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Creado en Lunes, 14 Agosto 2006 17:12
Escrito por Administrator
Visto: 1904
Los días cubanos de Federico fueron sedientos y desbordados. Quería entenderlo todo,
absorberlo todo. En Cuba, como anotó Ángel del Río, se sentía liberado de la cárcel neoyorquina
y había vuelto a encontrar el sol, la luz y la alegría... Había dialogado a campo traviesa con las
gentes del pueblo en la aldea y en la ciudad. Se había metido en las cadencias negras y en la risa
de los niños, había recorrido las estaciones de las iglesias habaneras el viernes santo de 1930;
había oído aquí la música y la palabra de Serguei Prokofiev; se había inclinado con limpia avidez
sobre la obra de los creadores jóvenes. Había entrado con asombroso entendimiento en lo
cubano.
Pocas tardes después del encuentro inolvidable me dejó Federico dos poemas para ser publicados
en la Revista de Avance, aquella que cambiaba la piel, el nombre, con el año: un soneto
impecable, de muy neto perfil lorquiano y su “Balada doble del lago Edem”, recogida después en
su libro Poeta en New York. El soneto, que solo hemos encontrado en las excelentes Obras
completas de Aguilar, es el que dice, en el texto de la Revista, ejemplar del 15 de abril de 1930:
En el original que conservo, escrito a lápiz y mil veces cruzado, quedan muchas huellas de
vacilación. No hay diferencia en los cuartetos y solo en el verso penúltimo del soneto se altera
levemente la versión final, al escribirse: “seré en el cuello de la yerta rama”.
Al llegar al primer terceto se ensaya un distinto desarrollo, que conduce a otro final, de
inmediato tachado con firme repulsa. El intento queda encerrado, preso, castigado entre gruesos
barrotes; pero entre las rejas puede leerse todavía:
Bellos versos sin duda, bellísimos; pero que son un desvío de la sostenida tersura difícil en que
está enfilado el soneto. Está bien que aceptemos la voluntad del poeta y que su obra permanezca
en la encarnación deseada; pero ¿deben quedar ignorados los versos de este hermoso terceto
lorquiano?
También para la Revista de Avance me entregó Federico su “Degollación del Bautista”. Se trata,
como se sabe, de una de las narraciones libérrimas y clamantes en que el concurso de
arbitrariedades soberanas logra poderosos efectos. Hermana de la historia de este gallo, de la
degollación de los inocentes, del suicidio en Alejandría y de otras alucinaciones lorquianas, la
“Degollación del Bautista” es una convocatoria audaz de lo más lejano y contrapuesto, todo
trenzado de alusiones y resonancias irónicas, de burlas a los lugares comunes y a los desenlaces
consabidos. En estas narraciones trepidantes se echan a pelear, entre carcajadas de dios
regocijado, la realidad y el tiempo, la historia y el espacio. He aquí un párrafo típico de esta
parcela lorquiana:
“Primero hizo un profundo ojal en el sitio donde el cuello se desmaya para buscar el hombro. Por
allí entró cortando toda la luna y puso lívida la parte superior de la frente. Esto fue lo genial, y lo
que los profesionales aplaudieron: lo demás fue pura técnica, sin la menor línea inspirada”.
En cuanto a la “Balada doble del lago Edem”, la versión que me dejó Federico andaba muy lejos
del retoque final, aunque algunas estrofas aparecían culminadas. Compulsándola con las que
aparecen en las ediciones mejores de su obra, se advierten variantes considerables y, como
sucede siempre en el verdadero creador, se desechan bellezas indudables y no siempre la forma
definitiva es la más feliz. Por otra parte, en la edición de Bergamín, se nos dan dos versiones con
muy señaladas diferencias. En la de Guillermo de Torre se advierten cambios en relación con la
de Séneca. Y mantiene variaciones —y exclusión, como las otras, de estrofas que aparecen en la
versión cubana—, la que nos ofrece la compilación de Aguilar. Lo mejor será que demos entero
el poema que nos dejó Federico donde hay anotaciones y adiciones de su propia mano. Dice así:
Tiene subido interés comparar esta versión primera, en plena elaboración, con las que aparecen
en las ediciones aludidas. Es evidente que el autor varió por buen tiempo el contenido del
riquísimo poema; no hay identidad en lo que muestran las tres compilaciones de mejor calidad.
Ya hemos dicho que en la de Bergamín encontramos dos versiones distintas. La confrontación
plena llevaría muchas páginas. Anotemos lo de más relieve.
Los cambios en la estrofa que comienza: “Quiero llorar diciendo mi nombre”, son notables. En
las versiones recogidas, no del todo iguales, leemos:
En el original que conservo hay, sin duda, dramatismo más conmovido y directo, al llorar el
poeta su propio nombre. Ya sabemos que no es la única vez que sufre Federico, en medio del
poema, la inquietud y el asombro de llamarse como se llama. Recuérdese, en sus primeras
canciones, la interrogación ensimismada:
La estrofa, honda y hermosa como pocas, en que el hombre de sangre quiere decir su verdad sin
fórmulas, sin “la burla y sugestión del vocablo”, aparece más entrañada y poderosa con el
ingrediente del nombre propio, de la cifra exacta en que están peleándose el artificio y el pulso:
En ninguna de las otras encarnaciones del poema el grito que rasga las entrañas traspasa, como
aquí, la angustia hundida en el propio nombre. La identidad para los otros: Federico García
Lorca es aquí como el puente hacia la verdad última. Si el poeta es rosa, niño y abeto, el hombre
de sangre está, en la presencia del nombre más entero y herido.
Pero donde reside la capital diferencia entre la forma primera que conservo y la ofrecida en los
libros, es en la total supresión de las estrofas once y doce, aquellas que empiezan con estos
versos: “Aquí frente al agua en extremo desnuda” y “Poesía pura. Poesía impura”.
¿Repudió Federico estas estrofas? ¿Las sustrajo para darles, por camino distinto, espacio y
desarrollo? Ha de decirse que no tienen el aire de las otras y que aluden a cosas de distinto orden;
pero nadie podría negar que poseen sentido y belleza singulares. Léanse con atención esos ocho
versos. No creo que haya en toda la obra de Federico instante en que se enfrenten tan
dramáticamente la sed de libertad, de amor humano, y el dominio turbador —“angustia de lo
exacto”— de la expresión inusitada. El poeta no quiere aquí su vuelo futuro —“luz o cal
viva”—, ni el acecho del hallazgo “sobre la bola del aire alucinado”. Grita su deseo de verdad
desnuda, de salto sin amarras, de amor de hombre de sangre.
La otra estrofa condenada tiene una afilada hondura. El poeta se levanta contra la culta cháchara
sobre la pura y la poesía impura, y la repudia desde el fondo de su virtud de creador soberano:
Tiene explicación posible la supresión de las dos estrofas. Puede ser que su autor entendiese que
rompían la unidad íntima del poema —que hasta ellas viene centrado en recónditos conflictos—,
al discurrir sobre cosas de otro linaje. Aunque, así haya ocurrido, estos versos deben ser
recogidos en las futuras ediciones de la obra lorquiana. Aquí está la pugna agonal (que el agua
desnuda del lago, invitación al severo coloquio, agrava y precipita) entre naturaleza y estilo,
entre la cárcel de la norma y la libertad del amor humano. Son, en verdad, una nota distinta,
aunque coincidente en sustancia, y por ello sale al camino, en la conmoción que produce New
York en el ánimo del creador tradicional y novísimo.
El “Poema doble del lago Edem” es un momento intenso, capital, en la historia de la lírica
lorquiana. El poeta es aquí una presencia herida por todas las contradicciones de su sensibilidad
y de su tiempo. En ningún instante tocamos esta trágica desolación en que todo —el agua, el
viento, el césped, los perros marinos, los helechos mojados—, estremecen la conciencia de su
destino. En lo más hondo, el gran poema es un clamor hacia la total liberación y, por ello, un
grito cargado de historia y de mañana. Que no se pierda todo el tamaño de ese grito.
Cuando llegamos a esa porción lancinante de la obra de Federico se nos hace más claro que
andamos a medio camino del pleno entendimiento. En verdad que hay mucho que buscar, que
encontrar, que ahondar, en su poesía. Cuando se haga, se comprobará hasta donde había en él
una rara sustancia iluminada, una Gracia rica en gracias, grávida de tiempo y de espacio. Los que
conocimos a Federico gozamos la ocasión de asomarnos, por entre el manantial impetuoso y
bullente, a ese tránsito profundo y ansioso en que el poeta es dueño y señor de su angustia
anunciadora.
Los viejos creyentes se alborozaban al tocar “cuerpo de santo”; los que vimos en Federico el
desenfado gallardo que era tuteo de la gloria, podemos decir con verdad que tocamos, ya dijimos
por qué, “cuerpo de clásico”. Sabemos por ello que su fuego encenderá muchas claridades no
imaginadas todavía, y si no pudo darnos toda la poesía que le inquietaba la vigilia, en lo que dejó
está la marca de su hazaña: tomar la voz de todo un pueblo y situarla al nivel de su tiempo, que
es lo mismo que abanderarla hacia culminaciones imprevisibles.
Continuará…
medellín, colombia