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Notas en torno a la clínica con niños

Maximiliano J. Mó

El presente escrito se propone introducir algunas coordenadas que permitan pensar


las vicisitudes de la clínica con niños, desde una perspectiva en la cual no hay clínica sin
ética, tal como el psicoanálisis plantea.
Este horizonte conlleva, de entrada, dar un lugar central a la palabra de cada cual,
como vía fundamental para preservar su singularidad para responder a lo que no se sabe,
a lo contingente, a su propio enigma. Allí radica el paso inaugural de Freud, que Lacan
tomó en su alcance radical, la extracción del saber por la escucha a la letra. Todo el
desarrollo lacaniano está ligado a fundar una posición del analista que permita orientarse
por la palabra del sujeto y alojar su invención singular. Esto conlleva una ética del respeto
por la singularidad, de preservar lo incomparable de cada ser hablante, aquello hace al
modo propio en que cada cual se sostiene en la existencia.

El hábitat del lenguaje


La enseñanza de Lacan sitúa la dimensión central que tiene el lenguaje en nuestro
modo de organizar el mundo en que vivimos, de tramar la experiencia que habitamos, eso
que apresuradamente llamamos nuestra realidad. El ser humano es el único ser que habita
un medio que no es natural, un medio de características particulares, irrepetibles, que es
la ficción en la que está inmerso, con resonancias íntimas e inadvertidas, que articulan su
modo de orientarse en el mundo. Freud y Lacan supieron escuchar y dilucidar ese espacio
de singularidad que anida en el ser hablante, una singularidad tan radical que incluso se
diferencia de la imagen que cada cual se hace de sí mismo.
De ese modo, esclarecieron un campo nuevo, el del inconsciente, situándolo no
sólo a partir de la sobredeterminación de la vida psíquica -donde el sujeto establece lazos
de modos que desconoce-, sino que además, notaron que el ser hablante está habitado por
un goce que está presente en sus fantasmas, en sus repeticiones, en lo que padece, un goce
tan íntimo que ignora y que, no obstante, le concierne. Es decir, los modos del
entendimiento responden a la marca de un goce ignorado. Veamos de qué se tratan estas
dimensiones de la experiencia.
En el Seminario de la Ética Lacan retoma un planteo freudiano del “Proyecto de
psicología para neurólogos”. Allí Freud señala que, a partir de las incidencias del
lenguaje en las vivencias primarias de satisfacción, el complejo de la experiencia (del
aparato psíquico) se divide en dos dimensiones: -hay una parte que queda inasimilable
(la Cosa), mientras que lo conocido da cuenta de atributos, cualidades (un olor, un sabor,
un placer o displacer). Es decir, lo conocido se presenta ya como algo precedentemente
recortado por incidencias del lenguaje: lo simbólico ya ha trazado sus circunvalaciones
en lo real, con la posibilidad de establecer referencias, lugares; Freud dirá que se localiza
como “atributos” o “cualidades” de la cosa, es decir representantes de algo que ya no
está.
Es decir, no existe una relación inmediata ante lo real: el bebé está invadido por
una excitación sin los medios para reconocerla, cualificarla. La excitación no le otorga
una diferenciación: es necesario un punto exterior que no es la excitación en sí, para situar
las diferencias. Esto viene del Otro y el lenguaje: es desde ahí que el sujeto identifica
recursos para fijar lo que estaba disperso en una pura invasión (que en ese caso sería un
desvalimiento, un sin recurso). Lo simbólico introduce una mediación que diferencia
lugares, atemperando lo real. A partir del lenguaje la realidad interviene de forma
localizada: establece una matriz que ordena la experiencia, lo que llamamos el campo de
la realidad. La realidad no es lo real, es lo real tocado por un saber (en su incidencia más
general, sabemos que en las diversas culturas, el mito social compone el sentido del
mundo de modos muy diversos, y resulta en modos muy diferentes de paliar las
incertidumbres de la vida). En términos operativos, más allá de tal o cual ficción, la
incidencia del lenguaje implica -como señala Miller (2004)- una separación de lo real
donde el sujeto enlaza a un saber, a un orden del mundo donde encuentra su lugar 1.
Por ejemplo, somos selectivos en lo que tomamos en nuestra experiencia, si no
estaríamos invadidos por todos lados, hay algunas cosas que no escuchamos: si tenemos
las coordenadas de tiempo-espacio, nos posibilita no sufrir por un avión que “pasa lejos”;
ahora bien, algunos autismos sufren por eso: y es que si no están las coordenadas que
establecen fronteras, es difícil establecer el lugar del sujeto. O tomemos como ejemplo la
angustia, que es un afecto que emerge cuando hay un tropiezo de las certidumbres de un
sujeto, donde están concernidos su deseo y su lazo a la vida. Cuando nuestros puntos de
apoyo se ponen en cuestión, nos vemos llevados a un reverso de la experiencia: en la
angustia, el sujeto no puede dar cuenta de lo que le sucede, el discurso no le alcanza para
entender o maniobrar, pero aún más, algo inquieta o apremia, aprisiona o impulsa a actos
desesperados. Entonces tenemos ahí lo que no se representa, pero se presenta, en el
cuerpo. El discurso (o el fantasma) permite poner distancia, dar un marco; en la urgencia,
no hay significante que auxilie, los significantes no acuden a significar la experiencia en
que está inmerso, y el sujeto “cae” mortificado: por ejemplo, aunque sea breve, vive el
tiempo como algo infinito, sin límite, se presenta esa forma de indeterminación. No tiene
lo que le da el discurso. Pueden surgir los actos desesperados, o el enojo, en la búsqueda
de algo a qué aferrarse: por ejemplo, va a la comida o a la bebida y encuentra "ser" -"soy
un inútil"-, en el intento de colocar certeza para no quedar indeterminado; o los cortes en
el cuerpo, para que haya finitud, acotación, si no todo era infinito, inasible en la
indeterminación. En la clínica con niños vemos ejemplos de esto en la cotidianeidad.
Como plantea Freud en la Novela familiar del neurótico, ante ciertas separaciones (el
inicio escolar, el nacimiento de un hermanito, etc) el niño se siente desplazado -pierde un
sostén- y reclama el amor total de sus padres. De modo que la vivencia traumática es la
pérdida de ese lugar, que deja a la deriva, desorientado. Pueden aparecer, como intento
de salida a la angustia, los miedos, en el intento de establecer algo de certeza. O
encontramos los berrinches, las agresiones intentando obtener representaciones de
reconocimiento del Otro, verificar su deseo, en acto.
Entonces, retomando el planteo de Freud del “Proyecto de psicología…”, Lacan
extrae una lógica de estructura: a lo inasimilable ya no puede accederse sino a través de
un representante (signos verbales del lenguaje, huellas mnémicas). Como señala Lacan
en el Seminario de "La ética...", a lo conocido sólo lo captamos en lo que es articulado en
palabras, que se encadenan tramando la realidad 2. En el "Proyecto...", Freud dirá que entre
Percepción y Consciencia se hallan todas esas huellas que conforman el inconsciente, es
decir, la percepción está tamizada por una trama inconsciente de lenguaje, donde esos
"signos", esas huellas, se traman constituyendo la realidad. Esa estructura de trama, que

1
Miller, J. A. Nota sobre la vergüenza, en Freudiana 39, año 2004.
2
Lacan, J. El Seminario Libro 7, La ética del psicoanálisis. Ed. Paidós. Buenos Aires 2010, p68.
viene del Otro y del lenguaje, es lo que Lacan sitúa como "el inconsciente es el discurso
del Otro": ese orden de lenguaje en el que el sujeto adviene.
La trama inconsciente determina que podamos o no tener consciencia de aquello
que hemos percibido y que lo que ha sido percibido sea de una determinada manera y no
de otra. Por ejemplo, alguien le dice a otra persona, "ayer te saludé" y el otro podrá decir
"no te ví". A nivel sensorial probablemente se registra el dato, pero no llega a la
consciencia, no se percibe. O determina que para alguien pueda resultar angustiante lo
que para otros es indiferente. Pero esto no sólo sucede en la psicología del neurótico. En
la ciencia en general, la experiencia emerge en categorías ordenadas, por ende, son
representaciones, ya no "lo real" sino lo que va pasando a lo simbólico (en todo caso, en
la ciencia se trata de cómo formular desde lo simbólico algo que pueda tocar lo real). De
modo que es inevitable que las categorías e instrumentos usados estructuren lo observado.
Por ejemplo, al asentarse en las matemáticas, sólo "existe" lo que es integrable a esa
perspectiva. Los avances mismos de la ciencia fueron cuestionando las categorías que se
tenían por certeras, universales, objetivas: a menudo se constata que estas no alcanzan
cuando intentan dar cuenta de fenómenos a nuevas escalas. Y es que es imposible
absorber la infinita variedad de lo real en el ámbito de lo representable. Y la ilusión de un
mundo puramente calculable desemboca en la paradoja de producir nuevos desórdenes,
un retorno de lo incalculable.
Topamos ahí con aquello que Lacan ubica en términos de "lo real como imposible
lógico"3. Dado que, ¿qué nombra lo real? Si se nombra ya no es eso, es un nombre de lo
real, de modo que ya es inseparable de los efectos de lenguaje, con lo cual, hay que incluir
allí al inconsciente. Lo "real" es un nombre para designar lo indecible: la Cosa, no tiene
inscripción en lo simbólico, es radicalmente imposible de decir. Por ello Lacan plantea
que "toda verdad tiene una estructura de ficción". Esta es la base de un malentendido
estructural que constituye la experiencia en que estamos inmersos: sólo hay ficción sobre
lo indecible.

La estructura: un intento de tratar lo inasimilable


Ahora bien, retomando los movimientos de constitución del sujeto, en el marco
de aquellas primeras experiencias, eso que estaba en el mundo de la Cosa, aquella relación
primera no atravesada por el lenguaje, lo real, queda como algo no asimilable. Si bien
aquello queda "excluído" del pensamiento -al no haber existido palabras no se lo pudo
pensar-, pero estuvo, se presentó: ese elemento extranjero "es aquello en torno a lo cual
se organiza todo el andar del sujeto" 4 . Siguiendo a Freud, Lacan sitúa allí un
funcionamiento de estructura: el sujeto funda su posición según cómo se ubica ante ese
inasimilable, según cómo ha ido nombrando un indecible: no es lo mismo si es
simbolizándolo, a costa de todos los enredos y síntomas, que rechazándolo. Esa exclusión
originaria es fundante, sostiene todo el aparato psíquico, todo el movimiento de
representaciones. Si pensamos ese inasimilable que sostiene todo el andar del sujeto,
podemos ubicarlo como esa insistencia que agita en lo íntimo de la experiencia, ese goce
siempre presente ya sea en la encrucijada más patente o en lo más inadvertido en el hilo
de una vida. Si consideramos que no existe "La realidad" en el sentido universal del
concepto, sino la ficción que cada uno vive, podremos notar que lo que produce sentido
para un sujeto siempre está atravesado por su modo de gozar: las modalidades del
3
Lacan, J. Lacan, J. El Seminario, Libro 17, El reverso del psicoanálisis, Ed. Paidós. Buenos Aires 2008,
p131.
4
Lacan, J. El Seminario Libro 7, La ética del psicoanálisis. Ed. Paidós. Buenos Aires 2010, p68.
entendimiento responden a una marca ignorada de goce que comanda nuestro decir y sus
insistencias. Hay siempre un modo de goce que inspira las versiones.
Freud captó de un modo inédito esa insistencia que agita en el seno de la
experiencia humana. Situó que la existencia del ser hablante está marcada no por el
instinto sino por la pulsión, es decir que somos empujados hacia la satisfacción, pero no
nos indica cómo ni con qué objeto. En el instinto podría situarse cierta orientación hacia
el objeto, en cambio con la pulsión hay una desorientación. Como menciona Freud en
Pulsión y destinos de pulsión (1986a) - “destinos” en plural, no porque tengan que ser
muchos sino porque no está dado de antemano y eso conlleva una apertura a distintas
posibilidades-: “la pulsión no está originariamente ligada a un objeto” (118), y luego
añade que por ello el objeto es lo más variable, dado que su meta es la satisfacción. Es lo
que Lacan entendió y redujo en una expresión lógica, que no hay relación sexual en el
mundo de los seres hablantes, no hay ninguna programación natural ni saber que indique
cómo establecer la relación entre el saber y un modo de satisfacción anómalo, fuera de
escala, sin adaptación definitiva, que parasita al ser hablante. Por ello hay un agujero en
el saber respecto de cómo arreglárselas con la existencia parlante y sexuada, un agujero
en la estructura que traumatiza al ser hablante, y en el lugar de ese agujero donde no hay
norma, cada elección es contingente, cada respuesta es síntoma: un intento de tratar ese
imposible de soportar. Como no hay complemento respecto de ese agujero, hay
invenciones que suplen.
Todas las ficciones son un intento de suplir ese agujero, recubren la ausencia de
saber con sentidos que intentan ordenar y encausar el goce. Los ritos son infinitos,
tenemos desde los antiguos que Freud describe en Tótem y Tabú, tomar un rasgo de otro
–que no viene dado naturalmente-, en este caso un animal, por ejemplo, identificarse a la
destreza del halcón y eso permite nombrarse y diferenciarse de otros clanes, da un modo
de orientarse en la existencia. Todo mito social arma una narrativa que sutura el agujero
y ordena, todas las religiones, las películas, las canciones, los influencers, ofrecen relatos
intentan que suplir y dar una orientación, situar qué pasa, cómo nombrarse, hacia dónde
dirigir el deseo.
Y tenemos allí toda la variación de cómo cada discurso social, y también, a nivel
subjetivo, cómo cada cual en su decir intenta traducir, apropiarse de ese inasimilable, lo
cual da lugar al recurso, a las capacidades creativas y la dignidad de las invenciones
humanas, pero también a los equívocos, los extravíos y embrollos. Por ejemplo, como
señala Freud en el citado texto, la pulsión no ama ni odia, se satisface; al anudarse a algo
va tomando distintos nombres, las pasiones, las atracciones y lo que procura evitar, es
decir, al coordinarse a un ordenamiento significante permite maniobrar y sostener
condiciones placenteras, pero si no están esos significantes, el sujeto está desorientado y
aparecen los apremios, el “Drang” de una exigencia que nada satisface, el "cómo paro",
el puro empuje sin sentido (se evidencia en los consumos, las ludopatías, los celos, en las
vacilaciones de los lazos, entre otros). Incluso, de modo inadvertido en el curso de una
vida, hay persistencias absurdas, obstinaciones injustificadas, reincidencias en fracasos
claramente previsibles, o el aferrarse a un dolor por años, como un compañero de viaje
por fuera del cual no se sabría cómo seguir, y todo un catálogo de insistencias
injustificables, es decir, que no se reducen a las coordenadas de sentido en las que un
sujeto se reconoce. Allí podemos preguntarnos por ejemplo, ¿en qué se fundan nuestras
insistencias, las más dignas y vitales, o las más absurdas, incluso a expensas de nosotros
mismos? Incluso, ¿qué se juega cuando alguien experimenta un tropiezo de sus
certidumbres, donde están concernidos su deseo y su relación al mundo? El andar del ser
hablante conlleva el recorrido de cómo cada cual puede elaborar un saber sobre el
indecible que le habita, ese andar que es el efecto de un decir propio. Siempre habrá un
fondo indecible, la marca de una inserción propia de cada cual en los lenguajes
compartidos, siempre presente debajo de todos los disfraces: una falla incurable que es
también nuestra chance inventarnos.
Entonces, retomamos la temática que nos convoca. El niño es, propiamente, el
sujeto en el intento de organizar la pulsión.
Por ejemplo, el objeto transicional y el Fort-Da, están en esa vía de constitución
de bordes que permiten diferenciar una presencia-ausencia, un adentro-afuera. Pero por
ejemplo, el Fort-Da no es solo lo que permite establecer la simbolización y representar la
ausencia materna: a su vez, conlleva un recurso de separación de la pulsión, un modo de
regular el goce en una trama.
Como la deriva de un río, que se encausa por los bordes, la pulsión se orienta por
los desfiladeros marcados por el significante. El Fort-da surge en el niño como un intento
de tramitar el alejamiento materno: precisa elaborarlo psíquicamente, registrarlo
simbólicamente para poder operar con él. Si retomamos la lectura de cómo aparece el
juego del carretel en “Más allá del principio de placer” (1921), Freud comenta que su
nieto tenía el hábito de proferir un “o-o-o-o” al arrojar cualquier objeto que tuviera a
mano: dicho sonido, “según el juicio coincidente de la madre y de este observador -el
mismo Freud-, no era una interjección, sino que significaba “Fort”5. En su libro sobre “El
duelo” (2016), Cristian Landriel señala que “del juego deducimos tres pasos lógicos:
primero, la renuncia pulsional de aceptar sin protestar la ausencia de la madre. En
segundo lugar, la emisión de un “o-o-o-o”, es decir, de un sonido sin significación alguna.
El tercer aspecto es que el sentido de dicha pronunciación se sostiene en el juicio de la
madre y del propio Freud; es decir se trata de un significado otorgado por el Otro” 6 .
Destaca allí la necesidad de que la respuesta del sujeto frente a la ausencia materna haya
sido compartida, leída e interpretada por el Otro. De este modo, la actividad psíquica de
ligar permite atravesar la ausencia, que haya Fort-da.
Vemos allí una doble vertiente: la sanción del Otro que interpreta, que responde,
poniendo en juego todo el mundo del lenguaje detrás, pero también, cómo se sitúa el
sujeto. Encontramos allí un movimiento de causa y consentimiento, de cómo llega el
lenguaje al sujeto y cómo el sujeto llega al lenguaje. Y es lo que Lacan ubicó como “la
insondable decisión del ser”, que hace a cómo cada sujeto se confronta al surgimiento de
un acontecimiento traumático y, fundamentalmente, cómo responde.
Cabe entonces preguntarnos: ¿qué tratamiento hace cada quién de ese
inasimilable? ¿Qué recurso toma para ubicarse?

Posición y estructura
En su texto “La negación” (1925) Freud plantea que la función intelectual del
juicio (es decir, la subjetivación o simbolización) tiene dos disposiciones que asumir:
atribuir o desatribuir una propiedad a una cosa, y admitir o impugnar la existencia de
una representación en la realidad. En una “insondable decisión del ser” se plantea la
admisión de lo simbólico -atribuir una propiedad a una cosa-, es decir la simbolización
primordial (Bejahung), o el rechazo de lo simbólico -desatribuir una propiedad-7.

5
Freud, S. Más allá del principio de placer, p14.
6
Landriel, C. “El duelo. Algunas consideraciones a partir de la obra de S. Freud”. p61
7
Freud, S. La negación (1925). Obras Completas. Tomo XIX. Buenos Aires. Amorrortu Ed. 1992, p.254.
La admisión o afirmación primordial -según Freud la inscripción de esas huellas
mnémicas, representantes de algo que no está-, posibilita establecer ligazones, permite
una distancia y un poder hacer con esa investidura sin que ésta invada. En términos del
“Proyecto…” de Freud, al investir el objeto-recuerdo, “la satisfacción faltará, porque el
objeto no tiene presencia real sino en la representación-fantasía” (p370). Podemos situar
entonces que “la pérdida de objeto constituye el horizonte sobre el que se funda el examen
de realidad”.
Es necesario que el sujeto preste un consentimiento a una pérdida de goce para
ligarse a una trama, una sustitución que habilita un trabajo de elaboración: es decir, los
movimientos de ligar-desligar que componen la serie del objeto transicional, fort-da y,
como veremos, la metaforización de la novela familiar, el Edipo. En términos lógicos,
conlleva que las articulaciones simbólicas sostienen las significaciones, establecen el
marco de la realidad, sobre un fondo de ausencia8: ya no está la Cosa sino que la Cosa es
simbolizada. Por eso Lacan dice “hay metáfora”, la sustitución de un goce por la palabra,
donde el goce se atempera al coordinarse a referencias.
Pero, así también puede suceder que no haya un consentimiento a lo simbólico,
sino un rechazo, Verwerfung, en términos de Freud, y que Lacan formalizó en el concepto
de Forclusión, ligado al campo de la psicosis.
Entonces cabe situar que no todos los seres hablantes tienen la misma relación con
el lenguaje, y esto trae consecuencias diferentes en el modo de orientación en el mundo,
donde hay diversos modos de habitar la existencia y el cuerpo. Esto nos lleva a considerar
cuál es el real en juego en cada una.
Entonces, como consecuencia podemos situar lo siguiente:
Hay posiciones subjetivas que habitan la lengua desde un lazo simbólico, que
permite establecer una trama de significaciones que organiza la experiencia, localizando
ciertos puntos subjetivos de orientación sobre un fondo de sustitución posible. De manera
que ante una conmoción de la posición que sostenía, ya sea en una crisis vital, un duelo,
un desencuentro en los lazos, pueda tener ocasión de separarse de una identificación y
armar otra respuesta, donde a través del trabajo con la palabra, la angustia pueda ser
tratada, atemperada, permitiendo abrir a nuevas formas de situarse.
Ahora bien, hay otras modalidades en la existencia que se sostienen prescindiendo
del anudamiento simbólico, donde hay una dificultad para localizar los puntos de
orientación subjetiva a través del lenguaje; y si no están esas coordenadas, es difícil
establecer el lugar del sujeto. Entonces como correlato puede surgir una indeterminación
inquietante, donde la experiencia se vuelve cargada de un exceso difícil de tratar ya sea a
nivel del lazo, del cuerpo o del pensamiento.
La noción de estructuras clínicas, admite de principio que cada estructura tiene
límites inherentes a su estatuto, límites propios, internos, una lógica en su modo de
sostenerse en la existencia9.

8
Lacan, J. Respuesta al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud. En Escritos 1, 2da
Ed. Siglo XXI Editores. Buenos Aires, 2003, p376.
9
En su conferencia 31°, Freud dice: “Toda vez que nos muestra una ruptura o desgarradura, es posible que
normalmente preexistiera una articulación. Si arrojamos un cristal al suelo se hace añicos, pero no
caprichosamente, sino que se fragmenta siguiendo líneas de escisión cuyo deslinde, aunque invisible, estaba
comandado ya por la estructura del cristal. Unas tales estructuras desgarradas y hechas añicos son también
los enfermos mentales”.
Neurosis, admisión de lo simbólico: puede haber lazo al discurso, con un recurso
simbólico para significar la experiencia, donde el goce queda anudado -como un
indecible- a una trama.
Psicosis, rechazo de la simbolización fundamental. Abre a otras modalidades de
invención singular, no estándar, ante un goce en exceso que se torna problemático.

Tomemos algunos ejemplos.


El movimiento de constitución del yo, es conceptualizado por Lacan (1949) como
el Estadio del espejo 10: este estadio da cuenta de la transformación producida en el sujeto
por la vía de la identificación, es decir, cuando asume una imagen.
Lo que está en juego allí no es la visión, es la relación a una imagen (por ejemplo,
los ciegos cuentan con imágenes que orientan). Implica una mediación: esa relación a una
imagen se sostiene fundamentalmente en una mirada que confirma, en donde el sujeto
reconoce lo que el Otro le dice: “ese sos vos”. Es el lenguaje el que liga aquello que a
nivel sensorial estaría difuso en sensaciones dispersas. Toda esa relación a la imagen
depende de una trama de lenguaje que localiza, que coordina a una Gestalt, a una
unificación. Si ubicamos la experiencia del cuerpo a nivel propioceptivo o sensorial,
aparece un cúmulo de sensaciones atomizadas, una fragmentación del cuerpo en
impresiones dispersas, una incoordinación de los movimientos, sin orientación, etc.
Ahora bien, al consentir a esa identificación, el niño se ve con una anticipación mental,
una anticipación de lo imaginario a lo real: si el niño pequeño experimenta a nivel
orgánico sensaciones difusas (a nivel propioceptivo), en la imagen se percibe unificado.
Lo que se produce allí es la coordinación a una matriz de lenguaje que condensa
lo pulsional, donde el cuerpo se abrocha a una imagen: el sujeto se anticipa a las
posibilidades de su organismo, se percibe unificado, no con la fragmentación que se
experimenta; entonces, la incoordinación se frena, cuando aún no está endurecido todo el
aparato de sostén (aún no están "mielinizadas las terminaciones nerviosas" - entre
6/18meses).
Al alienarse a la unidad, se reprime la fragmentación (queda escondida detrás):
la identificación cubre lo real del organismo en el movimiento de constitución en la
imagen. De ese modo, el sujeto adquiere la unidad de la imagen, la identificación con un
Uno que permite anudamientos. Esa es su eficacia, una eficacia de anudamiento libidinal:
logra ordenar lo pulsional, y eso toca el tono, los gestos, por ejemplo, “se para como su
padre”, toma estilos de su madre. La libidinización de esa imagen exterior, esa
anticipación mental que captura su imagen en el campo especular, anuda el cuerpo: se
abrocha a una imagen, es constituyente.
Hasta ese momento no había referencia a un ser ni a un cuerpo: es lo que Freud
situó como el paso del autoerotismo (satisfacciones atomizadas, dispersas, en el registro
de la pulsión parcial) a la unificación de las pulsiones en el yo. En “Introducción del
narcisismo” (1914) Freud plantea que el yo no está constituido de entrada, que para que
se constituya es necesario un "nuevo acto psíquico", que en su texto él no explicita. Lacan
dice que ese nuevo acto psíquico es el Estadio del Espejo, el paso del autoerotismo a la
unificación del yo, la constitución del narcisismo. Se trata de un estadio, un momento
lógico por el cual el sujeto atraviesa, que manifiesta la matriz simbólica del yo. A partir

10
Lacan, J. El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la
experiencia psicoanalítica (1949). Escritos 1, Ed. Siglo XXI, Bs. As. 2003.
de ahí hay una coordinación del organismo con su realidad, desde ahí tiene "yo-cuerpo-
realidad" establecida11.
Notamos, nuevamente, que a partir de la operación del lenguaje la realidad
interviene de forma localizada.
Observamos la oposición entre la constitución del yo que se produce en ese
período y lo que ocurre en el autismo, por ejemplo en el cual ese estadio no se produce,
entonces no se establece la constitución del yo, y esto tiene una serie de consecuencias
para el sujeto autista, donde no constituirá una imagen unificada, no constituirá un hablar
de sí en primera persona. Podemos contraponer el hecho de que cuando se constituye el
estadio del espejo, por ejemplo, se da la identificación del sujeto a una imagen externa,
donde la identificación del yo con los semejantes adquiere un valor diferencial, es decir,
con otras personas que pueden ser los adultos u otros que serían iguales a él, los hermanos,
amigos, etcétera, con quienes se identifica, lo cual va a implicar la pregnancia que cobra
la imagen humana con la que empieza a identificarse. Esto también es una diferencia con
lo que sucede en el sujeto autista: los que trataban por primera vez a sujetos autistas,
Klein, Meltzer, Kaner, referían que es notoria la sensación de que el analista en la sesión
es como un mueble más, que el sujeto trata al analista como trata a cualquier otro objeto.
Al contrario, cuando el sujeto pasa por el estadio del espejo, tiene una pregnancia especial
la imagen de otro humano donde se juegan las identificaciones.
Desde allí podemos entender que el cuerpo comporta una instancia mental que es
diferente del organismo. Y encontramos que hay diferentes modos de conformar el
cuerpo, lo cual depende de ciertas operaciones, de la eficacia libidinal de la identificación
donde se logra, o no, ordenar lo pulsional.
Podemos ilustrar esta operación con algunas viñetas:
Encontramos una problemática muy usual como motivo de consulta en la clínica
con niños, el síndrome de "Hiperactividad". Dicha problemática suele ser leída por los
adultos como rebeldía del niño. No obstante, notamos ciertas diferencias: una cuestión es
la inquietud del niño por convocar la mirada, como modo de demanda de reconocimiento;
la "hiperactividad" aparece en determinados momentos, delante de aquellos donde tiene
una demanda en juego, por ejemplo, obtener un reaseguro narcisista, "hacer el pícaro",
etc. Donde no está esa demanda, no aparece la inquietud. Notamos ahí que la pulsión está
tomada por la vía del sentido: una satisfacción ordenada por una discontinuidad
significante, presencia-ausencia de una demanda encuadrando el campo del goce. Ello
difiere de otros casos donde hay una agitación permanente sin motivo aparente, donde
aparece una deriva metonímica constante, incluso a veces con la dificultad de establecer
fronteras en esa agitación que puede llegar al daño físico del propio sujeto, muchas veces
acompañada por trastornos de lenguaje constatables, trastornos de sueño. Freud (1921)
ubica la motricidad como tratamiento espontáneo de la angustia, y sitúa que tanto el
trauma como la compulsión, acontecen frente a la imposibilidad de tramitación del

11
Es la lógica que planteábamos al principio: no existe una relación inmediata ante lo real: el bebé está
invadido por una excitación sin los medios para reconocerla, cualificarla. La excitación no le otorga una
diferenciación: es necesario un punto exterior que no es la excitación en sí, para situar las diferencias. Esto
viene del Otro y el lenguaje: es desde ahí que el sujeto identifica recursos para fijar lo que estaba disperso
en una pura invasión. Tener esa referencia identifica, a partir de ello el sujeto se hace representar, en esa
anticipación mental de lo imaginario a lo real. Esta perspectiva opera del mismo modo a lo largo de la vida,
por ejemplo, antes de asistir a una entrevista, me arreglo ante el espejo y olvido cierto malestar de estómago,
una muela cariada, una disfunción renal etcétera, compongo mi imagen y me estabilizo para la entrevista.
Es un modelo de dos caras, hay una anticipación de lo imaginario a lo real: -la unidad cubre la
fragmentación; -el sujeto se sostiene en una mirada que ratifica.
aparato. Los indicios descriptos en este último contexto evidencian la dificultad de tratar
lo real por lo simbólico, de entrar en un discurso que permita ordenar el campo del goce
y atemperar lo pulsional.
Otra vía que se puede correlacionar es cuando encontramos consultas referidas a
dificultades de aprendizaje, donde cabe situar campos diferenciales que orientan la
perspectiva del trabajo. Tomemos en cuenta que el movimiento del aprendizaje implica
una sustitución, la renuncia a una satisfacción inmediata para ligarse a un saber, donde la
satisfacción es diferida para jugarse en el lazo con el Otro y el lenguaje. Tenemos allí una
serie de operaciones, donde el sujeto puede consentir o no: lo simbólico mortifica el
cuerpo, “mata” la Cosa: por ejemplo, hay que perder el goce del movimiento, de jugar,
de saltar, para poder concentrarse; ello implica estar mortificado, hacer un esfuerzo, ya
que hay que consentir a quedarse sentados, a atender, a no dormirse. Esto conlleva incluso
otra dimensión: para poder aprender es necesario dejarse atravesar por lo que viene del
Otro. Entonces dependerá de cómo cada cual es confrontado a esta instancia, y cómo
responde. Pueden surgir tensiones en el marco de la rebeldía ante algo que al sujeto le
resulta imposible de soportar, y surge la oposición ante la imposición del significante
amo. Pero hay otra variedad de situaciones donde no se trata de una oposición, sino que
más bien en algunos sujetos lo que se percibe es la dificultad de establecer un
ordenamiento discursivo de su experiencia. En esta vía, muchas veces la dificultad de
aprendizaje surge en un contexto donde además hay algunos desórdenes en el campo del
lenguaje o del cuerpo (trastornos del lenguaje, la errancia o la tensión permanente, o al
contrario, el estupor, la ausencia de toda iniciativa, a veces incluso, con dificultades en el
manejo del cuerpo), donde notamos una dificultad en la posición del sujeto,
cortocircuitada por irrupciones fuera de la articulación discursiva, ante las cuales queda
sin recurso. Por ende, no es lo mismo la dificultad de aprender por la oposición al
significante amo, que cuando hay una dificultad para que el sujeto sea localizado por el
significante. Por ello, se trata de ingresar en la dimensión del sujeto, de poder leer su
lógica y desde sus posibilidades propiciar una salida, ubicando qué se le hace intolerable
y cuales son los recursos ante ello.
Podemos hacer un contrapunto clínico entre esta dimensión donde hay dificultades
de ligarse al discurso, y lo que encontramos en el campo de las neurosis, donde el recurso
a lo ficcional no libra de embrollos, aunque bajo otras modalidades. En los primeros pasos
de su clínica Freud se encontró con modalidades de la histeria que evidencian cómo el
cuerpo es tocado por el significante: por ejemplo sujetos con parálisis de alguna
extremidad o sin visión. En un estudio comparativo con las parálisis orgánicas, Freud
constata que la diferencia con las parálisis histéricas estriba en que en éstas el cuerpo se
ve afectado no según las extensiones nerviosas que conlleva, sino que se ve afectado
según la representación que se tiene del órgano, en virtud de su conexión con un afecto
ligado al vivenciar del paciente. Dirá entonces que el síntoma neurótico "se comporta en
sus parálisis y otras manifestaciones como si la anatomía no existiera (...) es ignorante de
la distribución de los nervios y por ello no simula: toma los órganos en el sentido vulgar,
popular, del nombre que llevan: la pierna es la pierna, hasta la inserción de la cadera; el
brazo es la extremidad superior tal como se dibuja bajo los vestidos". Y la eclosión
sintomática en ciertas partes del cuerpo se produce en virtud de que “están envueltos en
una asociación inconsciente provista de gran valor afectivo”. De modo que en el síntoma
neurótico se evidencia que el vivenciar del sujeto toma el cuerpo según el significante12.
12
Y entonces, en su artículo, leemos: "La lesión de la parálisis histérica será, entonces, una
alteración de la concepción (representacional) de la idea de brazo, por ejemplo (...)no puede entrar en
asociación con las otras ideas que constituyen al yo del cual el cuerpo del individuo forma una parte
importante. Por el valor afectivo repugna hacerlo entrar en asociación, se vuelve inaccesible: La lesión sería
Se tratará allí de esclarecer el modo inconsciente de interpretar el cuerpo, de despejar el
equívoco para abrir a nuevas formas, ya no en el encierro de su novela sino más abierto a
las contingencias efectivas de la vida.
Para concluir este apartado podemos entonces señalar que:
El lenguaje atraviesa el organismo volviéndolo cuerpo, anudándolo a una ficción
personal, nombrándolo, vistiéndolo, tatuándolo, o marcando el modo en que se lo cuida
o rechaza. Es lo que hace que poseamos un cuerpo – a diferencia del organismo –, donde
incluso en esa dimensión de ficción no siempre hay fronteras claras, por ejemplo entre
adentro y afuera, y se puede hacer de una ofensa una sensación dolorosa, de una
incertidumbre un temblor, o, en la sensibilidad expectante, el menor imprevisto puede
tomar un valor inquietante, con efectos a nivel físico. Así la existencia del organismo es
atravesada por las resonancias del lenguaje en el cuerpo. De allí que hay diversas maneras
de habitarlo según sea la relación que cada cual tiene con el lenguaje, con la propia
historia y con los modos en que ha ido nombrando lo indecible.
En virtud de este recorrido podemos palpar una dimensión fundamental. El ser
hablante es el único ser que habita en un medio no natural, que es un medio de lenguaje:
la realidad en la que estamos inmersas/os es una red de lugares que circunscriben y
regulan las incertidumbres de la existencia, hilvanando la economía subjetiva de nuestros
afanes y evitaciones. Esa trama constituye el medio propio de cada ser hablante, el de la
ficción que habita de un modo personal e incomparable, que sostiene su modo de
orientarse en la existencia, la marca singular por la cual se inserta en los lenguajes
compartidos. Esa red de referencias circunda nuestra noción del ámbito en que estamos.
Cabe notar en este campo un punto crucial. Freud y Lacan pudieron captar una
dimensión fundamental para pensar el malestar en la civilización, y es que no sólo está la
dimensión ficcional que depara cierta inestabilidad del ser hablante en cuanto a sus modos
de reconocerse, sino que también hay un goce que está presente en sus repeticiones, en
sus fantasmas, un indecible que agita en el seno de la experiencia, en las tentativas íntimas
de situarse en la existencia. De allí que algo de lo que se pone en juego en esos embrollos
de la ficción pueda afectar de modo tan real como lo que llamamos realidad.

Edipo o la metáfora del nombre del padre


En virtud de aquella perspectiva, Lacan señala que el lenguaje expulsa al ser
hablante de toda programación natural, y en virtud de ello plantea que "no hay relación
sexual", no hay complementariedad entre el saber y el goce que anima, que incluso
parasita al ser hablante. Por ende, hay un agujero en el saber respecto de cómo
arreglárselas con el goce, con la existencia parlante y sexuada. Por ello Freud habla de
pulsión como una fuerza constante (Drang), un inasimilable no totalmente absorbible por
lo simbólico, que conlleva una demanda constante, nada lo puede satisfacer, nada lo
calma: más allá hay una dimensión inasimilable, sin ley. Y entonces, en el lugar de ese
agujero donde no hay norma, cada elección es contingente, es síntoma: es un intento de
tratar ese imposible de soportar, donde todo saber es equívoco. Como no hay

entonces la abolición de la accesibilidad asociativa de la concepción del brazo. Este se comporta como si
no existiera en el juego de las asociaciones (...) pero puede ser inasequible sin estar destruída y sin que esté
dañado su sustrato material (el tejido nervioso de la pertinente región cortical). (...) el órgano paralizado o
la función abolida están envueltos en una asociación subconsciente provista de gran valor afectivo y se
puede mostrar que el brazo se libera tan pronto como ese valor afectivo se borra" (Algunas consideraciones
con miras a un estudio comparativo de las parálisis motrices orgánicas e histéricas, p207, 208, 209).
complemento respecto de ese agujero, hay invenciones que suplen. Cada cual tiene que
responder con un saber para tratar ese agujero que traumatiza al ser hablante.
Aquello que Freud situó en el drama del complejo de Edipo, es una suplencia más,
entre otras, que traduce la entrada en discurso. Pero cabe señalar aquí que ello implica
como condición necesaria, una toma de posición del lado del sujeto: una elección donde,
ante la irrupción de un goce, se instala una pregunta; en el horizonte de esta vía está el
lazo al discurso como recurso simbólico para ligar. La neurosis es una pregunta sobre el
goce, es la vertiente del deseo, sobre el deseo del Otro. Conlleva todo un movimiento de
sustitución donde cede algo del goce, hay una pérdida de goce que sostiene la insistencia
de la demanda de amor.
El Edipo freudiano, en su función lógica, es un argumento de anudamiento que
articula una excitación previa al Otro del amor, estableciendo un circuito de tramitación
pulsional donde el operador es el lenguaje: la neurosis es la pregunta de ¿qué soy en el
deseo del Otro? Una pregunta que lleva a buscar pruebas de amor, articulada sobre una
falta. En ese punto van a producirse las fantasías, las teorías sexuales infantiles, van a
edificarse las identificaciones, como marco en el cual se irán produciendo las fijaciones
entramadas en el lazo con el Otro.
De ese modo, el Edipo consiste en el intento de nombrar un goce, que al pasar a palabra,
se localiza: al articularse a la demanda de amor, al enlazarse a significantes (en una trama
de demandas, de identificaciones) entra en el sentido, en una red de referencias que
encuadra el goce y le da recorridos (diferencias, oposiciones, posibilidades, límites), y se
ordena de cierta manera. El amor es una forma de dirigirse al goce, a través del lazo con
el Otro del lenguaje. Es lo que encontramos en los dramas descriptos por Freud, donde la
novela familiar del neurótico viene a hacer nombre en el lugar del “no hay” saber, muestra
el intento de nombrar un indecible. En el intento de suplir un imposible, el sujeto se
constituye a partir del Otro, es decir, de qué quiere el Otro y cómo se ubica ante eso. Las
identificaciones que un sujeto ha ido tomando a lo largo de su vida, esas marcas que el
sujeto desconoce y conforman su inconsciente, tienen que ver con cómo cada uno ha
nombrado los agujeros de la existencia.
Por ello, el Edipo es un operador lógico que se ubica entre ficción y función: detrás
de los personajes está la función. El mito da forma épica a una estructura inconsciente
donde se efectúan operaciones de lenguaje. Detrás de lo que el mito se limita a poner en
imágenes, está la presencia de lugares significantes pero que se tienen que manifestar a
través de una representación necesariamente. Esta operación dramatiza la relación al
goce, ya que la palabra opera un pasaje a sentido: el sujeto interpreta ese goce opaco en
el campo del lenguaje, a riesgo de todos los malentendidos y embrollos. Es un intento de
alojar lo inasimilable en una trama, que viene a contener el goce que el sujeto busca para
su satisfacción: por ejemplo, el placer también es goce, pero atemperado por lo simbólico,
como podemos notar en los deportes, donde la pulsión de muerte se pone al servicio de
ciertas reglas y tenemos la competencia, donde aparece de un modo regulado al orientarse
por el sentido, ya que si es excesivo obstaculiza. Al coordinarse a significantes permite
que sea placentero, que no haya algo invasivo.
Esa es la relectura de la castración que hace Lacan: lo que en Freud es una puesta
en imágenes dramáticas y épicas, en Lacan son movimientos lógicos entre ficción y
función; por ejemplo, la castración, lo que en Freud es temor al daño narcisista, para
Lacan es una figuración posible, una versión de lo que es una pérdida de goce operada
por entrar al lenguaje, donde no hay posibilidad de acceso pleno al goce por el hecho de
hablar, donde siempre hay una falta irreductible que, en todo caso, opera como un
inaprehensible que hace desear.
De ese modo, el Edipo consiste en un operador estructural que es una sustitución
del goce por la palabra. Por ello mismo Lacan traduce el mito del Edipo en lo que él
denominó la metáfora paterna, que formalizó en los siguientes términos:

Este esquema fue teniendo variaciones en la enseñanza de Lacan, pero a fines


didácticos tomaremos esa versión. Situaremos desde aquí lo que Lacan trabaja en su
Seminario 5, Las formaciones del inconsciente, fundamentalmente en los capítulos
Cada instancia de este proceso implica una mediación de discurso. En eso se
traduce la operación del Nombre del Padre, en una simbolización: al pasar el goce a
palabra, hay una pérdida de goce, y permite armar respuesta. Y ¿qué simboliza? Un real,
un goce opaco: el sujeto se pregunta por su ser, una incógnita, que intentará dar respuesta
en el lazo con el Otro, “¿qué soy en el deseo del Otro?” Es lo que Lacan planteará: el
deseo es el deseo del Otro, que conlleva el deseo de ser deseado por el Otro, y para ello,
desear tener lo que el Otro desea, para obtener la valoración anhelada: deseará obtener un
lugar en el Otro que le permita un reconocimiento. [Ver nota aparte sobre Narcisismo]
Tenemos allí el primer tiempo del Edipo: es el tiempo de la identificación, no a la
madre sino al objeto de deseo de la madre. En los términos que mencionamos
previamente, es el tiempo del Fort-Da, ya que la mediación en la que surge la respuesta
del niño supone que ésta no está, conlleva la posibilidad de su ausencia: el enigma de qué
desea el Otro implica ya una simbolización primordial. Si está todo el tiempo el sujeto no
responde: DM es un vacío, un enigma entre presencia y ausencia. La identificación tiene
la misma estructura del For-Da, de la presencia-ausencia. Identificarse es adoptar una
posición ligada al Otro, donde alguien desaparece y reaparece en el rasgo por el cual se
identifica. El rasgo es un significante, no un rasgo físico 13.
Este movimiento introduce una función, la denominación de un goce por la vía
del deseo: es el establecimiento de una significación (conlleva ya una mediación
simbólica). El primer movimiento, será eso a lo que el sujeto responde con su ser: deseará
ser objeto del deseo de la madre, de la cual depende para su subsistencia (no sólo
biológica, sino simbólica: el deseo del Otro es aquello que sostiene al sujeto). Esta
identificación primordial es fundante del sujeto.
Las respuestas del niño son a esas palabras que le vienen del Otro, a aquellas
palabras que lo nombran. Estas palabras ponen en juego un lugar –“qué soy para el Otro”-
y también un peso, ya que las palabras no se reducen a su uso racional, sino que tienen

13
Será lo mismo cuando Lacan habla de que el padre que opera (no el padre biológico, sino el que incide o
es referencia para el sujeto), es “el padre muerto”: alguien desaparece y reaparece en el rasgo por el cual el
sujeto se identifica. El padre no opera tanto como presencia sino como referencia: opera aún no estando, su
palabra incide en el sujeto, lo toma de referencia.
un efecto de goce, conllevan un impacto, una insistencia, pueden marcar, animar, dar
júbilo, herir o fijar un acontecimiento como inolvidable. Así, el sujeto anuda un goce a
valores marcados por el deseo del Otro.
El reverso de este movimiento, es que el sujeto depende de la primera
simbolización de la madre y de ninguna otra cosa. Es un punto en el cual el sujeto está en
posición de súbdito, de estar identificado sólo al deseo materno, a no ser más que esos
significantes ligados al deseo del Otro primordial. En términos lógicos, se trata de la
identificación imaginaria que pone en cuestión al ser. Es el registro de DM sin barrar -
que no se articula a otras referencias, no se interroga-: el sujeto está a merced de una
identificación que lo designa. Se trata de una lógica dual que se presenta como un todo,
unívoca, de efecto inmediato, “ser o no ser”.
Se trata de una dialéctica imaginaria porque el significante que designa, es lo que
captura al sujeto en una imagen de sí que invisibiliza todas sus demás posibilidades y
facetas, por eso llama a ser y a su vez aplasta. Registro que en el intento de aprehenderse
se reduce a una imagen, es la captación que hace de sí a cada momento, siempre frágil,
amenazado por la inconsistencia propia de la fijeza de la imagen. Al no tener esa
identificación, queda sin referencias. Es, por ejemplo, la posición en la que se haya
Juanito, el caso de los historiales de Freud, que al perder el lugar que definía su ser, se
queda sin referencias y se sume en la angustia. La angustia cede cuando desarrolla el
miedo (la fobia), una maniobra para nombrar, establecer un sistema de fronteras en el cual
conducirse y poner a distancia lo que inquieta.
El segundo tiempo del Edipo, la interdicción, surge en la medida en que ese Otro
primordial remite a un más allá de sí mismo, a Otro discurso, a una referencia tercera que
introduce Otra dimensión: implica la relación de DM a un discurso más allá de ella
misma, más allá de su capricho y que lo regula. Se trata de la dimensión simbólica que
separa, que alza un obstáculo a la captura: libera al sujeto de estar identificado sólo a DM,
o en otros términos, a las formas de significación absoluta que designa, ya sea en torno a
un significante o a una demanda14. En tanto lo fundamental es la relación de la madre con
la palabra del Padre, o que una significación no se baste a sí misma, Lacan dirá que la
interdicción es “un mensaje sobre un mensaje”.
Es el momento de la interdicción, “el no del padre”, que conlleva el movimiento
de separación de una identificación y la inclusión del sujeto en la serie de sustituciones:
la demanda es remitida a otra referencia. Ante “la madre que viene y va, hace falta la
intervención de algo más allá que la simbolización primordial para que [el sujeto] sepa
qué desea la madre. Para alcanzar ese más allá se necesita una mediación: la da la posición
del padre en el orden simbólico”. Podemos situar la existencia detrás de todo el orden
simbólico del cual depende (es lo que señala el segundo gráfico de la fórmula,
generalizando la metáfora paterna: S1-S2...Sn).

14
Es fundamental allí, qué hace ese esa figura con su propia falta:
- se basta a sí misma? No entra en el malentendido estructural, y entonces se halla en una posición
fija: o absolutamente presente o absolutamente ausente. Allí la ley del Otro primordial queda por
entero en el sujeto que la porta, opera como un imperativo. Cualquier película de Almodóvar
permite notar ese estrago. Allí se ubica lo que señala Lacan: “Lo dicho primero decreta, legisla,
“aforiza”, es oráculo, confiere al otro real su oscura autoridad” (Escritos 2 - p768).
- O introduce al niño en la serie de las sustituciones? Remite a Otro discurso, donde nadie lo es todo
y eso relanza las búsquedas (en el deseo, en los modos de interrogar el ser..). Si no hay enigma no
se sostiene la indagación.
Fundamentalmente se trata de una instancia donde algo descompleta y desatrapa
de la referencia única, y enlaza a la serie de sustituciones.
Tenemos allí, por ejemplo, todo el abanico de problemáticas de la infancia al
iniciar la escolaridad, donde la conmoción aparece por la pérdida de un lugar, que connota
el alejamiento de los padres y la salida a la exogamia. Como citamos previamente, en La
novela familiar del neurótico Freud comenta que el niño se siente desplazado y anhela el
amor total de los padres: unos a otros se vuelven extraños a sí mismos. Juan Molina, en
Edipo y la novela, señala que la mentada pérdida remite a la caída de “lo uno”. Y agrega
que, en primer término, se pierde la unicidad entre los padres en la medida en que son
unos entre tantos otros, y por ende, dejan de ser la única fuente de autoridad. Ante la
separación, del lado del niño entonces se despierta todo un fantasear, producto de la
pérdida. El niño al comparar a sus padres con otros comienza a dudar del carácter único
de aquellos, incluso percibe que otros son preferibles en ciertos aspectos. En esa vía, las
fantasías referidas en el texto de Freud, producen una sustitución entre el padre
“menospreciado” y el “enaltecido por una posición social más elevada” 15 . Entonces
Molina señala: La novela familiar es la novela de un extrañamiento por el que los padres
no son los padres; la fantasía, presentada como una escena de ficción motorizada por el
deseo, introduce una duplicación que extraña a los padres de sí mismos 16. Finalmente, en
este recorrido, de lo que se trata en esa “caída de lo uno”, es de la pérdida de la identidad
del propio personaje de la novela. Cabe recordar que Freud captó que, en la fantasía, cada
sujeto se retira a un escenario donde recupera la omnipotencia de sus deseos,
estableciendo un modo de tramitación de la angustia y la sustitución de un goce por vías
que den lugar a la satisfacción.
Por otro lado, en este movimiento podemos notar también lo que es conocido
como la edad de “los por qué”, donde el sujeto pregunta buscando la falta en el Otro,
buscando constatar que el Otro no lo sabe todo. O incluso el emerger de la mentira en la
infancia, movimiento fundante de diferenciación subjetiva, donde el niño nota que el Otro
no lo ve todo.
Por eso Lacan señala que “el padre es una metáfora, un significante que sustituye
a otro significante”, y en otro momento indica que este movimiento desprende al sujeto
de una identificación al tiempo que lo liga a la ley”, es decir la ley del lenguaje, de las
sustituciones. Se trata de un mediador de lo simbólico, permite dar respuestas, atravesar
franqueamientos: cuando el sujeto es cuestionado en su posición, que tiene que ver con
una forma de ver el mundo y de reconocerse (por ejemplo cuando el saber que sostenía
no alcanza para una nueva situación, donde no bastan los semblantes que sostenían),
permite separarse de una identificación para armar otra respuesta.
Este movimiento desaloja al sujeto de la posición de súbdito y permite
atravesamientos de la posición subjetiva: abre al sujeto a la dimensión de algo distinto,
de poder abrir a nuevas formas de responder. En todo caso, de lo que se trata es de poder
perder algo sin identificarse a lo perdido.
El efecto de esta posibilidad es que: -Parcializa las identificaciones: no existe el
significante que designe al sujeto (nadie es el falo, hay una falta en ser: no hay ningún
significante que pueda responder de manera exhaustiva por el “quién soy”, toda
designación es precaria, a medias, no hay posibilidad de localizar el ser bajo ningún signo
de manera estable y definitiva - solo se puede tener o no tener una posición, pero nadie lo
15
Freud, S. “La novela familiar de los neuróticos”, en Obras completas, 3° Ed. Bs. As., Amorrortu editores,
1993, vol. IX, p218.
16
Molina, J. “Edipo y la novela”, en Conjetural. Revista Psicoanalítica, N°41, Bs. As., Ed. Sitio, 2004, p83.
es de manera definitiva). -Esto a su vez, atempera el goce que conllevan esas
identificaciones o su conmoción.
El tercer tiempo, es el de la identificación simbólica, que permite asumir un
“tener”: ya no en una dialéctica imaginaria de “ser o no ser”, sino que falta el significante
que designa (al sujeto, al deseo, al Otro que tampoco tiene la clave final de su deseo).
Deja de estar en cuestión el ser y la cuestión es tener o no tener.
Se produce la identificación simbólica: si bien no hay un significante que designe
definitivamente, hay marcas, insignias que orientan la posición, los significantes que
tocan la posición del sujeto en el inconsciente, que conforman las coordenadas dentro de
las cuales el sujeto se mueve, busca e interpreta, se satisface y padece. Esta lógica puede
llegar muy lejos en el recorrido de una vida, con alcances inadvertidos, en el intento de
situarse. Por ejemplo, una mujer recuerda la molestia que en su niñez le causaba la
insistencia persistente, obstinada de su madre con ciertos roles tradicionalmente ligados
a lo femenino, por ejemplo enseñarle a tejer, a cocinar, entre otras; ya en su vida adulta,
ella nota que ante sus parejas insistía en aclarar que no se ocuparía de dichas tareas (“ni
se te ocurra que te voy a tejer algo”, “no soy de las que esperan con la comida hecha”), y
reflexiona: “estaba contestándole a mi madre”. Esa incidencia puede llegar a ordenar -y
no siempre- al ser hablante y su enigma, donde se introduce cierta organización, en este
caso, “no ser como”. Son los significantes que tocan la posición del sujeto en el
inconsciente, sus marcas, donde el sujeto se clausura en sus posibilidades abiertas ante
las circunstancias y se reduce a cómo se ubicó ante Otro: ciertos significantes arrastran al
sujeto a ubicarse bajo su dependencia. Más allá de las variaciones imaginarias operan
ciertas marcas que enmarcan su interpretar, que dan anclajes, constituyen el elemento que
da ley a los movimientos del sujeto.
La fórmula de la metáfora paterna traduce operaciones de lenguaje, que en su última
instancia sitúan una función lógica, la de dar respuesta a los enigmas, haciendo surgir un
sentido. Lacan ubica allí al FALO: los malentendidos que recorre el sujeto tienen como
clave final ciertas marcas que ordenan su interpretar, que responden a los enigmas (la “X”
en la fórmula). El falo es en el denominador común en el discurso, la respuesta del sujeto
a qué soy en el deseo del Otro. En su función simbólica, más allá de las versiones, el falo
es el articulador que organiza el discurso: un denominador común en el discurso del sujeto
como respuesta al “qué soy en el deseo del Otro”, su modo de paliar las incertidumbres,
interpretando (ya sea en su faceta de reconocimiento o en el padecimiento de quedar
desalojado de ese lugar). Más allá de la variedad de dichos, se deduce un decir que
responde a ciertas coordenadas en las que se mueve el sujeto.

Eso deja una orientación para que el sujeto pueda leer el mundo, pero también constituyen
un obstáculo: produce sentidos restringidos que se encuentran con muros. Son las
herramientas de las que se agarra -o en las que está agarrado- y con las que cree que
interpreta, pero vienen a cubrir lo real con sentidos fijos, coagulados de su historia.
Esto nos permite, en la variedad de dichos, extraer un decir que es singular del sujeto,
aquel modo en que interpreta sus encrucijadas. Como señala J. A. Miller (2011), ser
hablante anda muchos caminos en la vida, se desarrolla en diversos ámbitos, recibe títulos
que acreditan sus progresos, toma nuevos roles en la escena social, viaja, visita amigos,
no se queda quieto. Pero hay un camino más fundamental, invisible para él, que atraviesa
de modo inadvertido en las inestabilidades de su andar, en los fragmentos entrevistos, en
sus modos de paliar las incertidumbres de la vida, un único camino que recorre mientras
vive, y es el camino de su propia palabra 17. Si bien la vida tiene más posibilidades que las
que cada uno vislumbra, acarreamos, ante las diversas circunstancias, un decir lo mismo
sobre las cosas, una rutina de que las cosas tengan el mismo sentido, de un modo ignorado
para quien lo sostiene. El trabajo del análisis implica poder elucidar el inconsciente del
cual cada quien es sujeto, para combatir los sentidos fijos, coagulados de su historia, para
pasar a estar más abierto a las contingencias de su andar.

A modo de punteo:
La metáfora paterna implica una entrada en discurso: cada instancia conlleva una
mediación: identificación al objeto de deseo – remitir a un más allá de la primera
referencia – desalojar de una identificación y ligar a la ley del lenguaje. La metáfora
paterna ya introduce desde el comienzo la castración, con DM, que es el deseo
significantizado: está en déficit y debe simbolizar el objeto de su falta. La dimensión
simbólica separa al sujeto del goce y une el deseo a la ley, permite abrir a nuevas
respuestas.
La operación del Nombre del Padre permite nombrar y hacer arreglos de goce.
Justamente lo simbólico permite interpretar el goce en el campo del lenguaje, hacer surgir
el sentido.
En términos lógicos entonces tenemos algunas consecuencias: El Nombre del
Padre, ¿qué simboliza? Un real, un goce opaco: DM representa una incógnita, el NP
permite dar un nombre, si no queda un “no sé”. Permite que el goce quede localizado,
hacer cierto balizamiento de un goce real. Por ello, de forma operatoria, la metáfora
paterna permite extraer la estructura que une el deseo a la ley. Permite contar con
referencias para metaforizar y tratar el goce: es una ley del orden del deseo.
Al pasar el goce a palabra, hay consentimiento a una pérdida de goce –a la
castración operada por el lenguaje-. Esa pérdida de goce se traduce en lo simbólico como
falta, dirigida al Otro: ¿qué me quiere? (interrogar al Otro por mi ser). La pasión del
neurótico pone al Otro en el horizonte de la justificación (se siente lo más vano que hay
y pide su justificación al Otro), su sufrimiento siempre tiene un testigo en el horizonte, es
un sufrimiento testimoniante (siempre un “ante quién?”). Quiere que haya sentido, por
eso trata de levantar al Otro -inventa el Edipo que regula el goce, priva, orienta-, quiere
respuesta (cree, dramatiza su relación al goce). El relato, su trampa, es la espera de algo
que venga a compensar (esperar del amor el ser, un signo que garantice su existencia), y
de allí todos los síntomas, enojos, tropiezos y mortificaciones. Ahora bien, por el hecho
de hablar, el objeto está perdido, y luego advienen modalidades diversas de esta
encarnación: y así, las preguntas de un sujeto, la primera respuesta que obtienen es la
edípica, luego es sustituído por el orden social, pero el último término es “no hay” un
saber, sólo hay ficción sobre lo indecible. El deseo en sí mismo es una falta: es una falta
que no se puede reconducir a nada de lo que creemos que nos daría satisfacción, se trata
de una falta en el ser y nunca tendremos una relación proporcionda con esto; se trata en
todo caso de un inaprehensible que hace desear. Allí, tal vez, todo el lamentar no sea más
que por lo que se imagina haber perdido: sucede entonces que se goza demasiado y no se
desea lo suficiente. Lo contrario del goce no es la prohibición, sino el deseo: entrever por
dónde iría la vía de lo verdaderamente deseable es el mejor remedio contra la angustia.
No se trata de esperar, no hay nada que esperar, sólo hay deseo de lo que se pueda
construir. Por eso Lacan decía que el amor es dar lo que no se tiene, donde cada cual ha

17
Miller, J. A. El partenaire síntoma. Ed. Paidós, Bs. As. 2011.
de jugar su palabra, inventar un decir, siempre contingente sobre lo que no hay. La salida
que él señaló en cierto momento es la de poder asumir una posición más constituyente
que todas las consignas con las que se deja engañar.

El sujeto y lo simbólico
Por hablar, el ser humano habita un mundo de lenguaje, esa hebra –como diría
Faulkner- que une las aristas de una vida, por instantes imprecisos, con alcances
insospechados, sobre un fondo en el que nada está dado. De ahí que Lacan toma aportes
del estructuralismo para situar la estructura del lenguaje y demostrar ahí la incidencia del
sujeto. Retoma lo que Saussure situó como un principio del lenguaje, es decir, que cada
término no se define por sí mismo sino por su oposición en relación con los demás
elementos. Esta es una lógica fundamental para ordenar el mundo en que vivimos, donde,
por ejemplo, al ingresar al mundo y decir “hija”, eso ya supone toda una red de relaciones;
asimismo mucho de lo que alguien dice de sí, como “soy osado” o “me desvalorizo”, o lo
que fuere, alude de entrada a una trama donde cada elemento se define no desde sí sino
por el lugar que ocupa en relación a otros elementos. En el lenguaje no hay ninguna
identidad de un término consigo mismo, sino que su definición depende de la articulación
en la que está tomado. Y esto vale de entrada en un análisis lacaniano, por ejemplo,
cuando alguien se presenta bajo alguna designación, ya sea diagnóstica o de algún
colectivo, o la que sea, no se sabe de antemano qué es, y al preguntar qué significa eso
para cada cual, surgen respuestas muy diferentes, y es ahí donde se juega la propia
posición.
En la estructura del lenguaje, si cada elemento “no es” y remite a otros, esto
implica una des-identidad y a su vez, que la definición del Uno está afuera. Lacan
introduce allí la problemática de la identificación y la elección del sujeto, ya que ninguna
identificación es operante sobre el sujeto, ningún trazo o insignia es operativa, sin una
decisión del ser. Es lo que Lacan situó como “la insondable decisión del ser”, ya presente
en Freud bajo la expresión “elección de neurosis”- que plantea desde el inicio, una
inmixión entre estructura y decisión. En esta vía Lacan introduce una lectura de Hegel:
plantea que un sujeto no puede asumir su ser sino por mediación del reconocimiento de
otro, donde la mediación implica a su vez la palabra del otro y el consentimiento del sujeto
a tomarla o no. Esto se traduce por ejemplo en que no todos los significantes que
circundan el nacimiento terminan marcando a un sujeto, su modo de inserción en el
lenguaje es activo: cada cual va tomando significantes a los que se aferra. Así, en
definitiva, es el sujeto mismo quien da consistencia y construye al Otro -se podría pensar
también qué es lo que nos viene del Otro sino uno mismo interpretando-.
De allí, Lacan planteó que el inconsciente es el discurso del Otro, es decir que el
inconsciente está estructurado por esa combinatoria singular de significantes que marcan
la posición del sujeto. Esta vía articula la inserción de la palabra del sujeto en el lenguaje:
se trata de un sujeto que toma la palabra, incluyendo cómo se ubicó, su implicación en el
discurso donde emerge. Por ejemplo, si consideramos el peso de ciertas palabras que
marcan la vida de una persona, alguien importante para él le dijo “siempre serás un vago”,
y dedicó su vida a darle la razón, pero podría haber decidido desmentirlo o resultarle
indiferente. No hay ninguna determinación necesaria, salvo que una identificación se
estableció y dispuso que funcionara así. Las vicisitudes del enganche entre el sujeto y el
significante estructuran al inconsciente y marcan su deseo más allá de los lenguajes
compartidos. En tanto el lenguaje se constituye como equívoco, siempre marcado por la
imposibilidad de univocidad, el inconsciente está estructurado como un lenguaje privado.
La historia personal es la detención de las posibilidades abiertas de un sujeto, conlleva
sentidos coagulados, con resonancias particulares e inadvertidas para cada uno. La
lengua, considerada en su vertiente más íntima, es el saber no sabido. Esta es una
diferencia del psicoanálisis con otros discursos que toman al lenguaje en su incidencia
general, como instancia de poder en la construcción de subjetividades, en la producción
de sentidos comunes que comandan a los sujetos. Si bien en cada época los dispositivos
de poder a través de los discursos dominantes inciden estableciendo representaciones,
intentando codificar trayectos en torno al sexo, al lazo social, u otros, el psicoanálisis
sitúa lo irreductible de cada ser hablante y su modo propio de inserción, y ello implica un
sujeto que se desliza en las construcciones del lenguaje, pero nunca está absorbido. El
inconsciente es esa diferencia radical que habita en uno mismo, es el modo singular en
que cada ser habita la lengua.

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