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Érase una Noche de Luna Llena | Maiden Lane #10,5

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Érase una Noche de
Luna Llena
Maiden Lane Novella Series (10,5)
Elizabeth Hoyt
Traducción: Manatí y Lectura Final: MyriamE

Hippolyta Royle huye por su vida. Perseguida por sabuesos en una noche
fría y lluviosa, la heredera hace señas a un carruaje que pasa y se pone a
merced del ocupante del mismo. Sea quien sea este apuesto viajero, es su única
esperanza para escapar de un terrible destino. Pero si él acepta escoltarla
hasta un lugar seguro, le espera mucho más de lo que había previsto...

Al principio Matthew Mortimer no cree la historia de Hippolyta, que es


una heredera fabulosamente rica que ha sido secuestrada. Supone que es una
mendiga, una actriz o algo peor. Pero una vez que su nueva compañera de viaje
le limpia el barro de su sorprendentemente encantador rostro, y comparten un
impresionante beso, no hay vuelta atrás...

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¡Para nuestros lectores!

El libro que estás a punto de leer, llega a ti debido al trabajo


desinteresado de lectoras como tú. Gracias a la dedicación de los fans
este libro logró ser traducido por amantes de la novela romántica
histórica—grupo del cual formamos parte—el cual se encuentra en su
idioma original y no se encuentra aún en la versión al español, por lo
que puede que la traducción no sea exacta y contenga errores. Pero
igualmente esperamos que puedan disfrutar de una lectura placentera.
Es importante destacar que este es un trabajo sin ánimos de lucro,
es decir, no nos beneficiamos económicamente por ello, ni pedimos
nada a cambio más que la satisfacción de leerlo y disfrutarlo. Lo mismo
quiere decir que no pretendemos plagiar esta obra, y los presentes
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trabajo, en especial el autor, por ende, te incentivamos a que sí
disfrutas las historias de esta autor/a, no dudes en darle tu apoyo
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de tu barrio, si te es posible, en formato digital o la copia física en caso
de que alguna editorial llegué a publicarlo.
Esperamos que disfruten de este trabajo que con mucho cariño
compartimos con todos ustedes.
Atentamente
Equipo Book Lovers

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Capítulo Uno
Érase una vez una princesa que buscaba un príncipe. Su nombre era Peony...
—De El Príncipe y La Chirivía

OCTUBRE DE 1741
YORKSHIRE, INGLATERRA

Esta, pensó Hippolyta Royle un poco alocada mientras subía con dificultad
una colina cubierta de tojos bajo la lluvia, era la peor noche de su vida. Peor
que la vez que estuvo tan enferma después de comer esas almejas, desde
entonces no había podido mirar el marisco. Peor que cuando Freddy Ward,
con su horrible mal aliento, la forzó con un beso en el baile del mes pasado.
Peor incluso que cuando fue acosada por un tigre cuando era niña y eso,
realmente, había sido bastante aterrador.
Hippolyta llegó a la cima de la colina, jadeando, con la lluvia goteando en
sus ojos, sólo para que su pie derecho resbalara por debajo de ella. Se deslizó y
cayó en la oscuridad, y las zarzas, los arbustos y cualquier otra cosa impía que
creciera en los páramos desolados del norte de Inglaterra le arañaron las
manos y las piernas mientras caía por el otro lado de la colina.
Se detuvo en la parte inferior, fría y húmeda, miserable y asustada, con la
lluvia golpeándole en la cara, y con el espeluznante aullido de los sabuesos
subiendo y bajando con el viento.
Se estaban acercando.
Hippolyta se puso en pie. Ya no podía ver las luces de la pequeña ciudad a
la que se suponía que se dirigía. No estaba segura de qué dirección venían los
perros. Sólo sabía que si se quedaba aquí la encontrarían.
Y si la encontraban la obligarían a casarse con el Duque de Montgomery, el
hombre más repugnante que había conocido.
Ella corrió.

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Sus zapatos eran demasiado grandes y, si había un camino, lo había
perdido hace tiempo, así que tropezó y trastabilló entre los helechos y las
aliagas, pero siguió adelante. No. No, no iba a dejarse atrapar por ese loco. No
otra vez.
Hacía menos de una semana que estaba durmiendo en su propia
habitación, en su preciosa y cálida cama, cuando cuatro hombres
enmascarados la habían despertado bruscamente. La envolvieron en una tosca
manta -sólo llevaba puesta la camisola- y la sacaron de la casa de su padre y la
metieron en un carruaje. A eso le siguieron cuatro días de viaje constante,
miserable y aterrador en un carruaje, custodiado por los mismos hombres que
la habían secuestrado, para terminar en el castillo de Ainsdale, la residencia
del Duque de Montgomery. Allí la habían trasladado a una pequeña celda de
piedra, presumiblemente para que permaneciera hasta el momento en que se
arruinara por su mera estancia en Ainsdale a solas con el duque. Después de
eso, se vería obligada a casarse con el duque, ya que pocos hombres la
tendrían, incluso con la enorme dote que papá pretendía asignarle. El motivo
por el que el duque llegaba a tales extremos era un poco desconcertante.
Estaba segura de que no amaba a Hippolyta, ni siquiera le gustaba, y no era que
necesitara una fortuna, ya que tenía la suya propia. Al final, ella decidió que lo
hacía por pura maldad.
Afortunadamente, el ama de llaves del duque, Bridget Crumb, era amiga de
Hippolyta y había conseguido ayudarla a escapar de las mazmorras del castillo
de Ainsdale. El plan había sido que Hippolyta cabalgara hasta el pequeño
pueblo cercano y se escondiera hasta la mañana, cuando pudiera abordar el
carruaje del correo que se dirigía a Londres.
Lamentablemente, eso había sido antes de que se soltara del pequeño y
gordo poni que montaba.
Chapoteó en un charco de barro cuando el horrible sonido de campana de
los sabuesos sonó de repente con más claridad. Dios mío, parecía que le
pisaban los talones. Subió otra colina, con la respiración entrecortada y el
pecho dolorido por el frío y el pánico. ¡Maldito sea el duque! La quería sólo
porque era un premio, la heredera más rica de Inglaterra, y tal vez, de una
manera retorcida, porque sabía que ella lo detestaba. ¿Qué clase de loco
demente secuestraba a una esposa?
Se agarró al brezo o a lo que fuera de los arbustos ásperos, las ramitas
resbalaban y le cortaban los dedos mientras subía por la ladera de la maldita

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colina. No iba a ser un miserable premio nupcial en una tragedia, la triste
esposa arrinconada y compadecida por todos hasta que muriera, pálida y
encantadora y patética.
Hippolyta se arrastró hacia la colina y se metió en el barro, con las manos y
las rodillas hundiéndose a centímetros de profundidad. Gimió para sus
adentros justo cuando vio la luz de la linterna.
No.
Oh, no, no, no, no.
Empezó a encogerse, a tratar de esconderse de alguna manera, aquí al aire
libre, cuando se dio cuenta de que la linterna estaba sobre un carruaje. Miró
hacia abajo. El barro... ella estaba arrodillada en un camino. Y ese carruaje -que
se acercaba a ella a paso lento bajo la lluvia- sólo tenía dos caballos y dos
hombres en el pescante. No parecía nada que fuera propiedad del duque.
Hippolyta se puso en pie y corrió hacia el centro del camino, levantando
los brazos por encima de la cabeza. —¡Deténgase! Por la misericordia de Dios,
¡deténgase!
Por un momento no ocurrió nada. Los caballos seguían avanzando hacia
ella, la lluvia seguía salpicándole la cara y los perros seguían aullando más
cerca.
Entonces el conductor gruñó y se sacudió, gritando: —¡Oh! Alto ahí,
muchachos, alto.
Estaba encorvado con un gabán empapado, con chorros de agua corriendo
por su maltrecho tricornio. A su lado se sentaba un hombre o un niño más
pequeño, miserablemente acurrucado en un abrigo echado sobre su cabeza.
El conductor miró a Hippolyta a la luz de la linterna del carruaje, y sus ojos
se desvanecieron en unas líneas de expresión. —Ahora sé una buena
muchacha y despeja el camino.
—Por favor, —dijo Hippolyta—, debe pedirle a su señor o señora que me
lleve con usted.
—Ay, —dijo el conductor en lo que parecía ser una especie de exclamación
extraña—. Ahora, eso es...
Pero los perros estaban muy cerca ahora. Hippolyta se incorporó y miró al
hombre con ojos severos. —De inmediato, por favor.

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El conductor suspiró y golpeó con el puño el lateral del carruaje. —¡Eh!
¡Matt! Hay una muchacha tonta en el camino que dice que debemos llevarla...
Hippolyta corrió hacia el lado del carruaje y golpeó la puerta. —¡Por favor,
señor, por favor!
La puerta se abrió bruscamente. Un hombre joven, con su larga cabellera
alborotada, asomó la cabeza. —¿Qué demonios es esto?
Hippolyta echó los hombros hacia atrás y miró seriamente a sus ojos, de un
verde sorprendente. —Soy Hippolyta Royle, la heredera más rica de
Inglaterra. He sido secuestrada por un canalla empeñado en obligarme a
casarme. Si me lleva sana y salva a mi padre en Londres será ricamente
recompensado.
El hombre parpadeó mientras una gota de lluvia caía por su nariz.
Luego se echó a reír.

Matthew Mortimer, que había sido convocado de vuelta de una exploración


de dos años de navegación por el Océano Índico por la tediosa noticia de que
tres de sus primos habían sucumbido a diversas dolencias y que, por tanto,
había heredado el condado de Paxton, se esforzó por controlar sus carcajadas.
Era difícil.
La loca criatura que estaba fuera de su carruaje lo miraba con tanta
altanería como si fuera la reina de Saba, a pesar de estar empapada, cubierta de
barro y con una capa remendada y raída. El pelo negro y revuelto, la capucha
de la capa y el barro ocultaban sus rasgos, pero por su porte y su voz no podía
ser demasiado vieja. Tal vez fuera una aprendiz que huía de un maestro o una
mendiga que recorría el camino. Al fin y al cabo, era una noche fría y húmeda,
y él sentía cierta debilidad por los canallas que podían contar una buena
historia con la cara seria.
Matthew bostezó y se pasó una mano por el pelo. —Muy bien, cariño,
suba. Puedo llevarla hasta el próximo pueblo, y luego tendrá que contarle su
historia de desdicha a algún otro pobre diablo.
Sus ojos se entrecerraron y por un momento tuvo la extraña sensación de
que iba a mandarlo al infierno.
Entonces, el toque de corneta de los sabuesos de caza llegó desde los
páramos. Ella se incorporó al carruaje, obligándolo a retroceder y trayendo

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consigo el inconfundible olor a caballo mojado, a pantano y a moho. ¡Cielos!
¿En qué se había metido?
La mujer se acomodó frente a él, un montón empapado y maloliente en el
oscuro carruaje, y dijo, todavía con un afectado acento aristocrático: —¿Y
bien? ¿Nos vamos?
Encantador. Matthew puso los ojos en blanco, cerró de golpe la puerta del
carruaje y dio un golpe en el techo como señal a Josiah de que estaban listos.
El carruaje se puso en marcha.
Él se acomodó en su montón de mantas y pieles. Había estado durmiendo
cuando ella había detenido el carruaje. Deberían haber parado en el último
pueblo, pero la posada estaba llena y Matthew había decidido seguir adelante.
Y luego, por supuesto, había empezado a llover. Nunca iba a escuchar el final
de Josiah y no se sorprendería si el viejo marinero los conducía por un
acantilado sólo para molestarlo.
—No estoy mintiendo. —La mujer frente a él habló de repente, su voz
sonaba ronca en la oscuridad.
También indignada.
Suspiró. Había sido un día largo y había salido tarde de la casa de campo
de su antiguo profesor. —La dejé entrar en mi carruaje, ¿no es así? Tal vez
debería dejarlo así.
Él juró que podía sentir su rigidez. —Le agradezco su amable ayuda...
¿Ayuda?
—Pero no me gusta que me tomen por mentirosa. Sé que mi vestido no es
de lo más...
Oh, por el amor de Dios. —Muchacha, la próxima vez que decida engañar a un
caballero, pruebe con otro nombre para empezar. ¿Hippolyta Royle? Nadie le
pone ese nombre a una niña. Suena como el nombre de una actriz. Ahora que
lo pienso, probablemente eso es lo que es usted, ¿no? ¿Una actriz sin suerte?
Bueno, déjeme ayudarle: Moll Jones. Simple, y lo más importante, olvidable. De
nada. Moll.
Enfrente estaba el silencio. Bueno. Silencio salvo por la airada respiración
femenina.
Ella dijo con mucha precisión: —Qué encantador de su parte el dilucidar
sus teorías sobre el asunto.

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Él sonrió. —Me gusta ser útil.
—Ya veo. —Sonó como si estuviera chasqueando los dientes. Él esperaba
que no se le rompiera ninguno—. Uno casi pensaría que usted mismo es una
persona dada a las artimañas y al engaño.
Él resopló. —No, no lo soy. No tengo ninguna necesidad en mi negocio.
Bueno —recordó un incidente de hace un año en el que insinuar a los aldeanos
locales que tenía documentos del pasaje del maharajá lo había sacado de una
situación bastante arriesgada— normalmente no.
—En efecto. —Nunca había escuchado una palabra con tanta
incredulidad—. ¿Y qué asunto es ese?
Matthew abrió la boca... y luego la cerró. Había pasado los dos últimos
años explorando la India y el Océano Índico porque era miembro de la
aristocracia y podía hacerlo. Pero no era tan tonto como para dejar que una
pequeña mendiga del camino supiera quién y qué era. —Soy científico y
cartógrafo. Eso significa que hago...
—Mapas, sí, lo sé, —espetó ella, todavía con ese acento remilgado, como si
fuera una maldita princesa.
—Sabe lo que es un cartógrafo. —Entrecerró los ojos, pero por supuesto
no pudo verla—. De verdad.
—Sí, de verdad.
Su boca se curvó sardónicamente ante su altanería. —Matthew Mortimer,
cartógrafo, a su servicio, Su Alteza.
—Bueno, entonces supongo que soy Moll Jones hasta que encontremos un
pueblo con una d... d... diligencia de correo, —dijo ella.
Podría haber sonado altiva si no fuera por el parloteo convulsivo que dio
en la última palabra.
Maldita sea. —¿Por qué demonios no me dijo que tenía frío?
—Yo... habría pensado que era...
Pero él no estaba esperando el final. Se acercó y le quitó la capa mojada.
O lo intentó.
Ella se aferraba a ella como si fueran las joyas de la corona. —¿Qué... está
haciendo?

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—Su capa está empapada, —gruñó—. Nunca se va a calentar con esa cosa
puesta.
—Pero...
—¡Suéltela, maldita sea!
Tiró con fuerza y la cosa se desprendió de ella con un rasgón audible.
La capa le golpeó en la cara con un asqueroso y húmedo golpe.
La mujer chilló y cayó sobre el oscuro carruaje y en sus brazos.
—Maldito infierno, —murmuró Matthew, evitando por poco un codazo
en la nariz mientras empujaba la maldita capa al suelo—. Deje de retorcerse,
¿quiere?
—¡Suélteme, señor!
—Estoy tratando de ayudarla, —rugió él, agraviado más allá de toda
resistencia mientras trataba de controlar sus agitados miembros—. ¡No estoy
interesado en embelesar a una actriz ambulante cubierta de barro, apestosa y
sin duda con viruela!
Ella se congeló, cada línea de su cuerpo rígida por la indignación, y a pesar
de sus palabras, él no pudo evitar notar que el trasero en su regazo era
regordete y las tetas empujadas contra su pecho eran bonitas y gordas.
Exactamente como le gustaban.
—¡Oh!, —dijo ella, con la voz entrecortada por lo que él estaba seguro de
que era rabia y no la pasión que parecía—. Oh... usted... yo...
—Correcto, —respondió él, tirando de ella bajo las mantas y echando el
lote sobre ambos—. Yo. Usted. Mantendremos calor. Sólo por esta noche. En mi
maldito carruaje. Y por la mañana nos libraremos del otro y no tendremos que
volver a vernos. Gracias a Dios.

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Capítulo Dos
La princesa Peony buscó por todas partes un príncipe adecuado para casarse. Pero cada vez que
creía haber descubierto a un verdadero príncipe, su abuelo, el rey, lo miraba por encima de sus
gafas, rezongaba y negaba con la cabeza, descartando al candidato.
Su abuelo era realmente muy exigente....
—De El Príncipe y La Chirivía

Hippolyta se despertó con un calor sofocante y una almohada dura y


rasposa que subía y bajaba suavemente bajo su mejilla.
Parpadeó con sueño y apartó el trozo de manta que le cubría la cara.
Un sol brillante iluminaba el carruaje.
Entonces, era de día.
Miró a su alrededor sin moverse. Estaba recostada sobre el pecho del
horrible señor Mortimer, y -levantó un poco la cabeza para comprobar a
través de la barbilla y las fosas nasales que sí, que él seguía durmiendo. Dejó
caer la cabeza de nuevo. Bien. El hombre podía ser atrozmente grosero y
terriblemente malhablado, pero ella estaba bastante cómoda, a pesar de la lana
rasposa de su chaleco.
En realidad, ahora que lo pensaba, era probablemente gracias a su atroz
grosería que había podido relajarse. Se había puesto casi histérica cuando él la
había agarrado tan repentinamente la noche anterior, naturalmente, después
de horas huyendo del Duque de Montgomery y de todo lo que pretendía
hacerle. No fue hasta que el Sr. Mortimer le dijo que no se acostaría con una
actriz enferma de viruela, que se sintió sorprendida por el miedo. Porque había
tenido sentido, aunque sólo fuera porque ¿qué hombre querría arriesgarse a la
enfermedad y a la muerte por un simple revolcón?
Un copo de barro seco se le cayó de la nariz y aterrizó en la tela gris que
tenía delante.
Hippolyta suspiró. Nunca había estado tan sucia en toda su vida. Podía
sentir su cabello enmarañado por algo, pegado a un lado de su cabeza. Podía
sentir el sudor seco y una especie de oleosidad por todo su cuerpo y temía que,

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efectivamente, apestara demasiado. Era un guiso de asquerosidad casi
olímpica.
No era de extrañar que el Sr. Mortimer la hubiera confundido con una
puta con viruela.
La noche anterior, Bridget le había dado una pequeña bolsa de dinero para
pagar su viaje a Londres. Era un peso sólido y reconfortante contra la parte
exterior de su muslo derecho, atado con fuerza por una robusta liga. Tal vez, si
llegaban a una posada con suficiente tiempo antes de la salida del carruaje del
correo, podría contar sus monedas y, si le sobraba algo, podría alquilar una
habitación y darse un baño.
Hippolyta levantó la cabeza al pensar en ello y miró por la ventana para ver
dónde estaban. Pero la vista le decía poco: setos, colinas cubiertas de escarcha
y ovejas olvidadas.
Se volvió hacia el carruaje, preguntándose si debía moverse, y por primera
vez pudo ver el rostro del señor Mortimer a la luz del día.
Parpadeó.
Oh.
Él era...
Bueno.
Tenía las pestañas más gruesas y exuberantes que jamás había visto en un
hombre. Eso fue lo primero que pensó. Eran negras y sedosas contra su mejilla
bronceada, y si hubiera sido una mujer sospecharía que usaba pintura. Tenía el
pelo largo, una maraña salvaje de color castaño oscuro alrededor de la cara con
vetas leonadas más claras por el sol. Sus pómulos eran altos y contundentes y
por debajo tenía más de un día de barba incipiente, lo que le hacía parecer un
pirata dormido, durmiendo la siesta entre incursiones. Pero fue su boca la que
hizo que su mirada se detuviera.
Esos labios...
¿Acaso esos sensuales y hermosos labios le habían dicho todas esas cosas
horribles la noche anterior?
Suaves y de color rosa pálido contra su piel bronceada, el superior marcado
en un arco de cupido, el inferior lánguidamente curvado y afelpado,
ligeramente separado en el sueño. Suave y atrayente. Si se inclinaba un poco

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hacia delante, podía lamer esos labios y, de algún modo, tenía la vertiginosa
sensación de que le sabrían agrios.
Hippolyta apartó la cabeza.
Su respiración se aceleró por alguna razón y se dio cuenta de repente de lo
inapropiada que era su posición. Estaba tumbada justo encima del hombre,
como si fuera un gran colchón de plumas no muy suave.
Comenzó a retroceder apresuradamente. Pero se enredó en la pila de
mantas que los cubría a ambos. Su codo se atascó, ella se tambaleó,
balanceándose precariamente sobre tres extremidades, el carruaje dio un
golpe en una curva y ella perdió el equilibrio.
Cayó con fuerza contra él. —Uf.
—¡Maldito...! —Sus ojos se abrieron de golpe, verdes como la hierba,
indignados, y a escasos centímetros de su cara. Ah, y todavía rodeados por
esas pestañas ridículamente exuberantes—. ¿Intenta castrarme?
—Estaba intentando levantarme, —replicó Hippolyta con toda la dignidad
posible, teniendo en cuenta su posición.
Otro copo de barro se desprendió de su cara y aterrizó en la barbilla de él,
lo que más bien arruinó todo el asunto.
—La próxima vez —le rodeó la cintura con manos duras y firmes—
levántese —él la alzó, con mantas y todo— sin clavar su rodilla en mis malditas
pelotas.
La depositó en el asiento de enfrente y volvió a sentarse, junto a la única
manta que quedaba enrollada en la esquina del asiento.
Hippolyta parpadeó, sintiéndose un poco sin aliento. No era en absoluto
una mujer menuda y el señor Mortimer la había levantado con la misma
suavidad con la que levantaría una jarra de cerveza. Fue una demostración de
fuerza bastante... desconcertante, que le hizo sentir un poco de temblor en el
vientre.
Apoyó la mano en esa parte de su anatomía, como si se tratara de un
refuerzo, mientras se enfrentaba a su negro ceño. —Lo siento. No tiene que ser
tan grosero. No era mi intención... er...
Él resopló cuando ella tropezó con su disculpa y se inclinó bruscamente
para abrir la ventana. —¡Josiah! Charlie!

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—¿Sí? —vino el grito desde el pescante enfrente.
—Detengan el carruaje.
El carruaje rodó hacia el lado de la carretera y luego se detuvo
bruscamente.
El señor Mortimer abrió la puerta sin mirar a Hippolyta.
—¿A dónde va?, —le gritó ella. No había nada a la vista, sólo campos
ondulados.
Él le devolvió la mirada. —A orinar.
La puerta se cerró de golpe y se quedó sola en el carruaje.
Hippolyta cruzó las manos en su regazo bajo las mantas, consciente de que
su propia vejiga necesitaba atención. Cuando él regresara, tendría que salir y
quizás encontrar un arbusto o...
La manta que quedaba en el asiento de enfrente se movió.
Ella se quedó helada.
¿Qué?
Una pequeña y puntiaguda nariz gris sobresalía de uno de los pliegues,
moviéndose con interés.
Hippolyta había inspirado para gritar cuando la puerta se abrió de golpe.
Miró con furia al Sr. Mortimer.
—¿Qué? —Él frunció el ceño, mirando alrededor del carruaje mientras
subía.
Ella señaló la manta. —¡Una rata!
Él puso los ojos en blanco. —Eso no es una rata. —Tiró la manta al suelo
sin ceremonias, dejando ver un pequeño animal gris, largo y delgado, con una
cola esponjosa que se estrechaba en punta. Tenía una nariz rosada y diminuta,
unas orejas redondas y limpias, y unos inteligentes ojos oblicuos. —Eso es
una...
—Mangosta, —respiró Hippolyta, encantada.

Matthew miró con dureza a la pequeña mendiga. Pocos ingleses sabían lo que
era una mangosta y mucho menos podían reconocerla. A la luz del día que
inundaba el carruaje, era un espectáculo lamentable. Su pelo colgaba casi

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siempre hacia abajo, apelmazado por el barro. Los pies que sobresalían de las
mantas a las que se aferraba estaban calzados con toscas medias de lana y feos
zapatos de hebilla. Por encima llevaba un vestido demasiado grande que
podría haber sido negro, pero que ahora era del color de la suciedad. El
corpiño se abría, revelando una sucia camisa debajo. Y él supo, después de
poner las manos alrededor de su cintura y sentir sólo finas capas de tela
flexible, que no llevaba corsé. Aquellos pechos gordos rebotaban cuando
caminaba, salvajes y provocadores.
A la luz del día, su pretensión de ser una heredera secuestrada era aún más
ridícula que la noche anterior, salvo por la forma regia en que se mantenía.
Estaba sentada, envuelta en viejas mantas, con manchas de barro seco en la
cara y la pequeña barbilla inclinada hacia arriba, como una reina que se digna
a viajar con un mendigo.
Como si ella le hiciera el favor a él.
Su labio superior se curvó. —¿Cómo sabe lo que es una mangosta?
Ella abrió los ojos burlonamente. —Tal vez nací y me crié en la India, Sr.
Mortimer. Quizás solía ver a los encantadores de serpientes con sus ayudantes
mangostas. Quizá le rogaba a mi padre que me diera una cuando era niña. Oh,
pero lo olvidaba, no podría ser quien digo ser.
Él frunció el ceño. —India.
La sonrisa de ella era serena e inquietante. —India.
Sus ojos se entrecerraron y se inclinó hacia delante en el carruaje para
gruñir: —Mire, princesa, no me trago lo que está vendiendo esta mañana, igual
que anoche.
—Naturalmente, usted sabe lo que es mejor.
—Lo sé. —Se cruzó de brazos y se echó hacia atrás, ignorando el pequeño
pliegue decepcionado de sus labios.
—¿Cómo se llama él? —Ella extendió las yemas de los dedos, mugrientas,
con las uñas rasgadas y rotas, a Tommy, que, coqueto como era, chirrió y saltó
a su lado en el carruaje.

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—Tommy Teapot1, —contestó secamente, observando cómo su mangosta
se levantaba sobre sus patas traseras para olfatear su brazo y su oreja antes de
estornudar y bajar a las cuatro patas de nuevo.
—¿Teapot? —Sonreía, su voz era suave para la maldita mangosta mientras
Tommy investigaba sus mantas.
—Había una gran tetera de cobre en el barco. Por alguna razón le gustaba
acurrucarse para dormir en ella. Los marineros empezaron a llamarlo Tommy
Teapot y —se encogió de hombros— el nombre quedó.
—¿Un barco? —Ella levantó la vista ante eso—. ¿Vuelve de un viaje?
—De la India. —Se sentó, dejando que sus piernas se extendieran—.
Donde se crió, al parecer.
No se molestó en ocultar la incredulidad en su voz. Sí, las mangostas eran
cosas raras en Inglaterra, pero cualquier marinero que hubiera estado en la
India o en Arabia podría haber visto una y haber traído la historia.
Los marineros y las prostitutas solían mantener compañía.
Sus labios se apretaron en una fina línea, haciendo que el barro de su
barbilla se agrietara. —Así fue, en realidad. Hasta los veintidós años, cuando
mi padre me llevó a Venecia.
Él resopló. —Ah, y ahora ha estado en el continente.
Ella sonrió dulcemente. —Así es. Pero hábleme de su viaje, Sr. Mortimer.
¿Qué estaba haciendo en la India de todos los lugares?
—Ya se lo he dicho: cartografiar y recoger muestras científicas. Trajimos
docenas de plantas, decenas de pieles de pájaros conservadas, pieles de
animales e insectos. Libros de flores y hojas prensadas, por no hablar de
nuestras notas y bocetos. Dejé a los naturalistas de nuestra expedición
debatiendo todavía con mi antiguo profesor en Edimburgo sobre las muestras
que trajimos. Y los mapas que pudimos hacer. —Matthew sonrió al
recordarlo—. Fuimos capaces de trazar un mapa, con todo detalle eso sí,
desde Calcuta hasta el Himalaya. Ríos, carreteras, altitudes, todo. Fue una
maravilla. —Frunció el ceño—. Hasta que la maldita escaramuza con los
franceses hizo casi imposible hacer nada allí. Menos mal que me pidieron que
volviera a casa.

1 Significa tetera en inglés.

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—Debe haber sido una decepción, sin embargo, —dijo ella suavemente—.
Parece que disfrutó de su trabajo.
—Lo hice. —Se encogió de hombros, desviando la mirada, y pensó en el
condado y las deudas que lo esperaban. Ya no viajaría por el mundo. Se
acabaron las caminatas polvorientas, la comida indigerible de los nativos y las
experiencias cercanas a la muerte. Probablemente tendría que casarse con
alguna heredera de cara pálida cuya preocupación más acuciante fuera el color
de sus malditos guantes—. Pero ahora tengo otros asuntos que me preocupan.
—¿Oh? ¿Qué?
Él sonrió perezosamente a su carita ansiosa. —Eso no es realmente de su
incumbencia, ¿verdad?
—No, supongo que no lo es. —Ella se sentó de nuevo, pareciendo
irritada—. Si no le importa, tengo que atender la llamada de la naturaleza.
—En absoluto. —Él extendió el brazo en señal de irónica galantería.
Ella se levantó y bajó del carruaje.
Él estaba justo detrás de ella, lo que pareció sobresaltarla. Se giró y lo miró
ansiosamente. —¿Qué estás...?
—No se preocupe, princesa. —Él señaló un seto—. Puede hacer lo que
necesite allí. Voy a hablar con mis hombres al otro lado del carruaje.
Él se dio la vuelta sin esperar su respuesta y caminó alrededor del carruaje.
Encontró a sus hombres junto a los caballos. Josiah, el mayor de los dos, estaba
apoyado en el carruaje, con el pelo gris asomando por debajo de su tricornio y
por encima del cuello de su gabán aún húmedo. Josiah era un hombre bajito,
de piernas arqueadas, de unos cincuenta años, con una cara como el cuero por
haber pasado la mayor parte de su vida en el mar. Charlie, en cambio, tenía
apenas dieciocho años, el rostro fresco y el pelo negro. El chico era casi tan
alto como Matthew, pero tan desgarbado como una cigüeña. En ese momento
estaba agachado, inspeccionando los cascos de uno de los caballos.
Matthew frunció el ceño. —¿Se ha quedado coja?
—¿Qué? —Charlie levantó la vista, con las mejillas enrojecidas por el
viento. Algún día pronto iba a empezar a romper los corazones de las chicas
con esa cara inocente—. Oh, no, milord, sólo estaba comprobando para estar
seguro.
—Bien. —Matthew levantó la barbilla hacia el chico.

17
Charlie se enderezó y se acercó a donde estaban él y Josiah.
—Por ahora es “Señor Mortimer”. —Matthew miró entre el hombre mayor
y el joven—. Preferiría que ella no supiera de mi título.
El ceño de Charlie se arrugó en señal de confusión.
Pero Josiah rió profundamente antes de carraspear y escupir en el suelo a
sus pies. —No quieres que la muchacha se aferre a ti y suplique si se entera del
buen nombre que tienes, ¿eh, Mattie?
—Vayamos al próximo pueblo para librarnos de ella, —gruñó Matthew.
—¿Y estás seguro de querer hacerlo ahora? —El hombre mayor hizo ruidos
de besos desagradables.
Josiah estuvo a punto de ahogarse de risa cuando la única respuesta de
Matthew fue un dedo.
Volvió a dar la vuelta al carruaje, ignorando la sensación de picazón en la
nuca. Esa sensación lo había salvado más de una vez en situaciones de tensión
en sus viajes. Ahora mismo le decía que hiciera caso a las palabras del viejo
Josiah, a pesar de las burlas. Que se lo pensara dos veces antes de dejar a Su
Alteza en la próxima posada. Esta vez, sin embargo, su punzante sensación de
inquietud estaba equivocada. La pequeña vagabunda era capaz de cuidar de sí
misma.
Además, su seguridad no era asunto suyo.

18
Capítulo Tres
Una noche, a última hora, se oyeron unos terribles golpes en las puertas del palacio. Afuera, bajo
una lluvia torrencial, se encontraba un hombre que no llevaba más que una capa hecha jirones. Dijo
que se llamaba John y que había sido atacado por ladrones en el camino.
Pero la princesa Peony sólo se fijó en su hermosa sonrisa...
—De El Príncipe y La Chirivía

Hippolyta pudo oír las risas masculinas y parpadeó, sintiéndose herida al


acercarse a la carretera. ¿Se estaban riendo de ella, los conductores y el señor
Mortimer? ¿Se reían de los harapos que llevaba, del barro que le cubría el pelo?
Se estremeció, tirando de la manta que había tomado del carruaje con más
fuerza sobre sus hombros. Nunca se había sentido más expuesta en su vida:
sin su estatus y riqueza, sin amigos, sin siquiera ropa adecuada. No sabía
exactamente dónde se encontraba ni a qué distancia estaba Londres, y de
repente le parecía un viaje muy largo, peligroso e incierto.
Tommy Teapot se escabulló del seto y correteó hasta donde se encontraba
junto al camino. Hippolyta no pudo evitar sonreír al pequeño animal gris,
incluso después de sus oscuros pensamientos. La había seguido desde el
carruaje y había ido a cazar al seto mientras ella vaciaba la vejiga. Ahora se
levantó, mirando a su alrededor con atención, y ella vio que llevaba un
escarabajo marrón en la boca.
—¿Así que has cazado tu desayuno?, —le murmuró ella—. Bien hecho,
señor.
La mangosta inclinó la cabeza y la miró con ojos inteligentes y brillantes.
Ella sintió una punzada de añoranza. No había mentido al Sr. Mortimer
cuando le dijo que había soñado con tener una mangosta como mascota. Hace
mucho tiempo, cuando vivía en la India. Cuando Amma estaba viva y el aire
cantaba con el calor, las voces parlanchinas y el olor a estiércol y especias.
Antes de que olvidara el sabor del curry, el tacto de las sedas vaporosas y el
idioma de su madre.
Antes de que aprendiera a ocultar la parte de ella que era india.

19
Nunca debería haber hablado de mangostas e India con el Sr. Mortimer. El
Duque de Montgomery ya había intentado chantajear a Hippolyta por su
madre. El peligro era real y ya estaba probado. Los ingleses despreciaban
bastante a los que estaban fuera de sus costas, y mucho más a los de religión
diferente y pieles más oscuras.
Su madre había sido las tres cosas.
Si la sociedad londinense se diera cuenta de que era medio india, la
mayoría la rechazaría. E incluso con el dinero de papá, muy pocos hombres
querrían casarse con ella.
Después de todo, sus hijos serían un cuarto de indios.
Pero...
El Sr. Mortimer no le creía, ¿verdad? Podía balbucear todo lo que quisiera
sobre la India y su infancia, y quizás incluso sobre Amma, y él pensaría que
simplemente estaba contando cuentos. La idea era extrañamente atractiva:
hablar de sus recuerdos, todos almacenados, sin temor a las repercusiones.
—¿Lista?
Levantó la vista al oír su voz y vio al Sr. Mortimer acercándose a ella, con el
ceño fruncido.
Bueno, sería seductor hablar de sus recuerdos si tuviera un compañero que
fuera un poco más simpático. —Sí, estoy lista.
Pero el Sr. Mortimer no estaba prestando atención a su respuesta. Estaba
frunciendo el ceño hacia Tommy. —No vas a llevar eso en el carruaje. —Al
parecer, eso se trataba del escarabajo, que seguía agarrado entre los afilados
dientecillos de Tommy. El Sr. Mortimer se interpuso entre la mangosta y la
puerta abierta del carruaje—. Suéltalo.
—Lo ha atrapado él mismo, —objetó Hippolyta en nombre de Tommy—.
Es su desayuno.
El señor Mortimer le trasladó su ceño fruncido. —Tengo algo de pollo
cocido en el carruaje para él. No necesita...
Fue interrumpido por Tommy que se metió entre sus piernas y en el
carruaje, con escarabajo de desayuno y todo.
Hubo un corto silencio.

20
Hippolyta se aclaró la garganta, luchando contra una sonrisa. —¿Nos
vamos?
El señor Mortimer se hizo a un lado y se inclinó, extendiendo el brazo
hacia el carruaje. —Después de usted, princesa.
Ella frunció los labios ante su tono burlón, pero asintió y subió al carruaje.
Tommy no estaba a la vista cuando ella miró a su alrededor.
El carruaje se balanceó cuando el Sr. Mortimer entró detrás de ella. —Está
escondido con su premio, sin duda. No tiene que preocuparse por él.
Golpeó el techo y se sentó justo cuando el carruaje se puso en movimiento.
Hippolyta tiró de algunas de las mantas sobre su regazo y divisó un ojo
negro brillante y una naricita rosada que se movía bajo un pliegue. Se apresuró
a echar el borde de una manta sobre Tommy cuando oyó un claro crujido.
Se aclaró la garganta. —¿A qué distancia está el próximo pueblo?
El Sr. Mortimer había sacado una maltrecha bolsa de tela y estaba
rebuscando en ella.
Se encogió de hombros. —No lo sé.
Ella frunció el ceño. —Pero...
—Lo sabremos cuando lleguemos. —Sacó una barra de pan del saco, la
puso a su lado en el asiento y volvió a meter la mano en la bolsa para sacar un
paquete en forma de cuña envuelto en hule rojo, que resultó ser queso.
Tommy asomó la cabeza por la manta junto a Hippolyta, con la nariz
dirigida a la comida.
—¿Has decidido hacer acto de presencia? —El Sr. Mortimer se dirigió al
animal sin mirarlo.
—Dijo que tenía algo de comida para él, —señaló Hippolyta.
—Y así es, pero tendrá que esperar. —Sacó un cuchillo plegable, lo abrió y
cortó hábilmente una rebanada de pan y otra de queso. Le entregó ambas
cosas al otro lado del carruaje a Hippolyta—. Las damas primero.
Ella tomó el humilde alimento y parpadeó, sintiéndose extrañamente
tímida. —Pensé que había decidido que no era una dama.
Él se había inclinado sobre el pan mientras cortaba otro trozo, pero la miró
a través de sus ridículas y exuberantes pestañas y sus labios se torcieron. —
¿Las hembras primero, entonces?

21
—Humph. —La había insultado, de una manera indirecta, y aún así le
costaba mantener la boca cerrada.
Tommy se escurrió de las mantas y saltó al lado opuesto del carruaje. El
señor Mortimer sacó un ala de pollo de su bolsa y se la dio a la mangosta, y el
animalito corrió a un rincón para devorar su segundo desayuno.
Hippolyta dio un mordisco al pan y al queso. El pan estaba rancio, pero el
queso estaba afilado y duro y, en general, no sabía cuándo había desayunado
mejor. Hippolyta observó subrepticiamente al señor Mortimer mientras
comía. Había cortado un enorme trozo de pan y una rebanada de queso a juego
y se había sentado frente a ella, masticando con satisfacción. Había algo en su
simple disfrute de la comida, en la forma en que su garganta se movía al tragar,
en el movimiento competente y conciso de sus fuertes manos, que resultaba
extrañamente cautivador.
Levantó la vista y vio que sus ojos verdes la miraban.
Ella tragó, con la garganta repentinamente seca.
—¿Tiene sed? —Él volvió a meter la mano en su bolso y sacó una botella de
barro, la descorchó y se la entregó.
Ella bebió de ella y probó la cerveza. No era precisamente su primera
elección, ni siquiera la tercera, pero dadas las circunstancias, era muy
bienvenida.
Le devolvió la botella. —Gracias.
Él asintió y, observándola, se llevó la botella a los labios para beber.
Inexplicablemente, su boca volvió a secarse.
El carruaje redujo la velocidad y se detuvo de golpe.
El Sr. Mortimer se enderezó y miró por la ventana. —Estamos en una
posada. —Le devolvió la mirada y su rostro había perdido de algún modo toda
expresión, dejándola fría y sola—. Aquí es donde nos separamos, creo

Matthew observó a la pequeña indigente. Había dejado caer el pan y el queso


en su regazo y sus ojos se habían abierto de par en par.
—Será mejor que termine el desayuno. Preguntaré si la diligencia de correo
se detiene aquí.

22
Abrió la puerta del carruaje y bajó antes de que pudiera hacer algo
estúpido y preguntarle si realmente quería bajar aquí. Había viajado por medio
mundo y se había topado con su buena cuota de maleantes y pícaros.
Trabajaban sobre todo ganándose la simpatía de sus víctimas. Tal vez Su
Alteza sólo necesitaba que la llevaran a Londres, pero sólo un tonto se pondría
a merced de una embaucadora.
Cuanto antes se librara de ella, mejor para todos.
Con ese pensamiento en mente, entró en la posada para encontrar al
posadero.
Cuando salió diez minutos después, vio que Josiah y Charlie estaban
alimentando y atendiendo a los caballos.
Se acercó. —¿Pueden ir un par de horas más?
—Oh, sí, —dijo Josiah—. La pregunta es, ¿podemos Charlie y yo hacerlo?
Pasamos la noche tan mojados como si estuviéramos en el fondo del océano, si
no lo recuerdas, Matt.
—Lo recuerdo, —respondió Matthew, dándole una palmada en el hombro
al hombre mayor—. Me imagino que te habrás sentido como en casa después
de tantos años en el mar.
Josiah soltó una carcajada mientras Charlie se limitaba a gemir. —Pensé
que podríamos parar aquí, mi... er, ¿jefe?
Matthew negó con la cabeza, mirando al hombre más joven. —Vamos a
dejar a nuestro pasajero y creo que es mejor que intentemos llegar al menos al
siguiente pueblo. Aprovecharemos el día temprano y nos detendremos antes
de que anochezca para que tanto tú como los caballos puedan descansar.
Además, no tengo ganas de pasar otra noche arriesgándome a un robo en la
carretera.
—Sería muy triste que un salteador de caminos intentara detener este
carruaje, —se burló Josiah.
Matthew lo ignoró para volver al carruaje.
Abrió la puerta y encontró a Su Alteza todavía sentada donde la había
dejado, excepto que ahora Tommy estaba acurrucado en su regazo mientras
ella acariciaba la mangosta bajo la barbilla.
Levantó las cejas. Tommy no solía dejar que nadie lo tocara.
—¿Hay una diligencia de correo?, —preguntó ella.

23
Eso hizo que su mirada se dirigiera a la de ella. Parecía ansiosa y en cierto
modo joven bajo toda esa suciedad. Volvió a sentir esa punzada en la nuca.
La ignoró. —Sí, llegará esta tarde.
—Oh. —Ella parpadeó—. Oh, bien.
—¿Tiene el dinero del billete?, —preguntó, y luego se dio una patada
mental. ¿Estaba tratando de sacar de sus bolsillos para ella?
—Sí, —dijo ella, y cuando él la miró incrédulo -no podía imaginarse dónde
podría haber guardado un bolso-, se palmeó la rodilla. ¿Una liga, quizás? —De
verdad.
Acarició a Tommy una última vez y luego lo empujó suavemente de su
regazo y se levantó.
Matthew se apartó de la puerta para permitirle descender, y luego volvió a
meter la mano en el interior del carruaje para tomar su andrajosa capa.
Cuando se volteó, ella estaba de pie en el patio embarrado de la posada,
parpadeando bajo la luz del sol. Parecía desaliñada, pequeña y muy insegura.
Bueno, las apariencias engañan, ¿no?
Sin embargo, le pasó la capa por los hombros con más ternura de la que
pretendía al principio, y se la cerró a la altura del cuello. Dudó un momento y
luego le subió la capucha por encima de su pelo embarrado, y luego se inclinó
para mirar sus ojos abiertos. —Manténgase así, ¿entiende, princesa? Será
mejor que nadie vea cuan... —Joven... vulnerable... femenina... eres. Frunció el ceño y
apartó las manos—. Sólo manténgase así.
—Yo... —Ella pareció devolverle la mirada con impotencia durante un
momento y luego su pequeña y orgullosa barbilla se inclinó hacia arriba—. Sí,
por supuesto. Gracias, Sr. Mortimer. Por todo.
Se dio la vuelta y entró en la posada.
Ella no lo necesitaba. Había llegado hasta aquí por su cuenta. No lo
necesitaba a él ni a nadie más.
Matthew subió al carruaje y golpeó el techo, negándose a mirar por la
ventana mientras se alejaban. Se cruzó de brazos, se encorvó en el asiento y
achacó su mal humor a la falta de sueño de la noche anterior. Tommy le echó
una mirada y saltó al otro lado del carruaje, haciéndose un nido en las mantas
del asiento.

24
Avanzaron durante quince minutos más o menos a paso de tortuga,
mientras las colinas pasaban a su lado y su cuello casi se erizaba de
presentimiento. Lo cual era estúpido. Ella era una mendiga. Probablemente
también una puta. Probablemente había estado engañando y utilizando a los
hombres durante la mayor parte de su vida. La conocía desde hacía menos de
un día. No era de su incumbencia, maldita sea.
Todo lo que podía pensar era en esa barbilla obstinada, inclinada con tanto
orgullo mientras ella entraba en la posada como una mártir que va a ver a los
leones.
Oh, maldición.
Matthew se levantó de un salto y golpeó el techo del carruaje. —¡Da la
vuelta al maldito carruaje!
Eso llevó quince minutos y pasaron otros quince o más antes de que la
posada volviera a estar a la vista, y para entonces toda la espalda de Matthew
se estremecía. Ni siquiera se molestó en intentar ignorarlo ahora.
Saltó del carruaje antes de que éste se detuviera y corrió hacia el interior de
la posada. —¿Dónde está la mendiga?
El posadero, un hombre calvo con una gran panza flácida, señaló con los
ojos muy abiertos el gruñido de Matthew. —Le dije que se quedara en los
establos hasta la diligencia. Estaba muy sucia.
Matthew no se molestó en reñir con el hombre por ser tan poco caritativo,
simplemente se dio la vuelta y caminó en esa dirección.
Los establos eran un edificio bajo y oscuro que apenas hacía honor a la
palabra. Al principio, cuando sus ojos se adaptaron a la luz, Matthew pensó
que el edificio estaba desierto. No parecía haber nadie más que los caballos, lo
que de por sí era un poco extraño: ¿dónde estaban los mozos de cuadra?
Entonces oyó un sonido, como un gruñido.
Procedía del último establo.
Corrió hacia él y se asomó al interior.
Había tres hombres, agazapados como lobos alrededor de una presa fresca,
y en el centro estaba Su Alteza con una de sus manos tapándole la boca. Sus
ojos lo miraban, muy abiertos y asustados.
Matthew vio rojo.

25
Capítulo Cuatro
Bueno, no había nada que hacer más que dejar entrar al extraño. Le ofrecieron un baño y ropa
adecuada y cuando John bajó a cenar, no solo la princesa Peony notó su porte orgulloso y sus rasgos
nobles...
—De El Príncipe y La Chirivía

Hippolyta miró a los ojos verdes del señor Mortimer, brillando en los establos
húmedos y oscuros, y pensó: Oh, gracias a Dios.
Él apareció, grande y enojado, elevándose sobre los tres hombres que la
habían arrastrado a este apestoso lugar, y su rostro se contrajo en un rictus de
rabia.
Parecía asesino.
Y ella se alegró.
Uno de los hombres comenzó a decir algo, medio parado, pero el Sr.
Mortimer lo tomó por la pechera de su chaqueta y lo sacudió como un bulldog
lo haría con una rata. La cabeza del hombre se balanceó de un lado a otro con
impotencia antes de que el Sr. Mortimer simplemente lo echara a un lado. Al
siguiente hombre le dio un golpe en el costado de la cabeza, lo arrojó contra la
puerta del puesto y le partió la oreja. Y al tercero, el que todavía tenía la mano
sobre la boca de Hippolyta, quizás demasiado aturdido para moverse, le dio
un puñetazo en la cara con su gran puño. La cabeza del hombre se echó hacia
atrás y cayó inconsciente sobre la paja.
Hippolyta jadeó, mirando a su salvador, abriendo la boca.
—No, —gruñó, y se inclinó para levantarla. Su expresión no había
cambiado en absoluto desde que apareció tan repentinamente en la puerta del
establo. Todavía parecía enfurecido, de hecho, medio enloquecido—. No diga
nada.
Sus brazos se apretaban alrededor de ella, sosteniéndola cerca de su
cuerpo duro mientras caminaba desde los miserables establos hacia la
brillante luz del día del patio de la posada.

26
Ella parpadeó, entrecerrando los ojos ante el cambio de luz, y se dio cuenta
de que había empezado a temblar, lo cual era una tontería, en realidad, porque
los hombres en los establos no habían… no habían…
Los brazos del señor Mortimer se tensaron cuando subió al carruaje. Se
sentó con ella en su regazo, desenredando el brazo que sujetaba sus piernas
para cerrar la puerta.
—¡Vamos!
El carruaje se alejó de la posada.
Hippolyta yacía con la mejilla apoyada en la lana de su chaleco,
escuchando su respiración agitada. Él la rodeó con sus brazos, acunándola
como si fuera una niña. Debería levantarse, al menos cruzar al otro lado del
carruaje y sentarse allí. Su posición actual era bastante inadecuada.
Pero descubrió que no podía moverse, o tal vez simplemente no quería. Y
también ella todavía estaba temblando.
El señor Mortimer se inclinó hacia un lado y rebuscó en su saco, sacando la
botella de cerveza pequeña. La destapó y se la acercó a la boca. —Aquí.
Ella bebió un sorbo. —G... gracias.
Él mismo tomó un trago de la botella antes de volver a colocarla en la
bolsa.
Sus temblores estaban disminuyendo.
—¿Le hicieron daño? —Su voz fue brusca.
—Yo... —Un gran escalofrío la atormentó—. No. No tuvieron
tiempo. Llegó usted antes de que ellos pudieran hacer algo.
Ella no se había dado cuenta, pero él debía estar nervioso, sus músculos en
un estado de tensión, porque sintió que se relajaba con sus palabras.
—Entré en la posada como me dijo, pero el posadero dijo que yo estaba
demasiado… —se mordió el labio, con lágrimas de humillación punzando sus
ojos— sucia para quedarme adentro. Insistió en que fuera a esperar en los
establos a la diligencia de correo. Ni siquiera me dejó pedir un baño; no creo
que pensara que yo tenía dinero para pagar uno.
Ella inhaló temblorosamente y sintió una de sus grandes manos rozar su
hombro de manera reconfortante.

27
—Fui a los establos y esos… esos hombres estaban adentro. Traté de
evitarlos, de verdad que lo hice. —Apretó los puños, sintiendo la rabia
impotente, el terror, la vergüenza de haberse dejado atrapar—. Yo… yo nunca
debí haber entrado. Lo sé. Si me hubiera quedado en el patio... o... o...—Pero su
cuerpo estaba ahora temblando, preso de un sollozo, apretando su pecho,
ahogando palabras y pensamientos.
Lágrimas calientes desbordaron sus ojos, derramándose por sus mejillas
mientras jadeaba por respirar. Estúpida. ¡Era tan estúpida!
—Silencio, —el Sr. Mortimer dijo sobre ella, su palma contra su mejilla—.
Silencio ahora y escuche: esto no es su culpa, ¿me oye? Yo no debería haberla
dejado allí sola. Si alguien tiene la culpa, soy yo. No la dejaré de nuevo. Puede
viajar conmigo el resto del camino a Londres. Nadie le hará daño mientras
viaje conmigo. Lo prometo.
Ella sollozó de nuevo ante eso, no como un llanto propio de una dama, sino
con convulsiones profundas y horribles, con la boca abierta por el dolor y las
secuelas persistentes de su miedo.
Él la abrazó mientras ella temblaba y se estremecía contra su gran cuerpo
fuerte y por primera vez en más de una semana se sentía segura.

Aquella tarde, Matthew observó a su pequeña mendiga mientras dormía en


sus brazos. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, el cabello
enmarañado y enredado, el rostro sucio. Ah, y todavía apestaba.
Apartó la vista, mirando por la ventana del carruaje. No podía olvidar la
imagen de ella, asustada e indefensa, a merced de aquellos chacales. Que esas
alimañas trataran de aplastar su orgulloso espíritu, de pisotear su rápido
ingenio y el arrojo que llevaba a su alrededor con la misma seguridad que su
andrajosa capa, hizo que algo en su interior gruñera de negación. Esto no
debería ser así. Nadie debería poder hacerle daño. Se condenó a sí mismo
como un tonto por ignorar sus propios sentidos de advertencia y dejarla sola
en esa maldita posada en primer lugar.
Con cuidado le apartó un mechón de pelo de la mejilla y se juró a sí mismo
que la protegería hasta que llegaran a Londres.
Al otro lado del carruaje, Tommy salió de su nido de mantas y asomó una
nariz puntiaguda para oler el aire.

28
Habían salido de la posada horas antes y sin duda tenía hambre. Sin
molestar a su mendiga, Matthew metió la mano en el saco y encontró un trozo
de pollo.
La mangosta se liberó de las mantas y se lanzó a través del carruaje para
arrebatar la ofrenda de los dedos de Matthew.
El pequeño movimiento debió de empujarla, porque la mujer en sus brazos
se movió. La vio parpadear y abrir los grandes ojos marrones con confusión y
un rastro de miedo.
—Está bien, —dijo de inmediato—. Está en mi carruaje y —miró por la
ventana a las cabañas con techo de paja— parece que hemos llegado a un
pueblo.
—Oh, —dijo adormilada—. ¿Nos detendremos?
—Si hay una posada, ciertamente lo haremos, o bien Josiah podría
desollarme vivo.
Ella se enderezó y se movió para sentarse a su lado.
Él la dejó, aunque tenía un fuerte impulso de no hacerlo.
Ella miró por la ventana y luego a él, sus ojos claros y brillantes. —¿Josiah
es su hombre en el pescante?
—Sí. —Él sonrió con ironía—. Charlie es el más joven. Ambos son
antiguos marineros y están acostumbrados a decir lo que piensan. A Josiah no
le gustó mucho haber conducido durante la noche y bajo la lluvia.
—No puedo decir que lo culpo, —dijo, devolviéndole la sonrisa casi con
timidez.
Él parpadeó ante la vista, desconcertado, y abrió la boca.
El carruaje se detuvo bruscamente y Matthew miró por la ventana para ver
que estaban en el patio de una posada. —Espere aquí.
Bajó y encontró al posadero, un hombre con porte militar, una mata de
cabello gris peinado en una coleta y un brazo izquierdo faltante,
probablemente un ex marinero o soldado. Quedaban dos habitaciones, una
detrás de los establos que Josiah y Charlie podían usar, y otra arriba. Tendría
que compartirla con la pequeña mendiga, pero estaba bien.
Era mejor que no la volviera a dejar sola en un lugar extraño.

29
Una vez hechos los arreglos, Matthew regresó trotando al carruaje y
recogió a la mendiga y a Tommy, así como uno de sus bolsos. La acompañó al
interior y se dio cuenta de lo bien que ella se debía sentir sólo cuando llegaron
a la habitación al final de la escalera.
—Pero... —Ella arrugó la nariz como si la pequeña y ordenada habitación
oliera peor que ella, lo cual ciertamente no era así—. Solo hay una habitación y
solo una cama. ¿Seguramente podría haber conseguido dos habitaciones?
Su Alteza había vuelto.
Matthew dejó caer su bolso con un ruido sordo en el suelo de madera. —
Soy consciente de que afirma tener montañas de oro, princesa, pero algunos de
nosotros no las tenemos.
Ella lo miró fijamente, su boca se abrió en una pequeña O indignada.
—Además. —Le dirigió una sonrisa sardónica—. Solo tenían una
habitación, a menos que quisiera dormir con Josiah y Charlie.
Sus cejas se juntaron como si realmente estuviera considerando la idea. —
La compañía ciertamente podría ser más amigable.
—Ahora. —Se acercó más, viendo cómo sus ojos se abrían con súbita
alarma cuando le dio un golpecito en la nariz. Se inclinó sobre ella y le dijo al
oído—: Intente mantener esa lengua afilada bajo control. No tengo intención
de morir desangrado esta noche.
Cuando se retiró, la barbilla de ella estaba tan inclinada en el aire que le
sorprendió que no hubiera caído en exceso. —No tenía ni idea de que su piel
fuera tan sensible.
Él puso los ojos en blanco. —Dije que la protegería hasta que llegáramos a
Londres y así lo haré. Y aunque yo fuera un canalla dispuesto a renunciar a mí
mismo, le aseguro que no me acostaría con una mujer que apesta a mierda.
Está más que segura conmigo, princesa. Ahora quédese aquí con Tommy
mientras yo me encargo de los caballos. Charlie y Josiah están casi dormidos
de pie.
Dicho esto, salió de la habitación y bajó ruidosamente las escaleras de la
posada.
Envió a ambos conductores a la cama y luego pasó la siguiente hora
acicalando a los caballos del carruaje. No tenía los fondos de sobra para
alquilar otro par de animales; todavía no tenía acceso al crédito del

30
condado. Incluso si lo hubiera hecho, a menos que las cosas hubieran
cambiado drásticamente mientras navegaba por el Océano Índico, estaba
heredando deudas y una casa de campo que necesitaba reparaciones, así como
un título.
Matthew suspiró y se concentró en los caballos. Llevaban un día y una
noche trabajando. Los revisó minuciosamente, asegurándose de que no
tuvieran ninguna llaga por las monturas, y pagó un extra por una ración de
avena para cada uno de ellos.
Luego, con una última palmada para ambos caballos, regresó a la posada.
El lugar estaba impregnado de aromas cuando entró y ordenó que le
hicieran una bandeja de comida, esperando junto al fuego de la sala común
mientras se preparaba. La tomó él mismo, pensando que era más seguro para
Su Alteza comer en su habitación que en la sala común.
Apoyó la bandeja contra su cadera, llamó una vez a la puerta de su
habitación y luego probó la manija. Una oleada de irritación recorrió su pecho
cuando giró fácilmente bajo su mano.
—¿En qué estaba pensando al dejar la puerta abierta? —gruñó al entrar y
pateó la puerta para cerrarla detrás de él—. Cualquiera podría haber ...
Las palabras murieron abruptamente en su garganta.
Había una bañera de estaño maltratada delante de la pequeña chimenea y
la Princesa estaba en ella, frente a él. Su cabello empapado y oscuro caía por
sus hombros lisos y brillantes hasta el agua. Sus pechos colgaban, regordetes y
húmedos, justo por encima de la superficie del agua; los pezones eran grandes,
marrones y estaban fruncidos, como si esperaran la boca de él. Tenía los ojos
muy abiertos y sorprendidos, la nariz recta y orgullosa, los labios de un
cinabrio oscuro y erótico.
Ella era hermosa.
Jesús.
Le dio la espalda, sintiendo como si le hubieran dado una patada en el
estómago. —Lo lamento.
—Yo... debería haber cerrado la puerta, —dijo detrás de él.
—Sí, debería haberlo hecho. —Se acercó a la cama y dejó encima la
bandeja de comida sin voltearse—. Cualquiera podría haber entrado.
Detrás de él escuchó un pequeño chapoteo.

31
Se aclaró la garganta. —¿Pidió que bajaran su ropa para que la limpiaran?
—Oh. No pensé en hacerlo. —Otro chapoteo.
Él agarró los bordes de la bandeja, frunciendo el ceño ante los platos de
pollo guisado y albóndigas, tratando de no recordar cómo se veía ella detrás de
él, desnuda, en la bañera, con gotas de agua en esas dulces, relucientes y
tentadoras tetas.
El borde de la bandeja de madera crujió bajo su mano derecha.
Ella se aclaró la garganta. —Francamente, no estoy segura de que mi ropa
se pueda lavar.
—Veré qué puedo encontrar. —Caminó hacia la puerta, asegurándose de
no mirarla. Hizo una pausa, con su mano en el pomo, y notó distraídamente
que sus nudillos estaban blancos—. Asegúrese de cerrar la puerta detrás de
mí esta vez.
Cerró la puerta y luego bajó corriendo las escaleras de la posada como si
los perros del infierno lo persiguieran.

32
Capítulo Cinco
John se sentó junto a la princesa Peony para cenar. Se mantenía firme en la conversación -incluso
cuando el rey intentaba ponerlo a prueba con oscuras referencias históricas- y la forma en que
manejaba el cuchillo y el tenedor hacía que algo se agitara en la boca del estómago de Peony...
—De El Príncipe y La Chirivía

Hippolyta dejó escapar un largo suspiro y apretó las manos húmedas


contra sus mejillas ardientes. ¡Oh, el señor Mortimer debía pensar que era una
tonta, o algo peor! ¿Qué la había poseído para olvidar cerrar la puerta? Pero
había estado tan contenta de finalmente darse un hermoso baño caliente que
realmente no había estado pensando en mucho más.
Aun así.
Rara vez se había sentido tan... avergonzada en su vida. Sí,
avergonzada. Esa era la razón por la que se había sentido tan caliente bajo la
mirada atenta del Sr. Mortimer mientras él se quedaba allí mirando sus pechos
desnudos. Aquellos ojos verdes se habían estrechado un poco cuando él miró
de lleno, y ella sintió que le dolían los pezones.
Oh, ¿a quién estaba engañando? No había sido vergüenza lo que había
sentido. Había sido algo muy diferente, algo que una dama joven y soltera
nunca debería sentir.
O al menos nunca debería admitir sentir.
Hippolyta resopló para sí misma, saliendo sin gracia de la bañera. Lo
último que necesitaba era que él la encontrara todavía desnuda cuando
regresara. Rápidamente se envolvió en un paño de secado y corrió hacia la
puerta de puntillas, deslizando el cerrojo. Luego volvió a la pequeña alfombra
frente a la chimenea y se secó con el paño fino.
Estaba pensando en meterse en la cama para mantenerse caliente cuando
llamaron a la puerta.
Se deslizó por el frío suelo de madera y abrió la puerta, asomándose.
La cara ceñuda del señor Mortimer se encontró con su mirada. —La
próxima vez pregunte quién es antes de abrir la puerta.

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Ella frunció los labios para no replicar y simplemente retrocedió.
Él entró, cerró la puerta y pasó junto a ella para arrojar una pila de ropa en
la silla de madera junto a la chimenea. —Está de suerte. El posadero tiene dos
hijas. Pude comprarle un conjunto de ropa. Creo que le entrarán. —Se acercó a
la cama y se puso de espaldas a ella.
—Gracias, —dijo, examinando el montón en la silla. Había una camisola,
remendada pero limpia, dos enaguas, un vestido marrón, un delantal, medias,
un chal y zapatos. Ah, y un par de estancias. Se sintió acalorada de nuevo al
pensar en que él le comprara ropa interior—. Se lo pagaré, naturalmente.
Él gruñó. —No hay necesidad. Guarde sus centavos para Londres.
—Pero yo… —Se interrumpió cerrando la boca. Ella podía devolverle el
dinero, por supuesto, ahora que la llevaría a Londres; aunque no hubiera
suficiente dinero en el pequeño bolso que todavía tenía, su padre era muy,
muy rico.
Pero el señor Mortimer todavía pensaba que era una mendiga o, peor aún,
una especie de prostituta.
Hippolyta frunció el ceño mientras se ponía la camisola. ¡Oh, él se iba a
alegrar mucho al ver su rostro cuando finalmente descubriera quién era ella en
realidad! No una mendiga, ni una actriz, ni una prostituta, sino una dama, la
hija de Sir George Royle, uno de los hombres más ricos hechos a sí mismos en
Inglaterra. Iba a disfrutar mucho restregándole al Sr. Mortimer su prepotencia
en su error.
Pero mientras tanto se sentó en la silla para ponerse las medias porque
tenía los dedos de los pies fríos.
—¿Puedo darme la vuelta?
Hippolyta agarró el chal y se envolvió en él. Era largo, gracias a Dios, y
cubría su torso adecuadamente.
Más o menos.
—Sí, —dijo sin aliento.
Él la miró y luego rápidamente se alejó de nuevo, frunciendo el ceño. —No
se ha puesto el vestido.
—No. —Ella miró la ropa—. Pero... ¿pensé que iría a dormir después de la
cena? —Decididamente, no estaba pensando en la cama individual en este

34
momento, una cosa a la vez—. Parece un poco tonto ponerse el vestido solo
para quitárselo casi de una vez.
Él murmuró algo en voz baja que ella no entendió del todo.
—¿Perdón?
Él suspiró profundamente como si ella fuera una gran carga y se encontró
parpadeando, sintiéndose un poco herida. —Bien. Comamos. La cena ya está
fría.
Él giró y movió una pequeña mesa de la pared al lado de la cama y colocó
una silla a cada lado.
Hizo un gesto para que se sentara. —Por favor.
—Gracias, —respondió ella, insegura. Sonaba tan brusco—. De
verdad, puedo pagar por la ropa...
—Olvídelo. —Trasladó los platos de comida y los vasos a la mesita antes
de destapar una botella de vino y llenar ambos vasos.
Tommy salió del escondite que había encontrado en la pequeña habitación
y corrió hacia él. Se puso de pie sobre sus patas traseras al lado de la mesa, su
pequeña nariz rosada se movía con interés por los sabrosos aromas.
Sin decir palabra, el señor Mortimer seleccionó algunos bocados de carne
de su plato, los colocó en un platillo y los depositó en el suelo para el
animalito.
Ella dio un mordisco al pollo guisado. Estaba frío, pero aún estaba
bueno. El vino no tanto.
Ella lo miró por encima de su copa de vino.
Su cabeza estaba inclinada mientras comía en silencio, con el ceño aun
fruncido.
Dejó su vaso. —¿A Charlie y Josiah les gustó su habitación?
—Se fueron directamente a la cama, así que supongo que sí.
Tomó otro par de bocados.
—¿Sabe cuánto tiempo más tomara llegar a Londres?
Él se encogió de hombros. —Depende de los caminos.
Ella frunció los labios, aunque él no lo notó, ya que parecía estar haciendo
todo lo posible para no mirarla. —¿Supongo que no tiene un peine?

35
Eso le valió una mirada por debajo de las cejas bajas. Sus pestañas no se
habían vuelto menos exuberantes, se dio cuenta. Él suspiró y empujó su silla
con un fuerte roce contra las tablas del suelo, levantándose y dirigiéndose a su
bolso en el extremo de la cama. Se agachó y rebuscó un momento antes de
volver y arrojar un peine sobre la mesa junto a su plato.
Hippolyta arqueó una ceja. —¿Lo he ofendido de alguna manera, señor
Mortimer?
Él finalmente la miró, pero su expresión era irritada. —No.
Ella terminó su cena y recogió el peine, pasándolo por su cabello
húmedo. —Y, sin embargo, ha sido grosero desde que llegamos a la posada.
Él se sirvió otra copa de vino y se reclinó en su silla. —Mire. Dije que la
llevaría a Londres y lo haré, para que no tenga que hacer esto.
Bajó el peine, perpleja. —¿Esto?
Él se levantó de repente, casi volcando la silla, y empujó un brazo hacia la
bañera. —La bañera. —Hizo un gesto hacia ella—. Paseando en nada más que
una camisola, peinando su cabello. No necesita molestarse con nada de esto.
—Yo... —Las cejas de Hippolyta se juntaron—. ¿Nada de qué?
Colocó las manos planas sobre la mesa y se inclinó sobre ella, cerca de su
cara. —No necesita seducirme.

Matthew vio como esa boca exuberante se abría con indignación.


—Yo... ¿qué?
—No actúe de forma inocente conmigo, —gruñó, como si su verga no
estuviera presionada con fuerza contra la bragueta de sus pantalones—. Sin
duda está acostumbrada a abrirse camino en el mundo. Seduciendo a los
hombres y usándolos a ellos y a su dinero...
—Tengo mi propio dinero, ¡muchas gracias!
—...para vivir, pero ya he prometido llevarla hasta Londres y como soy un
caballero...
—¡Cielos!
—... un caballero, puede dejar de intentar usar sus artimañas femeninas
conmigo.

36
—No tengo artimañas femeninas.
La miró, desde sus ojos oscuros tormentosos hasta su boca indignada y sus
pechos regordetes, temblando de indignación bajo la frágil camisola, y volvió a
alzar la vista. —Usted, princesa, está llena de artimañas femeninas.
La voz de él se había hecho más profunda y vio cómo la conciencia
amanecía en esos ojos oscuros, mientras se agrandaban y ella se inclinaba
hacia adelante solo una fracción.
El labio inferior de ella estaba húmedo.
Habría dado cualquier cosa en ese momento por tomar esa boca. Por
demostrarle que él no era un hombre con quien jugar.
Excepto que él acababa de decirle que no lo haría.
Maldito infierno.
Se apartó de la mesa y se dirigió a la puerta. —Voy a bajar a la sala
común. Cierre la puerta detrás de mí. Y compruebe esta vez antes de abrir a
alguien.
Ignoró el grito de indignación detrás de él y cerró la puerta de un portazo,
esperando sólo el tiempo suficiente para escuchar el sonido del cerrojo antes
de bajar las escaleras con estrépito.
La sala común era pequeña y oscura, iluminada solo por unas pocas velas y
el fuego de la chimenea, ardiendo lentamente. Media docena de hombres
estaban sentados a una mesa, decididos a jugar a los dados.
Matthew pidió cerveza y se sentó solo. Descubrir que la pequeña mendiga
era una mujer encantadora bajo todo ese barro y lodo no debería haberlo
conmovido tanto. No es que no haya disfrutado de la compañía femenina en
los últimos dos años. Por otra parte, uno no hablaba con putas. Y además.
Había pasado mucho tiempo.
Hizo una mueca mientras daba un trago a la cerveza. Se sentía casi como
una traición, al descubrir que su pequeña pícara con su ingenio ácido, su
forma de hablar ridícula y aristocrática y sus ojos vulnerables era una mujer
hermosa. El viaje a Londres iba a ser una tortura: esta noche tenía que
compartir la cama con la muchacha.
No era justo.

37
Gruñó ante el pensamiento. La vida no era justa y él era lo suficientemente
hombre como para saberlo.
Matthew apuró su jarra, lanzó una moneda a una de las hijas del posadero
y volvió sobre sus pasos hacia la habitación de arriba.
Apoyó una mano en el marco de la puerta, inclinó la cabeza y golpeó.
Una pausa y luego su voz. —¿Quién es?
—Yo.
Ella destrabó y abrió la puerta.
Él miró hacia arriba.
Ella tenía la barbilla levantada y una ceja enarcada con altivez, pero le
temblaban los labios. No debería sentir algo dentro de él apretarse ante la
vista. —¿Supongo que debería haber preguntado por su nombre y alguna
prueba de su identidad?
Él resopló y la empujó hacia la habitación. Ahora solo ardía una vela y la
habitación estaba íntimamente en penumbra. Las sábanas estaban
descorridas. Obviamente ella había estado acostada en la cama. Tommy se
había escondido en alguna parte.
Detrás de él, ella cerró y trabó la puerta.
Él se quitó el abrigo y lo colgó sobre una de las sillas.
Ella pasó corriendo junto a él y se metió en la cama.
Si fuera más grande, sugeriría una línea de almohadas o ropa en el medio
para separarlos. Pero la cama apenas era lo suficientemente grande para
dos. No le apetecía caer sobre su trasero en medio de la noche solo para
mantenerse alejado de ella.
—¿Está casado? —ella preguntó.
Él se detuvo, con las manos en la pañoleta y la miró. Se había tapado la
nariz con la colcha, pero él podía ver el brillo de sus ojos incluso en la
oscuridad de la cama. —No.
—¿Una amante?
—No hay amante—. Hizo una mueca, se quitó la pañoleta del cuello y la
arrojó a la silla donde estaba su abrigo.
—¿Por qué no?

38
Se encogió de hombros y se desabrochó el chaleco. —He estado ocupado
con mis estudios de cartografía y otros asuntos científicos.
Lo cual era bastante cierto, aunque no toda la verdad. No tenía título ni
mucho dinero la última vez que estuvo en Inglaterra. Ahora, por supuesto, el
asunto era diferente.
Un condado era un cebo sabroso para la familia de alguna heredera.
El pensamiento no mejoró su estado de ánimo.
Ella resopló. —Muchos caballeros se las arreglan tanto para estudiar como
para cortejar a una mujer.
—Yo no. —Arrojó el chaleco sobre la silla y se inclinó para quitarse los
zapatos—. Además, hace dos años que me fui. No he conocido a muchas
mujeres elegibles en mi viaje.
—Y ahora ha regresado, —susurró.
—Así es. —Se quitó los zapatos y los pateó debajo de la silla. Se enderezó
y apagó la vela—. Parece muy interesada en mi estado
matrimonial. ¿Tiene usted un marido esperándola en Londres? —Su ánimo se
tornó completamente desagradable ante la idea.
—No tengo esposo. —Suspiró, sonando un poco triste allí en la oscuridad.
—¿No? —Su boca se torció. Ella era una puta, o al menos una mendiga del
camino. Tanto como ella siempre tenía un hombre para timar—. Entonces, un
pretendiente, me imagino. —Su voz goteaba de sarcasmo.
Hubo un silencio desde la cama y luego llegó su voz, sonando mucho más
despierta. Por no hablar de muy, muy precisa. —No hay pretendiente,
tampoco. De ningún tipo, se lo aseguro, señor Mortimer.
—¿Supongo que eso cubre a los proxenetas?
Supo que había ido demasiado lejos incluso antes de que ella saltara de la
cama en un crujido de mantas y miembros. En la oscuridad era una sombra,
corriendo hacia la puerta, pero él la atrapó, su princesa, su mendiga. La agarró
por la cintura y la empujó contra la sólida puerta de roble. Ella golpeó con los
codos afilados. Pateó con los talones y los dedos de los pies desnudos y todo lo
que él podía pensar, mientras absorbía los golpes, era que ella se iba a hacer daño.
Eso y me lo merezco.

39
Pero ella no hablaba, simplemente jadeaba mientras luchaba con él,
jadeando, con sus preciosas y gordas tetas agitándose contra su pecho, hasta
que lo hizo.
—Bastardo, —siseó—. Hijo de perra, a... a... asno mama verga.
Él quería reírse, pero se mordió el interior de la boca -con fuerza- para no
hacerlo, y dejó que ella cargara contra él.
—No tiene ningún derecho, ningún derecho en absoluto a llamarme así, —
jadeó en su rostro, su aliento dulce y excitante—. Piense que soy una
mendiga, piense que soy una actriz o estafadora, si quiere, pero yo no soy una
puta. Soy Hippolyta Royle. Soy una dama respetable de buena crianza y fina
inteligencia e ingenio. Si su pequeña mente no puede recordar o creer eso, al
menos crea que tiene suerte de compartir el mismo aire, y mucho menos una
patética habitación de posada de campo conmigo. ¿Me entiende, señor
Mortimer?
Dios, quería besarla. Quería cubrir esa exuberante boca de cinabrio e
inhalar todo ese acento cortante, esas vocales agudas, y hacerla olvidar su
estúpido nombre, asumido o no.
Quería joderla hasta que nada importara más que acabar rápido y duro.
Pero él se lo había prometido.
Y además, pensó que en ese momento ella podría morderle la lengua si se la
metía en la boca.
Así que, en cambio, simplemente se inclinó hacia su rostro y le susurró: —
Sí.
Ella podría tomarlo como una concesión si quisiera.
Pero no era tan tonta como para relajarse, advirtió. La levantó y ella
inmediatamente comenzó a luchar de nuevo.
—Basta, —gruñó.
—No voy a dormir aquí, —dijo.
—No sea tonta, —gruñó—. Es el único lugar seguro para usted. —La
arrojó sobre la cama y cuando ella hizo ademán de alejarse de nuevo, la sujetó
con los brazos—. Estoy cansado. Ha dejado claro su punto. Si pone un dedo
del pie en ese piso, la levantaré y la volveré a poner en la cama.

40
Por un momento, todo lo que escuchó fue su respiración rápida. Luego dijo
en voz baja: —Muy bien.
Matthew ignoró la punzada de decepción por su rendición y se apartó del
colchón. Cruzó al otro lado de la cama y se metió en ella.
Podía sentir su calor, a pesar de que ella no lo tocaba en absoluto. Debía de
estar balanceándose en el mismo borde del colchón. Él se quedó tumbado,
mirando a la oscuridad, escuchando su respiración. Ella tampoco estaba
dormida.
Hoy la habían atacado. Ella había llorado en sus brazos. Y él había visto
sus gloriosos pechos y luego la llamó puta.
Aquí, en la oscuridad de esta pequeña y fría habitación de la posada, tal
vez no importaba si ella quería fingir ser una princesa.
Excepto que se iba a caer de la cama si seguía tratando de mantenerse
alejada de él.
Él suspiró y extendió la mano, tocándole el brazo. —Venga aquí.
—Yo... —Él podía oírla tragar—. No lo haré. Es usted una bestia horrible.
—Sí, lo soy, —dijo con suavidad.
Ella vaciló. —No debería.
—Princesa, no hay nadie en todo el mundo que sepa lo que hacemos aquí
esta noche, salvo usted y yo. No importa si se queda ahí, congelada y
cayéndose del borde de la cama, o si viene aquí y nos mantenemos calientes
por la noche. Además. Estoy demasiado cansado para hacer algo más que
quedarme dormido.
—Oh, —murmuró, y luego la cama se estremeció cuando ella se acercó un
poco más hasta que estuvo justo contra su costado. —Muy bien.
—Buenas noches, —dijo.
Pero mientras escuchaba su respiración hacerse profunda y uniforme, se
reconoció a sí mismo como un mentiroso.
Su verga estaba dura contra su muslo.

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Capítulo Seis
Después de la cena, la familia real y los diversos cortesanos de rigor se dirigieron al gran salón. Allí
la reina y el rey tomaron el té mientras sonaba la música y algunos bailaban. La reina observó cómo
Peony y John giraban graciosamente en círculos, y su expresión era pensativa...
—De El Príncipe y La Chirivía

A la mañana siguiente, Hippolyta se despertó con el cosquilleo de bigotes


en los labios.
Abrió los ojos y vio los ojos ambarinos de Tommy Teapot mirándola
fijamente a escasos centímetros.
—Tommy, —espetó el señor Mortimer.
Él estaba de pie junto a la mesa en mangas de camisa y pantalones, con el
pelo mojado y atado en una coleta. Había una palangana con agua caliente
sobre la mesa y un pequeño espejo al lado.
La miró y asintió. —Buenos días. Siento que Tommy la haya despertado.
Sus ojos parecían tan verdes y sus hombros tan anchos con esa camisa
blanca como la nieve. Se recordó a sí misma que él se había portado muy mal
con ella la noche anterior... por supuesto, después de eso había sido casi
amable. Maldita sea, no estaba lo suficientemente despierta como para
desenredar todos los hilos de sus sentimientos por él.
Se aclaró la garganta. —Está bien.
Tommy rebotó sobre la cama y fue a investigar la palangana de agua
humeante.
El Sr. Mortimer se estaba restregando jabón sobre la mandíbula,
intentando hacer espuma, aunque la película parecía bastante fina.
Había compartido la cama con ese hombre la noche anterior, había sentido
su duro cuerpo enroscado alrededor de ella toda la noche, vagando por sus
sueños. Sin embargo, ahora la idea de que él se había despertado antes que
ella, que la había visto dormir inadvertidamente, la hacía sentir... vulnerable.
Inspiró, reacia a levantarse del edredón. Reacia a enfrentarse al frío de la
habitación y a las discusiones del día.

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Sólo necesitaba un momento para despertarse.
Vio cómo él se inclinaba, entrecerrando los ojos en el pequeño espejo, e
inclinó la cabeza, colocando la hoja de afeitar en la esquina de su mandíbula
cuadrada. Acarició suavemente, dejando una línea de piel desnuda, y luego
enjuagó la cuchilla en un pequeño vaso de agua antes de volver a aplicarla.
Era bastante relajante observar este rito masculino. A veces había visto
cómo afeitaban a papá o cómo se afeitaba él mismo cuando estaban de viaje.
Entonces le fascinaba el raspado de la navaja, la inclinación de la cabeza, la
forma en que se curvaba el labio superior justo antes de afeitarse. Él le guiñaba
el ojo en el espejo cuando le llamaba la atención.
¿Qué debía pensar papá de su desaparición? ¿Había recibido la noticia de
que había sido secuestrada y por quién? ¿O simplemente la había encontrado
desaparecida? Debía de estar muy preocupado. Papá tenía casi sesenta y dos
años y no siempre gozaba de buena salud. A veces se quedaba sin aliento
cuando se excitaba demasiado.
Una exclamación la hizo girar la cabeza.
El Sr. Mortimer estaba presionando un paño a un lado de su mandíbula. —
Maldita sea, —murmuró—. No puedo ver para afeitarme con el espejo tan
bajo.
—¿Quiere que se lo sostenga?, —preguntó ella antes de poder pensar. No
tenía ni idea de por qué se ofrecía, después de las cosas horribles que había
dicho anoche.
Él la miró, con las cejas levantadas como si también estuviera sorprendido.
—Sí. —Su voz era ruda—. Por favor.
—Erm. —Ella se aclaró la garganta, repentinamente seca—. ¿Si se da la
vuelta un momento?
Él se quedó quieto, observándola, y luego asintió bruscamente y le
presentó su amplia espalda.
Ella inhaló y se revolvió entre las sábanas para encontrar el chal que había
llevado la noche anterior. Estaba enredado cerca de sus pies y lo sacó y se
envolvió con él antes de arrastrarse y sentarse en el lado de la cama, con los
pies descalzos colgando del borde.
Levantó el espejo y se sentó muy recta. —Ya puede darse la vuelta.

43
Él giró para mirarla y se acercó un paso más. Estaba a sólo unos
centímetros y ella sintió que sus labios se separaban mientras él la miraba, con
sus ojos verdes oscuros y tormentosos. Parecía casi... enfadado, pero
seguramente eso no podía estar bien. Ella lo estaba ayudando.
De repente, él volvió a tomar la navaja de afeitar y ella se sobresaltó al ver
su movimiento.
Él frunció el ceño. —Sostenga el espejo un poco más alto. Y póngalo en
ángulo como... —Él rodeó sus dedos con su gran mano y ella casi tuvo que
cerrar los ojos por el calor. Colocó el espejo a su gusto antes de soltarle la
mano—. Ya está.
El señor Mortimer se inclinó hacia ella, mirándose en el espejo, y dio otra
pasada por su alto pómulo.
Hippolyta sostuvo el espejo justo debajo de su barbilla. Tragó saliva,
tratando de controlar su respiración. Él estaba estudiando el espejo y su
reflejo, no a ella. Pero su cuerpo no parecía entender la diferencia. Sólo
registraba la proximidad, el olor del hombre y su jabón con aroma a sándalo, la
pequeña línea entre las cejas cuando él miraba de un lado a otro.
—Le faltó una parte, —dijo ella, horrorizada al darse cuenta de que su voz
estaba oxidada.
Su mirada se dirigió a la de ella, verde como las hojas nuevas, y sus cejas se
alzaron.
Volvió a aclararse la garganta. —Justo ahí. —Le tocó un lugar cerca de la
oreja derecha, su piel cálida y suave, y luego se apresuró a apartar la mano de
nuevo.
Él asintió con la cabeza y se quitó los últimos bigotes. Luego se inclinó y se
echó agua en la cara antes de tomar un paño para secarse la cara y darse la
vuelta. —Gracias.
—De nada. —Tardíamente, ella bajó el espejo, sintiéndose tonta.
Pero él ya se dirigía a la silla con el resto de su ropa.
Se encogió de hombros para ponerse el chaleco y el abrigo y sacó un
puñado de horquillas del bolsillo del abrigo. —Anoche se las compré a una de
las hijas del posadero. Para su cabello. —Dejó las horquillas sobre la mesa—.
Ya he ordenado que nos preparen una comida para nuestro viaje. Vístase y nos
iremos enseguida. —La miró, con las cejas fruncidas—. No se olvide de
Tommy.

44
Se echó la bolsa al hombro y salió por la puerta.
Hippolyta le sacó la lengua a la puerta cerrada sólo porque podía hacerlo.
Hombre grosero y desagradable.
Pero quería continuar su viaje lo antes posible, así que se apresuró a
vestirse.
Veinte minutos después salió al patio de la posada, con Tommy Teapot
bien guardado bajo el chal.
El sol volvía a brillar hoy y entrecerró un poco los ojos mientras se dirigía
al carruaje que la esperaba.
El señor Mortimer estaba hablando con dos hombres junto al carruaje,
presumiblemente sus conductores, aunque era la primera vez que los veía de
cerca y a la luz del día.
Los tres hombres se giraron cuando ella se acercó.
El hombre mayor se quitó la pipa de arcilla de la boca. —¿Podemos
ayudarla, madame?
El Sr. Mortimer hizo un sonido irritado. —Josiah, tú la conoces. Hemos
estado viajando con ella durante dos días. Esta es...
—La señorita Hippolyta Royle, —dijo Hippolyta con firmeza antes de que
pudiera presentarla como Moll Jones o algo peor.
Los ojos de Josiah se abrieron de par en par y se quitó el maltrecho
tricornio de la cabeza. —Vaya, estoy encantado de conocerla, madame. A la
luz del día.
Detrás de él, Charlie también se había quitado el sombrero y la miraba con
la boca abierta.
Ella les sonrió a ambos. —Me temo que aún no les he dado las gracias por
detener el carruaje la otra noche. Los dos me salvaron, saben.
El Sr. Mortimer resopló, pero ella lo ignoró.
Josiah se puso rojo como un ladrillo.
Charlie parecía avergonzado. —Fue un placer, madame. De verdad.
—Oh, por el amor de Dios, —murmuró el señor Mortimer, y abrió la
puerta del carruaje para ella.

45
Hippolyta arqueó una ceja al ver su ceño fruncido, pero asintió en señal de
agradecimiento y entró en el carruaje, sentándose. El señor Mortimer cerró la
puerta del carruaje, pero la ventanilla había quedado abierta una rendija y ella
podía oír las voces del exterior.
—...una dama correcta, lo es, —dijo Charlie.
Una burla bastante hiriente del señor Mortimer. —Que esté bien aseada
no significa que sea una dama.
—Nooo, —dijo Josiah dudando—, pero se comporta bien, y luego está el
acento. Una verdadera mujer de clase alta.
—El acento se puede fingir.
—Oh, seguro, seguro, —respondió el hombre mayor, sonando casi
divertido—. Pero Mattie, lo que deberías preguntarte es por qué se molestaría
en poner un acento que no es el suyo, y por qué estás tan seguro de que es
fingido.
—Jesús, —exclamó el Sr. Mortimer—. Vamos.
El carruaje se balanceó cuando entró y se sentó.
Hippolyta lo miró. —Sus hombres son encantadores, y tan educados.
Sonrió dulcemente.
Él se limitó a gruñir cuando el carruaje se puso en movimiento.

El problema era que el viejo Josiah tenía razón: Matthew no podía pensar
por qué la mendiga debía estar mintiendo.
La miró fijamente mientras ella desenvolvía su chal, dejando que Tommy
se desenrollara de los pliegues. Ella lo rascó bajo la barbilla con un dedo y el
animalito se estiró, chirriando hacia ella.
Maldita coqueta.
Recordó la presión de los suaves pechos, el suave trasero, los suaves brazos
y piernas y el vientre de la noche anterior. Él se había dormido tieso y se había
despertado tieso y no había podido hacer nada al respecto. Ella iba a matarlo
antes de que llegaran a Londres.
Diablos, si seguía acariciando la mangosta de esa manera, bien podría
matarlo antes del almuerzo.

46
—Dijo que había nacido en la India, —dijo bruscamente.
Ella lo miró, con sus ojos oscuros y misteriosos. —Sí.
—¿Dónde?
—En Madrás. —Tommy, aburrido ahora que la atención de ella ya no
estaba en él, saltó del asiento y correteó por el carruaje. Colocó sus patas en el
asiento junto a Matthew y olfateó la cesta que contenía su desayuno—. Mi
padre era hijo de un vicario rural. Su padre quería que se dedicara a la iglesia,
pero papá estaba decidido a hacer fortuna. Estudió en Oxford, pero en lugar
de tomar los votos se unió a la Compañía de las Indias Orientales como
empleado y se fue a la India en 1705.
Él gruñó, apartando la nariz inquisitiva de Tommy de la cesta. Eran fechas
y detalles muy concretos. Frunció el ceño mientras sacaba un pastel de carne
fría y se lo entregaba. —¿Y su madre?
—Gracias. —Ella partió un trozo de la gruesa masa y lo mordisqueó—.
Papá conoció a mi madre diez años después. Para entonces había ascendido en
la Compañía de las Indias Orientales y le había ido muy bien. Dice que se
enamoró de mamá a primera vista. Recuerdo muy poco de ella, excepto que
sus manos eran suaves y que se reía mucho. Ah, y le gustaba cantar.
Mathew dio un mordisco a su propio pastel de carne. Muy pocas inglesas
iban a la India. —¿Ya no vive?
Sus pestañas ocultaron sus ojos. —Murió cuando yo tenía siete años. —
Tommy se había escabullido hasta su lado del carruaje y ella le dio un trozo de
su pastel—. No recuerdo mucho, pero sé que hubo un bebé que nació muerto.
Estuvo postrada en la cama durante un tiempo y luego... —Sacudió la
cabeza—. Se fue.
Él no dijo nada, simplemente la observó.
Sus labios se curvaron con tristeza, y a él le sorprendió de nuevo lo
hermosa que era. El arco oscuro de sus cejas, el óvalo perfecto de su rostro, el
suave color aceituna de su piel, el color caoba de su cabello.
—Papá y yo nos mudamos a Calcuta cuando yo tenía ocho años. —Tenía
los ojos bajos, las pestañas con sombras oscuras en las mejillas—. El idioma
nativo era diferente allí. No lo entendía. Papá contrató tutores para que me
enseñaran a ser una dama. Me sentía sola, pero tenía a papá y a mis tutores y
había un patio con bonitos pájaros cantores en una jaula. Inglaterra -cuando
finalmente llegamos a Inglaterra- parecía un lugar tan extraño. Tan verde y

47
húmedo y frío. No reconocí los árboles ni las flores cuando llegué, pero ahora
he llegado a entenderlos. Incluso me gustan los días de lluvia.
Él miró por la ventanilla el paisaje de finales de otoño: colinas oscuras y
onduladas, cielos grises y la lluvia en el horizonte. Inglaterra sería una gran
sorpresa después de una infancia en la calurosa y soleada India. —He tenido
frío desde que desembarcamos en Edimburgo.
—¿sí?, —murmuró ella.
Asintió con la cabeza, todavía mirando el sombrío paisaje, recordando los
vientos calientes, el olor de las especias extranjeras que se cocinaban en el aire.
—Frío y humedad.
—¿Cree que volverá? ¿A la India?
—No. —Sacudió la cabeza con decisión, volviendo a mirarla—. Tengo
demasiados deberes que atender aquí.
—¿Como por ejemplo? —Su cabeza se inclinó inquisitivamente, con los
ojos oscuros alerta, casi como los de Tommy.
La idea lo divirtió, pero dudaba que a ella le gustara que la compararan con
una mangosta. —Mi familia... el asunto está en desorden. Hace poco mi primo
murió y me lo dejó para que lo reparara. Hay deudas que saldar, familiares
dependientes que atender, malditos abogados que consultar. —Hizo una
mueca al pensar en todo lo que le esperaba en Londres.
—Eso suena bastante... horrible. —Ella arrugó la nariz en señal de
simpatía.
Él le dirigió una mirada represiva. —Gracias. Soy consciente.
Se mordió el labio como si reprimiera una sonrisa, la muy pícara. —Lo
siento. —Se animó—. Quizás pueda unirse a uno de esos misteriosos clubes
científicos o de viajeros que los caballeros parecen adorar.
—¿Y sentarme a recordar borracho mis viajes por la India? —Terminó de
comer su pastel de carne y le tiró las últimas migas a Tommy, que se apresuró
a comerlas—. No, gracias.
—Entonces, ¿qué va a hacer?, —preguntó ella en voz baja.
—Mi deber, —dijo él, rotundamente, y eso debería haber puesto fin a la
conversación allí.
Pero, por supuesto, con la Princesa no era así.

48
—¿Eso es todo?, —protestó ella—. Pero necesita más que eso. Quiero
decir, después de una vida de aventuras de viajes y exploraciones e
investigaciones intelectuales, no puede ser, es decir, bueno para usted sentarse
y no hacer nada más que su deber, trabajando en cualquier negocio tedioso de
su familia, ¿verdad? Debe hacer algo por usted mismo también, seguramente.
Parecía tan apasionada en este asunto. Sus cejas juntas, sus pequeñas
manos apretadas, sus hermosas tetas subiendo y bajando. Y sus labios color
cinabrio abiertos y húmedos.
—¿Por qué le importa?, —preguntó él, con una voz demasiado ronca.
Ella parpadeó y se sentó de nuevo contra los cojines del carruaje. —Tal vez
esté agradecida porque me salvó ayer y prometió llevarme sana y salva a
Londres. O tal vez sólo me interesa, como a cualquier cristiano, la salud del
prójimo.
Él gruñó con incredulidad ante eso.
—O, —susurró ella—, tal vez, a pesar de su pésimo carácter, sus terribles
modales y su chocante vocabulario, usted me importa... sólo un poquito, Sr.
Mortimer.
Sus ojos eran piscinas insondables y, si se lo permitía, podría caer y
ahogarse en sus misteriosas profundidades.
En definitiva, no sería una mala muerte.
Tommy saltó a su regazo con un trino y ella rompió el contacto visual con
él y miró hacia abajo.
Matthew miró con odio a la mangosta, pero ella sonrió en secreto al
animal, acariciándolo bajo la barbilla. —Nunca me ha dicho de dónde lo ha
sacado. ¿Lo compró a un encantador de serpientes?
Él resopló. —Nada tan prosaico.
Ella levantó la vista, con las cejas alzadas. —Bueno, ahora debe decírmelo.
Él suspiró, cruzando los brazos y acomodando las piernas en el carruaje.
—Mi grupo estaba en el interior, cerca de las montañas del Himalaya. Nos
detuvimos para pasar la noche en una pequeña aldea nativa donde pagamos al
jefe local por el privilegio de dormir en su suelo de tierra y comer el guiso de su
esposa. También había allí un grupo de holandeses, un grupo de científicos
rivales que también estaban cartografiando las montañas. A medida que
avanzaba la noche, los holandeses sacaron unos dados y nos pusimos a jugar.

49
—Oh, señor Mortimer. —La princesa sacudió la cabeza.
Sintió que sus labios se movían ante su fingida conmoción, pero controló
firmemente su expresión. —En mi propia defensa, realmente no había nada
más que hacer. De todos modos, la hora se hizo tarde, el mayor de los
holandeses -el líder de su expedición- estaba bebiendo profundamente del
vino que llevaban, y estaba perdiendo gravemente contra mí. Pero -y esto es
importante- se negó a aceptar la derrota. En lugar de eso, puso lo único que le
quedaba en su poder y que podía perder.
Sus ojos se abrieron de par en par y miró a la mangosta, ahora enroscada
alrededor de su mano, dormitando satisfecha. —¿Se refiere a Tommy?
—Me refiero a Tommy, —respondió él—. A la mañana siguiente todos los
holandeses se habían ido y yo era el orgulloso propietario de una brújula de
latón, que no necesitaba porque ya tenía dos; un rubí, que luego resultó ser de
pasta; un reloj de plata roto; y una mangosta, que disfruta comiendo bichos en
mi cama, y dejando los huesos.
Por un momento ella lo miró fijamente y luego echó la cabeza hacia atrás y
se rió, de forma estruendosa y maravillosa, el sonido como una flecha que le
atravesó el corazón, y él tuvo el repentino impulso de hacerla reír una y otra
vez.
—Oh, pobre señor Mortimer, —dijo ella cuando recuperó el control—.
Engañado para aceptar la propiedad de una mangosta por un turbio holandés.
—No fue uno de mis momentos más brillantes, —convino él, buscando en
la cesta una botella.
—No me extraña que desconfíe de la gente que se encuentra en el camino.
—Mmm.
Ella dudó y luego preguntó tímidamente: —¿Pero me cree ahora?
Él hizo una pausa para descorchar la botella. Ella lo miraba, con su
pequeña barbilla inclinada orgullosamente hacia arriba.
Él descorchó la botella y bebió, sin dejar de observarla. —¿Importa,
princesa?
Ella parpadeó y de repente sonrió, con picardía y despreocupación, y algo
en su corazón pareció apretarse y no soltarse. —Tal vez no.

50
Capítulo Siete
—Creo que John es un príncipe disfrazado, —dijo la reina, y el rey, que había estado dormitando, se
despertó con un sobresalto.
—¿Qué? ¿Qué? —El rey frunció el ceño—. Seguro que no.
La reina le dirigió una de esas miradas. —Sí.
—Bueno, no sé cómo lo vas a averiguar, —replicó el rey—. No puedes preguntarle sin más: estará
obligado a decir que es un príncipe lo sea o no.
—Te olvidas de la prueba de la chirivía, —respondió la reina...
—De El Príncipe y La Chirivía

Era el final de la tarde cuando Hippolyta se despertó de su sueño por la


sacudida del carruaje.
Abrió los ojos aturdida y se dio cuenta de que estaba apoyada en una cálida
figura masculina. —¿Qué...?
El brazo que la sujetaba se tensó brevemente y entonces el señor Mortimer
dijo con voz grave: —Parecía dispuesta a caer al suelo del carruaje.
—Oh. —Ella bostezó y miró por la ventana del carruaje. Parecía que
llegaban a una ciudad—. ¿Dónde estamos?
—Leeds, —dijo él—. Creo que pararemos para pasar la noche.
Ella asintió, sin molestarse en moverse, aunque sabía que debía hacerlo.
Era completamente inapropiado para ella estar aquí en los brazos del Sr.
Mortimer. Pero también era completamente inapropiado para ella haber
compartido una habitación con él, haber compartido una cama con él, haber
hecho casi todas las cosas que había hecho en los últimos tres días.
Descubrió que simplemente no le importaba.
Nadie sabía quién era ella aquí. No había necesidad de preocuparse por su
postura, de analizar sus palabras. A nadie le importaba quién era o de dónde
venía. Era maravillosamente liberador.
Y, además. Le gustaba sentir el cuerpo duro y caliente del Sr. Mortimer
junto al suyo. Esa admisión también era completamente inapropiada. ¿La
habría hecho hace quince días? No estaba segura. Tal vez todo lo que había

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sucedido desde entonces la había cambiado de una manera profunda y
permanente.
O tal vez era simplemente el Sr. Mortimer.
El pensamiento era desconcertante e Hippolyta se incorporó justo cuando
el carruaje se detuvo.
—Espere aquí, —dijo, levantándose—. Voy a ver si hay sitio.
El señor Mortimer salió del carruaje y cerró la puerta tras de sí.
Hippolyta se miró las manos. Leeds estaba casi a mitad de camino de
Londres, o eso creía ella. Al final llegarían a casa. ¿Y entonces? Tal vez no
volvería a verlo.
No.
Ella inhaló. No. Incluso si él era simplemente un cartógrafo, ella... le pediría
que la visitara. Allí. Papá había empezado su vida como hijo de un vicario. Él
podría haber hecho su fortuna desde entonces y haber sido nombrado
caballero, pero papá entendería venir de un comienzo humilde. Estaba casi
segura.
La puerta del carruaje se abrió de nuevo y el Sr. Mortimer volvió a asomar
la cabeza. Un mechón de pelo bañado por el sol se había escapado de su coleta
y ella tuvo el impulso de apartarlo de su frente. —Tenemos una habitación.
Ella juntó las manos con firmeza y le sonrió. —Oh, bien. Déjeme buscar a
Tommy.
Él negó con la cabeza. —Déjelo por ahora. La llevaré dentro y luego volveré
por él.
Se levantó y le tendió la mano.
Frunció el ceño y luego volvió a mirar el patio de la posada. —Esto está
lleno de mierda.
—Entonces será mejor que me cargue.
Él la miró, su cara se quedó en blanco por un momento. Con un
movimiento rápido y repentino, la recogió entre sus brazos y contra su pecho.
Hippolyta sintió que su corazón daba un vuelco. Le rodeó el cuello con los
brazos mientras él se volvía hacia la posada, observando su perfil. Tenía el
comienzo de una barba en la mandíbula. —¿Pedirá un baño esta noche?

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Él la miró, con sus ojos verdes oscuros. —¿Se baña todas las noches,
princesa?
—No, —murmuró ella, acercándose a la comisura de su mandíbula. Tenía
ganas de poner sus labios allí—. Pero es posible que usted quiera uno. Y creo
que es justo que yo tenga la oportunidad de contemplarlo mientras se baña.
Se detuvo en medio del abarrotado patio de la posada y gruñó: —Princesa,
¿está coqueteando conmigo?
Su corazón latía tan rápido que era como una polilla revoloteando contra
una ventana en su pecho. Ella se inclinó y rozó su boca con la de él.
El beso pretendía ser dulce, un simple roce de labios. Una primera
descarga tentativa. No había besado a muchos hombres en su vida,
francamente.
Pero él emitió un sonido en el fondo de su garganta y abrió la boca sobre la
de ella, inclinando la cabeza, tanteando con la lengua los labios de ella... y
cuando los de ella se abrieron, se aprovechó al máximo. Asaltando sus
defensas, superando sus muros, arrasando con todo lo que ella creía saber
sobre los hombres y sus pasiones.
Todo lo que creía saber sobre sí misma.
Su boca era dura y despiadada, apoderándose de sus labios, de su lengua,
de su alma, al parecer. Jadeó y se arqueó más cerca, con los dedos enredados en
el pelo de la nuca de él. Era tan caliente, tan fuerte. Quería apretar sus pechos
contra su pecho. Quería sentir su calor, su pecho desnudo, el pulso de su
corazón.
Ella gimió, el sonido fue sorprendentemente fuerte.
—¡Hippolyta!
Su cabeza se echó hacia atrás al oír el grito y por un momento sólo su
rostro, duro y apasionado, mirándola fijamente, llenó su visión.
Entonces, Hippolyta miró a su alrededor y sus ojos se abrieron de par en
par. —¿Papá?
Su padre se dirigía hacia ellos a grandes zancadas, con el rostro enrojecido.
—¡Suelte a mi hija, señor!
En todo caso, el Sr. Mortimer la abrazó con más fuerza contra su pecho. —
¿Este es su padre?

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—Yo... oh, Dios mío, sí. —Detrás de papá estaba la figura alta y elegante
del Vizconde d´Arque y el amigo más antiguo de su padre, el Sr. Richard
Hartshorn, a quien conocía desde sus días en la India. Ambos eran socios
comerciales de su padre, pero el motivo de que estuvieran aquí...
Hippolyta no podía pensar. Su mente estaba en blanco.
Todo el mundo en el patio se había vuelto para mirar la escena.
Lord d´Arque había puesto una mano en el brazo de papá. —Aquí no,
señor.
—¡Tiene a mi Hippolyta! —Papá estaba forcejeando con el vizconde.
—¿Es ese Sir George Royle? —una voz femenina señaló.
De pie en la puerta de la posada había un grupo de damas, entre ellas la
Sra. Jellett... que era considerada la mayor chismosa de Londres.
Dios mío. Esto tenía que ser una especie de pesadilla.
—Oh, y ahí está la señorita Hippolyta Royle, —continuó la señora Jellett,
sonando muy emocionada—. ¿Y quién es el que la retiene tan
escandalosamente? Dios mío, estoy segura de haber visto esa cara antes. Ahora
déjeme ver...
Pero papá había llegado hasta ellos ahora, a pesar de los intentos de Lord
d´Arque por contenerlo. Era una cabeza más bajo que el Sr. Mortimer, pero
miró ferozmente al hombre que aún la sostenía. —¿Quién es usted, señor?
Hippolyta sintió que sus grandes manos se flexionaban sobre sus hombros
y su trasero. —Matthew Mortimer, el Conde de Paxton. —La cabeza de ella
se giró y se quedó boquiabierta al verlo, ¿el Conde de...? pero su mirada
orgullosa era toda para su padre—. Su futuro yerno, señor.

—¿Cómo ha llegado a viajar con mi hija? —preguntó Sir George unos veinte
minutos después.
El color del hombre estaba un poco mejor, aunque seguía con el ceño
fruncido y a Matthew le había parecido buena idea estar de pie para esta
reunión.
Se habían trasladado a una sala privada de la posada: él, Sir George, el
Vizconde d´Arque y el señor Hartshorn. Sir George, un hombre bajo pero en
forma a pesar de su elevado color, había ocupado una silla en el centro de la

54
sala. Llevaba una peluca blanca y un traje marrón sombrío bien confeccionado.
Sentado a su derecha estaba Hartshorn, un hombre de entre cincuenta y
sesenta años, que llevaba su propio pelo canoso peinado hacia atrás. Tenía un
rostro delgado y unos ojos estrechos e inteligentes. D´Arque era más joven que
los otros dos hombres, mucho más cercano a la edad de Matthew. Era alto y
estaba apoyado contra la pared, y observaba los procedimientos con ojos
grises pesados, con una peluca blanca como la nieve cubriéndole la cabeza.
Ambos hombres eran socios de Sir George, lo que, presumiblemente, era la
razón por la que habían estado ayudando en la búsqueda de Hippolyta. Menos
comprensible era la razón por la que el vizconde había traído a su abuela, Lady
Whimple, en la búsqueda. Aunque después de haber conocido a la anciana
dama -aunque fuera brevemente- Matthew sospechaba que era porque
d´Arque simplemente no había podido detenerla. En cualquier caso, Lady
Whimple e Hippolyta estaban en otra de las habitaciones de la posada.
Todavía no había tenido la oportunidad de hablar con Hippolyta en
privado. La última vez que la vio, los ojos de Hippolyta estaban muy abiertos y
sorprendidos. No sabía si su conmoción se debía a la forma en que había sido
encontrada, a su propio título o a la declaración de su intención de casarse con
ella.
Seguramente ella comprendía que no había otro camino.
No si quería salvar el nombre de su familia, porque, por Dios, ella tenía un
nombre de familia. Ella había dicho la verdad todo el tiempo y era
exactamente quien había dicho que era desde el principio. Él había empezado
a creerlo esta mañana, pero ahora la verdad se había impuesto con fuerza.
Casi se estremeció al pensar en lo que ella le diría sobre el asunto más
tarde.
En lugar de ello, Matthew mantuvo su rostro cuidadosamente inexpresivo
y miró a Sir George. —Su hija detuvo mi carruaje en la carretera en medio de la
noche, en medio de una tormenta. Dijo que la perseguían. La llevé a mi
carruaje y la protegí. Íbamos de camino a Londres cuando usted nos encontró
aquí.
Hartshorn frunció el ceño. —Sabemos que sólo tomaron una habitación
aquí.
Antes de que Matthew pudiera responder, Sir George resopló. —¿Cómo sé
que no fue usted quien se llevó a mi pobre Hippolyta, señor?

55
Las cejas de Matthew se alzaron ante la segunda pregunta, pero se dirigió
primero a Hartshorn. —Juré mantener a la señorita Royle a salvo. Dejarla
dormir sola y sin protección no parecía la mejor manera de hacerlo. —Miró al
enfurecido Sir George—. Y si hubiera decidido secuestrar a una famosa
heredera me gustaría pensar que sería lo suficientemente inteligente como
para no merodear por la carretera principal. Además. Mi barco, el Gallant,
atracó en Edimburgo hace apenas una semana. Tendría que haber tenido alas
para haber volado a Londres y secuestrar allí a la señorita Royle.
—Así que ha dormido en la misma habitación que mi hija, —gruñó Sir
George, sin parecer nada apaciguado.
Matthew miró al anciano a los ojos. —Sí. Y por mi honor que no la toqué.
—¿Por qué debería creer cualquier cosa que diga? —gritó el padre de
Hippolyta—. Afirma ser un conde, pero su traje es viejo y conduce un carruaje
desvencijado con sólo dos sirvientes de mala reputación. Dice que no ha
tocado a mi hija, pero medio Leeds lo vio abrazarla en el patio de una posada
pública hace menos de media hora. Dígame, señor, por qué no debería retarlo a
duelo en este mismo momento.
—Porque la arruinaría, viejo tonto, —gruñó Matthew, con el miedo
golpeándolo, no por la amenaza de duelo del viejo. No. Ante la posibilidad real
de que el padre de Hippolyta se la arrebatara.
—¡Es una heredera! —rugió Sir George, levantándose de su silla tan
rápidamente que la hizo caer con un golpe—. ¡Cualquier hombre la tendrá!
¿Era por eso que había traído a d´Arque y Hartshorn? ¿Quería el viejo
empeñar a su hija con uno de ellos? Cerró las manos en un puño, dispuesto a
luchar para salir de aquí si era necesario y llevarse a Hippolyta con él.
D´Arque se aclaró la garganta y se enderezó. —Fui a la escuela con un
Mortimer.
Todos lo miraron.
Una esquina de la boca del vizconde se curvó como si encontrara algo
divertido en todo esto. —Ambrose Mortimer. Fue el tercer Conde de Paxton
después de que su hermano mayor ostentara el título. Siempre tuvo mala
salud, el pobre, y sucumbió a una fiebre esta última primavera. Pero recuerdo
que habló de su primo, Matthew, que era un explorador en la India. Le
gustaba hacer mapas, creo. —D´Arque arqueó una ceja.
Matthew asintió secamente.

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—Así es. —El vizconde se adelantó y le ofreció la mano—. Bienvenido a
casa, milord.
Matthew dudó sólo un segundo antes de tomar la mano. —Gracias.
El apretón de manos de D´Arque fue más duro de lo que su indolente
expresión podría hacer creer.
Los ojos grises del vizconde se arrugaron con diversión. Se volvió hacia los
dos hombres mayores. —Ahora, no hay razón para prestar atención a lo que
digo -después de todo, sólo soy un mero espectador-, pero me parece que la
pareja es justa y buena. Un viejo título aristocrático -empobrecido, por
supuesto- emparejado con sangre joven y dinero. Y, al parecer, pasión. —
D´Arque se encogió de hombros, con la boca torcida en un mohín cínico—. Me
han dicho que esas cosas mejoran el matrimonio. —Se puso sobrio, mirando
fijamente a Sir George—. Acepte la oferta de Paxton, amigo mío.

57
Capítulo Ocho
El rey no recordaba en realidad la prueba de la chirivía. Pero como le disgustaba enormemente
parecer ignorante -especialmente delante de la reina- se limitó a hacerle un sabio gesto con la
cabeza. —Ah, la prueba de la chirivía.
—Claro, —respondió la reina—. La prueba de la chirivía.
—Recuérdame otra vez en qué consiste, —dijo el rey.
La reina se levantó. —Sígueme...
—De El Príncipe y La Chirivía

—Ah, esto me recuerda a mis días de juventud, —dijo Lady Whimple con
lo que parecía una gran satisfacción. Ella e Hippolyta se sentaron en una
pequeña sala de la posada. Había un sofá descolorido, varias mesas y una
tetera. Lady Whimple tenía una taza, pero Hippolyta estaba demasiado
nerviosa para tomarla—. Una heredera secuestrada, una persecución, un beso
apasionado, la posibilidad de un duelo. ¡Oh, el escándalo! —Se inclinó hacia
Hippolyta, que parecía creer que se había ingeniado para meterse en esta
terrible situación a propósito—. Te felicito, querida. Casi nadie de tu
generación tiene el valor de hacer arder los chismes, por así decirlo.
—Erm... gracias. —Hippolyta miró nerviosa la puerta de la habitación de
la posada y luego preguntó con delicadeza—: ¿Cómo supo papá que debía ir al
norte? Quiero decir, para encontrarme. —¿El Duque de Montgomery había
dejado una nota o...?
—No lo sabía, —respondió rápidamente Lady Whimple—. Como puedes
imaginar, hubo un alboroto cuando descubrió tu desaparición, pero tu padre
es un hombre inteligente. Se guardó la noticia para sí mismo y para unos pocos
aliados y amigos de confianza. El Duque de Wakefield se fue al sur con su
duquesa, mientras que Lord Griffin Reading y su esposa, Lady Hero, tomaron
la ruta del oeste.
—Oh. —Por un momento, Hippolyta parpadeó, sintiéndose conmovida
por tener tales amigos. Luego sus cejas se juntaron—. ¿Pero por qué se incluyó
a las damas?
Lady Whimple se sirvió otra taza de té. —En realidad, eso lo hicimos las
damas. Se pensó que si no te encontrábamos antes de que tu captor se

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acostara contigo, sería mejor que tuvieras un hombro femenino en el que
apoyarte.
Hippolyta abrió la boca... y luego no supo qué decir. Qué pensamiento más
espantoso.
Lady Whimple pareció entender lo que estaba pensando. Le dio una
palmadita en la mano. —Pero resultó que no me necesitabas para eso, ¿verdad?
—No. Gracias a Dios.
—Efectivamente. —La anciana dio un sorbo a su té con serenidad.
Pero Hippolyta seguía mordiendo su labio, pensando. —¿Entonces mi
secuestrador no dejó ningún tipo de nota?
Lady Whimple negó con la cabeza.
—¿Crees que debería decirle a papá quién me secuestró?
—No, desde luego, —respondió Lady Whimple—. No, a menos que desees
que tu padre muera. Se verá obligado por el honor a retar a duelo al hombre, y
entonces... —Se encogió de hombros de forma fatalista.
Hippolyta se estremeció. No dudaba en absoluto de que el horrible Duque
de Montgomery aceptaría un desafío de su pobre padre. El duque mataría a
papá sin que se le moviera un pelo dorado de la cabeza.
No, Lady Whimple tenía razón: era mucho mejor que Hippolyta no dijera
nunca quién la había secuestrado. Por supuesto que papá podría tener sus
sospechas -el Duque de Montgomery había estado causando molestias-, pero
mientras papá no lo confirmara, no tenía por qué hacer ningún movimiento
contra el duque.
Una voz masculina gritando se elevó de repente desde algún lugar del
exterior. Pero el sonido estaba lo suficientemente apagado como para que
Hippolyta no pudiera distinguir si era de papá o de Matthew.
—¿Qué cree puede estar tardando tanto?—, preguntó.
—Oh, caballeros. —Lady Whimple agitó una mano desdeñosa—. Podrían
tardar horas en ponerse de acuerdo sobre un contrato de matrimonio.
La mirada de Hippolyta se dirigió de nuevo al rostro de la anciana. Lady
Whimple rondaba la octava década y tenía un rostro dulce y suavemente
arrugado, suavizado con polvo de arroz blanco y colorete rosa en labios y

59
mejillas. Sin embargo, la propia dama no era ni suave ni dulce. Sus ojos grises
eran tan agudos como los de su nieto.
En general, a Hippolyta le gustaba la anciana, sobre todo porque, según
ella misma admitía, había venido a rescatarla. —¿Crees entonces que mi padre
aceptará la propuesta del señor Mortimer?
Lady Whimple resopló. —Lo hará si tiene algo de cerebro, y tu padre no
hizo una fortuna en la India sólo por suerte, muchacha. No, una vez que se
calme verá que este es un excelente resultado.
—Pero... —Hippolyta se paseó por la pequeña habitación—. El Sr.
Mortimer se enfadará mucho. A ningún hombre le gusta que lo obliguen a
casarse. —Y forzado estaba siendo, aunque él mismo hubiera hecho el
anuncio. Como caballero y hombre de honor, no había tenido otra opción una
vez que la había comprometido tan a fondo delante de los testigos.
—Si se lo obligara a asociarse con una don nadie sin dinero, tal vez, —
replicó Lady Whimple—. Pero no finjas una ingenuidad innecesaria, querida.
Algunos lo ven como algo encantador en los jóvenes, pero yo siempre lo he
encontrado empalagoso. Tú eres una heredera. Él tiene un título y deudas de
los anteriores condes. Podría haber pasado años intentándolo y no haber
encontrado una novia mejor que tú.
Hippolyta tragó, sintiendo que algo se asentaba en lo más profundo de su
estómago. —¿El condado está endeudado? —Ese debía ser el “asunto familiar”
del que él había hablado en el carruaje.
—Sí. —Aquellos afilados ojos grises la examinaron—. ¿No lo sabías?
Bueno, supongo que no te lo habría anunciado, ¿verdad? Pero no te preocupes.
Tu dote será suficiente para reparar la fortuna de los Paxton. Los matrimonios
aristocráticos se han construido con mucho menos, te lo aseguro. —Lady
Whimple sirvió una segunda taza de té—. Ahora, ven y siéntate, querida.
Pronto estarás casada y todo esto habrá terminado.
Pero mientras Hippolyta se sentaba obedientemente, sintió que algo en su
interior se quebraba un poco. Una pequeña voz gritó que no era así como
debía ser. Así no era como ella y Matthew debían estar juntos.
Si tan solo hubieran seguido conduciendo en lugar de parar en esta posada.
Si todavía estuvieran dentro de ese carruaje, dando tumbos por los
caminos llenos de baches.
Si sólo fueran el Sr. Mortimer y la Princesa.

60
Pero se habían detenido. Ahora eran el Conde de Paxton y la Señorita Royle.
Y mientras Hippolyta sorbía el té tibio que Lady Whimple le había
entregado, lo supo: la libertad de ser sólo una doncella anónima y harapienta
había terminado.
Ahora tenía que enfrentarse a su verdadera vida, y a todo lo que ello
conllevaba.

Dos semanas después, Morris, el nuevo ayuda de cámara de Matthew, se retiró


de la alcoba del conde con un murmullo de buenas noches y una reverencia.
Matthew lanzó un silencioso suspiro de alivio mientras se quitaba la
pañoleta de la garganta. No había tenido un ayudante de cámara desde que
salió de Inglaterra, y adquirir uno, junto con todos los demás accesorios más
pomposos de un conde, había sido, como mínimo, agotador.
Por no hablar de la adquisición de una esposa... y no es que ella fuera
agotadora.
Matthew se detuvo ante la puerta que comunicaba su habitación con la de
Hippolyta en la casa Paxton. Se habían casado esa misma mañana, pero aparte
del desayuno de boda, poco después del mediodía, apenas habían hablado. En
la comida formal, a la que asistieron sus familias, Hippolyta había preguntado
por Tommy, Charlie y Josiah, y Matthew la había halagado por su vestido.
Antes de eso, el maldito padre de ella los había mantenido decididamente
separados, posiblemente en un ridículo intento de cerrar las puertas del
establo después de que los caballos se desbocaran en los pastos.
Inmediatamente después del desayuno nupcial, los abogados y los hombres de
negocios lo habían acorralado y había pasado la tarde y la noche encarcelado
con papeles y asuntos legales. El condado se encontraba en un estado
espantoso, aunque con la ayuda de la dote de Hippolyta, poco a poco se estaba
arreglando.
Ni siquiera había podido cenar con su nueva esposa.
Pero ahora...
Matthew apoyó la palma de la mano en la vieja puerta de roble. Casi podía
sentir los latidos de su corazón al otro lado. No tenía ni idea de lo que ella
pensaba de este matrimonio, si estaba contenta o asustada o apenada. Sólo
sabía lo que él sentía.

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Exultación.
La tenía a ella, su princesa, su pequeña mendiga, su Hippolyta Royle. Su
chica harapienta que había resultado ser la heredera más rica de Inglaterra y
exactamente lo que necesitaba en una esposa.
La tenía y no la dejaría marchar.
Matthew abrió la puerta de un empujón.
El dormitorio de la condesa estaba íntimamente iluminado con sólo unas
velas. Hippolyta estaba sentada en la gran cama, vestida con una bata de
encaje, jugando con Tommy. Sus cabellos de ébano caían en ondas oscuras y
brillantes sobre sus hombros.
Levantó la vista al verlo entrar, con una sonrisa en los labios. —He echado
mucho de menos a Tommy.
Se dirigió a uno de los sillones junto al fuego, que ahora se encontraba
ahogado. —Así lo mencionaste en nuestro desayuno de bodas. —Se
desabrochó el chaleco.
Ella rascó al pequeño mamífero bajo la barbilla y Tommy -el libertino-
chirrió y se puso de espaldas, curvándose en forma de C e inclinando la cabeza
para darle mejor acceso. —¿Crees que me ha echado de menos?
—Oh, sí, —respondió mientras se encogía de hombros para quitarse el
chaleco—. No muestra su vientre a cualquiera.
—Hmm, —murmuró ella pensativa, pasando sus delicados dedos por el
elegante pelaje de Tommy—. Es un guerrero. Necesita mantenerse a sí mismo
-y a su corazón- a salvo.
—Así es. —Matthew se puso la camisa por encima de la cabeza y la tiró a
un lado sin miramientos. Podía sentir su mirada sobre él mientras apoyaba un
pie en la silla para desabrocharse los zapatos. No estaba tan tranquila como
intentaba aparentar—. Pero deberías tener cuidado con él.
—¿Qué quieres decir?
—Es un cazador. Piensa como un cazador. —Se quitó el primer zapato y la
media y luego el segundo antes de enderezarse para mirarla—. Puede que se
deje ver vulnerable para atraerte.
Sus grandes ojos marrones se abrieron de par en par cuando él la miró y se
desabrochó los pantalones. —Oh, no creo...

62
De repente, Tommy se enroscó con fuerza alrededor de su mano y se
abalanzó sobre sus dedos.
Hippolyta chilló.
Los sirvientes probablemente pensaron que él estaba ultrajando a su nueva
esposa.
Matthew habría sonreído si no hubiera tenido una erección casi dolorosa.
Con cuidado, se quitó los pantalones y la ropa interior. Luego recogió la
mangosta -sosteniendo al animal y sus garras bien lejos de su verga y sus
pelotas- y miró a Tommy a sus vulgares ojitos. —Ve a buscar otro lugar para
dormir esta noche.
Arrojó suavemente la mangosta al suelo antes de volverse hacia ella. —
Nunca subestimes a un cazador empeñado en capturar a su presa.
La suave garganta de ella se movió al tragar. —¿Y cuando la presa es
capturada?
Él apoyó la rodilla en la cama. —Entonces él se da un festín.

63
Capítulo Nueve
La reina condujo al rey a las cocinas. Allí obtuvo del cocinero una gran chirivía blanca. La llevó a la
habitación donde John dormiría esa noche. Era una habitación sencilla, salvo por la enorme cama,
que tenía pilares muy gruesos en las esquinas. La reina se arrodilló y colocó la chirivía debajo de la
cama.
El rey la observó. —Erm... ¿qué...?
—Ya lo verás. —La reina le dedicó a su esposo una irritante sonrisa de superioridad.
Él odiaba cuando ella hacía eso...
—De El Príncipe y La Chirivía

Hippolyta miró a Matthew -su marido- colocado desnudo en el borde de su


cama como un leopardo que se acerca a su presa, y luchó contra el pánico
repentino. No era así como había imaginado su noche de bodas cuando era una
jovencita. No era así como había imaginado su matrimonio. Entonces pensó
vagamente que la cortejarían con flores y cumplidos susurrados. Que se
enamoraría. Que su futuro esposo se arrodillaría y le propondría matrimonio
en el salón de su padre. Que se casaría en una gran catedral con pompa y toda
la sociedad reunida.
En lugar de con unos pocos amigos y familiares reunidos apresuradamente
en una iglesia poco elegante.
No era lo que había soñado, pero era lo que le quedaba. ¿Y el hombre?
No era nada que ella hubiera imaginado entonces.
Matthew era grande.
Desde sus anchos hombros hasta sus gruesos y musculosos brazos,
pasando por ese muslo peludo plantado firmemente en la cama.
Y era descaradamente masculino.
No era el amable pretendiente que ella imaginaba. No era el dulce y
ruborizado joven de sus sueños.
Su pecho era peludo. Un triángulo invertido de rizos entre sus oscuros
pezones apuntaba a su ombligo. Desde el ombligo, una línea de vello oscuro
conducía a su pene rubicundo, ya erecto, que sobresalía rudamente de una
maraña de vello púbico oscuro.

64
Era demasiado real, demasiado crudo.
Ella quería apartarse.
Y, al mismo tiempo, quería mirar hasta la saciedad.
Se dio cuenta de repente de que había permanecido demasiado tiempo en
silencio. Hippolyta parpadeó. A pesar de sus agresivas palabras, él seguía en el
borde de su cama, esperando... ¿por ella? No sabía qué decir. Nunca había
hecho esto antes.
Así que simplemente le tendió la mano.
Le temblaban los dedos, pero aparentemente era lo correcto. Él se inclinó
hacia ella, caliente y abrumador, con el ceño fruncido, y tomó su mano.
Se llevó la mano a la boca y le besó las yemas de los dedos. —Princesa.
Su aliento sopló caliente sobre su piel húmeda y ella se estremeció.
Levantó la mirada y se arrastró hasta la cama. Deliberadamente.
Lentamente. Colocó una rodilla a cada lado de ella, agachado sobre ella, y ella
pudo olerlo, su almizcle, su sexo, cuando se inclinó y tomó su boca. Este beso
era diferente al del patio de la posada. Ese había sido rápido. Agresivo.
Este fue pausado. Como si quisiera conocerla. Explorar lo que la convertía
en mujer y a él en hombre. Se hundió en las almohadas, con el corazón latiendo
rápidamente, sintiendo su calor sobre ella, su lengua en su boca deslizándose
contra la suya, la presión de sus caderas y la longitud de su pene contra su
muslo.
Ella quería...
Él inclinó la cabeza, ensanchando la boca de ella con la suya. Una mano se
deslizó por su garganta hasta la clavícula y el corpiño de su vestido.
Se apartó, mirándola con ojos verdes que parecían arder. —Déjame.
Ella se lamió los labios y asintió.
Él miró hacia abajo, con una línea incisa en el entrecejo mientras sus
grandes manos desataban las cintas que mantenían cerrada la bata. La abrió y
se sentó, ayudándola a levantarse y a quitarse la prenda. Debajo llevaba su
camisola, una prenda mucho más elegante que las que había llevado en sus
viajes por Yorkshire. Esta era de lino con finos encajes y bordados. Él no
pareció notarlo -o importarle-, sino que se limitó a tirar de esta por encima de

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su cabeza. Le pareció oír un rasgón y entonces se olvidó de su fina camisola de
lino.
Porque él la estaba mirando.
Sintió que su centro se calentaba, como si un fuego se hubiera encendido
allí, como si sólo su mirada hubiera encendido algo dentro de ella.
Instintivamente trató de cerrar las piernas, empujando las palmas de las
manos hacia la unión de sus muslos para que él no pudiera ver esa parte de
ella.
Pero él le tomó las muñecas. —No.
Ella jadeaba, con algo parecido al miedo creciendo en ella. Sólo que no era
miedo del todo.
Él la atrajo hacia sí y la besó, y ella sintió su pecho contra sus pezones. El
roce de su pelo sobre sus tiernos pechos. Sus brazos desnudos rodeando su
espalda.
Toda esa piel.
Su muslo, musculoso y velludo, empujando entre los de ella, y luego ella
estaba de nuevo de espaldas en la cama, entre las almohadas, y él estaba sobre
ella. Estaba encima de ella. Su cuerpo se frotaba contra el de ella, y era
bastante, bastante encantador.
De una manera un tanto abrumadora.
Inhaló, estremeciéndose, cuando sus labios abandonaron los suyos para
recorrer su garganta, pasando por la clavícula, hasta llegar a un pecho. Lamió
la parte superior y luego abrió la boca sobre el pezón. Ella sintió un dulce y
extraño tirón mientras él lo chupaba, como nada que hubiera experimentado
antes en su vida. Se arqueó bajo él, incluso mientras él le acariciaba el otro
pezón. ¿Se suponía que tenía que sentir algo tan agudo, tan profundo? ¿Cómo
podía la gente caminar y hablar con tanta normalidad, tomar el té y actuar
como si no pasara nada, cuando habían hecho esto la noche anterior?
Sintió que él le separaba las piernas y ella abrió más los muslos, y luego
aún más, hasta que él se colocó entre ellos, con sus caderas contra las de ella.
Él se levantó y ella abrió los ojos al sentir sus dedos allí.
Miró fijamente sus ojos verdes, verdes. —¿Qué...?
—Shhh. —Él la estaba tocando, abriendo sus pliegues con sus grandes
dedos, y ella pudo sentir que estaba mojada.

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Sus labios temblaron. —Matthew.
Su boca se volvió bruscamente hacia abajo. —Silencio.
Ella sintió algo más allí abajo. Más caliente. Más grande.
Sus dedos se fueron y su pene se apretó contra ella. Dentro de ella.
Ardiendo.
Sabía que podía doler, pero esperaba que no lo hiciera. Se aferró a sus
brazos y no hizo ningún ruido.
Ni un sonido.
Él era grande. Demasiado, demasiado grande.
No se detuvo. Debía saber que la estaba lastimando, porque ella estaba
quieta y tensa, pero él seguía empujando sin cesar dentro de ella con su gran y
grueso pene y ella no estaba nada segura de que esto fuera a funcionar.
O si realmente quería volver a hacer esto.
Entonces su pelvis se encontró con la de ella y cerró los ojos y susurró: —
Jesús.
Ella vio cómo se formaba una gota de sudor en su sien.
Él no se movió.
Sentía dolor entre las piernas donde estaban unidas y se preguntaba
cuándo terminaría él.
Él abrió los ojos, verdes y concentrados en ella, y se inclinó y la besó.
Primero en la frente.
Y luego en la boca.
Le separó los labios. Lentamente. Con paciencia. Como si estuvieran
sentados juntos en un sofá en lugar de estar íntimamente unidos, con su verga
palpitando dentro de ella. Le lamió la tierna parte interior de los labios,
haciéndola jadear, y luego la penetró, deslizándose y provocando hasta que
ella se rompió y chupó su lengua.
Sus manos estaban ahora en sus pechos, rozando suavemente sus pezones.
Ella se movía inquieta, inmovilizada por su peso, por el pene que aún la
empalaba, por su boca que exigía su atención, su sumisión. Sus manos se
soltaron de los brazos de él. Ella enhebró los dedos en su pelo, su espeso y

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precioso pelo, y tiró de la cinta de su coleta. Cayó en ondas alrededor de su
cara, rozando sus mejillas mientras ella lo besaba y él la besaba.
Él cerró los dedos en sus pezones y ella se arqueó dentro de él ante el
repentino placer-dolor.
Entonces él se movió, retirando la verga lentamente, y por un segundo -un
segundo triste y solitario- ella pensó que habían terminado. Pero entonces él
invirtió el movimiento y volvió a introducirse.
De nuevo.
El dolor estaba retrocediendo, desapareciendo bajo una ola de calor y
anhelo. De un deseo inquieto que surgía. Ella flexionó las piernas, doblando las
rodillas, y le tiró del pelo para poder ver sus ojos.
Él la miraba con la mirada de un depredador, hambriento y expectante,
mientras seguía empujando dentro de ella, su gran cuerpo presionando una y
otra vez contra el suyo. La rodeaba, la envolvía, la abrumaba, con su olor en su
nariz y en su boca.
No podía pensar, no podía respirar, no podía hacer nada más que dejarse
llevar.
Y dejarse arrastrar por la ola que parecía crecer y crecer hasta que se
estrelló contra ella, destruyendo todo lo que creía saber de sí misma y de él.
Jadeó y se estremeció bajo él, oyendo vagamente su grito de triunfo cuando
la penetró por última vez y se desplomó sobre ella como un peso muerto.
Acarició perezosamente la espalda resbaladiza de él, pensando que no, que
esto no era en absoluto lo que había imaginado que era el matrimonio.
Pero podría ser mejor.

Matthew se despertó con el aroma de las lilas y un suave trasero acurrucado


contra su erección matutina.
El suave trasero de su esposa.
Esa era una nueva experiencia y un nuevo pensamiento. Esta mujer era
suya, para cuidarla y mantenerla.
Abrió los ojos y la miró.
Hippolyta dormía con su cortina de pelo caoba echada a medias sobre la
cara y con la palma de la mano ahuecada bajo la mejilla como una niña

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pequeña. Sus labios estaban separados y manchados de ese profundo cinabrio.
Un pezón asomaba bajo las sábanas, inocente y laxo. Inclinó la cabeza sobre
ella y lamió ese pezón, sintiendo cómo se tensaba bajo su lengua.
Cuando volvió a levantar la cabeza, ella lo observaba con ojos soñolientos.
—Buenos días, —dijo él, apartándole el pelo de la cara.
Sus mejillas tenían mucho color, pero podía ser por el sueño.
O no.
—Buenos días—, respondió ella, con la voz ronca por el sueño.
Él no había apartado sus caderas de las de ella. Debía sentir su pene aún
presionado contra su suave carne. Pero ella había sido una inocente anoche y
él la había lastimado. Estaría dolorida esta mañana.
Se inclinó y le besó los labios. —¿Debo hacer que una criada traiga té y
pan?
Sus ojos se abrieron de par en par. —¿Para comer aquí?
Él se levantó de la cama y se puso de pie, mirándola. —Sí.
—Pero puedo levantarme, —dijo ella, y ahora él estaba seguro. Eso era
definitivamente un rubor.
Él arqueó una ceja. —Estamos recién casados. Creo que podemos
permanecer en cama durante una mañana, ¿no?
—Oh, pero...
Se dirigió a la puerta sin molestarse en vestirse, abriéndola para encontrar
a un lacayo esperando en el pasillo exterior. Hizo el pedido y luego avivó el
fuego antes de volver a la cama.
—Esto parece decadente, —dijo su novia, sonando desaprobadora.
Matthew se sintió un poco decepcionado al ver que ella se había puesto de
nuevo la camisola y estaba envuelta otra vez.
—Sí, lo es, —respondió él.
Hubo un trino y luego Tommy asomó la cabeza por el borde de la cama
mientras subía por el lateral.
—Buenos días a usted, señor, —murmuró suavemente Hippolyta al
animalito, y Matthew tuvo que apartar la mirada porque no estaba celoso de
una mangosta.

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Afortunadamente, en ese momento llegaron dos criadas portando bandejas
con té y desayuno. Las pusieron en las mesas junto a la cama, abrieron las
cortinas, preguntaron si era necesario algo más y, al recibir una respuesta
negativa, se marcharon.
Hippolyta sirvió el té y lo pasó junto a la pila de correo que había llegado
con el desayuno.
Matthew se acomodó contra las almohadas, hojeando ociosamente las
cartas mientras daba un sorbo al té. Prefería la cerveza que habían tomado en
el carruaje. Al menos la bandeja contenía huevos y un filete de jamón. Estaba
dando un mordisco a uno de los excelentes bollos cuando Hippolyta lanzó una
exclamación ahogada.
Él la miró.
Estaba mirando una carta abierta en su regazo y su rostro se había vuelto
blanco.
Sus cejas se juntaron. —¿Qué sucede?
—Yo... —Ella lo miró y él vio la devastación en su rostro.
Le arrebató la carta y la leyó.
Era simple y cruda.
Era una carta de chantaje. Si Hippolyta no entregaba casi todo el dinero de
su dote, el autor de la carta revelaría al mundo que su madre había sido una
india nativa.
El bollo se convirtió en cenizas en su boca.

70
Capítulo Diez
Así que todos en el palacio se fueron a dormir esa noche.
Pero por la mañana, ¡qué cambio había experimentado John cuando llegó a la mesa del desayuno!
Seguía teniendo su porte orgulloso, pero sus nobles rasgos estaban demacrados y las ojeras se
dibujaban bajo sus hermosos ojos. Sonreía con valentía, pero la princesa Peony jadeó al verlo. —
¿Qué sucede?—, gritó.
Y aunque John trató de disuadirla, al final se lo dijo...
—De El Príncipe y La Chirivía

Era una cobarde, simple y llanamente, pensó Hippolyta dos horas más
tarde, mientras miraba morosamente la calle de Londres por la ventana del
carruaje. Había huido del lecho conyugal, negándose a hablar de la carta de
chantaje con Matthew por mucho que él rugiera y gritara, limitándose a
esperar en su camerino hasta que él se diera por vencido y abandonara la casa.
Entonces se bañó, se vistió y escapó.
Se había dicho a sí misma que era porque hoy tenía citas, pero lo sabía: no
podía mirar a su esposo a los ojos. Se había casado con Matthew bajo falsos
pretextos. En primer lugar, él se había visto casi obligado a contraer este
matrimonio, y luego descubrir que su pedigrí no era lo que un aristócrata
inglés querría...
Parpadeó para no llorar. Amaba a su amma, pero sabía lo que la mayoría de
los ingleses pensaban de los nativos indios: los horribles nombres que les
ponían. La extraña creencia de que los indios no eran tan humanos como los
ingleses. Papá se había casado con Amma, pero había habido mujeres indias
mantenidas como amantes -y cosas peores- en la India por ingleses.
Matthew había estado en la India. También había visto eso. ¿Qué debía
pensar de ella?
¿Y luego... y luego que el único beneficio de su matrimonio -su dote- le fuera
arrebatado por este chantaje? ¿Cómo podría ella sopesar las dos cosas? ¿La
vergüenza de su parentesco frente a la pérdida del dinero que él necesitaba
para reconstruir las propiedades de los Paxton?
Hippolyta apoyó la cabeza en los cojines del carruaje y respiró
entrecortadamente. Había pensado esta mañana, después de la dulce relación

71
amorosa de la noche anterior, que todo podría, sólo podría, funcionar entre
ellos. Que se las arreglarían para ir bien, muy bien, juntos. Quizás incluso
encontrarían algo más profundo y raro entre ellos.
Y entonces ella había abierto aquella maldita carta y todo se había
desmoronado.
El carruaje se detuvo bruscamente.
Levantó la cabeza para ver que estaban frente a una bonita casa de la
ciudad. Oh. Se suponía que iba a visitar a Lady Whimple para hablar del baile
que su nieto, el vizconde, iba a organizar dentro de quince días. Lady
Whimple vivía con su nieto, y Matthew e Hippolyta iban a ser invitados de
honor, una forma de suavizar el escándalo de su precipitada boda.
El chantajista había dicho en la carta que él -o ella- quería que le pagaran
en el baile.
¿Tenía sentido seguir viendo a Lady Whimple? Pero ya que estaba aquí a
pesar de todo...
Cinco minutos más tarde, Hippolyta fue conducida a un elegante salón
decorado en carmesí y verde manzana.
Lady Wimple la saludó con la cabeza desde donde estaba cómodamente
instalada en un sofá con bordes dorados. —Espero que no te importe que me
quede sentada, querida. Me temo que la edad está por encima del rango.
—Por supuesto que no, madame, —dijo Hippolyta, cruzando hacia la
mujer mayor e inclinándose para besar la suave y arrugada mejilla.
—Aquí está la lista de invitados que le he pedido a mi ama de llaves, —dijo
Lady Whimple, ofreciéndole una hoja de papel—. Mírala y dime si hay alguien
que quieras añadir. O táchalo, por ejemplo. Soy partidaria de ser bastante
despiadada con los enemigos, o incluso con los enemigos potenciales.
Hippolyta trató de poner una expresión alegre en su rostro ante las bromas
de la otra dama, pero aparentemente fracasó.
Descaradamente.
Las cejas de Lady Whimple se juntaron. —¿Qué ocurre, querida?
Hippolyta sintió que su rostro se arrugaba mientras se hundía en el sofá
junto a la mujer mayor. —Yo... no sé qué hacer.

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—¿De verdad? —Lady Whimple la miró un momento, luego se levantó con
cuidado y se dirigió a una mesa auxiliar de mármol y sirvió dos vasos de
líquido ámbar oscuro de una jarra. Regresó y le entregó uno a Hippolyta. —El
brandy francés de mi nieto. Bébelo y cuéntame.
Así lo hizo Hippolyta.
Cuando terminó la historia y la segunda copa de brandy, se aferró a un
pañuelo húmedo y desaliñado que Lady Whimple le había proporcionado al
principio de la narración, y le dolían los ojos de tanto llorar, pero en realidad
se sentía un poco mejor, entre otras cosas porque sus miembros estaban
calientes y relajados por el brandy.
Lady Whimple, sin embargo, tenía una expresión pensativa bastante
preocupante en su rostro.
—Bueno, lo primero que debes hacer es volver a hablar con ese esposo
tuyo, —dijo la mujer mayor con decisión desde su lado en el sofá. De alguna
manera, habían terminado un poco abatidos juntos.
—¿Debo hacerlo? —preguntó Hippolyta, mirando con tristeza su copa de
brandy vacía. La idea de enfrentarse de nuevo a Matthew era bastante
horrible.
—Sí, —dijo Lady Whimple—. Muchos esposos son bastante inútiles o,
peor aún, francamente peligrosos. Pero Paxton parece un buen hombre, un
hombre que te apoyará y te ayudará.
—¿Pero qué debe pensar de mí? —Hippolyta hizo un mohín, pensando en
la expresión de Matthew cuando había dado un portazo y gritado esta
mañana. Mojó el dedo en su copa para sacar la última gota de brandy.
—Yo ciertamente no lo sé, —exclamó Lady Whimple—. Por eso debes
hablar con él, ya ves. Los caballeros pueden ser sorprendentemente prácticos,
he descubierto.
Hippolyta levantó la vista hacia la anciana y la encontró mirándola con
severidad.
—Ve con él, —dijo Lady Whimple—, y decidan lo que van a hacer juntos.
Al fin y al cabo, eso es lo que se supone que es el matrimonio.
Hippolyta tragó saliva. Hoy había sido una gran cobarde, pero quizá ya era
hora de que dejara de serlo. —Tienes razón, por supuesto.

73
Dejó la copa con mucho cuidado y se dispuso a levantarse antes de
recordar algo importante.
Se inclinó y besó a la anciana en su suave y empolvada mejilla. —Gracias.
No tengo una abuela viva, pero si la tuviera, me gustaría que fuera como tú.
—Humph, —fue todo lo que dijo Lady Whimple a eso, aunque parecía un
poco complacida por el comentario.
Hippolyta se puso de pie y respiró profundamente. No le apetecía volver a
casa y enfrentarse a Matthew, pero Lady Whimple tenía razón: él se merecía
una esposa que hablara de los asuntos con él en lugar de huir cuando había
dificultades.
—No entiendo en absoluto a tu generación, —murmuró Lady Whimple
desde el sofá.
Hippolyta se volteó. La mujer mayor fruncía el ceño con ferocidad. —¿Qué
es lo que no entiendes?
Lady Whimple agitó una mano, casi derribando una de las copas de
brandy. —Esa retracción ante las grandes exposiciones y los conflictos ruidosos
y muy públicos.
Hippolyta parpadeó. —Erm...
Sin embargo, aparentemente Lady Whimple no había terminado. —Bueno,
en mis tiempos, sabíamos que a veces era mejor exhibir el escándalo ante todos.
Reconocerlo, aceptarlo y convertirlo en un escándalo propio. Sólo de esta
manera se hace saltar las armas de esos miserables chismosos, querida. Les
muestras que te deleitas con lo que ellos creen que temes o te avergüenza. Y
entonces se ven obligados a apartarse. ¿Lo entiendes?
Hippolyta se quedó mirando a la anciana, tan vehemente en su argumento.
Todo lo que Lady Whimple había dicho era exactamente lo contrario de lo
que le habían dicho a Hippolyta desde que había llegado a Inglaterra. Desde
que había entrado en la sociedad londinense.
Y sin embargo...
Tal vez fuera el resultado de las lágrimas que había derramado, o de las dos
copas de brandy, o del hecho de que había pasado días vestida de mendiga en
los páramos de Yorkshire, pero Hippolyta se sintió de repente bastante libre.
—Sí, —dijo—. Sí, creo que sí.

74
Cuando la puerta de su habitación se abrió aquella noche, Matthew se tensó,
pero no se volteó. Se había pasado el día invocando todos los favores que
poseía en Londres para tratar de averiguar quién había escrito aquella maldita
nota a Hippolyta. Ahora estaba casi seguro de saber quién era el chantajista,
pero incluso esa satisfacción no lo hacía estar más complacido con su esposa
en ese momento.
—Decidiste volver, ¿verdad, princesa? —Tragó su copa de vino y la dejó
sobre la chimenea.
—Sí. —Ella no parecía acobardada por su mal humor.
Bueno, por supuesto que no lo hizo.
Finalmente se giró.
Hippolyta estaba de pie justo dentro de la puerta cerrada, todavía con su
capa de pieles, la barbilla inclinada hacia arriba. —Creo que deberíamos
hablar.
Él enarcó una ceja y agitó una mano en señal de invitación.
Ella se relamió los labios. Así pues. Un poco nerviosa, entonces. —Siento
que no supieras lo de mi madre.
Él resopló. —¿Qué te hace decir eso?
Sus ojos se abrieron de par en par. —Yo... ¿qué?
—¿De verdad me tomas por un tonto? Casi me dijiste en el carruaje en
Yorkshire que tu madre era una india nativa.
—Yo... —Ella parpadeó, pareciendo un poco aturdida, y él no debería
sentir satisfacción por su confusión, pero había sido un día condenadamente
horrible. —¿Ya lo sabías?
Él la miró con impaciencia. —Sí.
—¿Y... no te molesta? —Ella lo miraba fijamente.
—No.
—Oh. —Ella frunció el ceño y se miró los dedos de los pies como si no
estuviera sorprendida.

75
Él esperó un momento, pero ella seguía mirándose los dedos de los pies
como si pudieran contarle los secretos del universo, así que le hizo una
pregunta. —¿Quieres pagar al chantajista?
Ella levantó la cabeza al oír eso. —Pensé que no te molestaba.
—A mí no me molesta, —dijo él, refrenando su paciencia—. Pero
evidentemente a ti sí.
Ella abrió la boca y la volvió a cerrar. —Si pagaras al chantajista,
arruinarías las propiedades de los Paxton.
—No, volverían a estar en deuda. Tal y como las heredé. —Se encogió de
hombros—. Además, es tu dinero.
—No. —Ella negó con la cabeza—. Ahora es tuyo.
—Semántica. —Él negó con la cabeza, observándola, juzgando su estado
de ánimo, sus pensamientos—. Quiero que seas feliz. Si mantener a tu madre
en secreto te hace feliz, entonces lo haremos.
—Yo... —Ella inhaló temblorosamente—. No me avergüenzo de mi madre.
Él esperó, preparado, escuchando los latidos de su propio corazón. A su
respiración. —¿No?
Ella se encontró con sus ojos y levantó la barbilla. —No.
Asintió con la cabeza. —Entonces no le pagaremos al bastardo.
Ella le sonrió entonces, una sonrisa amplia y acogedora, y fue entonces
cuando él se quebró.
Cruzó los pocos metros que los separaban y tomó su rostro entre las
manos, y susurró: —No vuelvas a huir de mí, aunque grite. Quédate y grita de
nuevo. ¿Entendido, princesa?
Ella lo miró a los ojos y asintió.
Y eso era todo lo que él podía esperar. Gimió y cubrió la boca de ella con la
suya, sintiendo que algo en su interior se relajaba y se estiraba -por fin- ahora
que ella había vuelto a él. Esta mujer era suya, ahora y para siempre, y la
protegería y sostendría contra todos los que se acercaran.
Se inclinó y la levantó, acunándola contra su pecho, caminando con ella
hacia la cama. La puso de pie y le quitó la capa de los hombros.

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Ella se quedó quieta y lo observó, con los ojos muy abiertos, mientras él le
desataba toda la complicada y maldita ropa; demasiada ropa. Ropa que la
ataba y comprimía, manteniéndola apartada de él.
Liberó su cabello y enterró sus dedos temblorosos en la masa, levantándola
hacia su cara, inhalando lila, y supo que estaba perdido, enloquecido por algo
mucho más peligroso que la mera lujuria. Ella lo había conquistado y no tenía
ni idea de que lo había hecho.
—Matthew, —susurró ella, y él sintió sus manos desatando el lazo en su
nuca. Sus dedos se enredaron en su pelo.
Levantó la cabeza y le cubrió la boca de nuevo, besándola
desesperadamente, como un hombre que ha sido privado de la luz, del sonido
y de las sensaciones. De la vida misma.
Ella era el latido de su corazón.
Cuando él levantó la cabeza, jadeante, ella lo miró fijamente y levantó un
dedo hacia su cara, susurrando: —Matthew.
Él no sabía lo que ella veía allí, pero ya no importaba.
Estaba desnudo ante ella.
La levantó con manos temblorosas para que se sentara en el lado de la
cama y luego se arrodilló ante ella. Le separó los muslos, ignorando sus débiles
protestas, apartando sus ansiosos dedos. Tiró de ella hacia delante hasta que
su trasero se apoyó en el borde del colchón y pudo pasarle las piernas por
encima de los hombros. Y entonces se inclinó y separó sus rizos negros y
chupó la dulce carne de mujer. Salmón rojo y suculento, llorando por él. Los
dedos de ella se aferraron a su pelo, tirando dolorosamente, y él la oyó gritar.
Los sirvientes pensarían que la estaba ultrajando de nuevo.
Quizá tuvieran razón.
Lamió y chupó, sintiendo sus suaves muslos temblar contra su mandíbula.
Su mujer bajo él. Suya para acariciarla.
Suya para mantenerla.
La acarició hasta que ella se estremeció y gimió y gritó de nuevo y él
levantó la cara para verla aturdida y supo que si no hundía su verga en su
húmedo sexo se derramaría en sus pantalones como un jovencito.

77
Se puso de pie y se abrió los pantalones, le levantó las piernas y se hundió
en ella.
Dulce, dulce calor.
Entonces él bombeó dentro de ella demasiado rápido, demasiado fuerte. La
iba a lastimar, pero ella estaba tan apretada y húmeda y era suya.
Su esposa.
Su princesa.
Su Hippolyta.
La base de su columna vertebral pareció explotar mientras gruñía y
penetraba en ella, derramando, derramando, derramando hasta perder la
mente y la vista.
Y al caer junto a ella, sin huesos y exhausto, sintió los labios de ella en su
frente como una bendición.

78
Capítulo Once
—¡No he podido dormir nada! —exclamó John—. Perdóneme, porque no quería pagar su
hospitalidad quejándome así, pero ¡oh, qué olor había en mi habitación! En cuanto entré en la
habitación pude olerlo. Me pasé media noche buscando el origen y al final encontré una chirivía
debajo de mi cama. La arrojé al pasillo, pero el olor persistía y no dormí en absoluto...
—De El Príncipe y La Chirivía

Dos semanas más tarde, Hippolyta puso su mano en la palma de Matthew


y bajó con cuidado de su carruaje.
—Gracias. —Sonrió nerviosamente a su esposo y miró el bullicio de la
actividad a su alrededor.
El gran baile del Vizconde d´Arque era uno de los acontecimientos más
destacados de la temporada y al que no podía faltar la élite londinense más
elegante. Los carruajes abarrotaban la plaza mientras los lacayos y los
conductores se apresuraban a bajar a sus pasajeros. La casa de D´Arque estaba
iluminada con faroles, y un desfile de damas y caballeros vestidos con capas
subía lentamente las escaleras y entraba en la casa.
—Está usted muy elegante, milady, —le aseguró Charlie mientras le
entregaba a Tommy.
Ella sonrió para agradecer al recién estrenado lacayo, metiendo la
mangosta en el pliegue de su codo. Josiah se inclinó el sombrero y le guiñó un
ojo antes de girar la cabeza de los caballos.
Todos los criados querían que le fuera bien esta noche.
Hippolyta tragó saliva y enderezó los hombros, tomando el brazo de su
marido.
Matthew la miró, con su mirada firme y cálida. —¿Preparada?
Ella asintió. —Sí.
—Entonces entremos.
La condujo por las escaleras y entró en la casa iluminada. Un lacayo la
ayudó a quitarse la capa. Fue entonces cuando escuchó el primer jadeo. Pero

79
no fue hasta que subieron las escaleras y llegaron a la entrada del salón de
baile que el silencio comenzó a extenderse.
Fue entonces cuando ella tropezó un poco.
Pero Matthew la atrapó para que ninguno de los que la observaban
pudiera ver la vacilación. —La cabeza en alto, princesa, —le murmuró al oído.
Ella inhaló lentamente e inclinó la barbilla con orgullo mientras él la
acompañaba a la sala. Esta noche vestía los colores y las telas de la tierra de su
madre: sedas ligeras en azafrán y verde esmeralda, rojos rubí oscuros y azules
zafiro, todo salpicado de hilos de oro y bordados. Cubierto de una manera en
la que ninguna dama inglesa cubriría su figura. Se había dejado el pelo sin atar,
cepillado hasta dejarlo brillante y cubierto con un velo de rubí translúcido.
Sus ojos estaban fuertemente delineados con kohl, misteriosos y
absolutamente no ingleses cuando se miraba en su espejo. Los brazaletes y
anillos de oro de su madre decoraban sus muñecas y dedos, recordándole con
cada movimiento de sus manos de dónde venía. Incluso Tommy formaba parte
de su disfraz. Llevaba un brazalete de oro y rubí a modo de collar -no le había
gustado la primera vez que se lo había probado- y estaba muy apuesto.
Matthew era una presencia sólida a su lado, grande y cálida y
reconfortante, pero el silencio se extendía y ella sabía que todos la miraban. Eso
inevitablemente le calentaba la cara. Era difícil parecer indiferente a las
miradas, a las cabezas inclinadas, a los susurros.
Lady Whimple y su nieto se deslizaron en su camino.
—Milady. —Lord d´Arque se inclinó sobre la mano de ella, con una voz
clara y firme—. Qué exquisito conjunto luce usted esta noche. Juro que su
belleza nos adorna como la luna lo hace con la noche.
Un silencio sepulcral acompañó sus palabras mientras besaba sus nudillos.
Los murmullos estallaron en el salón de baile cuando él se enderezó.
Los ojos grises de Lord d´Arque tenían un brillo perverso.
Luego sus ojos se abrieron de par en par. —Dios mío, ¿qué es eso?
En el pliegue de su brazo, Tommy gorjeó.
Lady Whimple miró al pequeño animal. —Creo que es una mangosta.
El vizconde la miró incrédulo. —¿Y qué sabes tú de las mangostas, Grand-
mère?

80
Ella le dio un fuerte golpe en el brazo. —Más que tú, obviamente. —
Extendió un dedo índice doblado y rascó a Tommy bajo la barbilla, haciéndolo
chillar—. Ah, tal vez debería conseguir una mangosta para mí. Parecen
pequeñas criaturas muy cariñosas.
Lord d´Arque parecía alarmado. —Paxton, llévate a tu condesa de
inmediato. Está claro que es una mala influencia para mi abuela.
A su lado Matthew se rió y se inclinó. —Como desees, d´Arque.
Se giró con ella, alejándose, e inclinó la cabeza hacia la de ella. —¿Mejor?
—Mucho, —susurró ella.
La gente seguía mirando, pero el vistoso saludo del vizconde había
declarado descaradamente a todos su aprobación -y la de su abuela-. Y tanto
d´Arque como su abuela eran leones de la sociedad. Su aprobación significaba
algo.
El horrible silencio se rompió.
Por primera vez se dio cuenta de que el salón de baile estaba decorado con
montones de claveles rojos y blancos, que perfumaban el aire con clavos.
Inspiró, mirando a su alrededor, y vio varias caras conocidas. —Oh, ¿me
llevas allí, donde la señora del vestido crema está hablando con la señora del
pelo castaño?
Sintió la mirada de Matthew. —¿Las conoces?
—Sí.
Caminaron tranquilamente hacia allí y sólo cuando se acercaron, una de
las damas miró a su alrededor. —¡Hippolyta! Oh, ¡qué bonita estás!
Aceptó un beso en la mejilla de Artemis Batten, la Duquesa de Wakefield,
y otro de Lady Hero Reading antes de presentar con orgullo a su esposo a sus
amigas.
Cuando Matthew se levantó de su reverencia, Hippolyta sintió que sonreía
y se relajaba.
Sólo un poco.
La saludó con una inclinación de cabeza.
Ella charló con Artemis y Hero durante unos minutos, poniéndose al día
con los chismes de la ciudad, consciente todo el tiempo de la reconfortante
presencia de Matthew a su lado.

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Al cabo de un rato, él se inclinó hacia ella y le dijo: —¿Puedo dejarte aquí?
Ella lo miró, con toda la aprensión que lo invadía. —¿Es la hora?
Él asintió.
De repente, ella deseó poder besarlo aquí, en medio de este salón de baile
abarrotado. Él se había negado rotundamente a decirle quién sospechaba que
era el chantajista, pero ella tenía sus propias sospechas.
Montgomery.
En quien no confiaba ni un centímetro.
Intentó advertir a Matthew, trató de hacer que llevara al menos a Josiah y
Charlie a la reunión, pero él se mostró obstinado.
Y ahora era demasiado tarde.
Abrió la boca y dijo lo único que podía. —Por supuesto.
Observó impotente cómo él se daba la vuelta y se dirigía hacia un lado del
salón de baile y a una pequeña puerta.
Luego sonrió cuando Artemis se inclinó y arrulló a Tommy. Ahora todo lo
que tenía que hacer era esperar.
Y tratar de no pensar en que su marido se encontraría con un peligroso
chantajista.

La nota de chantaje había especificado la biblioteca de d´Arque. Matthew se


deslizó por el pasillo poco iluminado detrás del salón de baile. Se trataba de
los apartamentos privados de la casa, que no debían estar abiertos al público
esta noche. Quienquiera que hubiera enviado la nota de chantaje conocía bien
la distribución de la casa de d´Arque.
Recorrió el pasillo y abrió una puerta al final.
La biblioteca de d´Arque se extendía a lo largo de la parte trasera de la
casa; tres altas ventanas con puertas francesas daban a la terraza, aunque en
ese momento tenían cortinas. Un fuego ardía a baja altura en un extremo de la
habitación y alguien estaba sentado en una de las sillas agrupadas ante la
repisa de madera tallada y pulida.
Matthew se acercó al hombre y le arrojó la carta de chantaje sobre el
regazo.

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—Le dije a Hippolyta que viniera, —dijo Hartshorn irritado.
—Ella no vendrá.
—El dinero...
—Tampoco vendrá, —dijo Matthew.
El labio de Hartshorn se curvó. —Entonces todo Londres sabrá que te has
casado con una mestiza. Que tus futuros hijos no serán totalmente ingleses.
—Ya lo saben, —dijo Matthew con cierta satisfacción—. No debes haber
visto nuestra entrada al baile. Ella ha venido esta noche con la vestimenta de
su madre. Ahora mismo mi esposa está siendo agasajada por lo más destacado
de la sociedad londinense. Le han echado un vistazo y han decidido que es
exótica, hermosa e interesante. Al final de la noche no dudo que la mayoría de
las damas londinenses estarán clamando por mascotas mangosta y telas de
seda de la India. Has perdido, Hartshorn.
Los ojos de Hartshorn se abrieron de par en par y brillaron con intensidad.
—¡Esa perra y su perra madre! Hace treinta años esa pequeña nativa me
rechazó, hizo como si fuera demasiado buena para abrirse de piernas para mí.
¡Se fue con Royle y luego él tuvo el descaro sin paliativos de casarse con la
mujer! Te pregunto, ¿qué inglés en su sano juicio se casaría con una asquerosa
y desagradable...?
—Levántate, —Matthew apretó entre sus dientes.
—Piel negra...
Matthew no se molestó en esperar a que el otro hombre se levantara.
Agarró a Hartshorn por el paño del cuello, lo puso en pie y lo volvió a tumbar
de un golpe en la mandíbula. Realmente, debería haber arrastrado al otro
hombre de nuevo después de eso, pero había estado esperando durante una
maldita quincena en este punto y Hartshorn había hecho llorar a Hippolyta
más de una vez en ese tiempo.
Y nadie había acusado a Matthew de ser un hombre paciente.
Así que se arrodilló y procedió a clavar su puño en la cara de Hartshorn
una y otra vez de forma bastante catártica hasta que fue consciente de unos
gritos y unas manos sobre sus hombros que lo hacían retroceder.
Matthew levantó la vista y vio a d´Arque con Sir George y Lady Whimple
y, detrás de ellos, una multitud del salón de baile.

83
Pero lo más importante era que Hippolyta se abría paso hacia el frente y
parecía preocupada.
—¿Qué te has hecho en la mano?, —preguntó, sonando bastante
escandalizada.
Matthew ya conocía esa voz. Iba a recibir una reprimenda de esposa en el
viaje de vuelta a casa.
Hippolyta comenzó a envolver sus nudillos ensangrentados en un delicado
pañuelo de encaje -bastante ineficaz- y miró por encima de su cabeza a Sir
George.
Su padre estaba mirando al medio inconsciente Hartshorn. —No volveré a
hacer ningún negocio contigo después de esto, Richard. Ya he notificado a mis
abogados que te nieguen cualquier crédito y que reclamen todas tus deudas.
Los ojos de Hartshorn se abrieron de par en par en señal de pánico. —¡No
puedes hacer eso, George! Me llevarás a la quiebra. Yo... tendré que dejar el
país.
Sir George se inclinó cerca del hombre ensangrentado y siseó: —Deberías
haber pensado en eso cuando intentaste herir a mi Hippolyta.
Se enderezó, tiró del chaleco y se dio la vuelta antes de pensar,
evidentemente, en otra cosa y dar a Hartshorn una rápida y cruel patada en las
costillas.
Hartshorn gimió.
Sir George se aclaró la garganta. —¿Vienes, querida?
—Oh, sí, papá, —murmuró Hippolyta distraídamente. Le había hecho un
nudo descuidado en los nudillos y le dolían mucho, pero Matthew no iba a
decírselo porque parecía bastante feliz.
Y eso lo hacía inexplicablemente feliz a él.
Lady Whimple dio una gran exhalación. —¡Bueno! Todo esto es muy
satisfactorio. No puedo pensar cuándo he visto un escándalo con mayor
descaro.

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Capítulo Doce
La reina dio una palmada. —Ahí, ¡ya ves! Es bien sabido lo sensibles que son las narices de la
realeza. Sólo un príncipe -un verdadero príncipe- olería una simple chirivía debajo de su cama, y
mucho menos se sentiría tan perturbado por el olor como para mantenerlo despierto toda la noche.
El rey asintió sabiamente. —En efecto, querida. John debe, por tanto, ser un verdadero príncipe...
—De El Príncipe y La Chirivía

—Realmente no tenías que golpear al señor Hartshorn tantas veces, —dijo


Hippolyta aquella noche mientras se cepillaba el pelo en su tocador. Sabía que
a él le dolía la mano, aunque no había dicho nada en el viaje en carruaje a casa.
—Sí, tenía que hacerlo, —murmuró ahora mientras se quitaba la camisa
detrás de ella.
Ella miró de reojo, pues aunque llevaban quince días casados, aún no se
había acostumbrado a su pecho desnudo. Le resultaba una visión casi
abrumadoramente erótica.
—Pero no iba a conseguir nuestro dinero. Ya había perdido, —argumentó
ella distraídamente mientras se desabrochaba los pantalones.
—Intentó hacerte daño, princesa, —dijo con voz rotunda e inflexible.
Ella puso los ojos en blanco al ver su reflejo en el espejo. Aunque
nominalmente seguían teniendo habitaciones separadas, él había entrado en la
suya para desvestirse y a menudo también pasaba la noche allí.
Detrás de ella se bajó los pantalones, distrayéndola. —Además, —
continuó—. Dijo algunas cosas desagradables. No podía dejarlo pasar.
—Oh, —dijo ella en voz baja. Inhaló—. Gracias por esta noche. Por todo lo
que has hecho.
Él levantó la vista y se encontró con sus ojos en el espejo. Ahora estaba
desnudo, pero como siempre, no parecía importarle. Sus cejas se juntaron. —
Eres mi esposa. Hice lo que hice por eso.
Ella hizo una mueca. —Sí, pero... —Agitó una mano con torpeza—. Siento
que no hayas tenido elección en el asunto.
—¿Qué quieres decir?

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Ella exhaló un suspiro. —Podrías haberte casado con otra persona si no
nos hubieran descubierto en Leeds. —Intentó una sonrisa, pero esta tambaleó
y murió—. Alguien menos... notorio y problemático.
—No. —Se dirigió hacia ella, acercándose cada vez más en el espejo hasta
situarse justo detrás de ella. Hasta que la levantó y la hizo girar para que
estuviera frente a él. —Nunca tuve opción.
Ella se mordió el labio, sintiendo que las lágrimas le escocían los ojos. —Sé
que...
—No, princesa, no lo sabes. —Él apoyó la palma de la mano en su mejilla—
. Si tu padre no nos hubiera visto en Leeds, habríamos seguido hasta Londres.
Habríamos llegado en una semana más. Habría descubierto que realmente eras
una heredera y tú habrías descubierto que yo era un conde empobrecido. Le
habría pedido a tu padre el favor de cortejarte, y lo habría hecho con o sin su
permiso. —Agachó la cabeza y rozó sus labios con los de ella—. Nunca hubo
elección una vez que estuvimos en Leeds, princesa. En ese momento supe que
eras mía.
—¿Tuya?, —respiró ella, sin atreverse a tener esperanzas.
—Mía, — gruñó él, arrogantemente seguro—. Mendiga o heredera.
Princesa o indigente. Me importaba un bledo quién o qué fueras, Hippolyta,
sólo te quería a ti.
—Entonces, —susurró ella, poniéndose de puntillas para acercar su
querido rostro al suyo—, eso debe significar que tú también eres mío.
Sus labios se curvaron en una sonrisa de pirata. —Oh, sí.
La levantó en sus brazos, llevándola a la cama. Se dio la vuelta y se tumbó
en la cama con ella, riendo, sobre su pecho, con la camisola de ella hecha un
revoltijo de lino y encaje alrededor de ellos.
Él tocó una cinta mientras la risa de ella se apagaba. —Quítate esto.
Ella se sentó a horcajadas sobre él y tomó el dobladillo de la camisola,
quitándosela lentamente por encima de la cabeza. No llevaba nada más y lo
miró, su respiración se aceleró cuando su mirada recorrió lentamente su
cuerpo.
Cuando él volvió a hablar, su voz había bajado a la profundidad de la grava.
—Tienes los pezones más bonitos. —Sus párpados estaban parcialmente
cerrados, su mirada se concentraba justo ahí, pero sus manos estaban en las

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caderas de ella, con los dedos apretados—. Cuando los vi por primera vez en
ese maldito baño quise lamer tus pechos. Quería probar tus pezones. Quería
chuparlos. Se me hizo agua la boca. Tuve que salir de la habitación para no
asaltarte.
Ella jadeó, arqueando la espalda en señal de invitación, y los ojos de él se
dirigieron a los de ella.
—Ofrécemelos, princesa.
Ella se puso los pechos en las palmas de las manos y se inclinó hacia
adelante sobre las rodillas, flotando sobre él mientras él la sujetaba con las
manos.
—Más abajo, —gruñó él—. Pídeme que los pruebe. Suplícame.
Ella gimió al oír sus palabras, apoyó una mano en la cama y se inclinó más.
Su pezón rozó los labios de él y el movimiento le hizo temblar el vientre.
—Por favor, —susurró—. Por favor, chúpame.
Él abrió la boca y la atrajo mientras ella apretaba la mano libre en la
almohada y se mecía contra él. ¿Cómo podía esta cosa, esta pequeña cosa,
sentirse tan bien?
Él apartó la boca. —El otro.
Obediente, ella giró y le ofreció su otro pecho. —Por favor, prueba mi
pezón.
Sus dientes recorrieron la areola, atrayendo el pezón a su boca.
Ella echó la cabeza hacia atrás, apretando su vagina contra su pierna.
Estaba mojada, podía sentirlo. El muslo de él era duro y fuerte y perfecto, pero
entonces él se movió, apartándolo de ella, y ella quiso llorar.
O golpearlo.
Ella abrió los ojos y lo miró ferozmente.
Pero él sonrió alrededor de su pecho y colocó su pulgar contra su clítoris y
presionó.
Ella se sacudió contra él mientras él se movía debajo de ella, colocando su
verga contra sus pliegues.

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Se deslizó por su humedad, exuberante y caliente, tan maravillosa, y ella se
onduló contra él. Sabía que podía acabar así. Con su boca en su pecho y
moviéndose contra su dureza.
Por supuesto que él quería más.
Ella miró hacia abajo y casi sonrió al ver su ceño fruncido.
Entonces él inclinó sus caderas y se deslizó dentro de ella.
Oh.
Ella gimió al sentirlo. El estiramiento. La maravilla de la invasión. El saber
que él estaba dentro de ella.
Cuando abrió los ojos de nuevo, él la estaba mirando. —Móntame,
princesa.
Ella se levantó, temblando de deseo y esperanza, y volvió a caer,
empalándose en su verga, en su carne, en su terquedad. Él la había apoyado,
había creído en ella cuando estaba desesperada. La había rescatado y discutido
con ella y le había hecho el amor y ella...
Ella lo amaba, su pirata, su esposo, su Matthew.
Se apoyó en él, con las manos en el pecho, jadeando, con el pelo en la boca,
los pechos moviéndose, la alegría llenando su vientre como un manantial.
Sus ojos, verdes y fieros, se clavaron en ella como si fuera lo más
importante del mundo. Tal vez lo era para él.
Giró el pulgar contra ella mientras subía y bajaba, y le gruñó: —Ven por
mí, princesa. Maldita sea, ven por mí ahora mismo. Eres tan hermosa. Mi
esposa. Mi amante. Mi amor.
Y ella gritó, ronca y sin miedo, temblando sobre él mientras las chispas
brillaban en sus miembros.
Él la agarró por las caderas y la volteó, arrojándola sobre las sábanas y
penetrando en ella una y otra vez como un loco hasta que se paralizó, con
todos los músculos tensos por la conmoción.
Ella abrió los ojos y miró hacia arriba para ver sus ojos verdes y sus labios
como un gruñido mientras gemía su liberación dentro de ella.
Sus manos temblaron al enmarcar el rostro de él. —Te amo.

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Epílogo
—Oh, pero... —dijo John, con los ojos muy abiertos.
La reina se aclaró la garganta con fuerza. —Por supuesto, sólo un verdadero príncipe podría casarse
con nuestra nieta, la princesa Peony.
La mirada de John se dirigió a Peony, que se sonrojaba de forma muy bonita. —Casarme...
—Casarse, —dijo la reina con firmeza.
—Oh, —dijo John, y luego sonrió con gran brillo, a pesar de las ojeras—. Bueno, en ese caso, me
temo que me ha descubierto.
Bueno, la celebración que siguió al anuncio del compromiso de la princesa Peony con el príncipe
John se prolongó durante semanas, hasta la propia boda, un acontecimiento realmente grandioso.
Hubo palomas blancas, fuegos artificiales, el pastel fue más grande que la princesa y el príncipe
juntos, y se bailó hasta el amanecer. Todo el mundo se lo pasó muy bien.
Todo el mundo, excepto cierta criada sin nombre que se pasó la mayor parte de la noche limpiando
los pilares huecos de la cama en la que John había dormido la noche que llegó. Inexplicablemente, se
habían atascado con restos de cocina podridos.
Afortunadamente, la criada había sido muy bien pagada por su trabajo por la propia reina. Porque la
reina amaba tanto a su nieta como a su esposo y era lo suficientemente sabia como para saber que
no todos los verdaderos príncipes nacen como tales.
Algunos son descubiertos... por la chirivía.
—De El Príncipe y La Chirivía

Un año después…
—¡En la casa no, criatura apestosa! —Hippolyta se giró ante el grito de su
esposo.
Tommy Teapot atravesó la puerta, corrió por la habitación y se escabulló
bajo una estantería.
Hippolyta volvió a mirar hacia la puerta.
Matthew estaba allí, con las manos en las caderas y el ceño fruncido.
Se aclaró la garganta con delicadeza. —¿Tenía un ratón en la boca?
—Sí. —Su marido frunció más el ceño.
—Bueno, al menos los atrapa..., —dijo ella sin mucha esperanza.
Él resopló y entró en la habitación. —¿Qué haces aquí dentro?
—Planificando la guardería. —Ella le sonrió y el rostro de él se iluminó de
inmediato. Señaló las altas ventanas que daban al jardín trasero—. Creo que
necesitaremos rejas nuevas en las ventanas. Estas están sueltas.

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—Hm. —Probó una y frunció el ceño—. Sí. —La miró—. ¿Habrá tiempo?
—Por supuesto, —recriminó ella con suavidad—. Otros dos meses por lo
menos. ¡Oh!
Él se tensó. —¿Qué?
—Sólo una patada. —Ella le tomó la mano y la colocó debajo de su vientre
para que él pudiera sentir el movimiento de deslizamiento en su abdomen.
Él aprovechó la oportunidad para acariciarle la oreja. —Te amo.
Por el rabillo del ojo, Hippolyta vio a Tommy salir de debajo de la
estantería y empezar a acicalar su pequeña cara.
Tomó la mano de su esposo. —Y yo te amo a ti.
Lo sacó de la habitación -y al merodeador que había dentro- y cerró
suavemente la puerta tras ellos.

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