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PRIMER INTERMEDIO1

Dificultades epistemológicas

I
La relación espacio–sociedad
y el orden urbano

1. Las nuevas preguntas de la investigación

Aspectos tan contrastantes como los observados entre Posadas y Resistencia, llev a-
ron durante un tiempo a la investigación hacia rumbos distintos a los previstos ini-
cialmente, ya que ellos hicieron surgir una serie de nuevas preguntas que de cierta
manera comenzaron a cuestionar los supuestos básicos iniciales del proyecto ¿Cómo
era posible que ciudades pertenecientes a un contexto social regional bastante simi-
lar presentaran en apariencia realidades tan diferentes? Es decir, ciudades con indi-
cadores sociales bastantes parecidos, perteneciente a regiones económicas con gr a-
dos de desarrollo bastante similares, con procesos de urbanización bastantes pareci-
dos y además afectadas por políticas estructurales nacionales y globales, en principio
bastantes similares, presentaran situaciones urbanas tan diferentes. Al finalizar el
trabajo de campo de la investigación, durante un buen tiempo estos interrogantes
permanecieron sin respuestas satisfactorias.

Vale recordar que, al comienzo, la investigación se proponía indagar sobre los cam-
bios ocurridos en la vida urbana en las ciudades de Posadas y Resistencia a fines del
siglo XX, partiendo del supuesto inicial que estos cambios habían sido provocados
por las transformaciones estructurales (económicas, políticas, sociales, etcétera) oc u-
rridas en la Argentina en los años ´90, pero las exploraciones comparativas de ca m-
po realizadas comenzaron a indicar otras cuestiones colaterales. Por una parte, pién-
sese en la cuestión de la “inseguridad” encontrada en la ciudad de Resistencia, mani-
fiesta por ejemplo, en la anécdota inicial del cerramiento del campus universitario, y
piénsese en ella como consecuencia del incremento del delito y la violencia asociada
a él, pero no sólo en términos estrictamente jurídicos relacionados a la violación de
códigos que regulan las relaciones entre los individuos, ni tampoco en términos mo-
rales, en el sentido de lo que está bien o mal hacer, sino en términos sociales ¿Qué
ha cambiado en la subjetividad de las personas para que estos sentimientos se vue l-
van estructuradores de la vida social de la ciudad y también de la configuración de

1
Capítulo perteneciente al Libro: Barreto, M. A., (2011), Transformaciones de la vida urbana de
posadas y resistencia a fines de los años ´90. Un estudio sobre la dimensión simbólico –ideológica
del espacio urbano público., Saarbrücken (Alemania), Académica Española, 364 p. ISBN:
978‐3‐8454‐8280‐4.

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sus espacios públicos? Era indudable que estas prácticas y las otras que se habían
observados en Resistencia y Posadas, conducían hacia nuevas concepciones de la
relación entre lo público y lo privado, muy diferente de las que anteriormente regu-
laban la vida social en estas ciudades y que traían aparejadas consigo una transfor-
mación del orden socio–espacial, es decir, del orden urbano de estas ciudades.

A partir de estas observaciones, el problema inicial de la investigación debió ser


ajustado e impuso, incluso, un replanteamiento de algunos supuestos subyacentes.
Ya que plantada de esta nueva manera las cosas, no podía seguir pensándose al pro-
blema, como simples cambios en los usos sociales del espacio público, como si el
“espacio público” fuera una entelequia inmutable que no es afectada por las trans-
formaciones de las relaciones sociales. En verdad, lo que había comenzado a obser-
varse era que los cambios en las prácticas sociales registradas estaban relacionados
con nuevas concepciones de estas categorías del orden urbano, donde ambos –
prácticas sociales y orden espacial– se implicaban mutuamente en los procesos de
transformación observados.

Concebido de esta nueva manera el problema, estos supuestos subyacentes de la in-


vestigación empezaron a modificarse y planteaban la necesidad de profundizar la
indagación sobre como la vida urbana se relacionaba con el orden urbano de la ci u-
dad en su producción cotidiana. Con esta finalidad se abrió una línea de estudio te ó-
rico paralelo a la investigación de campo que se estaba realizado y que condujo a la
investigación por caminos bastantes inesperados. Una de las cuestiones que lent a-
mente pasó a ser significativa durante este proceso a medida que eran realizadas a l-
gunas lecturas complementarias con la finalidad de elaborar un marco interpretativo
más adecuado a estos requerimientos, era que en ambas ciudades había diferido
enormemente la gestión política del espacio público que se había implementado du-
rante los años noventa, lo que tuvo consecuencias importantes para el desarrollo de
su configuración espacial, y que a su vez esto tenía relación con las trasformaciones
diametralmente opuestas de la vida urbana observadas en ambos casos. Este descu-
brimiento se fue develando a medida que se avanzaba con las nuevas lecturas en
busca de respuestas a los interrogantes abiertos y de cierto modo empezó a “desnatu-
ralizar” algunas categorías anteriores, ya que indujo a revisar nociones claves del
proyecto de investigación, tales como, por ejemplo, las de “espacio público” y “or-
den urbano”, que inicialmente fueron asumidas desde una perspectiva epistemológi-
ca que se vio en parte obligada a ser revisada y ampliada. Esta perspectiva puede ser
resumida por la forma que había sido concebida la relación espacio–sociedad.

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2. Concepciones de la relación espacio–sociedad en las sociedades tra-
dicionales y modernas

2.1. Las representaciones individuales y colectivas del espacio

Aunque resulte un poco extensa la revisión siguiente, hay que señalar que en un tr a-
bajo anterior en el que se analizó detalladamente la representación del espacio (Ba-
rreto, 2000), se había afirmado que, así como el conocimiento científico objetivo de
la realidad –el de la matemática y la física– representó al espacio como un vacío sin
entidad (un medio homogéneo e indiferente) cuyas propiedades sólo son distancias
entre objetos (el espacio geométrico), la representación del espacio que disponemos
en la vida cotidiana (el espacio existencial), por el contrario, define siempre espacios
cargados de sentidos que lo fragmentan en muchos “espacios existenciales”, porque
estas representaciones hacen asumir al espacio regiones cualificadas a partir de si-
tuaciones definidas. En la vida cotidiana el espacio no es un medio homogéneo e
indiferente “soporte de todas las cosas”, sino un nexo integrador que da sentido a las
cosas y como tal asume múltiples sentidos. Los espacios de la existencia siempre se
nos presentan cargados de significados, se presentan agradables, peligrosos; prohibi-
dos, disponibles; cerrados, abiertos; externos, internos; sagrados, profanos; desier-
tos, habitados; fríos, cálidos; tristes, alegres; íntimos, públicos; propios, aj enos; de
conflictos, de comunión, etcétera.

En aquel trabajo he señalado que fue Merleau–Ponty ([…] 1984: 259–312) uno de
los primeros en señalar que, en la experiencia cotidiana, el espacio se define por el
conjunto de relaciones establecidas entre quien percibe y el medio percibido. Mer-
leau–Ponty sostenía que, en el acto de la percepción, el espacio “conecta” al sujeto y
a los objetos entre sí dando sentido a todo, a la vez que él también asume un sentido.
El acto de la percepción desempeña un rol activo al articular las cosas percibidas en
totalidades comprensibles. Cuando alguien percibe el mundo externo, se le presentan
totalidades con sentido definido donde los objetos son reconocidos por sus relacio-
nes entre ellos y con quien percibe. Estas relaciones son las que definen el espacio
existencial. En esas totalidades el espacio es un atributo común a todo, es un nexo
integrador que articula al sujeto con los objetos posibilitando su orientación y permi-
tiendo el reconocimiento de las cosas, ya que los objetos tienen sentido para alguien
únicamente en cierta orientación, la orientación en la que habitualmente se lo rec o-
noce; por ejemplo, cuando un objeto se presenta invertido con relación a los demás,
no tiene sentido alguno para quien esta acostumbrado a percibirlo de determinada
manera y su reconocimiento le implicará actos reflexivos más específicos. La pos i-
ción en el espacio es un punto de anclaje para quien percibe y las cosas percibidas y,
por lo tanto, es el espacio el que permite el reconocimiento de todo, el reconoci-
miento del mundo externo. Es el espacio el que proporciona una unidad y un orden a
todo, merced a que permite asignar una orientación a las cosas.

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Por otra parte, las acciones realizadas son las que definen los sentidos que fragme n-
tan el espacio existencial. La percepción es, antes que nada, una actividad clasifica-
toria, nunca las cosas se nos presentan todas a la vez y de la misma manera. A través
de la percepción clasificamos continuamente las cosas a partir de los fines de las
acciones que estamos llevamos a cabo a cada momento. Las relaciones que establ e-
cemos a cada momento con las cosas que nos importan definen espacios que confi-
guran ámbitos con características específicas y con sentidos definidos. Son estas
relaciones las que definen las cualidades de los espacios. Por ejemplo, en este m o-
mento estoy trabajando “en” mi estudio, pero también podría suponer que estoy “en”
mi ciudad “en” mi país, “en” el mundo, etcétera. El interés que ponga en cualquiera
de mis actos indicará un conjunto de relaciones específicas que definirán un espacio
existencial con sentido particular.

Así, el espacio geométrico –homogéneo e indiferente– asume ante la existencia re-


giones cualificadas, se fragmenta y se carga de significados específicos que le dan
entidad. Las distancias adquieren determinados sentidos que acercan algunas cosas y
alejan otras con determinaciones distintas a las distancias geométricas. Merleau-
Ponty definió precisamente a los espacios existenciales como “espacio antropológi-
co” ([…] 1984: 295–312), un espacio configurado por relaciones que articulan en
totalidades únicamente las cosas de interés para quien las experimenta, espacio ca r-
gado de sentidos específicos a partir de una actitud hacia la realidad circundante.
Así, por más que el espacio objetivo se configure sólo a partir de distancias, en nues-
tra existencia cotidiana, las relaciones con las cosas que nos importan le otorgan
significados y entidad determinada.

Piaget, por su parte, hizo referencia a la “actividad perceptiva”, la cual implica la


intervención de la inteligencia en la captación de las cosas externas. Se sabe que, en
la percepción, las cosas y objetos no se presentan nunca en todos sus aspectos a la
vez, sino solamente a través de aquellos que se puede captar desde su punto de real i-
zación; por ejemplo, un cubo nunca puede ser captado por más de tres de sus caras a
la vez, sin embargo, la actividad perceptiva permite que pueda ser reconocido a par-
tir de estos aspectos parciales. Ella articula el contacto directo y local que se produ-
ce en la percepción entre el sujeto y los objetos del mundo real con esquemas pre-
vios de la inteligencia, de modo que, si con anterioridad hemos asimilado ya la for-
ma “cubo”, al ver aspectos parciales del mismo inferimos su totalidad. De esta ma-
nera la actividad perceptiva organiza el mundo externo en totalidades comprensibles
y estructura la percepción y la comprensión del mundo real. Así, la percepción no es
una copia ni un reflejo del mundo externo, sino que la actividad perceptiva que la
acompaña establece relaciones a partir de esquemas de la inteligencia que elaboran
lo percibido en sistemas coherentes. En consecuencia, las propiedades del espacio

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existencial son resultado de una elaboración particular (interpretación) de la inteli-
gencia de los espacios reales.

Así, las propiedades de los espacios que llevamos incorporadas son resultado de su-
cesivas elaboraciones intelectuales a partir de la experiencia particular que mantu-
vimos en nuestra relación con el mundo externo. Piaget citaba a menudo un aforismo
de Poincaré que decía: “Para un sujeto inmóvil no existe ni espacio ni geometría”
para poner en evidencia que las propiedades espaciales no son innatas sino adquiri-
das en el desarrollo de la vida. Para Piaget, las propiedades espaciales incorporadas
son resultado de una elaboración de la inteligencia a partir de las experiencias asim i-
ladas durante el desarrollo de la vida. Piaget observó cómo los niños a medida que
crecen atraviesan por sucesivas etapas en la elaboración de las propiedades de los
espacios. Observó que en un comienzo es como si el espacio no existiera para ellos
porque sólo registran impresiones sensoriales; luego, atraviesan etapas egocéntricas
en que aún se sitúan fuera del espacio ignorándose a sí mismos y donde el espacio
no es más que una propiedad de la propia acción (un niño cree que tapándose los
ojos ya no lo verán, porque al hacer eso, él no ve a nadie), hasta que llegan a incluir-
se en el espacio físico del mundo externo, relacionando sus propios movimientos
con el conjunto de las demás cosas (Piaget, J. 1988: 202).

Para la concepción empirista que Piaget refutó, el espacio era solamente una propi e-
dad de las cosas del mundo externo y negaba la participación del sujeto en la elabo-
ración de sus propiedades; simplemente, el sujeto, a medida que realizaba su exp e-
riencia en la vida, incorporaba progresivamente por asociación las propiedades del
espacio físico del mundo externo. Detrás de esta noción estaba la concepción de que
mediante la experiencia se aprendía una realidad uniforme y estable igual para todos
como punto de referencia. La fenomenología de la percepción de Merleau–Ponty
también contrarrestó los postulados empiristas que sostenían que la percepción era
un registro pasivo de una realidad uniforme y estable, de manera que lo que se ve, es
igual para todos como punto universal de referencia. El innatismo también negaba la
participación del individuo en la elaboración de las propiedades del espacio y de las
cosas que lo definen, sostenía que éstas eran, en muchos casos, congénitas, es decir,
estaban ya antes de nacer. Piaget y su equipo, con sus investigaciones, pudieron d e-
mostrar que las propiedades espaciales incorporadas no son producto de una acumu-
lación progresiva mediante la experiencia de las propiedades del espacio físico del
mundo externo, ni tampoco que son congénitas, sino que son el resultado de sucesi-
vas elaboraciones intelectuales a partir de esquemas de la inteligencia donde los in-
dividuos construyen entre ellos y las cosas del mundo externo, un conjunto de rel a-
ciones que tienen en cuenta a la vez las experiencias realizadas y las condiciones
intelectuales bajo las cuales esas experiencias se asimilan. Mediante este proceso se
elaboran representaciones que se desarrollan en el tiempo y a través de ellas se pe r-
cibe, valora y opera en el espacio.

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Estas representaciones de la inteligencia sobre el espacio que median nuestras rel a-
ciones con el mundo externo, no resultan de la asimilación de una realidad externa
compuesta de objetos «puros» (con significados universales), sino que resultan de la
asimilación y estructuración de los sentidos específicos asignados a estos objetos,
por la sociedad en que vivimos, y se constituyen a partir de informaciones, creen-
cias, conceptos, imágenes y actitudes que son asimiladas a través de nuestras exp e-
riencias cotidianas. Por lo tanto, estas representaciones se encuentran sujetas a los
sentidos del mundo externo que hemos incorporado en nuestras interacciones con el
mundo social en el que vivimos. Piaget junto a García señalaron, que a medida que
los niños crecen –a través de las experiencias que realizan– no asimilan objetos «pu-
ros», sino que asimilan situaciones en las cuales las cosas y objetos del mundo ex-
terno desempeñan ciertos papeles y no otros y, a medida de que las relaciones con el
entorno social se van afianzando –en especial cuando el lenguaje se convierte en el
medio dominante de esta relación– la interpretación de las experiencias directas con
estas cosas comienza a quedar subordinada al sistema de significaciones que el m e-
dio social les otorga (Piaget y García, [1982] 1988: 228). A partir de esto, ambos
autores señalaron que deben diferenciarse dos aspectos del problema: por un lado,
los mecanismos de adquisición de conocimiento que todos los individuos tienen y
por el otro, la forma en que se le presentan a los individuos los objetos a ser asimil a-
dos. Lo primero es propio de todos los seres humanos –aunque difieran las condicio-
nes bajo las cuales la asimilación puede producirse– pero lo segundo depende por
completo del medio social: “La significación asignada a un objeto en un momento
dado, dentro del contexto de sus relaciones con otros objetos, puede depender, en
gran medida, de cómo la sociedad establece o modifica la relación entre el sujeto y
el objeto. Pero la forma en la cual tal significación es adquirida depende de los m e-
canismos cognitivos del sujeto y no de factor alguno que sea provisto por la soci e-
dad. En otros términos, cómo un sujeto asimila un objeto, depende del sujeto mismo;
qué es lo que asimila, depende, al mismo tiempo, de su propia capacidad y de la so-
ciedad que le provee la componente contextual de la significación del objeto” (Pi a-
get y García [1982] 1988: 245).

De esta manera, las representaciones de los espacios del mundo externo en el que
desenvolvemos nuestras vidas cotidianas tienen un carácter social o cultural esen-
cial, al igual que el conjunto de las representaciones que median nuestra relación con
el mundo, como producto de haber sido elaboradas y reelaboradas a partir de la asi-
milación de los sentidos asignados por la sociedad en que vivimos. Como cons e-
cuencia de esto, las características de nuestras representaciones de los espacios del
mundo externo –al igual que las demás representaciones– estarán sujetas a las carac-
terísticas particulares del medio social en que vivimos y es a partir de la interacción
sostenida en él que se configuran sus contenidos. Si bien categorías como “tiempo”
y “espacio” son categorías básicas de la experiencia humana en la medida que todos

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los seres humanos elaboramos alguna forma de representación de las mismas para
dotar de sentidos y orientarnos en el mundo que vivimos, a partir de esto se puede
afirmar que sus contenidos pueden variar entre individuos y grupos sociales diferen-
tes en virtud del tipo de experiencias y de conocimientos particulares a través de los
cuales estas representaciones son elaboradas.

Harvey señaló que a pesar de ser esto así, raramente acostumbramos a considerar los
contenidos que las categorías del “tiempo” y “espacio” tienen para nosotros, ni ta m-
poco nos proponemos discutir los significados particulares que ellas representan en
nuestras vidas. Según este autor “Mas bien tendemos a darlos por sentados y a otor-
garles determinaciones de sentido común o auto–evidencia. Registramos el pasaje
del tiempo en segundos, minutos, horas, días, meses, años, décadas, siglos y eras,
como si todo tuviera su lugar en la escala del tiempo objetivo. (Sin embargo) dife-
rentes sociedades cultivan distintos sentidos del tiempo. …El espacio también es
tratado como un hecho de la naturaleza, «naturalizado» a través de la atribución de
significados cotidianos de sentido común. En cierta forma más complejo que el
tiempo –tiene dirección, área, forma, diseño y volumen como atributos claves, así
como distancias–, lo tratamos, por lo general como un atributo objetivo de las cosas
que pueden medirse y, por lo tanto, acotarse.” Sin embargo, diferentes sociedades,
grupos y subgrupos poseen diferentes concepciones sobre el mismo. (Harvey, [1990]
1998: 225–227). El proceso de “naturalización” que destaca Harvey con relación a
los contenidos que le asignamos a los espacios en que vivimos, se debe en gran parte
a que ellos son aprendidos en el transcurso de nuestras vidas cotidianas, de manera
similar a las demás representaciones de “sentido común” que elaboramos del mundo
social en que vivimos y a través de las cuales orientamos nuestros actos cotidianos.

Pero, mucho antes que desde la epistemología constructivista se indagara sobre có-
mo se elaboran estas representaciones que median nuestra relación con el mundo
externo y se precisara su carácter social y cultural, autores como Durkheim y Mauss,
en sus trabajos sobre las formas primitivas de clasificación ([1901] 1966), en el
campo de la sociología y la antropología habían elaborado una teoría que explicitaba
que los contenidos de las representaciones colectivas a través de las cuales los int e-
grantes de diferentes sociedades clasifican y representan la realidad en la que viven,
eran variables entre sociedades diferentes. La variedad de los contenidos particulares
asignados a diferentes categorías sociales, encontradas por estos autores en difere n-
tes sociedades, entre las que se pueden citar los diferentes sentidos del tiempo y el
espacio elaboradas por ellas, les permitió llegar a esta conclusión. Por supuesto que
Durkheim y Mauss tendieron a concebir a estas categorías enteramente externas a
los individuos e impuestas desde el exterior. Esta concepción resultó muy fructífera
y fue posteriormente ampliamente utilizada por la descripción etnográfica para est u-
diar los calendarios y ritmos estacionales de diferentes tipos de sociedades “primit i-

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vas”, como así también, estudiar los sentidos particulares atribuidos a sus espacios
de vida.

En mi propio trabajo ya citado, he señalado –en un plano teórico conceptual– que las
representaciones sociales del espacio pueden variar en un continuo de dos polos
ideales opuestos: en un extremo pueden ser absolutamente divergentes entre los in-
tegrantes de una sociedad y en el otro, a la inversa, pueden ser plenamente coinci-
dentes entre ellos. En el primer caso, coexiste en un conjunto humano, múltiples
sentidos de dichas representaciones, asumiendo el espacio diversos significados en-
tre sus miembros, revelando su condición polisémica y en el segundo caso, en cam-
bio, ocurre todo lo contrario, todas las representaciones convergen sobre un sentido
unívoco de los espacios existenciales. En este caso, las representaciones son comu-
nes a todos y fuerzan al espacio físico a significar una sola cosa, las representaciones
asumen en este caso el carácter de colectivas (en el sentido de Durkheim) y regular i-
zan su significado. Para que esto ocurra es imprescindible que medien experiencias
comunes de sentido entre todos los integrantes de una sociedad, porque son ellas las
que se regularizan en dichas representaciones. Se produce así no sólo un reconoc i-
miento de las cosas, sino también una identificación de quienes realizan dicha expe-
riencia. De modo que, cuando existen experiencias comunes de estas características,
ellas almacenan un cierto reflejo en el que todos se reconocen. En estos casos, las
cosas que importan a alguien con un sentido importan, a la vez, a muchos, el interés
es común y el sentido que asume el espacio es unívoco entre todos, produciéndose
así cierta regularidad de sentidos entre todos, de modo que el espacio mismo y las
relaciones de las cosas que lo definen se transforman en un significante co mún.
Cuando el sentido que asume el espacio es colectivo como consecuencia de cierta
historia común que vincula todo, el propio espacio opera como referencia de cierta
cohesión social y expresión de una identidad colectiva (Barreto, 2000: 92–101). Si
bien es difícil relacionar o establecer una referencia empírica exacta dentro de conti-
nuo teórico conceptual, sus polos opuestos, considerados como tipos analíticos idea-
les (siguiendo aquí a Weber), suelen ser relacionados también con tipos sociales
ideales, correspondiendo el primero de ellos con las formas de representación social
de las sociedades modernas y el segundo con las sociedades tradicionales. Analice-
mos más en detalle esta cuestión.

2.2. La relación espacio–sociedad en las sociedades tradicionales y sus


relaciones con el orden social

A partir de aportes como los de Durkheim y Mauss, los estudios clásicos de la an-
tropología sobre sociedades tradicionales siempre tendieron a destacar una ajustada
correspondencia entre el ordenamiento simbólico del tiempo y el espacio elaborado
por aquellas sociedades y su forma de organización social a partir de representaci o-

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nes colectivas comunes existentes en ellas. La puesta en práctica de los ritmos de la
vida diaria a través de la sumisión a las rutinas cotidianas colectivas, llevadas ellas a
cabo en tiempos y espacios con significados comunes, poniendo en evidencia ade-
más prácticas predeterminadas y predecibles, ha permitido a los antropólogos identi-
ficar como el orden social de las sociedades tradicionales se presentaba plasmado
con claridad en el ordenamiento espacio–temporal cotidiano por el que trascurría la
vida social de sus integrantes. La estabilidad dada por la sumisión colectiva a dichos
ritmos a lo largo del tiempo transmitió siempre a los antropólogos una ajustada co-
rrespondencia entre el orden social y los significados comunes del tiempo y el espa-
cio compartido por sus integrantes. De aquí que los ordenamientos espacio–
temporales expresados en sus calendarios y lugares de vida, fuese encontrado en
estas sociedades profundamente implicado en la definición misma de cada grupo
social. En ellas, el respeto individual por los significados del tiempo y el espacio
elaborados socialmente, dieron entidad e identidad a la sociedad como tal. Sobre
este principio básico de relación, la antropología concibió conceptos como el de
“comunidad”, “lugar”, “territorio”, etcétera, conceptos, todo ellos que daban cuenta
de grupos sociales particulares cuya definición como tal se encontraba en estrecha
relación con la práctica de un determinado orden espacio temporal llevado adelante
por sus integrantes, merced a compartir entre ellos significados y representaciones
sociales comunes.

El “lugar antropológico” como concepto –cuyos antecedentes de autoría se analiza-


rán más adelante– es resultado de un proceso de construcción múltiple, en el que se
define en el tiempo un sentido compartido de los espacios de vida y también un cier-
to sentido del ser colectivo y del ser individual en tanto parte de ese colectivo. Se
trata de un conjunto de relaciones entre lugares físicos y sociales múltiples y esta-
bles, una conjunción donde todo se condiciona entre sí. En el lugar antropológico, el
espacio y las relaciones entre las cosas que lo definen conservan ellas mismas un
sentido de la relación que refuerzan y reproducen en el tiempo prácticas y posiciones
sociales establecidas. Cada nueva experiencia colectiva que se realiza reafirma el
significado dado al espacio porque en ese significado se encuentra implicado ta m-
bién un sentido colectivo que se interesa preservar. Se configura así una cierta prác-
tica social ritualizada del espacio que refuerza en cada acto su condición ref erencial
y simbólica. Estos lugares son participes de la definición de quienes lo han creado y
cada que vez que son practicados por ellos con ese sentido se refuerza y confirma la
identidad colectiva. Las experiencias y las historias que vinculan todo, alcanzan a
constituir un proceso social de regularización específico que pareciera que se instala
“fuera” de sus integrantes individuales. Nada tiene un sentido colectivo si previa-
mente estos no han alcanzado cierta autonomía dentro de un sistema concreto de
significados sociales independientes de las conciencias individuales (como decía
Durkheim). Y para que eso ocurra es necesario que entre sus integrantes y el mundo
real medien experiencias y representaciones que sean compartidas por todos, pero

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que a la vez tengan autonomía de las voluntades individuales, de modo que alcancen
cierta estabilidad en el tiempo que garantice su regularización. Para ello no basta que
estas personas sólo compartan experiencias comunes con las cosas del mundo real,
sino que también es necesario que los sentidos asignados a las cosas se constituyan
en representaciones duraderas y autónomas que ejerzan coacción sobre las volunta-
des individuales. Bajo estas circunstancias, se crece en espacios cuyos sentidos fue-
ron definidos con anterioridad y se los asimila ya constituidos. Desde la infancia se
aprenden que determinadas relaciones definen espacios con determinadas cualid a-
des. También se aprenden comportamientos asociados a estas relaciones. En estos
casos, la propia materialidad del espacio construido preserva los sentidos deposita-
dos sobre él y desde fuera coaccionan sobre las voluntades individuales; pareciera,
como dijo Durkheim, que: “La vida social que se ha como cristalizado y fijado sobre
soportes materiales, se encuentra pues, por esto mismo, exteriorizada, y es desde
fuera donde obra sobre nosotros” (Durkheim, E. […] 1985: 343–344). Cuando esto
ocurre, el espacio construido se implica profundamente con el orden social. Por el
alto grado de imposición y regularidad social que alcanza a tener, pareciera que el
sentido del lugar estuviera depositado en el espacio mismo y no en quienes lo inte r-
pretan. En algunos casos, pareciera tener encarnados los sentidos que se le asignan y
quienes están habituados a ellos se sienten plenamente identificados y orientados
con el mundo que les rodea (Barreto, 2000: 92–101).

Merleau–Ponty, que era un conocedor de la obra de Malinowsky, ha señalado que


“para un primitivo, saber donde se encuentra el campamento del clan, no es ubicarlo
en relación con algún objeto–punto de referencia: es el punto de referencia de todos
los puntos de referencia –es tender hacia él como hacia el lugar natural de una cierta
paz o una cierta alegría.” (Merleau–Ponty, […] 1984: 300). Retomando estos seña-
lamientos, mucho tiempo después Marc Auge reconceptualizó la noción de lugar
antropológico, para señalar la manera en la que la antropología clásica consideró la
relación de las sociedades tradicionales y el ordenamiento de sus espacios de vida:

“La organización del espacio y la constitución de lugares son, en el interior de mismo


grupo social, una de las apuestas y una de las modalidades de las prácticas colectivas e
individuales. Las colectividades (o aquellos que la dirigen), como los individuos que se
incorporan a ellas, tienen necesidad simultáneamente de pensar la identidad y la rel a-
ción y, para hacerlo, de simbolizar los constituyentes de la identidad compartida (por el
conjunto de un grupo), de la identidad particular (de tal grupo o de tal individuo c on
respecto a los otros) y de la identidad singular (del individuo o del grupo del individuo
en tanto no son semejantes a ningún otro). (…) Reservaremos el término “lugar antr o-
pológico” para esta construcción concreta y simbólica del espacio que no podría por sí
sola dar cuenta de las vicisitudes y de las contradicciones de la vida social, pero a la
cual se refieren todos aquellos a quienes ella les asigna un lugar, por modesto o humi l-
de que sea. (…) Estos lugares tienen por lo menos tres rasgos comunes. Se consideran
(o los consideran) identificatorios, relacionales e históricos.” (Auge, […] 1993: 57–
58).

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Bourdieu, en su época de etnógrafo, al realizar un estudio sobre la sociedad Cabil –
ubicada en una región escarpada y de densa vegetación del noreste de Argelia, que
durante la guerra de la Independencia argelina (1954–1962) fue centro de numerosas
operaciones guerrilleras– le dedicó un pormenorizado análisis a la organización del
tiempo y de los espacios de vida de dicha sociedad, señalando, por ejemplo, que el
umbral de la casa Cabil representaba para sus habitantes una inversión total de se n-
tidos entre el exterior y el interior de la misma:

“Si volvemos ahora a la organización interior de la casa, se observa que su orientación


es exactamente la inversa de la del espacio exterior, como si se hubiera obtenido por
una semi–rotación alrededor de la pared de la fachada o del umbral tomado como eje.
La pared del telar, que se encara una vez franqueado el umbral, y que es iluminada d i-
rectamente por el sol de la mañana, es la luz de adentro (como la mujer es la lámpara
de adentro), es decir el Este del adentro, simétrico del Este exterior, del que toma pre s-
tada su claridad (el amo recibe a su huésped, como se ha visto, en el lado del telar). La
cara interna y oscura de la pared de la fachada representa el Oeste de la casa, lugar del
sueño, que uno deja detrás cuando avanza de la puerta hacia el kanum, la puerta co-
rrespondiente simbólicamente a la «puerta del año», principio de la estación húmeda y
del año agrario. Y, del mismo modo, los dos hastíales, la pared del establo y la pared
del fuego del hogar, reciben dos sentidos opuestos según se considere una u otra de sus
caras; al Norte exterior corresponde el Sur (y el verano) del interior, es decir, el lado
de la casa que uno tiene delante de sí y a su derecha cuando entra de cara al telar; al
Sur exterior corresponde el Norte (y el invierno) interior, es decir, el establo, situado
detrás y a la izquierda según se dirige uno de la puerta hacia el fuego. La división de la
casa es una parte oscura (lado oeste y norte) y una parte luminosa (lado este y sur), c o-
rresponde a la división del año en una estación húmeda y una estación seca. En suma, a
cada cara externa de la pared (essur) corresponde una región del espacio interior (que
se designa por tharkunt, es decir, más o menos, el lado) que detenta un sentido simétri-
co e inverso en el sistema de las oposiciones internas; cada uno de los dos espacios
puede, pues, obtenerse a partir del otro mediante una semi–rotación que toma el umbral
como eje. No se comprendería por completo el peso y el valor simbólico otorgados al
umbral en el sistema si no se percibiera que debe su función mágica al hecho de que es
el lugar de una reunión de contrarios y, al mismo tiempo, de una inver sión lógica, y
que, a título de punto de paso y de encuentro obligado entre los dos espacios, definidos
por relación a unos movimientos del cuerpo y a unos trayectos socialmente cualific a-
dos, es el lugar en que el mundo se invierte.” (Bourdieu, [1980] 1991 : 434-435).

A través de una detallada descripción sobra la forma de vida en una casa Cabil y de
los espacios exteriores de una aldea, tales como el mercado y sus campos de labra n-
zas, como así también del calendario que regía su tiempo social, Bourdieu bus có
demostrar la existencia de una estricta correspondencia entre el ordenamiento del
tiempo y el espacio que esa sociedad disponía y practicaba y la reproducción del
orden social en la vida cotidiana. Sobre esta base etnográfica, Bourdieu concluyó
que los ordenamientos del tiempo y el espacio elaborados por una sociedad tienen
por finalidad conformar un marco a las experiencias individuales y colectivas, en el
que éste provee a cada uno de sus integrantes las referencias necesarias para que
– 177 –
aprendan a ser sujetos sociales. Según este autor, las formas espaciales y temporales
de una sociedad no sólo estructuran la representación del mundo que esa sociedad
dispone, sino que, al hacerlo, también estructuran a la sociedad como tal, ya que ella
se ordena a sí misma a partir de estas representaciones (Bourdieu, [1980] 1991). De
esta manera la identidad social y el orden espacio–temporal creados en las socieda-
des tradicionales se consideraron ligados mutuamente.

Según Harvey, para la práctica antropológica la construcción conceptual de esta re-


lación de estrecha correspondencia entre el orden social y el ordenamiento simbólico
del tiempo y el espacio, pudo ser realizada con relativa claridad en las sociedades
tradicionales porque los “mundos” habitados por las culturas “primitivas”, general-
mente se encontraban aislados unos de otros y configuraban lugares con significados
legales, políticos y sociales que manifestaban una relación autónoma y particular de
cada comunidad dentro de sus confines territoriales claramente definidos. En estas
sociedades el espacio circundante era apropiado y organizado a partir de las cosmo-
logías particulares de cada una de ellas. En estas sociedades el lugar de vida se pr e-
sentaba como un complejo territorio de interdependencia, obligación, vigilancia y
control que respaldaban las rutinas tradicionales de la vida cotidiana. (Harvey,
[1990] 1998: 241). Con relación a esto Harvey señaló el estudio de Moore sobre los
endo, el cual, según él:

“ilumina las complejas relaciones entre espacializaciones y reproducción social. Valor


y sentido «no son inherentes a ningún orden espacial, sino que es preciso invocarlos».
No es admisible la idea de que existiría un lenguaje «universal» del espacio, una se-
miótica del espacio independiente de las actividades prácticas y de los actores históri-
camente situados. Sin embargo, en el contexto de prácticas específicas, la organización
del espacio puede sin dudas definir relaciones entre personas, actividades, cosas y co n-
ceptos. «La organización del espacio entre los endo puede concebirse como un texto;
en tanto tal, ‘habla sobre’ o ‘elabora’ estados de cosas que son imaginarios» y, sin e m-
bargo, importantes porque representan preocupaciones sociales. Estas representaciones
espaciales son «a la vez producto y productor» (del orden social)”. (Harvey, [1990]
1998: 241).

Anteriormente, en el campo de los estudios paleontológicos, Leroi–Gourhan señaló


con mucha precisión y claridad la constatación de esta relación, al afirmar que “En
todos los grupos humanos (prehistóricos) conocidos, el hábitat respondió siempre a
una triple necesidad: la de crear un medio técnicamente eficaz, la de asegurar un
marco al sistema social y la de poner orden, a partir de allí, en el universo circu n-
dante.” (Leroi–Gourhan, 1971: 311). Así, para este autor el ordenamiento del tiempo
y el espacio elaborado por aquellas sociedades, resultaba tanto un dispositivo técnico
del desarrollo de una sociedad, como un marco de orientación que dotaba de signifi-
cados las prácticas individuales y colectivas, no sólo en el sentido de que contri-
buían a la constitución del orden social, sino también que contribuían a la definición
de sus integrantes como sujetos sociales, en la medida que dotaba de sentido la rela-

– 178 –
ción entre ellos y con el mundo en el que vivían. Era, por lo tanto, expresión y resul-
tado de un orden técnico–productivo para la reproducción y el desarrollo social, co-
mo de un orden simbólico que dotaba de sentido a la vida social.

2.3. Diferentes concepciones de la relación espacio–sociedad en las so-


ciedades modernas y sus relaciones con el orden social

2.3.1. El legado de Durkheim y Mauss

A pesar de la meridiana claridad con que las ciencias sociales conceptualizaron esta
relación en las sociedades tradicionales y pre–históricas, ellas se enfrentaron con
enormes dificultades para conceptualizar de manera similar esta relación en las s o-
ciedades modernas y modernizadas. Lo paradójico es que una de las grandes cues-
tiones epistemológicas que complicaron la comprensión de esta relación derivaron
también de la interpretación que se realizaron de los desarrollos conceptuales de los
propios Durkheim y Mauss, fundamentalmente al ser éstos combinados con saberes
biológicos y ecológicos de tintes darwinianos. Ya que Durkheim al inducir a estudiar
como “hechos sociales” que componen la conciencia colectiva de una sociedad, no
sólo lo que este autor definió como las “formas de hacer” de los integrantes de esa
sociedad, plasmadas ellas en las maneras de “obrar, pensar y sentir” de sus integra n-
tes, sino también, las distintas “maneras de ser” de cada una ellas, plasmadas en lo
que este autor definió como “el sustrato material” de cada sociedad, definido, por
ejemplo, en la forma de distribución de una población en el espacio, sus diferentes
densidades, o las formas de sus vías de comunicación, de sus viviendas, etcétera y
que le permitió imaginar una especialidad de la sociología denominada “Morfología
social” –concebida como una síntesis de la geografía y demografía–, este autor im-
pulsó a considerar como determinantes de los comportamientos sociales no sólo a las
conciencias colectivas de cada sociedad, sino también a su correspondiente produ c-
ción material, en la que era incluida la organización del espacio realizada por cada
sociedad. Durkheim afirmó que:

“La sociología no puede desentenderse de lo que concierne al sustrato de la vida co-


lectiva. Sin embargo, el número y la naturaleza de las partes elementales de que se
compone la sociedad, la forma en que están dispuestas, el grado de cohesión a que han
llegado, la distribución de la población sobre la superficie del territorio, el número y la
naturaleza de las vías de comunicación, la forma de las viviendas, etcétera, no parecen,
a primera vista, poder relacionarse con formas de obrar, sentir o pensar. Pero, en pr i-
mer lugar, estos diversos fenómenos presentan las mismas características que nos han
servido para definir los otros. Estas maneras de ser se imponen al individuo del mismo
modo que las maneras de hacer de qué hemos hablado. […] Si la población se amonto-
na en nuestras ciudades en lugar de dispersarse por los campos, es porque hay una co-
rriente de opinión, un impulso colectivo que impone a los individuos esta concentr a-
ción. No podemos elegir ya la forma de nuestras casas ni de nuestros vestidos; por lo

– 179 –
menos la una es tan obligatoria como la otra. Las vías de comunicación determinan de
una manera imperiosa el sentido en el cual se realizan las migraciones y los cambios
interiores, etcétera. […] Estas maneras de ser no son más que maneras de hacer cons o-
lidadas. […] Los unos y las otras no son más que vida más o menos cristalizada. Sin
duda, puede haber interés en reservar el nombre de morfológicos para los hechos soci a-
les que conciernen al sustrato material, pero a condición de no perder de vista que son
de la misma naturaleza que los otros. (Durkheim, [1895] 1982: 32–34).

Esta especialidad de la sociología denominada morfología social fue desarrollada


con posterioridad de manera sistemática para el estudio de las sociedades modernas
por Maurice Halbwachs que era un allegado a Durkheim y Mauss. Claro que ella, a
partir de la influencia del pensamiento de Charles Darwin (1809–1882) paulatina-
mente también comenzó a considerar como un determinante social importante a las
condicionantes del ambiente natural en el que se desarrolla la vida de cada sociedad.
Esta forma de estudiar a una sociedad, condicionada por su propio hábitat natural,
fue vista por entonces como una manera de analizar comparativamente a las distintas
sociedades geográficamente dispuestas en lugares diferentes. Concepción teórica
que fue puesta en práctica por el propio Marcel Mauss en su “Ensayo sobre las v a-
riaciones estacionales de las sociedades esquimales”, publicado originalmente en el
tomo IX de L'Année Sociologique (1904–1905), a través del cual, este autor preten-
dió demostrar como la organización social de las sociedades esquimales se enco n-
traban indeleblemente marcadas por la forma de organización espacio–temporal del
territorio que habitaban. Esta concepción paulatinamente derivó hacia una “naturali-
zación” de las determinaciones externas que para Durkheim representaban el “sus-
trato material” de una sociedad y alimentó desarrollos posteriores tanto de la antr o-
pología clásica y la sociología comparada, como también del desarrollo del pens a-
miento geográfico.2

Esta concepción naturalizada de la relación entre una sociedad y sus espacios de


vida, que alimentó los desarrollos posteriores de la geografía humana y de la antr o-
pología clásica, también influyó poderosamente en el estudio de las sociedad es mo-

2
Según autores como Renato Ortiz, la antropología clásica fue fuertemente influenciada por
la idea de que una cultura se encontraba en estrecha ligazón con el territorio que habit aba:
“Cuando un antropólogo estudia una sociedad primitiva, su preocupación inicial es delimi-
tar el área que abarca. Los estudios etnográficos (como los de Malinowsky en las islas Tro-
briand o los de Evans Pritchard sobre los azande) contienen siempre un mapa: su función,
localizar esos habitantes extraños, distantes de nosotros, en sus lugares “exactos”. La carto-
grafía es el instrumento utilizado en su primera aproximación. Geógrafos y antropól ogos
comparten, por lo tanto, la idea de que las culturas se arraigan en un medio físico d etermi-
nado. Tomo a Max Sorre como ejemplo. En sus Fundamentos de la geografía humana, des-
cribe el planeta como un conjunto de sociedades particulares dispuestas en un mismo sustra-
to, la Tierra. A la unidad ecológica se contrapone la diversidad de los pueblos. Cada uno
con sus costumbres, sus vestimentas, sus creencias, su manera de trabajar el suelo, su modo
de vida. El mapamundi de Sorre es un caleidoscopio en el cual se reflejan las idiosi ncrasias
de las civilizaciones. Cada región del globo está habitada, material y espiritualmente, por
una cultura. Éste es el domino de su fijidez” (Ortiz, 1996: 47–68).
– 180 –
dernas, en particular en los llevados adelante por la sociología y la antropología u r-
bana tempranamente desarrollada por la llamada “Escuela de Chicago” en las prim e-
ras décadas del siglo XX, en especial sobre la orientación conocida como “ecología
urbana” promovida por Robert Park, sobre la cual el pensamiento de Darwin tuvo
una fuerte influencia, lo que llevaría finalmente a dificultar enormemente la com-
prensión de esta relación. Recapitulemos este desarrollo más detenidamente.

2.3.2. Las polémicas en la relación espacio–sociedad en la antropología y


la sociología urbana en los años setenta

A pesar de que es posible encontrar numerosas referencias sobre la vida urbana mo-
derna en la literatura y en las artes europeas desde fines del siglo XVII en ade lante
como consecuencia de la urbanización que desencadenó la industrialización, y a p e-
sar también de los estudios más sistemáticos sobre la ciudad realizados por autores
como Weber y Simmel, en los campos de la especialidad de la sociología y la antro-
pología urbana suelen tomarse como punto de referencia inicial, los estudios realiz a-
dos a principios del siglo XX en los Estados Unidos por la llamada “Escuela de
Chicago”, integrada por un grupo de científicos sociales de esa universidad, que
desde fines del siglo XIX y hasta casi mediados del siglo XX realizaron numerosos
estudios sociales de carácter urbano. Fue precisamente en virtud de la labor de los
integrantes de esta Escuela, que la sociología urbana fuera considerada en 1925 co-
mo una especialidad de la sociología por la Sociedad Internacional de Sociología de
los Estados Unidos. Entre los principales científicos que integraron aquella Escuela
se pueden citar a autores tales como Robert Ezra Park, Roderick McKenzie, Ernest
Burggess, Robert Redfield, Nels Anderson, Frederic M. Thrasher, Harvey W. Zor-
baugh, Paul G. Cressey y Louis Wirth. 3

Sus principales integrantes fueron tributarios de un grupo muy variado de autores


europeos que van desde Oswald Spengler, Georg Simmel, Max Weber, Ferdinand
Tönnies, hasta los ya citados Emile Durkheim y Charles Darwin, y el reconocimien-
to de pioneros que alcanzaron se debe principalmente porque a partir de la influencia
teórica de estos autores, lograron elaborar un volumen muy numeroso de estudios
empíricos sobre una serie de fenómenos sociales observados en la ciudad de Chica-
go, que se convirtieron luego por mucho tiempo en paradigmáticos para los estudios
sociales urbanos. Pero, precisamente como consecuencia de la influencia europea tan
variada que recibieron varios de sus integrantes, se suele identificar dentro de esta
Escuela la presencia de al menos dos líneas teóricas distintas: la “ecológica”, influ i-

3
Existen numerosos trabajos que reseñan muy bien la historia y los aportes de este grupo de
científicos sociales: para el campo de la antropología urbana puede considerarse, por ejem-
plo, el trabajo ya citado de Ulf Hannerz ([1980] 1986) y para el de la sociología urb ana,
puede verse, por ejemplo, el de Gianfranco Bettin ([1979] 1982).
– 181 –
da principalmente por la “morfología social” ideada por Durkheim y el determinis-
mo ambiental de Darwin que influyó de manera preponderante en el desarrollo futu-
ro de la sociología y la geografía urbana norteamericana, y la línea “culturalista”,
heredera principalmente de los legados de Simmel y Weber, que a su vez, influyó
sobre la especialidad urbana de la antropología norteamericana. La definición de
cada una de estas líneas quedó establecida de acuerdo a cuál de estos factores –el
ambiental o el cultural– se le daba más prioridad como determinantes en la explica-
ción de los fenómenos urbanos observados, pero que, en términos generales, amal-
gamando ambas líneas, como originalmente fuera realizado por Park, puede resumi r-
se una concepción acerca de la ciudad como un nuevo ambiente ecológico capaz de
moldear un tipo particular de cultura: la “cultura urbana”. De esta manera, el “sus-
trato material” –como decía Durkheim– de la sociedad, representado en ellos en el
concepto de “ciudad”, considerada como un nuevo ambiente natural de la especie
humana, asumía la capacidad de determinar externamente las características de una
sociedad y fomentar la formación una nueva cultura: la “cultura urbana”.

En Robert Park, uno de los fundadores de esta Escuela y uno de los que más estimu-
ló la investigación urbana a través de la dirección de otros investigadores, estas lí-
neas estaban fuertemente interconectadas. Su perspectiva ambiental le sirvió para
desarrollar una particular visión urbanística de la ciudad moderna, a la par que tam-
bién desarrolló una preocupación por el estudio “cultural” de la vida social de la
ciudad de Chicago, muy particularmente de las minorías sociales de los barrios de
inmigrantes y de los “pequeños mundos interiores” de esa ciudad. En dos de sus tra-
bajos más importantes: “La ciudad. Sugerencias para la investigación del comport a-
miento humano en un medio urbano” ([1916] 1979) y “Ecología humana” ([1936]
1976), desarrolló una compleja y rica concepción de la ciudad como orden físico y
cultural, en la que ella fue entendida tanto como una organización ecológica partic u-
lar, resultante de procesos de competencia, dominio y sucesión que tendían al equi-
librio de manera equivalente a los sistemas ecológicos naturales; como de una orga-
nización económica particular basada en el dinero y la división del trabajo, y ta m-
bién como un tipo particular de cultura, la del hombre civilizado moderno, basada en
la comunicación y el consenso.

De manera tal que Park, por un lado, desarrolló una teoría urbanística de la ciudad
inspirada en el darwinismo social, afirmando que por debajo de las cuestiones de
consenso y comunicación (cuestiones culturales) propias de la civilización moderna,
existía un substrato en el cual los procesos ecológicos de competencia, dominio y
sucesión, regulaban el orden social y espacial de la ciudad, mientras que, por el otro,
de acuerdo a estos procesos ecológicos se definían en el interior de las ciudades
“áreas naturales” de relativa homogeneidad de valores culturales, pero heterogéneas
entre sí (el suburbio, la zona residencial, el centro comercial, el centro financiero,

– 182 –
etcétera), que componían a su vez, mundos relativamente cerrados, factibles de ser
estudiados por los métodos de la antropología.

Mientras que autores como Roderick McKenzie y Ernest Burggess continuaron pro-
fundizando la línea urbanística de la teoría Park y que influyeron con posterioridad
en el campo de la sociología y geografía urbana norteamericana, autores como Nels
Anderson, Frederic M. Thrasher, Harvey W. Zorbaugh y Paul G. Cressey, se aden-
traron a estudiar la rica vida social de esta ciudad con un enfoque antropológico y de
acuerdo con los postulados teóricos esbozados en los trabajos de Park, en los que la
organización social y cultural de cada una de las “áreas naturales” de la ciudad se
presentaba determinada por las condiciones ecológicas generales que representaba
toda la ciudad. Así, el orden espacial urbano concebido como un determinante ex-
terno de las relaciones sociales quedaba, a partir de entonces, naturalizado.

Quienes con posterioridad dentro de esta Escuela profundizaron la línea teórica más
“culturalista”, fueron Robert Redfield y Louis Wirth, quienes concibieron a la ciu-
dad como productora de un tipo particular de cultura, la cultura urbana, en la que las
determinaciones ambientales y espaciales asumieron ya la capacidad de moldear un
tipo particular de cultura, la de la sociedad moderna industrial. Redfield en “The
folk society” (1947), propuso la teoría del “continuum folk–urbano”, en la que reali-
zó una distinción entre la forma de vida rural y la forma de vida urbana de la socie-
dad industrial como polos ideales opuestos, asignándole a la primera características
fundamentales, tales como poseer un tamaño reducido de población; aislamiento con
respecto a otras sociedades; pre–alfabetismo; homogeneidad en cuanto a que sus
integrantes compartían la misma tradición y valores; mínima división del trabajo;
interacción típicamente personal; economía de status y no de mercado; predominio
de lo sagrado sobre lo secular, etcétera. En cambio, la sociedad urbana industrial
para este autor quedó definida por oposición de estas características, mediante el
predominio de los valores individuales; relaciones sociales de tipo secundarios; pre-
dominio de lo secular; economía de mercado y sistema de legitimación basado en el
contrato social, etcétera. Estos tipos ideales permitían situar a partir de una perspec-
tiva evolutiva a las diferentes sociedades humanas, para ser estudiadas en algún l u-
gar del recorrido de las mismas hacia la sociedad moderna. Con posterioridad, en
“El papel cultural de las ciudades” ([1954] 1976), Robert Redfield junto a Milton
Singer, construyeron una teoría más ambiciosa del papel civilizatorio de las ciudades
en la historia de la humanidad, situando a la ciudad urbana industrial como la pro-
motora de la vida social moderna.

Compartiendo estos postulados, Louis Wirth en “El urbanismo como modo de vida”
([1938] 1962), señaló que las grandes aglomeraciones urbanas modernas eran las
que irradiaban las ideas y las prácticas de la civilización e influían sobre el modo de
vida moderno de sus habitantes. Este autor definió a la ciudad desde el punto de vis-

– 183 –
ta sociológico “como un establecimiento relativamente grande, denso y permanente
de individuos socialmente heterogéneos” y estableció la incidencia sobre la vida
social de estas tres variables. El mayor tamaño de la población estimulaba las rela-
ciones sociales de tipo secundarios, caracterizadas por contactos impersonales, su-
perficiales y segmentados; liberaba los controles propios de los grupos íntimos, rel a-
jaba la moral y la participación, y también estimulaba la profesionalización de las
tareas sociales y la delegación de la representación política. La densidad, por su pa r-
te, aumentaba la complejidad de la estructura social; la competencia por el espacio;
la segregación según modos de vida, de status y necesidades; especializaba y dife-
renciaba áreas y actividades de la ciudad tales como los lugares de trabajo y de res i-
dencia; incrementaba los estímulos y desarrollaba nuevos mecanismos psicológicos
de orientación. Y por último, la heterogeneidad destruía la rigidez de las líneas de
castas; complicaba la estructura de clases; producía una estratificación social más
diferenciada y ramificada, y una alta movilidad individual (status fluctuante); provo-
caba cambios en las pertenencias y lealtades grupales; debilitaba el arraigo y pr omo-
vía el hábitat transitorio.

De este modo, la combinación de ambas vertientes teórica de esta Escuela –la “cul-
turalista” y “ecologista”– terminaron fijando la premisa de que la vida social y por
ende las conductas humanas de la sociedad moderna encerraban una particularidad
cultural determinada por el marco espacial de la ciudad, en la que ésta era consid e-
rada como resultado de procesos naturales y ecológicos, asignándole a la ciudad
moderna industrial la capacidad de moldear la conducta social de sus habitantes y de
ser responsable de irradiar los valores constituyentes de la sociedad moderna, máx i-
ma expresión de la civilización humana.

Pero Chicago, que fue el referente empírico donde nació esta teoría, era a principios
del siglo XX una de las ciudades que más aceleradamente se urbanizaba en el mundo
como producto de una fuerte migración de población proveniente de sus áreas de
influencia y de sucesivas oleadas de inmigrantes europeos y asiáticos, y se desarro-
llaba a partir de una industrialización y una economía altamente excluyente y de
sobreexplotación, como fue la del liberalismo en la primer etapa del capitalismo no r-
teamericano (Laissez Faire). En 1900 Chicago tenía aproximadamente 1.700.000
habitantes, en 1920, 2.700.000 y en 1930, 3.400.000, es decir que crecía a un pro-
medio de 500.000 habitantes cada diez años aproximadamente. El primero de mayo
de 1886 se realizó en ella una manifestación obrera en reclamo de la jornada de tr a-
bajo de ocho horas que días después terminó en enfrentamientos entre policías y
manifestantes con varios muertos en ambos lados, transformándose por mucho tiem-
po este episodio en el símbolo de la influencia de ideologías extranjeras como el
anarquismo y el socialismo sobre la naciente sociedad norteamericana. A la par, en
1893, Chicago fue la sede de la Feria Internacional, un evento que ocurría sólo en
las ciudades industriales más importantes del mundo (Hannerz, [1980] 1986; Bettin,

– 184 –
([1979] 1982). En este escenario social sumamente complejo lleno de situaciones
novedosas en materia de integración y conflictos sociales, los autores de esta escue-
la, además de definir a los ricos y variados fenómenos sociales por ellos estudiados
como producto de la urbanización y de la ciudad misma, también tendieron a carac-
terizar con frecuencia estos problemas sociales a partir de la formación moral impe-
rante de la sociología positiva en general, que les indujo en muchas oportunidades a
considerarlos como patologías sociales provocadas por la ciudad en su expansión y
desarrollo. Así la ciudad como marco ecológico determinado, quedó definida, en
primer lugar, como formadora de conductas sociales específicas, y en segundo lugar
también como causal de posibles “desviaciones” morales y patologías sociales.

Pero en rigor de verdad, aquellos rasgos distintivos de la sociedad moderna, que se-
gún esta escuela eran moldeados por la ciudad, se correspondían en principio con un
tipo particular de ciudad, la emergente del desarrollo industrial norteamericano en su
primera etapa (extrapolable probablemente en parte a algunas situaciones europeas
similares), pero carecía de validez universal. A partir de esta ausencia de correspon-
dencia, esta teoría tempranamente comenzó a ser cuestionada en el campo de la an-
tropología, donde investigadores formados en Inglaterra, integrantes de otro de los
grupos pioneros importantes de la especialidad urbana de la antropología, el
Rohdes–Livingstone Institute, conocido también con el nombre de “Escuela de
Manchester”, quienes trabajaron desde 1937 en África Central hasta la independen-
cia de Zambia (1964), estudiando la problemática de las urbanizaciones en las col o-
nias británicas que se dieron en ciudades fundadas principalmente para administrar
explotaciones mineras de cobre, zinc y plomo, observaron desde un enfoque más
influido por el estructural–funcionalismo británico que estas hipótesis de la Escuela
de Chicago, no era verificables en estas ciudades de África Central (Dakar, Abidján,
Lagos, Nairobi, Kinshasa, etc.).Entre los autores más importantes de esta escuela se
pueden citar a Godfrey y Mónica Wilson, Max Gluckman, John Barnes, Clyde Mit-
chell, Ian Gunnison, Víctor Turner, A. L. Epstein, William Watson y Jaap van Vel-
sen.4

Estas ciudades africanas estaban fuertemente relacionadas al poder colonizador eu-


ropeo y si bien eran centros industriales importantes, ejercían una baja influencia
regional porque poseían una fuerte discontinuidad con las áreas rurales circundantes,
en las que primaban principalmente organizaciones sociales de carácter tribal. Estas
ciudades tenían un sistema económico internacionalizado y una administración regu-
lada exclusivamente por colonos blancos, pero sus habitantes se componían de una
gran variedad de grupos étnicos. El dominio blanco se expresaba tanto en la estru c-
tura social como en la configuración del espacio urbano, en el que existía una fuerte
segregación residencial entre los grupos étnicos. Las ciudades de este tipo fueron

4
Para un conocimiento de los aportes urbanos de esta Escuela, también puede consultarse la
obra de Hannerz ([1980] 1986).
– 185 –
consideradas como una expresión típica del urbanismo del tercer mundo colonial,
caracterizada por el concepto de “ciudad primada” (primate city), que fueron aque-
llas grandes ciudades administradas por colonos extranjeros que concentraban la
riqueza y los servicios en un contexto nacional pobre. Los primeros estudios de esta
escuela, influenciados en parte por la misma perspectiva de la Escuela de Chicago,
se centraron en analizar los procesos de destribalización debido a la influencia del
desarrollo y la urbanización moderna; sin embargo, con el tiempo, debieron prestar
cada vez más atención a la persistencia del tribalismo en las ciudades. De acuerdo
con Mitchell, en África los problemas a estudiar en estas grandes ciudades más bien
exigían afrontarse desde un planteo inverso al de la Escuela de Chicago, el de desen-
trañar cómo encajaban los comportamientos sociales, predominantemente rurales o
tradicionales de la población local, en la matriz social creada por la estructura co-
mercial, administrativa e industrial de la economía británica en esas ciudades (Mit-
chell, 1980).

Este enfoque, con el que trabajaron muchos de los autores de la Escuela de Man-
chester, cuestionó la ligazón entre los procesos de urbanización y modernización y
los comportamientos sociales postulados por la Escuela de Chicago y más bien situó
el estudio de la vida urbana en el marco del choque o el contacto entre culturas dife-
rentes, entendida ella al principio desde la perspectiva del equilibrio del estructural –
funcionalismo británico, es decir como procesos de cambio social producidos como
consecuencia de los desequilibrios y reequilibrios del sistema social. Y, a partir de la
influencia de Max Gluckman, prestando más atención a las situaciones de conflicto
social, como consecuencia de las influencias que éste asimiló de autores como Marx
y Simmel. Sin embargo, prestando escasa consideración, en sus estudios de la vida
social de la ciudad, al marco de dominación británica en el que ella se desarrollaba y
que le valieron la critica del desconocimiento de lo que Balandier ([1967] 2004) de-
finió con posterioridad como “situación colonial” y que implicó la necesidad del
reconocimiento de las determinantes macro–estructurales de la colonización europea
sobre la vida social de las sociedades africanas.

Desde la perspectiva de la “Escuela de Manchester”, la ciudad como organización


espacial no se caracterizaba tanto por la capacidad de moldear las conductas socia-
les, tal como postulaba la “Escuela de Chicago” y pasó a asumir más bien un cará c-
ter neutro, siendo considerada como simple escenario o marco de realización de la
vida social, aunque, por supuesto –y quizás aquí radique el mayor mérito de esta
Escuela– ella fue conceptualizada ya como una sociedad compleja que demandaba
técnicas de investigación más sofisticadas de la que tradicionalmente utilizaba el
antropólogo estudioso de las pequeñas aldeas rurales. Esta perspectiva de considera-
ción de la ciudad como simple escenario de realización de la vida social, sin capac i-
dad ya de determinar algún tipo particular de relaciones sociales o de cultura, se

– 186 –
transformó con posterioridad en otra de las líneas influyentes de la antropología ur-
bana.

Esta disyuntiva con respecto a la consideración de la ciudad como determinante o


simple escenario de la vida social sirvió como punto de inflexión en la antropología
urbana para definir, a partir la década del sesenta, una distinción entre la práctica de
“la antropología en la ciudad” o la “antropología de la ciudad” antes mencionadas
(Signorelli [1996] 1999: 71), según ella era considerada, bien como un nuevo esce-
nario de realización de los estudios sociales tradicionales de la antropología pero sin
capacidad de influir sobre las conductas de los individuos, o bien como influyente o
determinante de los comportamientos sociales estudiados. La primera de estas orie n-
taciones, en los Estados Unidos, se dedicó a estudiar en la ciudad los temas clásicos
de la antropología tales como familia, parentesco, vecindarios, grupos locales, ritu a-
les, tradiciones, etcétera, aunque ella también se dividió en dos orientaciones, una
que condujo a estudiar con los métodos tradicionales de la antropología estos aspec-
tos de la vida social en estrecha ligazón con determinadas áreas de las ciudades (ba-
rrios, suburbios, etcétera) de forma aislada de las relaciones sociales del contexto
urbano, que fue conocida en los Estados Unidos con el nombre de estudios de comu-
nidad y que encontró quizás sus mejor exponente en los trabajos de Oscar Lewis
(1972). Y la otra más próxima a los hallazgos de la Escuela de Manchester que más
bien tendió a estudiar determinados problemas a partir del reconocimiento de la
complejidad de la vida urbana y de la necesidad de contar con técnicas más sofisti-
cadas para su estudio, tal como fueron los estudios de redes realizados por John Ba r-
nes (1954) y Elizabeth Bott (1957). Esta orientación es la que con el tiempo mejor se
adaptó a trabajar con las sociedades complejas modernas y se especializó en campos
de estudio por problemas y no por lugares, bajo esta concepción de la relación espa-
cio–sociedad; finalmente, fue la que predominó en la antropología urbana.

Sin embargo, a principios de la década del setenta, esta relación volvió a ser proble-
matizada por la llamada “Escuela francesa de sociología urbana”, fuertemente in-
fluenciada por el pensamiento marxista, integrada por autores como Henry Lefebvre,
David Harvey, Manuel Castells, etcétera.5 De estos autores, fue Manuel Castells
([1971] 1974) –proveniente del marxismo estructuralista de influencia en Poulantzas
y Althusser– quien atacó duramente a los principales postulados de la Escuela de
Chicago, tratando de demostrar que no existían evidencias que probaran las causali-
dades entre los comportamientos sociales y aquellos rasgos que para Wirth definían
a la ciudad (tamaño, densidad y heterogeneidad de la población), y que las explica-
ciones causales dadas en esta dirección por autores como Park, Wirth y Redfield,
más bien tuvieron la finalidad de construir un mito antes que una verdadera teoría
científica de la ciudad, realizada con la finalidad de encubrir la verdadera forma de

5
Cuya consideración como escuela unificada no deja de ser un mito al decir de uno de sus
propios integrantes (Castells, [1998]).
– 187 –
producción de las relaciones sociales urbanas. Hablar de sociedad o de cultura urba-
na para hacer referencia al conjunto de rasgos distintivos de una sociedad asociados
a un determinado marco espacial o ecológico como es la ciudad, para Castells co n-
ducía a creer que la cultura era producto de este marco, y que, además, al ser este un
producto de procesos ecológicos, terminaba “naturalizando”la producción de la cul-
tura.

Castells en su trabajo “El mito de la cultura urbana” acusó de ideológicas (en el sen-
tido de falsas) a las teorías de la Escuela de Chicago, dado que para él no hacían más
que encubrir intencionadamente una teoría científica de la ciudad. Castells suscribió
por entonces que la ciudad como objeto material era un producto social moldeado
por las relaciones sociales de producción capitalista, entendiendo este último con-
cepto como “la matriz (sistemas de prácticas) fundamentales de la estructura social:
económica, político–institucional e ideológica esencialmente (…) En consecuencia,
analizar el espacio en tanto expresión de la estructura social equivale a estudiar su
elaboración por los elementos del sistema económico, del sistema político y del si s-
tema ideológico, así como por sus combinaciones y las prácticas que derivan de
ellos.” (Castells, [1971] 1974: 153–154). Con este ataque y el desarrollo de una nue-
va teoría urbana, Castells señaló que la ciudad y su orden espacial, era un “produ c-
to” de determinadas relaciones sociales, las relaciones sociales de producción del
sistema capitalista, y “no productora” de algún tipo de cultura en particular y que
ella, por lo tanto, podía ser considerada como una manifestación de todas las contra-
dicciones y conflictos que estas relaciones conllevan en su desarrollo. De este modo,
Castells, “desnaturalizó” la producción del espacio urbano y lo situó como un resul-
tado de las prácticas productivas de la sociedad, con sus conflictos y contradiccio-
nes, abriendo una rica senda para los estudios urbanos. Al igual que la Escuela de
Manchester, pero desde un marco teórico distinto, Castells ayudó a reconceptualizar
la relación espacio y sociedad, pero a diferencia de los integrantes de aquella Escue-
la, que habían considerado al espacio urbano sólo como un marco o escenario de
desenvolvimiento de la vida social, alentó al estudio de la ciudad desde el punto de
vista de las relaciones sociales que la producen. Estas teorías, si bien abrieron una
nueva perspectiva de estudio, más bien complicaron la comprensión de la configur a-
ción espacial de la ciudad como un producto cultural. Fue necesario que se recon o-
cieran posteriormente aportes de otros autores de la sociología urbana francesa para
que el problema adquiera mayor profundidad de análisis, como se verá más adelante.

De estas concepciones, la línea que con más éxito se difundió dentro de la “antrop o-
logía de la ciudad” fue la que abandonó todo intento de problematizar la relación
espacio–sociedad, para asumir a la ciudad, simplemente como un nuevo escenario
del desenvolvimiento de la vida social sin desempeñar ningún tipo de influencia cu l-
tural o social sobre ella. Así, la ciudad más bien pasó a actuar como el nuevo “telón

– 188 –
de fondo” donde pasaron a producirse las complejas relaciones sociales de las soci e-
dades modernas.

2.4. La experiencia del espacio moderno y tradicional considerada como


mundos opuestos

Quizás como herencia de la línea divisoria infranqueable entre sociedades “primiti-


vas” y “civilizadas”, trazadas oportunamente por el evolucionismo decimonónico,
los estudios antropológicos con frecuencia han estilado confrontar a las sociedades
tradicionales con la sociedad moderna de manera completamente opuestas entre sí y
sin tener demasiado en cuenta las continuidades y rupturas propias del desarrollo
social de la humanidad, oponiéndolas muchas veces a través de caracterizaciones
basadas en categorías antinómicas. El problema de la experiencia social del espacio
no ha estado ajeno a esta forma de ver las cosas. Para ilustrar esto vale la pena anal i-
zar lo que ha ocurrido con el concepto de “lugar antropológico”. 6

Como ya se dijo anteriormente, Merleau–Ponty fue uno de los primeros que opuso el
concepto de “espacio antropológico” al de “espacio geométrico” para diferenciar las
representaciones del espacio existencial que disponemos en la vida cotidiana, del
espacio abstracto elaborado por las representaciones científicas y cuyas únicas pro-
piedades son sus dimensiones: ancho, largo, alto, área, volumen, tiempo, etcétera.
Para ilustrar esta polaridad, Merleau Ponty señaló que para un primitivo el campa-
mento del clan es el punto de referencia de todos los puntos de referencia (Ver Punto
2.2. de esta mismo Capítulo). Esta forma de ejemplificar lo que él definió como es-
pacio “antropológico”, conduciría posteriormente a la concepción del concepto a n-
tropológico de “lugar”, sinónimo si se quiere, del concepto que en geografía se defi-
nió como “territorio”, dado que ambos son caracterizados de espacios fuertemente
ligados a la entidad e identidad de sus habitantes, espacios socialmente “marcados”,
“vividos”, “ocupados”, “apropiados”, etcétera, implicados en la definición indivi-
dual y social de sus habitantes, “un conjunto de objetos y acciones, sinónimo de es-
pacio humano, espacio habitado”, como lo definiera, por ejemplo, el geógrafo bras i-
leño Milton Santos (1996: 124).

Sobre la polaridad establecida por Merleau–Ponty, décadas después, De Certeau


conceptualizó la experiencia cotidiana del espacio en la sociedad moderna a partir de
dos nociones complementarias: espacio y lugar, distinguiendo al primero como el
espacio vivido fundamentalmente como distancias y trayectorias entre lugares, tal
como por ejemplo lo puede experimentar un peatón urbano o un automovilista al
recorrer las distancias que existen entre dos puntos que para él son referenciales de

6
Probablemente pueda haber aquí también cierta influencia metodológica de Weber con
relación a la construcción de tipos analíticos ideales.
– 189 –
una ciudad y que son vividos comúnmente como trayectorias entre “lugares”. Esta
última noción, por su parte, fue reservada para categorizar aquellos espacios mucho
más íntimos y reducidos como, por ejemplo, los que se pueden recorrer para ir de la
alcoba a la cocina dentro de una casa, etcétera. A través de esta polaridad, De Cer-
teau intentó conceptualizar el sentido dinámico de la práctica del espacio, basándose
en que los habitantes de las ciudades describen a los espacios más bien como “tr a-
yectorias” entre puntos de referencia a partir de sus experiencias y no como mapas o
planos cartográficos, como comúnmente suelen hacerlo quienes disponen de formas
de representación del espacio más relacionadas con las del pensamiento científico.
De Certeau asoció esta manera “existencial” de representar el espacio a como éste
era representado en los antiguos mapas medievales, confeccionados antes de la apa-
rición del pensamiento racional de las ciencias físicas y matemáticas, en los que
aquellos eran representados gráficamente como relato de trayectorias entre lugares y
no como espacios geométricos objetivados producidos por un observador distante,
producto de la razón cartesiana, la lógica científica y el dominio de la perspectiva.

Tal como fue concebida la representación del espacio por De Certeau, el mismo no
fue opuesto a la del “lugar” como algo diferente, sino más bien como consecuencia
de la práctica relacional de los lugares. En cambio, el “lugar” fue considerado por él
como una cartografía del espacio, definida por los puntos estáticos pensados como
referenciales entre los recorridos realizados. Con esta conceptualización basada en
sus estudios realizados en la ciudad de París, De Certeau señaló que en la sociedad
urbana moderna el espacio urbano de la ciudad (el espacio público) es más bien con-
cebido como un no–lugar, como consecuencia del carácter fugaz y efímero de ser
representado principalmente como trayectorias seguidas por los habitantes de la ci u-
dad. Colateralmente De Certeau quiso con esta forma de conceptualizar el espacio
urbano, resaltar también el sentido creativo con los que los habitantes de una ciudad
se oponen en muchos casos a la tiranía de la planificación, al realizar recorridos pro-
pios y no previstos por quienes diseñan el espacio urbano de una ciudad. Esta forma
de conceptualización dio lugar a concebir el espacio público de la ciudad moderna
no ya vivido como “lugar”, sino más bien, como simple sumatoria de trayectorias
transitorias de múltiples habitantes desconocidos que se entrecruzan y que ponen en
evidencia una forma de relaciones sociales opuestas a las de las sociedades tradici o-
nales. De Certeau [1990] 2000: 103–122).

Para Delgado, esta conceptualización del espacio realizada por De Certeau refleja
precisamente a la calle y a todo el espacio público moderno, “aquel territorio cuyo
protagonista es el individuo ordinario, diseminado, innumerable, lo que Certeau lla-
ma «el murmullo de la sociedad». Premisa fundamental de toda la vida urbana, que
no es sino un espacio completamente disponible.” Para Delgado “Certeau recurre a
categorías como trayectoria o transcurso, para subrayar cómo el uso del espacio
público por los viandantes implica la aplicación de un movimiento temporal en el

– 190 –
espacio, es decir la unidad de una sucesión diacrónica de puntos recorridos, y no la
figura que esos puntos forman sobre un lugar supuesto como sincrónico. Una serie
espacial de puntos es sustituida por una articulación temporal de lugares. Donde ha-
bía un gráfico ahora una operación, un pasaje, un tránsito (Delgado, 1999: 124–
125).

A partir de los aportes de Merleau–Ponty y De Certeau, Marc Auge posteriormente


redefinió la noción de lugar antropológico, para conceptualizar la manera en la que
la antropología clásica consideró la relación de las culturas tradicionales con la o r-
ganización de sus espacios de vida, tal como ya fue citado anteriormente. Pero,
además, a partir de aquella definición, Auge adoptó el concepto de no–lugar a través
del cual De Certeau describió la experiencia del espacio en las sociedades modernas,
para oponerlo al concepto de “lugar antropológico” y describir la experiencia de los
espacios característicos de lo que él definió como la “sobremodernidad”, y que son
los aeropuertos, centros comerciales, hoteles, carreteras, etcétera. Para Auge:

“…el espacio del viajero sería, así el arquetipo del no–lugar”, “Si un lugar puede defi-
nirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse
ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no –
lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lug a-
res, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos. …Un mundo donde
se nace en la clínica y donde se muere en el hospital, donde se multiplican, en modal i-
dades lujosas o inhumanas, los puntos de tránsito y las ocupaciones provisionales,
donde se desarrolla una apretada red de medios de transporte que son también espacios
habitados, donde el habitante de los supermercados, de los distribuidores automáticos y
de las tarjetas de créditos renueva con los gestos del comercio de oficio un mundo así
prometido a la individualidad solitaria, a lo provisional y a lo efímero, al pasaje, pr o-
pone al antropólogo y también a los demás un objeto nuevo cuyas dime nsiones inéditas
conviene medir antes de preguntarse desde qué punto de vista se los puede juzgar.”
(Para Auge) “la sobremodernidad impone a las conciencias individuales experiencias y
pruebas muy nuevas de soledad, directamente ligadas a la aparición y a la proliferación
de no–lugares.” (Afirmando que) “Por «no–lugar» designamos dos realidades comple-
mentarias pero distintas: los espacios constituidos con relación a ciertos fines (trans-
porte, comercio, ocio), y la relación que los individuos mantienen con esos espacios. Si
las dos relaciones se superponen bastante ampliamente, en todo caso, oficialmente (los
individuos viajan, compran, descansan), no se confunden por eso pues los no–lugares
mediatizan todo un conjunto de relaciones consigo mismo y con los otros que no apu n-
tan sino indirectamente a sus fines: como los lugares antropológicos crean lo social or-
gánico, los no–lugares crean la contractualidad solitaria.” “El espacio del no–lugar no
crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud.” “El espacio de la so-
bremodernidad está trabajado por esta contradicción: sólo tiene que ver con indiv iduos
(clientes, pasajeros, usuarios, oyentes) pero no están identificados, socializados ni lo-
calizados (nombre, profesión, lugar de nacimiento, domicilio) más que a la e ntrada o a
la salida. (Auge, 1993. 4–40). 7

7
Las cursivas de la cita anterior fueron colocadas sólo para hacer notar cómo Auge por
momentos considera que el espacio “crea” determinadas formas de relaciones sociales (tr a-
– 191 –
Amalgamando muchos de estos conceptos, Manuel Delgado –como ya se analizó en
el punto II de la Primera Parte– definió un nuevo objeto para la antropología urbana:
lo urbano como forma de vida, caracterizado en este caso por la proliferación de
urdimbres relacionales deslocalizadas y precarias, a la vieja usanza de Wirth, pero
diferenciándolo de la ciudad en tanto composición espacial. Según él, lo urbano:

“…en relación con el espacio en que se despliega (el espacio público), no está const i-
tuido por habitantes poseedores o asentados, sino más bien por usuarios sin derechos
de propiedad ni exclusividad sobre ese marco que usan y que se ven obligados a co m-
partir en todo momento. …Por ello, el ámbito de lo urbano por antonomasia no es tanto
la ciudad en sí como sus espacios usados transitoriamente, sean públicos o semipúbli-
cos. Es ahí donde podemos ver producirse la epifanía de lo que se ha definido como
específicamente urbano: lo inopinado, lo imprevisto, lo sorprendente, lo oscilante… La
urbanidad consiste en esa reunión de extraños, unidos por la evitación, el anonimato y
otras películas protectoras, expuestos, a la intemperie, y al mismo tiempo, a cubierto,
camuflados, mimetizados, invisibles. …El espacio público o semipúblico es un espacio
diferenciado, esto es territorializado, pero las técnicas prácticas y simbólicas que lo or-
ganizan espacial o temporalmente, que lo nombran, que lo recuerdan, que lo someten a
oposiciones, yuxtaposiciones y complementariedades, que lo gradúan, que lo jerarqu i-
zan, etcétera, son poco menos que innumerables, proliferan hasta el infinito, son infini-
tesimales, y se renuevan a cada instante. No tienen tiempo para cristalizar, ni para aju s-
tar configuración espacial alguna. Nada más lejos que el territorio entendido como sitio
propio, exclusivo y excluyente que una comunidad dada se podría arrogar que las fili-
granas caprichosas que trazan en el espacio las asociaciones transitorias en que consi s-
te lo urbano. …El espacio público es, pues, un territorio desterritorializado, que se pasa
el tiempo reterritorializándose y volviéndose a desterritorializar, que se caracteriza por
la sucesión y el amontonamiento de componentes inestables. Es en estas arenas mov e-
dizas donde se registra la concentración y el desplazamiento de las fuerzas sociales que
las lógicas urbanas convocan o desencadenan, y que están crónicamente condenadas a
sufrir todo tipo de composiciones y recomposiciones, a ritmo lento o en sacudidas. Es
espacio público es desterritorializado también porque en su seno todo lo que concurre y
ocurre es heterogéneo: un espacio esponjoso en el que apenas nada merece el privilegio
de quedarse.” (Delgado, 1999: 23–46)

Delgado elaboró la siguiente tabla de equivalencias conceptuales con la finalidad de


ilustrar la oposición de lo urbano y lo rural o tradicional:

dicionales, modernas, etcétera) siendo que en la misma obra advierte en otra parte que la
antropología clásica con frecuencia cometió el error de incurrir en esta forma de concebir la
relación espacio–sociedad: “…no es de extrañar que el etnólogo sienta la tentación de efec-
tuar en sentido inverso el recorrido del espacio a lo social, como si éste hubiera producido a
aquél de una vez para siempre. Este recorrido es “cultural” esencialmente puesto que pasa n-
do por los signos más visibles, más establecidos y más reconocidos del orden social, delinea
simultáneamente el lugar, por eso mismo definido como lugar común.” (Auge: 1993: 57).
– 192 –
Modernidad Tradición, rutina
Sociedad Urbana Sociedad Comunal
Estructura estructurándose Estructura estructurada
Movilidad Estabilidad
Dislocado Local
Anonimato Identidad
Espacio Territorio
Espacio público Espacio de acceso restringido
Espacio de uso Espacio habitado, construido o consumido
Zona de transición Centro, zona residencial y habitacional
Espacio intersticial Centro / periferia
Tierra general Tierra especial
Territorio circulatorio Espacio residencial
Espacio / lugar practicado Lugar ocupado
Territorios situacionales Territorios fijos
Espacio geométrico Espacio antropológico
No–lugar Lugar
Fuente: Delgado, 1999: 41

3. La dimensión simbólico–ideológica (cultural) del espacio urbano


moderno

Tanto la tesis de Castells, que al rebatir convincentemente los postulados de la “Es-


cuela de Chicago”, “desnaturalizó” la producción del espacio y situó a éste como
una resultante social con capacidad de expresar las contradicciones del orden social
moderno, como todo este desarrollo final de la antropología urbana, que conceptua-
lizó la experiencia cotidiana del espacio urbano en la ciudad moderna de forma
opuesta a las sociedades tradicionales, fueron, finalmente, las posiciones que con
más fuerza prevalecieron en la sociología y antropología urbana respecto a la con-
ceptualización de la relación espacio–sociedad. De cierta manera, fueron ellas las
que en los inicios de la investigación, impidieron comprender mejor las observaci o-
nes empíricas que se habían realizado, debido principalmente a que estas concepcio-
nes, colocaron en un “margen” casi no observable, las formas en que la organización
social del espacio y sus prácticas concomitantes, coadyuvan a la realización del o r-
den social, cuestiones éstas que se manifestaban en los procesos urbanos observados,
pero que a raíz de estas conceptualizaciones internalizadas, se presentaban más bien
como factores que ponían en duda la investigación que se estaba realizando, debido
a que contradecían algunos de sus supuestos iniciales, en lugar de ser presentados
como hallazgos de la misma.

Fue necesario deconstruir estas conceptualizaciones y volver a construir otras dife-


rentes para poder avanzar en su comprensión, y fue a través de recuperar otros viejos
autores de la “nueva sociología urbana francesa”, influidos también por el pensa-

– 193 –
miento de Marx, pero más atentos a las dimensiones culturales e históricas de la s o-
ciedad,8 y también fue a partir de la relectura de otros autores marxistas culturali stas
británicos y de una lectura más atenta de Durkheim, que pudo finalmente realizarse
esta operación. Si en todas las otras sociedades (las no modernas) la organización
social del espacio se encontraba profundamente implicada en la realización del or-
den social, ¿por qué se desestimaban sus implicancias en la sociedad moderna? Esta
era la pregunta que de a poco emergía de estas nuevas lecturas y de mis propias in-
vestigaciones anteriores. En todo caso, sus características y formas de experiencia
social podrían ser diferentes y particulares, pero no por ello dejarían de tener impl i-
cancias sociales similares. En este sentido, las formas de experiencia desterritoriali-
zada y efímeras del “espacio público” moderno o posmoderno ¿no pueden acaso
formar parte de la realización espacial de un orden social diferente?

La mayoría de los autores de la “nueva sociología urbana francesa”coincidían por


entonces con la posición de Castells, con relación a conceptualizar la organización
del espacio urbano moderno como una resultante de las relaciones sociales de pr o-
ducción capitalista.9 El único autor de este grupo que difería parcialmente con esta
concepción era Lefebvre, quien, de cierta manera, consideraba a la organización del
espacio como una resultante de las relaciones sociales del sistema capitalista de pro-
ducción, pero a la vez, le asignaba a esta organización espacial resultante cierta ca-
pacidad de modificar estas relaciones de producción, aunque sin trasformarlas pl e-
namente:

¿Cabe definir la realidad urbana como «superestructura», que emerge de la estructura


económica capitalista o socialista?, ¿o bien como simple resultado del crecimiento de
las fuerzas productivas?, ¿o como modesta realidad marginal con respecto a la produ c-
ción? ¡No! La realidad urbana modifica las relaciones de producción sin, por otra pa r-
te, llegar a trasformarlas. Se convierte en una fuerza productiva, como ocurre con la
ciencia. El espacio y la política del espacio «expresan» las relaciones sociales, al tie m-
po que inciden sobre ellas” (Lefebvre [1970] 1976).

Harvey, polemizando con Lefebvre, por ejemplo, afirmó que, si bien la organización
del espacio de la ciudad moderna podía incidir sobre el orden social, el mismo era
finalmente una resultante de la circulación del plusvalor capitalista:

“El urbanismo, en la medida en que posee sus propias leyes de transformación, es, al
menos parcialmente, un resultado de los principios básicos de la organización espacial.
El característico papel que desempeña el espacio tanto en la organización de la produ c-
ción como en la modelación de las relaciones sociales se encuentra, por consiguiente,
expresado en la estructura urbana. Pero el urbanismo no es meramente una estructura
que proviene de una lógica espacial. El urbanismo se encuentra influido por ideologías

8
Furibundamente atacadas por entonces por Castells.
9
Conceptualización que, en verdad, deviene de Marx con su consideración de la ciudad
como un producto de la división del trabajo que produjo el capitalismo entre el campo y la
ciudad (Véase Punto II de Cuarta Parte).
– 194 –
determinadas y por tanto posee una cierta función autónoma para modelar el modo d e
vida de la gente. Y la estructura urbana, una vez que ha sido creada, afecta al futuro
desarrollo de las relaciones sociales y a la organización de la producción. Por cons i-
guiente, a mí me gusta la analogía de Lefebvre entre urbanismo y conocimiento cien tí-
fico. Ambos poseen estructuras características con su propia dinámica interna. Ambos
pueden alterar en ocasiones la estructura de la base económica en aspectos económicos
fundamentales. Sin embargo, ambos se encuentran canalizados y constreñidos por
fuerzas e influencias que emanan de la base económica y, en último término, han de ser
puestos en relación con la producción y reproducción de la existencia material para ser
comprendidos” (Harvey [1973] 1992: 322–323).10

Raymond Williams por su parte afirmaba por entonces:

“Muchos… consideran que «el estado» o «los planificadores» son sus principales
enemigos, cuando está por completo evidente que aquello que administra el estado y
que organizan los planificadores es un sistema capitalista en todo s sus propósitos, pro-
cedimientos y criterios. El sistema de autopistas, la nueva distribución de las viviendas
lejos del centro, los edificios de oficina y los supermercados… pueden materializarse
bajo la forma de un plan social, pero no hay ningún caso en el que no se haya incluido,
desde el principio, las prioridades del sistema capitalista… La decisión siempre habrá
sido tomada originalmente –y será finalmente determinada— por propietarios que cal-
culan sus beneficios… (Todo) es el producto, aunque mediato, de una se rie de decisio-
nes sobre la inversión de capital hecha por la minoría que controla el capital y que d e-
termina su uso mediante cálculos de rentabilidad… Lo esencial es que el carácter total
de lo que conocemos como sociedad moderna ha sido determinado de manera semejan-
te. Podemos considerar que hay una profunda relación entre la indiferencia compet itiva
y la sensación de aislamiento que se experimenta en las ciudades y los tipos de comp e-
tencia y alienación social que alienta semejante sistema. Pero estas experiencias nunca

10
Para Harvey, el urbanismo es tanto una forma de organización social del espacio, como
un modo de vida. En este sentido –mucho antes que Delgado– coincidió con Lefebvre y
otros autores británicos en que ambos aspectos se habían separado en la sociedad moderna y
debían ser considerados diferenciadamente: “La ciudad como forma construida y el urb a-
nismo como modo de vida deben de ser considerados por separado porque en realidad se
han separado. Lo que en un tiempo fueron conceptos sinónimos ya no lo son. Podemos ver
los comienzos de esta separación en épocas pasadas, pero ha sido sólo con la industrializ a-
ción y la penetración del intercambio de mercado en todos los sectores y zonas cuando ha
sido superado el antagonismo entre campo y ciudad. La ciudad, el suburbio y la zona rural
se encuentran actualmente incorporados dentro del proceso urbano. La urbanización del
campo no es completa, por supuesto, y nuestra respuesta a la tesis de Lefebvre dependerá en
parte de que consideremos como sujeto a Colombia, China, Francia, Estados Unidos o cua l-
quier otro país. Pero a medida que los viejos antagonismos entre el campo y la ciudad
desempeñan un papel cada vez más reducido, emergen nuevos antagonismos dentro del
propio proceso de urbanización. A un nivel global, existe el conflicto entre los centros me-
tropolitanos del mundo y naciones subdesarrolladas. A un nivel local estamos siendo testi-
gos de una importación de problemas rurales a la ciudad, en el Tercer Mundo vemos el
abandono de amplias zonas rurales por parte de un gran número de personas que forman un
inestable «lumpen–proletariado» (como lo llama Fanon) normalmente instalado en barrios
de chabolas alrededor de las grandes ciudades. La pobreza urbana es en su mayor parte po-
breza rural remodelada dentro del sistema urbano. En este sentido debemos aceptar la opi-
nión de Lefebvre, según la cual la urbanización del campo supone una consiguiente rurali-
zación de la ciudad” (Harvey, [1973] 1992: 323–324). Sin embargo, a diferencia de Delga-
do, estos autores coincidían en la integralidad del análisis de ambos aspectos del problema.
– 195 –
son las únicas posibles, puesto que, dentro de las presiones y límites, las personas ha-
cen otros acuerdos, descubren otras adhesiones y tratan de vivir según otros valores.
Pero el impulso central continúa estando presente”
(Williams, [1973] 2001: 363–364).

Sin embargo, al margen de estas diferencias con relación a la “sobredeterminación


económica en última instancia” de la organización social del espacio urbano mo-
derno que podía existir entre estos autores, ellos coincidían en la consideración si-
multánea de las dimensiones económicas, culturales e históricas en los análisis urb a-
nos realizados, lo cual, terminaba dando a la organización social del espacio y a las
experiencias cotidianas a él asociadas un sentido diferente. Consideración que, fi-
nalmente, conceptualizaba de manera diferente la relación espacio–sociedad a la que
primaba en la formulación inicial de esta investigación. Desde muy temprano Le-
febvre observó que entre las formas urbanas y la sociedad existía una relación com-
pleja que debía ser analizada. En un trabajo que data originalmente de 1962, este
autor señalaba ya que:

“La ciudad proyecta sobre el terreno una sociedad, una totalidad social o una sociedad
considerada como totalidad, comprendida su cultura, instituciones, ética, valores, en
resumen, sus superestructuras, incluyendo su base económica y las relaciones sociales
que constituyen su estructura propiamente dicha. (…) Esta proposición incluye una s e-
rie de nociones ya conocidas, la noción marxista de superestructura, o la noción, habi-
tual en sociología, de institución. Estas nociones resultan más vivas cuando se advierte
que en la ciudad se materializan, se encarnan en obras, obras que, como fácilmente se
comprende, son los monumentos, edificios, públicos y privados, en los cuales y a tra-
vés de los cuales la sociedad global se presenta o se representa; muy frecuentemente
constituyen símbolos. (…) Partiendo de esta idea, se pueden estudiar sobre el terreno,
sociológicamente, la intensidad de acción de estas obras que encarnan en el espacio,
sobre el terreno, las instituciones, la cultura, la ética, los valores, las estructuras y s u-
perestructuras. Estas obras son también actos sociales perpetuos” 11 (Lefebvre [1970]
1971: 140–141).

Con relación a esta cuestión, Harvey, más adelante fue bastante más preciso:

“Ya hemos observado que la organización del espacio puede reflejar y afectar las rel a-
ciones sociales. Pero el espacio creado tiene un significado mucho más profundo. En
las ciudades antiguas, la organización del espacio era una recreación simbólica de un
supuesto orden cósmico. Poseía un propósito ideológico. El espacio creado en las ci u-
dades modernas posee un propósito ideológico equivalente. En parte refleja la ideolo-
gía dominante de los grupos e instituciones que gobiernan la sociedad. En parte es un
resultado de la dinámica de las fuerzas de mercado que pueden producir fácilmente
consecuencias que nadie en particular quiere (…) El espacio creado es parte integrante
de un intrincado proceso de signos que proporciona una orientación y un significado a
la vida cotidiana dentro de la cultura urbana. Los signos, símbolos y señas que nos r o-
dean en el medio ambiente son poderosas influencias. Nosotros damos formas a nuestra
sociabilidad, extremamos nuestros sentidos de los deseos y necesidades y localizamos

11
Esto último recuerda a “los hechos sociales cristalizados” de los que hablaba Durkheim.
– 196 –
nuestras aspiraciones con respecto a un entorno geográfico que en gran medida ha sido
creado. Es probable que nuestra cultura, concebida como un dominio étnico, sea más
un resultado del espacio creado que un factor de creación del espacio. La alineación de
la cultura urbana frecuentemente expresada y la antipatía frente a la imagen de la ci u-
dad surgen, en parte, de una enajenación más profunda. Ni la actividad de creación del
espacio ni el producto final del espacio creado parecen encontrarse bajo nuestro control
individual o colectivo, sino que están moldeados por fuerzas ajenas a nosotros. Apenas
sabemos cómo abordar, bien en la realidad o en el pensamiento, las implicaciones del
espacio creado” (Harvey [1973] 1992: 326).

Williams, a su vez, a través del estudio de ideas literarias sobre el campo y la ciu-
dad, logró captar cómo las experiencias y formas de percepción cotidianas de estas
categorías, fueron modificándose a lo largo del tiempo en los autores ingleses y han
sido profundamente afectadas por el modo de producción capitalista, señalando que,
por ejemplo, las percepciones nostálgicas de los años de juventud sobre el campo y
la ciudad, en las que ellos han expresado sentirse no como “individuos extraños ni
agentes sociales, sino miembros y descubridores de una fuente de vida compartida”,
ponen en juego en verdad una alteración de la conciencia, que responde a la form a-
ción que el capitalismo realiza de las conciencias adultas, a través de la cual las vie-
jas experiencias en lugares como los barrios o campiñas eran transformadas, de lo
que alguna vez fue “íntimo, absorbente, aceptado, familiar e internamente exper i-
mentado, en algo distante, distinguible, crítico, cambiante e externamente observ a-
do”. Para Williams estas percepciones nostálgicas constituían estructuras de senti-
mientos que llevan a idealizar los años de vida juveniles, en respuesta a las formas
de vidas y de consumos promovidas por el sistema capitalista:

“…vivimos en un mundo en el que el modo de producción y las relaciones sociales


dominantes enseñan, inculcan, hasta volverlos normales y hasta rígidos, modos de pe r-
cepción y acción desapegados, distantes, externos: modos de utilizar y consumir, antes
que de aceptar y gozar de las personas y las cosas. La estructura de sentimientos de los
recuerdos es, pues, significativa e indispensable como una respuesta a esta deforma-
ción social específica. No obstante, sólo podemos reconocer su importancia cuando
hemos hecho el correspondiente juicio histórico: es decir, cuando reconocemos, no só-
lo que esas son visiones de la infancia, que la experiencia adulta contradice o atenúa,
sino también que el proceso de crecimiento humano ha sido deformado en sí mismo en
virtud de estas profundas orientaciones internas de lo que debe ser una conciencia
adulta, en este tipo de mundo que usa, consume y abstrae” Raymond Williams ([1973]
2001: 366–377).12

12
Según Sarlo: “Williams encuentra las razones sociales que, presionando desde afuera de
la literatura, pero desatando dentro de ella trasformaciones formales, inducen cambios en
las convenciones. La «estructura del sentir» es un horizonte de posibilidades imaginarias
(expuestas tanto bajo la modalidad de ideas como de formas literarias y de experiencias
sociales); los cambios en la literatura se desatan cuando esas «estructuras del sentir» ya no
pueden encerrar las novedades sociales ni están en condiciones de formularlas dentro del
elenco de convenciones conocidas. La «estructura del sentir» es un campo de p osibilidades,
un límite a ese campo y un conjunto de desplazamiento hacia fuera” (En Williams –
prólogo– [1973] 2001: 18).
– 197 –
A partir de observaciones de estas características, Chambers, por ejemplo, tendió ya
a relacionar los sentimientos cotidianos que orientan la vida urbana con la configu-
ración espacial de las ciudades que las orientan:

“Es en las ciudades que tiene su morada la cultura popular contemporánea. En los po r-
tales, en las tiendas, en las pantallas audiovisuales, en los cines, en el club, en los s u-
permercados, en los pubs y en la búsqueda afanosa, el sábado por la tarde, de los vest i-
dos que comprar para el sábado en la noche… Como cualquier otro espacio también la
estructura de la ciudad está cargada de significados y está también cargada de poder,
ya que los detalles materiales de la vida urbana, nuestras casa, las calles donde vivi-
mos, las tiendas que frecuentamos, los transportes que usamos, los pubs que visitamos,
los lugares de trabajo, la publicidad y los anuncios que leemos, sugieren muchísim as
de las estructuras de nuestras ideas y de nuestros sentimientos. Es una experiencia co-
tidiana que ininterrumpidamente condiciona nuestras orientaciones, ya sea cuando t o-
mamos una decisión, o cuando expresamos una opinión sobre los hechos del día.”
(Chambers, en Signorelli, [1996] 1999: 77).

A partir de todas estas aportaciones que permitieron dar una mayor profundidad a las
interpretaciones iniciales del trabajo de campo realizado, paulatinamente la invest i-
gación pudo avanzar hacia una conceptualización diferente de la relación espacio–
sociedad, a través de la cual la organización social del espacio urbano asumió una
doble condición: la de ser considerada un producto social y como tal, también, parti-
cipar de la producción del orden social, fundamentalmente, a partir de desempeñar
un rol simbólico–ideológico en su estructuración cotidiana. A partir de ellas pudie-
ron comenzar a considerarse en una dimensión cultural las implicaciones que la o r-
ganización social del espacio posee para el orden social de las ciudades estudiadas.
A partir de ellas pudo considerarse ya cómo los espacios urbanos –en tanto represen-
taciones ideales y realidades materiales– son producidos por una sociedad, pero a la
vez, como también ellos participan en la producción de esa misma sociedad. Porque,
así como ella, elabora sus significados y los produce materialmente, sus integrantes,
en el plano de la vida cotidiana, encuentran en ellos sentidos que orientan sus práct i-
cas. De modo que puede decirse que la organización social del espacio coadyuva a la
producción de sujetos sociales.

En la plano de la cotidianeidad, los contenidos asignados a los espacios de vida tien-


den con frecuencia a pasar inadvertidos en virtud del proceso de “naturalización” o
de “reificación” mediante los cuales son aprendidos en el transcurso de la vida coti-
diana. En este plano, sus sentidos socialmente asignados configuran verdaderas
“creencias” que guían y orientan las prácticas sociales cotidianas y la producción
“desde abajo” del orden urbano. A través de este proceso de naturalización por el
cual se interiorizan los sentidos sociales del espacio, los elementos referenciales que
definen sus contenidos se transforman en elementos de orden simbólicos de orient a-
ción de la vida cotidiana. A través de este procedimiento, los muchos elementos re-
ferenciales (materiales e inmateriales) que asignan sentidos a los espacios de la ciu-

– 198 –
dad, si bien son producidos socialmente, son elementos que disponen y asumen “por
sí mismos” dichos sentidos, en virtud de los significados que ellos representan para
la vida social. Al tener esta característica los contenidos que subyacen a los eleme n-
tos referenciales que orientan las prácticas del espacio urbano, parecen ellos en m u-
chos casos pertenecer a la materialidad misma de dichos espacios y no a la sociedad
que les ha asignado tales contenidos. Este proceso de “naturalización” o “reifica-
ción”, ocurre por el mismo principio por el que una bandera o una cruz parecen co n-
densar ellos mismos los sentidos que le asignan los procesos sociales que los definen
como símbolos. Es por esta razón que los espacios en que vivimos parecen poseer
determinados sentidos en sí mismos. Esta inversión de sentido que se da en la vida
cotidiana es la que tiende a externalizar y regularizar sus sentidos y también a trans-
formarlo en un objeto que puede desempeñar un rol ideológico para la vida social
(como se verá en la Parte siguiente).

El entrelazamiento entre sentidos y referencias simbólicas que conforman los el e-


mentos que remiten al ordenamiento social de los espacios urbanos, al orientar y
estructurar la vida cotidiana de sus integrantes, coadyuva a la constitución del orden
y la reproducción social que toda sociedad finalmente posee y realiza, con todo lo
que esto implica desde el punto de vista de sus estructuras de poder, factores de
cohesión social, conflictos de intereses, etcétera. Por lo tanto, las prácticas y proce-
sos ideacionales y materiales mediante los cuales cada sociedad produce y se repre-
senta sus espacios de vida, se encuentran profundamente implicados en la produc-
ción y reproducción de todos estos factores de la vida social, sobre los cuales, los
procesos de “naturalización” o “reificación” de sentidos que el espacio dispone,
coadyuvan a su constitución.

A partir de estas conceptualizaciones la organización social del espacio pudo final-


mente concebirse en el desarrollo de esta investigación como un medio (y no un
simple marco) de realización del orden social y se hizo necesario desentrañar qu é
subyacía bajo la noción de “espacio público” en el contexto del desarrollo del orden
urbano moderno.

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Tabla síntesis de concepciones teóricas de la relación espacio–sociedad

ORIENTACIONES TEÓRI- RELACIÓN ESPACIO–SOCIEDAD


CAS SOCIEDAD TRADICIONAL SOCIEDAD MODERNA
Durkheim. Francia (Fines del El orden espacial se deriva del orden social, pero una vez
XIX) materializado es una determinante externa del mismo. Es
variable entre las distintas sociedades.
Marcel Mauss, Maurice Halb- El hábitat natural de las
wachs. Herederos del legado culturas primitivas es acep-
de Durkheim, incorporan tado como determinante
aportes de Darwin. externo del orden social.
Vertiente Park El orden espacial es resultante de procesos ecológicos
E. de Chicago

(1900–1950)

ecologis- Burggess (Naturalización del orden social). Se compone de “áreas


naturales” portadoras de valores culturales homogéneos.
EE.UU

ta McKenzie
Es determinante de las relaciones sociales.
Vertiente Wirth La ciudad naturalizada es determinante de una cultura
cultura- Redfield particular: la cultura urbana. (Naturalización de la cultura).
lista
Wilson El orden espacial es un escenario de realización de la vida
Escuela de Man-

Gluckman social y tiene un carácter neutro sobre el orden social.


(1937–1964)

Esta concepción Funda la antropología “en” la ciudad.


Inglaterra

Mitchell
chester

Barnes Reconoce la complejidad de la sociedad moderna y elabo-


Epstein ra nuevas técnicas de trabajo. En Estados Unidos, mixtu-
Turner rada con la vertiente culturalista, da origen a los estudios
de comunidad, que estudia temas tradicionales de antro-
pología en áreas urbanas marginales.
Bourdieu. Francia El orden espacial conforma
(Década ’60) un marco que provee a las
experiencias individuales y
colectivas referencias para
que los individuos aprendan
a ser sujetos sociales.
Vertiente Castells El orden espacial es resulta-
estructu- do las relaciones sociales de
ralista producción capitalista, en-
Escuela de sociología urbana francesa
(Francia–Inglaterra, décadas ’60, ‘70)

tendiendo este como el sis-


temas de prácticas de la
estructura social. Analiza el
espacio como expresión de
la estructura social. Esto
equivale a estudiar su elabo-
ración por los elementos de
los sistemas económico,
político e ideológico. No es
productor de ninguna cultura
en particular.
Vertiente Lefebvre El orden espacial es la pro-
histórica yección en el espacio del
culturalis- modo de producción, pero
ta las prácticas del habitar inci-
den sobre él, sin una co-
rrespondencia programada.

– 200 –
Harvey En las ciudades antiguas, la El orden espacial es la pro-
organización del espacio yección en el espacio del
era una recreación simbóli- modo de producción, pero
ca de un supuesto orden las prácticas del habitar no
cósmico. Poseía un propósi- inciden sobre él. La organi-
to ideológico. zación del espacio afecta las
relaciones sociales, tienen
un propósito ideológico. Es
parte integrante de un intrin-
cado proceso de signos que
proporciona orientación y
significado a la vida cotidia-
na dentro de la cultura urba-
na.
Marxismo cultu- Williams El orden del espacio obede-
ralista ce al orden capitalista de
inglés producción, pero, las expe-
riencias sociales no se en-
cuentran completamente
determinadas por éste.
Chambers El orden espacial está car-
gado de significados y poder
que condicionan las orienta-
ciones de las experiencias
cotidianas.
Nuevo cultura- De Certau La experiencia cotidiana del
lismo. (Francia, espacio es caracterizada a
España). Centra partir las nociones comple-
su observación mentarias de espacio y lu-
en la experiencia gar. El primero (caracteriza-
social del espa- do también como no–lugar)
cio y deja de lado es el espacio vivido como
su producción. distancias y trayectorias
Opone las socie- entre lugares (el espacio
dades tradiciona- público) El lugar categoriza
les a la moderna a los espacios íntimos y
/ posmoderna. referenciales.
Toman como Auge Recupera la noción de “lu- La sobremodernidad es pro-
influencia la dis- gar antropológico” para ca- ductora de no–lugares. Es-
tinción de Mer- racterizar la forma que la pacios que no son lugares
leau–Ponty entre antropología clásica conci- antropológicos.
“lugar antropoló- bió la relación espacio–
gico” y el espacio sociedad en las sociedades
geométrico. tradicionales. Tiene tres
rasgos comunes. Son identi-
ficatorios, relacionales e
históricos. Define socieda-
des territorializadas.
Delgado “Lo rural” se define por opo- Define un nuevo objeto: “lo
sición a “lo urbano”. Es pro- urbano” como forma de vida,
pio de las sociedades tradi- caracterizada por la prolife-
cionales. Se caracteriza por ración de urdimbres relacio-
los conceptos de lugar, nales deslocalizadas y pre-
identidad, territorialidad, etc. carias, propias del espacio
Ambos son modos de vida y público moderno. El espacio
no necesariamente se co- público es un territorio des-
rresponden con el espacio territorializado que se pasa
rural y el urbano. el tiempo reterritorializándo-
se y volviéndose a desterri-
torializar

Elaboración Propia.

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