Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Cita
Primera parte. Hamburgo, 1886
Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
Segunda parte
1
2
3
4
5
6
7
8
Tercera parte
1
2
3
4
5
6
7
8
Nota de la autora
Bibliografía
Notas
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
GUSTAVE FLAUBERT
Primera parte
Hamburgo, 1886
Prólogo
Ludwig Oolkert salió del club y miró al cielo. ¿Es que no iba
a aflojar nunca ese calor? Para hombres de su clase no
había ropa adecuada para aquel tiempo. Todos los días
empapaba los trajes de sudor.
Su cochero estaba con otros empleados, fumando. Al
verlo se subió de un salto al pescante y arreó a los caballos.
Oolkert se quedó en la escalera esperando a que llegara el
carruaje y el cochero le abriese la portezuela.
Cuando echaron a andar, miró al club y vio a Franz en la
ventana con el rostro blanco. Lo saludó con la mano y Franz
hizo otro tanto. Incluso desde esa distancia Oolkert vio lo
mucho que le costaba sonreír.
Se retrepó en el asiento y sonrió satisfecho. Bien, le había
apretado un poco las tuercas. Franz caería en la cuenta de
que no podía seguir poniendo pretextos. Si querían hacer
negocios juntos, o se subía al tren o no. Oolkert no podía
esperar hasta que el viejo Karsten entregara el testigo.
Conseguiría que se casara con Roswita, pasara lo que
pasase. Su hija estaba loca por Franz, pero quien ganaría
más con esa unión sería él. Sí, tenía acciones de los
competidores de Karsten, y no pocas, pero eso solo era una
medida de seguridad. Invertiría en la naviera Karsten.
Cuando Franz ejerciese más influencia en el negocio
familiar, construirían cada vez más barcos en su astillero,
reforzarían sus relaciones con Asia y ampliarían el negocio a
toda Europa.
No obstante, era evidente que no bastaba con manipular
al padre a través del hijo, sino que también debía encontrar
maneras de doblegar al propio Franz. Oolkert no contaba
con que Franz se negase a casarse; lo había sorprendido,
incluso enfadado. Debía de haber algún motivo. No se
tragaba lo de la otra mujer. Nadie sabía quién era, Franz
nunca la mentaba, no fanfarroneaba con ella, como hacían
los demás hombres del club. No, él abrigaba la acuciante
sospecha de que allí había gato encerrado. Por supuesto
podía retirar sin más su promesa de invertir..., pero eso no
le convenía a nadie. Se producirían desavenencias y era lo
último que quería. Debía proceder de manera más cauta.
Y ya había empezado a hacerlo.
Para la nueva línea de Calcuta de la que acababan de
hablar, el viejo Karsten dependía de Gerhard Weber y Jens
Borger como principales inversores. Debía crear una
sociedad anónima para fundar la línea, y para ello
necesitaba los millones de esos hombres y a Oolkert, que
también quería entrar, pero con una participación menor. Si
alguno de los dos grandes inversores, o quizá incluso
ambos, se echara atrás... Sí, haría que la familia Karsten se
viese en un aprieto muy pero que muy serio.
Sumido en sus pensamientos se retorció la perilla.
Se mostraría dispuesto a intervenir, a aportar los millones
que faltaran... si a cambio construían en su astillero los
barcos para esa línea. Era justo, ¿no? De ese modo Franz ya
ni siquiera tendría que convencer a su padre, el problema se
solucionaría solo. Sonrió. Era un comienzo. Siempre había
sabido que tenía que ser paciente, pero su paciencia se
acabaría agotando.
La obra de la vida del viejo Karsten terminaría siendo
suya.
Lily recorría a buen paso las oscuras calles. Por suerte, el St.
Georg no estaba lejos. Tenía miedo de lo que podía
encontrarse allí pero, aun así, iba lo más deprisa que podía.
Al entrar su vestido dorado le granjeó miradas de asombro,
pero le dijeron en qué sala estaba Karl. «¡Al menos no ha
muerto!», pensó cuando la enfermera leyó su nombre, y
después le asustó la idea.
Mientras iba a paso ligero por el pasillo, vio desde lejos a
cuatro figuras en un banco. Jo se cubría la cara con las
manos y parecía hundido, a su lado se hallaban Wilhelm,
Julius y Christian, todos ellos con una expresión horrorizada
en el rostro.
—Jo. —Lily se arrodilló delante de él. Al verla fue como si
despertara de un trance profundo.
—Lily —articuló con voz rasposa.
Ella le cogió las manos. Estaban heladas.
—Se ha contagiado —musitó Jo.
Ella ya lo sabía, pero no pudo evitar sentir como si el
corazón se le parara un instante. Jo tenía los ojos hinchados
y el rostro gris. Cuando habló dio la impresión de no poder
creerse ni él mismo lo que le contaba.
—Mi madre está con él, intenta calmarlo. Le han dado
medicamentos, pero no terminan de surtirle efecto. No
pueden hacer más, tan solo esperar hasta que muera —dijo
con voz inexpresiva.
Lily nunca había visto tanto dolor en los ojos de una
persona. Se sintió completamente inútil.
—Si hay algo que pueda hacer... —empezó, pero Jo hizo
un gesto de negación.
—Volveré a entrar dentro de poco. Sufre muchos dolores.
No deberías estar aquí.
—No, me quedo contigo. Quiero verlo —aseguró ella en
voz queda pero firme. Después se sentó junto a él en el
banco.
Permanecieron así un buen rato, esperando lo inevitable.
Y Lily tenía la sensación de que el mundo contenía la
respiración con ellos.
Mi querida Lily:
Me encuentro de maravilla. Descansar no descanso
mucho, aquí reina una gran actividad, pero disfruto de lo
lindo con las risas de los niños. Después de tomar el té
tenemos intención de ir a varear nueces todos juntos y
por la tarde hay sopa de cerezas... Ojalá Michel pudiera
vivir algo así, divertirse como se divierten los niños. Ayer
fuimos a Scharbeutz, al lago Wendesee y al bosque;
almorzamos y después nos dirigimos a la playa. Es mucho
más bonita que la de Travemünde, Alfred debería erigir
una casa de huéspedes allí...
Jo iba dando traspiés por las calles sin darse mucha cuenta
de nada. Tras su encontronazo con Franz había abandonado
el hospital precipitadamente. Lo creía muy capaz de hacer
que lo arrestaran, y entonces sí que no tendría ninguna
posibilidad de ver a Lily. Le dolía todo el cuerpo. Tardó un
tiempo en comprender que el dolor nacía en su corazón. Se
sentía intoxicado de tristeza y miedo. Lily había intentado
matar a su hijo, no le había dicho que estaba embarazada.
Había estado a punto de morir. Cielo santo, quizá estuviese
agonizando en ese preciso instante y él no se encontraba a
su lado, no le permitían verla.
Y así sería siempre.
Tropezó con una piedra y se apoyó un instante en el muro
de una casa. Así sería siempre, su familia siempre se
interpondría entre ellos. Tenían dinero, prestigio, poder. Ellos
dictaban las normas. Como Lily no lograra separarse de su
familia, para ellos dos no habría futuro. ¿Qué sería de su
hijo? ¿Tendría que soportar que lo criara otro, no poder
verlo? La sola idea lo hizo enfurecer. Eso sería un golpe
mortal para él.
Pasó tambaleándose por delante de tascas y locales,
esquivó a borrachos que vociferaban. Cuando llegó al
Verbrecherkeller, logró bajar la escalera de milagro. Con
manos torpes cogió un taburete y se sentó a la barra. Debía
aplacar el dolor punzante que sentía, era incapaz de pensar
mientras sentía ese revoltijo interno. Levantó la mano y
pidió aguardiente.
Arrugando la frente, Pattie le puso delante la botella.
—Hoy tienes pinta de necesitar más de uno, Jo —
comentó.
Él se limitó a hacer un movimiento afirmativo. Después
bebió. Rápida y maquinalmente, un vaso tras otro. «¿Qué
voy a hacer? —pensaba con cada sorbo—. ¿Qué diablos voy
a hacer?»
De madrugada, cuando salió a la calle, durante un
instante no supo cómo se llamaba ni dónde estaba. Se
encontraba mal, todo le daba vueltas. Dio unos pasos más
tambaleándose, y vomitó en el albañal entre jadeos. Era
como si fuese a echar las tripas.
—Eh, muchacho, tranquilo.
De pronto sintió una mano pesada en el hombro. Una
carota negra entró en su campo visual.
—Augustus —farfulló, y se irguió y se limpió la boca. Su
amigo sonrió. Después Jo cayó hacia delante y se dio contra
su pecho.
Augustus lo cogió y lo sostuvo.
—Será mejor que vayamos a un rincón tranquilo —sugirió.
Jo notó que Augustus lo cogía por un hombro y lo
mantenía derecho. Todavía no sabía muy bien por qué
estaba allí y por qué se encontraba tan mal, pero sí sabía
que podía confiar en Augustus. Se dejó hacer dócilmente.
—Te llevaré a mi casa —propuso su amigo mientras lo
metía en un callejón oscuro. Augustus vivía en la calle, en
un contenedor que había tras una tasca del puerto, eso Jo sí
lo recordaba aún.
—Debo... ir a casa —dijo, pero Augustus negó con la
cabeza.
—La mía está más cerca. Tienes que comer y después
dormir —le aconsejó.
Jo, que había vuelto a dejar caer la cabeza contra su
pecho, no puso más objeciones. Le daba lo mismo. Todo le
daba lo mismo. Veía el rostro de Lily y el dolor era tan agudo
y frío como el que tenía antes de entregarse al alcohol.
Cuando solo habían dado unos pasos Augustus se detuvo
de pronto. Sus manos lo soltaron y Jo sintió el frío aire
nocturno en la nuca y el brazo por el que instantes antes lo
sostenía su amigo. Jo se extrañó y acto seguido oyó un ruido
extraño.
—¿Qué ocurre? —preguntó al tiempo que se volvía.
Entonces profirió un grito ahogado de sorpresa.
Augustus yacía en el suelo. Estaba cubierto de sangre, en
el cuello tenía una herida abierta. Inclinado sobre él había
un hombre. Jo tardó un momento en reconocerlo.
—Roy —dijo en voz baja. No entendía nada—. ¿Por qué...?
Pero no pudo decir más. Roy arremetió contra él. Jo vio el
destello de un cuchillo y notó un dolor agudo en el
estómago. Finalmente se desplomó.
7
La primera vez que se levantó, Lily estaba tan débil que las
piernas apenas podían sostenerla; el vestido le quedaba
ancho. Al verse en el espejo no se reconoció: tenía las
mejillas chupadas, los labios exangües y agrietados, y los
ojos hundidos en las cuencas. Pero insistió en que la
vistieran. Comía todo lo que le ponían delante. Día tras día
daba paseos por el pasillo del hospital, la mayoría de las
veces cogida del brazo de su madre, que la sostenía cuando
amenazaba con caer al suelo.
Poco a poco sus mejillas se fueron tiñendo de color. Ahora
su vientre había adquirido una pequeña redondez, que ella
acariciaba a menudo, sumida en sus pensamientos,
mientras se asomaba a la ventana para mirar el exterior,
donde el mundo se hallaba en plena flor, y se preguntaba
qué sería de ella.
Un buen día lo supo. Su padre fue a verla a la habitación
y le dijo sin rodeos que se iría a Inglaterra.
—Jamás —replicó ella con frialdad.
Cansado, Alfred exhaló un suspiro.
—Sé que ahora supone un golpe para ti, pero me figuro
que ya sabrás que no te puedes pasear por la ciudad
embarazada. Todo está decidido y arreglado. Henry te
acompañará. Está dispuesto a casarse contigo y aceptar a
tu hijo como suyo.
—¿Qué? —espetó Lily atónita—. ¡Es una locura!
Su padre la observó un instante.
—¿Ah, sí? —preguntó al cabo—. Yo creo que es la única
posibilidad que tenemos para que tu hijo y tú podáis llevar
una vida normal —razonó, y algo en su tono hizo que Lily no
saltara de nuevo y lo escuchase. De pronto su padre le
cogió la mano. Lily lo miró con cara de asombro. Las últimas
semanas solo había sido frío y distante con ella—. No será
para siempre, Lily. Dentro de unos años podréis volver —
precisó, casi suplicante—. Piensa en tu hijo. Piensa en tu
madre, en nuestra familia. Ya hemos perdido a Michel, no
queremos perderte también a ti. De este modo podremos
visitarnos y pronto estarás de nuevo con nosotros. Tu hijo
podrá llevar una vida normal, protegida, no le faltará nada.
Sus palabras hicieron estremecer a Lily. Era culpa suya
que Michel ya no estuviese en casa.
—Pero, papá —dijo con suavidad—. No amo a Henry, amo
a otro hombre.
Su padre asintió. Durante un instante su mano se crispó
sobre la de ella, luego la soltó.
—Lo sé —se limitó a decir—. Pero permite que te haga
una pregunta: ¿dónde está ahora ese hombre?
Lily tragó saliva.
—No lo sé —reconoció en voz queda—, no lo he visto
desde que ingresé en este sitio. —Su padre se la quedó
mirando—. Pero vendrá, seguro que hay una explicación —
afirmó Lily cuando no pudo sostener más su mirada—.
Seguro. Me ama.
—Entonces ¿por qué intentaste matar a su hijo? —inquirió
su padre, y fue como si la abofeteara.
—No... —balbució Lily, pero no pudo decir más. Levantó
las manos con aire desvalido.
Alfred dio media vuelta.
—El camarote ya está reservado, Lily. No hay más
remedio —zanjó cuando se iba.
—No me iré —replicó ella—. No puedo.
Su padre se detuvo un instante.
—¿No crees que nos lo debes? —preguntó—. ¿No crees
que se lo debes a tu madre, a la que asaltaron por tu culpa?
¿A tu hermano, al que apartamos de nosotros por tu culpa?
—Cuando Lily puso cara de susto, él asintió—: Lo sabemos
—aseveró, y salió de la habitación.
Lily se quedó sentada en la cama, mirando la pared.
Sintió que de pronto la envolvía un frío gélido.
Queridos lectores:
Les doy las gracias por su tiempo y confío en que les haya
gustado tanto leer este libro como me gustó a mí escribirlo.
Personalmente fue una experiencia fantástica embarcarme
en un viaje de descubrimiento al siglo XIX con Lily y Jo.
Cuanto más ahondaba en la época y me zambullía en mi
historia, tanto más consciente era de los privilegios de que
disfrutamos en la actualidad y de lo recientes —e inestables
— que siguen siendo en ocasiones. No cabe la menor duda
de que la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, la
seguridad en el trabajo, la justicia social, la diversidad y la
inclusión pueden y deber mejorar también hoy en día, pero
en tiempos de Lily y Jo, Emma, Michel, Charlie y Franz estos
conceptos ni siquiera habían nacido o aún estaban en
mantillas.
Mientras trabajaba en Una estrella sobre el río Elba, me
documenté sin descanso acerca del siglo XIX. La apasionante
historia de la ciudad de Hamburgo se refleja en los
escenarios en los que transcurre mi novela y en la biografía
de los personajes. La lucha de los astilleros por hacerse con
contratos de las compañías navieras constituye el telón de
fondo real de la trama. Como Inglaterra se consideraba líder
mundial en la construcción de barcos de vapor, las navieras
seguían construyendo por tradición sus embarcaciones allí.
Los trabajadores del puerto tenían que sufrir de manera
ignominiosa la presión de la competencia entre los grandes
armadores. La seguridad en el trabajo se descuidaba y los
tratamientos médicos eran inasequibles para muchos. Las
nuevas rutas marítimas que se abrían y las relaciones
comerciales con China y la India posibilitaron la importación
de opio. Los Gängeviertel de Altstadt y Neustadt se
consideraban de los peores barrios de chabolas de Europa.
En contraste con ellos, se alzaban las soberbias villas a
orillas del Alster y en la Elbchaussee. Fue un periodo de
diferencias sociales extremas en el que empezaba a
gestarse la lucha obrera y se ponía en marcha la primera y
titubeante oleada del movimiento feminista. También fue un
momento de revolución económica y social sumamente
interesante y emocionante.
Con el objeto de ofrecer una estampa lo más realista
posible, algunas personalidades históricas de Hamburgo
apadrinan a los personajes de mi novela, y a los amantes de
la historia sin duda les resultarán conocidos algunos datos
de referencia: por ejemplo, un importante naviero
hamburgués en efecto bautizaba a sus barcos con el
nombre de personajes femeninos de obras de Shakespeare,
y el hogar de Lily en Bellevue se inspira en la mansión de
una de las familias más poderosas de Hamburgo. Asimismo,
otro ciudadano muy respetado y fundador de un astillero —
que en realidad hizo mucho por su ciudad— adquirió
prestigio y riqueza con el comercio de ese abono natural
que es el guano, pese a las burlas generalizadas.
Sin embargo, esta es una novela en la que se narra una
historia emocionante, cautivadora, conmovedora y
completamente ficticia que pretende acercar el siglo XIX a
los lectores y, al mismo tiempo, entretener. Como es
natural, todos los personajes, sus actos y sus opiniones, las
intrigas, las maldades y los delitos, son producto de mi
imaginación.
Aun así era algo primordial dotar a mi narración del
mayor realismo posible desde el punto de vista histórico. Me
gustaría reflejar en esta novela la transformación que ha
experimentado nuestro mundo, nuestra cultura y nuestro
idioma en el curso de los últimos siglos. Por eso la siguiente
observación reviste una gran importancia para mí: si mis
personajes piensan, sienten o actúan de manera racista y
colonialista, si defienden posturas caducas desde el punto
de vista actual en lo que respecta a cuestiones de género, si
se excluye a enfermos o personas con minusvalías, o si se
menosprecia a inmigrantes chinos, no se pretende legitimar
en modo alguno ese racismo, esas diferencias construidas o
formas de pensar jerarquizadas. Mis personajes son testigos
de su tiempo para que nosotros reflexionemos de manera
crítica sobre su modo de sentir, pensar y actuar, nos lo
cuestionemos y podamos aprender de él.
En algunos momentos me he tomado alguna que otra
libertad artística en detrimento de la exactitud histórica, en
ocasiones he doblegado un poco el tiempo a mi antojo y
tensado con cierto exceso el marco de lo posible. Así, por
ejemplo, la primera máquina de escribir no llegó a
Hamburgo hasta algunos años después y el tristemente
célebre barrio chino todavía estaba en pañales en época de
Lily y Jo. En suma, no obstante, la historia, tal y como la
relato podría haber sucedido. Emma y Lily son mujeres
extraordinarias que se atreven a hacer cosas fuera de lo
común. Afortunadamente por aquel entonces ya existían
mujeres así, a cuyo valor tenemos que agradecer mucho
hoy en día.
Y un amor como el que se profesan Lily y Jo es, sin duda,
atemporal.
¡Síguenos en redes
sociales!
¿Por qué no le preguntan a
Evans?
Christie, Agatha
9788467066630
272 Páginas