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Georg Simmel

El p o b r e
In tro d u c c ió n de
Jeró n im o M o lin a C ano

s e q u itu r
sequitur [sic: sékwitur):
T e rce ra p e rs o n a d el p re s e n te in d ic a tiv o d el v e rb o la tin o s e q u o r :
p ro c e d e , p ro sig u e , re su lta , sigue.
In fe re n c ia q u e se d e d u c e d e las p rem isa s:
se c u e n c ia c o n fo rm e , m o v im ie n to a c o rd e , d in á m ic a en cauce.

Der Arme (1908)


Versión de Javier Eraso Ceballos

D is e ñ o c u b ie rta : R o ssella G e n tile

© Ediciones sequitur, M adrid, 2014


Todos los derechos reservados
w w w .s e q u itu r.e s

ISBN : 9 7 8 -8 4 -1 5 7 0 7 -1 7 -2
D e p ó s ito legal: M - 2 4 3 1 1-2014

Im p re so e n E sp a ñ a
índice

Georg Simmel y la sociología de la exclusión


Jerónimo Molina Cano

El pobre
Georg Simmel
G e o r g S i m m e l y l a s o c i o l o g í a d e l a e x c l u s ió n

Die Tatsache der Vergesellschaftung [bringt] das


lndividuum in die Doppelstellung, von der ich ausging:
dass es in ihr befasst ist und zugleich ihr gegenübersteht.

¡E l hecho de la socialización pone al individuo ante la


disyuntiva de partida: incorporado a ella, está al mismo
tiempo enfrentado con ella. ]

G. Simmel, "Das Problem der Soziologie", en Soziologie Unter-


suchungen über die Formen der Vergesellschaftung (1908), p. 28.

§1. Las vislumbres de la pobreza, de la escasez de


recursos y, en general, de las incom odidades de la vida
han moldeado la condición hum ana. Acontecimientos
que, junto a otros, así la carga ineludible de prestarle
una form a de sociabilidad a su insociable materia, han
forzado en el hom bre la configuración de su historici­
dad. Reacciona el baqueteado ser hum ano ante los sig­
nos de las grandes incertidum bres (el hambre, el desor­
den, la m uerte) afanándose en las más molestas activi-

7
dades. A bandona los ocios por los tósigos que acom ­
pañan sin excepción a toda vida de labor. Pierde así las
horas contadas de su tiem po pero acrece su espacio,
diría el pensaroso de la Zeit y el Raum, Cari Schmitt.
Florecen las formas del espíritu objetivo, la "existencia
petrificada". Se realiza con cada hom bre, en suma, una
singular m ediación entre lo individual y lo universal,
entre la historia y la metafísica, entre la convención y la
naturaleza.
Sobre la oposición kantiana entre la ley individual y
la ley universal discurrió precisamente el filósofo y
sociólogo alemán Georg Simmel, discerniendo entre
las distintas orientaciones del individualismo m oder­
no: una constituida sobre el "hombre universal" alum ­
brado por el racionalismo del siglo XVIII, que culm ina
en Kant, y otra sobre el "hecho concreto de cada indi­
vidualidad", actitud espiritual incubada por el rom anti­
cismo y a la que Stirner le da su form a m ejor acabada.
Es el individualismo numérico o de la unicidad contra­
puesto al individualismo cualitativo o del pormenor. O
el espíritu francés o inglés, llega a decir Simmel, con­
trahaz del germánico, según reza en su breve ensayo
sobre Das Individuum und die Freiheit, parcialmente
inédito hasta 1957.1

1. Vid. Simmel, "El individuo y la libertad", en El individuo y la libertad.


Ensayos de crítica de la cultura. Paidós, Barcelona 2001, pp. 411-424.

8
§2. La figura de lo hum ano, en su hondón, no es sino
la expresión del gran dualismo entre el objeto y el suje­
to, proceso sin final en la distensión del tiem po que
conocemos por historia o, en otro sentido, durée, tér­
m ino bergsoniano m uy apreciado por Simmel. Mas
hay tam bién una segunda instancia en esa contradic­
ción capital, interna, por así decirlo, a la propia subjeti­
vidad. Ahí radica para Simmel la "tragedia de la cultu­
ra", pues pugna en ella "la vida subjetiva que es ince­
sante, pero tem poralm ente finita, y sus contenidos que,
una vez creados, son inamovibles, pero válidos al m ar­
gen del tiempo".2 La lucha del alma subjetiva con el
espíritu objetivado constituye la vida o, más bien, su
tram a, realidad que se abre a la consideración de las
ciencias históricas, lo que en la mentalización o con­
cepción simmeliana de la organización de los saberes
científico se correspondería, particularm ente, con una
alta disciplina: la filosofía de la cultura, cuyos frutos se
reconocen en Burckhardt, Spengler, Huizinga, Ortega y
Gasset, Rópke y algunos otros de su estirpe.
Pero hay otro aspecto sustantivo en este complexio
oppositorum que es la experiencia vivida: la relación
entre la individualidad y la alteridad, entre el hom bre y
la gente, lo que Ortega, que se solazaba en la grande
sociología del cambio de siglo, denom inaba lo humano
2. Vid. Simmel, "El concepto y la tragedia de la cultura", en Sobre la aventu­
ra. Ensayos de estética. Península, Barcelona 2002, p. 318.

9
sin el hombre. Aunque hay también en ello algo de
mediación operada entre el sujeto y la subjetividad
objetivada, sustancia esta última de todas las formas e
instituciones sociales como vida coagulada que son, lo
decisivo ahora es la dinámica de la socialización, pues
en ella se cifra el riesgo existencial de toda vida autén­
tica.
La socialización es un camino de dos jornadas, a la
que puede añadirse una tercera, irreversible y última,
en la sociedad masificada. La jornada de la pérdida de
autenticidad, la socialización tout court o impersonali­
zación, es la que primero se cumple. Viene después la
socialización de primer grado, la de la reconstrucción
consciente de la autenticidad a partir de la vida social.
El hombre-masa, por último, se emboca hacia la insus-
tancialización, que se cumple "cuando "el modo de ser
de la gente" lastra el vuelo del alma hacia la región en
que el hombre se reencuentra consigo mismo". A esta
pérdida de sustancia de la personalidad la llamó Legaz
Lacambra socialización de segundo grado.3

§3. Son las formas en las que transcurre la vida social


el objeto de la meditación sociológica. Así responde
Simmel a la pregunta sobre aquello "propio y nuevo
3. Vid. Luis Legaz Lacam bra, Socialización, administración, desarrollo. Insti­
tuto de E studios Políticos, M adrid 1971, pp. 13-17.

10
cuya investigación haga de la Sociología una ciencia
independiente con límites determinados".4Esa tarea es,
a su juicio, la única digna de considerarse una verdade­
ra ciencia de la sociedad (Gesellschaftswissenschaft).5
La sociedad, no obstante, es un todo orgánico, una
"realidad unitaria" (einheitliche Realitat) de formas y
contenidos, siendo aquellas el repertorio de interaccio­
nes o acciones recíprocas y estas "cuanto exista en los
individuos capaz de originar la acción sobre otros o la
recepción de sus influencias; llámese instinto, interés,
fin, inclinación, estado o m ovim iento psíquico".6 "Por
consiguiente, la socialización es la forma, de diversas
m aneras realizada, en la que los individuos, sobre la
base de los intereses sensuales o ideales, m om entáneos
o duraderos, conscientes o inconscientes, que impulsan
causal-mente o inducen teleológicamente, constituyen
una unidad dentro de la cual se realizan a aquellos inte­
reses" ([eine] Einheit [...] innerhalb deren diese Interes-
sen sich verwirklichen).7 Así pues, la existencia de una
"sociedad" no depende, en la visión de Simmel, de los
diversos contenidos vitales (hostilidad,8 resentim iento
4. Vid. Simmel, "El problem a de la sociología", en Sociología. Estudios sobre
las fo rm a s de socialización. A lianza Editorial, M adrid 1977, p. 14.
5. Vid. Simmel, "El problem a de la sociología”, p. 35.
6. Vid. Sim m el, "El problem a de la sociología", p. 16.
7. Vid. Simmel, "El problem a de la sociología", p. 17. El subrayado es nues­
tro.
8. Vid. Simmel, El conflicto. Sociología del antagonismo. Sequitur, M adrid
2010 .

11
emulador,9afirmación de la individualidad,10etc.), sino
de la efectiva vigencia espacial y temporal de las "for­
mas de socialización" (Formen der Vergesell-schaftung).
El "hecho puro de la socialización" (reine Tatsache der
Vergesellschaftung)“ constituye el núcleo irradiante de
la sociología formista (formal Soziologie) de Simmel,
pero también de lo que puede denominarse sociedad
sensu strictissimo.
Al menos en un sentido restringido, la sociedad con­
siste en la estructura fluida de todas las formas de
socialización, "organismos visibles que se imponen por
su extensión" y que Ortega llamó usos fuertes. Mas hay
también, junto a estos, un infinito número de formas
de relación de "mínima monta" en las que comparece la
sociedad en status nascens.'2 En efecto, los hombres
comen juntos, se visten y se adornan para estar en
compañía; lo mismo se escriben cartas que se cobran
venganza o sienten celos y envidia; confían a otros sus
secretos, coquetean, juegan, maldicen y se insultan, etc.
Simmel, atento a todos estos episodios de menor
cuantía, los usos blandos de Ortega,13 los convirtió en
9. Vid. Simmel, "Rosas. U na hipótesis social", en Imágenes momentáneas.
Gedisa, Barcelona 2007.
10. Vid. Simmel, "Digresión sobre el adorno", en El secreto y las sociedades
secretas. Sequitur, M adrid 2010, pp. 68-77.
11. Vid. Simmel, "El problem a de la sociología", op. c i t p. 20.
12. Vid. Simmel, "El problem a de la sociología", p. 29.
13. Vid. José O rtega y Gasset, El hombre y la gente. A lianza Editorial, M adrid
2003.

12
objeto de sus meditaciones. Ello le ha dado a su obra
una riqueza de contenidos y matices y un tono esteti-
zante que, en ocasiones, ha perjudicado su fama de
sociólogo y filósofo.

§4. Simmel, al articular formas y vida que fluye, dejó


incoado el estatuto científico posible para una psico­
logía social. Sin embargo, su verdadero interés había
sido el estudio de las formas de socialización, indepen­
dientem ente de la m ateria vital pautada. Descubrió en
ellas el sociólogo alemán un carácter ambivalente, en
cierto m odo contradictorio, pues inexorablemente tra­
zan una línea que separan un estar-dentro y un estar-
fuera que rige la posición de cada individuo según los
contextos en los cuales se desenvuelve su existencia. En
térm inos generales, toda socialización incluye al sujeto
en un círculo social, pero a la vez le veta la incorpora­
ción a otros ámbitos, excluyéndole de los mismos.
Marca pues toda form a de socialización un dentro y un
fuera: podría decirse entonces que todo individuo se
enfrenta a la tesitura de estar involucrado y comprome­
tido con ciertas formas de la sociabilidad o estar contra
ellas, siendo refractario a lo que puedan significar.
Semejante dialéctica, este dualismo inclusión-exclu­
sión, con apariencia de banalidad superior, constituye
una de las claves de acceso a la sociología de Simmel,

13
complementaria de otras bien conocidas: la ley indivi­
d u a l expuesta por Michael Landmann,14y la dialéctica
de la asociación y la disociación, ensayada por Julien
Freund.15

§5. Toda forma de ordenación social tiene como


momento de negatividad o caso límite la anarquía o
desorden que pone en cuestión las vigencias sociales
del grupo. Se trata pues de una situación en la que se
presenta a cada individuo, con una pregnancia insos­
pechada, la disyuntiva radical de la pertenencia o no-
pertenencia a cierto estado de cosas. Por eso decía
Freund que la fuerza socializante de un conflicto se
pone siempre de manifiesto a propósito del fenómeno
de la exclusión. Sin llegar al extremo de la discordia o
la lucha, hay otras situaciones y formas sociales en las
que ha quedado por así decirlo "petrificada" la dialécti­
ca entre las dinámicas de inclusión y exclusión, pudien-
do constatar-se que un estar-fuera puede ser al mismo
tiempo un estar-dentro.
Es el caso de la exclusión (Ausschliefiung ) del pobre:
¿a qué círculo social pertenece un pobre? ¿al de su

14. Vid. Introducción de M . L andm ann a G. Simm el, Das indivíduelle


Gesetzt. S uhrkam p, F rancofuerte del M eno 1968.
15. Vid. Introducción de J. F reund a G. Simmel, Sociologie et épistemologie.
Presses U niversitaires de France, París 1981.

14
clase? ¿al de su familia? ¿al de su parroquia? Desde
luego, afirma Simmel. Así es: al menos en los casos en
que aún se ejerce una cierta actividad económica, se es
miembro de una iglesia o una familia. ¿Qué sucede
entonces con los hombres "cuya posición social es la de
ser tan sólo pobres, pobres y nada más"? [véase aquí, p.
83] Simmel es muy claro al respecto de "la particular
exclusión (eigentümliche Ausschliefiung) de que es obje­
to el pobre por parte de la colectividad que lo socorre":
se trata de la "la función que desempeña dentro de la
sociedad, como un miembro de la misma en situación
diferenciada" [p. 40],
El ser pobre, en principio, es la condición resultante
de una función socializante tan formalizada como
pueda serlo, recuerda Simmel, el ser contribuyente o ser
funcionario. Pero como en el caso del extranjero, el
pobre se encuentra frente a la sociedad como un todo
y podría decirse también que fuera de ella: ahora bien,
el pobre, a diferencia del forastero, estando excluido,
queda emplazado también en un estar-fuera que no es
sino una forma particular del estar-dentro [p. 71]. La
conclusión de Simmel con respecto a la doble posición
(Doppelheit der Position ) del pobre resulta categórica:
se trata de uno de los hechos sociológicos elementales
o primarios, tal vez constitutivos (ganz elementare
soziologische Tatsache). Así, el pobre no deja de ser una
de las expresiones concretas de una ley general: "por

15
muy encajado que esté el individuo en la vida del
grupo, por mucho que su vida privada esté entrelazada
con la vida social, siempre se encuentra frente a esa
colectividad, participando de su funcionamiento o
sacando beneficio de ella, siendo bien o mal tratado
por ella, vinculado con ella interiormente o sólo exte-
riormente; en definitiva: como separado de ella, como
objeto respecto al sujeto que sería el conjunto social,
del que, sin embargo, es miembro: parte-sujeto, por el
hecho mismo de sus acciones y circunstancias, que
están en la base de sus relaciones" [p. 71].

§6. Además del "pobre" como figura singular a través


de la cual opera una forma de socialización, contenido
de una "sociología de la exclusión", en el mismo ensa­
yo Der Arm e Simmel se ocupa también de una "socio­
logía de la pobreza" o, más bien del socorro o la asis­
tencia a los pobres. Significativamente, el estudio prin­
cipia con la consideración del dualismo derecho-deber
que atraviesa las interacciones humanas. Desde una
perspectiva sociológica, apunta Simmel, se impone el
derecho: la sociedad aparece así como una red de pre­
tensiones y facultades que, subsidiariamente, implica
deberes para terceros. El otro, en este contexto, es el ter-
minus a quo de las motivaciones personales. Cabe, sin
embargo, una consideración ética y rigorista, en la que

16
prim a el deber y las obligaciones, de m odo que el otro
se presenta ahora como el terminus ad quem [p. 21].16
El móvil de la acción, radicado en las convicciones y
dictados de la conciencia, es ante todo el deber para
con uno mismo.
A juicio de Simmel, esta dualidad encuentra su caso
decisivo en las concepciones de la asistencia a los
pobres: ¿se trata de un derecho equiparable al derecho
al trabajo o a la existencia, categorías divulgadas desde
el siglo XIX por el socialismo jurídico?, ¿no será un
deber impuesto por concepciones religiosas o filantró­
picas, incluso una carga necesaria para el m anteni­
m iento del orden y el fomento de la protección de la
comunidad? A ello se trata de dar respuesta en las pági­
nas que siguen, que merecen la relectura al lado de
otros pequeños clásicos de la literatura de pobres,
sociológica o no: el De subventione pauperum de Luis
Vives, la Mémoire sur le paupérisme de Alexis de
Tocqueville o, m ucho más cercano en el tiempo, el The
culture o f Poverty del antropólogo norteam ericano
Oscar Lewis.

Jerónim o M olin a Cano


U niversidad de M urcia

16. Vid. Simmel, Ley individual y otros escritos. Paidós, Barcelona 2003, pp.
103-106.

17
E l po bre

En la medida en que consideremos al hombre


como un ser social, a cada uno de sus deberes se
corresponde un derecho adscrito a otro ser. En una
visión más profunda, cabe incluso pensar que exis­
ten a príori sólo derechos; que cada individuo tiene
unas exigencias -tanto universales, propias de su
condición humana, como particulares derivadas de
su condición específica-, que, como tales, se con­
vierten en obligaciones de otros. Pero como todo
obligado posee, de algún modo, también derechos,
se forma así una red de derechos y obligaciones,
donde, no obstante, el derecho es siempre el ele­
mento primario y prevalente, y la obligación no es
sino el correlato ineludible que sigue al derecho.
La sociedad en su conjunto puede considerarse
como una interacción entre seres dotados de dere­
chos morales, jurídicos, convencionales o de otra
naturaleza. El que estos derechos signifiquen para
otros obligaciones, no es, por así decir, más que una

21
consecuencia lógica o técnica; de darse lo impensa­
ble, es decir, que fuera posible satisfacer un derecho
de otra forma que no sea mediante el cumplimiento
de un deber, entonces, la sociedad prescindiría de la
categoría del deber. Desde un radicalismo, que sin
duda no se ajusta a la realidad psicológica, pero que
bien puede desarrollarse como una construcción
ético-ideal, cabe interpretar todos los actos de amor
y compasión, de generosidad y de afán religioso
como derechos de quién se beneficia de ellos. El
rigorismo ético sostiene que la mayor pretensión a
la que puede aspirar el hombre es la de cumplir con
su deber, lo que, para una consciencia más auto-
complaciente, supone, más que un deber, un mérito.
Así planteado, basta un sencillo paso para sostener
que detrás de la obligación de un sujeto está el dere­
cho de otro; en verdad, quizá sea este el fundamen­
to último y más racional en el basar las prestaciones
mutuas, el reclamo de acciones de un sujeto en
beneficio de otro.
Aparece aquí una oposición fundamental entre la
categoría sociológica y la ética. En la medida en que
las relaciones de prestación se derivan de un dere­
cho -e n el sentido más amplio del término, que con­
tiene, como una de sus partes, el derecho jurídico-
la relación de hombre a hombre habría impregnado

22
totalmente los valores morales del individuo y
determinado su dirección. Pero frente al indudable
idealismo de este punto de vista, está el no menos
profundo rechazo de toda génesis inter-individual
del deber: nuestros deberes serían, sólo, deberes
para con nosotros mismos. Su contenido podrá ser
una conducta para con otros, pero su forma y su
motivación como deberes no pueden provenir de los
otros, sino que surgen, con plena autonomía, del yo
y de sus necesidades interiores, independientes de
cuanto se halla fuera del él. Sólo para el Derecho, el
otro es el terminus a quo que motiva nuestras accio­
nes éticas, pero para la Moral en sí el otro no sería
más que el terminus ad quem. En definitiva, la
moralidad de nuestros actos dependería de nosotros
mismos, del querer mejoramos a nosotros mismos,
de nuestra auto-estima o como quiera que llamemos
ese punto enigmático que el alma halla en sí misma
como la última instancia desde la que decide libre­
mente hasta qué punto los derechos de otros son
deberes para ella.
Este dualismo fundamental en el sentido íntimo
que rige la conducta moral, tiene en las distintas
concepciones de la asistencia a los pobres un claro
ejemplo, o símbolo empírico. El deber de asistencia
puede entenderse como simple correlato del dere­

23
cho del pobre. Sobre todo en países donde la men­
dicidad es un oficio regular, el mendigo cree, más o
menos ingenuamente, que tiene derecho a la limos­
na, cuya denegación considerará como sustracción
de un tributo que se le debe. Una naturaleza com­
pletamente distinta reviste -dentro de este mismo
tipo- la idea según la cual la exigencia de asistencia
se basa en la pertenencia del necesitado al grupo.
Esta visión, que considera al individuo como el pro­
ducto de su medio social, confiere al pobre el dere­
cho a solicitar del grupo una compensación ante
cada dificultad o pérdida que padezca. Y aunque no
se acepte tan extrema disolución de la responsabili­
dad individual, aún podrá decirse que, desde un
punto de vista social, el derecho del necesitado es
fundamenta toda la asistencia a los pobres. Pues
sólo presuponiendo ese derecho -a l menos como
ficción jurídico-social- será posible sustraer la asis­
tencia de los pobres de la arbitrariedad, de las varia­
ciones en la situación financiera o de otros factores
de incertidumbre. La fiabilidad de las funciones
siempre aumenta cuando, en la correlación entre
derecho y deber que constituye su razón de ser, el
derecho se erige en punto de partida metodológico;
pues el hombre suele estar más dispuesto a reclamar
un derecho que a cumplir un deber.

24
A esto se añade el motivo humanitario de que la
petición y aceptación de la asistencia le resulte más
fácil al pobre si entiende que con ello simplemente
p
está ejerciendo su derecho. Así, la humillación, la
vergüenza y el déclassement que implica la limosna,
disminuyen cuando ésta no es concedida por com­
pasión, sentido del deber o por conveniencia, sino
exigida por el pobre como un derecho^Aunque este
derecho tiene evidentemente sus límites, que deben
ser fijados en cada caso, la asistencia no cambiará
en su dimensión cuantitativa ante otras motivacio­
nes. Al convertirse en derecho, se pretende fijar el
significado inherente de la asistencia y elevarlo a
opinión de principio sobre la relación del individuo
con los otros individuos y con la comunidad.r El
derecho a la asistencia pertenece a la misma cate­
goría que el derecho al trabajo o el derecho a la exis­
tencia? La inseguridad, propia de éste como de otros
"derechos del hombre", en la definición del límite
cuantitativo llega en este caso a su máximo grado,
sobre todo cuando la asistencia se verifica en dine­
ro: *el carácter puramente cuantitativo y relativo del
dinero dificulta la delimitación objetiva de las pre­
tensiones mucho más que las ayudas en especie —
salvo en casos complejos o muy individualizados en
los que el pobre pueda hacer mejor y más prove­
choso uso del dinero que de una ayuda en especie de
carácter providencial.
Por otro lado, tampoco se ve claro hacia quién se
dirige el derecho del pobre, y la solución de este
punto revela profundas diferencias sociológicas. El
pobre que resienta su situación como una injusticia
del orden cósmico y reclame remedio, por así decir,
a la creación entera, fácilmente hará responsable
solidario de su pretensión a cualquier individuo que
se halle en mejor situación que él. De aquí se sigue
una escala, que abarca desde el proletario delin­
cuente, que ve en toda persona bien vestida un ene­
migo, un representante de la clase que lo "explota"
al que puede robar con la conciencia tranquila, hasta
el mendigo humilde que pide caridad "por amor de
Dios", como si cada individuo tuviera obligación de
colmar las lagunas del orden que Dios quiso pero no
realizó plenamente. La petición del pobre se dirige
en este caso al individuo; pero no a un individuo
determinado, sino al individuo considerado como
solidario de la humanidad en general. Más allá de
esta correlación, que considera cada individuo como
representante de la creación entera, y como tales el
pobre dirige hacia ellos sus demandas, están las
colectividades particulares, a las que también se
dirige la pretensión del pobre. El Estado, el munici-

26
pió, la parroquia, el gremio profesional, el círculo de
amistades, la familia, pueden, como totalidades,
mantener relaciones muy diversas con sus miem­
bros; sin embargo, cada una de estas relaciones
parece contener un elemento que se actualiza, en el
individuo empobrecido, como un derecho a la asis­
tencia. Este es el aspecto que comparten esas rela­
ciones sociológicas, más allá de lo muy heterogénea
que puedan ser entre sí. Las pretensiones del pobre
que nacen de esos vínculos se entremezclan de
modo singular en los estadios primitivos, donde el
individuo está sometido a los usos tribales y las obli­
gaciones religiosas, que forman una unidad indife-
renciada. Entre los antiguos semitas, el derecho del
pobre a participar en la comida, no tenía su correla­
to en la generosidad personal, sino en la pertenencia
social y en la costumbre religiosa. Allí donde la asis­
tencia a los pobres tiene su razón de ser en un vín­
culo orgánico entre los elementos, el derecho del
pobre suele estar más fuertemente acentuado, ya se
deba al hecho religioso y a la unidad metafísica, o a
la base familiar o tribal de la unidad biológica. Ya
veremos que cuando, por el contrario, la asistencia a
los pobres depende, en modo teleológico, de un fin
que se pretende alcanzar y no, en modo causal, de la
unidad preestablecida y operativa de una comunidad
originaria, el derecho a reclamar del pobre se eclip­
sa hasta desaparecer completamente.
En lo analizado hasta aquí, derecho y deber vie­
nen a ser las dos caras de una unidad absoluta de
relación. Las cosas, sin embargo, cambian notable­
mente cuando el punto de partida lo constituye el
deber del que da, y ya no el derecho del que recibe.
En el caso extremo, el pobre desaparece por com­
pleto como sujeto legítimo y objeto central de
interés: el motivo de la limosna radica entonces
exclusivamente en la significación del gesto para el
que la da. Cuando Jesús dijo al rico mancebo:
"Regala tus bienes a los pobres", lo que le importa­
ba no eran los pobres sino el alma del mancebo, de
cuya salvación esa renuncia era mero medio o sím­
bolo. La subsiguiente limosna cristiana tiene esta
misma naturaleza; no es más que una forma de asce­
tismo, una "buena obra", que contribuye a mejorar
la suerte en la vida eterna del donante. El auge de la
mendicidad en la Edad Media, el uso absurdo de las
limosnas, la desmoralización del proletariado debi­
do a las donaciones arbitrarias y contrarias al traba­
jo creativo: todo esto viene a ser, por así decir, como
la venganza que la limosna se toma ante la motiva­
ción meramente subjetiva de su concesión, motiva­
ción que importa sólo al donante y no al receptor.

28
Cuando la asistencia a los pobres se hace en vir­
tud del bienestar del todo social, la motivación del
don ya no radica en el sujeto donante, sin por ello
recaer en el receptor. Esta asistencia se realiza,
voluntariamente o por imposición de ley, para que el
pobre no se convierta en un enemigo activo y dañi­
no de la sociedad, para que su mermada energía
renazca en beneficio de la sociedad, para impedir la
degeneración de su descendencia. El pobre, en
cuanto persona y el reflejo de su situación en sus
sentimientos, importan en este caso tan poco como
pueden importarle al que da limosnas para salvar su
propia alma. La sociedad prescinde del egoísmo
subjetivo de éste, pero no por consideración al
pobre, sino en defensa del interés social: que el
pobre reciba asistencia no es el fin último sino, aquí
también, un simple medio. El predominio del punto
de vista social respecto a la limosna queda patente
cando ésta se niega aduciendo el interés social, aun
cuando la compasión personal o el ingrato trance de
negarla nos induzca a concederla.
La asistencia a los pobres en cuanto acción públi­
ca configura una constelación sociológica cierta­
mente singular. Es completamente personal por lo
que a su contenido se refiere: no pretende otra cosa
que aliviar las penurias individuales. En este senti­
do se diferencia de las demás instituciones que per­
siguen el bienestar general y la protección social.
Estas instituciones pretenden favorecer a todos los
ciudadanos: el ejército y la policía, la escuela y la
obra pública, la administración de justicia y la
Iglesia, la representación popular y la investigación
científica, no se dirigen en principio a las personas
en cuanto individuos diferenciados, sino a la totali­
dad de los individuos: la unidad del mayor número,
o de todos, es el objeto de estas instituciones. En
cambio, la asistencia a los pobres se dirige, en su
actividad concreta, única y exclusivamente al indi­
viduo, cuya situación pretende cambiar. Y ese indi­
viduo es, para la forma abstracta y moderna de la
beneficencia, el objeto de su acción, pero en modo
alguno su fin último, que sólo consiste en la protec­
ción y fomento de la comunidad. Y ni siquiera cabe
considerar al pobre como un medio en la prosecu­
ción de ese fin -lo que mejoraría su posición-, pues
la acción social no se sirve de las capacidades del
pobre, sino únicamente de ciertos medios concretos,
materiales y administrativos, destinados a suprimir
los daños y peligros que el pobre significa para el
bien común. Esta configuración formal no vale sólo
para la colectividad en su conjunto sino, también,
para círculos más estrechos: incluso en el seno de la

30
familia se dan muchas ayudas, no ya sólo por con­
sideración hacia el socorrido, sino para evitar que
éste pueda avergonzar a la familia, cuya reputación
se vería dañada por causa de la pobreza de uno de
sus miembros. Del mismo modo, la ayuda que los
sindicatos obreros ingleses conceden a sus afiliados
desempleados, no pretende tanto aliviar la situación
individual del socorrido como impedir que, impeli­
do por la necesidad, trabaje más barato y haga bajar
el nivel salarial de la mano de obra.
Resulta claro que la asistencia así entendida, al
quitar al rico para dar al pobre, no se propone igua­
lar las situaciones individuales: no se propone ni
siquiera tendencialmente suprimir la división social
entre ricos y pobres sino que, antes por el contrario,
se basa en la estructura de la sociedad tal y como es,
y se contrapone claramente a todas las aspiraciones
socialistas y comunistas, que pretenden eliminar esa
estructura. El propósito de esta asistencia es justa­
mente mitigar ciertas manifestaciones extremas de
diferenciación social, de modo que la sociedad
pueda seguir descansando sobre esa diferenciación.
Si la asistencia se basara en el interés hacia el pobre
en cuanto individuo, no habría ningún principio con
el que limitar el traspaso de bienes en favor de los
pobres, que no fuera el de la equiparación de todos.

31
Pero como, en lugar de esto, la asistencia interviene
en interés de la totalidad social -e n interés del con­
texto político, familiar u de todo círculo sociológi­
camente determinado-, no tiene ningún motivo para
socorrer al sujeto más allá de lo que exige la preser­
vación del status quo social.
Cuando impera esta teleología puramente social y
centralista, la asistencia a los pobres ofrece acaso la
mayor tensión sociológica posible entre el fin inme­
diato y el mediato de una acción. El alivio de la
necesidad subjetiva es, para el sentimiento, un fin en
sí mismo tan categórico, que privarlo de esta condi­
ción de fin absoluto y convertirlo en mera técnica al
servicio de los fines supra-subjetivos de una unidad
social supone un claro triunfo de esta última; se
establece así entre la unidad social y el individuo
una distancia tal, que, aunque no se perciba desde el
exterior, es, por su frialdad y su carácter abstracto,
más fundamental y radical que los sacrificios del
individuo en beneficio de la colectividad, por el cual
medios y fines tienden a estar entrelazados en una
única cadena de sentimientos.
Esta relación sociológica fundamental explica la
particular complicación de deberes y derechos que
hallamos en la asistencia a los pobres propia del
Estado moderno. Con frecuencia nos encontramos

32
en efecto con el siguiente principio: el Estado tiene
el deber de socorrer al pobre, pero este deber no
tiene como correlato el derecho del pobre a recibir
socorro. El pobre, así se ha formulado expresamen­
te en Inglaterra, no está legitimado para reclamar
judicialmente ni exigir reparación cuando se le
deniega ilegalmente una ayuda. Toda la reciproci­
dad entre deberes y derechos está, por así decir, por
encima y más allá del pobre. El derecho que se
corresponde con ese deber del Estado no es suyo, no
es el derecho del pobre, sino el derecho que tiene
todo ciudadano a que su contribución fiscal en bene­
ficio de los pobres quede fijada en determinada
cuantía y se aplique de tal modo que los fines públi­
cos de la asistencia a los pobres se consigan efecti­
vamente. Por tanto, en caso de asistencia insuficien­
te, no sería el pobre el que podría reclamar al Estado
sino únicamente los demás elementos indirectamen­
te dañados por esa carencia. En el caso, por ejem­
plo, de que se pudiera probar que un ladrón no
habría realizado tal o cuál robo si se le hubiera dado
la ayuda legalmente establecida y por él solicitada,
sería en principio quien sufrió el robo quien podría
reclamar una indemnización de la administración.
La asistencia pública ocupa, en la teleología jurídi­
ca, una posición análoga a la protección de los ani­

33
males. Nadie es castigado por torturar a un animal,
salvo que lo haga "públicamente o de modo que
produzca escándalo". No es, pues, la consideración
al animal maltratado, sino a los testigos del maltra­
to, lo que determina el castigo.
Esta exclusión del pobre, que le niega la posición
de fin último en la cadena teleológica -n o permi­
tiéndole siquiera, como se ha visto, figurar en ella
como m edio-, se manifiesta también en el hecho de
que dentro del Estado moderno, relativamente
democrático, esta es el único sector de la adminis­
tración en el que las personas esencialmente intere­
sadas no tienen participación alguna. Según esta
concepción, la asistencia a los pobres consiste jus­
tamente en usar medios públicos para lograr fines
públicos, y puesto que el pobre queda completa­
mente excluido de esta teleología -lo que no ocurre
a las partes involucradas en otros ámbitos de la
administración pública- resulta lógico que no se
aplique al pobre y a su asistencia el principio de
auto-administración que con mayor o menor grado
rige en otros ámbitos. Cuando el Estado tiene la
obligación, por ley, de desviar un cauce de agua
para poder irrigar unas tierras, la corriente está apro­
ximadamente en la misma situación que el pobre
ayudado por el Estado: aunque sea el objeto de la

34
obligación, no es titular del derecho que se deriva de
la obligación, derecho que sí pertenecería a los ribe­
reños. Y cuando este interés puramente centralista
se impone, la relación entre derecho y deber puede
ser alterada en virtud de consideraciones utilitarias.
El proyecto de ley de pobres presentado en Prusia
en 1842, afirma que el Estado tiene que ocuparse de
asistirlos en interés de la prosperidad pública, y a tal
fin debían crearse organismos de derecho público,
que estuvieran obligados ante el Estado a socorrer a
los individuos necesitados, y no obligados ante
estos últimos, desposeídos de toda pretensión jurí­
dica.
Este principio alcanza su culminación ahí donde
el Estado impone a los parientes acomodados del
pobre el deber de alimentarlo. Podría parecer, a pri­
mera vista, que el pobre tiene sobre sus parientes un
derecho que el Estado se limita a sancionar y ase­
gurar. El sentido del precepto es, sin embargo, otro:
la comunidad estatal se hace cargo del pobre por
razones de utilidad y exige de sus parientes una
compensación que le permita aliviar el coste de la
asistencia. La obligación inmediata entre personas,
por ejemplo, entre un hermano pobre y uno rico, es
una cuestión moral que en nada interesa a la ley;
ésta se debe exclusivamente a la defensa de los inte-

35
reses de la colectividad y lo hace de dos maneras:
ayudando al pobre y reclamando a los parientes
ricos el coste de la ayuda. Esta es, en efecto, la
estructura sociológica del precepto de prestar ali­
mentos. En ningún caso pretende simplemente con­
ferir a las obligaciones morales la fuerza vinculante
del Derecho. El siguiente ejemplo lo demuestra: la
obligación moral de socorro entre hermanos es, sin
duda, una de las más apremiantes pero cuando el
primer proyecto de Código Civil tuvo que darle
forma de ley, su exposición de motivos reconoció de
entrada la extraordinaria injusticia de tal obligación,
y justificó su introducción aduciendo la excesiva
carga que para el erario público supondría, de lo
contrario, la asistencia al pobre. Esto demuestra
nuevamente que la obligación legal de atender las
necesidades del pariente puede exceder claramente
el límite exigible desde un punto de vista individual
y moral. El Tribunal Supremo del Reich sentenció
contra un anciano, que vivía en condiciones de
pobreza, obligándole a entregar todos sus haberes,
un centenar de marcos, para alimentos de un hijo
inútil para el trabajo, a pesar de que expuso, con
datos plausibles, que, él también sería pronto inútil
y que aquellos marcos eran su único recurso.
Probablemente no tenga sentido hablar en este caso

36
de un derecho moral del hijo; pero la colectividad en
cualquier caso no atiende a ese derecho sino que se
limita a crear normas de carácter general conforme
a las cuales fijar sus propias obligaciones para con
el pobre.
Este sentido intrínseco del deber de sufragar ali­
mentos queda fehacientemente simbolizado en la
manera en que la ayuda se aplica en la práctica: pri­
mero, se socorre al pobre, a instancia suya, y, sólo
después, se busca al pariente que, según su situación
financiera, será eventualmente condenado a pagar,
no el coste íntegro de la alimentación, pero sí la
mitad o un tercio. El sentido exclusivamente social
de esta obligación queda igualmente patente en el
hecho de que la obligada prestación de alimentos al
pariente se hará, siempre según el Código Civil
alemán, sólo cuando no "ponga en peligro la sus­
tentación con arreglo a su clase" del obligado. Es
por lo menos discutible que una norma que entraña
semejante riesgo pueda ser, en determinados casos,
exigible moralmente. La colectividad, en cualquier
caso, no se la plantea, por cuanto el que un indivi­
duo descienda de posición social perjudicaría la
estructura de la sociedad de una manera que, en
cuanto a relevancia social, estaría por encima de la
ventaja material que la sociedad podría sacar del

37
obligado. El deber de alimentos no supone por tanto
ningún derecho de reclamación del pobre ante sus
parientes ricos. La obligación no es más que la obli­
gación de asistencia que incumbe al Estado y que
éste sufraga exigiendo parte del coste a los parien­
tes; para todo ello no es necesario que el pobre
tenga reconocido un derecho a la asistencia.
La anterior analogía con el cauce canalizado no
es, sin embargo, del todo exacta. El pobre en efec­
to no es solamente pobre, también es un ciudadano.
Como tal, participa de los derechos que la ley con­
cede al conjunto de los ciudadanos como correlato
del deber del Estado de socorrer a los pobres; es,
por así decir y siguiendo con la analogía, corriente
y ribereño al mismo tiempo, como ribereño es tam­
bién el ciudadano más opulento. Sin duda, las fun­
ciones del Estado, que formal e idealmente están a
igual distancia de todos los ciudadanos, tienen, sin
embargo, distinta relevancia en lo que a sus conte­
nidos se refiere según sea la situación de cada indi­
viduo. Y si el pobre participa en la asistencia, no ya
como sujeto con fines propios, sino como integran­
te de la organización teleológica del Estado que le
trasciende, su papel en esta función del Estado es,
sin embargo, distinto del ciudadano acomodado.
Desde un punto de vista sociológico, conviene tener

38
presente que la posición del pobre socorrido no le
impide en modo alguno ser también integrante del
Estado como elemento de su unidad. Más allá de, o
precisamente debido a, a esas dos características
que parecen colocar al pobre fuera de la unidad
social, éste form a parte orgánica del todo.
Pertenece en cuanto pobre a la realidad histórica de
la sociedad que vive en él y por encima de él: cons­
tituye un elemento sociológico formal, al igual que
el funcionario o el contribuyente, el maestro o el
comerciante del ramo que sea. Es, bien es cierto,
como el extranjero a un grupo. El extranjero se
encuentra, desde un punto de vista, por así decir,
material, fuera del grupo en el que se encuentra,
pero por ello mismo se produce una estructura
nueva que engloba tanto a las partes autóctonas del
grupo como al extranjero: las interacciones entre
ambos crean ese nuevo grupo y definen el contexto
histórico real. Pues bien, el pobre se encuentra, es
cierto, fuera del grupo pero su extraterritorialidad
no es sino una forma específica de interacción con
el grupo con el que queda vinculado en una unidad
superior. Únicamente en virtud de esta concepción
cabe resolver la antinomia sociológica del pobre, en
la que se reflejan las dificultades ético-sociales de
la asistencia.

39
La tendencia solipsista de la limosna medieval
dejaba, por así decir, intacto interiormente al pobre,
a quien socorría sólo exteriormente, obviando com­
pletamente el precepto de tratar al prójimo nunca
sólo como medio y siempre como fin. Sin embargo,
el receptor puede ser también donante, mediante un
efecto reflejo sobre el que da la limosna, de modo
que la limosna se convierte en una acción recípro­
ca: en un hecho sociológico. Pero si el receptor
queda completamente excluido, como en el caso
antes citado, del proceso teleológico de la limosna,
si no tiene otra función que ser el cepillo que reci­
be donaciones -com o en una iglesia-, la acción
recíproca se desvanece: la donación deja de ser un
hecho social, y se convierte en un hecho puramente
individual. Ahora bien, como se ha dicho, tampoco
la administración moderna de la asistencia a los
pobres considera al pobre como un fin en sí mismo;
sin embargo, el pobre, inserto en un proceso fina­
lista que lo supera, no deja por ello de participar
orgánicamente de la unidad social y, por tanto, de
su teleología. Ciertamente, ni en la asistencia
moderna ni en la limosna medieval, la reacción del
pobre a la donación recibida afecta a una persona
puntual; pero al posibilitar de nuevo la actividad
económica, al preservar sus fuerzas físicas e impe­

40
dir que se enriquezcan recurriendo a la violencia, la
totalidad social recibe de los pobres la reacción por
la ayuda prestada.
La relación puramente individual sólo será sufi­
ciente desde el punto de vista ético, y perfecta desde
el sociológico, si cada individuo es mutualmente un
fin para los otros, aunque, naturalmente, no sólo un
fin. Esto, sin embargo, no puede aplicarse a las
acciones de una unidad colectiva supra-individual.
La teleología de la colectividad puede pasar tran­
quilamente por encima del individuo y volver hacia
sí misma, obviando al individuo. Desde el momen­
to en que el individuo pertenece a ese todo, se
encuentra también en el punto final de la acción: no
queda, como en el otro caso, relegado fuera de la
acción. Aunque se le niegue en cuanto individuo el
carácter de fin en sí mismo, participa en cuanto
miembro del todo del carácter de fin en sí mismo
que el todo siempre tiene. \
Mucho antes de que entendiera con claridad esta
concepción centralista de la asistencia a los pobres,
distintos símbolos materiales ya reflejaban su fun­
ción orgánica para la vida de la colectividad.
Antigua-mente, en Inglaterra, el socorro a los pobres
era asunto de conventos y congregaciones religiosas,
debido a que sólo el patrimonio de las manos muer­
tas gozaba de la permanencia indispensable para
dicha asistencia. Las donaciones seculares, proce­
dentes de los botines y las penitencias, no bastaban
para satisfacer ese fin, ya que aún no estaban respal­
dadas por el sistema administrativo del Estado y se
consumían sin resultados duraderos. La asistencia a
los pobres se apoyaba así sobre el único punto de
fijeza, sobre el único apoyo digno de ese nombre en
medio del caos y confusión de la vida social de
antaño. La vinculación entre la asistencia y el sus­
trato más permanente de la existencia social se hará
patente cuando el impuesto para los pobres quede
ligado a la propiedad inmueble. Esta conexión era al
mismo tiempo causa y efecto de considerar al pobre
como un elemento orgánico perteneciente a la tierra
del lugar. En este mismo sentido, en 1861, se trans­
firió por ley parte de la carga de la beneficencia
desde la parroquia a las asociaciones de beneficen­
cia. Las parroquias ya no tenían que satisfacer solas
el coste de una asistencia que pasaba a depender de
un fondo al que contribuían en función del valor de
sus terrenos. La idea de tener en cuenta el número de
habitantes a la hora de calcular la contribución fue
reiterada y tajantemente rechazada: se excluía así el
elemento individualista. La obligación de asistir al
pobre competía a una entidad supra-individual que
se basaba en el sustrato objetivo de la propiedad
territorial y no en la suma de personas. Esta asisten­
cia quedó instalada en el núcleo mismo de la activi­
dad administrativa local, núcleo al que se fueron
sumando otras tareas como la instrucción pública y
los caminos y, luego, las instituciones sanitarias y los
registros. En otros lugares, debido a su éxito, la asis­
tencia social se convirtió en la base de la unidad del
Estado. La Confederación Alemana del Norte deter­
minó que en todo el territorio de la Confederación no
debía quedar sin socorro ningún necesitado, y que
ningún pobre de la Confederación recibiría en una
región trato distinto que en otra. Si en Inglaterra fue­
ron razones de orden técnico las que propiciaron vin­
cular la ayuda a los pobres con la propiedad hori­
zontal, dicha vinculación en nada pierde su profun­
do sentido sociológico por el hecho de que, de otra
parte, la agregación de otras ramas de la administra­
ción a la asistencia pública haya provocado grandes
dificultades técnicas, motivadas por la distinta deli­
mitación territorial de las asociaciones benéficas y
los condados. Precisamente esta contradicción de
orden técnico revela la unidad de su sentido socioló­
gico.
Por consiguiente, resulta completamente parcial
definir la asistencia a los pobres como "una organi­

43
zación de las clases propietarias para satisfacer el
sentimiento del deber moral unido a la propiedad".
La asistencia es antes que nada una parte de la orga­
nización del todo, al que el pobre pertenece lo
mismo que las clases propietarias. Es cierto que las
características técnicas y materiales de su posición
social convierten al pobre en mero objeto o punto de
tránsito de una vida colectiva que está por encima
de él. Pero, en definitiva, en idéntica situación se
encuentra cualquier otro miembro individual de la
sociedad, situación de la que cabe decir aquello que
Spinoza dice de Dios y del individuo: podemos
amar a Dios, pero sería contradictorio que El, uni­
dad que nos contiene, nos amase a nosotros y que el
amor que le profesamos sea una parte del amor infi­
nito con que Dios se ama a sí mismo. La particular
exclusión de que es objeto el pobre por parte de la
colectividad que lo socorre es propia de la función
que desempeña dentro de la sociedad, como un
miembro de la misma en situación diferenciada. Si,
técnicamente, es un mero objeto de la sociedad, en
un sentido sociológico más amplio, es un sujeto
que, como cualquier otro individuo, constituye la
realidad de la sociedad y, por otra parte se encuen­
tra, como todos los demás individuos, más allá de la
unidad abstracta y supra-individual de la sociedad.

44
^ Por eso también es la estructura general del con­
texto social la que decide la cuestión del lugar que
ocupa el pobrej Si todavía ejerce alguna actividad
económica, pertenece-ai sector de la economía
general a la que pertenezca su actividad. Si es
miembro de una iglesia, pertenece a su parroquia. Si
es miembro de una familia, pertenece al círculo per­
sonal y espacial de sus parientes. Pero, si es sólo y
nada más que pobre, ¿cuál es su lugar? Una socie­
dad unida y organizada en tomo a la consciencia tri­
bal incluye al pobre en el círculo de la tribu. En una
sociedad cuyas conexiones éticas son encauzadas
principalmente por la parroquia, el pobre será con­
fiado a alguna sociedad piadosa que articule la res­
puesta de la sociedad a la existencia de la pobreza.
La exposición de motivos de la ley alemana de 1871
relativa a la localización de la asistencia, resuelve la
cuestión como sigue: el pobre pertenece a la comu­
nidad (es decir, está obligada a asistirle la comuni­
dad) que se beneficiaba de su fuerza económica
antes de que cayera en la pobreza. Este es, sin duda,
el principio en el que se inscribía la estructura social
antes del triunfo definitivo del Estado moderno: el
municipio era, en efecto, el lugar que se beneficiaba
de la actividad económica del empobrecido. La
moderna libertad de movimientos, la posibilidad de

45
trasladar las fuerzas de una localidad a otra, han eli­
minado, sin embargo, esta delimitación, de modo
que sólo la unidad nacional en su conjunto debe
considerarse como el terminus a quo y ad quem de
todas las prestaciones. Cuando la ley autoriza la
libre elección de domicilio, el municipio deja de
tener ese vínculo íntimo con sus habitantes y, más
aún, pierde la capacidad de negar la residencia a ele­
mentos indeseables, de modo que ya no puede
exigírsele ese vínculo solidario con el individuo.
Ahora es sólo por cuestiones prácticas y en cuanto
órganos del Estado, como los municipios ejercen la
obligación de cuidar de los pobres.
Este es, por lo tanto, el grado máximo que alcan­
za la posición formal del pobre: un grado que reve­
la su dependencia respecto del nivel general del
desarrollo social. El pobre pertenece al círculo más
amplio que resulte a efectos prácticos más eficaz:
no ya a una parte del todo, sino a la totalidad misma,
en la medida en que dicha totalidad sea también una
unidad: ese es el lugar o el poder al que queda vin­
culado el pobre. Sólo desde este círculo, que por ser
el mayor no encuentra otro fuera de sí en el que
poder descargar su obligación, deja de existir esa
dificultad propia de las asociaciones benéficas, a
saber, que éstas suelen eludir hacerse cargo de un

46
pobre por temor a tener que ocuparse indefinida­
mente de él. Aparece aquí un rasgo de gran impor­
tancia en la socialización humana, un rasgo que
podría llamarse la inducción m oral al hacer un acto
de caridad, sea el que sea, por espontáneo e indivi­
dual que sea, por ajeno al imperativo del deber que
sea,, hay una obligación de mantenerlo,^una obliga­
ción que no es sólo fruto de la pretensión de su
beneficiario, sino un sentimiento propio del donan­
te. Se sabe que los mendigos a los que se da regu­
larmente limosna acaban considerando que están en
derecho de reclamarla y que el donante está en la
obligación de darla. Si éste renuncia a saldar su
deuda, aquél lo considerará como el fraude a un tri­
buto que le es debido, y alimentará un resentimien­
to que no le suscita el que siempre les ha negado la
limosna. En mejor situación se encuentra el que
ayudó a un necesitado durante un tiempo previa­
mente definido y que, no obstante, una vez acabado
el periodo fijado siente mala conciencia, como si
estuviera en falta. Una ley talmúdica del Código
ritual Jore Deah lo advierte con mucha lucidez:
quien haya socorrido tres veces a un pobre con la
misma cantidad, asume tácitamente el deber de
seguir, aunque no fuera su intención; su gesto toma
el carácter de un voto, del que sólo pueden dispen­
sarle causas graves, como, por ejemplo, su propio
empobrecimiento.
Este caso es mucho más complicado que el prin­
cipio con el que suele emparentarse, es decir, el
odisse quem laeserís, esto es, el amar la persona a
quien se ha beneficiado. Se comprende perfecta­
mente que la satisfacción sentida por la buena
acción propia se proyecte sobre el que le dio oca­
sión: en nuestro amor por aquél por el que hemos
hecho sacrificios, nos amamos esencialmente a
nosotros mismos, al igual que en el odio a aquél
contra quien hemos cometido injusticias, nos odia­
mos a nosotros mismos. Pero este sentimiento de
obligación, este tipo de noblesse oblige, no puede
explicarse con una psicología tan sencilla. A mi
entender, interviene una condición a príori: la de
que toda acción de este tipo -n o obstante su apa­
rente voluntariedad, su carácter de opus supereroga-
tionis-, nace de un deber; todo gesto de este tipo
radica en el fondo en un deber, que de alguna mane­
ra se manifiesta a través del mismo gesto. Ocurre
aquí lo que en la inducción científica: si se admite la
identidad entre un proceso pasado y otro futuro no
es simplemente porque el primero tenga tal o cuál
estructura, sino porque de la misma se extrae una
ley que lo determina y que como tal ley determina
cualquier otro proceso futuro. Tiene que haber, por
tanto, un instinto moral en la base del primer gesto
de ayuda, instinto que reclama el segundo y sucesi­
vos gestos por la misma razón que dio lugar al pri­
mero. Esto tiene que ver claramente con las cuestio­
nes tratadas al principio de nuestro análisis. Si, en
definitiva, todo altruismo, toda buena acción, toda
abnegación no es en última instancia sino un deber,
para los casos específicos, este principio puede for­
mularse como sigue: todo acto benefactor es, en su
sentido más profundo -si se quiere, desde el punto
de vista de una metafísica de la m oral-, tan sólo el
cumplimiento de un deber, que una única acción no
agota sino que persiste mientras se de la ocasión que
lo determina. La ayuda dada a alguien sería la ratio
cognoscendi del hecho de que estamos ante una de
las líneas ideales del deber del hombre ante su pró­
jimo y revela la atemporalidad de los efectos per­
manentes de los vínculos humanos.
Hasta aquí hemos analizado dos formas de rela­
ción entre el derecho y el deber: el pobre tiene dere­
cho a ser ayudado y existe una obligación de soco­
rrer que no se refiere al pobre, en cuanto titular de
un derecho, sino a la sociedad que, para su propia
preservación, la reclama de sus órganos o de deter­
minados ámbitos. Pero junto a estas dos formas
existe una tercera, que es la que suele dominar en
nuestra consciencia moral: la colectividad y las per­
sonas acomodadas tienen la obligación de ayudar al
pobre, obligación cuyo objetivo se limita a aliviar la
situación del pobre. A este deber corresponde un
derecho que representa la otra cara de la relación
estrictamente moral entre el indigente y el acomo­
dado. Si no me equivoco, parece que, desde el siglo
xvm el tenor de esta relación ha cambiado. En
Inglaterra sobre todo, el ideal de los derechos del
hombre ha modificado el espíritu centralizador que
animaba la ley de pobres promulgada por la reina
Isabel, conforme a la cual había que procurar traba­
jo al pobre para provecho de la comunidad. Impera
ahora otro principio: conceder el derecho a una sub­
sistencia mínima al pobre, ya pueda o no trabajar, ya
quiera o no trabajar. Por otro lado, el principio
moderno de asistencia antepone el deber moral (del
donante) al derecho moral (del beneficiario); evi­
dentemente esta forma se realiza, sobre todo,
mediante la caridad privada en contraposición a la
asistencia pública. Analicemos ahora la significa­
ción sociológica de esta vertiente privada.
En primer lugar, conviene tener presente la ten­
dencia ya señalada a considerar la asistencia a los
pobres como asunto propio del círculo más amplío,

50
el Estado, cuando en origen recaía, en todas partes,
en la parroquia, como consecuencia del vínculo
solidario que la sostenía. Antes de que la entidad
supra-individual que rodeaba e imperaba sobre el
individuo dejara de ser la parroquia para pasar a ser
el Estado y antes de que la libertad de movimientos
permitiera culminar material y psicológicamente
este proceso, era natural que entre vecinos se ayu­
dara al necesitado. A esto se añade un hecho funda­
mental para la sociología del pobre, a saber, que de
todas las reivindicaciones sociales con una proyec­
ción no individualista, la del pobre es la que más
nos marca. Más allá de estímulos tan poderosos
como los accidentes o el deseo sexual, nada como
la miseria actúa de manera tan impersonal y tan
indiferente a las otras cualidades de su objeto y
actúa, al mismo tiempo, con un apremio tan inme­
diato y efectivo. Esto ha conferido en todo tiempo
un carácter específicamente local al deber de soco­
rrer a los pobres. Centralizarlo en el círculo más
amplio, de modo que la asistencia se realice ya no
por mor de la percepción directa del pobre sino en
virtud del concepto general de pobreza es, sin duda,
uno de los caminos más largos jamás recorrido por
las formas sociológicas para ir desde lo sensible a lo
abstracto.

51
Al considerarse la ayuda al pobre como una obli­
gación abstracta del Estado (proceso verificado en
Inglaterra ya en 1834 y en Alemania desde media­
dos del siglo xix), la asistencia cambia de naturale­
za con arreglo a esta forma de centralización. El
Estado mantiene la parroquia o municipio como su
principal agente de la asistencia, pero considerán­
dolo como delegado suyo. La organización local se
convierte en un recurso técnico que permite lograr
una mayor efectividad en la acción. El municipio ya
no es el punto de partida de la ayuda, sino el vehí­
culo por el que transita; de ahí que, en todas partes,
las asociaciones de beneficencia se organicen
siguiendo principios de utilidad. El aumento en el
número de funcionarios remunerados para asistir a
los pobres va en este mismo sentido. En Inglaterra,
por ejemplo, cada una de ellas tiende a gestionar
una workhouse y rehuye, intencionadamente, los
condicionamientos locales. Esta misma tendencia
queda reflejada en el número creciente de trabaja­
dores que se dedican a la asistencia. Estos funcio­
narios se sitúan frente al pobre como representantes
de la comunidad de la que reciben su sueldo, antes
que como personas benévolas en las que prime el
punto de vista humano, la relación de hombre a
hombre, sobre el punto de vista estrictamente obje­

52
tivo. Aquí interviene una división de las funciones
muy importante para la sociología. Asimismo, el
que la asistencia a los pobres esté confiada, por
delegación, principalmente al municipio resulta
muy útil por dos motivos: primero, porque cada
caso ha de ser tratado individualmente y esto sólo es
posible desde la cercanía y el conocimiento del con­
texto y, en segundo lugar, porque aunque compete al
municipio conceder las ayudas, también debe ges­
tionar los ingresos pues, de lo contrario, adminis­
traría con excesiva generosidad los dineros del
Estado. Por otro lado, hay casos de de necesidad en
los que el riesgo de dispendio excesivo queda de
entrada descartado al tratarse de intervenciones
determinadas según criterios perfectamente objeti­
vos: enfermedad, ceguera, sordomudez, demencia,
raquitismo. En estos casos, la asistencia tiene un
carácter más técnico y, por ello mismo, el Estado, o
la corporación más amplia, resulta más eficaz.
Cuando la identidad de la persona y las circunstan­
cias locales son menos decisivas, la mayor abun­
dancia de recursos de que dispone el Estado y su
administración más centralizada resultan más ade­
cuadas. Y a esta determinación cualitativa de la
prestación directa del Estado, se añade otra cuanti­
tativa, que también la distingue claramente de la

53
beneficencia privada: el Estado o, más genérica­
mente, la opinión pública se preocupa sólo de la
necesidad más apremiante e inmediata. En todas
partes, y en Inglaterra en particular, la asistencia se
ajusta firmemente al principio de que el contribu­
yente sólo debe aportar de su bolsillo el mínimo
necesario para la supervivencia del pobre.
Todo esto está estrechamente vinculado al carác­
ter de las acciones colectivas en general. Toda
colectividad que aúne las energías e intereses de un
gran número de individuos, sólo puede detenerse en
las particularidades personales si media una divi­
sión del trabajo en el organismo colectivo, con órga­
nos ejerciendo funciones diferenciadas. Pero cuan­
do es preciso actuar de manera uniforme, ya sea
directamente o a través de un órgano representativo,
el contenido de la acción sólo puede incluir aquel
mínimo de la esfera personal que coincide con la de
todos los demás sujetos. De esto resulta, en primer
lugar, que ningún gasto en nombre de una colectivi­
dad puede ser mayor a lo que cabría exigir del más
ahorrador de sus miembros. Una colectividad que
busca la cohesión podría incurrir sin discernimiento
en derroches, pero cuando la voluntad privada de
cada individuo no es inmediatamente conocida, sino
que se supone por medio de sus representantes, se

54
entiende que nadie quiere gastar más de lo estricta­
mente necesario. No se trata, sin duda, una verdad
inquebrantable desde el punto de vista lógico, en la
medida en que la opción contraria no constituiría
una contradicción lógica, pero se ajusta a un dogma
psicológico que, en virtud de sus innumerables con­
firmaciones empíricas, ha adquirido el valor prácti­
co de lo lógicamente demostrable.
La acción colectiva asume en su contenido el
carácter de lo mínimo, porque sólo puede abarcar el
grado más bajo de la escala intelectual, económica,
cultural, estética, etc. La ley, que a todos obliga,
puede calificarse como el mínimo ético; la lógica
reconocida como válida para todos viene a ser el
mínimo intelectual; el "derecho al trabajo", postula­
do para todos, sólo puede aplicarse a un trabajo
cuya calidad represente un mínimo; la pertenencia a
un partido político supone compartir un mínimo de
convicciones, un mínimo sin el cual el partido no
podría existir. Este mínimo social queda perfecta­
mente reflejado en el carácter negativo de los pro­
cesos e intereses colectivos.

55
D i g r e s i ó n s o b r e l a n e g a t iv id a d

DE LAS CONDUCTAS COLECTIVAS

En muchos sentidos, la unidad de los fenómenos


que acabamos de mencionar se manifiesta exclusi­
vamente mediante negaciones; y, cabe añadir, este
carácter de negatividad está a menudo ligado a la
amplitud numérica del fenómeno. En las acciones
colectivas, los motivos individuales suelen ser tan
divergentes que cuanto más negativo, incluso des­
tructivo, sea su contenido más fácil será hacer con­
verger esos intereses en un objetivo único. El des­
contento que desemboca en las grandes revolucio­
nes se alimenta siempre de tantas y, a menudo,
opuestas fuentes, que no sería posible unirlas en una
finalidad positiva. Esto último suele ser tarea de cír­
culos más estrechos y de las fuerzas individuales
que se dispersan en innumerables empeños priva­
dos, tras haber, reunidas en masa, destruido y aca­
bado con todo. En este sentido, uno de los más emi­
nentes historiadores sostiene que la multitud es
siempre ingrata: aunque la totalidad esté en feliz
eclosión, el individuo seguirá resintiéndose por lo
que a él personalmente le falta. Los primeros movi­
mientos revolucionarios rusos ilustran de manera
paradigmática esta dispersión de las motivaciones

56
individuales que sólo tienen como denominador
común el "no" (una negativa que debe administrar­
se cum grano salís y sin olvidar todo lo que permi­
te a una sociedad superar este destino específico de
sus energías). En Rusia, la enorme extensión
geográfica de ese impulso revolucionario, los dis­
tintos niveles educativos de las personas, la diversi­
dad de objetivos, justifican plenamente que el con­
cepto de nihilismo -d e mero aniquilamiento de lo
existente-, fuese la expresión adecuada de lo único
común a todos los elementos.
Lo mismo revela el resultado de las grandes con­
sultas populares: a menudo, y de un modo casi
incomprensible, se impone el "no". Así, por ejem­
plo, en 1900, el referéndum suizo rechazó de plano
una ley sobre seguros federales de enfermedad y
accidentes, que había sido aprobada por unanimidad
por las dos representaciones del pueblo, el Consejo
Nacional y el Consejo de los Estados; y lo mismo
suele ocurrir con todas las demás propuestas de ley
sometidas a referéndum. El "no" es la respuesta más
sencilla, de ahí que pueda reunir a grandes masas,
cuyos distintos elementos no podrían ponerse de
acuerdo sobre un fin positivo. Las razones por las
cuales los diversos grupos rechazaron esa ley eran
extraordinariamente distintas: particularistas y
ultramontanos, agrarios y capitalistas, técnicos y
políticos sólo podían converger en la negación.
Convergencia que, por otro lado, puede marcar y
facilitar la unidad: distintos círculos pequeños coin­
ciden, cuando menos, en algo negativo. Así ocurrió,
como se sabe, con los Griegos: no obstante sus dis­
tintas costumbres, un arcadio y un ateniense se dis­
tinguían negativamente de sus contemporáneos car­
tagineses o egipcios, persas o tracios; ni en Arcadia,
ni en Atenas, ni en ninguna parte de la Grecia histó­
rica había sacrificios humanos, ni mutilaciones
voluntarias, no había poligamia ni venta de niños
como esclavos, y en ninguna parte se obedecía cie­
gamente a una única persona. Así, pese a todas las
diferencias positivas, esta comunidad de lo pura­
mente negativo acabo generando la conciencia de
pertenecer a un orden cultural que estaba por enci­
ma de los Estados particulares.
El carácter negativo del vínculo que reúne en una
unidad un contexto más amplio queda sobre todo
patente en sus normas. Esto se explica por el
siguiente fenómeno: las medidas obligatorias, sean
cuales sean, serán tanto más sencillas y tanto menos
circunstanciadas, cuanto mayor sea su ámbito de
aplicación. Esto rige, por ejemplo, en las normas de
la cortesía internacional, mucho menos numerosas

58
que las vigentes en cualquier círculo más restringi­
do; o en los Estados del Reich, en los que, a mayor
extensión territorial, constitución tanto menos
extensa. En principio: a medida que aumenta el cír­
culo, se van reduciendo las características comunes
que vinculan entre sí a sus elementos. De ahí la
posibilidad, aunque parezca paradójica, de mante­
ner un gran ámbito, como por lo demás uno
pequeño, con un mínimo de normas. Y, desde un
punto de vista cualitativo, cuanto más extenso sea
un ámbito tanto más las normas para mantener uni­
dos a sus miembros tendrán carácter restrictivo,
prohibitivo; quedando los elementos positivos a
merced, en última instancia, de los propios indivi­
duos, que deberán ir entretejiéndolos caso por caso
hasta configurar el contenido específico de la vida
del grupo;1 Al crecer, la diversidad de personas,
1. De ahí el dicho inglés: "the business of everybody is the
business of nobody", "asunto de todos, asunto de nadie". Esta
negatividad de la acción tan pronto depende de una multitud,
también parece estar presente en esa indiferencia e indolen­
cia que se atribuye a los norteamericanos (tan enérgicos en lo
demás) ante los abusos públicos: esperan que la opinión
pública ataje los problemas, con un fatalismo que se expresa
como sigue: "making each individual feel his insignificance,
disposes him to leave to the multitude the task o f setting right
what is every one else's business just as inuch as his own"
("haciendo que cada individuo sea consciente de su insignifi­
cancia, le predispone a dejar a la multitud la tarea de endere-

59
intereses, procesos, ya no pueden regularse desde
un centro. A este centro tan sólo le queda una fun­
ción coercitiva: definir los actos terminantemente
prohibidos sean cuales sean las circunstancias, limi­
tar la libertad en lugar de fomentarla (lo cual, cier­
tamente, no impide que existan tendencias diver­
gentes que se contrapongan). Así acontece en el
ámbito religioso, cuando se trata de reunir un núme­
ro considerable de sentimientos e intereses diver­
gentes. Alá nació de la decadencia del politeísmo
árabe: surgió, en cierto modo, como concepto uni­
versal de lo divino por antonomasia. El politeísmo
crea necesariamente fragmentación religiosa entre
los creyentes, porque permite a los distintos ele­
mentos dirigirse de modo distinto a los varios dio­
ses, según sean sus tendencias íntimas y sus prácti­
cas. Por eso el carácter abstracto y unificador de Alá
es, ante todo, negativo. Su significación originaria
consiste "en apartar del mal", no en promover el
bien: es el que "disuade". El Dios hebraico, que creó
o dio expresión a una unidad religiosa y social inau­
dita en la Antigüedad -ante los politeísmos disol­
ventes y los monismos asocíales, como en los de la
India-, formula sus normas más enérgicas bajo la
zar lo que es asunto de cada uno de los otros individuos, como
lo es del mismo individuo".

60
fórmula del "no harás". En nuestro Reich, los vín­
culos positivos de la vida en común, reglados por el
derecho civil, encontraron forma unitaria en un
Código civil sólo treinta años después de la unifica­
ción, cuando el Código penal, con sus preceptos
prohibitivos, entró en vigor ya en 1872.
Lo que hace particularmente apropiada la prohibi­
ción para generalizar círculos menores en uno
mayor, es la circunstancia de que lo contrario de lo
prohibido no es siempre lo preceptuado, sino a
menudo simplemente lo permitido. Por consiguien­
te, si en el círculo 1 no puede hacerse a, pero sí fe y
c, y en 2 no puede hacerse b, pero sí a y c, y en 3 no
puede hacerse c, pero sí a y fe, etc., el conjunto uni­
tario formado por los tres grupos puede estar funda­
do en la prohibición de a, fe y c. La unidad sólo es
posible si en el círculo 1, los actos fe o c no son obli­
gatorios sino que están simplemente permitidos, de
modo que quepa también obviarlos - y análogamen­
te en 2 y 3 -, porque, de ser de obligado cumpli­
miento, no podría llegarse a constituir una unidad,
porque siempre sucedería que lo preceptuado en un
grupo estaría prohibido en otro. Sirva el siguiente
ejemplo. Desde muy antiguo, ningún egipcio podía
consumir una determinada especie animal, aquella
que se consideraba como sagrada en su aldea. El

61
dogma de que la santidad exigía abstenerse de con­
sumir cualquier tipo de carne, surgió más adelante
como resultado de la fusión política de un gran
número de cultos locales en una religión nacional, a
cuyo frente se encontraba un sacerdote unitario.
Esta uniformización sólo pudo conseguirse median­
te la síntesis o generalización de todas aquellas
prohibiciones, pues, si el consumo de los animales
permitidos en cada aldea (consumo que, por tanto,
podía también omitirse) hubiese sido impuesto
positivamente, habría desaparecido la posibilidad de
reunir en una unidad superior las prescripciones
específicas de las partes.
Cuanto más general sea una norma y cuanto más
extenso sea círculo de su aplicación, tanto menos
significativo o relevante será para el individuo el
someterse a ella; en cambio, su violación tenderá a
traer consecuencias particularmente graves y visi­
bles. Esto se da muy claramente en el ámbito inte­
lectual. El acuerdo teórico, sin el que no es posible
una sociedad humana, descansa sobre un número
pequeño de normas universalmente aceptadas -au n ­
que no se tenga clara conciencia de su forma abs­
tracta- y que calificamos como lógicas. Consti­
tuyen el mínimo de lo que debe ser aceptado por
todos los que pretendan, de manera general, relacio­

62
narse. Sobre esta base descansa tanto el acuerdo
más superficial entre los individuos más extraños
entre sí, como la convivencia diaria entre los indivi­
duos más cercanos entre sí. La obediencia de nues­
tro entendimiento a estas normas sencillísimas, y
sin las que nuestro entendimiento nunca se ajustaría
a la experiencia de la realidad, es la condición más
estricta de toda vida social. Más allá de las diver­
gencias entre las distintas visiones del mundo inter­
no y externo, la lógica crea una especie de base
común, que la comunidad intelectual, en el sentido
más amplio de la palabra, debe preservar. Ahora
bien, lo cierto es que la lógica no representa ni pro­
porciona ninguna posesión positiva: no es otra cosa
que una norma que no ha de transgredirse y el
someterse a ella no aporta distinción, algún bien, ni
otorga alguna cualidad particular; todos los intentos
de ganarse el reconocimiento personal aduciendo la
mera lógica han fracasado. Por tanto, su significa­
ción sociológica es tan negativa como la del Código
penal: sólo el incumplimiento de sus preceptos crea
una situación particular y visible, mientras que el
ajustarse a ellos no tiene otro efecto que permitir al
individuo conformarse a la generalidad, en teoría, o
mejor dicho, en la práctica. Sin duda, un razona­
miento intelectual puede fracasar por contener miles

63
de divergencias, aún cuando respete rigurosamente
la lógica; pero fracasará necesariamente cuando
prescinde de la lógica. De la misma manera, la
cohesión social y moral puede romperse aún evitan­
do escrupulosamente contravenir el derecho penal,
pero se romperá forzosamente si se incumplen las
normas penales. Y lo mimo cabe decir de las normas
sociales más específicas, en la medida en que rijan
para todos aquellos individuos que integran el cír­
culo. Observarlas no distingue a nadie, infringirlas,
por el contrario, señala claramente al infractor.
Porque lo más general dentro de un círculo exige
simplemente no ser violado, mientras que las nor­
mas especiales que mantienen unidos a los círculos
pequeños, confieren al individuo los rasgos positi­
vos propios de su especialización. En esto radica
también la utilidad práctica de las formas de cor­
tesía social, por lo demás tan desprovistas de conte­
nido. Del respeto de los usos de cortesía no debe­
mos concluir que realmente existen la estima y
dedicación que parecen formalizar, si bien, en caso
de mínimo incumplimiento, nos convenceremos de
que dichos sentimientos no existen. El saludo en la
calle no es demostración de estima, pero la omisión
del saludo es manifiesta desconsideración. Estas
formas no sirven en modo alguno como símbolos de

64
una disposición interior positiva, pero la menor
omisión a las mismas manifiesta inevitablemente la
actitud negativa y puede determinar radical y defi­
nitivamente la relación, más aún considerando que
las formas de cortesía son, por su misma esencia,
generales y convencionales, propias de los círculos
relativamente grandes.

Esto mismo ocurre con la prestación de la comu­


nidad en favor del pobre: se ciñe a un mínimo, en
plena conformidad con la esencia misma de las
acciones colectivas. El contenido de estas acciones
es, en efecto, el que cabe presuponer, sin ningún
género de duda, de cada individuo. Y de ahí, tam­
bién, el segundo fundamento de esta actitud colecti­
va: la asistencia mínima al pobre tiene un carácter
objetivo. Con certeza casi unánime, cabe definir el
mínimo material necesario para evitar la miseria
física de un individuo. Todo lo que exceda ese míni­
mo, todo socorro encaminado positivamente a ele­
var el nivel social, requiere criterios menos claros y
depende, tanto cualitativa como cuantitativamente,
de estimaciones subjetivas. Como mencioné ante­
riormente, los estados de necesidad no subjetivos y
que no precisan de ningún juicio personal (en espe­

65
cial, los casos de enfermedad o minusvalías físicas)
suelen ser atendidos por la asistencia pública, mien­
tras que los casos individuales suelen corresponder
a las comunidades locales, más restringidas. De
hecho, tan pronto la asistencia se limita a lo míni­
mo, la posibilidad misma de fijar objetivamente ese
mínimo necesario permite que la colectividad actúe.
Estamos nuevamente ante la antigua correlación
entre lo universal y lo objetivo. En el campo del
conocimiento, la verdadera universalidad, el reco­
nocimiento unánime de una proposición (unanimi­
dad que no ha de ser histórica o real, pero sí ideal)
es un aspecto o expresión de su objetividad; en cam­
bio, otra proposición podrá ser indiscutible para uno
o varios individuos y enunciar una verdad, pero le
faltará ese sello especial que llamamos objetividad.
Así, en la práctica, sólo puede reclamarse una
acción a una comunidad sobre una base absoluta­
mente objetiva. Si el motivo de la acción sólo puede
juzgarse subjetivamente, si no se puede fijar ese
motivo de manera estrictamente material, la recla­
mación, así como el atenderla, podrán ser todo lo
apremiantes que se quiera, pero sólo podrán dirigir­
se a individuos particulares; basadas sobre relacio­
nes puramente individuales, su reconocimiento tam­
bién será individual.

66
Cuando el punto de vista objetivo va unido a la
tendencia a estatalizar toda la asistencia (tendencia
que hasta ahora sigue siendo en todas partes eso
mismo: una tendencia) lo que sirve de referencia al
contenido de la ayuda, y cuya ejecución lógica se
hace con objetividad, no emana sólo del pobre sino
también del interés del Estado. Se manifiesta aquí
una forma sociológica esencial de la relación entre
el individuo y la comunidad. Cuando la prestación
de la ayuda o las intervenciones puntuales pasan del
individuo a la colectividad, la regulación suele con­
sistir en definir bien el exceso bien el defecto en la
acción individual. Con la educación obligatoria, el
Estado exige del individuo que aprenda un mínimo,
pero deja a su arbitrio el aprender más o incluso
"demasiado". Con la jomada legal de trabajo, el
Estado se asegura que el patrono no exija demasia­
do a sus trabajadores, pero deja a su arbitrio el exi­
girles menos. Así, esta regulación se refiere siempre
tan sólo a una vertiente de la acción, mientras deja
la otra vertiente al arbitrio de la libertad individual.
Este es el esquema en que se nos aparecen las accio­
nes socialmente controladas: sólo están limitadas en
uno de sus extremos; la sociedad pone un límite al
exceso o al defecto, mientras que el otro extremo
queda sin límite y al arbitrio de los individuos. Pero

67
este esquema nos engaña a veces, pues hay casos en
los que la regulación social abarca ambas vertientes,
aunque el interés práctico capte nuestra atención
sólo sobre una de ella, pasando por alto la otra. Por
ejemplo: cuando el castigo del delito pasa del priva­
do a la sociedad y al derecho penal objetivo, gene­
ralmente se suele tener en cuenta que con ello se
asegura la debida expiación del delito y el cumpli­
miento efectivo de la pena; pero, en realidad, el
objeto perseguido no es sólo castigar debidamente,
sino también evitar el castigo excesivo. La sociedad
no sólo ampara a la víctima, sino que protege al cul­
pable de las reacciones subjetivas desmedidas; es
decir, la sociedad fija una medida objetiva de la
pena no en función de los deseos y fines de la vícti­
ma sino en función de sus propios deseos y fines, es
decir, del interés social. Esto ocurre no sólo en las
relaciones legalmente regladas: toda capa social,
que no esté demasiado desfavorecida, cuida de que
sus miembros dediquen un mínimo de dinero a su
indumentaria; fija el límite de lo "decente", más allá
del cual se deja de pertenecer a la clase social. Pero
también fija un límite en el otro extremo, acaso no
con la misma determinación y consciencia: ciertos
lujos o extravagancias, ciertas modernidades,
podrán considerarse excesivas en determinadas cla­

68
ses y quien las practique podrá ser tratado en oca­
siones como si dejara de pertenecer a su clase. Así
pues, el grupo no permite tampoco la expansión
libre del individuo por esa otra vertiente, sino que
pone al gusto subjetivo un límite objetivo: el límite
exigido por las condiciones de vida supra-indivi-
duales del grupo.
Esta forma primordial se repite cada vez que la
comunidad se hace cargo de la asistencia a los
pobres. Aunque parezca que la primera preocupa­
ción consista en fijar un umbral mínimo -q u e el
pobre reciba lo que le corresponde, esto es, no reci­
ba demasiado poco-, en la práctica, también se
plantea la otra consideración: que el pobre no reci­
ba demasiado. El inconveniente de la asistencia pri­
vada no se limita a su posible insuficiencia sino
también a su posible exceso: que acostumbre al
pobre a la ociosidad, que use los recursos de forma
económicamente improductiva, que favorezca arbi­
trariamente a unos en perjuicio de otros. El afán
subjetivo en la beneficencia pesa en ambos lados, y
aunque el riesgo de exceso no sea tan grande como
el del defecto, también en la caridad privada suele
imperar esa norma objetiva que fija en el interés de
la comunidad una medida objetiva que el sujeto
como tal no puede fijar.

69
Esta elevación por encima del punto de vista sub­
jetivo vale tanto para el donante como para el recep­
tor. La asistencia inglesa sólo interviene cuando
existe una carencia de recursos objetivamente deter­
minada (las workhouses son lugares tan poco agra­
dables, que sólo permanecen en ellos los individuos
que realmente se encuentran en una situación de
extrema necesidad), y se desentiende por lo tanto de
valorar la dignidad de las personas a las que atien­
de. Para eso está la beneficencia privada que atien­
de a los individuos considerados dignos de ser ayu­
dado, y que puede escogerlos tanto mejor que el
Estado se ocupa de las necesidades más apremian­
tes de todos los pobres. La asistencia privada se
ocupa de devolver la capacidad de trabajar al pobre,
toda vez que el Estado ya se encarga de que no
muera de inanición; se encarga de curar una miseria
que el Estado sólo alivia momentáneamente. El ter-
minus a quo no es la miseria como tal sino la pre­
tensión de recuperar la autonomía y la capacidad
productiva del individuo. El Estado opera en un sen­
tido causal; la beneficencia privada, en un sentido
teleológico. O dicho de otra manera: el Estado
atiende la pobreza; la beneficencia privada atiende
al pobre. Se trata de una diferencia sociológica fun­
damental. Los conceptos abstractos, merced a los

70
cuales se cristalizan ciertos elementos de la comple­
ja realidad individual, adquieren incontables veces,
en la práctica, una vivacidad y eficacia que sólo
cabría esperar de los fenómenos concretos en su
totalidad. Esto puede verse también en las relacio­
nes íntimas. El sentido de algunas relaciones eróti­
cas sólo puede expresarse diciendo que al menos
una de las partes no busca al amado, sino el amor,
como valor en sí mismo, a veces, con asombrosa
indiferencia hacia la individualidad de la persona
amada. En las relaciones religiosas, lo relevante
muchas veces está en la forma, en un determinado
grado de religiosidad de la persona, si bien la per­
sona como tal no importa. La actitud del sacerdote
o el vínculo del creyente con su parroquia están
determinados por esta generalidad: no interesan los
motivos específicos de cada cual, como tampoco
interesan los individuos en sí mismos, sólo importa
que sean portadores de esa religiosidad, de esa
generalidad, de ese hecho impersonal que, en defi­
nitiva, importa nada. Desde un punto de vista social
y ético, existe un racionalismo que exige que las
relaciones entre las personas se basen en una vera­
cidad subjetiva absoluta; todo el mundo podría tener
el derecho a exigir la verdad como cualidad objeti­
va de todo hecho que se le comunique, más allá de

71
las competencias específicas o de las circunstancias
particulares en virtud de las cuales algo es comuni­
cado. Un derecho a la verdad que variara según los
individuos o en función de sus capacidades y cir­
cunstancias no sería aceptable: la condición, el con­
tenido o el valor de las relaciones radica en la ver­
dad como tal, y no en la individualidad del que
habla o escucha.
Entre los criminalistas, esta cuestión suscita dis­
tintos enfoques. La pena, ¿castiga el delito o al
delincuente? Un objetivismo abstracto exigirá la
pena porque se ha cometido un delito, en virtud del
cual ha de restablecerse el orden, real o ideal, que­
brantado: exige la pena en nombre de la lógica de la
ética, como consecuencia del hecho impersonal del
delito. Desde el otro punto de vista, sólo el culpable
ha de ser castigado: la pena no es contra el delito en
cuanto hecho objetivo, sino contra el sujeto, que se
manifestó en el hecho delictivo, y que reclama
expiación, educación, sometimiento; de modo que
las circunstancias individuales, y no sólo el hecho
objetivo del delito, han de tenerse en cuenta a la
hora de fijar la pena.
Este doble enfoque también se da ante la pobreza.
Se la puede considerar como un fenómeno objetiva­
mente determinado e intentar eliminarla como tal;

72
entonces, poco importa a quien afecta y poco
importan las causas individuales o las consecuen­
cias específicas; se trata de atajarla, de remediar una
deficiencia social. Desde el otro enfoque, interesa,
por el contrario, el pobre en cuanto individuo; más
allá de la objetividad de su pobreza, no se trata de
eliminar la pobreza en general mediante la parte alí­
cuota que representa cada pobre sino atender al
pobre como persona. Su pobreza es aquí una deter­
minación individual, singular; es, por así decir, la
circunstancia que propicia el ocuparse del pobre y
ponerlo en situación para que la pobreza desaparez­
ca por sí misma. De ahí que la asistencia derivada
del primer enfoque se dirija ante todo al hecho
mismo de la pobreza, mientras el segundo enfoque
se centra en su causa. Importa observar, desde el
punto de vista sociológico, que el reparto natural de
estas dos formas de asistencia entre el Estado y las
personas privadas cambia tan pronto como se da un
paso hacia delante en la cadena causal. El Estado -
sobre todo en Inglaterra- atiende a la pobreza tal y
como se manifiesta exteriormente; mientras que la
caridad privada, aborda las causas individuales. Sin
embargo, compete a la colectividad crear las condi­
ciones económicas y culturales conforme a las cua­
les hacer posible esos vínculos personales: debe
r

operar para reducir las posibilidades de que las


debilidades personales, los malos hábitos, la torpe­
za o la mala suerte aboquen a la pobreza. Aquí,
como en muchos otros sentidos, la colectividad, con
su situación, sus intereses y sus acciones, engloba
en cierto modo las propensiones individuales. La
colectividad representa, por un lado, una superficie
inmediata sobre la que los elementos aparecen,
sobre la que proyectan los resultados de su propia
vida, y, por otro lado, es el amplio subsuelo en el
que germina la vida individual, pero que, en virtud
de su unidad en la diversidad de propensiones y
situaciones individuales, confiere a esa superficie
una variedad infinita de fenómenos particulares.2
2. Quizá, merezca la pena señalar, más allá del contexto de este
nuestro estudio, que esta inclusión de la organización indivi­
dual en la organización social, en la que arraiga y fructifica
el individuo, puede invertirse sin que cambie su forma. Así,
según el prim er enfoque, el individuo sería como una entidad
transitando hacia la realidad social y esta realidad sería tan
sólo una instancia en el desarrollo del individuo, desarrollo
que arrancaría de la sustancia primera de la vida, es decir, la
personalidad, una personalidad que no podemos representar
en su pureza y con independencia de la forma que le impri­
ma el medio histórico, sino sólo experimentar como materia
inmutable de nuestra existencia personal y como suma nunca
enteramente expresada de sus posibilidades. Con la segunda
concepción, se parte, por así decir, de un fenómeno o con­
junto de fenómenos ya completados, realizados a los que
aboca la vida individual. Entre estos dos enfoques, estarían

74
El principio que rige la asistencia a los pobres en
Inglaterra está en perfecta contradicción con el prin­
cipio francés. En Francia, la ayuda a los pobres se
consideró desde un principio asunto propio de las
asociaciones y personas privadas, interviniendo el
Estado sólo cuando éstas no bastaran. Esto, natural­
mente, no significa que en Francia los particulares
atiendan sólo las necesidades más elementales
(como hace el Estado en Inglaterra), y se encargue
de lo que está por encima de ese mínimo y resulta
individualmente oportuno (como hacen los particu­
lares en Inglaterra). El principio francés supone más
bien que la frontera entre estos dos niveles de la
ayuda no puede marcarse, en lo que a los contenidos
se refiere, de manera tan clara como en Inglaterra.
De ahí que, en la práctica, la situación del pobre sea
los influjos sociales que nos afectan, las condiciones en virtud
de las cuales la sociedad hace de nosotros ese fenómeno que
somos en definitiva, todo ese conjunto de frenos e impulsos
que existen para todos y por los que todos hemos de pasar.
Así, la sociedad traería consigo todas esas acciones y repre­
sentaciones propias de esa instancia más allá y más acá de la
cual se sitúa la entidad individual; la sociedad dirigiría las
fuerzas que hace desarrollarse al individuo de un estadio a
otro; y esas fuerzas engloban a la sociedad del mismo modo
que, según el prim er enfoque, la situación y los aconteci­
mientos sociales englobarían al individuo como instancia de
sus fundamentos universales y de su desarrollo en cada esta­
dio.

75
en términos generales igual en ambos países.
Persiste, no obstante, una diferencia fundamental en
lo que a los principios sociológicos se refiere: se
trata de un caso particular dentro del proceso gene­
ral en virtud del cual la interacción directa entre los
elementos del grupo es sustituida por la acción de la
totalidad supra-individual unificada, con el consi­
guiente proceso de compensación, sustitución o
inversión de prioridades entre sendas modalidades
sociales en beneficio de la segunda. La tensión o
desarmonía que se manifiesta en la pobreza indivi­
dual, ¿debe ser resuelta directamente por los ele­
mentos de la sociedad o mediante la intermediación
de la unidad resultante de la conjunción de esos ele­
mentos? Aunque no sea nunca tan tajante como
nuestra pregunta, no cabe duda de que la respuesta
debe ser formalmente la misma en todo el ámbito
social. Basta recordarlo para no olvidar que la asis­
tencia "privada" también es un hecho social, una
forma sociológica, que atribuye claramente (salvo
para la mirada superficial) al pobre una posición
como miembro orgánico de la vida del grupo. Las
formas de tránsito entre una modalidad y otra son
precisamente las que dan visibilidad a este hecho: a
saber, por un lado, el impuesto para los pobres y, por
otro, la obligación jurídica de alimentar al pariente

76
pobre. Mientras exista un impuesto específico para
la ayuda a los pobres, la relación de la colectividad
con el pobre aún no habrá alcanzado la pureza abs­
tracta que relaciona al pobre con el todo en cuanto
unidad indivisa; el Estado sería entonces tan sólo el
intermediario que encauza hacia un fin las contribu­
ciones individuales, aunque éstas dejen de ser
voluntarias. Pero tan pronto como el impuesto para
los pobres se confunde con el impuesto general y la
asistencia se financia con los ingresos generales del
Estado o del Municipio, ese vínculo inmediato ente
el conjunto social y el pobre queda completado: la
ayuda al pobre se convierte en una función de la
totalidad, como tal, y ya no de la suma de los indi­
viduos, como en el caso del impuesto específico
para los pobres. El interés colectivo adquiere, en
cierto modo, una forma más especializada aún
cuando la ley obliga a socorrer a los parientes nece­
sitados. La asistencia privada, que en los demás
casos se contiene también dentro de la estructura y
la teleología de la vida colectiva, queda aquí some­
tida al imperio del todo.
Hemos señalado antes que la relación de la colec­
tividad con sus pobres contribuye a la formación, en
un plano formal, de la sociedad del mismo modo
que la relación de la colectividad con el funcionario

77
o el contribuyente. Esto mismo vamos a exponer
ahora teniendo presente lo dicho hasta aquí.
Comparé antes al pobre con el extranjero, que tam­
bién se encuentra frente al grupo. Este estar "frente
a frente" supone, no obstante, una relación peculiar,
que implica al extranjero en la vida del grupo como
uno de sus elementos. Así el pobre está, sin duda,
fuera del grupo, al ser mero objeto de las medidas
que la colectividad toma con respecto a él; pero este
estar-fuera es, en definitiva, una forma particular
del estar-dentro. Todo ocurre en la sociedad al igual
que, en el análisis kantiano, la "separación espacial
entre las cosas" se da en la consciencia: en el espa­
cio todo es exterior a todo, incluido el sujeto que, en
cuanto ser concreto, está fuera de las cosas; pero el
espacio mismo también está "en mí", en el sujeto en
su sentido más amplio. De modo que, si se conside­
ran atentamente las cosas, esta doble posición del
pobre (o del extranjero) se da, con distintos matices,
en todos los elementos del grupo. Por muy encaja­
do que esté el individuo en la vida del grupo, con su
participación positiva, por mucho que su vida priva­
da esté entrelazada con la vida social, siempre se
encuentra frente a esa colectividad, participando de
su funcionamiento o sacando beneficio de ella, sien­
do bien o mal tratado por ella, vinculado con ella

78
interiormente o sólo exteriormente; en definitiva:
como separado de ella, como objeto respecto al
sujeto que sería el conjunto social, del que, sin
embargo, es miembro: parte-sujeto, por el hecho
mismo de sus acciones y circunstancias, que están
en la base de sus relaciones.
Esta dualidad de posiciones, que parecen difícil­
mente conciliables desde un punto de vista lógico,
es un hecho sociológico absolutamente elemental.
Ya lo hemos visto en otro contexto, en el caso del
matrimonio: en algunas relaciones, cada uno de los
cónyuges ve el matrimonio como si de una realidad
exterior se tratara, una realidad en cierto modo inde­
pendiente, como una entidad que impone deberes y
representaciones, que acarrea bienes y males, y que
no depende del cónyuge en cuanto persona sino del
todo para el cual son objetos cada una de las dos
partes, hasta el extremo de que el matrimonio con­
siste tan sólo en esas dos partes. Esta relación, el
estar simultáneamente dentro y fuera, se complica y,
sin embargo, se hace cada vez más perceptible, a
medida que aumenta el número de miembros del
grupo. Pues es precisamente por esa relación como
el todo va tomando una independencia preponde­
rante sobre el individuo, y también como las dife­
renciaciones más pronunciadas entre los individuos

79
se van insertando en toda la escala de matices pro­
pia de esa dualidad. El grupo convierte mantiene
una relación diferenciada con el príncipe y el ban­
quero, la gran dama y el sacerdote, el artista y el
funcionario: por un lado, "opera" con ellos, consi­
derándolos como objetos distintos, sometiéndolos
o, por el contrario, reconociéndolos como un poder
autónomo; y, por otro, integra a esas personas en su
seno como elementos de su vida, como partes del
todo que a su vez se diferencia de otros elementos.
Se trata quizá de un funcionamiento perfectamente
homogéneo del conjunto social como tal, que adop­
ta estos dos modos o se manifiesta de distinto modo
según se vea desde uno u otro punto de vista.
Análogamente, una representación mental específi-
catiene, frente al alma, una realidad propia que hace
posible que el alma pueda influir en esa representa­
ción en función de su estado de ánimo general -
dándole colorido, realzándola, desdibujándola o
conformándola- mientras, al mismo tiempo, esa
representación sigue siendo parte integrante del
todo, sigue siendo un elemento del alma, de ese
alma que no es sino la coexistencia y entrecruza-
miento de esas representaciones.
En esta escala de relación con el todo, con la
colectividad, el pobre ocupa una posición bien defi­
nida. La asistencia que la colectividad se obliga a
darle en su propio interés, y que casi nunca supone
para el pobre el derecho a exigirla, lo convierte en
objeto de la acción del grupo y lo distancia del todo,
lo cual tiende a convertirlo en un corpus vile que
vive a merced del grupo, y que, por ello, puede aca­
bar convirtiéndose en enconado enemigo del
mismo. El Estado expresa esto privando al que reci­
be la ayuda pública de algunos de sus derechos polí­
ticos. Pero este apartamiento no significa una sepa­
ración, exclusión, sino que supone una relación par­
ticular con el todo, el cual, sin este elemento, sería
de otro modo. La colectividad crea este fren te-a-
frente, trata a los suyos como objetos, y es en virtud
de esta cualidad adquirida por lo que puede mante­
ner una relación con el pobre que lo engloba en su
totalidad.
Estas determinaciones, lejos de valer para todos
los pobres en general, sólo serían aplicables a una
parte de ellos: los que reciben asistencia. Ahora
bien, son muchos los pobres que no reciben ayuda;
lo que demuestra la relatividad del concepto de
pobreza. Es pobre aquel cuyos recursos no alcanzan
a satisfacer sus fines. Este concepto, estrictamente
individualista, queda limitado en la práctica en la
medida en que determinados fines no dependen del

81

I
libre arbitrio ni se fijan de modo exclusivamente
personal. Es el caso, ante todo, de los fines propios
de la supervivencia física: alimento, vestido, vivien­
da. Sin embargo, difícilmente podríamos fijar con
seguridad una medida de estas necesidades que sir­
viera en cualquier circunstancia y lugar, y fuera de
la cual estaríamos ante la pobreza en un sentido
absoluto. Más bien, cada contexto general, cada
clase social, tiene necesidades que le son propias; y
la imposibilidad de satisfacerlas significa ser pobre.
De ahí ese hecho banal que se da en todas las civi­
lizaciones desarrolladas: los pobres en una clase no
lo serían en modo alguno en una clase inferior, pues
sus recursos bastarían para satisfacer los fines pro­
pios de esta segunda clase. Puede ocurrir, por lo
tanto, que el hombre pobre en un sentido absoluto
no sufra de la discrepancia entre sus recursos y las
necesidades de su clase, de modo que no estará en
la pobreza, en un sentido psicológico; como tam­
bién puede suceder que el más rico se proponga
fines superiores a los empeños propios de su clase y
a la cuantía de sus recursos, de manera que, psi­
cológicamente, se sentirá pobre. Cabe, por lo tanto,
que la pobreza individual -la s insuficiencia de
recursos para los fines de la persona-, no aparezca,
aun existiendo la pobreza social, o que, por el con­

82
trario, exista la pobreza individual pero no la social.
Su relativismo no se refiere a la relación entre los
medios individuales y los fines efectivamente indi­
viduales, sino a la relación entre los medios del indi­
viduo y los fines propios de su clase social, del a
príori social que cambia según la clase social, según
el status social. Por otro lado, la valoración por cada
grupo de los fines y, por tanto, también lo que con­
sidera el umbral de la pobreza y el de la riqueza
cambia según las condiciones socio-históricas. En
relaciones más complejas, el grupo dispone siempre
de un margen, a menudo considerable, para fijar
esas referencias. Se dan aquí profundas divergen­
cias sociológicas entre esos puntos de referencia y
la media real. Cabe preguntarse, si basta pertenecer
a una minoría privilegiada para no ser considerado
pobre o si por el contrario una clase, para evitar que
la sensación de pobreza se extienda, podrá poner
esas referencias en un nivel muy bajo; o, también, si
una única persona puede modificar esos umbrales
(como cuando un potentado se instala en un
pequeño pueblo) o, por el contrario, el grupo se atie­
ne a ellos.
Por el hecho de que la pobreza se manifieste en
todas las capas sociales, que han fijado una media
de necesidades típicas para cada individuo, se dedu­

83
ce que muchas veces la cuestión de la asistencia ni
se plantea. Sin embargo, el principio de la asistencia
se extiende más allá de sus manifestaciones, por así
decir, oficiales. Cuando, por ejemplo, dentro de una
familia numerosa los miembros más pobres y más
ricos se hacen mutuamente regalos, suele ser la oca­
sión para estos últimos de dar a los primeros un
valor mayor al que ellos han recibido; las carac­
terísticas del regalo suelen, por otro lado, revelar
este carácter de asistencia: al más pobre se le rega­
lan objetos útiles, esto es, objetos que le ayuden a
mantenerse dentro del tipo medio de su clase. De
ahí que, en estos intercambios, los regalos sean
completamente distintos según la clase social. La
sociología del regalo coincide, en parte, con la de la
pobreza. En el regalo, según sea la función de su
contenido o también los sentimientos que lo moti­
van o con los que se da, así como por la manera en
que se recibe, se manifiesta una gama muy amplia
en las relaciones de reciprocidad. Regalo, robo e
intercambio son formas visibles directamente vin­
culadas a la cuestión de la propiedad y que abarcan
una variedad infinita de características psicológicas
determinantes para el proceso sociológico.
Corresponden a los tres motivos de la acción:
altruismo, egoísmo y norma objetiva del comporta­

84
miento; pues la esencia del intercambio radica en
sustituir unos valores por otros que son objetiva­
mente iguales, sin que intervengan los factores sub­
jetivos de la bondad o la codicia, pues, en su con­
cepto puro, el intercambio no se mide en función
del deseo del individuo, sino por el valor del otro
objeto. Ahora bien, de estas tres formas, el regalo es
la que ofrece mayor riqueza de constelaciones
sociológicas, ya que la intención y posición del
donante y del receptor se combinan de muchas
maneras, y según los más variados matices indivi­
duales.
De las muchas categorías que posibilitan, en cier­
to modo, trazar una tipología sistemática de todos
estos fenómenos, la más importante para el proble­
ma de la pobreza sería la siguiente: establecer si el
verdadero sentido de la donación, su objetivo, con­
siste en la finalidad que permite alcanzar, el hecho
de que el receptor reciba un objeto valioso, o con­
siste en la acción misma de dar, en cuanto expresión
de un afecto del donante, de un amor que hace un
sacrificio, o de una proyección del yo que se mani­
fiesta más o menos arbitrariamente en el regalo. En
este último caso, el proceso de donación es, por así
decir, su propio fin último, ya que la cuestión de la
riqueza o pobreza no interviene, salvo en cuanto

85
situación de hecho. Pero cuando se regala al pobre,
el acento no recae sobre el proceso, sino sobre sus
resultados: el pobre debe recibir algo. Entre estos
dos extremos, la categoría del regalo tiene inconta­
bles formas mixtas. Cuanto más predomine la últi­
ma categoría, tanto más difícil será dar al pobre lo
que necesita en forma de regalo, porque las demás
relaciones sociológicas entre las personas no son
compatibles con la donación. Cuando media una
gran distancia social o cuando existe una gran inti­
midad personal, el regalo es casi siempre posible;
suele hacerse más difícil, a medida que disminuye
la distancia social o aumenta la personal. En las cla­
ses superiores se suele dar la situación trágica de
que el necesitado admitiría de buen grado socorro y
el acomodado lo concedería de buena gana, pero ni
aquél puede pedirlo, ni éste ofrecerlo. Cuanto más
elevada es una clase más habrá fijado ese a priori
económico, más allá del cual comienza la pobreza
en el grupo, de modo que ésta raras veces se da:
queda de hecho excluida de entrada. Aceptar la
ayuda excluiría al asistido de los supuestos propios
de su clase y sería prueba evidente de que formal­
mente ha dejado de pertenecer a ella. Mientras no se
produzca este hecho, el prejuicio de clases es lo bas­
tante fuerte para hacer, por así decir, invisible la

86
pobreza, aunque exista como sufrimiento indivi­
dual, no tendrá consecuencias sociales. Las condi­
ciones de vida de las clases superiores, implican que
alguien pueda ser pobre en un sentido individual, es
decir, que sus recursos estén por debajo de las nece­
sidades su clase, sin tener por ello que recurrir a
pedir ayuda. Así, desde el punto de vista sociológi­
co, sería pobre sólo desde el momento en el que es
asistido. Esto vale también en términos generales:
sociológicamente, no aparece primero la pobreza y
luego la asistencia (aunque ésta sea la forma en que
suele presentarse desde el punto de vista de la per­
sona): se llama pobre al que recibe asistencia o,
mejor dicho, al que, aunque no la reciba, debería
recibirla por su situación sociológica.
Es exactamente en este sentido como la social-
democracia sostiene que el proletariado moderno es
pobre, pero en ningún caso un pobre. El pobre,
como categoría sociológica, no es el que sufre deter­
minadas deficiencias y privaciones, sino el que reci­
be socorros o debiera recibirlos según las normas
sociales. Así considerada, la pobreza no puede defi­
nirse en sí misma y por sí misma como un estado
cuantitativamente determinado, sino sólo en función
de la reacción social que nace de una situación
específica (al igual que el crimen, tan difícil de deñ-

87
nir como concepto inmediato, ha sido definido
como "una acción castigada con una pena pública").
Así también es como algunos definen hoy en día la
esencia de la moralidad: no ya como una disposi­
ción interior del sujeto, sino en función del resulta­
do de sus acciones; su intención subjetiva sólo tiene
valor si genera efectos útiles a la sociedad. Del
mismo modo, el concepto de personalidad no suele
considerarse como una cualidad inherente al ser,
que le conferiría una determinada función social,
sino que, por el contrario, se llama personalidades a
los elementos de la sociedad que desempeñan en
ella una función definida. Ya no es el estado indivi­
dual en su propia estructura lo que determina la
definición del concepto, sino la teleología social. El
individuo queda determinado por el modo en que la
totalidad que le rodea se comporta con él. Se trataría
así de una especie de continuación del idealismo
moderno que busca definir las cosas ya no desde las
esencias que tengan en sí, sino por las reacciones
que producen en el sujeto. La función de unión que
desempeña el pobre dentro de la sociedad no surge
del mero hecho de ser pobre; sólo cuando la socie­
dad (ya sea la totalidad o individuos particulares)
reaccionan a su pobreza ayudándolo, sólo entonces
tiene una función social específica.
Esta definición social del "pobre", a diferencia de
su definición individual, es la única que convierte a
los pobres en una especie de clase o estrato
homogéneo dentro de la sociedad. El mero hecho de
que alguien sea pobre no basta, como hemos seña­
lado, para incluirlo en una determinada clase social.
Pobre puede ser un comerciante, un artista o un
empleado, pero seguirán perteneciendo a la cate­
goría determinada por su actividad o posición.
Dentro de esta categoría, sus posiciones podrán ir
modificándose progresivamente en razón de su
pobreza, pero seguirán perteneciendo a esa cate­
goría y, por lo tanto, de ninguna manera quedarán
agrupados en una unidad sociológica particular dis­
tinta a su estrato social. Sólo en el momento en que
son socorridos (a menudo tan pronto como sus
situaciones lo exijan, aunque no reciban ayuda)
entran en un círculo caracterizado por la pobreza.
Este círculo no se mantiene unido por la interacción
de sus miembros, sino por la actitud colectiva que la
sociedad en su conjunto adopta frente a él. Bien es
cierto que se han dado socializaciones inmediatas,
como la guilda de los pobres, la Poorman's Gild en
el siglo xiv en Norwich,y también en Alemania.
Pero semejantes uniones de pobres se hicieron pron­
to imposibles: la creciente diferenciación de la

89
sociedad ahondó las diferencias individuales, en tér­
minos de educación, opiniones, intereses o trayecto­
rias, dentro de esos grupos haciendo imposible pres­
tar a una unión de este tipo la fuerza suficiente de
una verdadera agrupación.
Sólo cuando la pobreza lleva consigo un conteni­
do positivo, común a muchos pobres, éstos pueden
manifestarse como un grupo en sí mismo. Así, la
pobreza extrema, la falta de un techo, tiende a reu­
nir a los afectados en determinados lugares de refu­
gio en las grandes ciudades. Cuando se levantaron
en las cercanías de Berlín, los primeros almiares de
heno, los sin-techo -los Penner, o clochards- se
acercaron para aprovechar el colchón de heno. Entre
ellos se da una especie de organización incipiente:
cada distrito suele tener un jefe, el clochard al
mando, que asigna los lugares para pasar la noche y
dirime las disputas. Los clochards suelen evitar
escrupulosamente que se mezclen con ellos algún
criminal, y cuando esto ocurre, lo delatan a la
Policía, a la que a veces prestan buenos servicios.
Los jefes son personas conocidas y las autoridades
saben donde encontrarlas cuando necesitan infor­
mación sobre algún sospechoso.
Esta manera más precisa de definir la pobreza en
su forma extrema, como falta de techo, es la que

90
permite considerar a los pobres como un grupo. Por
lo demás, no deja de sorprender, que el aumento de
la prosperidad general, de la vigilancia policial y,
sobre todo, de la conciencia moral de la sociedad,
que, con su extraña mezcla de buenos y malos sen­
timientos, "no puede soportar" la visión de la pobre­
za, aboquen a la pobreza a esconderse cada vez más.
Esto mantiene más separados a los pobres y contri­
buye a que se sientan mucho menos solidarios entre
sí de lo que sucedía en la Edad Media.
La clase de los pobres, especialmente en la socie­
dad moderna, constituye una de las síntesis socioló­
gicas más singulares. Posee una gran homogenei­
dad, por lo que a su significación y ubicación en el
cuerpo social se refiere; pero carece completamente
de ella si tomamos en consideración las circunstan­
cias individuales de sus elementos. Es el punto final
común de los destinos más diversos: en ella acaban
personas procedentes de todos los niveles de la
sociedad. Ningún cambio, ninguna evolución, nin­
guna elevación y ningún rebajamiento de la vida
social se producen sin dejar un resto en el estrato de
la pobreza, como si de un depósito de reserva se tra­
tara. Lo más terrible en esta pobreza (bien distinta
del mero hecho de ser pobre, circunstancia que cada
cual debe resolver solo y que no tiene otra conse­

91
cuencia que la de conferir a nuestra situación habi­
tual, individualmente considerada, un colorido pro­
pio) es el hecho de que hay individuos cuya posi­
ción social es la de ser tan sólo pobres, pobres y
nada más. La existencia de estos pobres que sólo
son pobres resulta patente cuando la limosna se
convierte en práctica extendida, como en la Edad
Media cristiana o bajo los dominios del Corán. Pero
precisamente porque entonces la limosna se acepta­
ba como una institución inmutable, no traía consigo
amargura. Y la contradicción real propia de una
clase obligada a basar su unidad sobre algo pura­
mente pasivo, es decir, sobre el simple hecho de que
la sociedad se comporta -a c tú a - de determinada
manera hacia ella, propia de la evolución y activi­
dad de la época moderna, era una contradicción que
no existía entonces. Cuando el que recibe la limos­
na se ve privado de sus derechos políticos, queda de
manifiesto que no es, socialmente, otra cosa que
pobre. Debido a esta falta de cualificación positiva
propia, la capa de los pobres no puede, no obstante
la igualdad de su situación, producir por sí misma y
en sí misma fuerzas sociológicamente unificadoras.
De modo que la pobreza constituye una constela­
ción sociológica única: un número de individuos
ocupan, debido sólo a su destino personal, una posi­

92
ción orgánica muy específica dentro del todo; pero
esta posición no está determinada por sus destinos o
condiciones propios, sino por el hecho de que otros
(individuos, asociaciones, totalidades) intentan
corregir precisamente esas condiciones propias.
Así, lo que hace al pobre no es su estado de necesi­
dad. Desde un punto de vista sociológico, es pobre
únicamente aquel cuya necesidad acaba siendo asis­
tida.

93

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