Luhmann. En
efecto, el diferencial de complejidad entre el sistem a y su entorno impide
al primero responder de m anera inm ediata y sincrónica a las irritaciones
del segundo. Todo sistem a necesita así tiem po (lo que él denom ina una
«temporalización de la com plejidad »)40 para poder im plem entar las diver­
sas estrategias de selección por las cuales se constituye como sistema. Los
límites del sistem a trazan entonces las fronteras por las cuales el sistema
se dota de tiem po frente a su entorno.
Pero ¿cómo ocurre la evolución? Para describirla, Luhm ann se basa en
una concepción neodarw iniana que opera mediante tres m ecanism os: la
variación, la selección y la estabilización. Prim eram ente, la variación de
los elem entos de un sistem a, es decir, una reproducción desviada de los
elem entos del sistem a a partir de ellos m ism os. Para Luhm ann la varia­
ción puede así ser, por ejemplo, el resultado ya sea de una com unicación
Insólita (por ejemplo, los errores), o bien, y de m anera m ás im portante,
de un rechazo de com unicación que resulta ser rica en posibilidades en el
futuro. En segundo lugar, la selección hace referencia a las estructuras del
sistema, es decir, a las expectativas que guían la com unicación. Frente a
una reproducción desviada, la selección escoge las referencias de sentido
que son portadoras de futuro y que permiten a la vez construir y condensar
ciertas expectativas y rechazar otras. El origen de estos procesos se halla,
para Luhmann, en la diferenciación de los sistem as y especialm ente en las
posibilidades ofrecidas por los m edios de com unicación sim bólicam ente
generalizados que facilitan la creación de nuevos criterios de selección.
Finalmente, la estabilización hace referencia a las form aciones del sistem a
por las cuales ciertas innovaciones se tornan durables y mediante las cua­
les el sistem a aumenta su capacidad de resistencia frente a su entorno. En
última instancia, la determinación del proceso se halla en el proceso mismo
de diferenciación sistém ico de la sociedad.
Una vez más el problem a es siempre el mismo. El carácter autorreferen­
cial de los sistem as impide otorgar al entorno la responsabilidad causal de
la evolución. A lo sumo, tiene una capacidad de perturbación al ofrecer

40 Luhmann, Soziale Systeme, cap. VIII, 377-487 (trad. inglés, 278-356).


posibilidades de variación. Es sobre la base de estas perturbaciones, y gra­
cias a sus capacidades de producir inform ación, que va a crearse novedad.
Pero la teoría subraya especialm ente los m árgenes de selección propios de
cada sistem a, en función de los cuales la contingencia puede — o no— ser
justam ente observada por el sistem a41. Una vez realizadas las selecciones,
el sistem a estabiliza ciertas variaciones y abandona otras. Los m edios de
com unicación sim bólicam ente generalizados (dinero, poder sim bólico,
verdad científica, am or romántico) hacen que la com unicación desviada sea
aceptable, mientras esta se acomode a los criterios estándar de conducta
definidos por uno de los códigos de estos m edios. Por esta vía, los códigos
de los m edios favorecen la autonom ía de los sistem as y refuerzan su re­
producción retroactiva. Con el tiempo, la diferenciación de la sociedad en
sistem as autónom os term ina por estabilizar los procedim ientos selectivos
de los diferentes m edios y su ajuste será incluso un m ecanism o de estabili­
zación42. Esta se traduce así en un aumento de la diferenciación de conjunto
del sistema. Para Luhmann, la aceleración de la evolución del m undo m o­
derno es dependiente del crecim iento de los m ecanism os esenciales a su
propia diferenciación, y especialm ente de los sistem as de comunicación,
ya que toda variación en el sistem a de com unicación no puede sino crear
una diferencia en un contexto de com unicación43.

41 Niklas Luhmann, «The Direction o f Evolution», en Hans Haferkamp y N eil). Sm elser,


eds., Social Change and Modernity (Berkeley: University o f California Press, 1992), 279-
2 93-
42 Señalem os que, para Luhmann, esta misma teoría de la evolución da cuenta tanto
de la evolución de la sociedad, de los sistem as parciales com o de las ideas. Existe en
efecto, según él, una correlación entre la mutación socioestructural y la evolución de
las ideas, la com plejidad del sistem a y la contingencia de sus operaciones que obligan
aú n a variación de las sem ánticas. La estructura social limita lo arbitrario posible de las
¡deas, aunque no logra, en ningún caso, delimitar opciones precisas. Las estructuras
trazan p lausibilldades m ás o m en os gran d es, en tregan una esp ecie d e índice de
realidad, y las ideas que no se conform an a este marco tienen pocas probabilidades
de estabilizarse. Sobre este último punto, Luhmann ha desarrollado una concepción
en m uchos aspectos estructuralista, ya que el cam bio en la form a de diferenciación
implica para él m utaciones profundas en la sem ántica de una sociedad, es decir, en las
ideas gracias a las cuales una sociedad asegura su propia reproducción y, de manera
más amplia, en sus reglas de elaboración del sentido. Notem os en esta transición, y
hasta cierto punto, la afinidad existen te entre Luhmann y el Foucault de L’archéologie
dusavoir (París: Gallimard, 1969). Si Luhmann aparece com o claram ente funcionalista
en lo que se refiere a su concepción de los sistem as sociales, es posible sin em bargo
detectar las dimensiones estructuralistas en sus estudios sobre las sem ánticas sociales.
Para un ejem plo, cf. Niklas Luhmann, Amour commepassion.
43 Niklas Luhmann, «The Paradox o f System Differentiation and the Evolution o f Society»,
en Jeffrey Alexander y Paul Colomy, eds., Differentiation Theory and Social Change (Nueva
York: Columbia University Press, 1990), 409 -4 40 .
V. La d iferen ciació n

Las form a s de la diferenciación

El relato histórico de Luhmann subraya una com plejidad creciente de la


sociedad, bien medida por el aumento de la diferenciación entre los sistemas.
La diferenciación hace referencia a los procesos por los cuales un sistema
reproduce al interior de sí m ismo el proceso de form ación del sistema, es
decir, recrea en sí mismo la diferencia entre el sistem a y el entorno. Por
esta vía, el sistem a se duplica y se desm ultiplica en una m ultiplicidad de
diferencias internas sistem a-entorno. A través de este proceso, el sistema
gana no solam ente en identidad (ya que se diferencia más en relación con
los otros), pero también en unidad (ya que se diferencia más consigo mismo).
El aumento de la complejidad y de la diferenciación de un sistema participa
entonces de su evolución, pues es gracias a sus capacidades de reducción
de la com plejidad del entorno que un sistem a logra m antenerse estable
en m edio de entornos cada vez m ás complejos. Dicho de otra forma, con
el fin de poder mantenerse, un sistem a debe estabilizar una estructura de
relaciones en medio de un entorno definido por un exceso de posibilidades.
La sociedad hace entonces posible la selectividad de otros sistemas sociales
parciales, ya que estos últimos, dada la form a de la diferenciación propia
de la sociedad, se hallan en el seno de un entorno ordenado. Esto explica
la profunda im bricación entre los medios de com unicación, la regulación
de la evolución y la form a de la diferenciación sistém ica, ya que es a través
de ellos que la sociedad regulariza los procesos de sentido de los sistem as
sociales. En todo caso, la transform ación que ocurre en un sistem a parcial
es al mismo tiempo una transform ación del entorno de los otros sistem as
parciales. Más simple: lo que ocurre tiene así lugar varias veces. El resultado
no es otro que una form idable dinam ización de conjunto que obliga a cada
sistema parcial a defenderse mediante um brales de indiferencia. A l final
del proceso se asiste a la form ación de sistem as parciales autopoiéticos
operacionalmente cerrados.
Para Luhm ann son las form as de diferenciación las que perm iten ca­
racterizar m ejor las diversas etapas sociales. Con esto, Luhmann apunta a
reemplazar la tesis de la simple diferenciación social creciente por una tesis
que señala la m utación a nivel de las form as m ismas de la diferenciación44.

44 Lo que explica que aun cuando es posible detectar un aire de familia entre la tesis de
la división del trabajo, la de la diferenciación de los roles y la diferenciación sistém ica
propiam ente tal, este no Impide en absoluto el establecim ien to de una diferencia
substancial. Para la lectura que hace Luhmann de la tesis de la división del trabajo de
La form a de la diferenciación designa la m anera en que un sistem a total
ordena la relación de sus sistem as parciales entre sí. Es en este nivel que
se explica el aumento de la com plejidad y los diferenciales de diferencia­
ción al interior del sistem a. La im probabilidad creciente de la integración
conduce al desarrollo de m edios de com unicación capaces de una mayor
com plejidad y, al final, acentúa la necesidad de los sistem as de disponer de
su propia autodescripción. El esquem a dominante de diferenciación define
así no solam ente los sistem as, sino sobre todo el entorno interno de la so­
ciedad como condición para diferenciaciones posteriores. La form a inicial
de la diferenciación define por lo tanto las condiciones y los límites de las
diferenciaciones sucesivas, y la sociedad m oderna se caracteriza por una
form a específica de diferenciación social45.

La sociedad moderna funcionalm ente diferenciada

La sociedad m oderna se caracteriza por una diferenciación funcional


que organiza los procesos de comunicación en tom o a funciones especiales.
Para Luhm ann este proceso de diferenciación no se ha producido m ás que
una sola vez en la sociedad m oderna europea — com ienza desde el fin de la
Edad M edia y no logra estabilizarse sino hacia el fin del siglo XVIII. Como
cada función es necesaria e interdependiente, la sociedad no puede dar
una prim acía absoluta a una de ellas. En consecuencia, las funciones solo
tienen prim acías tem porales. El orden social que resulta ya no se establece
a nivel de la sociedad y m ediante una diferenciación jerárquica (cuando
cada subsistem a se refiere al sistem a global únicamente en la medida en que
esté enm arcado en una jerarquía y conoce su sitial en el todo, «en térm inos
de orden o de igualdad/desigualdad»)46, sino que resulta a partir de cada
sistem a parcial (político, administrativo, económico, religioso...) en acuerdo
con redes com unicacionales siempre coyunturales. Cada sistem a tiende así
a sobrevalorar sus actividades en relación con los otros, elim inando con
esto toda posibilidad de que un com prom iso se generalice al conjunto de
la sociedad. En este proceso, en un momento dado la retroactividad de la
reproducción autopoiética com ienza a com prenderse a sí m ism a y logra un
cierre operacional (en lo sucesivo, la política solo puede com prenderse a

Durkheim, cf. Niklas Luhmann, «Durkheim on Morality and the División o f Labor», The
Differentiation o f Society, 4-19 .
45 En una p ersp ectiva h istórica, Luhm ann d istin gu ió o tro s tip o s de d iferen ciación
(segm entaria, centro-periferia, estratificada). Cf. Luhmann y De C eorgi, Teoría della
societá, especialm ente capítulo 4.
46 Luhmann, «The Differentiation o f Society», en The Differentiation o f Society, 235.
partir de la política, el arte a partir del arte, etc.). El resultado es la existencia
de un gran número de sistem as autopoiéticos en el sistem a, en sí mismo
autopoiético, de la sociedad. Diversos ensayos son intentados, tanto a nivel
de la sem ántica como de las estructuras, antes de que un tipo de orden se
estabilice. Cada sistem a llega a su cierre operacional desde el m omento en
que la función pasa a ser un punto de autorreferencia, gracias a la utiliza­
ción por el sistem a de un código binario que le es específico y propio. Al
final, cada sistema no puede así m ás que desarrollar sus propias funciones.
Ahora bien, si cada sistem a tiene un principio fu ncion al que está en
interdependencia con todos los otros, a nivel societal, la relación entre las
diversas funciones sigue siendo aleatoria y no regulada. La sociedad no es
nada m ás que la m ultiplicidad de estos diferentes sistem as y de sus medios
respectivos. Con el abandono de la m ultifuncionalidad de los sistem as se
llega a grados cada vez más elevados de complejidad. Cada sistema tiene en
lo sucesivo una relación con la sociedad en su conjunto (observación), una
relación con los otros sistem as de la sociedad (prestaciones) y una relación
consigo mismo, una reflexividad a través de la cual asegura constantemente
su propia identidad, en la que se observa a través de sí mismo (reflexión)47.
En una sociedad de este tipo el problema de la comunicación entre sistemas
autopoiéticos se plantea bajo un nuevo aspecto. Cada uno de estos sistemas
se ha constituido gracias a un código único que le permite seleccionar sus
elementos y orientarse hacia una función social única, garante de su cierre y
de su carácter irremplazable. Pero al mismo tiempo, en la medida justamente
que solo asegura una función específica, es m uy dependiente de los otros.
La diferenciación funcional conlleva entonces, con su desarrollo, un número
incalculable de nuevos problemas. Cada sistema, aun cuando trate el entor­
no (y los otros sistemas) a partir de su propio código, se ve forzado, en este
estadio de la evolución de la sociedad, a percibir el funcionam iento de los
otros sistemas a partir de su sola perspectiva. El problema de la integración se
plantea así de una manera particular en una sociedad moderna. La integración
es la reducción del grado de libertad de los sistemas parciales. La integración
ya no designa entonces ni la inserción en una unidad ni la obediencia de
los sistem as parciales a las directivas centrales. La integración surge de la
multitud de los posibles acoplam ientos entre sistem as autopoiéticos. Vale
decir hasta qué punto los sistem as, incluso mom entáneam ente acoplados,
permanecen libres para otras operaciones de acoplam ientos autodetermi-
nados. La form a de la diferenciación dominante regula la m anera en que

47 Para los diversos tipos de reflexión distinguidos por Luhmann, Soziale Systeme, 60 0 -
602 (trad. inglés, 443-444).
se puede observar la unidad de una sociedad, al tiem po que determ ina los
lím ites de libertad propia de cada uno de los sistem as parciales.
En una sociedad compleja, jamás se está seguro de los efectos producidos
por un sistem a sobre los otros. A causa de la diferenciación funcional, es
posible que los problem as ya no puedan ser resueltos por el sistem a que los
ha producido. A menudo, estos deben ser transm itidos a otro sistem a. Una
sociedad m oderna necesita así m ás tiem po que las sociedades de antaño
para enfrentar ciertos problem as y, a la vez, dispone de m enos tiempo,
porque su historia y su futuro son m ás complejos y contingentes. Lo que
exige que la sociedad m oderna se autoconciba a través de una observación
de segundo grado, es decir, que ella se autorrepresente a sí m ism a como
sistem a social. Uno de los cam bios im portantes asociados a las sociedades
funcionalm ente diferenciadas se halla en este nivel: lo que debe cam biar
es la m anera en que la sociedad se autodescribe. En lo sucesivo se observa
como observadora, se describe como aquella que describe.

Un ejemplo: el sistema político

Las con secu en cias de esta p ersp ectiva son rad icales en lo que co n ­
cierne al sistem a político. Luhm ann destrona especialm ente la función
tradicionalm ente otorgada al Estado en la teoría sociológica clásica48. En
lo sucesivo, la política no es m ás que uno de los sistem as parciales de una
sociedad policéntrica, dedicada a la realización de una función específica.
En la sociedad m oderna ya no hay posibilidades, como era aún el caso en
la tradición de la vieja Europa, de producir una representación común de la
sociedad en la sociedad. Por eso la im portancia otorgada por Luhmann a la
opinión pública en su calidad de m edio de autodescripción de la sociedad
m oderna. Ella aumenta la irritabilidad de los sistem as operacionalm ente
cerrados al igual que la autocom plejidad de las estructuras. La opinión
pública es, para Luhmann, un espejo de lo político. Lo político se observa
a partir de otras perspectivas, lo que termina aumentando su propia irrita­
bilidad de conjunto. La opinión pública, al igual que la distinción gobierno/
oposición, obliga a la comunicación política a verse siempre de otra manera,
a no cerrarse sobre sí m ism a, a m antener abierta su resonancia. Gracias a
ella, el sistem a reacciona a los acontecimientos de su entorno en función de
su propia estructura, ya que, com o todo sistem a autorreferencial, no puede

48 Para una presentación detallada de las evoluciones de Luhmann en torno al sistem a


político y especialm ente a las implicancias de su teoría para lo que concierne al pilotaje
de la sociedad moderna, cf. Nicolás Hayoz, «Société, politique et Etat dans la perspective
de la sociologie sistém ique de Niklas Luhmann», Etudes et recherches 2 5 ,19 9 1.
observarse a sí m ismo sino a partir del código que le es propio; no puede
tratar m ás que com unicaciones políticas. Para Luhm ann, la función de la
opinión pública en una sociedad m oderna no es otra, entonces, que la de
perm itir una selección de observaciones que asegu ran el cierre autorrefe­
rencial del sistem a político49.
En una sociedad altam ente com pleja ya no hay m ás posibilidad, por lo
tanto, de un pilotaje central de la sociedad. Cuando el poder, por ejemplo,
interviene en un ámbito, enfrenta a otros sistemas que tienen ritmos propios,
independientes del prim ero, y se encuentra en la incapacidad de sincroni­
zar los diversos procesos50. Ciertamente, algunas progresiones pueden ser
previstas y ciertas secuencias pueden ser reproducidas, pero, globalmente,
el poder enfrenta situaciones en las cuales la contingencia se acrecienta. Y
en todos los casos, la diferencia entre las posibilidades y las realizaciones
concretas se encuentra en la base de un gran núm ero de desilusiones. La
diferencia entre la creación de expectativas exageradas y las capacidades
reales de realización es irreprimible. Aún más: con el aum ento generalizado
de la irritabilidad de la sociedad m oderna, un núm ero creciente de aconte­
cim ientos aparecen como incidentes o eventos ocasionales, lo que plantea
nuevos problem as de sincronización.
Es, por ejemplo, la m anera en que Luhmann da cuenta de los movimientos
de contestación y de su diversificación tem ática desde los años cincuenta5’.
Para él, lo propio de estos m ovim ientos es ob servar la sociedad a p artir
de sus consecuencias. Si el m ovim iento socialista se concentró solo en la
industrialización, los nuevos m ovim ientos sociales se interesan en m uchas
otras consecuencias. Es la com plejidad m ism a de la sociedad m oderna la
que produce todos estos m ovim ientos de protesta cuyo objetivo es atraer
la atención sobre un tem a específico no tratado por la sociedad. Por eso
la sorpresa que ello s siem pre dan. Para Luh m ann , estos m ovim ien tos
producen una form a particular de autopoiésis que perm ite a la sociedad
observarse a sí m ism a, en «contra» de ella m ism a. Por esta vía, de form a
altamente tem poralizada, la sociedad reacciona ante su propia opacidad,
en la ausencia de toda instancia central capaz de determ inar lo que es justo
en la totalidad de la sociedad.
En resumen, la diferenciación funcional determina estructuralmente la
falta de centralidad de las sociedades modernas complejas. Cada sistema tiene

49 Niklas Luhmann, Politische Theorie im Wohlfahrsstaat (M ünchen: Olzog, 1981) (trad.


inglés, PolíticaI Theory in the Welfare State [Nueva York: W alter de Cruyter], 1990).
50 Para las reflexiones que siguen, cf. Luhmann, Macht, esp ecialm en te cap. VII, 81-89
(trad. inglés, 161-166).
81 Luhmann, Okologische Kommunikation, cap. 18 (trad. inglés, 12 1-12 6 ).
una lógica propia, autónoma, que asegura la contingencia total del conjunto,
como asimismo la libertad de cada uno de los sistemas. Visión radical que
prohíbe dos posibilidades diferentes de articulación unitaria de la sociedad.
Por una parte, la idea de un pilotaje central y ejecutivo de la sociedad moder­
na, de un centro capaz de integrar armoniosamente todos los sistemas. La
sociedad ya no tiene un principio regulador central, y el Estado no es más que
un sistema funcional autorreferencial, entre otros, que está profundamente
enraizado en las diversas contingencias de interdependencias establecidas
entre los diferentes sistemas. Por otra parte, en el caso de Luhmann, y a di­
ferencia de la visión habermasiana en la cual la sociedad mantiene aún un
centro de autoconocimiento, el descentramiento de las representaciones de
la sociedad es también total. Compartimentada en sistemas sociales con sus
propios horizontes circunscritos, toda demanda por una orientación general
de sentido está fuera de lugar. En definitiva, los diversos sistemas tienen una
mayor autoorientación, pero la sociedad, en su integralidad, está desprovista
de toda orientación central.

VI. R etorno a la contingencia

Esta reproducción recursiva de los sistemas autorreferenciales a partir de


su propio código y gracias a su cierre operacional, en m edio de la ausencia
de cualquier principio jerárquico o preestablecido de coordinación entre los
diferentes sistemas, conduce a la representación de una sociedad altamente
contingente. La proeza de Luhm ann es haber logrado desplegar, a partir del
problem a de la doble contingencia de la vida social, una teoría capaz de ex­
plicar a la vez el desarrollo de las relaciones entre los sistem as sociales y el
aumento generalizado del carácter contingente de la sociedad moderna. Para
él, la sociedad moderna no es m ás que un conjunto altamente improbable de
com unicaciones operadas por sistem as autorreferenciales52 que se regulan
entre ellos, pero siempre de m anera contingente. La contingencia, todo lo
que no es ni necesario ni im posible, es uno de los rasgos más importantes,
por ser insoslayable, de una sociedad m oderna53.
A partir de estas nociones, Luhmann llega a un diagnóstico particular sobre
la modernidad. La sociedad moderna no está desintegrada porque es incapaz

52 Niklas Luhmann, <<D¡eUnwahrsche¡nlichke¡tderKommun¡kation>>,Sozíolog/scí)eAu/Wciruníj


3 (Opladen: W estdeutscher Verlag, 1981), 2 5-34 (trad. inglés, «The Improbabillty o f
Comunication», Essayson Self-reference [Nueva York: Columbia University Press, 1990],
8 6 - 9 9 ).
53 Niklas Luhmann, Beobachcungen der Moderna (Opladen: W estdeütscher Verlag, 1992),
cap. III, 93-128 (trad. inglés, Observations on Modernity [Stanford, CA: Stanford University
Press, 1998).
de imponer un principio unitario. Por el contrario, está incluso hiperintegrada
y, por este hecho, sometida a un gran número de amenazas. La autopoiésis
permite que cada sistema parcial garantice su propia regulación, pero al mismo
tiempo esta situación implica para la sociedad m oderna una capacidad sin
precedente de irritarse a sí misma. El gran número de acoplamientos estruc­
turales y de operaciones obliga al sistema total a renunciar a la posibilidad
de intervenir a nivel global para asegurar su regulación. La diferenciación o
la complejidad crecientes de la sociedad m oderna solo pueden traducirse en
un aumento de las situaciones improbables, ya que si bien la complejidad
alcanzada por un sistem a le perm ite asegurar el orden en su interior, es
posible que de este modo no haga m ás que aumentar de m anera paralela el
desorden en el entorno. Tanto más que a m edida que un sistema aumenta su
complejidad, no puede asegurar en todo momento la relación de cada uno
de sus elementos con todos los otros. Es decir, los sistemas complejos tienen
que tratar no solamente con su entorno, sino tam bién con su propia comple­
jidad y tienen que enfrentar improbabilidades y deficiencias internas, a las
cuales deben autoadaptarse sin cesar. En resumen, la complejidad «significa
obligación a seleccionar, obligación a seleccionar significa contingencia, y
contingencia significa riesgo»54.
Para Luhmann, los riesgos de la sociedad m oderna están asociados a su
mayor contingencia, al igual que a los problemas particulares de observación
de la cual es objeto. Toda observación consiste en dos procesos. Por un lado,
es necesario lograr establecer una diferencia entre dos partes y, por otro, hay
que escoger un lado de esta diferencia y centrarse en ella en la continuación
del análisis. Es decir, se utiliza una diferencia para señalar una parte u otra,
y la transición de una hacia la otra toma tiempo. La diferencia es siempre el
producto de una observación, y no existe m ás que el tiempo que esta dura.
Un observador no puede, en todo caso, observar simultáneamente las dos
partes, o sea, no puede observar la unidad de la diferencia mientras utilice una
de las dos partes de la diferencia, a menos que se introduzca una diferencia
para estudiar la primera, la que, a su vez, él no podrá observar. El observador
no tiene la capacidad de ver el mundo y de verse al mismo tiempo. Hay un
punto ciego en toda observación porque el observador emplea una distinción
como distinción, es decir, designando una parte y no la otra. Esto impide
lustam ente ver la unidad de la distinción sino m ediante otra distinción.
Para Luhmann la conclusión es evidente: la observación no puede observarse

14 Luhmann, Soziale System e, 47 (trad. inglés, 25).


a sí misma, más que a través de una observación de segundo orden55. En una
observación de primer orden, la diferencia es señalada y empleada para indicar
lo que es. En una observación de segundo orden se logra, por el contrario,
reflejar la contingencia de toda observación, ya que se trata justamente de
observar una observación, en la cual se toma conciencia que lo que es obser­
vado depende de aquel que observa y cómo observa. El problema es, entonces,
saber si las indicaciones así obtenidas son atribuidas al observador o al objeto,
lo que las hace, justamente, contingentes. En el mundo m oderno se expande
cada vez más la observación de las formas por las que los otros observan. La
observación de segundo grado pasa a ser la operación normal del sistema,
puesto que la sociedad moderna desarrolla modelos intelectuales con el fin
de soportar la imposibilidad de observar el mundo y de hacer productiva su
falta de transparencia56.
El concepto de riesgo que se afirm a en la sociedad m oderna no es así una
observación de primer orden (que se limita a distinguir algo como positivo o
negativo), pero reside en la reconstrucción de un fenómeno bajo todo punto
de vista contingente a partir de diversas perspectivas. En este marco, la enca­
denación entre el acontecimiento y el perjuicio aparece como contingente y es,
por lo tanto, sometida a la discusión y al desacuerdo de los observadores. El
perjuicio contingente se produce de manera contingente. Luhmann va aún más
lejos, distinguiendo entre el peligro, donde el perjuicio se atribuye al entorno
y que fue más bien fuerte en las sociedades poco diferenciadas, y el riesgo,
donde los perjuicios son atribuidos a las consecuencias de las decisiones y que
pasa a ser cada vez más importante en las sociedades modernas, por cuanto
estas pretenden lograr una mejor utilización de las oportunidades. Un caso
extremo está dado por la ecología, donde la acumulación de las decisiones
pasadas conduce, en el largo plazo, a situaciones de perjuicio cuyo origen ya no
se puede determinar con precisión. En el límite, ninguna conducta ni decisión
están ya exentas de riesgos, puesto que estos provienen no solamente de las
consecuencias de las realizaciones técnicas, sino también de la complejidad
creciente de los modos de cálculo racional.
Además, como lo quiere la teoría de los sistemas, puesto que todo ocurre al
mismo tiempo, esto hace imposible dominar la totalidad de los acontecimientos.

55 Niklas Luhmann, Soziologie des Risikos (Berlín-Nueva York): Walter de Cruyter, 1991), 24
(trad. inglés, Risk A Sociological Theory [Berlín-Nueva York: Walter de Cruyter, 1993],
15).
56 Luhmann, Beobachtungen der M oderna, esp ecialm en te el últim o capítulo; Niklas
Luhmann, «Globalization o f World Society. "H ow to C o n c eive o f Modern Society?” »,
International Review o fSociology 7 (1997): 67-79; sobre este punto, cf. tam bién Niklas
Luhmann, «La société com o différence», Sociétés 61 (1998): 19-37.
Solo le queda una posibilidad a la sociedad moderna: la de representarse el
futuro en su calidad de riesgo, ya que está obligada a abandonar la ilusión que
supone la posibilidad de disponer, en un momento dado, de todas las infor­
maciones requeridas para eliminarlo. No obstante, en la sociedad moderna,
ámbitos que antes fueron dejados a su propia lógica dependen cada vez más
de decisiones. Es el caso, por ejemplo, de los efectos de las tecnologías, de los
productos químicos, del matrimonio, de las conductas económicas frente a la
variabilidad de los precios, la elección de una profesión, incluso la decisión de
aprender, considerando los riesgos de obsolescencia del saber adquirido... La
situación es por lo tanto la siguiente: la sociedad m oderna se autorrepresenta
cada vez m ás como una sociedad de riesgo y, al mismo tiempo, un número
cada vez creciente de situaciones son interpretadas como consecuencias de
decisiones adoptadas57. Al final, y de manera radical, el tiempo presente es
siempre responsable frente al futuro, ya sea a causa de una decisión o bien a
causa de una ausencia de decisión. Por esto, de m anera paradojal, el futuro,
cada vez más imprevisible en sí mismo, se explica cada vez más por el presente.
U na sociedad funcionalm ente diferenciada necesita entonces m uchí­
sima confianza, la sola actitud que permite reem plazar la insuficiencia de
la información. La confianza está así íntimamente ligada a la necesidad de
reducción de la complejidad propia de cada sistem a en un entorno cada vez
más complejo, pero también al carácter altamente contingente de todas las
situaciones, ya que solamente algunos futuros posibles term inan por con­
vertirse en presentes. La confianza es necesaria para establecer una relación,
Incluso una correlación, entre el aumento de la complejidad del entorno y el
aumento de la capacidad de los sistemas para reducir esta complejidad58. Y esta
pasa a ser tanto más necesaria, cuanto que la planificación de las conductas
se acrecienta, y con ella largas cadenas causales, con parámetros diferentes,
cuyo resultado es la producción de una importante incertidumbre técnica. La
complejidad de la modernidad exige a los individuos desarrollar una nueva
forma de confianza en el sistem a y, en contraparte, renunciar a buscar una
Información m ás amplia, incluso a desarrollar cierta indiferencia en cuanto
al control estricto de los resultados59.

* * *

17 Luhmann, Soziologie des Risikos, 5 4-55 (trad. inglés, 4 6 -47 ).


|l Niklas Luhmann, Vertrauen (Stuttgart: Ferdinand Enke Verlag, 1989), 7 (trad. inglés,
Trust and Power [Chichester-Nueva York: John Wiley & Sons, 1991], 7-8).
M Ibíd.,23 (trad. inglés, 21-22).
Lo esencial de la estrategia de Luhm ann consiste en renovar el análi­
sis de los sistem as, problem atizando su existencia y su mantenim iento.
La capacidad de cada sistem a de reducir la com plejidad de su entorno es
interpretada menos en términos de una relación del tipo causa-efecto que
como una serie abierta de soluciones a problemas, donde cada una de ellas
da lugar tanto a otros problemas como a otras soluciones. El resultado es una
concepción altamente probabilista de la realidad social, en la cual la contingencia
ocupa el sitial de realidad última. La inversión es profunda, puesto que ya no
se trata de postular la existencia de un orden previo en el cual se trataría de
detectar progresivamente disfuncionamientos, sino que al revés, se trata de
comprender el carácter norm al de lo improbable y cómo lo improbable pasa
a ser realidad. La teoría de Luhmann choca así fuertemente con la evidencia
de las continuidades y el espesor que constituye la vida social. Sin embargo,
y de m anera paradojal, mediante una teoría general de los sistemas que lleva
el análisis sociológico a un alto grado de abstracción, Luhmann logra dar una
de las descripciones fenomenológicas más potentes de la sociedad moderna.
La distancia matricial de la modernidad es en su obra, en un solo y mismo
movimiento, a la vez desarmada de cierta manera, al tiempo que alcanza una
de sus m áximas expresiones.
El interés de su teoría proviene justamente del cambio radical de lenguaje
al cual fuerza a la sociología y, por ende, a nuestra percepción de la sociedad
moderna. La integración de ja de ser normativa y no es más que una respuesta
que pasa por la búsqueda de soluciones funcionalmente equivalentes. La forma
de la diferenciación social es así determinante, ya que estructura el entorno
ordenado presupuesto por los diferentes sistemas sociales. La integración
no es m ás un estado de equilibrio estable, sino la búsqueda siempre activa
de situaciones, dentro de las cuales las operaciones propias de un sistema
social no deben producir problemas no solucionables a otro sistema social.
La integración de la sociedad descansa entonces sobre competencias cogni­
tivas y no sobre una institucionalización que los imponderables y los riesgos
tom an imposible, a tal punto que es imposible señalar, por adelantado, en
qué sentido se deberán m odificar las estrategias. La equivalencia funcional
implica una profunda variabilidad estructural.
Con Luhmann se llega verdaderamente a la torsión del proyecto inicial de la
matriz de la diferenciación social. Esta matriz, cuya meta primera no era otra
que colm ar la distancia fundacional de la modernidad, conoce una inversión
radical: está completamente destinada a la descripción de una contingencia
irreprimible. La preocupación por la integración de la sociedad (morfológica
o normativa, garantizada por la socialización o por los medios simbólicos
de intercambio, o aún m ás por el habitus o la teoría de la convertibilidad
de los capitales) vuela literalmente en mil pedazos. Si la división del trabajo
aseguraba la integración de la sociedad, hoy, por la diferenciación sistémica,
y una vez que la teoría de la sociedad se ha liberado de todo lastre de teoría
de la socialización, es por esta m isma división que se produce la contingencia
liminar de la sociedad. En el corazón de la modernidad ya no existe m ás la
posibilidad de lograr una definición última de la realidad a partir de una pers­
pectiva ontológica; se impone incluso la necesidad de remplazar este criterio
por una plena conciencia de efectuar observaciones desde perspectivas cada
vez cambiantes. La diferenciación funcional ha hecho caducar las semánticas
anteriores, lo que obliga a abandonar toda veleidad ontológica en beneficio de
una concepción totalmente constructivista de la realidad. Por esto Luhmann
debió colocar, con una determinación absoluta, la diferencia, la dualidad y las
relaciones en el lugar de las antiguas categorías de la identidad, la unidad y la
sustancia. La meta de la teoría es lograr una autodescripción de la sociedad
y de sus riesgos, presentando justamente el conjunto del proceso como un
proceso contingente60. Representación contingente y tal vez secretam ente
trágica, esta visión intenta producir una teoría que tenga el grado suficiente
de complejidad para describir la sociedad moderna. El mundo, para ella, en
ella, no es m ás que el fruto de una observación que puede realizarse de otras
maneras, en función de las distinciones empleadas.
El balance final es paradojal. La diferenciación social, llevada a su extremo
por Luhmann, remite, tal vez en última instancia, al mercado como último
principio de integración de la sociedad. El retom o a Spencer es entonces a la
vez consumado y alterado. Donde Durkheim deseaba establecer un vínculo
entre la división del trabajo social y la integración de la sociedad, Luhmann
regresa, partiendo de cierta manera desde Durkheim, a la respuesta de Spencer.
Pero a diferencia de la respuesta liberal tradicional, donde de cierta form a
se suponía siempre, al m enos im plícitamente, la existencia de individuos
socializados que com parten com petencias cognitivas comunes, Luhmann
libera radicalmente la descripción de la modernidad de toda nostalgia hacia
un criterio de integración social. El nivel del análisis se desplaza hacia los
sistemas sociales; la contingencia pasa a ser el criterio m ás constante y m ás
importante de la vida social; el único criterio de juicio no es entonces otro
que el éxito de una evolución imposible de prever a m ediano plazo. Jamás la
modernidad habrá sido tan radicalmente descrita, a través de su diferenciación
sistémica, como una dinámica contingente.

do En este sentido la reflexión d e Luhmann participa del m ovim iento científico de los
últimos años, que apunta a reem plazar una representación de una naturaleza regida
por «una estabilidad inm utable y apaciguada» por una representación en la cual las
situaciones de reversibilidad y de determ inism o se convierten en excepciones. Cf. Ilya
Prigogine e Isabelle Sten gers, La nouvelle alliance (París: Callimard, 1986), 29.
SEGUNDA PARTE
La racionalización

Si la racionalización es innegablem ente una de las grandes m atrices de la


modernidad, la noción, ya en Weber, y aún m ucho m ás después de él, es
empero profundam ente ambigua, incluso equívoca. Con el fin de aclararla,
ge ha vuelto habitual distinguir al m enos dos grandes concepciones. La
primera, de naturaleza diacrónica, apunta a com prender la especificidad de
Occidente, donde se desarrolló una form a particular de racionalism o que
permitió un control creciente del mundo. Los vastos estudios que Weber
ha dedicado al estudio de las religiones apuntaban explícitam ente a dar
cuenta de este proceso. Sea cual sea la pertinencia histórica de la afinidad
electiva establecida por Weber entre la ética protestante y el espíritu del
capitalismo, el advenimiento del mundo moderno es interpretado a partir de
orientaciones religiosas iniciales, antes del ingreso de la m odernidad en un
largo proceso de desencantam iento del m undo. Idea una vez m ás ambigua,
pero que en su tronco com ún designa el hecho de que en la m odernidad
ya no hay potencias m isteriosas e im previsibles que interfieren en la vida
gocial y que, en consecuencia, esta pasa a ser casi completa y exclusivamente
gusceptible de previsión intelectual.
La segunda concepción de la racionalización, m ás sincrónica, hace ante
todo referencia al estado social y a las instituciones propias de la sociedad
m oderna stricto sensu. Los an álisis de W eber son u n a vez m ás de u na
am plitud y de una p recisión notables. El m undo m oderno em erge en la
encrucijada de la coordinación entre em presas, de la planificación, de la
previsibilidad de las acciones, de la penetración de actitudes m etódicas en
la producción y en la administración... El m undo m oderno se caracteriza,
pues, por la expansión de la racionalidad en todas las esferas de la vida
gocial. El resultado es la constitución de ám bitos de acción cada vez m ás
autónomos y con fuerte capacidad de coacción sobre los individuos. Los
análisis de Weber m uestran este proceso en la econom ía, en el derecho, en
la administración, en la im agen del mundo que da la ciencia y aún en el arte.
El conjunto de estos procesos conduce a una regularidad y previsibilidad
creciente de las conductas. En este marco, la racionalización se caracteriza
por el aumento del rol de la racionalidad formal, de las acciones centradas
en la adecuación m edios-fines, en perjuicio de la racionalidad material, de
las acciones guiadas por postulados de valor. La constatación es, así, la de
la desaparición o disminución de las coacciones tradicionales y afectivas,
incluso de las acciones racionales en relación con los valores (Wertrationnell)
y de la entrada en un mundo social donde los actores están cada vez más
orientados por sus intereses instrum entales, y por acciones racionales en
relación con los fines (Zweckrationnell). El incremento y la autonomía de
los ámbitos de acción, som etidos a los únicos im perativos de la racionali­
dad form al, conducen a la pérdida de libertad de los hombres, que se ven
forzados a actuar en función de criterios externos que se les imponen; en
cuanto a la secularización de las im ágenes del mundo, esta conduce a una
existencia desprovista de la capacidad de otorgar un significado último al
m undo y, por lo tanto, hacia la pérdida de sentido.
La problemática de la racionalización así planteada posee una gran espe­
cificidad: esta matriz, m ás que todas las otras, es de entrada obnubilada por
la voluntad de consignar, en los hechos y a partir de ellos, la posibilidad de
una emancipación hum ana capaz de contrarrestar el proceso de racionali­
zación en curso. Se ha discutido durante m ucho tiem po y con justa razón
sobre la influencia y la profundidad real del pesim ism o weberiano. Como
todos los otros pensadores clásicos, tam bién Weber está marcado por una
profunda ambivalencia y oscila entre una visión completamente mecánica y
opresiva de la modernidad y llamados constantes a la renovación de fuerzas
carismáticas. Pero sería un error de interpretación reducir esta matriz en una
oposición directa entre, por un lado, un proceso inevitable de racionalización
y, por otro, llamados a m ovimientos, individuales o colectivos, de liberación
humana. Si la com pleja relación entre el proceso de racionalización y las
posibilidades de emancipación será uno de los principales hilos conductores
de nuestras interpretaciones, no es empero porque una determine siempre
a la otra, sino porque es a través de ella como m ejor se desvela el significado
último de la racionalización. Este principio de interpretación com anda de
cierta form a la elección de autores realizada, la cual es representativa de las
cuatro grandes posibilidades virtualmente presentes en el legado weberiano.
La prim era interpreta la racionalización en un sentido más bien positivo,
y hace sobre todo de la ciencia social uno de los instrum entos posibles y
deseables de la racionalización (Norbert Elias). La segunda, a la inversa,
se inscribe en una lectura bastante pesim ista de Weber, por cuanto anula
progresivamente todo espacio de resistencia o de em ancipación hum ana
alternativa en beneficio de una sociedad adm inistrada (Herbert Marcuse).
Luego, abordarem os una obra que, a la vez, endurece al extrem o la imagen
de la racionalización weberiana y hace sobre todo de la expansión de las
ciencias humanas su lugar preponderante de realización (Michel Foucault).
Por último, con la obra de Jürgen Habermas, verem os un ensayo para des­
hacer la unidimensionalidad tendencial de la racionalización weberiana y
lu voluntad de encontrar, en la práctica m ism a de las ciencias sociales, otra
v(a para la racionalidad en la modernidad.
Por lo demás, pero siempre en el legado de la racionalización weberiana,
He tratará de com prender cóm o una actitud, al com ienzo juzgada como
esencialmente positiva — la distancia de los hombres con el mundo— logra
convertirse en el mal existencial propio de la m odernidad. El argumento,
una vez más, ya está presente en Weber. Para él, a diferencia de muchos
otros autores clásicos, el inicio de la m odernidad está marcado m enos por
el sentimiento de una distancia entre el hom bre y el m undo que por la vo­
luntad de dar un sentido al mundo, en verdad, de renovar su sentido por la
extensión de un dominio racional. Ciertamente, este trabajo de atribución
opera sobre el telón de fondo de una transform ación entrópica del Sentido
en la historia, de la cual da testimonio el largo proceso de desencantamiento.
Sin embargo, al inicio, este trabajo de racionalización, tal como se da por
e|emplo en el caso de los puritanos, es portador de un significado capaz de
imperar la distancia entre el hombre y el mundo. No es sino una vez concluida
la racionalización que el m undo m oderno aparecerá como atravesado por
un desgarro entre su realidad objetiva y sus significados subjetivos, marcado
por las ausencias de los significados subjetivos. La racionalización aparece
asi en el origen de una form a particular de distancia matricial. Es incluso la
razón por la cual la torsión es intelectualm ente inherente a la matriz de la
racionalización. Y es, por lo demás, la principal razón por la cual, de una u
otra forma, la historia de la alienación (cuyo punto de partida verdadero para
li sociología se halla en la obra de Marx) term ina siempre por inscribirse
masivamente en la senda weberiana. Cierto, la torsión — lo hemos visto a
propósito de Niklas Luhmann y la matriz de la diferenciación social (capítulo
IV)— es una posibilidad virtual presente en todas las matrices sociológicas
de la modernidad. Pero en este caso preciso, la torsión es constitutiva de
la matriz misma.
También en este punto, los autores escogidos despliegan diversas posi­
bilidades. Para Norbert Elias, y por el hecho de su adhesión al proceso de
racionalización, la distancia m atricial emergente en la m odernidad luego
de la expansión del proceso de civilización se entrevé como la posibilidad
de un dominio creciente del m undo por los hom bres y no solam ente como
un destino fatal. Casi a la inversa, en el caso de H erbert M arcuse, la ra­
cionalización pasa a ser el reino de la prim acía absoluta de la objetividad
despersonalizante del mundo sobre la subjetividad crítica del individuo. En
cuanto a M ichel Foucault, la racionalización aparece sucesivam ente como
lo que elim ina totalm ente toda posibilidad de distanciam iento crítico y
por el cual se puede descubrir, en germen, una virtualidad de subjetiva-
ción — una problem ática que está en el corazón del principal desacuerdo
interpretativo que rodea a su obra— . Finalm ente, para Jürgen Habermas,
que invierte en este sentido el orden de presentación w eberiana volviendo
a una concepción m ás «tradicional», la distancia m atricial que está en el
origen de la m odernidad debe, en la m edida de lo posible y por diferentes
procesos, ser preservada a lo largo de todo el proceso de la m odernización.
La diferenciación social ha sido sin duda el aporte m ás original que la
sociología ha hecho al estudio de la m odernidad; la racionalización ha sido
la matriz ampliam ente dom inante de la interpretación de la m odernidad a
lo largo de todo el siglo XX. Su im portancia proviene tanto del interés que
le han conferido «naturalmente» m uchos filósofos, como de su fuerza al
dar cuenta de la expansión de la dom inación. Sería incluso posible m os­
trar hasta qué punto, para m uchos actores, la m odernidad es ante todo el
m ovim iento m ismo de la racionalización. Sin embargo, al final del siglo
XX, la imagen es m ás confusa. No es que la confianza en este proceso haya
desaparecido, com o se h a escrito a veces dem asiado apresuradam ente,
sino porque se im pone la conciencia de sus límites. Lentamente, volvemos
a estar conscientes del rol de lo im previsible, de lo indómito, del error en
la historia. La racionalización continúa siendo (pero ¿cómo podría ser de
otra m anera?) una dim ensión insoslayable de la m odernidad, pero en lo
sucesivo ya no confisca m ás, como lo hizo durante la mayor parte del siglo
veinte, nuestro imaginario.
CA PÍTU LO V
Max Weber (1864-1920), las ambigüedades de la
racionalización

Con Max Weber la racionalización del mundo m oderno encuentra su diag­


nóstico sociológico como el destino de nuestro tiempo. Noción compleja,
por m om entos contradictoria, el tem a atraviesa com o telón de fondo la
mayor parte de sus estudios, sin dejar de descomponerse o de transformarse,
trabajando en otros conceptos como los de industrialización, burocrati-
íación, desencantam iento, intelectualización de la vida1. La noción está
lejos de designar un proceso lineal único y uniforme; existe en diferentes
grados y en diversas esferas sociales. Por lo demás, ciertas interpretaciones
rehúsan hacer de la racionalidad el tem a unificador de la totalidad de la
obra de Weber2, m ientras que otras reinstalan la centralidad del tema en
la Inflexión que este ejerce en el centro de su pensamiento hacia 19 1o 3. Sin
embargo, sigue siendo una evidencia: Weber estudia ante todo los diferentes
ámbitos sociales y tipos de actividad como aspectos cada vez particulares
de un movimiento general que conduce hacia la racionalización de la vida.
H> en el seno de este proceso, y considerando diferentes interpretaciones
posibles de sus consecuencias, que se produce lo esencial de las discordan­
cias de interpretación.
El punto central del análisis de Weber se halla en su voluntad de encon­
trar analogías de estructura entre los diversos ám bitos de la vida social,
cuyo foco último debe buscarse, no sin contradicciones, por el lado de los
dignificados subjetivos. La economía, administración, el ejército, el derecho,
la cultura... todos estos ámbitos de acción descansan sobre una estructura

I El rol de Bendix en la expansión de esta interpretación ha sido decisiva. Cf. Reinhart


Bendix, Max Weber: an Inteílectual Portrait (Nueva York: Doubleday, 1960).
I Wilhem Hennis, La problém atique de Max Weber (París: PUF, 1996).
| Para una presentación y una critica de estas posiciones, cf. Catherine Colliot-Théléne,
«Rationalisation et désen chan tem en t du monde: problém es d’interprétation de la
sociologie des religions de M ax W eber», Archives des sciences sociales des religions 89
(enero-m arzo, 1995): 61-8 1.
de conciencia que es especifica a las form aciones sociales m odernas. Sus
trabajos sobre la ética económ ica de las religiones definen lo que será una
de las principales preocupaciones de su vida intelectual: su voluntad de
encontrar el tipo específico de racionalidad que caracteriza la civilización
occidental al final de un largo proceso de desencantamiento. Esta voluntad le
permite com prender cómo se han form ado y desarrollado las motivaciones
que llevan al surgimiento de conductas racionalizadas, y cómo éstas terminan
por anim ar todo un conjunto de prácticas sociales. Sin embargo, Weber no
cierra jamás completamente la distancia entre estos dos órdenes analíticos.
Sea cual sea la función efectiva que estas estructuras de conciencia pueden
desempeñar en la evolución de las estructuras sociales, está completamente
consciente de la distancia entre estas dos dim ensiones. Es por lo dem ás lo
que confiere a su enfoque una tonalidad trágica. Hay siempre en él, en la
raíz de su pensamiento, una distancia y, por lo tanto, una violencia original
perm anente entre la conciencia subjetiva y el m undo objetivo. Y esta ten­
sión, ubicada en este nivel, explica mejor que m uchos otros elem entos, la
originalidad del pensam iento de Weber.

I. La sin gu larid ad d e O ccid en te y la ejem p larid ad de la ética


p ro te sta n te

El inventario realizado varias veces por Weber de las especificidades


m ateriales e intelectuales del capitalismo m oderno, lo obligaba a explicar
esta singularidad de la racionalidad occidental. El capitalism o es el para­
digma de la racionalidad, cuya esencia se encuentra en uno de sus rasgos
principales: su capacidad de cálcu lo4. Este cálculo es favorecido por las
estructuras fundam entales del capitalismo m oderno: el mercado, la orien­
tación puramente instrum ental de la acción humana, el dinero, un sistema
altam ente tecnificado de contabilidad y una organización burocrática de la
empresa. Pero esta previsibilidad supone que los actores salgan del mundo
de las coacciones tradicionales y de la emoción, para entrar en un orden
social donde son guiados por otras orientaciones de valores. La capacidad
de cálculo de la racionalidad capitalista se basa así en un ethos que difiere
del que tienen los hom bres de la sociedad tradicional.
Se ha discutido m ucho sobre el significado últim o que Weber otorga a la
ética protestante en el surgimiento del capitalismo. Central o no, queda claro

4 Max Weber, Economie et société (París: Plon, 1971), primera parte, cap. II, especialm ente
puntos 1-14 .
que el protestantism o es una de sus fuentes históricas m ás im portantes5.
Sin embargo, el principal interés de este texto reside m enos en el estudio
de los orígenes del capitalismo, que en una reflexión sobre el individua­
lismo burgués. A condición de agregar que si esta problemática se centró
Inicialmente en torno a la religión, se encuentra luego disem inada en un
#ran número de otros trabajos de Weber, donde, no obstante, la cuestión
es siempre m ás o m enos la m ism a — dar cuenta, a partir de la pluralidad
de las vías de racionalización posibles, del desarrollo de una sola de ellas
en Occidente4— .
Los dos estudios que com ponen La ética protestante y el espíritu del
capitalismo se inscriben en la problemática de las relaciones establecidas
entre la religión, la economía y la sociedad. Weber parte de una constatación
estadística, a saber, la sobrerrepresentación de los protestantes entre los
poseedores del capital, los empresarios y los individuos altamente califi­
cados. Esta constatación lo conduce a interrogaciones centrales sobre las
particularidades m entales de los individuos al inicio del capitalismo, ya que
le parece detectar una relación causal entre una atm ósfera religiosa y una
Inclinación por una form a específica de racionalism o económico. Tanto
más que entre los em presarios capitalistas protestantes el sentido de los
negocios coincide con una religiosidad que perm ea en profundidad todos
los aspectos de la vida. Es en la ética protestante que Weber encuentra pues
el espíritu del capitalismo, una racionalización de la m anera de vivir. Sobre
este punto, el análisis w eberiano no puede ser m ás preciso al distinguir
el tradicionalism o, una m anera de actuar de acuerdo con los principios
transmitidos por los ancestros y compatible con un control del lucro como
tal, y el surgimiento de un ethos propio al capitalism o moderno que hace
de la acumulación de la riqueza su principal objetivo. U n ethos que permite
templar esta tendencia al lucro, lim itando el gasto inútil y la ostentación de

I La importancia de la religión en la obra de W eber no necesita ser subrayada: a ella


dedicó una parte determ inante de su vida Intelectual, es de ella que se desprende
su representación d e la especificidad de Occidente, es tam bién de ella que proviene
un buen número de sus conceptos fundam entales com o, por ejem plo, la noción de
racionalidad que W eber forja a través de sus lecturas sobre la historia de los monasterios,
su constitución y su econom ía. Cf. Dirk Kaesler, M ax Weber (París: Fayard, 1996), 26.
Para una Interpretación que pone el énfasis en las dimensiones relativas a la civilización
y las orien tacion es religio sas com o com p on entes cen trales de la racionalización
occidental, cf. especialm ente W olfgang Schluchter, The Rise o f Western Rationalism
(Berkeley: University o f California Press, 1981).
I Para un ejemplo muy particular, ver el estudio dedicado por W eber al proceso específico
de racionalización de la música en Occidente, cf. Max Weber, Saáologie de la muslque
(París: Métallié, 1998).
la propia potencia. El emprendedor capitalista de los inicios del capitalismo
m oderno se define por su ascetism o ultramundano, por el hecho de estar
som etido a una idea de profesión y de sacrificio de sí m ismo en el trabajo.
Es esta actitud, en resum en extraña, ya que este em prendedor «no “extrae
nin gún b en eficio ” de su riqueza para él m ism o, aparte el sentim iento
irracional del deber profesional cumplido» de la que hay que dar cuenta.
Weber subraya la absoluta novedad de esta conducta: «He ahí precisamente
lo que le parece al hom bre precapitalista el colm o de lo inconcebible, de lo
enigmático, de lo sórdido y de lo despreciable»7. Pero es justamente en el
m undo tradicional, y aún m ás al interior de una religión hostil al capital,
que debe residir el corazón del capitalism o moderno.
Es en la Reform a donde Weber va a encontrar la representación de la
profesión y de la vocación que estarán en la base del espíritu capitalista. Pero
su vínculo es indirecto y complejo. Si bien la Reform a acentuó el carácter
moral del trabajo, la concepción de la vocación en el luteranismo se mantiene
tradicional. Incluso para el calvinism o y otras sectas protestantes (pietismo,
metodism o, bautistas), en las que la relación es mayor, el vínculo entre la
vida práctica y los criterios religiosos dista de ser explícito e inmediato. Por
el contrario, los efectos de la Reform a sobre la cultura son el resultado «de
las consecuencias im previstas, no deseadas, de la obra de los reformadores,
consecuencias a m enudo bastante alejadas de todo lo que ellos se habían
propuesto alcanzar, a veces incluso en contradicción con este fin»8. Dicho
de otra forma, no se trata de afirm ar que el capitalismo es un producto de la
Reform a (por cuanto m uchos de sus rasgos le anteceden), sino subrayar las
afinidades electivas reconocibles entre una creencia religiosa y el espíritu
del capitalism o. Una afinidad electiva que, sin embargo, ha contribuido a
la form ación de este espíritu y a su extensión gracias a la constitución de
disposiciones psicológicas particulares. El punto de partida es el sentimiento
de soledad y angustia que se am para de los cristianos ante una doctrina que
afirm a la im posibilidad para los hom bres de cam biar las decisiones divinas
en cuanto a su predestinación a la salvación. ¿Cómo soportar esta angustia?
¿Cómo asegurarse de ser un elegido?
El análisis w eberiano es complejo. Resumido a lo esencial consiste en
proponer una serie secuencial: de m anera dogmática, el mundo debe servir
a la propia gloria de Dios; la vida hum ana no tiene otro sentido que glorificar
a Dios, el cristiano elegido no tiene otra finalidad que ejecutar en el mundo
los m andam ientos divinos; Dios desea que esta acción sea eficaz, con el fin
de hacer que la vida en la tierra esté de acuerdo con sus mandam ientos;

7 M ax Weber, L’éthique protestante et l'esprit du capitalisme (París: Plon, 1967), 73.


8 Ibíd., 10 5 (la cursiva es de Weber).
resulta entonces que el trabajo profesional debe ser puesto al servicio de la
colectividad. Es aquí que interviene el elemento esencial: según Calvino, la
realización sin descanso del trabajo profesional no es una m anera de pesar
sobre la decisión final de Dios en lo que respecta a la salvación del individuo,
sino que es la m anera, la única manera, de lograr una confianza disipando
en sí la duda de la salvación, lo que puede incluso ser percibido como un
indicio de elección. El ethos protestante exige una reglamentación cotidiana
de la vida moral, que se propaga al conjunto de todas las actividades de la
vida. Esta disposición ascética en el mundo se traduce en una conducta
racional de la existencia, que difunde en ciertos estratos sociales un espíritu
específico que los separa de otros grupos.

El ascetismo cristiano, después de haber huido el mundo en la soledad,


gobierna este mundo al cual había renunciado, desde el monasterio y
mediante la Iglesia. Pero, en regla general, le había dejado a la vida cotidiana
secular su carácter natural y espontáneo. Después de haber cerrado tras
él la puerta del monasterio, he aquí que ahora se propagaba sobre la plaza
del mercado y se empeñaba en impregnar con su método la rutina de la
existencia, en hacer una vida racional en este mundo, pero para nada de
este mundo o para este mundo9.

El punto culminante de su análisis se encuentra entonces en la constata­


ción de la disipación de la raíz religiosa de este ascetismo hacia la fría virtud
profesional. Al térm ino de esta evolución, la ética protestante prestó dos
servicios determinantes al capitalismo: por una parte, una buena conciencia
en lo que se refiere a la acum ulación del dinero y, por otra, la form ación de
un modo de vida racional. Am bos por una senda desviada:

La ética racional del puritanismo, orientada hacia un más allá del mundo,
accionó el racionalismo económico intramundano hasta sus últimas
consecuencias, precisam ente porque en sí nada le era más extraño,
precisamente porque el trabajo en este mundo no hacía sino expresar para
ella la búsqueda de una meta transcendente10.

Visión profunda de la m odernidad, lo esencial es el eco que encontró en


el mundo moderno. Un eco que, en realidad, no puede ser reducido ni a una
versión puramente secularizada de un mito de los orígenes ni al impacto de

9 Ibíd., 2 0 1-2 0 2 .
10 Max Weber, «Résultat: confucianism e et puritanisme» (1915), en Sociologie des religions
(París: Callimard, 1996), 407.
una demostración del peso de las ideas en la historia, como muchas veces se
ha afirm ado, con el fin de oponer, m ás allá de lo razonable, Weber a M arx",
ni sobre todo a la fidelidad de una demostración histórica de la cual, se sabe
hoy en día, que se han impugnado o matizado m uchos presupuestos sobre
los cuales se basa12. Su fuerza proviene de su capacidad de dar cuenta, en
un único y mismo m ovim iento analítico, de los orígenes de una tendencia
prevaleciente de la modernidad y de sus im plicancias prácticas en el mundo
moderno.
De m anera m ás amplia, el análisis que Weber realiza del protestantism o
se inserta en una visión de conjunto de las relaciones entre la religión y la
econom ía y la transición a una sociedad m arcada por el desencantam iento
del mundo. Un proceso dentro del cual el mundo es vivido como un problema,
a causa del contraste entre el relato de un mundo creado y la realidad de un
m undo imperfecto. Es aquí que se arraiga el problem a fundam ental, como
asim ism o las diversas form as en que el creyente va a organizar su actitud
respecto de un mundo irracional. La m anera en que opera la racionalización
de cada religión, un proceso ligado a la naturaleza de la dom inación de los
estratos superiores, difiere según los diversos tipos de religiones. Weber su­
braya así, por ejemplo, la im portancia de la hostilidad a la magia en el legado
que el judaism o lega al cristianism o. Es en efecto una actitud determinante
a la hora de favorecer una racionalización de la vida económica que durante
dem asiado tiempo había sido contrarrestada13. Weber encuentra las raíces
de este corte en la obra de los profetas, que legitiman sus acciones mediante
otros órdenes distintos a los de la tradición, preparando así la salida del
m undo de la magia. El humus del capitalism o m oderno es así producido
por la intelectualización del m undo y la racionalización de actitudes que
no significan en absoluto un conocim iento general creciente de las condi­
ciones de la vida m oderna, sino que m ás bien «sabem os o creemos que en
cada instante podríam os, siempre que solamente lo deseemos, probarnos
que no existe en principio ninguna potencia m isteriosa e im previsible que
interfiere en los cursos de la vida; en resumen, que podem os dom inar toda
cosa por la previsión. Lo que significa desencantar al m undo»14.
Esfuerzo vano aquel de buscar una secuencia causal estricta en el análisis
weberiano, de discutir para saber en qué m edida el surgimiento de un ethos

11 So bre e ste aspecto, cf. Catherine Colllot-Théléne, Max Weber et l’histoire (París: PUF.,
1 9 9 0 ).

12 Annette Disselkamp, L'éthique protestante de Max Weber (París: PUF, 1994).


13 M ax Weber, Le judaisme antique (París: Editions Pocket, 1998), 282-289.
14 M ax Weber, Le savant et le politique (París: Union Générale d'Edltlons, 1963), 9 0 .
de realización personal intram undana anclada en la ética puritana de la
vocación es una de las principales causas del capitalism o moderno. Más
Importante es subrayar el lugar que ocupan en su visión el desencantamiento
y la intelectualización de la vida, a la vez fuentes y criterios de la experiencia
en el mundo m oderno15. Elem entos que perm iten com prender la com para­
ción entre el confucianism o y el puritanismo. A pesar de su racionalismo
común, es solamente en el segundo que emergió el espíritu capitalista: «el
racionalismo confuciano significaba una adaptación racional al mundo; el
racionalismo puritano: un dominio racional del mundo»’6. Más allá, entonces,
del problema de la precisión del encadenamiento histórico propuesto, lo que
hay que subrayar en este proceso con causalidades múltiples es la constitu­
ción de un mundo representado como un objeto, som etido a leyes causales
susceptibles de ser controladas, gracias a la extensión de nuevas técnicas
y de nuevos conocimientos en la economía, la administración, la política,
que aumentan, en consecuencia, el control racional sobre la naturaleza y
sobre los hombres. Dentro de este universo despersonalizado se increm en­
tan la regularidad y la capacidad de calcular la acción humana, planteando
la cuestión esencial de la naturaleza del desplazam iento tendencial de la
racionalidad en valor hacia la racionalidad en finalidad.
Es necesario com prender bien la im portancia y la naturaleza de la pre­
ferencia de Weber por una conducta racional y m etódica inform ada por
una conciencia ética. Esta se explica por la correspondencia que encuentra
entre los órdenes objetivos de significado y de prácticas, por una parte, y
las dim ensiones subjetivas de la motivación, por otra parte, que articulan
el proceso de racionalización. La centralidad paradigm ática del estudio
de Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo debe in­
terpretarse en este sentido. Se trata de uno de los m om entos de acuerdo
contundente entre las dim ensiones objetivas y subjetivas de la acción, que
solam ente interviene al final de un proceso de ruptura de las antiguas co­
rrespondencias basadas en la tradición. La ejem plaridad de este m omento
muy particular proviene del hecho que en él se logra asegurar un vínculo
entre los significados objetivos incorporados en un mundo desencantado y
una ética personal cargada de sentido. La racionalización de las conductas

15 Esta expresión, que él retoma de Schiller, de «desencantamiento del mundo» (Entzauberung


der Welt) en los escritos de W eber designa dos cosas d iferentes. Por un lado, hace
referencia a una noción técnica en el marco de sus estudios sobre la sociología de la
religión y especialm ente al abandono progresivo d e la magia que se inaugura en el
judaism o antiguo. Por otro lado, la noción designa sim plem ente la pérdida tendencial
de sentido observable en la sociedad moderna.
16 Weber, «Résultat: confucianism e et puritanisme» (19 15), en Sociologie des religions, 407.
m etódicas tiene un valor en sí m ism a, ya que introduce un principio de
unidad voluntarista en un mundo fragmentado.
Un valor tanto m ás im portante, que W eber parece escribir con cierta
dosis de nostalgia, a tal punto que la m odernidad en la cual él vive ya no
asegura m ás una correspondencia estrecha entre los diferentes niveles. Es
decir, hasta qué punto la dim ensión existencial no está jamás, de una u otra
forma, ausente de sus escritos. Al final, lo absurdo del mundo moderno no es
com prensible m ás que a partir de una experiencia subjetiva y la conciencia,
presente desde sus prim eros escritos, de los m omentos de desacuerdo entre
las actitudes subjetivas y los órdenes objetivos’7.
Ya que si bien la racionalización de la vida es el rasgo central de la m o­
dernidad occidental, cuyo origen se halla en el surgimiento de un nuevo
espíritu social, el ascetism o intram undano dista m ucho de dar cuenta de
lo propio del mundo moderno. En efecto, para Weber, no es solam ente el
espíritu del capitalism o m oderno occidental, sino tam bién su extensión, lo
que caracteriza su especificidad. Es solo en él que las necesidades cotidianas
de la vida son satisfechas m ediante una explotación capitalista, es decir,
aseguradas por empresas lucrativas que recurren a la utilización del capital
racional como norm a18. El capitalism o moderno, basado en un proceso de
diferenciación estructural creciente, va acom pañado por la instauración de
nuevas organizaciones que perm iten la administración de un mundo social
m ás diversificado y previsible. En el capitalism o m oderno, cada esfera de
actividad (economía, política, cultura) despliega su propia lógica de funcio­
nam iento, lo que hace progresivam ente a cada una de estas esferas m ás o
m enos autónom a, im pidiendo la regulación de su conjunto por principios
ante todo religiosos. Sin embargo, y sobre este punto debe destacarse la
originalidad de Weber, en todas las esferas de la vida social, un proceso
im portante se encuentra en acción en m edio de la m odernidad, a pesar de
las tem poralidades de evolución diferentes — el proceso que corresponde
justam ente a la racionalización— .

17 En efecto, ya en su clase inaugural de 1895, W eber recurre aun análisis de este tipo con
el fin de explicar el m ayor éxito de los trabajadores polacos respecto de los alem anes.
Como estos últimos no tenían vínculos tradicionales con sus patrones, desarrollaban
un sen tim ien to de arrogancia y de d eseo de autonom ía q u e, d esgraciad am en te,
las tran sform aciones económ icas de la región im pedían, por cuanto los pequeños
propietarios agrícolas no podían resistir a la com petencia. En una situación de este tipo,
los cam pesinos polacos, definidos por un grado inferior de expectativas resultantes
de su historia pasada, se adaptaban mejor a su situación de proletarización. Cf. Max
Weber, «L’État national et la politique économ ique» (1895), La revuedu M AUSS3 (1989).
18 Para una presentación exhaustiva de esta visión del capitalismo moderno, cf. Max Weber,
Histoire économ ique (París: Gallimard, 1996) especialm ente el capítulo IV, 295-386.
La descripción que Weber da del capitalismo no diverge radicalmente de
la que propone Marx. En el caso de uno como del otro, el capitalismo es el
fruto del desarrollo de la producción, de la separación entre los trabajadores y
sus medios de subsistencia, de la generalización de la forma mercantil como
principio rector de la vida económica, y am bos han subrayado el carácter
coercitivo de este proceso. Sin embargo, M ax Weber insiste sobre aspectos
relativamente ausentes, o solamente presentes de m anera crítica en el pen­
samiento de Marx, especialm ente la constitución de un Estado racional y, a
diferencia de los socialistas, no cree que la gestión centralizada pueda ser
más racional o eficaz que la asegurada por el mercado. Como lo señala con
precisión Karl Lowith, la inversión de perspectivas en este punto es total entre
los dos autores: allí donde Weber piensa detectar en la racionalización una
tendencia inevitable de la m odernidad, M arx no ve m ás que un momento
propio de la prehistoria de la hum anidad y, a la inversa, ahí donde M arx
vislum bra la posibilidad de una em ancipación de la hum anidad, no hay
más, según Weber, que un residuo de la ética de la convicción'9.

II. Las c o n se c u e n cia s de la racionalización

La tendencia progresiva a la racionalización, que Weber ob serva muy


particularmente en la evolución histórica de Occidente, es la base de la so­
ciedad moderna. Sin embargo, Weber nunca hizo realmente la apología de
este proceso. Si siempre se mantuvo extremadamente sensible a los aspectos
sombríos, a la fuerza de lo irracional en la historia, tam bién tuvo tem ores
en cuanto a la extensión de este proceso general. En todo caso, no dejó de
señalar el carácter no lineal del progreso, el retorno siem pre posible de
fuerzas no racionalizadas. A decir verdad, una buena parte de las polémicas
de interpretación provocadas por su obra oscila entre estas dos posiciones
extremas: por un lado, se realzan las dim ensiones de coacción cotidiana y
de pérdida de libertad inscritas en el proceso de racionalización; por otro,
se subrayan los llamados perm anentes en su obra a las form as irracionales
de dominación, como por ejemplo el carism a. Pero que se elija una u otra
posición, o muy a menudo una formulación a m edio camino entre estos dos
extremos, obliga a constatar que la formulación weberiana pone fin a cierta
representación del progreso propio de la Ilustración.
El proceso de dominación creciente sobre el entorno va de la mano con la
desaparición de los últimos valores que podrían orientar de m anera unívoca

19 Karl Lowith, Max Weber and Karl Marx (Londres: Alien & Unwin, 1982). También Norbert
Wlley, ed., The Marx-Weber Debate (Beverly Hills: Sage, 1987).
el com portamiento de los hombres. A l final de este proceso surge el dilema
entre la racionalidad form al y la racionalidad m aterial: el rol social de la
racionalidad formal, la cual hace referencia a los «porcentajes de cálculos
técnicam ente posibles y efectivamente aplicados »20 aumenta, mientras que
disminuye la com prensión de las acciones en térm inos de racionalidad m a­
terial; es decir, que la acción social deja de estar orientada por «postulados
apreciativos (sean cuales sean) que hayan servido, sirvan o puedan servir para
extraer el valor»2'. Para Weber se trata de insistir sobre la despersonalización
creciente del m undo y la pérdida de sentido de la experiencia m oderna.
«El destino de nuestra época, caracterizada por la racionalización, por la
intelectualización y especialm ente por el desencantam iento del mundo, ha
conducido a los hum anos a desterrar los valores suprem os m ás sublimes
de la vida pública»22. Es de esta descripción que se desprenden verdadera­
mente las consecuencias m ás im portantes destacadas por Weber, es decir,
la entrada en un mundo frío, donde el hombre estaría obligado a existir sin
valor supremo, en un mundo desprovisto de sentido y privado de libertad;
o bien la entrada en un m undo som etido a los im perativos de una multitud
de dioses (o de demonios) en lucha eterna entre sí.

La jaula de hierro

La descripción objetiva que Weber da del capitalism o m oderno subraya,


a la inversa de la Ilustración, pero en su filiación (aunque en Weber la razón
no sea jam ás natural), múltiples elem entos sombríos. El desencantam iento
del m undo y la racionalización hacen que, progresivamente, en todas las
esferas institucionales, la m odernidad se caracterice por la despersonali­
zación de las relaciones sociales, por el aumento del poder técnico sobre
la naturaleza y la sociedad, por la im portancia creciente del cálculo y de
la especialización. «Según las opiniones de Baxter, la preocupación de los
bienes exteriores no debía pesar sobre los hom bros de los santos más de lo
que haría “un manto liviano que en todo momento se puede echar”. Pero la
fatalidad ha transformado este manto en una jaula de hierro»23. Frase ambigua
que ha encontrado dos grandes interpretaciones diferentes: una que insiste
en la transform ación de una exigencia ética en una actitud desprovista de

20 Weber, Economie et société, 87.


21 Ibíd.
2 2 Weber, Le savant et le politique, 120.
23 Weber, L’éthique protestante et l’esprít du capitalisme, 250.
contenido existencial (pérdida de sentido) y la otra que hace hincapié en las
dim ensiones prácticas de esta dom inación (pérdida de libertad).
En efecto, es posible detectar en la obra de Weber un análisis que se acerca
a la cosificación del mundo, tal como lo había denunciado Marx.

Al mismo tiempo que el ascetismo se empeñaba en transformar el mundo


y en desplegar allí toda su influencia, los bienes de este mundo adquirían
sobre los hombres una potencia creciente e ineludible, potencia como
nunca antes se había conocido. Hoy día, el espíritu del ascetismo religioso
¿se escapó de la jaula definitivamente?, quién podría decirlo... Sea lo que
sea, el capitalismo vencedor ya no necesita este apoyo desde que se asienta
en una base mecánica34.

Es la razón por la cual el espíritu capitalista se apoyaría en las estructuras


burocráticas y especialmente sobre la empresa, donde según Weber encuen­
tra su expresión m ás adecuada, encarnando el corazón de su diagnóstico
de la m odernidad en torno a la im agen de una jaula de hierro. En Weber, la
razón abandona al individuo y toma cuerpo en su calidad de racionalidad
Instrumental y, aun cuando sea siempre pensada a partir del actor, es m ás
bien juzgada en función de sus rasgos sistém icos. Al final, para los partida­
rios de esta interpretación, la racionalidad es m ás un atributo sistem ático
que un rasgo propio de los actores; nada de sorprendente entonces que en
su diagnóstico de la m odernidad decrete la sum isión de los individuos a
los im perativos del sistem a a través de un análisis que antropom orfiza la
administración35.
Ahora bien, esta lectura sobreestim a la realidad histórica de la buro-
cratización, cuando Weber escribe y la interpreta considerando teorías y
acontecimientos posteriores. Ciertamente, Weber m ism o da form a a esta
lectura cuando señala que ningún «país ni ninguna época han vivido como
el Occidente m oderno toda nuestra existencia en sus datos fundam enta­
les — políticos, técnicos y económ icos— atrapada sin escapatoria ninguna
en el yugo de una organización de agentes que recibieron una form ación
especializada»26. En este punto, respecto de las posibilidades correctivas
del socialism o, W eber no se hace ninguna ilusión. A l contrario incluso,

24 ibíd.
as Se puede encontrar indicaciones en este sentido en Charles W right Mills, L'imag'mation
sociologique (París: M aspero, 1967), cap ítu lo 9. Pero es tam bién lo m edular de la
Interpretación que Herbert M arcuse da de la obra de Weber.
26 Max Weber, «Avant-propos du recueil d ’études de sociologie des religions» (1920), en
Sociologie des religions, 492.
está convencido de que las condiciones de trabajo no cam bian en función
de los derechos de propiedad y piensa incluso que en una sociedad donde
se hubiera elim inado el capitalism o privado, se observaría solam ente la
extensión de la dom inación de la burocracia. Frente a ella, los individuos
ya no tendrían una instancia exterior sobre la cual basarse y oponer resis­
tencia a su dom inio27.
Pero por m ucho insistir en esta dim ensión, se descuida el significado
profundo de su reflexión fenomenológica sobre la conflictividad de sentido
propia de la vida m oderna, en beneficio exclusivo de una descripción de la
experiencia totalitaria en la m odernidad28. Se deja así en el olvido el otro
aspecto, el desm oronam iento de la racionalidad material, el hecho de que
el m undo m oderno se transform a en un universo a la vez calculable y sin
fin. Ciertamente, Weber insiste sobre el carácter coercitivo del capitalismo
moderno, «cada uno encuentra al nacer hoy en día la econom ía capitalista
establecida como un inm enso cosm os, un habitáculo en el cual debe vivir y
ante el cual no puede hacer nada — al menos en su calidad de individuo»29,
pero sus coacciones materiales son especialmente interpretadas en el sentido
de un conjunto de actividades que pierden progresivamente todo significado
para convertirse en norm as sin alm a que se im ponen al individuo. Nada lo
ilustra m ejor que las dudas que lo asaltan respecto de la posibilidad de la
racionalidad formal, necesaria para el capitalismo, de mantenerse a sí misma
en un m undo plenam ente desencantado. A su m anera, se encuentran ya en
Weber las bases de una crítica que, si bien él se abstiene de dirigírsela, no
dejará desde entonces, y después de él, de ser lanzada contra el capitalismo
moderno; es decir, que para funcionar requiere una cultura que él se ensaña
en destruir.
El an álisis de los tipos de acción en W eber m uestra claram ente que
esta interpretación es abusiva. Su noción de racionalidad no está anclada
solam ente en su análisis de las form as materiales im portantes del mundo
capitalista, sino que se desprende tam bién de su estudio exhaustivo de la
acción hum ana y, aunque se han podido detectar tensiones entre estas dos

27 Max Weber, «DerSoclalismus» (1918), GesammelteAufsatzezueSoziologie andSozialpolitik


(Tüblngen: J. C. B. Mohr, 1988), trad. inglés, «Socialism», en Max Weber The Interpretaron
o f Social Reality (Londres: Michael Joseph, 1970).
28 Por otra parte, cuando se trata de dar cuenta de esta faz de penumbra de la racionalización
en la obra de Weber, ciertos autores se ven obligados a recurrir a una reconstrucción
de su pensamiento, por cuanto nunca realmente ha desarrollado todas las implicancias
críticas y sombrías de su posición. Cf. Jeffrey C. Alexander, «The dialectic o f individuation
and dominatlon: W eber's rationalization theory and beyond», en S. Whimster, S. Lash,
eds., Max Weber and Rationality (Londres: Alien and Unwin, 1987), 185-206.
29 Weber, L'éthique protestante et l’esprit du capitalisme, 53.
dimensiones de su trabajo, es igualmente cierto que en m uchos aspectos los
procesos son com plem entarios30. Después de una caracterización genérica
de la acción social como acción que se relaciona con el comportamiento del
otro y respecto del cual el actor orienta su conducta, Weber establece una
clasificación tipológica. Esta introduce una jerarquización, m ás o m enos
im plícita entre, por un lado, las form as de acción que obedecen a criterios
deliberados y reflexionados y, por otro, conductas espontáneas, instintivas
o habituales (tradicionales o em ocionales), que para W eber se ubican en
la frontera m ism a de la acción social. Pero Weber privilegia sobre todo un
tipo de acción racional: la acción rigurosam ente racional por finalidad3'
determinada «por expectativas del com portamiento, tanto de los objetos
del m undo exterior como aquel de otros hom bres, explotando estas expec­
tativas como “condiciones” o como “m edios” para alcanzar racionalmente
los fin e s propios, m aduram ente reflexionados que se desea lograr»32. Es
decir que hay una adecuación entre los m edios y la m eta perseguida y que,
en todo caso, no se actúa «ni por expresión de los afectos (y especialm ente
no emocionalm ente) ni por tradición»33. La racionalidad por finalidad se
basa en un razonam iento del tipo causa-efecto, m edio-fin; la acción es
juzgada según sus desem peños, según la adecuación que se observa entre
los resultados perseguidos y los recursos m ovilizados para obtenerlos. De
m anera inversa, la racionalidad por valor es una acción determ inada «por
la creencia en el valor intrínseco incondicional — de orden ético, estético,
religioso u otro— de un comportamiento determinado que vale por sí mismo
e independientem ente de su resultado»34; la acción vale por sí m ism a, su
valor es inherente al hecho de actuar. Se trata de una acción eminentemente
subjetiva, por cuanto es valorizada intrínsecam ente y no en función de los
objetivos externos por alcanzar.
Ahora bien, esto m uestra los lím ites de una interpretación que inten­
taría forzar dem asiado el carácter racionalizado del m undo m oderno, la
racionalidad por finalidad; sea cual sea su valor científico y su eficacia, no
puede ser concebida como unilateralmente predominante en la modernidad.

30 Cf. sobre este punto el análisis propuesto por Rogers Brubaker, The Limits ofRationality.
An essay on the Social and Moral Thought ofM ax Weber (Londres: C eorge Alien & Unwin,
1984).
J1 Weber, Economie et société, 11.
ja Ibíd., 22.
13 Ibíd., 23.
34 Ibíd., 22.
Se podría asimismo afirmar lo contrario si se toma en cuenta ya sea la
función que desempeñan en la actividad humana ciertas “emociones” y
ciertos “estados afectivos” irracionales por finalidad, o bien el hecho de
que todo estudio exhaustivo racional por finalidad se enfrenta sin cesar
a fines que ya no pueden, por su lado, ser interpretados como medios
racionales hacia otros fines35.

La im portancia de la acción racional por finalidad proviene del hecho de


que esta tiende a reducir la distancia entre la orientación interior del actor
y los criterios objetivos de la acción. No obstante, subsiste la diferencia
entre la meta perseguida y el resultado obtenido, entre la finalidad y los
m edios empleados, y es necesario aprender a reconocer dicha diferencia.
El carácter estrictamente m etodológico de esta valorización es varias veces
precisado por Weber: el m odelo racional de la acción es un tipo ideal que
permite «“com parar” con él la realidad em pírica y determ inar en qué esta
diverge, se distancia o se acerca relativamente, con el fin de poder descri­
birla con conceptos tan com prensibles y tan unívocos como sea posible,
com prenderla y explicarla gracias a la imputación causal»36. Weber insiste
sobre el carácter heurístico (y extremo) de este procedimiento, junto con
interesarse, en sus trabajos, en las condiciones com unes en las cuales se
desarrollan las conductas, así como en la variedad de las com binaciones
reales observables entre diversos criterios en las acciones sociales37. La
acción racional sirve de m odelo conceptual para aprehender la falla de las
acciones irracionales, pero ni una ni otra expresan la sustancia de la historia
o de la naturaleza humana.
Dicho de otra forma, e incluso si es verosím il que es en la obra de Weber
donde se encuentra el origen de las teorías de la racionalización como
dom inación de la naturaleza y del hombre, esta representación no es nun­
ca en su caso ni com pletam ente dom inante ni desprovista, en sí misma,
de ambigüedad. La racionalización del capitalism o m oderno reside en la
creencia de que la vida cotidiana se basa en principios de esencia racional,

35 M ax Weber, «Essais sur quelques catégories de la sociologie com préhensive» (1913),


en Essais sur la théorie de la Science (París: Presses Pocket, 1992), 30 4 -30 5.
36 Max Weber, «Essai sur le sens de la neutrallté “axiológique” dans les sciences sociologiques
et économ iques» (1917), en Essais sur la théorie de la Science, 426-427.
37 Es la insistencia sobre estas dim ensiones de la acción (así com o el énfasis que pone
W eber en cuanto al estudio de la genealogía de los sistem as de valores) que nos permite
concluir, con Raynaud, sobre las discordancias fundam entales entre la obra weberiana
y el individualismo m etodológico. Cf. Philippe Raynaud, Max Weber et les dilemmes de
la raison moderne (París: PUF, 1996), 10 2 -110 .
en los cuales se confía racionalm ente y que perm iten a su vez el ejercicio
del cálculo en la orientación de la propia acción. Pero queda una distancia
Irreprimible entre la racionalización y la situación del hombre en el mundo,
por una parte, y su experiencia íntim a siempre m arcada por las pasiones,
por otra. Son las dos caras de la racionalización: una externa, que se refiere
a los m edios m ateriales, y la otra interna, que concierne a la conducta de
vida, sin que jamás Weber confunda la prim era con la segunda38. Es esta
constancia la que ha podido alim entar otra interpretación de su visión de
la modernidad.

Inversión y pérdida de sentido

Toda la obra de Weber está recorrida por el análisis de m últiples inver­


siones de sentido. En efecto, una parte esencial de sus estudios históricos
consiste en dar cuenta del surgimiento de lo racional a partir de lo irracional
y mostrar, casi de m anera sistem ática, que lo irracional se encuentra incan­
sablemente en el origen de la racionalización. Nada en efecto parece fascinar
más a Weber que la inversión de los significados de la acción subjetiva y su
cristalización en órdenes económ icos y sociales que operan como m arcos
que coaccionan conductas hum anas; que el proceso de rutinización de los
m ovimientos carism áticos en form as de dom inación racional-legal; que la
inversión de las consecuencias intencionales de la acción en efectos no pre­
visibles que m etam orfosean profundam ente su sentido, m etam orfoseando
el mundo. Más ampliam ente incluso, y sin que siempre sea necesario juzgar
la irracionalidad fundacional del m undo moderno, la opacidad del sentido
obsesiona sus análisis, en donde constata que «el sentido original, al que
apuntan los actores de m anera m ás o m enos unívoca, cae com pletam ente
en el olvido o se hunde como consecuencia de un cam bio de significado»39.
Sería incluso posible dem ostrar que esta constatación atraviesa estructu­
ralmente un gran núm ero de sus trabajos. Lo que un grupo de hom bres ha
deseado, pasa a ser el destino de la generación siguiente. Un proceso dentro
del cual el significado de los actos puede ya sea cam biar de sentido, o bien
despojarse de todo significado. Es contra esta realidad que m uy a menudo
los hom bres se han dejado llevar, transform ando los conceptos en fuerzas
reales, con el fin de dar cuenta de la evidencia inm ediata de una historia

18 Julien Freund,«Rational¡sationetdésenchantem ent», en Etudes sur Max Weber (Ginebra:


Librairie Droz, 1990), 71-9 2 .
)9 Weber, «Essais sur q u elques catégories de la soclo logle com préhenslve» (1913), en
Essais sur la théorie de la science, 362.
hecha por los hombres y al m ism o tiempo de los m últiples desm entidos
prácticos de los cuales son víctimas. Es esta realidad, y especialmente lo que
ella conlleva de trágico, lo que más entusiasma a Weber, hasta el punto que
a menudo desea a la vez dar cuenta de esta fatalidad de manera inteligible y
preservar su carácter misterioso.
Pero esta inversión de sentido, en la raíz de la cual es posible detectar la
influencia de Nietzsche, tiene un alcance particular en la obra de Weber40. Si
bien se puede establecer un vínculo entre los análisis weberianos y las teorías
de la alienación4' o, más aún, con el estudio de los efectos no intencionales
de la acción (recordemos que para ciertos autores ambos no son más que las
dos caras de una sola y misma realidad)42, se trata empero de torsiones que
tienen significados diferentes. Ciertamente, la tom a en consideración de
las consecuencias no intencionales de la acción se ubica efectivamente en
la descendencia de los trabajos sobre la racionalización. Sin embargo, una
distancia separa el carácter inagotable de estas transformaciones de sentido
de una perspectiva que acentúa simplemente la idea de que lo social es el
resultado de un engranaje de acciones individuales43. Para Weber, se trata
m enos de insistir sobre los efectos prácticos indeseables 44 que abocarse a las
transfiguraciones de sentido que se llevan a cabo en la historia — el surgimiento
de lo racional por vías irracionales— . En definitiva, lo que le interesa ante
todo es el carácter equívoco de los significados en el desarrollo de la historia.
Weber no busca una forma de reconciliación en el seno de la historia hu­
m ana y se resiste a la tentación de introducir allí una visión global que, como
en la astucia de la Razón en Hegel, lograría reestablecer un sentido más allá y
a través de sus múltiples inversiones de sentido. No obstante, en este proceso,

40 Para un estudio de esta influencia, cf. Eugéne Fleischmann, «De W eber á Nietzsche»,
Archives européennes de sociologie, vol. 5 (1964): 190-238.
41 Sobre este punto, cf. Joachim Israel, L'alienation de Marx á la sociologie contemporaine
(París: Editions Anthropos, 1972), 161-197.
42 Para esta posición, entre otros, cf. Joseph Cabel, «Effets pervers et fausse conscience»,
Cahiers internationaux de sociologie, vol. LXXXIII (julio-diciembre, 1987): 339-354; Enrique
Lamo de Espinosa, La sociedad reflexiva (Sujeto y objeto de conocimiento) (Madrid: CIS/
Siglo XXI, 1990).
43 Especialmente en la versión que el individualismo m etodológico ha dado de esta figura.
Cf. especialm ente Raymond Boudon, Effets pervers et ordre social (París: PUF, 1979) y
La logique du social (París: H achette, 1979).
44 Evidentemente esta dimensión está presente en su obra cuando él plantea «el problema
de la relación paradojal entre la voluntad y los efectos que esta produce: el problema
del hombre y del destino (el destino com o consecuencia de su acción en relación con
sus intenciones)». Cf. Max W eber, «Résultat: confucianism e et puritanism e» (1915),
en Sociologie des religions, 3 9 4 - Pero aquella está más frecuentem ente subordinada e
interpretada en el marco de una transfiguración del sentido.
siempre sometido a la influencia de movimientos pendulares, parece existir
una tendencia central inevitable, la que hace que

la consideración empírica del mundo y, con mayor razón, la que tiene una
orientación matemática, rehúsan por principio todo modo de consideración
que busque de una manera general un “sentido” a lo que sucede en el
mundo. Así, con cada extensión del racionalismo de la ciencia empírica, la
religión es cada vez más repelida desde el campo de lo racional hacia el de lo
irracional, y pasa a ser simplemente la potencia irracional (o antinacional)
y suprapersonal45.

El m undo m ismo tiende entonces a dividirse entre, por una parte, co­
nocimientos y una dom inación racional de la naturaleza y, por otra parte,
experiencias «místicas» inefables que remiten a un mundo incomprensible y
garante de la salvación individual. División inevitable del mundo cuyo origen
último se encuentra siempre en la trampa del ascetismo racional que crea una
riqueza que él rechaza, a través de la prescripción de un trabajo personal y los
estrictos límites impuestos a la satisfacción de la necesidad.

La guerra de los dioses

El análisis de Weber de la modernidad no conduce solamente a estas dos


representaciones diferentes, sino que también al análisis de la vivencia de los
Individuos en la modernidad, sometidos a un conflicto irreductible de valores.
A diferencia de las visiones anteriores, que han caracterizado la racionalización
como un destino que termina por independizarse y escapar a la voluntad y al
control de los actores, esta interpretación pone énfasis en otras consecuencias.
La historia hum ana es asimilada a un conflicto inagotable entre sistemas de
valores, a una serie de colisiones entre diversas esferas de valores, los acto­
res definiéndose mediante una pluralidad irreprimible de orientaciones. En
realidad, y si la palabra no hubiera tenido las connotaciones que tuvo en lo
sucesivo, queda claro que el espíritu trágico de la obra de Weber, más allá de
las razones psicológicas probablemente debidas a su enfermedad nerviosa46,
remite a un análisis existencial del hombre en la modernidad. Evidentemente

45 M ax W eber, «Considération interm édiaire: th éorie d es d egrés», en Sociologie des


religions, 448.
46 Para un análisis de la obra de W eber a partir de una lectura psicoanalítica de su biografía,
especialm ente en lo que se refiere a la división de su obra en dos períodos cortados
por la grave enferm edad nerviosa que sufre en 1897, cf. Arthur M itzman, The Iron Cage:
A HistóricaI Interpretation o fM a x Weber (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1969).
existen puntos de contacto entre esta interpretación y las dos anteriores. Des­
pués de todo, el desgarro existencial de los hombres remite tanto a la pérdida
de sentido como a la búsqueda de nuevos principios de significación. Aun
cuando el tema de la guerra de los dioses tenga significados diferentes en su
obra, nos limitaremos a citar el vacío conflictual en el cual sitúa a los hombres
en la modernidad. «Por mucho que la vida tenga en sí m isma un sentido y se
comprenda por sí sola, no conoce más que el combate eterno que los dioses
realizan entre ellos o, evitando la metáfora, solo conoce la incompatibilidad
de los puntos de vista últimos posibles»47. Para Weber, la elección entre los
valores es ante todo un compromiso estrictamente subjetivo, y se ensaña
contra toda veleidad para fundar racionalm ente las norm as últimas que
guían la acción humana.
Aunque la tensión va más allá del solo ejemplo de la oposición entre la ética
de la responsabilidad y la ética de la convicción, este es, con justa razón, un
caso paradigmático48. El dilema es conocido: ¿de qué punto de vista se debe
determinar el valor ético de una acción? ¿Es a partir de su resultado o de su
valor propio? El primero es sensible a las consecuencias previsibles de sus
actos, el segundo no juzga más que en función de su intención, por cuanto
no soporta en el fondo la irracionalidad ética del mundo. De hecho, para
Weber, la guerra de los dioses emerge cada vez que las obligaciones debidas
a un dios entran en conflicto con aquéllas debidas a otro. En uno de los textos
más brillantes que haya escrito, Weber muestra cómo los diversos rechazos
del mundo entran en conflicto con las esferas económica, política, estética,
erótica o intelectual. Las causas y los eslabones son múltiples y van desde un
problema de delimitación de las esferas de influencia hasta el análisis de la
oposición entre dioses a causa de un indudable parentesco psicológico: aquel
que opone (porque los une) la emoción artística a la emoción religiosa, el que
opone (porque los coloca en una relación de posible sustitución) el erotismo y
la piedad heroica y, en fin, el que opone insoslayablemente (esta vez más allá
de los parentescos psicológicos) las imágenes del mundo propias de la religión
y del saber racionalmente empírico4’ . La finura de la frontera da cuenta de la
violencia de la oposición de los dioses.
El universo weberiano no puede ser aprehendido completamente como un
mundo dual en el que se opone a un campo racional y técnico, un universo
axiológico irracional y conflictual. En realidad, para Weber la expansión de

47 Weber, Le savartt et le politique, 114.


48 Ibíd., 20 6 y ss.
49 M ax Weber, «Consldératlon ¡nterm édiaire: théories des d egrés», en Sociologie des
religions, 410-46 0 .
la racionalización instrum ental no elim ina nunca la existencia de elem en­
tos no racionalizables de la acción y, en prim er lugar, las elecciones de los
valores últimos. Es sobre este aspecto de su obra en el que se han centrado
un gran número de sus críticos. Léo Strauss, por ejemplo, para quien toda
realidad objetiva ya es en sí m ism a norm ativa, y que im pugna por ende la
posición subjetivista de la epistem ología w eberian a 50 o Raym ond Aron,
que encuentra a la vez en la fórm ula de la «guerra de los dioses» un hecho
indiscutible (los hom bres tienen representaciones incom patibles del m un­
do) y una filosofía altam ente im probable (por cuanto es contradictoria y
se basa en concepciones que nadie com parte, es decir, que todas las repre­
sentaciones son equivalentes)5'; o la escuela de Francfort, que le reprocha
haber disociado la racionalización form al de la noción clásica de Razón
objetiva, condenando entonces su obra a un peligroso decisionism o. En
el fondo, Weber asocia, como lo señala justam ente Philippe Raynaud, una
antropología anti-utilitarista y una crítica de la concepción racionalista de
la subjetividad52: sus dificultades provienen justamente de la separación del
Ideal de autonomía de los fundamentos de la Razón objetiva y de la reducción
de la Razón a una adecuación entre m edios y fines. En su conferencia de
1919 sobre «Política como vocación», Weber concluye, en un tono al estilo de
Nietzsche, sobre el desgarro fenomenológico del m undo moderno, sin duda
de la única form a en que era posible hacerlo en su opinión: «Aquel que esté
convencido de que no se desintegrará aunque el m undo, juzgado desde su
punto de vista, sea dem asiado estúpido o dem asiado m ezquino para m ere­
cer lo que él pretende ofrecerle, y que es capaz de decir “ ¡a pesar de todo!";
solo aquel tiene “vocación" de la política 53. Dicho de otra form a, la pérdida
del sentido progresivo de lo religioso lleva a toda una serie de dem andas
múltiples por sucedáneos, cuyos límites e insatisfacciones Weber subraya
constantemente, en un m undo inserto en la vía del desencantam iento. La
Imbricación, por paradojal que pueda parecer a prim era vista, puede ser así
Intima, entre el politeísm o de los dioses y la pérdida de sentido.
La ambigüedad de las respuestas de Weber es estructural. No deja nunca
de vacilar entre una valorización positiva de las consecuencias m ateriales
de la racionalización y una inquietud en cuanto a su significado para el
desarrollo del espíritu hum ano; entre una tendencia a valorizar las conse­
cuencias de una práctica racional con el fin de aum entar la responsabilidad

■O Léo Strauss, Droit naturel et histoire (París: Flammarion, 1986), 44-82.


|1 Raymond Aron, prefacio a Weber, Le savant et le politique, 66-67.
12 Rayna ud, Max W eber et les dilemmes de la raison moderne, 121.
13 Weber, Le savant et la politique, 221 -222.
de los individuos y el énfasis, sin embargo, sobre la lucha entre los valores.
Interpretaciones irreductibles que señalan diferentes posibilidades de lec­
tura, todas presentes en la obra de Weber. Inútil entonces querer privilegiar
una sobre otra, por cuanto la riqueza de la obra proviene de la ambigüedad
m ism a de sus respuestas54.

III. La solució n w eb erian a. Potencia y carism a

Es sintomático que Weber, frente a las consecuencias de la racionalización,


no haya buscado una vía de com pensación o de corrección en un retorno
nostálgico a una conducta de vida que asegure el acuerdo entre las dim en­
siones racionalizadoras del m undo y el ethos racional de los individuos.
Por el contrario, incluso si existe solución, esta ha de buscarse ante todo en
sus escritos políticos y, entre ellos, en el sitial que él otorga a las prácticas
irracionales o en todo caso carism áticas.
Weber se niega a interpretar el mundo m oderno como algo que es, en
sí m ismo, racional y plenam ente racionalizado y definitivam ente a salvo
de las pasiones humanas. Los conflictos, m ás allá de disputas axiológicas
insuperables, remiten a una concepción particular de la historia social, a
una suerte de ciclo permanente de transición de la emoción a la razón. Sobre
este punto, la importancia de los desarrollos que Weber dedica al carisma, y
más aun la que se le ha dado a veces incluso m ás allá de sus textos, apunta a
desmentir la visión de un mundo moderno inevitablemente despersonalizado
y som etido irremediablem ente a la entropía progresiva del Sentido propio
del m undo encantado. Por lo dem ás, sobre este tem a Weber parece vacilar
por mom entos entre un análisis que tiende a circunscribir históricam ente
la etapa del carism a en épocas tradicionales y un análisis que, al revés,
hace del carism a el verdadero m otor de los tiempos m odernos55. Por una
parte, en efecto, afirm a que «el carism a es la gran potencia revolucionaria

54 Hennls ha subrayado, a su manera, la importancia de esta tensión en su obra hasta el


punto incluso de ver en «la tensión entre el orden exterior y la reivindicación interior
de la "personalidad” , su destino, sus probabilidades» su tem a principal. «La plasticidad
infinita de la naturaleza humana, por una parte, y “ los órdenes de vida" (los órdenes
y poderes sociales, del verdadero título de Economía y sociedad), por otra, [allí está] el
verdadero tem a de su vida, un tem a que atraviesa efectivam ente toda su obra como
una melodía fundam ental». Cf. Hennis, La problématique de Max Weber, 82-83.
55 La observación de Strauss, segú n la cual el carism a no sería más que el fruto de la
dificultad tipológica de W eber en cuanto a clasificar todas las form as de dominación en
dos tipos (tradicional y racional-legal), resulta limitada. Lo importante consiste menos
en juzgar su importancia durante el surgim iento de la dominación racional-legal que
su validez en los tiem pos m odernos. Cf. Strauss, Droit natureíet histoire, 64 y ss.
de las épocas ligadas a la tradición»56, una transform ación del interior que
responde a una necesidad, a un entusiasm o; una fuerza que se traduce en
una «orientación com pletam ente nueva de todas las posiciones hacia to­
das las form as particulares de vida y para con el “m undo”». Por otra parte,
y a la inversa, deja sobrevolar la duda y deja incluso vislum brar a veces
la posibilidad de un rebrote espiritual ligado a «profetas com pletam ente
nuevos» (como en la conclusión de su estudio sobre La ética protestante y el
espíritu del capitalism o) o el riesgo, m ás o m enos perm anente en el mundo
moderno, ahí donde «el profeta no existe», de un retom o metamorfoseado de
místico o en búsqueda de relaciones directas y recíprocas, de esta nostalgia
del sentido57. Especialm ente, Weber recurre a cierta form a de carism a con
el fin de paliar las deficiencias que señala en el sistem a político alem án58.
Las lecturas no pueden ser entonces m ás opuestas. En la prim era pers­
pectiva, al interior de una visión fuerte de la racionalización, se debe inter­
pretar las acciones carism áticas como elem entos de perturbación menores
o m arginales en el m undo de la dom inación legal-burocrática. Se trata de
subrayar la ruptura que se establece entre dos ám bitos del m undo social
y la preponderancia, en últim o análisis, de uno sobre el otro. La racionali­
dad por finalidad determ ina, anuncia y lleva a cabo el futuro, m ás allá de
los conflictos de valor que agitan a los individuos; reino del orden, de la
racionalidad, de la realización del progreso técnico, es el devenir-m undo
más poderoso de la racionalidad. Por otro lado, no subsiste sino una esfera
de conflictualidad infinita, otrora m otor endógeno del cam bio histórico y
que se degrada en los tiem pos m odernos en un m urm ullo de m arginales,
a lo sumo un episodio periférico de la m odernidad que, en todo caso, no
tendrá sino una eficacia d ecreciente a lo largo de la h isto ria, donde la
última palabra la tiene la burocracia59. Para la segunda perspectiva, por el
contrario, se trata de insistir en el carácter irreprim ible de esta oposición y
la función determ inante que el carism a desem peña en el seno de todas las
épocas de la historia60. O posición que, al estar desprovista de sentido y de

86 W eber, Economie et société, 2 5 2 .


57 W eber, Le savant et la politique, 12 0 .

SS R e c o rd e m o s q u e la n o ció n d e s ig n a en W e b er las c u a lid a d e s e x tra o rd in a ria s d e un


in d ivid u o q u e lo e n v is te n d e un a cu a lid a d d e je fe , d a n d o lu g a r al m ism o tie m p o a un
rec o n o c im ie n to c o n s e n tid o y un d e b e r a n te lo s q u e han sid o e le g id o s por el llam ad o
del je fe . Cf. M ax W eb er, Economie et société, 24 9 y ss.

59 Cf. po r e je m p lo , W o lfg a n g M o m m sen , «La s o c io lo g ie p o litiq u e d e M ax W e b er e t sa


p h iio s o p h ie d e l’ h lsto ire u n iv e rse lle» , Revue internationale de sciences sociales 17 (1965):
23-4 8 .
60 Para una lectura en e s t e s e n tid o del ca rism a , e s p e c ia lm e n te en lo q u e c o n c ie r n e a
su s d im e n sio n e s p s ic o ló g ic a s y su fu n c ió n en su c a lid ad co m o fig u ra e je m p la r d e una
toda racionalidad global, no es más que una seguidilla ininterrumpida de
conflictos de fuerzas, a través del surgimiento constante de nuevos jefes
carism áticos que destruyen las antiguas concepciones e imponen otras. El
poder carismático no desaparece en las sociedades m odernas, la oposición
que conlleva resulta ser perm anente e im posible de eliminar, lo que impide
concluir a priori sobre su valor histórico final.
Pero es sobre todo en los escritos y en las tom as de posiciones políticas
de Weber que el carism a devela toda su ambigüedad, especialm ente luego
de ciertas decepciones. Primeramente, y aparte de las relaciones bastante
am biguas que Weber sostiene con el legado y la persona de Bismarck, la
decepción respecto de la incapacidad de la burguesía alem ana para encam ar
los intereses nacionales, para aliar las exigencias económ icas y las respon­
sabilidades políticas. Una decepción prolongada por su reflexión sobre la
inmadurez política de la clase obrera alemana, incapaz en su opinión de dirigir
el país, pero que se refiere tam bién a los límites intrínsecos que constata en
lo que respecta a una dom inación estrictamente burocrática. Si bien Weber
no transa sus elogios a la burocracia alem ana, que acredita como una de las
más eficaces del mundo por su integridad y su formación, subraya empero con
fuerza el peligro de la ausencia de una verdadera dirección política. Además,
añade, este cuerpo de funcionarios públicos se convirtió en Alem ania en un
engranaje que permite a la aristocracia terrateniente conservar una parte de
su preeminencia social a pesar de su decadencia económica. A partir de esta
constatación, Weber otorga una función particular al sistema parlamentario
tanto en la defensa de las libertades individuales frente a una burocratiza-
ción creciente 61 como tam bién, y tal vez sea lo esencial, en su calidad de
m ecanism o que permite una renovación de la clase política y el surgimiento
de verdaderos jefes políticos. La oposición entre el funcionario y el político
es profunda en Weber. El funcionario público piensa en su carrera, en su
rem uneración y saca su legitim idad profesional de su capacidad de aplicar
escrupulosam ente las órdenes, sean cuales sean e independientem ente de
lo que él piense al respecto. El político, exactamente al contrario, persigue el

m in oría activ a , Cf. S e r g e M o sc o v ic i, La machine áfaire des dieux (París: Fayard, 1988),
139 - 2 81 .

61 En su le c tu ra d e lo s e s c r it o s p o lític o s d e W eb er, C id d e n s, c o lo c a n d o a W e b e r al
in te r io r d e la tr a d ic ió n lib e ra l e u r o p e a , s u b r a y a c o n fu e r z a e s ta d im e n s ió n . Cf.
A n th o n y C id d e n s, «P o iitic s and S o c io lo g y in th e T h o u g h t o f M ax W eb er» (1972), en
Politics, Sociology and Social Theory (S tan fo rd , CA: S ta n fo rd U n iversity P ress, 19 9 5 ),
1 5 - 5 6 . M om m sen p re fie re h ab lar d e W e b er co m o un «liberal d e se sp e ra d o » , e sc é p tic o
re s p e c to d e la so b re v iv e n c ia del lib eralism o fr e n te a la e x te n sió n d e las b u ro cra cia s y
d é la ra cio n aliz ació n . Cfr. W o lfg a n g M om m sen , The Age of Bureaucracy (O xford: Basil
B la ck w e ll, 1974), e s p e c ia lm e n te c a p ítu lo V.
poder y la responsabilidad, apunta a im poner sus ideas a través de su lucha
personal. Su vida consiste en ganar aliados con el fin de poder practicar su
política, una actividad que pasa necesariam ente por las discusiones y las
luchas parlam entarias, al igual que por las em boscadas de la vida política.
Merced a ello, es capaz de enfrentar con responsabilidad y com prom iso
conflictos irreprimibles62.
No obstante, Weber se abstiene de establecer un simple corte entre los
dos. Está convencido de que las maquinarias políticas, en sí burocratizadas,
Impiden el surgimiento de verdaderos líderes, aunque en las democracias de
masa se perfile una tendencia en favor de una selección plebiscitaria de los
jefes. En este contexto, el valor del parlamentarismo viene en primer lugar de
su mayor capacidad en cuanto a hacer surgir líderes, pero estos deben, con el
fin de poder asentar verdaderam ente su dirección política, disponer de una
legitimidad directa, elegida por el pueblo y que pueda ubicarse por sobre el
parlamento. Sobre este tema, la posición de Weber, por inestable que sea,
adoptada ante la urgencia de los acontecimientos políticos y la evolución de
su propia carrera política, va no obstante, claramente, en 1919, en favor de
un jefe fuerte, en el cual las m asas puedan tener confianza63. La verdadera
democracia, escribe Weber, consiste en som eterse a un líder elegido por el
pueblo m ismo y no en rem itirse a la infalibilidad de los parlam entarios64.
El líder carismático y las tendencias al cesarism o eran entonces para Weber
la mejor garantía de la preservación de un espacio de creatividad individual
al interior de los engranajes burocratizados del Estado y, sobre todo, la
principal m anera de decidir una verdadera política especialm ente cuando,
como era el caso en Alem ania, esta podía en u n prim er momento resultar
impopular. La política de potencia era una necesidad para Weber y no debía
ser juzgada más que en función de los intereses del Estado nacional, valor
último de la reflexión en la política. Una perspectiva que Weber afirm aba
ya en su curso inaugural de 1895: «Para nosotros, el Estado nacional [...]

62 A q u í n o s b a sa m o s e s p e c ia lm e n te en un co n ju n to d e t e x to s p u b lica d o s p o r W e b er en
1 9 17 y e d ita d o s co m o o b ra in d e p e n d ie n te en 19 18 . Cf. «P a rla m e n t und R eg ie ru n g im
n eu g eo rd n eten D eu tsch lan d » (1918), en Gesammeite PolitischeSchriften, (T ü b in gen :J. C.
B. M ohr, 19 58 ), 2 9 4 -4 3 1 (trad. in g lé s, «P arliam en t a n d G o v e rn m e n t in a R ec o n stru cte d
G e rm an y », en Economy and Society, t. 2 [B erkeley: U n iv ersity o f C alifo rn ia P ress, 1978],
1 3 8 1-14 6 9 ).
63 S e g u im o s a q u í e s p e c ia lm e n te el a n á lisis p ro p u e s to po r W o lfg a n g M o m m sen , Max
Weber et la politique allemande 1890-1920 (París: PUF, 198 5), e s p e c ia lm e n te el c a p ítu lo
9 ,4 2 1 - 4 8 6 .
64 M ax W eber, «D er R eich sp rásid en t» (1919), en Gesammeite PolitischeSchriften (Tübingen:
J. C. B. M ohr, 19 58 ), 4 8 6 -4 8 9 (trad. in g lé s, «The P re s id e n t o f th e R eich », en Weber.
Political Writings [C am b rid g e: C a m b rid g e U n iversity P ress, 19 9 4 ], 3 0 4 -3 0 8 ).
es la organización tem poral de la potencia de la nación; y en este Estado
nacional, el patrón de valor supremo es para nosotros, incluso para lo que
refiere a la reflexión económica, la razón de Estado»65. Era la idea nacional
la que dictaba los im perativos de una política alem ana de potencia y que,
incluso, la justificaba66. En su opinión, la política exterior debía siempre tener
un prim acía por sobre las exigencias de la política interior, lo que permite
incluso a Wolfgang M om m sen establecer una relación entre las dos: una
política im perialista en el exterior necesitaba, para seleccionar a sus jefes,
una parlam entarización en el interior del p aís67. Para W eber lo m edular
del problem a, y sobre este punto se detecta una verdadera continuidad
en su obra, consiste en la calificación política de las clases gobernantes
en ascensión social. De hecho, la principal tensión en el ámbito político
se d a m enos entre la burocratización y la dem ocracia que en la m anera
de p reservar un espacio real de acción política en la m odernidad, capaz
de garantizar que los asuntos del Estado estarán en las m anos de los más
competentes. La democracia y el parlamento eran para Weber un dispositivo
técnico para dotar a la nación de los líderes que necesitaba para realizar su
política m undial68. En el fondo, se trataba de volver funcional el carism a en
las sociedades m odernas.
La im portancia de esta respuesta debe ser subrayada con fuerza. No se
trata en absoluto de afirm ar simplemente que, en su concepción de la racio­
nalización, Weber no haya nunca perdido totalm ente de vista la creatividad
irracional de la cual brota la historia. Sino que m ucho más profundamente,
intenta probablemente por esta respuesta paliar el conjunto de las dificultades
que vislum braba en la modernidad. Después de todo, el interés de Weber por
la ética protestante venía de la com prensión que ella perm itía del espíritu
del capitalismo, pero sobre todo del rol que esta le otorgaba a la libertad y
a la iniciativa hum anas. La im bricación particular, la «afinidad electiva»,
dice Weber retom ando a Goethe, entre un sistem a de creencias y ciertas
circunstancias sociales y políticas habían engendrado el carácter cultural
del individuo en el capitalism o naciente. Un carácter que estaba en vía de
desaparición a m edida que la racionalización del m undo se desarrollaba.

65 M ax W eb er, «L’ E tat n atio n a l e t la p o litiq u e éc o n o m iq u e » (1895), La revue du MAUSS 3


(1989), 4 9 -
66 Para una interpretación m aquiavélica d e las p o sicio n es políticas w eb erian as, cf. Raym ond
A ro n , « M a x W e b er e t la p o litiq u e d e p u issa n ce » , en Les étapes de la penséesociologique
(París: G allim ard, 19 8 5), 6 4 2 -6 5 6 .

67 M o m m sen , Max Weber et la politique allemande 1890-1920, 227.


68 Ibíd., 4 9 3 y ss.
En un universo de este tipo, ¿cómo huir de este destino? Weber condena,
varias veces, toda inclinación, toda nostalgia hacia el retorno de nuevos
marcos colectivos de sentido. La ruptura introducida en el mundo tradicional
por la ética protestante no habrá conocido más que un breve momento de
articulación feliz por medio de la vocación. En lo sucesivo, y en este instante
particular desaparecido, la articulación se deshizo. El sentido ya no puede ser
dado en un mundo desencantado por un universo cultural compartido. En
este respecto, la socialización en una cultura común es para Weber una salida
sin valor explicativo en la modernidad. El sentido solamente puede provenir
de los individuos mismos, a través de un trabajo angustiante que constante­
mente corre el riesgo de superar sus fuerzas. Es en este contexto que toma
todo su sentido el rol que Weber otorga al jefe carismático, incluso tal vez al
político, en la modernidad. En la imposibilidad de encontrar un sistema de
creencias compartidas que pueda cumplir con el rol de socialización otrora
encomendado a las éticas religiosas, no hay otra vía, de otra naturaleza y con
otros peligros, que la producción del sentido mediante el carisma. Nada per­
mite comprenderlo mejor que la preocupación de Weber frente a los riesgos
inscritos en la racionalización. A lo que más le teme, no son los efectos que la
ejecución rutinaria o la división de tareas pueden ejercer sobre los individuos,
sino el agotamiento del rol de la iniciativa individual en la historia. La ética
protestante había dado una base colectiva al individualism o burgués. Sin
esta, el individuo corre el riesgo de extraviarse o de perder toda influencia
real sobre el curso de los acontecimientos69. La única posibilidad que Weber
vislumbra es recurrir a individuos excepcionales, capaces de encontrar en sí
mismos la fuerza necesaria para rechazar las absurdidades de la burocracia70.
El líder carismático logra así proponer, para él y para sus partidarios, ideales
que van más allá del mundo existente, pero que ya no se basan sobre ningu­
na certeza objetiva. Se trata efectivamente, en sus escritos políticos, de una

69 Las In q u ietu d es d e W e b er s e refiere n e s p e c ia lm e n te a la p o lítica , m ien tras q u e las de


S c h u m p ete r con ciern en el ám bito eco n ó m ico , pero, en el fo n d o , la po sició n e s b asta n te
se m e ja n te . Para lo s d o s, lo s p e lig ro s d e la m o d ern id a d p ro v ien e n d e la tra n sic ió n d e
una fa s e inicial, d o n d e la in iciativa in dividual tie n e to d o su lugar, en una fa s e p o ste rio r
d o n d e la b u ro cra cia y lo s g ra n d e s c o n g lo m e ra d o s e c o n ó m ic o s a sfix ia n el rol d e los
In d ivid u o s en la h isto ria . Cf. Jo se p h Sc h u m p ete r, Capitalisme, socialisme et démocratie
(París: P ay o t, 19 54 ).
70 La co n fia n za to ta lm e n te lim itada q u e W eb er e n tre g a a lo s d e r e c h o s del h o m b re o al
d e re ch o n atural d e b e co m p re n d e rse en e sta p e rsp e ctiva . Para él, el d e se n c a n ta m ie n to
priva a las s o c ie d a d e s m o d ern a s d e la p o sib ilid ad d e una in te g rac ió n c o n se n su a l d e la
s o c ie d a d m ed ia n te un siste m a d e v a lo re s co m p a rtid o s.
«defensa cuasi nietzscheana de las instituciones liberales»71, donde el individuo
se ve obligado a escoger entre posiciones irremediablemente antagonistas en
m edio de un mundo cada vez más racionalizado.
El carism a de la política aparece entonces como la respuesta m ás con­
sistente que Weber aporta a las tres grandes consecuencias que vislumbra
de la racionalización: un límite a la pérdida de libertad de los hombres; la
posibilidad, aunque limitada y circunstancial, de una búsqueda de sentido;
y la aceptación en plena responsabilidad y compromiso del pluralismo inde­
fectible de los valores. Y si el carisma no tiene en la modernidad racionalizada
un rol funcional equivalente a la ética protestante en el período inicial de la
modernidad, es porque, en el desencantamiento, las posibilidades de acuerdo
entre las dimensiones objetivas del mundo y el sentido subjetivo solo pue­
den ser parciales y momentáneas. Situación inevitable, pues ya no hay más
un dispositivo simbólico, como antes fuera el caso con la religión, capaz de
ejercer una influencia durable sobre las conductas de vida.

IV. C om prensión y m odernidad

El dilema propio de la distancia matricial moderna se refleja bien en los


trabajos metodológicos de Weber, donde se devela la tensión, introducida
en el m undo m oderno por la racionalización, entre la irreductibilidad del
sentido subjetivo, por una parte, y el orden y el poder creciente y coercitivo
de las esferas sociales, por otra parte.
En un primer momento es la noción de tipo ideal y la importancia que otorga
a las dimensiones subjetivas, las que deben retener ante todo la atención. Y
especialmente, el rol clave que desempeña en ella la imaginación, no solamente
desde un punto de vista estrictamente metodológico, estableciendo un vínculo
entre el proceso causal y las exigencias de una comprensión individualizadora,
ni tampoco solamente, desde un punto de vista heurístico, la capacidad de
entregar nuevos instrum entos al descubrimiento científico. Lo importante
es que, a través del tipo ideal, Weber acentúa el carácter inagotable de toda
interpretación, la apertura irreductible de la historia, bien demostrada por las
preguntas, fechadas y parciales, incluso sesgadas, que en sus centros de interés
las ciencias históricas dirigen a la realidad. El tipo ideal, y el rol desempeñado
por la imaginación, introducen entonces, en la realidad, una concepción que
excede estrictamente el solo marco metodológico. A través de ellos, Weber

71 Para una lectu ra en e s te s e n tid o , cf. R ichard Bellam y, Liberalism and Modern Society
(C am b rid g e: Polity P ress, 19 9 2 ), e s p e c ia lm e n te to d o el ca p ítu lo d e d ica d o al lib eralism o
d e se n c a n ta d o en A lem an ia.
insiste sobre el carácter construido de estas representaciones y, por lo tanto,
traza una frontera inexpugnable entre el saber y lo real.
La concepción de Weber supone desde el comienzo el pluralismo interpre­
tativo; a tal punto la riqueza concreta de la realidad histórica es infinitamente
compleja; a tal punto esta realidad no puede ser aprehendida por una sola
perspectiva analítica. Las elecciones temáticas dependen entonces de los
intereses y, por lo tanto, de los valores propios de cada investigador — en
síntesis, de elementos subjetivos— . La pluralidad de los posibles sistemas
de valores permite comprender la diversidad histórica de las respuestas. Los
mismos materiales empíricos dan lugar a una multitud de interrogaciones,
aunque, durante su análisis científico, todas obedecen a criterios universales
de prueba. Al caracterizarlas como construcciones intelectuales elaboradas
a través de la selección de ciertos elementos concretos, reunidos al interior
de un modelo unitario, Weber subraya con fuerza su carácter ficcional. Los
tipos ideales provienen de una selección, de una exageración, como asimis­
mo de un proceso radical de abstracción (es decir, los tipos ideales no son ni
hipótesis susceptibles de ser verificadas ni representaciones medias de los
acontecimientos). El carácter ficcional del saber social difícilmente puede ser
enunciado con más fuerza. Su rol es, ante todo, la construcción de modelos
simbólicos coherentes, ordenadores de los acontecimientos, y siempre cons­
truidos a distancia de los hechos sociales. Existe así una distancia irreprimible
entre la realidad empírica y los m odelos de análisis. Esta distancia permite
incluso comprender dos fuentes de dilemas de la acción en la modernidad.
Ahí donde se establece la diferencia entre el fin buscado y la pluralidad de
los medios disponibles — la unicidad de la convicción transforma la distan­
cia objetiva-subjetiva en un problema práctico en sus consecuencias— ; allí
donde se plantea el problema de la selección de rasgos en función de una
pluralidad de valores.
Los tipos ideales nos dan así una idea de lo propio de la visión weberiana
de la racionalización, especialmente considerando las lecturas que sus su­
cesores van a realizar. Primero que todo, la existencia de estos tipos ideales
impugna en su caso la idea de oclusión del espacio de lo posible en el seno de
la modernidad. La práctica cotidiana de las ciencias históricas cuestiona esta
aprehensión, la descarta, por cuanto se basa en la capacidad de la imaginación
humana de reconstruir lo real, de convertirlo en otro distinto a lo que es. Al
preguntarse lo que habría sido la historia si ciertos acontecimientos no hubieran
ocurrido o sucedido de otra m anera” , esta actitud traza una frontera entre la

72 S o b re este punto, ver esp ecialm en te las reflexio n es de W eber a p ro p ó sito de los estu d io s
d e M eyer, cf. M ax W eber, « É tu d e s critiq u e s p o u r serv ir á la lo g iq u e d e s s c ie n c e s d e la
"c u ltu re "» (19 0 6 ), en Essais sur la théorie de la Science, 2 0 5 -2 9 9 .
historia realmente acontecida y el horizonte de sentido, siempre m ás vasto,
al cual referir la acción. En segundo lugar, los tipos ideales, y ante todo el
de la racionalización, perm iten afirm ar la existencia de un hilo conductor
en la historia humana y al mismo tiempo entender que no se trata sino de
una tendencia a lo sumo probable y, por lo tanto, som etida a inversiones
puntuales e incluso acechada por una torsión radical — perspectiva que
Weber nunca deja com pletam ente de lado— .
Sin embargo, la im portancia de los tipos ideales para la com prensión
de la modernidad no debe hacer olvidar, al interior m ismo de sus estudios
metodológicos, el innegable deslizam iento, a la vez metodológico y situa-
cional, de su diagnóstico hacia una primacía de la racionalidad en finalidad.
Como lo señala Pierre Bouretz, una pendiente conduce del «triunfo de un
estilo de relación con la realidad que ignora la cuestión del sentido del
devenir intramundano, para adherir al punto de vista de un racionalismo
calcado de la objetividad de las ciencias»73. En efecto, tarde o temprano, el
sentido subjetivo de la acción term ina por plantear m etodológicam ente
un solo problema: encontrar un m edio empírico que perm ita dirimir entre
las diversas interpretaciones posibles. Aunque la acción social no tiene
sentido sino a través del significado que el actor le da, su racionalidad no
es a menudo definida, de m anera im plícita en la práctica del análisis, más
que en función de una acción que permite un juicio de adecuación entre
los fines perseguidos y los m edios puestos en acción74. Para Weber, la com ­
prensión parece a veces lim itarse a un mero problem a metodológico: ¿cóm o
aprehender los fenóm enos sociales que son externos a nuestra conciencia,
cóm o reproducir en nosotros m ism os el proceso psíquico que está en su
origen (la simpatía)? Su preocupación de reconocer entre todas las interpre­
taciones posibles de un hecho social aquella que es verdadera, lo conduce
así a abordar el problem a del sentido a partir de un enfoque causal. Y en
este marco, en el análisis social, la im portancia otorgada a la racionalidad
en finalidad tiende a desplazar o a subordinar los otros tipos de acción. Al
final incluso, y como Alfred Schütz lo pudo mostrar, cuando Weber habla de
com portamiento significativo tiene en m ente como arquetipo de la acción
un com portamiento en realidad específico, es decir, raciona! respecto de
una meta. De m anera solapada, la acción racional en finalidad pasa a ser

73 P ierre B ou retz, Les promesses du monde. Philosophie de Max Weber (París: G allim ard,
1996), 84.
74 Para una reflexió n crítica en e s te sen tid o , cf. R aym on d Aron, «Les lim ites d e l’o b jectiv ité
h isto riq u e e t la p h ilo so p h ie du c h o ix» , en La philosophie critique de l’histoire (París: Vrin,
1969), 217-268.
el modelo del cual procede la construcción significativa75. Deslizamiento
metodológico que remite, en último análisis, a la concepción m isma que
Weber se form aba de las relaciones hum anas en la modernidad.
Se puede establecer un paralelo entre la tensión que viven los individuos
en el m undo m oderno, som etidos a un universo que hace cada vez más
objetivam ente calculable la acción, al m ism o tiem po que perm anece no
obstante bajo la influencia de las emociones, y una práctica de la ciencia,
en último análisis, arbitraria en cuanto al sentido de sus preguntas, pero
sometida a criterios objetivos de validez y de juicio. El problem a va mucho
más allá del pesim ism o weberiano, incluso del conflicto constante en su
obra entre la ineluctable racionalización del mundo y la reducción creciente
de la libertad humana. Por lo dem ás, el hecho de que ella adopte una form a
metodológica no es probablem ente algo anecdótico. Allí, en la imaginación
del investigador, pero m ás ampliamente en la m anera de com prender las
conductas hum anas, hay una apuesta irreductible por un espacio de ini­
ciativa y de significado humanos que Weber nunca recusará. Cierto, si las
creencias, y de m anera m ás amplia las representaciones sociales, pudieron
tener un rol importante en la formación y la explicación de acciones sociales,
en la era de la tradición, en la m odernidad, su peso disminuye en beneficio
de las coacciones im personales. Lo que era una vocación pasa a ser un
destino. Sin embargo, por debajo de las coerciones, al igual que en el caso
del retorno de los carism as en la m odernidad, Weber no deja de definir la
acción social en función de la intencionalidad del actor. La tensión es fuerte
entre su mirada subjetiva-comprehensiva y la realidad social descrita en sus
análisis socio-históricos76.
La tensión va mucho m ás allá de una pura inconsecuencia metodológica.
A decir verdad, esta inconsecuencia da form a a una de las tensiones m ás
importantes de su obra: una historia cuyo inicio se encuentra en la orien­
tación de sentido que le da el actor y que en su desarrollo se desvía, incluso
se invierte, antes de agotarse. A l final, ya no es posible, o incluso casi no
será más necesario, com prenderla en su calidad de sentido subjetivo. Es el
significado metodológico lim inar del proceso de racionalización del mundo,
claramente enunciado al final de La ética protestante, del cual, sin embargo,
Weber siempre se abstuvo de extraer todas las consecuencias: «El puritano

75 A lfred S c h ü tz , The Phenomenology ofth e Social World (E v an sto n , IL: N o rth w e s te rn


U n iversity P ress, 19 6 7), e s p e c ia lm e n te el prim er ca p ítu lo .

76 Para un an álisis d e e s ta te n sió n , cf. H ans H. C e rth y C h arles W rig h t M ills, e d s., From
Max Weber (L on dres: R o u tle d g e and K egan Paul, 19 7 0 ), 4 5-74.
deseaba ser un hombre menesteroso — nosotros estamos forzados a serlo— »n.
De dos cosas una: o la sociología com prehensiva de Weber se deshace frente
a su diagnóstico de la m odernidad y, por consiguiente, no hay cabida para
una perspectiva analítica de este tipo al punto que los individuos se someten
efectivam ente a coerciones sistém icas, o bien, la tensión es constitutiva de
la visión que de la sociedad m oderna da a la matriz de la racionalización.
En verdad, no hay que zanjar entre am bas opciones. La tensión debe in­
terpretarse m ás bien en térm inos históricos. Weber en cierta form a vive y se
ubica en un momento de inflexión, en donde la sociedad, ya racionalizada,
conserva sin embargo aún en ella el recuerdo de la prom esa de sentido de
la cual fue inicialmente portadora. Los énfasis existencialistas presentes en
Weber y su fascinación recurrente respecto de nuestra m anera de idear la
m odernidad, deben comprenderse en el marco de esta conciencia histórica.
Pero lo anterior supone una contradicción de gran envergadura, m ás
allá de las disputas sobre las orientaciones últim as de valor, entre lo que
diagnostica su concepción de la sociedad m oderna, finalm ente destinada a
una racionalización y opacidad totales, y su concepción de la sociología, que
se basa en una definición de la acción social, caracterizada por el sentido
subjetivo del actor. La contradicción es al fin al tan fuerte y profunda que
marcó sostenidam ente el legado weberiano. En todo caso, es a partir de sus
reflexiones «metodológicas» que mejor se comprende su visión de las cosas.
La disyunción entre la descripción histórica tendencial de la m odernidad
com o jaula de hierro y el m étodo com prehensivo que preconiza para las
ciencias sociales origina una tensión irreductible, un doble rechazo del
recurso a la nostalgia de un m undo aún encantado y de una interpretación
de la m odernidad com o pura fatalidad. Es la tensión, y solam ente la ten­
sión, que engendra la racionalización, lo que m ejor expresa el fondo de su
pensamiento.

* * *

Volvam os a la im agen prim itiva dada por Weber de la m odernidad. Esta


nace del desencantam iento del m undo al igual que de la ruptura del orden
tradicional y se dirige hacia una visión cerrada, pero jam ás com pletam en­
te cerrada, de la racionalización. Hay así tres tiem pos en la sociología de
la m odernidad weberiana. El prim ero, explicitado en su estudio sobre la
ética protestante, aparece com o tanto más im portante en cuanto que es un
momento raro de articulación entre las dim ensiones objetivas y subjetivas,

77 W eb er, L'éthique protestante et i'esprít du capitalisme, 24 9 (las c u rsiv a s so n d e W eber).


entre las exigencias de los órdenes y del poder del mundo y la voluntad de las
conductas de vida de los individuos. Período de racionalización «feliz» donde,
bajo el impulso de una conducta metódicamente animada, los hombres han
diseminado la razón en el mundo, liberándose así del peso de la tradición.
Pero este momento de acuerdo, donde la distancia m atricial de la m oder­
nidad es prácticamente evacuada, no habrá sido m ás que un instante de su
historia. El segundo momento, que no es de hecho sino una tendencia, y
que será retomado largamente en lo sucesivo, insiste en el surgimiento de
una modernidad que som ete a los individuos a im perativos funcionales,
bajo la form a de un yugo donde tendencialmente habría una baja progresiva
de la función del ethos individual en la realización de los roles sociales. En
esta posición, si hubiera sido llevada a cabo por Weber, como lo será (no sin
contradicciones) después de él, las dimensiones objetivas habrían terminado
por denegar todo espacio a las dim ensiones subjetivas. La inconclusión de
la racionalización abre a un tercer momento de análisis: sea cual sea el peso
de un mundo cada vez m ás racionalizado, los hom bres buscarán siempre
otras vías de sentido. Puesto que el mundo racionalizado no puede dar más
una obligación norm ativa sustancial a la s prácticas sociales, las coerciones
Impersonales pesan cada vez m ás y la racionalidad form al tiene un rol cada
vez más importante. Sin que jamás, sin embargo en Weber, lleguen realmente
a elim inar las dim ensiones subjetivas.
C A PÍT U LO VI
Norbert Elias (1897-1990), la racionalización como
autocontrol

La racionalización, descrita por Weber como elem ento clave de la m oder­


nidad, va a conocer una descendencia crítica, aunque com plem entaria,
con Norbert Elias, cuya obra consiste en lo esencial en m ostrar la relación,
mediante la noción de configuración, entre la form ación de los individuos
y la de las sociedades estatales, o para decirlo en los térm inos que empleó
en los años treinta, entre la form ación progresiva del Estado y el arte de
comportarse en la mesa. El control de las pulsiones, de hecho la contención
de sí mismo, pasa a ser el verdadero centro de la socialización, identificado
con el proceso m ism o de civilización. La individuación, específica a las
sociedades estatales, señala el hecho de que los individuos son al mismo
tiempo cada vez m ás individuos y cada vez m ás sociales.
El com portam iento cotidiano es el resultado de un largo proceso de
civilización, a través del cual los individuos han aprendido a dom inar sus
pulsiones como asimismo a perfeccionar sus gestos. La civilización es «una
fase de un proceso cuyos sujetos somos nosotros mismos»', un proceso que,
estudiado a través de diferentes acciones, más o menos cotidianas, refleja un
nivel determinado de relaciones hum anas y de reacciones emocionales. No
se trata para Elias de afirm ar que los pequeños gestos son una vía de acceso
preferencial a la comprensión humana; para él, las maneras de comportarse
en la mesa, de asegurar las funciones naturales, de dom inar la agresividad,
no son m ás que fragm entos de un com portam iento social que debe ser
aprehendido en toda su globalidad al interior del proceso de civilización.
Pero estas costumbres, y su pulido, responden según Elias a una tendencia
interna de los individuos en función de sus necesidades sociales. En todo
caso, a pesar de las relaciones ambiguas que Elias entabló a lo largo de toda
su vida con el pensam iento de Weber, com o lo subraya Roger Chartier,

1 N o rb e rt Elias, La civilisation des maeurs (París: C a lm an n -L évy, 19 9 1), 87.


este es el marco esencial en el cual se idearon, en los años treinta, sus in­
tuiciones fundadoras sobre la civilización1.

I. El p ro c e so de ia civilización com o racionalización

Para Elias, la racionalización designa ante todo el vínculo entre la capacidad


de control de las reacciones afectivas inm ediatas y el análisis de acciones a
largo plazo. En todo caso, y a diferencia de Weber, la racionalización no es
m ás que «una manifestación, entre otras, de la civilización»3, dependiente de
la configuración y de las coerciones sociales que pesan sobre los individuos4.
Depende así estrecham ente de una configuración social, en el seno de la
cual las coerciones externas se transform an en coerciones interiorizadas.

El arte de las costumbres

El «refinamiento de las costumbres» es una de las claves del proceso de


la civilización, a condición de com prender bien que este es el resultado de
un doble m ecanismo. Por una parte, del increm ento del control pulsional
y, por otra, de la concentración del poder estatal desde la dispersión feudal
hasta el Estado absolutista. Es el encuentro de estos dos órdenes el que da
toda su fuerza a la interpretación de Elias. Como lo muestra especialm ente
a propósito de La sociedad cortesana, son las tensiones entre los grupos
sociales en com petencia, a lo que viene a agregarse la m ultiplicación de
los contactos sociales, las que obligan a los individuos de la corte a de­
sarrollar su m irada social, su percepción de los entornos, a escrutar las
intenciones ocultas de los dem ás, en fin, a dom inar toda m anifestación
intem pestiva de las pulsiones. Al final de este proceso, y a partir del siglo
XVI, los hombres se m odelan a sí m ism os y m odelan a los dem ás de una
m anera m ás consciente que en la Edad Media, por cuanto la exigencia de
una buena conducta pasa a ser un imperativo, a tal punto que el problem a
de las conveniencias adquiere una m ayor im portancia. «Los hombres que
se ven forzados a adoptar nuevas form as en sus relaciones con los dem ás

2 R o g e r C h artier, «F orm atlon s o c ia le e t éc o n o m ie p syc h iq u e : la s o c ié t é d e co u rs d a n s le


p ro ce ssu s d e civilisation », p re fac io a N o rb ert Elias, La société de cour( París: Flam m arion,
19 8 5), VII.

3 N o rb e rt Elias, La dynamique de l'Occident (París: C alm a n n -L é vy , 19 75), 267.

4 Para una co m p aració n e n tre los d o s a u to re s, cf. C a th erin e C o llio t-T h élén e, «Le co n ce p t
d e racio n alisatio n : d e M ax W eb er á N o rb ert Elias», en A lain G arrigou y Bernard L acroix,
dírs., Norbert Elias. La politique et l’histoire (París: La D é co u v e rte , 199 7), 5 2 - 7 4 .
son sensibilizados ante las reacciones de los otros»5. Dicho de otra forma,
los cambios acontecidos en las dinám icas sociales term inan por acarrear
consecuencias sobre las dinám icas psíquicas; se siente m ás que antes la
obligación de autocontrolarse.
Los ejemplos proporcionados por Elias son num erosos y van todos en el
sentido del proceso de la civilización. De una u otra forma, se trata de rechazar
todo lo que en los hom bres puede ser percibido com o dependiente de su
naturaleza animal. Es así que la presencia de un anim al asesinado y descuar­
tizado sobre la m esa da paso a una norm a que postula que trate de olvidarse,
tanto como sea posible, que un plato de carne tiene una cierta relación con
un anim al muerto. Lo m ism o ocurre con lo que concierne a la utilización en
la m esa del cuchillo o del tenedor. En todos los casos, la sensibilidad es la
sola instancia que decide del carácter civilizado o no civilizado de nuestro
comportamiento y de lo que es, o no, penoso. U n m ovim iento semejante
es reconocible en la circunspección de los individuos: si bien al com ienzo
su naturaleza y su extensión se dan en función del rango social de quien
se las im pone y de aquel en el interés del cual se asum en, su im portancia
se generaliza a m edida que la sociedad se hace igualitaria. El control de la
agresividad y especialm ente la represión del placer experim entado ante la
crueldad o el sufrim iento ajeno siguen el m ismo movimiento. En síntesis, el
carácter intempestivo del com portam iento de los hom bres antiguos era la
expresión de una econom ía afectiva caracterizada por transiciones bruscas
y frecuentes de un estado de ánimo a otro, como consecuencia de los efectos
de la estructura social sobre la estructura emocional. Por el contrario, el pro­
ceso de la civilización va a im poner otra estructura em ocional y, de m anera
progresiva, las conductas juzgadas com o socialm ente indeseables serán
acom pañadas con am enazas o castigos, causando sensaciones de disgusto.
Al final, estas sensaciones term inarán dom inando y los com portam ientos
desaparecerán gracias al autocontrol de los individuos6.
A través de este conjunto de procesos y actitudes surge lo que es, sin duda,
la piedra angular del proceso de la civilización, a saber, la transición de nor­
mas sociales im puestas al individuo desde el exterior hacia una relación de
autocontrol en la que las norm as se reproducen de m anera casi automática.
Elias extrae una conclusión general: en cada individuo civilizado (desde la
infancia) se lleva a cabo, en resum en, un proceso que en la evolución histó­
rica y social ha durado siglos7. «La historia de una sociedad se refleja en la

5 Elias, La civilisation des moeurs, 1 15 .

6 Ibíd., 29 6 -29 7.

7 Ibíd., 183.
historia interna de cada individuo: cada individuo debe recorrer por su propia
cuenta y de m anera resumida el proceso de civilización que la sociedad ha
recorrido en su conjunto, ya que el niño no nace “civilizado”»8. Lentamente las
norm as sociales dejan de ser justificadas solamente en función de su efecto
sobre las otras personas o por la condena de la falta de respeto. De m anera
im plícita, ciertas costumbres com ienzan a ser rechazadas en su calidad de
tales, sin referencia a los demás. Actividades que se cargan con coeficientes
de incomodidad, angustia, pudor y que influyen el comportamiento de un
hom bre, incluso cuando está solo.
Sin embargo, y en este estadio de su pensam iento, es posible afirm ar
que, en su tendencia m ás im portante, el proceso de la civilización tiene
para Elias un valor positivo. No es nunca en todo caso solam ente una mera
extensión de la coerción. Al contrario incluso, «uno puede liberarse de una
form a de dependencia pesada e insoportable para integrarse a una form a
de dependencia que se percibe com o m enos p enosa»9. La socialización
así descrita es todo, excepto un proceso de torsión crítica que apela a una
supuesta liberación de la naturaleza hum ana. Aun cuando esté lejos de
com partir a la vez el sentim iento ingenuo y trágico que la socialización
posee en la obra de Durkheim, este proceso tam bién da lugar para Elias a
una verdadera segunda naturaleza.

Son las estructuras m ism as de la vida social» las que sugieren el


comportamiento a los individuos, «es en general la influencia de las
instituciones sociales y más especialmente los órganos ejecutivos sociales
encargados de esta tarea, en particular la fam ilia, quienes inculcan al
individuo desde su más tierna infancia una autorrestricción que no tarda
en transformarse en automatismo, en hábito’0.

Este elemento esencial de la sociología de Elias hace aún más sorprendentes


las relaciones observables en su obra entre la noción de socialización y el
proceso de la civilización. El proceso de civilización exige en Occidente tal
nivel de autocontrol que obliga a un modelamiento m uy intenso y muy largo
del com portamiento infantil. La prolongación de la escolarización, rasgo
m oderno por excelencia, rem ite así, según Elias, al proceso de civilización
mismo. M ás precisam ente, corresponde a la extensión del plazo requerido
para que el niño que crece en sociedad se som eta al proceso apremiante de

8 Ibíd., 243.
9 Ibíd., 269.
10 Ibíd., 273.
civilización y esté preparado para asegurar sus funciones de adulto. Por lo
demás, el abism o entre la actitud esperada de los niños y la de los adultos
tam bién da testim onio de la extensión de este proceso. No obstante, sobre
este punto, se puede constatar algunas imprecisiones en los trabajos de Elias.
Si el proceso de la civilización parece en m uchos aspectos m ás aclarador
que la sola noción de socialización, es porque inscribe a esta últim a en un
largo período histórico. Pero, a la inversa, el proceso de la civilización deja
en la sombra, de m anera paradojal, el estudio de los m ecanism os específi­
cos mediante los cuales se opera la socialización. Ciertamente, esta remite
a la infancia — la que aparece regularm ente en las páginas de Elias sin que
realmente se le dedique un estudio— , a la escuela, a la familia, a los tratados
de buenas costumbres, a veces a la sociabilidad a secas y, en la últim a parte
de su vida, a una teoría que quedó inconclusa del aprendizaje sim bólico” .
Pero globalmente, no es nunca verdaderam ente estudiada por Elias.

La pacificación de la sociedad

Para Elias, el proceso de la civilización exige un grado creciente de paci­


ficación de la sociedad, lo que supone una dism inución del uso cotidiano
de la violencia gracias a la form ación de los Estados, que logran regularla
o controlarla. La violencia es m onopolizada lentam ente por el Estado, y el
individuo ya no tiene derecho a entregarse al placer del ataque directo. Con
la form ación de los Estados m odernos, la violencia entre naciones tiende a
despersonalizarse, en todo caso, y no origina m ás la m isma descarga afectiva
que antes, por cuanto está concentrada en las m anos de algunos individuos
con mandato para ejercerla. «La libre disposición de los recursos militares es
retirada a los particulares y reservada al poder central, sea cual sea la form a
que este adquiera; la recaudación de los im puestos sobre las rentas y las
propiedades es igualm ente del ámbito exclusivo del poder social central»12.
Los dos m onopolios corren en paralelo y están en la raíz de la form ación
de la socied ad m oderna. Para Elias, la existen cia de unidades sociales
diferentes produce luchas que tienen fuertes probabilidades de culm inar
en la concentración del poder en las m anos de un pequeño número, y m ás
tarde, en las m anos de una sola persona. Con el tiempo, las probabilidades
m onopólicas de las que dispone un estrato social dejan de ser reguladas

11 N orbert Elias, The Sym bol Theory (Londres: Sa g e, 1991)- Para com en tarios críticos
sobre este aspecto de la obra de Elias, cf. lan Burkltt, Socía/Se/ves: Theoriesof che Social
Formación o f Personality, Current Sociology, vol. 39, n.° 3 (invierno, 1991): especialm ente
184-187.
12 Elias, La dynamique de l’Occident, 29.
por la libre com petencia y el empleo de la fuerza, y se organiza en torno a
instituciones centrales y a las exigencias del proceso de la división del trabajo.
La sociogénesis del Estado atraviesa diversas etapas que van desde una
fase de libre com petencia hasta la form ación del Estado moderno, pasando
por la victoria del m onopolio real y del m ecanism o absolutista. Un proceso
en el cual, y a causa de la división de las funciones sociales, las relaciones
entre individuos se lastran de una fuerte am bivalencia, incluso de una po­
livalencia de intereses: «Los centros de gravedad se reparten tan igualmente
entre ellos, que no puede haber, por ningún lado, ni compromiso ni combates
ni victoria decisiva»'3. Es aquí que Elias incorpora los análisis sobre el poder
de la realeza, en donde la posición obliga a basarse en grupos de segunda
categoría con el fin de preservar su preem inencia. El rey necesita cierta
cooperación, pero asim ism o cierta tensión entre las diferentes partes de
la sociedad, especialm ente entre los nobles y los burgueses. En el fondo, la
representación dada por Elias de la form ación del Estado moderno sigue de
cerca, en muchos aspectos, la interpretación weberiana: se trata del tránsito
de una violencia plural detentada por varios señores feudales hacia una
m onopolización de la violencia legítima, de una com petencia m ás o menos
abierta hacia luchas reguladas de m anera m onopólica14.
Muchas décadas m ás tarde, en sus estudios sobre el deporte, Elias recurre
a una explicación semejante. Establece un vínculo estrecho entre la instau­
ración en Inglaterra de un régim en parlam entario y la «deportificación»
(,sportization) de la sociedad. Como en el caso de la sociedad cortesana, el
proceso de la civilización es aquí tam bién orientado por los estratos m ás
altos de la sociedad y, de m anera bastante sem ejante, la génesis social del
deporte, como actividad de control de sí mismo, está asociada a una con­
figuración particular de las relaciones de fuerza. De hecho, se trata de dos
form as diferentes de pacificación de la sociedad. En Francia, la pacificación
pasó por la transform ación de una clase de guerreros nobles a la cabeza de
propiedades y de tierras, en una clase de cortesanos y oficiales m ilitares
totalm ente dependiente del rey. En Inglaterra, por el contrario, las luchas
interm inables entre, por una parte, los m onarcas y sus representantes y,
por otra, la aristocracia terrateniente y la burguesía citadina, culm inan

13 Ibíd., 115.
14 En realidad, a esta concepción weberiana del Estado se añade una concepción durkheimiana
de la m odernización, el proceso de la civilización supone una com plejización de las
formas sociales que engendran nuevos mecanismos de solidaridad y de interdependencia
entre los individuos. Pero sea cual sea la autonom ía relativa que Elias presta a los
diferentes ám bitos de la vida social, insiste sobre la unidad profunda del conjunto de
los procesos de evolución de la sociedad.
en el siglo XVIII en una situación de empate. N ingún grupo, a m enos de
desencadenar violencias con resultado incierto, está en situación de im po­
ner sus intereses por la fuerza. La negociación y el com prom iso se tom an
necesarios. El régimen parlam entario se desarrolla en este contexto, donde
cada grupo está obligado a evaluar sus «propios intereses en relación con
aquéllos de los otros grupos y m ostrar cierta buena voluntad para aceptar
los com prom isos»15. En este contexto, el régim en parlam entario permite
luchas francas entre facciones rivales, pero a vistas de todos y al interior de
un marco fijado que elimina estrategias no violentas. Es esta forma particular
de pacificación de la sociedad lo que explica, para Elias, el surgimiento del
deporte en Inglaterra:

La relación entre las luchas parlamentarias y los combates deportivos pasa a


ser así evidente. Los combates deportivos eran también luchas de rivalidad
donde los gentlemen se abstenían del uso de violencia o, en los deportes
de espectáculo — por ejemplo las carreras de caballos o el box— , donde
trataban de eliminar o disminuir la violencia en la medida de lo posible16.

Tanto la corte como el deporte, pero ambos en configuraciones sociales y


nacionales diferentes, son avances importantes en el proceso de la civilización.
A unque la civilización se lleva a cabo a través de u na larga serie de
m ovim ientos ascendentes y descendentes, y por vías bastante diferentes,
uno de los rasgos distintivos de Occidente es la dism inución progresiva
del contraste entre la posición y el código de los com portam ientos de los
estratos superiores y de los estratos inferiores. El proceso de la civilización
tiende por lo general a producirse prim ero en la conciencia de las élites, y
luego a propagarse hacia el resto de la sociedad17. Los estratos superiores

se imponen e imponen con mucha energía su regulación específica de


las pulsiones, que consideran como la m arca distintiva de su grupo;
por otro lado, su situación particular y las estructuras del movimiento
general que las mueven, las impulsan a la larga a reducir las diferencias de

15 Norbert Elias, «Introduction» (1986), en Norbert Elias y Eric Dunning, Sport etcivilisation
(París: Fayard, 1994), 47.
16 Ibíd., 48. Cf. tam bién en la misma obra, el capítulo «Sur le sport et la vlolence», 20 5 -
238.
17 Por otra parte, y com o lo señala Ellas mismo, la Iglesia se convertirá en uno de los
agentes más eficaces de la Implantación de los m odelos de civilización en los estratos
inferiores. Cf. Norbert Elias, La civilisation des maeurs, 147 y ss.
comportamiento. El movimiento de expansión de la civilización occidental
pone de manifiesto muy claramente esta ambigüedad'8.

Pero esta tendencia general debe comprenderse en función de las historias


nacionales. Como lo m uestra Elias, la im portancia muy particular que los
alemanes conceden a la «cultura», en relación con el apego que los franceses
confieren más bien a la «civilización», explica la mayor barrera que separa a
la nobleza de la burguesía en Alem ania, donde las clases m edias tenían sus
propias élites, muy poco avezadas en los m odales civilizados de la nobleza.
Por otro lado, Inglaterra, dada su historia social y política, y el proceso de
pacificación que conoció mediante el régimen parlam entario, presenta una
variante o vía completamente diferente de un mismo proceso de civilización.
Ahora bien, y m ás allá de la diversidad de las situaciones nacionales, es
la reorganización total de las relaciones hum anas la que está en la base de
la transform ación del habitus de los individuos:

Consciente o inconsciente, la orientación del comportamiento en función


de una regulación sin cesar, más diferenciada del aparato psíquico, es
determinada por los avances de la diferenciación social, de la división
de las funciones, por la extensión de las cadenas de interdependencia en
las cuales se inserta, directa o indirectamente, cada movimiento, cada
movimiento del hombre aislado” .

El habitus del hombre civilizado está así íntim amente vinculado con la
monopolización de la coacción física y con la solidez creciente de los ór­
ganos sociales centrales. Aquí, el hombre está a salvo de un ataque súbito
de pasiones, pero está tam bién, y a la inversa, obligado a reprimirlas más.
La m ayor libertad pulsional se daba paralelamente con la am enaza física
inmediata y la ausencia de poderosos monopolios centrales; el refinamiento
de las costumbres y el creciente control pulsional acom pañan la form ación
del Estado moderno. La conducta de los individuos se racionaliza, «el in­
dividuo es invitado a transform ar su econom ía psíquica en una regulación
continua y uniform e de su vida pulsional y de su comportamiento en todos
los planos»20. La previsibilidad de la acción humana está así para Elias, como
en Weber, en el corazón del proceso de modernización. La m onopolización

18 Norbert Elias, La dynam ique de l’Occident, 218-219 .


19 Ibíd., 192.
20 Ibíd., 20 1.
creciente de la violencia permite la im plantación de sistem as de acondicio­
namiento social que favorecen el autocontrol riguroso de los individuos.

El autocontrol y la corte

La dem ostración de Elias es particularm ente brillante a propósito de La


sociedad cortesana, por cuanto logra integrar y subordinar, al proceso de
racionalización de las conductas, una form a específica de la diferenciación
social y de disociación psíquica. El análisis se em peña en determ inar la
función de la corte, en su calidad de estructura social determ inada, en el
proceso de la civilización com o en las relaciones de dom inación social.
La corte aparece en primer lugar como el verdadero filtro entre el país y el rey,
cuya naturaleza particular viene del conjunto de las coacciones a las cuales
somete a los individuos. La corte es un espacio ficcional cuyo emplazamiento
al interior de una cadena de interdependencias explica a la vez los rasgos
estructurales y la naturaleza del control de las conductas que ejerce. Dentro
de la corte, la frontera entre la vida privada y la vida pública desaparece,
ya que la vida social y m undana a la vez cum ple la función de vida privada
(de esparcim iento y de diversión) y de vida profesional (es a través de las
relaciones establecidas en el seno de la corte que se practica la prom oción
de los cortesanos)11. La corte es sobre todo un lugar de encuentro físico entre
estratos sociales diferentes, especialm ente la nobleza y la burguesía, como
asim ism o los em pleados dom ésticos, con los cuales la proxim idad física es
com pensada por una gran distancia social. El vecindario espacial obliga a
los cortesanos a un cerem onial que permite establecer una separación ri­
gurosa entre los m iembros de diversos estratos sociales. Toda m odificación
del cerem onial en torno a una persona equivale a una m odificación de su
rango en la corte, y los cortesanos son extrem adam ente sensibles al mínimo
ultraje a su estatus. «Mediante la etiqueta, la sociedad cortesana procede a
su autorrepresentación, donde cada uno se distingue del otro, todos juntos
se distinguen de personas ajenas al grupo, cada uno y todos juntos se adm i­
nistran la prueba del valor absoluto de su existencia»22. El individuo depende
fuertemente de la opinión de los otros m iembros de la sociedad cortesana,
ya que él m ismo solo form a parte de esta «buena sociedad» m ientras y en
tanto que los dem ás lo consideren como uno de los suyos.
Nada es m ás esclarecedor en este sentido que el análisis del cerem onial
a través del cual el Rey Sol m anifestaba sus reservas, su descontento o su

21 Norbert Elias, La société de cour, 3 1- 3 2 ,3 8 y 58.


22 Ibíd., p.97.
simpatía. Expresaba por este medio, de m anera visible y pública, el lugar de
unos y otros en la corte. La etiqueta asumía entonces una función simbólica
im portante de gobierno, ya que se m anifestaba a través de ella el equilibrio
de las posiciones en la corte, al interior de un universo severamente jerarqui­
zado y fuertemente dependiente del prestigio. El rey m ismo por otra parte,
a pesar de su m argen de m aniobra individual, estaba som etido a las redes
de interdependencias propias de este tipo de organización social específica
que era la corte, donde prim aban las funciones sim bólicas. De igual forma,
los m iembros de la nobleza estaban forzados a m arcar su distancia social
y hacer los gastos que correspondían a las exigencias de su rango23. Entre
el rey y la nobleza, la dependencia era recíproca: la nobleza necesitaba al
rey, porque solo la vida en la corte le ofrecía las probabilidades económicas
sin las cuales no hubiera podido llevar una vida aristocrática; pero el rey,
por su parte, necesitaba de la nobleza para asegurar el equilibrio dinámico
entre los estratos sociales antagonistas y para im pedir que una de ellas
prevaleciera sobre la otra24.
Para Elias estos juegos de coerciones y de interdependencias se encuentran
en el origen de la extensión del autocontrol propio de la civilización. Todos
los miembros de la corte están sometidos a la m ism a disciplina. El rey debe,
ante todo, con el fin de tomar sólidamente las riendas del poder, mantenerse
a sí mismo sólidam ente bajo control. Ciertamente, sin los otros medios de
poder, la etiqueta y el control de sí serían realmente insuficientes, pero sin
la utilización de los instrum entos de dom inación que le ofrecía la corte, el
rey habría debido ceder su poder a otros grupos concurrentes. Esta m isma
exigencia se hace sentir para la nobleza, por cuanto las coacciones de la
corte fuerzan a sus m iembros a agudizar su capacidad de observación de
los hom bres y el control de sus afectos. Aún m ás cuando, al interior de este
espacio facticio y funcional que es la corte, la frontera entre la realidad y la
apariencia, sin desvanecerse, se torna difusa: se trata, mediante la obser­
vación de los dem ás y de sí mismo, de aprender a descubrir las verdaderas
m otivaciones detrás de las disim ulaciones. Esta actitud exige una mayor
psicologización de las reglas de comportamiento, no merced a una mejor
observación del hom bre en sí mismo, sino, por el contrario, mediante una
mirada aguda sobre su inserción social y sus relaciones con los demás. En la

23 Una obligación que habrá estado en la base misma de la reestructuración de la nobleza.


Algunos lograrán obtener, gracias a su presencia y posición en la corte, los recursos
económ icos necesarios para asentar su prestigio social, mientras que otros fracasarán,
puesto que prisioneros de la imagen que ellos m ism os se hacen de su propio valor
personal, se verán som etidos a una reducción de sus recursos.
24 Norbert Elias, La société de cour, 229.
corte, como insiste Elias, prima «la preocupación de representar al individuo
en el contexto de su interdependencia social, explicarlo a través de la red de
sus relaciones recíprocas. El ser humano nunca es desvinculado del telón de
fondo de su existencia social, de la red de sus vínculos y dependencias con
los dem ás»25. El cortesano está obligado a concordar su mímica, sus gestos,
sus intenciones con los hom bres con los que trata, con las circunstancias
que debe enfrentar.

II. Evolución, p ro g re so , racionalización

En una carta de 1976, Elias se defiende: «Si se dice que para Elias un proceso
de civilización se caracteriza por un nivel de autocoerción siempre reforza­
do, es un craso error»26. Más allá de sus advertencias repetidas, queda claro
que si bien hay evolucionism o en su obra27, este es de una naturaleza muy
particular. Si la civilización parece responder a una tendencia estructural
central, bien descrita por el proceso m ism o de la civilización, es decir, la
doble racionalización de las estructuras sociales y de las estructuras psíqui­
cas, este proceso no está desprovisto de regresiones. El proceso está lejos
de seguir una pendiente evolucionista única, por cuanto está som etido a
inversiones de tendencias y al relajam iento de las costum bres, puesto que
«cada fase es m arcada por fluctuaciones m últiples; a m enudo se constata
un flujo y reflujo de las coerciones exteriores e interiores»28. M ás aún, si
los m ecanism os de interpenetración y dependencia han «evolucionado
en el sentido de una m ayor hum anización de las relaciones hum anas»29,
el proceso de la civilización «puede ser seguido, incluso acom pañado, por
movimientos en la dirección opuesta, por procesos de descivilización»30.

25 Elias, La dynamique de l'Occident, 248.


26 Carta de Elias a Cas W outers. Citada por Roger Chartier, «Avant-propos. Le sport ou la
libération controlée des ém otions», en Norbert Elias y Eric Dunning, Sport et civilisation,
19.
27 El punto es am pliam ente polémico. Cf. el debate presentado en el número especial de
Cahiers internationaux de sociologie, vol. 99 (1995): 2 13-2 35.
28 Elias, La civilisation des mceurs, 271.
29 Norbert Ellas, Qu’est-ce que la sociologie? (La Tour d’A lgues: Editlons de l’Aube, 1991),
190.
30 Norbert Ellas, «Introduction», en Norbert Elias y Eric Dunning, Sport et civilisation,
5 9 - Para una presentación de algunas objeciones dirigidas al respecto a Elias, com o
asimismo una defensa de su posición, cf. Stephen Mennell, «L'envers de la médallle: le
processus de décivilisation», en Alain Carrigou y Bernard Lacrolx, dirs., Norbert Elias.
La politique et l'histoire, 2 13-236 .
Los procesos de desávttzadón

Sobre este tema, es posible constatar una evolución en el pensamiento de


Elias. Lentamente le da un lugar cada vez mayor, y sobre todo explícito, a los
m ovim ientos o a las tendencias regresivas del proceso de la civilización31.
Sin embargo, ya en sus obras de los años treinta se encontraban presentes
observaciones en este sentido cuando hablaba, por ejemplo, de la extensión
de una form a de angustia, específica al proceso de civilización mismo; una
ansiedad interior, sem iinconsciente, originada «en el tem or de la ruptura
de las barreras que la sociedad impone al hombre civilizado»32. En efecto,
para Elias, el proceso de la civilización se caracteriza por la transposición
del campo de batalla de los grupos sociales al fuero interior del hombre. La
necesidad de reprimir sus emociones en función de las estructuras sociales
conduce a menudo a un combate dentro del m ismo individuo entre las pul­
siones y la parte vigilada de su Yo33; el hombre se revela así incapaz, en lo
sucesivo, de satisfacer una parte de sus pulsiones. En este sentido, el proceso
de la civilización es rara vez exitoso a nivel individual, es decir, ligado «a
un comportamiento perfectam ente adaptado a las funciones sociales del
adulto»34. A m enudo hay fracasos y muy a m enudo los individuos se ubican
en una línea m ediana entre casos tan extremos.
Sin embargo, la inversión del proceso de la civilización, aun cuando a
m enudo queda esbozada en la obra de Elias, nunca se erige realmente como
contraim agen de la modernidad. Es m ás exacto decir que la sociología de la
m odernidad de Elias se sitúa en algún lugar entre las obras de Weber y de
Freud — a una distancia inestable de cada una de ellas, dependiendo de los
períodos— . Entre un estudio socioestructural del Estado y un psicoanálisis
sociologizado; entre la certeza del incremento del dominio de la naturaleza
por el hombre y la constatación de la extensión del sentimiento de angustia
frente al control de pulsiones; entre un diagnóstico en el fondo optimista

31 Es así por ejem plo que Carrígou subraya esta línea de evolución a partir de los trabajos
de Elias sobre el deporte. Cf. Alain Carrigou, «Le grand jeu de la société », en Carrigou y
Lacroix, Norbert Elias. La politique etl'histoire, 100-127. En cuanto a Heinich, ella subraya
más bien la inquietud expresada por Elias respecto al proceso de civilización en sus
trabajos sobre la m uerte, cf. Nathalle Heinich, La sociologie de Norbert Elias (París: La
D écouverte, 1997), 43-4 6 .
32 Elias, La civilisation des mceurs, 245.
33 «Estas relaciones al interior de cada ser humano y con ellos la estructura de su control
pulsional, de su Yo y de su Súper Yo, evolucionan conjuntamente en el curso del proceso
de la civilización como consecuencia de la transformación específica de las interrelaciones
humanas». Cf. Elias, La dynam ique de i’Occident, 261.
34 Ibíd., 207.
de la m odernidad y la tentación de ceder ante el pesim ism o desencantado
de Weber y de Freud35.
En los años treinta, Elias se esfuerza en establecer una correlación entre,
por una parte, la transform ación general de las coerciones exteriores en
autocontroles a través del refuerzo de la conciencia y, por otra parte, un
conjunto de fenóm enos que apunta a escapar a las coerciones de la civiliza­
ción36. Mediante este doble m ovimiento, da una interpretación diacrónica:
los autocontroles, que no obstante ya han pasado a ser costumbres, aún no
han alcanzado un grado de automatismo capaz de abarcar todas las rela­
ciones hum anas. Un análisis que Elias com pleta con criterios sincrónicos:
ante dem andas contradictorias y ante el dilem a «de rom per sus cadenas sin
desestabilizar el orden social establecido»37, los estratos sociales tienen la
tentación de refugiarse en un entorno m ás sim ple. Para Elias es entonces
solamente en la m edida en que se asista a la reestructuración de la sociedad
y de las interrelaciones hum anas que será posible observar una transfor­
m ación de la econom ía em ocional del individuo que asegure su adaptación
a la sociedad.
Un tanto diferente es el diagnóstico que hace Elias a partir de los años
sesenta, y especialm ente hacia el fin de su vida, sobre el proceso de la civi­
lización, que juzga portador de un exceso de autocontrol. Constata en los
trabajos de este período ciertos relajam ientos, variables según los lugares
o los actores, sobre todo en los «estratos m ás bajos de la clase obrera», que
a través de la violencia que expresan, por ejemplo, durante los partidos de
fútbol, m uestran una m enor capacidad de control pulsional, síndrome de
m arginalidad. En verdad, en su estudio sobre el deporte, Elias apunta a
mostrar la existencia en el seno de las sociedades m odernas de un campo de
com pensación energético, con el fin de paliar los grados cada vez mayores

35 Elias tom a poco en cuenta las referencias teóricas. Sin em bargo, adem ás de algunas
derivaciones a la obra de W eber en La sociedad cortesana, en su obra m ás im portante,
El proceso de civilización, se encuentran dos referencias en notas al pie de página: en
una, señala su deuda con Freud por la teoría del Súper Yo; en la otra, discute el tipo
ideal del feudalism o propuesto por Weber. Las relaciones de Elias con W eber son por lo
m enos am biguas. Si bien por un lado, la influencia de W eber sobre su propia reflexión
es evidente, especialm ente en lo que concierne a su representación de la form ación
del Estado, por otro lado, Elias creyó d etectar en la obra de W eber una separación
entre individuo e instituciones que no serían m ás que sim ples artificios. Cf. Norbert
Elias, Qu'est-ce que la sociologie?, 139 y ss. Cf. tam bién Norbert Elias par lui-méme (de las
entrevistas registradas en 1984 y publicadas por primera vez en 1990) (París: Fayard,
1991), 173-176.
36 Cf. especialm ente los pasajes dedicados por Elias a Rousseau en La société de cour, 110
y 113, com o asim ism o los desarrollos que dedica al rom anticism o aristocrático.
37 Ibíd., 251.
de autocontrol exigidos a los individuos. El deporte, dirá Elias en un razo­
namiento fuertemente funcionalista, pasa a ser un m ecanism o mediante el
cual una sociedad se protege de las tensiones inducidas por el proceso de la
civilización. Y el deporte cumple tanto mejor esta tarea en cuanto permite
asegurar a la vez un relajamiento del control ejercido sobre los sentim ien­
tos hum anos y «el m antenimiento de un conjunto de codificaciones para
m antener el control de las emociones agradablemente descontroladas»38.
La som bra de Freud prim a aquí sobre la de Weber. El deporte aparece como
un correctivo a las tensiones poco excitantes de la rutina de la vida social.
«Una de las principales funciones de las actividades de ocio en nuestras
sociedades» es contribuir «a tem plar la muy gran severidad del autocontrol,
consciente o inconsciente, requerido de todos los individuos en las acti­
vidades profesionales y diferentes al ocio a las cuales deben adaptarse»39.
Elias encontrará m uchos otros ejemplos, como el rechazo com pulsivo de
puntualidad, visible en ciertos individuos que viven en medio de socieda­
des que confieren una gran im portancia a la autodisciplina en materia de
respeto de los horarios40.
La visión del último Elias insiste sobre los excesos del autocontrol 41 y
especialmente sobre las consecuencias negativas que este puede tener sobre
los individuos42. Es así, por ejemplo, que en la introducción a sus ensayos
sobre el deporte, redactados al inicio de los años ochenta, señala con fuerza
este riesgo: «La presión de la sociedad que alienta al atleta a autocontro-
larse para no herir a su o sus adversarios tiene por consecuencia que él se
lastim e a sí m ismo al controlarse». A partir de los años ochenta, en efecto,
Elias expresa con mayor fuerza sus dudas y sus inquietudes, especialmente
a propósito de la soledad que ve crecer entre los hom bres y de la m anera en
que le parece se elude la muerte. Ciertamente, ya en los años treinta afirmaba
que la racionalización, com o asim ism o la progresión del umbral del pudor,
reflejaba una acentuación del tem or interior. Demostraba entonces que un
umbral de pudor levantaba un muro invisible entre los cuerpos, manifestado

38 Norbert Elias, «Introductlon», en Elias y Dunning, Sport et civilisation, 64.


39 Norbert Elias y Eric Dunning, «Les loisirs dans le spectre du tem ps libre» (1972), en
Elias y Dunning, Sport et civilisation, 157-158.
40 Norbert Elias, Du temps (París: Fayard, 1996), 17 y 25.
41 C iertos au tores han así insistido sobre la sem ejanza reconocible sobre este punto
entre la obra de Elias y los trabajos de la escuela de Frankfurt, especialm ente entre
esta visión del proceso d e civilización y la denuncia de la existencia de un «excedente
de represión» en M arcuse. Cf. Artur Bogner, «Elias and the Frankfurt School», Theory,
Culture and Society 4, (1987): 249-285; tam bién lan Burkitt, Social Selves, 178 y ss.
42 Elias, «Introduction», en Elias y Dunning, Sport et civilisation, 31.
mediante el sentimiento de vergüenza que nos asalta cuando algunas de
nuestras funciones físicas son expuestas a la m irada de los dem ás43. Pero
en 1982, y a los ochenta y cinco años, la m irada de Elias es mucho más som ­
bría. La previsibilidad creciente de los riesgos de m uerte en la vida de los
individuos disminuye su necesidad de estructuras y de relatos protectores
respecto de la muerte. En el fondo, se produce el encuentro de dos series de
acontecimientos diferentes. Por un lado, la m uerte deja de ser estetizada,
regulada y m odelada por form as culturales, y solo se expresa a través de
un sentimiento de m olestia y, por otro lado, y a m edida que se propaga la
exigencia creciente de autocontrol de los individuos, se hace cada vez más
difícil expresar los sentim ientos frente a la m uerte de los otros, incluso se
llega a m ostrar un sentimiento de hostilidad hacia ella. Los moribundos son
abandonados a su soledad. La individualización alcanza un grado tal que
un verdadero muro se erige entre los hombres, impidiendo incluso expresar
sentimientos entre ellos. Elias no cae en una nostalgia descontextualizada,
pero insiste en el hecho que en las estructuras fam iliares anteriores no
existía la neutralidad afectiva y que el socorro em ocional entregado a los
m oribundos era entonces m ás franco y m ás im portante. La conclusión
es inapelable: en las sociedades desarrolladas, y a causa del proceso de la
civilización, los individuos son incapaces de enfrentar la m uerte44.
La proxim idad con el Freud del M alestar en la cultura es evidente. El
sufrim iento humano está vinculado a la potencia aplastante de la natura­
leza, a la caducidad del cuerpo humano, a la insuficiencia de las m edidas
destinadas a regular las relaciones entre los hom bres45. Al igual que Freud,
aunque de m anera siempre m ás histórica, Elias piensa «que el edificio de
la civilización se basa en el principio de renunciam iento a las pulsiones
instintivas»46. Incluso parece por m om entos adherir al diagnóstico freu-
diano, para quien el progreso de la civilización se paga necesariam ente con
una pérdida de felicidad, como resultado del refuerzo del sentim iento de
culpabilidad. Estas sem ejanzas se han reforzado sin duda hacia el fin de
la vida de Elias, donde la am bivalencia de su filiación intelectual parece
resolverse en favor del pesim ism o freudiano: el tem or y la hostilidad entre
los hombres parece incluso por momentos prim ar sobre la acción racionali-
zadora de los individuos. El proceso de la civilización tiende a veces incluso

43 Elias, La civilisation des maeurs, 10 1.


44 Norbert Ellas, La solitude des mourants (París: Christlan Bourgois, 1987).
45 Slgm und Freud, Malaise dans la civilisation (París: PUF, 1992), 32.
46 Ibíd., 47.
a asociarse a una «cadena del temor»47. El pesim ism o se endurece, sin que
jam ás, sin embargo, el diagnóstico mismo del proceso de la civilización se
torne unidimensional.

La pluralidad de las vías de la civilización

Elias transita de una concepción un tanto optim ista, en todo caso más
bien única del proceso de la civilización, hacia una concepción de la diver­
sidad de los procesos de civilización. U n aspecto particularm ente visible en
su estudio sobre la historia del siglo veinte en Alem ania, en donde elabora
la idea de que toda gran tendencia histórica va acom pañada de contraten­
dencias inversas. En respuesta a las diversas críticas de las cuales ha sido
objeto, Elias ya no se lim ita a considerar el Holocausto solamente como una
m arca de descivilización. Trata m ás bien de com prender la especificidad de
la relación entre el desarrollo del habitus nacional y el proceso de formación
del Estado-nación en A lem ania con la eclosión del período hitleriano. En lo
sucesivo, la verdadera cuestión para Elias es com prender cómo «la fortuna
de una nación durante siglos se había sedim entado en el habitus de sus
m iem bros»48. Explica en parte este proceso por la form ación interestatal
propia del Estado-nación alem án, tom ado en tenazas entre los eslavos y
los francos, lo que confirió, luego de diversas invasiones, una im portancia
preponderante a la idealización de las acciones m ilitares49. Pero lo explica
tam bién por la debilidad ideológica de la burguesía alem ana respecto de
la aristocracia m ilitar. Esta situación da cuenta para Elias del hecho de
que Alem ania habría vivido, de m anera m ás fuerte que otras sociedades
nacionales, la tensión entre la valorización de la entidad colectiva nacional
y los principios dem ocráticos m ás individualistas50, una situación tanto
m ás explosiva y contradictoria en cuanto que en las sociedades m odernas
la identidad nacional ha pasado a ser la principal fuente identitaria de los
individuos5’. Es pues el contexto interestatal, como asim ism o la debilidad
del Estado alem án, cuya h istoria está atravesada por m últiples rupturas
y derrotas, el que explica, según Elias, la ansiedad de m uchos alem anes.

47 Para una lectura que insiste sobre e ste asp ecto de la obra de Elias, cf. Helena Béjar, «La
so cio g én esisd el individuo», en La cultura del yo (Madrid: Alianza, 1993), 10 9 -15 0 .
48 Norbert Ellas, Studien über die Deutschen (Frankfurt: Suhrkam p, 1992), 27 (trad. inglés,
The Germans [Oxford: Basil Blackwell, 1996], 19).
49 Ibíd., 13 -14 (trad. Inglés, 7).
50 Ibíd., 208 y ss. (trad. inglés, 16 0 y ss.)
51 Ibíd., 456 (trad. inglés, 352).
El proceso de la civilización no encontró en este contexto todos los elementos
externos que permitieron en otros países el reem plazo del autoritarismo
político por otras fuentes de control más interiores52. El autocontrol personal
quedó dependiente de una mirada exterior, y la voluntad de m antener una
identidad nacional, históricam ente perturbada, favoreció por lo dem ás la
consolidación de m ovimientos de rechazo de los extranjeros. Para Elias es
en el largo plazo donde reside la explicación del desliz de ciertos grupos
sociales hacia el genocidio. La juventud alem ana, especialm ente, habría
vivido en los años treinta un período particular de encogim iento de los
canales de la m ovilidad social, pero también, con la guerra y el movimiento
nazi, la apertura de espacios de acción inusuales53. Dicho de otra forma, a
diferencia de lo que había escrito antes, Elias considera en este trabajo que
el proceso de civilización puede, en sí mismo, llevar a form as nacionales
capaces de inducir m anifestaciones de descivilización en el seno m ismo de
las sociedades modernas.
En síntesis, si bien es necesario romper todo vínculo entre la idea de pro­
greso y de evolución, es necesario empero conservar la idea de una dirección
de conjunto hacia un autocontrol m ás temperado y m ás hom ogéneo de las
prácticas sociales54. Pero tam bién es posible que, incluso una vez dado el
rumbo del proceso de la civilización, las configuraciones nacionales puedan
conducir a prácticas de violencia y aun a procesos de descivilización graves.
A pesar de la ambigüedad de su pensamiento, e incluso de cierta indecisión
teórica sobre este tem a, es innegable que su visión de la m odernidad se
ensom breció considerablemente en los años ochenta, ganando en am biva­
lencia55. Las tendencias a la civilización en lo sucesivo van inexorablemente
acompañadas por tendencias de descivilización.

III. C o n figuració n versus d isociació n

Para Elias la generalización del autocontrol en todas las prácticas sociales,


con leves diferencias entre el ámbito privado y el ámbito público, está en la
raíz de una de las concepciones m ás erróneas que los hom bres se hacen de
su relación con el m undo: aquella que insiste, de una u otra forma, sobre la
disociación entre el objeto y el sujeto. En su opinión, nada es m ás falso que

52 Ibíd., 493 y ss. (trad. inglés, 383 y ss.).


53 Para este análisis intergeneracional, cf. Ibíd., 315 y ss. (trad. inglés, 239 y ss).
54 Elias, Du temps, 164.
55 Para una presentación de d iferen tes críticas dirigidas a la concepción de Elias del
proceso de la civilización, cf. Stephen Mennell, Norbert Elias: An Introduction (Oxford:
Blackwell, 1992), 227-250 .
la voluntad de establecer una anterioridad, incluso una exterioridad del
individuo a la sociedad, com o lo es, del m ism o m odo pero a la inversa, la
pretensión de concebir una sociedad que funcionaría como una entelequia
independientem ente de los individuos. Para Elias, se trata de p ensar el
m undo social com o u na configuración, com o un a tram a de relaciones
so c ia le s, cuya d en sidad , prop ia de las so cie d a d e s m od ern as, exp lica
el sentim iento, tan extendido, de una d isociació n entre dos realidades
distintas, el yo y el m undo. Estudiar la sociedad y los individuos consiste
entonces en dar cuenta, como Elias m ism o lo hizo para el proceso de la
civilización, de estas diversas configuraciones, suerte de dependencias
recíprocas establecidas por los individuos y que construyen los sujetos
de las relaciones. Pero la noción de configuración, si ya está presente en
sus estudios de los años treinta, no será realm ente conceptualizada sino
en los años sesenta.
La noción de configuración de Elias no está exenta de am bigüedades,
in clu so de in su fic ie n c ia s54. A través de ella, la so cied ad es concebid a
com o un equilibrio de tensiones, donde cada acción social depende de la
acción efectuada por otro actor, ya que am bos se ubican en un sistem a de
interdependencias recíprocas. Las configuraciones se asem ejan entonces
a diversas im ágenes de un caleidoscopio social, las cuales pueden ir desde
una sim ple interacción entre individuos h asta relaciones entre Estados.
El valo r heurístico de la noción es ciertam ente m enos im portante que el
que Elias parecía otorgarle: por un lado, la fu erza de la noción procede
m ás bien de su tonalidad crítica con respecto de la separación entre el
individuo y la sociedad y, por otro lado, la noción es en mucho redundante
con el proceso de civilización que describió durante los años treinta. En
efecto, la noción de configuración se b asa en un vínculo estrecho entre
este análisis y su p erspectiva sociológica. La dependencia, o m ás bien el
conjunto de las interdependencias, com o tantas cadenas invisibles, está
en el centro de su representación de la sociedad. M ientras más num erosas
son las cadenas, m ayor es el sentim iento de autonom ía individual. El indi­
viduo «vive en un tejido de relaciones fluctuantes que entretanto se han,
al m enos parcialm ente, im pregnado en él y le dan su m arca personal»57.
La sociedad, para Elias, no es entonces otra cosa que este conjunto de
funcion es que los hom bres cum plen, unos respecto de otros: «Es en el
interior de la red de interdependencia en la que el hom bre se incorpora

56 Jean -H u ghes D échaux, «Su r le con cep t de con figu ration : quelq ues failles dans la
sociolo gie de Norbert Elias», Cahiers internationaux de sociologie 99 (1995): 29 3-313.
57 Norbert Elias, La société des individus (París: Fayard, 1991), 50.
a su nacim iento, en la cual se desarrolla y se afirm a — en grados y según
modelos variables— su autonom ía relativa de individuo independiente»58.
Es así como, en el estudio sociogenético del individuo realizado por
Elias, el momento de inflexión es la constitución, a través del control de
las pulsiones, de una separación entre un ám bito público (donde el indivi­
duo despliega acciones abiertas y visibles) y un ám bito privado (donde el
individuo se entrega a conductas secretas). Escisión histórica que separa
con fuerza dos tipos, m uy generales, de individuo. En las sociedades no
estatales, donde esta escisión no existe en realidad todavía, el individuo
es m ovido por pasiones extrem as y acciones afectivas. En las sociedades
estatales, a la inversa, se consolida el control de las em ociones y el cál­
culo de las consecuencias de las propias conductas. La transición va de
un control externo hacia un control interno y, al fin al de este proceso, el
exterior no es percibido m ás que como una expresión de la interioridad.
Por un lado, se propaga la idea de que es justam ente en la interioridad
donde se desarrolla la esencia del individuo; por otro lado, las conductas
se despliegan cada vez m ás de acuerdo con m ecanism os de regulación
internalizados, y en lo sucesivo designados com o el lugar m ism o de la
conciencia. Para Elias, el desarrollo de este proceso desde la Edad M edia
es así sinónim o de la extensión de la identidad del «yo» en perjuicio de
la identidad preestatal del «nosotros»59. A l final, incluso, este últim o se
debilita h asta que los individuos solam ente se perciben a sí m ism os como
«yo», sin «nosotros»; el concepto del individuo se convierte a tal punto en
una im agen ideal en Occidente, que la educación, por ejemplo, apunta a
hacer de cada ser un hom bre independiente60.
Es a través de esta visión del homo clausus que se im pone en el curso del
proceso de la civilización, com o m ejor se m an ifiesta la matriz sociológica
de la m odernidad esp ecífica de Elias. En efecto, nada m uestra m ejor la
fuerza de la lectura que él da, siguiendo los pasos de la racionalización,
que su m anera para enm arcar el sentim iento de d isociación propio de
los m odernos entre el yo y el m undo. A hí donde, com o lo verem os, en
la filiación de los trabajos de Sim m el se trata de insistir en la separación
entre las dim ensiones objetivas y las realidades subjetivas, para Elias, y
justam ente a la inversa, esta dicotom ía debe ser analizada como una re­
sultante de la huella en el individuo de un tejido p articular de relaciones.
La conciencia de sí m ismo, propia del hom bre civilizado, y a través de la

58 Elias, La société de cour, 151.


59 Norbert Elias, «Les transform ations de l’équilibre “ nous-je”» (1987), en La société des
mdividus, 234.
60 Elias, Qu’est-ce que la sociologie?, 141.
cual se instaura un quiebre entre su yo y el m undo, no es otra cosa que lo
propio de una fase del proceso de la civilización. «Esta se caracteriza por
una fuerte diferenciación y por una fuerte tensión entre los imperativos y
las prohibiciones de la sociedad, adquiridos y transform ados en coerciones
interiores, y los instintos o las tendencias propios del individuo, no supe­
rados, pero reprim idos»111. Este es el marco que explica que los individuos
sean embargados por un sentim iento de separación, por el sentim iento de
que su verdadero yo, su «yo en sí», com o escribe Elias, esté encerrado en
un calabozo denom inado sociedad.
Para Elias, el pensamiento de Descartes, y por extensión la representación
que la filosofía da desde entonces del sujeto m oderno62, está íntimamente
ligado con la nueva form a de conciencia individual vinculada a la m ercan-
tilización y la estatización, al ascenso de nuevos estratos sociales, así como
con el poder creciente de los hombres sobre los fenóm enos naturales. La
conciencia hum ana tom a así la form a de una escalera de caracol, donde
el individuo tiene la capacidad de alcanzar, cada vez m ás a m edida que
el proceso de civilización se propaga, grados superiores de reflexividad.
Progresivam ente, el m ovim iento de desapego mediante la observación de
los dem ás y de sí m ismo pasa a ser una actitud constante. Los individuos
llegan incluso a sentirse separados de todos los dem ás, existiendo inde­
pendientem ente de ellos. «En su representación, el m ayor distanciam iento
y autodisciplina requeridos para explorar el sistem a de los fenóm enos in­
anim ados se transform aron en la idea de una distancia realmente existente
entre ellos m ismos, los sujetos, y la "naturaleza” en su calidad de sistem as
de objetos»63. El corte entre el cuerpo y el espíritu, el yo y el mundo, o m ás
aún, el individuo y la sociedad, no son entonces para Elias otra cosa que una
consecuencia de la tendencia a representarse las funciones como sustancias.
Lo propio del hom bre civilizado es justamente esta capacidad de salirse de
sí mismo, su capacidad de verse a la vez como un yo, un tú, un él o ella64.

61 Elias, La société des individus, 65.


62 Y se podría Incluso agregar la sociología misma, por cuanto esta queda, para Elias,
prisionera de la separación entre el Individuo y la sociedad. Cf. las críticas sobre este
asp ecto dirigidas por Elias a Parsons en «Sociologie et histoire», prólogo a La société
de cour, LXXIV; o aún, Qu’est-ce que la sociologie?, 222.
63 Elias, Du temps, 129 ; y en el mismo sentido, ibíd., 138-139.
64 Norbert Elias, «Les transformations de l'équilibre “ nous-je” », La société des individus, 248.
Para Elias, el recurso de la sociología a los enunciados de los pronombres personales es
la manera más sim ple de querer decir que los hombres dependen unos de otros y que
cada uno de ellos es un ser innatam ente social. Cf. Elias, Qu'est-ce que la sociologie ?,
14 6-154.
Para Elias, la separación de lo objetivo y de lo subjetivo está lejos de
ser u n a m atriz aprop iad a para la in terp retación de la m od ern id ad 65.
Al contrario, esta distancia no es para él más que un sentimiento, por cuanto
los individuos civilizados se definen por un habitus que vincula con fuerza su
estructura psíquica con las estructuras sociales. Este sentimiento no es más
que «la expresión de la represión de las tendencias espontáneas a la acción,
del paso directo a la acción, mediante funciones de control del individuo,
cada vez m ás rigurosos y cada vez m ás com plicados»66. Y m ientras m ás
surge la acción adoptando una forma atenuada, retardada, indirecta, más se
desarrolla en el individuo el sentimiento de ser separado de los demás y del
mundo por una muralla invisible. El control de sí alimenta el sentimiento de
ruptura entre el yo y el mundo.

IV. A utocontrol y sab er

Para Elias, la necesidad de autocontrol es tanto mayor cuanto las cadenas


de interdependencias entre los hombres se han extendido y diferenciado
a lo largo del proceso de la civilización. Es la com plejidad de las interde­
pendencias la que explica que los fenóm enos sociales sean relativamente
autónom os en relación con las intenciones de los hom bres, e incluso los
resultados im previstos de las acciones son atribuibles a los efectos de
com posición de las interdependencias hum anas. No hay m isterio alguno
en este proceso: «la interpenetración de las jugadas realizadas por miles de
individuos interdependientes es tal, que ninguno de ellos, y ningún grupo
— sea cual sea su poder— , está en condiciones de dirigir el desarrollo del
partido»67. Es la razón por la cual, con el fin de lograr actuar eficazmente en
una sociedad de este tipo, hay que ser capaz «de subordinar la satisfacción
de las necesidades presentes a gratificaciones previstas en el futuro»68. Elias
busca así establecer un acuerdo en el corazón de la sociedad m oderna,
entre la progresión de unidades de integración social siempre m ás vastas,

65 El texto que Elias dedicó a M ozart parece ten er un estatus aparte: el análisis d e la
genialidad — aceptada en su calidad de tal por Elias— se funda sobre la diferencia
entre el individuo M ozart y la sociedad en la cual él vive: M ozart es un músico burgués
y rom ántico y un genio al interior de una sociedad cortesana que no reconoce aun el
valor del genio. El carácter excepcional del genio parecería ser una prueba adicional
de la plausibilidad del análisis en térm inos de configuración. Cf. Norbert Elias, Mozart.
Sociologie d ’un génie (París: Seuil, 1991).
66 Norbert Elias, «Conscience de soi et image de l’homme», en La société des individus,
164.
67 Elias, Qu’est-ce que la sociologie?, 180.
68 Elias, Du temps, 161.
de cadenas de interdependencias sociales siempre m ás extendidas, y la ne­
cesidad humana de lograr un orden cognitivo capaz de asegurar niveles cada
vez m ás altos de síntesis conceptual. El control cognitivo opera a través de una
reducción del contenido imaginario del pensamiento humano, en beneficio
de un pensamiento en congruencia con lo real69. Sobre este punto, Elias se
diferencia con fuerza de todos los otros sociólogos que han interpretado
la modernidad como un proceso creciente de racionalización. En efecto, a
pesar del carácter cada vez más trágico de su concepción del proceso de la
civilización, sigue apegado a cierta visión del saber, fuertemente ligada a su
propia definición de la racionalización, y gracias a la cual los hombres tienen
la posibilidad de hacer accesibles al entendimiento humano procesos durante
mucho tiempo percibidos como incontrolables. Lo propio del científico, en su
calidad de «cazador de mitos»70, se confunde así con el movimiento mismo
de distanciam iento gracias al cual el individuo logra dom inar su entorno.
«Es la tarea de los investigadores en ciencias sociales encontrar los medios
para comprender las configuraciones movedizas que los hombres tejen entre
ellos, la naturaleza de estos vínculos, como asimismo la estructura de esta
evolución»71.
Sería falso hablar de Elias como de un mero heredero de la Ilustración;
m uchos presupuestos im portantes de su obra lo distanciaban de ella. Sin
embargo, hay en él aun una relación estrecha, y en el fondo positiva, entre la
extensión del saber y el proceso de racionalización. Ambos, por vías diferentes,
refuerzan el autocontrol de las emociones que a su vez permite aumentar el
control relativo del hombre sobre el mundo. Para Elias, el nivel de dominio
es directamente proporcional al grado de distanciam iento emocional, que
permite a los hombres aprehender los fenómenos en su interdependencia y
no traerlos hacia ellos m ismos, al tiempo que los dota de un distanciamiento
crítico que les permite dom inar sus afectos y aumentar así el control.
Lo propio del dilema de la racionalización, según Elias, proviene enton­
ces m enos de una extensión ilim itada de la racionalidad instrum ental o
estratégica que de la diferencia de dominio que se instaura respecto de lo
que él denom ina a veces la «trinidad de los controles fundamentales», y que
otras veces parece clasificar en cuatro formas de control72: acontecimientos

69 Ibíd., 2 0 0 y ss. Una vez más, este proceso no se da sin contraparte para Elias por el hecho,
especialm ente, que los hombres se acostumbran a comunicar m ediante abstracciones,
perdiendo de vista los detalles sensibles con los cuales ellas se relacionan.
70 Elias, Qu'est-ce que la sociologie?, 58.
71 Norbert Elias, «Engagem ent et d istan ciaron » (1956), en Engagement et distanciation
(París: Fayard, 1993), 24.
72 Norbert Elias, «Les pécheurs dans le Maelstróm» (1980), en Engagement et distanciation,
72.
naturales, relaciones sociales (las cuales se pueden descom poner en rela­
ciones interestatales y relaciones intraestatales) y relaciones de dominio
de sí. Y aunque estas form as de dom inio son interdependientes, «lo que
caracteriza la situación actual de las sociedades hum anas, es que la aptitud
para dominar los complejos acontecimientos extra-hum anos aumenta más
rápidamente que la aptitud para dominar las relaciones sociales»73. En repe­
tidas ocasiones, Elias insiste sobre la paradoja del proceso de la civilización,
a saber, a m edida que se desarrolla el control de los fenóm enos naturales” ,
los individuos son cada vez m ás sensibles al m ás débil dom inio que existe
de lo que sucede entre los hombres y entre los diferentes grupos sociales75.
El proceso que disminuye la dependencia de los hom bres respecto de la
naturaleza refuerza su dependencia recíproca y som ete entonces a los
hombres a nuevas fuentes de inseguridad en la vida social. Más precisa­
mente, la racionalización, que va de la m ano con una m ayor capacidad de
distanciamiento y de dom inio de los afectos, se ha realizado ampliamente
en dos cam pos, los acontecim ientos naturales y el control de sí mismo,
mientras que perm anece lim itada en lo que se refiere a las relaciones so­
ciales, ya sea al interior del espacio intraestatal o bien, sobre todo, a nivel
de la interdependencia entre los Estados. En la relación que los hombres
mantienen con su vida colectiva «prevalece aún una situación en la cual se
refuerzan mutuamente una fuerte coloración afectiva del saber y una gran
vulnerabilidad ante los peligros provenientes de los hom bres m ismos, lo
que lleva dem asiado frecuentem ente hacia los extrem os»76.
Si se subleva varias veces contra las diversas expresiones de voluntarismo
presentes en las ciencias sociales es porque, en su opinión, estas perspec­
tivas ocultan mal la dem asiado importante im plicancia em ocional de los
individuos en los acontecimientos sociales. De m anera inversa, su defensa
en favor de la ciencia, y su fe en su rol de instrum ento de dominio creciente
del entorno natural y social, depende directam ente de la seducción que
ejerce sobre él, desde los años treinta, el autocontrol pulsional. Para Elias
no se puede hacer la historia, pero, al controlarse a sí mismo, el individuo

73 Elias, Qu'est-ce que la sociologie ?, 193.


74 El desencantamiento que los hombres civilizados experimentan respecto de la naturaleza
no es m ás que una consecuencia directa de esta concepción de la racionalización que
exige una gran retención em ocional, lo que lleva a una naturaleza transform ada y más
habitable para los hom bres, pero que ofrece poca alegría a la sensibilidad humana. Cf.
Norbert Elias, «Les pécheurs dans le M aelstróm», Engagement et distanciation, 10 9 -110 .
75 Norbert Elias, «Conscience de soi et image de l'homm e», en La société des individus,
174.
76 Elias, «Les pécheurs dans le M aelstróm », en Engagement et distanciation, 114.
puede term inar por reconocer, e incluso encontrar a veces en sí mismo, en
m edio de acontecimientos que parecen incontrolables, elem entos que le
perm iten dom inarlos.

* * *

Al fin de su vida, Elias estaba ciertam ente m uy lejos de com partir el op­
tim ism o racionalista que es posible reconocer en sus estudios de los años
treinta. Es igualmente cierto que ya no había m ás en él ninguna confusión
entre la dirección general que vislum braba en el proceso de la civilización y
la valorización de esta evolución a través de la idea de progreso. Pero siempre
creía poder reconocer aún, a partir de la intensificación de las coerciones,
un horizonte posible de emancipación para los hom bres; en todo caso, un
m ayor dom inio relativo, bajo diferentes form as, del mundo. Para Elias el
proceso de la civilización es inherente a la vida hum ana y el autocontrol
existe en todas las sociedades, aunque con form as y en grados diferentes.
Y sea cual sea el juicio axiológico lim inar que emitirá sobre este proceso, es
cierto que siempre ve en el saber social y en su extensión una posibilidad
creciente de emancipación para los hom bres. Reconozcam os que en este
punto, y bajo esta perspectiva, Elias es una figura única en la historia de la
matriz sociológica de la racionalización. Una confianza irreprimible en el
saber: ese es, en el fondo, el verdadero y último m eollo del optimism o de
Norbert Elias.
C A PÍT U LO V II
Herbert Marcuse (1898-1979), la racionalización
unidimensional

Es posible interpretar la obra de M arcuse en una filiación m arxista y espe­


cialmente en función de su voluntad, común a toda la escuela de Fráncfort,
de dar con una representación precisa del rol de la Razón en la historia de
la humanidad. Por supuesto, se encontrará en él, y de acuerdo con el m ar­
xism o, la idea según la cual el desarrollo de las fuerzas productivas es el
elem ento central del progreso social y la base del despliegue de una fuerza
social real que, desde el interior de la sociedad, puede lograr cuestionar la
dominación capitalista. No obstante, la interpretación que Marcuse hará de
la sociedad capitalista, en verdad de la sociedad industrial avanzada como
sociedad administrada, se ubica, en varios aspectos y con una persistencia
sorprendente, en la estela del estudio de M ax Weber sobre la racionalización'.
La subordinación de la Razón al tecnicism o y a la dom inación es la matriz
central de su pensamiento. Es en relación con ella que adquieren sentido las
influencias que m arcan su form ación filosófica o su trayectoria intelectual.
Ella permite dar cuenta de la influencia de Heidegger, de su voluntad de an­
clar su reflexión en la filosofía de la historia de Hegel o de la lectura crítica e
histórica que realiza de la obra de Freud. Especialmente es esta perspectiva
la que explica, luego de los acontecimientos históricos indisociables de la
form ación y de la evolución de la teoría crítica, la agonía del pensamiento
de Marcuse en su voluntad y su deseo, a pesar de su pesimismo, por designar
un sujeto colectivo capaz de asum ir la tarea de la emancipación.
Desde un punto de vista sociológico, la unidad de la obra de M arcuse es
impactante. Nace en los años treinta, cuando se cristalizan los dos gran­
des ejes de su pensamiento. Por un lado, la aceptación y la radicalización
crítica de la visión que Weber dio de la racionalización y, por otro lado,
un pensam ien to crítico, fu ertem en te insp irad o en M arx, pero que no

1 Cf. especialm ente Jürgen Habermas, Théorie de l'agir communicationnel (París: Fayard,
1987), 1. 1, capítulo IV, 347-402.
logrará nunca realmente encontrar un agente central de transform ación de
la historia. En 1964, en El hombre unidim ensional, M arcuse mismo define el
espíritu del libro, que puede fácilm ente ser aplicado al conjunto de su obra:
la oscilación perm anente «entre dos hipótesis contradictorias: 1) O bien
la sociedad industrial avanzada es capaz de im pedir una transform ación
cualitativa de la sociedad en el futuro inmediato: 2) O bien existen fuerzas
y tendencias capaces de hacer caso om iso y de hacer estallar la sociedad»2.
Falso equilibrio. De hecho, el ethos de la obra es m ejor restituido a través
de una pregunta: ¿cómo y dónde encontrar una capacidad crítica y trans­
form adora en la sociedad, una vez que se ha radicalizado hasta el exceso la
visión de la jaula de hierro de Weber?
La importancia de la obra de Marcuse proviene de su capacidad de resistir
a las interpretaciones m ás oscuras propuestas por la escuela de Fráncfort.
Si la idea de un m undo adm inistrado se halla en la base de sus trabajos,
como en los de H orkheim er o de Adorno, en su caso esta representación
no desem boca ni en una suerte de retiro intelectual ni, com o en el caso
de Adorno, siguiendo los pasos de Benjamín, en una filosofía negativa de
la historia. Ciertamente, afirm ará en acuerdo con Horkheim er y Adorno
que el totalitarism o es en últim a instancia el fruto de la dinám ica interna
de la con cien cia hum ana. C iertam ente, adherirá a la im agen según la
cual el progreso de la civilización es un proceso creciente de cosificación
de la naturaleza y del hom bre, una lectura que transform a la crítica del
productivism o en una crítica de la razón que es en sí m ism a una crítica de
la idea de progreso. Sin embargo, y a pesar de ello, nunca renunciará com ­
pletam ente a la idea de que el progreso puede ser tam bién vinculado a la
revolución de las fuerzas productivas y, especialm ente, y a pesar de todos
las desesperanzas históricas de las cuales será testigo, no abandonará nunca
la búsqueda intelectual de una fuerza positiva en la historia con el fin de
reestablecer una nueva im bricación, incluso una identidad m ás arm oniosa
entre el sujeto y el m undo3.

2 Herbert M arcuse, L'homme unidimensionnel (París: Minuit, 1968), 20 -2 1.


3 Jay subraya esta especificidad del pensamiento de Marcuse en que, en efecto, la hostilidad
hacia todo lo que implicaba la noción de identidad es m ucho m enos importante que
en los estudios de Horkheimer o de Adorno. Cf. Martin Jay, L’imagination dialectique
(París: Payot, 1977), 80. De hecho, sobre e ste punto la posición de M arcuse evolucionó
profunda y rápidamente desde que tom ó sus distancias respecto de Heidegger, pasando
de una concepción que acentúa cierta unidad subyacente a toda la historia humana,
suerte d e Identidad ontológica última entre el sujeto y el objeto (como lo comprueba
especialm ente su primer libro sobre Hegel, donde la influencia de Heidegger es más
visible, cf. Herbert Marcuse, L’ontologie de Hegel et la théorie de l’historicité (París: Minuit,
1972), hacia una concepción que, sin renegar de esta posibilidad, no la concibe más
I. La so c ie d a d adm in istrad a

El pensamiento crítico del siglo X X gravitó, de una u otra forma, en torno


al problem a de la instrum entalización del m undo y del hombre. Para unos,
fue el signo específico de un tipo de sociedad, el capitalism o o la sociedad
industrial, para los otros, fue el rasgo congénito de la civilización occiden­
tal. Si al inicio esta crítica adopta la form a de una denuncia de un tipo de
organización del trabajo, m ás tarde el pesim ism o extenderá su geografía
política y abarcará la totalidad de las esferas sociales. La obra de M arcuse se
sitúa sin duda en este espacio, y para com prenderla es necesario mencionar,
aunque sea muy brevem ente, la lectura de la sociedad adm inistrada que
realizaron Adorno y Horkheimer. Con el fin de com prender las bases de esta
sociedad, es preciso aprehender, al interior m ism o de la razón, todo lo que
depende en ella de una lógica de dom inación. Es en la voluntad m ism a del
hombre que desea ser dom inador, amo de la naturaleza, que se hallan los
gérm enes que vinculan la racionalidad con la dom inación. Toda la historia
de la hum anidad es un error: al querer dom inar la naturaleza, desde las
prim eras herram ientas de piedra h asta la industrialización m oderna, el
hombre construye sus propias cadenas, y las fabrica m ediante la ciencia y
la matematización del mundo. Pero,

renunciando a pensar lo que, bajo su forma cosificada, como matemáticas,


máquina, organización se venga del hombre que lo ha olvidado, la Razón
ha renunciado a su propia realización. Al someter a su tutela todo lo que
es único e individual, la Razón permitió a la totalidad incomprendida
regresar — bajo la forma de la dominación— contra las cosas, contra el
ser y la conciencia de los hombres4.

La Ilustración se torna incluso un sinónim o de la civilización occidental,


definida por la relación de dom inación y de instrum entalización que el
hombre establece con la naturaleza. El problema, que pertenece al campo
de una filosofía de la cultura, es encontrar una respuesta a este devenir que
se im pone como fatalidad, a saber, que «el progreso pasa a ser regresión»5.

que como la culminación de toda una serie de negaciones con futuro incierto. Para una
presentación de las relaciones intelectuales entre M arcuse y Heidegger, cf. Thom as
McCarthy, Ideal and lllusions. On Reconstruction and Deconscruccion in Contemporary
Critical Theory (Cam bridge, MA: MIT, 1992), 83-96.
4 Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, La dialeccique de la Raison (París: Gallimard,
1974), 5 6 .
5 Ibíd., 18.
El análisis, aquí, no se desprende de un estudio de las relaciones sociales, es
más bien un análisis retrospectivo que introduce la perversión congénita de
la razón en los orígenes de la historia humana. Un concepto (histórico) de
la racionalidad es inoculado a una civilización com pleta, y el diagnóstico
de su carácter opresivo se hace a partir de un concepto axiológico de la
Razón, cuyo estatus es m uy a menudo nebuloso. En el fondo, para Adorno
y Horkheimer, es en la ruptura prim igenia del hom bre y de la naturaleza, y
la búsqueda de dominación que esta permite, que se halla en último análisis
el origen de la dom inación creciente a la cual el hom bre es sometido.
El minucioso esfuerzo de Weber para explicar la especificidad del espíritu
capitalista y el triunfo de la racionalidad instrum ental en la modernidad es
abolido por la teoría crítica. Esta teoría identifica la historia universal con
la razón identitaria — incluso si por esta vía propone una crítica específica
de la m odernidad— . La razón en su dualidad, liberadora y portadora de la
dom inación, pasa a ser m enos un tem a sociológico que el objeto de una
antropología dialéctica. La dom inación proviene de la instrum entalización
de la racionalidad y encuentra su fundamento teórico en la voluntad racional
occidental de asimilar conceptos y objetos en una razón identitaria, para la
cual «pensar quiere decir identificar»6. La escuela de Fráncfort, hace pues
rem ontar los orígenes de la instrum entalización del mundo al inicio de la
historia humana. A partir de un diagnóstico ensom brecido por la historia
del fascism o, la teoría crítica es pesim ista en cuanto a las reales capacidades
em ancipadoras de la Razón humana. La linealidad y el simplismo socioló­
gico de esta representación de la historia son no obstante asom brosos. Se
trata de una posición extrem a y difícilmente aceptable para la sociología,
por cuanto term ina por hacer de toda la historia de la civilización el simple
recorrido, ya com pletam ente anticipado en sus consecuencias últimas, de
la lógica instrum ental de dom inación del hombre sobre su entorno.
Ahora bien, y aunque M arcuse concuerda en m uchos aspectos con este
análisis, el corazón de su reflexión crítica se inclina por una interpretación,
sin duda m ás sociologizada, de la prim acía de la racionalización técnica
en la sociedad industrial avanzada. Enunciada por prim era vez en 19417,
la interpretación tomará una form a definitiva con los análisis sociohistó-
ricos que M arcuse realiza del m arxism o soviético en 1958 y de la sociedad
estadounidense en 1964 — am bas sociedades leídas como variantes de un
mismo tipo de dominación— . Pero si Marcuse adhiere a la interpretación de

6 Theodor W. Adorno, Dialectique négacive (París: Payot, 1978), 12.


7 Para una interpretación de los prim eros trabajos de M arcuse sobre la racionalización
técnica, cf. Gérard Raulet, Herbert Marcuse. Philosophe de l’émancipation (París: PUF,
1992), 12 0 y ss.
la sociedad industrial de los años cincuenta y sesenta, como un tipo societal
único que tiene diferentes versiones, dependiendo si la industrialización la
llevan a cabo empresarios privados o se realiza m ediante la planificación
centralizada, su interpretación difiere de aquella de otros sociólogos del
período 8 en la medida en que se basa, casi exclusivam ente, en una lectura
particular del proceso de racionalización descrito por Weber.
M arcuse se em peña en m ostrar que la obra de W eber se basa en una
concepción de la razón inseparable de un sistem a de civilización m aterial
e intelectual, que desarrolla, como una fatalidad, un tipo específico de do­
minación burocrática. La interpretación crítica de M arcuse no es m ás que
una nueva exposición de esta tesis: la concepción de racionalidad form al
ha adquirido en Occidente una form a que la distingue radicalmente, en sus
m anifestaciones, de todas las dem ás form as de econom ía y de técnica. El
análisis es sin matices: el pretendido carácter abstracto de la razón oculta
m al su historicidad específica; «la racionalidad form al es íntegram ente
racionalidad capitalista»9. La racionalidad form al se inscribe en la historia
como una form a de dom inación, y especialm ente com o una razón técnica:
se trata de producir, de transform ar la m ateria, a través de un sistem a de
control de los hombres y de las cosas. Para M arcuse la supuesta abstracción
cuantificadora de la racionalidad form al encuentra su verdadera razón de
ser en las necesidades del capitalism o y su voluntad de dom esticar el ape­
tito del lucro. Es im posible, como lo cree Weber, lim itar el capitalism o y su
racionalidad form al a una form a particular de contabilidad; o al desarrollo
de la burocracia como una form a de funcionam iento form almente racional,
fundada en el saber, una form a de gestión y de dom inación puramente ob­
jetiva, sean cuales sean las m etas de las instituciones y de los hombres. Para
M arcuse, por el contrario, la racionalidad form al se inscribe en los hechos
históricos m ateriales que son las em presas m odernas, y por este m edio se
transform a en una cuestión de dom inación: «el m ás productivo, el m ás
cosificado de los aparatos no deja por lo m ism o de ser un m edio utilizado
en búsqueda de un fin que le es extraño»10. En síntesis, la racionalidad for­
mal está inextricablem ente vinculada con contenidos m ateriales. Pero esta

8 Para la experiencia francesa, cf. especialm ente Raymond Aron, Dix-huit legons sur la
société industrielle (París: Callimard, 1962) y La Luttedes classes (París: Gallimard, 1964).
Adem ás del hecho que Aron esté lejos de com partir la visión total de la dom inación
que se encuentra en los trabajos de M arcuse, insiste en sus estudios sobre el carácter
en d ógen o del cam bio y sobre los con flictos de interés que sacuden a la socied ad
industrial.
9 Herbert Marcuse, «Industrialisation et capitalism e chez M ax W eber» (1964), en Culture
et société (París: Minuit, 1970), 274 (la cursiva es de Marcuse).
10 Ibíd., 285.
dom inación excede al capitalismo mismo y se convierte en la característica
esencial de las sociedades industriales avanzadas. Es aquí que se encuentra
el m eollo de todas las intuiciones de Marcuse. La racionalidad form al se ha
convertido en una racionalidad política material en el capitalismo, puesto
que desde el inicio la razón técnica es dom inación de la empresa privada
sobre el trabajo libre. Pero de m anera m ucho m ás sustancial, la técnica
conlleva, desde su concepción, la m arca de la dom inación de los hombres:

Incluso antes de ser utilizada, la técnica es una dominación (sobre la


naturaleza y sobre el hombre), dominación metódica, científica, calculada
y calculadora. La meta y los intereses del sistema de dominación no son
“otorgados” a la técnica posteriormente y desde el exterior, ellos ya forman
parte del aparato técnico en el momento de su construcción; la técnica es
en cada ocasión un proyecto histórico y social".

La razón técnica está en el fundam ento de la representación marcusiana.


Fuente últim a de su inspiración intelectual, procede, en lo esencial, de una
lectura parcial y sesgada de la racionalización weberiana. Una interpretación
que privilegia con fuerza, e incluso exclusivam ente, el desarrollo técnico,
y que deja de lado el estudio de otros aspectos de las relaciones sociales, o
m ás bien, que hace derivar estos últimos de la racionalidad im plícita en la
esfera técnica; una interpretación que asocia así estrecham ente técnica y
dominación. Para Weber, el mundo moderno podía llegar a ser uniformemente
dominado por la burocracia, pero esta tendencia, incluso dominante, estaba
lejos de ser exclusiva. Para M arcuse, la sociedad industrial avanzada realiza
una dom inación absoluta de los hombres y de las cosas, una dominación
inscrita en la razón técnica, que pasa a ser así la sola razón verdaderamente
sustancial de la historia. La dialéctica de la Ilustración pasa a ser un sinónimo
de la dialéctica de la razón técnica: «los controles técnicos son la expresión
m ism a de la Razón»12.
La tecnología se convierte en la base de la sociedad y todas las relaciones
productivas, incluso todas las relaciones sociales, le están subordinadas.
M arcuse afirm a que la técnica es un proyecto cuando «se pone a funcio­
nar a nivel de las instituciones y de las relaciones fundam entales, tiende
a transform arse en exclusivo y a determ inar el desarrollo de la sociedad
en su conjunto»13. Es este determ in ism o tecnológico el que exp lica la

11 ibíd., 291.
12 M arcuse, L'homme unidimensionnel, 34.
13 Ibíd., 22.
sem ejanza de fondo que reconoce entre la sociedad soviética y la sociedad
estadounidense. Las dos sociedades, a p esar del hecho de que se ubican
en un nivel diferente de desarrollo de las fuerzas productivas y que tengan
instituciones económ icas y políticas distintas, no son sin embargo, en el
fondo, m ás que m anifestaciones particulares de la racionalidad técnica,
«ambos sistemas sociales antagónicos hacen aparecer una tendencia general
del progreso técnico en el período contemporáneo, a saber, la utilización de
la técnica como instrum ento de la dom inación»14. El cambio de relaciones
de producción no puede hacerse por una transform ación de las relaciones
de propiedad, sino que descansa, exclusivam ente, sobre un cambio de la
racionalidad técnica misma.
La dom inación de la sociedad industrial avanzada se inscribe en el cora­
zón de esta racionalidad. Proviene en efecto de un sistem a de producción y
de distribución que funciona m anipulando las necesidades, haciendo que
estas falsas necesidades se tornen las del individuo mismo. El control social,
a través de la introyección de las necesidades, asegura la identificación
inm ediata del individuo con su sociedad.

El aparato de producción tiende a convertirse en totalitario en el sentido


que determina, al mismo tiempo que las actividades, las actitudes y las
aptitudes que implica la vida social, las aspiraciones y las necesidades
individuales. Así no hay más oposición entre la vida privada y la vida
pública, entre las necesidades sociales y las necesidades individuales15.

Ciertamente, com o lo reconoce Marcuse mismo, los individuos adm inis­


trados prefieren una adm inistración pluralista a una adm inistración total,
pero en el fondo, el pluralism o no es m ás que una realidad decepcionante
por cuanto está al servicio de la integración y m anipulación sociales. Sobre
todo, y m ás allá de sus diferencias institucionales, en todas las sociedades
industriales avanzadas «el com portam iento de la población es coordinado
gracias a los mass media, a la industria del entretenimiento, a la enseñanza»16.
Por lo tanto, el conform ism o no es m ás que el com portam ien to social
influenciado por la racionalidad tecnológica. Todos los cam pos de la vida
social son controlados y m anipulados: las necesidades, el instinto, el pen­
samiento. A l final, se trata de anular la capacidad de la m ente hum ana para
constituir otra dim ensión diferente de lo real. La capacidad de la sociedad

Herbert Marcuse, Le marxism esoviétique (París: Callímard, 1963), 255.


M arcuse, L'homme unidimensionnel, 21.
M arcuse, Le marxisme soviétique, 10 3.
adm inistrada de soslayar prácticas de emancipación es enorme, como lo
atestigua la acotación de la liberación de la sexualidad hum ana a una pura
sexualidad comercializada.

Si se compara el período actual con los períodos puritano y Victoriano, sin lugar
a dudas la libertad sexual ha aumentado (aunque se pueda notar una reacción
evidente en contra durante la década de 1920). Al mismo tiempo, sin
embargo, las relaciones sexuales mismas han sido más bien asimiladas a
relaciones sociales. La libertad sexual se ha armonizado con un conformismo
provechoso. El antagonismo fundamental entre la sexualidad y la utilidad
social — que es en sí el reflejo del conflicto entre principio de placer y
principio de realidad— se enturbia por el primado progresivo del principio
de realidad sobre el principio de placer'7.

La sociedad industrial avanzada tiene una capacidad única de introyec-


tar bajo form a de necesidad, en la psiquis de los individuos, los elementos
que el sistem a necesita para sobrevivir. Sus análisis am plían entonces el
m arxism o y se interesan en la form a en que las necesidades y las funciones
económ icas se constituyen en sistem as psíquicos. El interés se vuelca así
hacia los m edios o la publicidad, agentes principales del consenso obte­
nido por la ingeniería social, gracias a la m anipulación y al control de los
instintos. Marcuse retom a por su cuenta y desarrolla las críticas dirigidas a
la cultura de m asa por Adorno o Horkheimer. Al tratar al público como un
todo hom ogéneo, la cultura de m asa acota a los individuos a una función
pasiva; por añadidura, al producir una gran cantidad de bienes culturales
estandarizados y estereotipados, permite a los individuos escapar de la rea­
lidad, junto con prohibirles que generen otra concepción. Así, la ideología
dominante, incorporada en la razón tecnológica, logra transformar la realidad
ya existente en realidad deseada, cerrando el espacio a toda reivindicación
utópica: «El capitalism o ha tenido éxito, mediante las com unicaciones de
m asa, en ajustar las facultades racionales y em ocionales de los individuos
a su mercado y a su política, com o asim ism o en utilizarlos para defender
su dom inación»'8.
Se h a criticado, con ju sta razón, esta representación de la sociedad
m oderna. Por una parte, y como lo ha señalado Habermas, la actitud que
consiste en fusionar la técnica y la dominación descansa, en el fondo, sobre la

17 Herbert Marcuse, Eros et civilisation (París: Minuit, 1963), 89.


18 Herbert M arcuse, Vers la Ubération (París: Minuit, 1969), 27.
identificación y la aceptación de la ideología tecnocrática de la omnipotencia” .
La perspectiva de M arcuse no es m ás que la versión crítica de la concepción
de la sociedad m oderna como equilibrio de subsistem as propuesto por el
funcionalismo de Parsons. Ambos están convencidos, por razones diferentes
y a veces opuestas, de la capacidad de las sociedades industriales avanzadas
en m antener el orden sobre el cam bio” . Por otra parte, se puede tam bién
impugnar su representación de la sociedad m oderna como estructurada por
sistemas todopoderosos de control, manejada por Estados-totalitarios, o bien
por clases dirigentes, que encuentran en la razón tecnológica su fundam en­
to último. Este determ inism o tecnológico extrem o deduce los principales
rasgos de las sociedades industriales avanzadas, y esto en todos los campos,
de la lógica de dom inación incorporada en la técnica. ¿Cómo no ver, en la
base de este determinism o tecnológico, una im potencia social? ¿Cómo no
cuestionar una concepción que percibe la sociedad como el resultado más
bien de un destino técnico que de una elección política21?
En m uchos aspectos, la sociedad adm inistrada es, para el pensam ien­
to de M arcuse, el equivalente funcional de otros tipos de totalitarism os
propios al siglo XX. Aquí, tam bién, la continuidad de su pensam iento es
profunda. Desde los años treinta, no concibe u na ruptura radical entre
Estado liberal y Estado autoritario, ya que para él «es el liberalism o mismo
que engendra el Estado autoritario total, el cual aparece como liberalism o
en una etapa de desarrollo m ás avanzada. El Estado autoritario total aporta
a la etapa m onopólica del capitalism o una organización y una teoría de
la sociedad adecuadas»22. Es el sistem a político sobre el cual asienta su
desasosiego y contra el cual, no obstante, no dejará jam ás de com batir bu s­
cando, m ás allá de toda prudencia analítica y a veces de toda verosim ilitud

19 Jürgen Habermas, La technique et la science comme ¡déologie (París: Callimard, 1973),


3-74.
20 Wagner atrae justamente la atención sobre esta semejanza entre les teorías funcionalistas
d e la m odernización y d iversas teorías críticas de la socied ad industrial avanzada,
donde ambas coinciden en una representación am pliam ente común de la «modernidad
organizada». Cf. Peter Wagner, Liberté et discipline (París: M étailíé, 1996), 182-18 9 .
21 Es en este sentido que Giddens interpreta un buen número de dificultades presentes en
M arcuse. En sus obras habría un deslizam iento entre una concepción del capitalism o
organizado en la descendencia de Marx, que asocia en ton ces el capitalism o con la
oposición entre clases sociales, y la concepción de las sociedades industriales avanzadas,
en la descendencia weberiana, que asocia el capitalismo con la racionalidad tecnológica.
Cf. Anthony Giddens, «The improbable Guru: re-reading Marcuse», en Politics, Sociology
and Social Theory (Stanford: Stanford University Press, 1995), 2 16 -2 32 .
22 Herbert Marcuse, «La lutte contre le libéralisme dans la conception totalitaire de PEtat»,
en Culture et société, 78.
sociológica, un agente capaz de transformarlo. La conclusión de su búsqueda
ya se predecía en la concepción cerrada que forjó de la sociedad administrada,
a saber, una especie de resistencia sui generis donde el pesimismo histórico,
si bien siempre dominante, no anula nunca com pletam ente el optimism o
teórico, y donde las posibilidades sociales son a veces reducidas a meras
virtualidades culturales. Para expresar esta exigencia casi imposible, Marcuse
siempre tuvo el sentido de la fórmula: «¿Cómo los individuos administrados
— cuya m utilación está inscrita en sus libertades, en sus satisfacciones, y
que se multiplica en una escala extendida— pueden liberarse a la vez de sí
mismos y de sus amos? ¿Cómo se puede pensar que es posible rom per el
círculo vicioso?»23.

II. El a g e n te revolucionario im posible d e encontrar

Los trabajos de la escuela de Fráncfort com parten m uchos rasgos del


m arxism o occidental: su divorcio estructural con la práctica política, un
desplazam iento del centro de gravedad de la econom ía hacia la filosofía
— proceso ratificado por el descubrimiento de los M anuscritos de 1 8 4 4 — ,
la reclusión de los autores m arxistas en la universidad y, especialm ente, el
hecho de ser un pensam iento derivado de una derrota24.
La constatación histórica inicial de la escuela de Fráncfort, que se cons­
tituye en los años treinta y que hará de ella un m arxism o sin proletariado,
proviene de la convicción de que «la evolución anunciada por la teoría no
se produce», y sobre todo que «las fuerzas que debían provocar las transfor­
maciones son rechazadas y parecen ser vencidas», como lo escribe Marcuse,
haciendo eco a las tesis de Horkheimer, en 1937“ . El análisis no tardará en
radicalizarse y ensom brecerse, con una clase obrera que pierde progresi­
vam ente toda perspectiva privilegiada en tanto que actor revolucionario.
A l final, la sociedad m oderna no se percibirá m ás que como un sistem a
estrecham ente funcionalista y altamente eficaz, que tiene una enorme ca­
pacidad de integración de la clase obrera. ¿Cómo y por qué la clase obrera,
cuyas estructuras mentales y situación económica empujan con fuerza hacia
el conflicto, puede no obstante m antenerse solam ente a nivel latente? Para
responder a esto, en un primer momento, Horkheimer y Adorno van a encon­
trar en el psicoanálisis una explicación de estas m otivaciones irracionales.

23 M arcuse, L’homme unidim ensional, 274.


24 Para esta presentación, cf. Perry Anderson, Sur le marxisme occidental (París: M aspero,
1977).
25 Herbert M arcuse, «La philosophie et la théorie critique» (1937), Culture et société, 157.
Para ello, se centrarán en el estudio de las diversas form as que organizan
la recepción, a nivel de la conciencia de los individuos, de las estructuras
sociales, especialm ente la cultura y la fam ilia. Pero la cuestión del agente
revolucionario im posible de encontrar term inará por llevar a H orkheimer
y Adorno a una triple actitud: la afirm ación, m il y una veces form ulada,
del carácter absoluto de la dom inación en la sociedad adm inistrada26, un
repliegue filosófico en el pesimismo al estilo Schopenhauer como en Horkhei­
mer, una fuga hacia la estética como en Adorno. Ahora bien, Marcuse, y en
esto difiere de Horkheim er y de Adorno, no dejará jam ás de buscar, en el
seno de la historia, una fuerza social capaz, desde el interior, de transform ar
el orden social existente.
El cam ino será largo y tortuoso. Durante casi cuarenta años, y especial­
mente a partir de los años sesenta, M arcuse va a inclinarse, sucesivam ente,
hacia diferentes fuerzas sociales capaces de llevar a cabo esta esperanza. Es
en esta vía que deben ser interpretados los estudios dedicados por M arcuse
a Hegel y luego a Freud. En am bos casos, se trata en cierto m odo de volver
a las raíces profundas del pensam iento crítico, explorar m ejor ciertas di­
mensiones de dicho pensamiento, incluso descubrir zonas nuevas. Y cada
vez, estas lecturas críticas llevan a Marcuse a basar en el contexto histórico,
pero desde otras fuentes, la cuestión punzante de la identidad del actor
revolucionario en la sociedad moderna.
El estudio que dedica a la obra de Hegel en 1941, si bien apunta a m ostrar el
carácter antiautoritario de este último, está en prim er lugar dedicado, como
lo confesará él m ismo en el prefacio que agregó en 1960, al renacim iento
«de una facultad mental en vía de desaparición: el poder del pensam iento
negativo»17. En el m om ento m ás som brío de la historia del siglo veinte, es
en los fundam entos del m arxism o donde M arcuse busca la fuerza histórica
e intelectual del poder de lo negativo, antes de que este no sea desviado
hacia el neoidealism o británico, el revisionism o m arxista o el econom i-
cismo. Pero es tam bién en esta obra que M arcuse se em peña en delim itar

24 Incluso es posible afirm ar que lo esencial de los trabajos de la escuela de Francfort


gravita en torno a esta triple respuesta. La econom ía adm inistrada del capitalism o
de estado, la introyección en la psiquis de los individuos de los rasgos propios de la
dom inación capitalista, en fin, el estudio de la cultura y de la socialización familiar
que no es más que un fundam ento de esta concepción funcionalista de la dom inación
social. En la sociedad adm inistrada, tod os los elem entos de la vida social participan
activam ente en el m antenim iento de las estructuras de dom inación. Para una lectura
crítica de la escuela de Francfort en esta perspectiva, cf. Axel Honneth, «Crítical Theory»,
en Anthony C iddens yJoh natan Turner, ed s..So cial Theory Today (Stanford: Stanford
University Press, 1987), 347-382.
27 Herbert Marcuse, Raison et révolution (París: Minuit, 1968), 4.
m ejor las bases de un pensam iento crítico que detecta en la superación
de la oposición establecida por Kant entre el entendim iento (Verstand) y
la Razón (Vemunft). Para Hegel, según M arcuse, frente al entendimiento
que aprehende las cosas como entidades finitas regidas por el principio de
identidad y de contradicción, reflejo de un cierto estado de las relaciones
sociales, se erige la Razón, que apunta a restaurar la totalidad, m ás allá de
la sim ple aceptación satisfecha por la realidad dada, ahí donde los indivi­
duos se contentan con tom ar la apariencia contingente de las cosas por su
esencia. Por el contrario, la verdadera identidad no es más que «el fruto del
esfuerzo continuo de la Razón», una tarea que implica «la restauración de la
unidad perdida en las relaciones sociales»28. Pero por importante que sea la
rehabilitación de Hegel por Marcuse, este esfuerzo solam ente tiene sentido
si es interpretado en el camino que conduce a Marx. Para Hegel, la dialéctica
remite a un proceso ontológico universal, el m ovim iento de la historia se
confunde con el desarrollo del ser. «Marx, por el contrario, desprende la
dialéctica de tal fundam ento ontológico: en su obra, la negatividad de la
realidad pasa a ser una condición histórica que no se puede hipostasiar en
estado de cosas m etafísicas; en otros términos, esta negación pasa a ser una
condición social vinculada con una forma histórica particular de la sociedad»29.
Más sim ple, la dialéctica de M arx, y es lo que interesa a Marcuse, remite a
una evolución de la sociedad de clases que permite com prender la historia.
Es tam bién, y m ás allá de su contexto histórico inmediato y del combate
del cual da testimonio el libro contra el revisionism o freudiano, uno de los
sentidos de su reflexión sobre la obra de Freud en Eros y civilización. Mar-
cuse trata de poner en relieve, contrariam ente a Freud, el carácter histórico
de la represión, sus vínculos estrechos con las m etas de una sociedad. Si
acepta en un prim er mom ento la idea de que, por su naturaleza instintiva,
el hom bre está obligado a adaptarse al entorno, a diferir su placer, con el fin
de superar la carencia, sin embargo, piensa que en la sociedad capitalista,
por el hecho de que el cuerpo es ante todo concebido como un instrumento
de trabajo, la sexualidad ha sido organizada exclusivam ente de m anera ge­
nital. El individuo está desposeído de sus zonas erógenas pregenitales con
el fin de concordar con el principio de realidad; en verdad, con el principio
de rendim iento históricam ente específico al capitalismo. Las sociedades
industriales avanzadas son presa de fenóm enos de sobrerrepresión, que ya
no son necesarios para la sobrevivencia de la civilización, dada la riqueza
tecnológica, pero que proceden de las necesidades de una dominación de

28 Ibíd., 9i.
29 Ibíd., 363.
clase. La posibilidad de la em ancipación se halla así en la capacidad de los
hom bres en cuanto a llevar una vida m ás gratificante, m ás en arm onía con
el principio de placer freudiano. Para M arcuse, diferentes m odos de dom i­
nación tienen por resultado diversas form as de principio de realidad. El
error de Freud es haber aplicado «al hecho burdo de la “escasez” lo que es en
realidad la consecuencia de una organización específica de esta escasez y de
una actitud existencial específica que esta organización hace obligatoria»30.
La interpretación de M arcuse de la obra de Freud es audaz. M arcuse
subraya ante todo la naturaleza com ún de los instintos hum anos antes de
su diferenciación en Eros y Tánatos, una orientación que conduce a Freud
al descubrimiento de una tendencia fundam entalmente regresiva o conser­
vadora hacia un principio del N irvana, donde se efectúa la convergencia del
placer y de la muerte. Origen com ún de los instintos que permite a Marcuse
negar la idea de una sexualidad por esencia antisocial o asocial, incluso de
un instinto primario destructor, en beneficio de una interpretación que hace,
de ambas, las consecuencias históricas de una organización social represiva.

Por lo tanto, si bien el proceso histórico tendía a dejar caducas las instituciones
del principio de rendimiento, este tendería también a hacer que caduque
una organización tal de los instintos, es decir, a liberar los instintos de
las coerciones y de los desvíos que se hacen necesarios por el principio
de rendimiento. Esto implicaría la posibilidad real de una eliminación
progresiva del exceso de represión y de esta forma sectores crecientes de
destructividad podrían ser absorbidos o neutralizados gracias al refuerzo
de la libido3'.

Es aquí que se h alla el fundam ento últim o de otra reconciliación p o ­


sible entre el sujeto y el mundo. La liberación polim orfa de la sexualidad
permitirá inundar con inversiones libidinales el conjunto de las relaciones
humanas, aboliendo la división entre el trabajo y el placer, ya que todas las
actividades, incluido el trabajo, em anarán del principio de placer. Pero la
imaginativa relectura ffeudiana realizada por Marcuse exige la prolongación
de esta posibilidad por un actor social colectivo. Su interpretación exige,
en efecto, un salto cualitativo, ya que obliga a ir m ás allá de los lím ites de
la felicidad instaurados en la sociedad m oderna m ediante un «contenido
que excede estos m arcos y que comprende las potencialidades socialm ente

10 M arcuse, Eros et civilisation, 4 3 -


J1 Ibíd., 120.
rechazadas a la personalidad»” . Dicho de otra form a, la lectura de Freud
lleva a Marcuse hacia Marx, o m ás bien, al problem a constante del agente
social de la transformación.
En esta pendiente, Marcuse va a interesarse en diversos actores poten­
ciales, y en diversas estrategias posibles de transform ación política, en los
años sesenta. En las sociedades industriales avanzadas «donde la clase
obrera ha pasado a ser un puntal para el Establecim iento, su ascenso al
control no haría más que prolongar este Establecimiento de otra forma»33.
La dialéctica desespera, incapaz de traducir en la práctica histórica su fuerza
crítica. Es solamente en los últimos párrafos de El hom bre unidim ensional
que M arcuse propone, con u n real dom inio dram atúrgico, una extraña
conclusión sociológica: «Por debajo de las clases populares conservadoras
está el sustrato de los parias y de los outsiders, las dem ás razas, los otros
colores, las clases explotadas y perseguidas, los desem pleados y aquellos a
los que no se puede emplear»34. En su opinión, la oposición de estos grupos
es revolucionaria aunque su conciencia no siempre lo sea. Hasta la mitad
de los años setenta, M arcuse no dejará de volver a esta frase, de pulirla,
de m atizarla, incluso de reorientarla, y se verá obligado a explicarse al
respecto varias veces35. Vuelve sobre esta frase: «Yo sim plem ente quería
decir que hoy día hay en la sociedad tendencias — tendencias anárquicas,
desorganizadas, espontáneas— que anuncian una ruptura total con las
necesidades de la sociedad represiva»36. La precisa: la oposición se ubicaría
en los polos extrem os de la sociedad, «primeramente en los ghettos, entre
los subprivilegiados, aquellos que ni siquiera el capitalismo avanzado desea
ni puede satisfacer sus necesidades vitales. En segundo lugar, se concentra
en el otro polo de la sociedad, entre aquellos [...] que, gracias a su posición
o a su educación, tienen la posibilidad — no sin pena, por otra parte— de
conocer los hechos»37. Introduce distinciones: si la clase obrera es siempre la

32 Ibíd., 223. Es la principal razón política por la cual M arcuse se opone al revisionismo
neofreu d ian o que p iensa p od er resolver en el m arco de la socied ad ex isten te la
reivindicación de felicidad d e los individuos.
33 M arcuse, L’homme unidimensionnel, 276.
34 Ibíd., 280.
35 Para un historial de las relaciones entre los principales representantes de la escuela de
Fráncfort y el movim iento estudiantil de los años sesenta, cf. Rolf W iggershaus, L’école
de Francfort (París, PUF, 1993), 59 2-617; tam bién Jean-M ichel Paimier, Herbert Marcuse
et la nouvelle gauche (París: Belfond, 1973).
36 Herbert Marcuse, La fin de l'utopie (París: Seuil, 1968), 17.
37 Ibíd., 4 3 -
clase revolucionaria en sí, subjetivamente, para sí, esto ya no es verdadero38,
como lo atestiguan, según Marcuse, los m iembros de la nueva clase obrera
(técnicos, ingenieros, especialistas, científicos) que, contrariamente a lo que
piensa Serge Mallet, son una fuerza social conservadora; pero, por otro lado,
en los frentes nacionales de liberación de los países subdesarrollados ve una
preparación ante la crisis del sistem a m undial39. Reconoce su perplejidad;

El problema de nuestra época es que la revolución, objetivamente necesaria,


no constituye en absoluto una necesidad experimentada por los estratos
sociales que se consideran tradicionalmente como revolucionarios. Para
comenzar, los mecanismos que asfixian esta necesidad deben ser eliminados,
lo que supone a su vez la necesidad de eliminarlos. Y estamos encerrados
en una dialéctica a la cual yo no he encontrado una escapatoria40.

Después de todos estos rodeos, M arcuse se ve obligado a concluir, como


ya lo hacía Horkheimer desde los años treinta, en el hecho de que la Razón
está desprovista de capacidad de realización4'.
Pero la desconfianza y las dudas de Marcuse, en cuanto a las capacidades
de emancipación gracias a la existencia de una fuerza social revolucionaria,
son inversamente proporcionales a la confianza y a las certidum bres que
concibe a propósito de la racionalidad tecnológica. El verdadero cambio se
ubica a nivel de racionalidad tecnológica m ism a y en la automatización,
cuyo advenimiento le parece ser el gran catalizador de la sociedad indus­
trial avanzada. El lirism o de M arcuse puede sorprender: «Con este proceso
social de autom atización, la fu erza de trabajo se transform a o m ás bien
opera una transustanciación a lo largo de la cual, separada del individuo,
pasa a ser un objeto productivo independiente, es decir, un sujeto»42. Es
solamente a través de un cambio cualitativo de la naturaleza m isma de la
técnica, y en función de otro proyecto social, que la razón técnica podrá
convertirse en una técnica de liberación. Pero M arcuse no pasa jam ás ver­
daderamente de esta reflexión sustancial a un análisis real de las luchas

}8 M arcuse, Vers la ¡ibération, 28.


19 Marcuse, La fin de í’utopie, 53.
40 Ibíd., 62.
41 Para Goldmann, estas dificultades habrían llevado a M arcuse, en lo que concierne al
agente de la transform ación, hacia la idea de una «dictadura, pedagógica y transitoria
sin duda, de los filósofos y de los sabios». Cfr. Luden Goldmann, «Réflexions sur la
p ensé de Herbert M arcuse», Marxisme et sdences humaines (París: Gallimard, 1970),
269-
42 M arcuse, L'homme unidimensionnel, 62.
colectivas. El hiato será perm anente. Se interesa dem asiado poco por las
luchas sociales realmente en curso. Ciertam ente, m anifiesta su sim patía
por los m ovimientos de protesta contra las industrias culturales y los apa­
ratos de gestión que, por la estim ulación de falsas necesidades, imponen
sus proyectos económ icos. Pero, debido a que ubica el fundam ento final
de la liberación m ás allá de la acción social, se m antiene en este punto en
un nivel deliberadam ente vago. La capacidad de evocación virtual de sus
textos es m ucho m ayor que sus reales capacidades de análisis, incluso de
incitación a la acción: «El cam bio político solam ente puede transform arse
en un cambio social y cualitativo en la m edida en que cambiará el sentido
del progreso técnico — es decir, en la m edida en que pueda desarrollar una
nueva tecnología— n . Al final, como siempre, deposita su confianza en el
desarrollo de las fuerzas productivas, lo que «sugiere que la libertad podría
introducirse en el ámbito de la necesidad»44: el progreso técnico, de hecho,
perm itiría hacer emerger el reino de la libertad en el reino de la necesidad,
m ás simplemente, el desarrollo del hombre en el trabajo. El camino hacia
el socialism o va siempre para M arcuse, en últim o análisis, de la ciencia a
la utopía45. Sus form ulaciones son sin am bigüedades: «La ciencia y la tec­
nología, al realizarse históricam ente, han perm itido traducir los valores en
tareas técnicas — m aterializar los valores— . Por consiguiente, el problema
es redefinir los valores en térm inos técnicos, en su calidad de elem entos del
proceso tecnológico»46.

III. Teoría, estética, utopía

Desde los años treinta, Horkheim er instala los principios centrales de la


teoría crítica. Contra la teoría tradicional que acepta y estudia la realidad
dada tal y como se presenta en un período histórico determinado, la teoría
crítica som ete a la experiencia a un exam en de valor gobernado por un
interés preciso, a saber, la idea (el ideal) de culm inar en «una organización
social conform e a la razón y a los intereses de la colectividad»47. Esta prác­
tica intelectual debería lograr establecer un vínculo, e incluso una síntesis,
entre la investigación em pírica y la filosofía, inspirándose en la filosofía de

43 Ibíd., 252.
44 Herbert M arcuse, Vers la libération, 34.
45 Herbert M arcuse, La fin de l’utopie, 8 .
46 H erbert M arcuse, L’homme unidimensionnel, 256 (es M arcuse quien subraya).
47 Cf. para esta distinción M ax Horkheimer,«Théorie traditionnelle et théorie critique»
(1937), en Théorie traditionnelle et théorie critique (París: Callimard, 1974), 15-92.
la historia de Hegel. Última gran tentativa del pensam iento para articular
los conocimientos empíricos sobre la realidad con una reflexión histórico-
filosófica sobre la Razón, su crisis se habría traducido en el divorcio entre el
neopositivism o y la m etafísica, entre un conocimiento solam ente reducido
a la búsqueda de los hechos empíricos, y una m etafísica que se pierde en los
secretos del ser y la esencia. Para salir de este im pase, Horkheimer, y junto
con él, lo esencial del programa de investigaciones de la escuela de Fráncfort,
se basa en la epistem ología del joven M arx a través de Lukacs48. Lo esencial
de la lectura realizada va a versar sobre las dim ensiones inevitables de la
dominación social incluidas en las m etodologías de las ciencias empíricas
que, desde Descartes hasta el positivism o, olvidando sus contextos y sus
razones sociales, se ponen al servicio de la dom inación social. Contra esta
corriente, es necesario construir una teoría crítica capaz de sostener y
orientar el conocimiento empírico en tom o a un proyecto de emancipación
humana. Sin embargo, como lo hem os señalado anteriormente, la radicali-
dad pesim ista de la lectura de la historia, propia de la escuela de Fráncfort,
basada sobre la concepción de una perversidad genética de la razón humana,
no podía sino prohibir toda discusión fructífera con las ciencias empíricas.
Sobre esta vertiente, el im passe de la teoría proviene, en su avatar h is­
tórico, de su incapacidad a afirm ar un criterio axiológico m ás allá de toda
filosofía de la historia, que trazaría las vías de la humanidad. Una actitud
que conduce a la reclusión de la crítica únicam ente al campo cultural, un
desplazamiento que vuelve problemático el sentido m ismo de la crítica49.
Esta oscila entre una versión máxima, según la cual, a m enos de hacer de
la teoría crítica una pura utopía, es necesario que sea incorporada en la
historia, y una versión mínima, la simple presencia de la im aginación como
último sobresalto de la em ancipación humana.

48 Sobre este punto, cf. Martin Jay, Marxism and Totality (Berkeley: University o f California
Press, 1984), 19 6 -2 19 . D estaquem os que en esta incorporación el papel de M arcuse
estuvo lejos de ser despreciable, ya que él fue uno de los primeros que supo reconocer
la importancia mayor de los Manuscritos del joven Marx. Cf. Herbert Marcuse, «Les
m anuscrits économ ico-philosophiques de Marx» (1932), en Philosophie et Révolution
(París: Denoél-Gonthier, 1969), 4 1-12 0 . Para una lectura de la inflexión operada en este
m om ento al interior del pensam iento de M arcuse, cf. Frédéric Vandenberghe, Une
histoire critique de la sociologie allemande, t. II (París: La Découverte/M .A.U.S.S., 1998),
especialm ente 118 -12 3.
49 Se ha podido entonces, con justa razón, acercar su corriente crítica, y más ampliamente
la de la escuela de Fráncfort, al movim iento crítico propio de los jóvenes hegelianos
en la primera mitad del siglo diecinueve. Cf. Paul-Laurent A ssoun y Cérard Raulet,
Marxisme et théorie critique (París: Payot, 1978); Riidiger Bubner, Modern Germán
Philosophy (Cambridge: Cam bridge University Press, 1981).
A lo largo de toda su vida, M arcuse recurre a dos grandes m anifestacio­
nes culturales como alternativas frente a la crisis de la capacidad práctica
de la teoría crítica. La prim era no es otra que la filosofía m ism a, cuando a
propósito de la derrota del proletariado, Marcuse se cuestiona sobre el valor
de la teoría crítica, buscando en ella «nuevos aspectos y nuevos elementos
de su contenido». Se ve entonces obligado, en nom bre de la realidad histó­
rica, a aceptar su transform ación en utopía: «Si la verdad no es factible al
interior del orden social existente, es evidente que ella aparece desde este
punto de vista como utopía. Sin embargo, tal trascendencia no habla contra,
sino que a favor de la verdad»50. Es en la filosofía, piensa M arcuse al fin de
los años treinta, donde se refugia el espíritu de la teoría crítica, donde se
elaboran los conceptos que proyectan al hom bre m ás allá de su situación.
«Hay que tener im aginación para m antenerse fiel en el presente a lo que no
es aún presente»5'; en resumen, poder m antenerse fiel a una prom esa, que
se hace incierta en cuanto a las posibilidades de em ancipación humana.
Pero ya en 1937 M arcuse tam bién está preocupado por m arcar los límites
de este llam ado a la im aginación, límites que ya no son m ás universales,
sino «límites técnicos: estos son fijados por el nivel de desarrollo técnico»53.
Una actitud que conduce a M arcuse, en plena segunda guerra mundial, al
estudio de la dialéctica hegeliana, en su calidad de fuente originaria de la
teoría crítica. Ciertamente busca en ella la presencia de una racionalidad
que actúa en la realidad, la com prensión de las partes a partir de su in­
serción en un m ovim iento que las envuelva, a la som bra del cual ellas se
tornan inteligibles, pero especialm ente, como lo dirá m ás tarde Adorno,
un principio de «intransigencia respecto de toda cosificación»53. Encuentra
allí tam bién la exigencia inquebrantable de una conciencia em ancipada
capaz de determ inar al ser social. «Las condiciones concretas para hacer
factible la verdad pueden variar, pero la verdad sigue siendo la m isma y la
teoría sigue siendo, en último análisis, su guardiana. La teoría m antendrá la
verdad, aunque la práctica revolucionaria desvíe de su camino. La práctica
sigue a la verdad y no al revés»54. Finalmente, en los años setenta, Marcuse
reforzará aún m ás este aspecto de la teoría: cuando ya no es posible «basarse
ni sobre las “m asas” ni sobre una práctica revolucionaria ya existente»,

50 Herbert M arcuse, «La philosophie et la théorle critique» (1937), en Culture et société,


158.
51 Ibíd., 168.
52 Ibíd., 169.
53 Theodor W. Adorno, Prismes. Critique de la culture et société (París: Payot, 1986), 19.
54 M arcuse, Raison et révolution, 3 7 0-371.
es preciso acentuar su centro de idealismo, que pasa a ser «un elemento tanto
m ás poderoso en cuanto el desarrollo social, considerado desde el punto de
vista de la transición al socialism o, parece m ás regresivo»55.
El segundo recurso a la cultura como ámbito suplem entario de la teoría
crítica, y mucho más im portante en el pensam iento de Marcuse, no es otro
que el arte. Desde los años treinta, M arcuse ve en el arte, a pesar de sus
limitaciones idealistas, y en m edio de un mundo cada vez m ás totalitario,
la perm anencia de una posibilidad, incluso bajo la form a de una verdadera
nostalgia, a un mundo de satisfacción humana. Por supuesto, el carácter
afirm ativo presente en el arte es dem asiado débil, aún m ás cuando es
fácilmente reducido a un dinam ismo idealista, suerte de fuga y de refugio
frente a un mundo de dominación. No obstante, en este ámbito, «la sociedad
burguesa toleró la realización de sus propios ideales y los tomó en serio
como reivindicaciones universales m ás que en el arte. Lo que en la realidad
se califica de utopía, de quim eras y de sedición, es aceptado en el arte»56.
Esta distinción es fundam ental según Marcuse. Traza al final la verdadera
separación contra la cual deben rebelarse los hom bres, entre el mundo de
la necesidad propio de la esfera de la reproducción m aterial y un ámbito de
realización controlado y acotado a la esfera privada. Esta separación, más
allá de su realidad y de sus límites en la fase del capitalism o liberal, devela
toda su carga negativa cuando el m antenimiento del proceso productivo

ya no puede conformarse con una movilización parcial que protege la


vida privada del individuo, pero reclama por el contrario la movilización
general mediante la cual el individuo debe ser sometido a la disciplina del
Estado autoritario en todas las esferas de su existencia. La burguesía entra
entonces en conflicto con su propia cultura [...]. La cultura afirmativa inicia
entonces el proceso de su autodestrucción57.

Es hacia la estética que se vuelca tam bién M arcuse en la época de E ro sy


Civilización para dar una forma a la sublim ación no represiva, ya que el arte
es «tal vez el “retorno de lo que es inhibido” bajo su form a más visible»58.
En todo caso, es en el arte que M arcuse halla la expresión m ás acabada

55 Herbert Marcuse, «Théorie et pratique» (1974), en Actuéis (París: Calilée, 1976), 70-72
(la cursiva es de Marcuse).
56 Herbert Marcuse, «Le caractére ‘affirm atif’ de la culture» (1937), en Culture et société,
29.
57 Ibíd., 139- 140.
58 Marcuse, Eros et civilisation, 131, también más am pliam ente capítulo VII y VIII. Tres años
m ás tarde, el tem a es aún abordado en Le marxisme soviétique, capítulo VI.
de lo que, siguiendo a W hitehead, denom ina el Gran Rechazo, la protesta
contra la represión no necesaria y la m anifestación de la form a últim a de la
libertad. Y es una vez más hacia el arte que se dirige al fin de los años sesenta
después del diagnóstico som brío que realizó de las sociedades industriales
avanzadas. Como en los años treinta, el recurso a la cultura como último
lugar de expresión crítica reposa sobre una confesión de impotencia práctica,
a saber, que ella «es incapaz de dem ostrar que hay tendencias liberadoras
en el interior de la sociedad establecida»5».
Sin em bargo, la teoría crítica, a pesar de su im potencia, sigue siendo
siempre válida y racional. Y en la m edida en que una parte del pensam ien­
to filosófico cae en el operacionalism o, M arcuse junto con reconocer que
su verdad es débil e ilusoria, ve en el arte el testim onio de esta verdad
— a p esar de la m utilación de la im aginación en la sociedad unidim en­
sion al— . Progresivam ente, va a buscar allí — en el arte— lo que pensó
en con trar otrora en la filo so fía , a saber, la fu erza de cu estio n ar «una
experiencia inm ediata que no es en realidad m ás que un producto social y
que se opone a la liberación de la sensibilidad. Es necesario que la percep­
ción haga reventar esta inm ediatez que no es, de hecho, sino un producto
histórico: el modo de experiencia que im pone la sociedad establecida»60. La
transform ación radical exige que se instale una nueva sensibilidad, capaz
de interpelar al m undo tal como surge en su calidad de totalidad sensible:
«Es esta con stitu ción cu alitativa, elem ental, incon scien te, o m ás bien
subconsciente, del m undo de la experiencia m ism a, que debe cambiarse
radicalm ente si se desea que el cambio social sea radical, cualitativo»6'. Es
al arte al que le recae esta función, ya que tiene la capacidad de expresar
una verdad y una objetividad que no son accesibles a la experiencia común.
Cierto, las m ediaciones que transform arán la rebelión artística en fuerza
social de liberación quedan por alcanzarse, e incluso es cierto que «el arte
no puede hacer nada para im pedir el increm ento de la barbarie»62, pero es
en el arte, y solam ente en el arte, que se refugia la capacidad de escapar al
horror de una realidad que se ha vuelto absoluta. En La dim ensión estética
M arcuse regresa sobre estos mism os temas: a pesar de la capacidad del arte
en cuanto a revertir la experiencia y rebelarse contra el principio de realidad,
el arte «no puede traducirse en una práctica política»63. Para M arcuse, es en

59 M arcuse, L’homme unidimensionnel, 278 (la cursiva es de Marcuse).


60 M arcuse, Vers la libération, 57.
61 Herbert M arcuse, Contre-révolution et révolte (París: Seuil, 1973), 8 6 .
62 Ibíd., 15 2.
63 Herbert M arcuse, La dimensión esthétique (París: Seuil, 1979), 50.
la tensión irreductible que traza entre la ficción y la realidad que se abriga,
en definitiva, la esperanza de una emancipación. La capacidad del arte en
cuanto a producir otra realidad es la mejor prueba de la existencia, aún y
siempre, de un ámbito trascendente a salvo del m undo real y del proceso
de racionalización en curso44. Para Marcuse, la sola prom esa de liberación
reside en el rechazo de la voluntad de elim inar la tensión entre el arte y la
realidad, en recordar «la no identidad perm anente entre sujeto y objeto»45.

IV. El círculo vicioso

El camino y la conclusión no presentan sorpresas, a tal punto ya estaban


inscritos en la concepción que M arcuse se hacía desde el comienzo de la
sociedad administrada. En realidad, las tres caras de su pensam iento dibu­
jan, al final, un círculo vicioso. En efecto, sea cual sea el punto de entrada,
esta desem boca siempre en un callejón sin salida. Es la razón por la cual
las diversas lecturas posibles de la obra de M arcuse están, en el fondo, ín­
timamente imbricadas. Ciertamente se puede acceder a su obra a partir de
la teoría crítica, insistiendo entonces sobre la presencia de una capacidad
de em ancipación irreprim ible, y esto a pesar de todos los avatares de la
historia del siglo XX. Se puede, a la inversa, acceder a ella por m edio de
las fuerzas sociales y constatar entonces el movimiento perm anente de su
pensamiento, siempre en búsqueda infructuosa de un agente revolucio­
nario. Finalmente, se la puede abordar por su concepción de una sociedad
administrada, anim ada por un proceso de racionalización im puesto por
el desarrollo de la tecnología44. Cada una de estas lecturas m antiene su
especificidad, posee influen cias diferentes, pero todas confluyen, en el
fondo, hacia una interpretación global ampliamente semejante. Todas estas
lecturas están obligadas a aceptar el espacio confinado en el cual M arcuse
desea resolver sus tensiones: un a sociedad adm inistrada total, incluso

14 La ficción propia del arte pasa a ser el último bastión contra un mundo unidlmensionallzado
de donde, en la nueva izquierda, «el fuerte com ponente estético del movimiento: el arte
fu e considerado com o el m otor d e la liberación, com o la tom a de conciencia de otra
realidad (normalmente reprimida). ¿Era rom anticism o o incluso elitism o? De ninguna
manera. La nueva izquierda estaba solamente adelantada sobre las “condiciones objetivas”
articulando m etas y contenidos que el desarrollo del capitalism o había hecho posibles
pero, hasta allí, canalizados o reprimidos». Cf. Herbert M arcuse, «Échec de la nouvelle
gauche» (1975), en Actuéis (París: Galilée, 1976), 16 -17 (la cursiva es de Marcuse).
t| M arcuse, La dimensión esthétique, 42.
M A través de un proceso al interior del cual, com o lo ha señalado Habermas, al final no
hay diferencia entre la lógica y la dinámica históricas. Cf. Jürgen Habermas, Aprés Marx
(París: Fayard, 1985).
totalitaria; el reconocim iento de la crisis y de la ausencia de todo agente
social revolucionario; el m antenim iento de la fe, pero siempre al límite del
quiebre, en las capacidades de la teoría crítica.
En la raíz de m uchas de estas dificultades se h alla la anulación de la
función que Weber otorga a la im aginación en el trabajo de la ciencia. Una
distinción metodológica, que le permite reconocer diferentes tipos de acción
y preservar todo lo que hay de oscuro e irracional en la historia humana.
El pluralism o im aginativo es consubstancial al mundo, y le sigue siendo
consubstancial, a pesar de tendencias a la racionalización. La distinción
central, reconocible en Weber, entre el estudio m etodológico de la razón y
su encam ación histórica es anulada aquí en nombre de una necesidad crítica
y de emancipación. Ahora bien, era esta distinción metodológica, junto con
la clasificación de las acciones que esta implicaba, que estaban, en la obra de
Weber, en la base de su capacidad de detectar a la vez el m ovimiento hacia
una racionalización creciente y las resistencias, a menudo irracionales, que
se interponían contra este proceso. De m anera inversa, para Marcuse, esta
distancia analítica y la capacidad de imaginación teórica sobre la cual reposaba,
no bastan; juzgándola insuficiente como posibilidad de em ancipación y de
resistencia, será buscando una vía m ás prom etedora que, no sin paradojas,
M arcuse term inará por negar toda realidad social a la liberación. Para él,
en efecto, no basta con oponer a la realidad ideas abstractas. Es necesario
empeñarse en detectar, en el seno mismo, de la sociedad las fuerzas sociales
portadoras de la liberación. Pero Marcuse, como Adorno o Horkheimer, dada
la representación que se form an del mundo administrado, son incapaces
de lograr establecer otra unidad, incluso parcial, del sujeto y del objeto en
contra de aquélla que se im pone por la racionalización y que se traduce en
la sujeción del individuo a la lógica objetiva del mundo. A l final, será en el
arte, al igual que Benjamín y Adorno, que M arcuse term inará por encontrar
la insinuación de una prom esa de liberación67; es en su capacidad de con­
cebir un mundo de ficción que p iensa descubrir el indicio de una facultad
hum ana que ha escapado a la unidim ensionalización y que es portadora de
la esperanza, pero solam ente la esperanza, de otra existencia.
Pero en último análisis, lo m edular de los atolladeros de Marcuse proviene
tanto de su concepción de la sociedad m oderna adm inistrada como de su
nostalgia respecto de la razón objetiva. En realidad, com o lo hem os dejado
vislum brar en repetidas ocasiones, la fuerza de la intuición emancipadora

67 Jay prefiere dar cuenta de esta tendencia en térm inos de capacidad de anam nesis. Cf.
Martin Jay, «Anam nestic totalization: memory in the thought o f Herbert Marcuse»,
en Marxism and Totality, 2 2 0 -2 4 0 .
de su pensam iento proviene curiosam ente de los lím ites prácticos de su
teoría. A diferencia de otros pensadores de la racionalización, Marcuse se
niega a pensar el mundo social como atravesado por una separación insu­
perable entre el mundo de la necesidad y el reino de la libertad. Para él, el
trabajo no es solamente, por destino o naturaleza, el ámbito de la coerción
y de la represión; tam bién puede ser un universo de expresión de la libido
mediante una nueva sensibilidad estética que asegure otra im bricación del
sujeto con el mundo. La esperanza de Marcuse en la m odernidad hunde sus
raíces en el corazón mismo del trabajo. Es el progreso técnico el que conduce
a las puertas, pero solam ente a las puertas, de esta posibilidad histórica.
De hecho, Marcuse desea sim plemente revertir la dirección del proceso de
racionalización que permitió la invasión en la modernidad, bajo la form a
de una pérdida de sublim ación represiva, de todos los aspectos de la vida
social. Para Marcuse, la liberación debe adoptar el sentido inverso. Partiendo
de los elementos libidinales presentes no solam ente en la cultura y el arte,
sino tam bién en la vida privada, es necesario lograr erotizar el conjunto de
las relaciones sociales, cam biando así la dirección y la naturaleza m ism a
de la racionalización emprendida en Occidente.
Es la intuición central de M arcuse a lo largo de toda su vida68. Para él, lo
medular del problema de la modernidad no es otra cosa que el confinam ien­
to del trabajo solamente a la esfera económ ica y, bajo el imperativo de la
necesidad y de la coerción, su definición antitética del arte, del juego, de la
alegría y del placer. Sin embargo, y a pesar de las contradicciones flagrantes
reconocibles en sus escritos sobre este tema, M arcuse cree, por momentos,
en otra posibilidad inscrita en el presente m ismo de la sociedad m oderna,
incluso de la técnica. En todo caso, y de m anera m ás consistente, M arcuse
sabe que no hay otra vía posible. La ausencia de esta vía abre el camino, en
el peor de los casos, a una sociedad definitivam ente unidim ensional y, en
el mejor, a una pura utopía desprovista de dim ensiones prácticas. Sobre
este punto, se debe subrayar con fuerza la originalidad de M arcuse frente
a los otros pensadores de la escuela de Fráncfort. A diferencia de m uchos
otros, y especialmente de Adorno y Horkheimer, nunca se dejó llevar por un
sentimiento antimoderno o puramente crítico respecto de la m odernidad y
supo, de m anera muy personal, poner resistencia a un mero retiro amargo.
Pero nunca pudo verdaderam ente dar una form a precisa a esta erotización
del trabajo ni dar un contenido a esta otra vía posible de la racionalidad
técnica. La renovación de la teo ría crítica por H aberm as solo resultará
posible pagando el precio del abandono de esta exigencia.

68 En esta línea de pensamiento, cf. su ensayo «Les fondem ents philosophiques du concept
économ ique du travail» (1933), en Culture et société, 2 1-6 0 .
* * *

A diferencia de Weber, que nunca dejó de establecer una frontera en­


tre el m antenimiento de la pluralidad esencial de los tipos de acción y la
racionalización del m undo, M arcuse hace de la racionalización, incluso
reducida a su solo componente tecnológico, un proceso absoluto. Percibe la
racionalización, ante todo, como una extensión de la dominación total sobre
los individuos y, a diferencia de Elias, no vislum bra aspectos positivos en
esta evolución. Al igual que Foucault, ve en la satisfacción de los individuos
un señuelo del poder, pero a diferencia de él, cree aún, incluso contra toda
evidencia práctica, en la capacidad emancipadora de la Razón.
M arcuse será para siempre el m ejor testigo de una fase histórica pre­
cisa, no tanto la del desm oronam iento de la República de Weimar que la
de una m odernidad triunfante identificada con la extensión ilimitada de
capacidades insospechadas de control. En realidad, una parte del encanto
de su teoría proviene de este extraño encuentro. Históricamente, su obra
llevará siempre la m arca de los acontecimientos del período de entre gue­
rras en Alem ania y, sociológicam ente, no devela su pertinencia m ás que
a propósito de la sociedad estadounidense de los años sesenta. Frente al
pesim ism o histórico y al sistem ism o sociológico, M arcuse, a menudo, no
encontrará otra salida que el llam ado a la utopía.
C A PÍT U LO V III
Michel Foucault (1926-1984), la racionalización como
sujeción

La obra de M ichel Foucault está atravesada por influencias intelectuales


múltiples que van, en lo esencial, desde una cierta tradición filosófica hasta
cierta práctica de la literatura'. No obstante, Foucault tiene un lugar evidente
en una historia de las m atrices sociológicas de la m odernidad. Y esto al
menos a dos títulos. Por una parte, es en su obra que se ha desplegado, en
sus formulaciones m ás extrem as, una teoría del poder fuertemente inscrita
en la filiación de Weber. Una descendencia reconocida por Foucault mismo,
durante un curso en el Colegio de Francia en 1983, cuando resitúa su trabajo
al interior de una ontología del presente que iría «de Hegel a la escuela de
Fráncfort, pasando por Nietzsche y Max W eber »2 y que desde entonces ha
sido objeto de un cierto número de estudios que han apuntado a m ostrar
las afinidades entre la teoría del poder de Foucault y las intuiciones webe-
rianas3. Por otra parte, es en su obra que los atolladeros de la matriz de la
racionalización van a hacerse m ás evidentes, en la m edida en que prolonga
y centra en torno a las ciencias hum anas m ismas, la crítica de sus efectos
negativos. La interrogación se organiza en tom o al vínculo entre «el progreso
de la verdad y la historia de la libertad», y el objetivo no es otro que buscar
«cómo desconectar el crecimiento de las capacidades y la intensificación
de las relaciones de poder»4.

1 Michel Foucault, L’ordre du discours (París: Gallimard, 1971), 72-82.


2 Michel Foucault, «¿Q u'est-ce que les Lumiéres ?»(1984), en Dits et écrits. 1954-1988, t.
IV (París: Gallimard, 1994), 6 8 8 .
3 Entre otros, Bryan S. Turner, The Body and Society. Explorations in Social Theory (Oxford:
Basil Blackwell, 1984), capítulo VII; Barry Smart, Michel Foucault (Chichester/Londres:
Ellís Horwood and Tavlstock, 1985), especialm ente capítulo VI; tam bién, Georg Stauth
y Bryan S. Turner, Nietzsche's Dance. Resentment, Reciproáty and Resistance in Social Life
(Oxford: Basil Blackwell, 1988), en especial el capítulo VI.
4 Foucault, «¿Q u'est-ce que les Lum iéres?» (1984), en Dits et écrits. 1954-1988, t. IV, 562-
578. (Notemos que Foucault publicó el mismo año dos tex to s sobre la Ilustración con
el mismo título).
Es im posible com prender la obra de Foucault si no se parte, p or un
lado, de lo que está en el corazón de la m odernidad, a saber, la capacidad
y la voluntad de aplicar los principios universales de la Razón a todas las
situaciones y, por otro lado, de su sospecha extrem a, de su convicción más
íntim a, de que la Razón no es ni una fuerza de liberación ni un verdadero
objetivo conflictual de la sociedad moderna, sino que es el principio mismo
de la dominación. De hecho, Foucault no cuestiona la constatación realizada
por la sociología en lo que concierne al proceso de m odernización mismo,
a saber, la idea de un irreprim ible movimiento de racionalización y de se­
cularización, que destruye todas las m em bresías com unitarias y todas las
creencias tradicionales. En lo esencial, el conjunto de su obra coincide con
este análisis, lo endurece a veces en sus detalles, lo prolonga ciertam ente
en sus objetos. «La relación entre la racionalización y los excesos del poder
político es evidente. Y nosotros no deberíamos tener que esperar la burocracia
o los cam pos de concentración para reconocer la existencia de relaciones
de este tipo. Pero el problem a que se plantea es el siguiente: ¿qué hacer con
tal evidencia?»5. El verdadero trabajo de Foucault, se puede decir entonces,
solo com ienza con esta condición: es a partir de esta certeza que su obra
apunta a mostrar todo lo que se oculta detrás de la existencia de pretendidos
principios unificadores y, especialm ente, cómo y en todas partes la Razón,
lejos de ser el motor de la em ancipación, es en realidad el foco m ismo de
construcción y de expansión de la lógica de la dom inación.
Ciertam ente, el horizonte intelectual de Foucault nunca fue la sociolo­
gía, y esto a pesar de su capacidad para deconstruir las ciencias hum anas
con una erudición y un sentido histórico n otables, m ás allá inclu so de
las críticas puntuales de las cuales su trabajo fue objeto. Y no obstante es
justam ente el diagnóstico sociológico de la sociedad m oderna el que está
en el centro de su trabajo y de su reflexión. M uchos tem as de su obra son
una radicalización de las visiones presentes en la obra de Weber. Como él,
adhiere a una concepción am plia de la racionalización, según la cual es el
conjunto de las realidades sociales (la ciencia, la tecnología, los mercados,
la administración, las disciplinas, la cultura y la religión) las que, a medida
que se racionalizan, m odelan la totalidad de las esferas de la vida, tanto la
sexualidad o la personalidad com o la dom inación o la producción. Pero
para Weber, lo esencial es lograr establecer, en una perspectiva histórica,

5 Michel Foucault, «Pourquoi étudler le povoír: la question du sujet» (1982), en Dits et


écrits. 1954-1988, t. IV, 224 -225.
la especificidad del m odo de racionalización occidental y su naturaleza
puramente formal, basado exclusivam ente en la extensión de la capacidad
de cálculo en la acción. Para Foucault, por el contrario, existe m enos una
Razón o un proceso global de racionalización que u n conjunto de procesos
que opera en varios ámbitos, cada uno de los cuales rem ite a experiencias
fundam entales (la locura, la enferm edad, la m uerte, el crim en, la sexuali­
dad), regidas, cada vez, por racionalidades específicas aunque, al final, el
conjunto de estos dispositivos term ina siempre, no sin dificultad, por hacer
sistem a en su pensamiento.
Sin embargo, la filiación w eberiana está, desde el comienzo, atravesada
por distanciam ientos. Tres grandes diferencias pueden ser señaladas. En
prim er lugar, Foucault está lejos de conferir a las prácticas religiosas la m is­
ma im portancia que Weber, y esto va m ucho m ás allá de la sim ple ausencia
en su obra del tem a del desencantam iento. Cierto, para los dos autores, la
religión, y especialm ente la vida m onacal, se hallan en la base de la difusión
del control racional de la conducta hum ana, a través de la transform ación
de esta disciplina en ascetism o intramundano, en el caso de Weber, o como
el terreno originario de m uchas tecnologías m odernas de poder, en el caso
de Foucault6. Pero este rechaza que el proceso de racionalización de las reli­
giones sea uno de los principios motores de la modernidad. Se niega a seguir
a Weber en su lectura de un protestantism o que significaría el abandono
histórico de la dependencia hacia creencias m ágicas y la obligación para los
individuos de subordinar sus acciones a criterios racionales.
En segundo lugar, y aunque en el caso de ambos autores es posible afirm ar
que el trabajo y el esfuerzo, por lo tanto el control de sí y, especialm ente,
de la energía sexual, participan del proceso de racionalización m oderno, el
significado que le conceden es muy diferente. Para Weber, el surgimiento de
un ethos ascético intram undano es indisociable de un increm ento y de una
especialización del saber, del progreso continuo de una racionalidad formal
en perjuicio de una racionalidad sustantiva, pero sin que este proceso anule
la autonom ía de los actores. Para Foucault, la extensión de estas disciplinas
al control del cuerpo se explica por un conjunto de tecnologías de poder y
de ortopedias del alma, que logran anular, al m enos en largos períodos de
su obra, todo esbozo de autonom ía del sujeto.
Finalm ente, en el caso de Weber, el proceso de racionalización, si bien
ya es un m ovim iento que transform a el sueño de la Razón en un m undo sin

6 La confesión instaurada por ei catolicismo no es sino una técnica rudimentaria de vigilancia,


cuyos principios de exam en y de introspección serán retom ados y p erfeccionados por
m uchas otras ciencias hum anas (psicoanálisis, medicina, criminología).
significado y sin libertad, dominado por la om nipotencia de las burocracias
y de la economía capitalista, no autoriza empero jamás una visión exclusiva­
mente sombría. Su pesimismo solo opera dentro de un conjunto de dilemas,
y jam ás en su obra la racionalidad instrum ental triunfa completamente. En
Foucault, no hay m ás traza de esta tensión sino bajo la form a de atolladeros
recurrentes, como una alteridad, m ás o m enos romántica, que se opone a
una pura disolución lingüística del saber; o bien como una individuación,
m ás o m enos estética, que se opone a una visión totalitaria del poder.
En el fondo, es el conjunto de los enlaces y de las tensiones sociológi­
cas establecidas por Weber en torno a la racionalización lo que Foucault
rechaza. Para él, todo análisis de las creencias o de las ideologías se basa
en tres ilusiones: la idea im plícita de una verdad, el llam ado a un sujeto, su
rol subordinado a una estructura determinante7. A sus ojos, es la disciplina
m onacal, reinterpretada en el seno de un vasto proyecto de investigación
sobre las tecnologías del control, y no en tanto que dogm a religioso, lo
que debe ser el verdadero objeto de un estudio sobre los orígenes de la
m odernidad. Es la im posición sobre el cuerpo, o más bien, la constitución
de los cuerpos por las prácticas de poder en la ausencia de todo consenso,
el que es, en último análisis, el verdadero objeto de la reflexión. A lo largo
de todo este proceso, el poder no se define solam ente por sus capacidades
de represión, o como una sim ple coerción a la sublim ación del deseo por
el trabajo; de m anera mucho m ás consecuente, es un productor activo de
prácticas sociales. Finalmente, y sobre todo, este proceso está lejos de tener,
como en Weber, un carácter, sino siempre dialéctico, al menos ambivalente:
en el fondo no es nada m ás que un proceso de dom inación y de sujeción.
En Foucault, la Razón deja de ser sinónimo de progreso ya que «ninguna
form a dada de racionalidad es la razón»8. Pero especialmente, lo que la obra
de Foucault no dejará jam ás de deshacer es la relación que Weber establece
entre la construcción de la sociedad m oderna y el surgimiento de un actor
racional. Esta parte del legado weberiano, que Elias refuerza hasta el extre­
mo, Foucault va a destruirla sistem áticamente, a pesar de las rupturas y las
tensiones que m arcan su obra.

7 Michel Foucault, «Entretlen avec Michel Foucault» (1976), en Dits et écrits. 1954-1988,
t. III (París: Gallimard, 1994), 148.
8 Michel Foucault, «Structurallsm e et post-structurallsm e» (1983), en Dits et écrits. 1954-
1988, t. IV, 447.
II. Las ciencias h um a n a s c o m o lugar privilegiado de la realización y
de la crítica de la razón

Volvamos al punto de partida. Para Weber com o para Foucault, la racio­


nalización se identifica con el devenir-m undo de la Razón, pero ahí donde
Weber apunta a circunscribir y delimitar lo propio del avatar de la raciona­
lidad occidental y de su responsabilidad en la constitución de un mundo
desprovisto de sentido, es la Razón m ism a la que está, para Foucault, en la
raíz de la extensión de la dominación. La obra de Foucault gira así alrededor
de diversas estrategias de sospecha sobre la Razón misma, y especialm ente
de la Razón desplegada a través de las ciencias hum anas. Como lo subrayó
justamente Habermas, la especificidad intelectual de Foucault procede de su
voluntad de llevar una crítica radical de la razón bajo la form a de una historia
de las ciencias hum anas; en verdad, de estudiar la «relación constitutiva de
las ciencias hum anas con las prácticas destinadas al aislam iento mediante
la vigilancia»9. La sim ilitud es profunda entre su esfuerzo y el de la escuela
de Fráncfort, pero si sus diagnósticos sobre la civilización m oderna son en
ciertos aspectos sem ejantes, la fuente de sus análisis es diferente. Para la
escuela de Fráncfort, la racionalización es estudiada especialmente a partir de
la dom inación de la naturaleza; para Foucault, es el control social generado
por las ciencias humanas en dirección de los sujetos lo que es determinante'0.
Durante toda su vida, su objeto privilegiado de estudio será la constitu­
ción, desde las ciencias humanas, de una nueva mirada que analiza las cosas
y observa a los sujetos, colocando a ambos bajo la autoridad de sistem as
institucionales de coerciones y de norm alización. Pero esta continuidad se
inscribe en el seno de una profunda ruptura. Volverem os a este punto más
tarde, pero señalem os desde ahora que si Las palabras y las cosas hacían

9 Jürgen Habermas, Le discours philosophiques de la modernité (París: Gallimard, 1988), 289.


Es sobre este punto que la lectura que hace Habermas de Foucault es m ás profunda
y pertinente. Por el contrario, sus críticas, sobre las cuales se centran la m ayor parte
de los intérpretes, en cuanto a la ausencia en su obra de fundam entos norm ativos
universalistas en el nom bre de los cuales se pudiera ju zgar la veracidad de su esfuerzo
de desconstrucción de las ciencias humanas y de su critica d e la dom inación, resultan
más polém icas y m enos convincentes (sobre este último punto, cf. M anfred Frank,
Qu'est-ce que le néo-structuraUsme? (París: Edítions du Cerf, 1989). Para una presentación
de las relaciones y del d esencuentro intelectual entre Foucault y Habermas, cf. Didier
Eribon, Michel Foucault et ses contemporains (París: Fayard, 1994), 289-311.
10 Para un análisis de las diferencias y sem ejanzas entre la obra de Foucault y la de la
escuela de Fráncfort, cf. Axel Honneth, «Foucault et Adorno», Critique 471-472 (agosto-
septiem bre, 1986): 8 0 0 -815; Thom as McCarthy, «The Critic o f Impure Reason: Foucault
and the Frankfurt School», en Ideáis and lllusions. On Reconstruction and Deconstruction
in Contemporary CriticaI Theory (Cambridge, MA: MIT, 1992), capítulo 2.
derivar el valor de un conocimiento de su emplazam iento en una configu­
ración de saber dominante, los estudios dedicados al poder-saber subrayan
m ás bien la m anera en que las ciencias hum anas participan de un conjunto
de disciplinas que obligan a los sujetos a aceptar su clasificación del m un­
do y de los seres, como asim ism o la m anera en que estas operan sobre el
individuo. Una de las dificultades m ás im portantes de la interpretación de
la obra de Foucault proviene del hecho de que en su recorrido es posible
detectar a la vez rupturas radicales y continuidades no m enos profundas
entre una primera fase semiestructuralista, una segunda poshermenéutica,
e incluso un tercer giro en torno al sujeto o al sí mismo.
La distinción entre los dos prim eros períodos se ha vuelto clásica". En
un prim er momento, Foucault se esfuerza en interpretar la verdad como un
efecto de la convergencia de un saber con otros saberes. Esta posición lo
conduce a un impasse, en la m edida en que, como lo han demostrado Hubert
Dreyfus y Paul Rabinow, esta actitud «plantea el discurso como principio
unificador del sistema global de prácticas y afirm a que los diversos factores
sociales, políticos, económicos, tecnológicos, pedagógicos, no se agrupan y
no funcionan de m anera coherente m ás que de acuerdo con las m odalida­
des de esta unidad discursiva»12. El discurso, de m anera m isteriosa, cuenta
con una prioridad que le permite subordinar las prácticas no discursivas.
Que el internamiento se inserte en el conjunto de la cultura clásica señala
su rol positivo, ya que a través de sus prácticas y sus reglas ha «constituido
un ámbito de experiencia que ha obtenido su unidad, su coherencia y su
función. Ha acercado así, en un campo unitario, personajes y valores entre
los cuales las culturas anteriores no habían percibido ninguna semejanza»'3;
y al final, los ha verdaderamente producido. El análisis del saber se extravía,
tanto m ás que Foucault está consciente de que las reglas discursivas que
ha descubierto no son simplemente descriptivas, sin que puedan atribuirse
empero a necesarias configuraciones objetivas ni a sujetos, aunque, como
se constata con el internam iento, estas term inan por engendrarlas. Para
Foucault el lenguaje prim a y en su interior destacan los regímenes de signos
que en cada época ordenan lo que es visible y lo que se dice. «El discurso no

11 Para Foucault la genealogía es ante todo la voluntad de poner resistencia a toda visión
que im ponga un desarrollo m etahistórico de sign ificad os ideales y de teleologías
indefinidas, am bas organizadas en torno a la búsqueda del origen. Cf. Michel Foucault,
«N ietzsche, la gén éalog ie, l’histoire» (1971), en D/'ts et écrits. 7954-1988, t. II (París:
Gallimard, 1994), 140.
12 H ubert D reyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault. Un parcours philosophique (París:
Gallimard, 1984), 10 0 .
13 Michel Foucault, Histoirede la fo lie á l’áge classique (París: Gallimard, 1972), 96.
es simplemente lo que traduce las luchas o los sistem as de dominación, sino
por lo que se lucha, el poder del cual tratam os de adueñam os»14. A m enos
de encerrarse en un idealism o lingüístico, Foucault tenía que pasar de la
prim acía de los discursos a una consideración m ás «cam al» de las prácticas.
En su segundo período, Foucault abandona la prim acía de los discursos
en beneficio de las prácticas'5. El principio de inteligibilidad ya no proviene
de un sistem a de reglas de form ación o de un horizonte colectivo de signifi­
cado (épistém é), sino que procede de un conjunto de prácticas organizadas y
estructurantes de control y de norm alización, que estas prácticas contribu­
yen de m anera esencial a producir y a im poner’6. El cam bio es importante.
Foucault deja de insinuar la disolución de la sociedad y de las prácticas en
el conjunto de los sistem as de form ación discursivos que la constituyen;
de ahora en más, los discursos no form an m ás los objetos, lo que definía lo
propio de la arqueología del saber com o el estudio del «juego de reglas que
definen las transform aciones de los diferentes objetos»17. Es con respecto
a esta disolución lingüística de lo social que Foucault va a distanciarse, a
m edida que se vuelca hacia la genealogía del poder. El objeto de estudio
privilegiado serán en lo sucesivo las estrategias institucionales y las prácticas
a través de las cuales se instala la dom inación. El poder es lo que permite
entonces com prender los cam bios históricos acontecidos en los estratos
de significado o en la épistémé, y sin los cuales la sucesión en el tiem po no
podía ser verdaderam ente explicada18.
El trabajo de Foucault apunta así a descubrir los efectos de poder que
circulan entre los enunciados científicos, con el fin de hacerlos acepta­
bles y verdaderos en un m om ento determ inado; la m anera en que estas
reglas de form ación se transform an, cuando son redesplegadas, p or una
nueva voluntad en función de otro juego y de otras reglas. El saber-poder:

14 Foucault, L’ordre du discours, 12.


15 Una Inflexión producida hacia el inicio de los años seten ta y que Foucault mismo
interpreta como una consecuencia de mayo de 1968, que hizo surgir nuevas reflexiones
sobre el concepto de poder. Cf. Michel Foucault, «Entretien avec Michel Foucault»
(1976), en Dits et écrits. 7954-1988, t. III, 146.
16 Dreyfus y Rabinow, Michel Foucault, 151- 153-
17 Michel Foucault, L’archéologie du savoir (París: Gallimard, 1969), 46.
18 Sin em bargo, y por pertinente que sea esta división, no hay que dejar de lado el hecho
de que esta segunda versión está lejos de ser incompatible con algunos de sus trabajos
anteriores, especialm ente sus estudios sobre la medicina o sobre la locura, que son
susceptibles de ser releídos a partir de una perspectiva gen ealógica, la Interpretación
que enfatiza entonces los m ecanism os y las prácticas a través de las cuales la Razón
excluye, clasifica y produce la alteridad. Cf. Michel Foucault, Histoire de la fo lie á l’áge
classique, 19 0 -19 1.
la existencia, en el seno de nuestras sociedades, de un tipo de poder capaz
de producir discursos de verdad dotados de enorm es efectos de poder, en
los cuales, bajo la mirada de las ciencias hum anas, el sujeto «pasa a ser una
form a observada, una cosa em bestida por el lenguaje, una realidad que se
conoce», en síntesis, «objeto»19. La verdad es el resultado de un conjunto
de discursos y de prácticas form ados y entrelazados de m anera repentina,
diversas m aneras de ordenar las cosas que revelan la m ultiplicidad de las
form as de poder. La verdad no es m ás que el conjunto que resulta de estas
estrategias de inclusión y de exclusión, de m ecanism os que h acen una
práctica central o marginal.
Es de aquí de donde proviene la imbricación entre el tipo de mirada cons­
tituido por las ciencias hum anas y su inscripción institucional en los asilos,
hospitales, prisiones, escuelas, fábricas. Para Foucault, hay una connivencia
de principio entre la extensión del saber, propio de las ciencias humanas,
con su preocupación por producir conocim ientos sobre los individuos, de
arrebatarles confidencias y confesiones, y la influencia creciente de los
expertos que aplican estos saberes a los diferentes ámbitos de la vida social.
La modernidad es la transición desde un régimen donde la coerción se ejerce
por la violencia hacia un régim en de poder y de verdad en apariencia más
lábil, basado en una capacidad permanente de m irada y de juicio, gracias a
la acum ulación de saberes que funcionan incluso como principios de jus­
tificación. El vínculo es así íntimo entre el saber y el poder: el ejercicio del
poder crea perm anentem ente saber y, a la vez, el saber lleva en él efectos
de poder. Aún más: el poder no puede ejercerse en la ausencia del saber,
y es im posible que el saber no genere poder20. Presupuesto que conduce a
veces a Foucault a una representación, altam ente cuestionable desde un
punto de vista histórico, de las ciencias hum anas y de las instituciones a
las cuales ellas han dado origen. La reclusión en el asilo, por ejemplo, lejos
de haber sido un m ecanism o de exclusión perm itió, por el contrario, la
constitución de un principio activo de integración social, acordándole un
estatus hum ano al enferm o m ental21.
Las ciencias hum anas están en todo caso en el corazón del triunfo de la
visión panóptica que conlleva la Ilustración.

19 Ibíd., 463.
20 Michel Foucault, Surveilleret punir (París: Gallimard, 1975), 3 2 .
2 1 Marcel G auchet y Gladys Swain, La pratique de l’esprit humain. L’institution asilaire et la
révoiution démocratique (París: Gallimard, 1980).
«El sueño de una sociedad perfecta, los historiadores de las ideas lo acuerdan
con gusto a los filósofos y a los juristas del siglo XVIII; pero hubo también
un sueño militar de la sociedad; su referencia fundamental no era al estado
de naturaleza, sino los engranajes cuidadosamente subordinados de una
máquina; no el contrato primitivo, sino las coerciones permanentes; no
los derechos fundamentales, sino las rectificaciones indefinidamente
progresivas; no la voluntad general, sino la docilidad automática»22.

A sistim os a la penetración creciente en la vid a personal de las buro­


cracias, de las terapias, de las diversas disciplinas coercitivas que, bajo la
fachada de encam ar los grandes principios de la dem ocracia, se hallan, por
el contrario, en el fundam ento m ism o de la extensión de la vigilancia en el
mundo moderno. Es gracias a ellas que van a desarrollarse al m ismo tiempo
«las fuerzas som etidas y la fuerza y la eficacia de quien las som ete»23. El
complejo científico-institucional, al interior del cual se vive la m odernidad,
no funciona y no se justifica, en sus acciones de norm alización, m ás que en
una perpetua referencia a un saber que no deja de recalificarlo y sin el cual
no podría ejercer sus labores de vigilancia. Para Foucault, en el funcion a­
miento global de la sociedad de norm alización, la fricción entre el derecho
a la soberanía y la m ecánica del poder es desactivada por la existencia de un
discurso neutro sacralizado por el aura de la ciencia24. A sus ojos, la historia
de la m odernidad es m enos aquella de la torsión de la Ilustración que de su
realización, a tal punto es evidente para él que la Ilustración «que descubrió
las libertades tam bién inventó las disciplinas»25.
La obra de Foucault está así recorrida de un extrem o a otro, a pesar de
sus inflexiones o de sus cambios, por un solo objeto, una m ism a convicción,
un diagnóstico único. Un objeto: la función que los saberes desem peñan
en las prácticas de control social y de norm alización de los individuos. Una
convicción: son las prácticas disciplinarias y confesionales producidas por
las ciencias hum anas que han dado form a a la m odernidad. Un diagnóstico:
el m ovim iento de racionalización, que apunta a través del control de sí a
producir sujetos autónomos, está en el fundamento mismo de la constitución
de individuos som etidos. Pero esta tríada de elem entos estará siempre, en
último análisis, inscrita en la mirada, llena de sospecha, que Foucault dirige
hacia las ciencias hum anas. En este proyecto, progresivam ente, el discurso

22 Foucault, Surveiller et punir, 171.


23 Michel Foucault, «Cours du 14 janvler 1976», en Dits et écrits. 1954-1988, t. III, 186.
24 Ibíd., 188-189.
25 Foucault, Surveiller et punir, 224.
es reemplazado en su función primigenia y genética por el poder, pero tanto
uno como el otro quedan prisioneros de un sistem a de pensamiento que,
en su deseo de escapar a todo recurso hacia una subjetividad constituyen­
te, está obligado a recluirse en m odelos cerrados y autoengendrados. Es
necesario considerar que «el sujeto que conoce, los objetos por conocer y
las m odalidades de conocimiento son tanto efectos de estas im plicancias
fundam entales del poder-saber como asim ism o de sus transform aciones
históricas»26. Y desde este punto de vista, el idealism o discursivo del primer
Foucault es m ás bien prolongado que verdaderam ente alterado por el idea­
lism o práctico del segundo Foucault. Dicho de otra forma, en el fondo, la
transición de Foucault desde una historia crítica de las ciencias al análisis
de la sociedad nunca fue verdaderam ente lograda, o m ás bien, es siempre
dentro de una historia de las ciencias hum anas desde donde operan y pro­
vienen los análisis, a la vez extrañam ente excesivos y justos, que Foucault
da de la sociedad moderna.

III. Las dim en sion e s d e la racionalización

La sujeción y el sujeto

A pesar del cambio radical operado en su pensamiento, el sujeto sigue


siendo siempre en la obra de Foucault un punto terminal, un nudo de síntesis.
En un prim er momento, el sujeto es vinculado a una épistémé, «al conjunto
de las relaciones que pueden unir, a una época dada, las prácticas discursivas
que dan lugar a figuras epistem ológicas»27. En esta visión radical, ningún
objeto preexiste a su constitución por y en el discurso. Por supuesto, Fou­
cault no ignora la existencia de una m ateria prediscursiva, pero ella no es,
en este momento de su obra, m ás que una pura virtualidad, que solamente
pasa a ser real gracias a la sola objetivación, capaz de hacerla advenir al ser.
Una actitud claramente expresada en Las palabras y las cosas a propó­
sito de la im agen nodal del hombre. Para Foucault, el corazón mismo de la
épistém é m oderna consiste en una form a de ser del hombre cuyo sentido, a
partir del siglo XIX, no es otro que «mostrar cómo es posible que las cosas
en general sean dadas a la representación; en qué condiciones, sobre qué
terreno, en cuáles lím ites estas pueden aparecer en una positividad más
profunda que los m odos diversos de la percepción»28. El espacio en el cual

26 ibíd., 32.
27 Foucault, L'archéologie du savoir, 250.
28 Michel Foucault, Les mots et les choses (París: Gallimard, 1966), 348.
se constituyen las ciencias hum anas desde 18 0 0 está determ inado por tres
ciencias diferentes — la biología, la economía, la filología— cada una basada
sobre un concepto principal — respectivam ente, la función, el conflicto, el
signo— . Pero para Foucault, hay una suerte de afinidad entre el concepto
biológico de función y los conceptos elaborados por la psicología, entre el
concepto económico de conflicto y los conceptos de la sociología, en fin,
entre el concepto de signo y los conceptos de la literatura. Son estas ciencias
las que diseñan para Foucault el espacio im aginario donde podía alojarse el
concepto de hombre. Pero ellas contienen así tam bién la finitud posible del
hombre; una finitud que las ciencias hum anas no están dispuestas a pensar
y cuyo resurgimiento, en el momento en que Foucault escribe, le parecen ser
el signo premonitorio de la desaparición próxim a del concepto de hombre.
En efecto, para Foucault, la transición desde la evidencia no cuestionada de
la representación propia de la edad clásica hacia la existencia del hombre
y la antropología que estas suscitan, induce u na ten sió n que im pediría
pensar sim ultáneam ente el ser del lenguaje y el ser del hom bre. Ante esta
opción, «la opción filosófica m ás im portante de nuestra época», Foucault
parece en todo caso, en este mom ento de su obra, despedirse del hombre.
Este no habrá sido sino el fruto de ciertas prácticas discursivas vinculadas
al nacim iento de las ciencias hum anas; y su resurgimiento en el lenguaje
de la literatura contemporánea dejaría vislum brar su próxim a desaparición:
«El hom bre es una invención cuya reciente data dem uestra fácilm ente la
arqueología de nuestro pensam iento. Y tal vez, la m uerte cercana»19. El
estructuralism o de Foucault es en este m om ento extrem o. El hom bre es
un producto contingente, interpretable en función de las bases históricas
y epistem ológicas de los discursos científicos.
Ahora bien, a pesar de la inflexión de su obra, se puede reconocer una
cierta continuidad entre esta concepción del hom bre com o m ero fruto de
una red discursiva y la concepción posterior, que hace del sujeto el resul­
tado de una estrategia capilar del poder. Por un lado, el origen del hombre
se adjudica a una épistém é que construye el espacio tridim ensional de las
ciencias hum anas; por otro, el sujeto encuentra su origen en las prácticas
de los profesionales del hom bre que instauran al sujeto com o objeto de
discursos verdaderos. En todo caso, el proyecto no consiste en dar con la
raíz del hombre, sino, por el contrario, en disipar la expectativa que conlleva
esta búsqueda.
El sujeto, en el seno de esta constelación del poder-saber, pasa a ser así
un efecto de poder y al m ism o tiempo, y por esto mismo, el poder transita a
través de los individuos que él constituye. El sujeto no es un núcleo elem en­
tal, un átomo primitivo, un cuerpo múltiple e inerte sobre el cual vendría a
inscribirse el poder. Para Foucault, lo que constituye el cuerpo y los deseos,
lo que constituye por lo tanto al individuo en su calidad de sujeto, es un
efecto (uno de los prim eros efectos) del poder30. Estam os, escribe entonces
Foucault, «en la máquina panóptica, investidos por sus efectos de poder que
reconducim os nosotros m ismos, ya que som os uno de sus engranajes»31.
Se trata sobre todo del poder que se instala en el sistem a carcelario de la
segunda m itad del siglo XVIII, un poder anclado en un cuerpo que se do­
mestica y que sustituye al cuerpo que se somete a tormentos o al alma cuyas
representaciones son manipuladas. El sujeto es el resultado del conjunto «de
delicadezas insidiosas, de maldades poco confesables, de pequeñas astucias,
de procedimientos calculados, de técnicas, de “ciencias”, a fin de cuentas,
que perm iten la fabricación del individuo disciplinario»32.
La concepción del poder de Foucault, transcrita como la capacidad de pro­
ducción del sujeto, se empeña en dar cuenta de la m anera en que este forja al
sujeto, incorporándolo en una lógica de producción del placer corporal y de
la norm alización. El sujeto es una consecuencia de las prácticas de examen,
de confesión y de cálculo que producen la exigencia m ism a de los sujetos
m odernos. La confesión es uno de los sím bolos de esta actitud, a tal punto
que la racionalización y el som etim iento pasan por su diseminación, por
la extensión de su ejercicio. A l comienzo sólidam ente acotada a la práctica
de la penitencia, la confesión se propaga progresivamente. «Poco a poco,
desde el protestantism o, la Contra Reforma, la pedagogía del siglo XVIII
y la m edicina del XIX, ha perdido su localización ritual y exclusiva; se ha
difundido; se la ha utilizado en toda una serie de relaciones: niños y padres,
alumnos y pedagogos, enferm os y psiquiatras, delincuentes y expertos»33.

30 La diferencia entre la concepción foucaldlana del cuerpo y la representación biológica


presente en Nietzche es subrayada claram ente por Scott Lash, «Cenealogy and the
body: Foucault/Deleuze/Nietsche», en Soáology ofPostmodernism (Londres: Routledge,
1990), 55-77.
31 Foucault, Surveilleret punir, 219 .
32 Ibíd., 315.
33 M ichel Foucault, La volonté de savoir. Histoire de la sexualité, 1.1 (París: Gallimard,
1976), 84-85. Esta nueva posición implica por otra parte una inflexión im portante
en la rep resen tación q u e Foucault se hace del p sicoanálisis. Allí donde, en 1966,
vislum braba una dimensión crítica, diez años más tarde, él no ve más que el corazón
de los dispositivos de control y de normalización. Para una lectura de las relaciones
entre Foucault y el psicoanálisis, cf. John Forrester, The Seductions o f Psychoanalysis
Freud, Lacan, Derrida (Cam bridge: Cam bridge University Press, 1990), especialm ente
el capítulo 12, «Michel Foucault and the history o f psychoanalysis».
Su análisis gravita siempre en torno a la m ism a inquietud, en saber detectar
y denunciar los peligros inscritos en el advenim iento y la constitución de
las actividades de diagnóstico propias de las ciencias hum anas, y cuyas
consecuencias son una serie de perjuicios en contra de los individuos, en
verdad, más bien, en la constitución del sujeto. Es aquí que, a pesar de algu­
nas afirm aciones que parecen ir en el sentido de una tensión interna en el
proyecto de la Ilustración, m ejor se devela la unidim ensionalización de su
mirada. El despliegue de la racionalización es sinónim o de la constitución
de una subjetividad sometida, de m anera creciente, a disciplinas corporales
mediante todo un dispositivo de discursos verdaderos.
En este proceso, Foucault detecta sin embargo un gran cambio, que carac­
teriza como una suerte de inversión del eje político de la individualización.
En las sociedades de régim en feudal, la individualización es extrem a entre
quienes ejercen la soberanía, y por ende en las regiones superiores del poder,
donde el individuo está constituido por m ecanism os histórico-rituales que
enfatizan, en su form ación, el legado y el estatus.

En un régimen disciplinario, la individualización, por el contrario, es


“descendente": a medida que el poder pasa a ser más anónimo y más
funcional, aquellos sobre quienes se ejerce tienden a ser más fuertemente
individualizados; y mediante vigilancias más bien que a través de ceremonias,
por observaciones más bien que por relatos conmemorativos, por medidas
comparativas que tienen la “norma” por referencia34.

Dicho de otra form a, el individuo no es nada m ás que una realidad fabri­


cada por una tecnología específica de poder.
Es decir, hasta qué punto las capacidades psíquicas de los individuos son
reducidas, o m ás bien son susceptibles de ser m anipuladas y corregidas,
a través de técnicas que operan sobre su cuerpo, sin que este tenga, no
obstante, una m aterialidad fuera de los efectos que el poder produce en él
y sobre él. Esto es particularm ente bien mostrado respecto del sexo, que el
poder transform a en una suerte de secreto que sería subyacente a todo lo
que nosotros som os, capaz de revelarnos a nosotros m ism os y de liberar­
nos de todo aquello que nos define. El sexo es un ideal necesario para el
funcionam iento del dispositivo de la sexualidad, que lo transform a en un
asunto de verdad y de falsedad, y que se vuelve el m edio práctico mediante
el cual el sujeto accede a su propia inteligibilidad, a la totalidad de su cuerpo,
a su identidad35. Para Foucault, no ha habido en realidad represión de la

34 Foucault, Surveiller et punir, 19 4 -19 5.


35 Foucault, La volonté de savoir, 20 4 -2 0 5 .
sexualidad en la modernidad. Al contrario, el dispositivo del poder se encarga
de producir el deseo con el fin de normalizarlo mejor. Es así, por ejemplo, que
el reconocim iento de las perversiones sexuales apunta m enos a su castigo
que a perm itir su inclusión en una sexualidad norm al. Foucault concluye
así señalando que el verdadero problem a de la m odernidad radica «en el
gran increm ento de estos dispositivos de norm alización y toda la amplitud
de los efectos de poder que ellos conllevan, a través de la instauración de
nuevas objetividades»36.
Pero si el sujeto no es m ás que un efecto del poder, ¿qué es el poder?

El poder y la dominación

La teoría del poder elaborada por Foucault es apenas inteligible a menos que
se com prenda que ella se dirige, sistem áticamente, contra una representa­
ción de la sociedad como un todo («el conjunto de la sociedad es aquello
que no hay que tom ar en cuenta, a no ser que como el objetivo que se debe
destruir»37), especialm ente, contra la idea que habría un centro de la socie­
dad. Su esfuerzo consiste en estudiar el poder como una serie de redes que
atraviesan y constituyen los cuerpos, la sexualidad, la fam ilia, las técnicas,
y que están en relación de dependencia con un «meta-poder». Lo esencial
del estudio que Foucault dedica al poder en Vigilar y castigar, consiste en
analizarlo a través de una serie de «m icrofísicas del poder»38, mostrando
cóm o opera por «inculcación» sobre el cuerpo, los gestos, las acciones
cotidianas, cómo hace del cuerpo hum ano un objeto de manipulación. En
efecto, de las tres grandes tecnologías de poder reconocidas por Foucault y
que se enfrentan entre ellas en la última mitad del siglo XVIII (el cuerpo que
se atormenta, el alma cuyas representaciones se m anipulan, el cuerpo que
se domestica), es la últim a la que, al final, se impone. Es ella que subyace
a la disem inación de los m icropoderes en redes diferentes, en ausencia
de todo aparato central, y cuya coordinación transversal es asegurada por
un conjunto de instituciones y de tecnologías. Para Foucault es necesario
«prescindir del personaje del Príncipe y descifrar los m ecanism os del poder
a partir de una estrategia inm anente a las relaciones de fu erza»39.

36 Foucault, Surveiller et punir, 313.


37 Michel Foucault, «Par-delá du bien et du mal» (1971), en Dics et écrits. 1954-1988, t. II,
235-
38 Foucault, Surveiller et punir, 31 y ss.; 133 y ss.
39 Foucault, La volonté de savoir, 128.
Pero que se trate de una articulación de las prácticas, y no ya solamente
de los discursos, no debe inducir a error: el conjunto de estos m ecanism os
gira en el vacío, ya que, de hecho, se m antienen a sí m ism os. El panoptismo
es una invención tecnológica que permite asentar el orden del poder y cuya
extensión expresa de m anera ejemplar la historia del poder en la sociedad
desde la edad clásica, a través de prácticas locales de vigilancia permanente
de los individuos y que llevan, mediante la generalización de estos procedi­
mientos, a la instauración de una verdadera sociedad disciplinaria. Al final,
«qué hay de sorprendente si la prisión se asemeja a las fábricas, a las escuelas,
a los cuarteles, a los hospitales, que todos se asim ilan a las prisiones»40. El
poder deja de ser una propiedad para no ser otra cosa que una estrategia,
cuyos efectos de dom inación pasan por un conjunto de dispositivos, de
maniobras, de tácticas y de técnicas; un poder que se ejerce pero que no se
posee, que es menos la propiedad de una clase que el efecto de un conjunto
de posiciones estratégicas, que constituye y atraviesa al conjunto de los in ­
dividuos41. La transición del modelo del derecho al m odelo de la estrategia
es tanto m ás necesaria para Foucault en cuanto el poder tiende a dar de sí
mismo una representación en térm inos de derecho, garantizando así una
forma de unidad a lo que no es, de hecho, más que un conjunto de poderes
múltiples: «El poder, no es una institución y no es una estructura, no es una
cierta potencia con la que algunos contarían: es el nombre que se da a una
situación estratégica com pleja en una sociedad dada»42.
La teoría del poder de Foucault se presenta a través de cuatro m ovim ien­
tos. En prim er lugar, y como de m anera m ás bien tradicional en sociología,
se trata de una crítica de una concepción sustancialista del poder en favor
de una representación relacional. En segundo lugar, esta concepción rela-
cional del poder produce una representación de su disem inación en todos
los intersticios de la sociedad, donde todo efecto generado durante una
interacción se cataloga com o un fenóm eno de poder. En tercer lugar, esta
práctica del poder, al norm alizar a los individuos, se inscribe siempre, y de
diferentes maneras, en sus cuerpos. La regla m oral no opera más que en la
medida en que se traduce en un movimiento corporal, que es el resultado
de un largo proceso de coerción y de acondicionamiento: al final, el cuerpo,
lugar de condensación de las técnicas de poder, será dom esticado tanto

40 Foucault, S u m ille r et punir, 229.


41 Notem os que hay en los estudios de Foucault un placer estético m anifiesto cuando
su escritura, en su fluidez discursiva, encuentra la fluidez del poder. Cf. entre m uchos
otros pasajes, SurveiHer et punir, 32 -33 ; también La volonté de savoir, 135.
42 Ibíd., 123.
mediante el castigo como a través del placer. En cuarto lugar, esta concep­
ción en el inicio relacional, y en lo sucesivo fluida del poder, que siempre se
comprende desde sus aspectos físicos y a partir de su capacidad de mode-
lam iento de los cuerpos, se presenta como una teoría radical y extrem a de
la dom inación. Foucault pasa de la afirm ación de que el poder no puede ser
verdaderam ente constituido por sus fundam entos (y ante todo, solamente
mediante el análisis de la riqueza), a una representación que insiste sobre
sus capacidades productivas, ya que es él quien constituye tanto a los sujetos
como a los objetos de la sociedad.
Dicho de otra forma, su teoría del poder es un sistem a autónomo de tec­
nologías de control, que plantea el problem a de la existencia de una forma
global de dom inación, por cuanto esta no parece resultar sino de una serie
no coordinada de disciplinas cuya eficacia y extensión dependen del estado
aleatorio de las luchas sociales — a tal punto no hay para Foucault, en el
fondo, un portador de este poder— . A la existencia de un discurso sin sujeto
le corresponde pues la existencia de tecnologías de poder sin estructuras
sociales. Y de la m ism a m anera que los diferentes sistem as de formación
discursivos podían ser asociados a algunas grandes épistémés, las diversas
redes de poder deben incorporarse en regímenes generales de dominación.
¿Cómo pasa Foucault de una concepción generalizada del poder relacional
a un análisis estructural de la dominación? ¿Cómo este conjunto de m ecanis­
mos m icrofísicos de poder engendran por agregación o por coordinación un
sistem a de m acropoder? La inversión de las perspectivas se encuentra en la
base de esta transición: no es la dom inación la que engendra las reglas que
estructuran el ejercicio del poder, sino que, a la inversa, son las diferentes
tecnologías del poder las que trazan el espacio de la dom inación social, a
través del conjunto de los procedim ientos que aseguran la disciplina de los
cuerpos y que se disem inan en los asilos, las prisiones, las fábricas o las
escuelas. Si la articulación entre estos dos órdenes nunca es completamente
explícita para Foucault, está empero siem pre presente como un telón de
fondo implícito, que parece operar de dos m aneras m uy diferentes.
La prim era respuesta, y es la vía explícitam ente escogida y ensalzada
por Foucault, consiste en partir desde abajo, en centrarse en el estudio de
la m iríada de tecnologías de poder antes que suponer la existencia de un
sistem a centralizado de poder. La ausencia de toda coordinación central
otorga en este marco u na función im portante a las ciencias hum anas, cuya
regulación transversal se halla así en el centro de una teoría estructural de
la dom inación. En efecto, es gracias a la im bricación disciplinaria de dichas
ciencias, de su mayor o menor similitud de miradas que aportan, que proviene
una parte no despreciable del acuerdo existente entre los diversos aparatos
de poder en una situación histórica. Son pues las ciencias humanas las que,
en último análisis, explican la coordinación de la dom inación a pesar de la
dispersión del poder en espacios y técnicas diferentes. En esta representa­
ción, el internamiento ocupa un lugar importante, ya que produce, gracias
a su inscripción espacial, una separación de las poblaciones que está en la
base de la posibilidad y, de hecho, de la legitim idad de los poderes discipli­
narios — una práctica que será empero rápidamente superada por lógicas
desterritorializadas de control— . La lógica de m arginalización y de nor­
malización instalada por los saberes-poderes atraviesa el conjunto de las
disciplinas y de los lugares, y es en la semejanza de las tecnologías de control,
en la m anera en que estas im ponen una definición, obtienen confesiones,
juzgan y vigilan perpetuam ente a los individuos, los encierran con el fin
de norm alizarlos, donde se encuentra la base de la dom inación social. Es
la razón por la cual el estudio sobre la prisión se interesa ante todo por las
técnicas punitivas, por la evolución desde técnicas de sufrim iento corpo­
ral hacia técnicas de sanación, incluso de prevención. La inscripción y la
dom esticación de los cuerpos mediante el dolor se prolongan, de m anera
insidiosa, a través de un conjunto de ortopedias del alma. El panoptism o,
es decir el conjunto de técnicas que perm iten la sujeción y la m anipulación
de los cuerpos, asegura una mirada constante y una vigilancia sin falla, que
permite controlar sin ser visto. Es así la piedra angular de un sistem a de
dom inación capilar que apunta a un perfeccionam iento de la práctica del
poder. Con su consolidación se concluye la transición desde una teoría local
del poder, la cual opera en instituciones específicas y restringidas, hacia una
teoría general del poder que se propaga, mediante las mismas tecnologías de
control, en todo el cuerpo social. El asilo, el hospital, la escuela, la prisión
están todos vinculados con el proyecto de transform ación del individuo.
La segunda respuesta, mucho m ás implícita y sin embargo también siem ­
pre presente, a pesar incluso de las advertencias avanzadas por el mismo
Foucault en cuanto a la ausencia de todo «centro de poder»43, remite su
teoría del poder a una concepción ante todo económ ica de la dom inación
capitalista. Visión, por lo dem ás, altam ente funcionalista, por cuanto la
disciplina de los cuerpos se supone que está directam ente al servicio de la
producción y del m antenimiento de la dominación. Se podría pensar que
se trata de observaciones transitorias, enunciadas «a la pasada», sin mayor
valor explicativo. Sin embargo, casi siempre están presentes. Cierto, nunca
parecen ocupar una función central, pero su presencia m ism a invita a la

43 Cf. especialm ente Michel Foucault, «Curso du 7 janvier 1976», en Dits et écrits. T954-
7988, t. III, 160-174.
interrogación. A propósito de la locura, la gran reclusión de los individuos
está en relación con una crisis política y económ ica, propia del siglo XVII,
que permite adm inistrar de m anera represiva las dificultades del capita­
lism o naciente, controlar los desem pleados y los vagabundos, prevenir las
revueltas al igual que la extensión de la m endicidad, y por supuesto utilizar
a los sin-trabajo como mano de obra en tiem po de crisis, som etiéndolos así
a una lógica coercitiva de m ovilización general:

En toda Europa, el internamiento tiene el mismo sentido, si se lo toma, al


menos, en su origen. Constituye una de las respuestas dadas por el siglo
XVII a una crisis económica que afecta al mundo occidental en su totalidad:
baja de los sueldos, desempleo, rarefacción de la moneda, un conjunto de
hechos probablemente debidos a una crisis en la economía española44.

La idea reaparecerá varias veces en el estudio dedicado al nacim iento de


la prisión: el profundo interés político por el cuerpo está vinculado, a través
de relaciones complejas y recíprocas, a su utilización económica, a su indis­
pensable «constitución como fuerza de trabajo»45. Esta idea se encuentra
aún, cuando Foucault sugiere que la prisión, canalizando las infracciones
hacia las clases peligrosas, tam bién tiene por función hacer invisible la ile­
galidad de las clases dom inantes: la prisión está al servicio de la producción
y de la selección de una delincuencia política y económ icam ente menos
peligrosa46. Es decir, hasta qué punto el surgimiento de tecnologías de poder
parece responder a la existencia de un núm ero creciente de individuos más
o m enos desarraigados al interior de las ciudades, y cuya llegada al espacio
urbano marca uno de los acontecimientos fundadores de la transición hacia
la edad clásica y, luego, la modernidad.
Finalm ente, la h ip ótesis está aún presente, paradojalm ente, cuando
Foucault analiza la explosión discursiva que rodea a la sexualidad desde
hace dos o tres siglos, una explosión que se niega a interpretar mediante la
preocupación elem ental de «asegurar el poblamiento, reproducir la fuerza

44 Foucault, Histoirede la fo lie a l’age classique, 77. Ciertamente, Foucault mismo se apresura
en afirm ar los límites de la estrategia, cuando subraya que el internamiento que habría
debido actuar al mismo tiem po sobre el m ercado de la mano de obra y los precios de
la producción, no cum plió realm ente esta función (ibíd., 82). Sin em bargo, habrá que
esperar hasta el fin del Siglo XVIII para que el internam iento m uestre verdaderam ente
sus límites y su ineficacia tan to en lo que concierne al desem pleo com o a los precios
(ibíd., 427). La estrategia cam bia entonces com pletam ente: el internamiento pasa a
ser un contrasentido económ ico (ibíd., 432).
45 Fo u ca u It, Surveiller et punir, 30.
46 Ibíd., 282.
de trabajo, reconducir la forma de las relaciones sociales; en suma, organizar
una sexualidad económicamente útil y políticamente conservadora»47. Aquí,
Foucault parece resistir a la tentación de establecer un vínculo directo entre la
sexualidad y la problemática de la fuerza de trabajo, a través de un dinamismo
difuso que explicaría la sexualidad reprim ida por razones económicas. Sin
embargo, en la explicación de la extensión del poder sobre la vida privada
desde el siglo XVII, la hipótesis vuelve a aparecer sutilmente, a través de las
dos grandes formas por las cuales se propaga y se estructura el biopoder:
por un lado, las disciplinas del cuerpo, expandidas por instituciones como
el ejército o la escuela y, por otra parte, las regulaciones de la población, su
toma en consideración por la dem ografía y por los circuitos de producción
de riquezas. El poder cam bia de estrategia, ya que su m ás alta función «no
es tal vez m ás la de matar, sino estructurar la vida de parte en parte»48.
Es así, y bajo esta form a, que el biopoder se convierte en «un elem ento
indispensable al desarrollo del capitalismo», no solam ente centrado en la
represión de los cuerpos y el control de la población, sino concentrado en
estrategias que refuerzan la represión y el control, con el fin de aumentar
las fuerzas presentes en el cuerpo y articular el crecim iento de los grupos
humanos con la expansión de las fuerzas productivas49.
Dicho de otra form a, no solam ente esta concepción del poder no es
suficientem ente diferenciada, sino que ella conlleva, debido a su géne­
sis histórica en las prácticas de disciplina m onástica, una interrogación
constante sobre su propia finalidad. Y es allí que Foucault se ve obligado a
establecer una relación estrecha, mediante el poder y la dominación, entre
la disciplina y la utilidad. Es aquí que el pensam iento de Foucault se devela
como un ejercicio funcionalista m etafórico y lleno de énfasis. En efecto, las
diferentes disciplinas, en su calidad de expresión del poder, deben responder
a tres criterios: hacer que el ejercicio del poder sea lo menos costoso posible,
llevar los efectos del poder a su m áximo de intensidad y, tan lejos como sea
posible, sin fracasos ni lagunas, en fin, aumentar a la vez la docilidad y la
utilidad de todos los elem entos del sistem a50.
Foucault está consciente de la tensión que reside en su teoría del poder.
Sabe que la burguesía se desentiende com pletam ente de los locos o de la
sexualidad infantil, al igual que de los delincuentes, cuyo castigo o rein­
serción no tienen más que un magro interés económico; para él, su interés

47 Foucault, La volante de savoir, 51.


48 Ibíd., 183.
49 Ibíd., 185-186.
50 Foucault, Surveiller et punir, 2 19 -2 2 0 .
reside en el conjunto de los m ecanism os que perm iten controlar, castigar,
reform ar las poblaciones. El discurso sin sujeto y productor de las prácticas
es hom ólogo al poder sin clases dominantes y productor del sujeto. Las rela­
ciones complejas y recíprocas entre el conjunto de las tecnologías del poder
y la dom inación económ ica son m ás enunciadas que dem ostradas, ya que
la articulación proviene, en mucho, de la escritura virtuosa de Foucault51.
La tensión posee no obstante una función im portante en su obra que le
permite, en un único y mismo movimiento, sostener afirmaciones ambiguas.
Por un lado, recurrir, pero sin insistir en ella, la existencia de luchas sociales
com o respuestas a la agregación aleatoria de las tecnologías de poder y a su
inscripción sobre los cuerpos individuales. Y, por otro lado, recurrir a una
concepción sistem ática del poder, sólida e inquebrantable, y leer entonces,
por ejemplo, el relajam iento de la represión sexual vinculado, entre otros,
a la instalación de un nuevo discurso sobre la sexualidad como un simple
cambio en el modo de control. Poco importa, en este sentido, la verosimilitud
del análisis proporcionado, ya que en el fondo, este se basa en la idea de que
el poder, tejido y apoyado en una estructura de dom inación, es imposible
de destronar. Todo lo que es real es el resultado de un dispositivo del poder:
«El poder está en todas partes; no quiere decir que lo abarque todo, sino
que proviene de todas partes»52. El panoptism o se convierte en una visión
generalizada de la jaula de hierro weberiana.
La tensión entre estas dos visiones del poder parece tener una razón his­
tórica y puede encontrar una sim ilitud figurativa. U na fuente histórica: ella
debe tal vez interpretarse, antes que nada, en referencia al acontecimiento
socio-histórico que reorienta el pensamiento de Foucault. Es en el desarrollo
de los acontecimientos de Mayo del 6 8 , y la m anera en que los experimentó
una fracción de la intelligentsia francesa, que se encuentra parcialmente su
inteligibilidad. Mayo de 1968 demostró, al mismo tiempo, la posibilidad de la
revuelta y la form idable capacidad del poder de recuperarse e im ponerse53.
Un equivalente figurativo: por extraño que parezca a primera vista, solamente
la im agen del mercado parece realm ente dar cuenta de esta representación

51 Para una crítica severa de las imprecisiones analíticas que se deslizan detrás del talento
estilístico d e Foucault, cf. Raymond Boudon, La place du désordre (París: PUF, 1984).
52 Foucault, La volonté de savoir, 122.
53 Especialm ente, Luc Ferry y Alain Renaut, La pensée 68 (París: Gallimard, 1985), y hasta
un cierto punto, Vincent D escom bes, Le méme et l’autre (París: Minuit, 1979). Notemos
que este último autor encuentra las bases de caracterización en los eventos históricos
vividos por una generación m arcada por una sucesión rápida de regím enes, entre la
III República, Vichy, la IV y la V República, todos los cuales exigen la obediencia a sus
leyes, pero que se acusan recíprocam ente de ilegitim idad. Cf. Vincent Descom bes,
Philosophie par gros temps (París: Minuit, 1989), 80.
bicéfala del poder, y esto a pesar de la diferencia norm ativa que las separa.
El poder en el caso de Foucault tiene la m ism a econom ía analítica que la
figura del m ercado: ambos perm iten la coordinación de las acciones en
la ausencia de todo principio de regulación central, su lógica atraviesa y
constituye a los individuos y, sobre todo, tanto uno com o el otro sugieren
la posibilidad de una regulación de la sociedad mediante un engranaje no
discursivo. Am bos se m antienen m ediante un efecto de agregación y de
com posición. Ciertamente, uno se centra m ás en torno a la seducción del
consumo, el otro sobre la vigilancia de los cuerpos, pero ambos aseguran
una homología entre un conjunto disperso de prácticas m ás o menos indivi­
duales y el mantenimiento de una estructura de dom inación. Por lo demás,
la sem ejanza m etafórica con la mano invisible es a veces sorprendente:

La racionalidad del poder es aquella de tácticas a menudo muy explícitas


al nivel limitado donde ellas se inscriben — cinismo local del poder— que,
al encadenarse unas con otras, convocándose y propagándose, encuentran
en otra parte su sostén y su condición, modelando finalmente dispositivos
de conjunto: allí, la lógica es aun perfectamente clara, los objetivos son
descifrables y, no obstante, sucede que nadie los ha concebido y que bien
pocos los han formulado: carácter implícito de las grandes estrategias
anónimas, casi mudas, que coordinan tácticas locuaces cuyos “inventores”
o responsables están a menudo desprovistos de hipocresía54.

IV. Hacia la subje tivació n

Las ideas de sociedad y de sujeto han desaparecido del análisis que Fou­
cault hace de la racionalización, por cuanto ambas se han disuelto en una
teoría ontológica del poder. No obstante, la idea de sujeto reaparece en la
escena del análisis foucaldiano, pero transform ada en categoría política,
bajo form a de destellos de subjetividad, irracionales o estetizantes, que
no logran recom poner ni un verdadero tejido conflictual ni, al final, una
verdadera representación del sujeto; a tal punto Foucault está encerrado
en una imagen totalitaria y herm ética de la sociedad moderna. A lo sumo,
no se trata más que de un desvío de la mirada.
Sin embargo, es necesario reconocer que hay una am bivalencia irrepri­
mible en la obra de Foucault. Esta obra enteramente dedicada a m ostrar por
doquier el carácter creciente del poder y de la sujeción, no renuncia nunca
completamente a avizorar una posibilidad de em ancipación. Ciertamente,

54 Foucault, La volonté de savoir, 125.


es de una naturaleza muy particular y se puede incluso pensar que ella es
irrisoria o impracticable, a tal punto el refuerzo de las disciplinas es poderoso
y central. Sin embargo, nunca es completamente descartada. Está siempre allí,
con diferentes rostros. Mejor aún. Hacia el fin de su vida, Foucault propone
incluso un nuevo m odo de investigación consistente «en tom ar las form as
de resistencia a los diferentes tipos de poder como punto de partida»55.
En prim er lugar, la em ancipación está presente bajo form a de una n os­
talgia, colm ada de rom anticism o crítico, especialm ente cuando confiere a
la locura una posibilidad de enunciación que escaparía a la influencia de la
razón56. Ella expresaría así una experiencia original, el secreto insensato del
hom bre oculto y desviado por el advenim iento de la razón norm alizadora.
Ciertamente, enunciado de esta m anera, el llamado a una fuente original de
verdad más allá de la influencia del poder-saber desaparece progresivamente
de los trabajos de Foucault, aunque sea sin embargo posible encontrar traza
de ella en algunos juicios que emite sobre la delincuencia o sobre la sexua­
lidad57. Pero a m edida que parece renunciar a los efectos del pensamiento
del afuera, que define como la capacidad del lenguaje «de ubicarse lo m ás
lejos de sí mismo» con el fin de develar su ser propio, un pensam iento que
perm anece así «fuera de toda subjetividad para hacer surgir com o desde
el exterior los límites»58, Foucault abandona la de la idea de una alteridad
lingüística capaz de fundar la posibilidad de una resistencia al poder-saber.
En segundo lugar, este llam ado a la resistencia, a una capacidad de los
individuos de resistir a la influencia de la racionalización, va a transformarse
en una insinuación estilística ampliam ente desprovista de todo contenido
real. El llamado a la liberación es una posibilidad inexplorada, que vuelve
com o una suerte de ritu al cuando, por ejem plo, Foucau lt afirm a, en la
últim a frase de V igilar y castigar, que «es necesario entender el tronar de
la batalla»59; o bien cuando en La voluntad de saber, señala, sin explayarse

55 Foucault, «Pourquoi étudler le pouvolr: la question du sujet» (1982), en Dits et écrits.


1954-1988, t. IV, 225.
56 Cf. la crítica de (acques Derrida, «Cogito et histolre de la folie», en L'écriture et la
différence (París: Seuil, 1967), 51- 97. Para la respuesta, cf. Michel Foucault, «Réponse á
Derrida» (1972), en Dits et écrits. 1954-1988, t. II, 281-295.
57 En este respecto, Paul Veyne ha cuestionado con fuerza la posibilidad de una lectura
dicotóm lca y maquinal de su obra, com o un com bate entre la razón y el deseo, el poder
y la resistencia de las minorías. Cf. Paul Veyne, «Foucault révolutionne l’hlstoire» (1978),
en Comment on écrit l’histoire (París: Seuil, 1978), 221 y ss.
58 Michel Foucault, «La pen sée du dehors» (1966), en Dits et écrits. 19 54-19 8 8 ,1.1 (París:
Gallimard, 1994), 518-539- Cf. tam bién el último capítulo de Histoire de la fo lie a l’age
classique, 531-557.
59 Foucault, Surveiller et punir, 315 .
nunca en ello, que «allí donde hay poder, hay resistencia»60. Ciertamente,
la m icrofísica del poder parece insinuar esta posibilidad, en la m edida que
su despliegue no es, en sí mismo, nada m ás que el resultado de una relación
de fuerzas, pero en la ausencia de todo anclaje pulsional o social se trata
m ás de un deseo piadoso que de un verdadero análisis.
Finalmente, en toda la últim a fase de la obra de Foucault se perfila otra
posibilidad de emancipación, que pasa sobre todo por la capacidad de des­
hacerse del modo de individualización generado e inducido por el poder
m oderno61. Este tercer desplazam iento, explícito en su obra, consiste en
estudiar lo que designa com o sujeto, a través del estudio de los «juegos
de verdad en la relación de uno a uno y la constitución de sí mismo como
sujeto»62. La respuesta de Foucault, que hace un largo rodeo por la Antigüe­
dad clásica hasta los prim eros siglos del cristianism o, consiste en recurrir
a un m odelo ético que obliga a los individuos a buscar, de m anera singular,
su propia técnica de vida. Se trata de que cada uno encuentre en sí mismo
la m anera de conducirse y, especialm ente, de gobernarse. La libertad por
alcanzar «es más que una negación de la esclavitud, m ás que una liberación
que haría al individuo independiente de toda coerción exterior o interior;
en su forma plena y positiva, es un poder que se ejerce sobre sí m ismo en
el poder que se ejerce sobre los dem ás»63. Para Foucault, esta actitud es un
saber-hacer que instaura una relación de uno con uno mismo, que no se
orienta ni hacia una codificación de los actos (hacia una moral basada en
el renunciamiento a sí mismo) ni hacia una herm enéutica del sujeto (que
busca los deseos en los arcanos del corazón), sino hacia una «estética de la
existencia», una suerte de técnica de vida que busca realizar los actos de la
manera más cercana posible de lo que demanda la naturaleza y que, por esto
mismo, es la posibilidad de constituirse como sujeto amo de su conducta64.

6o Foucault, La volonté de savoir, 125. Foucault precisa incluso en la continuación de la


frase que, por este hecho, la resistencia «no está jam ás en posición de exterioridad
en relación con el poder».
6t Para una breve historia de esta inflexión a partir de sus cursos en el Collége de France,
cf. Angéle Kremer-Marietti, Michel Foucault. Archéologie et généalogie (París: Libraire
C énérale Frangaise, 1985), 2 4 8 -2 5 2 ; y esp ecialm en te las propias explicacion es de
Foucault, «A propos de la généalogie de l'éthique: un aper^u du travail en cours» (1983),
en Dits et écrits. 1954- 1988, t. IV, 383-411.
62 Michel Foucault, L'usage des plaisirs. Histoire de la sexualité, t. II (París: Callimard, 1984),
12.
63 Ibíd., 93-
64 La visión de Foucault está sin em bargo lejos de ser idílica, por cuanto en sus análisis
tien e cuenta de las jerarqu ías estab lecid as y de la dom inación que atraviesan las
relaciones hum anas, bajo la influencia especialm ente de la obsesión de la actividad
La inquietud de sí m ism o designa así justam ente para los antiguos un
dom inio de sí obtenido fuera de las reglas im puestas por la coerción social.
La cuestión principal de la interrogación no se refiere a la conformidad de los
actos con una estructura natural, sino a la relación con un estilo de actividad
del sujeto. Lo que prim a es el control de sí m ism o y no el acuerdo con el
código de las prohibiciones. En los textos de los prim eros siglos prim an así
m enos las prohibiciones, especialm ente en el cam po sexual, que su valori­
zación en vistas de «una intensificación de la relación consigo mismo, por
la cual uno se constituye com o sujeto de sus actos»65. El individualism o así
definido «gravita en tom o a la cuestión de uno m ismo, de su dependencia
y su independencia, de su form a universal y del vínculo que puede y debe
establecer con los dem ás, de los procedim ientos por las cuales ejerce su
control sobre sí m ism o y de la m anera en que puede establecer la plena
soberanía sobre sí m ism o»66. El sujeto no es el resultado de una sum isión a
principios universales, sino que es el resultado de un trabajo sobre sí mismo
que se trata de llevar a cabo en todos los instantes de la existencia. Para Fou­
cault, la transición es la de un arte de vivir que define los criterios estéticos
y éticos de la existencia hacia un modelo que se arraiga históricam ente con
el advenim iento del cristianism o, y que som ete a los individuos a los prin­
cipios universales de la naturaleza o de la razón. La inquietud de sí mismo
se limitó en un prim er mom ento a la pregunta «¿cómo debo vivir?». Por el
contrario, con el cristianism o, estas técnicas de inquietud de sí m ismo van
a desviarse y ponerse al servicio de la búsqueda de una verdad oculta que
perm itirá refrenar los deseos, transform ando las técnicas de la austeridad,
cuya meta era el control de sí mismo, en exigencias de austeridad convertidas
en sí m ism as en un fin.
U na vez m ás, a p esar de las diferencias evidentes entre estos tres p e­
ríodos (verdad, poder, ética; o si se desea seguir a Deleuze, saber, poder, sí
mismo), la estructura a partir de la cual Foucault concibe la posibilidad de
una em ancipación sigue siendo sorprendentem ente sim ilar a lo largo de
toda su obra. En los tres casos, la em ancipación aparece como una fuga, el
resultado de una escapatoria: com o un afuera de la norm alización, como
una resistencia prim itiva, com o la búsqueda de una existencia estética que
se produce en el m arco del desm oronam iento de un orden político y moral.
Pero es solam ente en esta últim a fase que se esclarece la búsqueda de un

y de la pasividad de los roles. Para un análisis sin igual sobre la dificultad sobre este
asp ecto de las relaciones entre los hom bres m ayores y los jó venes, cf. ibíd., 207-248.
65 Michel Foucault, L esoucidesoí. Histoirede lasexualicé, t. III (París: Gallimard, 1984), 55.
66 Ibíd., 273.
origen preciso de la resistencia al poder. Solam ente entonces Foucault
precisa, y por lo general solo de m anera alusiva, las condiciones de una
individualización que permite el surgimiento de una interrogación sobre
sí mismo, que invita a los individuos a buscar en el arte de gobernarse a sí
mismos un principio político determinante. Cierto, el debilitamiento de la
estructura política de los prim eros siglos tiene un rol im portante en este
proceso, pero se puede tam bién extraer de esta experiencia una respuesta
general y encontrar en ella la gran respuesta al poder en el pliegue de una
fuerza que se asigna a sí misma. Para Gilíes Deleuze esta asignación de uno
mismo por sí mismo es justamente lo propio de la subjetivación47. En todo
caso, el descubrimiento del sujeto en los griegos debe interpretarse como
el m omento en donde la relación consigo m ismo adquiere independencia
respecto de los principios externos — el sujeto solo puede constituirse
desprendiéndose de los códigos y de las relaciones de poder instaurados— .
Esta es la razón por la cual, para el «último» Foucault, el individuo trans­
forma su vida en obra de arte, y trata de establecer una relación consigo
mismo que le permite regular su conducta gracias a una relación satisfac­
toria con sus placeres y con sus inquietudes. La respuesta es doblemente
significativa. Por una parte, porque ella m uestra que en el caso de Foucault,
como en m uchos autores de la escuela de Francfort, la única escapatoria
a la racionalización parece encontrarse por el lado de la estética. Y si este
llamado no colm a el vacío dejado por la crisis de la noción de totalidad, la
salida estetizante, aquella de la escritura o de la existencia como obra de arte,
es la sola posibilidad de emancipación68. Por otra parte, la respuesta devela
toda la desconfianza que Foucault alimenta con la racionalización que surge
con las ciencias humanas, anclada en torno a la búsqueda de la profundidad
de sí m ismo y que conoce en la modernidad su reino m ás extremo.

* * *

Para Foucault la racionalización es, a pesar de la infinidad de procesos


que la constituyen, un bloque. Un todo hom ogéneo cuyo análisis, contra­
riamente al de Weber, que se sitúa en el inicio de la modernización, se ancla
en un momento histórico en que la m icrofísica del poder habría instaurado

67 Gilíes Deleuze, Foucault (París: Minuit, 1986), 10 4 -10 5 .


68 Para Rorty, esta actitud no denota más que la voluntad de Foucault de disociar radicalmente
la moral del ciudadano de su búsqueda personal de autonomía; una búsqueda altamente
individualista, por cuanto Foucault, en la descendencia d e N ietzsche, trata de dotarse
de una identidad personal singular. Cf. Richard Rorty, «Identité morale et autonom ie
privée», en Michel Foucault philosophe (París: Seuil, 1989), 385-393.
una sociedad totalitaria. Su obra no sería así m ás que el canto de cisne de
la em ancipación y el estudio de los m ecanism os por los cuales se consti­
tuyó, en realidad y definitivam ente, la jaula de hierro. En verdad, es en su
concepción de la racionalización y de su vínculo con el saber propio de las
ciencias hum anas en donde se encuentra la dificultad, incluso la incapaci­
dad de Foucault, de pensar la sociedad m oderna de otra m anera que como
una agregación de m áquinas norm alizadoras. N inguna brecha atraviesa
esta representación total y totalitaria sin fisura, incapaz de distinguir entre
relaciones de dom inación o de sujeción y otras relaciones sociales basadas
en la interacción o en la influencia, un análisis insensible a las estrategias
y a los márgenes de m aniobra de los actores. Para la sociología, un exceso
inaceptable está en la base m isma de su obra. Ciertamente, Foucault parecía
aceptar la existencia de una geografía del poder con intensidades diferentes,
y el estudio de los diferentes procedim ientos y de las tecnologías de poder
por mom entos deja aparecer con fuerza esta posibilidad; pero es necesario
concluir, no obstante, que esta perspectiva nunca fue en verdad llevada a la
práctica en lo que concierne a la sociedad m oderna. Por el contrario, Fou­
cault no dejó de insistir sobre sus capacidades de norm alización crecientes
y absolutas. De la afirm ación, ya im prudente, según la cual toda relación
social no es más que una relación de poder, Foucault pasa a la afirm ación,
altam ente cuestionable, de que una sociedad no es m ás que un conjunto
de procedim ientos de im posición y de sujeción. Lo que le fascin a en el
panóptico es el diagram a de un m ecanism o de poder en su form a ideal.
La visión que term ina así p or dar de la m odernidad es de una aterradora
sim plicidad analítica:

Nuestra sociedad no es la del espectáculo, sino la de la vigilancia; detrás


de la gran abstracción del intercambio, se produce la domesticación
minuciosa y concreta de las fuerzas útiles; los circuitos de la comunicación
son los soportes de una acumulación y de una centralización del saber; el
juego de los signos define los anclajes del poder; la hermosa totalidad del
individuo no es amputada, reprimida, alterada por nuestro orden social,
por el contrario, el individuo está cuidadosamente fabricado, según toda
una táctica de fuerzas y de cuerpos69.

Como la racionalización es total y consum ada, ya casi no hay posibilidad


de salida. La fusión, incluso la elim inación de la subjetividad en su calidad
de mero producto y efecto de las prácticas de objetivación, tuvo este precio.

69 Foucault, Surveiller et punir, 218 -2 19 .


En la obra de Foucault, y paradojalmente a decir verdad, si apenas se escu­
cha la palabra de los locos, enferm os, crim inales, perversos, simplemente
nunca se encuentra un análisis de la acción de los locos, de los enferm os,
de los crim inales, de los perversos. Cierto, Foucault no deja de apelar a sus
prácticas. Sin embargo, se m uestra incapaz de observarlas. Esta es la razón
por la cual el individuo, o m ás bien, los destellos de subjetividad presentes
en Foucault, solo pueden aparecer, más allá de sus variaciones, como puros
rechazos de toda identidad social. El solipsism o subjetivista (romántico,
energético o estetizante) es la única posibilidad en un universo objetivo
totalm ente cerrado. Foucault habrá dado la prueba intelectual, m ejor que
nadie, de la im posibilidad última de realizar, verdaderam ente, la jaula de
hierro. Él, quien m ás que cualquier otro negó la realidad de la distancia
matricial propia de la modernidad, al punto que el sujeto se convierte en una
mera form a de objetividad, no logra sin embargo liberarse com pletam ente
de ella. Pero, y no sin paradoja, su reintroducción sólo puede hacerse bajo la
forma de una disyunción poco creíble, porque extrema entre una objetividad
social y una subjetividad asocial. A su manera, Foucault deshace el camino
seguido por Weber. Este último conservaba una nostalgia secreta hacia la
ética protestante, en la que, bajo la im pronta de la razón, se estableció una
articulación entre el orden del mundo y las conductas de vida, dando así
toda su ambigüedad a la idea de racionalización. Foucault, a la inversa, no
parte de la génesis de la m odernidad, sino que da cuenta de su form a más
consumada, un universo en donde no hay m ás sujeto preexistente al mundo
y capaz de realizar verdaderas elecciones individuales. En su visión, y a no
hay posibilidad de encontrar en el seno de la modernidad, entre los múltiples
posibles, una adecuación del individuo consigo m ismo. A esta exigencia,
imposible, Foucault no responderá jamás. Pero habrá tenido, no obstante,
la honestidad de desviar su m irada hacia el sí m ismo. Cierto, en otra parte
y antes de la m odernidad. Poco im porta. El proceso, en sí, dice bastante.
La obra de Foucault posee una seducción estilística y crítica innegable.
Su cuestionam iento de la m odernidad es contundente y su obra tiene el
encanto de las mejores em presas críticas de las cuales ha sido objeto con
tanta frecuencia la m odernidad. Pero con él, la m atriz de la racionalización,
llevada a su paroxism o, ve estallar m uchas de las dificultades que llevaba
consigo desde sus inicios. Lo que era una tendencia central en Weber, pasa
a ser una lógica única y total en Foucault. La m atriz de la racionalización,
identificada con el proceso de sujeción, y llevada a su térm ino sin escatimar
ningún exceso interpretativo, culmina o se desvanece, en un llamado repleto
de voluntarism o político pero desprovisto de voluntad analítica, a un más
allá de la racionalización.
C A P ÍT U LO IX
Jürgen Habermas (1929-), racionalización y
democracia

La ob ra de H aberm as, por su carácter arq u itectu ral y su capacidad de


articulación crítica, prácticam ente no tiene parangón en el pensam iento
contem poráneo. Si bien su perspectiva principal es lograr aprehender la
expansión social de la racionalidad en la época m oderna, su preocupa­
ción últim a no es otra, en el fondo, que fundar, sobre las b ases de una
racionalidad desprovista de todo anclaje trascenden te, el espacio de la
dem ocracia. La concepción de la m odernidad que atraviesa la ob ra de
H aberm as se caracteriza p or la afirm ación de una profunda ruptura de
la unidad prim ordial del m undo y del hom bre, y al m ism o tiem po por
una voluntad perm anente de llegar, a través del desarrollo de la razón, a
una integración no patológica de la sociedad. La racionalidad procede del
quiebre de la unidad del m undo, pero es ella y solo ella la que perm itirá
que la sociedad m oderna logre una nueva articulación. Para H aberm as,
la historia de la teoría sociológica después de M arx no es otra que la de
la separación de los paradigm as de la teoría de la acción y de la teoría del
sistema, incapaz de integrar estos dos órdenes en un concepto de sociedad
capaz de articular el sistem a y el m undo de la vida.

I. Ruptura d e la c o n c e p c ió n unitaria del m u n d o

El mundo de la vida

Para H aberm as, ningún estudio sobre la vida social puede prescindir de
una reflexió n sobre el lenguaje com o elem ento originario constitutivo de
la p ersona hum ana y de la reproducción de la vid a social. Para describir
el universo de significado prim ordial donde está inm erso el individuo,
H aberm as utiliza la n oción de m undo de la vida. A hora bien, en la for­
m ulación de H usserl, el m undo de la vida es un horizonte de objetos, el
universo siem pre presente de las cosas dadas en la experien cia inm ediata
de la vida'. Un horizonte con su estructura propia, su coherencia, su unidad
reales, sobre la base de ciertas formas de causalidades espaciales y temporales
precientíficas. Real, preteórico, el mundo de la vida permite la existencia de
otras realidades (mundo de la ciencia, del arte), pero que remiten siempre,
en últim a instancia, a la realidad inicial de la vida cotidiana. Si bien todos
los m undos tienen un orden simbólico con una coherencia propia, la co­
herencia final de todos estos mundos remite y se basa en la coherencia y
los significados internos del mundo de la vida. Esta percepción en primer
grado del mundo encuentra su complemento en la intencionalidad, ya que
se supone que el sujeto tiene la intención de ir hacia los seres y las cosas.
Lo propio de la intencionalidad es describir el m undo de la vid a com o
intersubjetivo y sometido a diferentes perspectivas. Las representaciones
y las interacciones de los actores siempre están ancladas en un mundo de
la vida preteórico, ontológico, fundam ento cotidiano de la realidad con el
cual se debe lidiar incluso antes de toda teoría o reflexión.
Sin embargo, Haberm as está consciente de ciertos límites de la noción
de mundo de la vida. Primero que todo, comprende bien que esta noción,
entendida en el marco de la filosofía de la conciencia (ya sea en Husserl o en
Schütz-Luckmann), parte siempre de una conciencia egológica «para la cual
se dan las estructuras universales del mundo de la vida como condiciones
subjetivas necesarias de la experiencia de un m undo de la vida social, con­
cretam ente organizado, marcado por el pasado»2. Es decir, hasta qué punto
el «sujeto sensible» es la referencia últim a del análisis, ya que el mundo de
la vida es comprendido desde sus únicos aspectos culturales y desplegado
como sociología com prehensiva — como es el caso especialmente en Berger
y Luckm ann— . Para H aberm as la noción de m undo debe m ás bien expli­
carse como una noción com plem entaria a la de acción com unicativa3, ya
que ella es el telón de fondo que permite el consenso comunicativo entre
los hom bres, un horizonte com ún que se actualiza y se propaga a medida
que la conversación avanza4.
En segundo lugar, también está consciente del hecho de que si, en su marco
originario, el mundo de la vida responde a la voluntad de la fenomenología
de conocer el mundo desde el interior, es decir, estableciendo un vínculo
indisociable entre el sujeto y el objeto, corre el riesgo de convertirse, en el

1 Edmund Husserl, La críse dessáen ces européennes et la phénoménologie transcendantale


(París: Calllmard, 1976), especialm ente III A.
2 Jürgen Habermas, Théorie de l’agir commumcationnel, t. 2 (París: Fayard, 1987), 142.
3 Ibíd., t. 2 , 143- 149.
4 Ibíd., t.1, 8 6 .
contexto de la sociología, en un concepto conservador y anquilosado que
no da cuenta del proceso histórico de descentración de las im ágenes del
mundo, y que conduce a esta perspectiva a congelar el proceso de produc­
ción del sentido social. Ciertamente, el saber sociológico está anclado en
esta com prensión teórica inaugural del m undo que tienen los actores, pero
lo im portante desde un punto de vista sociológico, especialm ente para una
lectura de la m odernidad, es tanto esta apertura inicial al m undo com o el
proceso de diferenciación de sentido que se da en su interior5.

Hacia la descentración de las imágenes del mundo

El carácter unitario del m undo de la v id a va a con o cer evolu cion es


im portantes a m edida que se desarrollan los procesos de racionalización
y de diferenciación propios de la m odernización. Para Haberm as, hay un
gran contraste entre las prim eras concepciones que los hom bres tuvieron
del mundo, y que fu sio n an los diversos aspectos de la vid a en el único
tronco com ún del m ito, y la d iferenciación de las representaciones del
mundo propio de las sociedades avanzadas. El m ito es el saber propio de
las sociedades que no han generado ámbitos intelectuales autónom os y en
las que, en consecuencia, el consenso es casi m ecánicam ente asegurado
por el m undo de la vida. Las instituciones arcaicas pretenden disponer de
una autoridad incuestionable y, de hecho, en su interior, el m undo de la
vida se presenta como un conjunto coherente de convicciones culturales,
de órdenes legítimos y de identidades personales, enm arañados unos con
otros y reproducidos por m edio de la actividad com unicacional. Pero, y esta
es la gran tesis de Haberm as, la evolución social im plica la diferenciación de
las esferas del discurso, lo que conduce a la necesidad de encontrar nuevos
principios de consenso. El equilibrio automático que el m undo de la vida
dio a los actores es trastornado:

■ Sin em bargo, y a pesar de esto s lím ites del m undo de la vida, Habermas rechaza, en
contra del racionalismo crítico, el carácter conservador de la noción de m undo de la
vida y especialm ente la idea de que el saber no está solam ente construido sobre, sino
que tam bién contra, la com prensión fundada sobre experiencias cotidianas. Para un
autor com o Hans Albert, a la inversa del program a que d esea inscribir el pensam iento
en la continuidad de sentido garantizada por la com prensión preteórica, es necesario
asumir la ruptura de los saberes en nombre de un racionalism o crítico. Cf. en el debate
sobre el positivism o, las advertencias en este sentido de Albert a Habermas, Cf. Hans
Albert, «Le m ythe de la Raison Totale» (1964), en Theodor W. Adorno et al., De Vienne
d Francfort (Bruselas: Editions Com plexe, 1979), 14 9 -15 0 .
El equilibrio cambia con la descentración de las imágenes del mundo.
Mientras más descentrada es la imagen del mundo que tiene en reserva el
stock cultural del saber, menos es cubierta a priori la necesidad del acuerdo
por un mundo de la vida que se resiste a toda crítica; y mientras más se
requiere que esta necesidad de acuerdo sea satisfecha por las interpretaciones
que realizan los participantes mismos, i.e., por un acuerdo arriesgado ya
que es motivado racionalmente, más nos es posible esperar orientaciones
racionales de la acción. Es la razón por la cual la dimensión que permite
caracterizar la racionalización del mundo de la vida, esta dimensión, puede
darse inmediatamente a partir de la oposición “acuerdo normativamente
imputado” vs “consenso comunicacionalmente obtenido”6.

El acuerdo intersubjetivo cada vez queda menos cubierto por un mundo de


la vida que se resiste a toda crítica y cada vez m ás debe obtenerse mediante
las interpretaciones que realizan los participantes mismos.
A causa de esta diferenciación de esferas, el mundo de la vida presupone
ciertas propiedades formales. Emergen especialmente pretensiones diferen­
ciadas a la validez, que obligan a un acuerdo com unicacional permanente.
La noción de m undo de la vida funda así la idea m ism a de racionalidad
com unicativa, com o «posibilidad de respetar discursivam en te las p re­
tensiones criticables a la validez»7. Nótese que en el caso de Habermas la
voluntad de fundar el vínculo social sobre las capacidades de reflexividad
de los individuos es una práctica que se afianza sobre elementos inmediatos
y prerreflexivos, y que no puede no volverse cada vez más problemática a
m edida que se propaga esta exigencia. De la desestructuración de la imagen
mítica van a surgir tres esferas discursivas (la ciencia, la moralidad, el arte),
correspondientes a los tres conceptos form ales del mundo (objetivo, social
y subjetivo). Cada uno de estos mundos permite por otra parte diversas pre­
tensiones a la validez (verdad proposicional, justicia normativa, veracidad
subjetiva)8. En la m odernidad, el hombre debe poder fundar racionalmente
sus acciones en estas tres esferas. A causa de la diferenciación social, las
zonas de superposición o de convergencia de las diferentes convicciones,

6 Habermas, Théorie de l'agir communicationnel, 1. 1 , 8 6 .


7 Ibíd., 1. 1, 8 8 .
8 Para una crítica de los limites y de los problem as de la concepción habermasiana de
la verdad consensual, cf. Frédéric Vandenberghe, Une histoire critique de la sociologie
allemande, t. 2 (París: La D écouverte, 1998), 227-232.
constitutivas del mundo de la vida, se reducen, y la actividad comunicacional
se despliega así en un espacio m ás am plio9.
La descentración de las im ágenes del m undo va a dar lugar a diferentes
relaciones con el m undo en función de la racionalidad de la acción. Sobre
este registro Habermas distingue cuatro tipos de acción: teleológica, regulada
por norm as, dram atúrgica y comunicativa. Aunque reconoce naturalmente
que en cada tipo de acción hay, indefectiblem ente, un com ponente teleo-
lógico (ya que se da crédito a «los actores de la capacidad de actuar con un
objetivo dado y donde se les m uestra un interés en ver sus proyectos de
acción realizados»)10, insiste empero sobre la legitim idad de su clasificación,
debido a la diversidad de las form as de coordinación supuestas por las inte­
racciones: mediante el engranaje de los cálculos egocéntricos de intereses,
como acuerdo sobre valores com partidos, como relación consensual entre
un público y aquellos que se presentan ante él, en fin, a través de un proceso
cooperativo de interpretación".
Sin embargo, H aberm as afirm a cierta form a de prim acía de la acción
comunicativa. Defiende radicalmente la idea de que «la acción comunicativa
hace entrar en línea de cuenta la presuposición adicional de un m édium
lingüístico en el cual las relaciones del actor con el m undo se reflejan como
tales»'2. Es la naturaleza m ism a de la acción com unicativa la que obliga en
efecto al lenguaje a operar como un m edio de com prensión, gracias al cual
los participantes en la com unicación logran entenderse sim ultáneam ente
sobre lo que concierne al m undo objetivo, al m undo social y al m undo
subjetivo. En la acción com unicativa «el locutor aspira a la verdad para
enunciados o presuposiciones de existencia, para la exactitud de acciones
reguladas según la legitim idad como asim ism o para su contexto norm ati­
vo, y aspira tam bién a la veracidad para la com unicación de experiencias

9 Esta diferenciación de las esferas discursivas que caracteriza la m odernidad, Habermas


la vislumbra a través de la teoría de Piaget sobre el aprendizaje, para quien el desarrollo
cogn itivo sign ifica de una m anera general la d escen tració n d e una com prensión
egocéntrica del mundo. Pero la analogía no debe ser comprendida según la idea estricta
de que cada individuo recapitula en sí mismo la evolución de la humanidad. Cf. Jürgen
Habermas, Théorie de l’agir communicationnel, 1. 1 , 82-90.
10 jürgen Habermas, Mora/e et communication (París: Cerf, 1986), 148.
11 Sobre este punto, Ferry tiene razón en subrayar la naturaleza por lo m enos problemática
de la distinción entre la actividad estratégica y la actividad com unicacional, ya que
am bas, a diferencia de la actividad instrumental que se ejerce sobre el mundo objetivo,
son accion es so ciales, y la distinción entre estas d o s d im en siones no es siem pre
evidente en la práctica de los actores. Cf. Jean-M arc Ferry, Habermas. L’éthique de la
communication (París: PUF, 1987), 338-3 4 0 .
12 Habermas, Théorie de l’agir communicationnel, 1. 1, n o (es Habermas quien subraya).
vividas subjetivamente»'3. Es la razón por la cual, si la descripción de las
estructuras de la actividad inm ediatamente orientadas hacia el éxito basta
para las acciones teleológicas, es necesario especificar, para la actividad
orientada hacia la intercom prensión, las condiciones que hacen posible
un acuerdo mediante la comunicación. En lo sucesivo, la meta no puede
ser otra que producir una adhesión racionalmente motivada, no por extor­
sión, sino que a través de un acuerdo que descanse constantemente sobre
convicciones comunes.
Pero la noción de mundo de la vida, dice Haberm as, es vaga y no es in­
m ediatamente utilizable para fines teóricos, ya que no delimita un ámbito
preciso susceptible de originar una hermenéutica. Habermas concluye así
que: «El mundo de la vida es constitutivo como tal para la intercomprensión,
m ientras que los conceptos form ales del m undo constituyen un sistem a de
referencia sobre la base del cual es posible la intercom prensión: locutor y
auditor se comprenden mutuamente a partir de su mundo de la vida común
sobre la realidad del mundo objetivo, social o subjetivo»'4. Estas distinciones
permiten comprender por qué, bajo el aspecto funcional de la intercompren­
sión, la acción com unicativa transmite y renueva el saber cultural; por qué,
bajo el aspecto de la conducta de la acción, integra socialm ente y establece
solidaridades, y por qué, bajo el aspecto de la socialización, crea identida­
des personales. A estos procesos de reproducción cultural, de integración
social y de socialización corresponden, como com ponentes estructurales
del mundo de la vida, la cultura (reserva de saber), la sociedad (orden le­
gítim o de pertenencia a grupos sociales y solidaridades) y la personalidad
(competencias de palabra y de acción para la intercom prensión)'5.
Difícil no vislum brar h asta qué punto la noción de acción comunicativa
en Haberm as presupone radicalm ente un distanciam iento del individuo
con el mundo. La exterioridad del individuo frente a las situaciones de
acción conduce incluso a H aberm as a conceptualizar estas últimas como
un recorte efectuado en el mundo de la vida por los actores, en función de
tem as definidos según los intereses de los participantes'6. Sin embargo, si
H aberm as lim ita el carácter problem ático del recorte de las situaciones,

13 Ibíd., 116.
14 Ibíd., t. 2 , 139.
15 Señalem os que sobre este punto la obra de Habermas no está exenta de ambigüedades,
las mismas nociones remiten a realidades diferentes según los cam pos donde se utilizan;
a veces en efecto la cultura, la sociedad y la personalidad designan com ponentes del
mundo de la vida, m ientras que en otros m om entos de su obra tienen un significado
m ucho más amplio.
16 Habermas, Morale et communication, 14 9 -150 .
este telón de fondo de evidencias culturales, de solidaridades de grupos
constituidos en torno a ciertos valores y de com petencias de individuos
socializados, está lejos de satisfacer las n ecesid ad es que en lo sucesivo
tien en los individuos para ponerse de acuerdo sobre lo que se produce
en los tres m undos, objetivo (circunstancias y acontecim ientos), social
(relaciones interpersonales) y subjetivo (experiencias vividas). El carácter
descentrado del m undo solicita así, sin cesar, diferentes criterios de validez
en cada situación, al igual que permite adoptar, respecto de cada uno de los
mundos, actitudes correspondientes a los otros m undos, ya que se puede,
por ejemplo, respecto de la naturaleza externa, adoptar no solam ente una
actitud objectivante, sino tam bién una actitud conform e con las norm as o
una actitud expresiva. Para Habermas, la m odernidad es inseparable de esta
diferenciación, lo que supone un contraste cada vez m ayor entre el mundo
de la vida mismo, anclado en evidencias com partidas no problem áticas, y
esferas en las cuales un acuerdo, siempre frágil, se puede lograr'7.

II. El d u alism o d e la m od ernid ad

De esta noción de mundo de la vida, y especialm ente de esta valorización


de la intersubjetividad, Haberm as va a extraer lo esencial de sus críticas y
de sus propuestas analíticas para la sociedad m oderna, proponiendo una
concepción profundam ente dualista de la m odernidad.

Trabajo e interacción

Para H aberm as el trabajo en su calidad de paradigm a de la dom inación


del hombre sobre la naturaleza, es incapaz de dar cuenta de otras form as de
interacción hum ana m ediadas por el lenguaje. Estos dos m odelos de acción
son irreductibles. Haberm as encuentra esta distinción, que él radicalizará
en lo sucesivo en los estudios que dedica, a m ediados de los años sesenta,
a la filo so fía de H egel en Jena. H aberm as reconoce allí la existencia de
tres m odelos de relaciones dialécticas: en el lenguaje, en el trabajo y en la
relación ética o la interacción entre personas. Y su interés por esta tríada

17 El carácter problem ático del acuerdo y la voluntad de arraigarlo en torno a prácticas


com unlcaclonales y de argum entación están por otra parte en el origen, com o lo
subrayó Cascardi, de los límites de la reflexión haberm asiana en torno a la estética,
en la cual vislumbra siem pre otra dimensión privilegiada de la razón, especialm ente
en lo que concierne a sus potenciales de expresión y de coherencia Interna. Posición
que explica hasta cierto punto las reticencias de Habermas en lo que concierne a la
noción de totalidad presente en el arte, a diferencia de o tros autores d é la escuela de
Francfort. Cf. A nth ony). Cascardi, Subjectivité et modernité (París: PUF, 1995), 141 y ss.
no proviene del hecho que se traten de etapas en la evolución del Espíritu,
sino que son form as diversas de m ediación'8.
El dualism o de estas dos form as de acción será uno de los principales
hilos conductores intelectuales de la perspectiva de Habermas. Es la razón
p or la cual, junto con perm anecer cercano a la voluntad em ancipadora
presente en M arcuse, rechaza sin embargo la idea de que la ciencia y la
tecnología puedan desprenderse de su rol de dom inación social y ponerse
al servicio de la emancipación humana. Según él, esta posibilidad utópica
no es factible, por cuanto el desarrollo de la ciencia depende de una racio­
nalidad teleológica basada sobre el m odelo del trabajo. Por el contrario,
paralelam ente a esta form a de racionalización, existe otro tipo de acción
com unicativa cuyo modelo inicial se halla en la interacción y que tam bién
es profundamente racional. Habermas se desliga y se opone a todo riesgo
de irracionalidad, como lo confirm a su rechazo a los llamados a una razón
instintiva o romántica, como en Marcuse, o estética, como en Adorno, y más
tarde, sus diversos combates contra todas las tendencias antimodernas del
pensam iento contem poráneo'9.
La distinción entre el trabajo y la interacción están, para Habermas, en la
base de una de las principales insuficiencias del materialismo histórico y de
su perversión intelectual en una concepción funcionalista de la sociedad, en
la cual todos los acontecimientos y prácticas no son evaluados y percibidos
m ás que en función de su rol en el control hum ano sobre la naturaleza.
Haberm as critica esta concepción dem asiado estrecham ente tecnicista o
instrum ental de la política, en perjuicio de las exigencias comunicacionales
de una dem ocracia deliberativa y, sobre todo, apreciando en su justo valor
las necesidades de acuerdo com unicativo de los hom bres en la sociedad,
rechaza la reducción de la reproducción de la vida social a la sola dim en­
sión del trabajo, com o es el caso en Marx. Para Haberm as, la interacción
m ediada por el lenguaje es tan esencial como el trabajo en la integración
de la sociedad20. Evidentem ente, no ignora el lugar otorgado por M arx a la
dom inación y a la ideología en su calidad de factores de integración de la
sociedad, pero en la m edida en que no logró realmente distinguir el trabajo y
la interacción, M arx solo puede (como, luego de él, los autores que apelan al

18 Jürgen Habermas, «Travail e t ¡nteraction», en La technique et la Science comme idéologie


(París: Denoél-Gonthier, 1973), 163-211; también Jürgen Habermas, Lediscoursphilosophique
de la modernité (París: Gallimard, 1988), especialm ente el capítulo II, 27-60.
19 Jürgen Habermas, «La m odernité, un projet inachevé» (1981), Critique, XXXVII, n.°4i3
(octubre, 1981): 950-967.
20 Jürgen Habermas, Connaissance et intérét (París: Gallimard, 1976), especialm ente la
primera parte, 33- 97.
m aterialism o histórico) interpretar la interacción a partir de los postulados
epistem ológicos del trabajo.
Haberm as rechaza el vínculo estrecho y casi exclusivo establecido por
Marx entre el progreso y la dominación continua y creciente del hombre sobre
la naturaleza. Para él, la necesidad de acuerdo com unicacional presente en
las sociedades hum anas, una necesidad acentuada por la descentración de
las imágenes del mundo, es una dim ensión histórica igualmente importante
de la evolución social. M ediante esta vía, H aberm as term inará por desa­
rrollar otra concepción de la vida social. No se trata de rechazar, ni m ucho
m enos, el control creciente del hom bre sobre la naturaleza, en beneficio
de concepciones románticas, estéticas, incluso irracionales. Al contrario, lo
esencial de su proyecto intelectual consiste en resistir a todas las letanías
antim odernas en aras de una concepción m ás am plia de la racionalidad21.
Pero esta prim era distinción va a ser prolongada y transform ada por su
asociación con las diferentes categorías de la racionalidad, lo que sin duda
constituirá el avance intelectual m ás im portante de Haberm as22. Es por esta
vía que logra establecer una dialéctica de la m odernidad diferente a aquella
propuesta por el legado weberiano.

Las dos vías de la razón

Haberm as prolonga la distinción entre estos dos m odelos de acción en


una teoría de la racionalización social. De hecho, si en un prim er mom ento
distingue el trabajo y la interacción como dos prácticas sociales irreductibles,
en un segundo mom ento las asocia a form as cognitivas particulares, que
obedecen a procesos diferentes de racionalización. El trabajo y la interacción
dan así lugar a dos subsistemas de acción diferentes, el primero organizado en
tomo a acciones finalizadas y, el segundo, en tom o a acciones comunicativas.
Para Haberm as, solam ente cuando se tom a en cuenta activam ente esta
doble realidad de la racionalidad, se logra salir de la im agen som bría de la
modernidad que se construyó en continuidad con las intuiciones w eberia-
nas23. Se puede resum ir estos desarrollos diciendo que H aberm as estudia

21 Para Giddens, las nociones de trabajo y de interacción no son m ás que una mezcla
fallida de tipos ideales a la de W eber (acción finalizada y acción orientada por valores)
y de realidades de las fuerzas y de las relaciones de producción. Cf. Anthony Giddens,
«Labourand Interaction», en John B. Thom pson y David Held, eds., Habermas. CriticaI
Debates (Londres: Macmillan, 1982), 156.
22 Axel Honneth, «Work and Interaction», New Cerman Crides 26 (1982): 31 y ss.
23 Habermas, Théorie de ¡'agir communicationnel, 1 . 1, esp ecialm en te segun da y cuarta
partes.
a Weber a través de tres series de problemas. Primeramente, el desencanta­
miento produce la desintegración de las visiones tradicionales del mundo, los
hombres pierden el sentido de los valores y se extravían en la angustia de una
vida desprovista de objetivos absolutos. Luego, la racionalización weberiana
es para Habermas un proceso de diferenciación de esferas, que coinciden con
los tres mundos de su propia teoría y conocen una form alización siempre
creciente. Finalmente, para Weber, el legado de la Ilustración no ha sido la
emancipación humana, sino una esclavitud inducida por el despotismo de
la racionalidad instrumental que invade todos los sectores de la vida social.
Lukács y la primera generación de la escuela de Francfort son en lo esencial
interpretados en la estela de esta racionalidad instrumental. Pero al rechazar
el recurso a una razón de tipo hegeliano (en vista de los acontecimientos
del siglo veinte) estas teorías se quedan sin modelo alternativo. Frente a las
conclusiones de esta primera generación (la inexistencia de un progreso en
la historia humana y la reducción de la política a un incremento del control
sobre los individuos), Habermas piensa poder entregar otro diagnóstico sobre
la sociedad moderna.
Para Habermas, el mundo subjetivo no puede construirse por reducción al
mundo social u objetivo. Ahora bien, es justamente lo que pasa en la acción
teleológica lo que prohíbe pensar realmente un mundo subjetivo. La acción
instrumental es un acto desplegado sobre el mundo para modelarlo en acuerdo
con la voluntad del hombre. Dentro de este modelo, todo problema se reduce
a la elección de los medios m ás adecuados para llegar a las metas deseadas. La
acción estratégica, si bien incluye en sus cálculos las decisiones de los otros
individuos, solo lo hace reduciéndolos a objetos. Completamente distinta es
la realidad de la acción comunicativa. Aquí, el acuerdo, el consenso buscado,
suponen la aceptación de la subjetividad del otro. No se trata ya solamente de
m edios y de fines, sino tam bién de normas intersubjetivas. La acción comu­
nicativa no se define solamente por el empleo del lenguaje (muchas acciones
estratégicas evidentemente recurren a él), sino en función de la pretensión a la
validez buscada por los actores24. «Las acciones sociales pueden ser distinguidas
en función de la actitud adoptada por los participantes, según esta actitud esté
orientada hacia el éxito o hacia la intercomprensión»25. Dos realidades muy
diferentes que justifican, según Habermas, una distinción entre dos formas
de racionalidad — el esfuerzo principal consistente en fundar la racionalidad
comunicativa en el marco de una teoría de los actos de lenguaje— .

24 De hecho Habermas distingue tres variantes al interior de la acción comunicativa: la


acción regulada por normas, la acción dramatúrglca y finalmente el actuar comunicacional
propiam ente tal.
25 Habermas, Théorie de l'agir communicationnel, 1 . 1 , 296.
Habermas propone así un enfoque particular del tema de la racionalidad,
en el seno de la cual la racionalización no puede comprenderse más que como
un aumento de los elementos razonables sobre los cuales se basa una acción,
y por el incremento de la capacidad de fundar nuestra conducta en diversas
esferas. La racionalización tendrá, por lo tanto, diferentes caras según el tipo de
acción al cual ella se aplique, según su orientación hacia la intercomprensión,
hacia el éxito o hacia la realización de fines. Estos dos últimos tipos de acción,
que no son más que las posibilidades propias de la acción teleológica, supo­
nen la capacidad de realizar un fin a través de los medios apropiados26. Para
Habermas, la acción teleológica se racionaliza cuando aumentan la eficacia
de los medios técnicos o la consistencia electiva de los fines. Aquí, Habermas
aborda la racionalidad instrumental en un sentido weberiano, pero no obs­
tante, y a diferencia suya, él no va a identificar esta expansión con el proceso
de modernización. En la acción comunicativa, la racionalización significa la
exclusión de los elementos coercitivos que perturban la comunicación y el
incremento del consenso por la vía de la argumentación.
Se habrá comprendido: Habermas apunta pues a mostrar cómo, en el cora­
zón mismo del proceso de racionalización, hay de hecho dos tipos diferentes e
irreductibles de racionalidad, cuya tensión obliga a la modernidad a encontrar
una articulación. Y en la medida en que Habermas rompe con todo residuo de
filosofía de la historia, queda claro que la capacidad de racionalización de una
sociedad es de naturaleza histórica y, por lo tanto, cambiante. Es imposible
definirla como un rasgo específico de un Sujeto cualquiera de la historia. Las
posibilidades de la racionalización son así abiertas y radicalmente históricas,
por cuanto «la lógica de la historia se queda sin “garantía m etafísica” y rele­
vando solamente del comportamiento de los hombres»27.
Para Habermas el actor no puede escoger entre la acción teleológica y la
acción comunicativa, aun cuando parece dar a veces una cierta primacía a
la acción comunicativa. En todo caso, las estructuras simbólicas propias del
mundo de la vida solamente pueden reproducirse a través de los procesos
de la tradición cultural, de la integración social y de la socialización y, en
este sentido, presuponen la acción orientada hacia la intercom prensión.
Por otro lado, la acción teleológica se inscribe en el m undo de la vida,
supone elem entos institucionales sin los cuales la coordinación de la ac­
ción pasa a ser problem ática. Es por esta razón, e incluso si reconoce la
dimensión teleológica presente en toda forma de acción, que Habermas no
concluye menos en cuanto al carácter primordial de la acción comunicativa,

aó Ibíd., 1 . 1,2 9 5 .
27 Jürgen Habermas, Théorie et praxis, t. 2 (París: Payot, 1975), 201.
no solamente porque esta permite elevar pretensiones de validez sobre los
tres mundos, sino también porque la acción teleológica es dependiente de los
significados simbólicos, de las relaciones institucionales y de las capacidades
reflexivas de los actores28. En la modernidad, los actos de comunicación se
tom an autónomos de las interacciones estratégicas y, para Habermas (que
sobre este punto sigue a Durkheim y Parsons), los contextos de interacción
no pueden estabilizarse mediante la sola acción recíproca de actores que
actúen en función de sus resultados. Incluso al contrario, la sociedad debe
ser integrada en última instancia por medio de la actividad comunicativa2’ .

Sistema y mundo de la vida

Estos dos tipos de acción van a ser analíticamente incorporados en dos


ámbitos muy diferentes de la vida social. Para Habermas cada tipo de acción,
en la medida en que origina una concepción particular de la racionalización,
conduce, por un lado, hacia un increm ento de las capacidades de control
social y, por otro, hacia una diferenciación creciente de los diversos ámbitos
constitutivos del mundo de la vida (cultura, sociedad, personalidad). Y Ha-
berm as trata de anclar estas dos form as de acción en ámbitos independien­
tes, con criterios de coordinación de acción específicos. Está convencido de
que la explicación del proceso de reproducción simbólica de la vida social
en la modernidad, mediante categorías propias de la acción comunicativa
y arraigadas en el mundo de la vida, necesita del suplemento explicativo de
la teoría de los sistem as, a fin de dar cuenta de la reproducción material de
las sociedades modernas. El concepto de sistema hace referencia a un enfo­
que social a partir de las estructuras, de los imperativos, y de las formas de
integración sistém ica. De m anera inversa, la noción de m undo de la vida
subraya la dim ensión social propia de los actores, en donde el análisis

28 Jürgen Habermas, «Explicitationsdu concept d ’activitécom m unicationnelle» (1982),


en Logiques des sciences sociales et autres essais (París: PUF, 1987), 429.
29 Notem os a este estadio la dificultad m anifestada por Ferry respecto de la coherencia
global del sistem a de H abermas. A saber, la tensión existen te entre sus afirm aciones
reiteradas en cuanto a la existencia de tres dim ensiones de la afectividad y del sentido
(que según los períodos pueden remitir al Hegel de Jena y conceptualizadas entonces
en térm inos de trabajo, de interacción y de representación; o bien a Kant, y form uladas
en función de las tres críticas) y la práctica de un análisis que opera, en lo esencial,
m ediante un dualism o que o pone el trabajo y la interacción, la técnica y la práctica, la
instrum entalización y la com unicación (es decir, un proceso que reabsorbe siempre
im plícitamente la dialéctica de la representación, aquélla de la consciencia teórica, en
la de la interacción, propia de la conciencia práctica). Cf. Jean-M arc Ferry, Habermas.
L'éthique de la communication, 347- 351.
sociológico procede menos de una interpretación sistémica que de las orien­
taciones culturales potencialmente conflictuales de los individuos.
Para Habermas, la evolución social conduce a una diferenciación creciente
del sistema y del mundo de la vida, debido al aumento de la complejidad del
primero y de la racionalidad del segundo. En este movimiento de fondo, el
mundo de la vida no es más coextensivo al conjunto del sistema social, y
pasa a no ser más que un subsistema entre otros, aunque «el mundo de la
vida sigue siendo el subsistema que define el estado del sistema social en su
conjunto»30, ya que, de una u otra forma, los elementos de los sistemas sociales
necesitan afianzarse a él con el fin de institucionalizarse. Habermas no duda
en conservar para la esfera comunicacional el rol de base tradicionalmente
otorgado a los elementos de la reproducción material. Para él, en efecto, el
proceso de aprendizaje no está solamente localizado en la esfera de las fuerzas
productivas, sino que se halla también, e incluso sobre todo, en las fuerzas
de integración social, a partir de las cuales se producen las innovaciones que
abren de hecho la vía hacia la evolución social3'. Sin embargo, dado el grado
de diferenciación propio de la sociedad moderna, los mecanismos sistémi-
cos se separan cada vez más de las estructuras sociales por las cuales pasa
la integración social. En breve, en la modernidad las organizaciones entran
en lo sucesivo en relación mutua, a través de medios de comunicación que
han evacuado el lenguaje. Pero no basta con constatar esta complejizacíón
creciente de las sociedades m odernas, aún es necesario explicar cómo es
posible el desarrollo de estos m ecanism os sistém icos de integración y por
qué algunos de ellos emergen en un momento determinado.

Sobre la base de orientaciones de acción cada vez más generalizadas se crea una
red cada vez más densa de interacciones que carecen de direcciones normativas
inmediatas y que deben ser coordinadas por otras vías. Para satisfacer esta
necesidad creciente de comunicación, se dispone de la intercomprensión
gracias al lenguaje, pero también de mecanismos de deslastre que atenúan
los costos de la comunicación y los riesgos de disensiones31.

El mundo de la vida supone, en la acción comunicativa, no solamente un


acuerdo sobre el m undo, sino tam bién interacciones mediante las cuales
se confirma y renueva la pertenencia a grupos sociales, como asimismo la

30 Habermas, Théorie de l’agir communicationnel, t. 2 ,16 8 .


31 Jürgen Habermas, «Le m atérialism e historique et le d éveloppem ent des structures
norm atives», en Aprés Marx (París: Fayard, 1985), 6 8 .
32 Habermas, Théorie de l’agir communicationnel, t. 2 ,19 8 (la cursiva es de Habermas).
identidad personal. De m anera inversa, los sistem as sociales operan por
conexiones sistém icas desligadas de los universos norm ativos y funcionan
como subsistemas autónomos que coagulan un universo separado y diferente
al del m undo de la vida. Entre ellos se consolidan m edios de comunicación
que tienden a condensar o reem plazar la intercom prensión m ediante el
lenguaje. Dicho de otra form a, la distinción entre sistem a y mundo de la
vida remite en H aberm as a una diferenciación entre dos m ecanism os de
integración de la sociedad, la integración social y la integración sistémica.
M ientras que la integración social supone la participación de los actores
y una recreación perm anente del consenso m ediante la com unicación,
la integración sistém ica se realiza a través de elem entos im personales, de
m anera no norm ativa. No obstante, la distinción está lejos de ser clara y,
con justa razón, uno puede cuestionarse sobre la validez de la idea de una
integración sistém ica desprovista de todo elem ento normativo.
M odificando a Parsons, Haberm as sostiene que solam ente el dinero y el
poder son m edios de la integración sistémica, ya que estos se constituyen
a partir de obligaciones empíricam ente motivadas, m ientras que las formas
generalizadas de la com unicación, como la reputación o el valor profesio­
nal, el prestigio o la influencia, se basan en ciertas form as de confianza
racionalm ente m otivadas. Solo los prim eros apuntan, para H aberm as, a
reem plazar la intercom prensión. Contrariamente a Parsons, el lenguaje no
es entonces un m edio de integración sistémica, sino que es el fundam ento
sobre el cual descansa el m undo de la vida, u na dim ensión oculta en el
análisis parsoniano. El dinero y el poder son los dos grandes m edios de las
esferas diferenciadas de la integración sistém ica, a saber, la econom ía y la
política. Y, no obstante, am bos extraen sus últim as fuentes norm ativas de
un m undo de la vida que los sumerge. Los m edios reguladores (el dinero
y el poder) «no hacen m ás que sim plificar las conexiones hipercomplejas
de la acción orientada hacia la intercom prensión, pero al hacer esto, (ellos)
p erm anecen dependientes del lenguaje y del m undo de la vida, por tan
racionalizado que este sea»33. A hora bien, progresivamente esta sustitución
del lenguaje por los m edios reguladores en la coordinación de la acción da
como resultado la disyunción entre las interacciones y el m undo de la vida.
Medios com o el dinero y el poder «codifican el com ercio racional en vista
de un fin con valores cuantificables y calculables, y hacen posible una in­
fluencia estratégica generalizada sobre las decisiones de otros participantes
de la interacción, soslayando los procesos de form ación de un consenso
mediante el lenguaje»34. A l final, ya no se necesita el m undo de la vida para
asegurarse de la coordinación de las acciones.
Nótese que hay una tensión entre su teoría de la acción y su concepción
de los sistem as sociales35. Si la prim era está fuertem ente elaborada en la
filiación de una reflexión sobre el mundo de la vida y, luego, de la ruptura
de las im ágenes unitarias del mundo, la segunda, por el contrario, se afirm a
a partir de un modelo funcionalista. El vínculo entre ambos es en el fondo
dado por le preocupación prim ordial de la integración, una preocupación
que permite poner en relación la búsqueda del consenso por la comunicación
con una interpretación de los imperativos sistém icos del funcionalism o. Es
aquí, a nivel de la arquitectura de conjunto de su pensamiento, que se afirma
la primacía analítica otorgada por momentos por Habermas a la lógica sisté­
m ica sobre la sociología de la acción. A veces incluso la hipóstasis va hasta
la tentación de reemplazar a los actores sociales por categorías analíticas. La
sociedad moderna se define entonces, ante todo, por una superposición de
m ecanism os de integración, incluso por la invasión de un sector social por
otro. En el fondo, tanto la fuerza como el límite del proyecto de Habermas
tienen las mismas fuentes, a saber, su voluntad de establecer una homología
radical entre la necesidad de acuerdo, propia a la acción comunicativa, y su
voluntad de hipostasiar esta exigencia a nivel de un análisis de la sociedad
completa. Es muy probablem ente de allí que vienen, a la vez, su atracción
para la teoría parsoniana de los sistem as y su resistencia, e incluso su hos­
tilidad, hacia la teoría luhm aniana de los sistem as36. Am bas teorías en el
fondo son juzgadas según el lugar que conceden al acuerdo norm ativo en
la integración de la sociedad.

34 Ibíd., t. 2, 2 0 0 (la cursiva es de Habermas).


35 Es a este nivel que se ubica habitualmente un cierto número de objeciones hacia la
obra de Habermas. Para m uchos críticos, en efecto, Habermas habría fracasado en su
voluntad de lograr un matrimonio entre la tradición herm enéutica y el funcionalism o,
a causa de las deficiencias de su teoría de la acción y del real estatus epistem ológico de
esta última (cf. H ansjoas, «The Unhappy Marriage o f Hermeneutics and Functionalism»,
Praxis International, vol. 8. [1988): 34-51). Pero es M cCarthy quien mejor ha recalcado
el hecho de que la oposición entre sistem a y mundo de la vida hace referencia a un
número dem asiado extenso de oposiciones diferentes. Cf. especialm ente los artículos
reunidos en Thom as McCarthy, Ideáis and lllusions (Cambridge, MA: MIT, 1992).
36 Entre las múltiples referencias existentes, cf. Habermas, Discours philosophique de la
modernité, 434-454.
III. Las p ato lo g ía s d e la m od ern id ad

Recapitulem os. La obra de Haberm as parte de la distinción entre dos


form as paradigmáticas de acción, el trabajo y la interacción, cada una de
ellas originando dos concepciones radicalmente diferentes de la racionali­
dad, que engendran dos principios diferentes de integración de la sociedad,
que reposan sobre dos universos sociales diversos, a saber, el orden de los
sistem as sociales y el ám bito del m undo de la vida. En el prim er sector,
la racionalización se desarrolla con la extensión de la técnica y del saber
estratégico; en el segundo, la racionalización equivale a la liberación de
todas las coerciones que pesan sobre la com unicación. La concepción de la
modernidad que propone Habermas posee pues un profundo dualismo entre
un universo de la racionalidad teleológica, propio de los sistem as sociales,
y el universo de la racionalidad com unicativa, propio de la vida cotidiana.
Ahora bien, este equilibrio necesario para el correcto desarrollo de la
m odernidad va a unidim ensionalizarse en beneficio de los m ecanism os
de la integración sistém ica. Si en la form ulación inicial de su reflexión,
Haberm as se preocupa especialm ente de las dificultades de integración de
la sociedad desde el punto de vista de los sistem as sociales, en un segundo
momento, a la inversa, se preocupa m ás bien de la invasión del mundo de
la vida por las exigencias de la integración sistém ica. No hay en verdad
contradicción entre am bos balances críticos, pero el desplazam iento de la
m irada es altam ente significativo.

Los riesgos de crisis en el capitalismo avanzado

El estudio que H aberm as dedica a las crisis del capitalism o avanzado,


al inicio de los años setenta, es anim ado por una convicción importante.
Debido al rol creciente de la administración, las crisis económ icas cíclicas
propias del capitalismo tienden a desplazarse hacia el campo político, ya
que en lo sucesivo el Estado, a través de sus técnicos y sus adm inistrado­
res, tiene una función decisiva en los asuntos económ icos. Aunque los
riesgos de crisis pueden producirse a diferentes niveles y tienen diversos
significados, rem iten en últim a instancia a la contradicción principal de la
sociedad capitalista, atrapada entre las exigencias de la producción social
y la apropiación privada de los beneficios37.

37 Ver en este sentido los trabajos de Claus Offe, Les démocraties modernes á l’épreuve
(París: L'Harmattan, 1997).
Habermas distingue cuatro tipos de crisis. U na crisis económica, cuando
el sistema económico no produce la cantidad necesaria de bienes consum i­
bles. Una crisis de racionalidad, cuando el Estado es incapaz de satisfacer
a la vez la necesidad de planificación de la econom ía y el mantenimiento
de los m ecanism os privados de la acumulación del capital, o sea, cuando
el sistem a adm inistrativo no adopta la cantidad necesaria de decisiones
racionales. La no resolución de esta contradicción abre la vía, en tercer
lugar, a crisis de legitim ación propiam ente tales, donde una distancia se
abre entre las motivaciones necesarias para el funcionam iento del sistema
político-económ ico y las m otivaciones producidas por el sistem a sociocul-
tural. Finalmente, todo esto puede desem bocar en una crisis de motivación
cuando el sistem a sociocultural no proporciona la cantidad necesaria de
sentido para motivar la acción38.
El hecho de que las sociedades capitalistas avanzadas sufran de una crisis
de legitim ación se debe pues al desplazam iento de las consecuencias de la
crisis económica hacia la esfera de las políticas públicas y de la m otivación
individual. En este período, la percepción haberm asiana de las tendencias
hacia las crisis propias del capitalism o avanzado posee, en el fondo, una
fuerte sem ejanza con la m anera en que el m aterialism o histórico da cuenta
de sus contradicciones. En esta etapa de su pensamiento, se puede tam bién
detectar la influencia de los m odelos sistém icos sobre su reflexión. A pesar
de la im portancia que ya por entonces otorga a la interacción y al mundo de
la vida, su representación está completamente sometida a los imperativos de
una representación funcionalista de la sociedad. Cierto, desplaza el corazón
de la crisis hacia el sistem a sociocultural, pero el eslabón débil es siempre
el Estado. En esta representación clásica, es en el fondo el desacuerdo entre
el mundo de la vida y el sistem a el que term ina por poner en crisis el fu n­
cionamiento del capitalism o avanzado.
Nótese que en esta representación el poder gubernam ental es «un re­
curso tan inocente como indispensable», en todo caso, las intervenciones
del Estado social en la esfera de vida de sus propios ciudadanos son obvias
y parecen no plantear problema. Ahora bien, la extensión del derecho y de
la burocracia, al igual que los efectos contraproducentes generados por la
política social del Estado, o aun, el recurso creciente a la ciencia en los ser­
vicios sociales, distan mucho de ser medios pasivos y anodinos. Habermas
tomará nota de esta situación y verá la principal falla del Estado Providencia
como consustancial con su propia utopía, a saber, que por su éxito «una
red siem pre m ás densa de n orm as jurídicas, de burocracias estatales y

38 Jürgen Habermas, Raison et légitimité (París: Payot, 1978), 74.


paraestatales term ina por abarcar la vida cotidiana de los usuarios poten­
ciales y efectivos»39. Esta segunda versión es diferente de la precedente;
el énfasis se desplaza desde una crisis del capitalism o avanzado hacia un
control acrecentado de la vida de los individuos. La prim era representación
que se hace Haberm as de las patologías propias de la m odernidad está aún
bajo la influencia del m aterialism o histórico y parece estar aún en espera
de una superación de la sociedad capitalista. La segunda, en la estela de una
concepción weberiana, insiste a la inversa en los riesgos de invasión de la
vida cotidiana por los m ecanism os sistémicos.

La colonización del mundo de la vida

La evolución de las sociedades m odernas conduce a una complejidad


creciente de los sistem as sociales como asim ism o a una transform ación de
sus form as de equilibrio social. En esta vía, la separación entre el sistema
y el m undo de la vida, que estaba en la raíz de la concepción dualista de
la m odernidad, term ina por traducirse en un desacoplam iento entre los
sistem as sociales (especialm ente los subsistem as económ ico, político y
adm inistrativo) y el m undo de la vida. Al final, la acción com unicativa,
que es el medio de reproducción de las estructuras sim bólicas del mundo
de la vida, y que en la m odernidad está realizada por sistem as de acción
especializados en las funciones de reproducción cultural (la escuela), de
integración social (el derecho) o de socialización (la familia), term ina por
ser eyectada por los m ecanism os de la integración sistémica, especialmente
por el dinero y el poder.
La concepción normativa que Habermas forja de la modernidad subraya la
interdependencia que debe existir entre ambas form as de integración. Para
él, es im posible com prender una sociedad moderna fuera de las orientacio­
nes de los actores y sin basarse en la noción de sistem a. Pero en la realidad
esta interdependencia no es equilibrada. La diferencia entre ambas formas
de racionalidad explica la ironía del A u fklarü ng a los ojos de Habermas:

La disyunción ampliamente operada entre sistema y mundo de la vida es


una condición necesaria para pasar de las sociedades de clases estratificadas
del feudalism o europeo a las sociedades de clases económicas de la
primera modernidad; pero el modelo capitalista de modernización posee
el siguiente carácter: las estructuras simbólicas del mundo de la vida son

39 Jürgen Habermas, «La crise de l'Etat-providence et l’épuisement des énérgies utopiques»,


Ecrits polittques (París: Cerf, 1990), 115.
pervertidas, es decir, cosificadas, por los imperativos de los subsistemas
que se han diferenciado y autonomizado a través del dinero y el poder40.

En la modernización, y a la inversa del esquema m arxista, las superestruc­


turas (mediante la mercantilización, la burocratización y la judicialización
de las relaciones sociales) term inan por colonizar la base com unicacional
de la sociedad.
Pero la visión no es sim plista. Habermas es sensible, por ejemplo, a los
excesos de norm atividad jurídica propios de las sociedades m odernas, y su
voluntad creciente de regular un núm ero cada vez m ayor de sectores de la
vida pública y privada. Está así consciente del riesgo de colonización pre­
sente en el despliegue de las relaciones personales, fam iliares, académicas
o culturales en el seno de universos que se han convertido en normativos.
Sin embargo, de este proceso, está lejos de vislum brar solo los aspectos
negativos. También da testimonio de la voluntad de defender la integración
social de su sum isión a los im perativos de la econom ía y de la adm inistra­
ción e im pedir que las esferas vividas (escuela, fam ilia, política social) sean
transferidas a un principio de socialización que para ellas serían causa de
disfuncionam ientos4'. Dicho de otra forma, la dom inación del hom bre no
procede más solamente, como en Weber, del incremento de la racionalización,
y especialmente de la burocratización; es la insuficiente racionalización del
mundo de la vida que está en la raíz de su disyunción con los sistem as. El
diagnóstico es otro y la respuesta de Haberm as al dilem a prim ordial de la
modernidad será tam bién otra.
El análisis de los nuevos m ovim ientos sociales encuentra aquí su razón
de ser. Las nuevas luchas sociales se caracterizan como potencialidades
de protestas que surgen de la esfera de la reproducción cultural y de la
Integración social; sus acciones son infrainstitucionales o extraparlam en-
tarias y se originan en deficiencias causadas por la cosificación del mundo
com unicacional y, en este sentido, no pueden resolverse mediante nuevos
subsidios que el Estado Providencia podría eventualm ente otorgar. «En
síntesis, los nuevos conflictos no nacen de problem as de redistribución,
sino de cuestiones que atañen a la gram ática de las fo rm a s de vida»42. A
medida que el complejo económico-administrativo coloniza el mundo de la
vida, aparece una yuxtaposición de luchas sociales. A los antiguos conflic­
tos situados en el centro de la economía, e inm ediatam ente en referencia

40 Habermas, Théorie de l'agir communicationnel, t. 2 ,3 10 .


41 Ibíd., 410.
42 Ibíd., 432.
con el proceso de producción, vienen a agregarse los nuevos problem as
situados en la periferia productiva y cuyo tem a com ún solo parece ser la
crítica del crecimiento. Los nuevos m ovim ientos sociales se caracterizan,
porque su nacim iento está vinculado con la colonización del mundo de la
vida, por reacciones defensivas (con la excepción notable del feminismo)
que actúan tanto para conservar las esferas estructurales de la com unica­
ción como para conquistar nuevos territorios. H aberm as habla incluso de
un desplazam iento de los conflictos, centrados en los roles de asalariado
y de contribuyente, hacia los de consum idor y de cliente, donde uno no
aum enta las posibilidades de autorrealización hum ana y el otro no amplía
las posibilidades de autodeterminación.
Si en el caso de Weber, el carácter trágico de la historia hay que buscarlo
m ás bien por el lado de las divisiones internas existentes en la esfera ética,
ubicadas por lo tanto m ás allá del universo de la racionalidad, pero que
pueden a veces dirigirse contra ella, la visión de Haberm as, preparada por
el joven Lukács y la prim era generación de la escuela de Fráncfort, tiende
m ás bien a inscribir el dilem a de la m odernidad en un espacio de oposición
entre dos universos de racionalidad com plem entarios, pero de los cuales
uno term ina p or crecer a expen sas del otro. H aberm as term ina así por
reform ular, de una m anera nueva, la oposición radical entre la objetividad
de las reglas del sistem a y la subjetividad de los actores. Es en este espacio
intelectual que es necesario com prender la inflexión y la continuidad de
su trabajo con el proyecto weberiano. Respecto de la torsión de la Ilustra­
ción presente en la obra de Weber, no es exagerado com prender la obra de
H aberm as como una torsión crítica de la torsión trágica weberiana. Si en
toda sociedad existen dos form as de integración, sistém ica y social, que
son com plem entarias y dependientes una de la otra, resulta entonces que
la colonización del m undo de la vida en el m undo m oderno es una (y sola­
mente una) de las posibilidades de la modernidad. Y que por añadidura, y en
la m edida en que esta tendencia resulta desestabilizadora para la armonía
necesaria entre ambos órdenes, ella puede, sin duda, ser catalogada como
una patología. La m odernidad, tal como se desarrolló, no es m ás que una
de las alternativas históricas posibles.

IV. Las p ro m e sa s d e la m od ern id ad

Las sociedades m odernas disponen de tres recursos para satisfacer sus


necesidades de regulación: el dinero, el poder y la solidaridad. Para Habermas
debe existir un reequilibrio de sus esferas de influencia y especialm ente es
necesario que las sociedades m odernas se m uestren capaces de acentuar la
fuerza de la integración social, propia de la solidaridad, frente al dinero y
al poder administrativo. El verdadero problem a de la m odernidad consiste
entonces en form ar una voluntad política capaz de influenciar el trazado de
las fronteras entre los ámbitos de vida estructurados por la comunicación
y, por otro lado, el Estado y la economía. Una posición que exige el recurso
a una idea norm ativa del poder democrático. Esta vía hace que Habermas
participe en la búsqueda de las bases de una ética de la discusión, con el fin
de lograr la fundación racional de la democracia.
Imposible separar este esfuerzo de la preocupación primordial que inspira
a la totalidad de su obra, a saber, su voluntad de anclar la dem ocracia en un
país sin verdadera tradición democrática, al igual que su esfuerzo por poner
la dem ocracia en la estela de una concepción racional de la m odernidad.
De allí la función central que ocupa en su obra propiam ente filosófica la
voluntad de reconstruir, a partir de los principios norm ativos presupuestos
por las acciones com unicacionales, la ética kantiana, com o asim ism o su
preocupación, más sociológica, de fundar el marco de la dem ocracia sobre
criterios norm ativos renovados. Sin embargo, dada su adhesión a la tesis
weberiana del desencantam iento del mundo, se ve forzado a form ular una
concepción universalista no trascendente de la moral. Si bien sus trabajos
sobre la ética son en m ucho ajenos a nuestra preocupación actual, antes de
abordar sus reflexiones sobre la democracia es necesario sin embargo que
comprendamos su espíritu.

De la moral a la democracia

¿Cómo hacer para que todo no esté permitido cuando Dios ha muerto?
Para Haberm as esta cuestión de naturaleza m oral es consustancial a una
teoría de la sociedad moderna, por poco que esta apunte a ser otra cosa más
que un simple reflejo analítico de su creciente complejización. Es necesario
por lo tanto establecer un vínculo fuerte entre la crítica del dilema propio
de la modernidad y una teoría de la emancipación, aceptando sin embargo,
desde el comienzo, el fin de toda veleidad en cuanto a la existencia de un
supuesto m acro-sujeto de la historia 43 como, asim ism o, luego del desen­
cantamiento del mundo, la im posibilidad de fundar una perspectiva crítica
sobre elem entos no seculares.

43 Para un análisis d e las relaciones entre la obra de Habermas y las diversas versiones
del concepto de totalidad en la tradición m arxista, cf. Martin )ay, Marxism and Total/ty
(Berkeley: Unlverslty o f California Press, 1984), 4 62-509 .
La ética de la discusión de Haberm as será así, de parte en parte, laica y
secular, ya que resulta, una vez más, de una reflexión sobre las competencias
comunicacionales de los hombres. En sus trabajos sobre la moral, Habermas
no hace m ás que prolongar su voluntad de fundar la razón como reflexión
sobre las condiciones universales necesarias a su ejercicio. Una actitud que
permite extraer una «pragmática formal» que esclarece las propiedades de
la acción orientada hacia la intercom prensión y que, en últim a instancia,
encuentra en la com petencia com unicacional hum ana los principios idea­
les que guían norm ativam ente toda interacción. Es en m uchos aspectos
uno de los objetivos principales de Habermas para quien, y luego de esta
reflexión, las norm as no son ni arbitrarias ni legitim adas por valores exóge-
nos a la acción, sino que son extraídas a partir de la estructura misma de la
com unicación hum ana. En síntesis, la moral se extrae de las exigencias de
validez inm anentes al lenguaje humano.
Es porque la d escen tración de las con cepcion es del m undo plantea
el problem a de la form ación del consenso en la sociedad m oderna, que
nace la necesidad de encontrar principios norm ativos, necesariam ente
inm anentes, que funden las bases de un acuerdo intersubjetivo. La idea de
intercom prensión hum ana es u n regulador de las expectativas recíprocas
de los participantes, y es a partir de su estructura m isma que se desprenden
las diferentes exigencias de validez. El fundam ento de la razón práctica se
halla por lo tanto en la naturaleza m ism a de la discusión humana, ya que
no se puede afirm ar una proposición sin pretender enunciar una verdad y
aceptar así une discusión sobre esta verdad. La com unicación, en la m e­
dida en que apunta a la intersubjetividad, no puede m ás que presuponer
interlocutores iguales, aunque, en los hechos, esta condición no se cumpla
siempre. No se trata de un ideal en el sentido propio del término, sino más
bien de un presupuesto44.
A hora bien, ya que durante el proceso de com unicación el consenso
puede cam biar o ser destruido, los locutores deben establecer estrategias
para resolver sus conflictos interpretativos. Será lo propio del proceso de
argum entación, un m ecanism o que perm ite la continuación del diálogo
cuando surgen interferencias en la com unicación. Su utilidad se acentúa
cuando las concepciones tradicionales del mundo se han diluido y ya no es
posible encontrar principios exógenos de validez de los discursos. Ahora
bien, la razón fundada sobre la com unicación no es, a diferencia de la razón

44 Com o lo señala Bouretz, para H aberm as, la discusión puede hacer más de lo que
pretendía el racionalismo crítico de Karl Popper o de Hans Albert, pero ella hace menos
que a lo que apunta Karl-Otto Apel. Cf. Pierre Bouretz, Les promesses du monde (París:
Gallimard, 1996), 3 8 6 -393.
práctica tradicional, fuente de norm as de acción. Por supuesto, los locutores
deben aceptar algunos principios, especialm ente algunas presuposiciones
pragm áticas de tipo contrafáctico, pero estas están lejos de im poner cual­
quier deber prescriptivo a la acción. Es con esta concepción del principio de
discusión que H aberm as aborda el problem a de la dem ocracia.

La democracia deliberativa

Si b ien H aberm as desea fu n d ar la d em ocracia sobre un principio de


discusión, desea tam bién distinguir el principio dem ocrático de un princi­
pio moral. Los principios de una m oral universal no están necesariam ente
articulados con los principios de la legitim idad dem ocrática45, ya que sola­
mente las presuposiciones com unicacionales y las condiciones procesales
que presiden a la form ación dem ocrática de la opinión y de la voluntad
son fuentes de legitim idad46. Para Haberm as, el principio dem ocrático no
da una respuesta a la cuestión de saber si los asuntos políticos pueden ser
tratados mediante la discusión. El principio se lim ita a indicar la m anera
en que la form ación racional de la opinión y de la voluntad puede ser in s­
titucionalizada por m edio de un sistem a de derechos, que asegure a cada
uno una participación equitativa en este proceso de institución del derecho
y que garantiza al m ism o tiem po los presupuestos de la com unicación.
Mientras que el principio m oral se extiende a todas las norm as de acción, el
principio democrático no es compatible m ás que con las norm as jurídicas47.
«La idea decisiva es que el principio dem ocrático resulta de la im bricación
del principio de la discusión y de la form a jurídica»48.

45 Para advertencias en este sentido, cf. (Urgen Habermas, L’éthique de la discussion (París:
Cerf, 1992), 12 1-12 6 . Sobre e ste punto una crítica seria ha sido dirigida por Tugendhat:
si se presuponen condiciones de com unicación igualitarias, basadas sobre principios
universalistas de respeto recíproco, las únicas normas que se podrían fundar serian,
justam ente, principios igualitarios y universalistas de respeto m utuo. Para Habermas
sin em bargo, no se trata de hecho más que de elem entos em píricos que se manifiestan
durante nuestras comunicacionesy cuya continuidad necesita, paraexistirverdaderamente,
un marco jurídico. Para esto s problem as, cf. Rainer Rochlitz, «Fonctíon gén éalogique
e t forcé ju stificative de l’argum en tation », en Christian Bouchindhom m e y Rainer
Rochlitz, eds., Habermas, la raison, la critique (París: Cerf, 1996), 187-214.
46 A decir verdad, Habermas d esvió y distendió considerablem ente la relación inicial
que había establecido entre la moral y el derecho en beneficio de una concepción del
Estado de derecho que descansa sobre la práctica de una dem ocracia radical. Para la
primera posición, cf. jürgen H abermas, Droit et morale (París: Seuil, 1997). También el
postfacio de Jürgen Habermas, Droit et démocratie (París: Gallimard, 1997), 489-490.
47 Habermas, Droit et démocratie, 126 y ss.
48 Ibíd., 139.
Su posición es pues hostil tanto a toda reducción positivista como a todo
retorno nostálgico hacia una fuente sagrada del derecho o la tradición. La
profunda unidad de la visión que Haberm as da de la m odernidad es aquí
una vez más visible. En un único y mismo movimiento, afirm a la autonomía
de las esferas del derecho, de la política y de la moral, y establece la relación
que se entabla entre ellas a partir de su racionalidad común. De hecho, lo
que Habermas rechaza es la idea, valorada por el positivism o jurídico mo­
derno, de fundar la legalidad positiva a partir de la contingencia del marco
legal. Para él, a la inversa, y aunque esta perspectiva no presupone ninguna
concepción sustancialista de la justicia, existe, dada la historia social del
derecho m oderno, una relación íntim a y necesaria entre el derecho y la
justicia. El principio consiste en la aceptación de las reglas sobre la base de
un consentimiento no forzado de los individuos. Mediante esto, Habermas
introduce una distinción entre las norm as, los principios de justificación
y los procedimientos de validación de las norm as, lo que permite asentar
sobre una m oral autónoma la imbricación de lo político y de lo jurídico. «La
fuerza de obligación de un acuerdo moral mutuo, fundado sobre lo sagrado,
no puede ser reem plazada sino por un acuerdo m oral que exprese, en una
form a racional, lo que fue desde siempre expresado en el simbolismo de
lo sagrado»49.
Sobre este punto, la posición de Habermas no cambió desde el inicio de
sus trabajos, ya que la razón debe, en la modernidad, no solam ente colmar
el espacio que dejó vacío el retroceso de la religión, sino que, m ás aún,
debe fundar norm ativam ente los principios sobre los cuales se basa o debe
basarse una sociedad dem ocrática50. La integración social operada a nivel
político debe pasar por el filtro de la discusión, ya que debe traducir, bajo
una form a abstracta pero que tenga fuerza de obligación, las estructuras
de reconocim iento recíproco propias de las relaciones de solidaridad en los
ámbitos de acción com plejos de las sociedades diferenciadas. «El corazón
de la política deliberativa reside, en efecto, en una red de discusiones y
de negociaciones cuya m eta es brindar una solución racional a las cues­
tiones pragm áticas, m orales y éticas: m ás precisam ente, a los problemas

49 Habermas, Théorie de l’agir communicationnel, t. 2, 92.


50 Para una crítica radical de este postulado a partir de la posm odernidad, cf. Richard
Rorty, «Habermas, Lyotard et la postm odernité», Critique 442 (marzo, 1984): 181-197;
y tam bién en cuanto a la legitim idad d e los enunciados en función de su aporte a la
emancipación de la especie humana, cf. Jean-Fram;ois Lyotard, La condition postmoderne
(París: Minuit, 1979). Para uno com o para el otro, aunque sea por razones diferentes,
es la problem ática misma de los fundam entos la que se agota y desaparece en la fase
propia de las sociedades posm odernas.
acum ulados de u na integración a la vez fu n cio n al, m oral o ética de la
sociedad, que ha fracasado en otros niveles»51.
Basándose en los tres niveles de conciencia m oral establecidos por Ko-
hlberg (preconvencional, convencional y posconvencional)52, H aberm as
entiende poder fu nd ar la argum entación m oral com o el procedim iento
adecuado a la form ación de una voluntad racional. Insiste especialm ente
sobre el hecho de que entre el orden del derecho de los procedim ientos y
la fundación m oral de los principios hay un a diferencia, aunque am bos se
refuercen y se controlen m utuamente. Un buen ejem plo de esta tensión es
dado por los casos de resistencia de los individuos a la ley, o de desobediencia
civil53, ya que «no se puede excluir que incluso en el contexto de un orden
jurídico legítimo en su conjunto, un fenóm eno singular de injusticia legal
perdure sin conocer corrección»54. No obstante, el rol clave en este proceso
no recae en la conciencia individual, sino en la exigencia, expresada por un
individuo o un grupo de individuos, de un debate público y de una reflexión
colectiva relativa a principios o situaciones que afectan a la colectividad.
El llam ado al discurso permite fundar la m oral sobre la base del razona­
miento y, al m ismo tiempo, reconocer la im portancia del consentim iento
libre de coerción como elem ento m ayor de la dem ocracia, lo que se basa,
en últim a instancia, sobre un a concepción m oral universalista. «En un
contexto postm etafísico, la única fuente de legitim idad es el procedimiento
dem ocrático mediante el cual se genera el derecho»55. Dicho de otra forma,
H aberm as funda la legitim idad, de m anera aparentem ente paradojal, a
partir de la legalidad, ya que el procedimiento dem ocrático extrae su fuerza
legitim adora del solo hecho que permite «el libre juego de los tem as y de
las contribuciones, de las inform aciones y de las razones, asegurando a la
form ación de la voluntad política su carácter de discusión, y justifica así la
suposición falible de que los resultados obtenidos gracias a este procedi­
miento son más o m enos razonables»56.

51 Habermas, Droit et démocratie, 346.


52 Para la reflexión de Habermas en torno a los trabajos de Kohlberg, cf. especialm ente
Jürgen Habermas, «Consclence m oraleetactlvltéco m m u nlcatlon nelle», en M oraleet
communication, 131-2 0 4 .
53 Habermas, Droit et démocratie, 4 11-4 12 .
54 Habermas, Ecrits politiques, 98.
55 Habermas, Droit et démocratie, 478.
56 Ibíd., 478. Dicho de otra form a, para Habermas la razón com unicativa no depende,
com o en Apel, de condiciones form ales trascendentes a los con texto s históricos, que
escapan entonces a toda form a de relativización. Aún m ás, él cree que esta tarea no
solam ente es imposible, sino especialm ente superflua. Para las críticas de Apel, cf. Karl-
El derecho pasa a ser, en este contexto, el medio por el cual el poder comu­
nicacional se transform a en poder administrativo. El Estado de derecho no
es m ás que la exigencia de unir el sistema administrativo, orientado según el
código del poder, con el poder comunicacional productor de derecho, tratando
de liberar este último de las influencias del poder social, que actúa a través
de ciertos intereses privilegiados. El poder administrativo no debe entonces
jam ás, para Habermas, replegarse sobre sí m ismo autorreproduciéndose,
sino que por el contrario debe regenerarse constantemente, transformando
el poder com unicacional en poder político. El Estado de derecho debe jus­
tam ente regular esta form a de transform ación y así intervenir activamente
en la autorregulación del sistem a administrativo, con el fin de establecer un
equilibrio entre los diversos recursos de regulación social que son el dinero,
el poder administrativo y la solidaridad. Lo propio de la institucionalización
jurídica es inscribir, por m edio de la actividad com unicativa, el dinero y el
poder en los órdenes del m undo de la vida57.
El derecho posee así una función de bisagra entre el sistem a y el mundo
de la vida. En efecto, form a parte, en su calidad de orden legítimo que pasa
a ser reflexivo, del com ponente sociedad del m undo de la vida, e impide
que se rom pa el tejido de la com unicación a la escala de la sociedad. El
com ponente sociedad del m undo de la vida remite al conjunto de las rela­
ciones interpersonales legítimamente ordenadas y desde este punto de vista
com prende a la vez a las colectividades, las asociaciones y los organismos
especializados en ciertas funciones particulares. Como se ha visto, en el
proceso de m odernización , algunos de estos sistem as funcionalm ente
especializados se em ancipan de los ámbitos de acción integrados a través
de m ecanism os sociales (valores, normas, acuerdo) y desarrollan códigos
que les son propios (el dinero y el poder adm inistrativo). A hora bien, y
esta es la im portancia cardinal del derecho en la m odernidad, mediante la
institucionalización jurídica estos sistem as se m antienen anclados en la
parte social del mundo de la vida. El derecho opera pues como una suerte
de transform ador que permite que los mensajes con contenido normativo,
traducidos en el lenguaje del derecho, puedan circular a la escala de la

O tto A pel, P enseravec Habermas contre Habermas (París: É d itio n sd e 1'É clat, 1990). Cf.
ta m b ién las p re se n ta c io n e s crítica s d e S y lvie M esu re y Alain R enaut, La guerre des dieux
(París: G ra sse t, 1996), s e g u n d a p a rte , ca p ítu lo II; y Jea n -P ie rre C o m etti, Lephilosophe
et la poule de Kircher (París: É d itio n s d e l>Éclat, 1997), e s p e c ia lm e n te los c a p ítu lo s III y
VI.
57 H a b e rm as, Droit et démocratie, 54 .
sociedad en su conjunto58. Mediante esto, el lenguaje del derecho asegura
la com unicación entre el sistem a y el m undo de la vida.
Haberm as abandona así toda veleidad en cuanto a la posibilidad de la
existencia de un m acro-sujeto histórico que rem ita a una concepción de
la totalidad social o de una razón inscrita en el sentido de la historia. La
dem ocracia pasa a ser un espacio público constantem ente abierto, cuya
in fraestru ctu ra com u n icacio n al es p erm an en tem en te alim en tada por
fuerzas sociales heterogéneas y m ás o m enos espontáneas. Sin embargo,
y a pesar de lo anterior, se resiste a la idea de un pluralism o de valores re­
ticente a todo tratamiento racional. Las norm as, aunque ya no pueden ser
basadas en torno a valores suprem os, siguen siendo no obstante objeto de
verdad y de justificación por el hecho mismo de la discusión. Es mediante la
práctica de la discusión que se desprenden, a partir de la intersubjetividad
y la interacción perm anente de los m iembros de una sociedad, form as de
solidaridad social que perm iten, a la vez, asentar la legitim idad del orden
democrático y asegurar una integración reflexiva de la sociedad m oderna.
Para Habermas, el verdadero recurso de la integración social am enazado
en la modernidad, a saber, la solidaridad, puede desarrollarse plausiblemente
a la vez como resultado de espacios públicos autónom os ampliamente abier­
tos y por los procedim ientos institucionalizados por el Estado de derecho,
gracias a los cuales logran form arse la opinión y la voluntad dem ocráticas.
El principio de discusión debe así adoptar la form a jurídica de un principio
democrático, es decir, com plem entarse con derechos de com unicación y
de participación que garanticen la utilización pública, con iguales proba­
bilidades, de las libertades com unicacionales59. Lo que exige, de m anera
muy concreta, un cierto nivel de discusión en los debates públicos — y, de
ahí, la im portancia crucial que tiene la realidad del espacio público en esta
concepción de la dem ocracia— . Una vez m ás, la aceptación de la ley se
desprende del hecho de que esta es el producto, al m enos como ideal, de la
deliberación de todos.

58 ibíd., 96.
59 Habermas no evacúa los problemas morales concretos, com o se lo han reprochado muy
a menudo los filóso fos contextúales y com unltaristas, pero para él estos conflictos
solam ente tienen un significado en el marco de una exigencia de universalidad, cuya
naturaleza última está sujeta a discusión, pero cuya eficacia práctica, en térm inos
al m enos de ten siones m orales, es indiscutible. Esta es la razón por la cual Ricoeur
dirá que, si bien la ética de la discusión da una base satisfactoria de la justificación
moral, ella deja por esta misma razón un espacio abierto para una com prensión de
los conflictos en torno a esta misma moral — lo que hasta un cierto punto se produce
en las reflexiones haberm asianas sobre la práctica dem ocrática— . Cf. Paul Ricoeur,
Soi-mém e comme un aucre (París: Seuil, 1990), 325-329 .
Si bien Habermas, a pesar de sus evoluciones, no dejó de otorgar un rol
preponderante a la dem ocracia en su reflexión sobre la m odernidad, m ani­
fiesto, no obstante, en sus prim eros trabajos, m uchas reticencias en cuanto
al funcionam iento real del espacio público en las sociedades m odernas.
En un prim er momento, en efecto, Habermas subrayó la im portancia del
espacio público como ámbito de constitución de una voluntad general, pero
no fue muy sensible, en este período, a la perversión del espacio público
que conocieron las sociedades del capitalismo avanzado60. En los años se­
senta, la visión de Haberm as está marcada por la nostalgia y el pesimismo
histórico: la publicidad habría dejado de ser un elemento de información
im portante para la form ación de una opinión pública instruida y se habría
transform ado en una técnica de control social. El sujeto de lo político deja
de ser entonces el individuo de la tradición liberal y pasa a ser los diversos
grupos sociales cuyas discordancias de intereses, y relaciones de fuerzas,
term inan por trazar las fronteras de la intervención pública.
Frente a una situación de este tipo, y al riesgo que ella im plica para el
ejercicio de la dem ocracia, Haberm as no vislum bra otra solución que la
entronización de una publicidad crítica, única garantía de un espacio pú­
blico a salvo de toda refeudalización futura. La discusión debe permitir, a
la vez, la expresión de conflictos reales y la construcción de un verdadero
consenso. Especialmente, insiste sobre el hecho de que, en ciertas condi­
ciones, la sociedad civil es efectivam ente capaz de ejercer una influencia
sobre el espacio público, ya que a pesar de accesos asimétricos a este espacio
y de capacidades lim itadas, esta siempre conserva la capacidad de dar otra
traducción de los problem as en juego. De esta m ism a manera, Habermas
se ve obligado a m odificar su representación del espacio público en las
sociedades m odernas, teorizánd olo com o un sistem a de alerta dotado
de antenas altam ente sensibles a los problem as de la sociedad, ya que es
alim entado por todo un conglom erado disperso de actores sociales que
tienen la capacidad de «form ular los problem as de form a convincente e
influyente, apoyarlos a través de contribuciones y dramatizarlos de forma que
ellos puedan ser recuperados y tratados por el conjunto de los organismos
parlamentarios»61. Es el conjunto de las asociaciones no estatales y no econó­
micas de base benévola el que acoge y repercute, en el espacio público político,
los problem as sociales propios de las esferas de la vida privada. El espacio
público es el verdadero m ediador entre, por un lado, el sistem a político y,
por otro lado, los sectores privados del mundo de la vida y los sistem as de

60 Jürgen Habermas, L'espace public (París: Payot, 1986).


61 Habermas, Droit et démocratie, 386.
acción funcionalm ente específicos. Dado que las garantías constituciona­
les, por im portantes que ellas sean, son incapaces de preservar el espacio
público y la sociedad civil de toda deform ación, Haberm as concluye que
«las estructuras com unicativas del espacio público deben ser m antenidas
intactas por una sociedad civil vivaz»62.

La democracia o el imperativo del consenso

Sería injusto criticar a Habermas por la elección de una situación ideal de


comunicación, arguyendo la variedad infinita de las relaciones comunicativas
posibles. Esta situación de com unicación le perm ite reconstruir, a partir
de una perspectiva particular, una teoría de la sociedad. Es la razón por la
que la objeción que se le dirige tan a menudo, y según la cual la diferencia
postulada desde el comienzo, entre las condiciones ideales de comunicación
y las situaciones reales, no está jam ás com pletam ente neutralizada en su
teoría, no toca en el fondo lo m edular de su concepción63. Admitamos in­
cluso que si una ambigüedad existe en este registro, esta es voluntariamente
manejada por el m ism o Haberm as, para quien efectivam ente, lo propio de
una teoría crítica de la m odernidad es lograr estructurar a la vez una teoría
descriptiva que aspira a criterios de verdad, un m arco general que dé una
representación de conjunto de la m odernización (pero cuya plausibilidad
últim a queda por confirm ar en función de investigaciones futuras), en fin,
una visión norm ativa y crítica de esta m ism a m odernidad. Para Haberm as,
la distinción intelectual es clara entre los consensos empíricos a los que llega
una sociedad y los principios de una comunidad ideal de diálogo, que puede
justamente cuestionar los juicios adoptados por la m ayoría a partir de la
adopción de un punto de vista universal sobre las condiciones de posibilidad
de todo discurso futuro posible. Por lo demás, ya estaba convencido de esto
desde el inicio de los años setenta:

Porque el discurso empírico solo es posible gracias a las normas fundamentales


del discurso racional, la contradicción entre una comunidad de comunicación
real y una comunidad de comunicación idealizada (aunque esta solo se

62 Ibíd., 396.
63 A decir verdad, la dificultad fu e especialm ente clara en la primera síntesís intentada
por Habermas a partir de los diversos intereses de conocim ientos (técnico, práctico y
emancipador). En efecto, se suponía que estos intereses eran específicos a la naturaleza
hum ana, pero tam bién estaban vinculados a su d esarrollo cultural; eran al m ism o
tiem po a priori, ya que m arcos transcendentales d e todo conocim iento, y em píricos,
ya que se desarrollaban en procesos históricos. Cf. H abermas, Connaissance et intírét.
suponga de manera ideal) no es solamente integrada en la argumentación,
sino que ya lo es en la práctica vivida de los sistemas sociales64.

Haberm as muestra a la vez en qué medida un consenso libre de coerción


puede operar a pesar de los límites existentes en la realidad y de qué manera la
existencia de este ideal de intercomprensión permite criticar las distorsiones
que actualmente actúan en la vida social. El hecho de que ninguna sociedad
corresponderá jamás al modelo de una socialización com unicacional pura,
hace que «a través del concepto procesal de dem ocracia, esta idea tome la
form a de una comunidad de derecho que se organiza a sí misma»65.
Más profunda y cuestionable es la naturaleza de la democracia adelan­
tada por Haberm as en sus esfuerzos por arraigarla a partir de una ética
de la com unicación. La dem ocracia p asa a ser, inevitablem ente, y ante
todo, un consenso cognitivo, en el cual muchos aspectos de la dominación
social son, si no realmente evacuados, al menos minimizados. En efecto, la
plausibilidad del ideal de la intercomprensión, si no supone la abolición de
las relaciones sociales desiguales, sí supone el advenimiento efectivo de un
mundo de igualdad simbólica entre los locutores. Ahora bien, si bien Haber-
m as está consciente de esta limitación según la cual «el respeto recíproco
de los derechos y de los deberes se funda aquí sobre relaciones recíprocas
de reconocimiento»66, no saca siempre empero todas las consecuencias de
esta perspectiva. Esta elimina de entrada la consideración de un cierto tipo
de conflictos en el seno de la modernidad, y especialmente los que oponen a
individuos que no se reconocen mutuamente este derecho. La acción comu­
nicativa exige, para poder operar políticamente, que la común humanidad del
otro sea aceptada en su calidad de tal. De ahí que ciertas formas de privilegios
y de relaciones de dominación que anulan el derecho enunciativo del otro
son formas conflictuales que están más allá del universo comunicacional, y
no pueden comprenderse a partir de él. Por el contrario, solamente en una
sociedad ya ampliamente democratizada puede plantearse el problema de la
comunicación en los términos escogidos por Habermas, en donde el espacio
público es efectivamente ilimitado y apto para ser el teatro de verdaderas
luchas para el reconocimiento. Pero esto implica dar una filiación histórica
precisa a la noción de la acción comunicativa, como asimismo eliminar ciertos
conflictos — como la violencia— de este espacio, ya que, como lo hacía notar
Rüdiger Bubner desde comienzos de los años ochenta, la naturaleza lingüística

64 Ibíd., 371 (la cursiva es de Habermas).


65 Habermas, Droit et démocratie, 352 (es Habermas quien subraya).
66 Ibíd., 294.
del diálogo tiene en estas situaciones m enos im portancia que el principio del
reconocimiento recíproco de los sujetos como tales67.
Pero m ás importante aún es sin duda el hecho de que, para Habermas,
todo desacuerdo se reduce siempre a una discordancia m om entánea sus­
ceptible de resolverse mediante la construcción de una posición distinta que
las integra y las supera. La fuerza de la idea de consenso es inseparable del
postulado, presente a lo largo de toda su reflexión, de la posibilidad de una
eventual reabsorción o de un acuerdo posterior posible frente a cada situación
conflictual. Sobre este aspecto, es necesario constatar los vínculos íntimos
que la noción de consenso m antiene con la tríada dialéctica, incluso no sin
paradojas, con la noción de superación. Para Habermas, el antagonismo de
A contra B es siempre susceptible de hacer surgir una solución gracias a la
discusión libre de coerciones. Siempre es posible, en efecto, reelaborar las
posiciones inicialmente opuestas en una tercera posición que tome en cuenta
las dos primeras y las supere. Se trata de una suposición de base que si «se parte
de un flujo de informaciones pertinentes y de un procesamiento idóneo de
dichas informaciones, se lograrán resultados razonables o equitativos»68. Hay
en esto un postulado que va mucho m ás allá de la concepción estrictamente
liberal de la democracia. Dentro de esta concepción, todo bloqueo prolongado,
como toda m anifestación de violencia, no pueden percibirse más que como
formas de fracasos, m ás o m enos transitorias, de una solución negociada y
pacífica. La tentación es tanto mayor de rechazar estas situaciones en cuanto
que el recurso a las instituciones, y a la deliberación, parecen imponerse como
evidencias insoslayables de la democracia. Recurso que silencia la constante
cara sombría presente en toda sociedad y que cede a la tentación de postular la
posibilidad de una institucionalización consumada de los conflictos sociales,
olvidando la existencia en toda sociedad de prácticas sociales institucional­
mente reprimidas. Contrariamente a Habermas, es necesario aceptar que la
violencia es el residuo estructural no institucionalmente procesado, porque
es imposible de procesar de esta forma, de un estado histórico de relaciones
sociales de dominación.
Así, es falso afirm ar que la posición de Habermas no tome en cuenta el
hecho de que la modernidad no es solamente el progreso, aunque colonizado,
de la comunicación, sino que tam bién es la interferencia de los mensajes, o
más aún, que su concepción del consenso no hace justicia al encuentro an­
tagónico de actores con orientaciones culturales divergentes. Para él, como

67 Rüdiger Bubner, «H aberm as's C oncept o f Critical Theory», en John B. Thom pson y
David Held, eds., Habermas. Critical Debates (Londres: The Macmillan Press, 1982), 49.
68 Habermas, Droit et démocratie, 32 1.
para Parsons, la sociedad se integra por medio del consenso cultural, pero, a
diferencia de Parsons, está lejos de adherir al carácter dado y no problemático
del sistema de valores de una sociedad. Por el contrario, está consciente de que
los valores y las normas son abiertas a la discusión, pero en la medida en que
su preocupación primordial lo lleva hacia un esfuerzo de refundación racional
de la democracia, con el fin de superar los atolladeros de la modernización,
su concepción termina por inclinarse m ás hacia una consideración de las
dimensiones institucionales que hacia una consideración activa de la lucha de
clases o de los conflictos sociales en las sociedades del capitalismo avanzado.
En su recurso al derecho y a la democracia deliberativa existe la voluntad de
reestablecer, mediante una discusión libre de coerción, un principio de unidad
al interior de una sociedad escindida.

La reflexivldad impotente

La preocupación de Habermas por deslindar su concepción de la razón


de todo riesgo totalitario, lo impulsa hacia una concepción minimalista de
su rol en la historia. El paradigma de la intersubjetividad solo es posible en
la m edida en que se abandona toda nostalgia por una organización global
de la sociedad, en beneficio de una concepción modesta de sus capacidades
de autoproducción. Esta es la razón por la cual, en su representación de la
modernidad, los m ovim ientos sociales se convierten en zonas activas del
m undo de la vida, participan en la form ación de la conciencia colectiva,
pero dada la complejidad societal, no tienen m ás ninguna capacidad real de
control directo. Están así ante todo en el origen de acciones que tienen como
meta la reinstauración del consenso social. El mismo Habermas no puede
ser m ás explícito:

Evidentemente, existe en las sociedades modernas una asimetría entre las


(débiles) capacidades de acuerdo intersubjetivo y las capacidades (inexistentes)
de la sociedad global para hacerse cargo de su propia organización. Bajo estas
nuevas primicias, no existe equivalente al modelo de una acción ejercida
sobre sí mismo en general, tal como lo presenta la filosofía del sujeto, y más
particularmente a la idea de Hegel y Marx de una acción revolucionaria6’ .

Dicho de otra forma, los presupuestos comunicativos de Habermas lo llevan


a una conceptualización ampliamente defensiva de los movimientos sociales.
La modernidad, a la luz de la acción comunicativa, se caracteriza por la tensión

69 Habermas, Le discours philosophique de la modernicé, 426-427.


entre sus débiles capacidades de autoconocimiento (a pesar de la existencia
de espacios públicos diseminados por todas partes) y su falta de capacidad
de auto-producción central. Esta es la razón por la cual «la opinión pública
que, gracias a los procedimientos democráticos, se ha transformado en poder
comunicacional, no puede en sí misma “dominar”, sino que debe conformarse
con orientar la utilización del poder administrativo en un cierto sentido»70.
En el corazón de la teoría de Haberm as se halla pues la idea de que la
sociedad tiene un conocimiento de sí m ism a (gracias a los desempeños de
la racionalidad comunicativa), pero que es incapaz de tener un control sobre
sí m isma (dados los límites de la capacidad de transformación global de una
sociedad). Conocimiento sin práctica posible, la visión term ina siendo, por
lo tanto, en el fondo profundamente pesimista: el mundo de la vida, cada vez
m ás colonizado por la integración sistémica, es capaz de diagnosticar la crisis
sin tener el remedio. El conocimiento se separa de la acción7’. En realidad, la
conclusión estaba ya inscrita en el zócalo mismo de su reinterpretación de los
nuevos movimientos sociales: conceptualizados como una form a colectiva
de acción comunicativa, no podían sino ser declarados insuficientes en su
calidad de fuerzas sociales desde el punto de vista teleológico. Difícil para
Habermas salir de la división social entre la expresividad del mundo de la vida
y la operatividad de los sistemas administrativo-económicos.
Lo que impacta m ás en el caso de Habermas son las resistencias a pensar
el Sujeto colectivo en términos diferentes a los del legado hegeliano. No hay
alternativa posible: si una conciencia colectiva llegara a constituirse, no podría
expresarse m ás que a través de un Estado que «traduciría en autodetermi­
nación organizada de la sociedad este conocim iento intersubjetivamente
constituido que la sociedad posee de sí misma»72. La evidencia de los límites
de una acción estatal a nivel de la sociedad completa, y el riesgo de que esta
voluntad colectiva se encam e en un Estado que se desligue de la sociedad y
se crea libre de toda exigencia de representación real, hacen inconcebible (e
indeseable) el proyecto de una sociedad a la vez autoconsciente y autoprodu-
cida. Para Habermas, la sociedad moderna puede aumentar su conocimiento
sobre sí misma y escoger sus intervenciones sobre ella misma, pero no puede
autodeterminarse de m anera global.
El diagnóstico de la modernidad de Habermas es entonces doble. Por una
parte, en el marco de su teoría de la sociedad, su balance crítico refleja la

70 Habermas, Droit et démocratie, 325.


71 Cf. las reflexiones en este sentido de Peter Sloterdijk, Critique de la raison cynique (París:
Ed. Chrlstian Bourgols, 1987).
72 Habermas, Le discours philosophique de la modernité, 426.
primacía de los mecanismos de la integración sistém ica sobre los recursos
del mundo de la vida, balance contra el cual invoca la función del espacio
público y del derecho. Por otra parte, su propia teoría del espacio público lo
conduce a una representación en la cual la modernidad se caracteriza por una
desestabilización definitiva entre sus capacidades cognitivas y reflexivas y sus
m árgenes reales de acción, ya que la sociedad moderna se muestra incapaz
de autoproducirse de manera global.

* * *

El punto de partida de Habermas es menos la experiencia histórica de la inca­


pacidad de la razón de defenderse a sí misma, que la voluntad de producir los
elementos teóricos que permitan que la crítica de la razón sea puesta en acción
por la razón misma. La modernidad para Habermas es, más que cualquier otra
cosa, la toma de conciencia de «una razón que involucra procesos contrarios
a sí misma»73. Su concepción de la democracia sigue de cerca esta estructura.
No es que ignore o descuide otros aspectos, pero siempre tiene la tendencia a
subordinarlos prácticamente a la posibilidad de un acuerdo comunicacional.
H aberm as es la figura m ás consum ada de la voluntad de lograr una
concepción crítica del dualismo moderno y de sus posibles impasses. Pocos
autores han ubicado con tanta convicción la ruptura de la unidad del mundo
en el origen de la modernidad. Pocos autores igualmente han tratado tanto
de lograr una articulación de los ámbitos así escindidos. Pero, a diferencia
de m uchos otros, Haberm as se resiste a la idea de que esta unidad pueda
encontrarse, o m ás bien, que pueda ser aceptada, por el lado de la expan­
sión de la racionalidad teleológica. Por el contrario, se empeña en dar otra
concepción de la unidad posible en la modernidad, en la cual, y a pesar del
dualismo que afirma voluntariamente defender, es imposible no constatar
su preferencia hacia una solución que acuerde un rol central a la razón co­
municativa. Conclusión sorprendente si se recuerda que el mundo de la vida
y la acción comunicativa son colonizados por los m ecanism os sistémicos.
Es queriendo contrarrestar este proceso, que Habermas termina incluso por
hacer del exceso reflexivo un verdadero riesgo patológico de la modernidad,
cuando las capacidades de autoconocimiento de la sociedad se separan de
todo arraigo en las prácticas sociales.
En todo caso, pocos autores nos han enseñado tanto a desconfiar de los
impasses de la racionalidad teleológica, y la matriz de la racionalización ya no
será nunca la misma después de Habermas. Pero es también en su obra, aunque

73 Habermas, Droit et démocratie, 11.


de m anera implícita, que se ve surgir el análisis de lo que es, ya sin duda, uno
de los grandes males de la modernidad, a saber, una espiral reflexiva que, en
sus excesos y sus despliegues, puede llevar, tarde o temprano, a la parálisis de
toda form a de acción. Una conclusión que proviene a la vez de su resistencia
a aceptar las dimensiones m ás materiales de la vida social, como asimismo
de su desconfianza a reconocer que, incluso en m edio de la modernidad,
hay en el mundo de la vida elem entos prerreflexivos y automatismos que
escapan a todo proyecto de autorreflexividad intersubjetiva. He ahí entonces
la últim a vicisitud contemporánea de la racionalización: una razón efecti­
vam ente capaz de autocriticarse, pero que se desprende lentamente de su
confianza en sus propias capacidades de autotransformación.
TERCERA PARTE
La condición moderna

La sociología no solamente ha entregado som bríos diagnósticos de la m o­


dernidad. Si bien su sensibilidad específica a m enudo la ha llevado hacia
concepciones pesim istas o angustiantes, no se debe olvidar que también
ha desarrollado una representación m ás positiva de la modernidad. En esta
matriz, a diferencia de las otras dos, la reflexión sociólogica se organiza en
tom o a las paradojas y contradicciones insuperables de la vida moderna.
Dicha reflexión tiene conciencia de la aventura a la cual nos convida la
modernidad, como asim ism o de sus peligros; el mundo no está jamás en
calma, sino que, por el contrario, está marcado por un cambio permanente.
No hay ninguna imagen ni del mundo ni del individuo que sea plenamente
satisfactoria. O m ás bien, solo son aceptables los análisis que dan cuenta
de este movimiento incesante, de este encuentro, definido por Baudelaire,
entre lo fugitivo y lo eterno: «La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo,
lo contingente, la mitad del arte y del cual la otra m itad corresponde a lo
eterno y lo inmutable» .
Esta matriz va a abocarse ante todo a esta tensión entre lo esencial y lo
efímero, entendiéndola como la manifestación fenomenológica y existencial
de la experiencia del individuo en la m odernidad. La m odernidad es en esta
vertiente una reflexión conscientem ente histórica sobre el «modo histórico
de la subjetividad» . Es así que, desde el comienzo, se tendió a subrayar en
la condición m oderna el cambio en la percepción del espacio y del tiempo,
al igual que la celeridad de los intercambios. La vida en la modernidad será
así m uchas veces caracterizada como la expresión de un ritm o acelerado
de acontecimientos, m uy a menudo interpretado en relación estrecha con
la vida en las grandes metrópolis. El movimiento es el verdadero centro de

t Charles Baudelaire, «Le peintre de la vie m oderne» (1859), en CEuvres complétes, t. 2


(París: Gallimard, 1976), 1163.
I Henri M eschonnic, Modernité, modernité (París: Verdier, 1988), 37.
la vida moderna, que m arca al individuo con una fuerte «intensificación de
la estim ulación nerviosa». Sin ninguna duda, y sea cual sea la realidad de
su influencia intelectual a lo largo de todo el siglo veinte, es Georg Simmel
quien expresó m ás profundam ente este espíritu.
La distancia original del hombre con el mundo se convierte en un esta­
do social infranqueable, distancia que será indagada como un horizonte
inagotable de recursos y de aventuras. Esta m atriz está m arcada por muy
fuertes tensiones. En el caso de Georg Simmel, el sentim iento de extrañez;)
hacia el m undo expresa lo propio de la situación m etafísica del hombre,
quien está siempre som etido a una tensión irreprimible entre el impulso de
su vida y las form as que esta adopta. Visión global y en ciertos momentos
transhistórica, cuyo alcance Sim m el se preocupa sin embargo de delimitar
en sus estudios, de precisar sus m anifestaciones en la modernidad, tratando
de actualizar las causalidades específicas que la m antienen y la am plifican.
La influencia de esta representación, dada la im portancia que ella otorga
a la dim ensión espacial como asimismo por el espíritu en el fondo optimista
que la atraviesa, va a m arcar a los sociólogos de la Escuela de Chicago. En
ellos, la distancia matricial irreprimible y propia de la condición moderna está
mejor delimitada sociológicamente, se restringe más en sus manifestaciones;
aparece, en último análisis, como una experiencia del intervalo, más como
una falla social, espacial y temporal que como un verdadero estado inmutable
de la existencia humana. Pero es con Erving Goffm an que la representación
de la condición moderna obtiene, probablemente, y durante mucho tiempo,
su versión intelectual m ás acabada. La experiencia de la separación entre el
individuo y el mundo social se convierte, de m anera explícita y consciente,
en el tem a central de su sociología. Pero este distanciam iento está casi
com pletam ente desprovisto de carga trágica, él deja de ser la expresión,
explícita o disim ulada, de la alienación, y pasa a ser el fundam ento a part ii
del cual los individuos experim entan el mundo. Contrariamente a los an
tores de la Escuela de Chicago, esta distancia constitutiva de la condición
m oderna se generaliza de nuevo, ya que parece que atañe, a pesar de las
im precisiones por om isión sobre este tem a reconocibles en Goffm an, a
todos los individuos, sean cuales sean sus trayectorias o posiciones sociales.
Especialm ente, él hace explícito y operacional al interior de esta matriz lo
que no era m ás que un enunciado en Simmel, a saber, la duda radical en
cuanto al estatus último del sujeto y de la realidad. Completamente distinto
es el análisis de Alain Touraine, cuya obra estará m arcada profundamente
por una preocupación de la acción histórica ausente en todos los autores
anteriores. Sin em bargo, com parte con ellos lo esen cial de la intuición
de partida, a saber, una condición m oderna irreductible y definida por In
distancia entre las dimensiones objetivas y subjetivas, donde su obra va desde
una prim acía de los determ inism os objetivos a la consideración creciente
del Sujeto. Finalmente, con Anthony Giddens, la distancia constitutiva de la
m odernidad sigue estando en el centro del análisis, ya sea el análisis de las
relaciones entre el agente y la estructura, el de las relaciones entre el espa­
cio y el tiempo, o m ás aún y de m anera especial, a través de la reflexividad
necesaria mediante la cual los individuos m odernos logran contrarrestar
su sentim iento de ausencia de certidum bres.
Es en esta matriz que los sociólogos m ejor explorarán la idea del fin de
toda posibilidad de un orden social arm onioso preestablecido, ya sea m e­
diante la «astucia de la razón», la «m ano invisible» o la «socialización»; a
tal punto aceptan la fragmentación, infranqueable pero no necesariam ente
destructora, de la vida m oderna. El actor, separado del m undo social y re­
firiéndose siempre a sí m ismo, desarrolla un gran núm ero de perspectivas
que ciertam ente no deben llevar a un caos relacional, a una m ultiplicidad
inm anejable de situ acion es, pero cu yo horizonte virtu al es siem pre el
desorden interpretativo. Es a partir de este eje que la sociología m oderna va
a desplegar, en los raros mom entos en que se involucra realmente en esta
vía, todas las consecuencias del fin del sujeto coherente y hom ogéneo de la
conciencia clásica. Sin embargo, el «sujeto dividido» no será aquel que estalla
en la exterioridad, mero soporte de las estructuras, sino que por el contrario
y a la inversa incluso, el que, definido por una relación de exterioridad con
el mundo, se sabe incapaz de encontrar en él los criterios para refundar
el orden del mundo. A diferencia de cierta tradición filosófica, el tem a de
la distancia matricial no conduce a la sociología hacia un perspectivism o
radical, donde cada individuo pasa a ser amo de sus propios significados y
que tarde o temprano reduce el problem a de la condición social m oderna
del individuo a una interrogación epistemológica. Más m odestamente, esta
distancia plantea el problem a de la naturaleza de la relación social del indi­
viduo con un mundo que se ha transform ado en una sucesión fragm entada
de situaciones y de momentos.
La ambivalencia, tem a común en m uchos aspectos a todos los pensado­
res sociológicos, está lejos de ser lo propio de esta sola y única matriz. Pero
estamos obligados a constatar que es aquí que esta expresa realmente todas
sus posibilidades analíticas3. La modernidad es, ¡por fin!, feliz, comprendida

1 Evidentem ente no se trata así de negar la im portancia del tem a para autores para
quienes lo esencial de la reflexión sobre la modernidad gira en torno a otras m atrices
(como, por ejem plo, Norbert Elias o especialm ente Robert K. Merton). Pero cuando
este tem a es abordado en sus obras, no sería difícil mostrar que sus análisis se ubican
de cierta manera a nivel de (o en conversación con) la experiencia de la m odernidad.
ante todo por la form idable explosión de horizontes posibles que abre. La
sociología de la condición moderna conserva en sí el entusiasmo y la ansiedad
de los primeros pensadores respecto de la modernidad. Es una lucha cuerpo
a cuerpo con sus am bigüedades, sus peligros y sus contradicciones, una
lucha en el centro de la cual nunca se deja de vislum brar nuevas promesas.
Im posible no rendir hom enaje al herm oso libro de M arshall Berman, Todo
lo sólido se desvanece en el aire, que sin duda supo, m ejor que cualquiera,
reh abilitar esta m atriz a p artir de la vieja d ialéctica de dos siglos entre
m odernización y m odernism o4. Sin em bargo, es bastante sorprendente
que el autor encuentre en M arx, como lo afirm a el título m ismo de la obra,
y no en Simmel, citado en una sola nota al pie de la página, a su principal
representante . Ciertamente, M arx es entusiasta respecto del capitalismo
en el M anifiesto, pero su obra, en su línea central de evolución, no puede
en realidad ser identificada con una reflexión sobre la condición moderna.
Prim a ampliam ente el análisis de las diversas form as de la dominación, al
igual que la influencia, aún sensible en su obra, de una representación en­
cantada del desarrollo de la historia. A lo sumo es posible decir que mucho
m ás que otros pensadores sociales y políticos del siglo diecinueve, él está
convencido a la vez de la novedad radical inscrita en el m undo por el adve­
nim iento del capitalism o y de las prom esas que el futuro depara luego de
su superación. Pero solam ente con Simmel la reflexión sociológica gravita
verdaderam ente en tom o a la condición moderna.

Para las evolu cion es de M erton en torn o a la am bivalencia, cf. Robert K. Merton,
Sociological Ambivalence and O ther Essays (Nueva York: The Free Press, 1976); y p.iu
una reflexión de la m odernidad en esta perspectiva, cfr. Zygm unt Bauman, Moderniii)
and Ambivalence (Londres: Polity Press, 1991).
4 Marshall Berman, All that issolidm elts into air (Nueva York: Sim ón and Schuster, 198})
5 Para una lectura q u e subraya las d iferen cias en tre la interpretación de Marx y Id
inspiración de Baudelaire, cf. Henri Lefebvre, Introduction a la modernité (París: Minnil,
1962), 170 -175.
C A PÍTU LO X
Georg Simmel (1858-1918) o la modernidad como
aventura

Georg Sim m el es un border sociologist. De hecho, con frecuencia se habla


del injusto destino de su obra, de su olvido, o de sus redescubrim ientos
parciales y siempre tendenciosos, e incluso muy opuestos entre ellos... Para
algunos, es el precio de una obra dem asiado abierta; para otros, el indicio
mismo de la dificultad de aceptar una visión profundam ente ambivalente
de las posibilidades de la m odernidad. En su caso, no existe profetism o
filosófico, pesim ism o histórico radical ni búsqueda de un sistem ismo mo-
ralizador cerrado. Por otra parte, hizo todo para desconcertar una lectura
única: sus estudios atraviesan siempre las fronteras disciplinarias; sus temas,
a pesar incluso de la perm anencia de sus obsesiones, están marcados por
una gran dispersión; él m ismo ha evolucionado intelectualm ente de m a­
nera ostensible a lo largo de su vida, pasando de una form a de kantismo,
incluso de positivism o, al relativismo, en fin, a la m etafísica de la vida, una
evolución que se puede casi ver en acción a través de las diversas ediciones
de una misma obra’. Y, no obstante, igualmente es frecuente insistir sobre
La existencia de una problem ática central en su obra. Ciertamente, ella está
lejos de ser objeto de un consenso, a pesar del aire de fam ilia existente en­
tre las diversas interpretaciones. Sim m el es a ratos, entonces, el pensador
por excelencia de la gran m etrópolis, el autor de las figuras epónim as de la
modernidad, quien introduce el im pulso m oderno baudelairiano al centro
del análisis sociológico .

1 Cf. sobre este tem a el prefacio de Raymond Boudon a G eorg Simmel, Les problémes
de la philosophie de l’histoire (París: PUF, 1984); para estas d iscon tinu id ad es en el
pensam iento de Simmel ver tam bién, Marc Sagnol, «Le statut de la sociologie chez
Simmel et Durkheim», Revuefranqaise de sociologie 28 (1987): 9 9 - 121.
a Sobre el impresionismo de Simmel y su concepción de la sociología com o una especie
de gram ática para aprehender la experiencia de la m odernidad, cf. las reflexiones de
W olf Lepenies, Les trois cultures (París: Editons de la Maison des Sciences de l'Homme,
1990), 236 y ss.
Es en m edio de esta preocupación de conjunto que es necesario, nos
parece, reubicarlo e interpretarlo con el fin de convertirlo en el iniciador de
una de las grandes lecturas de la modernidad que la sociología lleva consigo
desde el inicio: el análisis de la condición m oderna propiamente dicha. Esta
interpretación obliga a acentuar, sin duda dem asiado, dirán algunos, una
dim ensión en perjuicio de todas las demás, incluso a interpretar diversos
tem as com o sim ples variacion es de u na m ism a p artición . Perspectiva
inevitable por cuanto nuestra m eta es encontrar en esta obra la primera
gran expresión sociológica de un análisis de la modernidad que ha conocido,
después y mucho m ás allá de las notas y de las escasas confesiones explícitas
de los autores, una descendencia im portante a lo largo de todo el siglo XX.

I. Al inicio existía la escisió n

Sim m el com prendió m ucho m ejor que otros la naturaleza profunda


del dilema m oderno y se esforzó durante su vida en estudiar las razones
objetivas de todas las inquietudes subjetivas de la m odernidad. A l hacer
esto, atribuyó a los individuos m odernos una dim ensión trágica que, por el
contrario, otras matrices sociológicas han intentado quitarle. En su caso, los
actores m odernos dudan, son asediados por extraños estados subjetivos; a
m enudo no saben en realidad cóm o expresarse y conducirse; otras veces,
a la inversa, tienen la sensación de que las form as de las cuales disponen
cultural y socialm ente no pueden hacer otra cosa que traicionarlos. «La
inserción de lo hum ano en los hechos naturales del mundo, al contrario del
anim al, no se realiza sin problem as: el hom bre se arranca, se opone a ella,
exige, lucha, ejerce y padece la violencia: este prim er gran dualism o está al
com ienzo del proceso que se desarrolla indefinidam ente entre el sujeto y
el objeto»3. Cierto, esta dim ensión central habrá conocido diferentes for­
m ulaciones verbales, pero Simmel, en el fondo, y a pesar de la permanencia
de algunas de ellas, no logra jam ás estabilizar com pletam ente un lenguaje.
Poco im porta. Para él, la m odernidad es ante todo una dicotomía, plural en
sus m anifestaciones, pero m ucho m ás unitaria de lo que a m enudo se ha
dicho, entre la existencia individual y sus formas. Para él, la experiencia del
m undo m oderno remite siempre a una distancia entre la cultura subjetiva
y la cultura objetiva.
De hecho, esta escisión está en el fundam ento m ismo de la concepción
que Sim m el se forja del individuo y del mundo. El individuo nace incluso

3 Georg Sim m el, «Le con cept et la tragéd ie de la culture» (1911), en La tragédie de lu
culture (París: Rivages, 1988), 179.
de este acto de sep aración con el m undo, cu and o se desprende de un
universo en el cual estaba confundido, arraigado, a tal que punto form aba
parte de un campo continuo de sensibilidad. La abstracción introduce una
ruptura doblemente fundacional: establece la primacía de la mediación sobre
toda representación de una sensibilidad inmediata con el mundo, ella funda
la posibilidad m ism a de la existencia y del deam bular de los individuos. Es
esta distancia con el mundo lo que Simm el no dejará de explorar en todos
sus detalles. Sabe con pertinencia que este alejamiento en relación con el
entorno funda lo propio del psiquismo humano, introduciendo una frontera
al interior de un universo indiferenciado, ya que «la conciencia de ser un
sujeto ya constituye en sí una objetivación»4. Especialmente, está consciente
del carácter doblemente fundador de esta ruptura:

Sujeto y objeto nacen de un mismo acto, lógicamente, en la medida en que


la naturaleza factual, puramente abstracta, ideal, es dada ya sea como el
contenido de la representación, o bien, como el de la realidad objetiva; y
psicológicamente, en la medida en que la representación aun desprovista
de un yo que abarque a la persona y a la cosa en el estado de indiferencia,
se divide y deja que se cree una distancia entre el yo y su objeto, mediante
la cual cada uno de ellos adquiere su esencia desligada del otro .

Por otra parte, Sim m el es consciente de que la reflexividad propia de la


conciencia es un retroceso respecto de sí m ism a, la capacidad de tom arse
a sí m ismo como objeto. Escisión fundacional e insuperable de la cual se
desprende uno de los rasgos propios del hom bre, a saber, su poder de des­
doblamiento interior:

La facultad del hombre de dividirse a sí mismo en partes y sentir una parte


cualquiera de sí mismo como constituyente de su verdadero Yo, que entra
en conflicto con otras partes y lucha por la determinación de su actividad
- esta facultad pone frecuentemente al hombre, en la medida en que tiene
conciencia de ser un ente social, en una relación de oposición a los impulsos
e intereses de su Yo, que se mantienen externos a su carácter social: el
conflicto entre la sociedad y el individuo se prosigue en el individuo mismo
como un combate entre las partes de su ser .

4 Georg Simmel, Philosophie de l’argent (París: PUF, 1987), 28.


■ Simmel, Philosophie de l’argent, 29.
é Georg Simmel, «Questions fondam entales de la sociologie», en Georg Simmel, Sociologie
et épistémologie (París: PUF, 1981), 137-138.
El individuo para Sim m el será siem pre em bargado por esta voluntad
hum ana de conexión de dominios, de objetos y de acontecimientos, al igual
que por su capacidad de dividir el mundo y de introducir así la necesidad
de un vínculo entre él y el exterior. El hom bre es unificación de su escisión
con el mundo, pero no existe más que en la m edida en que se desprende de
toda uniformidad continua. El hombre «es el ser de enlace que debe siempre
separar y que no puede unir sin haber separado»7. Más sim plem ente, la
individualidad no es m ás que la capacidad de vivir juntas dos dimensiones:
el individuo tiene una concentración interior, tiene un mundo propio, es
un ser autosuficiente, pero tam bién tiene una relación positiva o negativa,
una tendencia a identificarse o a relacionarse respecto de un todo al cual
t 8
el pertenece . Esta es la razón por la que Julien Freund hace del ensayo
sobre el Puente y la Puerta, la piedra angular de su pensam iento: donde el
puente es el sím bolo de la asociación, m ientras que la puerta es el agente
de la disociación’ .
Esta ruptura fundacional entre el hom bre y el m undo im plica un deseo,
a veces irresistible, de una totalidad recom puesta. Pero Simmel, a diferen­
cia de m uchos otros autores m odernos, y a pesar incluso de las tensiones
presentes aquí y allá en su obra, se resiste en el fondo tanto a la nostalgia
de una unidad prim itiva como a la prom esa de una totalidad reencontrada.
Para él, lo esencial es sin duda la unidad, pero ella es irrecuperable y sobre
todo irrem plazable por la totalidad. Estas tensiones no se expresan jamás
con tanta fuerza com o en los estudios que Simm el realizará sobre el arte a
lo largo de toda su vida. Estas se hacen presentes, por ejemplo, en su visión
de Goethe, que Sim m el parece encontrar capaz de sobrepasar el desgarro
propio de toda m ediación, por cuanto en su caso, el subjetivism o extremo
se alia con la m ayor m anifestación de objetividad, a tal punto que la exte­
rioridad no solo no traiciona la interioridad, sino que, por el contrario, est;'i
plenam ente consagrada a su servicio, Goethe sobre todo parece así ilustrar
una perfecta sim biosis entre la obra y la vida . Pero esta aspiración recorre
tam bién su percepción de los cuadros de Rembrandt, que le hacen decir
que en cada experiencia vivid a están presentes la totalidad de la vida tic

7 G eorg Simmel, «Pont e t porte», en La tragédie de la culture, 168.


8 G eorg Simmel, «L’individualisme» (1917), en Philosophie de la modernité (París: Payot,
1989), 283.
9 Cf. la notable presentación crítica de la obra de Simmel propuesta por Julien Freund, en
la «Introducción» a la traducción francesa de Georg Simmel, Sociologie et épistémologit
(París: PUF, 1981), 7-78.
10 G eorg Simmel, «L'individualism e de Goethe» (1912), en Philosophie de la modernité, 1
2 (París: Payot, 1990).
un hom bre y la jerarquización de los im pulsos de la vida. En sus retratos se
revela el ser entero". Los artistas analizados por Sim m el lo son siempre en
su calidad de singularidades que expresan una unidad y que dan cuenta,
siempre de m anera circunscrita e inimitable, de la totalidad de una vida.
Pero es en sus estudios sobre Rodin donde m ejor se expresa su concepción
de la m odernidad: la disolución de los contenidos estables en el m ovi­
miento del alma. Rodin logra expresar la experiencia de los hom bres en la
form a de contradicciones sim ultáneas y dar una form a al m ovim iento .
Pero Sim m el no creerá jam ás empero com pletam ente en la posibilidad de
una estetización acabada de la vida social: algo en él siempre le recordó, de
manera punzante, que la esencia del individuo es ser absolutam ente dual.
La noción sim m eliana de vida, ambigua, equívoca, da un buen testimonio
de esta tensión nunca realmente terminada.
Simmel se interesa menos en la génesis de esta escisión, que en la infinidad
de sus manifestaciones. La obra parece entonces disem inada en una serie de
estudios puntuales que, como lo ha dicho Siegfried Kracauer, destacan un
conjunto de cualidades esenciales de la vida social sin por esto incorporarlas
en una totalidad, sin lograr «extraer una ley que ordene su diversidad»’3.

II. La vida es m ediada

Las form as sociales

Simm el rechaza una concepción global de la sociedad en beneficio de


una concepción de la socialización entre los individuos. Constituida por
procesos m últiples y constantes, la socialización se hace y se deshace sin
cesar a través de un flujo y una efervescencia perm anente de los individuos,
que se cristalizan en ciertas «formas» sociales’4. «Todos los grandes sistemas
y organizaciones supraindividuales en los que se suele pensar respecto del

11 Georg Simmel, Rembrandt (Strasbourg: Circé, 1994).


12 Georg Simmel, «Rodin» (1911), en Michel-Ange et Rodin (París: Rivages, 1990).
13 Citado en Dabid Frisby, Sociological Impressionism: A reassessment o f Georg Sim m el’s
Social Theory (Londres: Heinemann, 1981), 8 .
14 La noción de form a es am bigu a, incluso im precisa y eq u ív o ca, en Sim m el. Para
advertencias críticas, Raym ond Aron, La philosophie critique de Thistoire (París: Vrin,
1969), 164; Raymond Boudon, prefacio a Georg Sim mel, Les problém es de la philosophie
de l'histoire, 4 3 ; Fran ;oís Léger, La pensée de Georg Simmel (París: Kimé, 1987), 294; y
especialm ente Julien Freund, «Introducción», 37-4 9 . La noción de form a excede para
m uchos en Sim m el la dim ensión social, ella es una form a de rep resen tación y de
organización sim bólica del caos de la experiencia, com o asim ism o una m anifestación,
más o m enos cristalizada, de algunas prácticas sociales o culturales.
concepto de sociedad no son otra cosa que consolidaciones — en marcos
duraderos y figuras autónomas— de acciones recíprocas inmediatas que unen
hora tras hora, o bien durante toda la vida, a los individuos»’5. La sociedad
se deshace así como concepto en beneficio de toda una serie de form as de
socialización m ás o m enos durables, m ás o m enos efím eras.
Concepto demasiado contundente, la sociedad según Simmel en particular
peca de producir una representación dem asiado unitaria de la vida social,
silenciando la falla estructural de la cual es producto. Para Simm el, hay
sociedad en todas partes en donde los hombres se hallan en reciprocidad de
acción y constituyen una unidad permanente o pasajera mediante diversas
form as de socialización. Estas formas, producidas por la vida social misma,
son el objeto privilegiado de la sociología, que debe tratar de aislarlas de los
contenidos (estados psíquicos, pulsiones, intereses, metas de los individuos).
Esta separación analítica da cuenta del hecho de que una diversidad de
com portamientos opera mediante marcos form alm ente idénticos, al igual
que del hecho de que un m ismo contenido o interés pueda manifestarse
en una pluralidad de form as sociales. La suma de estas form as sociales es
lo que se denom ina, por abstracción, sociedad. Las form as, m odelos de
socialización, son entonces m ediaciones variadas y constantes que dan
cuenta de la regularidad de las prácticas hum anas.
Pero estas no reducen la sociología de Simmel a un análisis «geométrico»
de la vida social ; una visión demasiado rígida y delimitada que no hace jus­
ticia a los avatares y a las sinuosidades siempre en movimiento de las formas
simmelianas. La sociología form al de Simmel insiste tanto, sino más, en los
procesos y los mecanism os que a cada instante recrean a la sociedad, como
en un esfuerzo por clasificar las principales formas de la vida social. Simmel
afirm a la posibilidad de estudiar las formas sociales independientemente de
los estados psíquicos de los individuos y, no obstante, estas mismas formas no
son jamás verdaderamente esquemas comunes extraídos a partir de experien­
cias diversas, ya que estas son constantemente estudiadas en relación con las
configuraciones concretas e individuales. Dicho de otra m anera, las formas
sim m elianas tienen ante todo un rol de mediación: permiten dar cuenta,
en medio de la distancia inaugural de los hombres en la sociedad, al mismo
tiempo de la perm anencia de la vida social y de su movimiento perpetuo, di'
su recreación constante. La sociedad es la form a objetiva de las conciencias
subjetivas. Imposible eliminar el alcance trágico de la noción de form a'7.

15 Sim mel, Questions fondam entales de la sociologie, 90.


16 Raymond Aron, La sociologie allemande contempora'me (París: PUF, 1981).
17 Así nos es difícil aceptar la lectura de Boudon para quien la noción simmeliana de form.i
«está orgánicam ente vinculada al postulado del individualismo m etodológico». ( I
Las form as sociales son así un ejemplo de la escisión entre lo objetivo y
lo subjetivo, de esta distancia entre el individuo y sus m anifestaciones, que
atraviesa toda su obra. Un tem a que tal vez jam ás trató con tanta profundi­
dad como cuando se preguntó «¿cómo es posible la sociedad?» . Simm el
avanza la intuición que retom ará varias veces en lo sucesivo: la sociedad se
lleva a cabo directam ente por sus propios elem entos, por eso la necesidad
de estudiar los procesos que ocurren en los individuos y condicionan su
existencia en su calidad de miembros de la sociedad. Simmel se explaya sobre
tres a priori de estas form as de socialización, que hacen referencia tanto al
«yo» com o al «tú». Primeram ente, la vida social se b asa en abstracciones,
en im ágenes parciales de los otros; solo se percibe a los dem ás a través de
generalizaciones, de los roles desem peñados al interior de contextos espe­
cíficos. Luego, si el individuo es tipificado por m edio de roles, él es tam bién
otra cosa, no se resume solam ente a su dim ensión social, ya que «la vida
no es enteramente social»” . Finalm ente, la vida en sociedad se desarrolla
como si cada elemento estuviera predeterm inado por posiciones objetivas
en la jerarquía social, independientem ente del deseo de los individuos.
Se comprende fácilmente que se trata ciertam ente de una de las primeras
versiones de lo que en lo sucesivo se convertirá en el paradigma interaccionista
y de m anera m ás amplia de la preocupación por un nivel m icrosociológico.
En todo caso, para Simmel, esta concepción de la posibilidad de la sociedad
se basa en la necesidad de las tipificaciones sociales de uno m ism o y de
los demás; sobre la existencia de estructuras y roles independientes de los
hombres que, si no los aprehenden totalm ente, son indispensables para la
vida social. No hay posibilidad de socialización total del hom bre. U na parte
de él queda siempre afuera de la vida social, lo que permite com prender que
el individuo es siempre m ás que la adición de todas sus m anifestaciones. En
cada interacción el individuo es aprehendido solam ente bajo un aspecto, sin
que sus otras determ inaciones personales sean en lo mínim o consideradas.
¿Cómo no ver entonces en esta representación todo lo que esta le debe a
la escisión m atricial de la m odernidad? Tanto m ás cuando, al fin al de su
ensayo, el mismo Simm el señala el carácter fundam entalm ente aleatorio de
la sociabilidad humana, donde la especie humana habría podido escoger una
forma de vida no social, como es el caso en ciertas especies animales. Obser­
vación extraña y un tanto cándida. Y no obstante, tam bién da testim onio de

Boudon, prefacio a G eorg Sim mel, Les problém es de la philosophie de l'histoire, 12.
18 G eorg Simmel, «Digression sur le problém e: com m ent la société est-elle possible?»
(1908), en Patrick Watier, ed., Georg Simmel, la sociologie et l'expérience du monde moderne
(París: Méridiens Klincksieck, 1986), 21-4 6 .
19 Ibíd., 34.
la distancia enorme que para Simmel se establece fenomenológicamente en
la m odernidad entre el sujeto y el mundo: como se experim enta a distancia
de las form as sociales, puede incluso, por ociosa que parezca la cuestión,
interrogarse sobre el carácter azaroso de la vida en común.

El dinero

Pero sin duda que en el estudio y el interés determinantes que Simmel


otorga al dinero es donde se dejarán sentir con m ás fuerza esta necesidad
y los efectos de la mediación. Principio universal de intercambio, el dinero
es el símbolo m ismo de todas las m ediaciones. Todo su sentido es expresar
la relación de valor de los objetos entre ellos, poniendo en posición de
igualdad cosas desiguales. El dinero, al unlversalizar el valor y favorecer el
intercambio, pasa a ser incluso el representante por excelencia de la tenden­
cia cognitiva de toda la ciencia m oderna y sobre todo de la vida moderna, a
saber, «la reducción de las determinaciones cualitativas a determinaciones
20
cuantitativas» .
El dinero es la m anifestación m ás visible del ser universal, «según la
cual las cosas tom an sentido unas en contacto con otras y deben su ser y
su ser-así a la reciprocidad de las relaciones, en las que están inmersas» .
En la vida social el hom bre está som etido a una evaluación constante.
Incluso, dirá entonces Simmel, «es un anim al proclive al intercambio», es
decir, definido por el carácter específico de la objetividad, «esta facultad de
considerar y de m anipular los objetos colocándose m ás allá del sentimiento
y de la voluntad subjetivos» . De hecho, mediante la m ediación del dinero
y a través de la serie de intercambios, el valor transciende a los individuos,
pasa a ser supraindividual, sin pasar a ser, sin embargo, una realidad propia
del objeto real. Esta es la razón por la cual la influencia del dinero en el día
a día da form a a una sociedad que pasa de las relaciones directas con los
objetos a la m ediación m ediante los sím bolos. Sin embargo, a Simm el le
cuesta concebir esta tendencia de la evolución histórica, com o algo que
pueda realizarse a cabalidad*3. Para él, la transición de la función monetaria

20 Simmel, Philosophie de l'argent, 336. Sobre este punto, Moscovlci tiene razón en subrayar
la fu erte sem ejanza del diagnóstico de Husserl sobre la crisis del humanismo europeo
con la interpretación dada al respecto, desde 19 0 0 , por Simmel. Cf. Serge Moscovici,
La machine á fa ire des dieux (París: Fayard, 1988), 367-369.
21 Simmel, Philosophie de l'argent, 122.
22 Ibíd., 355-
23 Para una lectura crítica de las Indecisiones de Simmel, cf. Aldo J. Haesler, Sociologie de
l’argent et postmodernité (Ginebra: Droz, 1995), 127 y ss.
al sím bolo m onetario, su liberación absoluta de todo valor sustancial, le
parece «técnicamente inviable»24. En realidad, lo que él no acepta son las
consecuencias morales de un estado tal de cosas. Pero una vez expresada esta
restricción, Sim m el está consciente de la evolución general de la sociedad
hacia la disolución de lo sustancial. Sobre este punto, sin embargo, Simmel,
que escribe a com ienzos del siglo XX, tendrá una sensibilidad radicalmente
diferente a sus sucesores. Para él, la despersonalización que introduce el
dinero en el m undo va de la m ano con una relación de confianza creciente
de los individuos con las altas esferas sociales centralizadas.
Como lo medular del análisis se ubica a nivel del dinero, es evidente que en
su visión de la econom ía la prim acía recae en las relaciones de intercambio
y no en las relaciones de producción. Paradigma de la m ediación, el dinero
permite dar cuenta del alejamiento de las m etas y de las diversas etapas que
hay que atravesar con el fin de poder cum plirlas. El dinero se inserta en la
cadena de las m etas com o un m iembro interm edio que perm ite en todo
m om ento convertir bienes. «Así com o mis pensam ientos deben adoptar
la form a de una lengua de com prensión general para prom over mis m etas
prácticas mediante este rodeo, es por eso que m i acción o mi posesión de­
ben adquirir la form a del valor m onetario para favorecer la progresión de
mi voluntad». El dinero es un punto de transición obligado para alcanzar
objetivos «que perm anecerían inaccesibles a un esfu erzo directam ente
dirigido hacia ellos»25. El dinero es una m ediación necesaria y al m ism o
tiempo la prueba, en lo cotidiano, de una separación irreprimible. M edia­
dor universal de las cosas y de los hom bres, es el sím bolo por excelencia
del movimiento absoluto del universo. El dinero «en cuanto descansa, ya
no es dinero», a tal punto, a ojos de Sim m el se define como «un continuo
despojo de sí mismo» .
El dinero es el m ejor sím bolo de la relación relativista del hombre con el
mundo, ya que es en realidad el soporte activo y el reflejo sim bólico de lo
que une y desune la vida social y la vida subjetiva. A través de él, Sim m el
trata de lograr establecer una relación entre los elem entos m ás fragm enta­
rios o superficiales de la vida y las tendencias m ás profundas y esenciales
de la sociedad.

24 Simmel, Philosophie de l’argent, 176.


25 Ibíd., 243.
26 Ibíd., 660.
El extranjero como símbolo de la mediación

Para comprender cómo la figura del extranjero pasa a ser el gran símbolo
humano de la mediación moderna, es necesario reubicar este texto en med io
del ensayo más general de Soziologie (1908). Queda entonces en evidencia
que el tema del extranjero es una figura de síntesis entre la vida errante y el
apego a un lugar, es decir, una forma de mediación del grupo consigo mismo.
Contrariamente entonces a lo que se ha convertido a veces esta figura, a saber,
un símbolo de la marginalidad, en Simmel es un sinónimo de mediación y,
tanto más que ella implica en sus relaciones con los otros, un vínculo entre
el desapego y la objetividad. El extranjero no se define ni por su deambula 1
ni por el sedentarismo, sino que como una mediación entre estas dos carac­
terísticas. Esta es la razón por la cual, en la historia económica, tan a menudo
hace su aparición como comerciante27. Su rol, al interior de una comunidad,
es ante todo la de un intermediario a través del cual se instala toda una red
de intercambios. Aunque la asociación puede parecer por momentos abusiva,
el extranjero de Simmel se dota de muchos rasgos propios del dinero, ya que,
«reducido al comercio intermediario, y a m enudo a la pura finanza, como
si esta fuera su form a sublim ada, adquiere su característica específica: la
movilidad» . El extranjero interactúa con los individuos que lo rodean, pero,
sin raíces, él no tiene ningún vínculo orgánico con ellos. Dada su objetividad,
ya que está desprovisto del lastre de los particularismos y de las parcialidades
del grupo, puede recurrir a m odelos más objetivos y está menos obligado a
someterse a la tradición. Con el extranjero entablamos sobre todo relaciones
más abstractas, las interacciones con él son interpretables en categorías más
generales, menos marcadas por los vínculos orgánicos. Como con el dinero,
la relación con el extranjero está marcada por la movilidad, la objetividad y
la abstracción. Ciertamente, el extranjero es también una figura ambivalente,
como lo es por otra parte el dinero mismo, pero él es ante todo un símbolo d e
la mediación en el seno del grupo del interior y del exterior. En su caso, con
él, las similitudes generales predom inan sobre las relaciones particulares
Como el dinero, circunscribe lo que hay de m ás universal al interior de un
grupo y, al mismo tiempo, y por eso mismo, no puede haber con él intimidad
total. Esta es la razón por la cual es siempre m ás un tipo que un individuo
El extranjero representa fielmente este triunfo de la cultura objetiva sobre la

27 Simmel había ya abordado la figura del extranjero, a través de la historia económic j


de los com erciantes judíos, en la Philosophie de l’argent, 262-268.
28 G eorg Simmel, «Digressions sur l’étranger» (1908), en Yves Graefm eyer e Isaac josepli,
eds., L'école de Chicago (París: Aubier, 1984), 55.
cultura subjetiva, la necesidad absoluta del desapego entre los contenidos
y las formas. En síntesis, a través de la relación particular que el grupo sos­
tiene con el extranjero, el grupo logra, por su mediación, recrear su relación
consigo mismo.

III. La vida es am bivalen te

Simmel se interesa especialmente en los efectos retroactivos de los cam­


bios que han acontecido a los individuos en la modernidad y, sobre todo, en
la estrecha correlación entre la economía m onetaria, la individualización y
la ampliación de la esfera social. Una correlación que, en el seno de la mo­
dernidad, va a dar origen a toda una serie de ambivalencias. Como lo señala
el mismo Simmel:

A la multiplicidad de aspectos de nuestro ser, a esta unilateralidad que


busca una solución, y que caracteriza toda expresión singular, abstracta,
de nuestra relación con el mundo, responde el hecho — o el efecto— de
que ninguna expresión de este tipo es satisfactoria, ni de manera general ni
sostenida, y que cada una encuentra por lo general la forma de desarrollarse,
históricamente, por una afirmación contraria; lo que engendra, en un
sinnúmero de individuos, oscilaciones inciertas, mezclas contradictorias,
o una aversión hacia los principios aglutinantes” .

A diferencia de Weber, fascinado ante todo por los múltiples movimientos


de inversión de sentido propios de la m odernidad, Sim m el se ve m ás bien
atraído por las oscilaciones de los hombres y la ambivalencia innata que ella
engendra. Entre la preponderancia de una conciencia clara e inteligente y las
inquietudes secretas que se vengan de toda imagen triunfante del hombre
moderno, nace «un oscuro sentimiento de tensión y de nostalgia sin objeto»30.

La ¡ntelectualización de la vida

El interés de Simmel por el dinero le permite com prender en profundi­


dad algunas grandes evoluciones de la vida moderna3’. Primero que todo, y

29 Simmel, Philosophie de l’argent, 96.


30 Ibíd., 622.
31 A tal punto que uno d esú s contemporáneos, Goldscheid, pudo decir que «ciertos pasajes
de la Philosophie de l’argent se leen com o una traducción de la discusión económ ica de
Marx en el lenguaje de la psicología». Citado en Serg e M oscovici, La machine á fa ire
des dieux, 32 1.
del hecho que la progresión del intercambio monetario impulsa hacia una
utilización cada vez más extensa de sustitutos y símbolos que ya no tienen
ninguna relación material con las realidades que ellos representan, el dinero
pasa a ser un puro símbolo. Lo que implica un formidable incremento de los
mecanismos psíquicos, pero especialmente obliga al intelecto a convertirse en
la más preciosa de las energías psíquicas. «El incremento de las capacidades
intelectuales de abstracción caracteriza la época donde el dinero, cada vez
m ás, pasa a ser puro símbolo, indiferente a su valor propio»32. La vida coti­
diana se ve trastornada por él. La intelectualización de la vida contrasta en
efecto fuertemente con los impulsos de naturaleza más afectiva de las épocas
anteriores. La vida está sometida a imperativos crecientes de precisión y de
delimitación; hay que calcular, determinar, pesar, reducir los valores cualita­
tivos en cifras cuantitativas. La expresión cifrada pasa a ser el ideal de la vida
moderna, completamente sometida a la influencia del rigor y de la exactitud.
La intelectualidad, comprendida en este sentido, no es entonces otra cosa
que el «representante subjetivo de la organización objetiva del mundo»33.
Pero el incremento de los rasgos objetivos propios del hombre moderno no
está exento de ambivalencia. Por un lado, gracias a la intelectualización de la
vida y a la intensificación de la estimulación nerviosa, características de las
grandes metrópolis, la conciencia y la sensibilidad de los individuos ante la
diferencia, especialmente aquella de las experiencias de un instante al otro, no
hacen más que exacerbarse. Pero por otro lado, esta misma intelectualización
engendra un principio de defensa de la subjetividad, por cuanto el hombre
pasa a ser calculador, cada vez más racional, sometido a la influencia de lo
cuantitativo, incluso indiferente a todo lo que es propiamente individual34.
Al final, «mientras más la vida social se rige por la economía monetaria, más
se imprime eficaz y distintamente, en medio de la vida consciente, el carácter
relativista del ser»35. Para Simmel, el movimiento de intelectualización de la
vida introducido a través del dinero contiene indisociablemente elementos
de emancipación y realidades opresivas. Mediante el dinero, en efecto, el
individuo se emancipa de las form as tradicionales de dominación, pero con
el precio de una instrumentalización creciente de la vida y el riesgo al final
de quedar simplemente hastiado36.

32 Sim mel, Philosophie de l'argent, 157.


33 Ibíd., 5 4 6 -547.
34 Simmel, «Les grandes villes et la vie de l’esprit» (1903), en Philosophie de la modernité.
233-252.
35 Sim mel, Philosophie de l’argent, 662.
36 Esta am bivalencia es igualm ente reconocible en la interpretación, muy personal, muy
contrastada, que Simmel da del socialism o que «es al mismo tiem po racionalismo y
Liberación y dependencia

La vida m oderna transform a las relaciones entre los hom bres. El dinero,
en la m edida en que «se interpone entre las cosas y el hom bre, permite a
este una existencia cuasi discreta, libre de toda consideración directa por
las cosas, de toda relación directa con ellas, libertad sin la cual nuestra
interioridad no lograría ciertas posibilidades de desarrollo»37. Pero esta
tendencia no es unívoca. A m edida que se acentúa el desapego frente al
mundo, y que todo se puede vender y comprar, el individuo está obligado a
encontrar en los objetos m ism os esta solidez, esta fuerza que ya no siente
en sí mismo. Se libera de las cosas por el dinero, pero pasa a depender cada
vez m ás de sus posesiones concretas . M ientras m ás las relaciones dejan
de situarse bajo una dependencia personal, se afirm a m ás la libertad indi­
vidual y, al m ismo tiempo, el dinero degrada m ás la personalidad, como lo
muestra Simm el a propósito de la prostitución. En realidad, la transición de
un régimen de trabajo de form a personal hacia una form a objetiva agrava
la situación del subalterno, pero aumenta tam bién su libertad, por cuanto
esta supone irregularidad, imprevisibilidad y asimetría. El individuo es cada
vez m ás dependiente de las actuaciones de un núm ero siempre creciente
de individuos y, al m ismo tiempo y del m ism o modo, es cada vez m ás in ­
dependiente de cada individuo, y de las personalidades que se esconden
detrás de estas actuaciones.
Esta liberación de los individuos de su sujeción personalizada en beneficio
de form as m enos inm ediatas de dependencia refuerza otro movimiento.
El individuo m oderno está obligado a autogobernarse y autorregularse de
manera inversam ente proporcional a sus capacidades y a sus recursos: «Es
un rasgo constante de nuestra sociedad el plantear exigencias m ás altas,
en m ateria de firm eza de carácter y de resistencias a las tentaciones, pre­
cisamente a aquellas personas que ella priva m ás de las condiciones de la
moralidad»39. Es así, por ejemplo, que se solicita al proletario hambriento
más respeto por la propiedad del otro que a los barones de la bolsa, como
ííim ism o m odestia y honestidad al trabajador, al m ism o tiem po que se le
«educe con la tentación del lujo. La am bivalencia de los hom bres se con­
funde con la am bivalencia de la dom inación moral: el deber es tanto m ás
estrictamente impuesto en cuanto el ejercicio es complicado. Desde Simmel,

reacción al racionalism o». Cfr Ibíd., 433.


|J> Ibíd., 601.
|l Ibíd., 5 12.
11 Georg Simmel, «Quelques réflexions sur la prostitutlon dans le présent et dans l’avenir»
(1892), en Philosophie de l'amour (París: Rivages, 1988), 21.
esta tendencia a la interiorización de la dom inación social, bajo form a de
autocontrol de las tentaciones a las cuales los individuos no dejan de estar
expuestos, ha pasado a ser un rasgo importante de la modernidad. Libre, el
individuo debe ser amo de sí m ismo y tanto m ás amo de sí en cuanto que
no tiene los recursos necesarios para hacerlo.

El individualismo y el grupo

El individuo vive en el cruce de múltiples vínculos sociales, en múltiples


esferas. El interés que Simmel concede al proceso de diferenciación social
viene de sus consecuencias para el individualismo moderno. El mismo Emite
Durkheim comentaba ya esta diferencia entre sus enfoques de la diferenciación
social: para Simmel, dice, «no se trata de la división del trabajo especialmente,
sino que del proceso de individuación, de una manera general»40. Mientras
más pertenece el individuo a diferentes círculos sociales, más vive un proceso
ambivalente de emancipación individual.
En el centro de este proceso, los riesgos de fragmentación del sujeto son
constantes. La modernidad es a la vez la posibilidad inaudita de la exploración
de nuevas dimensiones del individuo y el riesgo, insospechado hasta enton­
ces, de extraviarse en la fragm entación de sí mismo. La individualización
de las formas interiores y exteriores de vida, como asimismo la disolución
consecutiva de los lazos originarios, favorecen las relaciones diferenciadas
con realidades autónomas. Desde el punto de vista del espacio, ellas favorecen
un alejamiento del hombre de los círculos más cercanos y un acercamiento a
los m ás alejados, como lo atestiguan los análisis dedicados por Simmel a los
paisajes4'. Desde el punto de vista temporal, las realidades también tienden
a hacerse autónomas y a fragmentarse, como lo demuestran especialmente1
la «aventura» que rompe la rutina de la vida o el hecho de que el acontecí
miento que quiebra la unidad de una vida pueda ser experimentado como
siendo vivido por otra persona42. Y no obstante, a pesar de todo, el individuo,
cada individuo, a pesar de una existencia fragmentaria e insuficiente, logra a
menudo construirse un sentido y una coherencia43.
La relación aparentem ente m onolítica del individuo con la sociedad se
quiebra en beneficio de una multiplicidad excentrada y heterogénea de reía
ciones diversas entre individuos y una pluralidad de grupos sociales. Simmel
establece incluso una correlación entre la extensión del grupo y el desarrollo

40 Emile Durkheim, La división du cravail social (París: PUF, 1986), 9, nota 2.


41 Simmel, «Philosophie du paysage» (1913), en La tragédie de la culture, 231-245.
42 Sim mel, «L’aventure», en Philosophie de la modernité, 30 5 -32 5 .
43 Sim mel, Philosophie de l'argent, 577.
de la individualidad, entre estos dos movimientos y la extensión de los senti­
mientos cosmopolitas. El individuo surge como individualidad en el cruce de
los diferentes círculos, ya que la combinación producida puede ser diferente
en cada caso. Pero el individuo puede también encontrarse atrapado entre
tendencias opuestas, como cuando form a parte, al m ism o tiempo, de dos
grupos violentamente opuestos. El balance es ambivalente: a la vez conflicto
y oscilación, pero también expansión y enriquecimiento de la vida .
El hecho de estar atrapado en estas dem andas en aumento y heterogé­
neas no explica por sí m ism o la fragilidad de la individualidad m oderna.
Esta situación, de hecho, no es m ás que un mínimo peligro comparado con
la formidable superación del espíritu subjetivo por el espíritu objetivo. Un
fenóm eno que im plica la sum isión creciente del individuo a contenidos
y dem andas im personales, y que lo obliga a exagerar las m anifestaciones
exteriores de su personalidad con el fin de hacer sim plemente visibles su
singularidad y su diferencia. La atrofia de la cultura individual no es m ás que
una consecuencia de la hipertrofia de la cultura objetiva45, la preocupación
extrema de la expresión singular y auténtica de sí, que por otra parte se ve
favorecida por una estructura social diferenciada que permite una m ayor
individualización de los sujetos.
Nada m uestra m ejor este desplazam iento norm ativo de la prim acía de
la sociedad hacia el individuo, que la inversión que constata Simm el de las
relaciones entre el amor y el matrimonio. Si bien en un comienzo el amor fue,
a veces, una consecuencia del matrimonio, en lo sucesivo el matrimonio es
una consecuencia del amor. La evolución, que parte del interés social y de la
/ 46
norma, erige cada vez m ás el interés del individuo en un solo y único criterio .
En el fondo, son los individuos quienes deben tram ar sus encuentros como
consecuencia de su formidable proceso de individualización. El m atrim o­
nio como alianza entre dos patrim onios cede el paso a la unión entre dos
individualidades. Por lo dem ás, es posible leer m uchos análisis precisos y
microsociológicos de Simmel en esta perspectiva: el significado del conflicto
como parte indispensable de toda unidad47, o al secreto com o expresión de
48 ,
la necesidad de opacidad propia de los hombres y de los grupos , o m as aun,

44 Simmel, «La différenciation sociale» (1894), en Sociologie et épistémoiogie, 214.


45 Sim mel, «Les grandes villes et la vie de l’esprit» (1903), en Philosophie de la modernité,
2 50 -251.
46 Simmel, «Sur la sociologie de la fam ille» (1895), en Philosophie de l’amour, 4 1-4 2 .
47 G eorg Sim m el, Le conflit (Strasbourg: Circé, 1992). Para una célebre aplicación del
análisis sim m eliano del conflicto, cf. Lewis Coser, Lesfonctions du conflit social (París:
PUF, 1982), especialm ente 19-88.
48 Georg Simmel, Secret et sociétés secretes (Strasbourg: Circé, 1991).
la im portancia que le otorga al rol del tercero en la socialización humana.
Finalmente, y tal vez sobre todo, el análisis que Simm el hace de la moda, en
su doble dirección hacia la im itación social y la distinción individual, da un
buen testimonio del doble deseo de superar una distancia con los otros y
al m ism o tiempo conservarla; encuentra especialm ente en ella una expre­
sión sintomática de la irritabilidad nerviosa de la vida moderna, del doble
atractivo de lo nuevo y de lo perecible49. Simm el deja entender a veces que
el individuo puede utilizar estos aspectos para obrar con astucia: puede así,
por ejemplo, abandonar su apariencia al avasallamiento colectivo de la moda,
con el fin de salvar su libertad interior50. El hombre m oderno busca en la
fugacidad el remedio a la inquietud que esta misma fugacidad produce en él.

El hastiado como símbolo de la ambivalencia

Es difícil extraer una figura por antonomasia de la ambivalencia de la vida


para Simmel, por cuanto esta actitud atraviesa gran número de sus descrip­
ciones de los estados psíquicos. Sin embargo, el hastiado es particularmente
pertinente5'. Por el hecho mismo de la formidable diferenciación de la vida y
de los estímulos nerviosos a los que está sometido, el hombre hastiado termina
por parapetarse en una actitud que le hace sentir como vanos el significado y
el valor de las diferencias entre las cosas. Es de cierta forma el reflejo subjetivo
e interiorizado de la economía monetaria, al igual que de la vida en las grandes
metrópolis. Para él todas las cosas son apagadas y grises. La indiferencia, m á s
que la devaluación del valor de las cosas, lo caracteriza. Es asaltado por la íntima
convicción de que se pueden adquirir los múltiples bienes de la existencia pol­
la m ism a suma de dinero. El hastío persigue más a los ricos, desprovistos de
la obligación de la individualización del esfuerzo para obtener tal o cual bien.
De allí se desprende la avidez del individuo hastiado por los incentivos y las
excitaciones, por la rapidez de la alternancia de los momentos, con el fin de
distraerse un poco de su visión apagada de la existencia. La impregnación
de la econom ía m onetaria engendra este sentim iento de indiferencia y el
dinero pasa a ser el nivelador m ás temido de todas las cosas. Pero este no es
el único culpable, sobre todo en la experiencia de los ricos. Para Simmel, el
hastío es el fenómeno del alm a «más indiscutiblemente reservado a la gran
urbe». Y parece concluir entonces de m anera negativa: «Con la civilización

49 G eorg Simmel, «La m ode» (1895), en La tragédie de la culture, 89-127.


50 Ibíd., 115.
51 Cf. sobre este punto los com entarios en Jean-M arie Baldner y Luden Gillard, d i r . ,
Simmel et les normes sociales (París: L'Harmattan, 1996).
monetaria, la vida pasa a ser tan prisionera de sus propios medios que, con
toda naturalidad, para librarse de sus fatigas, recurre a un medio puro y simple,
Incluso guardando silencio sobre su propia finalidad, me refiero a lo que es,
lisa y llanamente, “excitante”»” .
Sin embargo, estar hastiado es una actitud ambivalente, primero que todo
porque al apelar a la excitación, esta produce una form a extrema de subjeti­
vismo en contra de la objetivación creciente del mundo. Más profundamente,
si por la indiferencia es también una protección del individuo respecto de la
sobreexcitación a la cual él está expuesto en una gran urbe, es una «medida
de autoconservación de ciertas naturalezas a expensas de la devaluación de
todo el mundo objetivo»53. Una actitud que puede ciertamente acarrear con el
tiempo una devaluación idéntica de sí mismo, pero que resulta indispensable
para evitar la atomización del individuo. La multitud de las interacciones
propias de la gran urbe fuerza a una diferenciación interna de la vida de in­
tercambio, a la constitución «de una pirámide de simpatías, de indiferencias
y de aversiones de una especie muy breve o muy durable». Cierto, esta reserva
no es necesariamente el hastío, ya que ella es menos intensa aunque es igual­
mente generalizada, pero es en la expansión de estas actitudes que se halla
el criterio por excelencia de la socialización urbana y moderna: el hecho de
establecer las distancias y los alejamientos, como también la intensidad y la
dosificación de nuestras implicancias, elementos sin los cuales «no podríamos
lisa y llanamente llevar este tipo de vida»54. La fuerza del análisis de Simmel es
haber comprendido que detrás de un comportamiento caracterizado por una
dominante psicológica melancólica se escondía un factor de integración social .

IV. La vida está desgarrada

La tragedia de la cultura

Para Simmel, más allá de las mediaciones de las cuales la vida no podrá
prescindir, e incluso de las múltiples ambivalencias que él reconoce en la situa­
ción moderna, es necesario reparar en el desgarro irreprimible del individuo .

92 Simmel, Philosophie de l'argent, 310 .


13 Simmel, «Les grandes villes et la vie de l’esprit» (1903), en Philosophie de la modernité,
241.
M Ibíd., 242.
53 Lílyane D eroche-Gurcel, Simmel et la modernité (París: PUF, 1997), 2 10 y 242.
Si Es cierto que esta visión se reforzó fuertemente en el último período de la vida intelectual
de Simmel, lo que permitió a Jankélévitch hablar de él com o «un filósofo de la vida»
estableciendo más de un vínculo con la obra de Bergson (cf. Vladimlr Jankélévitch,
A l mismo tiempo que la vida siempre está en él, de una m anera inmediata y
energética, solo la conoce en formas siempre específicas, formas que, desde
el momento que son empleadas, se revelan como pertenecientes a un orden
completamente distinto, afirm ando incluso una consistencia superior con
la vida misma. El contraste es evidente «entre la vida subjetiva que no tiene
descanso, pero limitada en el tiempo, y sus contenidos que, una vez creados,
son inmutables pero intemporales»57. Las formas se tom an fines en sí, pasan ti
actuar por su propia fuerza, fuera de su inserción en la existencia, indiferentes
a la vida que en origen las hizo nacer y que las ha comandado. El hombre es
la fuente originaria del sentido, pero está atrapado a la vez en un torbellino
de significados que lo sobrepasa. Como lo resume Franqois Léger: la vida «es
creación de algo que se le convierte en algo extraño, la cual produce un mundo
objetivo en el cual ella se pierde, pero con el cual form a no obstante una uni
dad, ya que se modela a la imagen de lo que ella misma ha creado»5'. La vicia
en su pura inmediatez es fuerza sin forma, pero la form a finalmente, gracias
a su consistencia durable, pasa a ser la m anifestación principal de la fuerza
La noción de cultura tiene aquí un significado preciso. Ella remite a un
estado de perfección del alma, la que, a diferencia de otras manifestaciones
puramente interiores (la experiencia religiosa, lapurezam oral), para alcanzar
su expresión suprema necesita pasar por las creaciones del trabajo de la meni e
humana. En este movimiento existe siempre un riesgo de extravío. Ahora bien,
Simmel es también sensible, aunque solo sea a raíz de la influencia que el arte
tiene en él, ante el genio de ciertas épocas que favorecen el surgimiento de
formas capaces de acoger de manera armoniosa, al m enos durante un cierto
lapso de tiempo, la vida en sí. Sin embargo, está consciente del carácter pasado
de estas armonías y convencido de que tarde o temprano la contradicción es
inevitable, y que la vida recupera sus derechos. En síntesis, la cultura nace «del
encuentro de dos elementos, que no la contienen ni uno ni otro: el espíritu
subjetivo y las creaciones de la mente objetiva»5’ . Se debe insistir sobre este
punto: sea cual sea la oposición entre la mente subjetiva y objetiva, la unidad
de la cultura siempre pasa a través de ambas; la expresión del sujeto pasa
por realidades objetivamente espirituales, y estas a la vez deben permitir la
transición en ella del camino del alma. La cultura es siempre síntesis.

«Georg Simmel, philosophe de la vie» (1925), retom ado en Simmel, La tragédie de lu


culture, 11-85). Sin em bargo, y com o lo hemos visto a lo largo de todo este texto, Id
distancia m atricial recorre toda su obra y encuentra en la sociología, sin duda, su
expresión más acabada.
57 Sim mel, «Le concept et la tragédie de la culture» (1911), en La tragédie de la culture, 17V
58 Léger, La pertsée de Georg Simmel, 303.
59 Sim mel, «Le concept et la tragéd ie de la culture», en La tragédie de la culture, 184.
Esta es la razón por la cual, para expresar este desgarro, Simmel no escogerá
en realidad la palabra alienación, sino que prefiere la noción de objetivación.
Sin embargo, con la condición de comprender que si ella designa la inevita­
ble salida de sí mismo, no presupone necesariamente un retom o hacia sí en
una forma superior de síntesis, como lo deseaba Hegel al ñn del desarrollo
del Espíritu. Ahí en donde M arx ve una falla específica propia del mundo de
producción capitalista, Simmel concibe una dicotomía propia de la condición
humana. La atribución del valor de fetiches a los objetos económicos en la era
60
de la producción mercantil no es entonces, a lo sumo, sino un caso particular .
Para Simmel, la tragedia de la cultura no es ni una forma histórica específica de
alienación susceptible de ser superada por el desarrollo mismo de la historia ni
tampoco, salvo tal vez en algunas experiencias singulares, una diversidad de
manifestaciones objetivas que permitirían al final la recuperación del control
por parte del sujeto. Su concepción del mundo se afianza, como bien lo ha
señalado Fran<;ois Léger, en una «dialéctica sin síntesis» .
El individuo debe superar el conflicto entre la vida y la cultura sin ser
capaz de ello completamente. Esta concepción trágica de la vida permitió a
Georg Lukács caracterizar la obra de Simmel como una filosofía del impre­
sionismo, es decir, una filosofía de la transición, incapaz de lograr un cierre,
pero por el contrario, atravesada por el rechazo de las formas rígidas con el
fin de abocarse a la plenitud de la vida. Toda form a es siempre, para el im­
presionismo, a la vez demasiado rígida en sí misma y demasiado débil para
restringir el movimiento abundante de la vida. Cada posición es necesaria e
incondicional, pero ninguna logra abarcar la totalidad de la vida. Esta es la
razón por la cual Lukács dirá que la sociología de Simmel no es en sí más que
una experiencia, una transición, el reflejo de una percepción intensificada de
la realidad, desprovista de la capacidad de superarla y de lograr una visión
global de la sociedad . El conflicto entre la unidad desgarrada y la totalidad
reencontrada atravesará todo el siglo XX. Pero Simmel verá en la cultura la
esencia misma de lo trágico, tal como lo dice en su Testamento filosófico: «Un
destino es orientado de m anera destructiva contra el deseo de vivir de una
existencia, contra su naturaleza, su sentido y su valor — y al mismo tiempo se

<0 Ibíd., 207.


61 Léger, La pensée de Georg Simmel.
62 Georg Lukács, «En souvenlr de G. Sim mel» (1918), nota final en Simmel, Philosophie de
l’amour, 187-194. Lectura por lo dem ás mucho más justa y fiel que el ataque propinado
por Lukács contra la obra de Simmel en La destruction de la raison (1954), 1. 1 (París:
L'Arche, 1958), 43-5 9 -
D igitaliza do por A lito en el E stero P rofundo

percibe que este destino proviene de la profundidad y de la necesidad misma


. 63
de esta existencia» .

La crisis de la cultura moderna

Si bien el conflicto es metafísico y lleva al final a una concepción del hom biv
y del mundo que se aproxima au n análisis existencial, Simmel se empeñará v11
delimitar, en medio de esta representación global de la tragedia de la cultu ra,
lo que corresponde propiamente a la situación de los modernos. La metafísica
es así, a la vez, prolongada y redirigida por la sociología.
Si la vida en su movimiento siempre termina percibiendo la forma como
algo en oposición latente con ella, la modernidad experim enta un conflicto
generalizado entre la vida y las formas. Se trata de una «nueva fase del antiguo
conflicto que ya no es el conflicto de la forma que la vida confiere actualmente,
en contraste con la forma antigua que pierde vida, sino que el conflicto de la
vida contra la forma en general, contra el principio de la forma»64. La mera
inmediatez de la vida pretende acceder a la expresión sin mediación, supera r
todos los obstáculos, con el fin de desahogarse de m anera creadora. La vida
se distancia de estas form as en todos los ámbitos de la vida moderna. Los
ejemplos son abundantes. En el expresionismo, por ejemplo, Simmel reco
noce esta voluntad que apunta a prolongar de m anera inmediata la emoción
interior; pero la encuentra también en el movimiento de la vida erótica para
em anciparse de las form as y de las coacciones en las cuales a menudo ha
estado encerrada, esquemas generales que no pueden vivirse más que como
violencias hacia sus encam aciones particulares. Simmel es extremadament c
sensible al peligro inevitable que asedia a todas estas expresiones de la vida
en toda su desnudez. Ellas term inan a menudo por limitarse a manifestado
nes desprovistas de toda expresión, por paralizarse, paradojalmente, en un
caos de formas atomizadas, como él lo constata a propósito del futurismo.
Obviamente, aquí se encuentra una de las experiencias m ás recurrentes de la
modernidad, por otra parte siempre enunciada, a pesar de la multitud de auto
res y de períodos, mediante fórm ulas verbales bastante semejantes; «Hay allí
por parte de la vida una voluntad apasionada de expresarse que no encuent ra
lugar en las formas tradicionales sin haber aún encontrado nuevas formas» '

63 Sim m el, «Testam ent philosophlque» (extraído de un diario postum o publicado cu


1923), en Philosophie de la modernité, t. 2 ,2 9 5 .
64 Sim mel, «Le conflit de la culture m oderne» (1918), en Philosophie de la modernité, 1 . 1,
232.
65 Simmel, «La crise de la culture» (1916), en Philosophie de la modernité, t. 2 ,2 7 8 . La cit.i
de Simmel se prolonga: «Y que, por esta razón, desea encontrar su sola posibilidad en
la negación de la form a, o en una form a recóndita de una forma casi tendenciosa».
Muchas realidades sociales de la vida moderna pueden interpretarse a partir
de este desgarro, como ya era el caso, por ejemplo, en el matrimonio, respecto
del cual el espíritu objetivo, las formas sociales, han quedado rezagadas en
relación con los espíritus subjetivos, con las nuevas condiciones de vida que
se creaban para las mujeres de la burguesía al fin del siglo XIX : una distancia
que favorece el surgimiento bruto de la vida.
Buscando la originalidad de los m odernos, Sim m el revela la pasión de
expresar su propia vida real, pero también la búsqueda de una prueba, casi
una búsqueda de certeza, que se trata efectivamente de su propia expresión.
Solo así la vida tiene el sentimiento de no haber sido traicionada al tomar
prestadas formas que le serían externas. De m anera inversa al arte, donde es
posible encontrar en algunos individuos la manifestación de la universalidad
del hombre, el dilema de la modernidad impulsa m ás bien a los individuos
hacia una exigencia de unicidad cualitativa, hacia la búsqueda de un carácter
irreemplazable (lo que, mucho después de él, otros llamarán el narcisismo del
hombre moderno): «No se trata ya de que uno sea en general un ser particular
libre, sino de que uno sea este ser determinado y no un ser intercambiable» .
Hay una posibilidad de rebelión «romántica» siempre latente en el corazón
del individuo de la modernidad. El hombre se siente perturbado por un gran
número de contenidos objetivos y de exigencias materiales, piensa incluso
hallar su ser personal y natural deshaciéndose de los círculos de sociabili­
dad; sin embargo, y Simmel prefigura ya lo que Goffm an dirá más tarde, «el
aspecto personal no constituye al hombre sociable en toda su singularidad y
su integridad naturalista, sino que solamente a costas de cierta reserva y de
una estilización» . El hombre moderno está atrapado en esta tensión: debe
cumplir con roles, utilizar form as sociales, sin poder jamás lograr coincidir
totalmente con ellas. El individuo entonces en todo momento corre el riesgo
de renunciar a toda form a exterior y replegarse sobre su propia subjetividad
inmediata.
El hecho de que el individuo esté obligado a enfrentar un sinnúmero de
objetivaciones del espíritu, conduce también a un segundo peligro. El hom ­
bre, frente a todas sus m anifestaciones del espíritu objetivo, puede sentirse
«como enfrentando a imperios gobernados según sus propias leyes que tratan
de convertirse en el contenido y la norma de nuestra existencia individual,
que no sabe dem asiado bien qué hacer con ellas y las resiente bastante a

66 Simmel, Philosophie de l’argent, 5 9 5 -


67 Simmel, «L’individu et la liberté», en Philosophie de la modernité, 3 0 0 .
68 Simmel, «Questions fondam entales de la sociologie» (1917), en Sim mel, Sociologie et
épistémologie, 128.
menudo como una carga y una fuerza contrarias»69. Tiene la impresión de
ser como aplastado por una infinidad cuantitativa, por un número enorme
de elementos culturales que él no puede asimilar internamente ni rechazar
completamente. Dicho de otra forma, en la modernidad no se trata solamente
de la diferencia creciente entre la cultura objetiva y la cultura subjetiva, sino
también del riesgo de que el espíritu objetivo atropelle al individuo, debido
a su ritmo vertiginoso de crecimiento. Desgarro irreprimible, por cuanto l.i
cultura objetiva se refina y se extiende mediante fuerzas que sobrepasan, en
demasía, las capacidades inevitablemente parciales y limitadas de los indivi
dúos. En la modernidad, el individuo tendrá siempre a la vez el sentimiento de
carencia y de hartazgo. En efecto, los objetos toman la forma de una alteridad
creciente, invaden incluso a veces la vida del hombre y, no obstante, lo dejan
profundamente indiferente, junto con acosarlo, convencido como lo está, de
que él puede siempre reemplazarlos. Los objetos que lo rodean son insigni
ficantes sin cesar de ser significativos, y se mantienen, sin embargo, como el
universo potencial de la propia evolución cultural del hombre.
La cultura se diversifica en ramas particulares que tienden a separarse ent re
ellas y a tomar direcciones divergentes. La armonía de la cultura moderna es
así amenazada por la destrucción, siguiendo el destino de la torre de Babel.

El hecho que todos los contenidos perceptibles de nuestra vida cultural se


hayan disociado en una pluralidad de estilos es lo que rompe esta relación
originaria hacia ellos, donde sujeto y objeto descansan aún en la indivisión
y es lo que nos confronta a un mundo de posibilidades expresivas que
se desarrollan según sus propias normas, un mundo de las formas para
expresar la vida, de manera que estas formas por un lado, el sujeto del otro,
están allí como partes frente a frente, entre las cuales reina una relación
puramente accidental de contacto, de armonía y de disonancia» .

Especialmente de disonancia en la medida que al individuo cada vez le


cuesta más establecer un vínculo entre el aspecto fragmentario e imponente
de las cosas que le son entregadas desde el exterior y sus capacidades de dar
un significado unitario a la vida a partir de su interioridad. La relación entre
el espíritu objetivo y el espíritu subjetivo es clara: la escisión, la armoní.i
momentánea, el compromiso, el antagonismo, hasta el sentimiento de atro
pellamiento del individuo moderno.

69 Sim mel, «La crise de la culture» (19 16 ), en Philosophie de la modernité, t. 2 ,2 7 3 .


70 S im m e l, Philosophie de l'argenc, 59 3.
La mujer como símbolo del desgarro

Si Simmel está altamente consciente de la importancia central del movi­


miento de las mujeres para el siglo XX (un «movimiento que influirá sobre el
futuro de nuestra especie más profundamente que la cuestión obrera misma») ,
es que, para él, la condición de la mujer en la sociedad es la expresión más
acabada de lo trágico moderno. Ella encarna el desgarro de la vida de tres
maneras diferentes.
Mediante la nostalgia, primero que todo. Cuando Simmel opone lo mascu­
lino y lo femenino se ve tentado por afirmar que la separación radical entre lo
objetivo y lo subjetivo es lo propio del espíritu masculino, mientras que la mujer
parece mantener en ella una mayor reconciliación, gracias a la «maravillosa
relación que el alma femenina parece aún mantener con la unidad intacta de
la naturaleza»” . Visión mistificadora de la mujer, que Simmel critica pero en
la cual sin embargo parece caer a veces, cediendo a la tentación de afirmar,
a pesar de sus desmentidos constantes, la posibilidad de una vida unitaria.
Luego, bajo forma de dominación social. Es en la mujer que Simmel encuen­
tra la experiencia social más pura de la tragedia cultural de la modernidad,
cuando la mujer, por ejemplo en el lirismo, experimenta el carácter hermético
de su condición:

La vida interior, que impulsa a su objetivación en una figura estética,


no cumple completamente con los perfiles de esta, de manera que las
exigencias que emanan de ella, las que hay que satisfacer apropiadamente,
solamente podrán ser apaciguadas en medio de cierta banalidad, de un
cierto convencionalismo; mientras que por otro lado, en el campo de la
interioridad, un residuo de sentimiento y de vida queda privado de forma
y de realización .

Si a la mujer le cuesta tanto olvidar que es mujer, es decir otra, es porque


su vida se desarrolla en el sentimiento de que lo universal humano que regula
las manifestaciones de lo masculino particular y de lo femenino particular
tiene de hecho como base la posición de fuerza de los hombres.
Finalmente, en su calidad de dimensión particular del Absoluto doble. La
femineidad interviene en su calidad de manifestación del dualismo sexuado
Irreprimible del ser humano, como una de las particularidades que destroza

71 Simmel, «Culture fém enine» (1902), en Philosophie de l’amour, 71.


72 Ibíd., 74.
73 Ibíd., 79-
toda aspiración unitaria a lo universal. Lo masculino y lo femenino no son
entonces otra cosa que símbolos de la escisión fundacional de la vida: por un;i
parte, lo masculino en su calidad de Absoluto, es decir en su calidad de obje­
tividad, elevación normativa por encima de toda subjetividad y que mantiene
prácticamente el dualismo. Por otra parte, lo femenino como lo Absoluto, es
decir a modo de cierre sustancial e inmóvil de la unidad del ser humano, y
que remite a un antes de la separación en sujeto y objeto™.

* * *

«La vía de todo desarrollo culminado pasaría de la unidad no diferenciada,


a través de una multiplicidad diferenciada, hacia una unidad diferenciada»” .
A la luz de esta frase se pueden interpretar muchas lecturas realizadas de la
obra de Simmel, como asimismo las oscilaciones que no dejaron de atravesar
su obra. La concepción de la modernidad que expresó Simmel tendrá una
larga descendencia. Ciertamente, rara vez sus seguidores tomarán prestadas
sus mismas palabras directamente y, sin duda, pocos otros autores darán un
tono tan trágico a la experiencia moderna. En la descendencia de esta matriz
de la modernidad, las interrogaciones más bien tenderán a centrarse en tomo
a diferentes procesos sociales que animan el desgarro del sujeto y del objeto.
Los análisis se referirán entonces, muy a menudo, a la naturaleza del sujeto
y la dificultad de su descentración. Pero más allá del cambio inevitable de
los lenguajes, incluso de la inflexión de las interrogaciones, cómo no sentir,
detrás de muchas fórmulas en apariencia frías y distantes, el estremecimiento
de la intuición simmeliana de la vida. Nadie a lo largo de todo el siglo XX lo
volverá a expresar mejor que él:

La gran empresa del espíritu: superar al objeto como tal creándose a sí mismo
como objeto, para luego regresar a sí mismo enriquecido por esta creación,
tiene éxito en innumerables ocasiones; pero el espíritu habrá de pagar esta
autorrealización con el riesgo trágico de ver engendrarse, en la autonomía
del mundo creado por él y que es la condición, una lógica y una dinámica
que aleja a los contenidos de la cultura de la finalidad misma de la cultura,
con una aceleración cada vez más elevada y a una distancia cada vez mayor .

74 Sim m el, «Ce qui e st relatif et ce qui e st absolu dans les problém es des sexes», en
Philosophie de la modernité, 112 .
75 Simmel, Questions fondam entales de la sociologie, Simmel, Sociologie ec épistémologie,
99-
76 Sim mel, «Le concept et la tragéd ie de la culture», en La tragédie de la culture, 216-217.
C A PÍTU LO X I
La Escuela de Chicago (1918-1940), la condición
humana en la ciudad moderna

Resulta inútil buscar una filiación estricta entre la obra de Simmel y el


desarrollo de la sociología en Chicago. Aunque Robert Park siguió algu­
nos cursos de Simmel en Alemania y si bien este último ocupa un lugar
preponderante en uno de los más célebres manuales de sociologías que
se hayan escrito, realizado por Park y Burgess, la gran influencia del prag­
matismo sobre esta sociología, su preocupación reformadora, su interés
por una profesionalización de la sociología, como asimismo el desarrollo
de metodologías de investigación empírica, hacen imposible toda filiación
estricta . Y no obstante, una parte de los estudios y de las preocupaciones de
los autores de lo que se terminó denominando la Escuela de Chicago debe
resituarse sobre la huella simmeliana4. Pero lo que para Simmel era ante
todo un rasgo específico del hombre, y el objeto de formulaciones trágicas,

1 Se trata del manual publicado en 1921 por Robert Park y Ernest Burgess, Introducción to
che Science ofSocioíogy (Chicago: Chicago University Press). Ecléctico en la selección de
los «fragm entos escogidos», el libro concede un lugar central en el legado sociológico
a Simmel, cuyos textos y referencias son más num erosos que los de cualquier otro
sociológo, lo que contrasta fuertem ente con el lugar m odesto dado a Durkheim, y con
la ausencia de M arx y de Weber. Para una presentación tem ática del libro, cf. Robert E.
L. Faris, Chicago Sociology 1920-1932 (California: Chandler Publishing Company, 1967),
capítulo 3 , 37-5 0 .
2 Para una presentación del contexto social e intelectual de la obra de Park, cf. Lewis A.
Coser, Mascers o f Sociological Thought (Nueva York: Harcourt Bruce Jovanovich, 1971),
357-384.
3 Recordem os que esta designación solo se impone cuando la Escuela de C hicago ya
no existía y por lo tan to que esto s autores nunca se consideraron a sí mismos com o
miembros de escuela alguna. Cf. Martin Bulmer, The Chicago Schoolof Sociology (Chicago:
University o f Chicago Press, 1984).
4 Para una idea global de la influencia de Simmel en la sociología estadounidense, incluso
más allá de la Escuela de Chicago, cf. Donald N. Levine, Ellwood B. Cárter y Eleanor
Miller Gorman, «Sim m el's Influence on American Sociology, I & II», American journai
o f Sociology 81 (1976): 813-845; 1112 -113 2 .
en los autores de la Escuela de Chicago pasa a ser un problema específico
a la modernidad, incluso una realidad propia de ciertas épocas y ciertas
experiencias de transformación social. Consecuencia, entre otras, sin duda
de la preferencia de estos autores por la descripción de las situaciones en
perjuicio de las especulaciones conceptuales. Pero al socializar la distancia
matricial propia de la modernidad mejor de lo que Simmel lo había hecho,
la Escuela de Chicago reduce al mismo tiempo su alcance analítico5.

I. La d u d a d y la m od ernid ad

La Escuela de Chicago traza la frontera entre el tipo ideal de la sociedad


rural tradicional y de la sociedad urbana industrial. Cierto, se ha criticado
la asociación radical establecida por los autores de la Escuela de Chicago
entre el medio urbano y el surgimiento de una forma específica de carácter
humano. Si la asociación es exagerada, apuntaba esencialmente, en opinión
de los autores, a dar cuenta del carácter agitado e inestable de la moder­
nidad, de sus desplazamientos en el espacio, al igual que de la movilidad
social de los individuos.

El mosaico urbano

«El hecho sobresaliente de la sociedad moderna es el crecimiento de


grandes ciudades. En ninguna otra parte, los cambios considerables aca­
rreados por la industria mecanizada sobre nuestra vida social se inscriben
con tanta evidencia como en la ciudad» . La ciudad pasa a ser a la vez el
lugar masivo de la experiencia de los hombres de la modernidad y el centro
de impulso de la vida económica, cultural y política. La ciudad de Chicago
es el maelstróm de la modernidad. El crecimiento exponencial de la ciudad

5 En lo q u e sigu e nos cen trarem o s en alg u n o s a sp e c to s de la Escuela d e C hicago


particularm ente d estacad o s en la perspectiva de la distan cia m atricial. Esta es l,i
razón por la cual no abordarem os m uchos tem as, com o las dim ensiones propiamente
ecológicas del análisis de la ciudad (enfoque por otra parte fuertem ente criticado, poi
ejem plo, Manuel C astells, La question urba'me [París: M aspero, 1972]) o aún más en
los aportes decisivos para el desarrollo de una sociología em pírica. Para hacerlo, no1,
perm itirem os algunas asociaciones y algunos cotejos entre obras escritas con más dr
veinte años de intervalo y a m enudo entre autores diferentes. Sin em bargo, sea cual
sea la verosimilitud de la realidad de una Escuela de Chicago, a menudo uno qued.i
nada m enos que im pactado por la similitud de las fórm ulas verbales em pleadas poi
unos y otros, por el traslado de las preocupaciones teóricas, por la migración de los
con ceptos y de los análisis.
6 Ernest W. Burgess, «La croissance de la ville. Introduction á un projet de recherche»
(1925), en L’école de Chicago (París: Aubier, 19 8 4), 131.
que cuenta en 1900 con dos millones de habitantes, que acoge cada año
varias decenas de miles de inmigrantes, que es a la vez un lugar de contacto
y el centro de todos aquellos que partían hacia el oeste, hacen de ella la
expresión por excelencia de la condición moderna. Chicago hacia 1900,
con la mitad de su población nacida fuera de los Estados Unidos, es por lo
demás el escenario de importantes luchas obreras. La represión de una de
ellas, un primero de mayo de 1886, se convertirá en el símbolo mismo del
movimiento obrero internacional.
La industrialización y la urbanización cambian el rostro de la ciudad,
fragmentándola en un gran número de grupos sociales con características
específicas7. Los individuos se ven insertos en este movimiento caótico de
desplazamiento, a veces de movilidad, de traslados de empleos, de diversas
crisis estatutarias. La socialización tradicional se encuentra así profunda­
mente trastornada, aún más cuando la vida en medio urbano favorece toda
una serie de olas hacia la individualización. La ciudad es una constelación
de áreas naturales, cada una con su medio característico y con funciones
específicas en el seno de la economía global. En este mosaico, «se mantienen
las distancias sociales, a pesar de la proximidad geográfica» .
Es en esta realidad multiforme de la gran urbe que se manifiesta con
más fuerza un fenómeno de individuación en el cual la locomoción de los
hombres ocupa un sitial importante.

El hecho de que todo individuo sea susceptible de desplazarse en el espacio


asegura una experiencia particular que le es propia y esta experiencia
—adquirida en el curso de sus aventuras en el espacio— le procura, en la
medida en que esta es única, un punto de vista independiente: pasa a ser
para él el punto de partida de una acción individual.

En la gran urbe, los individuos no dejan de realizar la experiencia de la


transición entre diversos mundos morales y viven al mismo tiempo en una
pluralidad de mundos. «La situación más corriente de nuestra civilización
[...] puede por lo tanto ser caracterizada por una pluralidad de complejos de

7 Notemos sobre este aspecto que uno de los esfuerzos de Wirth será justamente distinguir,
contrariam ente a Simmel, los efecto s de la industrialización de los efecto s asociados
específicam ente a la dimensión urbana y sacar las claves de la vida moderna a partir de
los rasgos distintivos de la vida social urbana. Cf. Louis Wirth, «Le phénom éne urbain
com m e mode de vie» (1938), en L’école de Chicago.
B Robert Ezra Park, «La ville com m e laboratoire social» (1929), en L'école de Chicago, 17 5.
9 Robert Ezra Park, «La com m unauté urbaine. Un m odéle spatial et un ordre moral»
(1926), en L'école de Chicago, 208.
esquem as rivales, donde cada uno regula de m anera tradicional y precisa
ciertas actividades y cada uno disputa a los otros la suprem acía al interior
de un grupo dado» . Especialm ente obligado a reconocer diariam ente la
experiencia de la pluralidad de regiones morales, el citadino desarrolla una
visión relativista y un sentido de la tolerancia de las diferencias .
Estos cambios afectan tam bién la naturaleza de las interacciones entre
los individuos, las cuales se vuelven m ás transitorias e inestables, fortuitas;
el individuo se determ ina de m anera creciente por signos convencionales
«y todo el arte de vivir se reduce en lo esencial a rozar superficialm ente
las cosas y a observar escrupulosam ente los estilos y las m aneras» . Una
superficialidad de las relaciones que daría incluso cuenta de la sofisticación
y de la racionalidad de los citadinos, de su aptitud creciente de detectar los
artificios. Las dependencias entre los individuos aumentan en general, pero
cada individuo ve que su dependencia respecto de los otros se parcela en
tareas específicas. En la ciudad entonces, como ya lo hem os visto en el caso
de Simmel, se produce un fenómeno ambivalente: «Mientras que por un lado
el individuo gana cierto grado de emancipación o de libertad en relación
con los controles personales y afectivos ejercidos por los pequeños grupos
íntimos, por otro lado pierde la expresión espontánea de sí mismo, la moral
y el sentido de la participación que acom paña a la vida en una sociedad
integrada» . Al final, el citadino está expuesto a un núm ero creciente de
interacciones con individuos diversos, som etido a estatus fluctuantes en
el seno de la ciudad, siem pre asediado por sentim ientos de inestabilidad y
de inseguridad. El individuo no pertenece exclusivam ente a ningún grupo:
no conoce m ás que lealtades parciales. La pluralidad de las m em brecías y
de los grupos a los cuales cada citadino pertenece hace que sea diferente
de todos los demás.
Frente a esta situación, los autores de la Escuela de Chicago terminarán
por tener una actitud ambivalente. Por un lado, este proceso se encuentra
en la raíz de diversos procesos de individuación y de diferenciación, alta­
m ente valorizados como tales, porque ellos llevan en sí la generalización
de experiencias nuevas. Por otro lado, la existencia de una pluralidad de

10 Wllllam Isaac Thom as y Florian Znanlecki, Lepaysan polonais en Europe et en Amérique.


Récit de vie d ’un migrant (París: Nathan, 1998), 85 (trad. fr. parcial).
11 Louis Wirth, «Le phénom éne urbain com m e m ode de vie», en L’écolede Chicago, 270
271.
12 Robert Ezra Park, «La ville. Propositions de recherche sur le com portem ent humain en
milleu urbain», en L'école de Chicago, 125.
13 Louis Wirth, «Le phénom éne urbain com m e m ode de vie», en L’école de Chicago, 268
norm as y de principios propios de cada grupo social ’4 hace a veces que la
diferencia norm ativa sea sinónim o de desorganización social .

La desorganización social

A hí donde Sim m el acentúa el carácter cuasi m etafísico de la distancia


entre las formas sociales y culturales y la experiencia individual, la Escuela de
Chicago, apoyándose especialmente en la noción de desorganización social,
va a dar una traducción estrictam ente social de este estado de hechos. La
noción designa una reducción de la influencia de las reglas sociales sobre
la conducta individual y especialm ente de la «dism inución de la influencia
de las reglas sociales existentes del com portam iento sobre los m iembros
individuales del grupo» , un proceso íntimamente vinculado a los trastornos
de la m odernidad. Desarrollada al com ienzo por W illiam Isaac Thom as y
Florian Znaniecki para dar cuenta de la experiencia de los inm igrantes, es
retom ada y ampliada por otros autores de la Escuela de Chicago. De hecho,
desde el comienzo, ella señala el debilitamiento del orden tradicional, o de los
grupos prim arios, «la form a m ás im portante de vida social para la inm ensa
mayoría de la humanidad » ’7y la entrada en la vida moderna donde los grupos
prim arios han perdido su im portancia. Nuevas actitudes se desarrollan que
ya no son controladas por las antiguas organizaciones sociales y no logran
encontrar en ellas una expresión adecuada.
Sin embargo, y a diferencia de una visión conservadora, los autores de
la Escuela de Chicago, sin dejar de estar altam ente preocupados por las
consecuencias m orales de la urbanización, p oseen un a im agen positiva
de este movimiento. Esta actitud, incluso am bivalente, explica la tensión
reconocible en m edio de sus estudios entre u na orientación «m oral» y
una orientación «ecológica» . La últim a busca la m anera de dar cuenta

14 Es especialm ente el gran mérito, entre otros, de la obra de Edwin Hardin Sutherland,
Le voleur professionnel (París: Spes, 1963), que insiste con fuerza sobre el aprendizaje
necesario en la delincuencia, com o asimismo la necesidad que tiene el ladrón, com o
cualquier miembro de todo otro grupo social, de ser reconocido por sus pares.
15 Es especialm ente Whyte que orientó en este sentido sus críticas hacia la noción de
desorganización social de Chicago. Para él, la noción impide ver los múltiples procesos
de recom posición social presentes en los diversos grupos sociales. Cf. William Foote
W hyte, Street Córner Society (París: La D écouverte, 1996).
16 William Isaac Thom as y Florian Znaniecki, The Poiish Peasant in Europe and America
(1918-1920) (Nueva York: Dover Publications, 1958), t. 2 ,112 8 .
T7 Ibíd., t. 2 ,1118 .
18 Para esta tensión y estos límites, cf. Yves Crafm eyer e Isaac Joseph, «La ville-laboratoire
et le milieu urbain», en L’écoie de Chicago, 33 y ss.
de m anera ordenada de este conjunto de fenóm enos dispares, sin trepidar
para lograrlo en recurrir a principios m ás o m enos implícitos o mecánicos
de ocupación del espacio, tratando de analizar los problem as sociales en
términos de cambio de posición de los individuos en una área natural, lo que
facilitaría la aplicación de la lógica de las ciencias físicas a las relaciones entre
los hom bres. Por otro lado, la orientación m ás m oral acentúa la distancia
subjetiva de los individuos en sus situaciones sociales, pero especialmente
se inserta en una imagen épica de la ciudad como lugar de la individuación.
Aunque los análisis proporcionados por estos dos procesos son bastante
diferentes, comparten una visión común de la ciudad en su calidad de lugar
paradojal de la distancia m atricial moderna. En ambos casos, los autores
intentan dar con un modelo complejo de causalidad, a partir de la coexistencia
espacial de los diversos elem entos” . Las form as de vida social se inscriben
en el espacio, se objetivan y al mismo tiempo acentúan la doble realidad
de una fragm entación de la ciudad en una pluralidad de m undos y de una
separación-proximidad creciente entre los individuos. La vida en la ciudad,
verdadero símbolo de la m odernidad, es como lo dirá Park, «un estado de
ánimo» inestable y en perpetua redefinición y movimiento, y para el cual
«la com unidad está en una situación crónica de crisis»20.
Frente a todos estos cambios, sim ultáneos y constantes, el hombre logra
una m ejor adaptación, una eficacia reducida o la desaparición.

La desorganización como preliminar a la reorganización de las actitudes y


de las conductas es casi invariablemente el destino del recién llegado a la
ciudad y no es raro que el abandono de sus costumbres, a menudo incluso
de lo que ha constituido su moral, venga acompañado por un conflicto
interior y por un sentimiento de desorientación de una gran agudeza.
Por lo general, sin duda, el cambio da tarde o temprano un sentimiento
de emancipación e incita a perseguir nuevos objetivos .

En la ciudad, el individuo se em ancipa de la costumbre ancestral y, sepa­


rado de la sabiduría colectiva y de la comunidad cam pesina, pasa a ser su
propio amo. «El hombre, trasplantado en la ciudad, se transform ó para sí
mismo y para la sociedad en un problem a cuya naturaleza y magnitud no
tienen precedentes» . El nuevo orden social por encontrar no es ni absoluto

19 Nicolás Herpin, Les sociologues amérícains et le siécle (París: PUF, 1973), 24 y ss.
20 Park, «La ville», en L’école de Chicago, 105.
21 Burgess, «La croissance de la ville», en L’école de Chicago, 139.
22 Park, «La ville com me iaboratoire social», en L’école de Chicago, 169.
ni sagrado, «sino que pragmático y experimental», vale decir que transitorio
y delimitado. La visión a m enudo lírica de la ciudad está m arcada por una
visión, a pesar de todo, ambivalente de la modernidad: siempre es posible que
la desorganización triunfe sobre la organización. Esta es la razón por la que
la desorganización de la personalidad y las patologías sociales encuentran
en la ciudad uno de sus lugares privilegiados de expresión.
Pero la desorganización social no es un fenóm eno excepcional y lim i­
tado solam ente a ciertos períodos o a ciertas sociedades. Para Thom as y
Znaniecki, existe en toda sociedad, pero en las fases de estabilidad estas
tendencias son contrarrestadas por las actividades del grupo que apuntan
a asegurar su coherencia m ediante las sanciones sociales. Dicho de otra
forma, la estabilidad del grupo no es m ás que el resultado de un equilibrio
dinám ico entre procesos de desorganización y de reorganización sociales.
Sin embargo, en ciertos mom entos, y durante un cierto lapso de tiempo, las
fuerzas de la desorganización se imponen, cuando estas no logran ser con­
trarrestadas por las tendencias que refuerzan las reglas existentes. Cuando

el grupo primario es bruscamente puesto en contacto con el mundo exterior


y sus nuevos esquemas rivales, es toda la antigua organización la que corre el
riesgo de desplomarse de una vez, porque precisamente todos los esquemas
antiguos estaban unidos unos con otros en la conciencia social. En cuanto
al individuo, cuya organización de vida se basaba en la organización de su
grupo primario, igualmente tiene todas las probabilidades de encontrarse
completamente desorganizado en estas nuevas condiciones, ya que el
rechazo de algunos esquemas tradicionales trae con él una actitud general
negativa hacia el capital completo de tradiciones que él reverenciaba
hasta ahí, mientras que no está preparado para la tarea que consiste en
reorganizar su vida sobre una base nueva .

Se abre entonces una fase que llevará a una reorganización social a través
de la elaboración de nuevas reglas de comportamiento. Sobre todo, luego del
cambio, los individuos se enfrentan a un m undo m ás fluido y m ás variado;
una conciencia técnica y m ás reflexiva viene a reem plazar a una sem icon-
ciencia rutinaria, ya que los hábitos, de naturaleza ante todo biológicos,
no son funcionales m ás que en la m edida en que las nuevas situaciones
puedan asociarse con las antiguas. Y en la m edida en que se m anifiestan
nuevas situaciones, aum enta la parte del com portam iento consciente y re­
flexivo. «La reflexión solam ente se produce cuando hay decepción, cuando

23 Thom as y Znaniecki, Le paysan polonais en Europe et en Amérique, 84.


las nuevas experiencias no pueden ser asim iladas desde un punto de vista
práctico con las experiencias antiguas»24.
En Chicago se inventa verdaderamente uno de los grandes relatos socio­
lógicos de la modernización, un relato que hará de ella un movimiento de
desorden, de reemplazo de los contactos prim arios por contactos secun­
darios, del debilitamiento de los vínculos de parentesco, de la erosión de
las bases tradicionales de la solidaridad social, com o consecuencia de la
industrialización, de la urbanización y del desplazam iento de los hom bres.
La ciudad rompe las divisiones de casta y acentúa la diferenciación de los
grupos de ingreso y de estatus. En este m aélstróm de la modernidad, los
individuos a m enudo tendrán que enfrentar situaciones nuevas, incluso
inéditas. Para los autores de la Escuela de Chicago, especialm ente para
Thom as, es ciertam ente esta situación la que explica la necesaria conside­
ración conjunta de los aspectos objetivos y de las dim ensiones subjetivas
de los fenóm enos sociales, a la vez de los valores sociales y de las actitudes
individuales. Sus análisis son entonces, muy a menudo, la yuxtaposición,
por una parte, de una tela de fondo de transform ación y, por otra, de la
consideración precisa de un m edio social. El razonam iento, que se con­
vertirá en un verdadero pilar de la gramática sociológica es, en el fondo,
siempre el mismo: el estado subjetivo de los individuos está directamente
vinculado con los cambios sociales producidos en la vida cotidiana. Hay
así siempre una correlación que establecer entre la desorganización social
presente en ciertas zonas urbanas y la desorganización de la vida familiar,
al igual que entre la desorganización social y la desorganización psíquica
de los individuos. Sin embargo, a la inversa del relato que term inará por
im ponerse en la m atriz de la diferenciación social, especialm ente en la
obra de Parsons, para los autores de la Escuela de Chicago el desorden es
inherente a la m odernización 25. 0 m ás bien, para los autores de Chicago los
individuos son siempre socializados de m anera diferencial e incompleta;

24 Ibíd., 58.
25 Los vínculos entre la noción de anomia y de desorganización social deben interpretar1,r
en d os m ovim ientos su cesivo s. Por una p arte, y de m anera interna, es necesario
insistir sobre su proximidad intelectual, lo que permite com prender la débil difusión
de Durkheim en los Estados Unidos durante los años veinte, y la casi ausencia de tod.i
referencia a su obra entre los au tores de la Escuela de C hicago (Philippe Besnaul,
L'anomie [París: PUF, 1987]: 159-163). Por otra parte, y de manera externa, es necesailn
subrayar la función diferente que am bas nociones tienen en la econom ía general dr
estas dos representaciones de la modernidad: para Durkheim, la noción guarda siemptp
una dimensión crítica, m ientras que para los autores de Chicago, la noción es inclusn
am bivalente, por cuanto tam bién conlleva la ¡dea de la experiencia exaltante de U
modernidad.
el orden social no es jam ás total. Es por esto que em ergen de m anera inevi­
table y cíclica procesos de desorganización personales y sociales. En breve,
el gran m érito de Thom as es h aber com prendido que, lo que desde el punto
de vista de la comunidad y de la sociedad aparece com o desorganización
social, debe interpretarse desde el punto de vista del actor como un proceso
de individuación. Afirm ada de esta m anera, y con esta fuerza, la propuesta
es de una novedad considerable.

II. A lgu n as fig u ras y e x p e rie n c ia s de la m od ern id ad

El campesino polaco

Rara vez el razonam iento de la distancia m atricial habrá sido presentado


con tanto rigor en sus estrechas relaciones con los cam bios sociales que en
The Polish Peasant in Europa and A m erica, y ello a pesar de la com posición
desordenada del libro . Aún m ás cuando, m ás allá de las razones m ás co-
yunturales que han conducido a los autores a centrarse en la inm igración
polaca (su im portancia en Chicago y la facilidad relativa de obtener material
respecto de ellos), Thom as y Znaniecki encuentran en el cam pesino polaco
un individuo a m edio cam ino entre dos situaciones, caracterizado por el
mantenimiento de un cierto núm ero de antiguas actitudes, lo que permite
la reconstrucción sociológica del orden tradicional y, al m ismo tiempo, este
ya se encuentra suficientem ente avanzado en el nuevo orden social para
hacer posible un análisis de las actitudes m odernas.
Thomas y Znaniecki comienzan su estudio primeramente en Europa, donde
la organización social prim aria de los cam pesinos polacos se debilita luego
de trastornos económicos y culturales (la expansión del sistem a ferroviario
y la penetración de la econom ía m onetaria abren a las sociedades tradicio­
nales al cambio), lo que acarrea una reorganización del m edio tradicional
y favorece la em igración hacia los Estados Unidos. La crisis de la sociedad
tradicional es particularm ente estudiada a partir de la transform ación del
sistema familiar. Los autores insisten sobre el hecho de que el trastorno de
la sociedad tradicional estaba ya en curso en el propio país de origen y no

26 El libro se basa em píricam ente sobre el análisis de cartas de inm igrantes polacos a
sus familias y por un largo estudio autobiográfico de uno de ellos, pero los análisis
se basan tam bién, muy a m enudo, y de manera bastante libre, sobre observaciones
realizadas en el curso de la investigación por Thom as y Znaniecki. Para una exposición
b astante crítica de la m etodología de la obra, generalizaciones e im precisiones que la
recorren, que retoma y prolonga las críticas form uladas por Herbert Blumer en 1938, cf.
john M adge, The Origins ofScientificSociology (Londres: Tavistock Publications, 1970),
capítulo 3,52 -8 7 .
es, por lo tanto, una consecuencia directa de la inmigración. Luego, ya en los
Estados Unidos, el inmigrante debe adaptarse a una nueva situación, entrar ei i
otra organización social. Finalmente, al término de este proceso el individuo
se encuentra profundamente transformado: ha atravesado fases de desorga
nización familiar y comunitaria, un esbozo de reorganización, sin lograr no
obstante fundirse totalmente en el nuevo grupo de acogida. A su manera, el
campesino polaco es la figura tipo de una experiencia común a la moderni
dad. En su caso, se hace ya patente lo que será lo propio de muchos héroes
de la Escuela de Chicago: la experiencia del debilitamiento de los vínculos de
solidaridad local y familiar, y la constitución de una realidad desorganizada
que hace escapar una serie de comportamientos al control social.
Estos diversos procesos son ampliamente detallados en la obra. El desapego
del individuo de su familia extendida, la consolidación de diversas actitudes
de individuación en relación con las normas comunitarias (como por ejempli t
el rol del amor o la primacía del valor del éxito económico), el debilitamiento
de las convenciones y de los valores tradicionales al contacto de los cambios
rápidos, por último, la distancia entre las actitudes individuales y los valores
sociales institucionalizados. Se asiste así a una m odificación de las actitudes
preexistentes bajo la influencia de los nuevos valores, la cual enfatiza la tran
sición de actitudes basadas sobre el «nosotros» hacia actitudes centradas en
el «yo». Esta desorganización está en la raíz del desorden urbano y de muchos
problemas sociales, especialmente de la delincuencia juvenil u otros compor
tamientos inadaptados. Pero para los autores, la reorganización social de las
antiguas instituciones sigue siendo posible con la condición de aceptar que
debe realizarse «sobre bases completamente nuevas - una coordinación mora I
y reflexiva, y una armonización de las actitudes individuales para la persecu
ción de las metas comunes»” . La desorganización social, aunque parece no
ser según Thomas y Znaniecki otra cosa que un estado transitorio, no da más
paso que a una nueva y perfecta inserción social, a una reorganización social
acabada del individuo, que por lo general queda definido por una distancia y
un retiro sociales. Esta es la razón por la cual los autores valorizan positiva
mente las agrupaciones étnicas de los inmigrantes, una suerte de adaptación
de los grupos primarios que facilitan su inserción progresiva en la sociedad
de acogida . En su opinión, la asimilación se produce tanto mejor cuando
los grupos de inmigrantes participan en la transformación de los valores.

27 Thom as y Znaniecki, The Polish Peasant in Europa and America, t. 2 ,114 0 .


28 Por otra parte, la im portancia otorgada por los autores a la etnicidad contrasta con
fuerza con la casi ausencia en su obra de toda referencia a la importancia de la actividad
sindical en este proceso.
Los procesos sociales pueden así describirse ya sea en función de crite­
rios externos o de valores sociales, o bien según disposiciones subjetivas o
actitudes. Si el acuerdo entre am bas dim ensiones es m ás bien de rigor en el
orden tradicional, su desacuerdo, y sobre todo la diversidad de las form as
de reorganización, son frecuentes en las sociedades m odernas. La crisis, el
cambio, la mutación están en el origen de la ruptura del acuerdo relativo entre
los valores y las actitudes, y la autonom ía de la problem ática cognitiva de la
relación con el m undo y con los dem ás. Así, em ergen nuevos deseos que ya
no logran ser regulados y satisfechos en el m arco del orden tradicional. «Lo
que está realmente en cuestión no es de hecho la adaptación en su calidad
de estado alcanzado en tal o cual momento, sino el proceso de expansión
o de contracción de la esfera de adaptación. Este depende esencialm ente
del individuo mismo y no de su entorno»2’ .
En este marco general se im pone la necesidad de un estudio de las ac­
titudes subjetivas de los inm igrantes con el fin de com prender la m anera
particular en la que estos reaccionan a los factores objetivos y redefinen la
organización de su vida. Thom as y Znaniecki definen tres tipos fundam en­
tales de personalidad. El filisteo, rígido y conformista, incapaz de adaptarse
a nuevas situaciones, por cuanto som ete su com portam iento individual a
las norm as del grupo. Luego, el bohem io, cuyo carácter, en un estadio de
form ación inconcluso, m ezcla orientaciones que han perm anecido a un
nivel prim ario, con actitudes de tem peram ento intelectualizadas, pero no
unidas entre ellas, no estabilizadas ni sistem atizadas. El bohem io tiene una
capacidad de adquisición de nuevas actitudes, pero pierde su vida tratando
de huir a las definiciones que intentan im ponerle. Finalm ente, el creativo
posee un carácter estructurado y estabilizado, y tiene la capacidad de evo­
lucionar, de adaptarse a nuevas situaciones, ya que sus actitudes reflexivas
Integran una tendencia al cambio, lo que le perm ite a la vez perm anecer
abierto a las influencias externas junto con estar en conform idad con su
propia línea de desarrollo . El creativo no organiza su vida en función de la
creencia en la invariabilidad de las situaciones y de su marco de valores, sino
que expande su campo en función de las nuevas situaciones; si desorganiza
así m om entáneam ente el antiguo sistem a, aporta siempre elem entos para
otra organización.
Como en este proceso el control social tradicional se ha roto, la sociedad
moderna debe encontrar otros criterios de regulación de los individuos en
la vida social. Pero si bien Thom as y Znaniecki se m antienen fieles a la idea

19 Thom as y Znaniecki, Le paysan polonais en Europe et en Amérique, 74.


10 Ibíd., 59-62.
de una dependencia recíproca entre la organización social y la personalidad
social, están conscientes no solamente de su desacuerdo creciente, del debi­
litamiento de la influencia de las normas del grupo sobre el comportamiento
de los individuos, sino tam bién, y tal vez incluso por sobre todo, de la dis­
tancia irreprimible existente entre las instituciones y los individuos. Aunque
la desorganización social implique la desorganización de la personalidad,
ambos órdenes conservan sin embargo una cierta autonomía3’. Hay siempre
respuestas diferenciales al cambio social; la organización social no es coex-
tensiva con la m oralidad individual, al igual que la desorganización social
no corresponde siempre y en todas partes a la desm oralización individual32.
¿Cómo no ser sensible ante una obra que pone en escena de m anera tan
precoz y tan estructurada lo que, sin duda, ha pasado a ser la gramática de
lectura más inmediata que tenemos de la experiencia moderna? Aquella que
no deja de hacer de la m odernidad un movimiento incesante de oscilación
entre fases de reorganización social y períodos de desorganización, la que
otorga a los grandes cambios (económicos, políticos, sociales y culturales)
la razón final del trastorno de la vida cotidiana. En todas partes, una y otni
vez y siempre de nuevo, esta gramática sigue siendo, im plícita o explícita­
mente, un principio ordenador importante del sentido de la modernidad.

El hombre marginal

Mediante la figura del hom bre marginal, que Park ubica como sucesora
de la figura sim m eliana del Extranjero, va a precisarse una de las principa
les representaciones del individuo m oderno para la Escuela de Chicago3'
El hombre marginal es un hombre del intervalo34. Vive entre dos sociedades,
entre dos culturas. Está constantem ente desgarrado en su fuero interior
por el antagonism o de las fuerzas sociales de las cuales proviene. A veces,
aunque no siempre, lleva en su naturaleza m ism a la traza de esta mezcla.

31 Thom as y Znaniecki, The Polish Peasant in Europe and America, t. 2 ,112 7.


32 Com o lo subraya Park en la presentación m etodológica que él da de la obra, el terru
unificador del libro es el estudio de las diferentes consecuencias inducidas por la ruptura
de la tradición y de la costum bre y los cam bios sobre las costum bres y las actitudi".
individuales que la inmigración acarrea. Cf. Robert Ezra Park, «The Sociological Method',
ofW illiam G raham Sum ner, and o f William I. Thom as and Florian Znaniecki» (1931), en
Society (Clencoe, IL: The Free Press, 1955), 254.
33 Para una reflexión d e conjunto sobre las relaciones interétnicas en el marco de Id
Escuela de Chicago, cf. Dominique Schnapper, La relation á l’autre (París: Gallimard.
1998), 19 1-224.
34 Robert Ezra Park, «Human Migration and the Marginal man» (1928), en Race and Culture
(Glencoe, IL: The Free Press, 1950), 345-356.
La am bivalencia de su actitud respecto de los suyos y de los dem ás lo cons­
tituye profundam ente. El desm oronam iento del m undo tradicional, al cual
tenía un fuerte apego, lo em ancipa de m anera radical. Su energía ya no es
controlada por las costumbres del pasado y está libre para participar en nuevas
aventuras, aun esté desprovisto, y por la m ism a razón, de dirección. Como
lo hace Sim m el a propósito del Extranjero, Park subraya, incluso aún más
explícitamente, el carácter cosmopolita del hombre marginal, la extensión de
su horizonte cultural, la viveza de su inteligencia por estar más desconectada
del mundo. Pero tam bién en su caso consta de una densidad subjetiva más
trágica, porque es atravesado y constituido por un desm em bram iento que
no siempre logra dominar. A diferencia del Extranjero de Simmel, que viene
de otra parte y que se quedará m añana, el hombre m arginal desea, al mismo
tiempo, quedarse y partir, y sabe que se quedará deseando partir. Está así
sobreexpuesto a la m irada de los dem ás, siempre definido por un conflicto
que le es ajeno, pero que vive como algo profundam ente íntimo y personal.
El hombre m arginal es así el inmigrante, pero tam bién el mestizo, y es sobre
todo, como en Sim m el, el judío em ancipado. Park no duda en hablar de
él como el prim er cosm opolita y el prim er ciudadano del mundo, incluso
como el m ás civilizado de los seres hum anos, en todo caso el que dispone
del horizonte m ás amplio, desde un punto de vista m ás racional, el de la
inteligencia más penetrante. El hombre m arginal es, aún más que la figura
del Extranjero de Simm el, a la vez el verdadero sím bolo de la m odernidad
y un tipo hum ano que perm ite dar cuenta de una experiencia válida para
muchos otros grupos sociales.
De allí toda la im portancia del estudio que Louis W irth dedica al ghetto.
A lo largo de todo el libro, tanto en la h isto ria cen ten aria del ghetto en
Europa com o asim ism o en su últim o avatar en la ciudad de Chicago, Wirth
se esfuerza en arraigar social y espacialm ente esta experiencia de m ar-
ginalidad. La distancia m atricial se inscribe en u na dim ensión espacial.
Segregado en el ghetto, el judío vive la traducción geográfica paradigm ática
del sentim iento m oderno: el m undo exterior aparece com o frío y extraño,
el lugar de relaciones abstractas y racionales, m ientras que, a la inversa, el
ghetto lo es de relaciones afectuosas, íntimas, espontáneas. Incluso cuando
se aleja de este, vive su verdadera vida interior en él, en sus sueños y sus
esperanzas. Y sin embargo, el calor del ghetto no es suficiente para «satisfacer
el im perioso anhelo de nuevas experiencias, de em ociones inéditas y de
■venturas» . Esta es la razón por la cual el judío es un héroe de esta repre­
sentación de la modernidad: vive en la periferia de los dos mundos sin formar

|S Louis Wirth, Le ghetto (París: Grenoble, Presses Universitaires de Crenoble, 1980), 58.
com pletam ente parte de ninguno de ellos; recluido en el ghetto, aspira
intensam ente a los contactos que le están vedados. El aislamiento del judío
actúa para Wirth como un sustituto espacial de esta extrañeza en el mundo
propia del Extranjero de Simmel, un aislamiento que, como en Simmel, se
encuentra en la base del desarrollo de una m irada objetiva sobre el mundo
36
social . Pero en el caso de W irth la salida del ghetto, y especialmente las
am bivalencias que esta genera, es trágica. Cuando se derrum ban los muros
del ghetto, el judío debe enfrentar los muros invisibles; deja a veces de sentirse
perdido en el mundo exterior, pero solam ente a costas de un sentimiento
agudo y doloroso respecto de sí mismo y de su situación. Toma conciencia
del desgarro de su condición, ya que junto con no pertenecer más al m un­
do del ghetto, es rechazado como individuo por quienes no son judíos. A
la diferencia de otros hombres m arginales o incluso inmigrantes, el judío
se ve obligado entonces a perm anecer de m anera m ás estructural en un
espacio intermedio, o a convertirse en un híbrido. La situación objetiva se
prolonga en angustias subjetivas y, como lo dice Wirth, «el ghetto muestra
que lo esencial en la vida social no reside tanto en los hechos objetivos de
la existencia y de las form as exteriores, como en los sentim ientos sutiles,
los sueños y los ideales de un pueblo»37.
A fines de los años treinta e inspirándose en la concepción del hombre
m arginal de Park, Everett V. Stonequist elaboró prim eramente una enume
ración y luego el estudio del conjunto de estas figuras. El punto de partida
es siem pre un descalabro social, producto de u n cam bio entre grupos
sociales, culturales o raciales, cada vez que un individuo, por múltiples
razones, abandona un grupo social sin lograr verdaderam ente adaptarse
convenientemente a otro. El arribista, al igual que el desclasado, o incluso
el hom bre desterrado e incluso desarraigado son evidentem ente figuras
ejem plares. Pero tam bién hay que agregar a las m ujeres, para quienes la
transformación del rol tradicional confronta a dos ámbitos de acción, público
y privado, con diferentes criterios de acción. Finalmente, sobre todo, y es en
esta figura, y en la estrecha descendencia de los trabajos de Chicago, que se
centra el libro, el hombre m arginal es la experiencia básica de los individuos
forzados a definirse en el intervalo generado por la inmigración. Es el caso
de la hibridación racial, o cultural, pero especialm ente la experiencia de
la segunda generación, con el desgarro entre dos sistem as culturales. Pero
el autor insiste tam bién sobre la experiencia muy diferente de los negros
am ericanos, cuyo desarraigo los obliga a expresarse en la única cultura que

36 La referencia es explícita. Ibíd., 94.


37 Ibíd., 296.
ellos conocen, la de los Estados Unidos de Am érica de raza blanca, en un
m ovimiento que los obliga inevitablem ente a la asim ilación, por no poder
basarse verdaderamente en criterios colectivos que les perm itan asegurar su
diferenciación. Son forzados a «convertirse en un blanco», lo cual por otra
parte es mal percibido y rechazado por los individuos blancos, que tienen
prejuicios y que desean que se «queden en el lugar que les corresponde»38.
Pero en todas las instancias, y aun cuando sea por vías diferentes, el hombre
m arginal tiene una «doble conciencia»; se ve forzado a observarse a sí m is­
mo a través de dos perspectivas bastante opuestas. Las m últiples sutilezas
presentes en estos procesos, al igual que las diferentes etapas del ciclo de
vida del hom bre m arginal (desde su ignorancia inicial hasta los diversos
ajustes que instaura para conform arse con las situaciones, pasando por el
momento de la tom a de conciencia del conflicto cultural que lleva consigo)
son justam ente descritas en este libro m ediante un m aterial cualitativo
muy diverso. El hom bre m arginal es el que, al estar obligado a ser como los
demás, no logra hacerlo con éxito m ás que en raras ocasiones y, m ás aún,
que cuando lo logra vive su rechazo personal en m edio de un profundo
sentim iento de confusión de identidad.

La búsqueda de nuevas experiencias

Aun cuando para los autores de la Escuela de Chicago los problem as so­
ciales sean inseparables de los procesos de desarraigo y de desorganización
sociales, distan m ucho de caer en una visión com placiente de la m iseria de
los desposeídos, de la delincuencia, de la precariedad, de la m arginalidad.
Por el contrario, lo que puede incluso im pactar hoy en día es el lugar que
ellos conceden muy a m enudo a la búsqueda de las nuevas experiencias en
el seno de estas trayectorias.
La paternidad de la idea corresponde a Thomas, que distingue cuatro deseos
fundamentales: nuevas experiencias, seguridad, respuesta, reconocimiento” .
De todos estos deseos, el de las nuevas experiencias merece una atención en
particular, por cuanto la sociología ha tendido a su relativo descuido desde
entonces. Más allá de la voluntad de Thom as de arraigarlo en la naturaleza
humana, este deseo corresponde a lo propio de la m odernidad, a la alegre

|8 Everett V. Stonequist, The Marginal Man. A Study in Personality and Culture Conflict
(Nueva York: Russell & Russell, Inc., 1961), 10 7 -10 8 .
19 William Isaac Thom as, «M otivation: the w ishes» (1928), extraído de The Unadjusted
Girl, en W. I. Thom as, On Social Organization and Social Personality (Chicago: Chicago
University Press, 1966), 117-139-Cf. tam bién William Isaac Thom as y Florian Znaniecki,
Le paysan polonais en Europe et en Amérique.
exaltación de la vida, a la novedad radical. En m uchos trabajos de la Escuela
de Chicago esta dim ensión está presente: especialm ente a propósito de los
m arginales, en cuyo caso, y contrariamente a lo que nos a acostumbró cu
lo sucesivo la sociología, creen siempre poder detectar el deseo de nuevas
experiencias. A veces este deseo se halla en la raíz m ism a de la separación
entre las actitudes individuales y los valores sociales: el deseo del individuo
de tener un m áximo de nuevas experiencias entra en conflicto fundament a I
con la naturaleza de la sociedad, que exige un m áxim o de estabilidad40.
Esta es una de las razones del contraste reconocible entre el filisteo y el
bohemio. En el caso del primero prevalece el deseo de seguridad, mientras
que el segundo es dom inado por el deseo de nuevas experiencias. Pero
tam bién lo hem os visto a propósito del judío en la representación que da
Wirth, para quien uno de los m óviles fundam entales de la voluntad de salir
del ghetto no es m ás que el deseo de «huir del mundo fam iliar y perderse e 11
el anonimato»4'. Es de hecho lo propio de un gran núm ero de actores estu
diados por la Escuela de Chicago, quienes enfatizan las manifestaciones de
resistencia o de oposición subjetivas de los individuos ante las situaciones,
con el fin de poner de m anifiesto dim ensiones positivas, no exentas de un
cierto romanticismo, de la experiencia moderna. La delincuencia, por ejempli i,
tiene efectivam ente estas dos dim ensiones: por un lado, la pandilla es una
región intersticial que refleja la desorganización de conjunto de la ciudad
y, por otro lado, encarna una preocupación de independencia y el deseo de
nuevas experiencias. Esta es la razón por la cual Thrasher, al escribir sobre
las pandillas de Chicago, señala que «una vez que un joven le ha tomado
el gusto excitante a la vid a de calle de una pandilla, encuentra que los
programas de los asistentes sociales son insípidos e insatisfactorios»42, a i a I
punto que termina por vivir en un mundo prendado de imaginario, románt in >

No solamente el adolescente transforma su entorno sórdido gracias a su


imaginación, sino que vive en medio de soldados, de caballeros, de piratas
y de bandoleros. Asigna roles especiales a sus enemigos: la vieja jorobada
que vive al final de la avenida es una bruja; el policía del vecindario se
convierte en un gigante que se come a los hombres o en un hidalguillo
jefe de una tropa de bandoleros43.

40 Wllliam Isaac Thomas, «The Persistence o f Primary Group Norms in Present Day Sociely
(1917), retomado en W. I. Thomas, On Social Organization and Social Personality (Chica<|i 1
C hicago University Press, 1966), 171.
41 Wirth, Le ghetto, 263.
42 F. T h rash er, The gang, c ita d o en A lain C ou lo n , L'école de Chicago (París: PUF, 199 2), f.i

43 F. Thrasher, The gang, citado en Nicolás Herpln, Les sociologues américains et lesiécle, ios
Notem os por otra parte que en sus com entarios a propósito de la delincuencia juvenil.
Por otra parte este es también uno de los rasgos sobresalientes del «hobo»,
ente trabajador sin trabajo y a menudo sin dom icilio fijos, una figura es­
pecífica de la historia del nom adism o de la clase obrera estadounidense.
Trashumante, adaptándose a las fluctuaciones estacionarias de la actividad
económica, polivalente, el hobo de Chicago, com o lo señala el mismo Neis
Anderson, pertenece como el cowboy a la historia de la frontera de los Estados
Unidos, y como él satisface las necesidades del mercado laboral44. Su gran
especificidad es encontrarse siempre rozando el um bral de la indigencia,
«In necesariam ente sucum bir a ella. Es el producto de la industrialización
y de la alternancia de los períodos de empleo y de desem pleo que llevan de
la independencia económica a la situación paupérrim a. Es un trabajador
emigrante, a diferencia del vagabundo que es emigrante, pero que no trabaja,
o del mendigo, que se sedentariza. El hobo crea así un mundo separado, y
xuyo, en m edio de la ciudad; al igual que las dem ás figuras m arginales, se
forja una región m oral específica. Pero el hobo, rezagado de la frontera, no
es solamente el reflejo de las necesidades de flujo y del reflujo del mercado
laboral, sino que es tam bién una figura de la inadaptación de los hombres
al trabajo en fábricas, al igual que de la experien cia de las dificultades
personales — trastornos de personalidad, problem as de vida privada, dis­
criminaciones raciales o nacionales— 45. Pero él tam bién está sometido al
deseo de nuevas experiencias, busca el movimiento, el cambio, el peligro,
la inestabilidad, incluso la irresponsabilidad social. Para Anderson, el hobo
anhela «vivir el estremecimiento de nuevas sensaciones, afrontar nuevas
46
situaciones y conocer la libertad y el vértigo de ser un extranjero» . La calle
le fascina, porque ve en ella una aventura que le perm itirá saciar su deseo
de convertirse en una persona.
La modernidad, se sabe, ha sido muchas veces asociada por el arte con una
experiencia de viaje. La partida form a parte de las imágenes esenciales de la
modernidad. Nada sorprendente por ello que m uchos héroes de la Escuela
de Chicago se definan ante todo por su m ovilidad, su desplazam iento, su
partida y su llegada; de hecho, su llegada siempre provisoria. Park destacará,
más aún que Anderson, esta dim ensión del hobo, un hombre siempre en

Park subraya con fuerza el asp ecto aventurero presente en la vida de las pandillas. Cf.
Robert Ezra Park, «Community O rganizaron and Juvenile Deliquency» (1925), Human
Communities. The City and Human Ecology (Clencoe: Illinois, The Free Press, 1952), 61.
44 Neis Anderson, Le hobo. Sociologiie du sans-abrí (París: Nathan, 1993), 3 0 .
48 M uchos años más tarde, en 1940, Anderson lamentará la dram atización excesiva que
hizo en este libro de la cultura de homeless propia de los hobos. Cf. Robert E. L. Faris,
Chicago Sociology, 65.
46 Anderson, Le hobo 106.
movim iento y sin rum bo alguno; alguien que sacrifica incluso la necesidad
gregaria ante la pasión rom ántica de la libertad individual47. Es a la vez, o
inextricablem ente, un desarraigado y un héroe de la m odernidad. Y es que,
al com ienzo de la modernidad, para la Escuela de Chicago siempre existe l;i
locom oción. La m ovilidad es el gran signo distintivo de la sociedad moder
na. Su centro inevitable es por ende el mercado, en donde los individuos
convergen no porque ellos sean sem ejantes, sino porque se diferencian,
no en pro de la acción colectiva, sino por el comercio, para el intercambio
de bienes, de servicios y de ideas; en fin, m otivados por sus intereses y sus
curiosidades recíprocas.

El individuo y la distancia

En los trabajos de la Escuela de Chicago, y especialm ente en los ensayos


de Park, aparecen ya tem as que harán justamente célebre a Goffm an. Por
una parte, el problema de la gestión de la diferencia cultural y de la distancia
social en una sociedad m oderna y, por otra parte, la temática de la disociación
potencial entre las dim ensiones objetivas y subjetivas del individuo. En el
m osaico social de la ciudad se form a lo propio del individuo moderno; el
citadino pasa a ser una persona, alguien «que, en alguna parte, en un medio
cualquiera, tiene un estatus social, pero el estatus resulta finalmente ser un
48
asunto de distancia — de distancia social» . Es necesario que una socic
dad disponga de form as que perm itan a los individuos m antener su lugar
N oción clave, la distancia social permite dar cuenta de la naturaleza de las
interacciones de los individuos en una ciudad m oderna. Permite expresar,
incluso hasta medir, los diversos grados de intim idad o de extrañeza, de
sim patía o de com petencia entre los m iembros de una com unidad urbana
Pero Park comprende rápidamente, en un legado toequeviliano, el significa
do contradictorio de las distancias sociales en la dem ocracia. En principio,
dichas distancias no deberían existir, pero, si la dem ocracia las detesta, las
m antiene. Y sin embargo, a diferencia de otras form as de sociedad, rechaza
convertir a las clases o a las razas en criterios de distinciones colectivas. Las
distinciones y las distancias deben ser puramente individuales y de naturaleza
personal. En una sociedad individualista como la sociedad estadounidense,
subraya Park, cada individuo debe teóricam ente ser tratado en función de
sus m éritos como individuo49.

47 Robert Ezra Park, «The Mind o f th e Hobo: R eflections upon the Relation between
M entality and Locom otion» (1925), Human Communities, 91-95.
48 Park, «La com m unauté urbaine», en L’école de Chicago, 2 10 -2 11.
49 Park, «The Concept o f social distance» (1924), en Race and Culture, 256-260.
Si la disociación entre las dimensiones sociales y subjetivas está muchas
veces im plícita para m uchos autores de Chicago, cuya fuerza en plenitud
veremos en la obra de Goffman, esta adquiere una dim ensión importante en
Park. La pluralidad de mundos que constituyen la ciudad obliga a los individuos
a realizar diferentes representaciones para diversos públicos. Park recuerda
entonces que el origen primero de la palabra «persona» es «máscara» y que
siempre y en todas partes los individuos son forzados a representar roles, de
manera m ás o menos consciente. «Somos padres o hijos, amos o sirvientes,
docentes o alumnos, clientes o profesionales, gentiles o judíos. En estos roles
conocem os a los demás; es en estos roles que nos conocem os a nosotros
mismos»50. El hombre vive en dos mundos, actual e ideal, aprende a expresarse
gracias a las convenciones sociales, y el artificio presente en las conductas
pasa a ser un elemento innegable de la sofisticación de los comportamientos
humanos. «Es un actor, con un ojo siempre mirando hacia la galería»5'.
Pero el individuo no puede dejar de identificarse con sus roles sociales, los
que por lo demás están en concordancia con su posición social. La falta de
concordancia solo puede ser temporal, a lo sumo el fruto de un período de
desorganización social o lo propio de individuos en los márgenes de la socie­
dad. El conflicto cultural surge así más como una etapa necesaria y obligada,
pero transitoria, hacia la asimilación que como un estado generalizado de la
vida moderna, como en el caso de Simmel. La posición de Park está a medio
camino entre, por un lado, una fusión cabal del individuo y de la sociedad,
que él rechaza implícitamente, aunque mal no sea porque reconoce que los
individuos están más o menos conscientes en todas partes de representar un
rol social, y, por otro lado, una representación generalizada del sentimiento
de extrañeza virtual de los hombres respecto de sus roles sociales. Para él, la
mayor parte de los individuos vive una fuerte correlación entre los roles y la
persona, entre la máscara y el yo: la máscara es la concepción que el individuo
se forja de sí mismo, sobre todo, pasa a ser su yo m ás verdadero, en todo caso,
el que él quisiera ser. La concepción del rol se transform a en una verdadera
segunda naturaleza y una parte integral de la personalidad. El individuo tiene
una existencia dual. A su manera, Park retoma el conflicto latente en Thomas
y Znaniecki entre el temperamento y el carácter. El individuo es incapaz de
actuar espontáneamente, pero se ve forzado a actuar de una manera adecuada
a la situación. Es el conjunto de estos comportamientos convencionales que
adquiere la forma de una «máscara», aun cuando estos se conviertan lenta­
mente en una segunda naturaleza: «Podemos denom inar el comportamiento

50 Park, «Behind our M asks» (1926), en Race and Culture, 249.


51Park, «Personality and Cultural Confllct» (1931), en Race and Culture, 360.
así controlado, una conducta; es decir, un com portam iento m oralm enir
sancionado y subjetivamente condicionado»52.
El punto es importante ya que determina claramente el lugar y la sensi
bilidad específicos de la Escuela de Chicago en el desarrollo de la matriz do
la condición moderna. A pesar de la importancia que la distancia matricial
tiene en sus obras, en la m edida en que expresa lo propio del maelstróm tic
la ciudad moderna, en el fondo ella no puede ser m ás que transitoria o d
solo hecho de los individuos marginales. Ciertamente, estos marginales, tic
hecho, estas diversas figuras del hombre marginal, están lejos de ser inusua
les en una gran urbe. Poco importa. En el fondo, no son más que la otra cara
de una modernidad en el seno de la cual desean siempre encontrar, no sin
paradojas, un modelo prescriptivo de individuo que logre compatibilizar de
m anera adecuada sus dimensiones objetivas y subjetivas. Sean cuales sc;m
las posibles reservas o la resistencia de un individuo en cuanto a cumplir con
los roles sociales que se le han asignado, este se ve forzado a desempeñarlos,
impulsado tanto por la necesidad como por sus propios intereses. Esta es 1»
razón por la que los autores de la Escuela de Chicago probablemente estén
menos marcados por la impronta de una verdadera nostalgia, que influidos
por un evolucionismo lleno de optimismo, incluso crítico, especialmente a
propósito de la inmigración. En todo caso, un m odelo prescriptivo, apena*
implícito, se encuentra innegablemente en sus obras: venim os al mundo en
calidad de individuos, desarrollamos nuestro carácter y nos convertimos en
personas .

III. La definición de la situación

A pesar de su apego evolucionista, y en el fondo tal vez nostálgico, a un


acuerdo entre las posiciones y los valores sociales y las percepciones y actitudes
subjetivas, los autores de la Escuela de Chicago están conscientes, por el hedn >
mismo de los desplazamientos y de los cambios propios de la modernidad,
de las distancias más o menos constantes que pueden establecerse entre los
individuos y las situaciones y, sobre todo, entre las diferentes maneras de defi nii
las situaciones. La sociología es también, y quizá sobre todo, parecen dccii
estos autores, aprender a ver el mundo a través de la mirada de los demás’4,
ya sea debido a trayectorias personales de inmigración de los actores, de su

52 Park, «Human Nature and C olectiva Behavior» (1927), Society, 19.


53 Park, «Behind our M asks» (1926), Race and Culture, 250 .
54 Una actitud sociológica que no podía sino estim ular el m étodo biográfico. Sobre estr
punto cf. Jean Peneff, La méthode biografique (París: Armand Colín, 1990), especialmeni n
35-6 8 .
posición social ambigua o incluso a causa de las adaptaciones recíprocas
al interactuar cara a cara. Insisten constantemente sobre la necesidad de
estudiar al mismo tiempo los principios de la organización social y los as­
pectos subjetivos de la realidad social. Pero «al m ism o tiempo» no significa
que haya, siempre y en todas partes, una correspondencia estrecha entre
ambos: al contrario, la naturaleza de su influencia recíproca solo puede
precisarse de m anera circunscrita.
Este acuerdo problemático está en el centro de la importante nota metodo­
lógica de Thom as y Znaniecki en El campesino polaco en Europa y América.
Insisten sobre el problem a de las influencias recíprocas del individuo, la
cultura y la organización social55. La correlación, si bien siempre se presupo­
ne, incluso en los casos patológicos, es com pleja ya que num erosos valores
sociales informan cada actitud subjetiva y num erosas actitudes subjetivas
pueden referirse a un mismo valor. Pero la existencia y la necesidad de reglas
comunes m uestran tam bién, aun cuando a m enudo no se trate m ás que de
casos aislados, la existencia de actitudes que no son completamente compa­
tibles con las reglas del grupo y de las que este últim o debe defenderse. Por
lo demás, si el individuo acostum bra a conciliar su actuar con estas reglas,
no es ni a causa de su carácter racional o de sus consecuencias concretas,
sino por estar consciente de que estas reglas representan las actitudes de
su grupo y que tendría consecuencias sociales si decidiera transgredirlas.
En realidad, la problemática de la definición de las situaciones, cuyo marco
último de interpretación se halla en el origen m ismo en que la matriz de la
condición m oderna aprehende la vida en la modernidad, es cuestionada a
partir de dos perspectivas algo diferentes, aunque ampliamente complemen­
tarias entre sí. La prim era la sitúa explícitam ente en la descendencia de la
problemática del cambio social. Siempre y cuando la comunidad permanezca
aislada, el cambio se produce lentam ente, al punto que la estabilidad del
grupo prim a de una generación a otra. Pero en cuanto se quebranta este ais­
lamiento, se generaliza la com unicación con el mundo exterior, se despliega
la m odernización y el desapego hacia el grupo pasa a ser un rasgo norm al de
la vida social. En este universo, cada nueva invención, cada nuevo entorno
tiene la posibilidad de redefinir las situaciones e introducir el cambio, es
decir, a la vez la desorganización y otro tipo de organización, en la vida de
los individuos. Ahora bien, la rapidez del cambio en la m odernidad es tal
que ninguna institución es lo suficientem ente desarrollada para regular
el com portam iento de los individuos después de la falla de las antiguas

55 Thom as y Znaniecki, The Polish Peasant in Europe and America, 1 . 1, 20.


instituciones com unitarias. Ya no hay un cuerpo universalm ente aceptado
de doctrinas y prácticas. Prima la indeterm inación de las situaciones:

En el mir ruso y en la comunidad rural estadounidense de hace cincuenta


años nada queda sin determinar, todo estaba definido. Pero en el movimiento
general del mundo [...], vinculado a la libre comunicación en el espacio y
a la libre comunicación del pensamiento, no solamente las situaciones
particulares sino que la mayor parte de las situaciones generales han
pasado a ser indeterminadas. Ciertas situaciones, que otrora eran definidas,
se han vuelto nuevamente indeterminadas; otras han surgido y no han
jamás sido definidas .

En síntesis, en la modernidad, la ausencia de caracterizaciones consensúales


de las situaciones es en definitiva su única definición común. Ciertamente,
como lo recuerda el mismo Thom as, la consolidación de este individualismo
no implica nunca un grado absoluto de individualización, pero en lo sucesivo
el individuo decide cosas de m anera cada vez m ás singular57.
La segunda perspectiva se inscribe m ás bien en la descendencia de las
nociones de tem peram ento y de carácter, donde el prim ero es de natu­
raleza biológica e instintiva y el segundo corresponde a un conjunto de
actitudes desarrolladas bajo influencias sociales . El proceso mediante el
cual los tem peram entos se convierten en caracteres es lo que Thom as, con
Z naniecki, denom inan com o la organización de vida (Ufe organization)
del individuo. Hay allí una tensión irreprimible, aunque m ás o m enos bien
controlada, según las épocas y los individuos. El carácter no es al final
m ás que la expresión de una organización de los deseos que resultan, y del
tem peram ento y de la experiencia; donde los deseos son el elemento motor
y prim ario de la actividad. Las personalidades concretas son justamente la
m anera particular en que los individuos organizan estos deseos. Pero en la
m edida en que ciertos deseos del individuo van en contra de los intereses
del grupo, siempre pueden explotar conflictos potenciales. El grupo apunta
«a suprim ir deseos y actividades que estén en pugna con la organización
existente, o bien que parezcan ser un punto de partida hacia la desarmonía
social, como asim ism o a alentar los deseos y acciones que son necesarios

56 Thom as, The Unadjusted Cirl (1923), en On Social Organization and Social Personality,
240.
57 Por otra parte, es justam ente esta visión de las cosas la que será fuertem ente recalcada
en los estudios de Blumer sobre el interaccionism o sim bólico. Cf. Herbert Blumer,
Sym bolic Interactionism (Englewood Cliffs, NJ: Prentice Hall, 1969).
58 Thom as y Znaniecki, Le paysan polonais en Europe et en Amérique., 5 2 -5 5 .
para el sistem a social existente»59. Dicho de otra forma, m ás allá de la fu n­
ción m otriz conferida al cambio, la posibilidad últim a de rivalidad entre
las diferentes definiciones posibles de las situaciones sociales remite a la
naturaleza m isma del hombre, que nace y crece en una sociedad que ya ha
elaborado reglas de conducta apropiadas y a las cuales el individuo debe
adaptarse. «Por lo tanto siempre hay rivalidad entre la definición que un
individuo realiza espontáneam ente de una situación y aquella que la socie­
dad a la cual él pertenece pone a su disposición» . A través de las diferentes
instancias de socialización (la fam ilia, la escuela, los compañeros, la com u­
nidad) el individuo aprende lentamente a hacer suyos los códigos a través
de los cuales su sociedad define las situaciones sociales. Pero este conflicto
remite, en último análisis, a una realidad fundacional expresada a veces en
la tensión entre el deseo de los individuos de tener nuevas experiencias y
la necesidad de seguridad de la sociedad .
En el fondo, ambas perspectivas son profundam ente com plem entarias
y no se trata sino de un simple asunto de acentuación. En ambos casos, se
trata para Thom as de insistir sobre el hecho de que no existe una arm onía
preestablecida entre las diferentes definiciones posibles de las situaciones, y
que muchos rasgos fundam entales del individuo se hallan siempre de cierta
m anera en desacuerdo con tendencias fundam entales del control social.
Situación cuyas consecuencias aumentan debido a la importancia creciente
que la conciencia y la técnica racionales tienden a adquirir en la vida social.
Esta evolución hace posible el desarrollo de una actitud objetiva respecto
del m undo . A causa del cambio, los individuos se ven confrontados a un
mundo m ás fluido, la evolución social se torna m ás rápida, las crisis son
más frecuentes y m ás variadas; en resumen, una conciencia técnica y m ás
reflexiva viene a reem plazar a una sem iconciencia rutinaria. El sentido
com ún, la idea de que conocem os el m undo social de m anera directa y

59 Thom as, The Unadjusted Girl (1923), en On Social Organization and Social Personality,
231.
60 Thom as, «Définir la situation» (1923), en L'école de Chicago, 80.
61 Thom as y Znaniecki, The Polish Peasantin Europa and America, t. 2 ,18 6 2 . Stonequist irá
de cierta manera aún más lejos cuando insistirá, a propósito del hombre marginal, sobre
la diferencia irreprimible que este puede experim entar entre estas dos dimensiones. Si
bien desde un punto de vista externo puede parecer en m uchos asp ectos socialm ente
adaptado a las situaciones, desde un punto de vista interno puede continuar definiéndose
por una fuerte sensación de m alestar, a causa de su incapacidad, personal y social, de
encontrarse en armonía con el mundo social. Cf. Everett V. Stonequist, The Marginal
Man, 201 y ss.
62 Thom as y Znaniecki, The Polish Peasant in Europa and America, 1. 1, p. 1. N ótese que el
libro parte con esta concepción de la vida moderna.
adecuada porque vivim os en él, es una representación falsa de la situación
del individuo en la modernidad. Cierto, por lo general las acciones habituales
son coronadas por el éxito, pero hay diferentes grados de éxito y los criterios
respecto del mismo son por otra parte ampliam ente subjetivos, y m uchos
de ellos se lim itan a elim inar un gran número de fracasos.
Este proceso conduce a lo que Thom as denom ina la individuación, y que
supone que el sistem a de las costumbres (habit system) del grupo cambia
m ás lentam ente que el sistem a de estim ulación del individuo63. La m oder­
nidad pasa a ser el escenario de verdaderos conflictos y discordancias para
definir las situaciones:

Durante todo el tiempo que las definiciones de las situaciones se mantienen


constantes y comunes podemos anticipar las reacciones ordenadas. Cuando
surgen definiciones rivales [...] se puede prever la desorganización social
y la desmoralización personal. Siempre hay constituciones inferiores
(constitutional inferiors) y personalidades divergentes en toda sociedad
que no logran acomodarse, y la m asa de delincuencia, de crimen, de
inestabilidad emocional es el resultado de las definiciones conflictuales .

La m odernidad es así el lugar p erm anen te de enfrentam iento entre


antiguas norm as que han perdido todo significado social y el surgim ien­
to constan te de nu evas situaciones que requ ieren la creación de otras
norm as. En todo caso, cuando una sociedad se deshace de las definicio­
nes tradicionales de las situaciones y se dirige h acia d efin icion es m ás
racionales de las m ism as, la divergencia de los puntos de vista entre los
m iem bros de una sociedad aum enta considerablem ente. La reflexividad
creciente de las cond uctas in d ivid u ales, dice T h om as en concreto, no
conduce hacia la utopía de un consenso creciente, sino hacia la m ultiplica­
ción de diferentes posibilidades de desacuerdo.
Las relaciones sociales nunca se establecen de m anera definitiva, sino
que siem pre están abiertas a diversos procesos de interpretación. Toda
definición de una situación conlleva entonces su parte inevitable de riesgo.
Y, sobre todo, es posible detectar la desconfianza de Thom as en cuanto a la
existencia de sistem as unitarios y altamente coherentes de definición de las
situaciones, o m ás aún, de capacidades de respuesta adecuada a todas las

63 William Isaac Thomas, «The Unconscious: configurations o f personality» (1927), extraído


de The Unconscious: A Symposium, en On Social Organization and Social Personality, 147).
64 Thom as, «Situational Analysis: The Beahavior Pattern and the Situation» (1927), en On
Social Organization and Social Personality, 166.
situaciones. Thomas está vivamente consciente de que las definiciones que
los individuos form ulan de las situaciones se convierten en elementos del
mundo social tan reales como los mismos rasgos objetivos. Es lo que Robert
K. Merton llamará más tarde el «teorema de Thomas» : «Si los hombres de­
finen sus situaciones como reales, estas son reales en sus consecuencias» .

* * *

Muchos tem as presentes en la Escuela de Chicago serán prolongados y


sin duda articulados con m ás fuerza y talento por Goffman. Especialmente,
en su caso, el último resto de añoranza por un mundo premoderno, cohe­
rente y hom ogéneo, del cual da testim onio en cierta form a la noción de
desorganización social, desaparecerá definitivam ente. Pero es en Chicago
que tom a cuerpo realmente la matriz sociológica de la condición moderna.
Las observaciones, al mismo tiempo tan profundas y tan sutiles de Simmel,
colmadas de ingenio y sensibilidad, se transforman en Chicago en un corpus
organizado de representaciones. Los aportes de los autores de la Escuela de
Chicago han sido múltiples, tanto desde el punto de vista de la teoría como
de la investigación sociológica propiamente tal, y esto a pesar incluso de sus
diversos límites y defectos en ambos campos. Pero ante todo, es la mirada
que dan de la modernidad, llena de una ambivalencia fuertemente positiva,
la que será su principal legado. Después de ellos, la sociedad m oderna, de
67
hecho los Estados Unidos de Am érica, como describirá brevemente Park ,
será definitivamente concebida como una sociedad compleja, som etida a
un grado inédito de cambio, de com unicación y de velocidad. Una socie­
dad donde la producción no deja de aumentar, las m ercancías no paran de
multiplicarse y la mezcla de los hombres, pertenecientes a diferentes tradicio­
nes culturales, no cesa de extenderse. La sociedad moderna es una sociedad
libre, basada en la extensión de la razón y el retroceso de las supersticiones,
como lo atestigua el hecho de que sea, en lo esencial, una sociedad ante todo
urbana y secular. Una sociedad que se organiza en torno a sus mercados,
al intercambio en sus m últiples form as, y en donde se percibe con fuerza
la ausencia de una nueva tradición, de un cuerpo estable de costumbres o
de solidaridad entre sus miembros. En donde, en fin, y debido a todo esto,
la vida es definitivam ente una aventura.

65 Robert K. Merton, «La prédiction créatrice», Eléments de théorie et de méthodesociologique


(París: Plon, 1965), 140 -164.
66 William Isaac Thom as y D. S. Thom as, The Child in America (Nueva York: Knopf, 1928),
571-5 7 2. Citado por Alain Coulon, L’école de Chicago, 65.
67 Park, «Modern Society» (1942), Society, 322-34 1.
C A PÍT U LO X II
Erving Goffman (1922-1982), la condición moderna o
la sospecha permanente

I. M od ernidad , d em o cracia, ficción

Si el tema de la modernidad parece ausente en la obra de Goffman, lo esencial


de su trabajo, más allá de sus variaciones y de su oportunismo metodológico ,
no es sin embargo m ás que una reflexión sobre la situación moderna. Una
reflexión que se ubica en la descendencia que abrieron las intuiciones de
Simmel y que él va a radicalizar al hacer hincapié en nuevas consecuencias
de la separación creciente y propia de la condición m oderna, de lo objetivo
y de lo subjetivo. Respecto de la respuesta sociológica tradicional, según la
cual esta distancia se reducía gracias a la existencia de roles y de estatus, en
síntesis, gracias al acuerdo entre las posiciones sociales y las dim ensiones
subjetivas, Goffm an insiste, a lo largo de toda su obra, sobre la distancia
entre estos dos órdenes. Desde un punto de vista sociológico, este es sin duda
el mérito m ás importante de su obra. En la m odernidad los individuos se
definen de m anera creciente por una distancia con sus im ágenes sociales,
por un dom inio reflexivo creciente de su presentación en público (sean
cuales sean por lo dem ás los marcos sociales desplegados — dramatúrgico,
ritualista, estratégico)3. Sobre todo, el análisis de la condición m oderna

1 El trabajo de investigación de Goffman en las Islas Shetland, en el marco de su doctorado,


fue uno de sus pocos verdaderos cam pos form ales de investigación. Realizó otros dos
trabajos de cam po: hospitales psiquiátricos y un casino en Las Vegas. El resto de la
obra se basa sobre un verdadero oportunism o m etodológico,
a Para una reflexión que recalca la semejanza de la concepción de la sociedad presente en
Simmel y Goffman, e insistiendo por lo tanto en las especificidades de su interaccionismo,
cf. Louis Queré, «La vie sociale est une scéne: Goffm an revu et corrige par Garfinkel»,
en Le parlerfraís d'Ervíng Goffman (París: Minuit, 1989), 47-82.
3 Nos parece un exceso hacer una lectura de la obra de Goffm an com o una sucesión de
estos m odelos de interpretación de las interacciones. Al contrario, incluso, nos parece
que es necesario tom aren serio a Goffman cuando señala, a la manera de W ittgenstein,
en La présentation desoí, que la m etáfora dram atúrgica movilizada a lo largo de su libro
recupera con Goffm an el grado de generalización que tenía en Simmel, pero
conserva, y refina incluso, el carácter profundam ente sociológico que los
m iem bros de la Escuela de Chicago le habían otorgado4.
Pero un segundo tem a adquiere una im portancia decisiva con el fin de
aprehender el sentido final del proyecto de Goffm an, a saber, la dificultad
de la interacción dentro de sociedades democráticas igualitarias. El cuestio
nam iento respecto de la form a en que los actores se presentan, la manera
en que gobiernan sus im presiones y cóm o deciden lo que pueden o no
permitirse durante todas sus interacciones solamente cobra sentido cuando
se reubica en un marco relacional democrático, ilustrado de preferencia por
los estratos medios estadounidenses, y el que evoluciona especialm ente en
el universo de las actividades terciarias5. En estas sociedades, y a diferencia
de las sociedades jerarquizadas, es la persona que es, como ya lo señalaba
Durkheim, «sagrada». Una sacralidad que sin embargo se torna problemática
por la tensión entre la exigencia de un tratamiento igualitario entre todos
los individuos m ás allá de su rango social y, a la inversa, la permanencia
de jerarquías sociales en la sociedad m oderna que, sin poner en cuestión
el principio de base de la igualdad de los individuos, obligan siempre a un
tratamiento de deferencia de unos con otros.

no ha sido otra cosa que una herramienta, nada m ás que andam ios de los cuales hay
que liberarse una vez alcanzado el objetivo — construir una perspectiva particular dr>
la vida social— . Cf. Erving Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienn. La présentation
de soi (París: Minuit, 1973) 240. Para una lectura del conjunto de la obra de Goffman
que minimiza justam ente este tipo de presentación, cf. Isaac Joseph, Erving Goffman
et la microsociologie (París: PUF, 1998).
4 Las relaciones entre Goffman y la tradición de Chicago, incluso con el interaccionismo
sim bólico (con el cual siem pre negó cualquier filiación) han sido estudiadas en varias
ocasion es. Para un estudio de las im plicancias analíticas de la tradición d e Chicago y
especialm ente del con texto d e la ciudad en la obra de Goffm an, cf. Ulf Hannerz, «L.i
ville en scéne: les contes de Goffman», en Explorer la ville (París: Minuit, 1983), 254-300
Para una presentación crítica de las múltiples influencias sucesivas reconocibles en
su obra, ver la excelente puesta en perspectiva de Randall Collins, «Erving Goffman
and the Developm ent o f M odern Social Theory», en Jason Ditton, ed., The Viewfrom
Goffman (Londres: The MacMillan Press, 1980), 170 -20 9 .
5 Es por lo dem ás la exactitud y los límites de la crítica que Gouldner dirige a la obra dr
Goffman, a saber, que esta no sería más que un reflejo, desgraciadam ente ampliamentr
desocializado, de lo propio de los estratos m edios «cuellos blancos» estadounidenses,
para quienes la preocupación por el rostro y la presentación es un requisito direcln
del trabajo al interior de las grandes organizaciones, o incluso de la separación entrr
esto s trabajadores de la relación entre el aporte individual y la recom pensa social. Cl
Alvin W. Gouldner, The coming crisis o f Western Sociology (Londres: Heinemann, 1971),
especialm ente 378-390. Cf. tam bién para una posición sem ejante en ciertos aspectos,
George Gonos, «The Class position o f Goffm an's sociology: social origins o f an American
structuralism », Jason Ditton, ed., The Viewfrom Goffman, 134-169.
Es en este segund o n ivel de sign ificad o que p u ed en com pren derse
num erosas am bivalencias de sus fórm ulas y de sus libros, que pueden ser
interpretados a ratos como análisis descriptivos de las interacciones coti­
dianas o como m odelos prescriptivos. Sin duda es excesivo leer la obra de
Goffm an en la línea de los antiguos m anuales de buenos m odales. Goffm an
no prescribe recordando los buenos m odales y el respeto a la tradición, sino
que extendiendo la reflexividad al ámbito privado. El «cómo hacer» desplaza
y reem plaza el «qué hacer».
Pero todas estas dim ensiones, por im portantes que sean, deben subor­
dinarse a la problem ática de la disyunción entre la objetividad y la subjeti­
vidad. Olvidar este aspecto transform a el aporte intelectual fundam ental
de G offm an en un mero testimonio, por añadidura m ás o m enos autobio­
gráfico, de nuestra m odernidad . Después de todo, en la historia abundan
ejemplos en que el desm oronam iento de un m arco social es com pensado
por la inm ersión de los individuos en su fuero privado o interno7. Una in­
terpretación insuficiente de su obra consiste así en reducirla a una de las
múltiples versiones sociológicas del abandono de las interpretaciones de
lo social en térm inos de relaciones sociales estructurales y del desliz hacia
lecturas m eram ente interaccionistas. De este modo, G offm an sería m enos
el sociólogo de una de las dim ensiones centrales de la m odernidad que el
héroe de una coyuntura bien precisa, m arcada por la desaparición de un
conjunto societal organizado.
Sin embargo, si es la distancia matricial la que debe ser considerada como
el verdadero telón de fondo intelectual de su obra, la situación dem ocrática
a partir de la cual despliega sus análisis y extrae su m aterial de reflexión,
está lejos de ser puramente anecdótica. De hecho, es a partir de la conver­
gencia analítica de estos dos órdenes de problem ática que se desprende lo
propio de su obra. Esta es la razón por la cual pocos ejem plos m uestran tan
claramente la visión que se form aba Goffm an sobre el m undo social, como
la reflexión que realizó a propósito de la fila de espera durante transacciones
en los se rv ic io s . Símbolo de la democracia, la fila impone prescriptivamente

6 Para una lectura de la obra de Goffm an en función de ciertos rasgos de su biografía,


Luc Boltanski, «Erving Goffm an et le tem ps du soup^on», Information sur les sciences
sociales, vol. 12, n,°3, (1973): 127-147. Y para una interpretación de su obra com o una
form a de autobiografía, cf. Yves Winkin, «Erving Goffm an: portrait du sociolo gue en
jeune homme», en Erving G offm an, Les m om entsy leurs hommes (textos recopilados y
p resentados por Y. Winkin) (París: Seuil-M inuit, 1988), 13-9 2.
7 Ver entre otros las precisiones sobre este tem a de Richard Sennett, Les tyrannies de
l’intimité (París: Seuil, 1979); Yves Barel, La société du vide (París: Seuil, 1984).
8 Reflexión efectuada en el discurso que la enferm edad le impidió dar ante la American
Sociological Association en 1982, cf. Erving Goffm an, «L’ordre de l’interaction» (1982),
una igualdad de tratamiento entre los individuos, la cual apenas se nota
en los hechos. La fila de espera remite al universo social y a las categorías
esenciales de la perspectiva sociológica de Goffman. Tanto m ás que muestra
las relaciones m últiples entre una definición global de las situaciones y las
interacciones reales, ya que a pesar del marco de interacción y los elementos
estructurales estándar de las prestaciones de servicio, este marco puede ser
trabajado de diversas maneras y, en todo caso, desviado de múltiples formas.
Especialmente, permite subrayar los márgenes de m aniobra irreprimibles
de los cuales gozan los individuos en el seno de situaciones relativamente'
bien estructuradas y definidas en función de sus posiciones sociales o de
sus com petencias interactivas. En la fila de espera se devela especialmente
la profundidad sin fondo de las ficciones constitutivas de la vida social, en
donde se neutralizan en parte, pero nunca com pletam ente, las influencias
externas a las interacciones, en donde los individuos son capaces de deshace r
y de pasar por alto su orden de llegada para beneficio propio, cuidándose
empero de no desestabilizar totalmente el orden implícito sobre el cual esta
se basa ni, sobre todo, pasar a llevar a otro de m anera dem asiado evidente
y desconsiderada.
De las dudas coyunturales a la sospecha estructural, la obra de Goffman
se asem eja con fuerza a los dispositivos teatrales de Luigi Pirandello, para
quien siempre se trata de dar cuenta sim ultáneamente del mantenimiento
del respeto de un marco, de trastocar la relación entre el actor y el personaje,
en fin, de cuestionar sin cesar la frontera entre el escenario y el público’ .

II. ¿E x iste un su je to ?

Si fuera necesario adelantar una explicación estructural de la desconfianza


de Goffm an respecto de los riesgos de im postura en los sujetos modernos,
habría que concordar con él sobre el hecho de que, a causa de la diferen
ciación social creciente de los ámbitos de acción, los individuos han sido
som etidos curiosam ente a un proceso de desdiferenciación de las fachadas
individuales . En u n a sociedad tradicional, cada fu nción o lugar tiene
una fachada específica, m ientras que en una sociedad moderna, y debido
a la diversificación de las funcion es y de los lugares que cada individuo
debe ocupar, la tendencia dom inante será «presentar un gran número de

en Les moments et leurs hommes (París: Seuíl-Minuit, 1988), 223 y ss.


9 Extraem os esta trilogía del propio Goffm an, cf. Les cadres del'expéríence (París: Minuit,
1991), 381.
10 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1,3 3 .
acciones detrás de un pequeño núm ero de fachadas»". Cuando diferentes
roles recurren a las mismas fachadas, el grado de abstracción y de estereotipo
de estas fachadas sociales se ve reforzado, y acentuado el sentim iento de
distancia subjetiva con el mundo social. Es pues el movimiento mismo de la
sociedad m oderna lo que conduce a la distancia de rol. Los agenciamientos
únicos entre un escenario, una apariencia y una m anera son, en lo sucesivo,
la excepción y ya no m ás la regla. Una situación m atricial que explica los
diferenciales de dram aturgia altam ente desiguales entre los actores.
A esta situación es necesario aún agregar la preocupación más o m enos
constante de los individuos, de dar una im presión idealizada de sí m ismos .
Esta vocación por mostrarse bajo su m ejor aspecto es el resultado directo de
una sociedad democrática que impone a los individuos la preocupación de su
propia dignidad personal, pero que al m ismo tiempo, y debido a la distancia
creciente del rol, les permite llevar a cabo esta tarea con dosis crecientes de
reflexividad. Por lo dem ás, la separación de los ám bitos de acción, gracias
a la separación de los públicos, favorece la preocupación de la idealización
personal: las personas ante las cuales se representa un rol determinado, por
ejemplo en el m undo profesional, no son las m ism as que aquellas con los
cuales se representa otro rol, por ejemplo en la esfera privada.
Esta reflexividad sobre uno y esta idealización de sí m ismo, G offm an
las entenderá m enos com o el resultado de un sentim iento patológico de
extrañ eza respecto de sí y el m undo de la m odernidad, que com o una
consecuencia de la naturaleza de las interacciones y de su desarrollo en un
marco de confianza tácita no calculada.

Si bien se puede esperar encontrar un movimiento natural de vaivén entre


el cinismo y la sinceridad, no es posible ignorar la existencia de una suerte
de punto intermedio donde uno puede atenerse, a costas de una relativa
lucidez sobre sí mismo. El actor puede intentar inducir a que su público
lo juzgue a él mismo, como también a la situación que él instaura de una
forma determinada, y considerar la obtención de este juicio como un fin
en sí, sin por ello creer que merece en verdad la apreciación lograda o que
ha logrado dar una indiscutible impresión de realidad .

En otros términos, lo propio de los individuos es ubicarse a medio camino


entre la sinceridad y el cinism o. Como lo dice G offm an m ismo, entre las

11 Ibíd., 33-
12 Ibíd., 4 0 y ss.
13 Ibíd., 2 8 .
apariencias y la realidad hay «una correlación estadística y no una relación
de necesidad»'4. N ótese que se trata sim plem ente de la construcción de
otro modelo de im plicación de los individuos en la sociedad: en contra del
m odelo parsoniano que supone una fuerte identificación del individuo con
sus roles sociales (todos los demás casos son figuras anómalas), Goffman
propone un modelo basado sobre la existencia de una distancia irreductible
entre el individuo y la sociedad, donde el verdadero problem a consiste en
dosificar su im plicación en la interacción.

Fragilidad y organización de la interacción en un marco democrático

Una de las principales preocupaciones del actor m oderno es asegurarse


de la coherencia de su expresión. Dado que las situaciones sociales se expe­
rim entan como particularm ente frágiles e inciertas, som etidas al riesgo de
volar en mil pedazos al mínimo accidente, el actor está obligado a dominar
su presentación y evitar las torpezas. Esta concepción frágil del mundo social
es esencial para com prender la obra de Goffm an. La incertidumbre de las
situaciones se debe m enos a la naturaleza objetiva de la interacción que a
la percepción subjetiva que se tiene de ella en una sociedad democrática
igualitarista, agudamente som etida al problem a de la deferencia para con
el otro. Isaac Joseph tiene m ucha razón al subrayar hasta qué punto para
G offm an la escena prim itiva de la sociología no es otra que el contacto
mixto, el cara a cara embarazado'5. Mientras más igualitaria es una sociedad,
m ás pronunciado se vuelve el problem a de la deferencia y m ás se expone
a toda una serie de ofensas situacionales. En una sociedad jerarquizada,
los lugares y los rangos son claramente definidos y dictados, mientras que
en una sociedad dem ocrática, m ás allá de las clasificaciones sociales, se
trata de dar form a a una relación igualitaria y, a la inversa, m ás allá de una
relación igualitaria, respetar las lealtades debidas al rango social. Nada es
m ás explícito al respecto que los esfuerzos realizados por los individuos en
situación de inferioridad social por reestablecer su dignidad. Es, por ejemplo,
el caso de los camareros que tienen tras bam balinas un comportamiento
que se contradice con lo que hacen de cara a cara. Gracias a esto desacra-
lizan al público y salvan las apariencias (parodia del rol, denominaciones
poco halagadoras, cuando en ausencia de los clientes hablan de su rol entre
colegas en térm inos cínicos o técnicos). Más allá del desahogo natural del

14 Ibíd., 72.
15 Isaac Joseph, «Erving Goffman et le problém edes convictions», en Leparlerfrais d'Ervimi
Goffman, 19.
actor, ¿cómo no ver en esta actitud, a m enudo practicada por individuos
som etidos a situaciones de subordinación estatutaria, un rasgo propio de
una sociedad igualitaria, donde cada uno está obligado a reestablecer una
igualdad form al, incluso tras bam balinas, con otro?
En este contexto, la interacción existosa es aquella donde los actores
ponen entre paréntesis lo que pueden conocer por otro lado de la persona
enfrente, aceptando la presentación que ellos dan de él, proyectando una
imagen de sí mismo y del otro aceptable para ambas partes y comprometién­
dose a ayudar al otro a m antener la im presión que él se em peña en producir
de sí m ism o’7. En donde «queriendo salvar la cara del otro, se debe evitar
perder la propia y, tratando de salvar la propia cara, hay que cuidarse de no
hacerla perder a los otros» . Lo propio de las interacciones en las sociedades
dem ocráticas igualitarias es justam ente su fragilidad constitutiva, el hecho
de «que las impresiones que se dan en las representaciones cotidianas están
expuestas a rupturas»'5. Un desajuste que puede ser el resultado de acciones
más o m enos involuntarias, de torpezas, de intrusiones intem pestivas, de
pasos en falso o de «escenas» en las cuales el actor term ina por destruir la
cortesía necesaria de los consensos. Pero para evitar estas desaventuras, se
desarrolla todo un conjunto de elem entos. Por lo dem ás, cuando G offm an
hace mención a ellas (las técnicas defensivas, las técnicas de complicidad con
otro compañero, las diversas manifestaciones del tacto), estam os obligados
a constatar la ruptura de tono que recorre su texto: pasa solapadam ente de
un análisis descriptivo a recom endaciones prescriptivas. Se supone que el
actor debe tener «com prom iso dramatúrgico», pero tam bién descollar en
la «circunspección dramatúrgica» . Las fronteras se confunden: se trata a
la vez de desarrollar un análisis sociológico, un m anual de buenas m aneras,
incluso de enunciar el ideal de sociabilidad de una sociedad dem ocrática2'.

16 D estaq u em os que al escribir al inicio del p roceso d e instauración de la igualdad


dem ocrática, Tocqueville, a pesar de toda la sutilidad de su análisis sobre las relaciones
entre el am o y el sirviente, no vislum bró toda la com plejidad interaccional que de
hecho debe m ovilizarse con el fin de asegurar una apariencia igualitaria en m edio de
las relaciones sociales de subordinación. Cf. Alexis de T ocqueville, De la démocratie en
Amérique (1840), t. 2 (París: Gallimard, 1961), especialm ente 246-257.
17 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1 , 161.
18 Goffm an, Les rites de /’interaction (París: Minuit, 1974), 17.
19 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1, 67.
20 ibíd., 208 y ss.
21 Su cede lo mismo cuando aborda el trabajo en equipo durante representaciones que
no son más que la manera de m anejar la implicación profunda de los actores en un
mundo social donde la implicación es cada vez m enos evidente. De allí el conjunto
de consejos (bajo form a de observaciones) presentado por Goffm an: nunca corregir
Para Goffm an, debido a la igualdad formal de los individuos, es necesario
no solam ente tener tacto con los dem ás, sino que hay incluso que tener
tacto en relación con el tacto m ismo. Dicho de otra form a, es necesario
m inim izar las situaciones en que la acción realizada es ajena a la impresión
que el individuo desea producir, cuando la distancia con el rol pasa a ser
evidente para todos.
Este ideal de sí m ismo que debemos m ostrar al resto está por lo demás
facilitado por la división de las esferas de la interacción en una sociedad
democrática. «En la sociedad angloamericana, que es relativamente cerrada,
es usual dar una representación nada m ás que en una región estrictamente
delim itada, a la cual m uy a m enudo se añaden lím ites tem porales» . Ks
así como hay especialm ente una región anterior, en donde se desarrolla la
representación, y en donde el actor cumple con ciertas norm as a través de
la cortesía (la m anera en que el actor trata a su público durante su conver
sación con él) y el decoro (la m anera en que el actor se com porta cuando se
encuentra en el campo visual del público). Pero al lado de ella existe una regiói i
posterior, entre bastidores: allí se fabrican las representaciones escénicas,
donde el actor se permite pausas en medio de una interacción; en síntesis,
se trata del espacio donde se instalan los elem entos indispensables para
asegurar una buena representación en la región anterior. La región posterior
permite así a los actores descansar y recargarse con el fin de poder mantener
un control estricto de sus im presiones en la región anterior. En estas dos
regiones se observan así com portamientos diferentes. En la región anterior
prim an el control de sí m ismo y un clim a de ceremonia, m ientras que en la
región posterior prim a un clim a de fam iliaridad. Los dos comportamien
tos son cuidadosamente separados, y Goffm an insinúa incluso que en las
regiones posteriores ocurren acciones que los psicoanalistas denominan
regresiones23: la regresión sería la aplicación a destiempo de una acción de
la región posterior en la región anterior.
Pero es en el contraste del control de las im presiones en una sociedad
aristocrática y una sociedad democrática donde mejor se observa este aspect i >
preponderante del trabajo de Goffm an. El control de sí mismo que describe
puede ser interpretado, h asta cierto punto, como una versión dem ocrática,
incluso de m asa, de la antigua exigencia aristocrática. Para el aristócrata

en público a un com pañero de grupo; la necesidad de que cada equipo se asegure <lr
que, durante interacciones con otro equipo, ninguno de sus miembros form e paitr
de otro equipo; en fin, el interés para los equipos de controlar el entorno en el cu.il
se desarrolla la interacción. Cf. Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1 .
22 Ibíd., 105.
23 Ibíd., 125.
se trataba de m ostrar la excelencia de su rango a través del control de sus
em ociones, esforzándose lo m ás posible en reprim ir y reducir su región
posterior. Y mientras m ás lograba este control, m ás hacía valer su grandeza
personal. El individuo de la sociedad dem ocrática de m asa está som etido
a una prescripción m ás contradictoria: si su sinceridad es definida por su
capacidad de expresar públicamente lo que siente14, no tiene empero derecho
a exteriorizar su m al hum or en público, aunque no sea nada más porque los
demás, sus iguales, no tienen que soportarlo. Ciertamente, y como lo señala
Goffm an mismo, entre miembros de un equipo o en una relación profesional
jerárquica se puede dar rienda suelta al mal humor, pero se trata m ás bien
de casos aislados. El individuo m oderno está som etido a una etiqueta laxa,
inestable e incierta, ya que al m ismo tiem po se le exige que sea auténtico
y deferente. El control de sí m ism o es el «tributo» que el individuo debe
rendir al culto de la persona, que es lo propio de una sociedad en la cual
se está obligado a controlarse. La dignidad dem ocrática, y su corolario, las
jerarquías y distinciones sociales, son una versión desencantada del rango
aristocrático. Y «mientras m ás alto el rango, m ás vastos son los territorios
del Yo y m ás estricto es el control de su acceso»25.

El problem a de la diferencia

La exigencia del ideal de sí mismo y de la deferencia con el otro, exigencias


que se radicalizan en una sociedad democrática, explican la centralidad del
tema del estigma en Goffm an. Digámoslo de entrada: para Goffm an, que en
cuanto a esto sigue de cerca la realidad de base de la sociabilidad dem ocrá­
tica, el estigmatizado no es (solamente) alguien que es excluido y recluido,
sino tam bién (y sobre todo) alguien que form a parte de las interacciones
cotidianas comunes. Sin embargo, lo im portante no es tanto esta consta­
tación com o la preocupación central de la cual da testim onio en la obra de
Goffm an: saber cómo lograr establecer una relación igualitaria con alguien
que es diferente. La relación con el estigm atizado no es m ás que la esencia

24 Para una interesante presentación de e ste giro decisivo, ver el análisis propuesto por
Béjar de la obra de Choderlos de Lacios. Cf. Helena Béjar, La cultura del yo (Madrid:
Alianza, 1993), 4 9 - 6 4 .
25 Erving Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, t. 2, Les relations en public (París:
Minuit, 1973), 54. V en el mismo sentido, «mientras más importancia tiene el rostro que
pretende mantener un interactuante, m ayor es el riesgo de encontrarla en discordancia
con la realidad y, en consecuencia, más urgente es la necesidad de precaverse de ello».
Cf. Goffm an, Les rites de l’interaction, 16.
/ r 26
m ism a del problema del vinculo democrático . El estigmatizado es menos
un tipo de persona que un punto de vista, un rol, que se puede interpretar
dependiendo de los momentos. A diferencia de la comunidad, que se basa
en una imagen consensual de la subjetividad (un modelo de hombre al cual
deben asem ejarse todos los individuos), la sociedad democrática moderna,
debido a que este modelo antroposocial dominante no existe más que hueco,
hace del problema del estigma la cosa mejor com partida del mundo.
Desde este punto de vista, se detecta una profunda continuidad entre
Internados y Estigma. Más allá de las críticas que surgen en Internados (el
carácter inhum ano de las instituciones, la decadencia m oral con que estas
m arcan a los individuos, el institucionalismo enfermizo que generan), la obra
se centra en torno a la gran contradicción reconocible entre la existencia
de instituciones totales y los principios form ales básicos de la sociabilidad
democrática. Las instituciones totales son estos lugares donde los individuos
residen o trabajan, aislados del resto de la sociedad, durante un lapso de
tiem po no despreciable, com partiendo la rutina cotidiana y donde, espe­
cialmente, se controla casi la totalidad de la experiencia. Goffm an subraya
con fuerza la sem ejanza de todas las instituciones totales, las que, mucho
m ás allá de sus características propias, ejercen las m ism as fun cion es".
Especialmente, Goffm an va a centrarse sobre el hecho de que, en estas
instituciones totales, a los individuos se les despoja de sus identidades ante­
riores. Es por lo cual habla incluso de una carrera moral del enfermo mental:
el proceso mediante el cual este se desprende de su antigua identidad y pasa
a ser un individuo som etido y dócil a la institución, después de toda una
serie de m ortificaciones. En estas instituciones se produce una verdadera
(re)socialización. Más aún, ellas generan toda una serie de adaptaciones
secundarias que son, según Goffm an, la prueba m ism a de su instituciona
lismo mórbido. No se trata en efecto sino de acciones que apuntan a obtener

26 Sobre este punto, los cincuenta años que nos separan del libro de Goffman han sido
escenario de un cam bio importante. Goffman puede aún hacer referencia a un modelo
antroposocial claram ente dom inante (como él lo hace por ejem plo en Stigm ate [París:
Minuit, 1975], 151), frente al cual, los dem ás, la gran mayoría de los individuos, solo
pueden experim entar su diferencia. Toda norma de identidad crea una desviación,
com o lo señala Goffm an, pero la ausencia de toda norma central de identidad produce
la explosión centrífuga de las minorías.
27 Goffman distingue cinco: las que se ocupan de las personas parcialmente discapacitada',
e inofensivas: orfelinatos; las destinadas a personas que no pueden llevar una vid.i
de manera independiente: hospitales y asilos (objeto específico de su libro); aquellas
destinadas a proteger la sociedad de individuos peligrosos: las prisiones; las destinada',
a aum entar la eficacia social: cuartel, Internado, barcos; y finalmente, aquellas que son
una suerte de refugio frente al mundo: m onasterios. Cf. Erving Goffm an, Asiles (París
Minuit, 1968), 46-47.
pequeños privilegios en tom o al placer por lo prohibido28, pero que muestran
igualm ente todos los esfuerzos que el individuo hace para distanciarse del
rol y del personaje que la institución le asigna. En todos los casos, se trata
de m ecanism os de defensa del yo, de formas de resistencia pasiva, mediante
las cuales el individuo se opone al sistem a aunque sin poder cambiarlo, una
«forma particular de ausentism o que consiste en tom ar sus distancias, no
en relación con una actividad, sino respecto de un personaje prescrito»” .
Subrayemos que la crítica que realiza Goffm an al conjunto de las institu­
ciones totales, y en particular a las del ámbito médico, se hace en nombre
de la dignidad del individuo dem ocrático30. Aunque G offm an no la expresa
necesariam ente en estos térm inos, allí es donde se encuentra lo m edular
de la denuncia. Es a partir de ella que la contradicción subyacente al asilo
se hace escandalosa, cuando los hom bres son tratados como m ateriales,
con «las m ism as características que los objetos inanim ados»3'. Desde este
punto de vista, y a pesar de que algunos intérpretes tienden a leer Intern a­
dos en continuidad con el estudio de Foucault sobre la locura, la diferencia
no podría ser m ás grande entre ambos autores. Para Goffm an, se trata de
oponerse, en aras de la dignidad hum ana tal como ella es sancionada por la
sociedad democrática, a estos bolsones de contradicción que subsisten. Las
instituciones totales son de hecho una suerte de dilem a organizacional en
una sociedad democrática. Sobre todo para Goffm an, y de m anera bastante
opuesta a Foucault, «en la m edida en que el número de “enferm os m entales”
que vive fuera del hospital se acerca al de los internados o incluso lo supera,
se podría decir que son m ás bien las contingencias de la vida que llevan a la
decisión de internar, m ás que la enferm edad m ental m ism a»32. De m anera
inversa, para Foucault, la reclusión de los individuos es el verdadero telón
de fondo de la sociedad m oderna, marcada por la obsesión de la reclusión
y de la clasificación — los locos en el asilo, los enferm os en el hospital,

28 Ibíd., 9 8 -10 0.
29 Ibíd., 243.
30 Por otra parte, Goffm an subraya incluso las incom patibilidades existen tes entre estas
instituciones totales y la retribución del trabajo o la vida familiar en las socied ad es
m odernas. Tensión constante que es justam ente utilizada «com o una palanca útil para
el m anejo de los hom bres». Cf. Erving Goffm an, Asiles, 56.
31 Ibíd., 12 1. N otem os qu e durante una con ferencia previa a la publicación de Asiles,
Goffm an había hablado de los individuos en térm inos de «desech os» con el fin de
acentuar bien la función de estas instituciones y la contradiccón de tratam iento al cual
som etían a los individuos. Para una presentación de esta conferencia y del animado
debate que siguió, cf. Erving Goffm an, «La persuasión interperson n elle»(i957), en Les
moments et leurs hommes, 114 -14 2 .
32 Goffm an, Asiles, 189.
los delincuentes en la prisión— . Las instituciones totales son el corazón de
una m odernidad incapaz de dejar un espacio a la diversidad y que apunta
a la norm alización de todos los individuos. G offm an cree en el poder y en
la ley, o m ás bien, cree en la separación del poder y de la ley. Foucault no ve
en la ley m ás que la aplicación quirúrgica de una form a de poder.
La influencia determinante del ideal democrático en esta representación del
sujeto queda aún m ás m anifiesta en el análisis que Goffm an da del estigma­
tizado. Este es «el individuo a quien algo descalifica e impide ser plenamente
aceptado por la sociedad»33. Pero Goffman es muy cauteloso en señalar, como
lo hará a propósito de la realidad, que es necesario razonar en términos de
relaciones y no de atributos34: observación clave que, a su manera, explica el
carácter general de la problemática de la estigmatización. El estigmatizado y
el norm al son resultado de un proceso social, «no son personas sino puntos
de vista»35. En el fondo, y aun cuando por esta vía se radicalice el punto de
vista de Goffm an, el estigm a solam ente existe cuando hay desacuerdo en­
tre una identidad social virtual y una identidad social real, entre lo que se
supone que el otro es y lo que él es verdaderam ente. La im portancia de esta
distancia se vincula fuertem ente con el marco dem ocrático mismo, donde
resulta muy difícil aceptar el estigma del otro y a veces confesarse a sí mismo
el rechazo del estigma, lo que conduce a los individuos a racionalizar sus
conductas respecto de los estigmatizados. Cuando se exam ina más de cerca
la cuestión, no existe tanto un problem a del estigmatizado como un dilema
dem ocrático de la interacción. El estigmatizado se percibe como si tuviera
la m ism a concepción de la identidad que los norm ales (carácter universal
del individuo democrático), pero recibe diariam ente la prueba de que él es
diferente y especialm ente que los demás no tienen para con él el respeto o
las consideraciones a los cuales cree tener derecho.
En los contactos m ixtos entre estigmatizados y norm ales se juega, como
dice Goffm an, «una de las escenas prim itivas de la sociología», de hecho la
esencia de la interacción democrática. Incierta y aleatoria, se basa, como
toda interacción, en una exigen cia de tacto que tom a em pero un cariz
distinto. La preocupación por el tacto pasa a ser particularm ente incierta
a propósito del estigmatizado. Él no sabe nunca en realidad lo que el otro
piensa de su identidad, y los norm ales deben encontrar una manera de llevar
a cabo esta interacción. «Nos parece que, si simpatizamos sin rodeos con su
condición, corremos el riesgo de extralim itam os en nuestros sentimientos;

33 Erving Goffm an, Stigm ate (París: Minuit, 1975), 7.


34 Ibíd., 13.
35 Ibíd., 161.
pero, si pasam os por alto su deficiencia, tam bién correm os el riesgo de exi­
gir de él cosas im posibles, o bien ofender sin querer a sus com pañeros de
desdicha» . La relación finalm ente se vuelve m uy reflexiva y problemática:
cuando se desarrolla una interacción de este tipo, los individuos norm ales
perciben que el estigm atizado está consciente de este estado de cosas, a
veces incluso que está consciente de la conciencia que él (el normal) tiene
y, m ás aún, que está consciente de la conciencia que el norm al tiene de su
propia conciencia de la situación...
Los estigm atizados se convierten así en m aestros del arte del fingir37.
Esta actitud supone una m ayor dosis de reflexividad de parte de los actores,
capaces de dom inar la inform ación social destinada a los otros. Pero para
Goffman, no se trata de afirm ar que debido a esto los estigmatizados tendrían
com portam ientos propios: como los norm ales, estos no se dividen entre
relaciones sim uladas y relaciones íntim as, pero com o ellos, están forzados
a lidiar con situaciones que se caracterizan «por ciertas distancias entre las
identidades sociales real y virtual», lo «que im plica esfuerzos específicos
para afrontar la situación» . Nada lo ilustra m ejor que la noción de falso
sem blante, de sim ulación, que se ubica en m edio de dos extrem os: no es
que haya por un lado el secreto absoluto y, por el otro, la inform ación com ­
pleta, sino que dado el interés que todos tenemos en ser considerados como
norm ales, tarde o tem prano, m uchos de nosotros caem os en la tentación
de fingir39. Pero tam bién existe, y es una actitud m ucho m ás extendida, el
enm ascaram iento o el encubram iento, es decir, los esfuerzos que realiza el
estigm atizado mismo para no im ponerse dem asiado e incluso para ayudar
a los dem ás a desviar la atención furtiva que dirigen al estigma. De hecho,
el enm ascaram iento es el esfuerzo que debe hacer el estigm atizado para
facilitar la interacción en una sociedad dem ocrática igualitaria. Sin em bar­
go, am bos procedim ientos deben interpretarse en el seno de la distancia
fundam ental y constitu tiva del individuo m oderno: «la sim ulación y el
enm ascaram iento se encuentran entre estos procedim ientos, aplicaciones
particulares del arte de m anipular las im presiones, un arte fundam ental
para la vida social, gracias al cual el individuo ejerce un control estratégico
sobre las im ágenes de sí m ism o»40. Las interacciones tienen una estructura
definida que impone ciertas obligaciones, pero ellas representan tam bién

36 ibíd., 30.
37 Ibíd., 9 9 -
38 Ibíd., 72.
39 Ibíd., 93.
40 Ibíd., 152.
«una pequeña habitación estrecha donde hay m ás puertas y más razones
psicológicam ente norm ales para salir que todo lo que pueden im aginar
aquéllos que son siempre leales con la sociedad situacional»4’.
Para dar cuenta de esta situ ación G o ffm an introd u ce la n o ción de
«identidad para sí mismo», con el fin de «analizar lo que el individuo siente
respecto de su estigma y lo que hace respecto del m ismo»42. A partir de esta
dim ensión, G offm an señala en prim er lugar el sentim iento irreprim ible
de ambivalencia, que queda claramente demostrado por las actitudes del
estigmatizado respecto de sus semejantes, en función de la visibilidad del
estigma, o incluso sus reacciones frente a los diversos profesionales que le
aconsejan develar u ocultar dicho estigma. El resultado es que el individuo
gana en reflexividad lo que pierde en autenticidad; y al final experim enta
una pérdida de intimidad en la m edida en que todos estos consejos afectan
a partes profundas de su personalidad. El individuo term ina agobiado entre
una pertenencia a su verdadero grupo y su deseo de existir fuera de este.
A propósito de esta problemática, Goffm an cambia de tono una vez más.
El análisis cede el paso, de m anera solapada pero decidida, a los consejos; la
sociología pasa a ser un tratado de buenos modales43. El proceso es siempre el
mismo: mientras más impacta un estigma al individuo, más debe empeñarse
en mostrar a los demás que él posee el yo subjetivo estándar; mientras más le
cuesta a los dem ás olvidar su estigma, más debe el individuo estigmatizado
esm erarse en reducir la tensión, en rom per el hielo. Así, los norm ales se
encuentran a salvo del sufrim iento y de la injusticia que los estigmatizados
experimentan: «Se solicita al individuo estigmatizado que reniegue del peso
de su carga y que nunca deje pensar que al arrastrar esa carga ha pasado a
ser diferente a nosotros. Al m ismo tiempo, se exige que se mantenga a una
distancia tal que nosotros podam os soportar sin pena la imagen que nos
form am os de él. Así, una aceptación fan tasm a se encuentra en la base de
una n orm alidad fantasm a»**. El estigmatizado debe ser para los dem ás lo
que los dem ás le rehúsan que sea para ellos, situación ambivalente en la
cual, no sin paradoja, obtiene su m ayor m argen de maniobra.
La centralidad del estigm atizado en la sociedad dem ocrática no puede
ser expresada con m ás claridad. El estigm atizado, en un único y mismo
m ovimiento, pertenece a la sociedad pero es tam bién, indefectiblemente,
diferente. Los dos procesos son el resultado de una construcción colectiva:

41 Goffm an, Behavior in Public Places (Glencoe, IL: The Free Press, 1963), 341.
42 Goffm an, Stigmate, 128.
43 Ibíd., 138- 143.
44 Ibíd., 145.
es la sociedad dem ocrática m oderna que pretende ser una sociedad de
integración, es la sociedad dem ocrática m oderna que produce toda una
serie de patologías de integración. La tensión a la cual es som etido hace
del estigmatizado una figura em blem ática de la sociedad dem ocrática m o­
derna: en donde ninguna discrim inación es legítim a, en donde todas las
discrim inaciones son de rigor, en donde todos son iguales, sin que nadie
lo sea verdaderamente. El estigm atizado no hace m ás que visibilizar esta
tensión45. G offm an, en el fondo, se vuelve a encontrar con el problem a
sociológico mayor de una sociedad dem ocrática, tan bien planteado por
Tocqueville, es decir, el de la distancia social y de la discrim inación, en un
contexto que m ultiplica las ocasiones en que un individuo, norm al en un
contexto, puede ser estigm atizado en otro.
En libros como Estigm a o Intern ados es donde aflora con m ás fu erza
la verdadera naturaleza de la obra de Goffm an. Más allá del tono de estos
libros, ¿cómo no ser sensible a sus esfuerzos por sensibilizarnos respecto de
los problem as de los estigm atizados, de la naturaleza particular de nuestras
interacciones con ellos? Sus análisis no están fuera de un contexto social,
com o se ha dicho a veces, y de m an era desenvuelta. Por el contrario, la
m inucia de la descripción de las situaciones sociales de los personajes es
siempre im presionante. Si la obra parece poco social es porque m oviliza, y
siempre de una m anera inextricable, otra dim ensión, la de la prescripción
analítica de los códigos de conducta entre individuos form alm ente iguales,
aunque siempre diferentes o desiguales. Sobre este punto, ningún ejemplo
es tan convincente como los análisis proporcionados por Goffm an acerca de
la necesidad irreprimible de consuelo, propia de los individuos m odernos.
La sociedad democrática m oderna debe siempre, y en todas partes, «calmar
al pánfilo»46; de mil maneras, se trata de lograr proponer al individuo una
definición de la situación que le ayude a aceptarla. Esta necesidad de ser
calmado, tranquilizado, consolado es de hecho consustancial a una sociedad
que instaura a los hombres com o lo s únicos amos de su vida y que los im ­
pulsa a una realización en principio ilim itada de sus propias posibilidades.

45 El tratam iento dado a la estigm atización por Goffman se asem eja al que G auchet y
Swain dan a la locura. Para esto s ú ltim os autores, el surgim iento de un saber sobre la
locura está íntimamente vinculado con la consolidación de una sociedad dem ocrática,
en donde, por primera vez, se plantea con toda su agudeza el misterio de la alteridad
del otro. ¿Cómo el otro, que es mi sem ejan te, pudo perder la razón? La interrogante
médica está m arcada por la realidad política de la sociedad dem ocrática. Cf. Marcel
Gauchet, Gladys Swain, La pratique d e l'esprit humain (París: Gallimard, 1980).
46 Erving Goffman, «Calm er le jobard: q u elq u es aspects de l’adaptation a l'échec» (1952),
en Le parlerfrais d ’Erving Goffm an, 2 7 7 -3 0 0 . En un sentido próxim o, cf. igualm ente
Erving Goffman, Asiles, 394 y ss.
U na sociedad en la cual los individuos son forzados a m antener la cabeza
en alto, perm anecer siem pre presentables. La tensión es tan fuerte, con
cluye Goffm an, que esta dificultad im pulsa cada vez m ás a los individuos
a recurrir a la ayuda de profesionales, como por ejemplo el psicoterapeuta.

Su trabajo consiste en tranquilizar y reorientar a las personas desorientadas;


tiene como tarea remitir al paciente a su mundo, o bien impulsarlo hacia un
mundo nuevo y hacerlo de manera tal que ya no pueda provocar incidentes.
En suma, si se toma la sociedad, y no a la persona, como unidad, al
psicoterapeuta es a quien corresponde la tarea capital de calmar al pánfilo47.

Pero no solo existen los intercambios reparadores. El individuo tiene un


conjunto de deberes consigo m ism o y para con los dem ás, debe dar una
im agen de orgullo y de honor. El rostro de una persona «no es m ás que un
préstam o que le concede la sociedad: si este no aparenta ser digno, se le
quitará. Mediante los atributos que se le otorgan y el rostro que le hacen
llevar, todo hombre pasa a ser su propio carcelero» . Veamos m ás en detalle
esta peregrinación de los significados.

La realidad del sujeto

Primero que todo, insistam os en la naturaleza única del sujeto que pre­
senta G offm an a lo largo de sus libros. No hay, en efecto, una ruptura entre
el sujeto de Internados o Estigm a y el de la Presentación de la persona en
la vida cotidiana o de Ritos de interacción *. En todos los casos, siempre se
define al actor por su capacidad de dom inar sus im ágenes de sí mismo y por
la distancia entre su experiencia subjetiva y su identidad social. Es en el seno
de esta realidad de base donde emergen las diferencias: en Internados, los
individuos situados en un universo cerrado están m ás obligados a apoyarse
en sus propias fuerzas psíquicas para poner resistencia a instituciones que
apuntan a m odelar su identidad personal, después de haberlos despojado
de su identidad social50. En Estigma, la diferencia entre ideal de sí mismo

47 Goffm an, «Calm er le jobard: quelques asp ects de l’adaptation a l’échec», 296.
48 Goffm an, Les rites de I’interaction, 13.
49 Para lecturas que insisten sobre las dos representaciones del sujeto presentes en l.i
obra de Goffm an, cf. A lbert Ogien, «La décom position du sujet», en Le parierfrai\
d ’Erving Goffman, 10 0 -10 9 ; y Didier Lapeyronnie, D el’expérienceal'action, EHESS, tesi-,
de habilitación, 1992.
50 Especialmente los com entarios de Erving Goffman, Asiles, 372-374. Define «al individuo,
en una perspectiva sociológica, com o un ser capaz de distanciam iento, es decir, cap,1/
y las discapacidades, y las perturbaciones que ello puede producir, lleva
al individuo a defenderse gracias a una sim ulación. Si bien la actitud de
los norm ales es la m isma durante los rituales cotidianos de la vida social,
G offm an da cuenta del carácter m ás dram ático de la experiencia de los
actores estigmatizados o colocados en instituciones totales, volviendo su
mirada hacia la interioridad del que finge, haciéndose «preguntas sobre el
estado mental de aquéllos que se entregan a esa práctica»5’ y, sobre todo,
m ostrando la am bivalen cia estructural de sus em ociones. Pero incluso
cuando da cuenta de las interacciones cotidianas entre actores norm ales,
los análisis de Goffm an no están exentos de un tono trágico. Insiste, por
ejemplo, en el hecho de la fragilidad constitutiva de las interacciones, sobre
la duda que asalta a los actores frente a las representaciones fraudulentas a
las cuales puede entregarse una persona, al igual que sobre las coacciones
contundentes que pesan sobre el individuo obligado a representar un rol
social: «Un actor solitario atormentado por la preocupación de su repre­
sentación. Tras m uchas m áscaras y personajes, cada actor tiende a adoptar
una fisionom ía sincera, desprovista de todos sus ornam entos sociales, la
fisionom ía de alguien que está absorto, personalmente involucrado, en una
tarea difícil y falsa»52.
Se plantea así el problem a de la moral. Los individuos m odernos son
m orales, porque viven en un mundo donde las norm as son num erosas y
están presentes en todas partes, pero su preocupación mayor es «la cuestión
amoral del perfeccionam iento de una im presión capaz de hacer creer que
ellos están actualizando estas normas». Todos son entonces, dice Goffm an,
«comerciantes de la moralidad»53. Puede haber cinism o en esta frase, pero
se trata sobre todo de una definición plausible de los individuos m odernos,
y especialmente de una caracterización plausible de la relación con la moral
que experimentan individuos constantemente definidos por un sentimiento
de extrañeza, no respecto de sí m ismos, sino de sus identidades sociales.
De hecho, es la distancia con el rol la que permite dar cuenta de la to­
talidad de estas actitudes, en el cruce de diversos órdenes analíticos. Por
una parte, dicha distancia remite a la matriz social en la cual se despliega,
al m enos im plícitam ente, el pensam iento de G offm an y es el resultado

de adoptar una posición intermedia entre la identificación y la oposición a la institución


y dispuesto, a la mínima presión, a reaccionar m odificando su actitud en uno u otro
sentido para volver a encontrar su equilibrio», ibíd., 373-
51 Goffm an, Stiqmate, 106.
52 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1 . 1,2 2 2 .
53 Ibíd., 237.
analítico de lo propio de la experiencia m oderna, la distancia creciente
entre el objetivo y el subjetivo. Cierto, el nivel de identificación con el rol
social varía con fuerza en función de su carácter agradable y gratificante,
como asim ism o del prestigio social que se le asocia; evidentem ente es más
fácil identificarse con un rol social prestigioso que con un estigma negativo.
Pero en todos los casos, la distancia con el rol define la experiencia de los
individuos. Por otra parte, la noción de distancia con el rol remite al marco
político de la problem ática goffm aniana y es una consecuencia de la form;i
cultural específica que adquiere la interacción en una sociedad democrática
(en donde las consideraciones para con el otro son m ás inestables que en el
pasado). Aquí, la noción de sociedad dem ocrática debe com prenderse en
el sentido amplio del término, y debe integrar incluso una representación
de tipo durkheim iana. En una sociedad sin el lastre de la tradición, donde
hay un número creciente y cada vez m ás heterogéneo de experiencias so
cíales, el mínimo com ún denom inador de la sociedad es la capacidad que
todos tenem os de ser actores, de preservar nuestra dignidad, pero también
de exigir la deferencia de los otros. «Muchos dioses han sido desechados,
pero con obstinación el individuo sigue siendo una deidad de importancia
considerable» . Es por esto que en la sociedad contem poránea debemos
tan a m enudo dom inar la capacidad de dejarnos ver o de escondernos de
la m irada de los dem ás. G offm an no puede ser más explícito:

Entre las normas que el individuo en sociedad está obligado a respetar,


existe un grupo importante del cual uno se desvía sin causar perjuicio ni
preocupación a otras personas más que a sí mismo. Infringir estas normas
tiene principalmente por efecto cuestionar la reivindicación tácita de cada
uno en cuanto a ser una persona con competencia y carácter normales. La
imagen ofendida es la propia imagen del ofensor55.

Estos dos niveles, inextricablem ente intelectuales y prácticos, dan lugar


a las diversas im presiones que tienen los actores de que detrás del otro
se oculta un misterio personal. En verdad, detrás del otro no hay ningún
m isterio , o bien un m isterio irrisorio; pero la sensación de este misterio
es esencial y estructural. Es la distanciam iento creciente de los individuos
con el mundo social la que da form a a esta sensación de misterio y al mismo
tiempo permite com prender su inexistencia. Para Goffm an, ser realmente

54 Goffm an, Les rites de l’interaction, 84.


55 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, t. 2 ,1 1 0 .
56 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1 ,7 1.
alguien no consiste en «lim itarse a p oseer los atributos requeridos, es
también adoptar las norm as de la conducta y de la apariencia que el grupo
social relaciona con ellos»57. Por resbaladiza que sea la frase, nunca señala
que el individuo no existe o que no es sino una representación. De hecho,
en Goffm an, que una situación social exija m odelos de presentación de sí
mismo origina la ilusión de la existencia de un yo sólido diferente al social.
Goffm an no dirá nunca que el sujeto no existe (lo contrario es m ás exacto)
pero lo que le interesa es señalar que esta ilusión es generada por el marco
de las interacciones.
Los análisis de Goffm an varían de un libro a otro, m enos en su conte­
nido mismo que en la elección de los térm inos. A sí, a veces, organiza su
58
reflexión en torno al par entre el actor y el personaje ; otras veces, prefiere
distinguir entre la identidad personal, la identidad social y la identidad para
sí” ; o incluso diferencia el rol (aptitud o función), la persona (sujeto de una
biografía) y el personaje (la visión teatral que se puede dar de este) . Pero
más allá de estas variaciones, Goffm an im pugna a lo largo de toda su obra
la identificación sin falla entre el personaje representado y el yo. Por el con­
trario, insiste en la distancia entre estos dos órdenes. El personaje, es decir,
la percepción del otro a partir de sus conductas objetivas, la silueta que él
da de sí mismo, no se confunde jamás con el yo del individuo. De hecho, la
idea de un yo tras el personaje es una consecuencia de la representación
misma: «Un espectáculo correctamente producido y representado lleva al
público a atribuir un yo a un personaje representado, pero esta atribución
es el resultado y no la causa de un espectáculo» . G offm an es aún más ex­
plícito: el yo es «un efecto dramático que se desprende de un espectáculo
propuesto, y la cuestión decisiva es saber si se le da crédito o no» . Dicho
de otra form a, son los soportes sociales los que producen la idea de un yo
tras el personaje. Desde el punto de vista exterior, el individuo es (pero no
puede reducirse a ser) la imagen que da de él. Las actitudes paradojales y
las form ulaciones ambiguas obviam ente no se deben excluir como cuando,
por ejemplo, un paciente actúa «explícitamente com o un loco para dejar
entender claramente a las personas respetables que está com pletam ente

57 ibíd., 76.
58 Ibíd., 238-239.
59 Goffman, Stigmate.
60 Goffm an, Les cadres de l'expérience, 137.
61 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1,2 3 8 .
62 Ibíd., 239 -
63
sano» . Sucede que el individuo es esta imagen: en un m undo de ficcio­
nes, el ser se reduce al parecer. Y sin embargo, el individuo no puede ser
totalm ente esta imagen : hay una falla constitutiva de la persona human a
m oderna, establecida por su distancia respecto del m undo y la sacralidad
del sujeto. Y lo que es verdadero a partir desde un punto de vista externo
lo es aún m ás desde un punto de vista interno. En su experiencia subjetiva
inm ediata, el individuo tiene la sensación de no agotarse en la mirada de
los dem ás, de escaparse siempre de sus miradas, de ser tam bién otra cosa.
El individuo no definirá nunca verdaderam ente esta «otra cosa» por cuanto
esta experiencia no es en definitiva m ás que una consecuencia social de la
distancia creciente que siente en relación con el mundo, como asimismo
de la im posición, a través de la mirada de los otros, de la construcción de
u na apariencia normal. «La naturaleza m ás profunda del individuo está a
flor de piel: la piel de sus otros»65.
De hecho, el conjunto de estas consideraciones solam ente se comprende
cuando las vem os como efectos de un marco de interpretación. Es por esto
que «es necesario no pronunciarse en cuanto a su esencia respectiva» . No
64
existe por un lado la apariencia y, por otro lado, la realidad: el actor, y su rol
en la vida social, son entidades problemáticas cuyas definiciones sociales son
variables. Así, por ejemplo, lo que se denom ina individuo en un contexto,
se llam a rol en otro. La idea de la perm anencia no es entonces más que el
fruto de una convención en cuanto a la continuidad supuesta de las cosas
espirituales: en Occidente, dirá Goffm an, vivim os con la fuerte convicción
de que un individuo puede desplegar diversos roles en diferentes situaciones
sin dejar de ser el mismo individuo en cada ocasión . En efecto es difícil, en
Occidente, no form ular la hipótesis de que nuestros actos son la expresión
de un sí m ismo que subsiste detrás de nuestros roles . Aún m ás cuando,
como lo subraya Goffm an, la im presión de hum anidad que se desprende de
un individuo proviene muy a menudo de su distancia con el rol, distancia

63 Goffm an, Behaviour in Public Places, 224.


64 Notemos que las razones de esta no reducción son de otra naturaleza a las que podemos
encontrar en la obra de M ead. Para este último, la razón principal se desprende de l.i
imposible identificación psíquica del individuo con uno solo de sus roles (George Herbei I
M ead, L’esprit, le soi et la société [París: PUF, 1963]). Para Goffm an, la razón principal, .1
pesar de la similitud de ciertos análisis, es de naturaleza sociológica y proviene de l.i
distancia creciente entre la percepción subjetiva y las dim ensiones objetivas.
65 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, t. 2 ,3 3 8 .
66 Goffm an, Les cadres de l’expéríence, 263.
67 Ibíd., 279-280.
68 Ibíd., 287-293.
que puede ser manipulada con el fin de obtener ventajas: durante un cara a
cara, el sí mismo que surge de m anera furtiva tras el rol, depende en verdad
del rol. Por lo demás, no nos im porta en realidad saber lo que es en verdad;
«lo que nos preocupa, es la im presión que nos da el individuo, de ser una
cierta persona detrás del rol que representa» . Ciertamente, somos enviados
hacia un sí m ismo más allá de la situación, pero, insiste Goffm an, a un sí
m ismo que fluctúa en cada nueva situación.
El sujeto no es más que una convención cultural occidental (la idea de que
debe existir una continuidad biográfica de una persona tras sus roles) y la
consecuencia más o m enos directa de un marco de interacción (se supone
que hay alguien detrás del personaje). Dicho de otra form a, el individuo se
disuelve en los momentos; «es» el producto de un marco. Sin embargo, se
trata m enos del fin de una concepción sustancial (o predicativa) del indi­
viduo humano, y m ás del desplazam iento de la representación del sujeto
hacia una concepción situacional. La ambigüedad constitutiva del sujeto de
Goffm an es así menos el resultado de una indecisión teórica cualquiera que
el fruto de las tensiones propias al espacio de interpretación en el cual se
sitúa su obra. El sujeto es un administrador de sus im ágenes sociales pero,
dado el culto que la sociedad dem ocrática le rinde, tam bién se supone que
es otra cosa. «En una época en que el individuo puede desprenderse de casi
todo el resto, conserva sobre los hombros la cruz del carácter personal, cruz
liviana, es cierto, que lleva en presencia de los dem ás»70.

III. ¿Q ué es la realid ad?

Desde el inicio de su vida intelectual hasta su obra mayor, Frame Analysis:


Los m arcos de la experiencia, G offm an está convencido de que vivim os,
com o lo dice W. I. Thom as, «sobre la base de hipótesis»7'. Pero, para él, el
problem a no es establecer la realidad de la realidad, sino que circunscribir
las m aneras, cada vez m ás diversas, mediante las cuales va a configurarse
el sentido de las situaciones. Una vez más, es la experiencia central de la
diferencia entre la objetividad y la subjetividad la que da toda su agudeza a
la problem ática de la definición de la situación en Goffm an. Debido a que
los individuos tienen cada vez m ás un sentim iento de extrañeza hacia el
universo social, la im posición de una definición de la situación pasa a ser
uno de los objetivos mayores de toda interacción. Poco im porta, de hecho,

69 ibíd., 291.
70 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, t. 2 ,18 0 .
71 Goffm an, La mise en scéne de la vie quotidienne, 1. 1 , 13-
que estas definiciones solo rara vez sean verdaderas invenciones interaccio
nistas, lo importante es que estas se perciben como problemáticas. Situación
inevitable en la medida que, incluso cuando el actor está involucrado en una
interacción, mantiene a menudo la capacidad de distanciarse de ella. «Esto
im plica entonces que ellos (los actores) se pregunten qué tipo de actividad
está en curso y si acaso hay engaño o sim ulación abierta»72. Mientras más
grande es el espacio (o la sensación de distancia) entre lo objetivo y lo sub
jetivo en la modernidad, m enos el actor está inm ediatamente seguro de l.i
pertinencia de sus análisis sobre el mundo y hacia los demás.

La realidad es múltiple

Es en Los marcos de la experiencia que Goffm an entrega lo esencial de su


reflexión sobre este tema. Es en este libro en donde mejor cuestiona el sentid( >
de las situaciones, la m anera en que ajustamos su sentido, la m anera en qui­
se organiza la experiencia subjetiva de cada uno y, en especial, la naturaleza
de la experiencia de lo real en nuestra sociedad. G offm an aprehende lo real
com o un conjunto intercom unicado de m últiples realidades; la realidad es
una experiencia sobre la cual se impone un marco73. Ahora bien, los diferentes
m arcos no son ni la obra ex-nihilo del actor (de allí la dirección del pensa
miento de Goffm an desde los m om entos hacia los hom bres y no la inversa)
ni tam poco siempre ajustados a las situaciones74. Incluso al contrario, dado
que la realidad puede ser objeto de un gran núm ero de enfoques diferentes,
lo real com o tal es siempre problem ático. Los m arcos son los elementos de
base que nos perm iten com prenderlos acontecimientos, pero, y lo esencial
del propósito se ubica aquí, sucede a menudo que lo que consideram os real
no es m ás que un sueño, una broma, o m ás aún, que el sentido de una misma
situación no sea el mismo para los diversos participantes. Notemos que si
G offm an se explaya profusam ente sobre los errores de enfoque, señala que
la m ayor parte del tiem po podem os com prender lo que ocurre e intervenir.
Pero si no cesam os de proyectar nuestros m arcos sobre las situaciones,

72 Goffm an, «Réplique á Denzln et Keller» (1981), en Lep a rlerfra isde Erving Goffman, 31H
73 Al inicio de su obra, y una vez presentada su problem ática general, Goffman recuerd.1
rápidamente algunos autores que se han interesado en esta problemática ((ames, Schut/,
Garfinkel, W ittgenstein, en fin, Bateson). Para una lectura de Goffman en sus vínculos
con la obra de Bateson y más am pliam ente con el «paradigm a de la comunicación»,
cf. Yves Winkin, La nouvelle communication (París: Seuil, 1981), 13-10 9 .
74 Dicho d e otra form a, los hom bres, a d iferen cia de lo que podía dejar entender l.i
posición de Thom as, no definen siem pre las situaciones. Muy a menudo, com o se
em peña en m ostrar Goffm an, operan en situaciones que ellos no definen y que ello-,
tienden incluso a «definir» im plícitam ente de la misma manera.
en la m edida en que estos se confirm an, y habitualm ente lo hacen, olvida­
mos que lo hem os hecho” .
En su análisis, Goffm an distingue varios órdenes diferentes. Primero que
todo, está lo que él denomina los marcos prim arios, es decir, «un marco que
nos permite, en una situación dada, otorgar sentido a tal o cual de sus aspec­
tos, el cual de otra m anera estaría desprovisto de significado»76. Se trata de
marcos que no se relacionan con interpretaciones previas u «originarias»77.
Son estos marcos, en sí poco problemáticos, que van a experim entar una
serie de transformaciones.
Pero lo que interesa más a Goffm an es que toda secuencia de actividad
puede conocer dos tipos de transformaciones: en clave (keying) y fabricación.
Por transformaciones en clave entiende «un conjunto de convenciones me­
diante el cual una actividad dada, ya provista de un sentido por la aplicación
de un marco primario, se transforma en otra actividad que toma a la primera
como modelo, pero que los participantes consideran como ostensiblemente
diferente» . Por ejemplo, el acto de drogarse es un acto instrum ental no
transformado, una experiencia científica con estupefacientes es una trans­
formación en clave. Una transformación de clave puede producir una acción
que literalm ente no ha sucedido, aunque sí se ha dado su producción. Una
acción no literal se efectúa si uno cum ple con las prácticas vigentes (como
en los casos en que se finge o en las diversas experiencias de reiteraciones
técnicas en el curso de la vida social, por ejemplo, el aprendizaje de una
tarea, las dem ostraciones, las grabaciones, los juegos de roles en terapias,
etc.). De hecho, cada transform ación en clave agrega una capa o un estrato
adicional a la actividad: un estrato profundo (que absorbe por ejemplo a
los que participan en una actividad dramatúrgica) y un estrato externo, la
franja del marco, el estatus de la actividad en el m undo real™.
A esta prim era form a de transform ación se añade una segunda, la fabri­
cación. «Se trata de los esfuerzos deliberados, individuales o colectivos,
destinados a desorientar la actividad de un individuo o de un conjunto de
individuos y que van hasta falsear sus convicciones sobre el curso de las
cosas» . A diferencia de la transform ación en clave, en donde todos los

75 Goffm an, Les catires de l'expéríence, 47.


76 Ibíd., 30.
77 La noción es oscura e incluso G offm an recon oce el carácter insatisfactorio de su
definición. Cf. ibíd., 56.
78 Ibíd., 52.
79 Ibíd., 9 i-
80 Ibíd., 93.
actores com parten el m ismo punto de vista sobre lo que sucede, las fabri­
caciones están fundadas en diferentes puntos de vista. La franja del marco
define la actividad como una maquinación, pero solamente lo saben quienes
efectúan el com plot. Esta es la razón por la cual las fabricaciones están
sujetas a un tipo particular de descrédito: cuando se descubre un engaño,
estas se desm oronan. Por lo dem ás, cuando se produce el descrédito, el
individuo es inducido a exam inar con un nuevo prism a todos los hechos
anteriores y posteriores. En consecuencia, en la vida cotidiana, y a pesar de
la perm anencia y la adecuación de los marcos, la duda es una experiencia
bastante común.
Ahora bien, las cosas son evidentemente m ás com plejas de lo que podría
dejarlo entender la existencia de estos dos niveles. En efecto, se puede trans­
form ar un marco primario, a través de una transform ación en clave, pero se
puede tam bién transform ar una transformación en clave y operar entonces
una retransform ación. A través de estas diferentes transcripciones de una
secuencia de actividad, y a m edida que se añaden estratos a la secuencia
inicial, el significado de las situaciones se hace cada vez m ás complejo. Las
diversas situaciones de doble juego dan cuenta efectivam ente de este pro­
ceso; por ejemplo, cuando alguien infiltra una organización, o incluso, en
estos juegos de engaños donde se puede llevar a la víctim a a descubrir una
m aquinación para hacerla caer m ejor en la tram pa de la que sigue; o el caso
del espía o del agente doble que, una vez desenm ascarado, cam bia una vez
m ás de campo. Esta com plejización puede ser intencional (yo pienso que él
piensa que yo pienso...) o en extensión (por encadenam iento de acciones).
M ás aún, los actores pueden administrar sim ultáneamente mensajes por
diferentes canales. En efecto, m uy a m enudo los participantes siguen una
línea de actividad central — una intriga— , en torno a la cual gravitan otras
actividades consideradas fuera de contexto. Pero los individuos tienen una
gran capacidad para recibir m ensajes laterales sin distraerse de su actividad
principal (como por ejemplo la lectura de los letreros de publicidad en una
carretera). Al lado de un canal principal o intriga, hay cuatro canales su­
bordinados: canal de distracción, canal direccional, canal de comunicación
colusoria (constitución de un m ini grupo con algunos participantes), canal
de disim ulación. El actor no siempre es distraído, pero la participación en
una situación es siempre m ás com pleja de lo que aparentem ente se afirma.
Estos canales pueden reutilizarse en el curso de una interacción. Por ejem­
plo, se puede utilizar un canal de distracción para transm itir informaciones
secretas (juegos de cartas, sistem as de vigilancia en bancos, trampas en el
momento de pasar un examen, etc.). Esta capacidad es esencial para Goffman:
«Estamos dotados con esta capacidad fundamental de aceptar que los
principios organizacionales de nuestra experiencia cambian de tal forma,
que el sentido de un segmento de actividad se distancia de su modelo
al mismo tiempo que se mantiene significativo, capacidad que pone en
acción un mecanismo de corrección que permite evitar que se instale la
confusión en lo que percibimos de la intriga» .

En síntesis, podem os representar escénicam ente a personajes dotados


de estatus de participación variados, capaces de m anipular de m últiples
m aneras los canales de la experiencia.

La realidad es frágil

No olvidem os que la realidad de las situaciones siempre es frágil y está


siempre sometida al riesgo de disolución, de desintegración. Son los errores
de enfoque o de enmarque. En situaciones donde se experim enta una cierta
incomodidad, uno duda, uno se encuentra incluso ante la incertidumbre de
que a veces se producen los marcos prim arios (escuchamos un ruido en la
puerta, ¿se trata de un ruido puramente natural o de alguien que golpea?).
Otras veces, una m ala apreciación de la situación nos hace cautivos de una
relación inadecuada con los acontecimientos. La cosa es inevitable por el
hecho de que una m ism a situación puede tener diferentes m arcos y que los
actores pueden m ovilizar m arcos opuestos (por ejemplo, los adolescentes
pueden ver un juego de m anos en donde otros pueden ver vandalismo). En
este último ejemplo, las controversias conciernen los m arcos. Pero otras
veces puede haber controversias sobre los m arcos en un segundo grado;
los actores pueden estar de acuerdo sobre la form a en que deberían ver las
cosas, pero discuten las razones por las cuales no han logrado hacerlo. En
esta situación, los individuos reclam an un suplem ento de inform ación o
de justificaciones. Pero cuando estam os som etidos a la influencia de una
m aniobra, las consecuencias de la inadecuación pueden perdurar mucho
m ás tiempo. Si se logra salir de esta situación, claram ente se dirá que el
m arco h a sido depurado; la relación con el m arco queda en lo sucesivo
clara para todos los participantes (y no solam ente para el tramposo). Estas
redefiniciones del marco son a veces instantáneas (de pronto uno deja de
desconfiar de todos); otras veces, se deja que el otro siga creyendo que nos
ha burlado para sacar todo tipo de ventajas.
Lo im portante no es concluir que la vida está llena de malentendidos,
sino que som os capaces de prevenir y asegurarnos de que estas situacio­
nes sean excepciones. «Así la discreción y el buen sentido contribuyen a
hacer que este mundo siga siendo interpretable, en sus intenciones o en
82
su naturaleza» . Lo que nos salva es tanto nuestra aptitud notable para
percibirlas diferencias, como el esm ero que ponen nuestros interlocutores
por com portarse de m anera precisa.
Entonces, en la m edida en que el marco nos ayuda a enfrentar una situa­
ción, nos sentim os contrariados cuando estam os frente a situaciones que
no sabem os abordar: sufrim os una ruptura del marco. Existen dos tipos de
ruptura. La prim era es autorizada (un conferencista que tom a un vaso de
agua), la segunda consiste en retirarse de la situación sin autorización previa
(uno revienta en sollozos o risas). Una manera de regresar a la situación y salir
del m omento embarazoso es, por ejemplo, haciendo una broma, ridiculizar
al personaje para salvarse com o actor . Cuando experim entam os una rup­
tura de marco, nuestras creencias y nuestros com prom isos se desmoronan.
No sabem os qué hacer y enfrentam os una realidad que flota de m anera
inquietante. La experiencia m ism a queda sin form a y desaparece incluso
com o experiencia. Pasa a ser una experiencia negativa: negativa porque
se opone a una respuesta organizada y sostenida de m anera coherente84.
Si la reflexión sobre la definición del marco es ante todo un rasgo dom i­
nante del arte contem poráneo (basta con pensar en todas las obras de arte
que, de una u otra form a, atraen la atención del público sobre el carácter
ficticio de la representación con el fin de im pedir que el espectador se
instale dem asiado tiem po en un estrato) esta dim ensión es «una evolución
original y general, un movimiento de m oda que se traduce en toda una serie
de prácticas» . Es así como se transm iten cosas que supuestam ente deben
perm anecer ocultas, que se utiliza el deporte para hacer otra cosa, que se
tom an libertades en relación con una representación, que se induce a los
individuos a reflexionar sobre el marco en el cual se desarrolla una activi­
dad. «En suma, todos se ponen de acuerdo hoy en día para introducir más
juego en los dispositivos de escenificación de un personaje o de un rol» .
Ahora bien, si lo m ás frecuente es que estos m ovimientos se mantengan
dentro de lím ites precisos, es porque los autores no tienen ningún interés

82 Ibíd., 320.
83 ibíd., 352.
84 Ibíd., 370.
85 Ibíd., 412.
86 Ibíd., 413.
en destruir su propio espectáculo. U na situación com pletam ente diferente
es cuando se trata de am enazar la relación entre los márgenes y la actividad
central y de cuestionar un marco dom inante. Es así como los subalternos
«utilizan las rupturas de m arco para echar a perder una situación» . Hay
así rupturas de m arcos que apuntan a desconcertar y desacreditar a un
adversario, trasgrediendo las reglas de enm arque de la interacción que
contribuyen a m antenerla. Se apunta entonces a la vulnerabilidad de la
experiencia enm arcada, com o en las prácticas de com plot social, donde
lo que es central es la pertinencia de la am enaza sobre el m arco y no la
m agnitud del impacto o del desorden. Mediante esta vía, Goffm an llega a
una definición del poder como capacidad de reestructurar radicalmente el
curso de las cosas .

La realidad es furtiva

La concepción de lo real que elabora G offm an insiste sobre dos cosas


aparentem ente contradictorias. La fuerza de las certidum bres de la vida
social perm ite recu sar la idea de un escepticism o radical, el cu al h aría
dudar de todos los cam pos de la existencia e im pediría incluso una actitud
analítica como la de Goffm an. No obstante, el error o la ruptura de marco
pueden producirse en cualquier tipo de actividad, con la condición de que
las circunstancias se presten para ello. G offm an expresa sin am bigüedad
su concepción de lo real: «La sospecha reside, por lo tanto, universal, fu n ­
dam ental y estructuralm ente en el orden de las cosas de la vida social, y el
análisis de la sospecha es la mejor m anera de apreciar el carácter enmarcado
de las regiones de significado y de las realidades que son las nuestras»89.
U na actitud que en el fondo se b asa en la ín tim a con vicción de que lo
inexplicado no es inexplicable y que bastaría a lo sum o con dedicarle m ás
tiem po para dilucidarlo.
Para Goffm an, lo real aparece siempre en una oposición; es m ás bien una
relación que una sustancia, por cuanto una secuencia com ún incluye a m e­
nudo episodios enmarcados de manera distinta y que pertenecen a diferentes
ámbitos de realidad. G offm an rechaza la oposición sim ple entre real-irreal.
Lo real se opone tam bién al juego, al ritual, al deporte, al aprendizaje, a la
impostura, a la experimentación... «Las secuencias de actividad y las figuras
que las pueblan deberían entonces tratarse como pertenecientes a un único

87 Ibíd., 417.
88 Ibíd., 4 3 8 .
89 Ibíd., 477-4 78.
y m ismo campo de análisis, el cual tendría por verdadero objeto el conjunto
de los diferentes ámbitos de existencia y en el cual la vida cotidiana no sería
un ámbito opuesto a todos los demás, sino uno entre otros»90. Por lo demás,
esta es la razón principal por la cual el anclaje de una actividad enmarcada
en el curso de los acontecimientos es de la m isma naturaleza que el de las
transformaciones en clave y de las fabricaciones: «las modalidades según las
cuales una actividad se inscribe en el curso del m undo son, paradojalmen-
te, de la m isma naturaleza que aquéllas mediante las cuales se tram a una
im postura»9'. Se puede comprender nuestro sentido común de la realidad,
estudiando la m anera en que la falsificam os o la imitamos.
La sospecha goffm aniana sobre lo real puede interpretarse como una
extensión de un tem a literario o epistem ológico clásico en la sociología.
Pero esta sospecha tam bién ha hecho evolucionar su pensamiento desde
una m atriz crítica del m odelo sociológico norm ativo de Parsons, a una
m atriz sociológica cognitiva. De hecho, Goffm an resume, mejor que nadie,
esta evolución de fondo de la sociología contemporánea: la transición del
actor que interioriza las norm as y que se integra a una situación, a un actor
definido por la distancia con la situación y, por lo tanto, comprendido en
térm inos cognitivos.
Nótese sin embargo que, a diferencia de posiciones filosóficas radicales
que cuestionan lo real como tal, Goffm an despliega su argum entación al
interior de un marco de buen sentido. O m ás bien, señala que el hecho de
cuestionar la totalidad de lo real impide producir el análisis que él propone.
Su objetivo es complejizar el vínculo entre lo real y lo irreal, mostrando que
este no corresponde a otra cosa que una superposición de estratos de inter­
pretación (transformaciones en clave y fabricaciones), que poseen ámbitos
de realidad diferentes. Lo que le interesa no es el carácter ontológico de lo
real, sino nuestra capacidad social y cultural para definir lo que sucede en
un m omento determinado.
Para hacerlo, Goffman no inscribe su reflexión en un marco estrictamente
pragmático ni en un m arco estrictamente fenomenológico. No se conforma
con una concepción de lo real vinculada al éxito de una actividad y tampoco
reduce lo real a las condiciones intersubjetivas (o propias a la conciencia
humana). Pero lo real tam poco está inscrito en el lenguaje como tienden a
señalarlo ciertas corrientes etnometodológicas. Para Goffman, el problema
de lo real surge de la distancia entre lo objetivo y lo subjetivo, y la sospecha
hacia él es ante todo el fruto de una experiencia social, la de una sensación

90 Ibíd., 555.
91 Ibíd., 2 4 5 -
de extrañeza, radical o m om entánea, en el m undo social. El individuo no
está incrustado en un orden social, no está sólidam ente «arraigado» a lo
cotidiano, por el contrario, se define especialm ente por su distancia y su
voluntad de distanciam iento de las situaciones, com o asim ism o por su
esfuerzo por im poner u na definición de ellas. La instantaneidad de las
situaciones explica en parte su carácter furtivo. En todo caso, está conven­
cido de que «nuestra m anera de ser en la vida tiene en parte este carácter
de instantáneo»” .
Pero la im portancia de la sospecha en cuanto a la realidad de las situacio­
nes y de sus definiciones no debe hacer olvidar que, para Goffm an, ambas
echan raíces en m arcos extrasituacionales, de donde los individuos extraen
una parte de sus inform aciones, lo que les perm ite aplicar convenciones
sem ejantes a toda una clase de acontecim ientos y de situaciones. Goffm an
hace incluso una distinción entre «lo que depende de la situación y lo que
está en situación »’ 3 con el fin de subrayar claram ente la especificidad de
los niveles de la vida social, la autonom ía relativa del orden de la inte­
racción en relación con los elem entos m acrosociológicos de la sociedad.
G offm an habla, a propósito de las sociedades m odernas, «de un vínculo
no exclusivo, de un “acoplam iento vago” entre prácticas interaccionales y
estructuras sociales», vale decir hasta qué punto, «las categorías m ism as
no se corresponden térm ino a térm ino con ningún elem ento del m undo
estructural»; se trata m ás bien de un «filtro que selecciona la form a en que
diversas distinciones sociales, externamente pertinentes, serán tom adas en
cuenta en el curso de la interacción»94. Goffm an es aún m ás explícito: «la
dependencia de la actividad interaccional respecto de elem entos exteriores
a la situación — hecho descuidado de form a característica por aquellos que
nos interesam os en las situaciones de cara a cara— no im plica empero una
dependencia respecto de las estructuras sociales»95. Fórm ulas precisas y
explícitas que delim itan todo lo im plícito y toda la am bigüedad que existe
en el orden de la interacción. Sea cual sea el valor heurístico de la idea de
un acoplam iento vago, su lugar no puede ser m ás que central en la filosofía
social que Goffm an elabora sobre la modernidad. Esta form a de articulación
explica la incertidum bre innata que atraviesa su obra.

* * *

92 Goffm an, «Réplique á Denzin et Keller» (1981), en Leparlerfrais de Erving Goffman, 319.
93 Goffm an, «L’ordre de l’interaction», en Les moments et leurs hommes, 208.
94 Ibíd., 2 15-2 16 .
95 Ibíd., 216.
Se pueden proponer diversas interpretaciones de la obra de Goffman,
pero todas deben responder al problem a de la sospecha que la atraviesa y
la estructura. Su sociología, de hecho, está atravesada de cabo a cabo por
un extraño sentimiento, a saber, que

la desconfianza generalizada respecto de las personas y de sus apariencias


puede efectivamente ser infrecuente, pero las dudas en cuanto al carácter
natural de un acontecimiento parecen siempre posibles y por doquier,
particularmente las dudas de un instante, sostenidas y fugitivas, que
incumben a las “verdaderas” creencias o intenciones del otro a propósito
de una acción en curso .

Esta desconfianza, constitutiva de su pensamiento, estructura muchas


facetas de su obra. Para dar claramente cuenta de esto, Goffm an no duda,
por ejemplo, en recurrir a una form a de escritura muy peculiar. A diferencia
de la mayor parte de los estudios sociológicos, que se basan ya sea en la idea
de una ruptura epistem ológica (por un lado, un actor ciego y, por el otro,
un sociólogo capaz de descifrar el sentido profundo de una acción), o bien
en una transcripción m ás o m enos literal de lo que dice el actor (la mayor
parte de las sociologías fenom enológicas, y especialm ente los excesos et-
nom etodológicos que term inan por elim inar la distancia entre el actor y el
intérprete), Goffm an escribe sus libros con la técnica literaria del narrador
om nisciente97. Es así como pasa de la observación externa a la experiencia
interna sin que haya, en la lectura, ruptura alguna entre estos dos órdenes.
En el fondo, no hay nada opaco al ojo del sociólogo-escritor. Sin embargo,
en Goffm an, esta consideración de la subjetividad no pretende nunca ser
una consideración de la dim ensión existencial o trágica de la experiencia
hum ana; es una pura consecuencia de una mirada sociológica. Es tal vez
la única verdadera diferencia entre el sujeto de Presentación de la persona
en la vid a cotidiana y el de Estigma: la subjetividad del primero es una hi­
pótesis de investigación que en realidad no necesita desarrollarse (aunque
siempre se la insinúe) y, al contrario, la subjetividad del estigmatizado es
una hipótesis abordada y desplegada, porque es necesaria para la buena
com prensión sociológica del estigma. Pero en ambos casos, la situación y el
marco de interacción son los elem entos que dictan el recurso a esta técnica
de presentación y de análisis. En todos los casos «la cara no se alberga al

96 Goffm an, Les cadres de l'expérience, 298.


97 Para un análisis de esta técnica en la novela, cf. Dorrit Cohn, La transparence intérieurc
(París: Seuil, 1981).
interior o en la superficie de su poseedor, sino que se encuentra difusa en el
flujo de los acontecim ientos del encuentro y solo se m anifiesta cuando los
participantes intentan descifrar en estos acontecimientos las apreciaciones
que allí se expresan»98.
Esta desconfianza estructural sigue de cerca, por lo dem ás, la inquietud
relacional de la interacción igualitaria. En una sociedad dem ocrática, por
supuesto siempre hay rituales, pero cada vez m enos se logra desdram atizar
el cara a cara de los individuos. En muchos aspectos, las interacciones están
desnudas. Como Hegel o Sartre antes de él, G offm an plantea el problem a
de la vio len cia del enfrentam iento de las con cien cias o de las m iradas
entre individuos. Pero para él, en una sociedad dem ocrática donde el cara
a cara plantea un problem a, debido al igualitarism o, la cuestión de la in­
tencionalidad del otro pasa a ser esencial. En la m edida en que la jerarquía,
la tradición o el orden del m undo ya no protegen de la m aldad del otro, el
individuo goffm aniano está siempre alerta, trata siempre de descubrir los
peligros, reales o im aginarios, que lo rodean. U na situación que exige una
fuerte expansión de la reflexividad de los actores. Es por esto que Goffm an
insiste varias veces sobre la extensión en la vida cotidiana de los m alenten­
didos propios del teatro; cada vez m ás, los actores saben articular el sentido
de los diferentes marcos. Y es incluso de la vulnerabilidad del orden de la
interacción de donde proviene gran parte de las posibilidades de acción:
«Nuestras vulnerabilidades rituales son también nuestros recursos rituales»” .
La obra de Goffman es atravesada a la vez por una desconfianza estructural
hacia los dem ás y hacia el mundo, y por una multitud de respuestas siempre
circunscritas a esta sospecha. Su fuerza proviene del hecho de que, junto con
transform ar el mundo en una serie de ilusiones, de estrategias de disfraces y
de rodeos, se abstiene empero de radicalizar en dem asía sus análisis. Como
en Pirandello, G offm an nos devela las ilusiones de los otros, con el fin de
insinuar que tam bién nosotros vivim os en un m undo de ilusiones. Sería
ciertam ente exagerado decir que para G offm an nada es com o parece y, no
obstante, nada es com pletam ente com o aparece.

98 Goffm an, Les rites d'interaction, 10.


99 Goffm an, «L’ordre de l'interactlon», 195.
D igitaliza do po r A lito en el E stero P rofundo
C A P ÍT U LO X III
Alain Touraine (1925-), el Sujeto de la condición
moderna

La trayectoria intelectual de Alain Touraine está íntimamente vinculada con


la voluntad de desarrollar una concepción conflictual de la m odernidad,
en estrecha im bricación con los acontecim ientos que han trastornado al
m undo contemporáneo. Pero lo propio de su pensam iento es interpretar la
m odernidad al interior de una reflexión sobre la distancia creciente entre
las dim ensiones subjetivas y o b je tiv a s, y esto a través de tres m ovimientos
sucesivos. A lo largo de todo este itinerario intelectual, lentam ente, pero de
manera unívoca, la idea de un acuerdo relativamente inmediato y en el fondo
poco problem atizado entre el actor y el sistem a cede paso a una separación
creciente entre las dim ensiones objetivas y subjetivas de la vida m oderna.
En donde existía al com ienzo una relación estrecha y un tanto determinista
entre las form as de industrialización y los niveles de la conciencia obrera,
se llega a la afirm ación de una separación radical entre las lógicas de ra­
cionalización del m undo y los elem entos privados y com unitarios de los
individuos. A llí donde el acuerdo entre las dim ensiones era dado por una
concepción global de la acción de la sociedad sobre sí m ism a, presentada
bajo la forma de tipos societales (industrial o posindustrial), progresivamente
la posibilidad de articulación es únicam ente otorgada al Sujeto. De hecho,
lo que era una dialéctica («el trabajo surge entonces como determ inado por
las condiciones sociales y com o su determ inante»), se convertirá en una
tensión («el análisis de la sociedad no se construye directam ente en torno
al contenido de la historicidad, sino que alrededor de la tensión entre esta
y los sistem as naturales m ovilizados por la actividad social»)3, antes de

t Para una autopresentación de su recorrido intelectual en esto s térm inos, cf. Alain
Touraine, «A Sociology ofth eSu b ject» , en Jon Clark, Marco Diani, e d s Alain Touraine
(Londres: Falmer Press, 1996), 291.
2 Alain Touraine, Sociologie de l’action (París: Seuil, 1965), 120 .
3 Alain Touraine, Production de la société (París: Seuil, 1973), 37.
constituirse en una verdadera oposición («la desmodernización es ante todo
la ruptura entre el sistem a y el actor»)4. Su perspectiva intelectual es así una
transición entre una posición que enfatiza las dim ensiones objetivas de la
explicación sociológica hacia una interpretación ampliam ente centrada en
torno al Sujeto.

I. De la evolución del trab ajo a la con cien cia obrera

Aunque Touraine afirm aba en 1965 que «la problem ática de la acción ya
no es identificable con el m ovimiento de la historia»5, en muchos aspectos
queda claro que en este período la com prensión de la acción social está
subordinada a la evolución de las situaciones profesionales. Desde los años
sesenta, Touraine rompió abiertamente con toda veleidad de filosofía de
la historia y, sin embargo, su reflexión sigue siendo indisociable de cierta
concepción evolucionista de la sociedad. Su análisis parte del reconocimiento
de diversos m omentos en la evolución del trabajo obrero. Los avances de la
m ecanización conllevan en un prim er momento la desaparición de un gran
número de oficios calificados y un importante increm ento del número de
obreros especializados (no calificados). En un segundo momento, y luego de
que se instalara una nueva organización del trabajo con agrupación de tareas,
com plejización y autom atización creciente de la fabricación, el personal
calificado se acrecienta . Pero lo que interesa a Touraine es com prender el
sentido de esta evolución, es decir, la transición de un sistem a profesional
a un sistem a técnico de trabajo.
La transición desde un sistem a al otro pasa por tres fases, que Touraine
denom ina A, B, C: sucesivam ente, el predom inio del artesanado, la pro­
ducción de m asa y la automatización. En cada una de ellas hay, aunque en
dosis bastante diferentes, la presencia de los dos sistem as de trabajo. En la
fase A hay una gran prim acía del trabajo profesional, incluso si la situación
productiva es ya la de la industria. En la fase B se yuxtaponen, por una parte,
el trabajo en serie y en la cadena de montaje, donde el obrero interviene aún
directam ente aunque sea de m anera parcial y repetitiva y, por otra parte,
una organización colectiva que dirige con fuerza la ejecución individual
del trabajo. Por último, la fase C es la del agrupam iento de las tareas, de
la autom atización creciente, aun cuando el trabajo de ejecución todavía
esté presente. Para Touraine es en la fase B, cuando el trabajo solo puede

4 Alain Touraine, Pourrons-nous vivre ensemble? (París: Fayard, 1997), 54 .


5 Touraine, Sociologie de l’a ction, 5 1.
6 Alain Touraine, L'évolution du travail ouvrier auxusines Renault (París: C.N.R.S., 1955)
considerarse desde el doble punto de vista de la descomposición del sistema
profesional y de la consolidación del sistem a técnico, que el sindicalism o
logra transform arse verdaderam ente en m ovim iento obrero. Es decir, que
si bien el conflicto atraviesa todas las fases de la evolución del trabajo, este
solo adquiere una im portancia central en este mom ento. Ahí donde la de­
nom inada organización científica del trabajo, especialm ente el taylorism o
y el fordismo, cuestiona directam ente la autonom ía de los trabajadores, y
especialm ente a la autonom ía de los trabajadores calificados. Un choque se
produce entre la conciencia de los obreros de ser trabajadores productivos
y su experiencia de una gestión de la producción contraria a sus propios
intereses. Se produce así el encuentro entre los polos principales de la con­
ciencia obrera. Por una parte, una conciencia orgullosa, manifestada por los
obreros de oficio que poseen una gran autonom ía profesional, conscientes
de su conocimiento, de su saber hacer, y quienes consideran a los patrones,
e incluso a los partidos políticos, nada m ás que como intermediarios y creen
en la idea de una reconstrucción de la sociedad a partir de la fábrica. Por otra
parte, una conciencia proletaria, la de los operadores de ejecución, cons­
cientes de su pobreza, de su incapacidad y que tienen tendencia a confiar su
suerte a los partidos políticos, o a apostar a reivindicaciones estrictam ente
económ icas7. La época de oro del movimiento obrero se produce cuando
la conciencia de clase obrera integra a la vez la conciencia orgullosa de los
profesionales que luchan p or la defensa de su autonom ía y su saber hacer,
y la conciencia proletaria de los obreros especializados incorporados a un
sistem a técnico de trabajo, al interior de una organización donde el trabajo
es repetitivo y parcelado. De m anera inversa, la decadencia del movimiento
obrero está m arcada por la escisión del actor obrero, cuando se separan la
conciencia orgullosa y la conciencia de explotación, cuando se yuxtaponen,
sin unirse, dos definiciones del actor.
El m om ento culm inante del m ovim iento obrero en el sentido estricto
del térm ino se debe pues analizar en relación con un cierto estado de la
conciencia obrera, esta m ism a determ inada por las relaciones de trabajo
y la organización d el trabajo. Touraine se d efend erá varias veces de la
presencia en su obra de un fu erte determ inism o tecnológico. Sin embargo,
sin ser propiam ente determ inista, su análisis siempre está enm arcado por
representaciones de conjunto de la vida social en donde im pera un cierto
determinismo. El m ovim iento obrero se organiza así en torno a conflictos
para la apropiación de los recursos involucrados en la producción industrial,
cuyo valor positivo es reconocido por cada uno de los adversarios y del que

7 Alain Touraine, La conscience ouvriere (París: Seuil, 1966).


cada uno pretende ser el mejor defensor contra los intereses particulares
del otro . Por lo tanto, si bien es cierto que los obreros cuestionan la orga­
nización del trabajo en nombre de la autonom ía profesional, no hay, en
este estadio del pensam iento de Touraine, lugar para oponer subjetividad y
racionalidad. Incluso al contrario, en el prim er relato analítico implícito de
la modernidad presente en su obra, hay más bien la idea de una articulación,
incluso de una transición, entre un cuestionam iento realizado en nombre
de la subjetividad hacia un conflicto animado por el ideal de otra gestión,
m ás racional, de la producción. A su m anera, el análisis de Touraine puede
asociarse al estudio histórico de E. P. Thom pson, para quien el nacimiento
del movimiento obrero no es más que la transición desde la economía moral
de la protesta (el rechazo del hambre, de la desintegración cultural, de la
injusticia en nombre de las antiguas tradiciones feudales) hacia una cultura
de clase basada en una econom ía política de la explotación9.
Ahora bien, este determinismo tecnológico va a alimentar muy rápidamente
una concepción totalizante de la sociedad industrial. Touraine dará cuenta
de la centralidad del movimiento obrero y de la especificidad de su proceso
analítico mediante la noción de Sujeto histórico, que designa el principio de
unidad y de significado de un sistem a de acción histórico, la relación que la
sociedad m antiene consigo misma, la m anera en que una sociedad dada se
apodera de su propio trabajo y de sus resultados para dotar de sentido a su
actividad histórica. «El sentido de la historia no se recupera m ás que a nivel
de un sujeto histórico, que no es ni una realidad empírica ni una realidad
transcendental, sino que es una noción sociológica cuya naturaleza dialéc­
tica es tal que los actores históricos no pueden jamás identificarse con él ni
tam poco ser com prendidos fuera de su relación con él»’°.
Vale decir, hasta qué punto el sujeto histórico es una construcción inte­
lectual en tensión con las prácticas socialmente realizadas al interior de una
situación dada. En este sentido, y en este sentido solam ente, la influencia
de un m arxism o revisitado por Georg Lukács, y sobre todo la som bra de la
noción de totalidad, son importantes en Touraine. Pero para él, a diferencia

8 Alain Touraine et al., Le mouvement ouvrier (París: Fayard, 1984), 70 y ss. Nótese sobre
este aspecto que la persistencia de este análisis a propósito del movimiento obrero
casi a lo largo de toda su vida da testim onio de la dificultad de trazar dem asiado
rápidamente una periodización de la obra de Touraine en tres fases, como asimismo
de evacuar, dem asiado esqu em áticam en te, tod o lo que sus análisis deben a la
manera en que concibe las situaciones sociales.
9 Edward P. Thom pson, Laformation de la classe ouvriére anglaise (París: Maison des
Sciences de l’Homme, 1988), 189 y ss.
10 Touraine, Sociologie de l’action, 170.
de Lukács, la voluntad de lograr articular la sociedad en su calidad de sujeto
histórico, supone la definición de un objetivo (enjeu) central que, tomado
en su m ás alta abstracción teórica, se encarna posteriorm ente en diferentes
conflictos y niveles sociales . Dicho de otra form a, es en relación con el
sujeto histórico que deben interpretarse las prácticas sociales. La dialéctica
entre el sujeto histórico y el sujeto personal es así, en este mom ento de su
obra, de una naturaleza m uy particular. Como lo adelantaba Touraine, «el
principio de análisis del sujeto personal es m uy sim ple: todas sus form as
son niveles de decadencia de un estado del sujeto histórico»’2. El estudio
del sujeto personal es directam ente proporcional al sujeto histórico, a con­
dición de com prender debidam ente que el nivel del prim ero es tanto m ás
elevado en cuanto m ás asume, y profundam ente, una situación social. En
síntesis, el sujeto personal siempre debe analizarse con anterioridad a su
institucionalización.
Sin em bargo, el grado de im plicación del sujeto p ersonal en el sujeto
histórico nunca puede derivarse de la sola conciencia de los individuos y, en
consecuencia, m ientras m ás nos acercam os a la acción concreta (alejándo­
nos del m áxim o de acción posible), m ás se deben aprehender las prácticas
en proxim idad con la experiencia vivida de los actores. La perspectiva se
diferencia así claram ente del funcionalism o parsoniano. En este último,
se parte de las orientaciones norm ativas de la acción para d escend er a
los com portam ientos, estableciendo una reciprocidad entre los atributos
del sistem a y las conductas sociales, m ientras que en el accionalism o de
Touraine, y a la inversa, se apunta a encontrar detrás de las instituciones
los proyectos de los actores; el análisis se hace pues en función del nivel de
im plicación en el sistem a de acción histórica, en térm inos de los m odelos
sociales y culturales a partir de los cuales se organiza la sociedad. De m a­
nera m ás simple, entre el sistem a de valores y las norm as, Touraine ubica
las relaciones sociales de clases y la acción de los m ovim ientos sociales.
Esta concepción del sujeto histórico no podía sino llevar a Touraine hacia
una sociología de los m ovim ientos sociales. Y aun cuando no haya nunca
una correspondencia estrecha y precisa entre el sujeto histórico y las for­
m as concretas que adoptan los m ovim ientos sociales, su significado debe
interpretarse en referencia con el espacio definido por el sujeto histórico.

11 Este proceso no se volverá explícito ni central sino en los años seten ta, pero la
intuición está ya p resente, activam en te, d esd e los añ os sesen ta . Cf. T ouraine,
Sociologie de 1‘action, 231 y ss.
12 Ibíd., 149-
La modernidad occidental, comprendida entonces como sociedad y civili­
zación industriales, se define por la existencia de un lugar central y de un par
antagonista central de actores sociales. En este estadio, la concepción de la
modernidad que anima la obra de Touraine le debe aún mucho a la filosofía
de la Ilustración. Y sin embargo, la sociología de la acción se define como un
tipo de análisis en oposición al evolucionismo que nace en la filosofía de la
Ilustración y que se desarrolla a comienzos del siglo XIX. La verdad es que
la imbricación se sitúa en otra parte. La ruptura operada por la noción de
historicidad en relación con el historicismo, la transición de una sociedad
situada en la historia — y bajo la influencia del evolucionismo— hacia una
consideración activa de la historia al interior de una sociedad no debe, en
efecto, inducir a error. Si las sociedades industriales hacen su historia de
m anera más activa y explícita que las anteriores, es porque logran de manera
más clara autorrepresentarse en tanto que sistema de acción histórico. Así, el
par central de actores que Touraine revela en la sociedad industrial, los amos
de la producción y los trabajadores, participan activamente de los ideales de la
modernidad. Como otros hombres de la Ilustración, cree, y esto apesar incluso
de la fuerte influencia que el pesimismo crítico de Georges Friedman ejerce
en él, en el carácter progresista de la historia, en la progresión continua del
saber, en el aumento creciente del control de los hombres sobre su historia
a medida que estos abandonan las referencias a los antiguos criterios tras­
cendentes de orden. Pero es posible empero afirm ar que, con Friedman, él
comparte en el fondo la idea de que el obrero calificado, incluso el artesano,
no solamente es un modelo histórico del trabajo humano, sino también, y
más profundamente, el criterio a partir del cual deben juzgarse las dimen­
siones sociales y espirituales del trabajo en general'3. En todo caso, Touraine
es en esta época, inmediatamente después de la liberación y en plena fase de
industrialización de Francia, un m odernizador4. La representación que da
entonces del conflicto obrero en el centro de la sociedad industrial es una
mezcla de Saint-Simón y de Proudhon. Del primero rescatará la confianza en
el progreso y cierta filosofía implícita del cambio, al igual que una fascinación
por los profesionales y los ingenieros capaces de construir un nuevo mundo.
Del segundo retendrá, vía Friedman, un fragmento de nostalgia transfigu­
rada en antropología prom eteica hacia una concepción del actor definida
por la experiencia de su autonomía y de su creatividad en el trabajo, ya que

13 Para una lectura de la obra de Touraine a partir de estos presupuestos, cf. Michael
Rose, «Alain Touraine: SociologueduTravail, Proudhonian, Pessimist», en Jon Clark
y Marco Diani, eds., Alain Touraine, 17-31.
14 Cf. sobre este aspecto el relato autobiográfico de Alain Touraine, Un désir d'histoire
(París: Stock, 1977).
«efectivamente es la noción de trabajo, o si se prefiere de creación, la que
constituye el principio central de toda sociología de la acción»'5.
Se trata de una verdadera dialéctica entre una concepción de la acción
humana y sus posibilidades de realización históricas. Por una parte, la con­
cepción de la acción humana anima una «sociología de la libertad», la «bús­
queda del movimiento mediante el cual las formas de la vida social son a la
16
vez constituidas y cuestionadas, organizadas y superadas» . Por otra parte,
una representación sociológica de las posibilidades de la acción histórica,
ubicada bajo la influencia de un modelo de análisis que afirm a la estrecha
correspondencia entre los niveles de conciencia de los actores y la evolución
de los sistemas de trabajo. Sin embargo, ¿cómo no reconocer en este período
y en el centro de esta dialéctica el predominio de las dimensiones objetivas?

II. La socied ad program ada y los nuevos m ovim ientos sociales

Esta dialéctica donde priman las dimensiones objetivas va a dar paso a una
verdadera tensión entre ambas dimensiones en los trabajos, a menudo pre­
monitorios, que Touraine dedicó a la sociedad programada. De hecho, desde
a fines de los años sesenta, dedica lo esencial de su reflexión sociológica a
la transición de un tipo de sociedad a otro. Sería falso ver en esta actitud un
simple legado del historicismo del siglo XIX. Mucho m ás profundamente,
se trata de uno de los efectos inducidos por la noción de Sujeto histórico,
que im pone siempre de cierta m anera una representación global de una
sociedad. De hecho, es debido a que las sociedades contemporáneas (y las
ciencias sociales) de a finales del siglo X X tienen dificultades para razonar
en términos históricos, que incomoda la estrecha imbricación de la socio­
logía y de la historia presente en Touraine’7. El problema evidentemente no
es de naturaleza epistemológica, ya que no se refiere solamente a la m anera
en que las ciencias sociales razonan. Desde este punto de vista, la afirm a­
ción que Touraine repite varias veces, según la cual no se trata de colocar
una sociedad en la historia, sino de ubicar la historicidad en el centro de la
sociedad , enuncia tan solo una parte de la verdad. Es la hipótesis histórica
que dirige el argumento del drama de la sociedad, incluso si el argumento

15 Touraine, Sociologie de l’action, 456.


16 Ibíd., 123.
17 Para las reflexiones de un historiador sobre la relación de Touraine con la historia, cf.
Jacques Le Goff, «Alain Touraine et l’histoire. D’aprés Un désir d’histoire», en Francjois
Dubet y Michel W ieviorka, eds., Penser le Sujet (París: Fayard, 19 9 5), 89-99.
18 Entre muchas otras afirm aciones que van en este sentido, cf. entre otros Production
de la société, 35-
subraya exclusivam ente la acción de la sociedad sobre sí misma, a partir de
su propio trabajo. En síntesis, el actor no es definido «más que por su sitial
en un tipo u otro de relaciones sociales y no se puede definir el sistem a sin
reconocer que se abordan conductas orientadas, significativas»” .
La intuición histórica m ayor de Touraine es la de la transición de una
sociedad industrial, que concibe el m ovim iento com o orientado por las
leyes del m ercado o h acia la creación de u n m arco económ ico, bajo la
im pronta de los em presarios y del beneficio, hacia una sociedad posindus­
trial, siempre orientada hacia el m ovimiento, pero que «lo concibe como
gestión de sistem as, como capacidad de program ar el cam bio»20. Hipótesis
histórica contundente que afirm a nada m enos que la entrada en una nueva
etapa del sujeto histórico2'; hipótesis que conlleva a la renovación de una
sociología de los m ovimientos sociales. La sociedad que nace es definida
por un nivel creciente de historicidad, en donde se estructuran las grandes
orientaciones culturales, gracias a la distancia que la sociedad toma respecto
de su actividad y de la acción m ediante la cual esta determina, a través de
los conflictos sociales, sus grandes orientaciones sociales y culturales . La
sociedad programada se define, m ás que toda otra sociedad antes de ella,
como un mero sistema de relaciones sociales, una sociedad en la cual «lo que
aparece primeramente como un conjunto de “datos” sociales es reconocido
como el resultado de una acción social, de decisiones o de transacciones,
de una dom inación o de conflictos»23.
En este nuevo tipo societal, la dom inación social cam bia de rostro y se
define de m anera creciente en referencia a los m ecanism os que dirigen el
cambio y los instrum entos de integración social y cultural. «No es el trabajo
directam ente productivo, el oficio, que se opone al capital; es la identidad
personal y colectiva que se opone a la m anipulación»24. El objetivo de las

19 ibíd., 206.
20 Ibíd., 119 . Cf. tam bién para una presentación resumida, «N aissance de la société
program m ée», en Le retourde l'acteur (París: Fayard, 1984), 221-248 .
21 Para eliminar todo m alentendido, insistam os en que el sujeto histórico no designa
a un actor social sino que no es m ás que otro nom bre del cam po de historicidad
propio de una sociedad, es decir, el conjunto de orientaciones culturales y conflictos
sociales por los cuales esta se autogenera.
22 Cohén es muy crítico respecto de la circularidad del pensam iento de Touraine: hay
un nuevo tipo societal porque hay nuevos conflictos, hay nuevos conflictos porque
hemos entrado en un nuevo tipo societal. Cf. Jean Cohén, «Strategy or Identity: New
Theoretical Paradigms and Contem porary Social M ovem ents», Social Research, vol.
52, n.° 4 (invierno, 1985): 70 2 y ss.
23 Touraine, Production de la société, 7.
24 Alain Touraine, La société post-industrielle (París: Editions Denoél, 1969), 77-78.
m ovilizaciones ya no es solam ente la apropiación del lucro, sino el control
del poder en cuanto a decidir, influenciar y manipular. La dominación se
extiende de la empresa a todos los dem ás aspectos de la vida social, la con­
ciencia de la explotación es reem plazada por la conciencia de la alienación
a m edida que los individuos deben enfrentar «una dom inación extendida a
un sistem a de producción que integra fabricación, información, form ación
y consum o más estrecham ente que antes»25. La nueva clase dominante, la
tecnocracia, basa su dom inación menos en la organización del trabajo que
en un control, a menudo m onopólico, del suministro y del procesamiento
de un tipo de información.
Pero para Touraine dos lim itaciones se im ponen en esta nueva form a de
dominación. Aunque literalmente está en todas partes, «proviene de alguna
parte, de los grandes aparatajes tecnocráticos, centros de dom inación que
constituyen la clase dirigente» . Por otra parte, y sea cual sea la extensión
de esta dominación, la sociedad debe siempre ser representada como un
campo de creación conflictivo. El orden social jam ás es total ni sin límites
y toda sociedad siempre es cruzada por rechazos, revueltas y conflictos.
Para Touraine, en una afirm ación que se acerca a las de Gramsci, es la débil
integración de las prácticas sociales y culturales que explica, incluso en un
cierto nivel, la posibilidad de la existencia de m ovimientos sociales. Dado
que la sociedad no se reduce a su funcionam iento27, la tarea de la sociología
no es otra que mostrar, tras el orden y el poder, el sistem a de acción histó­
rico y las relaciones de clase, «mirar lo que está oculto, decir lo que está en
silencio, hacer evidente la falla de un discurso, la distancia de la palabra y
de la acción» . Pero la extensión y la transform ación de la dom inación son
tales que a menudo el actor no tiene otras posibilidades de resistencia m ás
que hacer un llamado a la naturaleza, a un cierto sustrato biológico con el
fin de ponerse a salvo de la intrusión del poder.

Lo que resiste al poder y a su deseo de orden no es un principio moral o


una fuerza natural, sino el doble llamado de los movimientos sociales a la
historicidad y a la naturalidad. El primero impugna el poder que se apropia
de esta historicidad; el segundo resiste a la influencia cada vez más invasora
29
de las leyes y las reglas. No puede darse uno sin el otro .

25 Touraine, Production de la société, 195.


26 Alain Touraine, La voixet leregard (París: Seuil, 1978), 3 4 .
27 Alain Touraine, Pour la sociologie (París: Seuil, 1974), 14.
28 Ibíd., 88.
29 Touraine, La voix et le regard, 175.
De allí la im portancia, sin que aún sea central, que Touraine otorga en­
tonces a las luchas que reposan en un estatus biológico como la femineidad,
la juventud, la vejez, la pertenencia a un grupo étnico e incluso, en cierta
m edida, la pertenencia a una cultura local o regional30.

Los nuevos movimientos sociales

La hipótesis de la sociedad programada llevaba en sí una consecuencia


mayor, a saber, la ampliación del conflicto de clases a ámbitos ajenos al trabajo.
El análisis de las revueltas pasaba entonces a ser de una mayor complejidad,
ya que siempre se trataba de develar detrás de las actitudes de rechazo, a
m enudo desorganizadas, los fragm entos del nuevo sujeto histórico que se
configuraba, y lograr desem brollar, al interior de las acciones colectivas
realmente existentes, los significados propios de la sociedad programada. La
inextricable imbricación entre la hipótesis histórica y el análisis sociológico
dará origen a toda una serie de estudios cuyo objetivo principal será lograr
separar de este embrollo lo nuevo de lo antiguo. Varias veces Touraine recurrirá
a frases con un tono muy gram sciano. El analista es siem pre sometido a la
confusión irreprimible entre el mundo antiguo y el futuro, agobiado entre el
peso del pasado y el horizonte que se despeja en el futuro, constantemente
confrontado a la disociación entre las acciones y las conciencias, entre los
objetivos de las m ovilizaciones y las retóricas em pleadas, como lo atestigua
especialm ente el análisis de la lucha estudiantil de 197631.
Por lo demás, debido a que esta hipótesis histórica dirige el análisis so­
ciológico, Touraine no dejará de pulir durante veinte años sus categorías y
sus clasificaciones, con el fin de poder discernir de la m ejor m anera posible
lo que corresponde a problem as de cambio, lo que remite a conflictos es­
tructurales propios de un tipo societal, o lo que reenvía a una m ezcla entre
innovación cultural y protesta social. La m eta claram ente enunciada es
lograr identificar los m ovim ientos sociales m ás im portantes, los que cues­
tionan la orientación general del sistem a de acción histórico, con el fin de
dar un sentido a la «tum ultuosa y peligrosa transición de un tipo a otro de
sociedad». La tarea no podría ser expresada m ás claramente: «Descubrir el
m ovim iento social que ocupará en la sociedad program ada el lugar central

30 De todas estas luchas, es sin duda la lucha occitana la que será la acción colectiva
más estudiada durante este período. Cf. Alain Touraine et al., Le pays contre l’Etat
(París: Seuil, 1981).
31 Alain Touraine et al., Lutte étudiante (París: Seuil, 1978).
que fue el del movimiento obrero en la sociedad industrial y del movimiento
para las libertades cívicas en la sociedad m ercantil que le antecedió»32.
El análisis sociológico apuntaba por lo tanto a poner a prueba la validez
de la hipótesis de un nuevo sujeto histórico, centrado en torno al control
de los bienes simbólicos y susceptible de dar un m arco de referencia a la
fragm entación aparente de las prácticas33. Las luchas antitecnocráticas es­
tudiadas, al enfrentar las bases m ismas de la sociedad programada, serían
reacciones contra los poseedores de los aparatos de gestión que, a través de
la estim ulación de falsas necesidades, im ponen sus proyectos34. Su oposi­
ción se dirigía así contra el núcleo duro del poder tecnocrático, el control
ejercido a través de las industrias culturales. Las principales investigaciones
realizadas en esta época por Touraine, mediante la intervención sociológica,
apuntaban justamente a considerar los pros y los contras, proponiendo un
análisis sociológico en sí m ism o dependiente de la interpretación histó­
rica35. La m eta era despejar, al interior de una coyuntura determinada, el
com ponente de movimiento social presente en toda una serie de nuevas
luchas sociales. En realidad, la tensión entre am bas hipótesis llevó a in­
clinar progresivamente los análisis hacia una dependencia creciente de la
interpretación sociológica con un razonam iento de naturaleza histórica.
Ciertamente, Touraine se abstuvo de anular el análisis sociológico detrás
de la interpretación histórica, pero la recon stru cción de los diferentes
significados presentes en la acción rem itía siempre, en último análisis, a
una hipótesis de naturaleza histórica. De hecho, la naturaleza de la acción,
m arcada por una m ultiplicidad de sentidos, y especialm ente por la tensión
observable entre el antiguo mundo y la nueva sociedad, resulta indisociable
de su contexto histórico, única herramienta, según Touraine, que permite
verdaderam ente distinguir su nivel de significación. El análisis sociológico
solo es posible recurriendo a una interpretación histórica, donde el sentido
de la acción es extraído de una totalidad histórica en formación.

32 Touraine, La voix et le regard, 38.


33 En el análisis proporcionado por T ouraine en esta ép oca, queda claro que las
dim ensiones estrictam ente identitarias o estratégicas no aparecen más que com o
form as de luchas que remiten a niveles más bajos de acción, pero especialm ente,
tod o lo que depende de la organización propiam ente tal de la acción colectiva
apenas acapara su atención. So bre este tem a, com o lo subraya Scott, Touraine
nunca se esm era por tom ar en consideración la función eventual que las fallas
organizacionales han podido tener en el fracaso de los nuevos movimientos sociales
de los años setenta. Cf. Alan Scott, Ideology and New Social Movements (Londres:
Unwin Hyman, 1990), 68 y ss.
34 Alain Touraine et a l, La prophétie anti-nucléaire (París: Seuil, 1980).
35 Para la presentación de este m étodo, Touraine, La voix et le regard, 181-307.
En verdad, las tensiones de esta perspectiva nunca fueron tan fecundas como
en el análisis que Touraine hace del movimiento de Mayo del 6 8 , formidable
articulación entre diversas formas de razonamiento. Por un lado, aún operan
residuos del antiguo determinism o tecnológico, especialm ente cuando se
empeña en ver, en el acercamiento entre los estudiantes y los técnicos, una
alianza comandada por el lugar central, presente o futuro, que estas categorías
detienen en el sistema de producción en vías de constitución36. Por otro lado,
el análisis de los significados vehiculados por los estudiantes en Mayo del 68
está claramente subordinado o se deriva de la constitución de un nuevo tipo
societal. En esa época, Touraine tiende a fusionar ambos modos de razonamiento
cuando resume el nivel de significado central de los acontecimientos de Mayo
como un «momento de la formación de un nuevo conflicto de clases, donde
la élite obrera ya no es el actor principal, y es reemplazada por los técnicos y
los expertos — ya sea que se los denomine por estos nombres, o bien que sean
obreros de ciertas industrias, o estudiantes— como animadores de una clase
que se opone a la de los poseedores del poder tecnocrático»37.

La tensión

Sin embargo, y a pesar de toda la im portancia que Touraine no cesa de


otorgar al peso de las estructuras sociales, hasta el punto de afirm ar que «los
conflictos sociales se han desplazado, porque se ha transformado la naturaleza
de la dominación social»38, su concepción de la acción y de la creatividad del
sujeto se refuerza también considerablemente. «La sociedad humana dispone
de una capacidad de creación simbólica gracias a la cual, entre una "situación ’1
y las conductas sociales, se interpone la formación del sentido, un sistema de
orientación de las conductas»” . En el fundamento de esta posibilidad se halla
la capacidad que una sociedad tiene de tomar distancia respecto de sí misma,
de construirse una representación de ella a distancia de los hechos. Como lo
escribe Touraine en una afirm ación llena de énfasis sartriano «la sociedad no
es lo que es, sino lo que se hace ser» . Pero aquí todavía esta representación
de la acción social está subordinada a las relaciones sociales y a la represen­
tación de conjunto de un tipo societal; ella es organizada por una forma de
dominación. El modelo societal estructura al sujeto histórico. Touraine dirá

36 Alain Touraine, Le communisme utopique (París: Seuil, 1980), especialm ente 189-193.
37 Ibíd., 15 1-15 2 .
38 Touraine, Pour la sociologie, 146. Para una visión de conjunto de estos nuevos conflictos,
cf. «Les nouveaux confllts sociaux» (1975), en Le retour de l’acteur, 249-269.
39 Touraine, Production de la société, 10 (la cursiva es de Touraine).
40 Ibíd., 10 (la cursiva es de Touraine).
entonces que «existe una tensión fundamental entre la historicidad de una
sociedad y el funcionam iento o la reproducción de una colectividad»4'. Se
trata por lo demás de una diferencia importante entre Touraine y los trabajos
de inspiración marxista. Para él, los movimientos sociales son culturalmente
orientados y no pueden comprenderse solamente como la manifestación de
las contradicciones objetivas de un sistema de dominación . La sociedad es
capaz de producir sus propias orientaciones, generar sus objetivos y su nor-
matividad, como asimismo cambiarlas, pero esta concepción prometeica de la
acción de la sociedad sobre sí misma es siempre comprendida, empíricamente,
a través de acciones colectivas cuyo sentido no puede ir más allá del sistema
histórico de acción de las cuales estas provienen.
Reveladora de estas tensiones, la interpretación fue blanco de tres princi­
pales críticas. En primer lugar, dejarse llevar demasiado por una «sociología
de los albores», cayendo incluso en consideraciones proféticas en donde una
intuición de la historia se impone por sobre la representación de los hechos
sociales43. Luego, inclinarse en dem asía hacia una concepción prometeica
del actor y de la acción como capacidad radical de creación en el límite de
una filosofía del sujeto44. Finalm ente, y sin duda de m anera m ás central,
inclinarse ya sea hacia un nuevo avatar del determ inism o de la acción, o
bien por hacer coexistir dentro del accionalismo propuestas contradictorias
entre una concepción determinista de los tipos societales y una concepción
creadora de la acción social45.
En realidad, las tres críticas provienen de una sola insuficiencia. La creati­
vidad se desprende progresivamente para Touraine de su arraigo en el trabajo,
sin lograr afianzarse en tom o a una concepción acabada del conflicto social.
Para él, «los hombres hacen su historia, no mediante sus intenciones y sus
valores, sino que a través del sentido de la acción que la sociedad ejerce sobre

41 ibíd., 60.
42 Touraine, La voix et le regard, 107.
43 Michel Amiot, «L'intervention sociologique, la Science et la prophétie. A propos d'un
livre de A. Touraine», Sociologie du travail 4 (1980): 4 15-424. Y para la respuesta de
Touraine en el mismo número, «R ép on seá Michel Amiot», 425-4 3 0 . Notem os que
ya se le había hecho la objeción, de una manera bastante sem ejante, en m edio de
los años sesenta, cf. Jean-Daniel Reynaud y Pierre Bourdieu, «Une sociolo gie de
l’action est-elle possible?», Revuefrancaise de sociologie 7, 4 (1966): 5 0 8 -517 ; y para
la respuesta de Touraine en el mismo número, «La raison d'étre d’une Sociologie
de l’A ction», 518-527.
44 Entre las diversas críticas que van en este sentido, cf. Alberto Melucci, «Sur le travail
théorique d’Alain Touraine», Revue francaise de sociologie 3 (1975): 359-379-
45 Cf. especialm ente la profunda crítica de Alan Scott, «M ovem ents o f M odernity:
Som e Questions o f Theory, Method and Interpretation», en Jon Clark y Marco Diani,
eds., Alain Touraine, 77- 91-
sí misma, acción a la vez subjetiva y objetiva, definida conjuntam ente por
una acumulación y un m odelo cu ltu ral» ". La im bricación entre las dim en­
siones objetivas y subjetivas es m ás afirm ada que dem ostrada; en todo
caso, sigue siendo una posibilidad a menudo abstracta, cuyo significado
últim o remite al hecho de que el sociólogo conserva una representación
totalizadora de la historia. En el fondo, lo que es m ás problem ático en esta
época es la materialidad real de los conflictos sociales. Siempre y cuando la
sociedad industrial dispusiera, al menos en algunas de sus representaciones,
de un lugar social central y de una práctica social norm ativa — la empresa y
el trabajo, organizados am bos en torno a la producción— , la materialidad
del proyecto caía por su propio peso. Pero con la opacidad creciente, tanto
práctica como intelectual, del objetivo (enjeu) central de la sociedad progra­
m ada y la dispersión de las luchas, el análisis corría el riesgo de perder todo
anclaje en lo real. De hecho, la doble tensión que atraviesa esta época del
pensam iento de Touraine proviene de este estado de hechos y de reflexión,
donde el análisis solo puede oscilar hacia elem entos objetivos com prendi­
dos de m últiples m aneras (determinismos sociales; posiciones ocupadas a
niveles inferiores de acción - instituciones u organizaciones), o bien hacia
elem entos cada vez m ás voluntaristas de la acción social. En el corazón del
problem a está la insuficiencia teórica de la idea y de la práctica del conflic­
to social y la articulación, a menudo solam ente abstracta, de los diversos
com ponentes de la historicidad (el m odo de conocim iento, la acumulación
y el m odelo cultural). Surge una distancia analítica entre las dimensiones
objetivas, en sí enm arañadas y colm adas por una intuición histórica, y las
dim ensiones subjetivas, construidas a través de una concepción prometeica
del actor social.
Si en sus estudios sobre la sociedad industrial es innegable que la ba­
lanza se inclina por el lado de las dim ensiones objetivas que determinan o
enmarcan la acción social, en los trabajos en tom o a los nuevos movimientos
sociales de la sociedad program ada la tensión es constante y permanece
irresoluta. Por lo dem ás, la respuesta que Touraine m ism o da a la ausencia
de luchas verdaderam ente portadoras de la nueva historicidad reproduce
esta m ism a tensión, ya que no se trata sino de una respuesta de naturaleza
histórica, según la cual los hechos observados, el flujo y el reflujo de los
nuevos m ovimientos sociales, no habrían sido más que la prim era ola, aún
inconsistente, de las luch as futuras de la sociedad program ada47. Hasta
el fin, la intuición histórica de partida sigue siendo operativa; informa la

46 Touraine, Production de la société, 42 (la cursiva es del autor).


47 Para una interpretación en este sentido, Touraine, L ereto u rd e l’acteur.
hipótesis y la respuesta a los límites de la hipótesis. Se trata de m ucho más
que una simple hipótesis ad hoc. En Touraine, la influencia de cierta repre­
sentación de la historia y de la sociedad industrial es profunda. El rodeo
por la historia nunca fue para él una m anera de evasión, sino más bien un
recurso constante para interpretar la sociedad. Este deseo de historia era
la única m anera de colm ar la tensión entre las dim ensiones objetivas de
la sociedad y las dim ensiones subjetivas de la acción, que ya no lograban
estructurarse mediante la noción de conflicto social. Esta tensión, en este
m om ento de su pensam iento, puede por otra parte com prenderse en el
cruce de la influencia de dos autores, Parsons y Sartre, que han marcado
con fuerza esta parte de su obra; autores para quienes el objetivismo y el
voluntarismo, aunque sea de m anera m uy diferente, están lejos de haber
encontrado una respuesta satisfactoria.

III. El S u je to de la nueva m odernidad

Frente a esta situación el análisis habría podido desplazarse ya sea ha­


cia un análisis exhaustivo de las relaciones de dom inación y de las clases
dirigentes48, o bien hacia una interpretación que pusiera de m anera explí­
cita el centro del análisis en la distancia entre las dim ensiones objetivas y
subjetivas. Es esta segunda vía la que fue escogida. En su tercer período, la
tensión analítica entre la sociedad program ada y los nuevos movimientos
sociales se eliminará en beneficio de la disociación entre la racionalización
y las comunidades, en donde el Sujeto pasa a ser el único principio activo
de articulación.

El relato de la m odernidad

Para Touraine la m odernidad en su tendencia central es la interpene­


tración de las ideas de sociedad, de cultura y de razón. Versión integrada
y global que, disociada de su carga cristiana, se identifica con la razón y
especialmente con su devenir mundo, estableciendo un quiebre radical entre
lo espiritual y lo mundano. Y poco im porta de hecho, para Touraine, que el
desencantam iento sea o no imputable al cristianism o, lo importante es que
el bien cada vez m ás deje de ser definido en relación con Dios y lo sea cada
vez m ás en térm inos de funcionam iento societal. La utilidad social será la

48 Se debe destacar sobre este asp ecto que en el programa de Investigación lanzado por
Touraine en torno a los nuevos m ovim ientos sociales, la sección que debería haberse
dedicado al estudio de la clase dirigente nunca fue llevada a cabo. Cf. Touraine, La voix
et le regará, 107.
base de la idea de sociedad y del orden social en que se forja la modernidad.
La búsqueda de un principio autofundador de lo social por sí m ism o se
hará (después de algunas transferencias de lo sagrado a lo político) a través
de un funcionalism o, al interior del cual es, en fu nción de su utilidad en el
m antenim iento del conjunto social, que van a juzgarse los actos humanos.
El equilibrio del conjunto social prim a sobre toda ética. Pasa a ser incluso,
por sí mismo, la m oral de los tiem pos m odernos. Pero este m ovimiento de
inscripción de la razón en el mundo tendrá también una pendiente subjetiva.
La m odernidad se em peñará en asegurar el control de las pasiones y de los
excesos, individuales y colectivos. Bajo form a de coacciones personales
internalizadas, la cortesía o la educación, como asim ism o mediante el mo­
nopolio de la violencia legítima por el Estado, la razón terminará, en el mejor
de los casos, por encarnarse como una segunda naturaleza en los hombres
y, en el peor de los casos, por convertirse en una fuerza inquebrantable de
represión. Más aún: la m odernidad triunfante establecerá la ecuación entre
el progreso y la felicidad personal.
Pero si esta concepción de la m odernidad es m ás o m enos consensual,
es de su disolución que proviene la originalidad de la visión tourainiana. La
m odernidad adoptó la form a de un proyecto, al término del cual la felicidad
de los hom bres sería definitivam ente adquirida. El futuro, indefinido en sí,
se concebía como un mom ento posible de la reconciliación de los hombres.
Este proyecto se condensó en la noción de Razón, a la vez principio de
acción y de inteligibilidad, un principio presente en toda la realidad y que
garantiza la arm onía del mundo, en síntesis, un principio organizador de lo
real. Era la Razón objetiva. La crisis de la tradición trae la prim era inflexión:
la Razón deja de ser una econom ía general del m undo que estructura las
relaciones entre los hom bres. La descom posición estará m arcada, primero,
por el desm oronam iento; luego, por la ruptura del m onism o moderno. Es­
talla así la form idable configuración autónom a de las fuerzas garantizadas
por la visión racionalista de la modernidad. No pudiéndose m ás concebirse
esta como puramente endógena, la m odernización invoca a la voluntad y la
nación como bases de la m odernidad. Pero su descom posición tiene espe­
cialmente como resultado una explosión y un alejamiento de lo individual
y de lo colectivo, del ser y del cam bio. M ás sim plem ente, habrá por un
lado una nostalgia del ser y del Uno, de un principio único que estructure
al m undo y, por otro lado, el llam ado al Eros, el deseo. La crisis de la razón
objetiva tiene como resultado el triunfo de una razón subjetiva, es decir, la
alianza de una racionalidad instrum ental subordinada a una m era lógica
m ercantil y un llam ado al ser bajo form a de nostalgia com unitaria o de
visión hedonista. La comunidad y el consum o decretan la m uerte de una
modernidad occidental49.
El esfuerzo de Touraine consiste en ligar la descom posición del modelo
m aterialista m oderno a una recom posición, que encuentra en Descartes su
punto de partida m ás o m enos arbitrario. Una recom posición que se cons­
truye contra el holismo (comunitario, totalitario) y contra el individualismo
(hedonista, consumo).

La nueva modernidad une la razón y el sujeto, que integran individualmente


dos de los elementos culturales de la modernidad fragmentada. La modernidad,
que había inhibido y reprimido la mitad de sí misma, identificándose con
un modo de modernización conquistadora y revolucionaria, el de la tabla
, 50
rasa, puede por fin reencontrar ambas mitades de si misma .

El Sujeto permite integrar la vida y la nación en esta nueva representación


de la modernidad, m ientras que la Razón continúa integrando el consum o
y la empresa. Esta nueva m odernidad se recom pone, bajo una nueva con-
flictualidad, de m anera ejem plar a través de la acción de los disidentes,
pero tam bién mediante la revolución de un ser no-social en oposición a
un sistem a global. Por lo dem ás, ambos procesos participan de un m ismo
movimiento: el fin de una conflictualidad que opone a una clase contra otra,
y el ingreso en una conflictualidad centrada en torno a la defensa del sujeto
contra el control creciente del sistem a. Es aquí que Touraine reencuentra
la línea abortada de la otra m odernidad, aquella que va de Descartes a la
Declaración de los Derechos del Hombre, ampliamente basada en el derecho
natural. De allí, obviam ente, la fuerza de la idea de distanciam iento en su
calidad de principio activo mediante el cual el sujeto opone resistencia a las
lógicas sistémicas, al poder (el súperyo), pero tam bién a los roles impuestos
por el sistem a (el yo). El «yo» o la resistencia a la razón objetivadora no es
m ás que la afirm ación del Sujeto. «Vemos que se opone una lógica de la
integración social cada vez más utilitarista, con un Sujeto definido por una
relación del individuo consigo mismo y no m ás por su pertenencia a una
esencia o a una com unidad»5'.
Para Touraine, en lo sucesivo la disociación y la exigencia de articulación
de la racionalización y de la subjetivación están en el centro de la nueva

49 Touraine, Critique de la modernité (París: Fayard, 1992), especialm ente capítulo V,


207-231.
so Ibíd., 255.
modernidad. Por supuesto, se puede decir que esta visión no implica cambios
considerables en el modelo accionalista y que, a pesar de todo, para Touraine,
la defensa del Sujeto contra las lógicas del m ercado o la influencia de las
com unidades, es una vez m ás y siempre, la apuesta central reconocible en
los nuevos conflictos sociales. Se puede decir tam bién que la idea del Sujeto
com o m ovim iento social no es m ás que la prolongación de la noción de
movimiento social en su calidad de actor de clase” . O insistir en la continui­
dad profunda observable en la caracterización de la sociedad programada.
Después de todo, Touraine siempre definió, y en térm inos muy cercanos, la
conflictualidad propia de esta sociedad: «Frente al movim iento dominado
por los aparatos y la clase dirigente, [se opone] el del ser, el de la autonomía
de su experiencia y de su expresión, de su capacidad de adm inistrar o de
controlar los cambios que la afectan». Estam os en 1973 *3.
Sin embargo, si la concepción es en mucho la m ism a, las estrategias ana­
líticas son diferentes. En un caso, lo que prim a será el esbozo de un nuevo
conflicto central, com o asim ism o la intuición histórica de la transición
hacia otro tipo societal donde los actores tienen m árgenes m ás amplios de
acción. En el otro caso, el descuartizam iento entre la racionalización y la
subjetivación será la tendencia predominante. Por un lado, es el tipo societal
lo que está al centro del estudio, y es de este que se desprende, directamente,
el estudio de los nuevos m ovim ientos sociales, m ientras que por otro lado,
lo esencial de la reflexión de Touraine está abocado al análisis del Sujeto
mismo. Pero aventurem os aún una tercera form ulación: si bien en la pri­
m era fase el objetivo central esbozado de la sociedad programada da una
im portancia preponderante a las luchas antitecnocráticas, en la segunda
fase, en donde la m odernidad se articula con el sujeto, hasta cierto punto
son los avatares del m ovim iento de las mujeres los que se encuentran en el
centro del análisis. Cierto, Touraine se resiste a la idea según la cual habría
en lo sucesivo una prevalencia del sujeto personal sobre el sujeto histórico;
para él no hay que elegir entre am bas nociones, ya que «el sujeto es a la vez
histórico y personal». Y no obstante, cada vez m ás «es necesario siempre
reencontrar al sujeto personal, el individuo como sujeto, en el centro de
las situaciones históricas, com o es necesario reconocer hoy día que son
los problem as de la vida privada, de la cultura y de la personalidad los que
están en el centro de la vida pública»54. Inflexión m ás que ruptura, es sin
embargo im portante y m erece un exam en más m inucioso.

52 Cf. los com entarios de Touraine en este sentido en el prefacio de la segunda edición
revisada de Production de la société (París: Librairie Cénérale Francalse, 1993), 9-24.
53 Ibíd., 192.
54 Touraine, Critique de la modernité, 335.
Retorno sobre el Sujeto

La im portancia otorgada al Sujeto es radical. El Sujeto está en el funda­


m ento de su propia autofundación y autocreación, no hay nada antes de la
voluntad del Sujeto de plantearse a sí m ism o com o sustrato no social de la
acción. Para Touraine, esta concepción del Sujeto nace de la destrucción del
Yo, y en este sentido es Freud quien entregó la form ulación m ás satisfactoria
del proceso. El Sujeto se confundía con el yo, que era el vínculo que asociaba
al individuo a lo universal, identificándose con Dios, la Razón o la Historia.
Ahora bien, la m uerte o la torsión de estas figuras llevan a la destrucción
del Yo del cual se desprenden el Ello y el Súper yo, o m ás precisam ente, un
principio de placer y un principio de realidad. Para Touraine, Freud señaló,
m ejor que nadie, la oposición entre los instintos y el ám bito de la ley; la
socialización no es m ás que la subordinación de los individuos a las leyes
de la sociedad, siempre bajo form a de una represión jam ás com pletam ente
estabilizada. Pero, según Touraine, Freud no se lim ita a eso. El Súper yo no
es solam ente represivo, puede tam bién acoger las dem andas del Ello y darle
un sentido sublimado. El conflicto no es así entre el Ello y el Súper yo, sino
que entre el Ello y el Súper yo contra las diversas identificaciones sociales,
gracias al retorno sobre sí asegurado por el narcisism o secundario. Esta
sublim ación está en la base del Sujeto, que no es m ás que la voluntad de
transform ación de sí m ismo en actor, proceso com pletado por la libido y
los roles sociales. El Yo no existe m ás que en tensión entre la sexualidad y
las identificaciones sociales, ahí donde se resiste a su proyección fuera de
él, encarnando la ley. Retorno sobre sí m ismo que para realizarse necesita,
bajo form a de amor, de un rodeo por el Otro.
Recapitulem os: es la destrucción del Yo (y de sus identificaciones tra­
dicionales) lo que abre la vía al Sujeto contemporáneo. Este consiste en la
inundación del Súper yo por el Ello, bajo form a de sublim ación. El Sujeto
se construye entonces disputándose con el sí mismo, es decir, con las im á­
genes socialm ente determ inadas del individuo, en síntesis, con los roles
y las expectativas de roles, con las expectativas de los dem ás hacia él y
con el control que las reglas institucionales ejercen sobre él. El Sujeto no
es ni utilidad ni placer ni definición del individuo en función de sus roles
sociales. Desde este enfoque, la noción de personalidad, en su calidad de
correspondencia entre el sí mismo y el Yo, se desvanece. A l final, el Sujeto
es una reivindicación, contra la lógica de la dom inación social, de libertad
personal y colectiva. El Sujeto es la no-correspondencia entre el «yo» y el
«sí-m ism o», una lucha para p reservar justam ente la d istan cia entre sus
dim ensiones subjetivas y sus dim ensiones objetivas.
En el seno de la m odernidad, asistim os a una extensión del horizonte
de los posibles. Confrontados a conductas objetivas y coacciones reales,
el individuo debe escoger, de m anera conflictiva, su autenticidad. Ahora
bien, esta es problemática. Condicionado por factores externos que limitan
su campo de acción, el individuo no puede en realidad escoger un proyecto
individual en contra de las figuras sociales que en cam a o del conjunto de
los roles sociales de los cuales dispone en su sociedad. Es lisa y llanamente
falso pensar que los individuos pueden crear, librem ente y de m anera au­
tónoma, imágenes de sí. Esta es la razón por la cual el Sujeto en Touraine se
define a nivel de una acción colectiva y por m edio de un conflicto social, y
no principalm ente por una autorreflexividad personal o por una creación
radical continua de sí m ismo. A diferencia especialm ente de Sartre, que
quería en el fondo superar — sin lograrlo— la conciencia desdichada del
individuo, Touraine piensa que uno de los objetivos de la lucha colectiva
es justam ente lograr preservar la condición de esta apertura, im pedir que
se vuelva a cerrar, lo que supone definir al sujeto como un conflicto sin
descanso contra la influencia permanente de la sociedad, contra el mundo de
las mercancías y contra las fuerzas que lo reducen a una identidad colectiva.
En realidad, la noción de Sujeto apunta a integrar dos dimensiones. En el
punto de partida, hay en efecto una mezcla entre el origen histórico del Sujeto
en la descendencia de la modernidad, por una parte, y la consideración de su
constitución actual al final de un largo proceso de desinstitucionalización,
por otra parte. Evidentemente, para Touraine ambas dim ensiones operan
estrecham ente juntas. Sin embargo, la prim era rem ite a consideraciones
históricas y tom a en cuenta el hecho de que los individuos, ubicados en la
estela del proceso de liberación propio de la m odernidad, y eventualmente
definidos por un conflicto social, son en lo sucesivo forzados a construir
sus identidades de m anera cada vez m ás individualizada; un trabajo que
exige, sin embargo, siempre figuras com unes, sociales. M ientras que, de
m anera diferente, la segunda perspectiva define al Sujeto como fruto de
un proceso posinstitucional, una construcción que apela a una definición
de los conceptos mediante los cuales tradicionalm ente la sociología daba
cuenta del proceso de socialización y, más ampliam ente, de la subjetividad
de los actores.
Este doble origen conceptual del Sujeto explica de cierta m anera los pe­
ligros a los cuales está som etido en la modernidad. Primero que todo, se ve
confrontado a una relación consigo que lleva siempre en ella los gérmenes
de un desliz hacia un intim ism o psicológico, en donde la invocación al Su­
jeto y la fascinación por el descubrimiento de su verdadera individualidad
participan del proceso de culto de la personalidad, con el riesgo en todo
m om ento de perderse en el m ero hedonism o o el narcisism o, en donde el
individuo sucumbe a las lógicas del mercado. Luego, se corre también el gran
peligro de asistir a un repliegue identitario tanto m ás peligroso cuanto que el
llamado a las com unidades a menudo cumple una función de recurso, pero
una invocación que corre el riesgo al m ismo tiem po de llevar al individuo
hacia un rechazo virtual de toda diferencia, en una guerra interminable de
todos contra todos en nombre de una m ultiplicidad de integrism os cultu­
rales. Finalm ente, el sujeto puede extraviarse en el orgullo tecnocrático,
identificándose exclusivam ente con su capacidad de racionalización y de
control de la naturaleza y de sí mismo.
El Sujeto es

desprendim iento del individuo creado por los roles, las norm as, los
valores del orden social. Este desprendimiento solo se produce por una
lucha cuyo objetivo es la libertad del Sujeto y cuyo medio es el conflicto
con el orden establecido, los comportamientos esperados y las lógicas del
poder. No se genera más que por el reconocimiento del otro como Sujeto,
tanto positivamente mediante la relación de amor o de amistad, como
negativamente a través del rechazo de lo que impide al otro ser Sujeto, ya
sea la miseria, la dependencia, la alienación o la represión .

Esta concepción extrema del Sujeto, en su calidad de fundamento último de


la vida social, no podía sino llevar a Touraine a una oposición radical contra
un conjunto de aparatos sociales percibidos globalmente como un «Sistema».
La sociología del Sujeto se construye así oponiendo dos bloques o figuras
extrem as, por un lado el Sujeto y, por otro lado, el Sistem a. Ciertamente,
Touraine aporta m atices en ambos polos, pero el centro del razonam iento
tiende a oponer dos bloques en un cara a cara radical. La reflexión de la
sociedad contem poránea al fin del siglo X X se hace para Touraine a partir
de dos constataciones:

Primeramente la disociación creciente del universo instrumental y del


universo simbólico, de la economía y de las culturas y, en segundo lugar,
el poder cada vez más difuso, en un vacío social y político creciente, de
acciones estratégicas cuya meta no es crear un orden social sino que acelerar
el cambio, el movimiento, la circulación de los capitales, de los bienes, de
los servicios, de las informaciones .

55 Ibíd., 337.
56 Touralne, Pourrons-nous vivre ensemble?, 26.
A la antigua conflictualidad que oponía a actores que com partían un
mismo sistema de valores, suceden conflictos que corren el riesgo de oponer
en todo momento el mundo de la acción instrum ental y el de la cultura del
Lebenswelt, o m ás aún, la defensa de la identidad o el deseo de la comuni­
cación. La sociología pasa a ser moral, intenta asegurar la comunicación,
a través de un discurso prescriptivo que apunta a articular lo objetivo y lo
subjetivo, la igualdad y la diferencia, ahí donde no hay más que aislamiento y
rechazo absoluto del otro. En todo caso, la invocación al Sujeto y al principio
no social que lo constituye está en la base de una reflexión ética, según la
cual es la relación consigo m ismo que com anda la relación con los demás .
Dicho de otra forma, Touraine reposiciona un principio no social en el centro
de las relaciones sociales. Para él, lo social no se define ahora sino por el
lugar que concede o niega a este principio no social que es el Sujeto. En su
punto de llegada, y contrariam ente a la historia del movimiento obrero, la
econom ía política de la opresión es reem plazada por una econom ía moral
de la dominación.

Debilidad y centralidad del Sujeto

El equilibrio conflictivo que Touraine veía al inicio de los años 1990 entre la
racionalización y la subjetivación como posibilidad de la nueva modernidad
era, en el fondo, dem asiado inestable como para poder ser definitivo. En el
fondo, las dos fuerzas tienden a separarse: la sociedad de producción trans
form ándose en sociedad de mercado y la identidad personal recluyéndose
en una identidad com unitaria. El Sujeto pasa así a ser una fuerza cada vez
más difícilm ente identificable, socialm ente ubicado «entre el universo de
la instrum entalidad y el de la identidad, como la única fuerza que puede
detener su deriva y su decadencia, como un principio de reconstrucción de
la experiencia social»58. Como lo señala justamente André Gorz, así con
cebido, el sujeto no puede ser estudiado, deducido o identificado a pariii
de m étodos empíricos positivistas, no puede sino ser estudiado a partir de
sus propias autoafirm aciones por sociólogos que se conciben a sí mismo*
como sujetos autoafirm ativos59.
La contextualización social del Sujeto pasa así a ser problemática, poi
cuanto este solo es concebido como la invocación a una subjetividad no

57 ibíd., 103.
58 Ibíd., 10 9 .
59 André Gorz, «Alain Touraine o le su jet de la critique», en Misére duprésent, richesv
du possible (París: Galilée, 1997), 199-226.
social, caracterizada únicam ente por la op osición a tendencias contra­
dictorias. «El Sujeto no tiene otro contenido m ás que la producción de sí
mismo» °. Touraine se esfuerza empero por darle rostros analíticos. Vuelve
así sobre la Nación, interpretada como un Sujeto político m ediador entre
la internacionalización económ ica y la fragm entación de las identidades;
a la idea de etnicidad como una com binación, en la vida personal, de una
racionalidad instrum ental y de una identidad cultural; al rol decisivo de
las m ujeres en su m ayor capacidad, respecto de los hom bres, a com binar
ambas dim ensiones de la experiencia; a la dem ocracia como capacidad de
establecer una articulación entre estas dos m ism as dim ensiones; o m ás
aún, a la redefinición de la educación como capacidad de los individuos
de articu lar conjuntam ente sus u n iversos de p o sib les m ateriales y un
universo construido en torno a la cultura de la juventud. En este esfuerzo,
y para llevarlo a cabo, el Sujeto está obligado a despojarse radicalm ente de
toda influencia social, ya que, sea cual sea el nivel de análisis, se trata «de
un Sujeto vacío, sin otro contenido que su esfuerzo de reconstrucción de
una unidad entre el trabajo y la cultura, entre las presiones del m ercado y
de las comunidades» .
Nada expresa m ejor esta inflexión que el abandono explícito y reiterado
que hace Touraine de la idea de sociedad (debido a la carga norm ativa que
conlleva inevitablemente) en beneficio de la sola y exclusiva noción de
Sujeto. De hecho, el rol práctico e intelectual que le otorga a la noción del
Sujeto es funcionalmente equivalente al que le concedía en el pasado a la idea
de sociedad. El Sujeto se convierte en el criterio del bien y en el principio de
la integración. «El respeto del Sujeto es hoy en día la definición del bien» ;
o m ás aún y en el m ism o sentido, «si fuera necesario m edir la m odernidad,
habría que hacerlo m ediante el grado de subjetivación aceptada en u na
64 f
sociedad» . Touraine no puede ser mas explícito sobre este punto: los actores
«ya no se definen en relación con la sociedad sino que en relación con el
Sujeto» . La organización social debe basarse en un principio no social, a
saber, la protección de la libertad del Sujeto.

60 Touraine, Pourrons-nous vivre ensemble?, 28.


61 Ibíd., 10 9 (la cursiva es d e Touraine).
62 El tem a es recurrente y constante en las form ulaciones de la obra de Touraine. Cf.
entre m uchos otros textos, Alain Touraine, «Une sociologie sans société», Revue
francaise de sociologie 22 (junio, 1981).
63 Touraine, Critique de la modernité, 268.
64 Ibíd., 269.
65 Touraine, Pourrons-nous vivre ensemble?, 134.
Sin embargo, el retroceso de la acción al fin del siglo X X conduce a Tou­
raine al límite de un pesim ism o profundo. «La afirm ación más fuerte de la
m odernidad era que somos lo que hacemos; nuestra experiencia más viva
es que ya no som os lo que hacem os, que som os cada vez m ás ajenos a las
conductas que nos hacen representar los aparatos económicos, políticos
o culturales que organizan nuestra experiencia» . Touraine es demasiado
cercano a cierta tradición intelectual como para no entrever en estas circuns­
tancias una forma de alienación, pero al mismo tiempo, está tan alejado de
cierta concepción del com prom iso que no puede ver en esto m ás que una
de las posibilidades de emancipación del Sujeto. El Sujeto es así definido
por su deseo y, hay que destacarlo, ya no m ás por su capacidad de ser un
67
actor . «El sufrim iento individual es la principal fuerza de resistencia al
desgarro del mundo desm odernizado» . La posibilidad de liberación se
basa tan solo en el Sujeto m ismo y solo en él. «No son las categorías más
objetivamente definidas las que serán, como fue el caso en el pasado, los
actores históricos; lo serán las categorías, no las m ás frágiles, sino las que
m ás directam ente están definidas por la necesidad o la voluntad de hacer
compatibles ambos universos que separa la desm odernización»69. Tourai­
ne las nombra: la juventud, las mujeres, los inmigrantes, los miembros de
m inorías y los defensores del medio ambiente, ya que son ellos quienes se
empeñan más conscientemente en actuar y en ser reconocidos como Sujetos.

* * *

A la dialéctica de la evolución del trabajo y de la conciencia obrera bajo


la prim acía de las situaciones objetivas, sucedió una tensión analítica no
resuelta entre un nuevo tipo societal y nuevos m ovim ientos sociales, los
que antecedieron a una separación radical de las dim ensiones objetivas y
subjetivas que llevan al predominio inapelable del Sujeto. «Al pasar de uno
a otro de mis libros, el Sujeto recobró una figura m ás dramática; al mismo
tiempo adquirió un sitial m ás central, dado que ya no se le define como una
de las caras de la m odernidad, sino como su único defensor, en un universo
en plena descomposición y en regresión acelerada»70. El Sujeto surge al mismo
tiempo como un principio débil y central de integración. Rara vez se habrán

66 Ibíd., 3 3.
67 Ibíd., 78 y ss.
68 Ibíd., 77.
69 Ibíd., 359-
70 Ibíd., 10 9 .
extraído con tanta fuerza las consecuencias de la distancia m atricial propia
de la m odernidad. En todo caso, a lo largo de todo este recorrido, desde la
fábrica h asta el Sujeto, del optimism o m odernizador al pesim ism o volun-
tarista, la preocupación es siempre la misma, a saber, inscribir la condición
m oderna en la raíz m ism a de la posibilidad de la acción social.
Insistam os en que, a pesar de la im portancia últim a del Sujeto, es la con­
dición m oderna lo que está en el centro del análisis de Touraine. A diferencia
de Sartre, él no refunfuña a aceptar la realidad y el espesor de la vida social.
En su caso, el Sujeto es m ás u na prom esa que un fracaso existencial. De
todas form as, está consciente de que el desm em bram iento del análisis de
la condición m oderna propiam ente tal, con su tensión irreductible entre lo
objetivo y lo subjetivo, en beneficio únicam ente de una filoso fía del sujeto,
solo se hizo a costas de un abandono de la capacidad de interpretación de la
m odernidad misma. Y a pesar de la larga influencia que el existencialism o
ejerció sobre él, Touraine conoce los atolladeros que esta actitud provocó
en Sartre. Para este último, en efecto, el individuo como ser para-sí, o bien
como ser orgánico, solo se define por lo que no tiene, por lo que le falta,
siempre es un ser incompleto, y la posibilidad de com pletarse siempre le
está form alm ente prohibida. La m ateria incluye siem pre una dim ensión
alienante y la conciencia es definida por una necesidad perm anente de
desalienación insaciable. Difícil dirim ir en cuanto al carácter de esta alie­
nación, radicalmente sociohistórica o m arcada por elem entos m etafísicos,
pero estam os obligados a constatar en todo caso la im posibilidad en Sartre
de superarla definitivam ente, pero sobre todo su incapacidad en cuanto a
pensar en realidad en térm inos históricos y sociales la separación radical y
original entre el sujeto y el m undo7'.
Touraine, al igual que Sartre, rechazó durante toda su vida cualquier
veleidad de historicism o en beneficio de una concepción radical del hom ­
bre como actor de su vida, incluso de una concepción de la historia como
resultado consciente de las acciones hum anas. Pero a diferencia de Sartre,
lo social y la historia para él no son nunca solam ente un residuo opaco de
acciones pasadas o, por el contrario, estructuras siem pre inform adas por
la práctica operante de los hom bres. En la concepción sartriana, no hay
salvación fuera de m om entos fulgurantes donde efectivam ente los hom ­
bres, mediante su relato colectivo, dom inan el m undo a fuerza de trabajo;
el resto no es m ás que el retorno de lo inorgánico bajo form a de inercia, en
donde lo inhum ano term ina por erigirse como el rostro últim o de la praxis

71 Y esto tanto en L'Etre et le néant (París: Gallimard, 1976) com o en Critique de la raison
dialectique, 1 .1 (París: Gallimard, 1960).
hum ana. En la concepción que Sartre form ula sobre el mundo moderno
no hay espacio para una figura aceptable o existosa de m ediación entre
lo objetivo y lo subjetivo, entre el ser y el proyecto en perpetua fuga. La
pasividad es en el fondo el mal absoluto, ya que ella lleva en sí el riesgo de
la seducción de la identificación con las cosas, bajo form a de prom esa de
m ediación del hombre y del mundo. La fascinación y la fuerza certera de su
obra provienen de esta estructura. Sartre no deja de describir al hombre en
un m ovimiento perpetuo de caída irreprimible hacia la m ateria, en donde
este deja de ser una conciencia en fuga y se deja atrapar por la seducción
de las cosas, creyendo, siempre erradamente, poder expresarse a través de
ellas. Es que el hom bre solo existe ante su propia m irada como hombre,
al desprenderse de las situaciones que amenazan, en todo momento, con
absorberlo” . Rara vez alguien se habrá opuesto tanto al espesor constitutivo
de la vida social. Para Sartre, y esto fue durante toda su vida el centro de su
perspectiva intelectual, el hombre arraigado y atravesado de parte a parte
por lo social, debe ser concebido radicalmente en oposición absoluta con él.
No a distancia, sino en oposición. Lo social está siempre, por paradojal que
esto pueda parecer, en ruptura con el hombre. Si Touraine, como Sartre, no
se resigna jamás com pletam ente a la fuerza infranqueable de la distancia
histórica entre los hom bres y el mundo, se interesa m ás en la estructura
social de esta separación que en la carga m etafísica de la existencia. Analizar
sociológicam ente la condición m oderna exige aceptar esta verdad primera
como un dato constitutivo de la vida social. Y no es sino al interior de esta
apertura que el Sujeto existe como libertad que se defiende contra el poder,
una libertad que no es posible m ás que m anteniendo activa esta misma
apertura. La distancia m atricial propia de la condición m oderna es lo que
hace posible la realización de la historia.

72 Para e ste paradoja y su s im passes, cf. M aurice M erleau-Ponty, Les aventures de la


dialectique (París: Gallimard, 1955), 2 0 1-2 0 2 .
C A P ÍT U L O X IV
Anthony Giddens (1938-), la condición moderna
como distanciamiento espacio-tiempo

Es posible entrar de varias form as a la visión de la m odernidad de Anthony


Giddens. Primero que todo, a través de un Giddens lector de las teorías
sobre la sociedad m oderna, punto de ingreso tanto m ás justificado cuando
su reflexión crítica en torno a ciertos autores clásicos, especialm ente M arx
y el m aterialism o histórico, es verdaderam ente inseparable del desarrollo
de sus propios estudios. Luego, es posible detectar en su trabajo la voluntad
de form ular, después de m uchos otros, una caracterización de lo propio
de la sociedad m oderna, a partir de una perspectiva históricam ente com ­
parativa. En tercer lugar, se puede partir de la presentación articulada que
realiza de los diferentes com ponentes institucionales de la m odernidad y
de su consolidación a lo largo de la historia. Agreguem os aún el proyecto de
lograr una evaluación de las condiciones, siem pre m ás o m enos aleatorias,
de cambio de una sociedad, la constatación de la im portancia creciente de
la reflexividad en las sociedades m odernas. Esta pluralidad podría incluso
am pliarse si se tiene en cuenta la oscilación relativa, reconocible en su
trabajo, a pesar de los vínculos que unen a am bas perspectivas, entre una
perspectiva que apunta a producir una teoría sociológica, la teoría de la
estructuración, y otra perspectiva m ás bien centrada en torno al estudio
de la sociedad m oderna propiam ente tal.
Sin embargo, y por im portantes que sean, todos estos puntos de acceso
dejan de lado lo que es probablem ente la especificidad m ás im portante de
la interpretación de Giddens, a saber, un análisis de la condición m oderna
donde la problem ática del espacio y del tiempo tiene un rol p reponderante.

1 En la lectura propuesta en esta obra, la reflexión de Giddens sobre la m odernidad debe


ubicarse en la descendencia de la problem ática trazada por Sim mel. Lo que parece
p lantear una paradoja relativa a p ropósito de un autor que se interesó tan to en el
pensam iento sociológico m oderno y que solo de manera esporádica y circunstancial
ha hecho referencia a los estudios de Simmel. Nada en e fecto equivalente respecto de
los estudios que dedicó a Weber, Durkheim o Marx en su vínculo con la m odernidad
Como nos esforzarem os en mostrarlo, es allí donde radica lo m edular de
la representación que se forja de la sociedad m oderna, pero tam bién es allí
donde se encuentra la explicación más rica y acabada de sus reflexiones,
las cuales muy a menudo son dem asiado abstractas o form alistas, en torno
a la teoría de la estructuración.
Señalém oslo de entrada: el problem a del espacio-tiem po es la m anera
particular en que Giddens da cuenta de lo propio de la condición moderna.
En su caso, las distancias espacio-tem porales adoptan muy a menudo la
form a de obstáculos por superar. Es a través de ellos que indaga la fenom e­
nología analítica de la modernidad. Si bien para Giddens el advenimiento
del capitalismo industrial cambia profundamente las relaciones entre la vida
social y el mundo m ate ria l, esto no impide que lo esencial de estos cambios
se analice a partir del distanciamiento espacio-tiempo. En este sentido, este
tiene un doble significado. Por una parte, es un objeto de estudio que refleja
las nuevas condiciones sociales propias de la m odernidad y, por otra, es
empleado a menudo como una m etáfora general de lo propio de la condi­
ción m oderna, a saber, la m etam orfosis de la naturaleza de la experiencia
social de los individuos y el sentimiento de inquietud que experimentan.
Lo que explica a veces, en vista de una sociología estrictamente urbana, la
hesitación de ciertas afirm aciones 3 cuando Giddens pasa de una dimensión
a otra. La dificultad, incluso la im precisión verbal, se superan empero en
cuanto se toma en consideración el rol particular, y especialm ente el doble
significado, que la problem ática del espacio-tiem po posee en sus análisis .

(cf. Anthony Giddens, Capitalism and Modern Social Theory [Cambridge: Cam bridge
University Press, 1971]), o a los aportes im portantes que hizo a la exégesis de la obra de
Durkheim, o sus trabajos críticos sobre el m aterialism o histórico. Sin em bargo, como
nos esforzarem os en dem ostrarlo, el corazón de la problemática se sitúa efectivam ente
en este espacio intelectual.
2 Anthony Giddens, The Nation-State and Violence. A Contemporary Critique o f Histórica!
Materialism, vol. 2 (Cambridge: Polity Press, 1985), 146.
3 Para críticas en e ste sen tid o, Peter Sau nd ers, «Sp ace, urbanism and th e created
environment», en David Held, John B. Thompson, eds., Social Theory o f Modern Societies.
Anthony Giddens and his Critics, (Cambridge: Cam bridge University Press, 1989), 226 y
ss.
4 La teoría de Giddens a veces ha sido severam ente criticada por el carácter patchwork
de su obra y su ausencia de relación directa con la Investigación social, como asimismo
por la proliferación, por m om entos superflua, de categorías, com o tam bién por la
m odificación cum ulatlva de las nociones y de las oposiciones a lo largo de los años.
Para un ejem plo de esta crítica, cf. Loí'c j. D. W acquant, «Au chevet de la m odernité:
le diagnostique du docteur Giddens», Cahiers internationaux de sociologie, vol. XCIII
0 9 9 2 ): 3 8 9 -397.
La relación entre las limitaciones inherentes a la presencia de los individuos
y su superación mediante m ecanism os que perm itan organizar y regular las
acciones en el espacio y en el tiempo es una de las mayores problemáticas de
Giddens, como asimismo uno de los vínculos principales que se deben trazar
entre su reflexión sobre la m odernidad y su teoría de la estructuración. En
efecto, como m uchos otros autores que se interesan en la m odernidad, él
tam bién desea superar el dualism o del objetivism o y del subjetivism o, o lo
que en su opinión no es m ás que una variante de esta problemática, la oposi­
ción entre la m icrosociología y la m acrosociología5. Para él, este dualism o y
esta oposición deben sobre todo teorizarse en términos espacio-temporales,
donde la cuestión central es saber cómo las interacciones en contextos de
copresencia son capaces de involucrarse estructuralm ente en sistem as
caracterizados por un gran distanciam iento espacio-tem poral. El conjunto
de su reflexión sobre la m odernidad se presenta así como un análisis de los
significados, a la vez institucionales y fenom enológicos, que se desprenden
de la distancia constitutiva de la condición m oderna. En realidad, lo que
Giddens trata de superar en el m arco de su teoría de la acción reaparecerá
con fuerza como un rasgo esencial de la condición m oderna en sus trabajos
sobre la «alta» m odernidad. Si en su teoría de la acción apunta, por m edio
de las nociones de dualidad de lo estructural y de estructuración, a superar
la escisión entre el agente y la estructura, hará del distanciam iento espacio-
tiem po la piedra angular de la condición m oderna en sus estudios sobre la
sociedad contemporánea.

I. La te o ría d e la e stru ctu ració n

Para Giddens una de las m ayores fallas de la teoría social es su incapa­


cidad de tom ar en cuenta la tem poralidad de las conductas sociales como
asimismo sus atributos espaciales . Lo que exige incluso un desplazam iento
del problem a del orden y de la integración de Parsons hacia la cuestión de
saber cómo los sistem as sociales unen el tiem po y el espacio, y el problem a
de la presencia/ausencia7. «Habría que reform ular la cuestión del orden

5 Anthony Giddens, La constitution de la société (París: PUF, 1987), 19 4 -20 0 .


6 Anthony Giddens, Central Problems in Social Theory: Action, Structure and Contradiction
in Social Analysis (Londres: Macmillan, 1979), 202.
7 Para las crític a s d e G id d en s re s p e c to del fu n c io n alism o , cf. A n th on y G id den s,
«Functionalism: aprés la lutte» (1976), Studies in Social and Political Theory (Nueva York:
Basic Books, 1977), 9 6-129 ; y para sus críticas respecto de la concepción parsoniana de
la acción y la atención dada al problem a psicológico de la m otivación de los actores,
preguntándose por qué los sistemas sociales limitan el tiempo y el espacio»*.
Es así como el espacio y el tiempo están en el centro del trabajo de Giddens,
de manera explícita y fuertemente acentuada, desde fines de los años setenta.
La visión que Giddens tiene de la vida social es altamente dinámica, casi
se podría decir ontológicamente dinámica, ya que en la teoría de la estruc­
turación todos los elem entos de la vida social se constituyen mediante las
prácticas sociales. Sin embargo, esta ontología de las prácticas sociales no
presupone cam bios históricos inevitables o m ecanism os inm utables de
cambio. Ante todo está relacionada con las capacidades únicas que permiten
a los agentes instituir, m antener o transform ar la vida social. Las coercio­
nes y las com petencias de los actores, y al final la form a y la dirección del
cam bio social, están constituidas por prácticas que pueden variar en su
ejecución, pero tam bién en función de los contextos históricos. Esta es la
razón por la cual, en su interpretación de la teoría de la estructuración, Ira
Cohén subraya el hecho que la teoría se basa más en una ontología de las
posibilidades que en rasgos fijos o sistem áticos de evolución9. En la medida
en que las posibilidades reconocidas por la teoría pueden conocer diferen­
tes agenciam ientos, no es posible extraer ninguna explicación histórica
específica, ya sea de naturaleza teleológica o evolucionista, de la teoría’0.
La naturaleza propiam ente dinám ica y recursiva de la vida social está
siempre en el centro de los estudios de Giddens . De esta m anera trata a la
vez dar cuenta de la permanencia de los rasgos de la vida social y del carácter
activo y transform ador producido por la im plicación de los agentes en su
desarrollo . El sentido de la noción de «dualidad de lo estructural» debe
com prenderse en este contexto: las estructuras sociales son condiciones
siem pre presentes, siempre ahí, ya que corresponden al m ism o tiempo,
y perpetuam ente, al resultado de las acciones hum anas. Las propiedades

cf. Anthony Giddens, New Rules o f Sociological Mechod (Londres: Hutchinson, 1976),
capítulo 3.
8 Anthony Giddens, Les conséquences de la modernité (París: L’Harmattan, 1994), 23.
9 Ira). Cohén, Structuration Theory (Londres: Macmillan, 1989).
10 Para las críticas de Giddens respecto del evolucionism o marxista, cf. especialm ente
A nthony Giddens, A Contem porary Critique o f Historical Materialism, vol.i., Power,
Property and the State (Londres: Macmillan, 1981), capítulo 3.
11 Para una presentación de los principales conceptos de esta teoría, cf.Judith Lazar, «La
com pétence des acteurs dans la "théorie de la structuration" de Giddens», Cahiers
internationaux de sociologie, vol. XCIII (1992): 399-416.
12 De allí la importancia central que Giddens presta a la frase de M arx (según la cual los
hom bres hacen su historia pero en condiciones que ellos no eligen) en el origen de
las preocupaciones d e la teoría de la estructuración. Cf. Giddens, La constitution de la
société, 3 1-32 .
estructurales de los sistem as sociales son a la vez condiciones y resultados
de las actividades que los agentes llevan a cabo. La centralidad de la práctica,
como asim ism o su desarrollo y m antenimiento en el espacio y el tiempo,
están así en el centro de la teoría de la estructuración, ya que la teoría apunta,
por sobre todo, a dar cuenta justamente del hecho de que «las propiedades
estructurales de los sistem as sociales solo existen si form as de conductas
sociales se reproducen crónicamente en el tiem po y en el espacio» . Dicho
de otra form a, el verdadero objeto de esta teoría no es ni las totalidades
societales ni la experiencia individual de los actores, sino el conjunto de
las prácticas sociales ejecutadas y ordenadas en el espacio y en el tiempo.
Las propiedades estructurales de las prácticas sociales pueden descom ­
ponerse en reglas y recursos, am bos inextricablem ente vinculados a la
realidad concreta de las form as institucionalizadas de vida'4. Lo estructural
es, justamente para Giddens, el conjunto de las reglas y recursos que parti­
cipan de form a recursiva en la reproducción social, donde las estructuras
son a la vez el instrumento y el resultado de la reproducción de las prácticas
sociales, es decir, que form an parte de la constitución de las prácticas y, al
m ismo tiempo, solam ente existen cuando las generan las prácticas de los
agentes'5. Giddens establece incluso distinciones según la profundidad del
arraigo de las propiedades estructurales, su extensión en el espacio y en el
tiempo, como tam bién según su carácter más o m enos formal, m ás o menos
sancionado. Pero todos estos desarrollos tienen un solo objetivo: romper
con toda concepción que establezca lo estructural com o algo exterior a
los agentes. «Lo estructural no tiene existencia independiente del saber
que poseen los agentes de lo que ellos hacen en sus actividades de todos
los días» . En la base de su concepción de la acción se encuentra, así, una
concepción particular del poder como capacidad de los individuos de inter­
venir en el desarrollo de los acontecimientos. En síntesis, la competencia
de los actores para transform ar los acontecimientos o las cosas del mundo

13 Ibíd., 31.
14 Giddens distingue dos asp ectos de las reglas (semántico: vinculado alos códigos de
significado; normativo: inculado a las sanciones y obligaciones) y dos tipos de recursos
(de autoridad: generador del poder sobre los individuos; de asignación: generador
del poder sobre los objetos m ateriales). Estas propiedades dan tres configuraciones
analíticas: estructura de sign ificad o (reglas sem ánticas); dom inación (recursos de
autoridad y de asignación); legitim ación (reglas norm ativas y sanciones). Para un
esquem a sucinto de estas dim ensiones de la dualidad de lo estructural, cf. Giddens,
La constitution de la société, 78.
15 Giddens, Central Problems in Social Theory, 5.
16 Giddens, La constitution de la société, 76.
es un rasgo constitutivo esencial de la práctica hum ana’7. La teoría postula
así una dialéctica del control sobre los sistem as. Los grupos dom inantes
tienen recursos para realizar sus tareas, mientras que los grupos dominados
nunca están com pletamente desprovistos de recursos para resistir o para
reorientar el control. Las relaciones sistém icas del poder se constituyen a
través del balanceo entre autonom ía y control .
Una vez establecido este punto, Giddens está obligado a analizar en detalle
la naturaleza específica de la conciencia de los agentes, con el fin de no volver
a caer en una visión pasiva donde estos no serían m ás que meros soportes de
las estructuras sociales. Pero tam bién está obligado a distinguir diferentes
tipos de conciencia, con el fin de preservar la dim ensión del poder como
capacidad de transformación de toda práctica humana, independientemente
del grado de reflexividad de una práctica social” . Giddens distingue entre
diversas form as de conciencia, m ás o m enos discursivas, reflexivas o prác­
ticas, que explican el hecho de que los agentes no requieran necesariamente
ser conscientes discursivamente para reproducir o transformar las prácticas
institucionalizadas m ediante su acción. De este modo, afirm a la capacidad
de los individuos y la autorreflexividad cotidiana, aunque esta no siempre
sea discursiva o consciente. Los actores sociales son siempre capaces de
com prender lo que hacen m ientras lo hacen. Pero esta reflexividad, aun
cuando sea estructurada mediante prácticas rutinizadas y recursivas a través
del espacio y del tiem po, no es posible sino que a través de la continuidad
de las prácticas. Es decir hasta qué punto la reflexividad para Giddens no es
una conciencia de sí m ismo, sino que «la form a específicam ente humana
de controlar el caudal continuo de la vida social»20. Al hacer esto, Giddens
no reduce la acción social solam ente a la dim ensión de la intencionalidad,
ya que un gran número de prácticas sociales se realiza sin m otivación in­
m ediata . Sin embargo, este arraigo del agente es de una naturaleza muy
distinta a la de la obra de Bourdieu. Toda la obra de Giddens es una reflexión
sobre el carácter cada vez m ás problem ático de este arraigo en el espacio y
el tiem po del agente social, ahí donde, como lo hem os visto, la noción de
habitus apunta a dar, al m enos teóricamente, una respuesta transhistórica.

17 Chazel justam ente subrayó este aspecto de la práctica en la teoría de la estructuración


Cf. Franijois Chazel, «Pouvoir», en Raymond Boudon, dir., Traité de Sociologie (Paris:
PUF, 1992), 195-226.
18 Para la noción de poder, cf. C iddens, A contemporary critique ofHistorícal Materialism,
vol. 1, cap. 2; Giddens, The Nation-State and Violence, cap. 1.
19 Giddens, Central Problems in Social Theory, 88-94.
20 Giddens, La constitution de la société, 51.
21 Giddens, Central Problems in Social Theory, 218 y ss.
Para Giddens la reproducción de la vida social está siempre som etida a la
con tin gen cia2. Ciertamente, la dualidad de lo estructural y la influencia de
las rutinas pasadas sobre las prácticas de los agentes no son despreciables,
pero para Giddens, y debido al carácter profundam ente dinám ico de su
teoría de la estructuración, no hay ninguna garantía absoluta en cuanto a
la reproducción futura de las prácticas sociales. El distanciamiento espacio-
tem poral está tam bién en la base de la im portancia que Giddens otorga a
la m ultiplicación de las consecuencias no intencionales de las acciones.
Este último punto es m uy importante. Para la teoría de la estructuración, al
igual que para su reflexión en torno a la m odernidad, la estructuración (es
decir, a la vez la reproducción y la transformación de las relaciones sociales)
solo se produce a través de las consecuencias inesperadas de las acciones.
El problem a principal de la teoría de la estructuración gravita m enos en
torno a los diversos grados de conciencia de los agentes, que a la coordinación
de las acciones en sus aspectos transituacionales. Es sobre esta vertiente que
el trabajo de Giddens se separa m ás de la obra de Goffm an o de Garflnkel.
Aun cuando es posible ob servar cierto parentesco en sus concepciones
respectivas de la acción social, la consideración determ inante del espacio-
tiempo aleja en un primer momento a Giddens de la respuesta estrictamente
fenomenológica entregada por Goffman y, en un segundo momento, lo obliga
a desplegar otra mirada fenomenológica sobre la modernidad. La vida social
se desarrolla a través de interacciones institucionalizadas y de relaciones
articuladas a lo largo del tiem po y el espacio. Por lo demás, la perm eabi­
lidad o la rigidez de las fronteras sistém icas dependen de la articulación
de la producción de las prácticas sociales. Las interacciones entre agentes
pueden ser institucionalizadas en sistem as de relación de cara a cara o en
sistem as que impliquen intercambios relaciónales entre agentes bastante
alejados. Los sistemas designan la configuración de las interacciones y de las
relaciones sociales a través del espacio y el tiempo y no rasgos cosificados.
En este respecto, la distinción que hace Giddens entre la integración social
que supone la copresencia en el espacio y el tiem po de los individuos, y la
integración sistem ática que hace referencia a las relaciones entre personas
o colectividades alejadas en el espacio y el tiempo, resultará determinante.
Esta es, para Giddens, y desde fines del siglo XVIII, lo propio de la idea de
sociedad. La doble im portancia de la idea de rutina se com prende a este
nivel. La rutina es un concepto a la vez intrínseco al m antenim iento de
la personalidad del agente, que obtiene así una fuente de seguridad no

22 Giddens, A Coníemporaty Critique o f Histórica! Materialism, vol. i, 27.


despreciable, y propio a las instituciones sociales, cuyo carácter institucional
depende justamente de su reproducción continua” .
Cuando circulamos en espacios consagrados a la integración social, lugares
cotidianos donde encontramos a personas familiares, vivim os en situaciones
que facilitan la seguridad ontológica y que fomentan la instalación de rutinas
sociales sin necesidad de reflexividad. Era lo propio del tipo de integración de
las sociedades premodernas. Pero con la m odernidad, desde el fin del siglo
XVIII, la situación cam bia radicalmente, y se produce un número siempre
creciente de interacciones con individuos ausentes. Es así que la integración
de la sociedad m oderna plantea el problem a de una integración sistém ica
que ya no puede resolverse solam ente a nivel de las interacciones de cara
a cara. El distanciam iento del espacio-tiem po pasa a ser determinante en
la sociedad moderna con los nuevos m edios de com unicación, las mayores
capacidades de desplazamiento y el recurso m asivo a sistemas abstractos. El
vínculo entre las conductas y la inscripción física se distiende fuertemente.
Se refuerza entonces la necesidad de un control, esencialm ente efectuado
por el Estado-nación, con el fin de asegurar la vigilancia de las conductas.
Pero sobre todo, lo que sucede en un lugar es cada vez m enos determinado
de m anera exclusiva por lo que ocurre en dicho lugar solam ente. Cada vez
m ás, se constituyen «experiencias m ediatizadas» por los m edios de com u­
nicaciones y los sistem as abstractos, como asim ism o por la intrusión de
factores distantes en los acontecim ientos cotidianos.
Ahora bien, en el caso de Giddens la noción de integración sistém ica no
supone, como en Lockwood o incluso en Habermas, propiedades específicas
o sistem as, por lo tanto una cierta objetivación, incluso la constitución de
com plejos organizados de acciones a través de las consecuencias deseadas
o no deseadas de dichas acciones” . Para Giddens poco im porta que la inte­
gración sistém ica se realice a nivel de los agentes o de las colectividades, ya
que esta se confronta ante todo a la ausencia de las personas en el espacio
y el tiempo.
La im portancia de lo que Giddens designa com o la dualidad de lo es­
tructural no se hará explícita m ás que cuando hayam os presentado su

23 Giddens, La constitution de la société, 109 .


24 So b re e ste punto, hay una hesitación en el p en sam ien to de G iddens. En 1979, la
integración sistém ica designaba rasgos que unen a las colectividades mientras que
la integración social estaba reservada a los vínculos entre los individuos. A medida
que se impone el distanciam iento espacio-tem poral en el centro de su problem ática,
es el eje ausencia-presencia el que pasa a ser determ inante al caracterizar las formas
de integración de la sociedad. Cf. Anthony Giddens, Central Problems in Social Theory,
76-81; y para su versión definitiva, La constitution de la société.
concepción de la m odernidad. Sin embargo la noción es problem ática y
posee m uchas im precisiones. Especialmente, la m anera particular en que
Giddens comprende la noción de estructura como las reglas y los recursos
que al mismo tiempo surgen e inform an recursivam ente las interacciones,
se aparenta m ás a una resolución verbal que a una verdadera respuesta al
problem a de las prácticas sociales. Es por esto que la crítica de Margaret
A rcher no carece com pletam ente de fundam ento, según la cual la noción
corre el riesgo en todo m omento de unidim ensionalizarse, ya sea a modo
de una hiperactividad del agente que supone una volatilidad de la sociedad,
o bien como una coherencia rígida de las propiedades estructurales a partir
del carácter recursivo de la vida social25.
De hecho, si el interés de la noción parece limitado, su importancia teórica
no puede empero ser descuidada en el conjunto del proyecto de Giddens. Si
bien acentúa con resolución la distancia constitutiva de la condición moderna,
su esfuerzo es lograr no solam ente dar cuenta de ello, sino tam bién paliar
y lim itar sus efectos. Pretende volver así a una generalización radical de lo
propio de la condición m oderna incluso más extensiva que en Simmel, y al
mismo tiempo, rechaza el desliz y el agotamiento de la sociología hacia una
pura analítica de signos. Este esfuerzo lo conduce a dar una visión amplia
de la experiencia en la m odernidad, como tam bién a representaciones que
hacen por m omento abstracción de las divisiones sociales, aun cuando se
cuide de negarlas. En Giddens, esta voluntad es particularm ente visible
en el marcado contraste entre su interés inicial por las clases sociales y su
relativo desinterés posterior .

II. La m od ernid ad tardía

Para Giddens, la sociedad m oderna que emerge en el orden posfeudal,


pero que se consolida verdaderam ente en el siglo XX, supone un cambio
radical en relación con las sociedades anteriores27. D iscontinuidad que

25 M argaret Archer, «Human A gency and Social Structure: A Critique o f Giddens», en Jon
Clark, Celia Modgil, Sohan M odgil, eds., Anthony Giddens. Consensus and Controversy
(Londres: The Falmer Press, 1989), 77.
26 Después de su estudio detallado sobre las clases sociales en las sociedades capitalistas
de com ien zos d e los añ o s se ten ta (Anthony G id dens, The Ciass Structure o ft h e
Advanced Societies [Londres: Hutchinson, 1973]), Giddens realm ente no volvió más
sobre esta problem ática, salvo algunas indicaciones, a m enudo de naturaleza crítica o
restrictiva en cuanto al alcance de la noción para un análisis de la sociedad moderna o
de sus dim ensiones políticas. Cf. por ejem plo Anthony Giddens, Beyond Left and Right
(Cambridge: Polity Press, 1994), especialm ente capítulo 5 y 7.
27 Giddens, Les conséquences de la modernité, 13-16 .
Giddens atribuye especialm ente a dos ten d encias contem poráneas, su
dinam ism o y su globalización.
El dinam ismo de la modernidad está vinculado a tres grandes procesos.
Primeramente, la separación y la recombinación del espacio y del tiempo. En
una sociedad tradicional, el tiempo y el espacio perm anecen estrechamente
arraigados en contextos locales. De manera inversa, en una sociedad moderna,
el tiem po y el espacio se vacían — se desprenden— de todo arraigo y sobre
todo se separan con fuerza uno del otro. A sistim os así a la constitución
de un tiempo abstracto, uniform e y universal, que permite coordinar las
acciones a través del espacio. La separación del tiem po y del espacio, rasgo
estructural y en muchos aspectos central de la sociedad moderna, permite la
reconstrucción de las relaciones sociales y el surgimiento de toda una serie
de nuevas posibilidades. Hay una desarticulación del espacio y del tiem p o ".
En segundo lugar, se produce la deslocalización de las relaciones socia­
les de sus contextos locales de interacción. Prom ovida por la separación
espacio-tiem po, esta desarticulación de las relaciones sociales la favorece
y la acrecienta a la vez29. Esta deslocalización se apoya en dos m ecanis­
m os: por una parte, las señales sim bólicas (instrumentos de intercambio
que pueden circular en todo mom ento independientem ente de los rasgos
propios de los individuos que las m anipulan — Giddens da como principal
ejemplo el dinero— ) y, por otra parte, los sistem as expertos. El análisis que
Giddens hace del dinero como señal simbólica es sintomático de su visión de
conjunto de la m odernidad. En efecto, lo que destaca del dinero no es otra
cosa que su capacidad de vincular a agentes alejados en el espacio y en el
tiem po y así liberar los intercambios de lugares de transacción particulares;
una deslocalización que plantea con fuerza el problem a de la confianza en
instrum entos abstractos. En cuanto a los sistem as expertos, estos designan
para Giddens los ámbitos técnicos o los conocim ientos profesionales que
conciernen nuestro entorno m aterial o social. Para funcionar en una socie­
dad moderna, estamos cada vez m ás forzados a basam os en conocimientos
esotéricos para nosotros, pero que nos garantizan la realización de nues­
tras expectativas en relación con un espacio-tiem po lejano. Lo que explica

28 C id d en s dirá incluso que los cam bios acaecid os a nivel de la coordinación de las
actividades humanas a través del espacio-tiem po es una característica preponderante
de todo período de transición social, pero que es un rasgo particularmente apremiante
de la modernidad. Cf. Anthony Giddens, «A reply to my critics», en David Held, )ohn
B. Thom pson, eds., Social Theory o f Modern Societies. Anthony Ciddens and his Critics,
27 5.
29 Es esta dim ensión con stitu tiva de la m odernidad la que, segú n Giddens, ha sido
escam oteada por el análisis evolucionista de la sociedad moderna de la matriz de l.i
diferenciación social. Cf. Giddens, Les conséquences de la modernité, 30.
toda la im portancia que Giddens otorga a lo que denom ina los puntos de
acceso, donde se produce el contacto entre los profanos, las colectividades
y los representantes de los sistem as abstractos. Estos puntos son a la vez
un aspecto vulnerable del sistem a y una de las raíces de la confianza en la
m odernidad; una confianza que, de una u otra form a, siempre requiere ser
restaurada en contextos relocalizados.
En las sociedades tradicionales, las relaciones de parentesco y la fuerte
inscripción local de las prácticas favorecen el mantenimiento de las rutinas,
m ientras que en la sociedad m oderna surge el problem a de la coordinación
de los individuos disem inados en el espacio-tiem po, como asimismo el de
la producción de la confianza mutua. La seguridad ontológica recreada es
por ende de otra naturaleza que la de las sociedades m ás tradicionales. El
recurso a sistem as abstractos para organizar la deslocalización de las rela­
ciones sociales de los contextos locales plantea el problem a de la confianza
y de sus figuras particulares en la modernidad.
En tercer lugar, el saber generado sobre el m undo social y la reflexividad
que este implica tienden a acentuar las dim ensiones y la rapidez del cambio.
Pero es im portante distinguir bien este rasgo del control reflexivo de la
acción presente en toda práctica social, tal com o lo describe la teoría de la
estructuración. Para Giddens, la reflexividad propia de la modernidad hace
referencia de m anera precisa a la apropiación reflexiva de las condiciones de
reproducción de un sistema social, al hecho de que el pensamiento y la acción
se remiten constantemente de uno al otro. Dicho de otra forma, la función
de la tradición en la sociedad m oderna se agota y con ella su capacidad para
vincular el pasado, el presente y el futuro, subsum iendo las acciones a un
marco de valores sedimentado durante generaciones y garantizando la per­
m anencia de las prácticas. En la modernidad, la tradición es desestabilizada,
asistim os a una form idable expansión del saber que term ina por afectar las
rutinas cotidianas, al igual que las dimensiones institucionales más amplias.
Las prácticas sociales ya no pueden legitim arse sim plemente invocando la
tradición. Aun cuando esta sigue siendo una fuente de las prácticas sociales
no sometidas a escrutinio, esta función se prolonga o s e transform a en base
a nuevas inform aciones disponibles. Con esto Giddens no desea decir en
absoluto que los diferentes tipos de cambio social se unidim ensionalizan
en torno a la apropiación reflexiva de las condiciones de reproducción de
un sistem a. Por el contrario, continúa viendo en la m odernidad la acción
de diversos tipos de cam bio; pero la apropiación reflexiva del cam bio le
parece, a pesar de todo, un rasgo sobresaliente de la m odernidad30. «Lo que

30 Para aclaraciones en este sentido, ver Anthony Giddens, «Structuration Theory and
So cio logical A nalysis», en Jon Clark, Celia M odgil y Sohan M odgil, eds., Anthony
caracteriza a la m odernidad no es la adhesión a lo nuevo como tal, sino la
presunción de reflexividad sistem ática — la que obviam ente comprende
una reflexión sobre la naturaleza de la reflexión m isma— »3'.
Para Giddens, las ciencias sociales participan activamente en este proceso
y desem peñan incluso una función im portante en la tendencia hacia una
reorganización reflexiva perm anente de la vida social32. Es lo que Giddens
aprehende a través de lo que denom ina la doble herm enéutica propia del
saber social. M ediante un vaivén constante, el saber sociológico se forja
explotando conceptos profanos, y al m ism o tiem po los saberes produci­
dos son reinyectados en la vida social. Es por esto que, para Giddens, las
ciencias sociales están en el fondo m ás involucradas en la m odernidad
que las ciencias naturales. Y entre las ciencias sociales, a la sociología le
corresponde ocupar el lugar central. «La m odernidad es profundam ente e
intrínsecam ente sociológica»33.
Para Giddens sin embargo, la reflexividad no puede ser el motor de un
progreso continuo34. La doble herm enéutica constitutiva de la vida social
hace problem ática la intervención del saber en la vida humana, ya que no
se puede pensar que este sea com pletam ente independiente de la vida, o
aun presuponer que el conocim iento pueda tener un rol exclusivo y per­
m anente de m otivación de las conductas hum anas. Es por ello necesario
tener en cuenta la disim etría de los conocim ientos asociados al poder o las
consecuencias inesperadas de la acción.
La sociedad de clases del capitalism o m oderno se organiza según un eje
que vincula a las instituciones estatales y económ icas. La expansión de la
econom ía m onetaria, en efecto, crea las condiciones de la acum ulación
del poder político en las m anos de los Estados-naciones. En realidad, para
Giddens la transform ación de los aspectos económicos y de los rasgos polí­
ticos, y su articulación, perm iten com prender las principales instituciones
del capitalism o m oderno. En las sociedades precapitalistas, la dom ina­
ción se basaba especialm ente en el control de los recursos de autoridad,
estando así el Estado en el origen del poder de las clases sociales35. En el
capitalism o, con el distanciam iento del espacio-tiem po, la producción se
puede organizar de m anera global, lo cual permite una asignación de los

Giddens. Consensus and Controversy, 301-307.


31 Giddens, Les conséquences de la modernicé, 45.
32 Giddens, «A reply to my critics», 252.
33 Giddens, Les conséquences de la modernité, 49 (la cursiva es de Giddens).
34 Ibíd., 5 0 -5 1.
35 Giddens, A Contemporary Critique o f Histórica! Materialism, vol. 1, 2 10 .
recursos a través del espacio y sobre una tem poralidad extendida36. Sobre
este punto, Giddens no está lejos de las reflexiones de Simmel. A l igual que
él, piensa el dinero como un m edio central que hace posible la constitución
de una economía capitalista en el espacio, ya que gracias a él los recursos
de asignación pueden verdaderam ente liberarse de las am arras locales
y perm itir la m ercantilización de la vida y la reproducción continua del
flujo económico. Pero esta expansión supone tam bién el incremento de los
recursos de autoridad, especialm ente en el sentido de un aumento de las
capacidades de vigilancia de los grupos dom inados. Uno de los principales
límites del análisis de M arx es justamente, para Giddens, el haberse restrin­
gido al estudio de las dim ensiones propiam ente capitalistas de la sociedad
moderna, descuidando el hecho de que es tam bién una sociedad industrial,
una sociedad que desarrolla medios específicos de vigilancia y de control37,
en fin, una sociedad integrada en un sistem a de Estados-nación en el cual
los aspectos m ilitares se tornan muy importantes.
El carácter propiamente capitalista de la sociedad moderna pierde enton­
ces su centralidad en beneficio de un análisis m ás m ultidim ensional de los
distintos ámbitos institucionales de una sociedad moderna. El esfuerzo de
Giddens, especialm ente en su relectura crítica del m aterialism o histórico,
es destacar la im portancia del Estado-nación en el advenim iento y en la
experiencia de la m odernidad, no solam ente en su calidad de factor de
cambio o de garante del orden interno, sino tam bién en el ámbito geopolí-
tico. Sin embargo, sería un error afirm ar que Giddens term ina por otorgar
al Estado-nación (y a las tareas de vigilancia y de poder militar) el rol central
antes otorgado a las dim ensiones capitalistas o industriales de las socieda­
des m odernas38. Estos cuatro rasgos institucionales de la m odernidad son
irreductibles entre ellos y perm iten incluso com prender ciertas tensiones
propias del desarrollo de las sociedades m odernas39. Aún m ás cuando uno
de los rasgos específicos de lo que Giddens denom ina la alta modernidad
es, justamente, la globalización de las tendencias sociales.

36 Ciddens, The Nation-State and Violence, 135-


37 Ciddens, A Contemporary Critique o f Histórica! Materialism, vol. 1 , 5 -
38 Lo que es, en nuestra opinion, la lectura equívoca de M. Shaw, «War and the nation-
state in social theory», en David Held y John B. Thompson, eds.. Social Theory o f Modern
Societies. Anthony Giddens and his Critics, 141.
39 C iddens, The Nation-State and Violence, esp ecialm en te el capítulo 11; tam bién Les
conséquences de la modernité, especialm en te el capítulo 2. Sin em bargo, el análisis
de las dim ensiones institucionales proporcionada por C iddens no está exento de un
cierto esquem atism o, com o lo señala su dificultad en cuanto a clasificar en una de sus
dimensiones institucionales, al m enos en este período, un movimiento social moderno
tan determ inante com o el fem inism o.
Los elementos constitutivos del dinamismo de la modernidad se prolongan
a través de la tendencia a la globalización de sus efectos. Con este proceso,
asistimos a una extensión sin precedentes del vínculo entre las acciones que
se llevan a cabo en circunstancias de copresencia y las relaciones a distancia,
pero sobre todo, y debido a una serie de movim ientos institucionales, «los
m odos de relación entre diferentes contextos sociales o diferentes regiones
forman poco a poco una red que abarca toda la superficie terrestre»40. Se trata
de una verdadera intensificación de las relaciones sociales planetarias. Lo
propio de la alta m odernidad — o m odernidad tardía— es la globalización
tendencial de las dim ensiones institucionales de la m odernidad: formación
de una economía capitalista mundial, acentuación de la división internacio­
nal del trabajo, constitución del sistema del Estado-nación y crecimiento de
los diversos sistem as de control, evolución hacia un orden m ilitar mundial.
Pero estas grandes tendencias van acompañadas de toda una serie de trans­
form aciones im portantes en la vida cotidiana. Vale decir, hasta qué punto
el estudio de la m odernidad, en toda la diversidad de sus m anifestaciones,
es inseparable de la consideración de la dialéctica de la presencia y de la
ausencia, de lo local y de lo global. Giddens llega incluso a señalar que lo
propio de la situación actual, la radicalización de la m odernidad, es una
extraordinaria intensificación de las consecuencias de las elecciones coti­
dianas sobre los resultados globales, al igual que de los procesos globales
sobre la vida individual. Pero una vez m ás, para Giddens lo propio de la
globalización es ante todo la acción a distancia, un universo social donde la
ausencia prim a sobre la presencia, gracias a la reestructuración del espacio
y donde, en consecuencia, cada individuo está constantemente en relación
con otros estilos alternativos de vida.

III. La e xp erien cia d e la m od ern id ad

El resultado de estos cam bios institucionales no se hace esperar. La se­


guridad ontológica indispensable para los individuos es desestabilizada y
requiere ser estructurada sobre nuevas bases. De hecho, la existencia moderna
está confrontada a toda una serie de riesgos y peligros ya no vinculados ;i
acontecim ientos naturales fuera de control, sino a peligros resultantes del
entorno socialm ente construido y de las deficiencias de la tradición. En este-
respecto la lectura que Giddens hace del sentimiento de seguridad ontológica

40 Giddens, Les cortséquences de la modernité, 70.


de Erik Erikson es altam ente sugerente4'. Como se sabe, para Erikson este
sentimiento está vinculado, especialmente en las primeras etapas de la vida,
con la capacidad de entregar una confianza al niño, una confianza que se
m anifiesta por su tolerancia a la ausencia física de la madre. El sentimiento
de seguridad se m anifiesta cuando el niño aprende que la madre existe y
se ocupa de él incluso cuando está físicam ente ausente. Para Giddens, la
confianza en sí mismo es así ante todo un medio del distanciamiento espacio-
tiempo, ya que se trata de un sentimiento de seguridad capaz de enfrentar
los desplazam ientos de los dem ás en el espacio y el tiempo. Esta seguridad
ontológica se basa en el origen sobre la confianza que el niño deposita en
quienes se ocupan de él y dicha confianza se prolonga, a lo largo de toda la
vida, gracias al carácter rutinario de las prácticas sociales. La autonomía del
individuo no significa otra cosa que su capacidad de ampliar esta seguridad
de base de la personalidad a otras personas y a situaciones alejadas de su
experiencia inmediata. El individuo se dota así de respuestas a las preguntas
existenciales de la vida.
Es este rasgo y esta necesidad psicológica inherente a los individuos la que
padece una transform ación importante en la m odernidad. En este punto,
cabe destacar el privilegio que Giddens otorga a la teoría de las relaciones
objetales respecto de otras concepciones del sujeto. Con esto, no se opone
necesariam ente a una representación más fragm entada del yo, sino que de­
sea subrayar la m anera en que el individuo logra dotarse de un sentimiento
de coherencia, vinculado a la confianza respecto de la realidad del mundo
exterior. Una vez más, y sea cual sea el grado de apertura de la condición
m oderna reconocido por Giddens, todo su esfuerzo intelectual consiste en
lograr una concepción estructurada del agente y de las situaciones.
En las sociedades tradicion ales hay cuatro contextos localizad os de
confianza predominantes. Lo esencial de las actividades se desarrolla en el
marco de las relaciones de parentesco, al interior de las comunidades locales,
y su sentido es conservado por las cosm ologías religiosas y la tradición. La
autoridad de la tradición asegura la rutinización de las prácticas, ordenán­
dolas a través del espacio y el tiempo. Con la escritura y el advenim iento
de las civilizaciones agrarias, esta com ienza a ser objeto de discusión y de
conflicto. Sobre esta vía, la m odernidad significa no su abandono, sino la
exigencia de fundar sus diktats sobre argum entos racionales.

41 Ciddens regresa varias veces sobre esta lectura subrayando en cada ocasión, en el centro
de la confianza, la problemática del distanciam iento espacio-tem poral. Cf. Ciddens, La
constitutíon de la société, 10 0 -10 9 ; Les conséquences de la modernité, 10 0 -10 6 ; Modernity
andSelf-ldentity (Cambridge: Polity Press, 1991), especialm ente capítulo 2.
Aun cuando no desaparezcan completamente en la modernidad, ninguno
de estos focos de seguridad ontológica conserva una im portancia mayor. En
lo sucesivo, lo regional y lo global se articulan estrechamente. Surge entonces
la necesidad de lograr estabilizar m ecanism os de confianza en intercambios
lejanos mediante sistem as abstractos (las señales sim bólicas y los sistem as
expertos). En este contexto, el peligro no proviene ya de la naturaleza, sino
que es m ás bien una consecuencia del entorno socialm ente construido bajo
form a de peligros psicológicos o ecológicos. Los peligros m odernos son pues
de una naturaleza distinta a los de las sociedades prem odernas, ya que son
el resultado de un saber socialm ente organizado. Al riesgo ecológico, aún
hay que agregar el desm oronam iento de los m ecanism os de crecim iento
económico, el desarrollo de los regímenes totalitarios o de las guerras de
gran envergadura. Se trata para Giddens del nuevo p erfil de riesgo en la
m odernidad: la conciencia no solam ente de que las cosas pueden salir mal,
sino que tam poco se puede elim inar com pletam ente esta posibilidad. Sin
embargo, y a diferencia de otros autores, especialmente Ulrich Beck, Giddens
sigue creyendo que, en la m odernidad, las oportunidades y los riesgos se
encuentran equilibrados entre ellos42.
Pero estos sistem as abstractos, y su eficacia técnica, dan una respuesta
insuficiente a las necesidades psicológicas de seguridad ontológica propia
de los individuos. El debilitam iento de la seguridad ontológica implica la
necesidad de generarla o estabilizarla por m edio de los vínculos personales
con los demás. En efecto, los sistem as abstractos no proveen m ás que una
confianza de naturaleza estadística, insuficiente y poco gratificante para las
necesidades psicológicas de los individuos. Lo que explica, por una parte,
la im portancia de los puntos de acceso, en donde los sistem as abstractos se
dotan de un rostro humano, pero especialm ente, da cuenta de la obsesión
de los m odernos a propósito de sus relaciones íntim as con los demás. El sí
m ismo pasa a ser un proyecto que se debe form ular y realizar. En síntesis,
esta inversión de la co n fian za en sistem as abstractos, desencarnados y
desencajados, obliga a los agentes a una estabilización de su seguridad on­
tológica por m edio de las relaciones interpersonales de amistad y de amor.

42 Para Beck, en efecto, la reflexividad propia de la m odernidad apunta m enos a subrayar


la expansión del conocim iento y de sus capacidades de control que el hecho de que,
a m edida de su desarrollo, las so cied ad es m odernas son con fron tad as a riesgos y
am enazas. Es este retorno a sí mismo de sus propias obras que Beck designa como
lo propio de la m odernización reflexiva. Cf. especialm ente Ulrich Beck, Rish Society
(Londres: Sage, 1992). También las observaciones com parativas establecidas entre el
trabajo de Beck y de G iddens por S co tt Lash, en Ulrich Beck, Anthony Giddens, Scott
Lash, Reflexive modernization: Politics, Tradition and Aesthetics in the Modern Social Order
(Cam bridge: Polity Press, 1994), capítulo 3 -
Se trata de contrarrestar, mediante las experiencias íntim as, el compromiso
im personal del m undo exterior.
Es a este nivel que Giddens establece un a relación estrecha entre las
tendencias institucionales globales de la m odernidad y la transform ación
de la intimidad en la vida cotidiana. Toda la im portancia de las relaciones
puras se afianza aquí43. El distanciam iento existencial del individuo es tal
que se asiste a la difusión de relaciones que, a decir verdad, giran en torno a
ellas mismas. Relaciones desprendidas de todo acondicionamiento externo,
valorizadas exclusivam ente por lo que aportan a los participantes y que
exigen una fuerte reflexividad y un fuerte com prom iso personal. El ámbito
privado se carga con nuevas dim ensiones, ya que es allí donde debe forjarse
una parte importante de la seguridad identitaria de los m odernos. Por m e­
dio de las relaciones puras y de la apertura recíproca y bien intencionada,
el individuo trata de preservar su bienestar em ocional. Giddens no puede
ser m ás explícito: «Las relaciones personales, cuyo principal objetivo es la
sociabilidad determinada por la lealtad y la autenticidad, se transform an en
un elemento social de la modernidad al igual que las instituciones, integrando
el distanciam iento espacio-tem poral»44. Por lo dem ás, es en este contexto
que Giddens reform ula el problem a sim m eliano del extranjero com o una
problem ática de confianza respecto de los desconocidos45.
Sin embargo, esta búsqueda de la seguridad ontológica por m edio de las
relaciones personales no está exenta de peligro. El m ás evidente de ellos
no es otro que la codependencia que m anifiestan ciertos individuos hacia
otros para poder superar sus fallas; en algunos casos incluso la creación
de un sentim iento de autoconfianza obliga a los individuos a abocarse
com pletam ente a las necesidades de los demás. El individuo, m ás allá de
las diversas m anifestaciones de la codependencia, sumerge su identidad en
la del otro o en la realización de rutinas .
El resultado no puede ser otro que la form ulación de una fenom enolo­
gía de la m odernidad estructurada en torno a experiencias desgarradas:
al m ism o tiem po de d esplazam ien to y de relocalización , de intim idad
y de im personalid ad , de esp ecializació n creciente del conocim iento y
de reapropiación de este saber, de privatización o p articularism o de los

43 Giddens, Modernity and Self-ldentity, 89-98 y 185-187.


44 Giddens, Les conséquences de la modernité, 127.
45 Giddens, «Living in a post-traditional society», en Ulrich Beck, Anthony Giddens, Scott
Lash, Reflexive modernization, capítulo 2.
46 Giddens, The Transformaron oflntim acy (Stanford: Stanford University Press, 1992), 87
y ss.
individuos y de compromiso radical en m ovimientos sociales. En síntesis,
la m odernidad es la coexistencia contradictoria de la seguridad ontológica
y de la angustia existencial.
En el centro de esta fenom enología de la m odernidad, Giddens coloca
definitivam ente la distancia constitu tiva de la condición m oderna. La
interpretación de la m odernidad «se desprende en últim o análisis de la
dialéctica espacio-temporal, expresada por la constitución espacio-temporal
de las instituciones m odernas»47. En la m odernidad, m uchas rutinas del
espacio-tiem po, en la m edida en que pierden su anclaje m oral y racional
en la tradición, se transform an en prácticas vacías, que dan testimonio del
debilitam iento de la seguridad ontológica, o que se transform an en m ovi­
m ientos com pulsivos. El quebranto relativo de la tradición se traduce en
tendencias emocionales condenadas la repetición, a menudo inconscientes o
incomprendidas por los individuos, que permiten que el pasado se mantenga
vivo pero separado de la tradición, y dom inado entonces por un tipo de
acción semicausal. La compulsividad, en su calidad de práctica socialmente
generalizada, es para Giddens justamente una de las m anifestaciones de la
«tradición sin tradicionalism o»48. A decir verdad, la com pulsividad de las
prácticas, en el contexto de la radicalización de la m odernidad, es tan solo
una form a de confianza congelada, en la cual la presencia de compromisos
inexplicados cede paso a una pura urgencia repetitiva.
Ahí donde las sociedades tradicionales m arcaban los cambios mediante
ritos de pasajes, los agentes modernos están forzados a construir su sí mismo,
articulando ellos m ism os su experiencia individual con el cambio social.
Los individuos se ven obligados a volver constantemente sobre su propia
experiencia pasada para autoaprehenderse, en un vaivén reflexivo perm a­
nente. La modernidad conlleva un verdadero imperativo de reflexividad: los
agentes deben saber lo que hacen y saber por qué hacen lo que hacen. La
identidad es por ende el fruto de una autorreflexividad gracias a la cual el
individuo logra tener sobre sí mismo una continuidad narrativa. El individuo
debe arraigarse a sí mismo, lograr establecer una unión entre su cuerpo y
el sí mismo, un proceso que siempre está bajo el acecho de la disociación .

47 Ciddens, Les conséquences de la modernité, 146.


48 Ciddens, «Living in a post-traditional society», en Ulrich Beck, Anthony Ciddens, Scott
Lash, Reflexive modernization.
49 Cf. los pasajes que C iddens dedica a esta disociación com o fase determ inada en la
form ación de la personalidad (la etapa del espejo en Lacan), bajo forma de enfermedad
(la esquizofrenia) o incluso durante experiencias m ísticas o límites com o las de los
cam pos de concentración. Cf. Anthony Ciddens, Modernity and Self-ldendty, 47 y ss.
Es ante esta necesidad constante de reorganización reflexiva de sí m is­
mo que el individuo m oderno pasa del prim ado del sentim iento m oral de
la culpabilidad al de la vergüenza50. El problem a al cual el individuo está
confrontado es m enos el de la violación de un tabú interiorizado, que de su
capacidad de lograr contar con una confianza, una seguridad identitaria que
le perm ita dejarse ver por los dem ás, exponerse sin ansiedad a su mirada.
La vergüenza corporal pasa a ser tanto m ás pesada en la m edida en que el
individuo es responsabilizado por su físico (por lo dem ás, en este ámbito
tam bién asistim os a una am pliación de los posibles: apariencias cada vez
m enos estandarizadas, aumento de las técnicas de presentación cotidianas
de sí mismo, im portancia de los regímenes de alimentación). Esta respon-
sabilización de la apariencia lleva a ciertos individuos hacia verdaderas
patologías, como la anorexia mental, que resulta justamente de un exceso de
autocontrol, especialm ente para las mujeres, som etidas a fuertes presiones
de autocontrol de sí m ism o sin tener siempre las posibilidades objetivas de
su realización5’ .
La condición m od ern a está p or lo tanto atravesad a p or u na ten sió n
irreprim ible entre la seguridad y el peligro, entre la confianza y el riesgo.
El riesgo es constitutivo del horizonte de la acción. Tanto m ás que, con la
expansión del saber y los conflictos de interpretación que de él se despren­
den, los individuos viven en m undos con m últiples autoridades y sin poder
recurrir a una instancia últim a, a un superespecialista. La vida m oderna no
se desarrolla en contextos cada vez más seguros, sino en medio de una duda
m etodológica generalizada52. Sin embargo, Giddens no cae jam ás en una
visión pesim ista de la Ilustración. No hay una verdadera torsión del proyecto
m oderno en su obra, incluso si, para él, la relación entre el saber y el control
del mundo, sin lugar a dudas, ha resultado ser m ás com pleja de lo que se
había creído al com ienzo de la m odernidad53. Pero Giddens rechaza toda
pertinencia a la visión panóptica, que en la descendencia de la m atriz de la
racionalización term ina por otorgar a la m odernidad la responsabilidad de
todos los m ales, y establece al m ismo tiem po la necesidad de una inflexión
en los m odos de intervención de las políticas públicas, en un m om ento

50 ibíd., 63-69.
51 Ibíd., 10 3-10 8 .
52 Ibíd., 84.
53 Para una excelente explícítación sobre este punto, ver la respuesta de Giddens en
Ulrich Beck, Anthony Giddens, Sco tt Lash, Reflexive modernization, capítulo 4.
donde ya no es posible seguir abrazando la idea de un control cibernético
de la sociedad por el Estado54.

IV. R eflexividad y au to id en tid ad

Para Giddens la condición m oderna obliga a los agentes a transform ar


su sí m ismo a través de un proyecto reflexivo y mediante la creación de un
relato de sí. Ya no hay que buscar la identidad personal por el lado de las
conductas o de las reacciones respecto de los demás, sino en la capacidad de
m antener un relato continuo sobre sí mismo55. Frente a la duda permanente
y radical a la que se somete la identidad en la modernidad, el individuo trata
de lograr un control que le perm ita prever m ejor el futuro e integrar mejor
su pasado. En este esfuerzo, recurre a una abundancia de medios reflexivos
como las terapias, m anuales, artículos de revistas, intervenciones de los
especialistas y, por supuesto, programas de televisión. Sobre este punto, la
visión de Giddens está casi en las antípodas de la postura de Foucault: en
donde este último no veía m ás que la intrusión del poder en la esfera privada
y la generalización de la técnica de la confesión, Giddens detecta lo propio
del proyecto reflexivo de sí mismo en la m odernidad .
El sí mismo es un proyecto reflexivo, permanente, explícito. Se supone
que el individuo es capaz de distinguir su ser verdadero de su falsa iden­
tidad y, para esto, no tiene otro recurso m ás que sus propias capacidades
de autoobservación. Exigencias tanto m ás aprem iantes en cuanto que en
la m odernidad el individuo se ve confrontado a diferentes estilos de vida
y que, en m uchos campos, no se le impone ninguna coacción para elegir.
El individuo posee así diversos estilos de vida en diferentes sectores. La
obligación de la elección, pero tam bién su apertura, estim ulan en ciertos
individuos el desarrollo de vicios como maneras de afrontar la multiplicidad
de los aspectos de la vida cotidiana, pero tam bién como manifestaciones

54 Es a este nivel que es necesario interpretar los desarrollos de Giddens en favor de políticas
que apuntan a hacer de los individuos verdaderos actores y no sim ples beneficiarios
de las políticas estatales. Un proceso que supone disponer de condiciones materiales
y de estructuras organizacionales que permitan el surgim iento de form as de acción
capaces de aum entarla autonom ía de las personas. Para el autor, no se trata más que
de un corolario necesario para la tom a de conciencia de la expansión de los riesgos en
la m odernidad. Cf. especialm ente Giddens, Beyond Left and Right (Cambridge: Polity
Press, 1994), capítulo 5; Giddens, In Defense o f Sociology (Cambridge: Polity Press, 1996),
capítulo 13.
55 Giddens, Modernity and Self-ldentity, 54.
56 Giddens, The Transformarían oflntimacy, 1992, especialmente el capítulo sobre Foucault
y la sexualidad, 18-36.
de su incapacidad de lidiar con el futuro57. En todos los ámbitos de la vida
personal, los estilos de vida son, al m enos parcialmente, el resultado de una
elección del individuo. Por eso, al final es la frontera de la norm alidad la
que se encuentra desestabilizada: después de todo, y sin el respaldo de la
tradición, toda experiencia, por norm al que haya sido en un pasado cerca­
no, no es en lo sucesivo m ás que una experiencia entre m uchas otras. Esta
situación está en la base de lo que el autor denom ina «políticas de vida», y
que pone en el centro del debate los diferentes estilos de vida posibles en
una sociedad. Un espacio de discusión que no deja de aumentar en la medida
en que la tradición y la naturaleza ya no determ inan las prácticas sociales58.
Sin embargo, la necesidad psicológica de encontrar un sentim iento de
confianza mediante las relaciones personales con los demás, como asim is­
mo la prescripción de abrirse a otro y de no ocultar nada, son a la vez una
fuente de consuelo y ansiedad. La búsqueda de esta form a específicam ente
m oderna de confianza exige un muy agudo conocim iento y expresión de
sí m ism o — un conocim iento que está en la base de m uchas tensiones p si­
cológicas— . Toda la im portancia que Giddens da a la transform ación de la
intimidad se desprende de este estado de cosas. Las experiencias íntim as,
com o asim ism o el m odelo casi ideal de relaciones puras, se convierten en
verdaderas aventuras de apertura a otro y de autocuestionam iento perso­
nal. El amor o la amistad, al igual que las relaciones entre las generaciones,
se transform an, en un m undo postradicional, en objeto de reflexividades
personales inéditas. Al respecto, Giddens subraya con fuerza, basándose
en diversos estudios, la gran distancia que se ha abierto entre los hom bres
y las m ujeres. M ientras que los prim eros tien den a hablar de sus expe­
riencias am orosas en térm inos de relaciones episódicas y fragm entarias,
las mujeres, al contrario, tienen una m ayor capacidad para incorporar sus
experiencias en universos altam ente significativos m ediante la angustia, la
intriga, la implicación personal” . Mientras que un gran número de hombres
tiene dificultades para citar amistades íntim as, las m ujeres m anifiestan un
60
com prom iso m ucho m as amplio . Especialmente, ellas dedican u n tiem po
nada despreciable de sus vidas a la conversación íntima, m ediante la cual
logran grados superiores de autorreflexividad personal. El resultado de esta

57 Ibíd., 70-76; Ciddens, «Living in a post-traditional society», en Ulrich Beck, Anthony


Giddens, Sco tt Lash, Reflexive modernización.
58 Para los asp ecto s de esta «política de vida», Giddens, M odernity and Self-ldentity,
capítulo 7; Giddens, Beyond Left and Right, capítulo 8.
59 Giddens, The Transform ador oflntim acy, 4 9 -
60 Ibíd., 126.
expansión de la reflexividad en la vida de las personas no es otra cosa que la
búsqueda sin cesar de relaciones puras, la voluntad de no conform arse con
relaciones ordenadas por la costumbre o la tradición, lo que inevitablemente
se traduce en un aumento de la contingencia de las relaciones humanas. Es
en la relación misma, y solam ente en ella misma, que es necesario lograr
coestablecer el sentido de cada relación. La exigencia de democratización
del ámbito íntimo se enfrenta así con el abism o em ocional existente en­
tre los sexos. Los hom bres se revelan particularm ente poco dispuestos a
construir una identidad propia, ajena al m undo del trabajo, gracias a un
proyecto reflexivo que logre integrar su pasado emocional. Para Giddens, el
problem a empero no es tanto la incapacidad de los hom bres para expresar
sus sentim ientos, como su incapacidad de construir un relato de sí mismo
que les permita convertirse en verdaderos actores en una esfera privada cada
vez m ás dem ocratizada y reorganizada . Frente a esta dificultad, asistimos
a una extensión y a una transform ación de las form as y del significado de
la violencia m asculina hacia las mujeres. Mientras m ás las mujeres tienden
a la realización de una ética del am or com partida y de una microsocialidad
convivial, m ás insostenible les resulta la dependencia em ocional de los
hom bres y más les cuesta aceptar la pobreza moral de su propia situación.
La pornografía, por ejemplo, con la representación constante de actitudes
de sum isión de las mujeres, por lo dem ás inexistentes en la vida social, m a­
nifiesta así la voluntad de los hom bres de afrontar el deseo femenino, pero
en sus propios térm inos, lo que da testimonio m enos de la continuidad de
la dom inación patriarcal que de su inseguridad creciente. Sin embargo, la
entrada en una sociedad postradicional obliga a los actores a comprometerse,
con el fin de estabilizar sus relaciones, en diferentes experiencias de dem o­
cracia cotidianas, verdaderas dem ocracias de diálogo, que pasan por toda
una serie de debates en ámbitos cada vez m ás variados de la vida social .
La fuerte articulación de las transform aciones institucionales y de su
efecto sobre la intimidad expone a los individuos a diversos procesos de
secuestro del sentido de sus experiencias. La vida social se separa de los
dilemas m orales centrales de la existencia humana. A través de la evocación
de experiencias tales com o la locura, la criminalidad, la enferm edad o la
sexualidad, Giddens subraya enfáticamente esta tendencia de la modernidad
que apunta, para cada una de estas tensiones existenciales, a establecer un
corte entre experiencias lím ites o alternativas, y las rutinas cotidianas63.

61 ibíd., 117.
62 Para desarrollos sobre estas políticas de la intimidad, cf. ibíd., último capítulo; también
Giddens, Beyond Left and Right, capítulo 4.
63 Giddens, Modernicy and Self-ldentity, 156 y ss.
Con esto se busca obtener, a pesar de las contradicciones, una fuente no
despreciable de seguridad ontológica gracias a la distancia que se introduce
en relación con los dilemas existenciales. A sistim os así a una disolución de
los elem entos m orales y éticos que relacionan las actividades sociales con
las interrogaciones sobre la trascendencia, la naturaleza o la reproducción. Y
no obstante, tam poco aquí el movimiento está lejos de ser unívoco. A pesar
de este secuestro de la experiencia, la m odernidad no está jamás a salvo
de un retorno de lo reprimido, es decir, de cuestiones existenciales que la
modernidad pensaba haber puesto definitivamente entre paréntesis, y de las
cuales el individuo pensaba poder deshacerse m ediante rutinas cotidianas.
Los debates en torno a la m uerte y la procreación m édicam ente asistida,
sobre la libertad carcelaria o la apertura de los asilos psiquiátricos, al igual
que el retom o de lo religioso o las preocupaciones sobre la naturaleza o la
sexualidad indican, al interior m ismo de la m odernidad, este m ovim iento
pendular de tendencias. Para Giddens es incluso todo el sentido de la im ­
portancia que la sexualidad ha adquirido en la m odernidad: es m enos un
ámbito del control social, que una práctica que garantiza la articulación
entre dos procesos opuestos de la m odernidad, a saber, el secuestro de la
r 64
experiencia y la transform ación de la intim idad .
Para Giddens, uno de los principales desafíos de la modernidad no es otro
que la capacidad de producir form as diversas de confianza activa, al igual
que el reconocim iento de la im portancia, en este contexto, de las diversas
prácticas de reflexividad institucional . Desde un punto de vista político,
se trata así de reem plazar una política de protección por una política de
iniciativas, la cual apunta a aumentar, por medio de cambios institucionales,
la capacidad de los actores sociales para tom ar iniciativas. Sin embargo,
y a p esar de los esfu erzos que despliega en su obra, la relación entre lo
que es posible llam ar la reflexividad estructural y la autorreflexividad es
siempre problem ática, por cuanto la confianza necesaria en los sistem as
abstractos nunca logra refrenar completamente los diversos sentimientos de
inseguridad de los individuos. Para Giddens la intim idad no es un sustituto
de la com unidad o su form a degenerada; es la form a en que el sentim iento
com unitario continúa y se m aneja bajo nuevas form as.

* * *

64 Giddens, The Transform aron oflntim acy, 180.


65 Por lo dem ás, es a través de la tom a de consideración activa de estos dos criterios que
procede el esfuerzo de refundación de una política radical en Giddens. Cf. Beyond Left
and Right; Giddens, The Third Way (Cambridge: Polity Press, 1998).
Para Giddens, como para Simmel, la experiencia de los hombres en la
m odernidad está som etida a la reflexividad, porque la vida se desarrolla
en un universo donde las estructuras globales im plícitas de sentido (inte­
lectuales y prácticas) han sido profundamente trastornadas. El mundo está
intensam ente mediatizado y el individuo está obligado a definirse por sus
capacidades de involucrarse frente a un entorno cada vez m ás a distancia.
La im portancia determinante que otorga a las relaciones personales puras
en la m odernidad no hace m ás que reforzar esta im presión de conjunto.
Sobre este aspecto, Giddens aporta una relativa novedad. En contraste
con la afirm ación del carácter altam ente problem ático de las relaciones
que se entablan en una situación de cara a cara entre conciencias, y más
allá de toda form alización social, Giddens piensa, por el contrario, que es
en el ideal norm ativo de las relaciones puras que se halla la salvación de
las sociedades m odernas. La inflexión es im portante aunque el optimismo
innato de Giddens puede hacerlo olvidar. Con este recurso, el elogio implícito
que Sim m el hacía del Extranjero como héroe epónim o de la modernidad
se generaliza y se trivializa. Desapegados de las tradiciones, los individuos
deben construirse a sí m ism os, entablando sus relaciones con los dem ás y
con el mundo. Ningún patetism o aparente recorre este proceso y, no obs­
tante, ¡cuántos riesgos se ocultan detrás de esta transm utación axiológica
de la guerra de conciencias hacia un modelo interactivo prescriptivo de las
relaciones puras! Las exigencias que pesan sobre los agentes m odernos son
en este marco desproporcionadas. La presión sobre sus existencias es extrema
y su soledad, radical. Y no obstante, muchos peligros que Giddens reconoce,
en las diversas relaciones patológicas con el cuerpo, las diferentes form as
de com pulsividad postradicional, o incluso, en los riesgos constantes de
codependencia entre los hom bres, no son de hecho concebidos sino como
un resto de tradición en el corazón de la modernidad. El elogio normativo
implícito de Giddens hacia la reflexividad y la posibilidad de relaciones puras
lo obliga a interpretar en términos necesariamente negativos todas las prác­
ticas mediante las cuales los individuos intentan recuperar elementos de la
tradición en el seno de la m odernidad. Después de todo, la codependencia
no es m ás que una m anera de hacer revivir vínculos com unitarios, al igual
que la com pulsividad es un rechazo de elección, o m ás aún, la permanencia
de la vergüenza puede ser reinterpretada como parcialmente heredada de
la tradición .
La valorización positiva de la am bivalencia en su calidad de rasgo cons­
titutivo de la m odernidad no es así m ás que un remedio para salir del paso.

66 David Riesman et al., Lafoule solitaire (París: Arthaud, 1964).


La visión que Giddens da de la modernidad es, también, la de una experiencia
som etida a tensiones o a am bivalencias irreprim ibles. Los individuos están
en efecto bajo la influencia constante de tensiones diversas que los arrastran
hacia la unificación o la fragm entación; están atrapados entre sentimientos
contradictorios de im potencia o de control; en un m undo desprovisto de
fuentes últimas de autoridad, oscilan entre estados de incertidum bre y la
tentación de recurrir a la autoridad; en fin, deben poner en relieve a un sí
mismo, en oposición con los estándares impuestos por el consumo de m asa .
Giddens, como los dem ás autores de la m atriz de la condición m oderna,
piensa que se ha increm entado la distancia de los individuos con el m undo
y, en todo caso, que la vida en la m odernidad, en sus diversas dim ensiones
culturales y sociales, pasa a ser cada vez m ás consciente y reflexiva. Pero
a diferencia de Sim m el o de los autores de Chicago, ya no cree posible
en con trar en la m od ernid ad m od elos ejem p lares de vida, m od elos de
individualidad para imitar. Para él, como para G offm an, se im pone en lo
sucesivo la exigencia de una apropiación reflexiva de la propia vida por
cada individuo. Sobre todo, y al igual que Touraine, ya no hay otro princi­
pio de articulación de la sociedad m oderna que no sea la historicidad o la
reflexividad como elem entos centrales de la acción de la sociedad sobre sí
m ism a y del individuo sobre él mismo, am bos interpretando por lo dem ás
la condición m oderna a través de fenóm enos globales, incluso de la globa­
lización y de sus consecuencias sobre la individuación. Toda experiencia
hum ana está así, por el hecho de su contingencia irreprimible, sometida a un
esfuerzo constante de autocrítica. Es ahí que la condición m oderna afirm a
sus dim ensiones propiam ente morales, ya que la vida en la m odernidad es
estrecham ente dependiente de las decisiones existenciales. Dicho de otra
form a, la reflexividad permite al m ismo tiem po colm ar la diferencia entre
el individuo y el m undo, junto con aum entar la tensión entre la conciencia
de la propia contingencia y la obligación de responder por el propio destino.
Por esta vía, se abre una brecha que puede llevar, en m uchas situaciones, a
una verdadera destrucción de la individualidad. En todo caso, en el m odelo
que Giddens form ula de la condición m oderna, esta tensión, en la medida
en que no logra ser resuelta m ediante la acción, precipita al actor en un
repliegue sobre sí mismo, en donde se encoge peligrosamente la frontera entre
la autorreflexividad y el tratamiento clínico de sí mismo, bajo el im perativo
de la autenticidad. La reflexividad tiene por ende dos caras y no una sola.
Si bien efectivamente por un lado, y como lo desea Giddens, es un elem ento
insoslayable de la condición m oderna, en la cual reside un cierto núm ero

67 Giddens, Modernity and Self-ldentity, 189 -20 1.


de potencialidades importantes, por otro lado, encierra también un número
no m enos importante de peligros.
De Simm el a Giddens, sería absurdo no reconocer los avances efectua­
dos por el pensam iento sociológico, pero es necesario al m ism o tiempo
ser sensible a la perm anencia de las grandes intuiciones de esta matriz.
Ciertamente, el alcance de las dudas cambia pero, para todos, la condición
moderna es profundamente ambivalente. Pero se trata tan solo de variaciones
de grado por cuanto, en el fondo, todos estos autores están profundamente
m arcados, incluso enceguecidos, por el horizonte de las posibilidades que
la m odernidad abre a los individuos.
CO N CLU SIÓ N

El objeto de este libro, las lecturas sociológicas de la m odernidad, es tan


indisociable de la práctica sociológica que no se podía tener com o propó­
sito hacer una presentación exhaustiva. La vastedad de la m ateria y de los
conocimientos por adquirir, el esfuerzo de delimitación de los períodos o de
las escuelas, la im portancia de las tradiciones nacionales o de los cambios
institucionales, o m ás aún, el núm ero de reflexio n es posibles sobre los
vínculos entre los diversos autores desalentaban de partida una tentativa
de este tipo. Sin embargo, tom ando com o hilo conductor las principales
m atrices a partir de las cuales se ha abordado la m odernidad, y escogiendo
dentro de cada una de ellas algunos autores pertinentes, nos ha parecido
posible soslayar algunas de estas dificultades. Ante la im posibilidad de un
tratamiento integral, las síntesis propuestas, m ediante el análisis porm eno­
rizado de algunos tem as al interior de ciertas obras, nos parecieron el único
procedimiento válido para lograr una representación de conjunto. Es por esto
que el lector a m enudo ha debido com pletar por sí m ism o ciertos análisis y,
en otras oportunidades, se ha apelado im plícitam ente a su im aginación con
el fin de que restituyera la época a la cual pertenecía una obra, y ello a pesar
del esfuerzo de tantos de los autores estudiados que se negaron a ver sus
obras engullidas únicam ente en su propio presente. Sin lugar a dudas, esta
es tam bién la razón por la cual los capítulos oscilan entre representaciones
generales, incluso abstractas, y el análisis m ás concreto de ciertos procesos.
Series de vaivenes irremediablem ente incompletos, pero que deberían per­
mitir, si se logró el objetivo, llegar a una visión de conjunto de las m iradas
sociológicas sobre la m odernidad. La única síntesis que se im pone es, así,
aquella que cada lector habrá efectuado por sí m ismo.
Por lo tanto, en vez de resum ir en algunas frases las principales etapas de
la presentación que se ha seguido, a modo de conclusión m ás vale interrogar
la escritura de estas reflexiones sociológicas. Con dem asiada frecuencia a la
sociología se le hace un reproche un tanto injusto. El de ser una disciplina
llena de jerga, separada de la realidad vivida por los actores e incapaz de dar
cuenta de los problem as concretos que asedian a los individuos. La distan­
cia necesaria con los hechos y las exigencias de la construcción intelectual
term inarían por erigir un muro entre las conceptualizaciones sociológicas
y las preocupaciones reales de las mujeres y de los hom bres en el día a día.
Esta crítica nos parece a menudo infundada, en todo caso en vista de los
análisis proporcionados por la casi totalidad de los autores presentados, y
ello a pesar incluso del recurso episódico, por algunos de ellos, a nociones
oscuras. Por el contrario, la principal fuerza de la sociología proviene de
la capacidad de sus representantes en ubicarse a una distancia intermedia
entre la seducción y la aversión que la m odernidad suscita en ellos, lo que
les im pide desinteresarse de los problem as contemporáneos. Más allá en­
tonces de las diferencias, la buena sociología mantiene siempre la capacidad
de hablar con los contemporáneos de sus propios problem as. Su meta es
así, por lo general, posicionar a los individuos en el seno de universos cada
vez m ás amplios, articulando una biografía y un contexto, no solamente
para ilustrar uno a partir del otro y viceversa, sino tam bién para mostrar,
precisamente, que los contextos nunca son los m ismos ni tienen los mismos
efectos. Ciertos individuos son literalmente subyugados por fuerzas que no
dom inan, que ignoran pero que siguen ciegamente, y que se em peñan en
canalizar y comprender. En todos los casos, la sociología da cuenta de la
vida de la gente a partir de acontecimientos m ás amplios, que los superan a
veces en sus orígenes y siempre en sus consecuencias, y gracias a los cuales
intenta proponer una descripción y un análisis de los problemas existenciales
a los cuales los individuos están confrontados.
A hora bien, la sociología nunca describe lo que sienten los individuos tal
como lo experim entan ellos m ism os. A veces, es cierto, existe la tentación,
pero el procedimiento es dem asiado literario para que sea realmente prac­
ticado por la sociología. Los individuos solo son estudiados en la m edida
en que son el vector de una intriga, pero sobre todo en la m edida en que
se inscriben en un m arco m ás vasto. Si la escritura sociológica no adhiere
nunca completamente a una escritura literaria, es que se busca menos lograr
la puesta en situación social de un personaje, en donde la integración de
los individuos y de los acontecimientos en una historia está al servicio de
una intriga de ficción, que com prender los procesos sociales que los indivi­
duos enfrentan a partir de las relaciones sociales que los constituyen. Y no
obstante lo anterior, las representaciones son a menudo justas, los análisis
logran m uchas veces dar sentido a situaciones oscuras. El m ás teórico
de los propósitos sociológicos se encarna, tarde o temprano, en figuras y
situaciones precisas de las cuales procede y que retroactivamente aclara.
Es esta tensión que a menudo se caracteriza, y con justa razón, como
el desgarro específico de la sociología entre la ciencia y la literatura. Esta
caracterización, por precisa que sea, no perm ite em pero com prender la
opacidad que envuelve a m uchos trabajos de la sociología y su reputación
de disciplina bizantina. Es que en realidad, y a lo largo de todo el siglo XX,
el verdadero drama de la sociología ha sido m enos su p erfil epistemológico
que la invención de una escritura propia. Es allí que reside probablemente
uno de los principales escollos que la sociología deberá superar un día. En
todo caso, es innegable que existe en este sentido una especificidad disci­
plinaria. La sociología parece no haber encontrado aun verdaderam ente su
dispositivo de escritura, a diferencia de las m onografías de la antropología,
los frescos o relatos históricos, la fuerza de los tratados de argumentación
filosófica, de la tecnicidad analítica de la lingüística o incluso del recurso a
la form alización matemática. La escritura sociológica aparece dem asiado
a menudo, en la práctica corriente de la disciplina, como un todo informe.
Está com puesta por fragm entos diversos, por estructuras de relatos a veces
opuestos entre sí, una m ezcla de hechos cifrados y de opiniones, los que,
por otra parte, no necesariam ente se encuentran solo donde uno cree poder
encontrarlos, de estudios donde la intuición (a menudo felizmente...) sobre­
pasa los elementos de análisis proporcionados, de visiones de conjunto de
una sociedad y de resultados anecdóticos de investigación... No se trata por
supuesto de emitir un juicio estético (¿qué significaría exactam ente en este
contexto?), sino reconocer, sin caer en purism os literarios fuera de lugar,
que una disciplina cuya vocación central consiste en hablar a los individuos
de sus vidas a partir de la com prensión de los procesos y relaciones sociales
que enfrentan, no puede lim itarse a eso. Tanto es así, que hay m ás profun­
didad de lo que se cree a m enudo en la afirm ación de Raymond Aron, según
la cual el juicio mitigado que m uchos sociólogos em iten sobre la obra de
Tocqueville se explica en mucho por el hecho que nunca le han perdonado
escribir dem asiado bien... Digamos pues que la sociología no carece ni de
alma ni de estilo, pero que aún no ha inventado su escritura.
La presentación de los autores que hem os realizado ha sido efectuada
cabalm ente teniendo en cuenta esta situación. Es por eso, y por muy dis­
cutible que pueda parecer, que en lo esencial hem os pasado por alto en
gran m edida los problem as de m étodos y la naturaleza de las encuestas
en las que los diversos autores basaron (o no) sus interpretaciones de la
modernidad. Habría sido necesario para ello escribir otro libro, tal vez por
mom entos m ás fiel a la imagen que efectivamente se tiene de esta discipli­
na en los departam entos de sociología, pero ciertam ente m ás alejada de
lo que constituye su principal interés, a saber, su capacidad de transm itir
orientaciones intelectuales en el seno de la m odernidad. La elección de
una presentación rigurosa de las obras a partir de las diversas técnicas de
recolección de datos nos habría llevado a escoger otros autores y a otro
proceso de presentación y de crítica. Cierto, las m atrices de la modernidad
habrían sido siempre las mismas, pero la presentación de los autores habría
sin duda sufrido las consecuencias de esta decisión. H abría sido necesario,
tarea ingrata, discutir no tanto de metodología, sino de las retóricas de la
enunciación científicas, en donde muy a menudo la reflexión metodológica
solo sirve de congratulación de los cánones epistem ológicos de moda en
un m om ento determinado. M ás allá de una indispensable explicitación de
la m anera en que se han realizado las observaciones y por ende los límites
de los análisis propuestos, las reflexiones m etodológicas m uy a menudo no
son sino un subterfugio para esconder torpezas colectivas de escritura. En
el marco de nuestra perspectiva, dada la elección de autores que se hizo, las
consideraciones m etodológicas, por im portantes que sean, estaban por lo
general claramente subordinadas a la interpretación de conjunto que cada
autor daba de la modernidad. Todos los autores estudiados han adoptado
una escritura específica como firma de una mirada sobre la modernidad; una
actitud en claro contraste con la práctica habitual de la escritura sociológica.
Cierto, no todos tienen cualidades literarias y muchos de ellos han contribuido
sin duda a la reputación de oscuridad que rodea a la sociología, pero todos,
por cam inos muy diferentes, han encontrado una vía de expresión propia.
Algunos, es posible, encontrarán demasiado literarias las interpretaciones
proporcionadas sobre las diferentes lecturas sociológicas de la modernidad.
Pero era el precio del esfuerzo por rehabilitar la idea de autor en la sociología
y, en todo caso, esta perspectiva nos obligaba a admitir, m ás allá de los lím i­
tes, incluso de los errores, de las tesis avanzadas por unos u otros, la fuerza
de un pensam iento transm itido por una escritura que todos enuncian en
acuerdo estrecho con u n m odo de conocim iento y de demostración, y que
en el fondo está siempre atravesado por excesos perm anentes de evocación
estilística. En m uchos aspectos, es en su escritura que m ejor se devela el
equilibrio que todos han secretam ente buscado p ara calm ar su actitud
ambivalente, a la vez a favor y en contra de la m odernidad. Para todos, la
m odernidad, m ás allá incluso de sus denegaciones, ha sido mucho más que
un sim ple telón de fondo para sus reflexiones. Para todos, la modernidad
es un suplem ento de sentido inscrito en el corazón m ismo de la sociología.
A P É N D IC E
Contrapuntos de la modernidad

El espacio intelectual de las sociologías de la m odernidad ha sido constan­


tem ente m arcado por discursos críticos, com o tantos contrapuntos, los
cuales a menudo se presentan a sí mismo, como form as de superación o
de disolución de la sociología y que, no obstante, han marcado profunda­
m ente su propia evolución. Es importante presentar entonces, aunque sea
brevemente, dos posiciones de im portancia bastante desigual, pero cuyas
afirm aciones perm iten com prender mejor, a contrapelo, las sociologías de
la modernidad.

I. La so c io lo g ía y el relato d e la historia

La am bigüedad de un legado

Si la sociología tuvo relaciones torm en tosas con el pensam iento de


M arx, la sociología de la m odernidad tuvo una conversación trunca con
sus descendientes. Si bien la obra de M arx pertenece al siglo XIX y por lo
tanto antecede al período estudiado, es necesario tratar de comprender por
qué, a pesar de su im portancia histórica, intelectual y política a lo largo de
todo el siglo XX, m uchos sociólogos han sido reticentes a su legado'. Es que,
en prim er lugar, sus ejes constitutivos, incluso en la obra de M arx mismo,
aparecen como una m ezcla desigual e inestable, de la cual la sociología
logró zafarse com pletam ente solo en raras ocasiones, donde la proble­
m ática de la m odernidad ha sido subordinada al desarrollo expresivo de
un sujeto colectivo, en el cruce de una interpretación de la historia como

i Para una presentación de esta tradición, cf. Leszek Kolakowski, Main Currents ofMarxism,
t. 3, The Breahdown (Oxford: Oxford University Press, 1978).
devenir-m undo de la praxis y de una concepción de la evolución hum ana
como m anifestación-sentido de la Historia2.
Primero que todo, M arx afirm a claramente que, a pesar de sus múltiples
opacidades, toda la vida social es esencialmente práctica. Toda una vertiente
de su obra gira en tom o a la voluntad de desenm ascarar lo real, de perforar
el ocultamiento del mundo como práctica, describirlo y explicarlo mediante
la alienación, la ideología, el fetichism o de la m ercancía. En definitiva, de­
velar la verdad detrás de la ilusión, o en los térm inos de la época, separar la
conciencia de la falsa conciencia. Gracias a ello, la praxis permite superar
la distancia m atricial m oderna entre lo objetivo y lo subjetivo, anclando las
propuestas idealizadas en la realidad. De m anera inversa a la religión, que
expresa en térm inos m istificados lo propio de la alienación histórica de los
hom bres, es necesario ser capaz de volver al origen de las razones sociales
e históricas de los sufrim ientos hum anos, es decir, lograr una form a de
autoconciencia que solam ente puede ser, como lo enuncian las Tesis sobre
Feuerbach, de naturaleza sensible y práctica. Esta nueva concepción de
la realidad exige incluso un nuevo criterio de verdad, que pasa a ser una
cuestión puramente práctica.
Para una lectura de este tipo, queda claro que el esfuerzo de M arx en El
Capital consiste, ante todo, en m ostrar el carácter histórico del capitalismo,
en cuestionar la naturaleza supuestam ente intocable de sus leyes económ i­
cas, en afirmar, una y mil veces, las capacidades reales de em ancipación del
hombre. No olvidem os al respecto que, en el análisis que M arx proporciona
del trabajo capitalista, solo el trabajo produce valor. Los hom bres hacen
su historia porque disponen, gracias al trabajo, de una fuente inagotable
de creación que les perm ite agregar nuevas form as y nuevas realidades al
m undo tal cual como este existe. Todos los objetos creados por el hombre
no son entonces m ás que trabajo cristalizado, y la alienación solo surge
cuando los productos así elaborados se desprenden com pletam ente de los
productores y se vuelven contra ellos. Por lo dem ás, lo esencial del estudio
económ ico de M arx consiste en d escosificar las categorías económ icas,
m ostrando h asta qué punto estas no son m ás que m istificaciones del tra­
bajo humano. Sobre este registro, nunca la dem ostración crítica habrá sido
tan psicológicam ente concluyente com o a propósito de la plusvalía. Jamás,
como a propósito de este trabajo desaparecido y no remunerado, se devela
tan bien la com prensión práctica de la estructura inexorable del universo

2 D esde una p ersp ectiv a so c io ló g ic a es p rob ab lem en te G ouldner quien m ejor ha


subrayado esta tensión constitutiva del pensam iento marxista. Cf. Alvin W. Gouldner,
The Two Marxisms (Londres: Macmillan, 1980). Cf. tam bién las reflexiones de Cornelius
C astoriadis, L'institution ¡m aginaire de ¡a société (París: Seuil, 1975).
económico. En todos los casos, el secreto de la filoso fía hegeliana, de la
religión, o del mundo económico es siempre sorprendentemente el mismo,
es decir, el velo puesto sobre la praxis hum ana3.
Pero es innegable que existe en la obra de M arx otra vertiente igualmente
importante, la de una concepción de la historia hum ana que se libera de
m uchos postulados em ancipadores de la praxis. Ciertam ente, es difícil
afirm ar hasta el extremo, a pesar incluso de la ambigüedad innata de ciertos
textos, que sus obras de la madurez reducen todas las realidades sociales a
categorías económicas y que los hombres terminan por ser atrapados por las
m allas de las leyes inexorables. Pero es cierto que esta tendencia es activa e
importante y tiende a representar al capitalism o como un sistema econó­
mico necesariam ente destinado a un desm oronam iento histórico. A veces
incluso, este cientism o objetivo se prolonga y se articula con vestigios de la
concepción hegeliana de la historia. El trabajo de M arx apunta entonces a
mostrar, develándola, la dinám ica de la producción y de la dom inación del
capitalismo y, a partir de este análisis, subrayar el carácter insoslayable de su
crisis futura. La dinám ica última de la historia escapa así a los hombres. Su
razón de ser se encuentra más allá de sus prácticas. Se impone sobre ellas.
Cierta filosofía de la historia se une a una cierta concepción evolucionista.
En un ejercicio inextricablemente científico y profético se trata de detectar el
nacimiento, en la realidad social, de fuerzas sociales que traen ideas nuevas
y exigencias progresistas. La explicación últim a del capitalism o ya no se
circunscribe al nivel de la teoría de las clases, sino a través de la dinám ica
de las contradicciones económicas inevitables. Inexorabilidad de la crisis
que hizo decir a Joseph Schum peter que, en el análisis económico de Marx,
la teoría de la lucha de clases era un suplem ento superfluo .
Sobre todo, a la vez como ruptura y derivación del pensamiento de Hegel,
el filósofo de otrora pasa a ser un sujeto colectivo. La ciencia pretenderá
ser la expresión de la visión que adopta estructuralmente el proletariado,
fuerza social que se transform a en m ovimiento total, y que com o tal lleva
consigo la realidad de la sociedad que vendrá. El pensamiento social quiere
ser expresión de la conciencia de una clase social y se autocomprende como
tal. En la frase de Engels, el proletariado pasa a ser el gran heredero de la
filosofía idealista alem ana, en todo caso pasa a ser el brazo apenas laicizado
de una visión providencial de la historia.

3 Para una presentación en esto s térm inos de la obra de Marx, cf. Richard Bernstein,
Praxis and Action, (Pennsylvania: University o f Pennsylvania Press, 1971), especialm ente
el primer capítulo.
4 Joseph Schumpeter, Capitalisme, socialismeet démocratie (París: Payot, 1954), especialmente
toda la primera parte dedicada a la teoría de Marx.
En todos los casos, se evacúa la distancia m atricial propia de la m oderni­
dad. Por supuesto, estas perspectivas evidentem ente no im pidieron hacer
análisis im portantes y d ecisivos a lo largo de todo el siglo, sin embargo
term inaron por cerrar la posibilidad de un verdadero estudio sociológico de
la modernidad. En el fondo, la m ayor preocupación de M arx, y en lo sucesi­
vo de la m ayoría de los m arxistas, ha sido rom per con toda rem iniscencia
de dualismo, de ruptura ontológica entre el hom bre y la naturaleza, de lo
objetivo y de lo subjetivo, por m edio de la noción de praxis, del sentido de
la historia, o del sujeto colectivo. Lo esencial de su esfuerzo fue interesarse
por el trabajo y el universo de los objetos creados y recreados por el trabajo,
es decir, este intercambio inagotable entre el hom bre y la naturaleza en el
seno de configuraciones sociales cada vez m ás autónom as y densas con
el fin de explicar cómo, al interior del sistem a capitalista, esta capacidad
esencialm ente productiva del hombre se pone al servicio de una separación
creciente del hom bre y del m undo, del sujeto y de sus propias obras. La
superación del capitalism o abría la vía, en el futuro, al fin de la prehistoria
hum ana, es decir, al fin de la separación del hom bre de sus propias obras.
La hostilidad respecto de la distancia m atricial propia de la m odernidad
ha estado llena de consecuencias. Es por esto, com o las críticas no dejaron
de m ostrarlo a lo largo de todo el siglo, que el m arxism o tuvo dificultades
en distinguir lo inexorable de la diferenciación social de la alienación, en
interpretar la alienación como un rasgo irreductible de la modernidad, y en
particular aceptar la idea de una escisión irreprim ible entre los hombres y
el m undo. Esta es la razón por la cual realizar un análisis sociológico de la
modernidad, sea cual sea la im portancia de la deuda que muchos sociólogos
tienen en relación con su obra y con su descendencia, no ha sido realmente
posible sino tras rupturas o distanciam ientos m ás o m enos decisivos. La
reflexión sociológica sobre la m odernidad ha estado m ás m arcada por la
som bra de M arx que por sus luces. En todo caso, su legado se encuentra,
luego de m últiples y diversas inflexiones im portantes, en una sociología de
los conflictos sociales, en una sociología de la dominación en las sociedades
capitalistas o en una reflexión en torno a la alienación del individuo. Ahora
bien, la primera perspectiva no es específica de la modernidad, la segunda es
m ás bien un ámbito específico de estudio, la tercera term inó por inscribirse
esencialm ente en la descendencia de Weber.

Los impasses de una filiación

La especificidad truncada de la lectura m arxista de la m odernidad reside


en el relato del proyecto de hacer la historia. Al respecto, el hecho de que la
concepción del sujeto colectivo haya sido casi siempre escrita en el siglo XX
por el m arxism o occidental, a partir de la lectura lukácsiana de Marx, ha
tenido muchas consecuencias interpretativas5. En efecto, cierta concepción
de la alienación o de la cosificación acaparó un sitial desmesurado, lo cual
llevó no a una comprensión errónea de la obra de M arx (lo que puede ser legí­
timamente sometido a discusión), sino a una verdadera oclusión del análisis
sociológico propiamente tal, al servicio de relatos fuertemente voluntaristas
de la capacidad del proletariado como sujeto colectivo y de su capacidad en
superar la distancia m a tric ia l. Esta última, dem asiado comprendida bajo
la form a casi exclusiva de una desfetichización del capitalismo, se redujo
de entrada a la m anifestación de una racionalidad instrumental-estratégica
cuyos escollos para la em ancipación no han dejado de ser denunciadas a
lo largo de todo el siglo. El estudio sociológico de la m odernidad terminó
d em asiado a m enudo, prim ero, por m ezclarse, luego, su bord inarse, y
finalmente olvidarse en beneficio de un relato voluntarista de la historia.
Una lectura tanto m ás tentadora que, en Historia y conciencia de clase,
la representación de la m odernidad propuesta por Georg Lukács establecía
norm ativam ente a los hom bres como autores de la historia, especialm ente
m ediante las nociones de cosificación y de totalidad. A través de la cosifi­
cación, es decir, la transform ación de procesos vivos en cosas m uertas, el
m undo no tarda en presentarse como una segunda naturaleza alienada al
hombre. Lo medular del proceso se halla en la estructura de la relación m er­
cantil y la destrucción de la unidad tradicional del proceso de producción. El
obrero deja de producir objetos completos, y la división creciente del trabajo
conduce a la separación del objeto y del sujeto. En el capitalismo, la parce­
lación del trabajo y de la personalidad transform a la realidad cotidiana del
hombre, que pasa a ser un espectador impotente de un conjunto cosificado
de procesos ajenos y amedrentadores. Dicho de otra form a, como ya era el
caso en Marx, la cosificación designa para Lukács el proceso m ediante el
cual los productos de la acción subjetiva son percibidos como objetivos y
autónom os en relación con los hombres. La teoría de la cosificación es así
una generalización del fetichism o de la m ercancía de la teoría de M arx,

5 Aunque la noción le antecede, la ¡dea de un marxismo occidental ha sido fuertem ente


expandida por el libro de Maurice M erleau-Ponty, Les aventures de la dialectique (París:
Gallimard, 1955). Cf. tam bién las reflexiones de Jürgen Habermas, Théorie et pratique,
1. 1 (París: Payot, 1975), 16 5 - 2 3 6 y Perry Anderson, Sur le marxisme occidental (París:
M aspéro, 1977).
6 Desde este punto de vista la concepción de Goldmann, que veía en la idea del sujeto
colectivo la principal especificidad del pensam iento m arxista, ha sido profundam ente
justa. Cf. entre otros tex to s, Luden Goldmann, Marxisme et sciences humaines (París:
Gallimard, 1970).
donde las relaciones de intercambio son percibidas como relaciones entre
objetos. Pero Lukács extiende el concepto m ás allá de su ámbito económico
hasta hacer de él un elem ento de análisis de toda la vida social. Ahora bien,
esta rehabilitación de la praxis hum ana es inm ediatam ente subordinada a
una concepción del sujeto colectivo anim ada por una visión particular de
la filosofía de la historia.
En Lukács no existe la presencia alienada de un Espíritu Absoluto que
determ ina y se determina en el devenir de la historia. Incluso al contrario,
él ve allí los principales lím ites de un pensam iento hegeliano incapaz de
llegar hasta las fuerzas que realmente m ueven la historia. No es sino con
el m arxismo, y en el capitalismo, que se logra descubrir su verdadero sus­
trato m aterial. Sin embargo, a pesar de esta socialización asegurada por la
noción de praxis, la plena conciencia de la historia solo puede adquirirse
con la entrada en escena del proletariado. En efecto, este conocim iento es
inaccesible para la burguesía, ya que este le develaría la esencia de la so­
ciedad y la haría consciente de su situación de clase m inoritaria opresiva.
Por el contrario, dada la situación que ocupa en el proceso productivo, el
proletariado puede aprehender la sociedad en su calidad de totalidad. El pro­
letariado puede «considerar la sociedad a partir de su centro, como un todo
coherente y, como consecuencia, actuar de una form a central, modificando
la realidad; por cuanto, para su conciencia de clase coinciden teoría y praxis,
por cuanto, como consecuencia, puede poner en la balanza de la evolución
social su propia acción como factor decisivo»7. Para Lukács, la verdad es la
expresión práctica de un sujeto colectivo bajo la guía del partido. Al final,
como en el caso de Hegel, la historia se da con el proletariado su propia
conciencia. Es decir hasta qué punto las tensiones que actúan en M arx entre
la concepción de la realidad como praxis, el sentido de la historia y el relato
del sujeto colectivo se tornan aquí a la vez extrem as y susceptibles de una
expresión consciente. Se trazaba así el legado im posible entre la búsqueda
de una absoluta y agónica socialización de la sociedad, una representación
apenas laicizada de la providencia en la historia, una visión expresiva de
un actor social prometeico.
La influencia de esta representación sobre el m arxism o occidental a lo
largo de todo el siglo XX, y especialm ente de la noción de totalidad, ha es­
tado llena de consecuencias para la sociología . Esta situación es tanto más
extraña cuanto, en su juventud, como pocos otros autores del período, Lukács,

7 G eorg Lukács, Histoire et conscience de clase (París: Minuit, 1960), 9 4 .


8 Para esta noción y sus avatares en el marxismo del siglo XX, cf. Martin Jay, Marxism
and Totality, (Berkeley: University o f California Press, 1984).
bajo la doble influencia de Weber y de Simmel, es especialm ente sensible
ante la distancia entre lo objetivo y lo subjetivo, al punto que incluso le asigna
al proletariado la im portante y explícita tarea de superarla. Pero esta visión
colmada de metafísica nunca informó prácticamente su análisis del capitalismo.
Sería probablem ente injusto afirm ar que superpuso a la historia social un
relato, pero es evidente que no supo hacer explícitas todas las mediaciones
prácticas mediante las cuales la historia podía entenderse como realizada
por los hombres. Incapacidad tanto m ás notoria cuanto Lukács, aún más
que M arx (y de hecho, sobre este punto, en claro retroceso en relación con
Marx), no logra dar a la praxis toda su real centralidad ni concebir esta praxis
fuera de una relación estrecha con el trabajo. Estas insuficiencias marcaron
profundamente la representación del sujeto colectivo e impidieron, en el
seno de la tradición m arxista propiam ente tal, la producción de una visión
específicamente sociológica de la modernidad. Esta solo era posible a costas
de una inflexión radical de la herm enéutica del trabajo y de una ruptura de­
finitiva con todo residuo de filosofía de la historia. Solo a este precio habría
sido posible extraer un modelo sociológico de análisis de la modernidad,
a partir de la experiencia del movimiento obrero y de ciertas intuiciones
de Marx, a través de una conceptualización de las relaciones sociales por
el conflicto. Solo así habría sido posible desligarse definitivam ente de la
búsqueda de un saber capaz de revelar el fin de la historia.
Ahora bien, para hacer coherente este modelo había que poner en marcha,
al interior del m arxismo, una doble inflexión. La prim era requería ampliar
la noción de praxis desconectándola, al m enos en parte, de sus vínculos
exclusivos con la sola experiencia del trabajo9, o m ás bien, de la relación
hombre-producto. Una posición cuya principal lim itación provenía de la
voluntad de buscar siempre al autor detrás de sus obras, m ostrando el vín­
culo entre el trabajo y el producto, incluso buscar en el objeto elaborado el
proceso de producción m ás que las relaciones sociales propiam ente tales.
Es lo que m ás tarde Sartre expresará mejor que nadie bajo el térm ino de
«práctico-inerte»'0. Ciertam ente, a lo largo de todo el siglo la influencia
del trabajo no dejó de debilitarse, luego de toda una serie de esfuerzos que
apuntaron a ampliar esta noción, a limitar en el tiempo el carácter revelador
del trabajo, a insistir sobre el hecho que esta capacidad de estructurar lo
social no era lo propio del trabajo, sino que a lo sumo fue lo propio de las

9 Para uno de los primeros autores que inscribieron claram ente su critica de la obra de
Marx a partir del carácter reductor de la m etafísica del trabajo, cf. Charles Wright Mills,
The Marxists (Nueva York: Dell Publishing Inc., 1962).
10 Jean-Paul Sartre, Critique de la raison diatectique, 1. 1 (París: Gallimard, 1960).
relaciones de producción en una fase histórica determ inada. Sin embargo,
la ruptura nunca se consum ó del todo al interior del m arxism o mismo. La
segunda in flexión requería lograr una representación tendencialm ente
laicizada de la historia. El futuro podía así tornarse sombrío, desprovisto de
garantías escatológicas definitivas, más un avatar que un destino, sometido
a todos los azares y a todos los riesgos. Incluso la verdad pasaba a ser un
asunto de práctica, m ás o menos coyuntural, hasta incierto, y ya no m ás una
conciencia sin falla. Ahora bien, si la concepción m arxista de la historia se
abrió lentam ente a la creatividad humana, nunca se liberó realmente de
la problem ática de un sentido lim inar que la guiaba. El relato, dem asiado
a menudo, prim ó sobre el análisis en estos discursos que nos parecen hoy
en día tan extraños, tan herm osos y aterradores, donde la convicción se
m ezclaba, tan docta y peligrosam ente, con una confianza duradera en la
supuesta sabiduría del ser de la historia.
Por ello, a pesar de la im portancia del m arxism o occidental en la historia
intelectual del siglo XX, esta doble ruptura resultó demasiado profunda como
para poder ser efectuada en el corazón del m arxism o mismo. La sociología
de la m odernidad no era posible sino excediendo una pura herm enéutica
del trabajo y por debajo de una filosofía de la historia. Cierto, tal vez sería
posible m ostrar cómo, para autores adeptos al m arxism o, y en prim er lugar
Gram sci, la praxis deja lentam ente de identificarse de form a directa con el
trabajo o incluso cómo las posibilidades de emancipación de la clase obrera
ya no son un presupuesto m etafísico y se desprenden de los análisis concre­
tos del estado efectivo de la lucha de las clases. Pero es justo concluir que,
cuando realm ente se llevó a cabo este doble m ovim iento intelectual, los
autores tendieron a pensar por fuera de los lím ites de la estela propiamente
m arxista. En estos esfuerzos, en efecto, la distancia m atricial con el mundo
podía convertirse en el objeto central del análisis, dejando de ser percibida
únicamente como una falla temporal superable. Pero el análisis de la distancia
entre los hombres y el m undo se asociaba así, h asta llegar a confundirse
incluso, con las otras m atrices. El estudio sociológico propiam ente tal de
la m odernidad adhería así a la fragm entación de la vivencia del individuo
moderno, la separación de las esferas y de los ámbitos de acción, en fin, la
extensión del poder de planificación y de control social. En su defecto, una
confianza inusitada en la historia, por añadidura paralizada por las reali­
dades sociopolíticas del siglo X X , ha impedido que la mayor parte de los
autores m arxistas estudien verdaderam ente la distancia matricial propia de
la m odernidad, sino como un avatar del capitalismo, cuyo futuro prometía
secretam ente la superación.
El futuro ha decidido otra cosa al respecto. Hemos asistido m enos a un
desarrollo prometeico de la acción humana, capaz de transmitir una inte­
ligibilidad definitiva de la historia, que a una serie de fracasos históricos,
m etafísicos y sociológicos, y a una imposible reconciliación de los hombres
con el mundo. Los presupuestos eran tales, que el análisis sociológico de la
distancia m atricial adquirió la form a casi única de un relato recurrente del
colapso en una sociedad disociada e injusta, como asimismo de la posibilidad
y la promesa de un nuevo universo armonioso y utópico. Una representación
de la historia siempre en tensión entre la nostalgia y la utopía. Una nostalgia
apenas implícita, por cuanto muy a menudo es difícil de confesar. Una utopía
constantemente afirm ada, a pesar de las dudas.
Si b ien para m uchos la exigencia de la práctica revo lu cion aria y del
compromiso han tenido un rol m ayor en esta trayectoria, el límite último
llegó de entrada y para siempre desde cierta representación de la historia,
descuartizada entre la exigencia de su reducción a la praxis y la invocación
a una concepción extrahum ana. Por una parte, la historia solo podía ser el
resultado de estrategias m últiples, de prácticas dispersas, tendenciales y
parciales, fruto de la especialización y del abuso de la división social, su­
perposición de voluntades y de contrafinalidades, en síntesis, una práctica
siempre fragm entada. Pero por otro lado, la historia perm anecía com o una
representación superpuesta a los hechos sociales, otorgando u n sentido
capaz de ordenar, mediante un relato ampliam ente mítico, el caos de los
acontecimientos, ensalzando al final una visión bajo control de la aventura
humana, fascinación policiaca que m ás de una vez abrió el camino de los
campos de concentración. Atrapado entre estos dos extrem os, el análisis
sociológico de la m odernidad en el corazón del m arxism o fue presa de
contradicciones insuperables.

II. Las críticas p o sm o d ern a s

La representación m arxista de la historia ha sido íntimamente articulada


por un relato específico, en el cual siempre se ha concedido una función
importante a un sujeto de la historia, ya sea la burguesía o el proletariado,
antes de que la form a del relato se aplique a m uchos otros grupos sociales
— el Tercer Mundo, las mujeres, las m inorías étnicas, los jóvenes... Desde
este punto de vista, siempre ha habido, como lo ha indicado claram ente la
crítica posmoderna, una relación estrecha entre la idea de un m etarrelato
de la modernidad y la idea del sujeto . Es la razón por la cual el fin de cierta

11 Jean-Frani;ois Lyotard, La condition post-moderne (París: Minuit, 1979).


representación histórica del sujeto, lo que se ha denom inado la «muerte del
sujeto», ha acarreado en su disolución el agotamiento de esta representación
de la historia. La crítica de la posmodernidad, aunque el movimiento parece
resistir a toda síntesis y a una clasificación consensual de sus objetivos” ,
puede interpretarse en una de sus principales vertientes como un esfuerzo
radical por deshacerse de los principales presupuestos de la tradición m ar-
xista. Y como en ella, pero con mucho m enos ingenio, la posm odernidad
no tardó en resbalar en una vía analítica sin salida.

El fin de la historia

La prim era crítica atañe al relato de la historia y el rol explicativo último


que este ocupaba en la conciencia moderna. La posm odernidad «se carac­
teriza no solam ente como novedad en relación con lo moderno, sino m ás
radicalmente como disolución de la categoría de nuevo»’3. De hecho, la pos-
modernidad se concibe como libre de toda idea de fundamento y se elabora a
través de la movilidad de las interpretaciones, por una compulsión repetitiva
de form as y de temas, cuyo origen es olvidado. Y sea cual sea el camino
escogido, el de la depuración crítica del m odelo fundador de la filosofía ' 4 o
de la clasificación de los principales tem as de la condición posm oderna (el
fin de los m etarrelatos, la desestabilización de toda síntesis esencialista, la
m uerte del sujeto) , la posm odem idad siempre debe aprehenderse bajo la
influencia del deam bular y de la diseminación, o lo que aquí viene a ser lo
mismo, de la herm enéutica com prendida como el abandono de la idea de
la posible existencia de un lenguaje unificador de todos los discursos. De la
herm enéutica al constructivism o, la posm odernidad señala la desestabili­
zación de la confianza m etafísica en cierta concepción de la realidad social
y de la verdad, de hecho de la historia, ya que en lo sucesivo no se trata m ás

12 Notem os sobre este tem a, que si bien la posm odernidad marca para algunos autores
la m uerte del su jeto en las cien cias hum anas (cf. en tre m uchos otros, Luc Ferry y
Alain Renaut, La pensée 68 [París: Gallimard, 1985)), esta señala para otros intérpretes
la reintroducción de una dim ensión hum anista en la arquitectura (cf. S co tt Lash,
«Postm odernism as hum anism ? Urban Space and Social Theory», en Bryan S. Tumer,
ed., Theories o f Modernity and Postmodernity (Londres: Sage Publications, 1990], 62-74).
Para un célebre pasaje que insiste sobre la polisemia del térm ino, cf. Dick Hebdige,
Hiding in the Light: on Images and Things (Londres: Routledge, 1988), 18 1-18 2 .
13 Gianni Vattimo, La fin de la modernité (París: Seuil, 1987), 10.
14 Especialm ente de la identificación de la filosofía y de la epistem ología, en definitiva,
de la teoría del conocim iento fundado. Cf. Richard Rorty, L'homme spéculaire (París:
Seuil, 19 90).
15 Lyotard, La condition post-moderne.
que de interpretar acontecimientos y signos'6. La realidad está constituida
por discursos inconm ensurables, y la utilidad práctica pasa a ser el criterio
último de discrim inación entre las diversas representaciones. El diferendo
se convierte así en una cuestión tanto más punzante cuando, al enfatizar la
heterogeneidad de los casos posibles, los posm odernos terminan por poner
en prim er plano las situaciones marcadas por la ausencia de un lenguaje
com ún, p or residuos no expresados, por singularidades aplastadas por
falsos universales'7.
A p esar de las diferencias, es el punto com ún de los proyectos inte­
lectuales de Richard Rorty y Jean-Frangois Lyotard. Si para el prim ero se
trata ante todo de «limpiar» el lenguaje o la conciencia, lo que supone de
inm ediato abandonar la «pretensión de la Razón a erigirse como tribunal
de lo real», para Lyotard la posm odernidad («o el estado del saber en la
sociedad posindustrial») ya no se legitima a través de la invocación a un
m etadiscurso. Se quiebra así la necesidad de un fundam ento últim o del
saber (el relato de la emancipación de la hum anidad a través de la ciencia
y la idea de una unidad de la hum anidad por la filosofía) y se acota a un
conocimiento que ya no es articulado por la idea de perform ance, sino m ás
bien por la lógica de consecuencias. Por un lado, se cuestiona la idea de la
filosofía como teoría general de la representación del mundo y, por otro,
se rechaza la idea de una Razón, única y universal. Pero en ambos casos se
im pugna la prim acía de la búsqueda del origen primero en el pensamiento
occidental y la idea de un futuro concebido bajo la influencia de la idea de la
superación. La posm odernidad no es otra cosa que el punto extremo de este
giro simbólico. A la som bra de este culturalismo, toda la realidad social se
transform a en un campo de representaciones, por cuanto la ausencia de un
relato fundador lim inar deja flotar los signos. En lo sucesivo, cada discurso
está obligado a generar por sí mismo, y mediante la prueba de su eficacia, su
propia fuente de autoridad. La realidad social se estructura a través de una
pluralidad de lenguajes, de textos sometidos a una formidable diseminación,
cuya recomposición sigue formas altamente heterogéneas. Así, la conciencia
del carácter aleatorio y arbitrario de las representaciones no es sino una
larga letanía intelectual del abandono del relato unificador de la historia. La
Razón, luego de una larga historia crítica posnietzscheana de la filosofía, se
ve así privada de la facultad de colmar el vacío de legitimación dejado detrás

16 Para un a in te r p r e t a c ió n en e s t e s e n tid o d e l v ín c u lo e n t r e la h e r m e n é u tic a y la


p o sm o d e rn id a d , cf. G ianni V attim o, Ethique de 1’mterprétation (París: La D é co u v e rte,
19 9 1).
17 Jean -Fran 9 0 is L yotard, Le Différend (París: M inuit, 1983).
de ella por el fin de la historia. Ya no tiene ningún acceso privilegiado a lo
real o a la naturaleza y ninguna de sus m anifestaciones puede pretender
encarnar un m odelo suprahistórico de la racionalidad. Como lo dirá con
justa razón Zygmunt Baum an, los analistas dejan de ser «legisladores» de
lo real y deben lim itarse a una función de sim ples «intérpretes»’8.
Este proceso produjo un verdadero desahogo que organizó y acompañó
el desm oronam iento del hegelo-m arxism o. El m om ento posm oderno es
pues inseparable de esta fase histórica precisa, donde los intelectuales
sienten que «no tienen nada m ás que decir», se autoproclam an libres de
todo deber o función social, en fin, repiten (a veces con un real talento) este
m ensaje, que no es uno, desde hace varias décadas. Y no obstante, conser­
van, especialm ente en Francia, la nostalgia de su rol de confidentes de la
Providencia, no se conforman, a pesar de sus declaraciones, con ser simples
intelectuales específicos y, al fin, en un m undo dom inado por el mercado y
la razón instrum ental, parecen venidos a m enos al lado de los empresarios
y de los políticos” . En todo caso, la fragm entación es tal que ya no se trata
de generar marcos de pensam iento y de acción para reducir o exorcizar el
desorden, sino, por el contrario, se trata de negar la validez de todo relato
ordenador de los acontecimientos, en beneficio de una com prensión de la
realidad social en térm inos de puro movimiento .

La muerte del sujeto

La segunda crítica, en toda su radicalidad, no se limita solamente a recha­


zar la concepción am pliam ente tradicional de un yo no relacional. Apunta
incluso a disolver en sí la idea de sujeto que deja de ser ideado en térm inos
de estructura y no lo es m ás que en su calidad de acontecimiento. Más aún
el sujeto, tal como había sido concebido por la filosofía m oderna, pierde
su función fundacional. Representación cultural particular de la filosofía
construida con el fin de dar un principio y fundam ento al mundo moderno,
la noción pierde su centralidad m etafísica para pasar a ser nada más que un
relato. Poco im porta aquí la pluralidad de m aneras y de matices mediante

18 Zygm unt Bauman, Legislators and Interpreten (Cambridge: Polity Press, 1987).
19 Alex Callinicos, «Reactionary Postm odernism ?», en Roy Boyne y Ali Rattansi, eds.,
Postmodernism and Society (Londres: Macmillan, 1990), 97-118.
20 C eorges Balandier, Le désordre (París: Fayard, 1988). Para Wagner, este proceso sería una
suerte de retorno a las condiciones históricas iniciales de creación de las sociologías
de la modernidad. A sem ejanza d e la experiencia social del fin del siglo XIX, los actores
hacen de nuevo la experiencia d e un mundo d espojado de sus certidumbres. Cf. Peter
Wagner, Liberté et discipline (París: M étailié, 1996), 265-268.
la cual los autores posm odernos dan cuenta de este proceso; para todos se
trata de concebir las consecuencias del fin del pensam iento del fundamento
en nuestra com prensión del mundo . Esta representación lanza por tierra
la idea m isma de alienación, que siempre, en últim a instancia, se basaba en
un modelo m ás o m enos norm ativo de un yo coherente, m ientras que los
posm odernos despliegan una concepción de un yo dividido, fragmentado,
en ruptura radical con toda idea de totalidad. Es que m ás allá de la sola
disolución, ciertam ente radical de la idea de un sujeto colectivo , la crítica
terminó por socavar las bases mismas de la representación del sujeto moderno.
La «muerte del sujeto», es decir, de esta representación histórica del sujeto,
abre entonces la vía, en el fin del siglo XX, al reino del individualism o. El
agotamiento del antiguo relato del sujeto colectivo lleva a ciertos autores
a postular la constitución de un nuevo individualism o, que emerge de sus
escombros. En verdad, de un sentimiento. Del hecho de venir después y de
tener la certeza de que la vida continua. Lipovetsky lo expresó con todo el
énfasis necesario: «Dios ha muerto, las grandes finalidades se extinguen, pero
a nadie le importa, esa es la buena nueva, allí está el límite del diagnóstico
de Nietzsche a propósito del oscurecim iento europeo. El vacío del sentido,
el desm oronam iento de los ideales no condujeron com o era de esperarse a
m ás angustia, m ás absurdo, m ás pesim ism o»23. En este contexto, grande es
la tentación de transform ar los proyectos sociales en m eros asuntos éticos.
El problem a es saber cóm o el hombre puede asegurar su felicidad en medio
de una sociedad fragm entada, donde los actores no pueden ubicarse en un
conjunto social entendido como ordenado y coherente. ¿Cómo hacer para
que lo social tenga sentido individualm ente?24.
La identidad de los sujetos aparece como efím era y fluctuante. Los proyec­
tos de vida de los individuos ya no pueden afianzarse en universos sólidos
de significado y la construcción de las identidades individuales ya no logra
superar, si no de m anera temporal y contingente, la desinserción del sujeto
y del mundo. Para los autores posm odernos, los vínculos se disuelven en
una serie de encuentros aleatorios, las identidades son una circulación de
máscaras, las historias de vida una serie de episodios solam ente vinculados

21 Para dos buenas presentaciones de estos debates, cf. Cianni Vattlmo, «La crise de la
subjectivité de Nietzsche á Heidegger», en Ethique de l'interpretation (París: La Découverte,
1991), 93- 115; Agnes Heller, «Death o f the Subject?», Thesis Eleven 25 (1990): 22-38.
22 Ernesto Laclau y Chantal M ouffe, Hegemony and Socialist Strategy (Londres: Thetford
Press, 1985).
23 Gilíes Lipovetsky, L'ére du vide (París: Gallimard, 1983), 41-4 2 .
24 En este sentido, cf. Zygm unt Bauman, Postmodern Ethics (Oxford: Blackwell, 1993);
Gilíes Lipovetsky, Le crépuscule du devoir (París: Gallimard, 1992).
entre sí por una m em oria efímera. Las identidades individuales no son más
que palimpsestos, toda vida es un conjunto aleatorio de fragmentos.

Crítica de la hermenéutica del trabajo

Finalmente, la tercera gran crítica organiza una suerte de reemplazo de


la idea de «producción» por la de «consumo»25. Un reemplazo que, cuando
se lleva a cabo, da como resultado el abandono o la relativización de las
lógicas propiamente explicativas, basadas sobre los conceptos fuertes de
«verdad», de «realidad», de «fundamento», de «sujeto», en beneficio de una
comprensión de la vida social mediante metáforas y descripciones efímeras,
puntuales y fragm entarias, las cuales adhieren a la conducta desenfrenada
y transitoria del consumo. Uno puede incluso llegar a preguntarse hasta qué
punto toda la posm odernidad no es lisa y llanamente uno de los resultados
inevitables de una sociedad donde el acto central no es, como lo pretende
Gianni Vattimo, la comunicación , sino el consumo, el que precisamente no
crea relaciones, sino que se diluye en un acto solitario, que, cierto, se repite
varias veces, pero siempre susceptible de ser experim entado con la misma
ausencia relacional. Con el fin de la sociedad industrial se derrum baría
tam bién la imagen de un hombre actor, autor histórico, creativo, como si
toda referencia a una im agen de la sociedad y a una idea del sujeto se hi­
ciera im posible fuera de esta referencia. Transform aciones que justifican
el reemplazo de la econom ía política por la sem iología27.
M ucho antes que otros, y en un grado extremo, Jean Baudrillard extrajo
para una reflexión sobre la sociedad m oderna todas las consecuencias de
la prim acía del consum o sobre la producción. Lo propio de una sociedad de
consum o es la amalgam a de los signos, el lugar de los productos al interior
de un universo de intercambio hace que todas las categorías de bienes sean
«consideradas como cam pos parciales de una totalidad consum idora de
signos» . Este proceso llevará inexorablem ente a Baudrillard a considerar
cada vez m ás la negación de lo real en beneficio de una aprehensión de los

25 Para una lectura del conjunto de la posm odernidad a partir de esta perspectiva, cf.
David Lyon, Postmodernity (Buckingham: Open University Press, 1994).
26 Gianni Vattimo, La société transparente (París: Desclée de Brouwer, 1990).
27 El presentim iento de este cam bio era ya visible en los trabajos de Lefebvre. Para él, la
sociedad tiene y funciona cada vez más a través del discurso; las relaciones constituidas
por la form a del lenguaje y bajo esta modalidad desplazan a las relaciones construidas
en torno a una actividad. Cf. Henri Lefebvre, La vie quotidienne dans le monde moderne
(París: Gallimard, 1968).
28 jean Baudrillard, La société de consommation (París: Gallimard, 1985), 21.
signos que se desvinculan progresivamente de los objetos. En el consumo,
no se term ina nunca por consum ir el objeto en sí, sino que se m anipulan
los objetos como fuente de distinción. De esta prim era gran constatación,
Baudrillard pasa a una crítica severa del m arxism o en su deseo de estable­
cer la producción en el fundam ento de la evolución genérica del devenir
humano. Le reprocha sobre todo el no poder liberarse de cierta concepción
ingenuam ente realista del trabajo y de la relación con la naturaleza. Es ne­
cesario así alejarse de la crítica de la econom ía política con el fin de captar
la complejidad del universo en el cual vivim os. «El signo ya no designa nada
en absoluto, atañe a su verdad estructural lím ite, que no es otra que rem itir
a otros signos. Toda la realidad se convierte entonces en el lugar de una
m anipulación demiúrgica, de una sim ulación estructural» .
De lo que se trata es pues de dar cuenta de una sociedad donde la conducta
de los consumidores se está convirtiendo en «el centro cognitivo y m oral de
la vida social, el vínculo integrador de la sociedad»30. En síntesis, la tienda o
más bien el supermercado reemplazan a la fábrica como lugar de pregnancia
significativa de la vida social. U na m etáfora que perm ite com prender el
énfasis que la posm odernidad pone en el desapego y lo efímero, la libertad
del consum idor que siempre está en adecuación m ás o m enos aleatoria con
el mercado. El sentido del m undo ya no se encuentra en el acto creador, en
la voluntad m ás o m enos consciente de hacer la historia, sino, justam ente
por el contrario, en el acto de consumo, única práctica que en lo sucesivo
otorga sentido a los objetos. En la antigua concepción, la idea de autor con­
servaba aún un sentido, e incluso un sentido preem inente, sea cual sea, por
lo dem ás, la transform ación de sentido que viven los objetos en el tumulto
del mundo. Para la posm odem idad, la centralidad del consum o elimina esta
problemática. El sentido de los objetos no antecede a su demanda. Por ende,
la posm odernidad puede construirse como una explosión incontrolable de
signos a los que, de vez en cuando, los individuos dotan de significados.
Cierto, las diferencias son im portantes según las interpretaciones insistan
sobre la dom inación global que se expresa detrás de este desplazam iento,
el rol del consum o en el ámbito económico, las transform aciones que han
ocurrido en la producción cultural3' o que, por el contrario, se insista en el

29 Jean Baudrillard, Le miroir de la production (Tournai: Casterm an, 1973), 108.


30 Zygmunt Bauman, Intimations of Postmodernity (Londres-Nueva York: Routledge, 1992),
49-
31 Para interpretaciones globales de la posmodernidad com o nueva etapa sociohistórica,
cf. Frederic Jam eson, Postmodernism, or the Cultural Logic ofLate Capitalism (Londres:
Verso, 1991); David Harvey, The Condition o f Postmodernity (Cambridge: Basil Blackwell,
1989); Scott Lash, Sociology o f Postmodernism, (Londres: Routledge, 1990).
consum o como nuevo núcleo significativo de la vida social, que permite la
expresión de la evanescencia específica y creciente de la condición moderna.
Sin embargo, el consumo es el objeto central de la reflexión en ambos casos.

¿Una sociología posm odem a?

La posm odernidad no es ni un marco explicativo ni tampoco una teoría


de la sociedad, ni siquiera una coyuntura histórica precisa. En realidad, es
ante todo un discurso que reúne (e invierte) elem entos descompuestos de
un cierto relato histórico. A partir de allí se puede com prender sin duda la
naturaleza particular del fenómeno, su fractura constitutiva, ni puro sínto­
ma de una crisis (aquélla de la sociología clásica) ni verdadero proyecto de
reconstrucción de una perspectiva analítica. La posm odernidad es menos
una ruptura que un proyecto que intenta extraer todas las consecuencias
posibles de una crítica devastadora de un cierto relato de la modernidad.
A veces en los límites de la sociología, a veces decididam ente m ás allá de
ella, los autores posm odernos reflejan, ante todo en sus obras, los efectos
de esta descom posición. Sobre todo, no se trata solam ente de negar todo
alcance ontológico a la historia, sino que m ás radicalmente de cuestionar
todo discurso histórico, desplom ar la ilusión de un proyecto coherente en la
historia. Por eso se ha podido decir de m anera general y con justa razón que
la posm odem idad es el período que se vive como algo que viene después de*.
El discurso en torno a la posm odernidad socava al m ismo tiempo la idea
de sujeto colectivo, de historia, como asimismo la primacía de una represen­
tación de la sociedad bajo la influencia casi exclusiva de la herm enéutica
del trabajo. Pero esta descom posición no alim enta un verdadero análisis
sociológico de la modernidad. En el mejor de los casos, y en los mejores de
los trabajos, la modernidad es más aprehendida que interpretada. Sin embar­
go, los lím ites de una sociología posm oderna no provienen solamente de la
especificidad de su génesis histórica. Dichos límites tam bién se encuentran
en la imposibilidad de producir verdaderamente una sociología con la noción
de un sujeto destruido o que tenga en cuenta, cabalm ente, una concepción
caótica-m últiple de lo real. Cuando realmente se toma en cuenta el modelo
del sujeto destrozado, estam os obligados a constatar que, muy a menudo,
los análisis solo quedan en lo metafórico, o bien se restringen a la evocación
de situaciones que, con m ucha frecuencia, una noción como la de incon­
gruencia de los roles, o a lo sumo una descripción fenomenológica, serían

32 Para esta caracterización de la posm odernidad, cf. A gnes Heller, Ferenc Fehér, The
Postmodern Political Condition (Nueva York: Columbia University Press, 1988).
ampliamente suficientes para dar una descripción. Cuando se concibe la rea­
lidad como ontológicamente múltiple, muy a menudo, en este caso también,
los análisis se expresan en términos de contradicciones o de ambivalencia; la
sociología tendiendo a multiplicar al infinito las diversas formas o principios
de acción. El resultado frecuentem ente es insatisfactorio por partida doble.
Ya sea que se vuelve a una concepción objetiva de los principios de acción
— y se desecha entonces una vez m ás de la sociología la idea de un sujeto
destrozado— . O bien se tom a en serio cabalm ente la idea de una realidad
social irreprimiblemente múltiple y contingente y se está entonces obligado
a construir los sentidos de las situaciones solam ente mediante la gestión
del actor — volviendo así a una concepción bastante tradicional del sujeto
en su calidad de fundam ento último de la unidad de la vida social— .
En sociología, la perspectiva posm oderna no es por consiguiente ni una
teoría de la acción ni, tampoco, una teoría de la sociedad. Ella las integra y
las rebasa a la vez, al tiem po que se define, paradójicam ente, por un doble
déficit teórico hacia ellas. La posm odernidad aparece a la vez com o m ás
que una teoría de la acción o de la sociedad m odernas, a tal punto está
m arcada por vastas representaciones culturales, y m enos que un enfoque
de la acción y de la sociedad, a tal punto que sus análisis sociológicos se
revelan a menudo como insuficientes o perentorios. El análisis sociológico
de la m odernidad perm anece fuera del discurso posmoderno.
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12 9 -17 3.
índice onomástico

A b e r c r o m b ie , N i c o l á s : 49 n . 3 0 ; 1 3 0 n . 1 6 0 .

A d o r n o , T h e o d o r W.: 228 n. 3; 229 n. 4; 2 30 n. 6 ; 234; 236-237; 244 n. 53; 248-249;


255 n. 10.
A lb er t , H a n s : 2 8 1 n. 5; 3 0 0 n . 44.

A l e x a n d e r , J e f f r e y C.: 24 n. 6 ; 26 n. 14; 35 n. 1; 4 9 n. 29; 79 n. 32; 10 0 n. 7 9 ; 108 n. 22;


152 n. 43; 182 n. 28.

A m io t , M i c h e l : 4 15 n. 43.

A n d e r s o n , N e ls : 3 6 1 n . 4 4 , 45,4 6 .

A n d e r s o n , P e r r y : 2 6 3 n . 2 4 ; 463 n . 5.

A n s a r t , P ie r r e : 2 8 n . 18 .

A p e l , K a r l -O t t o : 3 0 0 n . 4 4 ; 3 0 3 - 3 0 4 n . 5 6 .

A rch er, M a r g a r et: 4 37 n. 25.

A r n a u d , A n d r é -Je a n : 13 9 n . 18 .

A r o n , R ay m o n d : 2 2 n . 3 ; 2 7 n . 1 5 ; 3 0 n . 2 1 ; 59 n . 5 7 ; 1 8 9 n . 5 1 ; 1 9 4 n . 6 6 ; 19 8 n . 74 ;
2 3 1 n. 8 ; 325 n. 14 ; 326 n. 16 ; 457 .
A s s o u n , P a u l - L a u r e n t : 2 4 3 n . 49 .

A t l a n , H e n r i: 1 3 4 n . 6 ; 1 3 5 n . 9.

Ba l a n d ie r , G e o r g e s : 4 7 0 n . 2 0 .

B a l d n e r , Je a n - M a r ie : 33 6 n. 5 1.

B a l e s , R o b e r t F .: 86 n . 4 9 ; 8 7 n . 53 ; 89 n . 5 7 ; 9 0 n . 5 9 ; 9 2 n . 6 1.

B a r a l d i , C l a u d io : 1 3 2 n . 2 .

B a r e l , Y v e s : 1 3 4 n . 5 ; 373 n . 7.

Ba t e s o n , G r eg o r y : 3 9 2 n . 73.

B a u d e l a i r e , C h a r l e s : 3 1 7 n . 1 ; 3 2 0 n . 5.

B a u d r i l l a r d , J e a n : 2 5 n . 1 0 ; 4 7 2 n . 2 8 ; 473 n . 2 9 .
Ba u m a n , Zy g m u n t : 3 19 -3 2 0 n. 3; 4 7 0 n. 18 ; 4 7 1 n. 2 4 y 30 .

B a x t e r : 18 0 .

B e ck , U l r i c h : 4 4 4 n . 4 2 ; 445 n . 4 5 ; 446 n . 4 8 ; 447 n . 5 3 ; 4 4 9 n . 57.

B é ja r , H e le n a : 2 1 8 n . 4 7 ; 3 7 9 n . 2 4 .

B e l l , Da n ie l : 1 3 1 n . 1.

B e n d i x , R e i n h a r t : 1 7 1 n . 1.

B e n ja m ín , Wa l t e r : 2 2 8 ; 2 4 8 .

Berg er: 280.

B er g so n , H e n r i: 3 37 n. 56.

B e r m a n , M a r s h a l l : 3 2 0 n . 4.

B e r n s t e i n , R i c h a r d : 4 6 1 n . 3.

B e r t h e l o t , Je a n -M ic h e l : 4 1 n . 1.

B e s n a r d , P h ilip p e : 3 6 n . 3 ; 4 3 n . 9 ; 4 4 n . 1 1 ; 4 5 n . 1 7 ; 5 0 n . 3 3 ; 352 n . 2 5 .

B i s m a r c k , O t t o , v o n : 19 2 .

Bl a c k , M a x : 83 n . 4 1.

B lu m e r , H e r b e r t : 353 n . 2 6 ; 3 6 6 n . 57.

B o g n e r , A r t h u r : 2 16 n . 4 1.

B o l t a n s k i , L u c : 114 n . 4 8 ; 373 n . 6 .

B o r l a n d i, M a s s im o : 36 n . 3 ; 4 3 n . 9 ; 4 4 n . 1 1 .

B o u c h in d h o m m e , C h r is t ia n : 3 0 1 n . 4 5 .

B o u d o n , R ay m o n d : 1 8 6 n . 4 3 ; 2 7 0 n . 5 1 ; 3 2 1 n . 1 ; 3 2 5 n . 1 4 ; 3 2 6 n . 1 7 ; 434 n . 17.

B o u r d ie u , P ie r r e : 1 2 ; 1 3 ; 3 8 ; 1 0 3 n . 1 , 2 y 3 ; 1 0 4 n . 4 ,5 y 7; 1 0 5 n. 8 ; 1 0 6 n. 1 2 , 1 3 , 1 4 ,
1 5 y 1 6 ; 1 0 7 n . 1 8 y 1 9 ; 1 0 8 n. 2 1 y 2 2 ; 1 0 9 n. 2 3 , 2 6 y 2 8 ; 1 1 0 ; 1 1 1 n. 3 2 y 33 ; 1 1 2 n.
3 5 , 3 6 , 37,38 y 3 9 ; 1 1 3 n. 4 0 , 4 2 , 4 3 ,4 4 y 4 5 ; 1 1 4 n . 4 6 y 47 ; 1 1 5 n . 4 9 , 5 0 y 5 1 ; 1 1 6
n. 5 2 ,5 3 y 55 ; 1 1 7 n. 5 6 ,5 7 y 5 8 ; 1 1 8 n. 59 , 6 0 , 6 1, 6 2 y 6 3 ; 1 1 9 n. 6 6 ; 1 2 0 n. 7 1 ; 1 2 1
n. 7 2 , 7 4 y 75 ; 1 2 2 n. 7 6 y 7 7 ; 1 2 3 n. 8 5 ; 1 2 4 n. 8 6 , 8 7 ,8 8 y 8 9 ; 1 2 5 n . 9 0 , 9 2 , 93 , 9 4 ;
1 2 6 n . 9 5 ; 1 2 7 n . 9 7 ; 1 2 8 n. 9 8 , 9 9 , 1 0 1 ; 1 2 9 n. 1 0 2 y 1 0 3 ; 1 3 0 n . 1 0 6 , 1 0 7 y 1 0 8 ; 4 1 5
n . 4 3 ; 43 4 .

B o u r e t z , P i e r r e : 19 8 n . 7 3 ; 3 0 0 n . 4 4 .

B o u r r ic a u d , FRANgois: 6 9 n . 4 ; 76 n . 2 4 ; 8 2 n . 3 8 ; 1 1 1 n . 3 1.

B o u v e r e s s e , Ja c q u e s : 1 1 3 n . 4 2 .

B o y n e , R o y : 4 7 0 n . 19 .

B r u b a c k e r , R o g e r s : 1 1 7 n . 57.

B u b n e r , R ü d ig e r : 243 n . 4 9 ; 3 0 8 ; 3 0 9 n . 67.

B u c k l e y , W a l t e r : 97 n . 73.

B u l m e r , M a r t i n : 3 4 5 n . 3.

B u r g e s s , E r n e s t W .: 3 4 5 n . l ; 3 4 6 n . 6 ; 3 5 0 n . 2 1 .

B u r k it t , Ia n : 2 0 7 n . 1 1 ; 2 1 6 n . 4 1.
C a il l é , A l a in : 1 1 0 n . 3 0 ; 1 1 8 n . 62.

C a l h o u n , C r a i g : 1 0 3 n . 2 ; 1 1 7 n . 57.

C a lin e sc u , M a t e i: 2 5 n. 8 .

C a l l i n i c o s , A l e x : 4 7 0 n . 19 .

C a l v i n , J e a n : 17 5 .

C á r t e r , E l l w o o d B .: 345 n . 4.

C a s c a r d i , A n t h o n y J.: 2 8 5 n . 17.

C a s t e l l s , M a n u e l : 3 4 6 n . 5.

C a s t o r ia d is , C o r n e l iu s : 4 6 0 n . 2.

C e r t e a u , M ic h e l de: 10 5 n . 1 1; 10 6 n. 12 .

C h a r tie r , R o ger: 2 0 3 ; 2 0 4 n. 2; 2 13 n. 26.

C h a z e l, F r a n ^ o i s : 74 n . 1 8 ; 79 n . 3 1 ; 434 n . 17.

C l a m , J e a n : 1 3 5 n . 7.

C l a r k , J o n : 4 0 3 n . 1 ; 4 0 8 n . 1 3 ; 4 1 5 n . 4 5 ; 437 n . 2 5 ; 439 n . 3 0 .

C o h é n , I r a J.: 4 3 2 n . 9.

C o h én , Je a n : 4 10 n. 2 2 .

C o h n , D o r r i t : 4 0 0 n . 97.

C o l l in s , R a n d a l l : 3 7 2 n . 4.

C o l l i o t - t h é l é n e , C a t h e r i n e : 1 7 1 n . 3 ; 1 7 6 n . 1 1 ; 2 0 4 n . 4.

C o l o m y , Pa u l : 3 5 n . 1 ; 1 5 2 n . 4 3 .

C o m e t t i, Je a n -P ie r r e : 3 0 3 - 3 0 4 n . 56 .

C o m te , A u g u s t e : 2 6 ; 3 0 .

C o r s i, G ia n c a r l o : 1 3 2 n . 2 .

C o s e r , L e w is A .: 2 7 n . 1 5 ; 335 n . 4 7 ; 3 4 5 n . 2 .

C o u lo n , A la in : 3 6 0 n. 4 2 ; 36 9 n . 6 6 .

C u í n , C h a r l e s - H e n r y : 4 9 n . 3 1.

Da h r e n d o r f, R a l f : 7 2 n. 14 .

D é c h a u x , J e a n -H u g h e s : 2 2 0 n . 5 6 .

D e l e u z e , G i l l e s : 2 6 2 n . 3 0 ; 2 7 4 ; 2 7 5 n . 67.

D e n z in : 3 9 2 n . 7 2 ; 399 n . 9 2 .

D e r o c h e - g u r c e l , L i l y a n e : 337 n . 5 5 .

D e r r i d a , Ja c q u e s : 2 6 2 n . 3 3 ; 2 7 2 n . 5 6 .

D e s c a r t e s , R e n é : 2 2 2 ; 2 4 3 ; 4 19 .

De sc o m b e s, V in c e n t : 2 7 0 n . 53.

D e u t s c h , K a r l : 35 n . 2 .
D ia n i , M a r c o : 4 0 3 n . 1; 4 0 8 n . 13 ; 4 15 n . 4 5 .

D i g e o r g i , R a f f a e l e : 144 n . 2 8 ; 1 5 4 n . 4 5 .

D is s e l k a m p , A n n e t t e : 17 6 n . 12 .

D i t t o n , J a s o n : 3 7 2 n . 4 y 5.

D r e y f u s , H u b e r t : 2 5 6 n . 1 2 ; 2 5 7 n . 16 .

Du b a r , C l a u d e : 85 n. 46.

D u b e t , F r a n c o i s : 4 0 9 n . 17.

D u b i n , R o b e r t : 8 2 n . 39.

D u m o u c h e l , Pa u l : 1 3 4 n . 5.

D u n n in g , É r ic : 2 0 9 n . 1 5 : 2 1 3 n . 2 6 y 3 0 ; 2 16 n . 3 8 ,3 9 y 4 2 .

Du pr a t, G éra r d : 13 5 -13 6 n. 11.

D u p u y , J e a n - P i e r r e : 1 3 4 n . 5 ; 135 n . 9.

D u r k h e im , É m ile : 1 2 ; 3 0 ; 3 5 - 3 8 ; 4 1 n . 1 , 2 y 3 ; 4 2 n . 4 ; 4 3 n . 9 y 1 0 ; 4 4 n . 1 2 y 1 3 ; 4 5 n .
1 8 ; 4 6 n . 2 1 ; 4 7 n . 2 2 , 2 3 y 2 4 ; 4 8 n . 2 5 y 2 6 ; 4 9 n . 2 8 , 2 9 y 3 1 ; 5 0 n . 3 2 , 3 3 y 34 ; 5 1
n . 3 5 ; 5 2 n . 3 6 y 37 ; 53 ; 54 n . 4 0 y 4 1 ; 55 n . 43 ; 5 6 n . 47 ; 57 n . 4 9 , 5 0 , 5 1 y 5 2 ; 5 8 n .
5 3 ,5 4 y 55 ; 59 n . 5 6 , 57, 5 8 ,5 9 y 6 0 ; 6 0 n . 6 1 , 6 2 y 6 3 ; 6 1 n . 6 5 ; 6 2 n . 67, 68 y 6 9 ; 6 3
n . 74 y 75 ; 6 4 n . 7 6 ; 6 5 n . 7 8 y 7 9 ; 6 6 ; 6 9 ; 7 1 ; 7 2 n . 1 2 ; 8 4 - 8 5 ; 9 4 ; 1 0 0 ; 1 1 2 ; 1 5 3 - 1 5 4
n . 4 4 ; 1 6 3 ; 2 0 6 ; 3 2 1 n . 1 ; 344 n . 4 0 ; 345 n . 1 ; 3 5 2 n . 2 5 ; 3 7 2 ; 4 2 9 - 4 3 0 n . 1 .

E lia s , N o r b e r t : 12 ; 16 8 -16 9 ; 2 0 3 n . 1; 2 0 4 n. 2 ,3 y 4; 205 n. 5; 20 6 ; 2 0 7 n. 1 1 y 12 ;


2 0 8 n . 14 ; 2 0 9 n . 15 y 17 ; 2 10 n . 18 ; 2 1 1 n . 2 1; 2 12 n. 24 ; 2 13 n. 2 5 ,2 6 ,2 8 ,2 9 y 30;
2 14 n. 3 1,3 2 y 33; 2 1 5 n . 3 5 y 3 6 ; 2 1 6 n . 3 8 , 3 9 , 4 0 , 4 1 , 4 2 ,4 3 y 4 4 ; 2 1 8 n . 4 7 y 48;
2 19 n. 54 y 55 ; 2 2 0 n . 5 6 y 5 7 ; 2 2 1 n . 5 8 , 5 9 y 6 0 ; 2 2 2 n . 6 1 , 6 2 , 6 3 y 6 4 ; 2 2 3 n . 65,
6 6 , 6 7 y 6 8 ; 2 2 4 n . 6 9 , 7 0 , 7 1 y 7 2 ; 2 2 5 n . 73 , 74,75 y 76 ; 2 2 6 ; 2 5 4 .
E n g e l s , F r i e d r i c h : 4 6 1.

E r ib o n , D i d i e r : 2 5 5 n . 9.

E r ik s o n , E r ik : 443-

E s p o s ito , E le n a : 13 2 n . 2 .

F a r i s , R o b e r t E . L .: 345 n . 1 ; 3 6 1 n . 4 5 .

F e h é r , F e r e n c : 474 n . 3 2 .

F e n n : 143 n . 2 5 .

F e r r y , J e a n -M a r c : 2 8 3 n . 1 1 ; 2 9 0 n . 2 9 .

Fer r y, Lu c : 10 8 n . 2 2 ; 2 7 0 n . 5 3; 4 6 8 n. 12 .

Fe u e r b a c h , L u d w ig : 4 6 0 .

F l e is c h m a n n , Eu g é n e : 18 6 n . 4 0 .

Fo r r e s t e r , Jo h n : 2 6 2 n . 3 3 .
F o u c a u lt , M ic h e l: 1 2 - 1 3 ; 1 5 2 n . 4 2 ; 1 6 9 - 1 7 0 ; 2 5 0 ; 2 5 1 n . 1 , 2 , 3 y 4 ; 2 5 2 n . 5 ; 2 5 3 ; 2 5 4
n. 7 y 8; 2 5 5 n . 9 y 10 ; 2 5 6 n . 1 1 , 1 2 y 13 ; 2 5 7 n. 1 4 , 1 5 , 1 6 , 1 7 y 18 ; 2 5 8 n. 2 0 ; 2 5 9 n.
2 2 , 2 3 y 2 5 ; 2 6 0 n . 2 7 y 2 8 ; 2 6 1 ; 2 6 2 n . 3 0 , 3 1 y 33 ; 2 6 3 n . 3 4 y 3 5 ; 2 6 4 n . 3 6 , 3 7 , 3 8 y
39 ; 2 6 5 n . 4 0 y 4 1; 2 6 6 ; 2 6 7 n . 4 3; 26 8 n . 4 4 y 4 5 ; 2 6 9 n. 47 y 50 ; 2 7 0 n . 5 1 y 5 2 ; 2 7 1
n . 5 4 ; 2 7 2 n . 5 5 , 5 6 , 5 7 , 5 8 y 5 9 ; 2 7 3 n . 6 0 , 6 1 , 6 2 y 6 4 ; 2 7 4 n . 6 5 ; 275 n . 6 7 y 6 8 ; 2 7 6
n . 6 9 ; 277 ; 381 ; 382 ; 448 n . 5 6 .

F r a n k , M a n f r e d : 2 5 5 n . 9.

F re u d , S ig m u n d : 3 0 n . 47 ; 8 5 n . 4 7 ; 86 n . 5 1 ; 8 7 - 8 8 ; 2 1 4 ; 2 1 5 n . 3 5 ; 2 1 6 ; 2 1 7 n . 4 5 ; 2 2 7 ;
2 3 7 -2 4 0 ; 4 2 1.

F r e u n d , J u l i e n : 1 8 5 n . 3 8 ; 3 2 4 n . 9 ; 3 2 5 n . 14 .

F ried m a n , G e o r g e s : 4 0 8 .

F r i s b y , Da v i d : 3 2 5 n . 1 3 .

G a b e l, Jo sep h : 1 8 6 n . 4 2 .

G a r c í a A m a d o , Ju a n A n t o n io : 1 3 2 n . 3.

G a r f in k e l, H a r o l d : 7 2 n . 1 3 ; 3 7 1 n . 2 ; 3 9 2 n . 73 ; 4 3 5 -

G a r r ig o u , A la in : 2 0 4 n . 4 ; 2 1 3 n . 3 0 ; 2 1 4 n . 3 1 .

G a u c h e t, M a r c e l : 2 5 8 n . 2 1 ; 3 8 5 n . 4 5 .

G e rm a n i, G in o : 1 4 ; 35 n . 2 .

G e r t h , H a n s H .: 1 9 9 n . 7 6 .

G e y e r, F é lix : 1 3 7 n . 1 2 .

G id d e n s, A n t h o n y : 1 2 ; 37 n . 5 ; 4 8 n . 2 5 ; 5 3 n . 3 8 ; 1 9 2 n . 6 1 ; 235 n . 2 1 ; 2 3 7 n . 2 6 ; 2 8 7
n . 2 1 ; 3 1 9 ; 4 2 9 - 4 3 0 n . 1 ; 4 3 0 n . 2 , 3 y 4 ; 431 n . 5 , 6 y 7 ; 432 n . 8 , 1 0 , 1 1 y 1 2 ; 433 n .
1 4 ,15 y 1 6 ; 434 n . 18 , 1 9 , 2 0 y 2 1 ; 435 n . 2 2 ; 4 3 6 n . 2 3 y 2 4 ; 437 n . 2 5 , 2 6 y 2 7 ; 438
n . 2 8 y 2 9 ; 439 n . 3 0 ; 4 4 0 n . 3 1 , 3 2,33 y 35 ; 441 n . 3 6 , 37,38 y 39 ; 44 2 n . 4 0 ; 443 n .
4 1 ; 444 n . 4 2 ; 445 n . 43 , 4 4 ,4 5 y 4 6 ; 446 n . 4 7 ,4 8 y 4 9 ; 447 n . 53 ; 448 n . 5 4 , 55 y
5 6 ; 449 n . 57 , 58 y 5 9 ; 4 5 0 n . 6 2 y 6 3 ; 451 n . 6 4 y 6 5 ; 4 5 2 ; 453 n . 67.

G i l l a r d , L u c ie n : 3 3 6 n . 5 1

G o e t h e , J o h a n n W o lf g a n g v o n : 19 4 ; 3 2 4 n . 1 0 .

G o ffm a n , E r v in g : 1 2 ; 1 1 6 ; 3 1 8 ; 3 4 1 ; 3 6 2 - 3 6 3 ; 3 6 9 ; 371 n . 1 , 2 y 3 ; 3 7 2 n . 4 y 5 ; 373 n . 6


y 8 ; 374 n . 9 y 1 0 ; 375 ; 376 n . 1 5 ; 377 n . 1 7 , 1 8 , 1 9 y 2 1 ; 3 7 8 ; 379 n . 2 5 ; 3 8 0 n . 2 6 y 2 7 ;
3 8 1 n . 3 0 , 3 1 y 3 2 ; 3 8 2 n . 3 3 ; 383 ; 3 8 4 n . 4 1 y 4 2 ; 3 8 5 n . 4 5 y 4 6 ; 3 8 6 n . 4 7 , 4 8 , 4 9 y
5 0 ; 3 8 7 n . 5 1 y 5 2 ; 3 8 8 n . 5 4 , 55 y 5 6 ; 3 8 9 n . 59 , 6 0 y 6 1; 3 9 0 n . 6 3 , 6 4 ,6 5 y 6 6 ; 391
n . 7 0 y 71; 3 9 2 n . 7 2 ,7 3 y 74 ; 393 n . 75 y 77 ; 3 9 4 ; 397 - 398 ; 399 n . 9 2 y 93 ; 4 0 0 n . 9 6 ;
4 0 1 n . 9 8 y 9 9 ; 4 3 5 ; 453 .

G o ld m a n n , L u c ie n : 2 4 1 n . 4 1 ; 4 6 3 n . 6 .

G o ld s c h e id : 3 3 1 n . 3 1 .

G o n o s , G e o rg e : 3 7 2 n . 5 -

G o rm a n , E l e a n o r M i l l e r : 3 4 5 n . 4.
G o rz, A n dré: 4 2 4 n . 59 .

G o u l d n e r , A l v in W.: 53 n. 38; 9 9 n. 77; 372 n. 5; 460 n. 2.

G r a f m e y e r , Y v e s : 349 n . 18 .

G r a m s c i, A n t o n io : 4 1 1 ; 4 6 6 .

G r ig n o n , C l a u d e : 1 1 6 - 1 1 7 n . 5 5 .

G u ib e n t if , P ie r r e : 13 9 n. 18 .

H a b e r m a s , J ü r g e n : 8 0 n. 34 ; 8 2 n . 4 0 ; 8 3 n. 4 2 ; 8 4 n . 43 ; 1 4 2 n . 2 1 ; 1 6 9 - 1 7 0 ; 227 n. l;
234 ; 235 n . 1 9 ; 247 n . 6 6 ; 2 4 9 ; 2 5 5 n . 9 ; 2 7 9 ; 2 8 0 n . 2 ; 2 8 1 n . 5 ; 2 8 2 n . 6 y 8 ; 2 8 3 n .
9 , 1 0 , 1 1 y 1 2 ; 2 8 4 n . 1 5 y 1 6 ,2 8 5 n . 17 ; 2 8 6 n . 1 8 , 1 9 y 2 0 ; 2 8 7 n . 2 1 y 2 3; 2 8 8 n . 2 4
y 2 5 ; 2 8 9 n . 2 7 ; 2 9 0 n . 2 8 y 2 9 ; 2 9 1 n . 3 0 , 3 1 y 32 ; 2 9 2 ; 2 9 3 n . 3 4 ,3 5 y 3 6 ; 2 9 4 ; 2 9 5
n . 3 8 ; 2 9 6 n . 3 9 ; 2 9 7 n . 4 0 ; 2 9 8 ; 2 9 9 n . 4 3 ; 3 0 0 n . 4 4 ; 3 0 1 n . 4 5 ,4 6 y 47 ; 3 0 2 n . 49
y 5 0 ; 3 0 3 n . 5 1 , 5 2 , 5 3 , 5 4 , 5 5 y 5 6 ; 3 0 4 n . 5 7 ; 3 0 5 n . 5 9 ; 3 0 6 n . 6 0 y 6 1; 3 0 7 n . 6 3 ;
308 n . 6 4 y 6 5 ; 3 0 9 n . 6 7 y 6 8 ; 3 1 0 n . 6 9 ; 311 n . 7 0 y 7 2 ; 312 n . 73 ; 436 ; 4 6 3 n . 5.
Haesler, A ld o J.: 3 2 8 n . 2 3 .

H a fe r k a m p , H a n s : 1 5 2 n. 4 1.

H a n n e r z , U l f : 3 7 2 n . 4.

H a r v e y , Da v i d : 4 7 3 n . 3 1 .

H a y o z , N ic o l á s : 15 6 n . 4 8.

H e b b ig e , D ic k : 4 6 8 n. 12 .

H e g e l , F r i e d r i c h : 1 2 5 n . 9 1; 1 8 6 ; 2 2 7 ; 2 2 8 n . 3 ; 2 3 7 - 2 3 8 ; 2 4 3 ; 2 5 1 ; 2 8 5 ; 2 9 0 ; 3 1 0 ; 339 ;
4 0 1 ; 4 6 1; 4 6 4.

H e i d e g g e r , M a r t i n : 2 2 7 ; 2 2 8 - 2 2 9 n . 3 ; 471 n . 2 1 .

H e in ic h , N a t h a l ie : 2 1 4 n . 3 1.

H e l d , D a v id : 2 8 7 n . 2 1 ; 3 0 9 n . 6 7; 4 3 0 n . 3 ; 4 3 8 a . 2 8 ; 4 4 1 n . 38 .

H e l l e r , A g n e s : 4 7 1 n . 2 1 ; 474 n . 3 2 .

H e l l e r , T h o m a s C.: 1 4 2 n . 2 2 .

H e n n is , W ilh e m : 1 7 1 n . 2 ; 1 9 0 n . 5 4 .

H é r a n , F r a n c jo is : 1 1 3 n. 4 1 .

H e r p in , N ic o l á s : 3 5 0 n . 19 ; 3 6 0 n . 4 3.

H il l , S t e p h e n : 49 n. 3 0 ; 1 3 0 n . 10 6 .

H i r s c h , W a l t e r : 39 n . 6 .

H o b b e s, T h o m a s : 69 .

H o lto n , G er a ld : 28.

H o n n e t h , A x e l : 255 n . 1 0 ; 2 8 7 n . 2 2 ; 2 3 7 n . 2 6 .

H o r k h e i m e r , M a x : 2 2 8 n . 3 ; 2 2 9 n . 4 ; 2 3 0 ; 2 3 4 ; 2 3 6 - 2 3 7 ; 2 4 1 ; 2 4 2 n . 4 7 ; 2 4 3 ; 2 4 8 ; 249 -

H u s s e r l, E dm u nd: 279 ; 2 8 0 n. l; 3 2 8 n. 2 0 .
I s a m b e r t , F r a n q o is - A n d r é : 4 3 n . 9.

I s r a e l , Jo a c h im : 1 8 6 n . 4 1 .

Iz u z q u iz a , Ig n a c io : 1 3 8 n . 16 .

Ja m e s: 3 9 2 n . 73 -

Ja m e s o n , F r é d é r i c : 473 n . 3 1 .

Ja n k é l é v i t c h , V l a d i m i r : 3 3 7 n . 5 6 .

Ja u s s , H a n s R o b e r t : 2 2 n . 4 .

Jay, M a r t i n : 2 2 8 n . 3 ; 2 4 3 n . 4 8 ; 2 4 8 n . 6 7 ; 2 9 9 n . 43 ; 4 6 4 n . 8 .

J o a s , H a n s : 2 9 3 n . 35 -

Jo s e p h , I s a a c : 3 3 0 n . 2 8 ; 349 n . 1 8 ; 371-372 n . 3 ; 376 n . 1 5 .

K a e s l e r , D ir k : 173 n . 5 .

K a n t , E m m a n u e l: 2 3 8 ; 2 9 0 n . 29 .

K e l l e r : 392 n . 7 2 ; 399 n. 9 2 .

K lu c k h o h n , Fl o r e n c e : 9 3.

K o l a k o w s k i , L e s z e k : 459 n . 1.

K o h lb e r g : 3 0 3 n . 5 2 .

K o s e l l e c k , R e in h a r t : 2 0 n . 1.

K r a c a u e r , S ie g f r ie d : 3 2 5 .

K r e m e r - m a r ie t t i, A n gele: 2 7 3 n . 6 1.

Ku h n , T h o m a s S.: 2 8 n . 16 .

L a c a n , J a c q u e s : 2 6 2 n . 33 ; 446 n . 49 -

L a c la u , E r n e s t o : 4 7 1 n. 2 2 .

L a c l o s , P ie r r e C h o d e r l o s de: 379 n . 24 .

L a c r o ix , B e r n a r d : 2 0 4 n . 4 ; 2 1 3 n . 3 0 ; 2 1 4 n . 3 1 .

L a h ir e , Be r n a r d : 1 0 3 n . 2 ; 1 1 0 n . 29 .

Lam o de E s p in o s a , E n r iq u e : 18 6 n . 4 2 .

L a p e y r o n n ie , D id ie r : 3 8 6 n . 49.

L a s h , S c o t t : 1 8 2 n . 2 8 ; 2 6 2 n . 3 0 ; 4 44 n . 4 2 ; 445 n . 4 5 ; 446 n . 4 8 ; 447 n. 53 ; 449 n . 57 ;


4 6 8 n . 1 2 ; 4 7 3 n . 3 1.

L a z a r , J u d i t h : 432 n . 1 1 .

L e c h n e r , F r a n k J.: 9 4 n . 67.

L e f e b v r e , H e n r i: 3 2 0 n . 5 ; 4 7 2 n . 27.
L é g e r , FRANgois: 3 2 5 n . 1 4 ; 338 n . 5 8 ; 339 n . 6 1.

L e g o f f , Ja c q u e s : 3 0 n. 1 9 ; 4 0 9 n . 17.

L e p e n ie s , W o l f: 2 5 n. 1 2 ; 3 2 1 n . 2.

L e v in e , D o n a l d N.: 25 n. u ; 245 n. 4.

L ip o v e t sk y , G il l e s : 4 7 1 n . 2 3 y 2 4 .

Li p u m a , E d w a r d : 1 0 3 n . 2 .
L o c k w o o d , D a v id : 3 9 n . 6 ; 4 3 6 .

L o u b s e r , J a n J.: 1 4 5 n . 3 0 ; 1 4 8 n . 1 3 .

L o u is x iv : 2 11.

L o v e jo y , A r t h u r O .: 2 4 n . 7; 2 8 .

L ó w it h , K a r l : 1 7 9 n . 19 .

Lu c k m a n n : 280.

L u h m a n n , N i k l a s : 1 2 - 1 3 ; 3 8 ; 39 n . 6 ; 1 3 1 ; 1 3 2 n . 2 y 3 ; 1 3 3 ; 1 3 4 n . 4 , 5 y 6 ; 1 3 5 n . 7 y
1 1 ; 1 3 6 ; 1 3 7 n . 1 2 , 1 3 y 1 4 ; 1 3 8 n . 1 6 ; 1 3 9 n . 1 8 ; 1 4 0 n . 19 y 2 0 ; 1 4 1 ; 1 4 2 n . 2 1 , 2 2 , 2 3 y
2 4 ; 143 n . 2 5 ; 144 n . 2 7 , 2 8 y 2 9 ; 145 n . 3 0 ; 1 4 6 n . 3 1 ; 1 4 7 n . 3 2 ; 1 4 8 n . 33 y 34 ; 149 n .
37 y 38 ; 1 5 0 n . 3 9 ; 1 5 1 n . 4 0 ; 1 5 2 n . 4 1 , 4 2 ; 153 n . 4 4 ; 154 n . 4 5 ; 155 n . 4 7 ; 1 5 6 n . 4 8 ;
157 n . 4 9 , 5 0 y 5 1 ; 158 n . 5 2 y 5 3 ; 159 n . 54 ; 1 6 0 n . 55 y 5 6 ; 1 6 1 n . 57 y 5 8 ; 1 6 2 ; 16 3
n . 6 0 ; 16 9 .

L u k á c s , G e o r g : 2 8 8 ; 2 9 8 ; 339 n . 6 2 ; 4 0 6 - 4 0 7 ; 4 6 3 ; 4 6 4 n . 7 ; 4 6 5 .

L u k e s , S t e v e n : 47 n . 2 3 ; 49 n . 2 9 ; 5 0 n . 3 2 .

L y o n , D a v id : 4 7 2 n . 2 5 .

Ly o t a r d , Je a n - F r a n ^ o i s : 4 6 7 n . 1 1 ; 4 6 8 n . 1 5 ; 4 6 9 n . 1 7 ; 3 0 2 n . 5 0 .

M a d g e , J o h n : 353 n . 2 6 .

M a l l e t , S e r g e : 2 4 1.

M a rc u se , H e rb e rt: 12 ; 16 9 -17 0 ; 1 8 1 n . 2 5 ; 2 16 n . 4 1; 2 2 7 ; 2 2 8 n. 2 y 3; 2 3 0 n. 7; 2 3 1 n.
8 y 9 ; 2 3 2 n . 1 2 ; 2 3 3 n . 1 4 ,15 y 1 6 ; 2 3 4 n . 1 7 y 1 8 ; 2 3 5 n . 2 1 y 2 2 ; 2 3 6 n . 2 3 y 2 5 ; 2 3 7
n . 2 7 ; 2 3 8 ; 2 3 9 n . 3 0 ; 2 4 0 n . 3 2 , 3 3,35 y 36 ; 2 4 1 n . 3 8 , 39,41 y 4 2 ; 2 4 2 n . 4 4 ,4 5 y
4 6 ; 2 4 3 n . 4 8 ; 2 4 4 n . 5 0 y 54 ; 245 n . 55 , 5 6 y 5 8 ; 2 4 6 n . 59 , 6 0 , 6 1 y 6 3 ; 2 4 7 n . 6 4 y
6 5; 2 4 8 n . 67; 2 4 9 - 2 5 0 ; 28 6 .

M a r t in d a l e , D o n : 2 8 n. 18 .

M a r x , K a r l : 1 2 ; 3 0 ; 4 9 n . 2 9 ; 53 ; 1 6 9 ; 1 7 6 ; 179 n . 1 9 ; 1 8 1 ; 1 8 6 ; 2 2 7 ; 2 3 5 ; 2 3 8 ; 2 4 0 ; 243
n . 4 8 ; 247 n . 6 6 ; 2 7 9 ; 2 8 6 - 2 8 7 ; 2 9 1 n . 3 1 ; 3 1 0 ; 3 2 0 n . 5 ; 331 n . 3 1 ; 339 ; 345 n . 1 ; 4 2 9
n . 1 ; 4 3 2 n . 1 2 ; 4 4 1 ; 4 5 9 ; 4 6 0 ; 4 6 1 n . 3 y 4 ; 4 6 2 - 4 6 4 ; 4 6 5 n . 9.

M a t u r a n a , H u m b e r t o : 1 3 5 n . 8 y 9.

M a u ss, M a r c e l: 59 n. 57; 17 8 n . 17 ; 19 4 n . 65.

M a z l ic h , B r u c e: 2 1 n . 2.

M c c a rt h y, T h o m a s: 2 2 8 -2 2 9 n . 3; 2 5 5 n . 10 ; 29 3 n . 35.
M ea d , G eo rge H e r b er t : 39 0 n . 64.

M e lu c c i, A lb e r t o : 4 15 n. 44 .

M e n n e l l , S t e p h e n : 2 13 n . 3 0 ; 2 19 n . 5 5 .

M e r l e a u - p o n t y , M a u r ic e : 4 2 8 n . 7 2 ; 4 6 3 n . 5 .

M e r t o n , R o b e r t K.: 319 -32 0 n . 3; 369 n . 65.

M e s c h o n n ic , H e n r i: 3 17 n . 2.

M e s u re , S y lv ie : 3 0 3 -3 0 4 n . 56.

M e y e r : 19 7 n. 72.

M ic h e l a n g e : 3 2 5 n . 1 2 .

M it z m a n , A r t h u r : 18 7 n . 46.

M o d g i l , C e l i a : 437 n . 2 5 ; 439 n . 3 0 .

M o d g il, S o h a n : 437 n . 2 5 ; 439 n . 3 0 .

M om m se n , W o l f g a n g : 1 9 1 n . 5 9 ; 1 9 2 n . 6 1; 193 n . 6 3 ; 194 n . 67.

M o o r e , Ba r in g t o n : 3 1 n . 2 2 .

M o r in , E d g a r : 1 3 4 n . 5.

M o s c o v i a , S e r g e : 19 1-19 2 n . 60; 328 n . 20; 331 n . 31.

M o u ffe, Ch a n t a l: 4 7 1 n. 22.

M o zar t, W o lfg a n g A m a d eu s: 2 2 3 n . 65.

M u c c h ie l l i, L a u r e n t : 2 6 n . 13 .

N a e g e le , K a s p a r D.: 77 n . 27.

N a v a r r o , Pa b l o : 1 4 0 n . 19 .

N ie t z s c h e , F r ie d r ic h : 30 n. 20; 186 n. 40; 189; 2 5 1 n. 3; 256 n. 11; 275 n. 6 8 ; 471 n. 21.

N is b e t , R o b e r t A.: 24-25 n. 9; 28 n. 17.

O f f e , C l a u s : 2 9 4 n . 37.

O g ie n , A l b e r t : 3 8 6 n . 49 -

O ld s , Ja m e s : 7 3 n . 1 5 .

Pa l m i e r , J e a n - M ic h e l : 2 4 0 n. 35.

P a r k , R o b e r t E z r a : 345 n . 1 y 2 ; 347 n . 8 y 9 ; 348 n . 1 2 ; 3 5 0 n . 2 0 y 2 2 ; 3 5 6 n . 3 2 y 3 4 ;


3 5 8 ; 3 6 0 - 3 6 1 n. 4 3 ; 3 6 2 n. 4 7 ,4 8 y 49 ; 3 6 3 n. 5 0 y 5 1 ; 3 6 4 n. 5 2 y 5 3 ; 3 6 9 n. 67.

P a r s o n s , T a l c o t t : 1 2 ; 37 - 38 ; 39 n . 6 ; 4 1 n . 1 ; 49 n . 3 0 ; 5 2 n . 3 6 ; 5 6 n . 4 6 ; 6 7 n . 1 ; 68 n .
3 ; 6 9 n . 4 y 5 ; 7 0 n . 1 0 ; 7 1 ; 7 2 n . 1 2 y 1 4 ; 73 n . 1 5 y 1 7 ; 74 n . 1 8 , 1 9 y 2 0 ; 7 5 n . 2 3 ; 7 6 n .
2 5 ; 7 7 n . 2 6 y 2 7 ; 7 8 n . 2 8 ; 7 9 n . 2 9 , 3 1 y 3 2 ; 8 0 n . 3 3 y 34 ; 8 1 n . 3 5 , 3 6 y 3 7 ; 8 2 n . 3 8 y
3 9 ; 8 3 n . 4 1 y 4 2 ; 8 4 n . 44 y 45 ; 8 5 n . 4 7 y 4 8 ; 86 n . 4 9 ,5 0 y 5 1 ; 8 7 n . 5 2 y 53 ; 88 n . 5 4 ;
89 n . 55 , 5 6 y 57 ; 9 0 n . 5 8 y 59 ; 91 n . 6 0 ; 9 2 n . 6 1; 93 n . 6 3 ,6 4 y 6 5 ; 94 n . 66 y 67; 95
n . 68 y 7 0 ; 9 6 n . 7 1 ; 97 n . 73 y 74 ; 98 n . 76 ; 9 9 ; 1 0 0 n . 7 8 y 8 0 ; 1 0 1 ; 132 - 133; 1 4 2 n . 2 4 ;
1 4 3 n . 2 5 ; 1 4 4 ; 145 n . 3 0 ; 1 4 8 n . 3 3 ; 2 2 2 n . 6 2 ; 2 3 5 ; 2 9 0 ; 2 9 2 ; 3 1 0 ; 3 5 2 ; 3 9 8 ; 4 17 ; 431.

Pa s s e r o n , J e a n - C l a u d e : 1 1 5 n . 5 0 y 5 1 ; 1 1 6 - 1 1 7 n . 5 5 ; 1 2 5 n . 9 1.

P e n e f f , Je a n : 3 6 4 n . 54 .

P i a g e t , J e a n : 6 0 n . 6 2 ; 2 8 3 n. 9.

P i r a n d e l l o , L u ig i: 374 ; 401 .

P i t t s , J e s s e R.: 77 n . 27.

P o p p er, K a r l: 3 0 0 n. 44 .

P o s t o n e , M o is h e : 1 0 3 n . 2 ; 1 1 7 n . 57.

P r i g o g in e , Ily a : 1 6 3 n . 6 0 .

P r o u d h o n , P ie r r e Jo s e p h : 4 0 8 .

Q u é r é , L o u is : 3 7 1 n . 2

R a b in o w , P a u l: 2 5 6 n. 1 2 ; 2 5 7 n. 1 6 .

R a t t a n s i , A l i : 4 7 0 n . 19 .

R a u l e t , G é r a r d : 2 3 0 n . 7; 243 n . 4 9 -

R a y n a u d , P h ilip p e : 1 8 4 n . 37 ; 18 9 n . 5 2 .

R e m b r a n d t : 3 2 4 ; 325 n . 1 1 .

R e n a u t , A l a i n : 1 0 8 n . 2 2 ; 2 7 0 n . 53 ; 303-304 n . 5 6 ; 4 6 8 n . 1 2 .

R e x , J o h n : 7 2 n . 14 .

R e y n a u d , J e a n - D a n i e l : 415 n . 4 3 -

R ic c e u r , P a u l: 3 0 5 n . 59 .

R ie sm a n , D av id : 89 n . 5 5 ; 93 n . 6 5 ; 4 5 2 n . 6 6 .

R o b e r t s o n , R o l a n d : 9 4 n . 67.

R o c h e r , G u y : 7 7 n . 27.

R o c h l i t z , R a i n e r : 3 0 1 n. 4 5 -

R o d in , A u g u s t e : 3 2 5 n . 1 2 .

R o r t y , R ic h a r d : 2 7 5 n . 6 8 ; 3 0 2 n . 5 0 ; 4 6 8 n . 1 4 ; 4 6 9 .

R o se, M ic h a e l : 4 0 8 n . 13 .

R o s e n b e r g , H a r o l d : 2 3 n . 5.

R o u s s e a u , J e a n -J a c q u e s : 2 1 5 n . 3 6 .

Sa g n o l , M a r c : 3 2 1 n. 1.

Sa in t -s im o n , C h a r l e s -H e n r i d e R o u v r o y , c o n d e de: 408.
S a r t r e , J e a n - P a u l: 4 0 1 ; 4 1 7 ; 4 2 2 ; 4 2 7 - 4 2 8 ; 4 6 5 n . 1 0 .

Sa u n d e r s, P e t e r : 4 3 0 n . 3.

Sa y a d , A b d e l m a l e k : 1 2 0 n . 7 1 .

S c h i l l e r , F r ie d r ic h vo n: 17 7 n . 15 .

S c h l u c h t e r , W o l f g a n g : 68 n . 3 ; 173 n . 5.

S c h n a p p e r , D o m in iq u e : 3 5 6 n . 33 -

S c h o p e n h a u e r , A r t h u r : 23 7.

S c h u m p e t e r , J o s e p h : 1 9 5 n . 6 9 ; 4 6 1 n . 4.

S c h ü t z , A l f r e d : 19 8 ; 19 9 n. 75; 2 8 0 .

S c o t t , A l a n : 4 1 3 n . 3 3 ; 415 n . 4 5 -

S e n n e t t , R i c h a r d : 3 7 3 n . 7.

S f e z , Lu c ie n : 13 5 n. 10 .

S h a w , M .: 4 4 1 n . 3 8 .

S h i l s , E d w a r d A .: 7 2 ; 7 3 n . 1 5 ; 77 n . 27.

7
y 2 ; 3 2 2 n . 3 ; 3 2 3 n . 4 ,5 y 6 ; 3 2 4 n . , 8 ,
S im m e l, G e o r g : 1 2 ; 3 0 ; 2 2 1 ; 3 1 8 ; 3 2 0 ; 3 2 1 n . 1
9 y 1 0 ; 3 2 5 n . 1 1 , 1 2 , 1 3 y 1 4 ; 3 2 6 n . 1 5 y 17 ; 3 2 7 n . 1 8 ; 3 2 8 n . 2 0 , 2 1 y 2 3 ; 3 2 9 n . 2 4 ;
3 3 0 n . 2 7 y 2 8 ; 331 n . 2 9 ; 332 n . 3 2 , 34 , 3 5 y 36 ; 333 n . 39 ; 334 n . 4 1 ,4 2 y 43 ; 335 n -
4 4 , 4 5 , 4 6 , 47 y 4 8 ; 336 n . 49 y 51; 337 n . 5 2 , 53 , 5 5 y 5 6 ; 338 n . 57,58 y 5 9 ; 339 n .
6 1 y 6 2 ; 3 4 0 n . 6 3 , 6 4 y 6 5 ; 341 n . 6 6 , 6 7 y 6 8 ; 3 4 2 n . 6 9 y 7 0 ; 343 n . 7 1 ; 344 n . 7 4 ,
75 y 7 6 ; 3 4 5 n . 1 y 4 ; 34 6 ; 3 4 7 n . 7 ; 348 - 349 ; 3 5 6 - 3 5 8 ; 3 6 3 ; 3 6 9 ; 3 7 1 n . 2 ; 3 7 2 ; 4 2 9 n .
1 ; 437 ; 4 4 1 ; 4 4 5 ; 4 5 2 - 4 5 4 ; 4 6 5 .

S l o t e r d ijk , P e t e r : 3 1 1 n . 7 1.

S m a r t , B a r r y : 2 5 1 n . 3.

S m e l s e r , N e il J.: 36 n. 3; 80 n. 34; 15 2 n. 41.

S o sn a , M o rto n : 14 2 n. 22.

S p e n c e r, H e r b e r t: 3 5 ; 16 3 .

S t a u t h , G eo r g : 3 0 n . 2 0 ; 2 5 1 n . 3.

S t e n g e r s , Is a b e l l e : 16 3 n . 6 0 .

S t e in e r , P h il ip p e : 5 0 n . 33.

S t o n e q u i s t , E v e r e t t V.: 358; 359 n. 38; 367 n. 61.

S t r a u s s , Léo: 189 n. 50; 19 0 n. 55.

S u m n e r , W il l ia m G r a h a m : 3 5 6 n . 3 2 .

S u t h e r l a n d , E d w in H a r d i n : 349 n . 14 .

S w a in , G la d y s : 2 5 8 n . 2 1 ; 3 8 5 n . 4 5 .

T a y lo r, C h a r le s : 1 1 3 n . 4 2.

T e u b n e r , G u n t h e r : 1 3 9 n . 17.
T h o m a s , D.S.: 369 n. 6 6 .

T h o m a s , W illia m I s a a c : 3 4 8 n . 1 0 ; 3 4 9 n . 1 6 ; 3 5 1 n . 2 3 ; 352,35 3 n . 2 6 ; 354 n . 2 7 ; 355


n . 2 9 ; 356 n . 3 1 y 32 ; 359 n . 39 ; 36 o n . 4 0 ; 3 6 3 ; 3 6 5 n . 55 ; 3 6 6 n . 56 y 5 8 ; 3 6 7 n . 59 ,
6 0 , 6 1 y 6 2 ; 3 6 8 n . 6 3 y 6 4 ; 3 6 9 n . 6 6 ; 39 i ; 392 n . 74.
T h o m p s o n , E d w a r d P.: 4 0 6 n . 9.

T h o m p s o n , Jo h n B.: 287 n. 2 1; 309 n. 67; 4 3 0 n. 3; 438 n . 28; 4 41 n. 38.

T h r a s h e r , F .: 3 6 0 n . 4 2 y 43 -

T o c q u e v i l l e , C h a r l e s A l e x i s C l é r e l d e : 377 n . 1 6 ; 3 8 5 ; 457 .

T o n n i e s : 73 -

T o u r a i n e , A l a i n : 1 2 ; 1 5 ; 7 2 n. 1 4 ; 3 1 8 ; 4 0 3 n . 1 ; 2 y 3 , 4 0 4 n . 4 ,5 y 6 ; 4 0 5 n . 7; 4 0 6 n .
8 y 1 0 ; 4 0 7 n . 1 1 ; 4 0 8 n. 13 y 14 ; 4 0 9 n. 15 y 17 ; 4 1 0 n . 2 2 , 2 3 y 2 4 ; 4 1 1 n. 2 5 ,2 6 ,2 7
y 2 9 ; 4 1 2 n . 3 0 y 3 1 ; 413 n . 32 , 3 3 ,3 4 y 35 ; 414 n . 3 6 , 3 8 ,3 9 y 4 0 ; 415 n . 4 2 , 4 3 ,4 4 y
4 5 ; 4 16 n . 4 6 y 47; 4 17 n . 4 8; 4 19 n . 4 9 ; 42 0 n . 52 y 54 ; 4 2 1- 4 2 2 ; 4 2 3 n. 5 6 ; 4 2 4 n.
5 9 ; 425 n . 6 0 , 6 1 , 6 2 , 6 3 y 6 5 ; 4 2 6 - 4 2 8 ; 453 -
T s c h a n n e n , O .: 1 4 3 n . 2 5 .

T u g en d h a t: 3 0 1 n. 45.

T u r n e r , B ryan S.: 30 n. 20; 49 n. 30; 94 n. 67; 13 0 n. 106 ; 2 5 1 n. 3; 468 n. 12.

T u r n e r , Jo h n a t a n : 2 3 7 n . 2 6 .

V a n d e r b e r g u e , F r é d é r ic : 2 4 3 n . 4 8 ; 2 8 2 n . 8 .

Va n d e r z o u w e n , Jo h a n n e s : 1 3 7 n . 12 .

V a r e l a , F r a n c i s c o : 1 3 5 n . 8 y 9.

V a t t im o , G ia n n i: 4 6 8 n . 1 3 ; 4 6 9 n . 1 6 ; 471 n . 2 1 ; 472 n . 2 6 .

V e y n e , P a u l: 2 7 2 n . 57-

V o g t , P a u l: 3 6 n . 3 ; 4 3 n . 9 ; 44 n . 1 1 .

W a c q u a n t , L o í c J.D .: 103 n . 2 ; 1 1 2 n . 37 ; 4 3 0 n . 4 -

W agn er, P e te r: 2 3 5 n. 2 0 ; 4 7 0 n. 2 0 .

W a t i e r , Pa t r i c k : 3 2 7 1 1 . 1 8 .

W a t z l a w i c k , Pa u l : 1 3 7 n . 1 2 .

W e b e r , E u g e n : 5 3 n . 39.

W e b e r , M a x : 1 2 ; 3 0 ; 5 9 ; 68 n. 3; 73 ; 1 6 7 - 1 6 9 ; 171 n . 1 , 2 y 3 ; 1 7 2 n. 4 ; 173 n . 5 y 6 ;
17 4 n . 7 y 8 ; 1 7 5 n . 1 0 ; 1 7 6 n . 1 1 , 1 2 , 1 3 y 1 4 ; 177 n . 1 5 y 1 6 ; 1 7 8 n . 1 7 y 1 8 ; 1 7 9 n . 1 9 ;
18 0 n . 2 0 ,2 2 y 2 3 ; 1 8 1 n . 2 5 y 2 6 ; 18 2 n . 2 7 ,2 8 y 2 9 ; 18 3 n . 3 0 y 3 1; 18 4 n . 3 5 ,3 6 y
3 7 ; 1 8 5 n . 3 8 y 39 ; 186 n . 4 0 y 4 4 ; 1 8 7 n . 4 5 y 4 6 ; 1 8 8 n . 47 ; 1 8 9 n . 5 1 ,5 2 y 53 ; 1 9 0 n .
54 y 5 5 ; 1 9 1 n- 5 6 , 57,58 y 59 ; 1 9 2 n . 6 1; 1 9 3 n . 6 2 , 6 3 y 6 4 ; 194 n . 6 5 ,6 6 y 67; 195 n .
6 9 y 7 0 ; 1 9 6 ; 1 9 7 n . 7 2 ; 19 8 n . 73 ; 199 n . 7 6 ; 2 0 0 n . 77 ; 2 0 1 ; 2 0 3 ; 2 0 4 n. 4 ; 2 1 0 ; 2 1 4 ;
2 15 n . 3 5 ; 2 16 ; 2 2 7 -2 2 8 ; 2 3 0 ; 2 3 1 n. 9; 2 3 2 ; 2 4 8 ; 2 5 0 -2 5 5 ; 2 7 5 ; 277; 28 7 n . 2 1; 28 8 ,
2 9 7 - 2 9 8 ; 3 3 1 ; 345 n . 1 ; 4 2 9 n . 1 ; 4 6 2 ; 4 6 5 .
W e l l b e r y , D a v id E.: 1 4 2 n . 2 2 .

W h im s t e r , S.: 1 8 2 n . 2 8 .

W h i t e , W i n s t o n : 8 9 n . 5 5 ; 93 n . 6 5 .

W h it e h e a d , A l f r e d N o r t h : 2 4 6 .

W h y t e , W i l l i a m F o o t e : 349 n . 1 5 .

W ie v io r k a , M ic h e l : 4 0 9 n . 17.

W i g g e r s h a u s , R o l f : 2 4 0 n . 35 -

W ile y , N o r b e r t : 179 n . 19 .

W in k in , Y v e s : 373 n . 6 ; 3 9 2 n . 7 3 .

W ir t h , L o u is : 347 n. 7 ; 348 n. 1 1 y 1 3 ; 357 n. 35 : 358 ; 3 6 0 n. 41 .


W i t t g e n s t e i n , L u d w ig : 1 1 3 n . 4 2 ; 3 7 1 n . 3 ; 3 9 2 n . 73 -

W o u te rs, C a s: 2 13 n . 6 .

W r i g h t m i l l s , C h a r l e s : 79 n . 3 0 ; 1 8 1 n . 2 5 ; 1 9 9 n . 7 6 ; 4 6 5 n . 9.

W r o n g , D e n is H.: 9 2 n . 62.

Z n a n ie c k i, F l o r i a n : 348 n . 10 ; 3 4 9 n . 16; 3 5 1 n . 23; 353 n . 26; 3 5 4 n . 27; 3 55 n . 29;


356 n . 3 1 y 32; 3 5 9 n . 3 9 ; 3 6 3 ; 365 n . 5 5 :3 6 6 n . 58; 367 n . 6 1,6 2 .
Z o l l s c h a n , G e o r g e K.: 39 n . 6 .

Z o l o , D a n i l o : 143 n . 2 6 .

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