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Cuerpos bisexuados
1 Exactamente siete años antes de su muerte. Moriría con las barbas puestas. De ello da fe
Nicolás de la Cruz y Bahamonde en su Viage de España, Francia e Italia (tomo undécimo), en
el que asegura que Brígida del Río fue “con grandes barbas enterrada en la parroquia de S.
Bartolomé en 1597” (525). Su fama, pasto de todo tipo de tabloides, recorre también multitud de
textos literarios. Guzmán de Alfarache afirma en la novela de Mateo Alemán: “Híceme pupilo,
teniendo por mejor tropellar con el qué dirán de ver un jayán como yo, con tantas barbas como
la mujer de Peñaranda, metido entre muchachos” (544). En El donado hablador de Jerónimo de
Alcalá se alude a ella como María de Peñaranda (25). Aparece, asimismo, en el Entremés de la
bota (vv.148-149) de Agustín de Moreto (686) y en el Plenipapelier, otro entremés de Francisco
de Avellaneda que eleva a Brígida a la categoría de arquetipo de la virilidad femenina: “Digo
que vuesa merced debe venir por línea recta de la barbuda de Peñaranda” (205). Calderón escribe
un Entremés de la Barbuda dividido en dos partes y Covarrubias le dedica uno de sus Emblemas
morales en 1610. Jerónimo de Huerta también la menciona en su traducción de la Historia
naturalis de Plinio, dejando constancia de que tenía “la voz gruesa y la barba tan larga y tan
crecida que la cubría el pecho” (fol. 20v).
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en 1595.2 Hay que notar, sin embargo, que estas anomalías – el hirsutismo
entre ellas – no ordenaban la distribución de sexos en simples términos de
presencia/ausencia (hombre/mujer). Identificaban en sí mismas un eje de
simultaneidades hoy perdido. Al afirmar que la barba de Brígida del Río solo
es un significante que “distingue en lo exterior” su sexualidad, Covarrubias
parece insinuar un conflicto implícito entre este significante y su eventual
correspondencia con un significado ‘interior’. Ese conflicto irresuelto es,
precisamente, el conflicto en cuyo dominio se definen lugares, geografías
humanas donde aquella diferencia queda en suspenso y pasa a considerarse
una “condición singular” de otro tipo de territorialidad: la del hermafrodita.
Covarrubias mismo, sin ir más lejos, elige a Brígida del Río como objeto de
uno de sus celebrados Emblemas morales:
3 Desde mediados del siglo XVII hasta el siglo XIX, desde Descartes hasta Kant (Palabras
7). La existencia misma de los libros de Long (en el contexto francófono) y de Gilbert (en el
anglófono) demuestra acaso lo exagerado de esta asunción. Foucault reconoce una atención
específica al hermafrodita en la episteme renacentista, donde se presentaría poco menos que
como asexuado o indiferenciado en base a la lógica de la semejanza operativa en esta episteme.
Para una crítica del optimismo que supone considerar este estado de indiferenciación (“the happy
limbo of non-identity”) como una norma, véase Gilbert (3).
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4 Véase, por ejemplo, el Libro intitulado del parto humano de Francisco Núñez (1580):
“Por la mayor parte, el varón está situado en la parte derecha de la matriz y la hembra en la
izquierda” (fol. 85v). Acerca de la existencia de este tercer habitáculo, véase Vázquez García y
Moreno (Sexo y Razón 188), Jacquart y Thomasset (141) y Long (61).
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La región que los escitas habitaban, dice Hipócrates que está debajo del
Septentrión, fría y húmida sobremanera, donde, por las muchas nieblas, por
maravilla se descubre el sol. Andan los hombres ricos siempre a caballo,
no hacen ejercicio ninguno, comen y beben más de lo que su calor natural
puede gastar; todo lo cual hace la simiente fría y húmida. (336)
Tirando de este hilo, Fuentelapeña llega a asegurar que aquellos hombres que
son mujeres por dentro evacúan su periodo menstrual por el orificio de la orina,
excepto, lógicamente, cuando están embarazados. Relata a este efecto el parto
inverosímil de Luis Roosel, al que le fue detectado en 1354 un bulto en el muslo
inicialmente confundido con un tumor. A su progresivo crecimiento asistieron
él y los admirados médicos, hasta que el dolor se hizo insoportable y un infante
brotó de su pierna. No es, por cierto, el único ejemplo disponible de hombre
parturiento, la forma predominante que adopta un (por lo demás extraño)
“hermafrodita interiormente femenino” en el imaginario español de la época.
Sherry Velasco ha examinado este escenario, proponiendo que la fascinación
que despertaba el hombre encinto obedecía a la fantasía masculina de la apropiación
de las funciones reproductivas como elemento de reproducción social. Esta
fantasía traduciría, según Velasco, la necesidad de liberar la ansiedad desatada
por la pujante autonomía que las mujeres estaban adquiriendo en el concierto
de la vida pública.8 Tan atractivo como pueda perfilarse, sin embargo, el
acontecimiento de un hombre deviniendo mujer resultaba anómalo. El caso más
7 Las fuentes de este teorema suelen ser Avicena y Plinio. Así en Sánchez Valdés de la
Plata (fols. 17-18r).
8 Sobre el embarazo masculino, véase Velasco (Male Delivery 28-50). Destacan en la literatura
española piezas dramáticas como El parto de Juan Rana o relaciones de sucesos en verso como la
que firma Pedro Manchego en 1606 acerca del monstruo engendrado por un hombre que responde
al significativo (y rabelaisiano) nombre de Hernando de la Haba (Male Delivery 149-154).
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Las fuerzas de la naturaleza, por ser flacas y débiles en los niños, no todas
las veces pueden arrojar afuera el miembro viril, que es el más perfecto y al
que aspira, hasta que después, con alguna o con algún notable incremento
de calor y vigorosidad, prorrumpe en él. (242)
14 Cito de la edición española a cargo de Jesús Moya (1991), con prólogo de Caro Baroja.
Existe una traducción al inglés de P.G. Maxwell-Stuart bajo el título de Investigations into
Magic (2000).
15 El supuesto hermafrodita, como horizonte de expectativas todavía vigente en la España
de los Habsburgo, suele disolverse en una lectura constructivista del género de Catalina de Erauso
que enfatiza el travestismo como estrategia, auto-escritura o subversión de una “identidad”
masculina (ver Kark y Pancrazio), pero que subestima la cobertura que este supuesto hermafrodita
presta a su ejecución. Creo que solo así se entiende la persistencia del oxímoron “monja alférez”
como sintagma denominador, sobre todo desde la representación de la comedia de Juan Pérez
de Montalván en 1626. Por su tercera jornada pululan términos que son, como mínimo, familiares
a la lógica hermafrodita, como “monstruo”, “prodigio” (99) o “mujer prodigiosa” (89), si no
indisociables de ella. El mejor y más completo trabajo es el de Velasco, que disecciona las tres
relaciones de sucesos del siglo XVII sobre la monja – las dos primeras de 1625 y la tercera,
póstuma, de 1653 –, además de otros documentos relevantes (Lieutenant Nun 51-60).
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doctor Salt “los hermafroditos, como tienen de entrambos sexos, cuando prevalece
el uno […] se encubre el otro, y así unas veces son tenidos por mujeres y otras
veces por hombres” (267). Toda una coartada para el viejo. ¿Cómo podría Solier
haber distinguido lo que, por su doble arquitectura, no era sino un cuerpo de
sexo cambiante? ¿Cómo podía tacharse de anómala una conducta que estaba,
como si dijéramos, encriptada en el cuerpo de otro? Alcalá Galán nota, a este
respecto, que “a Lugo y Dávila se le olvida el explicarnos cómo entraba y salía
Solier de su propia casa ya que, al parecer, no había puertas entre unas estancias
y otras” (112). La observación no parece impertinente. Solier es, al fin y al cabo,
prisionero de su propia jaula de castidad, por lo que cabría preguntarse – como
hace Alcalá Galán – si esta prisión inexpugnable no es una metáfora de oscuros
deseos homoeróticos apenas sugeridos por el texto. Si esto es así, en todo caso,
solo lo es en la medida en que estos deseos se guarecen bajo la excusa de una
anomalía perfectamente aceptable y científicamente legítima: la teoría del sexo
latente, una especie de momento previo a la consideración de lo “homoerótico”
como tal, que lo hace inexpresable y que al mismo tiempo constituye el
fundamento imaginario de su expresión.
La lección magistral de Salt muestra, tanto como cualquiera de los ejemplos
anteriores, que el supuesto monosexual que había dominado la medicina durante
la Baja Edad Media seguía operativo en la práctica todavía a principios del siglo
XVII. El horizonte teórico aristotélico que inspiraba la medicina de la época
privilegiaba la existencia de un solo género: el masculino. “Lo” femenino era
el ámbito de su realización defectiva. Dentro de la teoría hilemórfica, la diferencia
de sexos no atañe a la forma (en que reside la sustancia), sino a la materia, en
este caso a la materia genital.16 No existe, por tanto, una diferencia sustancial
entre hombres y mujeres, sino una diferencia en cuanto al grado de perfección
en que se manifiesta esa misma sustancia; la mujer no es perfecta (del latín
perficio: “acabar”) porque no está acabada: le falta ese suplemento de materia,
el pene, que completa y al mismo tiempo cancela el sexo femenino. Aristóteles,
de manera antológica, llega a definir a la mujer como un varón mutilado:
Pues igual que de seres mutilados unas veces nacen individuos mutilados y
otras no, de la misma forma de una hembra unas veces nace una hembra y
otras nace un macho. Y es que la hembra es como un macho mutilado, y las
menstruaciones son esperma, aunque no puro, pues no les falta más que una
cosa, el principio del alma. (GA 737a, 25)
16 Metafisica 1058b, 23-24: “Macho y hembra son, a su vez, afecciones propias del animal,
pero no en cuanto a la entidad, sino que radican en la materia y en el cuerpo, y por eso mismo
el esperma llega a ser hembra o macho al ser afectado por cierta afección” (421). El texto más
amplio dedicado a la diferencia sexual abarca desde 1058a, 30 a 1058b, 26 (418-421).
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La relación entre los dos sexos dentro de este paradigma es una relación de
contrariedad y no de contradicción. Cuando Fuentelapeña afirmaba, en el texto
anteriormente citado, que el miembro viril “es el más perfecto y al que aspira”
el sexo femenino, lo que presupone esta afirmación no es una relación privativa
y sistemática entre ambos, sino cierto amago de coexistencia inclusiva: dentro
del mismo modelo de sustancia, el hombre es una mujer, aunque completa, al
menos en la misma exacta medida en que la mujer es un hombre incompleto.
Ambos sexos son momentos de un mismo proceso de desarrollo cuya
consumación se identifica, de hecho, con la masculinidad y con la presencia.
Laqueur lo expresa de esta manera: “Though Aristotle certainly regarded
male and female bodies as specifically adapted to their particular roles, he did
not regard these adaptations as the signs of sexual opposition” (29).17 Así, si
la mujer es un defecto o exceso de materia con respecto a la misma forma, el
acento de una posible diferencia sexual no podía recaer en la oposición forma/
materia, sino en una dicotomía que tratara – por así decirlo – de ordenar y
definir lo contingente: la dicotomía potencia-impotencia. Pues si el nacimiento
de una mujer depende de un déficit contingente de calor, afirmará Aristóteles,
“la hembra es hembra por una cierta impotencia (adynamia tini): por no ser
capaz de cocer esperma a partir del alimento en su último estadio” (GA 728a,
18). Tal “impotencia” o incapacidad se postulaba al final como el verdadero
territorio común del cuerpo femenino y el cuerpo hermafrodita, cuyo carácter
frío y húmedo definía el espacio de una ausencia que al mismo tiempo, y
paradójicamente, contenía lo ausente.
En esta coyuntura teórica, lo que el hermafroditismo significaba para la
lógica de la transición al modo de producción capitalista no era, pues, la
17 De obligada referencia es el repaso que Laqueur hace de las diferentes teorías del sexo
único (25-64).
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el pene que se ubica en el rostro vacío del monstruo; un monstruo que no tiene
nariz ni ojos, aunque la ilustración sugiere, de una manera tremendamente
gráfica, que los testículos sustituyen a los ojos y el pene a la nariz (figura 11).
El año de mil quinientos y doce, en Rávena, poco antes que fuese saqueada,
hubo en Italia crueles guerras, y en esta ciudad nació un monstruo muy extraño,
que puso grandísima admiración. Tenía de la cintura para arriba todo su cuerpo,
cabeza y rostro de criatura humana, pero un cuerno en la frente. Faltábanle los
brazos, y diole naturaleza por ellos en su lugar dos alas de murciélago. Tenía en
el pecho figurado la Y pitagórica, y en el estómago, hacia el vientre, una cruz
bien formada. Era hermafrodito y muy formados los dos naturales sexos. No
tenía más que un muslo y en él una pierna con su pie de milano y las garras de
la misma forma. En el ñudo de la rodilla tenía un ojo solo. (84)21
22 Lo que hace la cabeza afecta al resto del cuerpo y las malas lenguas aseguraban que el
Rey usaba de medios dudosos (magia y hechizos) para procurarse descendencia. Véase Reina
Ruíz (98). Vega Ramos ha dedicado un estudio completo a la persistencia de esta lectura alegórica
en España.
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Nulla enim cervici cum virili pene, nulla uteri cum scroto intercedit
similitudo: neque testium eadem est structura, figura, magnitudo, neque
spermaticorum vasorum similis distributio infertioque. Non ergo ea ratione
differre marem a foemina existimandum, quod foemina mas sit imperfectu.
(fol.517)24
Quarta demun eorum est, qui utroque sexu valent, marisque & feminae
munera potenter obeunt, quod utraque genitalia ómnibus numeris (ad
generationem necessariis) completa & perfecta habent: imo & mammam
dextram mari, sinistram feminae similem. (fol.600)26
El propio Martín del Río confiesa haber llegado a las mismas conclusiones
que De Laurens antes de incluso de haberlo leído: “Aunque esto lo escribí
hace muchos años, ha sido en éste de 1606 cuando he dado con la Historia
anatómica de Andrés de Lorenzo, una obra muy cuidada, comprobando para
mi gran satisfacción que la opinión de tan doctísimo médico coincide con la
mía” (395). No era, sin duda, solo un asunto de fuentes, sino algo que afectaba
a la producción de un nuevo itinerario de lo sensible. Por supuesto, la vieja
problemática de la similitud y los “cambios de sexo” persevera; un rápido
vistazo a cualquiera de los textos citados bastaría para constatar que la medicina
26 Finalmente el cuarto tipo es el de los que tienen capacidad en los dos sexos, los que
responden con posibilidad a los deberes del varón y de la hembra, porque tienen ambos aparatos
reproductivos completos y acabados en su cantidad mínima (la necesaria para la reproducción);
y es más, la mama derecha es semejante al varón y la izquierda a la hembra. Por supuesto, esta
cuádruple clasificación ya estaba en Ambroise Paré (37-38), en Gaspar Bauhin (fols. 34-35) y
volverá a aparecer en la Monstrorum historia de Aldrovandi (fol. 41).
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27 Ante la eclosión de este hermafrodita desplegado, médicos y juristas tendrían que elegir
entre dos opciones: a) negar la existencia de aquellos especímenes de los que ofrecen pruebas,
reales o fingidas, las relaciones de sucesos, autopsias y veredictos de otros colegas, como hace el
francés Jean Riolan en su influyente Discourse sur les hermafrodits (1614); b) catalogarlo como
monstruo, maravilla o curiosidad, opción escogida por la mayoría de los autores españoles, pero
también por aquellos que escriben fuera del ámbito hispanohablante (Gaspar Bauhin, Ulisse
Aldrovandi, etc.), como el título del tratado de Riolan (escrito “contre l’opinion commune”) se
esfuerza en constatar. Son de esta opinión común Alfonso Carranza o Pedro García Carrero, médico
personal de Felipe II, que deja muy claro este punto en la Disputatio 73 de sus tempranas (y muy
voluminosas) Disputationes medicae super libros galeni de 1605 (fol. 1179 y siguientes). El más
temprano exponente de la doctrina anti-galénica del “monstruo” hermafrodita podría ser otro
médico de la corte de Felipe II, Luis de Mercado, en su De Mulierum Affectionibus (1579). Cobra
relevancia aquí la distinción de Park y Daston entre una “literatura de prodigios”, difundida más
o menos hasta 1570 con un propósito moral, y una “literatura de maravillas” de extracción secular
destinada al entretenimiento, que comenzaría a circular a partir de 1550. Esta literatura de maravillas
sería la que considerara al monstruo como objeto praeter naturam (“Unnatural” 36-37).
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La escisión del interior y del exterior remite, pues, a la distinción de los dos
pisos, pero ésta remite al Pliegue que se actualiza en los pliegues íntimos
que el alma encierra en el piso de arriba, y que se efectúa en los repliegues
que la materia hace nacer los unos de los otros, siempre en el exterior, en el
piso de abajo. Así pues, el pliegue ideal es el Zwiefalt, pliegue que diferencia
y se diferencia. Cuando Heidegger invoca el Zwiefalt como diferenciante
de la diferencia, quiere decir ante todo que la diferenciación no remite a un
indiferenciado previo, sino a una Diferencia que no cesa de desplegarse y
replegarse en cada uno de los dos lados, y que no despliega uno sin replegar
el otro, en una coextensividad del desvelamiento y del velamiento del Ser,
de la presencia y de la retirada del ente. (44-45)
común que los hace indisociables. Hay, en este sentido, una política de lo que se
resiste a ser doblado en el hermafrodita, una imagen de lo igualitario que tampoco
puede producir identidad, porque los miembros que componen su confusa simetría
no están separados por ninguna línea de puntos.
En la noción del pliegue, por el contrario, parece quedar clausurada la
diferencia entre el momento político (la violencia que fuerza un nuevo reparto
de lo sensible) y el cierre policial (la estructura de lo sensible tal y como existe).32
El primero implica la coexistencia, siquiera precaria, de dos sexos en un mismo
cuerpo; el segundo implica la dependencia o de uno de ellos con respecto al
otro y viceversa. El pliegue, por así decirlo, también los convierte en una
expresión mutua, clausurando su diferencia en un cul-de-sac ideológico que se
sustenta sobre la conflación de dos regímenes de visibilidad dentro del llamado
Barroco. Ambos son modelos de cuerpos plegados, pero aquello que se pliega
(y que se plegará) en ellos no es lo mismo. Lo que trataré de mostrar no es, de
este modo, cómo el nacimiento del género se produjo en virtud de la
universalización o reparto simétrico de una cuota de diferencia, sino más bien
cómo la diferencia – y en este caso la diferencia de género – surgió de la
normalización y disgregación de un escenario de igualdad, de la incorporación
y ordenamiento de una excepción política configurada bajo un régimen de
simetría. Esta excepción es el hermafrodita.
33 Se trata de la a mi juicio acertada crítica que Ruth Gilbert hace del planteamiento de
Foucault, crítica que en última instancia debería cuestionar – como en efecto lo hace, aunque de
una manera muy tímida – la dicotomía ars erotica/scientia sexualis introducida en Historia de
la sexualidad (140).
116 VICTOR PUEYO
que existe robusta evidencia de este castigo sancionador.35 Es, por supuesto,
imposible fijar una cronología donde lo que predomina es un desfase sistémico,
pero sabemos que hasta aproximadamente mediados-finales del siglo XVI
todavía se contemplaba el sacrificio como respuesta a ese crimen consistente
en ser hermafrodita. El propio Foucault refiere el tardío proceso (1599) a Antide
Collas, hermafrodita condenado a la hoguera en la localidad francesa de Dôle:
Tras visitarlo, los médicos concluyeron que, en efecto, ese individuo poseía
los dos sexos, pero que sólo podía poseerlos porque había tenido relaciones
sexuales con Satán y a raíz de ellas había sumado un segundo sexo al
primitivo. Sometido al tormento, el hermafrodita confesó efectivamente
haber tenido relaciones con Satán y fue quemado vivo. (Anormales 73)
36 Sobre la represión de la homosexualidad en los siglos XVI y XVII remito al lector a los
trabajos de Carrasco, Bennassar, Kamen, Monter y Pérez Escohotado. Ver también especialmente
Velasco (Male Delivery 112-119) y Soyer (17-50).
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Nam si vulva, sic ad amussim omnibus suis dimensionibus exacta & pervia sit, ut virile
membrum admittere possit: si menses illac profluant: si capilli promissi sint, tenues hac
molles, si facies foeminea, si vox subtilis, si mammae mulieribus similes sunt, si denique
ad illam totius corporis effoeminati mollitiem, animi quoque fracti & timidi parem
conditiorem additam habeant, & caeteras actiones mulieribus similes, foeminei sexus
potentiores, & plane foeminae judicantur (fol. 41). Pues si la vulva es con detalle tan
exacta en todas sus dimensiones y tan accesible que pueda acoger el miembro viril, si
baja la menstruación por ella, si [a los examinados les] han crecido vellos finos y suaves,
si el aspecto de la cara es femenino, si la voz es aguda, si los pechos son semejantes a
los de las mujeres, si – finalmente – tienen un carácter dirigido a la suavidad de cualquier
cuerpo afeminado y paralelo al de un espíritu frágil y tímido, y el conjunto de sus acciones
es semejante al de las mujeres, son las marcas del sexo femenino las que prevalecen y
son considerados [estos pacientes] directamente hembras.
122 VICTOR PUEYO
40 El jesuita cordobés Tomás Sánchez dedica una disputa a la cuestión del matrimonio
hermafrodita en su Disputationum de sancto matrimonii sacramento (tomo II). Es cierto, como
destaca Soyer, que Sánchez subraya que el hermafrodita deberá elegir marido o mujer de acuerdo
a su sexo predominante, que debe ser determinado por un sexador facultado (52). Pero luego
admite que el sexo predominante podría ser ninguno y ambos y que, en esa situación, el interesado
– o interesada –debería elegir: “Quando autem neuter sexus prevalet, sed uterque est aequalis,
tunc aeque vira ac femina iudicandus est. Cum null ratio urgeat, cur potius huius sexus quam
illius censeatur. Quare potest tunc eligere sexum, quo uti malit” (fol. 381). Pero cuando ni un
sexo ni otro es dominante, sino que ambos son equivalentes, entonces debe ser considerado por
igual hombre y mujer, dado que ninguna razón exige que se le considere más de este sexo que
de aquél. Así puede en esta ocasión elegir el sexo del que quiera hacer uso.
41 “In hos severa admoda lege antiquitus cautum erat […] ut quem malint sexum elegant”
(fol. 600). En lo que respecta a éstos, con una ley severa se había dispuesto, tiempo ha, en la
Antigüedad, […] que eligiesen el sexo que prefiriesen.
124 VICTOR PUEYO
o de algún tipo de disgenesia gonadal), resulta razonable pensar que esta norma
que no se aplicaba sobre nada podía extenderse en realidad a casi todo. Aún
más: en muchos casos sería, lógicamente, esa decisión la que modelara el cuerpo
y no el cuerpo el que validara la decisión. La única condición parecía ser su
carácter autónomo e inviolable. Nadie lo dice tan claramente como Mateu y
Sanz: “hermaphroditii in utroque sexu perfecti eligere sexum debent, et jurare
alio non abuti” (fol. 378). Los hermafroditas que estén definidos en ambos sexos
deben elegir un sexo y jurar no hacer uso ilícito del otro. La obligación de elegir
libremente (“eligere debent”) marca, a través de esta fórmula paradójica, la
entrada en escena de otro tipo de necesidad que tiene su fundamento último en
el libre arbitrio, un tipo de necesidad que ya incorpora la contingencia. Su
modus operandi es el siguiente: la contingencia de la decisión se produce en
base a la necesidad de una condición (la condición hermafrodita) en la misma
medida en que la necesidad del castigo responde a una decisión contingente.
Esta necesidad – que ya no está inscrita en el cuerpo a modo de “tendencia
hacia”, impetus o desequilibrio inherente a su constitución – es fundamental,
porque coincidirá a grandes rasgos con lo que ahora llamamos género cuando
su deber elegir sea históricamente interiorizado.
A partir de la decisión del hermafrodita se establece su primera premisa: no
es suficiente con tener un sexo, hay que identificarse con él, hay que producirlo
como enclave de una subjetividad donde el sujeto se define, naturalmente, como
el resultado de identificar el libre albedrío con el objeto “cuerpo”; con un cuerpo
que, de repente, se vuelve “propio” en virtud de esta elección. El género, como
horizonte de sentido que produce un cierto tipo de sociabilidad sexual, no radica,
por tanto, en la determinación médica del sexo à la Foucault (¿no es una tautología
pensar que se puede determinar la verdad del sexo en razón de criterios
previamente normativos, previamente “verdaderos”?); surge, por el contrario,
de una decisión que ya se presenta a sí misma como investida de legitimidad y
que es capaz, por tanto, de definir qué es legal y qué no lo es, qué es punible y
qué no. Partiendo de ella, el género no es un mero clasificador; es, además, un
mecanismo de interpelación destinado a producir una respuesta positiva propia
que actúa como cemento histórico entre lo necesario y lo contingente.
El despliegue del hermafrodita en los siglos XVI y XVII no constituye
solamente un repertorio de casos más o menos curiosos sobre el que el crítico
contemporáneo puede hacer valoraciones éticas desde su cómoda atalaya liberal;
ofrece, asimismo, una radiografía imaginaria de los criterios de adecuación de
este acto, que constituye en sí misma una hipótesis de género. La controversia
en torno al hermafrodita, en su recurso a la convencionalidad, en toda su
abigarrada densidad casuística, provee el marco propio de esta convergencia
entre una decisión libre y sus determinaciones en que se cifra la moderna noción
de género. El matrimonio de dos hermafroditas, tratado por Mateu y Sanz en
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 125
42 De Elena de Céspedes se habían hecho eco, entre otros, Fuentelapeña (244-245) y Jerónimo
de Huerta (fol. 20v). Son imprescindibles los trabajos de Burshatin y de Maganto Pavón. Ver
también Barbazza (17-40), Vollendorf (11-31) y Soyer (57-67).
126 VICTOR PUEYO
Que la dicha Elena de Céspedes acusada en este proceso, la cual [la] testigo
ha visto y mirado juntamente con Mari Gómez e Isabel Martínez, que la
dicha es mujer e tiene natura de mujer y se le metió por ella una vela dentro
e por cantidad por dicha natura, […] la cual entró premiosa […] También le
vio las tetas y es tan gorda que tiene los pechos grandes conforme al cuerpo,
y pezones, los cuales tiene sino de mujer, y tiene el pecho desbaratado en
alguna manera. (“La intervención” 878)43
condena, tras recibir doscientos azotes, a trabajar gratis durante diez años en
la enfermería de un hospital. En el hospital podrá seguir explotando las argucias
de cirujana que, sin duda, le habían permitido camuflar su vagina y engañar a
los médicos con esos “baldreses” (rudimentarios dildos de la época) que
consiguieron emular el bulboso tacto de un pene. Lo interesante de este episodio
no es, en cualquier caso, la ingeniería disciplinaria del proceso, sino el hecho
de que Elena de Céspedes intentara eludirlo acogiéndose a esa especie de limbo
jurídico que era, todavía entonces, la figura legal del hermafrodita. Al verse
acorralada, Elena/Eleno admite que no era hombre, sino que tenía y siempre
había tenido dos naturalezas. Arguye que cuando la excitación sexual no lo
empujaba hacia afuera, el pequeño miembro viril, de apenas medio pulgar de
longitud, permanecía agazapado tras el pellejo por el que originalmente había
salido. Elena/Eleno sabía lo que hacía. Desde ese espacio de indeterminación
que es el hermafroditismo podría haber esquivado la acusación de bigamia; no
fue hasta el parto, después de todo, que ese hermafroditismo latente (y de todo
punto ignorado) se había hecho manifiesto. Había parido su propio pene. Poco
habría importado, en buena lógica, que hasta ese momento y como mujer hubiera
mantenido relaciones con un hombre. Una vez hermafrodita, a nadie debería
haberle extrañado, además, que desde su nueva condición eligiera ser hombre
para casarse con María del Caño.44 Lamentablemente para Eleno, el examen
médico no validó su supuesta condición “neutra” y, convertida de nuevo en
Elena, hubo de aceptar el castigo sin poder acogerse a este supuesto. Pero la
posibilidad de una coartada existía y Elena trataría de agarrarse a ella como se
agarra un gato a las cortinas del salón. Lo haría, además, con relativo éxito. A
pesar de la sentencia, sobre el cuerpo de Elena/Eleno seguía pesando la sospecha
popular de una doble sexualidad. Israel Burshatin subraya que es el evento del
castigo el que al final disciplinará el cuerpo de Elena de Céspedes, confinándolo
a la esfera de lo femenino. Los inquisidores que redactan los términos del castigo
incluyen en su escenificación un pregón que acompaña a los doscientos azotes.
El pregón reza así:
45 Ver Butler (Cuerpos 33-39). La idea de la inexistencia de la mujer (su coincidencia con
el deseo-falo) está desarrollada a lo largo del Seminario 18 de Lacan.
46 Destaca, dentro de su orientación genealógica, el trabajo de Vázquez y Moreno (Sexo y
razón), que se extiende hasta el siglo XX. Para seguir este proceso de “medicalización de la
carne” en España, sígase 32-48.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 129
vida en crudo que Aristóteles identifica con la palabra griega zōé – y la vida
politizada, que corresponde al vocablo bīos: una vida cualificada, una cierta
manera de vivir en la polis. Para Agamben “el ingreso de la zōé en la esfera
de la polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimiento
decisivo de la modernidad, que marca una transformación radical de las
categorías político-filosóficas del pensamiento clásico” (Homo 12). Piénsese
de nuevo, si la fotografía de fondo resulta de alguna utilidad, en la prominencia
de la temática contractualista desde mediados del siglo XVII hasta finales
del XVIII, donde el proyecto civilizador se expresa en los capciosos términos
de una integración de la “vida salvaje” del estado de naturaleza en el marco
político del contrato social. En buena medida, se trata de un cambio equivalente
a lo que el Foucault de La voluntad de saber describe como paso del “Estado
territorial” al “Estado de población”, el proceso por el cual las funciones
básicas de la vida misma (la alimentación, el sexo y la higiene) empiezan a
convertirse en una prioridad jurisdiccional del estado: “Durante milenios el
hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además
capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya
política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (La voluntad 173).
Existe, sin embargo, una diferencia importante entre el acercamiento de
Foucault y el de Agamben al problema de las distintas lógicas que intervienen
en la administración del poder: mientras que en Foucault conviven dos
acepciones efectivas de las tecnologías del poder, una vertical o propiamente
política (la violencia ejercida por el estado soberano) y otra horizontal o
ideológica (la subjetivación de los mecanismos de poder, su conversión en
“formas de vida”), para Agamben estas dos vertientes convergen en la medida
en que la producción imaginaria de un cuerpo político está en la base de la
noción misma de soberanía. No hay soberanía (y por tanto, no hay mecanismos
totalizadores de poder que se objetiven en la ley, en la etiqueta, en las
convenciones, usos y costumbres) sin la excepción biopolítica previa de un
cuerpo soberano (“nuda vida”), de una figura que representa la ley – y que
en este sentido es “sagrada” –, pero que no está regulada por ella. Su
eliminación no puede estar sujeta a la ley, porque supondría la eliminación
de la ley misma, de aquello que hace que la ley sea “legal”. Agamben ilustra
esta paradoja de la soberanía en una oscura figura del derecho romano, el
homo sacer. El homo sacer es aquel “hombre sagrado” que no puede ser
sacrificado, pero cuya eliminación no está penalizada por la ley, dejando
abierta la posibilidad de que pueda asesinado por cualquiera que, de hecho,
quiera o pueda impunemente hacerlo.
Ciertamente, no debemos entender ahora el homo sacer como otra cosa
que como una metáfora de ese paradójico estatus de la soberanía política que
Agamben caracteriza como una “exclusión inclusiva” y que viene a significar
132 VICTOR PUEYO
inocente, infantil y pre-política) ataviada con un pijama de rayas: “lo que los
campos de concentración habían enseñado de verdad a sus moradores era
precisamente que el poner en entredicho la cualidad de hombre provoca una
reacción cuasi biológica de pertenencia a la especie humana” (Homo 18). Para
Agamben, si la política es cada vez más inseparable de una manera de vivir
concreta es solamente porque la vida es el arché o principio de lo político. Lo
mismo sucede con el sexo. Es casi imposible omitir, en este punto, que si ningún
proceso de codificación consigue solidificar sus “valores” sin sacrificar una
imagen cruda de sí mismo, esta nuda vida es, por lo que se refiere al discurso
del género, la posibilidad del hermafrodita. Allí también convergen la excepción
y la norma. La exclusión del hermafrodita sobre la base del veto a la sodomía,
con la necesidad consiguiente de someterlo a elegir su sexualidad, coincidirá
cada vez más nítidamente con su inclusión en un orden basado en la libre
opcionalidad, que refleja una consecuencia ya contemplada en el desarrollo de
la prohibición original: la consecución efectiva de aquello mismo que se prohíbe,
la transformación de la excepción en norma.
No se trata, por tanto, de que el hermafrodita sea capturado, sometido,
catalogado, socializado, sometido a una sexualidad normativa, etc. Hay que
invertir este planteamiento vertical, centrado en la primacía ontológica de una
diferencia previa (el hermafrodita como sujeto “diferente”, con un género
“propio”, etc.). Es más bien el hermafrodita (la zona de indiferenciación entre
lo público y lo privado, lo masculino y lo femenino, lo necesario y lo contingente
en que el hermafrodita existe) el que marca las fronteras de la sociabilidad, del
género como manera de catalogar; el que paradójicamente establece los
parámetros de la sexualidad normativa con su excepción inclusiva. En otras
palabras: el hermafrodita es, en efecto, cooptado, politizado, secuestrado en las
categorías del género; pero al consumarse este secuestro, lo que antes permanecía
en la periferia de la ley (en calidad de excepción, como pasto de la casuística
legal) poco a poco irá coincidiendo con su centro. De ahí se puede deducir el
estatuto plegable del hermafrodita, su existencia precaria, siempre pendiente
de una forzosa decisión – elegir genitales –, como paradigma de aquello que
después, en las formaciones sociales netamente capitalistas, llamaremos género:
la bisexualidad como opción, el cuerpo ambiguo como horizonte y como latencia,
elegir o actuar el sexo como manera de tener sexo, de ser sexo. Si para Judith
Butler, como señalamos arriba, el género es la repetición de una norma, ¿no es
este repliegue del hermafrodita, que lo fragmenta en dos mitades (su decisión
de actuar un sexualidad, su decisión de coincidir con ella) el gesto histórico
fundacional que la performance del género repite, la norma que forzosamente
sigue citando? ¿Es este proceso de “estilización repetida del cuerpo” (El género
98) un acto que subvierte el género o la afirmación misma de su lógica constitutiva,
tal y como se consolida en los siglos XVI y XVII a través de la sutura entre el
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subjetivo” (“both social and subjective”), nos recordaba Teresa de Lauretis (3),
resulta arriesgado hablar de género antes de que las formaciones sociales
mercantiles empezaran a segregar su noción del sujeto privado, es decir, antes
de que el sexo pudiera considerarse como algo propio del sujeto sensu stricto.
No por casualidad, esta palabra (la palabra “género”) no hace apenas acto
de presencia en los textos médicos ni jurídicos de la época, cifrados como están
todavía en la jerga de un aristotelismo medieval.48 Tampoco en los literarios.
Cuando Quevedo maldice en su España defendida la manera en que los hombres
asumen “las galas” de las mujeres, deplora de manera muy explícita que esta
afición al travestismo torne borrosas las fronteras entre ambos: “Al fin hacen
dudoso el sexo, lo cual ha dado ocasión a nuevas pragmáticas, por haber
introducido vicios desconocidos de naturaleza” (124). François Soyer traduce
al inglés: “The end result is that their gender is uncertain and [this practice has
caused to appear] previously unknown vices, which has been the grounds for
the promulgation of new laws” (19). La palabra de Quevedo es, no obstante,
“sexo” y no “género” (“gender”). Entiendo que Quevedo se refiere con “sexo”
a aquello a lo que indudablemente nos referiríamos ahora como “género”, pero
precisamente por esta razón es importante preguntarse por qué es necesario
traducir el sexo a términos de género para hacerlo ideológicamente procesable.
Sería absurdo negar, a tal efecto, que siempre hubo una vinculación de los
agentes sociales con ciertos roles, normas de conducta y códigos penales
relacionados con la sexualidad. Pero dar por buena la existencia de una norma
de género sexual anterior a la existencia de la imagen hegemónica de un sujeto
libre que se identifica “libremente” con su sexualidad es, al menos, tan
comprometido como admitir el régimen de un género humano en la economía
simbólica del feudalismo, donde la diferencia estamental entre laboratores,
oratores y bellatores depende precisamente de su ausencia.
A principios del siglo XVII el hermafroditismo es el resultado de una
subjetividad en ciernes que aparece, ante nuestros ojos, como el espejismo de
una subjetividad fragmentada, aunque solo sea porque se faja en el encuentro,
la lucha y la mutua imbricación de dos discursos ideológicos contrapuestos: el
Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra
como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza
de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba
del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora!
¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día
encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban
en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua,
así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es
que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
138 VICTOR PUEYO
por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie
habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le
lleve el diablo. Y querría ya verme en camino, solo por vella, que ha muchos
días que no la veo y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de
las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. (283-284)
50 El primero en llamar la atención sobre este grabado fue Anthony G. Lo Ré en una nota
publicada en la revista Cervantes. Su lectura (el semblante lánguido y cabizbajo de Don Quijote
en el grabado demuestra que la novela fue recibida como algo más que una obra de burlas) obvia,
por lo demás, que esta seriedad es inherente a la lógica misma del carnaval, a la ambivalencia
jánica e indecisa de un “semblante”.
140
VICTOR PUEYO
Dulcinea sea tópicamente la sin par Dulcinea puede leerse de dos maneras
distintas: por un lado, está claro que subraya el hecho irónico de que Aldonza
Lorenzo es una mujer común, una más como cualquier otra o incluso la más
común de todas (y de ahí que no tenga par). Por otro lado, si algo caracteriza
su existencia en la novela es que sí lo tiene: Dulcinea es el par de Aldonza
Lorenzo y viceversa. Lo normal habría sido encontrarlas desfilando por separado
y, sin embargo, lo que nos confía esta primera representación alemana del elenco
de la novela es una imagen sintética de ellas: una Dulcinea considerablemente
virilizada a la par que una Aldonza dulcificada por las galas de una dama de
corte, ambas reunidas en un mismo cuerpo. Su aspecto, como el de Maritornes,
no difiere en absoluto del prototipo de maravilla hermafrodita que constituían
Brígida del Río o Magdalena Ventura; antes bien, exhibe orgullosa todos sus
rasgos constitutivos. A la luz de esta ilustración, cabe aventurar que el problema
no es que exista una esencia indeterminada, espacio de anomia o vida desnuda
que no puede ser traducida a la representación por el nivel simbólico del lenguaje;
el problema es, más bien, que hay dos niveles simbólicos entrecruzados, dos
canales ideológicos a través de los cuales la dama de Don Quijote/Alonso Quijano
está siendo representada de manera alterna (a veces Aldonza, otras Dulcinea)
y cuyo cruce hipotético es el cuerpo hermafrodita. Esta imagen funciona como
una especie de expectativa que rara vez se realiza plenamente, pero que se
insinúa de manera fugaz en ilustraciones tan explícitas como esta.
Los dos canales que la conforman deberían ser fácilmente identificables para
el lector de la época e incluso para el lector contemporáneo. Por un lado, Dulcinea
“sale” directamente de la descomposición del código petrarquista, que había
sido ciertamente no solo un código poético, sino también una manera de ameritar
la capacidad letrada de los administradores, burócratas, juristas, legisladores,
corregidores del nuevo aparato público del estado absolutista. El ejercicio de
las letras, como es sabido, era uno de las pocas vías disponibles para escalar
peldaños en el organigrama estamental de la España de los Habsburgo. Por eso
Sancho quiere ser político, gobernador de una ínsula, cortesano parvenu;
miembro de ese estado hipertrofiado que a duras penas trataba de adaptarse a
lo que Immanuel Wallerstein llamó, hace tiempo, “mercado-mundo”.51 Pero
sobre todo y ante todo es un código, una norma, horma o forma como la que
Aristóteles identifica con lo fálico-masculino. En este sentido, el resultado de
“arrancar” de cuajo este código es el burócrata ignorante en política (Sancho,
que se comunica a base de eructos y toscos refranes) y la dama grotesca, material,
deforme en poesía (Aldonza Lorenzo). El lenguaje en que está escrita Dulcinea
51 “Posteriormente se han podido cerrar esos Estados, pero sólo de una manera efímera,
porque en verdad el mercado ha sido siempre y desde el principio el mercado de toda la economía-
mundo en su conjunto […] desde el siglo XVI hasta hoy” (233-234).
142 VICTOR PUEYO
¿Por qué iba a negarse a firmar el caballero, cuando ya lo había hecho con
la carta de amor que acompañaba a la libranza? La respuesta de Gonzalo Torrente
Ballester es aguda. Una carta de amor es perfectamente inocua, pero:
El episodio deja en el aire toda certeza sobre la locura y la cordura del hidalgo
y suspende, de paso, la oposición entre Don Quijote y Alonso Quijano. Un
garabato – la rúbrica – es la solución de compromiso que mantiene la tensión
entre ambas polaridades. Es, ciertamente, la misma tensión que hace hablar al
narrador Cide Hamete Benengeli, en tantas ocasiones, como si fuera el narrador
de una novela de caballerías, o la que impide discernir las líneas del rostro
(emborronadas, confusas) de la musa de la primera novela moderna. Este
garabato es lo Real, la maraña en que se enredan las anatomías superpuestas
de Dulcinea y Aldonza, su convivencia en un régimen binario de incertidumbre.
De acuerdo con los modelos que provee el discurso médico-jurídico del siglo
XVII, resulta crucial entonces distinguir entre la representación de una mujer
hombruna (el hermafrodita plegado) y la presentación de lo indecidible en tanto
potencia monstruosa (el hermafrodita desplegado), en tanto excepción destinada
a producir un nuevo marco de referencialidad. Si la primera es Aldonza Lorenzo,
la segunda es su disposición geminada en las figuras de Aldonza y Dulcinea,
144 VICTOR PUEYO
52 Mientras Quevedo insiste en caracterizar a su enemigo Góngora (el poeta del hipérbaton,
el poeta invertido) como poeta hermafrodita, Cascales valora así en sus Tablas poéticas de 1617
el género mixto de la tragicomedia: “ni son comedias, ni sombra de ellas. Son unos hermafroditos,
unos monstruos de la poesía […]. Son Tragedias dobles, que es tanto como decir malas Tragedias,
y aun este nombre les doy de mala gana, porque tienen muy poco de sujeto trágico con que se
ha de mover a misericordia y miedo” (194).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 145
53 “Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina” (318). No tiene demasiado
sentido que diga que no es Luscinda (su amada, supuestamente incomparable) si lo que quiere
implicar no es que se podría comparar a ella de ser una mujer. Redondo secunda esta lectura:
“Se crea una tensión erótica difícilmente aguantable porque además parece como si dichos
mirones estuvieran contemplando un esbozo de la corporeidad del andrógino primitivo” (En
busca 127).