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Cuerpos bisexuados

De Brígida del Río a Dulcinea del Toboso

“La barba distingue en lo exterior el hombre de la muger, porque a la muger


no le salen barbas, y si algunas las tienen, son de condición singular, como en
nuestros tiempos hemos visto la barbuda de Peñaranda y otras algunas; por
éstas dixo el proverbio: A la muger barbuda, de lejos [se] la saluda” (Covarrubias,
Tesoro 193). ¿A qué “condición singular” se refiere Covarrubias? El caso que
cita el lexicógrafo es el de Brígida del Río, célebre dama de entretenimiento
en la corte de los Austrias retratada por el pintor de bodegones Juan Sánchez
Cotán hacia 1590 (figura 10).1 Su rostro llevaba ofreciéndose a los curiosos de
la corte durante toda la última década, en la que el consumo de la excepción
se había convertido en uno de los baluartes del ocio nobiliario. Ante nuestros
ojos, y mediada la ventaja que otorga cierta perspectiva histórica, el caso de
la barbuda Brígida del Río es apenas otro caso médico de hirsutismo, como el
que probablemente aquejó a Magdalena Ventura, velluda napolitana pintada
por Ribera años más tarde y, en todo caso, no tan ostensible como la hipertricosis
de que hacía gala Antonietta González, hija del notorio licántropo canario
Pedro González y objeto de otro famoso retrato facturado por Lavinia Fontana

1 Exactamente siete años antes de su muerte. Moriría con las barbas puestas. De ello da fe
Nicolás de la Cruz y Bahamonde en su Viage de España, Francia e Italia (tomo undécimo), en
el que asegura que Brígida del Río fue “con grandes barbas enterrada en la parroquia de S.
Bartolomé en 1597” (525). Su fama, pasto de todo tipo de tabloides, recorre también multitud de
textos literarios. Guzmán de Alfarache afirma en la novela de Mateo Alemán: “Híceme pupilo,
teniendo por mejor tropellar con el qué dirán de ver un jayán como yo, con tantas barbas como
la mujer de Peñaranda, metido entre muchachos” (544). En El donado hablador de Jerónimo de
Alcalá se alude a ella como María de Peñaranda (25). Aparece, asimismo, en el Entremés de la
bota (vv.148-149) de Agustín de Moreto (686) y en el Plenipapelier, otro entremés de Francisco
de Avellaneda que eleva a Brígida a la categoría de arquetipo de la virilidad femenina: “Digo
que vuesa merced debe venir por línea recta de la barbuda de Peñaranda” (205). Calderón escribe
un Entremés de la Barbuda dividido en dos partes y Covarrubias le dedica uno de sus Emblemas
morales en 1610. Jerónimo de Huerta también la menciona en su traducción de la Historia
naturalis de Plinio, dejando constancia de que tenía “la voz gruesa y la barba tan larga y tan
crecida que la cubría el pecho” (fol. 20v).
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Figura 10. Juan Sánchez Cotán. Brígida del Río (1590).


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en 1595.2 Hay que notar, sin embargo, que estas anomalías – el hirsutismo
entre ellas – no ordenaban la distribución de sexos en simples términos de
presencia/ausencia (hombre/mujer). Identificaban en sí mismas un eje de
simultaneidades hoy perdido. Al afirmar que la barba de Brígida del Río solo
es un significante que “distingue en lo exterior” su sexualidad, Covarrubias
parece insinuar un conflicto implícito entre este significante y su eventual
correspondencia con un significado ‘interior’. Ese conflicto irresuelto es,
precisamente, el conflicto en cuyo dominio se definen lugares, geografías
humanas donde aquella diferencia queda en suspenso y pasa a considerarse
una “condición singular” de otro tipo de territorialidad: la del hermafrodita.
Covarrubias mismo, sin ir más lejos, elige a Brígida del Río como objeto de
uno de sus celebrados Emblemas morales:

Soy hic, & haec, & hoc. Yo me declaro:


Soy varón, soy muger, soy un tercero,
Que no es uno ni otro, ni está claro
Qual destas cosas sea. Soy terrero
De los que como a monstro horrendo y raro
Me tienen por siniestro y mal agüero
Advierta cada qual que me ha mirado,
Que es otro yo, si vive afeminado.
(Emblemas 64)

El emblema muestra a Brígida recortada sobre el fondo de un paisaje natural


y bajo la consigna Neutrumque et Utrumque, que identifica a la barbuda de
Peñaranda como hermafrodita de acuerdo con el conocido verso del mito
ovidiano. “Ninguno y ambos”: algo parecido a lo que parecía decirnos el cuerpo
de Brígida desde el fondo del retrato de Sánchez Cotán; lo que reflejaba, en
un golpe visual, el agudo contraste entre su espesa barba y su mirada esquiva,
entre las manos hombrunas y su tímida manera de anudarse sobre unas caderas
que se adivinan, bajo la caída del vestido, clamorosamente fértiles. Covarrubias
apunta “que suele nacer una criatura con ambos sexos, a la cual llamamos
andrógino, que vale tanto como varón y mujer” (Emblemas 64). Su parquedad
al considerar habitual el nacimiento de un hermafrodita apenas puede resultar
sorprendente. Durante finales del siglo XVI, pero sobre todo a partir del XVII,
las anatomías de cuerpos hermafroditas proliferaron en los libros de medicina,

2 Ver cap. 2, figura 3. Sobre la intersección del hirsutismo y el sexo en la temprana


modernidad española, puede consultarse el artículo de Buezo (161-176) y Pedraza. Johnston
estudia el fetiche ideológico de la barba en la Inglaterra isabelina en base a lo que llama “beard
value” (159-251). En general, la barba se vincula a las propiedades calientes y secas de los humores
masculinos. Así en Sánchez Valdés de la Plata, “De la propiedad de la barba” (fol. 104v).
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compendios y misceláneas de la época, para penetrar después los límites de


ese conglomerado de discursos que, ya por entonces, podremos empezar a
llamar literarios.
Fue Foucault el primero en notar este hecho, aunque lo hiciera al precio de
retrasar su aparición hasta mediados del siglo XVII: “En todo caso, es
característico que, en los asuntos jurídicos, médicos y religiosos de fines del
siglo XVI y comienzos del XVII, los hermanos siameses constituyan el tema
más frecuente. Pero, en la edad clásica, creo que lo que se privilegia es un tercer
tipo de monstruosidad: los hermafroditas” (Anormales 72-73). Si bien es cierto
que la evidencia desmiente parcialmente este supuesto – en el entorno hispánico
e incluso en el ámbito europeo existe una considerable concentración de noticias
de hermafroditas antes de ese periodo que Foucault denomina “época clásica”3
–, el planteamiento de Foucault sigue conservando una asombrosa vigencia,
incluso en los a veces titubeantes términos que establece su proyecto de una
genealogía histórica. Sigue resultando crucial, cuanto menos, comprender qué
significa la emergencia del hermafroditismo como nudo de una serie de
preocupaciones (económicas, políticas, ideológicas) que, en efecto, se prolongarán
a lo largo del proceso de transición al modo de producción capitalista y que
desembocarán, como discutiré, en el nacimiento del género sexual. Por supuesto,
al hablar de hermafroditismo no estoy pensando tanto en la existencia objetiva
de personas dotadas de una doble genitalidad como en toda esa plétora de
historias, relaciones de sucesos, exámenes médicos, disquisiciones jurídicas,
diatribas poéticas y novelas amorosas que fueron concebidas a partir de una
particular conceptualización del genus hermafrodita durante los siglos XVI y
XVII. Desde las noticias conventuales de María Muñoz y María Pacheco hasta
la sexualidad en fuga de la monja alférez Catalina de Erauso o de la mulata
Elena de Céspedes; desde la poesía satírica de ese “poeta hermafrodita” que es
Góngora hasta la producción de novelas como El andrógino de Francisco Lugo
Dávila o piezas como La gran sultana de Cervantes; desde las mujeres barbudas
de las ferias cortesanas y los pintores de cámara hasta las anomalías médicas
recopiladas por Antonio Fuentelapeña, Juan Eusebio Nieremberg o Blas Álvarez
de Miraval, la pregunta que permite agrupar todos estos casos es la misma:
¿qué significa su irrupción en el intervalo histórico en que finalmente se
despliegan? ¿Por qué es, en definitiva, tan importante determinar el sexo de un

3 Desde mediados del siglo XVII hasta el siglo XIX, desde Descartes hasta Kant (Palabras
7). La existencia misma de los libros de Long (en el contexto francófono) y de Gilbert (en el
anglófono) demuestra acaso lo exagerado de esta asunción. Foucault reconoce una atención
específica al hermafrodita en la episteme renacentista, donde se presentaría poco menos que
como asexuado o indiferenciado en base a la lógica de la semejanza operativa en esta episteme.
Para una crítica del optimismo que supone considerar este estado de indiferenciación (“the happy
limbo of non-identity”) como una norma, véase Gilbert (3).
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hermafrodita, determinarlo como sexo hermafrodita, pensarlo como “lo”


hermafrodita? Trataré de responder a estas preguntas distinguiendo las dos
variedades que presenta en cuanto a su morfología biológica: el soma androothé
o cuerpo androginizado, depositario de una doble sexualidad in fieri, y el
hermaphrodités o hermafrodita propiamente dicho, donde la hibridez no se
manifiesta como un proceso en desarrollo, sino como su confusa y a menudo
indiferente consumación.

El tercer sexo: morfobiología del hermafrodita


De afuera a adentro: soma androothé.
Existen razones sólidas para considerar que el hermafroditismo hacía las veces
de un “tercer sexo” todavía bien entrado el siglo XVII. Las teorías medievales
de la generación, de marcado pedigrí aristotélico e hipocrático, habían sobrevivido
gracias a su reciclaje en el corporativismo estamental que sustentaba la unidad
del estado español. Donde el corpus mysticum pos-tridentino identificaba la
posición de sus miembros (cabeza, tronco y extremidades) de acuerdo a una
jerarquía de sangre, la anatomía médica coetánea predecía el sexo del feto en
función de otra compleja jerarquía de fluidos, la que se establecía entre los
humores masculinos y los femeninos. Estos fluidos, en constante estado de
pendencia, perseguían su lugar natural en una de las tres cavidades de la matriz.
La cavidad derecha era la cavidad masculina; si el líquido ganador en esa guerra
de fluidos era el masculino, el niño tendría características viriles (hombre-
hombre), mientras que, de suceder lo contrario, saldría afeminado (hombre-
mujer). En la cavidad izquierda, correspondiente al sexo femenino, si el fluido
que predominaba era el femenino, el resultado era una mujer (mujer-mujer); si,
por el contrario, predominaba el masculino, se trataría de una mujer hombruna
(mujer-hombre). El hermafrodita “puro” se deduce, dentro de este planteamiento,
de postular una tercera cavidad central que actúa como depósito de los fluidos
“equilibrados”.4 El monje capuchino Antonio de Fuentelapeña, en su Ente
dilucidado, resume así este equilibrio:

Si la materia de los genitales de ambos padres, o generantes, es abundante


y de igual eficacia, de tal suerte que ninguna puede vencer y consumir a
la otra, en tal caso necesariamente se conservará la forma de uno y otro
generante y saldrá el generado con hermafrodítico sexo. (181)

4 Véase, por ejemplo, el Libro intitulado del parto humano de Francisco Núñez (1580):
“Por la mayor parte, el varón está situado en la parte derecha de la matriz y la hembra en la
izquierda” (fol. 85v). Acerca de la existencia de este tercer habitáculo, véase Vázquez García y
Moreno (Sexo y Razón 188), Jacquart y Thomasset (141) y Long (61).
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Dentro de esta batalla campal de fluidos, el hermafrodita compartía con


la mujer y con el hombre afeminado una cierta temperatura.5 La semilla
viril, por su propia naturaleza cálida y seca, cedía a las propiedades femeninas
(frías y húmedas), ya fuera debido a circunstancias naturales (el clima, la
alimentación, etc.) o a otros motivos peregrinos, como el hecho de que la
mujer ocupara una posición superior durante el coito o como los pensamientos
que pasaran por su cabeza al consumarlo.6 Pero mujer, afeminado y
hermafrodita se originaban en lugares diferentes. La primera era resultado
de semillas masculinas que se habían enfriado y humedecido en la cavidad
izquierda o siniestra de la matriz, es decir, la femenina. Como recuerda
Kathleen Long: “Science justified the association of the feminine with evil,
since everything on the left side was considered to be bad” (61). Su contraparte,
el hombre afeminado, era la consecuencia de un enfriamiento en la cavidad
opuesta. El hermafrodita detentaría un carácter intermedio con respecto a
ambos. Los hombres afeminados y los hermafroditas tenían, en este sentido,
una explicación biológica diferente, por más que la lengua coloquial de la
época los asimilara reservando el término “hermafrodito” en masculino para
aludir a las personas que hoy llamaríamos homosexuales. En cualquier caso,
y fuera cual fuera el habitáculo de su cocción, lo hermafrodítico siempre
tiende a vincularse a una virtud defectiva de la semilla paterna; es decir, a
un semen ya feminizado. Juan Huarte de San Juan, por ejemplo, explica en
su Examen de ingenios para las ciencias la abundancia de hermafroditas
entre los escitas por el temple frío y húmedo de su semen, que achaca a causas
naturales:

La región que los escitas habitaban, dice Hipócrates que está debajo del
Septentrión, fría y húmida sobremanera, donde, por las muchas nieblas, por
maravilla se descubre el sol. Andan los hombres ricos siempre a caballo,
no hacen ejercicio ninguno, comen y beben más de lo que su calor natural
puede gastar; todo lo cual hace la simiente fría y húmida. (336)

5 Utilizaré en adelante el artículo gramatical masculino para referirme al hermafrodita,


en detrimento del femenino (la hermafrodita) y el neutro (“lo” hermafrodita), que sugiere de
manera innecesaria su cosificación. Considero que la desconexión entre el artículo masculino y
el sustantivo femenino en la expresión “el hermafrodita” ya incorpora una dosis difícilmente
superable de ambigüedad.
6 La imaginativa era una cualidad fundamentalmente femenina. En su Conservación de
la salud de 1599, por ejemplo, el médico Blas Álvarez de Miraval, que se apoya en el libro VI
de la Metafísica de Aristóteles, recomienda a los progenitores “que al tiempo del engendrar los
hijos no tengan el ánimo divertido en otras cosas, ni estén tristes ni melancólicos” (fol.142). Ver
también Sánchez Valdés de la Plata (fol. 5r). Para seguir explorando esta cuestión, acúdase el
artículo de González Rovira.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 93

La borrosa frontera que dividía a mujeres y hermafroditas era una cuestión


de grado antes que de especie o, por mejor decirlo, de grados, pues su diferente
estatuto de imperfección (la mujer era solo la realización de un feto en
incompleto estado de cocción, un hombre “sin hacer”) dependía de la mayor
o menor cantidad de calor que hubieran recibido en la cocina del útero materno.
De hecho, la ausencia de dos aparatos genitales en un cuerpo no bastaba ni
mucho menos para descartar un posible diagnóstico de hermafroditismo, pues
el hermafroditismo era, en no pocas ocasiones y como nos recordaba
Covarrubias arriba, una condición latente.7 Así lo atestigua el propio
Fuentelapeña en su duda XV (“si podrá el hombre concebir de sí mismo”):

Para inteligencia de esta duda, es necesario suponer que no sólo hay


andróginos o hermafroditas descubiertos y manifiestos, sino que también
los hay ocultos. Esto es, que no sólo hay personas en quien[es] exteriormente
se hallan los dos sexos, sino que las hay también que teniendo descubierto el
sexo masculino, interiormente tienen el femíneo oculto, de modo que siendo
en lo que se ve sólo varones, en lo que no se ve son también hembras, y en
uno y en otro son hermafroditas. (229-230)

Tirando de este hilo, Fuentelapeña llega a asegurar que aquellos hombres que
son mujeres por dentro evacúan su periodo menstrual por el orificio de la orina,
excepto, lógicamente, cuando están embarazados. Relata a este efecto el parto
inverosímil de Luis Roosel, al que le fue detectado en 1354 un bulto en el muslo
inicialmente confundido con un tumor. A su progresivo crecimiento asistieron
él y los admirados médicos, hasta que el dolor se hizo insoportable y un infante
brotó de su pierna. No es, por cierto, el único ejemplo disponible de hombre
parturiento, la forma predominante que adopta un (por lo demás extraño)
“hermafrodita interiormente femenino” en el imaginario español de la época.
Sherry Velasco ha examinado este escenario, proponiendo que la fascinación
que despertaba el hombre encinto obedecía a la fantasía masculina de la apropiación
de las funciones reproductivas como elemento de reproducción social. Esta
fantasía traduciría, según Velasco, la necesidad de liberar la ansiedad desatada
por la pujante autonomía que las mujeres estaban adquiriendo en el concierto
de la vida pública.8 Tan atractivo como pueda perfilarse, sin embargo, el
acontecimiento de un hombre deviniendo mujer resultaba anómalo. El caso más

7 Las fuentes de este teorema suelen ser Avicena y Plinio. Así en Sánchez Valdés de la
Plata (fols. 17-18r).
8 Sobre el embarazo masculino, véase Velasco (Male Delivery 28-50). Destacan en la literatura
española piezas dramáticas como El parto de Juan Rana o relaciones de sucesos en verso como la
que firma Pedro Manchego en 1606 acerca del monstruo engendrado por un hombre que responde
al significativo (y rabelaisiano) nombre de Hernando de la Haba (Male Delivery 149-154).
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frecuente durante el siglo XVII es el contrario, el de individuos con apariencia


femínea que esconden dentro de sí la latencia de su propia masculinidad:9

Las fuerzas de la naturaleza, por ser flacas y débiles en los niños, no todas
las veces pueden arrojar afuera el miembro viril, que es el más perfecto y al
que aspira, hasta que después, con alguna o con algún notable incremento
de calor y vigorosidad, prorrumpe en él. (242)

Se trata de un supuesto, en realidad, poco extraordinario. Las fronteras entre


los sexos eran especialmente tibias conforme la sabiduría convencional de la
época. Prevalecía con mucha frecuencia, como Thomas Laqueur rememora, el
parecer de Galeno, que estimaba que los genitales femeninos eran en realidad el
resultado de plegar o “aplastar” los genitales masculinos hacia adentro: el pene
era la vagina, el escroto, el útero y los testículos correspondían a los ovarios. Su
definición de la vagina como pene “no nacido” sugería que la mujer era un hombre
invertido o introvertido, literalmente vertido hacia adentro y, en todo caso,
imposibilitado por sí mismo para desarrollar su plenitud genital (Laqueur 26-29).
El miembro viril permanecería agazapado en el interior del cuerpo femenino a
la espera de que un efluvio de calor o un movimiento brusco desatascaran su
irrupción. Esta violencia o causa agente no dependía, además, de un azar, sino
que era reclamada desde adentro por esa condición de potencia que el sexo
femenino detentaba con respecto al sexo masculino considerado como acto.
Es exactamente lo que le sucederá, según una conocida relación de sucesos
de 1617, a la monja profesa María (Magdalena) Muñoz. Su relato es uno de
tantos que narran la transmutación de monjas españolas en hombres durante
el siglo XVII, mucho más común, por lo demás, de lo que su aparente
extravagancia pudiera hacer presagiar.10 María Muñoz, natural de la villa de
Sabiote, había ingresado doce años antes en el convento dominico de la Coronada
(Úbeda). La monja no había tardado en mostrar los signos de un habitus sexual11

9 Así lo reconoce el autor del Ente dilucidado (244).


10 María es en realidad más conocida por el nombre de Magdalena e incluso por el nombre
que adoptará cuando se corrobore su cambio de sexo, Gaspar. El jurista cordobés Francisco de
Torreblanca, autor del influyente Epitome delictorum, llama “Magdalena” a María Muñoz (fol.
211). Otros documentos confirman este nombre de pila, como la carta que el prior dominico del
monasterio envía al abad de San Salvador en Granada, o como la crónica que otro fraile dominico,
Antonio de Lorea, dedica a Magdalena/Gaspar. Estas y otras fuentes son comentadas en Soyer
(55-57), mientras que una lectura de la relación de 1617 está disponible en Morel D’Arleux (268),
que también refiere el caso de “María la Bailaora”, transexual andaluza combatiente en la Batalla
de Lepanto y posteriormente miembra – miembro – del tercio de Lope de Figueroa (267).
11 El hábito religioso, como el sexual, es un habitus también en el sentido que Pierre Bourdieu
otorgaba a este término: una norma que se inscribe sobre el cuerpo y que genera disposiciones
y aspiraciones que solo después coinciden con el deseo (52-65).
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inequívocamente masculino. Su fuerza inusitada, su porte viril y su manejo


del estoque y del arcabuz le granjean rápidamente fama de “muger varonil”
(fol. 2).12 Ante el alboroto suscitado por ciertos rumores, la priora ordena
examinar el sexo de María Muñoz y verifica que, en efecto, María no tiene
miembro masculino. De repente, el relato se entretiene en la narración de varias
travesuras lésbicas, apenas levemente insinuadas: cuenta cómo las novicias
visitaban a María de noche y “la descubrían para satisfacerse, porque sus
fuerzas y ánimo y las propiedades y condiciones eran de varón” (fol. 2). El
misterio se resuelve cuando la propia María Muñoz confiesa al narrador de la
relación que es un hombre. Durante toda su vida había carecido de genitales
masculinos. En su lugar tenía un agujerillo del tamaño de un piñón que ella
identificaba con su vagina. Solo ocho o nueve días atrás, al descargar cien
fanegas de trigo que habían llegado al convento y por culpa de un sobreesfuerzo,
había emergido de aquel mismo agujero una formidable “naturaleza de hombre”,
que había permanecido sepultada en su carne hasta entonces y que María se
había apresurado a ocultar (fol. 3). “De donde coligimos [reza el texto] que
aquel agujero era la raíz de la misma vía de hombre para despedir la orina [i.e.,
la uretra] a falta del miembro principal que se le quedó por falta de virtud
expulsiva en lo interior” (fol. 3).
No era, como decía, una situación tan rara. Solo cinco años antes, las
Disquisitionum magicarum de Martín del Río (1612) se habían hecho eco del
extraordinario caso de otra María, María Pacheco, ya referido por Amado
Lusitano y Antonio de Torquemada:13

En la portuguesa ciudad de Ezgueira, a nueve leguas de Coimbra, vivía un


noble que tenía una hija llamada María Pacheco. Llegada a la pubertad, en
vez de flujo menstrual le brotó un miembro viril, que no se sabe bien si lo
llevaba allí escondido, o si le nació de alguna otra manera. De esta suerte,
la muchacha cobró aspecto de mancebo adolescente. Como cuadraba
a su sexo, se vistió de hombre y se empezó a llamar Manuel Pacheco.
Embarcándose pasó a las Indias, donde por sus hazañas cobró fama de
valiente soldado, y también hizo fortuna. De vuelta a su patria, casó con
ricahembra. Amado nada dice de que tuviesen descendencia, pero sí que

12 La relación está recogida en el excelente compendio de Ettinghausen (sin página).


13 Ver Torquemada (672). Como es habitual en el texto de Torquemada, que luego se abordará,
muchos otros ejemplos se suceden sin mayor orden ni explicación, entre los que destaca el de
una “mujer llamada Emilia, que estaba casada con uno que se llamaba Antonio Spensa, ciudadano
ebulano, [y que] después de estar con su marido doce años, volviéndose hombre se casó con otra
mujer y tuvo hijos della” (671). Torquemada no revela su fuente, pero mi apuesta sería la Chronica
de Eusebio de Cesárea (fol. 153v.), que gozaba de una fluida circulación a partir de la edición de
Heinrich Peters en Basilea (1549). Georg Sandys incorporaría la anécdota a sus famosos
comentarios a las Metamorfosis de Ovidio. Ver Leibacher-Ouvrard (23-24).
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fue siempre imberbe, y de rasgos un tanto afeminados: indicios estos de


virilidad imperfecta. (392-393)14

El testimonio recuerda poderosamente en algunos detalles (y especialmente


en su deriva trasatlántica) al de la mucho más famosa Catalina de Erauso, la
monja alférez, sobre la que existe una abundante bibliografía a raíz de la novela
basada en un supuesto relato autobiográfico perdido, editado y publicado en
1829. Un obra que, por cierto, y en lo que guarda de vestigio de un suceso
auténtico que conmocionó a la prole cortesana de principios del XVII, muy
pocas veces se encuadra en sus auténticas coordenadas imaginarias (las que
trato de delinear aquí): Catalina de Erauso, la monja travestida que cruza el
océano para ejercer como mercenario del imperio, que regresa a Roma bendecida
por una bula papal y convertida en leyenda, es presentada por una gran parte
de la crítica como una mujer disfrazada de hombre que, en efecto, subvierte su
“rol” de género, inserta la ambigüedad en sus intersticios, transgrede sus límites
mediante una continua performance de la que al final resulta indisociable, etc.;
pero esa versión nostálgica de la historia, re-imaginada a principios del siglo
XIX a partir de parámetros de género modernos que después confunde o
transgrede, es solo el eco apagado, un palimpsesto deslavazado y acaso burlón
de lo que sin duda fue originalmente entendido como un fenómeno de
hermafroditismo, donde la cuestión del género sexual resulta informulable por
estar, como si dijéramos, aplastada en el cuerpo plegado del hermafrodita.15
Pero tal vez sea necesario un ejemplo más para apuntalar este primer modelo
de hermafrodita que el padre Martín del Río llama soma androothé (391), el
que se desenvuelve en una secuencia discontinua, el que depende de un desengaño
o una fractura para hacerse visible. Una larga novela corta (de alrededor de
ochenta páginas) como es El andrógino de Francisco Lugo y Dávila puede servir
a este propósito. La obra, publicada en 1622, tiene la virtud de dotar de un marco

14 Cito de la edición española a cargo de Jesús Moya (1991), con prólogo de Caro Baroja.
Existe una traducción al inglés de P.G. Maxwell-Stuart bajo el título de Investigations into
Magic (2000).
15 El supuesto hermafrodita, como horizonte de expectativas todavía vigente en la España
de los Habsburgo, suele disolverse en una lectura constructivista del género de Catalina de Erauso
que enfatiza el travestismo como estrategia, auto-escritura o subversión de una “identidad”
masculina (ver Kark y Pancrazio), pero que subestima la cobertura que este supuesto hermafrodita
presta a su ejecución. Creo que solo así se entiende la persistencia del oxímoron “monja alférez”
como sintagma denominador, sobre todo desde la representación de la comedia de Juan Pérez
de Montalván en 1626. Por su tercera jornada pululan términos que son, como mínimo, familiares
a la lógica hermafrodita, como “monstruo”, “prodigio” (99) o “mujer prodigiosa” (89), si no
indisociables de ella. El mejor y más completo trabajo es el de Velasco, que disecciona las tres
relaciones de sucesos del siglo XVII sobre la monja – las dos primeras de 1625 y la tercera,
póstuma, de 1653 –, además de otros documentos relevantes (Lieutenant Nun 51-60).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 97

narrativo a toda la problemática médica del hermafrodita. Dos jóvenes nobles


de Zaragoza, Ricardo y Laura, se aman en secreto desde la infancia, pero son
separados a los quince años para prevenir un posible matrimonio que no colma
las aspiraciones económicas de los padres de Ricardo. Laura es obligada a
casarse con un pariente rico y anciano, Solier, de quien pronto sabremos que
guarda la castidad de su esposa con el mismo celo con que guarda su dinero.
Solier encierra a Laura en una fortaleza que se divide en tres estancias
interconectadas. La primera, el zaguán, la vigila un sacerdote – lugarteniente
de Solier – llamado Burgos, que solo tendría acceso al resto de la casa por una
especie de ventanuco. A continuación, en una sala intermedia, viven encerrados
tres niños de hasta ocho años, que ignoran que son guardianes y que, por lo
tanto, son incapaces de mentir. Esta sala intermedia solo se comunicaría con
la casa, a su vez, por un torno a través del cual circulan los alimentos y la ropa
en ambos sentidos. Finalmente, la casa propiamente dicha solo está habitada
por varias esclavas y por el propio Solier, que tendría la única llave maestra de
todas las puertas de la casa (aunque no hay puertas que comuniquen la casa con
el exterior). En esta casa-embudo, un despensero entregaría los alimentos y
otros útiles al clérigo; éste, por el ventanuco, se los haría llegar a los niños y
los niños, entonces, los filtrarían a través del torno a las esclavas que viven
dentro de la casa. Enfrentado al desafío de esta celda, impenetrable como la
sexualidad de su propia moradora, Ricardo decide disfrazarse de una mujer
(Bernardina) que huye del agravio, ganarse la confianza de la criada de Solier
y, por fin, mediante una serie de tretas que no excluyen la seducción del viejo,
conseguir asilo en su casa-fortaleza y acceder a Laura. Lo que Ricardo-Bernardina
no podía imaginar es que Solier se enamoraría de ella – de Bernardina – e
intentaría violarla. Cuando el viejo irrumpe en su habitación y levanta las
sábanas, se ve sorprendido por la silueta del miembro erecto de Ricardo, que a
la sazón estaba pensando en Laura. Ricardo no tiene otra escapatoria que fingirse
hermafrodita. Explica a Solier que al llegar a la casa era hembra, pero que solo
tres días atrás había empezado a notar algunos de los cambios que finalmente
desembocarían en la erupción de una protuberante masculinidad. Solier, que
necesita creer a Ricardo para salvaguardar la suya (se había enamorado, no en
vano, de un hombre), decide acudir a un catedrático de medicina para utilizar
su opinión como respaldo.
El catedrático Salt no solo corrobora la veracidad del suceso, refrendado por
múltiples autoridades, sino que dicta, además, una clase magistral sobre el
particular que Lugo y Dávila transcribe íntegramente, en un abrupto desenlace
que desvela la presencia tácita del discurso médico-académico como marco
invisible y límite terminal de todo el relato. El hermafroditismo es, en esta clase
magistral, una sombrilla epistemológica bajo la que pueden cobijarse
comportamientos preñados de ansiedades todavía irrepresentables. Para el
98 VICTOR PUEYO

doctor Salt “los hermafroditos, como tienen de entrambos sexos, cuando prevalece
el uno […] se encubre el otro, y así unas veces son tenidos por mujeres y otras
veces por hombres” (267). Toda una coartada para el viejo. ¿Cómo podría Solier
haber distinguido lo que, por su doble arquitectura, no era sino un cuerpo de
sexo cambiante? ¿Cómo podía tacharse de anómala una conducta que estaba,
como si dijéramos, encriptada en el cuerpo de otro? Alcalá Galán nota, a este
respecto, que “a Lugo y Dávila se le olvida el explicarnos cómo entraba y salía
Solier de su propia casa ya que, al parecer, no había puertas entre unas estancias
y otras” (112). La observación no parece impertinente. Solier es, al fin y al cabo,
prisionero de su propia jaula de castidad, por lo que cabría preguntarse – como
hace Alcalá Galán – si esta prisión inexpugnable no es una metáfora de oscuros
deseos homoeróticos apenas sugeridos por el texto. Si esto es así, en todo caso,
solo lo es en la medida en que estos deseos se guarecen bajo la excusa de una
anomalía perfectamente aceptable y científicamente legítima: la teoría del sexo
latente, una especie de momento previo a la consideración de lo “homoerótico”
como tal, que lo hace inexpresable y que al mismo tiempo constituye el
fundamento imaginario de su expresión.
La lección magistral de Salt muestra, tanto como cualquiera de los ejemplos
anteriores, que el supuesto monosexual que había dominado la medicina durante
la Baja Edad Media seguía operativo en la práctica todavía a principios del siglo
XVII. El horizonte teórico aristotélico que inspiraba la medicina de la época
privilegiaba la existencia de un solo género: el masculino. “Lo” femenino era
el ámbito de su realización defectiva. Dentro de la teoría hilemórfica, la diferencia
de sexos no atañe a la forma (en que reside la sustancia), sino a la materia, en
este caso a la materia genital.16 No existe, por tanto, una diferencia sustancial
entre hombres y mujeres, sino una diferencia en cuanto al grado de perfección
en que se manifiesta esa misma sustancia; la mujer no es perfecta (del latín
perficio: “acabar”) porque no está acabada: le falta ese suplemento de materia,
el pene, que completa y al mismo tiempo cancela el sexo femenino. Aristóteles,
de manera antológica, llega a definir a la mujer como un varón mutilado:

Pues igual que de seres mutilados unas veces nacen individuos mutilados y
otras no, de la misma forma de una hembra unas veces nace una hembra y
otras nace un macho. Y es que la hembra es como un macho mutilado, y las
menstruaciones son esperma, aunque no puro, pues no les falta más que una
cosa, el principio del alma. (GA 737a, 25)

16 Metafisica 1058b, 23-24: “Macho y hembra son, a su vez, afecciones propias del animal,
pero no en cuanto a la entidad, sino que radican en la materia y en el cuerpo, y por eso mismo
el esperma llega a ser hembra o macho al ser afectado por cierta afección” (421). El texto más
amplio dedicado a la diferencia sexual abarca desde 1058a, 30 a 1058b, 26 (418-421).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 99

Blas Álvarez de Miraval, en su Conservación de la salud de 1597, recoge el


testigo para afirmar que “la hembra es como varón manco y menoscabado” (fol.
285v), donde decir “menoscabado” es tanto como decir “menos acabado”. Incluso
un científico tan minucioso como el Bernardino Montaña del Libro de la
anathomía del hombre (1551) tendrá que recurrir a este para-lenguaje aristotélico
de la carencia cuando describa la anatomía de la mujer:

Es de notar que la muger es diferente del varón, fundamentalmente en


cuanto el calor de la muger es menos poderoso que el calor del varón, y por
esta razón no pudo naturaleza echar fuera del vientre los miembros de la
generación como el varón, el qual por la fuerza de su calor pudo echarlos
fuera. (fol. 61r)

La relación entre los dos sexos dentro de este paradigma es una relación de
contrariedad y no de contradicción. Cuando Fuentelapeña afirmaba, en el texto
anteriormente citado, que el miembro viril “es el más perfecto y al que aspira”
el sexo femenino, lo que presupone esta afirmación no es una relación privativa
y sistemática entre ambos, sino cierto amago de coexistencia inclusiva: dentro
del mismo modelo de sustancia, el hombre es una mujer, aunque completa, al
menos en la misma exacta medida en que la mujer es un hombre incompleto.
Ambos sexos son momentos de un mismo proceso de desarrollo cuya
consumación se identifica, de hecho, con la masculinidad y con la presencia.
Laqueur lo expresa de esta manera: “Though Aristotle certainly regarded
male and female bodies as specifically adapted to their particular roles, he did
not regard these adaptations as the signs of sexual opposition” (29).17 Así, si
la mujer es un defecto o exceso de materia con respecto a la misma forma, el
acento de una posible diferencia sexual no podía recaer en la oposición forma/
materia, sino en una dicotomía que tratara – por así decirlo – de ordenar y
definir lo contingente: la dicotomía potencia-impotencia. Pues si el nacimiento
de una mujer depende de un déficit contingente de calor, afirmará Aristóteles,
“la hembra es hembra por una cierta impotencia (adynamia tini): por no ser
capaz de cocer esperma a partir del alimento en su último estadio” (GA 728a,
18). Tal “impotencia” o incapacidad se postulaba al final como el verdadero
territorio común del cuerpo femenino y el cuerpo hermafrodita, cuyo carácter
frío y húmedo definía el espacio de una ausencia que al mismo tiempo, y
paradójicamente, contenía lo ausente.
En esta coyuntura teórica, lo que el hermafroditismo significaba para la
lógica de la transición al modo de producción capitalista no era, pues, la

17 De obligada referencia es el repaso que Laqueur hace de las diferentes teorías del sexo
único (25-64).
100 VICTOR PUEYO

ruptura con un régimen de género dicotómico, que en rigor no existía tal y


como lo conocemos ahora, sino, antes bien, el establecimiento de sus condiciones
de posibilidad. La figura del hermafrodita consigue desplegar las contradicciones
inherentes a la lógica “suplementaria” de la teoría aristotélica del sexo único.
Lo hace, como señala Kathleen Long, a través de la mutua contradicción en
que entran la definición de hombre y la definición de mujer:

To some extent, one definition calls the other into question; if a


hermaphrodite is a semimar or semivir, that is, his effeminacy is expressed
only as a lack, then a hermaphrodite containing both male and female
characteristics seems to be a logical impossibility (since feminity is only a
lack of masculinity). The hermaphrodite as half-man and the hermaphrodite
as dual-sexed cannot coexist in the same epistemological system. (52)

En otras palabras: si el afeminado (y todo hermafrodita como medio-mujer


cae bajo este registro de manera automática) es “medio-hombre”, eso significa
que es un hombre incompleto. ¿Pero cómo puede reconciliarse este hecho
con la presencia simultánea de genitales masculinos? ¿No completan estos
y a la vez cancelan el carácter precario de lo femenino? Y si esto es así,
¿cómo decir entonces que hay tal cosa como un elemento femenino en el
hermafrodita, si la única marca distintiva de lo femenino es la ausencia de
genitales masculinos?

De afuera a afuera: hermaphrodités.


Quizá la última paradoja que plantea la gramática de la excepción en el siglo
XVII sea el hecho de que la obsesión por el hermafrodita surgiera, en su
origen, de la necesidad de restaurar el convaleciente orden simbólico estamental
frente a los envites de una incipiente burguesía. El aparato semiótico de la
hidalguía no era tan caro, en efecto, que no se pudiera comprar. En un mundo
en el que la movilidad social dependía fuertemente de la gestión de las
apariencias, el hecho de que las nuevas clases emergentes pudieran camuflarse
entre las viejas oligarquías (vestirse, gastar, gesticular como ellas) constituía
un grave peligro para el status quo, que solo tendría, a la postre, una solución:
hacer el linaje más visible, reflotar la verdad sustancial de la sangre hacia
afuera. Este programa ideológico aflora, como sabemos, en muchos de los
textos que ahora llamamos barrocos. Su objetivo es mostrar cómo esta verdad
se traduce en las apariencias, bien a través de la súbita revelación de un engaño
(e.g., los descosidos en las ropas del pícaro y la manera en que la piel emerge
de entre las costuras para denunciar al falso hidalgo), bien a través de la
erupción de un elemento material que, por así decirlo, se apresta a encarnar
esa verdad sustancial en el dominio de lo visible (en los dramas de capa y
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 101

espada, la sangría que subraya el carácter trágico de la muerte de un personaje


que es – tiene que ser – noble).18
La verdad del sexo no era una excepción. Todas las historias referidas de monjas
nacidas a una nueva genitalidad servían al propósito de restaurar y validar las
apariencias. De esta manera, si la monja hablaba como un hombre, miraba como
un hombre y se comportaba como un hombre, parecía solo cuestión de tiempo
que su masculinidad se abriera paso para constatar que, en efecto, se trataba de
un hombre. La paradoja estriba en que la denuncia de la falsedad de las apariencias
(la falsedad de “lo material”) implicaba en muchos otros textos su corrección en
el ámbito de la materia, produciendo una imagen geminada de lo verdadero y lo
falso, lo completo y lo incompleto, lo precario y lo perfecto. En términos generales,
esta imagen se hace nítida en el tipo literario del honrado campesino e incluso
del falso doppelgänger, el personaje humilde que en la comedia lopesca se revela,
siquiera por un momento y sin perder su aspecto mundano, como un personaje
dotado de inesperadas cualidades regias (véase cap. 1, nota 21). Lo mismo sucede
en el plano de la genitalidad. Un cada vez más amenazado sustancialismo de
extracción estamental vuelca la forma sobre la materia, despliega sobre un cuerpo
literal lo que en su matriz teórica existe como pura latencia (la mujer es un hombre
mutilado; el hombre es una mujer cuya prótesis genital completa y cancela su
imperfección) y el resultado de esta operación es el hermafrodita propiamente
dicho: una entidad que distribuye en un eje horizontal aquellos atributos genitales
que antes permanecían verticalmente dispuestos de acuerdo con la escala rectora
perfección/imperfección. Esta nueva “distribución de lo sensible”, para utilizar
la expresión de Jacques Rancière, establece un plano continuo que permite la
visualización discreta de dos campos de genitalidad y que actúa, en el agonizante
imaginario del imperio español, como conditio sine qua non de su separación en
cuanto “géneros diferenciados”.19
El nuevo reordenamiento de lo sensible que conlleva producir al hermafrodita
explica fenómenos que de otro modo solo podríamos atribuir a la arbitrariedad
de un capricho hermenéutico, como el que refleja la noticia del siguiente suceso
acaecido en Madrid el catorce de mayo de 1688. Esta relación informa del
nacimiento de una criatura monstruosa que “sacó dos naturalezas, de niño y
niña; la de niña, en la parte común, y la de niño en mitad de la frente” (fol. 1).20
La parte común es, por supuesto, la parte en la que comúnmente se suele encontrar
y se encuentra la vagina, pero su presencia no excluye (ni parece hacer redundante)

18 Es la problemática que Juan Carlos Rodríguez asocia a la necesidad de “salvar las


apariencias” (sozein ta fainomena) (Teoría 61-66).
19 Una versión abreviada y transparente del concepto de “distribución de lo sensible” puede
ser encontrada en Rancière (Desacuerdo 12-20).
20 También recogida en la colección de Ettinghausen (sin página).
102 VICTOR PUEYO

el pene que se ubica en el rostro vacío del monstruo; un monstruo que no tiene
nariz ni ojos, aunque la ilustración sugiere, de una manera tremendamente
gráfica, que los testículos sustituyen a los ojos y el pene a la nariz (figura 11).

Figura 11. Hermafrodita nacido en Madrid en 1688.

El pene ya no está en lugar de la vagina: coexiste con ella siquiera de una


manera caótica, como si todavía estuviera buscando su lugar o como si, en
efecto, careciera de él. Los miembros del cuerpo aparecen movidos de lugar,
multiplicados, intercambiados en sus funciones. El monstruo tiene seis dedos
en cada mano “y en una oreja, dos agujeros, por donde resollaba” (fol. 1). Parece
atisbarse, incluso, una segunda cara en el extraño diseño de su torso, donde los
pechos, inusitadamente prominentes, evocan párpados cerrados, el vello pectoral
perfila una nariz y el ombligo se dibuja como una boca que exhala su aliento
durante el sueño. La representación de este prodigio recuerda a otros fenómenos
cripto-anatómicos mucho más memorables o, al menos, mucho más recordados,
como el famoso hermafrodita de Rávena de cuya existencia se hacía eco Mateo
Alemán al comienzo del Guzmán de Alfarache, todavía en 1599:

El año de mil quinientos y doce, en Rávena, poco antes que fuese saqueada,
hubo en Italia crueles guerras, y en esta ciudad nació un monstruo muy extraño,
que puso grandísima admiración. Tenía de la cintura para arriba todo su cuerpo,
cabeza y rostro de criatura humana, pero un cuerno en la frente. Faltábanle los
brazos, y diole naturaleza por ellos en su lugar dos alas de murciélago. Tenía en
el pecho figurado la Y pitagórica, y en el estómago, hacia el vientre, una cruz
bien formada. Era hermafrodito y muy formados los dos naturales sexos. No
tenía más que un muslo y en él una pierna con su pie de milano y las garras de
la misma forma. En el ñudo de la rodilla tenía un ojo solo. (84)21

21 La primera referencia al monstruo de Rávena en España data de 1513. Lo había descrito


Andrés Bernáldez en su Historia de los reyes católicos Don Fernando y Doña Isabel (372-373).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 103

Las inscripciones en el pecho del monstruo (de nuevo, la Y pitagórica secular


y la X que representa la persistencia de la piedad cristiana) señalan a un régimen
de lectura binario que se traduce en la coexistencia de signos corporales y signos
escriturarios, pero la interpretación del monstruo sucumbe, por decirlo de algún
modo, a una constante alegórica por la que cada elemento tiene un lugar exacto
en una narrativa moral que Mateo Alemán se apresura a desglosar:

El cuerno significaba orgullo y ambición; las alas, inconstancia y ligereza;


falta de brazos, falta de buenas obras; el pie de ave de rapiña, robos, usuras
y avaricias; el ojo en la rodilla, afición a las vanidades y cosas mundanas; los
dos sexos, sodomía y bestial bruteza; en todos los cuales vicios abundaba
por entonces toda Italia, por lo cual Dios la castigaba con aquel azote de
guerras y disensiones. (84)

Que el monstruo de Rávena interpreta los intereses expansionistas de la


entente franco-ferraresa como epítome de la Europa protestante, la de los
“robos, usuras y avaricias”, es tan obvio como que este régimen de lectura
alegórica estaba supeditado a la lógica de la realización corporal de la escritura
divina que la Contrarreforma se había impuesto como una tarea prioritaria.
Pero lo que ahora nos importa es la arquitectura imaginaria del monstruo. Su
interés reside precisamente en cierto desfase, cierto carácter obsoleto. Si lo
comparamos con el monstruo de Madrid nacido en 1688 (según la mencionada
relación), es fácil observar cómo este tampoco desborda por completo el cauce
alegórico. Las “atroces y espantosas señales” (fol. 2) que despliegan los miembros
del recién nacido hermafrodita son interpretadas como signos de un pecado
venial cometido por sus padres, Miguel Díez y Antonia Isidra, también naturales
de la villa de Madrid. Se vislumbra al fondo, incluso, la ansiedad desatada por
la nula descendencia de Carlos II, que acabará por dar al traste con la dinastía
de los Habsburgo y que venía provocando, durante aquellos años, todo un
reflujo imaginario del aborto, la infertilidad, los partos múltiples y los
nacimientos monstruosos.22
Esta narrativa que interpreta las señales no se suma en el monstruo de
Madrid, sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre con el monstruo de
Rávena, a la descripción de su fisonomía. Las señales simplemente están ahí.
Si funcionan como tales (y su vocación prodigiosa parece innegable), no hay
nada en ellas que parezca orientar una interpretación específica. Su referente

22 Lo que hace la cabeza afecta al resto del cuerpo y las malas lenguas aseguraban que el
Rey usaba de medios dudosos (magia y hechizos) para procurarse descendencia. Véase Reina
Ruíz (98). Vega Ramos ha dedicado un estudio completo a la persistencia de esta lectura alegórica
en España.
104 VICTOR PUEYO

parece haber sido postergado, si no plegado sobre el propio signo. Como


consecuencia, estas señales mudas descubren de golpe en la carne del niño
una anatomía de contornos completamente literales, donde el cuerpo
doblemente sexuado, considerado como monstruo o como anomalía, demanda
ahora desde su particular condición ontológica una coartada de normalización
disociadora, una nueva praxis de regulación. El hermafrodita, en tanto lectura
horizontal de una serie de supuestos destinados a ordenar el mundo
verticalmente, produce un ámbito de indeterminación en cuyo interior la
propia epistemología dominante no puede sino colapsar.23 Hay que notar que
esta segunda especie de hermafrodita que estamos presentando es un efecto
de esta epistemología predominantemente aristotélica (sigue siendo, en este
sentido, un ser humano sin terminar, una potencia o impotencia “pura”), pero
también la causa de su quiebra, el espacio en el que entra en contradicción
consigo misma: el lugar en el que la potencia coincide con su acto. Una
tendencia pujante de la medicina europea al otro lado de los Pirineos era, ya
a principios del siglo XVII, la de negar la similitud entre los genitales
masculinos y femeninos. Así lo hace André du Laurens en su Historia
anatomica humani corporis partes (1605):

Nulla enim cervici cum virili pene, nulla uteri cum scroto intercedit
similitudo: neque testium eadem est structura, figura, magnitudo, neque
spermaticorum vasorum similis distributio infertioque. Non ergo ea ratione
differre marem a foemina existimandum, quod foemina mas sit imperfectu.
(fol.517)24

La posición de Du Laurens tiene seguidores en España, como los médicos


Gaspar Bravo de Sobremonte y Alfonso de Carranza. El primero, en sus
Resolutiones Medicae (1649), se preocupa por la validez del criterio de similitud
para catalogar las partes del cuerpo y acaba negando (siguiendo al propio Du
Laurens y a Johannes Varandeus, entre otros) que las partes del cuerpo puedan
dividirse entre partes similares y partes disímiles: “Membra […] non potest
dividi in partes similares & disimilares” (fol. 93).25

23 Epistemología que, recordemos, arrancaba de la teología escolástica y sus “incrustaciones”


en el derecho canónico medieval. Baldo, máxima autoridad legal del siglo XIV, recurría a la
máxima latina “la causa mayor absorbe a la menor” para explicar el predominio de un sexo sobre
otro en una res mixta o cuerpo doblemente sexuado. Ver Kantorowicz (44).
24 Pues no existe ninguna semejanza entre el cuello del útero y el miembro viril, ninguna
entre el útero y el escroto; ni es la misma la estructura, la forma, el tamaño de las glándulas,
ni semejante la distribución y la colocación de los conductos de fluido. Por lo tanto, no se debe
pensar que el varón se diferencia de la hembra por la razón de que la hembra es un varón
imperfecto.
25 Cito de la tercera edición de 1662. La primera es de 1649 y la segunda de 1654.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 105

En el momento en el que las partes del cuerpo ya no se puedan catalogar


en base a su similitud, resultará muy complicado defender que los órganos
femeninos son los mismos que los masculinos, solo que aplastados o
incompletos. Antes bien, este nuevo punto de partida parece llevar a la
conclusión de que los órganos masculinos y femeninos son en sí mismos
diferentes y deben ser considerados en su especificidad como tales. Su
simultaneidad ya no impone ningún obstáculo. Ello le permite a Carranza
distinguir, en un capítulo de su Disputatio de vera humani partus naturalis
et legitimi designatione (1628) dedicado a la monstruosidad (“De monstrosis
et prodigiosis partionibus”), entre cuatro tipos de hermafroditas. El primero
es el hermafrodita hombre, que tiene el sexo acabado y operativo (“qui virilem
sexum perfectum & potentem habet”), pero cuya vagina y demás órganos
femeninos, de haberlos, no son aptos para la procreación; el segundo es el
hermafrodita mujer, que tiene vulva y produce flujo menstrual, pero cuyo
pene es impotente y no viene acompañado de testículos y escroto; el tercero
es, naturalmente, el hermafrodita que tiene una “imagen expresa” de ambos
sexos, pero que no puede concebir con ninguno de ellos; y el cuarto – y caso
que ahora debería ocuparnos – es el hermafrodita pleno: aquél que no solo
tiene los órganos de reproducción que corresponden a ambos sexos, sino que
posee también sus respectivas virtudes generativas:

Quarta demun eorum est, qui utroque sexu valent, marisque & feminae
munera potenter obeunt, quod utraque genitalia ómnibus numeris (ad
generationem necessariis) completa & perfecta habent: imo & mammam
dextram mari, sinistram feminae similem. (fol.600)26

El propio Martín del Río confiesa haber llegado a las mismas conclusiones
que De Laurens antes de incluso de haberlo leído: “Aunque esto lo escribí
hace muchos años, ha sido en éste de 1606 cuando he dado con la Historia
anatómica de Andrés de Lorenzo, una obra muy cuidada, comprobando para
mi gran satisfacción que la opinión de tan doctísimo médico coincide con la
mía” (395). No era, sin duda, solo un asunto de fuentes, sino algo que afectaba
a la producción de un nuevo itinerario de lo sensible. Por supuesto, la vieja
problemática de la similitud y los “cambios de sexo” persevera; un rápido
vistazo a cualquiera de los textos citados bastaría para constatar que la medicina

26 Finalmente el cuarto tipo es el de los que tienen capacidad en los dos sexos, los que
responden con posibilidad a los deberes del varón y de la hembra, porque tienen ambos aparatos
reproductivos completos y acabados en su cantidad mínima (la necesaria para la reproducción);
y es más, la mama derecha es semejante al varón y la izquierda a la hembra. Por supuesto, esta
cuádruple clasificación ya estaba en Ambroise Paré (37-38), en Gaspar Bauhin (fols. 34-35) y
volverá a aparecer en la Monstrorum historia de Aldrovandi (fol. 41).
106 VICTOR PUEYO

española de principios del XVII distaba mucho de haber superado el


aristotelismo/galenismo teórico del que, en realidad, nunca había dejado de
proceder. Ahora, sin embargo, se ve obligado a convivir con un nuevo tipo
de hermafrodita: aquel que opone a la dicotomía incompleto/completo una
versión doblemente conclusa de sí mismo, distinguiéndose no como una
anomalía con respecto a la lógica de la actualización, sino como un fenómeno
“lógico” dentro de su condición anómala, dentro de su propia monstruosidad.
Si la similitudo (ese aire de familia) justificaba la concepción del hermafrodita
como naturaleza diferida de acuerdo a un supuesto monosexual, su deposición
permitía afirmar que la coexistencia de los genitales no funcionaba según una
ley teleológica, sino que era el resultado de un capricho de la naturaleza que
exigía ser catalogado como monstruo, examinado en su especificidad,
considerado en su organización sintagmática.27
La diferencia con respecto al anterior paradigma (con el que no dejará de
coexistir durante mucho tiempo) es obvia: donde antes el hermafroditismo se
confundía con la condición femenina, ahora tiende a postularse como una
propiedad inmanente al hermafrodita. Son los hermafroditas, según Du
Laurens, los que cambian de sexo en tanto hermafroditas, punto de partida,
potencia devenida acto y no resultado de una serie de latencias establecidas
por la prognosis, decididas de antemano por un deber ser constitutivo. La
palabra que Du Laurens trata de desterrar es la palabra ‘imbecilidad’
(‘imbecilitas’) en su sentido etimológico de carencia (en este caso, carencia
de calor) o debilidad (fols. 516-517). La causa del hermafroditismo no es la
imbecilidad de lo femenino, sino esa doble presencia que impone – causa sui
– lo abigarrado de su forma. Rebecca Wilkin lo expone en estos términos:
“from the beginning, he argues, these individuals, present a mix of incompatible
features; they are hermaphrodites” (137).

27 Ante la eclosión de este hermafrodita desplegado, médicos y juristas tendrían que elegir
entre dos opciones: a) negar la existencia de aquellos especímenes de los que ofrecen pruebas,
reales o fingidas, las relaciones de sucesos, autopsias y veredictos de otros colegas, como hace el
francés Jean Riolan en su influyente Discourse sur les hermafrodits (1614); b) catalogarlo como
monstruo, maravilla o curiosidad, opción escogida por la mayoría de los autores españoles, pero
también por aquellos que escriben fuera del ámbito hispanohablante (Gaspar Bauhin, Ulisse
Aldrovandi, etc.), como el título del tratado de Riolan (escrito “contre l’opinion commune”) se
esfuerza en constatar. Son de esta opinión común Alfonso Carranza o Pedro García Carrero, médico
personal de Felipe II, que deja muy claro este punto en la Disputatio 73 de sus tempranas (y muy
voluminosas) Disputationes medicae super libros galeni de 1605 (fol. 1179 y siguientes). El más
temprano exponente de la doctrina anti-galénica del “monstruo” hermafrodita podría ser otro
médico de la corte de Felipe II, Luis de Mercado, en su De Mulierum Affectionibus (1579). Cobra
relevancia aquí la distinción de Park y Daston entre una “literatura de prodigios”, difundida más
o menos hasta 1570 con un propósito moral, y una “literatura de maravillas” de extracción secular
destinada al entretenimiento, que comenzaría a circular a partir de 1550. Esta literatura de maravillas
sería la que considerara al monstruo como objeto praeter naturam (“Unnatural” 36-37).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 107

Desde el principio, también, Estebanía se presenta como una mezcla de


Esteban y Estefanía en una fascinante y temprana relación de sucesos
española, transcrita por Carmelo Viñas y Ramón Mey. Nacido/nacida en la
villa de Valdaracete (Madrid), llama muy pronto la atención de sus paisanos
por correr, bregar y tirar la barra como un hombre a pesar de su aspecto
netamente femenino. Así, es trasladada a Granada para someterse a un
examen ginecológico y las matronas y parteras que la examinan dictaminan
que Estebanía es hermafrodita. El narrador no renuncia a mantener el tono
ambiguo, tenso, con que ha comenzado su relación: si al principio se refería
a Estebanía en femenino, ahora nos recuerda que Esteban era “hombre de
mediana estatura, claro de gesto, sin barba e recio de miembros” (Viñas y
Mey 631). 28 Sus gestas, no menos que sus gestos o que su apostura,
sorprenderán en adelante a propios y extraños. El narrador ensalza en
repetidas ocasiones el hábil manejo del estoque que granjeará a Esteban,
alias Estebanía, la admiración de los súbditos de Carlos V como reputado
maestro de esgrima. Es, tal vez, un recuerdo del solapamiento de ambos
modelos de hermafrodita, el diferido y el diferente, el trascendido y el
inmanente, en un solo relato: como en la relación de María Muñoz o en la
de María la Bailaora (ver nota 11), la espada prorrumpe como falo, completando
un cuerpo de otra manera desintegrado en lo simbólico, dotándolo de
verticalidad. Pero el relato mismo nunca abandona, a pesar de ello, ese plano
contiguo de la suma: “Y lo que más fue notable de esta mujer hombre fue
que en el tiempo de su muerte, llevándola a enterrar siendo viuda su madre
e su mujer, en su entierro la una lloraba diciendo ¡ay hija!, e la otra decía
¡ay marido mío!” (Viñas y Mey 631).29
El caso ya referido de Magdalena Ventura, en lo que tiene de celebración
de lo yuxtapuesto, de explosión sintagmática de contrarios, es un caso tal
vez demasiado obvio, pero no por ello menos reseñable. Habría que preguntarse
hasta qué punto el gesto impenetrable de Magdalena Ventura no resalta otra
vez la existencia de una costra, la costra de carne que envuelve a la giganta
Eugenia o el caparazón de Juan de Acosta, el “niño molusco” de 1688 al que
nos referíamos en el capítulo anterior. Recuérdese que el hermafrodita de la
relación madrileña publicada ese mismo año carecía de rostro – de ojos y de
nariz – y permanecía recubierto en su lugar de una gruesa capa de carne que
obstruía los orificios de entrada y de salida, que cancelaba la diferencia entre
el adentro y el afuera. Esta costra es la mayor garantía de horizontalidad que

28 María de Zayas, quizá inspirándose en este caso, recoge la alternancia Esteban/Estefanía


en una de las novellas (“Amar sólo por vencer”) de sus Novelas ejemplares y amorosas. Ver
Vollendorf (62-64), Velasco (Lesbians 153-161) y Gossy (19-28).
29 Debo el conocimiento de esta relación al citado artículo de Mercedes Galán (107).
108 VICTOR PUEYO

Figura 12. José Ribera: Magdalena Ventura con su marido (1631)

el imaginario contrarreformista de la restauración de las apariencias es capaz


de proveer. Su diseño, al igual que el diseño de la casa de Solier, es el diseño
de la mónada de Leibniz. Como recuerda Gilles Deleuze: “Las mónadas no
tienen ventanas por las que algo pueda entrar o salir de ellas, no tienen
agujeros ni puertas” (41). Para Deleuze, el adentro y el afuera están volcados
sobre la superficie de la mónada como si fuera la superficie de un lienzo. Si
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 109

la función representativa del cuadro “renacentista” motiva la profusión de


ventanas, de escotillas, de aperturas de un tema hacia su afuera, el cuadro
“barroco” – según Deleuze – resuelve esta diferencia en un pliegue que se
reproduce dentro del cuadro mismo en formas variadas (los pliegues de los
vestidos y de la piel, las ondulaciones y rizos de telones, cortinas y tapices
al fondo del lienzo, etc.). Deleuze recuerda la obra del Tintoretto o el Entierro
del conde de Orgaz de El Greco, donde la escena del mundo supra-terreno
y la escena terrena del sepelio están divididas por una línea horizontal sobre
la que ambas parecen destinadas a plegarse, pero que actúa al mismo tiempo
como el eje que posibilita su separación en dos planos.30 Mientras que el
imaginario platónico refleja otra cosa distinta del cuadro, el cuadro
estrictamente organicista se centra en la representación de su propia superficie,
una superficie, como diría Deleuze, “tabulada”. Desde el punto de vista de
la arquitectura, sucede lo mismo: el adentro del edificio incluye una
representación del afuera en los cielos pintados en trompe-l’oeil sobre sus
bóvedas, al mismo tiempo que la fachada presenta agujeros, entradas y salidas
que deben entenderse no como accesos al interior, sino como elementos
suntuarios que realzan su “ser fachada” mismo.
¿Podemos seguir aquí a Deleuze (y a Leibniz) en su descripción del Barroco
como mónada? ¿Puede su caracterización del pliegue despejar la doble
incógnita genital que plantea la ecuación hermafrodita en el siglo XVII? El
problema que nos encontraríamos al intentarlo reside en el efecto de
achatamiento que esta caracterización produce sobre el concepto mismo de
“lo barroco”, igualando causas y efectos, resortes y movimientos, normas y
excepciones. La noción de pliegue tiende, de hecho, a replegar dos tipos de
gestos que no son en absoluto reversibles, ni mucho menos equivalentes: la
contracción y el despliegue. Ambos gestos constituyen fases distintas de un
mismo proceso histórico. El primero de ellos opera según la pareja contraer/
dilatar y sigue anclado en una teleología de la trascendencia. Lo que emerge
precisa todavía agujeros, conductos por los que la sustancia fluye y se revela,
incluso una trastienda o cámara oscura donde pueda cocinarse el revelado.
Es propiamente la metáfora deleuziana de la “casa barroca” con dos pisos
(el alma y el cuerpo, el mundo de los sentidos y el ático del espíritu), la lógica
del escalonamiento en la pintura alegórica del siglo XVII, ya sea de tema
religioso o de tema mitológico. El modelo de hermafrodita que corresponde

30 Deleuze también podría haber recordado, en el ámbito hispánico, El nacimiento de la


Virgen (1660), el Sueño patricio (1665) o El Martirio de San Andrés (1675) de Murillo, la Apoteosis
de Santo Tomás de Aquino de Zurbarán (1631), El árbol de la vida de Ignacio de Ries (1653) o
el propio anónimo novohispano Traslado de las monjas dominicas a su nuevo convento de
Valladolid ya en 1738, por mencionar algunos casos notables.
110 VICTOR PUEYO

al movimiento de contracción/dilatación es el que venía dado por la particular


anatomía de Magdalena Muñoz. El sexo de Magdalena Muñoz (ese pequeño
orificio almendrado por el que se despereza su masculinidad) no es tanto un
conducto que comunica la sexualidad privada con la esfera pública como el
registro de un aplastamiento – la inscripción de signos sobre una tabla – que
aspira al relieve.
Este momento no debe confundirse con la cristalización (también barroca,
en esos términos) de la potencia y su disposición contigua con respecto al
acto que impone el despliegue. El despliegue es un evento que tenderá a ganar
mayor notoriedad a principios de este siglo XVII, a medida que el legado
imaginario de la Contrarreforma comience a prestarse a una lectura mecanicista/
naturalista del cuerpo. Si la agenda tridentina exige, en el terreno simbólico,
que todo adquiera su volumen dentro de ese cuerpo orgánico estamental (el
culto en el icono, la verdad en el vestido, la fe en las obras, el pecado en el
castigo de la carne), no pasará mucho tiempo antes de que este cuerpo resultante
pueda examinarse en su corporalidad, como un engranaje o como un aparato
cuyas partes están interrelacionadas. La medicina juega un papel fundamental
en este proceso. De ahí la abundancia de tratados médicos que tienen que ver
con las partes del cuerpo desde principios de siglo, donde el interés por las
partes ya no reside en su capacidad de representar el todo inherente a cada
una de ellas, sino en su autonomía como tales. Esta lectura precisa modelos
que puedan dar cuenta de todos los casos anatómicos posibles. El hermafrodita
“desplegado” es, en cuanto a la anatomía genital, su paradigma, la excepción
funcionando como norma que aglutina todas las posibilidades (incluida ella
misma). Lo que el cuerpo del hermafrodita desplegado muestra es la coexistencia
de dos genitalidades en un mismo escenario. En este cuerpo, por ejemplo el
cuerpo de Magdalena Ventura, las líneas del pliegue resultan invisibles (figura
12). Son en este sentido la marca misma de su irreversibilidad. El pecho no
está escondido debajo de la ropa: ya ha aflorado y se presenta en toda su
arrogante complicidad con la barba. El pecho mismo es un pecho peludo,
hirsuto, al tiempo que la barba resulta feminizada por la proximidad metonímica
del seno lactario. Es el mutuo contagio entre las partes lo que hace imposible
su repliegue, marcando un punto de no retorno. Casi en la misma medida, la
presencia de Magdalena feminiza por contacto (como si formara una sola
entidad con él) a su marido, que completa y refuerza la distribución horizontal
de la composición pictórica.
En otro óleo de Ribera, el que representa el éxtasis de Santa María Egipcíaca,
el cuerpo de la mujer, masculinizado por los estragos de una insaciable
penitencia, presenta una cabeza dividida entre la luz y la sombra, pero también
entre la larga cabellera negra por un lado y el pelo corto y gris por el otro,
sumada a la ambigua complexión de sus rasgos faciales, finos, femeninos y,
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 111

al mismo tiempo, descaradamente viriles (figura 13).31 Donde a un barroco


de la ausencia le correspondía la sustitución metafórica y la reposición del
significante elidido, al barroco de la presencia le concierne la metonimia, esa
concatenación de lo contiguo que, si bien no consigue dar al traste con la
hegemonía de la semejanza, sí establece un punto intermedio en que la
semejanza aparece sometida al régimen de lo que se puede enumerar .

Figura 13. José Ribera. Santa María Egipcíaca en éxtasis (c.1640)

31 Sobre las transformaciones de Santa María Egipcíaca (y particularmente sobre la conflación


de lo sagrado y lo secular) consúltese la tesis doctoral inédita de Velázquez. Debo el conocimiento
de este óleo a una conferencia que la autora dictó en Temple University el 18 de abril de 2013
(“Neither Venus nor Venerable Transvestite: The Inconsumable Beauty of Ribera’s Saint Mary
of Egypt”).
112 VICTOR PUEYO

Lo mismo sucede con la escritura. Es muy importante notar que la escritura


no ha desaparecido: el cuerpo del hermafrodita de Ribera todavía no es un
cuerpo literal (el cuerpo de un sujeto) en la medida en que sigue sujeto a
cláusulas, a elementos deícticos que nunca dejan de sugerir la huella de un
emblema latente. Sin embargo, hay una diferencia con respecto a sus antecesores.
La escritura formaba una parte esencial del hermafrodita plegado en dos
tiempos; imprimía significantes sobre su cuerpo (la cruz en el pecho del
hermafrodita de Rávena o de Juan de Acosta) que permitían recuperar y
restablecer el sentido providencial del pliegue. En el retrato de Magdalena
Ventura, como ya sucediera en el de Antonietta González (véase cap. 2, figura
3), esta escritura ha sido arrumbada a una esquina, relegada a una posición
puramente testimonial que no encuentra su intersección con el cuerpo del
hermafrodita. Solo, acaso, lo traduce a sí mismo. En esa esquina inferior
derecha del retrato, se encuentran, en efecto, las tablas que describen el
fenómeno como un “milagro de la naturaleza” (“naturae miraculum”) y que
aportan todos los datos biográficos necesarios para su contextualización: que
Magdalena tenía cincuenta y dos años, pero la barba no había empezado a
crecerle hasta que no cumplió los treinta y siete; que estaba casada; que era
la madre de tres hijos y que el retrato fue pintado por la mano de José de
Ribera (“Hosephus de Ribera”) en 1631, entre otros varios detalles biográficos
(figura 4). La escritura, en este como en otros ejemplos, ha sufrido un
desplazamiento en sus funciones. De eje constitutivo y cifra de los cuerpos
pasa a erigirse en el comentario que los explica – que, literalmente, los despliega
– y los completa como prodigios.
No sorprende que estas dos posibles disposiciones de la “forma hermafrodita”
confluyan, en la problemática planteada por Le pli, bajo la misma categoría
del pliegue. La insistencia de Deleuze en destacar la asimetría (la disposición
escalonada de lo diferente) como “rasgo” constitutivo de aquello que se pliega
obedece a la primacía que Deleuze otorga a la diferencia como principio
rector del pliegue. Por esta razón, Deleuze afirma: “lo que hará posible la
armonía es, en primer lugar, la distinción de dos pisos, en la medida en que
resuelve la tensión o distribuye la escisión” (43). No en balde, esa “distinción”
está regulando ya a priori la distribución de lo plegado, a través de lo que
Deleuze llama, a continuación, un “régimen diferente”: “el mundo con dos
pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados según
un régimen diferente, es la aportación barroca por excelencia. Expresa, ya
lo veremos, la transformación del cosmos en mundus” (44). El mundo, la
historia, su grosera y necesaria materialidad están ahí en el texto de Deleuze.
Pero al final del camino, y sea lo que sea lo que pliega los cuerpos y las cosas
en el Barroco, Deleuze recurre a Heidegger para explicar este pliegue no
como una contradicción surgida de la materialidad de procesos históricos
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 113

específicos, sino como la actualización de esta Diferencia que precedía al y


producía el pliegue:

La escisión del interior y del exterior remite, pues, a la distinción de los dos
pisos, pero ésta remite al Pliegue que se actualiza en los pliegues íntimos
que el alma encierra en el piso de arriba, y que se efectúa en los repliegues
que la materia hace nacer los unos de los otros, siempre en el exterior, en el
piso de abajo. Así pues, el pliegue ideal es el Zwiefalt, pliegue que diferencia
y se diferencia. Cuando Heidegger invoca el Zwiefalt como diferenciante
de la diferencia, quiere decir ante todo que la diferenciación no remite a un
indiferenciado previo, sino a una Diferencia que no cesa de desplegarse y
replegarse en cada uno de los dos lados, y que no despliega uno sin replegar
el otro, en una coextensividad del desvelamiento y del velamiento del Ser,
de la presencia y de la retirada del ente. (44-45)

Deleuze ontologiza la diferencia: antes de cualquier cosa solo hay diferencia;


antes de la diferencia, no hay nada. El pliegue sería en el siglo XVII la “expresión”
barroca de esa diferencia primitiva y líquida que precede a la identidad, con
respecto a la cual la identidad, regida por oposiciones, es una forma
“territorializada” de diferencia. De este modo, lo que el origami ontológico de
Deleuze supone es una defensa de lo plegado como continuo frente a lo
discontinuo como secuencia que ya incluye una oposición entre el lleno y el
vacío. El pliegue sería esa especie de tropo que en el Barroco expresa la dinámica
de producción de diferencia por repetición y no por oposición. Deleuze, sin
duda atento a posibles cargos de idealismo, se aleja de otros géneros de causalidad
expresiva (como la hegeliana, donde cada época es la expresión o encarnación
parcial de un Espíritu) e imagina la relación entre los segmentos del pliegue
como una relación de expresividades o “interexpresividad”:

La mónada es el libro o el gabinete de lectura. Lo visible y lo legible, lo


exterior y lo interior, la fachada y la cámara, no son, sin embargo, dos
mundos, pues lo visible tiene su lectura (como el diario en Mallarmé), y lo
legible tiene su teatro (su teatro de lectura en Leibniz como en Mallarmé).
Las combinaciones de visible y de legible constituyen los “emblemas” o las
alegorías tan del gusto barroco. Siempre nos vemos remitidos a un nuevo
tipo de correspondencia o de expresión mutua, “interexpresión”, pliegue
según pliegue. (46)

Al identificar de esta manera el pliegue con la diferencia en tanto “correspondencia


mutua” o “interexpresión” de lo legible y lo visible, Deleuze deja de explicar, sin
embargo, el despliegue como momento barroco (más allá del emblema) en que
lo legible se ha disuelto en lo visible, en el que ambos comparten ese espacio
114 VICTOR PUEYO

común que los hace indisociables. Hay, en este sentido, una política de lo que se
resiste a ser doblado en el hermafrodita, una imagen de lo igualitario que tampoco
puede producir identidad, porque los miembros que componen su confusa simetría
no están separados por ninguna línea de puntos.
En la noción del pliegue, por el contrario, parece quedar clausurada la
diferencia entre el momento político (la violencia que fuerza un nuevo reparto
de lo sensible) y el cierre policial (la estructura de lo sensible tal y como existe).32
El primero implica la coexistencia, siquiera precaria, de dos sexos en un mismo
cuerpo; el segundo implica la dependencia o de uno de ellos con respecto al
otro y viceversa. El pliegue, por así decirlo, también los convierte en una
expresión mutua, clausurando su diferencia en un cul-de-sac ideológico que se
sustenta sobre la conflación de dos regímenes de visibilidad dentro del llamado
Barroco. Ambos son modelos de cuerpos plegados, pero aquello que se pliega
(y que se plegará) en ellos no es lo mismo. Lo que trataré de mostrar no es, de
este modo, cómo el nacimiento del género se produjo en virtud de la
universalización o reparto simétrico de una cuota de diferencia, sino más bien
cómo la diferencia – y en este caso la diferencia de género – surgió de la
normalización y disgregación de un escenario de igualdad, de la incorporación
y ordenamiento de una excepción política configurada bajo un régimen de
simetría. Esta excepción es el hermafrodita.

Legalidad y anomia hermafrodita. Notas sobre el nacimiento del género


sexual.
El hermafrodita y la ley/el hermafrodita como ley.
El estatuto de excepcionalidad que atesora el hermafrodita puede constatarse
en su particular situación con respecto a la ley. El hermafrodita que nos ocupa
ahora (el que preocupa a todos estos autores) es aquel que no puede aspirar al
reconocimiento público como hermafrodita, pero que tampoco puede ser
castigado en cuanto tal. La función de prodigio, ostento, portento o agüero que
justificaba su castigo – su capacidad deíctica – se había debilitado de manera
notable y, sin embargo, no lo suficiente como para permitir que el hombre-mujer
que emergía de su agotamiento adquiriera carta de naturaleza. El resultado es
una condición singular. Desde el punto de vista jurídico, el monstruo de principios
de siglo es una criatura marcada por la impronta de un doble rechazo: carece
de un lugar específico en el censo de la civitas dei, pero tampoco puede reclamar
su ciudadanía en el reino de los hombres. Se incrusta, por tanto, en un doble
eje de exclusión, exclusión del ius divinum y exclusión del ius humanum, del

32 Ver Rancière (Desacuerdo 13-60).


LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 115

primado ideológico de la lectura y del primado ideológico de lo visible: de la


palabra escrita y de la imagen. Naturalmente, esta condición de doble exterioridad
es al mismo tiempo una doble inscripción en la ideología y una doble sujeción
a la ley, fuera de la cual el hermafrodita, como constructo imaginario, no puede
existir ni existirá en la práctica. Queda muy lejos de mi intención, en este
sentido, restar importancia a la severidad del castigo (divino y humano, civil e
inquisitorial) que confronta el hermafrodita en el siglo XVII, mucho menos
relativizar la obvia marginación a la que se ve sometido, especialmente cuando
su figura jurídica se solapa, como frecuentemente sucede, con la del “sodomita”
u homosexual.33 Tampoco quiero menoscabar su dependencia del orden de la
escritura divina. En efecto, en múltiples ocasiones el cuerpo andrógino se
presenta como un error gramatical con respecto a la norma del lenguaje, que
se corrige atribuyéndole un valor de presagio. El modelo de esta concepción
del hermafrodita puede remontarse al testimonio de Tito Livio, que en el libro
treinta y uno de su Ab urbe condita (Historia de Roma desde su fundación)
refiere el siguiente suceso:

También se informó de numerosos nacimientos monstruosos de animales


entre los sabinos: nació un niño que no se sabía si era hombre o mujer; se
descubrió otro caso similar, donde el muchacho tenía ya dieciséis años; en
Frosinone, nació un cordero con cabeza como de cerdo; en Sinuesa, apareció
un cerdo con cabeza humana y en las tierras públicas de la Lucania, apareció
un potro con cinco patas. Todo esto se consideró como productos horribles y
monstruosos de una naturaleza que viciaba las especies; los hermafroditas
fueron considerados como presagios especialmente maléficos y se ordenó
que se les arrojara de inmediato al mar. (112)

El castigo al se sometía al hermafrodita es, aquí, correlativo a su interioridad


con respecto a un ius divinum a partir de cuya vigencia se define como excepción;
lo que tiene una doble lectura, porque si el hermafrodita se define de acuerdo
a la ley, también la ley se funda en la proscripción de sus excepciones. Esta
sanción del hermafrodita en cuanto multa o castigo actuaba como sanción en
su sentido propio de afirmar o confirmar la posición de un individuo con respecto
a la ley, en este caso a la ley sexual. El sacrificio del hermafrodita se producía,
de hecho, en virtud de su capacidad de alterar como “falso paradigma” el destino
de una comunidad, suscitando una cadena de errores (deformaciones físicas,
terremotos, sequías, etc.) que resultaban de la violación del logos que su irrupción

33 Se trata de la a mi juicio acertada crítica que Ruth Gilbert hace del planteamiento de
Foucault, crítica que en última instancia debería cuestionar – como en efecto lo hace, aunque de
una manera muy tímida – la dicotomía ars erotica/scientia sexualis introducida en Historia de
la sexualidad (140).
116 VICTOR PUEYO

misma suponía. Su eliminación solo podía tener, de este modo, un sentido


purificador. En su estudio clásico, Marie Delcourt documenta un buen número
de ejemplos en los que el hermafrodita es desterrado, ahogado, sacrificado o
abandonado a su suerte: “Diodorus of Sicily tells how at the beginning of the
Civil War, about 90 B.C., a woman in the neighborhood of Rome became a man;
the husband laid her case before the Senate, and on the advice of the haruspices
the woman was burnt alive” (45).
El hermafrodita tiene desde muy temprano este carácter público y civilizador
que lo convierte en un elemento punible y al mismo tiempo necesario, incluso
se diría que, en cuanto tal, necesariamente punible. Difícil es no mencionar
aquí, por lo que atañe a lo discutido en el capítulo anterior, el particular estatuto
compartido entre el hermafrodita y el indígena del Nuevo Mundo (dentro y
fuera de la ley, fundador de la ley y excepción con respecto a ella). Este estatuto
compartido motiva el repentino hallazgo de hermafroditas americanos cuyo
mejor epítome bien podría ser el gigante hermafrodita encontrado en las costas
de Brasil al que Aldrovandi se refiere como “monstrum hermaphroditicum
pedibus aquilinum” o “monstruo hermafrodita con pies de águila” (fol. 572).34
En su ilustración (figura 14), la bestialización del indígena conlleva una
dislocación de su aparato genital. Mitad animal y mitad humano, el monstruo
refrenda una persistente analogía entre la fusión de dos mundos y la (con)fusión
de dos sexos, de la que resulta otra versión de ese hermafrodita puro o desplegado.
Sus senos femeninos y su miembro viril aleatoriamente dispuestos no consiguen
ocultar cierta precaria jerarquía: el pene se sitúa debajo del ombligo (en la parte
humana) y la vagina, apenas una hendidura, debajo del pene (en la parte animal).
Pero, de manera mucho más crucial por lo que toca a su relación con la ley, la
maravilla del mar de Aldrovandi es una imagen muerta, una imagen de la
muerte. Es capturado en el tiempo también liminal de su agonía, con los ojos
cerrados, la lengua afuera y los brazos en alto, señalado por dos flechas – dos
flechas y dos “naturas” – que atraviesan su torso. Como en el caso del hermafrodita
que se sitúa en el instante de la fundación de la ley sexual, su mera existencia
animalizada (cordero con cabeza de cerdo, cerdo con cabeza humana, potro
con cinco patas) es una existencia para ser sacrificada.
El sacrificio del hermafrodita había seguido siendo, no en balde, una práctica
consuetudinaria. A pesar de que el derecho romano ya prohibía su exterminio
en la era cristiana, la legalidad feudal lo resucita durante la Edad Media, en la

34 También en la América imaginaria de Miguel Rojas-Mix (103). La fascinación que ejerce


lo hermafrodita sobre el imaginario novomundista europeo no es baladí y merecería un capítulo
aparte, que fuera desde Bartolomé de las Casas y su descripción de la bisexualidad entre los
mexicas hasta la existencia de divinidades precolombinas como Chuqui Chinchay, pasando por
las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo o por los hermafroditas de la Florida imaginados
por Cornelius de Pauw.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 117

que existe robusta evidencia de este castigo sancionador.35 Es, por supuesto,
imposible fijar una cronología donde lo que predomina es un desfase sistémico,
pero sabemos que hasta aproximadamente mediados-finales del siglo XVI
todavía se contemplaba el sacrificio como respuesta a ese crimen consistente
en ser hermafrodita. El propio Foucault refiere el tardío proceso (1599) a Antide
Collas, hermafrodita condenado a la hoguera en la localidad francesa de Dôle:

Tras visitarlo, los médicos concluyeron que, en efecto, ese individuo poseía
los dos sexos, pero que sólo podía poseerlos porque había tenido relaciones
sexuales con Satán y a raíz de ellas había sumado un segundo sexo al
primitivo. Sometido al tormento, el hermafrodita confesó efectivamente
haber tenido relaciones con Satán y fue quemado vivo. (Anormales 73)

Podría argüirse, a la luz de este ejemplo, que el hermafrodita Antide Collas


había sido castigado por pactar con el diablo y no por “ser” hermafrodita, pero
lo que trato de aclarar aquí es precisamente la inexistencia de una división
tajante entre el orden de lo visible y el orden de la lectura, entre el cuerpo literal
y ese significado trascendente que se le asigna y que súbitamente se postula
como su origen. No habría, de hecho, un “ser” hermafrodita sin esa infracción
previa de la ley divina que conlleva una deformación fisiológica, una alteración
de su constitución humana. La carga de significado que cataloga esta fisiología
como culpable no es, de este modo, un elemento excesivo que se superpone
sobre el cuerpo: es el principio mismo del cuerpo doble en un modelo anatómico
vertical cuya jerarquía se lee de arriba a abajo y de abajo a arriba, del cielo al
cuerpo y del cuerpo al cielo.
En estas coordenadas verticales seguirá moviéndose gran parte de la literatura
sobre el hermafroditismo en el siglo XVII, como parece reconocer el citado
hermafrodita de Covarrubias (“como a monstro horrendo y raro / Me tienen
por siniestro y mal agüero”) o como lo confirma, muchos años después, el
nacimiento del hijo de Miguel Díez y Antonia Isidra, también portador de
anuncios ominosos y emblema de un pecado impronunciable. La supervivencia
de este contenido moral o trascendente asignado al cuerpo hermafrodita registrará
en España si cabe con mayor intensidad, en base a las inercias ideológicas de
una sociedad neo-estamental que funciona “de memoria”. Contribuiría a ello,

35 A través, por supuesto, de su categorización como sodomita. El Fuero Juzgo todavía


mantenía la pena de castración por comisión del llamado pecado nefando y el Fuero Real de
1255 exigía que los condenados fueran colgados de las piernas hasta desangrarse tras haber
sufrido dicha amputación genital. Las Siete Partidas añadían la lapidación al catálogo de
tormentos reservados a sodomitas y “horadados” en general, aunque la hoguera seguía siendo
el medio de ejecución más frecuente. Ver Soyer 29-30. Sobre la cuestión del lesbianismo, véase
Velasco (Lesbians).
118 VICTOR PUEYO

Figura 14. Aldrovandi: “Hermaphroditicum pedibus aquilinum.”


Monstruorum Historia (1642).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 119

en la práctica, el hecho de que el hermafrodita cayera en la misma categoría


penal que el imputado por sodomía, a pesar de que en el caso del primero el
“delito” fuera virtualmente inseparable de su cuerpo (¿de qué manera podía
una relación sexual hermafrodita dejar de ser, en algún punto, una relación
homosexual?). La legislación contra el delito de sodomía apenas se había relajado
en los dos siglos ulteriores. En un decreto real emitido el veintidós de agosto
de 1497, los Reyes Católicos habían sustituido la lapidación por la hoguera y
habían ampliado la jurisdicción de la Iglesia en los procesos a presuntos
sodomitas. Un informe del papa Clemente VII fechado en 1524 reforzaría la
intromisión de los tribunales inquisitoriales en Aragón, mientras que la llegada
al trono de Felipe II terminaría por sentar las bases de una legislación
especialmente laxa y al mismo tiempo brutal en Castilla, donde la sodomía
seguía sujeta a la autoridad secular. Los decretos de 1592 reducían a uno el
número de testigos necesarios para incriminar a un sodomita, al tiempo que la
hoguera se imponía como método de sumaria ejecución en toda la península.
Queda constancia documental de numerosos holocaustos auspiciados por los
aparatos del estado durante aquellas décadas, de los que los hermafroditas
difícilmente podrían haber quedado exentos. Quince hombres fueron ejecutados
en Sevilla en 1588 y otros doce los acompañarían en las hogueras de Zaragoza
(1572) y Valencia (1625), según los datos recogidos en el trabajo de Monter
(287-290). La realidad penal, como la otra, no había cambiado tanto en la España
del XVII ni cambiaría en las décadas subsiguientes.36
Esto no significa, sin embargo, que en el transcurso del siglo no hubiera
progresado una tendencia que había surgido mucho antes de lo que el propio
Foucault supuso hace años, cuando localizaba su eclosión “en todo caso a partir
del siglo XVII” (Anormales 73). Se trata de la tendencia a eximir al hermafrodita
de un castigo vinculado a su naturaleza, de apartarlo o de suprimir su existencia
por el mero hecho de ser hermafrodita. En su lugar, se impone una norma penal
por la cual solo es susceptible de castigo la desviación con respecto al papel
(masculino o femenino) por el que el hermafrodita había sido obligado a
decantarse una vez confirmado que su cuerpo podía catalogarse como neutro.
Esta norma implica una separación parcial del diagnóstico médico y del proceso
judicial. Lo que se penaliza ahora no es, técnicamente, la comisión del acto
sodomita, sino el perjurio de acuerdo con el juramento de no cometerlo. El
ejemplo que mejor atestigua esta separación es el que recoge Antonio de
Torquemada en su Jardín de flores curiosas, cuya primera edición salmantina
es de 1570, aunque probablemente llevaba terminado desde 1568. Torquemada,

36 Sobre la represión de la homosexualidad en los siglos XVI y XVII remito al lector a los
trabajos de Carrasco, Bennassar, Kamen, Monter y Pérez Escohotado. Ver también especialmente
Velasco (Male Delivery 112-119) y Soyer (17-50).
120 VICTOR PUEYO

que admite la existencia de seres de “dos naturas”, relata el caso de un hermafrodita


burgalés que presentaba un equilibrio aparente y casi inédito entre ambas:

Y así, a lo que he oído, en Burgos dieron a escoger a una que usase de la


natura que quisiese y no de la otra, so pena de muerte; y ella escogió la
de mujer. Y después se averiguó usar secretamente la de hombre y hacer
grandes maleficios debajo de esta cautela, y fue quemada por ello. (635-636)

A continuación, Torquemada (quien, por si fuera necesario aclararlo, no tiene


ninguna filiación directa con el famoso inquisidor) relata un caso similar acaecido
en Sevilla, en el que la interesada también eligió el sexo femenino y también
fue pasto de las llamas por desacatar su propia elección (636). Nótese que el
testimonio de Torquemada no implica que el hermafrodita no fuera el objeto
de posibles, y más que probables, actos de violencia en su contra, sino que un
nuevo tipo de violencia – también institucionalizada – se estaba gestando sobre
la base de la aceptación de su estatuto de excepcionalidad. Tal estatuto descansaba,
en efecto, sobre la convergencia en el hermafrodita de un doble régimen de
exclusión (exclusión de la ley divina del presagio y exclusión de la ley humana
del contrato); el hermafrodita de principios de siglo es ese signo errante, ese
significante “suelto” que ya no puede encontrar su correspondencia en un evento
sobrenatural, pero que tampoco puede identificarse consigo mismo en virtud
de la norma jurídica que establece, ahora, una correspondencia unívoca y
convencional entre el individuo y su sexo.
Por supuesto, la necesidad de someter la sexualidad del hermafrodita a
criterios normativos, de privilegiar lo masculino o lo femenino en un cuerpo
doblemente sexuado, ya existía en el derecho romano y, por ende, en la legalidad
feudal, pero se formulaba en claros términos de inherencia. En las Partidas de
Alfonso X, por ejemplo, se puede leer:

Hermaphrodita en latín tanto quiere decir en romance como aquél que ha


natura de varón et de mujer; et este atal dezimos que si tira más a natura
de muger que de varón, non puede seer testigo en el testamento, mas si
se acostare más a natura de varón, entonce bien podrie seer testigo en
testamento, et en todas las otras mandas que home ficiese. (12)

Ambroise Paré mismo nos recuerda, a propósito de los hermafroditas, que:


“Las leyes antiguas y modernas les hicieron – y les hacen aún – elegir qué sexo
desean utilizar, con prohibición, so pena de perder la vida, de utilizar aquel que
no hubieran escogido, debido a los inconvenientes que de ello pudieran resultar”
(38). Lo importante aquí desde un punto de vista histórico es, por supuesto,
bajo qué condiciones se producía esta “decisión”, cuál era su mecánica exacta.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 121

A este respecto, la diferencia entre la entrada al orden simbólico masculino del


hermafrodita medieval y la del hermafrodita de Torquemada debería estar clara:
el primero adquiere su habitus masculino a través del examen de una inclinación
(“si tira más a”, “si se acostare más a”) corporal, de la preferencia de su cuerpo
por otro cuerpo, por uno u otro aparato de órganos sexuales. Para el sustancialismo
feudal, siempre hay una naturaleza que predomina, siempre hay una lectura en
juego de las señales que el libro del cuerpo exhibe y que es posible descifrar
en su composición inmanente. Al final, son las comadronas y los médicos los
que se hacen cargo de esta “decisión” que el cuerpo – en vez de su dueño – ha
tomado. Así sucede todavía en el ya citado De Hermaphroditorum
monstrosorumque partuum natura de Bauhin, a pesar de la supuesta mirada
científica del autor o, precisamente, gracias a ella.37 Y así seguirá sucediendo,
mayoritariamente, en los tratados médico-jurídicos que se escribirán en España
y en el resto de Europa en el transcurso del siglo XVII. En el caso de los
hermafroditas de Burgos y de Sevilla, en cambio, se omite la mediación del
examen. La identificación de su identidad sexual está separada de su cuerpo:
coincide con una decisión arbitraria tomada en razón de una doble naturaleza
en aparente equilibrio. A partir de esa decisión, se establecen una serie de
rutinas (lingüísticas, jurídicas, indumentarias) que definen un nuevo ámbito de
convencionalidad. Esas rutinas se ponen en funcionamiento de inmediato.
Cuando la protagonista del episodio burgalés elige, por ejemplo, identificarse
con su sexo femenino, el propio Torquemada afirma que fue “quemada” – y no
“quemado” – por no actuar en consonancia con esta elección, es decir, por tener
relaciones sexuales con otra mujer. Tanto la decisión como el castigo ratifican
una elección sexual que solo se puede entender, ahora, en el interior de este

37 Bauhin defiende, en principio, la elección voluntaria de sexo: “Itaque legibus […] ut


Hermaphroditii sexu eligant […] jurare debent” (fol. 39). Y así los hermafroditas que elijan sexo
deben jurar(lo). Ahora bien, cuando se trata de especificar en qué contexto se produciría esta
elección, descubrimos que su validez está supeditada a un examen médico. El juramento
compulsaría la supervisión de un experto, que evalúa el cuerpo así:

Nam si vulva, sic ad amussim omnibus suis dimensionibus exacta & pervia sit, ut virile
membrum admittere possit: si menses illac profluant: si capilli promissi sint, tenues hac
molles, si facies foeminea, si vox subtilis, si mammae mulieribus similes sunt, si denique
ad illam totius corporis effoeminati mollitiem, animi quoque fracti & timidi parem
conditiorem additam habeant, & caeteras actiones mulieribus similes, foeminei sexus
potentiores, & plane foeminae judicantur (fol. 41). Pues si la vulva es con detalle tan
exacta en todas sus dimensiones y tan accesible que pueda acoger el miembro viril, si
baja la menstruación por ella, si [a los examinados les] han crecido vellos finos y suaves,
si el aspecto de la cara es femenino, si la voz es aguda, si los pechos son semejantes a
los de las mujeres, si – finalmente – tienen un carácter dirigido a la suavidad de cualquier
cuerpo afeminado y paralelo al de un espíritu frágil y tímido, y el conjunto de sus acciones
es semejante al de las mujeres, son las marcas del sexo femenino las que prevalecen y
son considerados [estos pacientes] directamente hembras.
122 VICTOR PUEYO

nuevo escenario de convencionalidad, gracias a la posición central que ambos


adquieren como elementos sancionadores de una sexualidad imaginada.
Así lo corroboran los compendios de derecho escritos en España por aquellos
años y, sobre todo, en adelante. El Tractatus de re criminali del jurista valenciano
Lorenzo Mateu y Sanz (1677) provee un completo estado de la cuestión sobre
la legalidad criminal en España a mediados de siglo, acompañado de un sumario
que recoge “controversias” y casos dudosos. La Controversia XLVIII se titula
“De duobus hermaphroditis matrimonio copulatis, simulque in utero gestantibus,
ex reciproco usu utriusque sexus, & an hoc imputari possit in crimen” (fols.
377-393).38 En su desarrollo se dejan tomar el pulso algunas de las polémicas
que tradicionalmente conciernen al estatuto jurídico del hermafrodita: el consenso
en torno a la naturalidad de su existencia, la noción de que el hermafrodita es
en sí mismo perfecto y, sin embargo, irregular (por lo que le está vedado el
ingreso en monasterios), o la creciente diferenciación entre el hermafrodita
hombre (“hermaphroditus vir”) y la hermafrodita mujer (“hermaphoditus
foemina”), con el conflictivo y muchas veces impredecible desafío que impone
su concordancia gramatical. Pero el rasgo más prominente de este tratado al
respecto es, tal vez, su énfasis en la relación entre el castigo y el perjurio. El
hermafrodita solo puede ser castigado cuando infringe la propia elección que,
por su condición indefinible e indefinida, ha sido forzado a tomar:

Doctores memorati, numero vigésimo secundo, non indicunt poenam


capitalem ex solo abusu alterius sexus, sed ratione perjuri, & quia contra
naturam peccat hermaphroditus, qui utroque sexu utitur in Venereis, cum
ipsa natura hoc detestari videtur, ita ut species Sodomiae censeatur. Sed
si aequa trutina omnia pensemus, imbecilitas huius argumenti apparebit.
Quoad perjurium fateor libenter, quod si hermaphroditus juraverit se altero
sexu non uti, poena perjurii si utatur, tenebitur. At haec, de iure civil non
est capitalis, sed mitior. (fol. 385) El subrayado es mío.39

Menor (“mitior”) porque lo que se castiga es, ahora, el perjurio y no el acto


sodomita. Este vuelco sobre el foco de lo punible es sintomático a propósito de
la creciente porción de responsabilidad que se atribuye a la decisión del

38 Cito de la edición de 1686.


39 Los Doctores mencionados en el número vigesimosegundo no señalan castigo capital
porque sea sólo uso ilícito de ambos sexos, sino por razón de perjurio, y porque peca contra
natura el hermafrodita que en las relaciones sexuales usa uno y otro sexo, cuando parece que
la propia naturaleza detesta esto, de tal manera que puede valorarse como una forma de sodomía.
Pero si consideramos todo esto en su justa medida, se mostrará la debilidad de este argumento.
En cierta medida estoy dispuesto a reconocer perjurio porque, si el hermafrodita juró que él no
se serviría del otro sexo, será convicto de pena de perjurio si se sirviese. Pero esta pena según
el derecho civil no es capital, sino menor.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 123

hermafrodita. Mateu y Sanz cita a médicos y teólogos como Francisco de


Torreblanca o el propio Alfonso Carranza; podría haberse apoyado en otros,
como Tomás Sánchez o Martín Azpilcueta, cuyos planteamientos no distaban
mucho de los de Mateu y Sanz a la hora de establecer la necesidad de esta
decisión libre y convencional que funda, al mismo tiempo, la norma y su
infracción, la libertad civil y la penalización de lo incivil.40 Es cierto que la
facultad de elegir sexo estaba restringida a los hermafroditas que pertenecían
a aquella cuarta categoría cuya doble sexualidad “perfecta” no podía dilucidarse
en términos médicos, como nos recuerda Carranza.41 Y es cierto que no pocas
voces discordantes seguían vinculando la libre elección del sexo a la comisión
del llamado pecado nefando. Paolo Zacchia, médico italiano que conocía el
trabajo de Carranza, recomienda en sus Cuestiones médico-legales conceder
una venia al criterio de los legisladores para que dictaminen qué aparatos
genitales son más aptos para la reproducción. El hermafrodita debería respetar
este dictamen en la elección de su sexo, “nam si irrito utantur, graviter pecant,
Sodomiae peccatum” (fol. 498) (pues si hacen uso de uno estéril, están cometiendo
un severo pecado, entregándose al pecado de sodomía).
Había, pues, restricciones, pero la autonomía que Mateu y Sanz atribuye a
la decisión del hermafrodita durante toda esta sección de su importante tratado
formaba parte de una tendencia imparable. A pesar de que el papel activo del
hermafrodita ya aparecía consignado en esa “ley severa de la antigüedad” que
mencionaba Carranza, la evidencia documental muestra que su importancia es
mayor cuanto más nos adentramos en el siglo XVII y mucho más notoria cuando
lo hacemos a través de textos jurídicos que cuando lo hacemos desde textos
propiamente médicos. El hecho de que este papel estuviera, en principio,
reservado a los hermafroditas, tampoco parece constituir un obstáculo serio.
Si, como hoy sabemos, la existencia de este tipo cuarto de hermafrodita es más
que improbable (estaríamos hablando en realidad de malformaciones extremas

40 El jesuita cordobés Tomás Sánchez dedica una disputa a la cuestión del matrimonio
hermafrodita en su Disputationum de sancto matrimonii sacramento (tomo II). Es cierto, como
destaca Soyer, que Sánchez subraya que el hermafrodita deberá elegir marido o mujer de acuerdo
a su sexo predominante, que debe ser determinado por un sexador facultado (52). Pero luego
admite que el sexo predominante podría ser ninguno y ambos y que, en esa situación, el interesado
– o interesada –debería elegir: “Quando autem neuter sexus prevalet, sed uterque est aequalis,
tunc aeque vira ac femina iudicandus est. Cum null ratio urgeat, cur potius huius sexus quam
illius censeatur. Quare potest tunc eligere sexum, quo uti malit” (fol. 381). Pero cuando ni un
sexo ni otro es dominante, sino que ambos son equivalentes, entonces debe ser considerado por
igual hombre y mujer, dado que ninguna razón exige que se le considere más de este sexo que
de aquél. Así puede en esta ocasión elegir el sexo del que quiera hacer uso.
41 “In hos severa admoda lege antiquitus cautum erat […] ut quem malint sexum elegant”
(fol. 600). En lo que respecta a éstos, con una ley severa se había dispuesto, tiempo ha, en la
Antigüedad, […] que eligiesen el sexo que prefiriesen.
124 VICTOR PUEYO

o de algún tipo de disgenesia gonadal), resulta razonable pensar que esta norma
que no se aplicaba sobre nada podía extenderse en realidad a casi todo. Aún
más: en muchos casos sería, lógicamente, esa decisión la que modelara el cuerpo
y no el cuerpo el que validara la decisión. La única condición parecía ser su
carácter autónomo e inviolable. Nadie lo dice tan claramente como Mateu y
Sanz: “hermaphroditii in utroque sexu perfecti eligere sexum debent, et jurare
alio non abuti” (fol. 378). Los hermafroditas que estén definidos en ambos sexos
deben elegir un sexo y jurar no hacer uso ilícito del otro. La obligación de elegir
libremente (“eligere debent”) marca, a través de esta fórmula paradójica, la
entrada en escena de otro tipo de necesidad que tiene su fundamento último en
el libre arbitrio, un tipo de necesidad que ya incorpora la contingencia. Su
modus operandi es el siguiente: la contingencia de la decisión se produce en
base a la necesidad de una condición (la condición hermafrodita) en la misma
medida en que la necesidad del castigo responde a una decisión contingente.
Esta necesidad – que ya no está inscrita en el cuerpo a modo de “tendencia
hacia”, impetus o desequilibrio inherente a su constitución – es fundamental,
porque coincidirá a grandes rasgos con lo que ahora llamamos género cuando
su deber elegir sea históricamente interiorizado.
A partir de la decisión del hermafrodita se establece su primera premisa: no
es suficiente con tener un sexo, hay que identificarse con él, hay que producirlo
como enclave de una subjetividad donde el sujeto se define, naturalmente, como
el resultado de identificar el libre albedrío con el objeto “cuerpo”; con un cuerpo
que, de repente, se vuelve “propio” en virtud de esta elección. El género, como
horizonte de sentido que produce un cierto tipo de sociabilidad sexual, no radica,
por tanto, en la determinación médica del sexo à la Foucault (¿no es una tautología
pensar que se puede determinar la verdad del sexo en razón de criterios
previamente normativos, previamente “verdaderos”?); surge, por el contrario,
de una decisión que ya se presenta a sí misma como investida de legitimidad y
que es capaz, por tanto, de definir qué es legal y qué no lo es, qué es punible y
qué no. Partiendo de ella, el género no es un mero clasificador; es, además, un
mecanismo de interpelación destinado a producir una respuesta positiva propia
que actúa como cemento histórico entre lo necesario y lo contingente.
El despliegue del hermafrodita en los siglos XVI y XVII no constituye
solamente un repertorio de casos más o menos curiosos sobre el que el crítico
contemporáneo puede hacer valoraciones éticas desde su cómoda atalaya liberal;
ofrece, asimismo, una radiografía imaginaria de los criterios de adecuación de
este acto, que constituye en sí misma una hipótesis de género. La controversia
en torno al hermafrodita, en su recurso a la convencionalidad, en toda su
abigarrada densidad casuística, provee el marco propio de esta convergencia
entre una decisión libre y sus determinaciones en que se cifra la moderna noción
de género. El matrimonio de dos hermafroditas, tratado por Mateu y Sanz en
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 125

la mencionada controversia XLVIII (fol. 377 y siguientes), es su paradigma. Lo


que esta hipotética unión plantea es, en última instancia, la posibilidad de un
matrimonio en cruz, en el que la libre elección de los cónyuges (su identificación
con un sexo) depende en todo momento de un régimen de complementariedad
que califica esta elección libre como necesaria. Si un hermafrodita (mitad
hombre y mitad mujer) contraía nupcias con un hombre, el matrimonio no dejaba
de ser, al menos parcialmente, un matrimonio de personas del mismo sexo;
mientras que si lo hacía con una mujer, la mitad femenina del hermafrodita
seguía incurriendo en el mismo género de “desviación” al emparejarse con la
otra mitad femenina. Ante esta disyuntiva, la única solución posible es obvia:
permitir que los hermafroditas se casaran entre sí significaría posibilitar que
la parte masculina del hermafrodita A convergiese con la parte femenina del
hermafrodita B, de manera que la parte masculina del hermafrodita B pudiera,
y debiera, complementar la parte femenina del hermafrodita A. Por descontado,
y para salvar ambigüedades, este tipo de matrimonio en cruz debía someterse
a una condición: los contrayentes debían elegir primero su sexo, de manera que
en ningún caso un hermafrodita que se declarara, por ejemplo, hombre, pudiera
unirse en matrimonio a otro hermafrodita que hubiera declarado también su
masculinidad. Pero esta elección es “automática” en la medida en que depende
del pliegue de dos mitades simétricamente dispuestas, organizadas, por así
decirlo, en un nudo. El médico y matemático Andrés Dávila, en un texto-respuesta
de 1687 al antes discutido Ente dilucidado de Fuentelapeña, lo confirmaba de
esta manera: “Se infiere con evidencia que los hermafroditas o andróginos no
podrán contraer matrimonio entre sí por dos títulos o respetos correspondientes
a los sexos, sino por uno solo, eligiendo uno el un sexo y el otro el contrario”
(fol. 88). Elegir “por un solo título” – elegir la opción misma, elegir lo que la
opción del otro hace elegible – es tal vez la cláusula que mejor resume esta
situación paradójica en cuyo interior se oficia la sutura entre la libertad sexual
y la determinación de sus límites, entre lo prohibido y lo normativo. Lo que la
ley quiere evitar es, después de todo, aquello que acaba posibilitando: el
matrimonio entre dos personas del mismo sexo.
Un ejemplo bien documentado de su éxito, si bien con algunas interesantes
variaciones, es el caso de Elena/Eleno de Céspedes.42 Hija bastarda de un
hacendado granadino y de su esclava africana, Elena es identificada como
hembra al nacer. Pasan los años, Elena queda embarazada y, según ella misma,
con el sobreesfuerzo del parto un pene brota inopinadamente de entre sus ingles.
Hasta aquí el relato más o menos tópico del falso cuerpo femenino (soma

42 De Elena de Céspedes se habían hecho eco, entre otros, Fuentelapeña (244-245) y Jerónimo
de Huerta (fol. 20v). Son imprescindibles los trabajos de Burshatin y de Maganto Pavón. Ver
también Barbazza (17-40), Vollendorf (11-31) y Soyer (57-67).
126 VICTOR PUEYO

androothé) que alcanza su perfección a través de una súbita violencia correctora.


Este relato, no obstante, se complica cuando Elena, que entretanto se ha hecho
cirujana, decide contraer matrimonio con una mujer. Corre el año 1586. El
vicario de Madrid solicita un examen genital de urgencia, encargado al afamado
Francisco Díaz de Alcalá, urólogo de Felipe II, que confirma la presencia de
un miembro masculino. Gracias a este certificado médico, Elena adopta sexo
masculino y el matrimonio con María del Caño (pues así se llama, como si de
un pésimo chiste urológico se tratara, la prometida de Eleno) se lleva finalmente
a cabo. Ambos se trasladan a vivir a Yepes, en la actual provincia de Toledo.
La voz corre con rapidez, sin embargo, y el matrimonio no deja de levantar
sospechas hasta que termina suscitando la denuncia de un antiguo conocido
ante el Gobernador y Justicia Mayor en junio de 1587. Un tribunal civil ordena
un nuevo reconocimiento mucho más exhaustivo en Ocaña y esta vez el mulato
Eleno no consigue evitar que una turba de cirujanos y matronas designados
para la ocasión dictamine que, en efecto, es una mujer. Testifica Inés Gómez
de la Peña, comadre y vecina de la villa:

Que la dicha Elena de Céspedes acusada en este proceso, la cual [la] testigo
ha visto y mirado juntamente con Mari Gómez e Isabel Martínez, que la
dicha es mujer e tiene natura de mujer y se le metió por ella una vela dentro
e por cantidad por dicha natura, […] la cual entró premiosa […] También le
vio las tetas y es tan gorda que tiene los pechos grandes conforme al cuerpo,
y pezones, los cuales tiene sino de mujer, y tiene el pecho desbaratado en
alguna manera. (“La intervención” 878)43

El propio Francisco Díaz vuelve a examinar a Elena en compañía del médico


de Yepes y ambos llegan a la misma conclusión:

Mirándola muy particularmente la natura y las demás partes circunvecinas


de mujer, dicen que la dicha Elena de Céspedes nació y es mujer y que
como tal tiene todas las señales de mujer y que nunca [h]a sido hermafrodito
ni en buena medicina puede ser que lo [h]aya sido, ni tenido miembro de
hombre y así les parece que todos los actos que como hombre dice que hizo,
fue con algunos artificios como otras burladoras han hecho con baldreses
y otras cosas como se han visto y que es embuste y no cosa natural. (“La
intervención” 883)

Elena es acusada de bigamia en 1588. Había cohabitado con un hombre


mientras había sido mujer y con una mujer mientras había sido hombre. Se le

43 De la transcripción publicada por Emilio Maganto Pavón en los Archivos Españoles


de Urología.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 127

condena, tras recibir doscientos azotes, a trabajar gratis durante diez años en
la enfermería de un hospital. En el hospital podrá seguir explotando las argucias
de cirujana que, sin duda, le habían permitido camuflar su vagina y engañar a
los médicos con esos “baldreses” (rudimentarios dildos de la época) que
consiguieron emular el bulboso tacto de un pene. Lo interesante de este episodio
no es, en cualquier caso, la ingeniería disciplinaria del proceso, sino el hecho
de que Elena de Céspedes intentara eludirlo acogiéndose a esa especie de limbo
jurídico que era, todavía entonces, la figura legal del hermafrodita. Al verse
acorralada, Elena/Eleno admite que no era hombre, sino que tenía y siempre
había tenido dos naturalezas. Arguye que cuando la excitación sexual no lo
empujaba hacia afuera, el pequeño miembro viril, de apenas medio pulgar de
longitud, permanecía agazapado tras el pellejo por el que originalmente había
salido. Elena/Eleno sabía lo que hacía. Desde ese espacio de indeterminación
que es el hermafroditismo podría haber esquivado la acusación de bigamia; no
fue hasta el parto, después de todo, que ese hermafroditismo latente (y de todo
punto ignorado) se había hecho manifiesto. Había parido su propio pene. Poco
habría importado, en buena lógica, que hasta ese momento y como mujer hubiera
mantenido relaciones con un hombre. Una vez hermafrodita, a nadie debería
haberle extrañado, además, que desde su nueva condición eligiera ser hombre
para casarse con María del Caño.44 Lamentablemente para Eleno, el examen
médico no validó su supuesta condición “neutra” y, convertida de nuevo en
Elena, hubo de aceptar el castigo sin poder acogerse a este supuesto. Pero la
posibilidad de una coartada existía y Elena trataría de agarrarse a ella como se
agarra un gato a las cortinas del salón. Lo haría, además, con relativo éxito. A
pesar de la sentencia, sobre el cuerpo de Elena/Eleno seguía pesando la sospecha
popular de una doble sexualidad. Israel Burshatin subraya que es el evento del
castigo el que al final disciplinará el cuerpo de Elena de Céspedes, confinándolo
a la esfera de lo femenino. Los inquisidores que redactan los términos del castigo
incluyen en su escenificación un pregón que acompaña a los doscientos azotes.
El pregón reza así:

Esta es la justicia que manda hacer el Santo Officio de la Inquisición de


Toledo a esta mujer, porque siendo casada engañó a otra mujer y se casó
con ella. So pena de su culpa la mandan açotar por ello y se recluya en un
hospital por diez años para que sirva en él. Quien tal haze que así lo pague.
(“Interrogating” 14-15)

44 Aunque sí disponemos de evidencia documental de lo contrario: un hombre – un sacerdote,


de nombre Juan Díaz Donoso – que había tratado de acogerse al supuesto hermafrodita para
cambiarse al sexo femenino hacia 1634. El caso es discutido por Soyer (67-93).
128 VICTOR PUEYO

La abyección del ritual “reterritorializa” el cuerpo de Eleno interpelándolo


como mujer e inscribiéndolo, inmediatamente, en el censo de lo femenino:
“Having rejected Eleno’s reading of his own anatomy as a phallicized body, the
pregón interpellates woman: This woman. The act of naming asserts feminity
against the grain of prior readings of Eleno as somebody who had two sexes”
(“Interrogating” 15). Burshatin nos recuerda, con Judith Butler, que la feminidad
es “la cita forzada de una norma” (“the forcible citation of a norm”), donde la
mujer es el falo y el hombre tiene falo.45 Repetir es producir una identidad con
algo que todavía no existe y, en este sentido, la humillación pública del
hermafrodita se convierte en el mejor recordatorio y refuerzo de la norma, si
no en su mecanismo posibilitador: no puede tener falo aquello que es falo, que
es carne y que sangra como tal. Esto lleva a Burshatin a concluir que “the
restoration of phallic authority requires the iteration of the norm – gender (the
sexed position) is assumed through the abjection of homosexuality”
(“Interrogating” 16).
Ciertamente, la sanción negativa (el ritual del castigo, el examen médico o
la confesión) funcionaba, al igual que la sanción afirmativa (la firma, el juramento,
el voto matrimonial), como límite institucional en que el hermafrodita encontraba
su desaparición. Interpretar una palinodia ante un tribunal, no menos que
heredar, casarse o ser bautizado son momentos de la vida civil en los que la
indefinición que supone el hermafrodita “horizontalmente dispuesto” deviene
normalizada, como muestra toda la evidencia disponible y como se apresura a
ratificar, una vez más, la penitencia de Elena de Céspedes. Pero quizá se haya
hecho demasiado énfasis en esta vía negativa, cercana a considerarse como la
única que explicaba la emergencia histórica del género heteronormativo. En
buena medida, la responsabilidad de que así fuera corresponde a Michel Foucault
y a su poderoso ascendiente sobre los estudios de género contemporáneos,
particularmente desde la publicación del Gender Trouble de Judith Butler en
1990. La problemática foucaultiana vertebra a la sazón, de manera implícita o
explícita, la mayoría de los trabajos que atañen a esta cuestión hermafrodita,
como los de Vázquez y Moreno, Ruth Gilbert o Kathleen Long.46
Foucault, como se recordará, se interesa por esa “cacería de la identidad”
que tiene lugar cuando la ecuación entre el sexo y la verdad traduce, a partir
del siglo XVIII, una identificación mucho más general entre la política y las
formas de vida. La aborda de lleno en su prólogo a la autobiografía sentimental

45 Ver Butler (Cuerpos 33-39). La idea de la inexistencia de la mujer (su coincidencia con
el deseo-falo) está desarrollada a lo largo del Seminario 18 de Lacan.
46 Destaca, dentro de su orientación genealógica, el trabajo de Vázquez y Moreno (Sexo y
razón), que se extiende hasta el siglo XX. Para seguir este proceso de “medicalización de la
carne” en España, sígase 32-48.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 129

de Herculine Barbin, llamada Alexina B., prototipo de la hermafrodita


decimonónica sometida a criterios de verdad, sexuada y representada como
mujer por la “episteme moderna” del siglo XIX (Herculine 16). Vázquez y
Moreno, siguiendo a Foucault, explican la “expulsión” del hermafrodita del
jardín de las especies como el resultado de un largo “proceso de rarefacción”
que arrancaría ya en el siglo XVII y que culminaría entrado el XVIII, cuando
las tecnologías del saber/poder identificarán al hermafrodita con el error en su
intento de aislar un “sexo verdadero”. El hermafrodita se ve entonces recluido
en una categoría médica de cuarentena, la categoría del “pseudo-hermafrodita”
o “sexo falso”, que delata “el rechazo generalizado a admitir la existencia de
este personaje, convertido en producto de la superstición del vulgo, error
levantado por la ignorancia contra el conocimiento racional de la Naturaleza”
(“Un solo sexo” 105).
Es cierto que el ámbito español, por sus particulares condiciones estructurales,
presenta obstáculos serios a esta narrativa. No solo acumula una cierta demora
con respecto a la consolidación de una episteme propiamente racionalista en el
siglo XVII, sino que, además, exhibe sus grietas con particular crudeza todavía
a finales del siglo siguiente, cuando esta episteme ya habría sentado los cimientos
del positivismo en toda Europa. Casos como el de la intersexual sor Fernanda
Fernández, recluida en un monasterio capuchino y súbitamente nacida a otro
sexo a los treinta y dos años (fue un estornudo, esta vez, lo que detonó la erupción
de su masculinidad), solo confirman la brecha existente entre el discurso de las
disciplinas teóricas (médicas, jurídicas, teológicas) y la práctica cotidiana de
su realización en el entramado ideológico inherente a las complejas formaciones
sociales de la transición al capitalismo. Fernanda Fernández es, en efecto,
finalmente catalogada como hombre, custodiada bajo llave y obligada a abandonar
el hábito tan pronto como un oportuno examen médico confirmara su presunto
sexo, lo que ocurrirá el veintiuno de enero de 1792. Esta decisión se toma en
base a un supuesto hermafrodita que activa esta decisión y que la inyecta de
múltiples potencias: Fernanda Fernández, según el informe de la comadrona,
tiene los genitales femeninos y los genitales masculinos montados, aunque
permanecen, si la expresión puede valer, mutuamente incompletos:

Descubríanse baxo la región hipogástrica dos labios unidos en la parte


superior al monte de Venus, y en la inferior al perineo, formando la rima
mayor. Separados los labios no se encontraron ninfas ni clítoris; pero en el
sitio que debía ocupar éste, se manifestó el conducto urinario, por donde
salía ese líquido. Dos líneas más abaxo no se halló el orificio externo de la
vagina, y en su lugar estaba un perfecto pene demarcado su balano en la parte
superior por una línea membranosa, que lo circunscribía, y terminaba con el
uréter por donde deponía mensualmente desde los 14 a los 15 años una corta
130 VICTOR PUEYO

cantidad de sangre, expeliendo también por el mismo conducto un líquido


seminal, cuando experimentaba alguna erección o estímulos venéreos. El
pene carecía de prepucio; cuando se observó tendría pulgada y media de
longitud, y en su erección aseguró llegar a tres pulgadas. En la base de ese
miembro se encontraron dos eminencias colaterales redondas y pequeñas en
forma de testículos, cubiertos por la misma túnica que interiormente cubre
las partes carnosas de los labios. (30)

Menstruación y erección, labios y eminencias colaterales. Ninfas que no


aparecen. El testimonio es, para más señas, transcrito del archivo curial de
Granada por el doctor Tomás Romay Chacón el ocho de mayo de 1813 bajo el
título “Descripción de un hermafrodita”. Invita, desde luego, a considerar que
la figura del hermafrodita perseveró en el imaginario de la península y las
colonias durante mucho más tiempo del que habitualmente se supone, siquiera
como la huella traumática de algo que, a pesar de su irreprimible latencia,
permanecía inexplicado. Representarlo como tal (un cuerpo indeciso, una
superficie con dos sexos contiguos) formaba parte, no obstante, de una costumbre
en desuso. Continúan ofreciéndose, si bien de manera cada vez más intermitente,
relatos que como este recuerdan a las viejas relaciones de sucesos, pero su
existencia no altera el hecho fácilmente contrastable de que el hermafrodita
había sido relegado ya a un caso clínico, antecedente y premisa de lo desviado,
biología propia de lo fuera-de-la-ley que, como resalta Foucault, permite pensar
y tratar como a un cuerpo a todo aquel que excede sus límites, producir al
criminal (Anormales 61-82).
Creo, sin embargo, que es posible e incluso necesario complicar esta
problemática foucaultiana del biopoder tal y como afecta al relato del “nacimiento”
del género sexual y, particularmente, en lo que concierne a la productividad
histórica de esta excepción, la excepción hermafrodita. Para Foucault, la expulsión
del hermafrodita delimita los contornos del género, estableciendo la posición
de un “otro de la razón” en cuyo sacrificio se cifra la ley. Pero la ley nunca
coincide con la excepción: ambas se repelen, se excluyen mutuamente. Se
descartan la una a la otra. Falta en este relato, a mi juicio, lo más importante:
cómo la excepción constituye la norma misma; cómo, en el acto de posibilitarla,
le da forma, le imprime potencias que explican el funcionamiento del particular
régimen de exclusividad que esta excepción pone en juego. Falta una descripción
del momento exacto en el que la excepción y la ley “se tocan”.
La crítica de Giorgio Agamben es, por descontado, el punto de partida
obvio para empezar a superar ese melancólico impasse al que parece abocarnos
la problemática del “secuestro” o la “expulsión” definitiva del tercer sexo en
su versión más radicalmente foucaultiana. Agamben, como recordábamos
en el capítulo segundo, distingue en Homo sacer entre la “nuda vida” – la
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 131

vida en crudo que Aristóteles identifica con la palabra griega zōé – y la vida
politizada, que corresponde al vocablo bīos: una vida cualificada, una cierta
manera de vivir en la polis. Para Agamben “el ingreso de la zōé en la esfera
de la polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimiento
decisivo de la modernidad, que marca una transformación radical de las
categorías político-filosóficas del pensamiento clásico” (Homo 12). Piénsese
de nuevo, si la fotografía de fondo resulta de alguna utilidad, en la prominencia
de la temática contractualista desde mediados del siglo XVII hasta finales
del XVIII, donde el proyecto civilizador se expresa en los capciosos términos
de una integración de la “vida salvaje” del estado de naturaleza en el marco
político del contrato social. En buena medida, se trata de un cambio equivalente
a lo que el Foucault de La voluntad de saber describe como paso del “Estado
territorial” al “Estado de población”, el proceso por el cual las funciones
básicas de la vida misma (la alimentación, el sexo y la higiene) empiezan a
convertirse en una prioridad jurisdiccional del estado: “Durante milenios el
hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además
capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya
política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (La voluntad 173).
Existe, sin embargo, una diferencia importante entre el acercamiento de
Foucault y el de Agamben al problema de las distintas lógicas que intervienen
en la administración del poder: mientras que en Foucault conviven dos
acepciones efectivas de las tecnologías del poder, una vertical o propiamente
política (la violencia ejercida por el estado soberano) y otra horizontal o
ideológica (la subjetivación de los mecanismos de poder, su conversión en
“formas de vida”), para Agamben estas dos vertientes convergen en la medida
en que la producción imaginaria de un cuerpo político está en la base de la
noción misma de soberanía. No hay soberanía (y por tanto, no hay mecanismos
totalizadores de poder que se objetiven en la ley, en la etiqueta, en las
convenciones, usos y costumbres) sin la excepción biopolítica previa de un
cuerpo soberano (“nuda vida”), de una figura que representa la ley – y que
en este sentido es “sagrada” –, pero que no está regulada por ella. Su
eliminación no puede estar sujeta a la ley, porque supondría la eliminación
de la ley misma, de aquello que hace que la ley sea “legal”. Agamben ilustra
esta paradoja de la soberanía en una oscura figura del derecho romano, el
homo sacer. El homo sacer es aquel “hombre sagrado” que no puede ser
sacrificado, pero cuya eliminación no está penalizada por la ley, dejando
abierta la posibilidad de que pueda asesinado por cualquiera que, de hecho,
quiera o pueda impunemente hacerlo.
Ciertamente, no debemos entender ahora el homo sacer como otra cosa
que como una metáfora de ese paradójico estatus de la soberanía política que
Agamben caracteriza como una “exclusión inclusiva” y que viene a significar
132 VICTOR PUEYO

que lo que garantiza la soberanía es precisamente aquello que queda fuera de


ella (Homo 15). En el caso del absolutismo monárquico, por lo que toca a los
siglos XVI y XVII en general, la paradoja de la soberanía consiste en la
inviolabilidad de la figura del soberano, que encarna lo universal de la ley
sobre la base del vacío legal que supone su no sujeción a ella. Pero la presencia
de esa “exclusión inclusiva” de una nuda vida no es menos evidente cuando
se refiere a las modernas democracias representativas liberales: el estado de
derecho de la ciudadanía se funda en la renuncia al ejercicio propio del lenguaje
por parte del ciudadano, encarnada en el momento en que delega su voz en
un representante político. La ley se modela en nombre de la ciudadanía (en
este caso, evidentemente, el ciudadano es el soberano) a condición de que el
ciudadano quede excluido de su participación directa en la elaboración de la
ley. Nótese que la paradoja de la soberanía implica una coincidencia virtualmente
plena entre la excepción y la norma, dado que solo es soberano (el monarca,
el dictador) aquel sobre el que la soberanía no se aplica, de semejante manera
a como solo es demócrata aquel que sustenta su pertenencia a un estado de
derecho en la renuncia voluntaria al derecho de formular, o transformar, las
reglas del juego democrático. Según Agamben, el presente modelo de
democracia liberal-capitalista se sumerge de nuevo, poco a poco y en virtud
de su propia exclusión constitutiva, en esa peligrosa zona de indiferenciación
que comparte con los viejos modelos de estado totalitario y que es, en definitiva,
su punto de partida:

La tesis foucaultiana debe, pues, ser corregida o, cuando menos,


completada, en el sentido de que lo que caracteriza a la política moderna
no es la inclusión de la zōé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el
simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto eminente de
los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien,
el hecho de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción
se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situado
originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera
progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión,
externo e interno, bīos y zōé, derecho y hecho, entran en una zona de
irreductible indiferenciación. (Homo 17)

El ejemplo favorito de Agamben es Auschwitz. El horizonte político, ahora


único e irrenunciable, de la democracia liberal (consistente en el respeto a los
derechos humanos, la solidaridad entre los pueblos; en el hecho palpable de
que “nuestra política no conoce otro valor que la vida”), solo empieza a ser
concebido, en la práctica, tras la experiencia legisladora del campo de
concentración. Dicha experiencia modela una nueva imagen del ciudadano
global sobre la base de la exclusión inclusiva de esa “nuda vida” (la vida
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 133

inocente, infantil y pre-política) ataviada con un pijama de rayas: “lo que los
campos de concentración habían enseñado de verdad a sus moradores era
precisamente que el poner en entredicho la cualidad de hombre provoca una
reacción cuasi biológica de pertenencia a la especie humana” (Homo 18). Para
Agamben, si la política es cada vez más inseparable de una manera de vivir
concreta es solamente porque la vida es el arché o principio de lo político. Lo
mismo sucede con el sexo. Es casi imposible omitir, en este punto, que si ningún
proceso de codificación consigue solidificar sus “valores” sin sacrificar una
imagen cruda de sí mismo, esta nuda vida es, por lo que se refiere al discurso
del género, la posibilidad del hermafrodita. Allí también convergen la excepción
y la norma. La exclusión del hermafrodita sobre la base del veto a la sodomía,
con la necesidad consiguiente de someterlo a elegir su sexualidad, coincidirá
cada vez más nítidamente con su inclusión en un orden basado en la libre
opcionalidad, que refleja una consecuencia ya contemplada en el desarrollo de
la prohibición original: la consecución efectiva de aquello mismo que se prohíbe,
la transformación de la excepción en norma.
No se trata, por tanto, de que el hermafrodita sea capturado, sometido,
catalogado, socializado, sometido a una sexualidad normativa, etc. Hay que
invertir este planteamiento vertical, centrado en la primacía ontológica de una
diferencia previa (el hermafrodita como sujeto “diferente”, con un género
“propio”, etc.). Es más bien el hermafrodita (la zona de indiferenciación entre
lo público y lo privado, lo masculino y lo femenino, lo necesario y lo contingente
en que el hermafrodita existe) el que marca las fronteras de la sociabilidad, del
género como manera de catalogar; el que paradójicamente establece los
parámetros de la sexualidad normativa con su excepción inclusiva. En otras
palabras: el hermafrodita es, en efecto, cooptado, politizado, secuestrado en las
categorías del género; pero al consumarse este secuestro, lo que antes permanecía
en la periferia de la ley (en calidad de excepción, como pasto de la casuística
legal) poco a poco irá coincidiendo con su centro. De ahí se puede deducir el
estatuto plegable del hermafrodita, su existencia precaria, siempre pendiente
de una forzosa decisión – elegir genitales –, como paradigma de aquello que
después, en las formaciones sociales netamente capitalistas, llamaremos género:
la bisexualidad como opción, el cuerpo ambiguo como horizonte y como latencia,
elegir o actuar el sexo como manera de tener sexo, de ser sexo. Si para Judith
Butler, como señalamos arriba, el género es la repetición de una norma, ¿no es
este repliegue del hermafrodita, que lo fragmenta en dos mitades (su decisión
de actuar un sexualidad, su decisión de coincidir con ella) el gesto histórico
fundacional que la performance del género repite, la norma que forzosamente
sigue citando? ¿Es este proceso de “estilización repetida del cuerpo” (El género
98) un acto que subvierte el género o la afirmación misma de su lógica constitutiva,
tal y como se consolida en los siglos XVI y XVII a través de la sutura entre el
134 VICTOR PUEYO

deber ser y el libre albedrío, la norma y su excepción, en la figura del


hermafrodita?47
Dentro de las coordenadas teóricas de Homo sacer, la capacidad de decidir
sobre el sexo, patrimonio de ese estado de excepción que representa el
hermafrodita, se aparece como el momento matriz de una larga cadena de
acontecimientos a través de los cuales la noción género resulta aprehensible:
primero, produciendo un sistema binario como resultado inmediato de esa
elección; después, y en virtud del despliegue progresivo de ese régimen de
opcionalidad originalmente inscrito en (y posibilitado por) el cuerpo hermafrodita,
produciendo su fragmentación. En consecuencia, la indiferenciación, lejos de
ser una vía de escape con respecto al género, correspondería en el esquema de
Agamben a su destino final, al cumplimiento efectivo de una teleología declarada
en su génesis. Sobre el género pesaría, de acuerdo con esta hipótesis, la misma
aporía que lastra a las democracias liberales de occidente en la actualidad:
“aventurar la libertad y la felicidad de los hombres en el lugar mismo – la “nuda
vida” – que sellaba su servidumbre” (Homo 18). El gesto emancipador que trata
de subvertir los patrones de género (su viaje a la diferencia) es el eco rezagado
de aquel acto que los constituye, la historia vicaria de una (ex)pulsión que
necesita ser actualizada: el destierro de lo indiferente.
El planteamiento de Agamben no está exento, por supuesto, de múltiples
dificultades, empezando por la más obvia: ¿Qué es la “nuda vida”? ¿De qué
hablamos cuando hablamos de una vida desnuda? Desde el punto de vista
epistemológico, se trata de un concepto que permite operar “a la hegeliana”
(nuda vida/negación de su pureza/coincidencia de esta negación con el núcleo
duro de la nuda vida), donde la inversión de la tesis es más bien una especie de
puesta en cuarentena que no transforma, sino que, por el contrario, universaliza
el término positivo dado. Su efectividad dialéctica es evidente. El estatuto
ontológico de esta nuda vida ofrece, sin embargo, muchas más dudas. Parece
siempre al borde de convertirse en el síntoma de aquello cuya existencia misma
denuncia: la prueba palpable de que “nuestra política no conoce otro valor que
la vida”. Una vida, en efecto, desnuda, pero precisamente, por su apelación a
cierta pureza original, mucho más sintomática del carácter post-político de la
“vida” tras la llamada “muerte de las ideologías” que cualquier otra. En este
sentido, el concepto mismo de nuda vida corre el riesgo de aparecer como una
imagen borrosa (y algunos dirán que demasiado abstracta) de una realidad

47 En cierto modo, la hipótesis que resulta de aplicar el giro de Agamben a la problemática


de género contemporánea, dominada por el constructivismo, constituye una respuesta a la
pregunta radical que Butler plantea en Cuerpos que importan: “Si el género es la significación
social que asume el sexo dentro de una cultura dada […], ¿qué queda pues del sexo, si es que
queda algo, una vez que ha asumido su carácter social como género?” (22-23).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 135

históricamente irrecuperable, que en su intento de aprehender la esencia de “los


que no tienen voz” carece de otro contenido específico que el de su propia
estructura referencial. Las preguntas, sin embargo, se siguen agolpando aquí.
¿Cómo puede identificarse una vida desnuda? ¿Cuál es su arquitectura visible,
su constitución básica? ¿De qué lenguajes está hecha la vida de los que no tienen
lenguaje?

El género de lo irrepresentable: para leer a Dulcinea.


Cualquiera que sea la respuesta a estas preguntas, es evidente que no conviene
caer en la tentación de sustentarla en los límites nocionales de la categoría del
“sujeto”. Existe, como vimos, sobrada evidencia acerca de cómo no hay un
“sujeto hermafrodita” en el que un individuo pueda residir y actuar, mucho
menos existir legalmente, durante los siglos XVI y XVII. El hermafroditismo
constituía, en todo caso, un valor refugio, una condición transitoria que el
individuo (o habría que decir, el “dividuo”) en cuestión siempre estaba al borde
de ser forzado a abandonar. En este sentido, si el género consistiera en la
identificación de un sujeto con una serie de presuposiciones relacionadas, en
mayor o menor medida, con su aparato genital, deberíamos considerar al
hermafrodita no como una anomalía de género, sino como su verdadera condición
de posibilidad. No solo porque la identificación de un sujeto con su sexo que
requiere el género resulta conflictiva en un cuerpo doblemente sexuado, sino
sobre todo porque el momento en que finalmente se produce coincide con el
momento en que esta identificación deviene normativa. “Yo, Elena de Céspedes”
(letanía que Eleno se vería obligado/obligada a repetir en su descargo) es un
enunciado complejo: por un lado, supone la iteración del femenino gramatical,
que dota al sexo de nombre propio (yo soy Elena y no Eleno). Por otro, el “yo
femenino” que resulta de esta iteración solo es posible dentro de otra estructura
subyacente: la que establece la propiedad del yo como dispositivo posibilitador
del enunciado (Elena es yo). Atrapado en el embrión de esta estructura,
transmutado en un fetiche, el sexo pasa a convertirse también en un enclave de
ese campo simbólico de lo privado que las formaciones sociales mercantiles
habían hecho pensable como territorio exclusivo del yo. Ahora se puede – y se
debe – poseer un cuerpo y un sexo propio, de la misma manera en que uno/una
puede y debe poseer su fuerza de trabajo para venderla “libremente” en el
mercado. Ciertamente, el yo sexuado emerge “de las relaciones de género
mismas”, como Butler nota (Cuerpos 25), pero no estará de más completar esta
aseveración con una puntualización de orden histórico que Butler soslaya: tal
cosa solo sucede cuando estas relaciones están ya subjetivizadas; cuando Elena
de Céspedes, al decirse a sí misma como mujer, se ve obligada por el lenguaje
en que lo hace a plantear tal condición femenina dentro de la sustantividad
radical de su yo. Precisamente porque el género es al mismo tiempo “social y
136 VICTOR PUEYO

subjetivo” (“both social and subjective”), nos recordaba Teresa de Lauretis (3),
resulta arriesgado hablar de género antes de que las formaciones sociales
mercantiles empezaran a segregar su noción del sujeto privado, es decir, antes
de que el sexo pudiera considerarse como algo propio del sujeto sensu stricto.
No por casualidad, esta palabra (la palabra “género”) no hace apenas acto
de presencia en los textos médicos ni jurídicos de la época, cifrados como están
todavía en la jerga de un aristotelismo medieval.48 Tampoco en los literarios.
Cuando Quevedo maldice en su España defendida la manera en que los hombres
asumen “las galas” de las mujeres, deplora de manera muy explícita que esta
afición al travestismo torne borrosas las fronteras entre ambos: “Al fin hacen
dudoso el sexo, lo cual ha dado ocasión a nuevas pragmáticas, por haber
introducido vicios desconocidos de naturaleza” (124). François Soyer traduce
al inglés: “The end result is that their gender is uncertain and [this practice has
caused to appear] previously unknown vices, which has been the grounds for
the promulgation of new laws” (19). La palabra de Quevedo es, no obstante,
“sexo” y no “género” (“gender”). Entiendo que Quevedo se refiere con “sexo”
a aquello a lo que indudablemente nos referiríamos ahora como “género”, pero
precisamente por esta razón es importante preguntarse por qué es necesario
traducir el sexo a términos de género para hacerlo ideológicamente procesable.
Sería absurdo negar, a tal efecto, que siempre hubo una vinculación de los
agentes sociales con ciertos roles, normas de conducta y códigos penales
relacionados con la sexualidad. Pero dar por buena la existencia de una norma
de género sexual anterior a la existencia de la imagen hegemónica de un sujeto
libre que se identifica “libremente” con su sexualidad es, al menos, tan
comprometido como admitir el régimen de un género humano en la economía
simbólica del feudalismo, donde la diferencia estamental entre laboratores,
oratores y bellatores depende precisamente de su ausencia.
A principios del siglo XVII el hermafroditismo es el resultado de una
subjetividad en ciernes que aparece, ante nuestros ojos, como el espejismo de
una subjetividad fragmentada, aunque solo sea porque se faja en el encuentro,
la lucha y la mutua imbricación de dos discursos ideológicos contrapuestos: el

48 Naturalmente, aparece con distintos significados circunvecinos: el género como categoría


que engloba y encajona especies, el género como especie misma (esta confusión es muy interesante,
por ejemplo, en Covarrubias) y, cómo no, el género sexual propiamente dicho. Pero el género
sexual se refiere todavía al género de los sexos y no al género de los sujetos. En este sentido,
género y sexo son, a grandes rasgos, vocablos sinónimos todavía en el siglo XVII. Lo que el
autor de la época no entendería es la existencia de un concepto de género separado del concepto
de sexo, el género “en sí” o el “en sí” del género en expresiones como “violencia de género”
(violencia ejercida en razón del género, pero de ninguno en particular) o “discriminación por
género” (donde el género, más allá de ser un clasificador o discriminador, se convierte en la
razón universal de aquello que no se puede discriminar).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 137

del humanismo mercantilista y el del organicismo post-tridentino, a grandes


rasgos el discurso “renacentista” y el discurso “barroco”. Por eso prefiero hablar
de una vida en nudo antes que de una vida nuda. La posibilidad de pensar en
momentos de indeterminación que están ya determinados es, cuanto menos,
tan verosímil como la de imaginar una “vida desnuda” que precede a estas
determinaciones, si no mucho más fácil de justificar teóricamente. Pero este
nudo simbólico precisa tal vez de un ejemplo concreto que lo haga visible en
la práctica. Su imagen más acabada – o más inacabada, por lo que hace al caso
– es la de Dulcinea del Toboso.
Si nos preguntamos cuál es el género de la musa de Don Quijote, la respuesta,
recordará el lector, variará de acuerdo a la mirada de quien nos brinda su
descripción. Desde el punto de vista del hidalgo:

Su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su


calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su
hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos
los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus
damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del
cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes,
alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve,
y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según
yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas,
y no compararlas. (141)

Sancho, sin embargo, ve algo distinto. En el famoso episodio de Sierra Morena


(I, 25), Don Quijote asigna a su escudero la misión de llevar una carta a Dulcinea
que levante testimonio de las penitencias a las que se está sometiendo por ella.
Resignado, Sancho acepta la tarea, pero recuerda a Don Quijote que debería
conocer la identidad de Dulcinea (hasta entonces secreta ) para poder satisfacerla
con éxito. Al descubrir que la amada del hidalgo es, en realidad, una lugareña
conocida como Aldonza Lorenzo, Sancho exclama:

Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra
como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza
de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba
del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora!
¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día
encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban
en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua,
así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es
que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
138 VICTOR PUEYO

por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie
habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le
lleve el diablo. Y querría ya verme en camino, solo por vella, que ha muchos
días que no la veo y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de
las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. (283-284)

La pregunta por el género de la dama es, obviamente, la pregunta por la


autenticidad de su rostro. ¿Cuál de las dos versiones es la versión auténtica, la
descripción petrarquista de esa doncella zurcida a partir de retazos de símiles
poéticos (la Dulcinea “femenina”) o la mujer hombruna a cuyos rústicos encantos
parece rendirse Sancho Panza (la Aldonza Lorenzo “masculina”)?49 En efecto,
podría afirmarse que Dulcinea es una idealización de la labriega real, Aldonza,
pero esto sería tanto como mantener que Aldonza es la inversión deformada y
carnavalesca de la Dulcinea original. Ambas cosas, por lo demás, son igualmente
ciertas. Salir de este atolladero no reviste poca dificultad. Tradicionalmente, la
crítica tiende a partir de la oposición entre lo empírico y lo trascendental para
posteriormente identificar a la Aldonza de Sancho (lo empírico) con la realidad
y a la Dulcinea de Don Quijote (lo trascendental) con el sueño caballeresco del
hidalgo. Así, Augustin Redondo no duda en afirmar que una dama “de carne y
hueso”, propietaria de una “terrena feminidad”, sirve como soporte a la
imaginación del caballero andante para imaginar a Dulcinea (“Los amores”
227). Redondo, que hace un esmerado trabajo de fuentes en la reconstrucción
del retrato carnavalesco de Aldonza, no parece poner en entredicho que este
retrato se corresponda con un supuesto original. La caracterización grotesca
de la campesina es, en efecto, la arcilla discursiva con la que se modela una
cierta – y por lo demás novedosa – literalidad, pero el crítico francés no distingue
entre esta literalidad y su carácter discursivo.
Roberto González Echevarría, por su parte, imprime un giro kantiano a
esta lectura. Para Echevarría, Aldonza Lorenzo es “el objeto puro, asexuado
del deseo” que Dulcinea (la ley) reprime, haciéndolo virtualmente inaccesible.
Echevarría aduce que el derecho de pernada ya no se aplicaba a principios
del siglo XVII. De haber querido tomar el amor de Aldonza por la fuerza,
Alonso Quijano habría tenido que asumir una serie de riesgos: “Such a case
would have ended in a settlement in which Alonso would have been forced
either to marry Aldonza or to improve her dowry to make her marriageable

49 Recuérdese que la novela de Cervantes abunda en episodios de travestismo, en una u otra


dirección. Asumen la apariencia del sexo opuesto Dorotea (I, 28); Claudia Jerónima (I, 60); una
joven en la ínsula Barataria (II, 49); Ana Félix (II, 63); el cura (I, 28); el paje del prócer haciendo
de Dulcinea (II, 35); el mayordomo del duque en su papel de “dueña dolorida” y sus doce doncellas
(II, 36-38); don Gaspar Gregorio (II, 63) y el hermano de la mencionada joven en la ínsula
Barataria (II, 49). Ver Redondo (En busca 126).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 139

despite her lack of virginity” (43). Convertirla en Dulcinea, arguye Echevarría,


equivale a producir una barrera imaginaria que suprima o desplace el deseo,
que eluda o aleje la fascinación por la crudeza de un cuerpo que cancela la
diferencia con su mera presencia indecisa. Esta metamorfosis (de la mujer
viril y rozagante a dama imaginada) es un efecto de la misma Ley que produce
a Don Quijote. No en vano, Alonso Quijano se podía convertir en don Quijote
a través y solo a través de la aceptación y el cumplimiento de las reglas que
le imponía su vasallaje amoroso con respecto a Dulcinea. Esta lectura de
Echevarría, que pasa de puntillas por el Freud de la sublimación, es mucho
más completa y refinada que la de Redondo, más sugestiva, sin duda, pero se
queda muy corta en el desarrollo de su implícita vocación psicoanalítica. No
resuelve la paradoja de que sea precisamente la ambigua representación de
esas primitivas fuerzas del deseo (“primal forces of desire” 43) lo que Aldonza
Lorenzo encarna en Don Quijote. Difícilmente podremos identificar a la
campesina con lo inexpresable, lo reprimido (el Id o lo Real en Lacan) cuando
lo que se supone imposible de representar o simbolizar es exactamente aquello
que está representado o simbolizado. Todavía se podría decir más a este
respecto: ninguna representación de la dama del hidalgo es más eficiente, más
detallada, más sinceramente brutal que la representación de Aldonza Lorenzo,
siquiera como parodia de una (ma)lograda descriptio puellae en los labios de
Sancho. Durante todo este capítulo, por lo demás, he mostrado cómo la
representación de esta fuerza ambigua distaba mucho de ser inusual, sustentada
como lo estaba en el hechizo que el cuerpo hermafrodita seguía ejerciendo
como paradigma de una sexualidad posible.
El mejor ejemplo de este hechizo en Don Quijote es, seguramente, la primera
ilustración conocida de los personajes de la novela de Cervantes. Se trata de un
grabado de Andreas Bretschneider con fecha de 1613 e incluido en la miscelánea
de Tobias Hübner, Cartel, Auffzuge, Vers and Abrisse, publicada en Leipzig en
1614. El grabado (figura 15) nos muestra un desfile carnavalesco de los principales
protagonistas de Don Quijote, acompañado de algunas glosas en prosa y verso
(fols. 25-40).50 Encabeza la procesión un enano a caballo con un cornetín. Le
siguen el cura portando un molino y el barbero, que levanta un enorme tonel.
Después, por este orden, “la sin vor [sin par] Dulcinea”, Don Quijote, Sancho
Panza, “la linda Maritornes” y un carro que transporta lo que semeja una réplica
de la posada/castillo de la novela, con otro enano encaramado a su torre. Que

50 El primero en llamar la atención sobre este grabado fue Anthony G. Lo Ré en una nota
publicada en la revista Cervantes. Su lectura (el semblante lánguido y cabizbajo de Don Quijote
en el grabado demuestra que la novela fue recibida como algo más que una obra de burlas) obvia,
por lo demás, que esta seriedad es inherente a la lógica misma del carnaval, a la ambivalencia
jánica e indecisa de un “semblante”.
140
VICTOR PUEYO

Figura 15. Dulcinea andrógina de Andreas Bretschneider (1614).


LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 141

Dulcinea sea tópicamente la sin par Dulcinea puede leerse de dos maneras
distintas: por un lado, está claro que subraya el hecho irónico de que Aldonza
Lorenzo es una mujer común, una más como cualquier otra o incluso la más
común de todas (y de ahí que no tenga par). Por otro lado, si algo caracteriza
su existencia en la novela es que sí lo tiene: Dulcinea es el par de Aldonza
Lorenzo y viceversa. Lo normal habría sido encontrarlas desfilando por separado
y, sin embargo, lo que nos confía esta primera representación alemana del elenco
de la novela es una imagen sintética de ellas: una Dulcinea considerablemente
virilizada a la par que una Aldonza dulcificada por las galas de una dama de
corte, ambas reunidas en un mismo cuerpo. Su aspecto, como el de Maritornes,
no difiere en absoluto del prototipo de maravilla hermafrodita que constituían
Brígida del Río o Magdalena Ventura; antes bien, exhibe orgullosa todos sus
rasgos constitutivos. A la luz de esta ilustración, cabe aventurar que el problema
no es que exista una esencia indeterminada, espacio de anomia o vida desnuda
que no puede ser traducida a la representación por el nivel simbólico del lenguaje;
el problema es, más bien, que hay dos niveles simbólicos entrecruzados, dos
canales ideológicos a través de los cuales la dama de Don Quijote/Alonso Quijano
está siendo representada de manera alterna (a veces Aldonza, otras Dulcinea)
y cuyo cruce hipotético es el cuerpo hermafrodita. Esta imagen funciona como
una especie de expectativa que rara vez se realiza plenamente, pero que se
insinúa de manera fugaz en ilustraciones tan explícitas como esta.
Los dos canales que la conforman deberían ser fácilmente identificables para
el lector de la época e incluso para el lector contemporáneo. Por un lado, Dulcinea
“sale” directamente de la descomposición del código petrarquista, que había
sido ciertamente no solo un código poético, sino también una manera de ameritar
la capacidad letrada de los administradores, burócratas, juristas, legisladores,
corregidores del nuevo aparato público del estado absolutista. El ejercicio de
las letras, como es sabido, era uno de las pocas vías disponibles para escalar
peldaños en el organigrama estamental de la España de los Habsburgo. Por eso
Sancho quiere ser político, gobernador de una ínsula, cortesano parvenu;
miembro de ese estado hipertrofiado que a duras penas trataba de adaptarse a
lo que Immanuel Wallerstein llamó, hace tiempo, “mercado-mundo”.51 Pero
sobre todo y ante todo es un código, una norma, horma o forma como la que
Aristóteles identifica con lo fálico-masculino. En este sentido, el resultado de
“arrancar” de cuajo este código es el burócrata ignorante en política (Sancho,
que se comunica a base de eructos y toscos refranes) y la dama grotesca, material,
deforme en poesía (Aldonza Lorenzo). El lenguaje en que está escrita Dulcinea

51 “Posteriormente se han podido cerrar esos Estados, pero sólo de una manera efímera,
porque en verdad el mercado ha sido siempre y desde el principio el mercado de toda la economía-
mundo en su conjunto […] desde el siglo XVI hasta hoy” (233-234).
142 VICTOR PUEYO

es un lenguaje que acompañaba y daba forma, además, a un proyecto nacional


que Cervantes no podía sino considerar agotado. Cuando este lenguaje falta,
sin embargo, lo que queda no es el vacío de lo irrepresentable, sino otro lenguaje
que rápidamente acude a codificarlo; en este caso, el lenguaje que – a falta de
mejor nombre – solemos llamar “barroco”.
Si este lenguaje es o no el lenguaje de la decepción ante el fracaso de este
proyecto es algo que solo incumbe a la retórica sentimental de una historiografía
caduca. Lo importante es que la Aldonza Lorenzo que nos brinda Cervantes
no es la versión desencarnada de un deseo puro y asexuado, sino, antes bien,
lo contrario: su carne. Aldonza está representada como la materia que en el
hilemorfismo aristotélico se había venido identificando con lo femenino y que
se corresponde, grosso modo, con el mórbido existir de la dama barroca.
Cuando aparece, se trata una y otra vez de esa mujer cuyo cuerpo es carne,
cuya alma es carne: la venus barroca de Rubens, la monstrua Eugenia de Juan
Carreño de Miranda, vestida con su propio cuerpo. Incluso la Maritornes de
Don Quijote pertenece, en justicia, a esta nómina de mujeres carnavalescas.
En todas ellas se pueden leen las huellas del discurso post-tridentino, donde
la dama inflada o reducida a mero cuerpo se presenta como el significante de
una ausencia, la del cuerpo femenino mismo como apariencia (cuerpo falso,
carne, corteza) que esconde una apremiante masculinidad. Antes que explicarla
como imagen mítica de lo indiferenciado o alegoría del deseo “en crudo” (lo
Real inexpresable de Lacan que la Ley reprime y simboliza), habría que
reconocer primero que Aldonza Lorenzo representa también a esa criatura
precaria y heterónoma que es en el siglo XVII español, antes que una mujer,
el emblema de su propia inexistencia. Al hacerlo, sin embargo, la pregunta
inicial sigue sin contestar: si Aldonza Lorenzo también es, tanto como Dulcinea,
un “ideal” de mujer, ¿cuál es el género de la amada de Don Quijote? ¿Cuál es
su realidad sexual?
Regresemos al momento en que emergía la descripción de Sancho. Se
trataba del capítulo veinticinco de la primera parte. Don Quijote había decidido
hacer penitencia en honor a su amada imitando al Beltenebros del Amadís de
Gaula. La penitencia, sin embargo, carece de sentido si Dulcinea no tiene
constancia de que Don Quijote se la está dedicando. Sancho es el encargado
de llevar una carta que así lo atestigüe a una mujer que, por lo demás, no
existe. A sabiendas de la dificultad que entraña esta empresa, Don Quijote le
ofrece tres pollinos como recompensa por el servicio, para lo cual accede a
firmar una libranza, dirigida a su sobrina, a cuyo cargo Sancho podrá hacer
efectivo el pago. El momento de estampar la firma, sin embargo, resulta
inexplicablemente embarazoso. La carta de amor a Dulcinea no supone mayor
contratiempo, porque, según el hidalgo, nunca se vio que los caballeros
andantes firmaran las cartas que escriben a sus dueñas. En cualquier caso,
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 143

acaba firmando como “El Caballero de la Triste Figura”. En cambio, cuando


tiene que hacer lo mismo con la libranza, Don Quijote reacciona así:

—Buena está —dijo Sancho—, fírmela vuestra merced.


—No es menester firmarla —dijo don Quijote—, sino solamente poner mi
rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trecientos,
fuera bastante. (287)

¿Por qué iba a negarse a firmar el caballero, cuando ya lo había hecho con
la carta de amor que acompañaba a la libranza? La respuesta de Gonzalo Torrente
Ballester es aguda. Una carta de amor es perfectamente inocua, pero:

Un documento comercial, letra de cambio o carta de pago, es de las cosas


más serias y reales, aunque abstractas, que existen: efectivo si se cumplen
en él ciertos requisitos, inútil y sin valor en caso contrario. Uno de los
requisitos sine qua non es la firma ¿Con qué nombre va a firmar don Quijote
“la prima de pollinos”? ¿Como “el Caballero de la Triste Figura”, al modo de
la destinada a Dulcinea o, por lo menos, como “don Quijote de la Mancha”?
No, porque en ninguno de los dos casos tendrá valor el documento, ya que
el uno y otro nombres son entes ficticios y el «librador» lo sabe. ¿Signará
entonces como “Alonso Quijano”, propietario de los pollinos, única firma
que confiere al documento la totalidad de sus efectos? Si lo hace reconoce
implícitamente que no es don Quijote ni el Caballero de la Triste Figura
más que a modo de juego; y, al hacerlo, destruirá con los dos trozos de su
nombre, ante el único testigo que le importa, toda la máquina fantástica que
ha urdido, así como todo su pasado y todo su futuro. (122-123)

El episodio deja en el aire toda certeza sobre la locura y la cordura del hidalgo
y suspende, de paso, la oposición entre Don Quijote y Alonso Quijano. Un
garabato – la rúbrica – es la solución de compromiso que mantiene la tensión
entre ambas polaridades. Es, ciertamente, la misma tensión que hace hablar al
narrador Cide Hamete Benengeli, en tantas ocasiones, como si fuera el narrador
de una novela de caballerías, o la que impide discernir las líneas del rostro
(emborronadas, confusas) de la musa de la primera novela moderna. Este
garabato es lo Real, la maraña en que se enredan las anatomías superpuestas
de Dulcinea y Aldonza, su convivencia en un régimen binario de incertidumbre.
De acuerdo con los modelos que provee el discurso médico-jurídico del siglo
XVII, resulta crucial entonces distinguir entre la representación de una mujer
hombruna (el hermafrodita plegado) y la presentación de lo indecidible en tanto
potencia monstruosa (el hermafrodita desplegado), en tanto excepción destinada
a producir un nuevo marco de referencialidad. Si la primera es Aldonza Lorenzo,
la segunda es su disposición geminada en las figuras de Aldonza y Dulcinea,
144 VICTOR PUEYO

donde la dificultad de postular un cuerpo auténtico coincide con nuestra


incapacidad para decidir sobre la verdad de su sexo. No cuesta admitir que
ambas lógicas se ajustan a una descripción barroca del cuerpo. La noción de
barroco como ámbito jurisdiccional de la “cultura de una época” se revela, no
obstante, insuficiente para revelar el alcance de las formas que le son propias.
Solo puede, acaso, aplastar los matices de la imagen, desfigurar la diferencia
existente entre su momento policial y su momento político, entre su carácter
de síntoma y la reorganización del síntoma en un nudo de posibilidades que
desafían cualquier estatuto de determinación.
La lógica de la vida en nudo es la lógica biopolítica de la contradicción entre
dos ideologías a principios del siglo XVII. Su doble valencia sexual concierne
a la dificultad que plantea la separación de lo público y lo privado en su seno.
En ausencia de espacios y formas de vida privadas, la emancipación de lo
privado (en este caso, de la sexualidad privada) se contiene en los límites de un
sexo-otro que habita el sexo, facilitando una instancia de mediación que resiste
a las tendencias modernizadoras, pero que al mismo tiempo las hace posibles
en su formato actual: el hermafrodita. Era su propia forma geminada, su propio
carácter disociable, lo que permitía pensar la sociabilidad como un pacto bilateral
entre dos socios (y no, por ejemplo, como una multitud de lazos multidireccionales
que se entrecruzan para conformar una comunidad). No es nada que deba
extrañarnos, por las razones ya explicadas en los anteriores capítulos. La
producción de una subjetividad plena pasaba por un proceso de fragmentación
de realidades que no eran todavía, naturalmente, subjetivas, puesto que no eran
todavía separables de una casuística del cuerpo. El supuesto hermafrodita es
otro ejemplo de este proceso, quizá uno de los más aterradoramente nítidos.
Significativamente, la indecisión como posibilidad inscrita en el cuerpo
hermafrodita, como planteamiento de una sexualidad común, es atacada desde
todos los frentes.52 El hecho de que así sea muestra a las claras que el
corporativismo estamental no iba a ser capaz de pensar la subjetividad más allá
de los contornos estrictamente corporales que había hecho suyos. El sujeto era,
tal vez, un mal menor de cara a solucionar el conflicto que suponía la presencia
de cuerpos equidistantes dentro de un cuerpo que pertenece a todos ellos por
igual. Su irrupción es la secuencia de cierre de una escena que no podía continuar.
Como la escena que describe el baño de Dorotea en el capítulo veintiocho de
la primera parte de Don Quijote, el tiempo del hermafrodita transcurre en una

52 Mientras Quevedo insiste en caracterizar a su enemigo Góngora (el poeta del hipérbaton,
el poeta invertido) como poeta hermafrodita, Cascales valora así en sus Tablas poéticas de 1617
el género mixto de la tragicomedia: “ni son comedias, ni sombra de ellas. Son unos hermafroditos,
unos monstruos de la poesía […]. Son Tragedias dobles, que es tanto como decir malas Tragedias,
y aun este nombre les doy de mala gana, porque tienen muy poco de sujeto trágico con que se
ha de mover a misericordia y miedo” (194).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 145

especie de indecisión posibilitadora. Dorotea había huido de la casa paterna


disfrazada de mancebo. Ese disfraz (que poco a poco irá adhiriéndose a su piel,
confundiéndose con ella) consigue engañar al cura, al barbero y a Cardenio.
Ocultos tras unas peñas, los voyeurs la observan en silencio mientras se baña.
El narrador describe sus miembros blancos, sus pies y sus manos, sus cabellos.
¿Qué hacen los tres hombres escondidos? ¿En términos de qué podemos explicar
su fascinación? Hay una especie de silencio, un instante congelado en la escritura.
Solo Cardenio consigue susurrar al oído del cura que, sin duda, debe de tratarse
de un ángel.53 Pero esta situación no puede prolongarse y Dorotea rompe el
hechizo agitando su larga cabellera, revelándose como la mujer que ninguno
de ellos había acertado a desear. Los papeles han sido repartidos, las cartas
entregadas. Todos celebran, ahora sí, la belleza de Dorotea. De ese momento
en que se diluye una tensa y ambigua fantasía erótica surge el género.

53 “Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina” (318). No tiene demasiado
sentido que diga que no es Luscinda (su amada, supuestamente incomparable) si lo que quiere
implicar no es que se podría comparar a ella de ser una mujer. Redondo secunda esta lectura:
“Se crea una tensión erótica difícilmente aguantable porque además parece como si dichos
mirones estuvieran contemplando un esbozo de la corporeidad del andrógino primitivo” (En
busca 127).

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