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CARMEN DE GÓMEZ MEJÍA: UNA VOZ SOBRE LA NADA

Para Armando Gómez Ortiz

Oh, alma mía, intenta ya tan solo lo imposible... y lleva la poesía a la resurrección, ya que
el conocimiento posible se ha convertido en Ouroboros y baila como la serpiente ante la
flauta del Maligno.

JOSÉ LEZAMA LIMA

1. Divagación previa acerca de las arpas eolias

Durante los dos últimos siglos la poesía ha sido el oráculo por excelencia, la boca por la cual habla,
canta y se queja el alma humana. El alma, sí, ese fantasma que (pese a no existir para la conciencia
moderna) hace crueles actos de presencia en unos pocos mortales, a quienes elige como víctimas
sibilas que han de entonar sus tristísimos lamentos o sus oscuras e iluminadas profecías. Por ello
decía Alejandra Pizarnik: No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Quien despierta a su alma, pierde la razón; quien se mantiene cuerdo la pierde a ella. Cada
momento de lucidez requiere colocar un ladrillo más en la pared, a semejanza de un albañil que
invierte los días de su vida en tapiar a la mujer que lo enloquece. La actividad poética consiste en la
operación contraria: ir desmontando ese muro para volver a encontrar en lo invisible al otro yo
perdido; en despertar a la dama que sueña en silencio para que abra los ojos y los labios. Cada obra
poética es un testimonio de ese esfuerzo en cierto modo inhumano por lo que implica de angelical y
de diabólico.

Abrir puertas clausuradas o ponerse a escuchar las voces provenientes del lado de atrás del mundo
son actos irracionales que no quedan impunes. Y menos cuando además de osar ver lo invisible y
oír lo inaudible se cae en la incitante tentación de proyectarlo, de querer insertarlo en el ámbito
existencial, en el aquí donde el casi siempre desventurado vidente reside, en el tiempo y espacio
donde su yo tiene puestos los pies; cuando, siguiendo el buen mal ejemplo de la Pizarnik, se
pretende vivir poéticamente:

En la cima de la alegría he declarado acerca de una música jamás oída. ¿Y qué? Ojalá pudiera vivir
solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis
días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra
haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.

¿Qué poeta no ha incubado en sí un anhelo semejante? ¿Y cuál ha salido indemne, sin haber
experimentado precisamente lo contrario? La Poesía toma el cuerpo de quien se lo ofrece y lo usa
como un músico el instrumento que alguien, incautamente, le ha tendido, sin advertir que lo pierde
y que las arpas vibran solamente cuando sus cuerdas son heridas.

2. Los altos muros


Yo estoy sola en mi casa de dolores,
no percibo el rumor de los de afuera.

Cada poeta nos brinda una figura de la soledad, una imagen de su exilio. En ese tópico se expresa,
seguramente, la clave de su carácter. En Pierre Reverdy la soledad es un paseante, un perpetuo
forastero que deambula sin saber por qué ni para qué por caminos franqueados por muros, casas o
paisajes ajenos; en Emily Dickinson una flor solitaria que espera en su jardín y tiembla de gozo ante
la premonición del viento helado que dispersará sus pétalos y le abrirá por fin las puertas de lo
invisible; en Barba Jacob una llamita inerme que ante ese mismo viento pugna por arder otro rato
más, por no apagarse todavía; en Miguel Hernández el rigor lapidario y literal de la cárcel donde fue
sepultado en vida; en Aurelio Arturo un niño eterno que escucha el rumor del follaje reclinado en el
regazo de su nodriza...

En la poesía de Carmen de Gómez Mejía la soledad es una madre huérfana de sus hijos, viuda de
todos sus amores desde siempre, desde antes de perderlos, que encerrada en su "casa de dolores" no
ve a las cosas ni seres queridos que la rodean en el ahora, en su existencia actual, sino que los evoca
como si ya hubieran muerto o desaparecido. Desde el porvenir, desde la casa que quedará vacía
cuando todos sus huéspedes hayan partido, su voz poética entona su elegiaco homenaje a la vida.
Evoca lo que acontece y va a acontecer cuando ya ha ocurrido todo, cuando nada de ello queda.
Nada ve, realmente, pues no hay sino vacío ante aquel punto terminal del tiempo y el espacio en que
su yo poético se sitúa. Esta insólita y abismal perspectiva es uno de los rasgos más interesantes de la
poetisa bumanguesa:

...yo vivo en este instante


y todos los instantes futuros.
Me duele esta naturaleza,
cuna de sepulcros.
Me duele la vida, me duele la muerte.

En un conmovedor poema titulado "Silencio", se describe esa situación límite, ese punto final de la
existencia hasta donde su alma viaja. En el versículo del Salmo 32 que le sirve de epígrafe, se
expresa este fenómeno con una imagen certera: Mientras callé envejecieron mis huesos.

Todo aquí es silencio.


Se apagaron las humanas voces,
solo quedó un puñado de recuerdos
olorosos a manzana y a cipreses.

Un bosque de huesos fue el camino


que hollaron mis pies.
Viento sin voz mis oídos.
Zumbidos. Zumbidos.
Presentí el horror de todos los caminos,
el dolor de las palabras,
la intención insidiosa,
la crueldad de los mudos rostros.

La historia de las casas vacías


y muchas cosas que han pasado en ellas.
Caminé en tinieblas, caminé escuchando
ruidos que hacían los peces
y las voces de los niños...
La historia ha concluido. Porque podemos y vamos a morir ya hemos muerto. Sin embargo, "la vida
es bella"; pese a sus humanos horrores y su inevitable fin. La poesía de Carmen de Gómez es
desilusionada, pero nunca desesperanzada, aunque casi. En ella la esperanza es un gesto tan
obcecado como radical. Me atrevería a decir que para la poetisa la esperanza porque sí, la espera en
vano, absurda como la terquedad del Sísifo de Albert Camüs, constituye la única virtud, la única y
verdadera ley moral que justifica la existencia:

Todo me lo han quitado,


estoy desnuda como los astros,
avanzan mis pies sobre ceniza,
está mi casa llena de azulejos podridos,
huéspedes son todas las alimañas de mis techos
y llueve sangre en mi corazón.
Pero la vida es bella. ¡Sabedlo!
Atrás de estos paisajes
hay un suspenso,
y en las venas circulando un futuro de sueños.
Está la primavera de pie
detenida frente al espejo.
No hay palabra para decir al hombre
lo que vale la vida.
No hay voces.
Todo es un secreto...

Este tipo de actitud ante lo real está en clara sintonía con el existencialismo filosófico y literario
vigente durante las décadas del 50 y 60, en particular el de escritores como Camüs o el argentino
Ernesto Sabato. En Colombia, las repercusiones existencialistas son intensas, sobre todo en el
campo poético, precisamente cuando Carmen de Gómez Mejía publica sus cinco primeros libros,
entre 1961 y 1975. El Nadaísmo de Gonzalo Arango y el anarquismo existencial que profesaba
Jorge Gaitán Durán evidencian concepciones semejantes a las suyas, si bien la santandereana se
diferencia de ellos por su reservado pero hondísimo cristianismo.

Su obra, según C. Lloyd Halliburtgton, inconformista pero resignada, dolida pero esperanzada...
está acorde con el existencialismo católico que opone a la angustia humana la solución de la fe.
Carmen de Gómez pertenece a la raza de Kierkegaard, Dostoievski, Verlaine, Rilke... a esa estirpe
que Tomás Vargas Osorio llamó la familia de la angustia: seres que creen sin tener motivos para
ello, que creen porque la realidad los desmiente, porque no anhelan lo posible sino lo imposible,
porque quieren hacerlo, pues para ellos la fe es la más alta afirmación de su libertad absoluta.

3. Los espejos de la muerte

Esperé en vano a la puerta de la casa.


En vano esperan los hombres.
Todos esperamos la primavera.
¡Oh los últimos peldaños del ensueño!
Bajarlos es sentirse sin oxígeno.
Estos son los caminos que llevan a la muerte.
Lo existencial en la lírica de Carmen de Gómez se presenta, obviamente, también en los motivos,
figuras o materiales simbólicos que componen su universo imaginario, y en los valores formales de
su escritura; en su estilo, que ya en sus dos primeros poemarios publicados se depura y alcanza su
justa plenitud expresiva. Altos muros (1961) y La voz sobre la nada (1963) constituyen la primera
etapa bien definida de su itinerario poético, que sería suficiente para incluir a la escritora
bumanguesa entre el grupo de poetas colombianos de su generación, como Meira del Mar, Fernando
Charry Lara, Rogelio Echavarría o el nortesantandereano Eduardo Cote Lamus, este último más
joven pero cuya poética y temperamento lo emparientan con ella.

Sabido es que después de la consolidación del talentoso puñado de poetas que compone el grupo
llamado Piedra y Cielo, surge como reacción y a la vez desarrollo de muchos de sus aportes una
tendencia contraria a su virtuosismo formal y a cierta indiferencia o distanciamiento con respecto a
la problemática social, política y existencial que a finales de los cincuenta y durante la década
siguiente resulta prácticamente imposible soslayar. Los poetas que después serían conocidos como
la generación de Mito proponen el empleo de un lenguaje poético directo, sincero y sustancial, de
honda significación humana y casi siempre comprometido con proyectos culturales o políticos de
índole revolucionaria.

Dentro de los variadísimos matices de los nuevos poetas, la voz de Carmen de Gómez destaca por
su franqueza y sobriedad expresivas, su honda y densa sensibilidad, el formidable equilibrio que
logra establecer entre un tono casi coloquial o epistolar y un delicado lirismo que sin rehusar
asperezas ni disonancias alcanza con frecuencia una altísima calidad musical. Pero, por sobre todo,
su obra es única por la elemental arquitectura de su ámbito poético, en el cual la realidad parece
haberse reducido a las dimensiones de una casa, al pequeño pero primordial microcosmos del hogar,
en cuyo centro una mujer solitaria rememora un universo que únicamente subsiste en sus ensueños
o que se difumina en el olvido de su inmensa soledad:

Yo estoy sola en mi casa de dolores,


no percibo el rumor de los de afuera.
Es un olvido de todos los comienzos
y de todas las cosas exteriores.
Sobre mis riberas de silencio
hay niños pintando corazones.
Qué importa que me duelan estas formas
si yo estoy sola entre mi dolor y mi silencio.
Entre Dios y yo, aislamiento.
Entre el hombre y yo un paréntesis...
Estoy anclada, sola
en mi último momento...

La soledad de Carmen de Gómez Mejía es una dimensión donde el espacio y el tiempo han cesado y
por ello el mundo vuelve a resucitar en la evocación poética, espiritualizado, liberado de las
contingencias de la vida; transfigurado en una emoción inefable, en ese éxtasis del corazón que es la
belleza. Su soledad es la anticipación de su agonía, penosa por la comprobación del aniquilamiento
de todo lo existente en ese instante eterno y silencioso que es la muerte. Pero desde ese silencio,
desde ese olvido, lo que había de esencial y trascendente en los seres humanos o las cosas se
transfigura en poesía, comienza a resucitar en la hermosa premonición de sus ensueños.

Coloreada de raíces por el único verano


iba hacia ti sangrada por el último aleteo de las aves
y por la nieve de los bosques morados...
Estoy triste, hasta mí llega el viento con sus campanas.
Seguiré soñando con una primavera que no llega.
Las almas como las flores también tienen estaciones.
Este es un paisaje blanco, como las olas.
Aquí en la forma de los bosques está el invierno con sus aves muertas,
los niños ciegos, los surcos desolados, las raíces secas.

Jamás sobre mi forma habrá otra forma más perfecta


ni otro paisaje que iguale a mi existencia.
Jamás ninguno tan hermoso, como este próximo a la muerte.
Este que me está nevando el alma, éste que me está doliendo en la sangre,
éste que me está asombrando con mi silencio...

En el espejo de la muerte las cosas y los hombres son bellos. Esta cruel fórmula es una ley poética
que, por supuesto, implica una maldición: el dolor por la pérdida de lo que se ama; la soledad de su
ausencia.

Miro la forma de tu cuerpo evaporarse


en el cristal de mi silencio.
Tu forma desprendiéndose del árbol de mi sueño.
Tu forma que no tuvo el dibujo deseado
sino el rostro de una primavera muerta...

Pero yo sigo pintando tu recuerdo


en un pueblo azul de golondrinas muertas,
en una casa de cristal y viento, en el arco de tus sienes,
en la luz de tus ojos,
en la claridad de tus ventanas.
En este dibujo que estoy haciendo
con todas las formas de la tierra
y sin embargo no me pertenece.

Inútilmente, inútilmente sigo dibujándolo


en este espacio de la vida y de la muerte...

4. Funeraria de todos los sepulcros

Esta mi mano que pintó tan azules y modernos cuadros,


funeraria de todos los sepulcros.
Y mis palabras que fueron un océano de naufragios.

La profunda sensibilidad de la poetisa ve a través de la muerte no solo aquello que se ha ido sino lo
que puede hacerlo, es decir todo. Se despide de aquellos que ama desde antes de que lo hagan, pues
para su conciencia poética ya lo hicieron. Ya los zapatos tienen polvo de mañana, reza un verso de
Eduardo Cote Lamus. Aunque ese despedirse, esa elegía por anticipado que Carmen de Gómez
entona al recordar su futura desaparición, es su modo de rescatarlo de la nada, de perpetuarlo en la
muerte:

Mi voz se escuchará.
Mi voz vivirá.
Perdurará en la eternidad
de los que conmigo habitaron esta casa,
de los que inflamaron de viento
y llenaron todos sus huecos
de armoniosas palabras.

Poetizar la vida es susurrársela al alma; convertirla en canción para que cuando ella despierte en la
muerte la recuerde y pueda volver a cantarla en el más allá donde sólo lo bello perdura, como la luz
en medio del vacío que viaja hacia otros cielos llevando en sí la forma, la huella de un astro que no
existe ya sino en la imagen en que se ha transformado.

Las palabras me saben a muerte


y los sonidos siguen creciendo.
En sus ecos mil vidas despiertan
y no habrá poder de la muerte sobre mí,
porque viviré sobre ella.

Y es que, como enseñaba sabiamente Sócrates, el alma únicamente recuerda lo bello. La intuición
de esta verdad suscita en muchos artistas y poetas una inquietante preocupación: ¿qué ocurrirá con
aquello que no sea pintado, armonizado, plasmado en una bella obra?

En su elegía a un amigo pintor, titulada "El último viaje", el artista es concebido como alguien que
porta ...el farol que alumbra los mares y los vientos y un ojo interno para alumbrar sus bosques. Se
alude aquí a la concepción primigenia según la cual la razón de ser del arte y la poesía es la de
establecer un vínculo entre la naturaleza contingente y lo eterno, y hacer, por medio de su obra, que
lo existente, sometido a las leyes destructoras del tiempo y el espacio, se proyecte, se transporte a la
dimensión espiritual.

Por supuesto, este poder taumatúrgico, la capacidad de redimir la realidad material al ofrecerle una
morada, un sepulcro en el reino de lo intangible, conlleva una responsabilidad que puede abrumar al
humano que lo asume. De un modo semejante a como, desde el plano místico, Santa Teresa se
compadecía por todas las almas que no serían salvadas y lloraba con pesar y terror ante el sólo
pensamiento de que pudiera así ocurrir. Lo que no ha sido recreado para que el alma lo eternice,
está condenado a sucumbir:

Ya se acabaron todos los paisajes


que no pudiste cantar sobre la tierra.

Esto ayuda a explicar, en parte, el sentimiento de culposa insatisfacción que los creadores suelen
experimentar ante sus limitaciones, ante la incapacidad de hacer florecer en el jardín del alma todas
las semillas que la tierra del cuerpo recibe cada día. La realidad en torno adquiere entonces la
apariencia de un paisaje abandonado a la acción corrosiva de su propia atmósfera, subrayando la
impotencia de quien no puede salvar sino unas cuantas cosas:

El mismo viento que calcina la tierra.


El mismo viento que petrifica las montañas.

Ninguna voz se levanta


sobre el graznido de los cuervos.

Ya no caerán más estrellas


sobre esos parajes desolados.
Qué siembra tan absurda fue
la de este año en mi corazón.
Toda la semilla la dispersó el viento.
Y solo quedó el recuerdo de las cosas bellas
temblando en la voz.

El misterio poético hace que la conciencia moral del ser humano se intensifique hasta niveles
insospechados. La realidad circundante puede comenzar a ser percibida como una "cuna de
sepulcros", un paisaje carcomido por el viento, agujereado y fragmentado, que el poeta siente el
deber, la necesidad imperiosa de restaurar y armonizar, sabiendo que sólo podrá hacerlo en mínima
medida y debiendo sufrir con un dolor inconsolable la visión de un mundo descosido y abocado a la
aniquilación:

Dolor roe mi corazón


aún faltan pedazos.
Todo huele a sangre,
hasta la rosa
que sostienen mis manos.
Estas golondrinas que sonríen pensando
en la mentira del espacio tienen también
las alas manchadas...

...Dolor roe mi corazón que siempre habrá


un pedazo sobrante.
Y en cada naufragio una ola de sangre.

El horror al vacío y al olvido, sumado al sentimiento angustioso de que el desgarramiento de la


realidad es irremediable, generan un vértigo rayano en la desesperación que se expresa en un
lenguaje a punto de fracturarse, en imágenes hirientes y cambios de ritmo o contrastes anímicos
bruscos, intempestivos. Sin embargo, en los dos primeros libros de poemas que se comentan, estos
quebrantamientos psíquicos logran ser contenidos, amansados por el ritmo consolador de los versos,
por la esplendorosa intensidad de sus imágenes, en las cuales late una decidida voluntad de belleza.

No deja de ser notable la constante fluctuación del tono lírico que se presenta a lo largo de la obra
poética de Carmen de Gómez, y que alcanza su nivel crítico en los libros publicados entre 1966 y
1975. En Altos muros y La voz sobre la nada, que los preceden, se presagia esa tormenta interior y
las amenazas de una escisión de la conciencia poética, sometida a los altibajos de un corazón que
canta cuando desciende a la morada de los muertos y recuerda la vida, pero cuya voz se quebranta
cuando asciende hasta ella y la presencia de frente. Dos versos publicados unos diez años después,
agudizado el conflicto, compendian con tajante crudeza esta crucial paradoja:

Vamos a despertar los muertos


porque los vivos apestan.

A su alma no le era permitido complacerse en los frutos de la vida, pues al tomarlos se podrían en
sus manos y le llegaban difuntos a la boca. Todo parece morirse en su mirada, en torno a su cuerpo
que se doblega como una rama bajo el peso de tantos cadáveres:

Adherido al paisaje mi cuerpo se curva


como los frutos en verano...

...Yo no quiero más tierra para mis hombros,


yo no quiero más cielo para mis ojos.
Feliz el que no sabe de este peso que agobia
y el que no ha visto morir en sus manos
estrangulado el sueño como racimo de palomas.

Feliz el que desde sus abismos


puede mirar tranquilo un rebaño de turpiales
y llenarse de estrellas y de frutas la boca...

...Percibimos el misterio de Dios en todos sitios.


A nuestra espalda se confunde y se evapora el hombre
y yo estoy sola sosteniendo el mundo entre mis manos.

5. Futuro

Persisto en este amanecer de sonrisas y de lágrimas.


Y en este resurgimiento de mi nada.
Y bendigo la duración de esta llama,
y de esta vida que palpitará sobre el viento
y vivirá eternamente en su muerte.

La voz sobre la nada, segunda obra publicada por Carmen de Gómez Mejía, concluye con un
poema fundamental que es prácticamente un manifiesto, una declaración abierta de su actitud vital y
del sentido trascendente de su vocación. Esta composición, titulada "Futuro", es además un
compendio de los tópicos y constantes expresivas desarrollados en sus dos primeros libros. Como
ya se anotó, éstos constituyen una primera etapa o fase en su trayectoria poética, que si bien
continuará desenvolviéndose en los libros posteriores, puede considerarse como un conjunto
coherente, suficiente. Más si se toma en cuenta que la escritura y la propia visión de mundo aquí
plasmada adquirirán en los poemas de los años siguientes un carácter radical, dramático,
confesional, despojado con frecuencia de intenciones estéticas y por muchos de cuyos versos
merodea, insatisfecha, la hiena de la antipoesía, husmeando el corazón malherido de la escritora.

"Futuro" se inicia con un epígrafe de André Frenaud: Soy de esta hora. Soy de esta hora.
Afirmación que es a la vez el descubrimiento revelador de que estar aquí no es un error, de que es
nuestra misión estar vivos, y la comprobación amarga de que por ello somos mortales:

Así clama mi corazón desde este abismo.


Doblan por mi muerte y presiento
el lejano rumor de las campanas...

...Me duele esta naturaleza


cuna de sepulcros.
Me duele la vida, me duele la muerte.
Me duele este pensamiento de André Frenaud,
pensamiento hermoso, pensamiento humano
que me parte el cerebro.

Para el yo poético de Carmen de Gómez Mejía el pertenecer a la vida es más un escabroso, aunque
sagrado deber, que una dichosa condición. Así que, paradójicamente, el soy de esta hora no es para
ella un llamado a abandonarse plácidamente en la plenitud del instante, a solazarse en la existencia
antes de que la siegue la guadaña de la muerte, sino una invitación a perpetuar la realidad, la
naturaleza y los hombres, transportándolos a otra dimensión que no sea la vida, hecha de tiempo y
distancia; una invitación a persistir en la poética construcción de una morada para ellos en medio de
la muerte. Es hacia allí, ineluctablemente, hacia donde su alma se encamina. Al sentir el ardor de la
vida en las venas no sacude las alas para volar hacia la luz del sol, sino que se interna en la noche y
desciende los sombríos escalones del reino de Hades:

Por estas venas va corriendo mi vida.


Yo la siento, como un ángel detenida.
Escucha tu corazón, trémulo palpitar
bajo tu piel celeste.
Mira la noche de tu alma iluminarse de luceros.
Y mira tu corazón ebrio de música y sonido
desatarse, correr por tu sangre
como un cabrillo dorado.
Mira, contempla todo...
Los hombres, las casas y los techos florecidos,
y los techos oscuros, tupidos de alimañas.
Y las manos suplicantes y las manos poderosas,
el pan verde y el pan morado
y los niños desnudos.

Mis pies caminan, buscan, tantean.


Estaciono mi alma en el primer puesto.
Quebrada la tierra, oscuro el horizonte
y no son ciertos los demás hombres.
Se han apagado las linternas de sus ojos.
Son sus corazones bosques cerrados.

La poesía de la recia y dulce bumanguesa desciende allí pues sólo sobre los cimientos de la muerte
puede sostenerse un fortín contra la nada. Sólo cerrando las puertas, apartándose de los ruidos del
mundo, pueden éstos ser transfigurados en música:

Es fuerte el vendaval que azota mis sentidos,


he cerrado todas mis ventanas.
Yo enciendo mi llama, la de esta noche y la de mañana.
Pienso en una casa grande.
La miro crecer con los ojos de adentro.
Hay que soñar y reedificarla a trechos...

...Pido a mi cuerpo una casa para reposar mi sueño


y el de los míos, y el de todos los que vendrán.
Miro mi sombra caminar hacia adelante
y la de los míos, ríos subterráneos
que van camino de la vida y de la muerte
por mis cauces.
Cauces desde remoto tiempo abiertos,
pasa de unos a otros la sangre.
Pero en mí la voz se hace eterno sonido
cuando miro las vías que no conducen a ninguna parte.
Y persisto en mi grito. Persisto.
He aquí, en esta última palabra, sintetizada la poética de Carmen de Gómez. La poesía es el arte de
persistir en lo imposible; el don maternal de crear sobre la nada un vientre desde donde nuestros
muertos resuciten. Persistir, persistir. Hermana espiritual del gran José Lezama Lima, coincide con
él en la fe formulada por éste en el siguiente pasaje, con que es justo sellar esta aproximación a su
obra.

Lo imposible, al actuar sobre lo posible, engendra un posible en la infinidad. Ya la imagen ha creado una
causalidad, es el alba de la era poética entre nosotros. Ahora podemos penetrar en la sentencia de los
Evangelios: Llevamos un tesoro en un vaso de barro. Ahora, ya sabemos que la única certeza se engendra en
lo que nos rebasa. Y que el icárico intento de lo imposible es la única seguridad que se puede alcanzar.

RYMEL EDUARDO SERRANO

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