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EPASEANTE

CANDIDO

3) Ediciones UNIÓN
A
"PASEANTE
CANDIDO — Jorge
Angel
Perez

PREMIO UNEAC DE NOVELA 2000


Edición y corrección: Ana María Muñoz Bachs
Diseño de cubierta: Francisco Masvidal
Diseño interior: Vivian Lechuga
Composición: Beatriz Pérez Rodríguez

O Jorge Ángel Pérez, 2001


O Sobre la presente edición:
Ediciones UNIÓN, 2001

ISBN: 959-209-368-7

)
Ediciones UNIÓN
Unión de Escritores y Artistas de Cuba
17 no. 354 e/ G y H, El Vedado,
Ciudad de La Habana
Aunque sean extensas mis gratitudes, las hago lle-
gar esta vez a mi madre y a Herminia: ¡se ocupa-
ron de tantas cosas mientras yo escribía! A Luis
Cremades y Stefano, quienes llegados, de España
uno, de Italia el otro, y sin que se limpiarar el polvo
del camino, se acercaron siempre para impulsar la
escritura cuando esta novela era sólo un proyecto.
A Maggie Mateo y Damaris Calderón, siempre
entrañables. Reina María abrió y prestó, cariñosa,
sus oídos en muchísimas lecturas; hasta dejó es-
capar algunos elogios. Aunque se prolonguen mis
recompensas, para Pedro de Jesús, unas veces
amigo, otras lo contrario. Y a Manuel Zayas, carl-
ñoso como una madre; y a Santana, el amigo de
violentas o apacibles borracheras; a Díaz Mantilla
y Claribel, siempre fieles; a la inteligente lectora
Muñoz Bachs; a Sofía y Roberto, que son de la
familia. A La Habana, por donde pasean todos:
Pepa, Cunegunda, Lisístrata, Job y puntos
suspensivos, para que sean más mis lealtades.

Para Antón Arrufat, por todo.


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Pese a todo, y aunque Dios parecía oponerse, he
llegado a ser modelo de Macho's, la fragancia de
los hombres.
Mamá está de lo más contenta: a los dos se
nos nota en la cara la felicidad. Llevamos la ca-
beza muy alta. Su alegría es tan intensa que dejó
de resistirse a mi petición: accedió a que des-
colgara de la pared de la sala el retrato que me
hicieron cuando cumplí seis meses. En él estoy
con la cabeza erguida, igual que la llevamos aho-
ra, y un pañal amarillo con flecos casi me cubre
todo, incluso la cabeza. Uno de los flecos me
tapa un ojo.
Después descolgué también las cinco caritas.
A ello mamá se resistió un poco más, pero terminé
convenciéndola porque mi propuesta era muy ten-
tadora. Las cinco caritas son cinco fotos impresas
sobre una superficie blanca de cartulina: en una
me río a carcajadas y en otra hago pucheros. Se-
gún mamá, para retratarme tuvieron que darme un
pellizco en la nalga: tras los pucheros vino la perreta,
y entonces hicieron la tercera foto, la que está en
el centro. Las dos de abajo son muy graciosas; en

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la primera intento unir el labio superior con la nariz para mos-
trar esa bobería que enseñan a todos los bebés y que llaman
“hacer un viejito”. En la última de las caritas tengo el dedo
índice en un hueco de la nariz. Fue idea de abuela. A pesar de
que a mamá le pareciera una indecencia, abuela Raquel estaba
encaprichada en que tal cosa resultaba un ejercicio perfecto
para estirarme la nariz. En algún lugar leyó que, como los be-
bés pasaban gran parte del tiempo pegados a la teta materna,
el desarrollo de su nariz se hallaba en relación directa con la
constitución de la teta: si era fláccida, la nariz se desarrollaba
perfectamente, los tejidos endebles no le hacían resistencia;
pero si la mujer tenía, como mamá, tetas fuertes y compactas,
éstas ejercían presión sobre los cartílagos, frenando el desarro-
llo nasal y, lo que era peor para abuela, la achataban como si
fuera la de un negro. De ahí mi manía desde niño de llevar el
índice a la nariz, mientras el resto llevaba el pulgar a la boca.
Gracias a este ejercicio mi nariz es bonita y mi olfato excelen-
te. Lo cierto es que las fotos eran graciosas, y no dudo que la
del pañal, al menos, constituía una premonición: anunciaba al
futuro modelo.
Vine a mi pueblo natal, Encrucijada, para darle la noticia a
mamá y entregarle un pequeño regalo. Para que ese regalo
expandiera su brillo y belleza, era necesario descolgar los retra-
tos de mi infancia. Por eso mamá no lo dudó más, como había
dudado cuando empecé a llevar novias a mi casa, y aquellos
retratos y los comentarios que provocaban me parecían ridícu-
los. Cuando alguna muchacha preguntaba por el niño de las fo-
tos, yo sentía vergiienza. Cuántas mentiras y falsas explicacio-
nes inventé como respuesta. Una vez puse de mal humor a mamá.
A la pregunta habitual respondí, con cierta pena en la cara, que
eran las únicas fotos que quedaban de mi hermanito, muerto
asfixiado por el mismo pañal que lo cubría. La muchacha palide-
ció, pidió disculpas por su indiscreción. Palidecía y se ruborizaba
casi al mismo tiempo, y esos tonos en su cara me hicieron correr

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al baño para echar una carcajada. La muy tonta creyó que huía
para que no me viera llorar. Al volver ya no estaba en la casa y,
apenada, se negó a verme de nuevo. La cantaleta de mamá, que
tuve que soportar, duró más de una semana.
Cuando la pared quedó vacía desplegué mi regalo: un pós-
ter donde aparezco anunciando el perfume Machos, la fragan-
cia de los hombres. Mamá gritó y aplaudió emocionada; saltó
feliz y me dio un millón de besos; creo que hasta lloró, y no era
para menos: su hijo parecía un dios griego, los bellos de verdad.
“Nunca debí llamarte Cándido, sino Adonis”, repetía incesante,
e insistía en que me mirara en el póster y pegara los ojos como
si fuera un espejo. En cuanto ella pudiera mandaría hacerle un
marco, lo cubriría con un cristal para protegerlo y que el brillo
aumentara. “El cristal es como el agua —decía—, engrandece
las cosas, las sublima.”
No le bastó contemplarlo ella sola. Quiso reafirmar su ale-
gría comprometiendo a otros. Llamó a los vecinos para que
vieran el póster desplegado en la pared de la sala, donde hasta
hacía poco rato estuvieran mis retratos infantiles. La reacción
de los vecinos fue parecida a la de mamá. Miraban el anuncio
y luego a mí, como si no pudieran creerlo. “¡Cándido converti-
do en modelo!” “El hijo de Consuelo es un primor.” “Si lo viera
su abuela.”
La noticia corrió por el pueblo. Quienes no eran amigos de
la casa se aventuraban a llegar al portal y miraban a través de
las persianas entrejuntas. A mamá no le molestó esta indiscre-
ción, más bien la complació, y desde otra persiana los espiaba.
Sonriendo al descubrirlos emocionados, boquiabiertos, daba
salticos y me decía al oído: “Se paran a mirarte. Les gustas.”
En el póster estoy sentado en el suelo, completamente des-
nudo, pero sólo se ven el torso y los muslos, las piernas y la
planta de un pie, el empeine del otro. No se ve todo lo que
tengo cuando estoy desnudo. El fotógrafo, habilidoso, utilizó un
contraste de luz y sombra al que llamaba “claroscuro”. La ca-

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beza está echada hacia atrás y las manos entrelazadas tras la
nuca. Fue un golpe de inteligencia del fotógrafo: los antebrazos
quedaron en línea recta, los codos semejan vértices de un trián-
gulo que se prolonga en los brazos, en el torso, y cierra en la
sombra que se cierne sobre la pelvis, como si fuera una pirámi-
de invertida. El torso puede verse completico, airoso, los
pectorales insinuados, exhibiéndose. Realmente mi pecho es
hermoso, sin un vello, y con muy poco en las axilas; en la foto
casi pueden contarse. Hay en ellos además una sorpresa excl-
tante: la gota desprendida que se escurre marcándose en un
costado. Ignoro si fue el perfume o el sudor, pero de cualquier
cosa que fuera, es en extremo atractiva. Después del ombligo
una sombra irrumpe en los muslos. Como estoy sentado las
nalgas no se distinguen, entran también en la sombra sugeren-
te. Por igual visibles, las piernas cruzadas y los pies. El claros-
curo despierta el morbo del que mira y pone en juego su imagi-
nación, dando paso a las especulaciones. ¡Si lo sabré yo! Algunas
veces me deslicé sigiloso por las tiendas de Obispo en las que
cuelga el póster anunciador para escuchar el comentario de la
gente, sus reacciones casi siempre exaltadas. Y claro, alguien
opina que las sombras ocultan algún defecto, pero en mi caso
eso no es cierto. El deseo curioso despertado por las sombras
es seguido por la necesidad de comprar el producto anunciado,
que no son mis atributos, sino el perfume.
Me han dicho que ya se vende en Madrid. Algún día se
venderá en París y en Roma. Lástima que no pueda estar en
esas boutiques elegantes. Quizá al descubrirme en el póster,
me contraten para una campaña de Armani, o Karl Lagerfeld
me proponga cubrir mi cuerpo con Chanel. Mis fotos estarán
en el setecientos tres de la Fifth Avenue, en el Two Rodeo
Drive de Beverly Hills, en Honolulu, en Río de Janeiro y hasta
en la Cochinchina. Cuando pienso en esto se disparan anhelos
y fervientes deseos: veo a Giorgio Armani y a Saint Laurent, a.
Gian Franco Ferré y a John Galiano, a Jean Paul Gaultier y a.

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Versace, en una trifulca enorme, queriendo sacarse los ojos
porque cada uno quiere llevarme a sus pasarelas y hacerme
exclusivo para sus desfiles. Me disputan y me sueñan. Yo,
Cándido, soy su Cameron Alborzian. Con gestos desde la pa-
sarela, Cindy Crawford me suplica que la acompañe y desfile
con ella.
Si estas ilusiones se hacen ciertas, no habrá en la casa de
mamá pared donde colgar los posters, y ella saldrá a la calle a
pegarlos en los árboles, en las columnas de la glorieta, en los
postes del alumbrado. '
Después de lo ocurrido y dadas nuestras pretensiones, mamá
comprendió que la mejor decisión, la más sensata, fue la de que
yo viajara a La Habana. En Encrucijada nada habría pasado.
Y no es que el nombre de mi pueblo sea también producto de
mi imaginación, es su nombre real. Si yo estaba en una encru-
cijada, vivía en Encrucijada, -sin que me apasionen los
simbolismos. Para mí lo real, mondo y lirondo. Muchas cosas
sucedieron antes de que mi cuerpo estuviera desnudo ante aque-
llos flashazos, las manos entrelazadas tras la nuca, la gota
escurriéndose en el costado, tan nimia, apenas perceptible. Qui-
zás esa gota sea el resumen de tantos sinsabores, mi despren-
dimiento de lo peor fijado en un retrato. Tal vez por ella tenga
que recordarlo todo, y no me arrepienta.

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Es posible que mi Rolex estuviera atrasado unos
minutos, o adelantado, por igual, unos minutos. Es
falso y no puedo confiar en él. Si lo uso mucho,
dicen que enferma la piel de la muñeca y produce
el tétanos. Sin embargo debo resignarme hasta que
pueda comprar uno auténtico. Mi Rolex fue fabri-
cado en Thailandia y no en Suiza, aunque lo parez-
ca, y tiene esfera amplia y las estrías de sus bor-
des doradas. En lo alto de la esfera está su corona,
también dorada, como si de verdad fuera el rey de
los relojes.
El secundario, el minutero y el horario giran
alrededor de la esfera como lo hacen las maneci-
llas de un Rolex verdadero; yo sé no obstante que
se retarda a veces y otras se adelanta, aunque
debajo de la marca diga oyster perpetual, y más
abajo alardee en inglés de que da la fecha exacta.
El minutero y el horario de ese Rolex falso,
fabricado en Thailandia y simulador de ser suizo,
marcó la una en punto de la madrugada, ni más ni
menos y, por muy inexacto que fuera, llegué a La
Habana sobre esa hora. Es decir, en la madruga-
da, que es el mejor momento para llegar a una

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ciudad; la importancia de las ciudades se conoce en las madru-
gadas por las luces que las alumbran. Eso fue lo más deslum-
brante, las luces del túnel, un túnel de losas blancas. Entrar en
La Habana por el túnel que atraviesa la bahía bajo el mar es
una emoción sin fin. Tuve la impresión de que entraba por un
haz de luz.
Después el ómnibus corría por una rampa levantada para
conseguir la ciudad. Luego el Anfiteatro, y más allá, siguiendo
el curso del ómnibus, a la izquierda, un parque largo, y al fondo,
el palacio donde alguna vez residieron los presidentes; por
encima del túnel que acababa de abandonar, un redondel pavi-
mentado con una estatua ecuestre al centro. El caballo, enor-
me y verdinegro como no son los caballos, como únicamente
se consiguen en las falsificaciones. Sobre el caballo de mentira
un hombre de mentira, que de seguro tuvo un original de carne
y hueso, y si no lo tuvo poco importa, porque el de bronce
montado en el caballo de bronce es perpetuo, como el movi-
miento de las manecillas de mi Rolex falso, como los leones del
Prado. Todo es falso en la ciudad, y la gente lo sabe. La gente
camina por encima del piso de granito del Prado como si cami-
naran por una vereda de tierra y hierba; se detienen ante la
cartelera de un cine y entran a ver una historia falsa, y eso me
gusta.
De pronto di con el Capitolio, el más majestuoso de los edi-
ficios de La Habana. Aunque algunos no crean lo mismo, me
parece maravilloso. Para mí su genialidad consiste en el tama-
ño, en la amplitud de sus jardines de césped parejito, tan dife-
rente del jardín de abuela, que había que chapear cada semana
y aun así la hierba nunca quedaba pareja.
Cuando me bajé en el Parque de la Fraternidad, no lo dudé:
el Capitolio sería el primer lugar en que me detendría. Parado
delante de la escalinata miré su cúpula gigantesca. Alcé la vis-
ta hasta llegar a la punta de la varilla que se levanta sobre la
cúpula, que comparé en mi mente con la pequeñez de la iglesia

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de San Pedro Nolasco, en Encrucijada, lo más alto del pueblo.
¿Cuántos metros separaban mi cabeza del extremo de la cúpu-
la? Algún día haré trazar dos ejes. Uno vertical, levantado a
partir de mi cabeza; el otro horizontal, como tangente al extre-
mo culminante de la cúpula. Desde el punto que formarán las
dos líneas al cruzarse, mandaré tirar una cinta métrica para
saber cuánto más alta es la cúpula que yo, cuánto debo crecer
para conseguir su dimensión. Si no puedo, evidentemente no
podré, supliré esa ausencia con billetes. Un billete encima del
otro, bien pegados, sin que entre ellos quepa una hebra de hilo.
Miles de billetes pegados unos a los otros, de mil cada uno, y
dólares. Entonces la diferencia no será tanta. O mejor no será,
y eso me contenta.
Ese día tuve que conformarme con mirar su altura, sentar-
me en la escalinata y pegarme a uno de los muros que la escol-
tan. Comprobé entonces que entre ellos y yo también había
una distancia enorme, como entre las estatuas gigantes de bron-
ce y yo. Sin embargo, no me preocupan esas diferencias, por-
que esa cúpula, esa escalinata, esas columnas, los gigantes de
bronce y hasta el diamante, algún día me serán consagrados.
Yo, Cándido, voy a ser el dueño del Capitolio y de susjardines,
por donde para caminar habrá que pedirme permiso. Pagaré
billete a billete el costo de este edificio maravilloso y, cuando
sea mío, le cambiaré el nombre, el que tiene grabado en la
fachada. O mejor, quitaré las letras que siguen a la A, dejando
las dos primeras, porque me sirven. En lugar de Capitolio se
llamará “Cándido”. El Cándido de La Habana lo llamarán to-
dos. En las tardes me asomaré a una de sus terrazas y agitaré
una mano, saludando a los curiosos que intenten observar la
cara del dueño del edificio más fabuloso de la ciudad.
Cuando ese día llegue no estaré sentado en la escalinata ni
con la cabeza recostada en el muro, sentado, sin saber a dónde
ir, en qué casa y sobre qué sábanas echarme a descansar. En
la de mi padre no podía presentarme. No por lo avanzado de la

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hora, sino por la insistencia de mamá en que recordara. “Re-
cuerda, Cándido, recuerda”, me decía siempre. Por ese recla-
mo recordaba, sentado en la escalinata del Capitolio, el día en
que quise conocer a mi padre, venir a La Habana, pararme
frente a él y decirle que yo era su hijo, el mismo a quien escri-
biera una carta hacía doce años, yo tenía seis. Cuando fui a
verlo por primera vez ya había cumplido dieciocho. Toqué a la
puerta de su casa, con un toque discreto, tímido. Temía tanto
que papá no me reconociera. Fue él quien abrió. Papá en el
umbral, con pantalones cortos y chancletas, preguntándome
qué quería. Le dije que verlo porque yo era su hijo; dije que mi
nombre era Cándido y mi apellido Pérez, como el suyo. Papá
se quedó en silencio y ni siquiera me mandó pasar. Por detrás
de su cabeza se asomó la cara vieja de Marcela, su mujer, y
esa cara a la que no podía verle el cuerpo porque estaba detrás
del de papá, me interrogó con los ojos y luego inició una cadena
de improperios. Interrogaba a papá, entre gritos, queriendo sa-
ber si aquel muchacho era en verdad su hijo; luego y de pronto,
exigía que me marchara, que no estuviera molestando a perso-
nas decentes. Esta Marcela no hablaba con naturalidad, tarta-
mudeaba muy nerviosa por el descubrimiento que acababa de
hacer. A ratos hablaba en inglés. Después supe que a los se-
senta años le dio por estudiar ese idioma, y que cuando lo apren-
diera intentaría con el alemán. “Nada para reprender como el
alemán”, la escuché decir con frecuencia. Aquel día usaba el
inglés. “Go, go home”, me gritaba la vieja. Y yo buenamente
pidiéndole que me permitiera hablar con mi padre, y ella voci-
ferando que él no era “my father”, y luego, “¿qué pinga your
father?” Tuve suerte sin embargo: por detrás de la cabeza de
Marcela apareció la de Minerva, y ella resultó más comprensi-
va, pues se proponía molestar a Marcela. Minerva era amante
de mi padre. Fue ella quien me invitó a pasar, me tomó por un
brazo y me sentó en una butaca, luego caminó a la cocina y
volvió con un vaso de batido de papaya, el que más me gusta.

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Papá seguía mudo. Marcela, naturalmente, entendió su silencio
como una aprobación. Por tanto, la emprendió contra él. Gritó
que mi padre era igualito a mi abuelo paterno, quien decía ser
comunista pero realmente no lo era, porque nunca olvidó su
pasado mormón. Por Marcela me enteré de que el padre de mi
padre, mi abuelo, estuvo exiliado en Estados Unidos, vivió en
Utah, junto al lago Salado, y de ahí venía su filiación mormona.
Marcela aseguraba que mi abuelo era un polígamo mormón
como su hijo, mi padre, y para probarlo miraba a Minerva y
después a mí. Lo amenazó con meterlo en la cárcel por biga-
mia, dijo que le complacería ver a papá ante la justicia, tratando
inútilmente de demostrar su inocencia. “Quiero verte entre re-
jas, lejos de tus mujeres.” Se metió en su cuarto y cerró la
puerta.
Fue Minerva quien preparó la cama donde dormí. Entrecerré
los ojos y vi entrar a papá, lo vi pasar un largo rato al pie de la
cama, mirándome callado. Quizá recordaba la única vez que
me viera, cuando apenas tenía unos meses, o la carta que me
mandó desde Praga. Quizá pensaba en un montón de cosas
que yo no supe porque no me dijo nada. Besó mi frente antes
de quedarme dormido.
Mientras estuve sentado en la escalinata, con la cabeza
recostada en el muro, recordé claramente lo que sucedió aquel
día en que por primera vez amanecí en casa de papá. Oí a
Marcela trasteando en la cocina, peleando. La vieja quería que
papá me mandara al mercado de Cuatro Caminos. “Algo tiene
que hacer para ganarse la comida.” Papá vino hacia mí, conci-
liador, con un papel en la mano y treinta pesos.
El papel tenía una lista con las cosas que debía comprar, al
lado los precios, y al final y a la derecha, el total. La vieja
Marcela lo planificó todo, y no me quedó otro remedio que salir
al mercado. Creo que siempre recordaré ese día. Mi llegada a
Cuatro Caminos, el más grande de los mercados, no tanto como
el Capitolio, pero de todas formas el más grande que conocía.

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Bullicioso, con el tierno bullicio de los mercados, la dulce alga-
rabía de las compras. Aunque lo intente, no podré olvidar lo
ocurrido, el gentío entrando y saliendo y yo parado en una de
sus enormes puertas, sin saber qué hacer, sólo mirando. Nadie
me había advertido de la emoción que habría de sentir al ver y
oír a tanta gente comprando, habiando alto, regateando. Nadie
me advirtió que el mercado ocupaba una manzana. Eso era
importante para un muchacho de dieciocho años que por pri-
mera vez venía a La Habana; tampoco me advirtieron que en
toda su extensión estaría repleto.
Al entrar tropecé con aquel cartel de letras desparramadas,
tan diferentes a las de mamá, quien aprendió a escribir con el
método de caligrafía Palmer en un colegio de monjas. El cartel
anunciaba la venta de manzanas al precio de cuatro pesos la
libra. La sola alusión de la manzana, el olor desconocido del
fruto, me hicieron temblar. A los-dieciocho años nunca las ha-
bía probado, sólo las oí mencionar. Abuela se quejaba de la
ausencia de manzanas en Navidad. “Una Navidad sin manza-
nas no es Navidad.” Cuando la fruta faltaba en la mesa Dios
no multiplicaba los panes y los peces; y tal vez por eso en
nuestra mesa fueron siempre escasos. Dios no multiplicó nada
en mi casa; creo que hasta nos dio la espalda. Por eso mamá y
papá nunca se casaron, por eso Dios permitió que abuelo mu-
riera cuando yo tenía seis años y un poco después se llevó a
abuela Raquel. Por no comer manzanas en Navidad Dios nos
recriminaba constantemente. Por eso estaba tan nervioso cuan-
do descubrí el cartel, porque entonces tampoco tenía dinero
para comprarlas. Esperando descubrir la palabra “manzana”,
repasé la lista de Marcela. Como eila tampoco conoció el mé-
todo Palmer y sus rasgos eran tan raros, podía encontrar la
indicación que me permitiera comprar manzanas y comerlas
por fin, pero nada encontré que me sirviera. Era tan triste tener
dieciocho años sin conocer la manzana, tan terrible mirar a los
que hacían la cola dispuestos a comerlas, incluso la vieja que

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tenía a mis espaldas, sin dientes, empeñada en mascar el fruto,
preguntando ansiosa que de dónde salían tantas. Una negra,
que también luchaba por comprar, le respondió a la vieja que
las mandaba el CAME. También quería manzanas el maricón
que a su vez respondió a la vieja cuando quiso saber qué cosa
era el CAME, y explicó la sigla diciendo que significaba “Co-
merán Ambrientos Manzanas Europeas”, y la vieja que dónde
estaba la “h” de hambrientos, y él respondió sonriente que el
hambre se comía primero las letras, después las sílabas, para
terminar deglutiendo todo el lenguaje. Entonces la vieja pareció
convencida y volvió a la carga preguntando si ellos alcanzarían,
y la negra replicó que sí, un sí rotundo. En la noche ella había
visto tres rastras llegar al mercado, las contó auxiliándose de
su dedo índice, y luego contó los sacos de cada rastra, trescien-
tos, y calculó que en cada saco cabrían doscientas libras. O
sea, que en cada rastra venían sesenta mil libras, y como eran
tres las rastras que llegaron esa noche al mercado, mientras
ella contaba auxiliándose de su dedo índice, hacían un total de
ciento ochenta mil libras de manzanas. Por tanto, había para
todos, y no tenían que preocuparse.
Sin embargo yo sí me preocupaba, y lo que era peor, a la
mente me volvían varios recuerdos, como el del cuadro colga-
do en la pared, en un lugar privilegiado de la sala, el que mi
padre le regalara a mamá cuando se conocieron. Era una re-
producción de La virgen y la manzana. Papá dijo que ella
merecía el original de Jean Menling, pero que ése no podía
regalárselo. Mamá ignoraba eso de originales y reproduccio-
nes, y se quedó muy contenta. Estoy seguro de que si alguien,
cosa improbable, quisiera cambiar la reproducción de mamá
por el original, se negaría de plano, porque la reproducción era
la que mi padre le había regalado. Así era de tonta, capaz de
perder un buen negocio por exceso de sensibilidad.
Los domingos, apenas levantada, hacía el mismo ritual:
entraba en la sala con dos periódicos, uno en cada mano, el

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primero húmedo y el otro seco. Con el húmedo limpiaba el
cristal del cuadro, quitando cada partícula de polvo, y con el
otro lo secaba y le daba brillo. Se paraba a cierta distancia
para contemplarlo, hasta que abuela anunciaba que el desa-
yuno estaba servido.
En el cuadro, una mujer con el pelo rojizo y un manto tam-
bién rojo sobre los hombros cargaba a un niño en su regazo,
ofreciéndole, con la mano extendida, una manzana. El niño in-
tenta alcanzarla, insinúa su_manita y, sin embargo, nunca la
agarra. La mujer tiende siempre la manzana, siempre el niño
trata de alcanzarla. Así están desde que los pintaron. Ella con
su manto rojo y el cuello de su vestido adornado de pedrerías, y
el niño desnudo. Detrás, y por una ventana, se ve el mismo
paisaje. Haga frío o calor, llueva o raje el sol las piedras, el
cuadro permanece inalterable. ,
Cuando era pequeño y oía levantarse a mamá, me tiraba
también de la cama y la seguía: pensaba que ella, como yo,
quería saber si en la noche, por fin, el niño había atrapado la
manzana. Me frustraba comprobar que el cuadro continuaba
igualito: la virgen ofreciendo, el niño expectante. Me parecía
una crueldad que ella no terminara de poner el ansiado fruto en
las manos del niño, a quien reprochaba su pasividad, su falta de
ánimo. Alguna vez pregunté a mamá por el tiempo que lleva-
ban así, y ella respondió que alrededor de quinientos años. Me
parecía ridícula la inmovilidad de ambos, la ausencia de ímpetu,
y me juré que yo sí comería manzanas, aunque tuviera que
gastar el dinero de las compras queme indicó Marcela. ¿Qué
otra cosa podía hacer un muchacho de dieciocho años que no
conocía la manzana? Si fuera necesario robar del dinero de
Marcela para comer lo que por tanto tiempo deseaba, lo haría.
No sería como el pobre niño expectante. No tendría su pasivi-
dad ni mis ojos golosearían la fruta.
Algo ocurrió entonces. La negra regresó del principio de la
cola con una noticia convertida en preguntas: ¿Dónde se me-

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tieron las tres rastras? ¿Dónde los trescientos sacos de cada
rastra, las doscientas libras de cada saco? ¿Dónde las miles de
manzanas que ella contara auxiliada por su dedo índice? Nadie
atinaba a explicarse lo que estaba ocurriendo. El maricón co-
menzó a consolarme diciendo que no me preocupara y que
comiera mangos, mameyes, piñas, tan sabrosos como las man-
zanas e igual de antiguos. Hablé de Dios, de la Navidad, de mi
abuela, y él habló de Buda con las piernas cruzadas, meditando
debajo de un mango, porque sus ramas eran menos frágiles
que las del manzano y no corría el riesgo de que una manzana
le cayera en la cabeza. Juraba el maricón que nunca un mango
cayó en la cabeza de Buda; de haber ocurrido tal cosa, habría
abandonado la meditación, las piernas cruzadas, el bosque de
mangos, recuperado su título de príncipe y su nombre de
Sidharta. Pero por mucho que intentó hacerme reír, no lo con-
siguió, me marché con la cabeza gacha, como sólo puede ha-
cerlo un muchacho de dieciocho años que no conoce la manza-
na y que no guarda esperanzas de conocerla. La tuve así gacha
hasta que sentí un hilillo de voz, levanté la cabeza y con los ojos
busqué de dónde salía. Era la de un viejo vendedor ambulante
que tenía manzanas, un saco lleno, y me las ofrecía disimulan-
do, medio oculto. Valían a seis pesos la libra.
No lo pensé dos veces, extendí la jaba, el dinero, y pedí
cinco libras. Salí como únicamente puede salir un muchacho
que sujeta una jaba llena de manzanas, con la boca abierta,
esperando el fruto. A lo lejos, como si brotara del mercado, una
música, el Gloria in excelsis Deo.
Todo el trayecto hasta casa de papá y Marcela lo pasé
dando gracias a Dios y tarareando el Gloria. Por primera vez
sentí que Dios me protegía, por la fruición con que comí la
manzana. Lo que no pude conseguir en tanto caminaba fue
idear una justificación que darles a papá y a Marcela, algo
rotundo que terminara por convencerlos. Cuando Marcela pre-
guntó por los encargos no respondí, apreté bien los labios y

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puse los ojos fijos en su boca. Ella preguntaba y yo perplejo,
mirando el movimiento de sus labios, su encía desdentada, llena
de hendijas. Mientras la miraba recordé lo que me contara
Minerva la noche anterior, cuando me preparaba la cama, so-
bre la ocasión trágica en que Marcela perdió su hermosa den-
tadura. Recién casada con papá, mi abuelo paterno, el polígamo
mormón, les regaló a los novios el lecho matrimonial, una cama
con dosel de madera labrada, preciosa, las cortinas rojas. Se-
gún Minerva, la pareja era muy feliz en aquel nidito. Marcela,
durante el tiempo del amor, contemplaba el labrado en madera
mientras papá la penetraba. En ocasiones, colgada de una de
las maderas del dosel, ponía su sexo a la altura de la boca de
papá. Quizás esto resultó su perdición y apresuró su desgracia.
Una noche en que dormía al lado de papá, roncando indiferente
y con la boca muy abierta, la barra del dosel, ya floja, se des-
prendió y cayó rotunda sobre su boca, pegando en el marfil de
los dientes blancos y perfectos. A la pobrecita recién casada la
barra le partió toda la dentadura. Después vino la sepsis, la
gingivitis y la escupidera de dientes. Aquella pobre infeliz, her-
mosa recién casada, terminó en una chillona y desdentada es-
posa. Desde ese accidente Marcela comenzó a odiarlo todo,
pero en especial los dientes ajenos. Ese odio me impedía abrir
la boca y confesarle que gasté el dinero en manzanas. De la
visión de mis dientes pasaría ella a imaginarse la forma en que
los hundiría yo en la masa del fruto, y cómo ésta cedía crujien-
do. Por eso apreté más la boca y escondí los labios. Ese gesto
defensivo puso de muy mal humor a la esposa de mi padre, que
esperaba una explicación, explicación que no le di, ni siquiera
insinué. Si abría la boca para hablar descubriría mis espléndi-
dos dientes, mi rosada encía.
La desdentada esposa tenía ocurrencias macabras para
empañar la sonrisa de los demás. Era capaz de echar piedrecitas
en las comidas. Después de cocinado, añadía algunas en el
arroz, y en los frijoles dejaba caer las más grandes. Esperaba

21
en la mesa, aguzando el oído. Cuando escuchaba el contacto
de una piedra con un diente era capaz de convulsionar. Se ba-
beaba al sentir chocar una muela con la rudeza de una piedra.
No podía disimular la emoción. Aplaudía, se carcajeaba; intro-
ducía la punta de la lengua en los vacíos de su encía y la cimbraba
en la profundidad del hueco. Tras el chasquido y el salivazo,
mostraba la lengua serpenteante a sus comensales. Mala y
sucia, su odio era crónico. En caso de que sus artimañas no
resultaran, se iba al cuarto, agarraba un peine, volvía a la mesa,
y ante el asombro de todos arrancaba con saña sus dientes.
“Aquí van tus molares, viejo traidor”, decía mirando a papá y
arrancando los dientes del peine. “Sin los incisivos serás poca
cosa, putica holguinera”, se refería a Minerva, y le extraía al
peine ocho dientes.
Por temor a que Marcela ideara algo contra los míos, no
abrí la boca ni cuando me amenazó con sus dedos artríticos y
zigzagueantes. Me limité a esquivarlos y continué de observa-
dor. Entonces fui yo quien planeó su venganza. Desde mi pues-
to de observación juré meter en cada hueco de su encía una
mecha previamente rociada en alcohol, hasta lo más profundo,
prender un fósforo y acabar con la boca de la desgraciada.
Imaginé su nariz, sus ojos, su cara, toda ella encendida. Sin
embargo, no pude vengarme. Papá también quiso saber lo que
hice con el dinero, y lejos de lo que yo pensaba, me puso de
paticas en la calle, sin admitir, aun cuando tuviera dieciocho
años, mi necesidad de conocer la manzana.

22
Sentado y recordando esos sucesos en la escali-
nata del Capitolio, la cabeza recostada en uno de
sus muros, maldije a papá y a Marcela, y muy ba-
Jito, para que nadie pudiera oirme y me creyera un
bobo o un loco que hablaba solo, le prometía mamá
que no volvería a esa casa aunque me muriera de
frío, aunque me muriera de hambre.
No obstante el juramento, no me complacía
nada quedarme a dormir en la escalinata. Si esta-
ba seguro de que algun día iba a ser el propietario
del edificio, no debía dormir allí, porque luego ten-
dría malos recuerdos. Dentro de sus paredes po-
día verme como una criatura indefensa que una
vez no tuvo dónde dormir. Prefería anular la posi-
bilidad de asociar el Capitolio con mi mala suerte.
Ante aquella mole nunca debía sentirme desam-
parado. Me propuse encontrar un lugar desde el
cual mirarlo y planear su conquista. Caminé hasta
el Parque de la Fraternidad y busqué un banco
desde el que pudiera observar mi objetivo, sin que
mi visión fuera afectada por uno de sus tantos ár-
boles. Me senté cómodo y subí las piernas para
que la sangre fluyera libremente, mientras miraba,

23
a través del oscuro follaje, la belleza del Capitolio iluminado
resaltando a lo lejos, sobrepasando cada rama y cada hoja con
su presencia. De repente me vi caminar por el Salón de los
Pasos Perdidos, inclinarme y tocar con la yema de mis dedos el
diamante refulgente en el piso, tras su armadura de bronce
pulido. Al diamante también lo llamaría “Cándido”. Juré que
llenaría el enorme salón de mármoles verdes con las fotos de
mis abuelos y de mamá, como si fuera la sala de nuestra casa.
Pondría la foto de abuelo en que aparece con sombrero y levi-
ta, la que se hiciera después de la pelea de garañones en su
lejana Galicia, en Ferreira de Ovaladouro. Antes de poner esa
foto, mandaría a quitar la parte donde aparece el garañón, por-
que a pesar de la victoria se ve cansado, y el jadeo lo obligó a
abrir demasiado la boca. Esa presencia del garañón podría
empañar la imagen del abuelo, por eso decidí hacer reconstruir
el retrato sin el animal. Como la cara del abuelo aparece llena
de felicidad por el triunfo de ese día en que su garañón pasó
todas las pruebas y derrotó a todos sus contrincantes, quien la
mire creerá que está feliz, no por el triunfo del animal, sino por
el de su nieto. De abuela Raquel tendría que poner la foto que
se hizo cuando era criada en casa de los Ibarra, en Santiago de
Cuba, donde lleva puesta una hermosa cofía blanca. Abuela
enviaba sus fotos dedicadas a su hermana Josefa en Galicia,
pero no le mandó la de la cofía, para que no se enterara de que
trabajaba como criada. En cuanto a mamá, no sabía qué foto
colgar en el Salón de los Pasos Perdidos. La muy infeliz apare-
cía triste en cuanto retrato se hacía. Decidí que llegado el mo-
mento un fotógrafo famoso le haría un bonito retrato, adornada
con aretes y un collar largo de bolitas blancas.
Esto soñaba, persignándome asustado por mis ideales de
conquista, cuando un tipo vino a sacarme de mi ensueño. Era
alto y flaco, me preguntó la hora. Mirando mi Rolex le respon-
dí. El tipo celebró el reloj y dijo que era “divino”. Cómo no iba
a ser divino un Rolex. Nada dije sobre su falsedad, pensé in-

24
ventar una historia, también falsa, una aventura extravagante
sobre el origen de mi reloj, pero él se dio cuenta y me resultó
imposible inventarla. Al poco rato quiso molestarme humi-
llándome. “Su Rolex parece fabricado en Thailandia. Los sui-
zos de verdad no se me despintan”, y de su chaqueta de
corduroy sacó un reloj que resultó igualito al mío, pero más
brillante. Se me encandiló la vista. Tan pequeño y parecía
más iluminado que el Capitolio. De las estrías que rodeaban
su esfera salía como una luz; de la corona y de cada una de
las rayitas que indican las horas, salía la misma luz; del minu-
tero, el secundario y el horario, la misma luz. Nunca vi un
reloj tan brillante. El tipo comprobó, comparando ambos relo-
jes, que el mío tenía catorce segundos de adelanto. Dejé de
mirarlo volviendo la cabeza bruscamente, para que entendie-
ra mi molestia por el goce que le producían la superioridad y
exactitud de su reloj fabricado en Suiza por los reyes reloje-
ros. Por unos instantes, que me parecieron eternos, sujetó,
entre el índice y el pulgar de su mano derecha, aquella tenta-
ción, pero yo me negué a mirarla. Clavé la vista en el Capitolio,
que me pareció más brillante que nunca. El consuelo me dio
resultado. No pensé más en el reloj del hombre inoportuno.
Cada cinco minutos exactos lo sacaba del bolsillo y corrobora-
ba, mirando el mío, la perfección del suyo. Aunque hay perso-
nas así de ostentosas, su ostentación no me intranquilizó. Algún
día, cuando sea dueño del Capitolio, ostentaré más y mejor: el
objeto de mi orgullo no será manipulable como un Rolex ni se
podrá guardar en el minúsculo bolsillo de una chaqueta de
corduroy; será infinitamente superior, tanto como relojes de la
marca Rolex quepan en el espacio del Capitolio; me prometí,
orgulloso, que nunca guardaría algo que cupiera en el bolsillo
de mi chaqueta, a menos que fuera una tarjeta de crédito o una
cuenta bancaria. Es una certeza que me acompaña. Por eso no
me dejé deslumbrar por la fosforera que también sacó de su
bolsillo, afirmando que era una auténtica Ronson. No me im-

25
presionó el brillo de su metal plateado, ni la llama limpia y ele-
vada, ni el sonido de la tapa al cerrarse. Si algo particular pro-
dujo en mí aquella fosforera fue el recuerdo de abuelo, que
encendía sus tabacos con una de igual marca. Lo recordé ha-
ciendo girar el tabaco en la boca, la fosforera resplandeciente
en su mano. Pero a diferencia del tipo del parque, abuelo era
elegante y manejaba la fosforera con mucha destreza. Al ver
que le ofrecía resistencia y que no me emocionaba con su
Ronson, la acercó para señalarme un escudo grabado que, se-
gún él, pertenecía a unos antiguos condes italianos emparentados
con él, también explicó la heráldica de la familia, que también
era la suya. Yo miraba el Capitolio y me resistía.
Ante algo no pude fingir desinterés: ante la cámara fotográ- '
fica Polaroid, de las que imprimen de inmediato y no hay que
esperar más que instantes para que nos devuelvan la imagen
revelada. La sacó también de un bolsillo de su chaqueta, y me
preguntó si quería hacerme unas fotos. Entre las cosas que
más me gustan está posar delante de una cámara fotográfica.
En eso me parezco a Raquel, que dedicaba parte de su vida en |
visitar a Celestino, el fotógrafo del pueblo. Gastaba un dineral
en el estudio del fotógrafo, con el pretexto de mandar fotos a
su hermana Josefa. Creo que abuela despreciaba realmente a
mi padre, no por habernos abandonado a mí y a mamá, sino
porque nunca pudo ver a su hija vestida de novia frente al lente
de Celestino, que la había retratado al nacer, en el bautizo y |
durante la primera comunión. Yo, como abuela Raquel, amaba |
ese momento previo, cuando el obturador abre el lente y la luz |
del flash ilumina el estudio. Me encanta, ante la cámara, fingir:
indiferencia, aunque las manos me suden y tenga que ocultar-
las en los bolsillos por temor a que el sudor descubra mi nervio- |
sismo, y desplegar mi sonrisa delante del aparato, y reproducir- |
la cuando tengo la cartulina con mi imagen. Adoro verme
repetido en una fotografía y descubrirme hermoso, como si me!
mirara en un espejo. Esa es otra de las cosas que me apasio-

26
nan. Ánte esos dos objetos soy un ser indefenso, sucumbo a su
poder, me rindo a su magia. Actúo para que me reproduzcan.
Sólo ellos me entregan en imagen. Y lo peor es que casi siem-
pre quedo inconforme y les ofrezco otra postura que considero
más hermosa. Soy, no puedo negarlo, un esclavo de los espejos
y de las cámaras fotográficas. Por eso, a su pregunta de si
quería ser fotografiado, no pude negarme y asentí. Quise retra-
tarme frente al Capitolio, con el gran edificio a mis espaldas, su
grandeza y mi belleza reunidas por un instante en una foto.
Parado ante el Capitolio estudié la mejor posición. Mis ma-
nos, al principio, parecían una llave abierta; y en las primeras
fotos quedé con ellas guardadas en los bolsillos, como tantas
veces, y el torso altivo. En las sucesivas, porque lo induje silen-
ciosamente a gastar el rollo entero, estaba más seguro y no
necesitaba levantar el pecho. Las imágenes devueltas resulta-
ban más naturales, sin la arrogancia de las primeras. Aunque le
pedí que se alejara para que todo el edificio quedara tras de mí,
incluidas la cúpula y la varilla que se alza sobre ella, no dejé de
observar el lente. Creía que podría mirarme en él, estudiar mis
movimientos, evitar el rictus de la cara. A pesar de la distancia
creí que me reflejaría en el cristal del lente. Así estuve hasta
que él anunció que tan sólo quedaba una posibilidad. Simulé no
mirar a la cámara, fingí mirar al cielo. Esa mentira, el intento de
buscar el cielo cuando en realidad buscaba mi figura en los
cristales del lente, me entregó una de las mejores. Conseguí
mirar al infinito, al menos lo aparenté, y esa apariencia de in-
conformidad y deslumbramiento me devolvió la foto de un án-
gel, por no decir la de un dios.
Cuando me dio el grupo de fotos, las miré una a una. Pre-
sentí que el tipo esperaba mi agradecimiento, pero estaba tan
embebido que descuidé ser cortés. Aunque procuro serlo, en
ese momento nada me preocupaba más que detenerme en cada
foto, sin prisa. Lo importante era comprobar, como hacía abue-
la cuando Celestino le mostraba encima de la mesa Jas fotos

27
que había tomado la semana anterior. ¿En qué consistía nues-
tra comprobación? Abuela se tomaba mucho tiempo mirando;
se mortificaba si una foto quedaba mal, le extendía a Celestino
el dinero y picaba la cartulina en cien pedazos que iban a parar
al cesto. Si la inconformidad era grave, les prendía fuego a los
pedacitos del retrato. Celestino nunca se atrevía a intervenir
opinando, para eso ella pagaba su trabajo; además, con el tiem-
po comprobó que su mortificación sólo tenía que ver con ella,
con su ineptitud para conseguir la imagen que esperaba de sí
misma, la que ella necesitaba. Por eso apoyé las rodillas en la
acera y desplegué las fotos sobre el primer peldaño de la esca-
linata. Posé los ojos en cada una, tanto como creí prudente,
estudié lo bueno y lo malo y concluí que en cada una y median-
te ellas me acercaba a la perfección que sólo conseguía en la
última, en la que, según mi fotógrafo, parecía un modelo. Él
también preguntó si me complacían, y moviendo la cabeza afir-
mativamente le alcancé la última, la más lograda, en la que el
Capitolio y yo parecemos obras de arte. El tipo no se mostró
muy interesado en mirar la foto. Era a mí a quien observaba
todo el tiempo, y sonreía con mis reacciones. Cuando fue a
guardar la foto en su bolsillo se la arrebaté con un impulso
rápido. Aceptó mi brusquedad con una sonrisa, y dijo que esta-
ba dispuesto a volver a retratarme cuantas veces yo quisiera.
Aunque aficionado a la fotografía, no se dedicaba a eso, pero si
yo lo deseaba me mostraría cientos de fotos que tenía en su
casa. No puedo negar que resultaba amable, no obstante yo
quería seguir mirando, y él no cesaba en sus ofrecimientos y en
darme conversación. Me propuso que le contara de mi vida y
afirmó que podía ayudarme en cualquier cosa. Yo me encon-
traba más interesado en mirarme retratado que en aceptar ayu-
da. Si al menos hubiera esperado un poco para hacerme sus
propuestas tal vez las habria considerado, pero escogió un mal
momento, y mi silencio lo llevó a hablar en demasía. Así supe
que era escritor. Del bolsillo de su chaqueta de corduroy sacó

28
un tomito con su nombre y un título, Mis discretos pasos so-
bre el césped de un parque citadino. En él contaba historias
y conquistas en el Parque de la Fraternidad. Una de ellas se
desarrollaba completica encima de la ceiba del parque, un su-
ceso real del que fue testigo. Todos los relatos de su libro eran
reales; si quería me los contaba en su casa y me ahorraba el
trabajo de leerlos. Pero yo miraba los contrastes, el color, mi
sonrisa y la altivez de mi torso en el papel de brillo. El tipo
aseguró que me haría famoso escribiendo lo que llamaba ya “el
suceso de las fotos”, donde contaría mi deslumbramiento con
el Capitolio y con las fotografías. Sugirió, subiendo otro pelda-
ño de la escalinata, que leyera un libro suyo en el que narraba
sus peripecias en una fábrica de varillas para medir el conteni-
do de la gasolina en tanques de autos rusos, y que si quería me
enseñaba a escribir cuentos. “Podrías escribir una buena histo-
ria sobre el Rolex falso.” Me dio pena su falta de lucidez: no
me interesaba el tema de sus relatos. Sólo quería estar con mis
fotos, descubrirme a cada instante parado ante el gigante de
cemento. Dije que no iría a su casa, no escucharía sus historias
ni deseaba que me enseñara a contarlas. Subió otro escalón
ofreciéndome brindar por nuestra amistad con brandy, con ron
o con whisky. Yo le hice saber que prefería la quietud de un
banco de parque, y le pedí que no subiera más peldaños, podría
marearse y caer dando volteretas. En el centro de la escalinata
y a voz en cuello prometió llevarme de viaje por el Caribe.
“Montego Bay te encantará.” A veces suelo ser torpe; no me
percato de las cosas que me convienen; puedo desaprovechar
espléndidas oportunidades por aferrarme a cualquier bobería;
en eso me parezco a mi madre, dispuesta a no cambiar su
reproducción de La Virgen de la manzana por el original.
Quizás debí aceptar alguno de aquellos ofrecimientos. Si en
ocasiones suelo ser obtuso, intuí sin embargo que el tipo no
supo escoger el momento propicio para invitarme. Tal vez de-
bió esperar unos días, cuando mi obsesión se hubiera calmado.

29
De haber escogido el momento, tal vez habría aceptado acom-
pañarlo a la Muralla China o a las islas del Mediterráneo. Pero
insistió en sus propuestas y nunca me dijo qué debía darle a
cambio.
Alguna vez, cuando tenga dinero y lo vuelva a encontrar, le
devolveré su rollo de fotos Polaroid. Sólo entonces estaremos
en paz.

30
Cuando un Rolex, aunque fabricado en Thailandia,
marca las dos de la madrugada en medio de una
ciudad extraña y oscura, uno se preocupa y siente
más frío que de costumbre. Á esa hora y en tales
circunstancias, las piernas pesan por el cansancio
y la incertidumbre, se sienten ganas de meterse en
la cama, sobre sábanas limpias y debajo de una
cálida frazada; a esa hora y en tales circunstan-
cias, uno sigue como un tonto las manecillas del
reloj y dudando mira al cielo, se olvidan las prome-
sas y se justifican las acciones a realizar. Si a esa
hora el infeliz se pone nervioso y suda a pesar del
frío de la madrugada, si se mete los dedos en la
boca y se muerde las uñas, terminará como yo,
caminando por la calle Teniente Rey para ocupar
un banco en la plaza del Cristo.
Tras un rato sentado me propuse idear una bue-
na historia, una historia terrible que sensibilizara a
mi padre y me abriera la puerta de su casa. Espe-
raba, si conseguía inventar esa historia, que me
dijera que era tarde, muy tarde para estar en la
calle tan desabrigado e insinuara con una sonrisa
que la cama estaba esperándome: tenía sábanas

31
limpias, una frazada, que no pusiera la máxima velocidad al
ventilador porque podría resfriarme. Imaginaba que si me deja-
ba entrar me seguiría hasta el cuarto para espiarme mientras
me quitaba la ropa. Esperaba que se asombrara por lo que su
hijo había crecido, y me lo hiciera notar diciendo que me había
vuelto un hombre, un hombre hermoso, como lo fue él en su
juventud.
Sin embargo no pude dar con esa historia. Por mucho que
apreté las sienes para activar mi cerebro no se me ocurrió una
buena idea. ¡Si al menos hubiera escuchado al tipo que me
aseguró que era escritor! Pero no lo escuché, ni le pedí que me
inventara una historia. Por eso no subí la escalera que lleva al
primer piso, donde queda la casa de papá y Marcela; ni me
paré ante la puerta, ni llamé pegando con los nudillos en la
madera, ni esperé a que papá apareciera en el umbral vestido
con un pantalón corto y un par de chancletas. Nunca he podido
inventar buenas historias, ni aquel día del mercado y las man-
zanas. Nunca consigo ser previsor, siquiera por unos minutos.
Resuelvo en la inmediatez, cuando ya no queda tiempo para
nada. Sólo cuando el suceso me muerde los talones puedo ha-
cer algo, cualquier cosa, aunque no sea oportuna. Abuela Raquel
opinaba que yo estaba marcado por la prisa, y que de seguro
esa marca procedía de la forma en que me concibieron. Nin-
gún muchacho concebido de esa manera puede llegar lejos. |
“Un hijo hecho así carece de perspectivas”, afirmaba.
Me quedé en la plaza del Cristo, contemplando el balcón de |
la casa al que cada tarde se asomaba la vieja Marcela, los
codos en la baranda y la cara entre las manos. Sus ojos escu-
driñaban la iglesia de enfrente. Minerva me contó la razón de |
esa insistencia. Marcela llegó una tarde al atrio de la iglesia,
vestida de blanco y acompañada por su padre. De su cabeza |
colgaba un velo larguísimo, y en el pelo recogido lucía una dia- |
dema de rosas blancas. Todos apreciaron la belleza de la no-
via. Papá estaba encantado. Los invitados cuchicheaban envi-

32
diosos mientras Marcela cruzaba el atrio, seguida por cuatro
damas de compañía, sus amigas del Instituto de La Habana.
Ese día no miraba a nadie. En su camino hacia el altar no ima-
ginaba algo que no fuera ella misma, desnuda y tendida en la
cama que le regalara su suegro, el interventor, aquella cama
con dosel de madera y hermosas barras labradas. Caminando
hacia el cura que la esperaba de pie en el altar, se veía desnu-
dita en su nido de amor, contemplando el labrado de las piezas
del dosel, esperando que papá entrara al poco rato, también
desnudo. Por eso la novia apenas escuchó al cura declarándo-
los marido y mujer, y sintió sólo el roce de las manos de papá y
el anillo abrazando su dedo. Así se enteró de que estaba despo-
sada.
En el balcón veía a Marcela, aunque el balcón estuviera
vacío y la vieja sin dientes en la cama con dosel; papá tendido
junto a ella, soñando con Minerva o con cualquiera de sus aman-
tes. :
En lugar de pedir de rodillas que me dejaran pasar la noche,
me conformaba con mirar el balcón. Si no subí la empinada
escalera ni toqué en la puerta, calculé la distancia entre el piso
y la acera y me acerqué al ventanal de la casa de los bajos, un
ventanal de grandes balaústres. Apoyé el pie derecho en una
de las barras de hierro que los atravesaba y el izquierdo en la
más alta, y me empiné de un salto para atrapar con la derecha
uno de los rosetones de hierro del balcón. Suspendí la izquier-
da, y en la subida sentí, bajo mi mano apoyada, un enorme
gargajo, denso y resbaladizo, sobre las losas del balcón. Recor-
dé que Minerva me había contado cómo Marcela, harta de
memorizar su boda y el suceso del dosel desprendido, sacaba
la lengua cimbreante, hacía una mueca, carraspeaba para ex-
traer un gargajo tras otro, y los tiraba sobre las losas hasta
quedarse vacía. Cada escupitajo respondía a una traición de mi
padre, en cada uno se hallaba su venganza. Papá era el hom-
bre que más odiaba las escupidas y más amaba las escupide-

33
ras. Guardaba en su armario de la sala diversas escupideras de
porcelana china y de Sévres, adornadas con motivos campes-
tres o escenas palaciegas, que nadie se atrevía a usar. Única-
mente Marcela era capaz de desafiarlo. Hurgando en su gar-
ganta podía pasar semanas aumentando los despojos que
derramaría en la que más gustaba a ambos: una de asas, que
representaba a una campesina rubicunda de pamela y quitasol,
las manos sobre el pronunciado vientre y la boca recogida como
culo de gallina. Marcela conseguía molestar a mi padre cada
semana, cuando éste descubría el fósil de un gargajo en el fon-
do pulcro de su escupidera. Sin embargo, no sólo escupía en
ellas, también en el suelo del balcón, en el mismo sitio en el que
estaba apoyada mi mano izquierda. Sentí que mi cuerpo tocaba |
lo más abominable de la vieja.
Para impedir la arqueada y salvarme del vómito, alcé la
mano y me la llevé a la boca. Pero nada pude impedir: sobrevi-
no incontenible. Y mi mano, siempre tan limpia, se llenó de
aquello. La mano derecha me traicionó: el asco fue más fuerte,
me desprendí del rosetón y caí al suelo, untado de vómito y
gargajo, a las dos y media de la madrugada, según mi Rolex
falso.
Durante mi empeño por hacer desaparecer la suciedad ras-
pando la mano contra el piso, comprendí que abuela tenía ra- |
zÓn: lo inmediato me cegaba, forzándome a planes terribles que
nunca salían bien. Estaba condenado a ser irresponsable por el
modo en que me trajeron al mundo, como ella se empeñaba en '
hacerme notar.
A cada rato le preguntaba qué cosa quería decir con aque-
llo, pero ni ella ni mamá estaban dispuestas a contarme.
Quietecito detrás de las puertas de los cuartos, con la oreja
pegada a la madera, trataba de averiguar algo, espiaba cada
una de las conversaciones, en las que no me dejaban participar.
Abuela peleaba exaltada. Con frecuencia oí el bofetón en la
mejilla de mi madre y luego la exigencia de una promesa. Pero

34
mamá nunca prometía nada. Quizás sabía que ese algo estaba
fuera de su control, que no tenía fuerzas para hacerlo. O tal
vez no quería evitarlo. Si lloraba arrepentida, al día siguiente
volvía a sentarse en el mismo sillón del portal. Se inclinaba un
poco a la derecha, en dirección a la oficina cercana, la nalga
izquierda levantada, caído el hombro derecho. Así seguía el
tecleo en la oficina agropecuaria. Poco le importaban los im-
properios que gritaba abuela, ni los golpes que le daba en la
cabeza, ni que la llamara “baldreu”, como califican en Galicia a
la gente basura. Mamá se conmovía sólo de escuchar el sonido
de las teclas, juntaba y abría las rodillas. Sudaba y hasta simu-
laba teclear sobre los brazos del sillón. Cuando el tecleo se
volvía intenso en la oficina, y el golpeteo de las teclas y el
sonido de la palanca moviendo el rodillo se tornaban evidentes,
mamá perdía toda razón, se tiraba en el suelo de rodillas y
entreabría la boca como si fuera boba. “Sólo te falta babearte”,
gritaba abuela Raquel. Lo decía porque no alcanzó a verla años
después, en la misma posición, pero ya con hilos de baba en las
comisuras de los labios.
Después de tantos pleitos y tantas horas con la oreja pega-
da, pude armar una historia. La supongo bastante exacta. Uní
cada instante que escuché a la abuela con las palabras por ella
arrancadas a mi madre. Así conocí, y no de otra manera, el
motivo de su exaltación al escuchar el golpeteo de las teclas en
la oficina agropecuaria. Esta historia se relacionaba con mi
torpe modo de actuar, al menos eso aseguraba abuela.
Como si le diera la razón, ahora estaba yo en el suelo. Nun-
ca conseguí la altura que precisaba para meterme en la cama,
debajo de la frazada, y mi mano sangraba tras restregarla en el
pavimento. Por culpa suya me alejé de la plaza del Cristo sin
poder entrar en la casa.
Todo tenía su origen en el modo en que me concibieron. Mi
padre llegó a Encrucijada para cubrir como reportero la zafra
del setenta, la de los diez millones. Debía relatar en un periódi-

3 97
co de La Habana las hazañas de los macheteros. Su llegada al
pueblo terminó desencadenando las cosas, incluso que su hijo
se cayera de un balcón a las dos y media de la madrugada.
Cuando llegó, mamá tenía veinte años y trabajaba como secre-
taria en un puesto de mando de la zafra. Era linda, joven y
excelente secretaria, y su jefe se la prestó al periodista haba-
nero recién llegado para que lo acompañara en su recorrido
por los campos de caña y los centrales azucareros. Papá, unos
años mayor que ella, se mostró muy amable. Iba siempre junto
a mamá en el asiento posterior del jeep. Ella desplegaba gra-
ciosa su agenda y, esmerándose, le indicaba los campamentos,
llamándolos por su nombre, y hasta le informaba la cantidad de
macheteros y de arrobas de caña cortadas que promediaba
cada uno.
Mamá se ruborizaba, sentía vergienza de que el periodista
la estuviera mirando todo el trayecto, y desviaba la vista, ha-
blando incesante y gesticulando. Entonces papá le sujetaba las
manos y la obligaba a mirarlo.
Después de cada recorrido, que terminaba casi siempre muy
tarde, papá se hacía acompañar por la secretaria a la pequeña
oficina, en la que solamente había una máquina de escribir so-
bre una mesa pequeña y una silla.
Con mi padre fue ella muy dócil. De sólo mirarla hacía cual-
quier cosa por él. Si se hubiera marchado después del trabajo a
su casa, donde vivía con mis abuelos, no estaría yo en estas
circunstancias, ni habría caminado tan desolado por Obispo en
plena madrugada. Pero mamá se quedaba, colaba café, y para-
da detrás de la silla, oía estremecida las teclas sonar fuerte y el
rodillo correr. Cuando llegaba al extremo, papá accionaba la pa-
lanca y aparecía la próxima línea en blanco, que llenaba de inme-
diato alabando la destreza del machetero tal, de la brigada tal, de
la compañía tal. Mamá, emocionada, sin poder contenerse, me-
tía los dedos en el pelo de papá y le daba masajes. Las ideas
fluían incontenibles y el tecleo aumentaba su velocidad.

36
Por lo dulces y bien escritas, sus crónicas se hicieron famo-
sas. Casi se percibía el olor a caña y a guarapo. Fueron las más
melifluas del país por aquellos días y lo habrían sido en cual-
quier época. Lo que nadie suponía, ni lectores ni jefes de papá,
era que su estilo no estaba generado por el encanto de la caña
o de su zumo, sino por el aroma que brotaba del sexo de mi
madre. Mientras él escribía sobre la dedicación al machete y a
la zafra, ella se dedicaba a su trabajo, arrodillada bajo la mesa,
con la caña de papá en la boca. Así daba comienzo a su zafra.
“Tienes un trapiche en la garganta”, le decía Raquel.
Trapicheaba con tanta pasión, que el rodillo corría a una veloci-
dad desenfrenada y fluía el guarapo que mamá sacaba de la
caña de mi padre. Si papá se detenía a pensar, si ordenaba una
idea, ella se detenía también para olfatear su gramínea, su caña
dura; la miraba alejada y la agarraba entre las manos. El sonido
creciente de las teclas la impulsaba a quitarse el blúmer. Salía
de debajo de la mesa con la falda alzada y el sexo descubierto,
se sentaba sobre papá. Erguido, por encima de los hombros de
su secretaria, él se inclinaba un poco a la derecha para mirar la
página, y al mismo tiempo se movía levantando la pelvis. Mamá
gemía como lo hace el trapiche cuando aprieta la caña entre
sus ruedas.
Así pasaron la zafra del setenta. En ella, decía abuela cuan-
do su irritación rayaba en el colmo, su hija fue una heroína del
trabajo. “Promedió diez millones de mamadas.” Pero su éxito
le duró muy poco. Al terminar la zafra, el periodista habanero
anunció que su trabajo en Encrucijada había terminado y que el
periódico lo llamaba para cubrir otro evento importante. Tal
vez la próxima temporada lo mandarían de nuevo al pueblo. Si
ella lo permitía, estaría encantado de visitarla.
Eso fue todo.
Mamá, sentada en el sillón del portal, enmudeció y se puso
pálida, se sonrojó, y entre sollozos suplicó que se la llevara con
él a La Habana. No le importaban los trabajos que tuvieran que

5
pasar juntos y le prometió que no se arrepentiría de haberla
elegido: ella lo haría escribir sus mejores crónicas. Esto moles-
tó inesperadamente a papá. No podía admitir que una guajira
se creyera responsable de la belleza de su prosa. Finalmente,
se negó a llevarla. Entonces mamá bajó su última carta: anun-
ció que estaba embarazada. Esa fue la primera vez que habló
de mí y la primera vez que di dolores de cabeza, porque papá
también anunció que estaba casado.
Tanto se asustó con el llanto de mi madre que llegó a pro-
meterle que no le daría la espalda ni la abandonaría, y ella, tan
dócil, se recostó en su pecho. Papá se fue al poco rato, prome-
tiendo volver al mes siguiente para conocer el estado del em-
barazo y la salud de ambos. Regresó en octubre del otro año,
cuando yo era un hermoso bebé de trece libras al que llamaban
Cándido, y llevaba el apellido del abuelo materno. Papá prome-
tió darme el suyo. Y esto sí lo cumplió. En un par de días mi
nombre seguía siendo Cándido, y mi apellido fue Pérez.
Por ese modo de concebirme, como afirmaba abuela, caí
del balcón; por la ligereza de mi madre y la irresponsabilidad de
papá, caminaba por Obispo, cerca ya de las tres de la mañana,
sin rumbo fijo. Aunque todos decían que abuela era empecinada
y solía ser maliciosa, debo reconocer que muchas veces tenía
razón.

38
Bajé por la calle Obispo, atravesé la plaza de Ar-
mas y eché unas monedas junto a la ceiba del Tem-
plete. Aunque no era día señalado lo hice. espe-
rando que el santo Cristóbal me diera su protección
y no tuviera que deambular el resto de la noche
mirando mi Rolex falso. Las eché también porque
no me gusta llevar menudo en los bolsillos; los en-
sucia y se termina pareciendo un pordiosero. Sien-
to placer al andar limpio y hago todo cuanto puedo
por conseguirlo, hasta botar el menudo de los bol-
sillos.
Parece que el santo no tenía gente que aten-
der, o quizá lo condolió mi cara de angustia en el
momento en que dejé caer las monedas; quizá fue
el giro lento de mi mano, el gesto de desidia, los
ojos tristes, desesperados. En cuanto me acerqué
al puerto, desde que divisé el muro del Malecón y
sentí el olor de las aguas pestilentes, empecé a
escuchar las notas de mi canción predilecta, Dust
in the wind. Fue un regalo del santo Cristóbal para
que olvidara un poco mi tristeza, el desconcierto
que me producía la soledad en una ciudad tan gran-
de. Cuando escuché esas notas vinieron a mi mente

39
recuerdos de Justina, quien fuera mi novia desde la sala de
parvulitos en el círculo infantil. Justina, tan linda, tan pícara.
Nada había en el mundo que se propusiera que más tarde no
fuera capaz de realizar. Se las agenciaba para que bajara los
párpados mientras escuchábamos la canción. Me convencía
con el cuento de que si los bajaba me daría besitos con la punta
de la lengua y luego con toda la boca. Me resistía, y gustoso la
miraba, enfurecida o cariñosa, tratando de convencerme con
estrategias disímiles. Justina siempre se salía con la suya.
Cerrados mis ojos esperaba complacerla, pero antes disfru-
taba de sus pupilas dilatadas por la exaltación. Sólo así accedía
a sus caprichos. Entonces Justina cantaba 1 closed my eyes/
only for a moment and the moment's gone, y aseguraba estar
loca de ganas de meterse en mis sueños; sin embargo donde
realmente se metía la pícara Justina era en mi portañuela, ma-
nía que consentí desde que éramos párvulos. Caminaba de pun-
tillas, se detenía en mi catrecito de lona y me despertaba de la
siesta. Abría con cuidado la portañuela, llegaba con su boca
hasta mi cosita. Entusiasmada la besaba y abrazándola con sus
labios, se la metía casi hasta la garganta. Desde pequeñita la
celebraba y decía que le encantaba su tamaño.
Recuerdo aquella vez en que llegó como siempre, caminan-
do despacio y de puntillas. Justina era muy inquieta y le costa-
ba conciliar el sueño. Arrodillada ante mi catre, frente a mis
ojos vi los suyos. De inmediato entendí que algo se traía entre
manos. Sus pupilas dilatadas anunciaban que tramaba alguna
cosa. No podía pensar sin que se le dilataran las pupilas. Cuan-
do estuve bien despierto llevó el índice a la boca. El dedo, para-
do como una vela dividiendo los labios, indicaba que hiciera
silencio y la acompañara sin chistar. Como tantas veces, la
seguí.
Silenciosa, me guió a la sala de parvulitos. Tenía la entra-
da protegida por una reja de hierro. Sin hablar indicó que
subiera, pasara al otro lado y corriera el pestillo que mantenía

40
la reja cerrada. Ya dentro, Justina fue cuna por cuna, estiró
los brazos por encima de las barandas, sus manos pequeñísi-
mas sostuvieron los cuerpos de los párvulos, y con gran es-
fuerzo sacó a cada uno. Dejándolos en el suelo, los instaba a
que evadieran el encierro, palmeando sus nalguitas como si
fueran potros. Al parecer a los parvulitos tampoco les gusta-
ba el encierro y huían gateando. En esa sala dormía un niño
que balbuceaba algunas palabras y daba pasitos. Los enca-
minó a la oficina de la directora y le contó, como pudo, lo que
Justina y yo hacíamos. .
A los dos nos amonestaron delante de todos los bebés, quie-
nes, Otra vez en sus cunas, nos miraban casi agradecidos y
parecían invitarnos a no abandonar el empeño, a que los visitá-
ramos de vez en cuando por las tardes. Quien estaba muy fu-
riosa era la directora. En su amonestación dijo, refiriéndose al
delator, que tal comportamiento era el que esperaba de todos
los niños, desde los parvulitos a los de preescolar. Justina exhi-
bía sus ojos rojos y las pupilas dilatadas. Estoy seguro de que
mientras la directora nos obligaba a escuchar su discurso, pla-
neaba la manera de dejarla encerrada definitivamente.
Como Justina, la muchacha tenía las pupilas dilatadas y en-
rojecida la córnea, semejante a la de los peludos que la acom-
pañaban con la guitarra mientras ella cantaba Dust in the wind.
Se dio cuenta de que me gustaba esa canción, vino hacía mí,
por eso supe lo de sus pupilas y su córnea. Vino silbando los
últimos acordes, el final de violines. Y creo que fue mejor que
silbara, los peludos rasgaban mal las cuerdas.
Por la felicidad en mi cara y por mi entusiasmo, quiso brin-
dar. Extendió el brazo, en la mano la botella de ron, y aunque le
estaba agradecido, me negué. Me negué porque no me gusta el
alcohol; para mí el agua y el batido de papaya con mucha le-
che. Eso le dije y que estaba muy cansado del viaje. Sin embar-
go, empecinada como Justina, movió el mentón y ofreció de
nuevo la botella. “Nada para el cansancio como un buen trago.

41
El alcohol es como la sangre de Dios.” No debía negarme a
que su sangre fluyera por mi torrente sanguíneo y se juntaran
ambas. Bebió un trago largo y la botella pasó a los peludos de
mano en mano. Yo deseaba que resbalara de una de esas ma-
nos, cayera al suelo y se hiciera añicos, que el alcohol se
expandiera en el piso y terminara evaporado.
No resbaló, llegó intacta a mis manos, destapada. Ella mo-
vió el mentón ligeramente. Casi suplicante pidió que la acom-
pañara; si no me negaba me regalaría otra vez la canción
completica, desde el inicio hasta el final de violines, que ella
nunca mentía, que hiciera la prueba.
Acepté.
¿Cómo no hacerlo ante tanta insistencia? ¿Cómo resistirme
a la súplica de una mujer empecinada y de pupilas enormes?
Se mostró feliz y me dio un beso en la mejilla, prometiéndome
que podía ser más pródiga, pero eso dependía de mí. Con la
botella entre las manos no pensé en beber, más bien ideaba la
manera de simular que bebía. Ella, intuitiva, pidió que doblara el
codo, inclinara la botella y dejara por fin al líquido entrar en mi
garganta. Miraba mi nuez de Adán y la línea de flotación del
líquido. Esperaba.
Tomé por complacerla, no porque sintiera ganas. Siempre
he sido débil con las mujeres. Por esa debilidad sobrevino la
arqueada. La muchacha me obligó a taparme la boca y a tra-
gar. Volví a empinar la botella, dejé que fluyera el líquido, pasa-
ra a mi garganta, entrara en mi torrente sanguíneo y con él se
uniera. No la abandoné hasta el instante en que sonaron los
violines, silbados por su boca. Se apagaron los silbidos cuando
sus labios se aferraron a los míos. En ese instante se dejaron
de escuchar: la muchacha me besaba.
Los peludos aplaudieron. Uno de ellos buscó en sus bolsi-
llos, todos esperaban. Por fin salió el frasco, pequeñito, lleno de
pastillas. La primera en tragar una fue ella. La supuse enfer-
ma. Todos lo estaban. Por la humedad de las noches en el

42
Malecón se resfriaron. Eso creí. Yo no estaba resfriado. Nun-
ca estuve enfermo. No tenía dolores. No quería pastillas.
“No hace falta estar enfermo. Las pastillas no curan el res-
friado, curan el cansancio, más bien lo alejan, no se piensa en
él.” Eran el cuerpo de Dios. El cuerpo de Dios en una pastilla
minúscula.
Lo mismo decía abuela Raquel. Ella me servía a Dios en el
plato, lo llevaba a mi boca. Dios estaba en el arroz, en los frijo-
les, en el huevo frito, estaba incluso en el quimbombó, que muy
poco me gustaba. Dios erael pan que comía, el agua que toma-
ba. Estaba en el tomate, en la acelga. Iba del plato a la boca,
viajaba en cuchara. Nunca me gustó esa historia. De pequeño
temía la existencia de un cuerpo extraño dentro del mío, un
cuerpo ajeno espiando mis movimientos, cada uno de mis ac-
tos. Con Dios dentro estaría al descubierto. Si tanto hablaba
con abuela, como ella misma decía, terminaría delatándome.
Dios de chivato y abuela de zurrona. “No quiero pastillas. No
temo al cansancio.”
La muchacha insistía, ofreciéndome la posibilidad de que el
bien me visitara, definitivo se estableciera en mí. Mejorarían
mis percepciones si lo sabía utilizar. Mostraba la pastilla cerca
de mis ojos, redonda, dividida al centro por una hendidura como
diámetro de círculo perfecto, como únicamente podía ser Dios.
Dije que la tomaría si me dejaba dividirla a la mitad, atravesarla
en su hendidura.
Se negó. “Dios es uno e indivisible.” Si tomaba la mitad no
estaría tomando a Dios, sino a su perversión, al diablo. Hacer
tal cosa era un sacrilegio. A ella le sentaban de maravilla, y
volvió a mostrarla.
Uno de los peludos la interrumpió.
Se llamaba Esteban y adoraba las pastillas; hacía cualquier
cosa por conseguirlas. Se dedicaba a la filatelia. Mejor, a la
venta de sellos. Muchos vendió desde que conoció el bien que
hacían las pastillas, la alegría que le proporcionaban. Coincidió

43
su filiación con el descubrimiento de varios álbumes en la casa
en que residía con su tío. Los sellos y las pastillas resolvieron
su vida. La primera vez que las tomó llevaba dos días sin co-
mer, y al poco rato desapareció el hambre. Esa noche, a su
regreso, sorprendió al tío Ramón contemplando los sellos, los
álbumes desplegados encima de la mesa; ni siquiera percibió la
presencia de su sobrino. Con la lupa se detuvo en un sello,
sonreído palmeó y anotó una cifra. Esteban supuso que era el
valor del sello. En uno de los extremos decía England, y había
sido emitido en el siglo diecinueve. Esteban, asomado por enci-
ma del hombro del filatelista, observó la estampilla. En la noche
entró en la biblioteca y buscó entre los álbumes. Allí estaba el
puente sobre el Támesis, en negro; al fondo, Londres y el río,
en tono sepia. El sello databa de 1866, y recordaba los doscien-
tos años del incendio de la ciudad. Era el viejo puente, Londres
antes del incendio. Hurgó en las anotaciones del tío para cono-
cer el precio. Nada averiguó. A la mañana siguiente salió con
el sello en el bolsillo. No sintió remordimientos. El tío lo obliga-
ba a pasar hambre.
Pasaron varios días sin que pudiera venderlo. Alguien le
habló, después de una semana, de la rusa. Vivía en Alamar, en
la zona diecisiete, o sea, en la Siberia. Se nombraba Natalia, el
apellido era Obraztsova. Debía apearse en la última parada de
la ruta de Alamar. El edificio era verde.
Natalia apareció en el umbral. Molesta aclaró que no era
rusa. “Nací a orillas del Báltico, en Lituania. Soy lituana, no
rusa.” Con el sello en la mano dijo que podía llamarla Nati, y si
le resultaba más cómodo que lituana, podía suponerla rusa. Nati
no dudó en pagar cincuenta pesos, en cinco billetes de diez.
Uno por uno entregó los billetes. “Puedes venir cuantas veces
quieras. Esta es tu casa. Serás bien recibido.” Para cerrar el
trato sirvió vodka en copitas de cristal de Bohemia.
Cuando volvió con el sello en que aparecía la cara de Guille
naranjita, como él llamaba a Guillermo de Orange, Natalia

44
Obraztsova no vivía ya en el mismo sitio. Había permutado su
pequeño apartamento por una casa en Miramar, con jardín sem-
brado de flores, césped y piscina. La casa estaba en Quinta
Avenida. Esteban se alegró, a fin de cuentas su tío vivía cerca,
a sólo dos cuadras. Otra vez Nati sirvió vodka. Le dio otros
cincuenta pesos y le regaló la botella.
Esteban y la muchacha encontraron a Manolo, el de
Cabaiguán, en el Malecón. Con él se bebieron la botella y to-
maron las pastillas. Para dos paquetes y medio alcanzaron los
cincuenta pesos. Manolo se merecía beber vodka y tomar pas-
tillitas. Después de tantos reveses estaba triste, sus ojos apa-
gados, ni siquiera las pestañas larguísimas le daban lucimiento.
Tomó las pastillas y el vodka, olvidó que se había bajado como
yo, una madrugada, en el Parque de la Fraternidad. Con una
diferencia respecto a mí: no fue al Capitolio sino al Payret, del
que le hablara Benigno, el proyeccionista del cine de su pueblo
y que antes había sido el dueño. Todo cuanto Manolo sabía de
cine, Benigno se lo había contado. Obnubilado quedó con su
iluminación, con las letras de luces que anunciaban la película.
Sintió frío en las piernas y ese frío fue subiendo, y cuando llegó
a la cabeza, la vista nublada, el cuerpo sin peso, fue una plumita
en el aire y cayó al suelo.
Con la pastillita Manolo olvidó la cara de aquel hombre
alto y flaco, abrigado con una chaqueta de corduroy. Olvidó
las fotos en el Payret, el paseo por La Habana en el auto del
escritor para ver los cines de la ciudad, la casa en el Vedado,
el edificio gigante, la puerta amplísima, los balcones que se
abrían al Malecón. Olvidó el sonido del mar. Gracias a las
pastillas, olvidó la confianza que puso en él, aquella noche en
que le contó sus anhelos de ser director de cine; gracias a las
pastillas olvidó las muchas cervezas para celebrar el encuen-
tro. Olvidó la música, baladas del Brasil: Elis Regina, Chico
Buarque, Caetano Veloso, Gal Costa. El escritor bailaba feliz
por el encuentro, le gustaba ayudar a los jóvenes. “Es mi mi-

45
sión en la tierra.” Donde había un joven, ahí estaba él. Pro-
metió llevarlo a la escuela de cine de San Antonio de los Ba-
ños, era amigo del director; para celebrarlo pidió a Manolo
que le concediera una pieza y bailaran con Elis Regina. Ma-
nolo olvidó su disposición, su cuerpo erguido dejándose guiar.
Quería olvidar y olvidó con las pastillas, las manos que hurga-
ron en su portañuela, aquello que tocaba era “el mejor ali-
mento para los hombres de mi edad.” Olvidó el amanecer en
la cama, el semen entre las nalgas, y la cara feliz del escritor,
hasta le aseguró a Manolo que se había permitido servirse de
él. Olvidó el desayuno con que recibieran el día, con el que
celebraron la noche anterior, panecitos rellenos con jamón y
queso. “Croissants”, dijo el hombre, y Manolo tragó de un
bocado, y de dos sorbos el jugo de frutas. También olvidó el
examen. Pero antes de que consiguiera olvidar con las pasti-
llas, estuvo sentado frente a ese examen. No dudó en escri-
bir: El asesinato del duque de Guisa, película de Pathé
Fréres que alcanzó la increíble cifra, para esos días, de mil
metros de cinta. Benigno era una enciclopedia cinematográ-
fica, la citó muchas veces en sus conversaciones, después de
la última función. Manolo consiguió olvidar, pero ese día ex-
plicó, sin detenerse por dudas, todo el funcionamiento de los
cilindros concéntricos del zootropo que patentara en 1883
Horner, uno de los antecedentes del cinematógrafo actual. El
movimiento de su lápiz fue ágil y la caligrafía segura, clarísi-
ma. Dejó de sudar y temblar, sonreía escribiendo las respues-
tas en la hoja que le entregara un miembro del jurado exami-
nador de la Escuela de San Antonio de los Baños, donde quería
estudiar cine y hacerse director. El muchacho estaba seguro
de su triunfo. Veía su nombre en las marquesinas del gran
cine Payret, el mismo del que le hablaba Benigno, a quien, si
continuaba vivo, traería desde Cabaiguán como asistente en
sus rodajes. Olvidó lo que vino después, el momento en que
leyó la pregunta sobre los títulos de las películas en que traba-

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jara Mary Pickford. No recordó ninguna. Buscó en su memo-
ria las conversaciones nocturnas con el viejo. Aquella enci-
clopedia cinematográfica debió comentarle algo sobre la ac-
triz, el nombre de algunos de sus filmes, sin embargo no recordó
nada, sin pastillas había olvidado. No recordaba ninguna pelí-
cula de Mary Pickford. Silencioso y silenciado se levantó sin
responder; se marchó de la Escuela de cine, y el hombre que
se sirviera de él la noche anterior no lo esperaba para ayudar-
lo. Por eso tomaba las pastillas y bebía vodka: para olvidar
que había olvidado. Le dio por decir que había llegado tarde a
todas partes; a La Habana, a la Escuela de cine. Esperando
en San Antonio el ómnibus hacia La Habana, vio ante sí la
vieja figura del proyeccionista. Desplegaba las manos, movía
el cuerpo delgado, gesticulaba, pero no hablaba. Manolo re-
petía la imagen una y mil veces en su cabeza. En el cuarto de
proyecciones del cine de Cabaiguán, se movía exaltado el
proyeccionista, miraba al techo, levantaba las manos, entre-
abría los dedos y por fin las palabras salieron incontenibles de
su boca. Manolo escuchó el nombre de Mary Pickford, un
elogio, un ditirambo; después, el título de una película, Co-
queta. El viejo mencionó la rara belleza de la diva y su regia
actuación, que mereciera un Oscar. Manolo sintió deseos de
regresar a la escuela y suplicar al jurado que le devolviera el
examen para responder. Cuando caminó decidido, vio pasar
un auto descapotable: el presidente del jurado examinador
conducía y en uno de los asientos traseros viajaba el escritor
que tantas cosas le prometiera la noche anterior. El tiempo
del examen había terminado. Manolo llegó tarde. Yo nada
mencioné. Sentí vergúenza, temí ser descubierto. Aunque no
acepté ir a la casa del Vedado ni me monté en el auto, me
dejé retratar por el hombre.
Esteban y la muchacha encontraron a Manolo en la parada
esperando el ómnibus y le ofrecieron una pastilla. Nunca vol-
vieron a abrir un paquete si no estaba presente, para que no

47
sintiera que llegaba tarde, para que con las pastillas olvidara
que quiso ser director de cine y había fracasado, para que olvi-
dara las falsas promesas, y que en lugar de preguntarle por
Janet Gaynor en El séptimo cielo o por Luise Rainer, con sus
dos Oscars seguidos, que en lugar de preguntarle por Joan
Fontaine, Jennifer Jones o Bette Davis, le preguntaron por Mary
Pickford. Por eso, después de la venta del sello de Guille naranjita
fueron a buscarlo al Malecón, para que olvidara que había olvi-
dado. Pestañona Ryder, como sus amigos lo llamaban por las
largas pestañas y la cinefilia, consiguió olvidar gracias a las
pastillas y al alcohol.
Por eso Esteban insistía en que yo aceptara tomarlas, y
también insistían Pestañona y la muchacha de pupilas dilata-
das, elogiando sus efectos. Esteban vendería completa la co-
lección del tío Ramón con tal de que no faltaran. Le tenía una
sorpresa a la rusa. La mostró displicente. Un sello emitido en
Inglaterra en 1840, ideado por Rowland Hill. Era el primero de
los primeros, el más antiguo de los antiguos, y allí estaba, en su
bolsillo. Cuando lo mostrara a la rusa no se negaría a pagar.
Pediría cien pesos para comprar pastillas.
Acepté y tragué por fin. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Al poco rato desapareció el cansancio, el miedo a no tener
un lugar donde dormir. El Malecón de las cinco de la mañana,
según mi Rolex falso, no me pareció tan solitario. Fui feliz,
acompañado por ella y los peludos, y les pedí otra vez la can-
ción. Fui feliz, inmensamente feliz, como nunca antes. Había
que ver cuánto me reía. También a ellos les dio risa, como si mi
risa se las provocara. Caminábamos muertos de la risa, tanto,
que la letra de Dust in the wind era interrumpida por las car-
cajadas; incluso ella interrumpió su silbido, el que hacía para
simular el final de violines.
Cuando terminó la canción, todavía riéndonos, nos detuvi-
mos en un parque. “Estamos en Calzada y K”, dijeron los pelu-
dos. La muchacha me invitó a subir al edificio. Yo creí que era

48
su casa. Me gustó el edificio, era mejor que donde vivían
Marcela y mi padre. Que estuviera en el Vedado, cerquita del
Malecón, era lo que más me gustaba. Si las pastillas me habían
quitado el cansancio, me habían llenado de una euforia extraña,
llena de olvidos, decidí ver el edificio donde la suponía viviendo.
Ella me tomó del brazo y con un movimiento indicó que subié-
ramos.
La puerta de acceso era enorme, casi tanto como la entra-
da del Mercado de Cuatro Caminos. El interior, muy iluminado.
En la planta baja había grandes salones. No tomamos el eleva-
dor. La gorda que lo manejaba nos miró extrañada; creí que,
molesta con la muchacha por la hora, de seguro les daba las
quejas a los padres al día siguiente. Subimos por la escalera.
En el primer piso me sorprendió una pizarrita de fondo negro
con varios nombres. Supuse que eran las señas de los inquili-
nos y el número de sus apartamentos. No pude leer los nom-
bres porque tenía dilatadas las pupilas, y disimulé el encanta-
miento que me producían la majestuosidad del edificio, la
amplitud de sus salones de paredes blanquísimas.
En la segunda planta vi tantos salones como en la anterior,
con sillones alineados. La gente en esta casa debía de tener
tiempo para el ocio. Los imaginé sentados, entregados a la con-
versación o al descanso. Y eso encontré en el salón siguiente.
A pesar de la hora, conversaban como si fueran las tres de la
tarde. Me extrañó que ella no saludara a nadie. Caminó al cen-
tro, hasta el lugar donde había una caja gris. Sobre ésta puso
una mano, la derecha. Por un cristalito miró al interior y se
enjugó una lágrima.
Rabié con mi descubrimiento: estábamos en una funeraria,
y habíamos entrado a ver a un muerto. Después de tanta ale-
gría, de tanta euforia y de Dust in the wind, la condenada me
llevaba a mirar la cara inerte de un muerto. A mí, que ni siquie-
ra miré la de José, mi abuelo materno, el primero en morir, ni
tampoco la de mi abuela Raquel, a pesar de que mamá dijera

49
que podía hacerlo y que sería la última vez. Si no miré la de
abuelo porque nunca me llevaron al lugar donde estuvo tendi-
do, a mi abuela preferí recordarla peleona, levantando los bra-
zos amenazantes. Entró definitivamente en la tumba fría sin
que su único nieto viera por última vez su cara. Ahora esta
desgraciada me llevaba al lugar por el que menos gusto sentía.
A las funerarias les temí desde siempre. Creía que, detenido
cerca de un féretro, la inmovilidad del muerto me podía invadir -
y terminaría horizontal, rígido. Esa cercanía me resultaba horri-
ble. Aun así le pregunté si el muerto era algún familiar.
“Vengo casi todas las noches —respondió ella anudando
sus dedos con los míos— a llorar por los que se marchan, a
despedirlos y a prometerles que nos volveremos a ver”, y se
echó a llorar.
Sentí algo raro ante aquella muchacha que lloraba por muer-
tos que no conocía. ¿Acaso no era ridículo llorar la muerte de
un desconocido? Ella, muy intuitiva, dijo que ninguna muerte
era extraña; cada muerte era la misma, sólo cambiaba el cuer-
po visitado, y su llanto era lo único que podía hacer para
enfrentarla y demostrarle su desprecio. Venía para enviar men-
sajes a alguien que se había marchado antes; tenía la esperan-
za de que alguno de los muertos que lloraba le devolviera una
respuesta y apagara su desconcierto. Ella quería saber. No era
la certeza de su propia muerte lo que la sobrecogía. Quería
saber de alguien y de lo que hacía en lugares extraños.
Me sorprendió que una muchacha que cada noche y en
cada pastilla dejaba entrar en su torrente sanguíneo el cuerpo
de Dios, temiera a la muerte. Su intuición la llevó a descubrir
mis dudas y respondió con una leve sonrisa, creo que por com-
pasión.
La saqué del salón tomándola de una mano y la llevé por un
pasillo largo; la obligué a entrar en un baño y le sugerí que se
lavara la cara para borrar las huellas del llanto. Ella me hizo
entrar. Desde el baño escuchamos la guitarra tocar otra vez

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Dust in the wind, y la voz horrible de los peludos. La presencia
cercana de la muerte me llevó a justificarlos. Así de lejana y
confusa debían de escuchar la música los muertos.
Ella me bajó los pantalones y abrió la camisa; me acarició
lenta, y en tanto yo la despojaba del blúmer, se enroscaron sus
manos en mi cuello; desabotoné su blusa ajustada, y sus pezo-
nes presos cayeron en mi boca; ella acarició mi torso, con ca-
ricias idénticas de sus dos manos. La penetré despacio, y nos
mordimos hasta que sangraron nuestros labios. Aferrados fuer-
temente el uno contra el otro, porque creímos que la vida se
nos terminaba, fuimos felices. Desde abajo nos llegaron los
últimos acordes de la guitarra, la voz de los tres peludos.
Sólo entonces preguntó mi nombre. “Cándido”, le dije.
Envuelta en una soberana carcajada, respondió: “Yo me llamo
Cunegunda”.

sl
En cuanto salimos del baño de la funeraria, me
creí con derechos sobre Cunegunda. Siempre me
sucede lo mismo: siento que soy dueño de la gente,
de los objetos. Cualquier relación que tenga antes,
cualquier intercambio, por mínimo que sea, me pro-
duce esa sensación, o mejor esa certeza. Abuela
Raquel decía que si me daban un dedo, de inme-
diato quería la mano. Y es verdad: se desata en mí
un sentimiento de posesión, y si la otra parte —el
objeto o la persona— se resiste, más me empecino.
Creo que para eso es la insistencia: para suplir la
negativa. Todos insisten por lo mismo, pero muy
pocos lo reconocen. Con el tiempo he tratado de
ser más sutil. No siempre lo consigo; en ocasiones
me desespero, pierdo empeño en la sutileza, como
ese día a la salida del baño de la funeraria.
Si Cunegunda me permitió desnudarla, si rega-
ló sus pechos para mi goce; si se dejó penetrar
suavecito, si gimió mientras la llenaba de leche,
debía de ser por algo, y ese algo me daba derecho
a interrogarla y a saber más sobre ella. Mientras
caminamos intenté conocer el motivo que a diario
la llevaba a la funeraria, las señas de la persona a

52
la que mandaba mensajes con los que se iban. Y ella, que “los
muertos no tenían señas”, “los muertos pierden el nombre”,
“los muertos pierden hasta el cuerpo”. Pero yo insistía, quería
conocer, que contara su relación con quien ahora estaba sin
señas y sin cuerpo. Cunegunda dijo, exaltada, que no diría nada.
“No me da la gana”.
Debo reconocer que soy inmensamente caprichoso, no pue-
do quedarme quieto cuando deseo algo. Caminando por el tú-
nel de Línea la tomé por los hombros y la zarandeé fuerte.
Asustada por mi actitud, se sentó en un banco de Quinta
Avenida, puso la cabeza sobre las piernas y lloró. ¡Qué manera
de llorar la pobrecita! Su llanto me asustó, sobre todo los suspi-
ros. Nunca en mi vida escuché unos suspiros tan penetrantes y
entrecortados. Acariciando su pelo largo, le pedí que cesara.
“No volveré a insistir”, le dije.
Al parecer no quería que abandonara mi insistencia, porque
mi promesa la exaltó más, lloró mucho y alto, dijo al fin que algo
me contaría, y me pidió que escuchara. Yo le rogué que no lo
hiciera, con la misma vehemencia con que antes pedí lo contra-
rio. Ella me miró inquisitiva. “Escucha” dijo, y yo callé.
Habló de un joven a quien conoció cuando ella corría por el
mismo lugar donde ahora estábamos sentados. Cada tarde efec-
tuaba idéntico recorrido, desde la calle ochentiocho hasta el
túnel, y por Quinta Avenida retornaba a su casa. Uno de esos
días sintió una mirada, buscó, y divisó entre los árboles unos
ojos verdes, preciosos. Esa vez no se detuvo y asustada llegó a
su casa. Al día siguiente el muchacho no espió su carrera de-
trás del árbol, sino que se paró en medio de la avenida. Ella
permitió que le cerrara el paso y detuviera su carrera, y que la
acompañara procurando que sus largas piernas no se adelanta-
ran demasiado. En la carrera entregó una nota, luego desapa-
reció. A la vuelta, estaba en medio de la avenida esperándola.
Ella dijo que no entendía el mensaje, que no pudo descifrar la
maraña de signos. Él se explicó. “Son caracteres cirílicos”.

53
Eran los mismos que usaban los de su tierra para entenderse.
Era búlgaro y se llamaba Christo Slaveicov. Vivían muy cerca
uno del otro. Su padre, Petko, trabajaba en Cuba. Confesó que
la espiaba desde hacía meses y le ofreció una rosa búlgara.
Dijo que su madre, Elisabeth, recibía muchas cada semana desde
Bulgaria. No podía la madre vivir sin las rosas de su tierra y
consiguió el envío de un contenedor cada semana. Christo pro-
metió venir los martes para regalarle una. Cunegunda aceptó
emocionada.
A la semana siguiente, el martes, corrió con la esperanza
de encontrarlo. Él insinuó su mano entre el ramaje del árbol, la
flor entre los dedos. La muchacha aceptó la flor, el beso y la
invitación para visitarlo en su casa la próxima semana, exacta-
mente el martes, a la misma hora en que ella corría. Cunegunda
estaba tan emocionada contando esa historia que me hizo sen-
tir culpable. Con mi insistencia debí de remover una historia
que ella quería olvidar.
A partir de entonces creyó que el tiempo se detenía. No
consiguió volver a integrarse a su grupo de amigos, andaba
retraída por los pasillos de la escuela, solitaria, únicamente
pensando en el instante en que se encontraría con Christo.
Sus libretas se convirtieron en un álbum de musarañas
indescifrables, que dibujaba con la esperanza de que el tiem-
po pasara rápido. A fuerza de repeticiones llegó a prescindir
del mensaje en caracteres cirílicos, y aprendió a escribir de
memoria el mensaje que aseguraba que era una muchacha
hermosa, y todo eso en caracteres cirílicos idénticos a los que
escribiera Christo. En la noche, interrumpiendo el vacío con
su índice, repetía esos caracteres. En las mañanas trazaba
una cruz sobre el almanaque que ella misma hiciera en una de
sus libretas, cada número adornado por el dibujo de una rosa
búlgara. En la noche necesitaba robar a su madre una pastilli-
ta de meprobamato para poder conciliar el sueño. El lunes no
permitió que nada la disociara. Con los ojos cerrados imagl-

54
naba, en la espesura del árbol, la mano de Christo, entre sus
dedos una rosa búlgara.
A las cinco en punto del martes estuvo frente al árbol de la
cita, pero no vio la rosa, ni la mano del muchacho. Lo que sí vio
fue el pequeño mensaje atravesado por una rama del árbol,
otra vez escrito con los mismos caracteres. La muchacha cre-
yó que si comparaba los caracteres conocidos por ella en el
anterior mensaje con los de éste, conseguiría conocer el signi-
ficado del nuevo. Debía ser paciente. “Eres una muchacha
muy hermosa”, decía el anterior. Sólo debía seleccionar los
caracteres contenidos en ambos mensajes, identificar la letra
del castellano que correspondía con cada uno de esos caracte-
res, y así podría conocer el significado. El método no resultó. El
mensaje anterior era muy corto, el alfabeto cirílico quedaba
incompleto, y eso la llevó a hacer un montón de conjeturas.
¿Acaso terminaba el padre de Christo su trabajo en Cuba? Si
era así, al muchacho debió de faltarle el tiempo para despedir-
se, Ocupó sus pocas horas en la isla arreglando las maletas,
acompañando a su padre a las reuniones de despedida. Quizá
Elisabeth se cansó de recibir rosas en contenedores climatizados
y decidió volver para tomarlas ella misma de los fabulosos jar-
dines de su casa de Plovdiv. Cunegunda estaba llorosa y con
rabia. Llorosa porque se le escapaba su muchacho búlgaro; la
rabia tenía que ver con su imposibilidad para leer un mensaje
escrito en lengua extraña. En unos días comenzaría a estudiar-
la. ¿Por qué Christo escribió en su lengua y no en castellano?
¿Habría pretendido burlarse de ella, demostrar su desconoci-
miento de lenguas raras, casi bárbaras? ¿Acaso deseaba, ro-
mántico al fin, que se sacrificara en la búsqueda del significa-
do? Si era ese su propósito ella lo averiguaría, consultaría de
inmediato un diccionario español-búlgaro.
Esa sí fue tarea difícil. Las librerías y bibliotecas estaban
abarrotadas de diccionarios español-ruso, español-árabe, es-
pañol-checo, español-francés, español-sueco, español-alemán

55
y un breve diccionario de bolsillo español-inglés. Nada de búl-
garo. Ella consideraba un sacrilegio la ausencia de un librito tan
imprescindible. Era irrespetuoso, pensó, porque en Cuba debía
haber interesados en aprender esa lengua. Por eso fue a dar a
una escuela de idiomas, quería un profesor que averiguara el
significado del mensaje que le había dejado Christo. Tenía que
ser rápido, él podía estar aún en La Habana, quizá en el mensa-
je reclamaba su presencia en un lugar secreto. En la escuela le
dijeron que nunca nadie mostró interés por esa lengua. Tuvie-
ron un profesor que esperó mucho tiempo por algún alumno
interesado en matricular. Parado en la puerta clamaba por al-
guien que solicitara sus servicios. Nadie entró jamás. Ella quiso
saber del profesor, en qué lugar estaba, demostrarle su interés
por ese idioma, suplicaba piedad, que le dieran la dirección del |
hombre. Iría a donde fuera, a Guantánamo si era necesario.
Nada era más importante que buscar al “profe de búlgaro”, |
aseguró que sin la dirección no se marcharía del lugar, tendrían |
que sacarla amarrada y con la policía. Por fin se la dieron. “Sin |
tanta histeria la hubiera tenido desde el inicio”, dijo la directora
de la escuela. |
Era cerca de su casa en Miramar, a sólo unas cuadras.
El profesor no podía creerlo. Lloraba con las manos en la |
cabeza; preguntaba cómo había llegado hasta él, no podía con- |
tener sus lágrimas y daba gracias a San Cirilo. Cunegunda
también lloraba al contarme la historia y yo escuchaba celo- |
so. El profesor estaba seguro de que la presencia de la mu- |
chacha tenía relación con sus plegarias. Ella extendió la nota, ¡
casi la pegó a sus ojos. Él no atendió al reclamo de la mucha- '
cha, continuó llorando y dando gracias. Era nueve de marzo. |
Efectivamente, era nueve de marzo, fiesta de San Cirilo. No|
cabía duda. El santo había escuchado, atendió a su hijo eter- |
namente consagrado a la enseñanza de la lengua que prepa- |
rara para sus pobres hijitos eslavos. Le mostró a Cunegunda
su mano derecha toda ampollada, desbastada la piel por la!

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persistencia de la cera; el cirio siempre en alto y él arrodilla-
do, humilde ante su padre San Cirilo, creador de lo único que
le apasionaba en el mundo: la lengua búlgara. La mano levan-
tada y la cera caliente y derretida en su mano derecha. Nun-
ca escuchó alguien un quejido que saliera de la boca del pro-
fesor, ni el más leve. Si debía cumplir la penitencia para que
el santo se fijara en él, lo haría. Ella suplicaba, y él daba gra-
cias a su santo protector, al gran hombre que hiciera que los
serbios pudiesen hablar y hasta escribir, los pobrecitos croatas
también le debían todo, y los checos, y los eslovacos, y los
polacos, y los búlgaros. El hombre afirmaba que si las naves
Soyuz llegaban a la luna y sus tripulantes se paseaban por su
superficie haciendo fotos de los cráteres lunares, no era por
los empeños del Kremlin en conquistar el espacio, tales cosas
se debían a las buenas intenciones de Cirilo, a su dedicación y
amor por su pueblo y por su lengua. Sin su empeño no existi-
rían naves espaciales. Dios tardó muchos años, después de
impedir la construcción de la torre de Babel, en decidirse por
algún hombre que les diera el habla a los eslavos, y si Dios
tardó justamente ochocientos veintisiete años, después de la
muerte de su hijo, para crear al maestro de esas pobrecitas
ovejas eslavás, era porque ninguno como Cirilo podía hacer-
lo. Dios no fue defraudado, Cirilo hizo lo que él esperaba:
inventar una lengua para sus hijos eslavos, y que de esa len-
gua inicial salieron muchas, entre ellas el búlgaro, pero que no
olvidara, casi metía el índice en la sien de la muchacha, que
todo era responsabilidad de Cirilo y ahora de él, quien estaba
allí en su casa de Miramar dispuesto a hacer lo que el santo:
enseñar, enseñar y enseñar, que al día siguiente podían iniciar
las lecciones. Ella que ahora mismo, pero que antes tradujera
la nota que llevaba en la mano, y él que no; la impaciencia era
enemiga del aprendizaje; si Dios esperó ochocientos veinti-
siete años para seleccionar al hombre justo, muy bien podía
ella esperar veinticuatro horas. La esperaba al día siguiente,

37
a las ocho de la mañana. “Sea puntual.” Diciendo esto cerró
la puerta de un tirón y no abrió pese a que ella insistiera en
sus toques.
Al volverse vio la figura de Christo. Sonreía y en la mano
sujetaba una rosa búlgara. Se la alcanzó diciendo que sin Cirilo
la rosa no tendría nombre, sin él sería solo objeto, nunca pala-
bra, que el nombre era como ella misma, y aseguró que ese día
eran más lindas las rosas porque era el día del santo. Ella tuvo
deseos de abofetearlo, pero le pareció tan hermoso, tan rubio,
tan europeo, tan eslavo y tan búlgaro, que no pudo menos que
abrazarlo, y le dio un beso en la mejilla eslava, y le ofreció su
mano dejándose guiar hasta la casa de Christo, donde había
rosas búlgaras hermosísimas. Nunca antes vio un jardín tan
poblado, ni siquiera el de su casa, cerquita de allí. La madre de
Christo se empeñó en cultivar rosas de su país en el jardín de
Miramar, trajo especialistas de Bulgaria que trabajaron junto a
los técnicos cubanos; sin embargo, poco consiguieron con aque-
llos injertos, únicamente una rosa parecida a la de Jericó, a la
que Elisabeth, en honor a su hijo, llamó “Christo”.
Ambos entraron en la casa tomados de las manos. La sala
estaba presidida por un retrato de Jorge Dimitrov. Cuando es-
tuvieron en su cuarto él la invitó a un té de belladona. Dijo que
era maravilloso. Su amigo Dobri estaba pendiente de todos los
envíos de rosas a la isla. En cada uno guardaba, sin ser visto, la
belladona que tanto le gustaba a su amigo en La Habana. Christo
tenía en su cuarto una hornilla eléctrica pequeña, escondida
debajo de la cama. Sobre la hornilla puso el jarro con agua.
Cuando estuvo hirviendo mostró orgulloso las flores de belladona,
las colgó en el pelo de la muchacha, y el fruto fue a dar al agua
hirviendo. Era un olor desconocido, desagradable, sin embargo
Christo miraba, arrobado, el agua hirviendo, y el fruto moverse
entre la agitación del agua. Aseguró que tal infusión era mara-
villosa. Lo comprobaría en unos instantes. Ella esperaba el
momento en que el té fuera servido. Té de belladona, se decía,

58
y pensaba en la rareza de los búlgaros, rareza que había sido
advertida por su madre, quien fuera bailarina invitada, en va-
rias ocasiones, del teatro principal de Plovdiv. Pensó que su
madre también lo tomaba en las largas jornadas de ensayo,
antes de la función y después de ellas, porque según Christo,
era muy sabroso, y a ella el olor le parecía horrible, sencilla-
mente cosa de bárbaros.
¿Acaso no eran bárbaros los búlgaros? Al menos eso afir-
maba su padre, empeñado en que la madre no viajara a Plovdiv.
En cuanto llegara a su casa preguntaría al padre por el té de
belladona. En ese momento sólo observaría amorosa a su her-
moso Christo; tan blanquito y europeo; tan eslavo y búlgaro,
tan diferente a los muchachos del pre, echando en una taza de
porcelana inglesa el contenido del jarrito y oliendo feliz su con-
tenido. Por eso ella bebió sin protestar. No se atrevió a pedir
azúcar, porque Christo lo tomaba sin gota de dulce. Así de
amargo lo tomaría ella, aunque no le gustara, aunque estuviera
caliente, porque de seguro en la ciudad de Plovdiv se tomaba
así la belladona, y seguro que en las márgenes del Maritsa,
junto a la ciudad que fundara Filipo de Macedonia, también se
tomaba amargo. ¿Quién era ella para cambiar tradiciones tan
antiguas? ¿De dónde iban a sacar los seguidores de Filipo el
azúcar para endulzar el agua negruzca de la belladona? En
aquel gran momento en que las tropas, después de la batalla,
descansaban escuchando el arrullo del río Maritsa, cada solda-
do exangiie y hambriento esperaba sólo una vasija con el bre-
baje fortificante. Era el té de belladona la infusión que les de-
volvía las fuerzas perdidas en sus enfrentamientos con los
tracios. Según Christo, los hombres de Filipo de Macedonia
vencieron a los tracios porque llevaban una especie de cantim-
plora llenita de té de belladona. En el momento en que descu-
brían un descenso en sus fuerzas, bebían un traguito y adiós
tracios. Los pobrecitos tracios no conocían la infusión. Muchas
veces aplastaron con los cascos de sus caballos las planticas y

59
los frutos haciendo una papilla de belladona, por eso caían
muertecitos en el campo de batalla. Ella no protestó por el
amargor del primer sorbo, ni después, en honor a los hombres
de Filipo de Macedonia que, según Christo, fundaron la ciudad
de Plovdiv a orillas del Maritsa luego de derrotar a los tracios.
La habanera se lució de lo lindo delante del muchacho rubio
y eslavo. Parecía haber pasado su vida tomando la infusión, y
pidió más cuando hubo terminado la primera taza. Él sirvió so-
lícito y se abrió la camisa. Ella, encantada, miró su torso blanco
y búlgaro, europeo y hermoso, eslavo y lampiño. Tan semejan-
te al mío, pensé yo. Le pareció más grande que el que ella
imaginara, ¿habría imaginado realmente? Era blanco el torso
de su amante, el sol del trópico no lo había echado a perder, no
le crecían pelos, en los pectorales reinaban las tetillas rosadas,
erizadas por la belladona, tan turgentes como sus pezones. Él
mismo se acarició el torso, pellizcó una de sus tetillas mirándole
la boca, ella se mordió los labios, no se explicaba por qué, nun-
ca antes sintió tantos escalofríos, creía estar enferma, sin em-
bargo, su enfermedad era placentera y quería más belladona.
Miró a los ojos del amado y percibió la enormidad de sus pupi-
las. Se lo hizo notar. Él respondió con una carcajada. Era resul-
tado de la infusión, y se sirvió más. Ella también sintió calor y
se dejó abrir la blusa. Sus teticas tiernas quedaron a disposición
del búlgaro que fue diestro con su lengua, con los labios. Según
él, la transpiración de la muchacha sabía a jarabe de belladona.
El muchacho eslavo cosquilleó los pezones de la niña de Miramar
con hojitas de belladona, hacía círculos con esas hojitas y luego
iba al centro, moviéndolas en espiral; al rato sustituía las hojas
por la lengua, y a ella se le antojaba que no era lengua sino una
hoja gigante de belladona, toda una rama que estremecía sus
pezones, a lo lejos la cara del búlgaro con los ojos entornados y
las pupilas dilatadas. Cunegunda se empinaba para introducir
más, en la boca del otro, su pezón gigante y un escalofrío le
llegaba al ombligo. Nadaba en un mar de aguas hirvientes y la

60
boca del muchacho era un remanso a donde iba a parar su
cuerpo belladónico. Ella fue tracio vencido y patiabierto, atra-
vesado por una lanza, y fue Filipo enardecido y desarmado,
deteniendo el curso de la espada con su boca, mellando el filo
con los dientes; fue hueste diezmada y ejército glorioso. Acep-
tó gustosa la unción que dejara el filo de la espada de su con-
trario, hijo de San Cirilo, mezclada con la sangre que manaba
de su herida. Él la levantó en brazos, ella le mostró su fuente
quebrada, él la besó llorando y bebió un sorbo de aquella
belladona roja, densa, y luego, soldado exhausto, se dejó caer.
Ambos durmieron vigilados por San Cirilo, apóstol de los eslavos,
en aquel cuarto de La Habana.
Sentada en Quinta Avenida, escoltada por mí, Cunegunda
se puso rígida, miró a todas partes, y continuó. Cada mañana
Petko entraba en el cuarto de su hijo para despedirse. Elisabeth
lo acompañaba. Daban los buenos días al muchacho y le alcan-
zaban entre los dos el desayuno. Cada uno llevaba un extremo
de la bandeja adornada con rosas búlgaras, donde venían las
empanadillas de rosas y un jugo frío, también de rosas, y la
mantequilla holandesa cruzada por el tallo de una flor, las tosta-
das cubiertas con mermelada de rosas; Elisabeth con una flor
en el cabello, Petko en la solapa.
La madre fue la primera en percibir un ronquido leve; lo
comentó con el marido; hacía mucho que el hijo no roncaba.
De pequeño fue operado de adenoides. “¿Habrá vuelto a en-
fermar?”, se preguntó la mujer. No podía creerlo. Recordaba a
su hijo pequeño, con la nariz cubierta de gasas y esparadrapos,
los huequitos de la nariz rellenos de algodón. Recordaba al pe-
queñito respirando por la boca, esforzándose. Aseguró que no
soportaría otra intervención quirúrgica en la nariz de su hijo.
Petko consoló a su esposa. No había de qué preocuparse, que
no se adelantara a los acontecimientos. Destapó al hijo para
comprobar su respiración. Christo no roncaba, tenía la boca
cerrada y su cuerpo, el de un dios, enredado con el de

61
Cunegunda. Así descubrieron de dónde salían los ronquidos: de
la garganta de la muchacha, ocupada por la pinga de Christo.
Elisabeth gritó asustada y los jovencitos se despertaron. La
muchacha no abandonó la pinga de su novio, aunque habría
querido soltarla. Allí, sentada en Quinta Avenida y después de
tanto tiempo, me lo juraba. Pero en verdad, tan confundida
estaba que se aferró más, esta vez con los dientes. Christo
gritó, la madre articuló furiosa unas cuantas palabras en el idio-
ma eslavo que creara San Cirilo. El padre de Christo, quien al
parecer también estaba muy nervioso, tuvo el impulso de tra-
ducir cuanto decía su esposa. Quizás si el hombre se hubiera
callado, la calma habría asistido al cuerpo de la muchacha, pero
Petko comenzó a traducir. Elisabeth la llamaba puta, y lo peor,
a la mujer de Petko le dio por dar órdenes, cuando realmente,
por los gritos que daba Christo, era el momento de hablar sua- |
ve para intentar convencer a Cunegunda. La mujer le ordena- |
ba abandonar el pene de su hijo, decía que tal cosa era una
indecencia inaceptable. Según la madre, se trataba de la acti- |
tud evidente de una putica. Eso eran todas las cubanas, a la |
caza de un muchacho europeo, rubio y hermoso como su hijo.|
Si su propósito era abandonar la isla en uno de los aviones de la |
línea Aeroflot que hacían el trayecto Habana-Sofía, estaba |
equivocada. Petko traducía las groserías de su esposa, la mu- |
chacha apretaba su presa con los dientes y Christo gritaba ado- |
lorido. No era para menos, yo que estaba lejos de la boca de la |
mordedora, y que únicamente escuchaba el relato sentado en |
un banco, me escalofriaba, sentía el mismo dolor que debió |
sentir el búlgaro, y percibía los dientes de ella clavados en la
mía. Tan nerviosa estaba Cunegunda que no atinó a abandonar |
la pinga de su amado. Si Christo buenamente hubiera soporta- |
do el dolor sin tanta gritería, quizá ella no habría apretado los|
dientes. Pero con los improperios de Elisabeth, con tantos gri-

tección aferrándose más. Así se sentía protegida de la madre

62 |
de Christo, de sus improperios, que Petko traducía del búlgaro
al español. Ella no era, como decía Elisabeth, una pingomaníaca.
No había visto otra, nunca antes miró una, sólo estaba asusta-
da, y por eso se aferraba a lo que entendía su única protección.
Tan aferrada estaba, que Elisabeth, para conseguir que la
soltara, pidió ayuda al marido. Él desprendió de la mantequilla
el tallo de la rosa búlgara, y con los pétalos cosquilleó la nariz
de la muchachita tratando de provocar un estornudo que la
obligara a abrir la boca. Cunegunda lo evitó mordiendo más
fuerte, tanto, que rompió una arteria pequeñita. Christo sangró
y se retorció en la cama. Elisabeth se llevaba las manos a la
cabeza, a la flor enredada en su cabello. Petko persistía en lo
del estornudo. A Elisabeth se le ocurrió una idea. Pidió al ma-
rido que se untara mantequilla en el dedo del medio, el de la
mano izquierda. Él se negó, quería saber qué se proponía su
mujer. Ella se lo dijo y él respondió que no. “No puedo hacer tal
cosa.” Lo dejó bien claro, era casi una niña, podían acusarlo, se
crearía un conflicto entre los dos países. La madre, a quien
nada le importaba, solo su hijo, resolvió untarse mantequilla en
el dedo del medio de su mano derecha, el más largo. Un trozo
quedó pegado al fragmento de uña que sobrepasaba el dedo.
Se ayudó con la uña del dedo gordo, hizo saltar la mantequilla,
y de un solo intento, como si fuera experimentada, atravesó el
culito virgen de la niña. Ella gritó, pero hacia adentro, sin dejar
de morder. Christo emitió un alarido, y Elisabeth clavó la uña
en el interior de la torturadora de su hijo; Petko pedía a su
mujer que abandonara el empeño, aquello era grave, gravísimo;
que recordara las buenas relaciones entre ambos países, que
tales relaciones no debían ser dañadas por su empeño de des-
trozar el culito de la joven, que de su trabajo en Cuba dependía
el nombramiento en Londres, pero que ahora ella lo reducía a
los pliegues del culo de una infeliz; que en Londres, de clima
similar al de Bulgaria, podía colmar los jardines de rosas búlga-
Tas y hasta encontrar una novia excelente para su hijo. Elisabeth,

63
decidida, no atendió a su marido, sino al culito virgen de la
muchacha, a quien gritaba en búlgaro, para que su marido tra-
dujera, que si no soltaba se lo destrozaría.
Cunegunda sentía miedo, suponía que abandonar su presa
significaba quedarse sola, desamparada. Los esposos, al juz-
garla indefensa, la emprenderían contra ella, la podían acusar
de lo que les diera la gana, y no soltó. Ella no abrigaba malas
intenciones contra el joven búlgaro; después de esperar tanto
el momento de encontrarse con él, lo que menos quería era
dañarlo, pero la actitud de sus padres fue inesperada. Pedía al
cielo que todos se callaran, Elisabeth y Petko, que callara Christo,
porque en fin de cuentas no quería hacer daño a nadie; ni si-
quiera cuando escuchó que el padre de Christo imploraba a su
esposa que no continuara, “¿acaso no veía manar la sangre del
culito de la muchacha?” y la madre que sí, perfectamente, sin |
embargo, estimaba que a esas alturas la pinga de su hijo estaría
muy inflamada. |
Y así fue. Cuando la muchacha quedó sin fuerzas por la |
pérdida de sangre, él pudo abandonar la boca de Cunegunda. ¡
A Christo le engordó la pinga, se le llenó de verdugones, lo que!
menos ella quería. |
Varios días estuvo internada en el hospital, inconsciente. |
Cuando despertó vio la cara de su padre y preguntó por Christo. |
Él le pidió que no se esforzara, que debía guardar reposo abso-|
luto y sobre todo no disgustarse, eso dijo el médico, y dijo ade--
más que fue trasladada al hospital por un matrimonio búlgaro.!.
La encontraron en Quinta Avenida, al parecer un rato El
de haber sido violada. El matrimonio fue muy amable, se mos+'
traron preocupados y prometieron volver para conocer el estay
do de su salud. Si no los veía era por una sencilla razón: un dlÑ
repentino, como decía la tarjeta que acompañaba el ramo dy!
rosas búlgaras. El portador pidió disculpas porque los señores |
no podrían venir; fueron llamados con urgencia para que s Ñ
ocuparan de ciertos asuntos en la embajada de Bulgaria er!

64
Londres. Todos maldecían a los violadores y aseguraban que el
caso estaba en manos de la policía. Entusiasmados con el nom-
bramiento en Londres, los tres se habían marchado. “Pero tu-
vieron mala suerte, el avión de Aeroflot en que viajaban estalló
en el mar Caribe.” Nunca llegaron a Londres.
Por eso Cunegunda iba a la funeraria de Calzada y K, para
enviar mensajes a Christo, para que alguien le respondiera cómo
estaba y cómo se vivía allí. En cada mensaje, Cunegunda pedía
perdón por las mordeduras. Explicaba al muerto, con el que
hablaba a través del cristalito, que no fueron intencionales. Ella
amaba esa pinga, pero temierosa de Elisabeth, de los imprope-
rios que decía en lengua eslava, no pudo hacer otra cosa, aun-
que le hubiera gustado. Cunegunda esperaba, y así lo comuni-
caba a los muertos con quienes hablaba, que Christo se hubiera
recuperado, que la pinga no siguiera inflamada, que cuando se
encontraran, porque de seguro se encontrarían de nuevo, la
tuviera tan hermosa como antes.
Esto comunicaba a los muertos y pedía a San Cirilo.

65
Después de la supuesta violación, los padres de
Cunegunda se tornaron insoportables. Sobre todo
el padre, a quien ella detestaba. Cunegunda trata-
ba de estar el menor tiempo posible en su casa.
Prefería la compañía de los peludos y las pastillas
que tomaban juntos. En las mañanas regresaba.
Era bella su casona en Miramar. Me encantó
el barrio, de los más espléndidos de La Habana,
pese a que llegamos a las nueve de la mañana,
después de una noche de alcohol y pastillas. La luz
blanca parecía desquiciar las cosas y borrarles los
límites, que un extremo se uniera al extremo si-
guiente, creando una confusión luminosa de res-
plandores semejante a mil lámparas encendidas.
Pisaba sin pisar en algo firme, se me escapaba la
dimensión de las cosas. No creí que aquella resi-
dencia fuera la suya, temía otra de sus Jugarretas,
como la de la funeraria. De Cunegunda podía es-
perarse todo.
Estaba rodeada la casa por altas verjas en for-
ma de lanzas, las puntas pintadas de dorado. Bri-
llaban al sol o a la dilatación de mis pupilas. El
césped del jardín de un verde intenso, como el del

66
Capitolio, y en medio del verdor, la residencia. Era hermosa,
sí, mucho, y elogié el jardín esperando que ella me premiara
con una de sus carcajadas. Esa vez no se rió. Con tono sere-
no dijo que las flores del jardín eran les fleurs du mal, una
engañosa entrada en el infierno. Si aquel hermoso navío, y
esto fue dicho con ironía, me hacía una invitación al viaje, en
que contemplaría un bello paisaje, un canto a la primavera,
hermosas madonas dando de comer a los cisnes, si olfateaba
perfumes exóticos, era un error: del otro lado no encontraría
más que un cielo nublado, brumas y lluvia, mujeres condena-
das, fantasmas, musas enfermas, serpientes bailando danzas
macabras, y una mendiga pelirroja disputando a un poseído su
parte de carroña. “Recuerda que un viaje a Cyteres siempre
será un engaño.”
A pesar de todo continué el elogio. Anduvimos por un sen-
dero de lajas, hizo girar el picaporte con la llave, y entramos. El
vestíbulo parecía mayor que toda mi casa de Encrucijada; en
este había dos butacas de moaré rojo. A decir verdad, yo no
conocía el moaré, pero escuché a papá asegurar en varias oca-
siones que le encantaban las butacas forradas con esa tela.
Pensé cuánto le gustaría a mi padre una casa así, con sus buta-
cas incluidas y toda la porcelana. Lo imaginaba boquiabierto
contemplando la china y la de Sévres. A papá le encantan la
porcelana y el cristal de murano, el bacará y el cristal de roca.
Su padre, mi abuelo, a quien nunca conocí, el que fue primero
mormón y luego comunista, intuyó el gusto de mi padre y se
hizo interventor en el año cincuentinueve. El padre de mi padre
entraba en las casas de la gente rica e incautaba sus riquezas.
Así se apropió de una buena colección de porcelana, candela-
bros de bronce, de plata y hasta de oro. Cuando estuvo a punto
de morir le regaló varias cosas a mi padre. A papá le encanta-
ban las cosas buenas, y siempre he creído que por eso se hizo
periodista: para describir las que deseaba y no poseía. “Descri-
birlas es como tenerlas”, le escuché decir.

67
En casa de Cunegunda había una colección de porcelanas
más grande que la que tenía papá. Seguro que el padre de
Cunegunda perteneció a una de esas familias ricas, o tuvo,
como el mío, un padre interventor. Seguro que el abuelo de
Cunegunda fue interventor jefe, por eso consiguió más que mi
abuelo paterno, pero eso no me importa tanto: el fin justifica los
medios. Si un interventor es una persona de buen gusto, puede
tocar a la puerta de una persona rica e intervenirlo todo, para
que no se lo lleven al Norte. Como decía papá, “Esas piezas
pertenecen al país de origen.” Bueno, no exactamente así, en
tal caso esos objetos de porcelana no podrían salir de China o
de Sevres, ni las joyas de brillantes de los países de Europa
donde vivían los grandes orfebres, o más exactamente de
América y África, donde están las minas de plata, oro y dia-
mantes con que se fabrican las joyas. Pero en fin, el dueño de
un objeto valioso no es su comprador, sino el país al que perte-
nece este comprador. Al menos eso decía mi padre que decía
el abuelo interventor. Y me parece justo: de no ser así, cómo
quedarían en este país objetos de tremendo valor si sus dueños
se iban al Norte; además, aquí no hay minas de oro, ni de plata,
ni de diamantes, ni porcelana china o de Sévres, ni siquiera
orfebres. Como no poseíamos nada de eso, teníamos un inter-
ventor, que era mi abuelo paterno, y eso, definitivamente me
parece muy justo.
Por eso mi padre se hizo de su colección y el de Cunegunda
de la suya. En verdad, el padre de Cunegunda tuvo mejor suer-
te. Consiguió una gran casa en Miramar, mientras que papá
vivía en La Habana Vieja, sin una escalera de mármol, que
decían era de Paros. La escalera fue siempre el orgullo del
padre de Cunegunda, su lugar predilecto. Pasaba laroo rato
contemplándola, acariciando el pasamanos. Se arrodillaba y olía
el mármol. Según Cunegunda, podía su padre identificar los
mármoles por el olor. Pero una tremenda desgracia en la fami-
lia provocó gran sufrimiento en su padre. Hacía más de tres

68
años que se vieron obligados a construir una rampa en medio
de la escalera. Mucho pulieron su granito, pero nunca pareció
mármol de Paros. Desde arriba bajaba la rampa que interrum-
pía la belleza de la escalera.
En lo alto colocaban la silla de ruedas donde se sentaba la
tullida pelirroja. Cipión y Berganza, los perros, la empujaban
apoyando las patas delanteras sobre el respaldar. Al grito de
“abajo” se erguían los dos pastores alemanes, y dejaban las
fauces abiertas hasta que la siila era recibida por el amo. Por
eso él despreciaba a su esposa. Por culpa de su invalidez hubo
que reformar la escalera. Con vehemencia, mas no con dinero,
intentó conseguir el mármol de Paros, y fueron infructuosos
sus esfuerzos, había encarecido tremendamente. La esperaba
con saña; reía llamándola inútil. Él, que se hizo de una casa
espléndida con escalera de mármol, como en los grandes pala-
cios florentinos o en las catedrales de Siena y Milán, se vio
precisado a trocar su magnificencia por la pobreza del granito.
Sólo Cunegunda recordaba al padre que si Carmen Rodríguez
Castellano estaba postrada en una silla, a él se debía y suya era
la culpa.
Carmen Rodríguez Castellano, la madre de Cunegunda,
había sido una bailarina famosa. “Prima ballerina”, aclaraba
desde su sillón de tullida. La que otrora fuese cisne, pájaro en
pleno vuelo, loca, princesa abandonada, se resignaba con la
inmovilidad de un silión. Ella, que giraba en los escenarios de
New York, París, Roma y San Petersburgo, era ahora lanzada
rampa abajo por Cipión y Berganza, los perros de su marido.
Cuando Cunegunda afirmaba que el culpable de la postra-
ción de la prima ballerina era su padre, quizás llevaba razón. Y
es que, siendo un envidioso, no soportó los aplausos que su
mujer recibía, ni el póster que anunciaba su gran noche en el
Metropolitan de New York, reina del American Ballet Theatre,
haciendo de Gisselle. Carmen Rodríguez Castellano dijo que el
diamante que le regalaron esa noche valía más que todo el

69
mármol de la escalera. Su marido no soportó el desafío y mini-
mizó el obsequio. “Para diamantes el Cullinan, el Excélsior, el
Gran Mogol, no esa minucia”, aseguró el padre de Cunegunda.
Desde ese momento, y conociendo la debilidad de su mujer,
planeó su destrucción. Más que el diamante, a ella le apasiona-
ba el chocolate, y antes de acostarse siempre encontraba una
caja de bombones en la mesita de noche. Bombones de licor,
de crema, inmensas barras de chocolate, alfajores Havanna. A
la pobre le era imposible mirar el chocolate y no comerlo. Fue
glotona, comilona, golosa, aumentó tres kilos de peso. Le resul-
taba difícil entrar en el tutú blanco. “El chocolate calma tu an-
siedad”, decía el marido.
Una noche, con el teatro lleno, logró salir a escena. Fue pez
y saltó en el aire, en fouettés se resistía, prendida a la cuerda
que sujetaba el triste pescador. Con fouettés llegó a las manos
del pescador deslumbrado. Feliz la sostuvo, incrédulo levantó
la presa, y el pobrecito partenaire-pescador se asustó con el
ruido. La prima ballerina no pudo retener el peo. Pobre pesca-
dor asfixiado, débil por la peste, frágiles fueron sus fuerzas.
Pobre prima ballerina, como un pez pedorro en el suelo, ya sin
saltos, ya sin cuerda que la atara, sin pescador, sin partenaire,
ya sin fuerzas en los brazos, en las alas, sin brillantes escamas,
con la columna fracturada, ya para siempre inválida, inmóvil en
su silla.
En ella, Carmen Rodríguez Castellano, tullida y ex prima
ballerina, se paseaba por la casa cuando entramos. Aún había
esplendor en sus ojos, en sus manos. A pesar de la invalidez
era hermosa, y competía con los objetos de porcelana y de
plata regados por la casa. Fue tierna con la hija, besó su frente
y sus ojos cansados de mirar a los muertos tras el cristal, y
quiso saber si le traían chocolate. “Una simple barrita, no una
barra colosal, una simple barrita que yo pueda masticar.”
Cunegunda no traía nada de chocolate, no tenía dinero para
comprarlo. “¿Y el joven?”, insistió Carmen Rodríguez Caste-

70
llano señalándome. Yo tampoco tenía chocolate, aunque me
habría encantado regalarle una caja de bombones. En aquel
instante hubiera dado cualquier cosa por verla sentada en su
sillón deshaciendo los lazos, quitando la envoltura de rosas pin-
tadas, llevarse un bombón a la boca, embarrarse y chuparse los
dedos, al mismo tiempo que me daba las gracias. Pero no tenía
dinero para complacer a la dama inválida.
Después que convencimos a Carmen Rodríguez Castellano
de que no teníamos ni tendríamos chocolate, Cunegunda me
invitó a su cuarto. Era grande, más grande que el de mi madre,
más grande que el de Justina, más grande que el de Marcela y
papá. Era el más grande que había visto en mi vida. Lo que
más me gustó fue que tenía su baño. Un baño solo para
Cunegunda, y de losas rojas. Unas pequeñitas de esas que la
gente llama azulejos, no sé por qué. Las hay de todos los colo-
res, no solamente azules. Una muestra eran los baños de la
casa de Cunegunda, uno por cada cuarto, todos de colores di-
ferentes: rojo, azul, malva, verde, blanco, carmelita. Nueve cuar-
tos y nueve baños. Incluso uno de los baños era amarillo, lo que
me resultaba muy curioso, me hacía pensar que era amarillo
para que la mierda hiciera juego con las losas. Cuando esca-
seara el agua, como sucede a menudo en La Habana Vieja, la
mierda parecería, más que mierda, una extensión del color.
En el cuarto de Cunegunda había muchos libros; sobre la
cama, abierto en alguna página, uno de un tal Voltaire. Tenía
una grabadora con bafles, muchos discos de todo tipo, tipos y
tipas. Tenía de Pink Floyd, Queen, Kansas, Philiph Glass, Rolling
Stones, Janis Joplin, y otros que no recuerdo. Colgando de la
pared una foto de Jim Morrison, otra de Freddy Mercury en
medio de un escenario, sosteniendo en alto el micrófono y con
la boca muy abierta. Parece que a Cunegunda le gustaba mu-
cho Queen. En las paredes estaban los posters de sus discos:
Killer Queen, Night at the Opera, She Heart Attack. En otra
parte había un dibujo grande con la cara de Janis Joplin.

dal
Como no me dejó entrar con ella en el baño de losas rojas,
me puse a mirar los posters, los dibujos y los discos. Hasta me
atreví a asomarme a la ventana. Entonces sí quedé boquiabier-
to. En el patio de la casa había una piscina.
Adoro las piscinas. Con sólo imaginarlas me estremezco.
Me ocurre con los espejos y los retratos. Siempre deseé retra-
tarme al pie de una piscina, desnudo, el cuerpo repetido en el
agua y en la cartulina. Constantemente me pregunto si en el
Capitolio habrá una piscina. Sería decepcionante que no la hu-
biera. Yo, cada tarde entrando en su agua quieta, limpiecita,
nadando de un extremo a otro, como en el río de mi pueblo, al
que abuela llamaba “las siete palmas”. Con ello se proponía
asustarme. Según ella, la profundidad era tanta que podía tapar
las palmas una encima de la otra. Que decepción el día en que
toqué fondo guiado por mi abuelo. Dos brazadas hacia abajo y
mis manos entraron en el fango.
Ahora, y por primera vez, una piscina de verdad, y del otro
lado Cunegunda, que ya había vuelto del baño, tendida desnudi-
ta sobre las sábanas. Dos regalos de San Cristóbal. Dos rega- '
los y un Cándido queriendo dividirse; atender a la muchacha,
bañarse en la piscina que acababa de descubrir. Una mucha- '
cha y una piscina: dos de las cosas que más me entusiasman en |
la vida. Ella, muy intuitiva, sugirió que me diera una ducha, el |
agua refrescaría mi mente, y me dejaría decidir. “Te pareces al
asno de Buridán.” Resulta que el asno del que hablaba |
Cunegunda se encontró ante dos pacas de heno, ambas iguali- :
tas. El animal tenía hambre, miraba lelo las dos pacas. Nunca|
pudo decidir. El pobrecito se murió de hambre con tanto heno|
delante.
No me gustó que Cunegunda me comparara con el burro|
que se moría de hambre por bruto. Yo únicamente dudaba como |
duda un pobre muchacho de dieciocho años llegado de Encru-
cijada y que nunca ha visto de cerca una piscina y que tiene a!
Cunegunda desnuda al alcance de su mano. A ella la miraba

72 |
|
queriendo que me ayudara a decidir, que hiciera alguna señal.
Pero Cunegunda, tan testaruda, no daba señas, prefiriendo que
decidiera por mi cuenta. Yo miraba sus tetas sueltas, de pezo-
nes rosados, no tan paraditos como se los puse la noche ante-
rior en la funeraria, pero igualmente hermosos. Cunegunda te-
nía un cuerpo lindísimo; el pelo, mojado por el baño, caía encima
de sus hombros redondos, breves. No eran pronunciadas sus
caderas, más bien leves, parecía que en ella nada era grande,
ni siquiera el hueco por donde la penetré en la funeraria. Me
imaginaba flotando en la piscina, y ella encima del trampolín
con su cuerpo erguido, dispuesta a lanzarse al agua. Yo flotan-
do con los brazos extendidos a ambos lados; ella nadando, ro-
zando su cuerpo con el mío. Allí la quería poseer, desnuda y
mojada. Le pedí que nos metiéramos en la piscina y ella fingió
dormir.
Yo no tuve una piscina en mi pasado. Si al menos hubiera
visto una de cerca. ¡El pasado es tan importante y tiene tanto
peso en el futuro! De haberla tenido, no habría sido el asno que
decía Cunegunda. A pesar de lo mucho que anhelé una piscina,
nunca pude asomarme a la ventana de mi cuarto y contemplar-
la; caminar hacia ella, comprobar su limpieza, sacar las hojas
del aguacate que habían caído en la noche, como caían en la
tina del agua de los puercos. Me imagino pequeño, arrodillado
frente al agua cristalina, olfateando el cloro y metiendo las
manos, aunque abuela habría dicho, de eso estoy seguro, que
hacía daño tanto frío, que podía enfermarme. Yo hubiera sido
un niño feliz con una piscina en el patio, un niño normal, no el
burro de Buridan, como decía Cunegunda. El pasado importa,
el pasado influye, engendra dudas. Cierro los ojos para creer
que regreso a esa infancia, con una piscina en el patio; mamá
me lleva hasta ella, abuela me alcanza un batido de papaya que
bebo sin salir del agua, abuelo se lanza desde el trampolín y me
enseña a bracear. Desde esa piscina imaginada mi vida es di-
ferente, y mi infancia, feliz. Nadie supone lo que es una piscina

73
para un niño. Nadie supone, sólo yo, la dicha que existe en el
chapoteo, en las primeras inmersiones, la ventura de entrar en
el agua, la complacencia que asciende en burbujas hasta la
superficie. Yo no tuve piscina, me conformé con el río de mi
pueblo, con su fondo fangoso. ¿En qué otra cosa podía pensar,
parado tras la ventana de Cunegunda, mirando la piscina?
Sobre el trampolín, con el cuerpo erguido, como hacía en el
río encima de un tronco derribado, daba saltos cada vez menos
pequeños, y me reía de la altura que iba alcanzando mi cuerpo,
y reía de las proporciones que iba tomando mi risa, abajo el
agua transparente y el fondo azul de losas. Yo, cándido y ergui-
do sobre el trampolín, como nunca y por primera vez, dueño del
espacio que me esperaba. Cuánto me habría gustado hacerme
retratar, eternizado sobre el trampolín, con las manos ora en
alto, ora anudadas tras el cuello, con el pecho henchido. Nadie
sería capaz de comprender cuánto añoré un instante como ése.
Únicamente yo podía sentir el escalofrío, el cosquilleo en el
estómago, el pulso acelerado.
Me lancé y entré por fin al agua, busqué el fondo azul, lo
acaricié sin prisa. Como esperaba, no se embarraron de fango
mis manos. Gracias a mi excelente respiración, a la plenitud de
mis pulmones sanos, recorrí toda la piscina pegado al fondo y
con los ojos abiertos. Me habría encantado encontrar los pies
de mi abuelo, apretar sus tobillos, escucharle decir de nuevo
que yo nadaba mejor que los peces. Deliré imaginándome en-
cima de sus hombros y a él dando instrucciones para que en-
trara recto en el agua, para que no me diera un “panzazo”.
Pero no me encontré con abuelo, aquel no era el río de mi
infancia, y él estaba definitivamente en el cementerio de En-
crucijada. Tal vez por eso me resistí a salir a la superficie,
añoraba tanto encontrarlo arriba, sonriente, orgulloso de su nie-
to, fuerte como los garañones que abandonó en Ferreira de
OValadouro; su nieto cortando el agua, emergiendo con la boca
abierta como un tiburón, insuflando sus pulmones de aire.

74
Ciertamente no encontré la risa de mi abuelo. Encima, en el
muro, encontré los dos perros: Cipión y Berganza. Entre ellos,
la pequeña figura arrugada de un hombre. Y digo arrugado
porque era fácil recorrer su pequeño cuerpo, y era tan negro el
pelo, que las arrugas se divisaban a vuelo de pájaro. No por
pequeño era débil; sus modales arrogantes, sus ojos
escrutadores, me parecieron casi dictatoriales. No hizo falta
que se presentara, supe enseguida que era el padre de
Cunegunda, pero habló. Se llamaba Sigfrido, “como el prínci-
pe”, dijo. Era el dueño de la casa, de la piscina, de todas las
porcelanas. Me interrogó queriendo saber quién yo era y qué
hacía en su piscina. “Cándido”, respondí. “Soy amigo de su
hija. Fue ella quien me invitó.”
Después de oírme, Sigfrido ordenó a los perros que me sa-
caran, pero Cipión y Berganza no se movieron, me miraron
fijamente, abrieron sus bocazas, enseñando los dientes. Per-
manecieron sin entrar en el agua, pese a que el dueño se lo
ordenara con violencia. Parecían temer al agua, se lo veía en
los ojos. El dueño ordenaba y ellos solamente ladraban. Creí
que la pareja de perros quería decirme algo e intenté interpre-
tar sus ladridos. Los perros son inteligentes, aquellos lo pare-
cían más. Estoy seguro de que se compadecieron de mí. En-
tendían mi situación, reconocieron en mis ojos lo feliz que fui
mientras no llegó el amo. Cipión y Berganza eran conscientes
de la importancia que para mí tenía bañarme en aquellas aguas.
Me miraban y se miraban entre sí, ladraban y parecían ponerse
de acuerdo. En algo se asemejaban sus ojos a los míos, creo
que los tres teníamos cierta inconformidad y una ambición que
no podíamos esconder. No supe exactamente en qué coincidía-
mos, en qué consistía nuestra semejanza, pero por más que el
amo les ordenara atacarme, más hablaban entre sí, mas me
daban a conocer sus miradas que no se me opondrían. No creo
que fuera la misericordia del destino, o de la providencia, quien
indujera a los perros a terminar de mi lado. Nuestra relación

73
era más esencial, todavía me resulta imposible explicarla, pero
existió.
El príncipe Sigfrido, a pesar de su arrogancia y de sus fuer-
tes gritos, del modo de compulsarlos para que me agredieran,
no consiguió nada. El arrogante pequeñuelo arrugado no pudo
sacarme por la fuerza del agua. Tuvo que conformarse con
mirar mi figura, mi braceo, mis pies en movimiento sin tocar
fondo. La actitud de Cipión y Berganza lo obligó a conversar
conmigo. Aproveché la ocasión, le hablé delicadamente de mi
obsesión por las piscinas, de mis carencias en el pasado. Fui
sincero con el príncipe Sigfrido al comentarle las veces que
mentí conversando con desconocidos, describí la casa que me
habría gustado tener, hablé de columnas, escaleras marmóreas
y por supuesto, le confesé a Sigfrido que jamás en mis sueños
faltaron las piscinas. Yo tuve piscinas de muchos tipos: circula-
res, Ovaladas, olímpicas, grandes extensiones de agua reteni-
das en cajas de concreto y cemento. Fui feliz mintiendo porque
creía en lo que contaba. En eso me parecía a papá, que escri- |
bía sobre objetos que no poseía, como si la palabra escrita los |
acercara. “Si nunca tuve una piscina, mil veces me la inventé.”
Le impresionaron mi sinceridad y mi hablar fluido. El que antes
azuzaba a los perros, estaba ahora asombrado. Conté el día en |
que abuelo me llevó al campo a casa de su amigo Herminio, un |
gallego que, como abuelo, nació en Ferreira. Sus nietos nunca |
salieron de la finca, ni siquiera conocían Encrucijada. Sentados |
a orillas del río les hablé de mi casa, un palacio con cientos de '
balcones y ventanas, escoltado por cuatro torres gigantes des-
de donde se miraba el mundo. Un palacio claro y ventilado, |
rodeado de jardines y pérgolas. Mi descripción en nada era |
semejante a nuestra casita de Encrucijada, pero mi deseo de |
habitar un palacio era inmenso. Me sentí fuerte; los cuatro |
guajiritos quedaron admirados con mi relato, yo complacido.
No me costó trabajo inventar. Mi imaginación es escasa, lo
reconozco, pero mi deseo, ya lo dije, era grande, y tan desme- |
16
dida mi ambición, que reproduje como me fue posible aquel
castillo que tantas veces admiré tendido en el suelo del portal.
Cuando papá preparó la maleta para abandonar a mamá
terminada la zafra del setenta, olvidó colocar el libro. Mamá se
percató; sin embargo, quiso guardarlo de recuerdo. Tirado en
el piso del portal, pasaba las páginas. De tanto recorrerlo podía
reconocer el sitio exacto donde aparecía el Castillo de Ferrara,
la construcción que más me gustaba; aún no había visto una
foto del Capitolio de La Habana. Me sobrecogía pensar que en
breve aparecería el castillo ante mis ojos. Me detenía a obser-
varlo, olfateaba el papel con la esperanza de percibir el olor de
las flores, la fragancia de sus habitantes, el sabor de los platos
que comían. El descubrimiento del castillo cambió mi vida. Le
supliqué al abuelo que hiciera uno igual, que en su carpintería
reprodujera cada parte; lo instaba a cortar las dos majaguas del
patio y construir el castillo en el lugar que ocupaba nuestra
casa. Después de observar la catedral de Orvieto cerraba los
ojos, pasaba la página, luego la otra. Sólo allí volvía a abrirlos.
Nada me distraía su vecino de página, el Palacio Ducal de
Venecia. Ninguna de las catedrales y palacios de aquel libro
me seducía tanto como el Castillo de Ferrara, únicamente el
Capitolio de La Habana le ganó en admiración, pero eso vino
después. No me resultaba difícil describirlo, hacer creer a los
pobres guajiritos que vivía en una casa gigante, a fin de cuentas
carecían de otra referencia que no fuera el bohío de palma y
guano. A pesar de que en el libro sólo se veía la fachada, me
dio por sumarle en su interior un patio de columnas con una
piscina al centro. :
Desde su recortada figura, el príncipe Sigfrido me miró en-
cantado con mi relato. Fue mudando su expresión, y de arro-
gante se convirtió en humilde. Removí su pasado, mi obsesión
por las piscinas lo ablandó. Él dijo que no nació príncipe. Eso ya
lo suponía, para mí los príncipes no se arrugaban, se mantenían
altos y con la piel tersa y rosada, tampoco tenían que teñir sus

77
pelos blancos. La madre de Sigfrido fue internada en un mani-
comio durante el embarazo, una rara enfermedad le hizo per-
der la razón y dio a luz rodeada de locas. Después del parto la
madre permaneció internada, y él fue a vivir con su abuela
Carlota en una pequeña choza situada en lo alto de la loma del
Capiro, en Santa Clara. Pasó su infancia mirando, desde lo
alto, la ciudad, y añorando bajar de la loma e instalarse en el
pueblo. Hasta entonces sus únicos acercamientos reales con la
ciudad sucedían los domingos, cuando la abuelita lo llevaba a
misa en la iglesia del Carmen. Sigifredo, que aún no era el
príncipe Sigfrido, quedó encantado con el acordeón de Felicita
acompañando al coro. Desde el reclinatorio añoró ser músico,
suplicó a la abuela que le comprara un acordeón, quería desli-
zar sus manitas por las teclas, abrir y cerrar el instrumento,
hacerlo sonar. Por mucho que lavó y planchó, Carlota no pudo
comprarle el acordeón. Sobre el reclinatorio se conformaba
con deslizar las manitas en el aire, simular que hacía abrir y
cerrar el instrumento, que le sacaba música. Su voz era horri-
ble, gangosa. Sólo en Navidad le permitieron unirse al coro de
voces. Pero Sigifredito fue inteligente, no utilizó su voz a la
hora de cantar los villancicos. Poseía un gran talento, era un
excelente simulador, y acopló los movimientos de sus labios a
la voz del barítono del coro. Todos quedaron encantados con la
voz del pequeño. “Ladronzuelo” lo llamaba el barítono y le pe-
gaba coscorrones, le exigía que no imitara, con el movimiento
de sus labios, los tonos graves de su voz. Tantos coscorrones,
pensé yo, retardaron su crecimiento. Sigifredito aprendió a
mentir. Si Dios le mandó un cuerpo nimio, una voz gangosa, en
compensación le permitió aprender a simular. En principio se
conformó con su lugar en el coro y con cantar villancicos du-
rante una semana al año. Aunque por su voz endeble y fea no
le permitieran articular sonidos, estaba en primera fila, y cada
vez era mejor su engaño. Nadie suponía tan gran farsante en
aquel cuerpo tan breve. Exactos eran los movimientos de su

78
boca acoplados a los tonos graves del barítono, y su carita tan
tierna. Sigifredito aprendió a simular que se asustaba, que en
cada presentación del coro temía que la voz no respondiera. En
medio de la plaza que rodeaba la iglesia, ante la vista de todos,
hacía gárgaras y provocaba ruidosas olas en su garganta, lla-
mando la atención de los fieles. El padre Paco estaba contento
con el crecimiento de la comunidad de feligreses, y el mismísimo
obispo fue una tarde a escuchar el coro que cantaba villancicos.
Fue el obispo quien propuso llevar el coro a la catedral de San-
ta Clara. Por primera vez Sigifredito pasó más allá del parque
Vidal.
La comunidad reunida en la puerta del templo aplaudió la
entrada del niño de la mano de Carlota, la infeliz viejecita la-
vandera de la loma del Capiro. Tres horas cantó el coro, y los
aplausos se los llevaba el pequeñuelo. Hasta le permitieron ser
el primero en comulgar para que el cuerpo de Dios añadiera
fuerza a su canto. Sigifredito volvió al coro y se atrevió a ade-
lantar su cuerpo brevísimo. Fue por primera vez solista, reco-
gió todos los aplausos, todos los bravos. Fue un feliz cantante,
arrogante barítono, cuidadoso simulador. Desde el altar el obis-
po dio gracias al príncipe. Desde el coro acotó el pequeñuelo:
“Sigfrido”, y el brazo del obispo, que lo señalaba y parecía bau-
tizarlo de nuevo, junto al brazo del pequeño cantante que agra-
decía, formaron una línea gloriosa, bendita, divina.
Por mucho que suplicó Carlota, el niño aceptó la propuesta
del padre Paco y del obispo. Esa noche subió al altar y cantó
para la curia. El anónimo barítono fue escondido detrás de unas
imágenes. Sólo Carlota y el padre Paco conocían la verdad, y
ambos temían ser descubiertos. El obispo, parado en el atrio,
aplaudía y se enjugaba las lágrimas. ¡ Y es que era tan perfecto
el acople del movimiento de los labios del príncipe Sigfrido con
la voz del barítono!
Sigfrido, el príncipe, estuvo seguro de que tendría en lo ade-
lante una gran carrera de simulaciones. El que no tenía, como

bs)
creía yo, una familia rica ni un padre interventor, triunfaría en lo
adelante engañando.
Mucho más dijo Sigfrido, pero esas cosas no quiero contar-
las, no quiero dañar la reputación del hombre que me permitió
pasar todo un día en la piscina.
Ambos odiábamos nuestro pasado, ambos nos inventamos
otro, el que más nos complacía, y para conseguirlo hizo cosas
tremendas, él, como yo, y es que en cada deseo de gloria hay
un intento de reparación del pasado. No quiero, no puedo, al
menos a estas alturas, contar las historias de Sigfrido, el prínci-
pe. Agradezco que me permitió pasar un día entero en su pisci-
na, y que incluso me pidió que volviera; sus aguas siempre
estarían limpias, esperándome. El pequeñuelo me dio excelen-
tes consejos que no he olvidado, por ejemplo, insistió mucho
para que buscara buenas compañías. “El que a buen árbol se
arrima, buena sombra le cobija.” Él se arrimó a árboles que le
dieron buena sombra, porque el sol de este país es realmente
destructivo e intolerable. Sigfrido contó con frondosos árboles
que lo protegieron, y de eso vivía orgulloso. Algunos no eran
tan frondosos, sin embargo lo cuidaron. Pero no cuento más, al
menos por ahora.

80
Sentí tanto interés por las confesiones del príncipe
Sigfrido que casi olvidé a Cunegunda. Ante la sin-
ceridad no puedo permanecer indiferente. Sigfrido
fue sincero conmigo, y sobre todo cortés. El
pequeñuelo era sensible, capaz de entender mi des-
concierto ante la belleza de su piscina. Nunca vivi-
ré lo suficiente para agradecerle esa primera in-
mersión en su río de mentira. Cuando todo haya
pasado y yo sea dueño del Capitolio, voy a invitar-
lo a que pase un día entero en mi residencia. Le
mostraré con gusto las pequeñas transformacio-
nes que haré en el edificio, y le contaré las histo-
rias de mamá y de mis abuelos, y de las fotos col-
gadas en las paredes. Como soy agradecido, guiaré
su andar para que no se extravíe en el Salón de los
Pasos Perdidos. ¿Será tan grande y laberíntico ese
salón? ¿Cuántos se habrán perdido realmente en
su inmensidad?
A pesar de mi felicidad, Cunegunda no quiso
recibirme en su cuarto. Del otro lado de la puerta
exigía que me marchara, no quería verme más.
Cuando le expliqué lo bien que nos habíamos en-
tendido su padre y yo se puso doblemente furiosa,

81
hasta golpeó la puerta cerrada, y dijo que esos golpes le gusta-
ría dármelos. Me llamó cerdo, desgraciado, y aseguró que era
un hijo de puta imperdonable. Estaba arrepentida de su entrega
en la funeraria y prefería mil veces la comunicación con los
muertos a mi cercanía. Gritó que la había traicionado enten-
diéndome con aquel pedazo de carroña. Grande era el desdén
que sentía por su padre, y por mucho que supliqué, no aceptó
abrir la puerta, ni siquiera cuando le dije que estaba de rodillas.
En verdad no estaba de rodillas, pero como la puerta se hallaba
cerrada, las palabras eran suficientes.
Esa noche la esperé en la funeraria. Desde las once recorrí
cada uno de los salones, me proponía sorprenderla en el mo-
mento en que mirara a través del cristal de los ataúdes, acer-
cándome sigiloso, de puntillas, y cuando estuviera detrás de
ella, tapar suavemente sus ojos para que no viera más a los
muertos, para que se volviera y encontrara definitivamente a
un vivo. Suponía que con su contacto mi pinga se pondría dura
y que ella lo iba a notar, que sin dilación aceptaría mi propuesta
de llevarla al baño. Cunegunda no apareció ni esa noche ni la
siguiente. A veces confío demasiado en las posibilidades de mi
pinga.
La tercera noche la pasé recorriendo el resto de las fune-
rarias de La Habana. Si Cunegunda se negaba a verme, no
iría a la de Calzada. Si la comunicación con los muertos resul-
taba tan importante, si los mensajes a Christo Slaveikov eran
imprescindibles, buscaría otra manera de enviarlos. La lógica
indicaba que iría a otras funerarias. Eso hice yo. La busqué
en La Nacional de Infanta, en la de Belascoaín y Zanja, en la
de Párraga, en la del Diezmero. Fui a San Miguel del Padrón,
volví a la de Calzada y K, su preferida. Esta vez tampoco
estaba. Allí me encontré con uno de los peludos que la acom-
pañaban por el Malecón, el que no se llamaba Esteban ni
Manolo, aquel que pasó toda la noche sin hablar y mirando al
cielo, el que sólo se movía para alcanzar la botella de ron o |

82
una pastillita. Me dijo que hacía varios días no veía a Cunegunda
ni a Manolo, tampoco a Esteban. Precisaba encontrarse con
ellos, les tenía una sorpresa; a veces desaparecían, sobre todo
Cunegunda. Ella pasaba semanas sin dejarse ver, y hasta se
marchaba de su casa. Entonces aparecía en los cementerios,
suponiendo que allí encontraría respuesta a sus mensajes.
Acostada encima de la tumba de La Milagrosa, en el cemen-
terio de Colón, esperaba que una misiva de Christo la sor-
prendiera. Sobre esa tumba ideaba nuevos mensajes.
Cunegunda había estudiado búlgaro después de la muerte de
Christo. Con la llama de una pequeña fosforera reproducía
en la alta noche los caracteres cirílicos que contenía el men-
saje y esperaba, obstinada, la aparición de una señal. Única-
mente la salida del sol hacía que apagara la llama y apartara
los ojos de su objetivo. Ernesto, como se llamaba el tercero
de los peludos, no confiaba en que Cunegunda recibiera de la
noche cuanto esperaba. Él conocía bien la noche, había pasa-
do largos años escrutándola. Era su mayor obsesión y quería
pintarla íntegra, que su cuadro fuera una revelación de su
esencia. Cuando consiguiera pintar lo que tanto tiempo había
anhelado, demostraría a Cunegunda que los muertos no se
comunicaban a través de la noche. “La oscuridad es miste-
riosa, no se deja usar por la muerte.”
Me pidió que lo acompañara y saliéramos de la funeraria
para ir al Malecón. Allí sacó un cigarro y me brindó. Le dije
que no sabía absorber. Nunca antes había fumado. Él aseguró
que no era necesario. Después que fumara no me iba a arre-
pentir. Era mejor que las pastillas. Ese cigarro me aclararía un
montón de cosas; él los usaba para conocer la noche. Cuando
el humo se instalaba en su cabeza se volvía más lúcido, se le
abrían las entendederas, se explicaba las causas de cada cosa.
Si yo quería, que probara. Si me lo tomaba en serio y la busca-
- ba bien, aparecería Cunegunda, de cuerpo entero, allí mismo
en el Malecón, frente a nosotros.

90)19%]
Por supuesto que fumé. ¿Qué otra cosa podía hacer si tenía
tantos deseos de verla? Además, soy fácil de convencer. Em-
pezaban a gustarme las experiencias desconocidas. Él me ins-
truyó, explicó cómo hacerlo. Debía inspirar, retener el humo
cuanto pudiera, dejarlo salir suave. Sólo debía dar dos fuma-
das, que después se lo pasara a él. Me lo devolvería en cuanto
diera sus dos fumadas, y así sucesivamente hasta que se con-
sumiera. El cabito no debíamos desecharlo, la yerba que sobra-
ba se juntaba con otra y podíamos armar otro cigarro para
después.
Aunque cumplí las instrucciones de Ernesto, él me vigilaba,
en verdad no apareció Cunegunda. Esperé a que cruzara la
amplia avenida, que se parara frente a nosotros, exigiera su
cuota de humo, pero no apareció. Lo que sí apareció fue una
sed tremenda y una rara sensación de crecimiento de la len-
gua. Digo sensación porque Ernesto me aseguró que la lengua
no había crecido nada, y mucho menos se habían dilatado mis |
papilas. Con la yerba aumentaban las percepciones. Pero yo
insistía, suelo ser obsesivo y me detengo en detallitos.
Ernesto contemplaba el cielo negro y estrellado. Despre-
ciaba las estrellas y la luna, a las que increpaba y quería abofe-
tear; las culpaba de distorsionar la verdadera imagen de la no-
che. Quería una noche cerrada, sin luz alguna. Cuando nadie lo
veía, apedreaba las luces del alumbrado público. Exaltado, exi- '
gía que la noche apareciera en todo su esplendor. Levantaba la
mano para señalarla con el índice. Una línea de luz incidía so- ||
bre el pulso que rodeaba su muñeca y hacía brillar la plata.
Debe ser por eso que, aún ahora, lo veo frente al lienzo mane-
jando el pincel en una noche cerrada, tan oscura que no se
percibe su cuerpo ni su mano, ni el pincel ni el lienzo, sólo el
pulso de plata deslizándose en medio de la oscuridad.
Me levanté eufórico del muro. No apareció Cunegunda a |
pesar de mi insistencia. Me dio por reír. Como el día de las
pastillas, fui de lo más feliz. Después que fumé no quise conte-

84
ner la risa, no hubiera podido contenerla. Era tanta la euforia
que no bastó con reír, salté parado en un mismo lugar, como
saltaba en el trampolín de la piscina. Tras los saltos, vinieron las
carreras alrededor de Ernesto.
En las carreras de esa noche había algo diferente. En mis
carreras matutinas percibía el avance, vencía la distancia. Esa
noche, mientras más corría, sin variar el trayecto, más dilatado
me parecía. Aun cuando corría con la certeza de estar casi
rozando el cuerpo de Ernesto, la distancia entre nosotros era
inmensa. La certeza de que el espacio aumentaba me llevó a
mirar el reloj. Corrí mirando mi Rolex falso, me reía, le gritaba
a Ernesto, hacía preguntas sobre Cunegunda. Por muchas co-
sas que hiciera, el secundario demoraba más que de costumbre
en recorrer los sesenta segundos de un minuto, pasaba como
una eternidad en un minuto. Empecé a hacerme preguntas ra-
ras. Yo, que soy el tipo más simple, el menos preocupado por
cosas extrañas, me planteé algunas de esas cuestiones que
Ernesto llamaba esenciales. Me aconsejó que no me preocu-
para; esos cuestionamientos me demostrarían que estaba ma-
durando y que no era tan simple como me creía. El pintor que-
ría que aprovechara esa experiencia sobre el tiempo y el espacio,
y habló de perspectivas. Ernesto conseguía, mediante la yerba,
diferenciar el tiempo real del tiempo sugerido. Y como saltaba
de un tema a otro, yo lo acusaba de disociado. Era entonces
cuando decía que con la yerba fluía la conversación y los te-
mas podían asociarse mejor. En fin, éramos superiores.
Y yo, el más simple de los mortales, después de fumar con
Ernesto, comencé a complicar las cosas, a hacer el ridículo.
Indagué sobre el tiempo y el espacio. A tal bobería me llevó la
yerba. Sin dejar de correr, expliqué a Ernesto lo que yo enten-
día por espacio y tiempo. Como soy simple y me cuesta expli-
carme, para hacer cómoda mi explicación y que él me enten-
diera, dije que el espacio eran los rieles de una línea del ferrocarril
y el tren el tiempo que atravesaba ese espacio. Un muchacho

85
de Encrucijada no tiene que estar pensando rarezas, un mu- |
chacho de Encrucijada debe ocuparse de otras cosas. Sin em-
bargo, trataba de explicarle a Ernesto en qué consistían esas ;
semejanzas, y mientras más insistía en explicar, más me perdía
en el intento. Soy de los que no consigue explicarse fácilmente,
me cuesta razonar y debo pensar mucho lo que quiero decir.
Temo terriblemente al ridículo, a no ser entendido, y la yerba |
me inducía a pensar con mayor detenimiento en la manera de
expresar una idea. La yerba retardaba, al menos eso creía yo,
la elaboración de una idea o la respuesta más sencilla. Si nor-
malmente era lerdo, la yerba aumentó mi retraso, las palabras
me salían lentas, pesarosas. Ernesto quería que no lo interrum-
piera en su búsqueda de la noche, y yo no le permitía concen-
trarse. Insistía para que atendiera a mis interrogantes. En ver-
dad es muy difícil estar haciéndose preguntas esenciales y pensar
que el tiempo no pasa, que el espacio crece. Hacía
cuestionamientos tontos en lugar de aprovechar los efectos de
la yerba en imaginarme dueño del Capitolio y verme caminar
por sus salones en compañía de Cunegunda, de Ernesto, de
Pestañona y Esteban, pero no, fui tonto y me dio por plantear-
me cuestiones esenciales.
El siguiente me pareció interminable. Estuvimos pasándo-
nos el cigarro, cada dos fumadas, por largo rato. Empecé a
notar que no acababa de gastarse. Mientras fumábamos, Er-
nesto dejaba de espiar la noche y conversábamos infinitamente
sin que el cigarro terminara. Aquello se tornó un poco angus-
tioso. Quería dejar de hacerme preguntas raras y de recordar
mi pasado, las ausencias de mi infancia, a mi abuelo y el modo
en que se marchó para siempre. Cómo sería el lugar donde
estaba, si desde ese lugar podría mirarme, si me conservaba en
su memoria. También pensaba en abuela y en mamá. Temía no
tener dónde pasar mi tiempo habanero. Ni siquiera contába-
mos con un peso. La yerba quitaba el hambre al principio, lo
malo venía después, cuando su efecto pasaba.

86
Las tripas comenzaron a sonar estruendosas y eran más de
las ocho de la mañana. Habíamos pasado la noche entera fu-
mando, sentados en el Malecón, haciéndome preguntas esen-
ciales, y Ernesto disfrutando de la noche. Si no nos quedamos
días y días sentados en aquel muro fue porque la yerba se
acabó y sentíamos demasiada hambre. “El hambre es mala
consejera”, dijo Ernesto y me invitó a buscarnos la manera de
comer.

87
Ernesto resultó ingenioso. Se le ocurrían excelen-
tes ideas, arriesgadas pero excelentes. Me invitó a
que camináramos por Prado. La caminata nos ha-
ría pensar.
Mientras caminabamos me habló de un tratado
que escribía. Tenía que ver con su nombre. El títu-
lo: “La desgracia de llamarse Ernesto”. Él sentía
aversión por su nombre. Su padre consideraba que
llamarse de esa manera era importante y preten-
día que el hijo hiciera honor al nombre que le había
escogido con un comportamiento intachable: no
fumar marihuana ni beber alcohol, no vestir panta-
lones estrechos ni llevar el pelo largo, que no era
cosa de hombres. Para convencerlo, mencionaba
algunos hombres importantes que se habían llama-
do así. El padre quería que fuera como ellos. Muy
entusiasmado con la escritura, Ernesto llevaba es-
critas unas treinta páginas donde explicaba el ori-
gen de su aversión.
En cuanto terminara de escribirlo me lo pres-
taría para que lo leyera. La verdad es que no
me gusta leer. Más bien no lo soporto. Es el más
aburrido de los entretenimientos; de cualquier

88
modo se lo agradecí, y hasta hice la promesa de comentarlo
juntos.
Ernesto no tardó en hallar un modo de ganar dinero. Cru-
zando los jardines del edificio más hermoso de La Habana, con
la vista fija en el Parque de la Fraternidad, descubrió la corona
de flores. Apuramos el paso para llegar antes de que finalizara
el acto.
Entre los que rodeaban la estatua de Benito Juárez recono-
cí de inmediato a Eusebio Leal, el mismo que aparece en la
televisión caminando las calles de La Habana y narrando la
historia de cuanto edificio se encuentra en ellas. Junto a él un
hombre muy bajito, tanto como el príncipe Sigfrido, medio indio,
a quien presentaron como alcalde de no sé qué ciudad mexica-
na. Fue Eusebio el primero en tomar la palabra después que
colocaron la corona al pie de la estatua del prócer, y pareció
recitar en versos la historia de México. Al referirse a un perío-
do que llamó “precolombino” mencionó a los chichimecas, sem-
bradores de la barbarie en la tierra de los toltecas; a continua-
ción al pueblo azteca, fundador de Tenochtitlán, ciudad en la
que reinó Moctezuma ll, y luego, sin un respiro, empató la historía
de México con la cubana, alzando un brazo mencionó a don
Diego Velázquez quien, siendo gobernador de Cuba, mandó
primero a un tal Juan de Grijalva para que reconociera el país
de los aztecas y preparara el camino a Pánfilo de Narváez y al
conquistador Hernán Cortés. De sus labios brotaron los nom-
bres de Carranza, Huerta, Pancho Villa y Emiliano Zapata.
Naturalmente, no olvidó a Benito Juárez, en el que se detuvo
un buen rato para componer un retrato elogioso, casi un diti-
rambo. Mientras pronunciaba su discurso, yo, embobecido, pen-
saba en lo que me gustaría que un hombre así de famoso, que
salía en la televisión, hiciera mi apología el día de mi muerte,
que en el instante en que bajaran mi féretro y lo dejaran cerra-
do definitivamente, describiera mi andar por los jardines y el
interior del Cándido de La Habana, el edificio más imponente

89
de la ciudad. Aspiré en ese momento, mientras lo escuchaba, a
que dedicara uno de sus programas de televisión a mi edificio,
a que señalara con su índice el diamante y mis fotos colgadas
en las paredes.
Eusebio cedió la palabra al alcalde de aquella ciudad mexi-
cana, que armó el discurso con la historia de Cuba. Mencionó
al indio Hatuey, a Martí, a Maceo y a un montón de gente.
Cuando hubo terminado, ambos se fundieron en un abrazo. Yo,
muy conmovido, casi rompo a llorar. Nunca antes pude mirar
de cerca a un hombre famoso que sale cada semana en televi-
sión hablando de cosas lindas e instructivas, tampoco vi antes a
un alcalde de una ciudad extranjera. Y esas nuevas terminaron
por sensibilizar mi espíritu. Ernesto estuvo a punto de soltar
una carcajada y me sacudió por los hombros diciendo que no
me detuviera en boberías. En cuanto se marcharan todos car-
garíamos con la corona. Iríamos a la iglesia de La Merced, era
venticuatro de septiembre, día de la virgen, y allí venderíamos
las flores.
Con la corona a cuestas llegamos a un edificio olvidado en
la calle Egido, creo que se llamaba Palacio de Las Ursulinas, y
desarmamos la corona tratando de no dañar sus príncipes ne-
gros, que parecían acabados de cortar.
El plan de Ernesto resultó excelente. En cuanto llegamos a
la iglesia, con sólo detenernos y mostrar nuestra mercancía, la
vendimos toda. Las flores eran las más lindas que había visto
en mi vida. Las flores que se ofrecen a los muertos importan-
tes y a los santos son siempre escogidas por su hermosura.
Deseaba que la virgen de La Merced se apiadara de mí y que
el espíritu de Benito Juárez no se enfadara con nosotros, des-
amparados y hambrientos.
El entusiasmo de Ernesto fue mayor que el mío. Tras su |
éxito, me propuso que fuéramos al cementerio de Colón, donde |
encontraríamos flores sin costo alguno para venderlas en la
iglesia. Su proyecto no me convencía del todo. Tengo horror a |

90
los cementerios. Nunca entré en ninguno, ni siquiera para visi-
tar a mis abuelos. Lo único que me seducía de la visita era la
posibilidad de encontrarme con Cunegunda encima de la tum-
ba de La Milagrosa, enviando mensajes en caracteres cirílicos
a su amante muerto.
La tumba de la Milagrosa estaba cubierta de lindas flores
en pago de las promesas de la gente. Sobre la tumba había una
estatua de mujer con un niño en brazos. Según Ernesto, allí
estaba enterrada la madre con su hijo recién nacido. Cierta vez
abrieron la tumba y encontraron al niño dormido en su sueño
eterno junto aí cuerpo de la madre, y no encima de su pecho
como lo dejaron el día de los funerales. El padre y esposo visitó
la tumba todos los días. Fue allí donde encontró el eterno sosie-
go. Cientos de personas, con sus ofrendas, le pedían a la muer-
ta. A la gente le encanta poner flores a los muertos, lo mismo a
los que hicieron el bien a la patria, como Benito Juárez, que a
las madres amantísimas como La Milagrosa.
Caminamos tratando de no llamar la atención. Ernesto su-
girió que aparentáramos ser investigadores de arquitectura fu-
neraria. Cargamos con todas las flores y con cuanto objeto
encontramos, pañales, culeros, medias, y un gorrito de estam-
bre que tenía puesto el niño de la estatua.
Como Ernesto era ambicioso permaneció inquieto,
inconforme, y nos dirigimos a la tumba del hermano José, el
negro santero que hiciera el bien a tanta gente, en vida como
después de muerto, y nos llevamos crisantemos, príncipes ne-
gros, encaje de la reina, mariposas. Dejamos las vicarias para
el día de la virgen de Santa Lucía. Todo lo vendimos en la
iglesia de La Merced.

91
Sentados en medio del patio del solar, con los pies
metidos en una palangana, conversamos sobre lo
ocurrido.
Ernesto, que me consideraba lento y descon-
fiaba de mis iniciativas para hacer un buen trabajo,
estaba boquiabierto, no podía creer lo que yo le
contaba. Hasta entonces había sido él quien deci-
día. Ahora, en medio del solar que en el siglo die-
ciocho fuera residencia de una noble familia
habanera y al presente un caserón ruinoso, se sen-
tía deslumbrado por mi actuación. Nunca hubiera
esperado algo así de mi parte. Llevaba días empe-
ñado, sin resultado alguno, en hacerse del busto de
Cirilo Villaverde, el que se hallaba en la loma del
Santo Ángel, para venderlo a un fanático del es-
critor residente en Miami. El hombre le pagaría
una enormidad por el busto, que se proponía colo-
car en la biblioteca de su casa miamense. Eso me
contaba Ernesto, y yo lo creía.
Qué hermosos se veían nuestros pies bajo el
agua, enfrentados, los dedos casi chocando. El agua
magnifica las cosas, las sublima, como los crista-
les y los espejos, según decía mi madre. Ese día

92
eran más hermosos que nunca, y nosotros, mientras comentá-
bamos los sucesos, jugábamos a descubrir quién tenía los pies
más limpios y la piel más suave.
Un rato antes habíamos conseguido algo valioso.
Se me ocurrió a mí, que abandoné la compañía de Ernesto y
me acerqué a la vieja elegante, de unos setenta años, con cara
de buena gente, tan buena gente que le dio una limosna a otra
vieja sentada en la acera del Tencén sin que le hubiera pedido
nada. Ernesto apenas reparó en el momento en que llegué has-
ta ella y le di gracias por el gesto que acababa de tener. Ella
sonrió, habló de la caridad, de la ayuda al prójimo y de Dios.
Iba a la Catedral, a la misa de diez. Exaltado le conté que
de vez en cuando me sentaba en una iglesia y me encantaba
escuchar los cantos, al cura hablando en el púlpito. Sobre todo
me gustaba, eso le dije, la insistencia de los párrocos en que
debía hacerse el bien al prójimo, y como ella acababa de tener
ese gesto con la viejita, Dios estaría mirándola agradecido, y
que alguna vez, cuando menos ella esperara, la distinguiría en-
tre todos sus hijos. La vieja señora se sonrojó.
Interesada en la conversación, observó que los jóvenes ya
no acudían a misa, lo que era terrible. Qué contenta se sentía
de encontrar a un joven preocupado por las cosas de Dios. Me
preguntó si estaba bautizado, y se asombró ante la pobre ovejita
descarriada. Mentí, dije que mamá era comunista y nunca me
permitió entrar en la iglesia, a pesar de lo que había esperado
que el agua bendita cayera en mi cabeza y bañara mi frente.
Le aseguré que solía soñar con ese momento. Según Amalia,
que así se llamaba la señora, nunca era tarde para iniciar el
camino hacia Dios; si yo aceptaba, ella misma podía ser mi
madrina. Claro que acepté su propuesta, y me mostré preocu-
pado por sus joyas, por las muchas cadenas de oro que pendían
de su cuello, con imágenes de Cristo, Santa Teresa, la Virgen
de la Caridad del Cobre y los ojitos de Santa Lucía. Aconsejé a
la infeliz que no debía ponerse esos pulsos para salir a la calle.

93
Aproveché su preocupación para sugerir que las guardara en
el bolso. Casi tembló con la posibilidad de que en cada esquina
apareciera un ladrón que robara sus prendas y llegara hasta a
dañarla.
Amalia me pidió que la escoltara. “No debes irte de mi
lado”, me dijo temerosa. Poco a poco se despojó de aquellas
tentaciones doradas y cada prenda fue a parar a su cartera,
incluso la cañita de oro que rodeaba su muñeca. Cuando inten-
tó quitársela, el cierre se trabó y ful diestro. Se la entregué con
una reverencia.
Ella se habría pasado todo el domingo agradeciendo mi con-
sejo, por su cara de contentura lo pude notar. Quería hacer
planes para el bautizo, y de no haberla interrumpido se habría
quedado diseñando nuestras ropas para la ceremonia. No la
dejé. En el instante en que cerraba la cartera se la arrebaté de
un tirón. Corrí un tramo por Obispo y me detuve jadeante; disi-
mulando para que nadie me descubriera, y a buen paso, con
cara de inocencia, busqué refugio en la casa de Ernesto, en un
solar de la Habana Vieja.
Sentados en aquel patio de la calle Aguiar nos reímos y
rozamos los pies. Ambos presumíamos de tener los pies más
lindos. Ante la elocuencia de nuestras venas, no pudimos po-
nernos de acuerdo. Un dedo se enroscaba con su contrario, un
pie se posaba en el otro. Éramos felices con las joyas de Amalia,
con los pies bajo el agua dentro de aquella palangana. Juré que
alguna vez, cuando tuviera mucho dinero, me haría fabricar
una palangana de oro para comprobar cuánto más bellos son
mis pies que el oro refulgente. Qué feliz seré entonces con una
palangana de oro y mis pies dentro de ella.
En eso pensaba cuando entró un maricón gordo. Ernesto lo
llamó marquesa, y le besó la mano anillada. El maricón miró la
palangana y aseguró conocer a una manicura excelente, nom-
brada Flora, que vivía en el barrio de Colón. “La mejor de to-
das. Da un tono rosa malva divino.” Yo lo miré con gran serie-

94
dad. Ernesto lanzó una risotada, volvió a llamarlo marquesa y
preguntó a qué se debía el honor de la visita. Venía a ofrecer-
nos un buen trabajo con el que ganaríamos mucho dinero, tan-
to, que él podría viajar a Miami y recuperar el título perdido.
“Francisco es descendiente de una gran familia habanera”,
dijo Ernesto. “Marqueses de Flores de Guzmán”, acotó el gor-
do para que yo creyera que en Cuba, en los noventa y en medio
del comunismo, podían existir marqueses, duques y condes. En
verdad me habría gustado creerle, pero soy nieto de Raquel, la
gallega más descreída del mundo, nacida en un país donde esos
títulos abundan. Cerquita de-su casa, en Ferreira de Ovaladouro,
vivieron unos condes a quienes espiaba, y al jardín con fuentes
y flores, encaramada en los hombros de su hermana. Abuela
ya me había advertido que los comunistas acababan con la
sangre noble; la sangre azul la convertían en roja.
Francisco notó mi descreimiento. Ese fue mi error. Demues-
tro con la cara lo que pienso con la cabeza. Torpe, siempre
torpe. Si hubiera sido cuidadosono me habría contado su histo-
ria. De mantenerme quieto y con cara de asentimiento no se
hubiera visto precisado a contarme que su tatarabuelo estudió
arquitectura e ingeniería civil; la primera en la Academia de
Bellas Artes de Madrid y la otra en la Universidad de la misma
ciudad. Si yo en lugar de dudar, hubiera fingido creerlo todo,
me habría ahorrado el recuento de que ese tatarabuelo cons-
truyó el primer tramo de vías férreas de Cuba, el que iba de La
Habana a Matanzas. Sin embargo yo, torpe e infeliz muchacho
de provincia, mal educado e impertinente, demostré lo que pen-
saba: le hice ver mis reparos. Por ese exceso de sinceridad
tuve que soportar que contara, auxiliándose con los dedos, to-
das las casas que construyó su tatarabuelo, como la del Mar-
qués de Almendares. Narró la inauguración de su quinta en
Marianao, todas las cosas que había y los lugares de donde
procedían, que si de España o de Francia, que si de Brasil o de
Venecia. Escuché, casi a punto de vomitar por la llenura, la

95
descripción de los manjares del banquete inaugural. Exaltado,
contó la muerte del poeta Campodrón, quien dejara de existir
ese día por lo mucho que comió y bebió. Al pobre hombre le dio
la pataleta final sujetando una botella de vino de Oporto. Inútil
fue el trabajo de los esclavos del Marqués de Almendares para
desprenderla de entre sus dedos. Ya lo iban a enterrar aferrado
a la botella, cuando la mujer del finado dijo que si llegaba ante
Dios de esa manera sufriría su condenación eterna, y ella mis-
ma dio la orden a los esclavos del Marqués para que le corta-
ran la mano de un hachazo.
El arquitecto se construyó un palacete en Puentes Grandes
que era la envidia de todos, pero más de la Marquesa de Casa
Calvo, quien llegó a ofrecerle cuarenticinco onzas de oro, toda
una fortuna, para que se lo alquilara por una temporada. El tipo
aceptó y se fue a Sevilla con las onzas.
Pobre de mí, incredulillo. El pájaro quería que yo creyera, y
para que fuera así contó que una mañana en que su tatarabuelo
salía del Archivo de Indias se le ocurrió llegar hasta la Catedral
para escuchar misa. Quedó extasiado ante la belleza de los
arabescos de la iglesia, y de la torre que levantara el arquitecto
Hernán Ruiz, y la veleta que fundió Bartolomé Morell en lo alto
de la torre. Pensaba en los ladrillos esmaltados, en el estuco, en
la madera de alerce y la yesería, y de seguro que sintió envidia
ante tanta grandeza. Tan sufrido estaba el pobrecito sintiéndo-
se un arquitecto menor que no escuchó las campanas que lla-
maban a misa, y eso que dicen que el repiqueteo de las de La
Giralda se oye desde muy lejos. Para mí que el tipo era un
envidioso. Yo no tengo nada en contra de la envidia, creo que
es uno de los sentimientos más edificantes, porque si no se
siente envidia de las cosas que otros tienen, no se lucha por
conseguirlas. Yo envidio al príncipe de Gales por su palacio de
Buckingham y porque fue capaz de abandonar a una princesa
como Diana; envidio a Michael Jackson que puede convertirse
en blanco y afinar su nariz. Si Michael no le hubiera envidiado

96
la nariz a Malkovich, no habría conseguido luego la suya. Hay
que ser envidioso. Seguro que en eso pensaba el arquitecto
cuando no pudo escuchar el repiqueteo de las campanas de La
Giralda. Él sentía envidia, eso creo yo, y habría pasado el resto
de su vida envidiando, de no ser porque vio a una linda jovenci-
ta bajando apresurada de un coche. Pudo estar allí todo el día
mirando ladrillos, mas era tanta su belleza que no logró conte-
nerse. Era más linda que la Catedral de Sevilla, y estaba tan
apurada que se le torció un tobillo mientras ponía un pie en el
estribo. Él la vio levantando los brazos para conseguir el equili-
brio que podía salvarla de la caída. Él la vio, y yo, por impru-
dente, tuve que escuchar el relato. El arquitecto advirtió los
ojos asustados, que suplicaban a Dios no la dejara caer en medio
de la plaza. Sus brazos giraron, balanceó los hombros, extendió
los brazos; sin embargo, el peso de su falda y del refajo de
muselina, de las almidonadas enaguas de hilo y de la falda inte-
rior acolchada y cruzada de ballenas, y de las otras enaguas de
franela, y de los pantalones con vuelos de encaje, y, sobre todo,
del miriñaque con aros de acero, hicieron que cayera irreme-
diablemente al suelo. La pobre, por mucho que intentó amorti-
guar el golpe con las manos desplegadas, se rompió la nariz.
Lloró por la sangre y por el vestido estrujado. ¡Qué trabajo
pasó el arquitecto para auxiliar a la jovencita! ¡Tanto pesaban
ella y sus trapos! Lo peor fue que, en la caída, uno de los pun-
tos de soldadura de los aros de acero del miriñaque se rompió,
y los extremos del aro empujaron hacia afuera la tela, rajándo-
la. Entonces el hombre recordó que además de arquitecto era
- ingeniero civil, graduado en la Universidad de Madrid, y que en
su vida había realizado innumerables obras de ingeniería. Aqué-
lla podía ser fácil, pero de grandes ganancias, porque ya estaba
- perdidamente enamorado de la joven. Se le ocurrió levantar el
' vestido para llegar al punto de soldadura dañado. La dama que
' acompañaba a la joven, su madre, confundió las intenciones del
' hombre y le propinó tal golpe en la cabeza que uno de los ojos

|| 97
del soldador quedó enganchado en el puntiagudo extremo del
aro de acero. Entre la nariz de la muchacha y el ojo del hombre
se armó uno de los más grandes actos de sangre que se re-
cuerda en Sevilla. La plaza de La Giralda quedó bañada en
sangre.
Meses después, en el atrio de la Catedral, descendía de una
carroza llena de flores la señorita Salud, Marquesa de Flores
de Guzmán, mientras que el arquitecto, tuerto y con un parche
negro, la esperaba de pie brindándole su brazo. De la boda se
fueron a los altos Pirineos para dar gracias a la Virgen de
Lourdes, y de los altos Pirineos a La Habana, a la casona de
Puentes Grandes. Fue así como llegó a Cuba la marquesa de
Flores de Guzmán, tatarabuela del gordo. El maricón siguió
contando, pero yo decidí no escuchar más porque tal historia
no me interesaba en absoluto. Él hablaba y hablaba, y yo movía
los dedos en la palangana de peltre, soñando con tener una de |
oro donde contemplar multiplicada la belleza de mis pies bajo el
agua. Parece que adivinó mi deseo o pensó, al ver el peltre, en
el oro. Detuvo su historia y afirmó que el dinero del negocio
alcanzaría para comprarla, como alcanzaría para un montón de |
cosas más, como viajar a Miami, donde compraría el título a
unas parientas suyas que se marcharon en el cincuentinueve a
los Estados Unidos. “Las muy desgraciadas robaron el título
que me pertenece”, aseguró el pájaro.
Eso sí despertó mi interés. Tener dinero es una de mis me- |
tas o de mis fascinaciones. Así comenzaría mis ahorritos para
comprar el Capitolio, es decir, el Cándido. Pregunté lo que de-
bía hacer, y el pájaro que no me desesperara, que ya me infor-
maría. Ernesto dijo que confiara, que sería conveniente me
marchara con la marquesa, la policía podía estar detrás de no-
sotros por el robo de las joyas. Eso sí que no me agradó, no me
iría con el maricón ni abandonaría a Ernesto, pero él insistía y
yo me negaba, y como mi negativa era rotunda, Ernesto empe-
zó a contar en inglés, desde el uno hasta el ocho. Él contaba,

98
one, two, three, four, five, six, seven, eight, y yo insistía, negado
a marcharme. Él, one hasta llegar al elght. Estaba molesto,
contenía su rabia contando, como en aquella canción de Philip
Glass, Einstein on the beach, donde un coro enumera y una
voz repite un discurso único, casi una cantaleta. Parece que
ese físico muy famoso fue a la beach y, cuando estuvo frente
al mar, empezó a preguntarse si era conveniente o no meterse
en el agua; hablaba para ayudarse, para perder el miedo al mar,
hablaba de la gravitación, de la relatividad, de sistemas de refe-
rencias para hacer mediciones y de un montón de cosas más.
Los amigos de Einstein que lo acompañaron a la playa conta-
ban: a las one, a las two, a las three, así hasta llegar a las eight,
intentando embullarlo, dándole un ultimátum. Al menos eso era
lo que yo creía que decía la canción de Philip Glass; en verdad
no sé nada de inglés ni estoy seguro de que la canción diga
exactamente eso; sin embargo es lo único que se me ocurre.
Ernesto insistía tanto en aquella enumeración y en que yo me
fuera, que no pude evitar el recuerdo de la canción que él escu-
chaba a toda hora.
Tuve que marcharme con la marquesa. Ernesto ganó otra
vez.

99
Tardó la marquesa en encomendarme el trabajo.
Cada día inventaba un nuevo pretexto y en las no-
ches salía. Andaba por los peores barrios de La
Habana Vieja, los más ruinosos y apagados. En-
cendía su linterna y decía que, como Diógenes,
buscaba un hombre. A la vuelta me contaba que
había asistido al teatro para ver a Sarah Bernhardt
representando a la emperatriz Teodora. Movía sus
manos anilladas al contarme la reacción que había
causado su vestido de encaje negro y muselina, y
se contoneaba como si realmente estuviera en el
antiguo teatro Tacón. Yo pensaba en lo que senti-
ría abuela si me pudiera ver por un huequito, oyen-
do el vehemente monólogo de un maricón. “Des-
pués de los aplausos, tras cerrarse el telón, la
condesa de Fernandina, obviando a Sarah, llegó
hasta mi palco para celebrar mi bello traje y mis
joyas. Imagínate mi emoción, ella que rivalizó con
el príncipe de Gales en la subasta de una pareja de
caballos; ella que desafió al barón de Rostchild;
ella que vio al emperador Napoleón II arrojado a
sus pies asegurando que era la mujer más bella de
América, ella, la Condesa de Fernandina, deslum-

100
brada con mi vestido.” Eso decía, mientras yo pensaba en lo
que diría abuela si me pudiera ver por un huequito. Pero espe-
raba; bien valía soportar al maricón si luego tendría mi palanga-
na de oro. En la fiesta que ofreció la condesa de Fernandina
para agasajar a Sarah intimó con la condesa de Casa Bayona.
“La pobrecilla, no se presentaba en sociedad desde la muerte
de su hija”, y con la marquesa de Casa Calvo, y con el infante
Don Alonso de Aragón. “El marqués de Santa Lucía besó mi
mano, y la condesa de Merlín, regia como siempre, me invitó a
tomar champola en casa del conde de Lagunillas.” Y dijo que
sí, claro que iría. Cómo no ir si podría practicar su francés
conversando con Sarah y la Merlín. La Marquesa de Flores de
Guzmán pasó toda la noche asediada, mimada por cada uno de
los invitados. De todos los que estaban en la fiesta, prefirió al
poeta. Era Julián del Casal quien más la divertía, tan simpático
y con una lengua que se la pisaba. Después de abanicarse
tocaba la naricita del poeta con la punta de su abanico andaluz
y lo llamaba “divino”. |
Una noche lo seguí. Caminó por San Ignacio, cruzó la Plaza
Vieja y se detuvo frente al portón de una vieja casona, ahora en
ruinas, que había construido su tatarabuelo. Hasta allí llegó un
negro que parecía haber caminado detrás de la marquesa, y le
preguntó qué hacía. Ella contestó que esperaba su calesa; el
calesero debía de andar por la Habana extramuros, seduciendo
a alguna negra curra. Ya vería cuántos azotes le iba a propinar,
con lo apurada que estaba; el Gobernador General la había
invitado a cenar, y como si llevara binoculares, miró a lo lejos.
Decepcionada por la tardanza de su esclavo, invitó al negro a
pasar al interior de la casa. “Mejor esperamos dentro, pode-
mos tomar algo.” Movió los hombros y entrecerró los ojos.
Fingió abrir el portón, abandonó el chal en las manos de una
esclava inexistente a la que llamó “Rosita, negra tonta”. El otro
supuso que se trataba de un maricón demente, pues allí no
había nadie. Le pidió que se despojara del frac, de la chistera, y

101
los entregara a Rosita, “también el bastón”. Preguntó si quería
limonada, ginebra, que pidiera por esa boca, y el negro lo siguió
sin responder por las oscuras galerías de aquel palacete en
ruinas. Por fin paró al gordo, le agarró las nalgas, se abrió el
pantalón y lo obligó a que se inclinara. La marquesa bajó las
enaguas de hilo y se quitó los refajos de muselina; subió la falda
acolchada y cruzada de ballenas, se inclinó todo cuanto pudo y
llamó “conde” al negro, quien se agarró la pinga con la mano
derecha y con la izquierda le buscó el culo; no fue difícil encon-
trarlo. Ella dijo “con cuidado, soy muy estrecha”, y él que sí, ya lo
notaba, que allí podían estar la calesa perdida y el calesero. Ella
se movió ensartada, aseguró que el viaje por Europa le vino bien
al conde, “le creció por allí”, que le mordiera el cuello, que se la
diera toda. Él la complació, y en los movimientos frenéticos del |
final los dos se enredaron, cayeron al suelo sobre una plasta de |
mierda, sobre varias plastas de mierda. La marquesa culpó a la
servidumbre, “inmundos y sucios negros”. El negro reaccionó |
ofendido, lo llamó “maricón apestoso”, que bastante embarrados |
ya estaban, y le exigió que lavara su ropa. Yo apresuré el regreso |
y me metí en la cama. A poco oí el giro del picaporte y a la |
marquesa de Flores de Guzmán frotando el jabón en la ropa.
Disfruté de una marquesa convertida en lavandera. |
Cierta mañana me anunció que había llegado el momento. ;
Alcanzó una percha de donde colgaba un uniforme grs,
con el emblema en el bolsillo de “Aedes Aegypti” impreso en
la tela de la camisa. De pronto creí que había cambiado de plan
y que se proponía hacerme trabajar matando mosquitos trans-|
misores de la fiebre amarilla y del dengue. “Ni muerto”, le|
aseguré. |
“El uniforme te queda perfecto. No será un Armani pero te
ves bien. Tu cuerpo salva las peores vestiduras.” Lo miré se-|
rio, y me entregó una lista con nombres y descripciones. “Anda.|
Espero un buen trabajo”, y me despidió dándome una linterna y
una jaba de tela.

102
Cuando el viejo poeta abrió, se hurgaba en un ojo para sa-
carse una legaña. “Buenos días”, dije. Mas no me respondió
como esperaba, sino recitando “Necio, y digno de mil quejas/ el
que ronca sin decoro/ cuando el sol con rayo de oro/ da en las
domésticas tejas.” Y de verdad no tenía decoro ese viejo que
se levantaba pasadas las diez de la mañana y con los ojos lle-
nos de legañas. Continuó: “Luego ved tanto edificio/ alto, se-
rio... angustia dan:/ el alba, el sol allí están/como sacados de
quicio.”
Por fin me mandó pasar, movió su cuerpo enjuto dentro de
la bata de franela roja agujereada y me pidió que me sentara;
en breve volvería con un poquito de café. “No puedo acompa-
ñarlo en el café. Estoy apurado. Tengo mucho trabajo.” Y él,
que por favor lo acompañara, un cafecito no me robaría tanto
tiempo, y que se sentía solo y agobiado. “Adoro el café en
compañía”, confesó llevándose la mano al pecho, y volvió con
los versos: “Desde el instante que nubló la ausencia/ el lumino-
so sol de tu hermosura/ está mi triste corazón enfermo/ rota mi
lira y mi garganta muda.” En cada amanecer tenía la esperan-
za de encontrar compañía para tomar el café. Rogaba a Dios
que alguien tocara el timbre. Me dio pena, eran tristes sus ver-
sos, él también era triste.
No entiendo nada de versos, es más, me parecen tontos, los
versos y los poetas. Pero aquéllos eran sufridos, como si habla-
ran de un amor trunco; un amor que le quitara el ánimo, las
ganas de vivir, por eso la lira rota y la garganta sin habla. Fran-
cisco me había sugerido que fuera cortés, que si me daba con-
versación la aceptara. Al poco rato se presentó con el café,
servido en tacitas de porcelana. “Que en tazas japonesas/ te
gusta el potentado/ y en loza los monteros/ y en gúira los escla-
vos.” Quiso, al parecer, distinguirme poniendo cucharitas de
plata. Agregó ron en el suyo y me convidó, pero me negué.
Para entretenerme, para que me entusiasmara, indagó si cono-
cía a un tal Diderot y sobre cierta costumbre vespertina. Nada

103
sabía de ese tipo, comenté, y él explicó que el Diderot del que
hablaba acostumbraba tomar cada tarde una tacita de café en
La Regence, donde escribía libros y jugaba al ajedrez con un
amigo, quien luego sería el emperador José II. Mientras movía
el alfil para atacar al rey del futuro emperador, se llevaba la
taza a la boca, tomaba un sorbo y anunciaba el jaque. Me pare-
ció terrible jugar una partida de ajedrez con un futuro empera-
dor; si el tipo es rencoroso, puede que se vengue del vencedor
y lo meta en una celda oscura. Sin embargo, parece que a
Diderot eso le importaba un comino, porque no se detenía has-
ta tomar el último sorbito de café y anunciarle al emperador,
que aún no lo era, un jaque mate. El poeta contaba y yo imagi-
naba la cara de furia de José II. Pero Diderot insistía y volvía a.
La Regence, para tomar su taza de café y jugar al ajedrez. El |
viejo poeta del Vedado, tras servirse un traguito de café con |
ron, me anunciaba que escucharíamos a la Filarmónica de Viena
interpretando La cantata del café, de Juan Sebastián Bach.
Yo le advertí que debía trabajar, y él, suplicante, que espe- |
rara y tomara otro cafecito, que era estimulante, mucho. Esta|
vez pasó a referirse a Napoleón Bonaparte, quien descubrió a |
un cura tostando café, lo que en esa época significaba violar el |
bloqueo continental. El cura se puso nervioso ante Napoleón, |
pero atinó a decirle que no hacía más que cumplir sus órdenes: |
tostando café quemaba los géneros coloniales. La humorada |
provocó una risotada de Napoleón y salvó la vida del pobre '
religioso. |
Hice un gesto tajante para que el viejo abandonara la char- |
la. Encendí la linterna, alumbré su cara y le anuncié que debía |
hacer mi trabajo. En un inicio simulé que buscaba larvas de |
mosquito; alumbraba el fondo del tanque, indagaba por el más |
pequeño vestigio de una larvita, al menos eso creía el viejo!
poeta del Vedado, y lo hubiera seguido creyendo, de no ser|
porque le mostré el cuchillo. Pensó en una broma, se reía y mel
llamaba picarón, suponía que a su gentileza correspondía con |

104 |
una humorada, “Muestra el puñal, en sangre purpurino/ Bruto,
al puebloen el Foro congregado,” Me molestó su actitud, sobre
todo que me Hamara bruto, Para que me creyera lo empujé y
pegué el puñal en su barriga, casí hincando la piel. Entonces
me creyó, Abrió mucho los ojos. Pobre poeta, desamparado y
otra vez solitario, Le ordené que mantuviera la garganta muda.
Lo conduje al cuarto, lo tiré en la cama y lo amarré. Cuando
intenté amordazarlo, tontode mí, muchacho de provincia, sen-
tiblero y temeroro, me pidió que no lo hiciera. “Por favor, mi
hijito, soy hipertenso.”
Hijo de puta y desgraciado, debió callarse, dejar la garganta
muda, como la del verso que declamaba, Decir en aquel ins-
tante lo que menos esperaba escuchar, yo que oí sus boberías,
que no sólo escuché, sino que las recuerdo, Sien lugar de decir
tal cora me hubiera engañado con otra aunque tuviera que in-
ventarla, pero no, fue exacto, dijo que era hipertenso y que de
amordazarlo subiria su tensión arterial y podía morir, pS mío,
no debi otro!
Sentado en la cama, mirando al desgraciado, recordé a mi
abuela Raquel, la gallega más hipertensa del mundo. Abueía
cada día con su dolor en la nuca, con la cara enrojecida, pi-
diendo que le cuidaran mucho a su nieto, que mamá debía
buscar un buen hombre que la protegiera, Abuela, pobrecita
abuela, con su nalga al descubierto para que la enfermera la
pinehara y por la aguja entrara la furosemida, el diurético que
la hacta mear, y cuando meaba cien veces se le regulaba la
presión, Bl médico nunca había visto cosa igual, La infeliz de
abuela, lo que sufrio hasta el día de su muerte, día en que no
sobrevivió a la noticia de la inauguración de un parque con el
nombre de Lenin, Ovoó la noticiá por la radio, luego la vio en la
tolovisión, De inmediato comenzó el peso en la nuca, el ma-
lostar de estómago... Mama le suplicaba que se controlara: el
medico estaba en camino. Abuela odiaba a Lenin; segun ella,
era una desgracia parala familia y nos exterminaria a todos.

105
e! |
ntement
Un parque debía llamarse de otro modo, prefere
n le l ombre,
Disney. En honor a mi abuela debería cambiar e n
u n q u e u e r a o r l e a u j e r e e n i n , r u p s k a ya, adejda!
a f vnpa e d l m d L K N
t a n t ino s k a y a; s e r e
Ko n s Kr u p al me n o pa r e c no m b de mon-:
taña rusa Cua . n d o l éd
se m
i c o ó ,
lleg ella hab í a mue o. Sus!
r t
e n t o do
o
últim pensas m i fuero para el ruso; repit n su nom-:
n i e
a .
bre, lo maldecí Y ahora el viejo poeta del Vedado venía con
so ara. o o-:
eso de qu era hiperten
e y que no lo amordaz N c
ha r a d!
menté nada; quería evitar que se aprovec de mi debilida
a j e a r a r d o ,
y me chant con el recue de mi abuela que su ima-!
e n e t u v i e r a elante idiéndome ue uera ueno omo
g e
s d d p q f b c
a
ella había soñado, y desatar las manos y las piernas del poe-'
o, on eguridad. ra a
ta. Pero yo debía trabajar tranquil c s E l
ar r-|
mejor manera, la única, de identific los cuadros, descolga
s
los y sacarlos de sus marcos, meterlo en el estuche que me
a a .
entregar la marques Era mi única opción para ganar dine-
ba u alud.
ro. Fin ser un dur simulé que nada me importa
g í o ; s s
é, o ejé marrado
Si no lo amordac l d a y me fui a la sala en
busca de los cuadros.
Un golpe de vista fue suficiente para reconocerlos. La
gorda marquesa los había descrito perfectamente, destacan-
do cada detalle para que no hubiera equivocación. Descolga-
ba los Amelia Peláez pensando en abuela. Sin marco ni cris-
tal, los enrollaba para esconderlos en el estuche. Me paré
luego frente a La silla de Lam. Debía el poeta admirarla
mucho, la tenía en un lugar privilegiado. Pensé en el precio de
ese cuadro, una pequeña fortuna. Cuando lo descolgaba el
poeta dijo desde la cama, con los ojos desorbitados, que me
llevaba toda la sabiduría de la pintura cubana, y temí que le
subiera la presión, porque hablaba vehemente. “Mira la luz,
observa detenidamente el verde.” En verdad no estaba para
mirar el cuadro, me interesaba enrollarlo y guardarlo con cui-
dado, llevarlo a casa de la marquesa, desplegarlo ante sus
ojos y mirar el verde, sí, pero de los dólares que me pagaría

106
Francisco cuando lo vendiera al galerista italiano. El viejo poeta
seguía entusiasmado en el elogio sin que yo hiciera el más
mínimo caso. Además, no me complace la pintura en la que
las cosas pintadas son diferentes a las cosas de la vida. Pre-
fiero el cuadro que poseía mamá, el de la virgen y la manza-
na. Llegué a creer que podía encontrarse el original en aque-
lla casa, entre los cuadros de la sala o de la biblioteca. Caminé
detenidamente y miré cada uno. Como mamá tenía una re-
producción yo lo conocía bien, lo contemplé montones de ve-
ces en mi vida. Pero no estaba. Le pregunté en qué lugar
escondía La virgen de la manzana, de Jean Menling. Si con-
taba con tantas pinturas valiosas, cómo no iba a tener ésa.
3sbozó de pronto una sonrisita. “Lo doné al Hospital de San
Juan, en Brujas.” Qué lástima, me lo habría llevado de buena
gana, no para venderlo al galerista italiano sino para regalár-
selo a mamá y que lo pusiera al lado de la reproducción, junticos
los dos. Guardé el de la sillita rodeada de palmas que no son
palmas y yerbas que no son yerbas, observando de reojo al
viejo, el color de su cara, alguna seña que delatara el estado
de su presión. Recordé algo que me contó la marquesa. Ese
Lam tiraba el lienzo en el suelo y arrodillado se ponía a pintar.
Creo que ahí está la clave de su pintura. Debían entumecérsele
las rodillas por una posición tan incómoda, y por eso, para
salir del paso, pintaba cosas que distaban de la realidad. No
acabo de entender su gracia, la que lo hace valer tanto, como
tampoco entiendo la del que se llama La jungla. Pero en fin,
algunos vienen con suerte al mundo.
Uno de esos tipos con suerte era el propio poeta; consiguió
que una rica familia, antes de huir a Miami, le pidiera ocuparse
de la custodia de estos cuadros hasta que ellos volvieran. El
temor de que regresaran era enorme, el pobrecillo sufría con la
vuelta de los auténticos dueños. El poeta fue fundador de las
milicias, soldado en Playa Girón. También le dejaron en custo-
dia Los niños de Ponce. Aseguró que defendería mucho un

107
cuadro como ése. Me pareció más misterioso que la sillita de
Lam, quizá por su color amarillo. El amarillo es un color miste-
rioso. Si uno mira bien a esos niños, no consigue saber si están
tristes o alegres, hasta el perro tiene una expresión rara en los
ojos. Al parecer el viento les da en la cara, una rama se dobla,
pegándose a ellos. El viento les cambia la expresión, segura-
mente un viento del sur. |
Agarré un cuadro de Cundo Bermúdez. Al verme enrollar-
lo comenzó el viejo a llorar, y pensé que esta vez le subiría la
presión. Me acerqué, le tomé el pulso, como hacía mamá si al
abuela le dolía la cabeza. Estaba perfecto, intentaba engañar-
me. Por eso, sin remordimientos, robé también Retrato de
María de Carlos Enríquez. Ése me gustó. La mujer tenía unal
mirada penetrante y los labios pintados de un rojo intenso. Los
tonos del cuadro parecen transparentarse haciendo de la mujer.
un fantasma y, a la vez, alguien de carne y hueso. También me
llevé, sin que estuvieran en la lista, otros dos cuadros que me
agradaron sin saber por qué. Eran La primavera de Jorge Arche
y 21 de diciembre de Carmelo.
Cuando terminé, el viejo continuaba lloriqueando y lamen-
tándose. En lo adelante nadie vendría a visitarlo; sin los cua-
dros en las paredes, quién lo acompañaría a tomar café o una
copita de ron. Estaba seguro de que así ocurriría. Aunque de-
clamara los más exaltados versos, aunque colara el café más
sabroso, nadie vendría. Los cuadros representaban su mayor
atractivo. Para convencerme citó el caso de un tal Pons, a
quien todos abandonaron después que le sustrajeran de su casa
a Durero, Van Dick, Rubens y Sebastián del Piombo. Alguien
se le adelantó a la marquesa de Flores de Guzmán y robó los
cuadros del “primo Pons”, como lo llamaba, con afecto fami-
liar, el viejo poeta. El mundo está lleno de gente desgraciada,
como ese Pons, como el viejo poeta del Vedado.
Me marché, no sin antes acercarme a la cama e inclinar-
me para comprobar el estado de su salud, si tenía cara de

108
hipertenso como mi abuela. Parecía estar muy sano, a pesar
de los cuadros que tenía yo en el estuche. Ojalá que al
pobrecito no le subiera la presión después que abandoné la
casa dejándole vacías las paredes. Ojalá que no haya muerto
como abuela.

109
Cuando tuvo las pinturas, la marquesa me exten-
dió un papel doblado. Quería que lo leyera de in-
mediato. “Es importante.” Acepté, lo leería, pero
más tarde, primero completaríamos el trabajo; de-
bía chequear cada cuadro, para eso me arriesgué.
Él no estuvo de acuerdo. Era necesario, impres-
cindible, que leyera.
Soy empecinado como abuela Raquel, la ga-
llega más empecinada del mundo. Parecerme a
abuelo me habría traído menos problemas, pero
no, soy como abuela, al menos en el empecina-
miento, decía mi madre, y creo que llevaba ra-
zón. Si en lugar de abuela mi parecido fuera con
abuelo, no le hubiera exigido al maricón que com-
probara, lista en mano, el título de cada cuadro,
que viera que no faltaba ninguno, que para eso me
hizo ponerme aquel uniforme horrible, ir a casa del
viejo poeta y amarrarlo en la cama, a riesgo de
que le diera un soponcio. Pero la marquesa tam-
bién se parecía a su abuelo, el ingeniero civil que,
empecinado en arreglar los aros del miriñaque de
su amada, perdiera un ojo. Por cumplir con ese
parecido siguió insistiendo en que leyera y lo aga-

110
rré por el cueilo, tanto que la sangre dejó de fluir como Dios
manda, y aquel gordo, sacando la lengua, jadeando, me suplicó
que lo soltara, por mi madre, por mi abuela, por sus nobles
antepasados. Prometió, con voz entrecortada, que comproba-
ría cada cuadro. Lo solté, cayó al suelo aún con la lengua afue-
ra. Únicamente así logré convencerlo. De haberse negado más
tiempo estaría ahora junto a sus muertos de sangre azul, por-
que soy tan empecinado como abuela.
Después de que mirara, lista en mano, y me diera las gra-
cias, y dijera que el trabajo pudo ser perfecto a no ser por los
cuadros de Arche y Carmelo, abrí la hoja.
Allí estaba el papel con mi foto, la misma que me hiciera
en el estudio en que antes se retratara mamá y mucho antes
abuela, impresa en papel blanco, y debajo decía que me bus-
caban como un desaparecido el día tal, del mes tal, del año
tal; que cualquier información la comunicaran a la estación
de policía más cercana. También aparecían impresas mis se-
ñas: nombre, medidas... “Niño, tienes las medidas de Cameron
Alborzian”, observó la marquesa, y me previno, con voz alar-
mada, que me fuera; el viejo poeta podía ver los papeles que
estaban regados por la ciudad e identificarme, y entonces todo
estaría perdido. A esas alturas podía haberme identificado.
Me aconsejaba que me perdiera, que con precaución llegara
hasta el parque Lenin; allí podía esconderme, esperar un tiempo
y volver a recoger mi dinero, el que me correspondía por la
venta de los cuadros. Si yo aceptaba me vendería el Arche y
el Carmelo; el dinero de esos dos sería íntegro para mí, no
creía que fueran de interés. No quise, ésos los robé para col-
garlos en una sala del Cándido de La Habana. Se los dejaba
en custodia hasta que pudiera volver por ellos. “No te atrevas
a venderlos; si lo haces, te mato.”
Otra vez en la calle, sin lugar a dónde ir. Ernesto había
desaparecido. No quería esconderme en el parque Lenin. El
lugar me recordaría la muerte de abuela. Caminé por La Ha-

111
bana, aunque el gordo me había advertido que era lo menos
conveniente, que en la calle podían identificarme y terminar en
la cárcel. Caminé, caminé porque me dio la gana. Un maricón
no decidiría mis pasos. |
Y mis pasos me llevaron al Guayabal, un bar de mala muer-
te en la esquina de Monte y Zulueta. Me tomé un trago largo.
Al viejo barman le pedí que llenara el vaso. Pensaba en Ernes-
to; le gustaría hacerse de la condecoración, incrustada en una
banda de colores, que cruzaba el pecho del viejo barman. Era
rara esa condecoración, no sabía qué significaba, sin embargo
estuve seguro de que, sólo de verla, Ernesto se enamoraría de
ella, la querría para él. Tragué el ron pidiendo un deseo: que |
Ernesto apareciera pronto y me ayudara a esconderme. |
“Siempre hay motivos para estar curda”, dijo el viejo bar-
man. Él no bebía ni una gota, pero le encantaba servir, llenar los
vasos con aquella poción para el olvido. Fue así como empezó
a hacer fortuna en Praga. “Me gusta ver cómo cada uno sujeta.
el vaso. Por la manera de agarrarlo sé cuánto beberán, qué |
tiempo estarán sentados a la barra. Yo he servido toda mi vida,
incluso al emperador de Abisinia, y todos han quedado conten-
tos. Sirvo aquí porque odio la desfachatez de los borrachos.”
Acarició la condecoración y continuó. “Los atiendo desde la
primera vez, lo hago bien para que vuelvan, para que se entre-
guen al ron implacable. Nada hay que me complazca más que
esas caras embotadas de tanto alcohol. Yo he servido bien, y lo
haré hasta el día de mi muerte.” Insinuó la botella y acepté. Si
el único lugar para esconderme era el parque Lenin, debía ga-
nar fuerzas. El ron me daría la necesaria.
Cuando agarré el vaso, el viejo descubrió el reloj. “Un Rolex”,
exclamó, y quiso saber dónde lo había comprado. Él tenía uno
muy viejo, lo compró el año cuarenta en Praga. Pensé decirle
que el mío también había sido comprado en esa ciudad. Recor-
dé que mi padre estuvo allí. No le dije eso, tampoco la verdad.
Jamás he contado la verdad sobre mi reloj. Nadie sabrá nunca

112
cómo lo conseguí. Él insistió anunciando que el siguiente trago
iba por él.
Le inventé una historia. Todavía hoy me asombro. Nunca
más he podido mentir de esa manera. Aunque conservo la dis-
posición, no volví a lograr aquella elocuencia.
Con lágrimas en los ojcs hablé de la tristeza de mi madre.
Gané una beca para estudiar en Kiev ingeniería en telecomuni-
caciones. Mamá lloró mucho, no quería que la abandonara.
Salió de la casa corriendo para que no la viera así. Volvió con
una cajita azul, larga y estrecha. Aseguraba que lo que estaba
guardado en ella me haría falta. Era un reloj de la marca Poljot.
Siempre me gustaron los relojes: me deleitaba mirando la esfe-
ra perfecta, el movimiento del secundario y del minutero, tan
exactos, tan rítmicos. Antes de tenerlo coleccioné anuncios de
relojes arrancados de las revistas. Los pegaba en un álbum.
Esa vez tuve un Poljot de verdad.
Mencioné el barco Grusia. “En él vencí la distancia entre
La Habana y Odesa.” Creo que inventé lo del barco porque
era lo mejor para escapar de la vieja de Obispo, del poeta del
Vedado, de la policía. Fue por eso que se me ocurrió esa idea.
En verdad nunca vi un barco de cerca.
En el Grusia no hacia más que mirar mi reloj, el movimiento
del secundario y del minutero, y calculaba el tiempo que faltaba
para llegar a Odesa. Una noche apareció un marinero en la
cubierta, Serguei; traía una botella de vodka y aseguró que un
trago me quitaría el mareo y acortaría el tiempo. Acepté, aun-
que las autoridades cubanas habían prohibido beber un trago
de alcohol. Bebí uno y otro y otro. Más tarde vinieron las risas
y más vodka. La mañana nos sorprendió tirados en cubierta,
totalmente dormidos, totalmente borrachos.
-——Fuicastigado a limpiar el piso de la cubierta, el de los cama-
rotes, todos los pisos del Grusia. Unos días después anunciaron
que atravesaríamos el estrecho de Los Dardanelos, el que divi-
de en dos a Turquía; también dijeron que el paso por ese estre-

113
cho era usado por las autoridades turcas y por los imperialista
de occidente para desafiar a los estudiantes cubanos y a lo
marineros rusos mostrando las bondades del capitalismo; obje
tos valiosos, dinero y visas de entrada a cualquier país. La
autoridades cubanas esperaban lo mejor de nosotros, que n
nos dejáramos tentar por cantos de sirena, que la patria no
necesitaba. Yo escuchaba mientras pulía el piso de la cubierte
Desde mi posición de arrodillado, idéntica a la de Lam cuand:
pintaba sus cuadros, percibí la velocidad disminuida, y movien
do en círculos el paño me enteré de que entraba en el estrech:
de Los Dardanelos.
Grande fue la algarabía que se armó. Todos subieron a cu
bierta y se pegaron a las barandas del Grusia. Abajo, a ambo
lados del estrecho, estaban los que se proponían desafiar a á
hijos de obreros cubanos. Arrogantes mostraron laticas de Coca
Cola, cervezas y un auto rojo descapotable, un Mercedes, co!
un asiento ocupado por una rubia, dueña de unas tetas enor
mes, las tetas más tremendas que jamás hubiese visto. Si
embargo, nadie se decidió a lanzarse, aunque lleváramos má
de un mes frotándonos la pinga, mientras imaginábamos muj
res, ya no rubias, ya no bellas ni con autos rojos Pa
Ninguno cedió. Allí estaban las autoridades cubanas y el cap!
tán ruso del Grusia. |
Soporté la sed que da estar agachado fregando pisos e
medio del océano, a pleno sol, no me dejé deslumbrar por |
Coca-Cola, ni por la rubia. No sucumbí a la tentación de ld
billetes con la cara de Washington, ni con los que tenían la d
Jackson ni la de Grant. Acepté, incluso, el castigo que me in]
pusieron por la borrachera. Lo que no pude soportar fue «
anuncio con letras azules sobre una superficie amarilla. Que
atontado.
Se leía clarito, hubiera preferido estar ciego. Pretendí dar |
espalda, mas era tan ostentoso aquel letrero que decía Rolex, |
la esfera con el secundario girando incontenible. Mi corazonci

114
de hijo de obrero se exaltó, caminó al ritmo que imponía el reloj
gigante del anuncio. Miré al tipo rubio que se quitaba uno idén-
tico, más pequeño. El hombre, desde abajo, desprendió el cie-
rre, cogió impulso, lo lanzó alto. Lo vi venir dando vueltas, gi-
rando en el aire aquella esfera lumínica con muchísimas joyas.
El Rolex se acercaba, venía hacia mí, como si me hubiera es-
cogido. Todos observaban en la cubierta. Cada tripulante espe-
raba el momento en que llegara a su destino. Vi el zepelín, el
meteoro, el cometa que me venía encima. Apreté con la mano
derecha el cierre del Poljot. Disimuladamente, sin que nadie lo
notara, hice que el cierre cediera. La manilla quedó suelta bai-
lando en la muñeca, la dejé colgando entre mis falanges en el
preciso instante en que llegaba el Rolex. Agarré fuerte y llevé
el brazo hacia atrás para coger impulso, y lancé hacia abajo,
hacia el tipo rubio. El pobre no tuvo tiempo de escurrirse. El
reloj le pegó en la frente y brotó la sangre. Todos gritaron de
contento celebrando mi puntería. Las autoridades cubanas y
los estudiantes gritaban ¡Viva!, los marineros rusos gritaban
¡Hurra!; me levantaban, lanzándome al aire. Me llamaron hé-
roe. Qué algarabía se armó en el barco. Todos estaban felices.
Las autoridades decidieron levantar el castigo, no tendría que
continuar puliendo el piso de la cubierta, ni el de los camarotes,
ni el de ninguna parte. “Ahora eres un héroe.”
Hubiera preferido continuar en cuclillas puliendo el piso,
describiendo círculos con mi mano, que en cada giro, en cada
círculo descrito, pudiera ver, apresando la muñeca, el Rolex
que troqué por mi Poljot.
Fui fabuloso. Creo que salió bien porque, mientras hablaba
del reloj, pensé en el Capitolio, mi mayor obsesión. El viejo
barman quedó impresionado y confesó su admiración. Esa
manera de conseguir las cosas le parecía justa. El barman era
checo y vino a Cuba huyendo del comunismo, pero el comunis-
mo lo perseguía. Cuando triunfó aquí, ya estaba casado y con
una familia, y se quedó sirviendo en El Guayabal. “Para que no

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se propague más haré de Cuba un país de borrachos.” Había
servido al emperador de Abisinia, rey de reyes, descendiente
de la reina de Saba y del rey Salomón. Selassie cagaba en
retretes de oro. Nunca pensé en algo así; yo, que había soñado
con una palangana de oro, me enteraba por el barman de que el
emperador de Abisinia era capaz de ensuciar con mierda el
oro; por eso merecía mi respeto.
El emperador condecoró al checo por los servicios que le
prestara durante su estancia en Praga. “Han pasado sesenta
años y no olvido su gesto.” Me contó su emoción en ese instan-
te en que el emperador colgara de su solapa aquella condeco-
ración pequeñita. Habló de la grandeza del imperio de Abisinia,
de sus riquezas. Habría pasado mucho tiempo escuchando al.
barman, pero temí que pudieran descubrirme y me llevaran |
directo a la estación de Zulueta y Dragones, la que tan cerca |
estaba del Guayabal.
Sigiloso, me escurrí sin despedirme.

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Estaba tan borracho que nunca alcancé a recor-
dar la forma en que llegué al parque Lenin. Algo sí
estuvo claro: era el sitio que más me convenía.
Boscoso y aislado, perdido en el mapa de La Ha-
bana, no existía lugar más a propósito para escon-
derme. No pocos, huyendo de la policía, fueron a
recalar allí. Un amigo de la marquesa de Flores de
Guzmán, de apellido Arenas y de oficio escritor, se
escondió en ese parque durante varias semanas.
Yo estaría el tiempo que fuera necesario. No lo
abandonaría hasta que desprendieran los carteles
que divulgaban mi desaparición. Recuerdo el anun-
cio apagado que alguna vez debió contar con mu-
chas luces, la inmensa oscuridad y la luz de la luna
incidiendo en la cabeza blanca del ruso. Tuve mie-
do de la oscuridad; caminé guiado por los destellos
de luz que iluminaban aquella cabeza, aunque con
ello molestara a abuela. La verdad es que ella nun-
ca lo quiso, y no entiendo por qué. Abuela lo de-
testaba, culpándolo de que no pudo continuar ayu-
dando con dinero a su familia en Galicia. Recordé
también mis clases de Filosofía en el
preuniversitario durante las cuales un profesor de

117
formación makarenca nos obligaba a recitar de memoria un
montón de cosas que apenas yo entendía, como que la materia
existe fuera e independientemente de la conciencia del hom-
bre; nos hacía repetir los aportes de Lenin al marxismo y el
nombre de un libro que me costaba un gran esfuerzo pronun-
ciar, tanto que tenía que apretar el culo para que me saliera por
la boca.
El profesor iniciaba la clase preguntando por el nombre del
libro. Casi siempre era a mí a quien hacía la pregunta. Suponía
que después de la clase anterior y tras el sueño lo había olvida-
do todo. Al verme callado, y para refrescar mi memoria, argu-
mentaba que ese libro había quitado la venda de los ojos y los
grilletes de los pies a los obreros del mundo. Yo permanecía en
silencio, recordando lo que me habían contado de mi abuelo
gallego en su carpintería, con el libro en la mano, extasiado en
la lectura, tratando de entender los temas que trataba el autor.
Abuelo, enternecido, no se percató de que la madera para la.
cuna del nieto que estaba por nacer había sido aserrada. El.
listón se abrió entre las estrías de la sierra en dos listones más
pequeños, cuando ya no quedaba madera, la sierra cortó el
dedo de abuelo, que salió volando y dio justo en el chiquero de
los puercos. Uno, muy hambriento, no dudó en meterse el dedo
en la boca. Por mucho que abuela suplicara, por mucho que
intentara abrirsela, no lo soltó. En la carpintería, abuelo con un
dedo de menos, cercenado desde la primera falange, y en el
suelo el libro de Lenin, lleno de sangre, la sangre del pobre
carpintero borrando el texto de aquel libro importantísimo.
Abuela también culpó a Lenin por la pérdida del dedo. “La
lectura de ese libro lo embobeció.” A esa imagen se unía en mi |
cabeza la del profesor golpeando el pizarrón con el puntero:
entonces yo apretaba el culo, bien hacia adentro, única manera |
de pronunciar el título de la obra. Contraído el culo, como se |
asegura que lo hacen las bailarinas cuando quieren pararse en |
punta, como sin dudas lo hacía Carmen Rodríguez Castellano

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cuando interpretaba Giselle. Esa contracción provocada inten-
cionadamente producía un airecillo que atravesaba mis intesti-
nos, creando una zona de gases que revolvía mi estómago y un
asco enorme, y ese asco subía más, esta vez por el esófago, y
por fin brotaban aquellas dos palabras: Materialismo y
empiriocriticismo. De tanto apretar el culo en las clases de
Filosofía sufrí una obstrucción intestinal; un bolo fecal se insta-
ió en la misma salida. Los médicos indicaron una intervención
quirúrgica. Los purgantes y los remedios de abuela Raquel,
sobre todo aquel pomo de Palmacristi que guardaba desde ha-
cía mucho, me salvaron del bisturí. Eso hizo que abuela Raquel
odiara más a Lenin. Según ella, sus ideas acabarían con toda la
familia, todos terminaríamos enfermos. Por culpa de la inaugu-
ración de ese parque en el que yo estaba le subió la presión a la
pobrecita y murió.
Debido a la oscuridad tuve que guiarme por la blanca luz de
la estatua de Lenin y fui a dar casi a la base del monumento.
Cansado me tiré, desabotoné la camisa, entrelacé las manos
tras la nuca. Creo que uno debe procurar una hermosa posi-
ción antes de dormir y mantenerla en el sueño profundo, por si
alguien aparece que sea capaz de compararme con un dios, al
menos eso decía mamá. En esa posición en que los brazos, los
ángulos que forman los codos, los antebrazos y las líneas late-
rales del torso arman una especie de pirámide invertida que se
cierra en la pelvis, conseguía una serena y bella imagen de mí
mismo.
A pesar de mi posición no pude quedarme dormido por el
concierto que me dieron las ranas; las muy desgraciadas no
cesaban de croar: brekekekex, coax, coax. Intentaba dormir-
me cuando una de ellas saltó encima de mis wisconsin nueve-
citos y luego vino sobre mi cara. Cerré los ojos de un tirón:
según abuela, si una rana orina en los ojos de alguien, ese al-
guien puede quedarse ciego. Parece que eso se proponía la
puñetera. De no haberlos cerrado rápido, estaría ahora apren-

119
diendo el sistema Braille. Furioso, la llamé inmunda y desgra-
ciada, apreté fuerte su cuerpo y lo lancé lejísimo contra la os-
curidad. Entonces escuché la risa, una risa que venía de entre
el coro de ranas. Los animales se dispusieron en dos largas
hileras; al final, y entre esas dos hileras, una risa femenina, una
risa que crecía para cesar de golpe en el punto más alto, y una
vez detenida, las ranas iniciaban su croar; así fue hasta que esa
voz femenina las convocó al silencio y les dio gracias por el
cántico, por la perfección de sus voces unidas; las llamó “hú-
medas hijas de los pantanos” y les prometió que en algún mo-
mento unirían sus voces a los dulces sonidos de las flautas,
pero que ahora, y lo dijo con mucha autoridad, se mantuvieran
calladas. Su voz se dejó escuchar más segura. Quiso conocer
quién venía del país de las miserias y las tribulaciones para
instalarse en los campos de reposo, en las llanuras del Leteo.
En verdad aquello me asustó un poco; volví la mirada, indaga-
toria, hacia la cabeza de Lenin. ¿Estaba en el parque o en las
llanuras del Leteo? ¿Dónde quedaba ese Leteo, en qué extra-
ño lugar? No alcanzaba a definir la figura de quien me hablaba,
estaba muy oscuro, y las ranas para entonces comenzaron a
croar de nuevo.
Mientras yo dudaba, caminó hacia mí entre el coro de ra-
nas, que alzó sus voces para marcar su paso, y la muchacha se
fue haciendo visible. Brekekekex, coax, coax; brekekekex, coax,
coax, y más que las ranas marcar su paso, intuí que ella dirigía
la orquesta; describía, con una especie de fibrilación de los
dedos, las manos y los brazos, lo que pretendía que las ranas
hicieran con su croar. Manos al frente, como si fuera un direc-
tor de orquesta, los movimientos no eran iguales. Para indicar
el “bre” hacía temblar ambos pulgares, los metía un poco hacia
adentro, debajo del resto de los dedos que también temblaban;
para el “kekekex”, segundo movimiento de aquella sinfonía
croática, descendía los meñiques con un pequeño giro de las
manos, las palmas hacia adentro, los demás subían en su tem-

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blor; para llegar al clímax del “coax, coax” apuntaba al frente
con todos los dedos, y el temblor se tornaba incontrolable. Era
lentísima su marcha porque evitaba confundirse en los temblo-
res. No podía trocar en incoherente la melodía sin flauta del
coro de ranas. Casi pedía permiso a un pie para mover el otro,
se balanceaba leve, interesada por la persona que según ella
venía a trasquilar la lana de los asnos a la morada de los cerberios,
a los infiernos y al Ténaro.
Cada vez se acercaba más, con el pelo suelto encima de las
tetas y las manos hacia delante, los dedos índices más levanta-
dos, y todos temblando. Por eso le dije que no temiera, que no
pretendía hacerle ningún daño. Furiosa, aseguró no tener mie-
do de nada, ella era la favorita de las hábiles musas, tañedoras
de la lira y el cornupeto. Sus ojos tenían un mirar verde y
psicodélico. Hablaba de cosas que no podía yo entender; al
parecer deliraba, y pensé que tenía fiebre, porque la fiebre hace
que la gente delire y se crea elegida de las musas y otros bi-
chos. Esa fiebre que yo suponía se la achacaba al dormir a la
intemperie, bajo el sereno de la noche, a la humedad de las
hierbas y a los cuerpos mojados de esas ranas que la acompa-
ñaban a todas partes. Habría sido mejor que se acostara a mi
lado, cerca del torso desnudo semejando una pirámide inverti-
da; posiblemente estaba seducida por ese impecable torso que
yo mostraba en la noche y se puso a decir boberías del Leteo,
las musas y la trasquiladera de lana. Mi belleza desataba su
verbo, y era natural. Soy casi un dios griego, y ella debió notarlo.
Creo que me amó desde el principio; no pudo resistirse a mi
hermosura; de ahí los temblores, los delirios, y el hablar rare-
zas. Verme tan bello la hizo vulnerable, la tornó frágil. ¿Era
tanta mi seducción? Me dio pena y ofrecí mis cuidados. Podían
ser todo lo intensos que ella permitiera, y le sugerí que se deja-
ra guiar, que atendiera a mis desvelos; pero ella era
empecinadísima, tanto como mi abuela, como Justina, como
Cunegunda, y aseguró que era una mujer fuerte que no necesi-

121
taba de cuidado alguno, que para eso era un hoplita y yo sim-
plemente un peltasta. Por la confusión que tales nombramien-
tos me produjeron, definió a los hoplitas como soldados de in-
fantería pesada en el ejército griego, allá por los tiempos de
Ciro. Los peltastas, que así me nombraba ella, eran soldados
de infantería ligera. Por tanto ella, como parte de un ejército de
infantería pesada, era más fuerte que yo; y aseguró que en lo
adelante estaría subordinado a sus mandatos. Entonces intenté
convencerla. Soy también empecinado, insisto para demostrar
mi poder. Si yo era un hombre debía ser un hoplita y ella por
mujer un peltasta; la fuerza estaba de mi lado, y debía cargar
con el armamento más pesado. Pero ella era extremadamente
caprichosa. Aseguró que en nada se diferenciaba de mí, que
ya lo demostraría en el campo de batalla, en la conquista de
Angerona, porque era a Angerona y no a otra parte adonde
nos dirigíamos. Exaltada, aseguraba valer por nueve mil nove-
cientos noventinueve soldados, mientras yo no valía más que
por uno, lo que estaba además por comprobar. Juntos haríamos
la expedición de los diez mil a Angerona, e invitándome a que
me acercara, me comunicó que realizaríamos el viaje en tres
etapas, de tres parasangas cada una. Como mi cara debió po-
nerse muy extraña, algo más extraña que en el momento en
que hablara de hoplitas y peltastas, explicó que una parasanga
equivalía a cinco mil metros y cuarto. Tal cosa me hizo mucha
gracia y sentí deseos de reírme de la muchacha que, cuando
conversaba, tenía la necesidad de impresionar a su interlocu-
tor. La fiebre la hacía delirar, pero no le dije nada para no
disgustarla, preferí que se creyera importante De vez en cuan-
do me gusta sentirme caballeroso, y ella despertaba, más que
>
nadie, ese sentimiento. ¡Era tan débil, la pobrecita! ¡Tan tem-
blorosa! No me negué a acompañarla, era mucha mi pena, sus
temblores terminaron conmoviéndome. No puse condiciones ni
establecí diferencias, me limité a callar, y al callarme creyó que
aceptaba su jerarquía. Intenté únicamente conocer el motivo

122
que nos llevaría a Angerona, y ella, acostumbrada a no hacer
concesiones, no dio señal de interés por explicarme; sólo contó
una historia que en un principio no parecía conectarse para
nada con Angerona.
La historia se iniciaba antes de su nacimiento, en los días en
que nadaba como un feliz gusarapito en los testículos de su
padre, días de exaltados pleitos entre los futuros progenitores
de la niña. Cada uno quería darle un nombre diferente. La madre
llamarla Lucena, como la calle de la Habana Vieja donde vivió
su infancia, su adolescencia y ya de mujer, la casa de siempre,
hasta que decidió casarse y el marido la llevó a aquella cova-
cha en el Vedado, donde nunca fue feliz. Su marido, que era
enterrador, apenas la atendía. Después que llegaba del cemen-
terio se sentaba a leer enormes libros de autores griegos, en la
noche la ensartaba como si fuera una bestia, y en lugar de
llamarle a la pinga pinga, la nombraba venablo, y su bollito era .
un enemigo que debía atravesar. La pobre mujer nunca imagi-
nó que el matrimonio sería una batalla y mucho menos que le
dieran de bofetones cuando insistía en nombrar Lucena a su
hija. El padre se proponía llamarla Lisístrata en honor de
Aristófanes, su autor preferido, el que más leía. Ella me contó
que ese Aristófanes había nacido en Grecia, entre el cuatro-
cientos cincuenta y el cuatrocientos cuarenticinco. Y mientras
hablaba del nacimiento que se produjo durante la guerra del
Peloponeso, me preguntaba yo cómo pudo la pobrecita madre
de Aristófanes soportar un parto tan demorado. Nunca escu-
ché de un alumbramiento que durara cinco años. Cinco años
con sus días y sus noches, y la mujer acostada y pujando, con
las patas abiertas. De verdad que eran raros los partos en Gre-
cia. Por la preocupación que yo tenía la interrumpí para que me
explicara el porqué de la tardanza del parto, pero ella, que sólo
explicaba cuando era su gusto, se echó a reír en mi cara y me
llamó el más bruto de los mortales. En ese momento, como en
otros, la detesté, pero no dejé ver mi sentimiento sino que seguí

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escuchando la historia que continuaba con el triunfo del padre
sobre la madre: la niña se llamaría Lisístrata.
Así, durante los primeros años, la pequeña tuvo dos nom-
bres: Lucena la llamaba la madre cuando el enterrador no esta-
ba en casa, y Lisístrata el padre. En el solar del Vedado agre-
garon al nombre el mote de “cuatro ojos”, por los espejuelos
que se vio obligada a usar; de muy niña le diagnosticaron una
miopía severa. A pesar de todo, era feliz cuando estaba con su
madre. Ambas ocupaban todo el tiempo con chiqueos y cari-
cias. Para la madre era la niña más inteligente y hermosa del
mundo, y le demostraba a cada instante lo orgullosa que se
sentía. La niña correspondía de la misma manera a su
progenitora. Les encantaba intercambiar besitos. La madre in-
sistía en que la hija dijera de quién era el bollito que tenía entre
las piernas, y ella misma se respondía, diciendo que el bollito
que la niña tenía entre las piernas era de mamá. Así iniciaban
las sesiones de besos en el bollo, mordidas y lengietazos. A
Lisístrata le encantaba abrir las paticas para que su mamá le
besara su infantil bollito, y esos besos que le daba su mamá
resultaban placenteros. Fue su madre y no otra persona quien
primero le descubrió los placeres que proporcionaba el bollo. Y
como ella gustaba de corresponder a la madre de la misma
manera, la interrogaba queriendo saber de quién era el bollito
de mamá. La madre nunca respondió como esperaba Lisístrata.
Consciente de su matrimonio, respondía que no era de ella sino
de papá, por lo que la miope criaturita se enfadaba y le exigía
que abriera las piernas para besarla. Ella también quería pasar
su lengua húmeda por el bollo de su madre, añoraba que abrie-
ra la boca extasiada, que la piel se le pusiera como de gallina.
Así el padre las sorprendió un día a su llegada del cementerio.
La madre, entre estruendosas risotadas, exigía a la niña que |
abandonara la costumbre de acariciarla de esa forma, que sa-
cara de una vez su boquita, que eso le pertenecía a su papá y
no a ella. Como Lisístrata era empecinada persistía en el em-

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peño de chupar las partes destinadas al padre, quien no pudo
soportar el espectáculo y la emprendió a golpes contra su es-
posa. Lo que más molestaba al enterrador era la insistente fra-
se de su esposa: “Lucena, suéltame el bollo.” Golpeándola le
recordaba que su nombre no era Lucena, sino Lisístrata.
La niña tuvo que recurrir a Marcia, su amiguita más cerca-
na en la escuela, para jugar como antes con su madre. Ambas,
a la hora del recreo, se metían debajo de un pupitre y jugaban a
quién le quitaba primero el blúmer a su contraria. Por lo regular
ganaba Lisístrata. Juntas fundaron un ejército de hoplitas que
se enfrentaba, en las tardes y a la salida de la escuela, al ejér-
cito de peltastas que formaban un niño de rasgos asiáticos lla-
mado Eduardo López Chong y Josefita León, una flaca provin-
ciana, nacida en un pueblito occidental llamado Forteza. Siempre
resultaba victorioso el ejercito de infantería pesada al que per-
tenecían Marcia y Lisístrata.
Esa felicidad terminó para ella el día que supo que su ami-
guita Marcia, la única de la escuela capaz de dejarse despojar
del blúmer, se había marchado con sus padres a Miami. En la
escuela llamaron a Marcia “traidora”, “escoria”, y le gritaron
que hacía bien en marcharse al Norte, lugar ideal para tales
detritus. Lisístrata, esa mañana en que se enteró de la partida
de Marcia, lloró en el receso, a la salida de la escuela y en el
horario de tareas.
Para estar menos sola estrechó relaciones con Eduardo
López Chong y con Josefita. Al niño le encantaba acariciarle el
pelo; parados ante un espejo lo tomaba cuan largo era hacién-
dolo colgar de su cabeza, lo ordenaba como si fuera suyo y
abría, con mucho esfuerzo, los ojos. Tal comportamiento termi-
nó por divertir a Lisístrata. Como su pelo era rubio como el
trigo y la piel del niño amarilla, Eduardito se veía muy raro por
la ausencia de contrastes. Lisístrata, inteligente y observadora,
terminó por entender que Dios no les daba pelo amarillo a los
asiáticos para que no parecieran mojones de enfermos de he-

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patitis en lugar de chinos, vietnamitas, coreanos o japoneses.
También aprendió con Eduardito López Chong a ceder en al-
gunos terrenos para tener compañía, y alguna vez consiguió
quitarle el blúmer. Al chinito le encantaba usar los de su mamá,
sobre todo los de color rosa. Cuando Lisístrata despojaba al
niño de su blúmer rosa, agarraba en sus manos la pinguita mi-
núscula, la ponía hacia atrás y lo obligaba a juntar los muslos.
Así desaparecía el sexo del niño, y en aquella ausencia ella
imaginaba el bollito de Marcia, al que no cesaba de extrañar,
extrañaba la caricia suave, el consuelo preciso cuando los ni-
ños le gritaban “cuatro ojos”, y sobre todo la visión del blúmer
azul que tanto la sedaba. Josefita le servía para descargar su
rabia, la de Forteza era débil, y por estar cerca de la niña más
inteligente del aula era capaz de soportar sus golpizas.
Cuando más extrañó a Marcia fue el día en que su padre
anunció que tenía para ella un regalo.Era la tarde de su cum-
pleaños y ya Lisístrata sabía leer. El padre se apareció con una
caja envuelta en un papel hermosísimo, anudado con cintas y,
en el centro, una rosa. Lisístrata tomó nerviosa el paquete, por
el peso creyó que podían ser un par de botas, un pantalón va-
quero y una camisa a cuadros o un carrito de bomberos con
escalera plegable, depósito de agua y mangueras a presión.
Luego deseó que fuera Marcia doblada en pedazos para que
cupiera en la caja. Tan nerviosa estaba que no se atrevía a
abrirla. El padre la conminó a que al fin lo hiciera. Fue la prime-
ra vez que ella tembló. Guardados en la caja aparecieron tres
libros en edición lujosa, la cubierta de cartoné y el lomo dividido
en tramos por unos bordecitos que se levantaban como las fa-
langes de los dedos. La cubierta era verde y beige, la liga de
esos colores formaba un enmarañado tramado que remataba
en bordes que semejaban filigranas de oro. Grande fue la de-
cepción de la niña al comprobar que el regalo era una lujosa
edición hecha por la librería de los Sucesores de Hernando, y
traducida por Don Federico Baráibar y Zumárraga, de las co-

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medias de Aristófanes. La edición databa de mil novecientos
trece. Como en aquella caja no estaban las botas, ni los panta-
lones vaqueros, ni el carro de bomberos, y mucho menos Marcia
doblada en pedazos, cayó en gran congoja y de la congoja pasó
a los temblores. El padre, orgulloso, estaba convencido de la
grandeza del regalo y atribuyó los temblores a una emoción sin
par. ¿Quién no convulsionaría con tan bello obsequio?
Así tuvo Lisístrata, con sólo seis añitos, que enfrentarse a la
lectura de Aristófanes. Once comedias se vio obligada a leer
bajo la supervisión del padre, que exigía una lectura en voz alta
para comprobar su aprendizaje. Sonreía el enterrador al escu-
char el deletreo que hacía su hija de Las Avispas: Es-tás lo-co
o fre-né-ti-co co-mo un co-ri-ban-te. Según me aclaró sentada
en el parque Lenin, un coribante era un sacerdote de las Cibeles,
sin embargo no me explicó lo que eran las Cibeles, y para col-
mo tuve que soportar que se riera de mí diciendo que muy poco
sabía yo del mundo. Ella aprendió a leer de carretilla las once
comedias. Cuando terminó fue obligada a leer a Menandro y
después a los trágicos, Eurípides, Esquilo y Sófocles. También
a Jenofonte y Herodoto, a Aristóteles, Safo y Píndaro. “Lee y
compara”, gritaba el padre. Pobre, pensaba yo al escucharla
pronunciar nombres extraños, ¡cuánta lectura rara para una
niña de seis años! La infeliz tuvo que aprender a identificar una
vasija funeraria ática antes que una tacita de café. Mientras
sus compañeros aprobaban los exámenes de Historia de Cuba
y repetían de memoria los versitos sencillos de Martí, ella cita-
ba a Píndaro y suspendía los exámenes en que preguntaban el
nombre del criollo que durante la toma por los ingleses defen-
dió La Habana, porque en los días previos al examen leía la
Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, donde se
cuentan, según Lisístrata, los sucesos ocurridos durante los pri-
meros veintiocho años de la guerra entre Atenas y Esparta. La
maestra se quejaba al padre de sus malos resultados. El indig-
nado padre increpaba a la maestra. ¿Cómo se atrevía a com-

127
parar la historia de una islita del Caribe con otra milenaria y
única como la de Grecia? ¿En que podían asemejarse la batalla
de Mal Tiempo y la de Queronea? Poca importancia tenía para
el padre una guerra que implicó a cubanos, españoles y norte-
americanos, si se comparaba con las batallas en que lucharon
macedonios, persas, atenienses, lacedemonios y tebanos. Se
preguntaba cómo habría de interesarse alguien por las mínimas
hazañas de Maceo o por la caída en combate de Martí en su
primera y única batalla, y no conocer antes a Aquiles, Héctor,
Patroclo y a Alejandro Magno, el más grande, el divino Alejan-
dro, con su fiel Hefaistión, derrotando a Darío, fundando
Alejandría, cruzando el Éufrates y el Tigris, reduciendo para
siempre a los persas en Arbelas, apoderándose de Babilonia y
Susa, quemando Persépolis, venciendo a Poros en el Indo.
No le importaba a aquel tipo que su hija no aprendiera
Historia de Cuba si antes no podía recitar los trabajos de Hér-
cules. En verdad el padre de Lisístrata conocía mucho de
Grecia, como el viejo poeta del Vedado de poesía cubana del
diecinueve, mi padre de porcelana china y de Sévres, y el
viejo barman checo de Abisinia. Me gustaría poner a conver-
sar alguna vez a todas estas personas, aunque creo que nada
sacaría en claro. Cuando la gente tiene grandes conocimien-
tos de alguna cosa no deja hablar a su interlocutor. Por eso,
como yo conocía tan poco, dejaba a Lisístrata contar cuanto
quisiera, de esa manera se creía importante y a mí me ense-
ñaba unas cuantas cosas de Grecia. Por esas buenas mane-
ras que tengo de callar mientras el resto habla aprendí monto-
nes de cosas sin tener que abrir un libro.
El enterrador del cementerio de Colón bajaba cuidadosa-
mente los ataúdes al fondo de las sepulturas, sacaba la soga y
ponía la pesada tapa, echaba una capita de cemento para sellar
la tumba, pegaba unos golpes en el frío mármol con los nudillos,
eran fuertes los golpes, al parecer para que alguien los escu-
chara. Era el encargado de dar la bienvenida a esos muertos a

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su morada definitiva deseándoles salud, y llamaba a Caronte.
Volvía a golpear duro en el mármol frío y simulaba arrancarse,
como Clístenes, los pelos del culo. Encima de aquellas bóvedas
recién selladas emitía aullidos horribles en señal de dolor, luego
se carcajeaba y, como Lisístrata, hablaba de los campos de
reposo y del Leteo. Luego en la casa y con peste a muerto se
tiraba en un sillón, y la esposa le sacaba los zapatos y le alcan-
zaba las chancletas. Volvía a golpear con los nudillos sobre el
frágil cristal de la mesita de centro. Esta era la señal para que
la hija tomara asiento a su lado y de inmediato se iniciara el rito.
pelos dardos agudos bajo mi brazo llevo/dentro de mi
carcaj”, decía el padre, y Lisístrata continuaba: “sabios
descifradores de nobles corazones: para/ llegar al interior de
todos precisamos”. Si el padre quedaba satisfecho interrum-
pía la recitación con un nuevo golpeteo de nudillos sobre el
cristal, y Lisístrata daba los datos del autor. Píndaro, nacido
en Cinocéfalos en quinientos veintiuno y muerto en el cuatro-
cientos once. Si dudaba del saber de la niña, proponía otros
versos del mismo poema que ella debía continuar. El padre
sospechaba que Lisístrata hacía trampas, que lo engañaba
aprendiendo, solamente y de segunda mano, fragmentos de
poemas leídos en Breve esbozo de poética preplatónica de
Luisa Campuzano.
Así comprobaba el padre cada tarde los avances de la hija
en sus lecturas de Solón, Safo (preferida por la niña), Jenófanes,
Heráclito, Parménides, Eurípides y todo el que se le ocurriera
al enterrador del cementerio de Colón, residencia última de los
habaneros. Lloviera, tronara o relampagueara, el rito no se sus-
pendía. Si Lisístrata se equivocaba en sólo una palabra la espe-
raba una golpiza, como aquella tarde en que estaba enferma y
se negaba a levantarse de la cama. La madre, insistente y
conocedora de la furia del marido, le suplicaba, “Lisis, trata.”
En el examen la niña cambió, en una acotación del primer par-
lamento de Pistéstero en Las aves, a un animal por otro; en

129
lugar de corneja dijo coneja. Definía de ese modo a la hembra
del conejo y al bollito de Marcia. Quizá esa ambigiedad la llevó
a la confusión que le costara tantos golpes, y a que el padre le
dijera “ojalá revientes” y le asegurara que, más que hablar,
graznaba. Esa fue la segunda ocasión en que Lisístrata tembló.

130
»

Lisístrata nunca sintió, como yo, nostalgia por no


haber podido conocer el barrio de Colón; nunca
presintió el olor de las esencias francesas, ni miró
a mujeres vestidas de satín rojo adornado con len-
tejuelas. No imaginó las piernas elevándose sobre
tacones enormes, ni escuchó las risas escandalo-
sas, ni percibió el estruendo de los corchos de las
botellas de champán, ni sospechó el ardor de la
glotis por el paso del Bacardí. No fue capaz de
imaginar a un gordo rubicundo estrellando una copa
contra la pared después que una mulata, que podía
llamarse Arminda, Amparo o Rosita, le mamara la
pinga ante una multitud expectante. Lisístrata, tan
metida en sus lecturas de Aristófanes, Eurípides y
Homero, ni siquiera intuyó el otrora esplendoroso
barrio de Colón, barrio que con nostalgia recuer-
dan los habaneros que lo conocieron, el que añoran
los jóvenes que no lo alcanzaron; el famoso, de-
seado y recordado barrio de la ciudad. Lisístrata
nunca se masturbó mirando la foto en que apare-
cía una puta en ajustadores de encaje fino. Tan
sólo añoraba los blumers de Marcia o los jueguitos
infantiles con su madre; el liceo y el gimnasio de

131
Atenas, donde se entrenaban los jóvenes que marchaban a la
guerra, los que serían hoplitas o peltastas, y avanzarían contan-
do parasangas para encontrarse con el ejército enemigo.
Lisístrata conoció el barrio de Colón cuando a los quince
años la madre la llevó a casa de Flora, la manicura. Se asom-
bró con las casas apuntaladas, los derrumbes y la peste a
mierda, sin que pudiera compararlo con su antiguo brillo. Quedé
pensativo con esa parte de la historia, cuando mencionó a
Flora. ¿Sería acaso la misma manicura que nos recomendara
la marquesa al vernos a Ernesto y a mí con los pies en la
palangana?
La puerta de la casona estaba abierta. Sentada a su mesita
de trabajo, Flora, con los codos apoyados y la cara metida en-
tre las manos. Ese fue el momento en que Lisístrata empezó a
temblar definitivamente, cuando miró las manos de Flora con
las uñas pintadas de rosa malva, las lunas tan parejas, color
perla, como el filo de la parte más distal. La pobrecita de
Lisístrata por poco convulsiona. La madre se quedó en silencio
para no llamar la atención y asustar a Flora, pero ésta las sintió
entrar, sacó la cabeza de entre las manos y dio la bienvenida a
las inteligentes criaturas que llegaban a sus predios para embe-
llecerse las uñas, el lugar más hermoso del cuerpo, el que más
cuidados merecía, y señalando sus enormes pies dijo: “después
de las manos, los pies”.
Contándome este primer encuentro tembló como un hoplita
asustado, me pidió que sacara una pastilla de su bolso, un pe-
queño morral que según ella perteneció a Cesira, la mujer de
Alcmeón, conocida como mujer lujosa, cuyas joyas eran envi-
diadas y las sedas de sus vestidos observadas con deleite. Para
Lisístrata el morral estaba hecho con la más pura lana y el
mejor tejido, mas yo, que nunca he sido bobo aunque a ratos lo
aparente, me di cuenta de que el morralito había sido tejido por
indígenas del Perú o Ecuador. El caso es que metí las manos en
el morral y alcancé la pastilla. Al poco rato el temblequeo fue

132
cediendo, su vocecita dejó de ser fragmentada, y reinició el
relato de su primer encuentro con Flora. Nunca había visto
cosa más hermosa, nunca una simetría como aquélla sedujo
sus ojos, ni siquiera lo que escondía el blúmer de Marcia. La
perfección encarnaba en las uñas y en las manos de Flora.
Para un estagirita llamado Aristóteles, lo bello se constituía por
un orden, una simetría y una grandeza posibles de alcanzar con
un solo golpe de vista. Lo que ella había leído en Aristóteles lo
encontró más tarde en las uñas de Flora. Unas uñas que sobre-
salían apenas milímetros de los dedos, con el color tan parejo,
las lunas tan perladas y uniformes, que no existía espacio para
la duda, que los ojos más poderosos, aquellos que llegaban más
allá del horizonte, ojos incluso como los de Minerva, se
extasiarían sin conseguir otro objetivo que no fueran esas uñas.
Flora preguntó por quién empezaba su trabajo. La madre
de Lisístrata respondió que por su hija, ella podía esperar. A
una señal de la manicura, la temblorosa se sentó frente a ella.
Flora volteó las manos, con las palmas hacia arriba, y Lisístrata
posó las suyas sobre las de la manicura, que percibió su nervio-
sismo y jocosa comparó aquel temblor con el vuelo de un zunzún
sobre una ramita de crisantemo. Dijo que todas las muchachas
quinceañeras se exaltaban con el primer arreglo de las manos,
reaccionaban de manera parecida a cuando menstruaban por
primera vez; que ya el temblor iría cediendo, dejaría de ser
zunzún, sus manos quedarían quietas sobre las suyas y ella
podría cortar cutículas, limar los bordes, poner la base, teñir las
uñas, conseguir el trazado de la luna y los filitos externos. Cal-
mada esperó a que el temblor cesara. Sus manos, como ramas
de crisantemo, esperaron la quietud del zunzún; pero se equi-
vocó la manicura. El temblor no cesó, se tornó más fuerte, casi
insoportable. La otrora puta preguntó el nombre, la madre fue
a responder, pero Lisístrata se adelantó, se llamaba Lucena. A
Flora le pareció hermoso el nombre, sobre todo luminoso, era
una conjugación de Ena y de luz, era una Ena luminosa, y lo

133
sería más cuando sus manos pasaran por las suyas, cuando
limpiara cutículas y diera colores. “¿Qué color prefieres?” Ella
no dudó, rosa malva, el mismo color que llevaba Flora. La ma-
dre opinó que era escandaloso para una muchacha de quince
años. Lisístrata fingió no escuchar. Flora guió las manos tem-
blorosas hasta la vasijita con agua de jabón. “Nada como la
jabonadura de esta bacía para ablandar las partes duras.” Grande
fue el chapoteo que armó Lisístrata moviendo sus manos
convulsivamente, tanto, que la vasija se viró y el agua cayó al
suelo; la manicura tuvo que limpiar el piso, mientras la madre
se disculpaba. Flora le restó importancia al hecho, pero les pi-
dió que se marcharan y volvieran otro día; quizá se calmara
con el reposo y el sueño restableciera sus nervios.
La temblorosa quiso ser manicura.
En la noche, sin dejar de temblar, se le ocurrió que ella
misma podría pintar las uñas de Flora. Intentaría aprender.
¿Acaso no la amaba desesperadamente? ¿El amor no lo podía
todo? Se convertiría en manicura. Su madre tenía alicates, tije-
ras pequeñas, como las de Flora; las había visto mil veces cuando
registraba sus cosas. Se las pediría de inmediato, practicaría
con su propia madre, a fin de cuentas ella nunca le negaba
nada. Si en la infancia dejaba que le tocara el bollo y le diera
besitos, que le pasara la lengua, esta vez, como otras tantas,
terminaría complaciéndola.
La madre aceptó hundir las manos en el agua jabonosa.
Las dejó largo rato, tanto, que las yemas de los dedos se arru-
garon; entonces insinvó a la hija que ya era hora de cortar, que
tomara con delicadeza el alicate y sujetara los dedos. Ilusa;
Lisístrata, más que tomar, blandía el alicate como si fuera un
sable. Por mucho que tratara de aquietar el temblor de sus
manos, resultaba imposible. Bien sabía la madre que aquello
era importante para su hija, harta de cultura griega. Quedó
convencida de que Lisis se tomaba muy en serio lo de ser
manicura. De poder cogería el alicate sin temblar, sostendría

134
suave el dedo. Si la hija no hubiera estado tan nerviosa, esos
hilillos de piel no habrían caído teñidos de sangre. La madre
soportaba, deseaba complacer a la hija, tan cansada de
Aristófanes. De no ser por sus temblores habría conseguido un
tono uniforme en las uñas, una luna perfecta. Sin embargo,
temblaba tanto que no acertaba a agarrar entre los filos del
alicate el justo fragmento de piel sobre la uña. Nerviosa y tem-
blando, cambió cutículas por tres tendones flexores, por dos
arterias digitales palmares y por un fragmento del músculo flexor
breve. Los médicos se esforzaron empatando la arteria lunar
que, según ellos, era muy importante, y que por su calibre re-
sultaba continuación de la arteria braquial; tuvieron que suturar
para devolver el músculo flexor breve a su sitio y que tuviera,
como antes, continuidad. El mismo esfuerzo realizaron al abrir
los dedos para unir los tendones que permitían la flexión de las
articulaciones. Sin embargo, pese a lo mucho que trabajaron
los médicos, los tendones permanecieron rígidos, y la pobre
madre de Lisístrata quedó con los dedos engarrotados, sin po-
der moverlos. La muchacha, que no tenía otras referencias,
pensó que la mano de su madre era parecida a Atenas tras el
sometimiento a los treinta tiranos de Esparta.
Pese a la insistencia de Lisístrata para que la madre le permi-
tiera practicar de nuevo, no consiguió nada. Bien sabía la bue-
na mujer, ahora sin poder doblar los dedos a nivel de las falan-
ges, que la hija no lo hizo con mala intención, pero les tuvo
terror en lo adelante al quirófano y a los cirujanos. Dulcísima,
sugirió a la hija que continuara con la cultura griega, O que si
quería jugara fútbol, pero que abandonara el empeño de limar
los bordes irregulares de las uñas y cortar cutículas. Tal oficio
era de gente diestra.
Triste quedó la temblorosa. Con la negativa de su madre
parecía cerrarse la posibilidad de que un día tuviera las manos
de Flora entre las suyas. Se consideró una desgraciada. ¿Por
qué deseaba ese oficio si temblaba tanto? Pero no cejaría en su

135
empeño, sería manicura. Volvió a la calle Colón. Tocó suave
con la aldaba. Esperó a que abrieran la puerta. Allí estaba Flo-
ra, en el umbral, envuelta en una bata de lamé azul con hilillos
blancos en los bordes que le parecieron de espuma. Flora no
era Flora sino Afrodita emergiendo de las aguas, y la casa no
era más el famoso prostíbulo de la calle Colón, sino el templo
de Cnido, y, mirando las manos de Flora, se creyó Hefaistos.
A una señal traspasó la puerta y accedió a sentarse al otro
extremo de la mesita. Esa vez tampoco dejó de temblar. Se
deshizo en disculpas y pidió que la dejara venir de nuevo: era
necesario para ella vencer el miedo que le inspiraban sus uñas
pintadas. Flora pareció comprenderla y le aseguró que podía
venir cuantas veces quisiera, estaba dispuesta a repetir el in-
tento. Lisístrata, en su empeño de hacerse manicura, volvió, y
por volver desatendió las lecturas de los griegos y soportó las
golpizas de su padre, para quien la belleza era el conocimiento
y no los afeites. Volvió, y Flora le contó su amor por Emilio
Ugarte desde la tarde en que, caminando por la calle Ánimas,
lo vio salir del Sloppy Joe's. Él se quedó mirándola y la siguió
por el Prado. Sintió los zapatos sobre el granito, la mirada del
hombre en su cuello. Desde ese día Flora no dejó de pensar en
Emilio Ugarte. A diario recorría el camino esperando encon-
trarse de nuevo con sus ojos, con su cuerpo ataviado de dril
blanco, con el pelo engominado, peinado hacia atrás. Camina-
ba y percibía el pisar de los zapatos de dos tonos persiguiéndo-
la. Se volvía y no encontraba a nadie. Así hasta aquel día a la
salida del Payret, en que Emilio la tomó por un brazo y ella se
dejó guiar. Caminaron por el Prado sin que pudiera articular
palabra; pasearon por el puerto y se sentaron en el bar Caba-
ña; ella se limitó a pedir una limonada y Emilio tomó una cerve-
za Hatuey.
Él preguntó su nombre. “Bonito”, opinó y le tomó las ma-
nos. A Emilio le pareció que un tono rosa malva en sus uñas las
haría más hermosas; era el color que más le gustaba y para su

136
piel el que mejor le convenía; las lunas se verían muy bien con
un tenue perla. A Flora, nerviosa, le sudaron las manos. Aún
así no quería que él las soltara; quería sentir sus dedos suaves,
de uñas recortadas; en la muñeca una cadena de eslabones
gruesos y una chapa con su nombre inscrito: Emilio Ugarte.
Al día siguiente se pintó las uñas de rosa malva y se encon-
tró con Emilio en el Cabaña; así lo hizo durante todo un mes,
siempre a las cinco de la tarde. Engañaba a sus padres dicien-
do que iba a radio difusión O”Shea para ver la comedia de Juan
Lado y Marina Rodríguez, y que luego escuchaba a Eduardo
Egea recitar poemas y más tarde a Antonio Mata tocando el
solobov. “No regresaré a casa hasta que no salga el último
artista.”
Al otro encuentro con la manicura llegó Lisístrata vestida
de blanco; como sentía celos de Emilio, quiso ser Emilio. Flora
le habló entonces del día en que la invitó por primera vez a su
casa, ocho de agosto del cincuentiuno, jamás lo olvidaría, un
apartamento pequeño en la calle Prado. En la sala una barra
imitaba la del Sloppy Joe”s, y había dos butacas y un sofá, don-
de ella se sentó, Emilio, muy cerca, le brindó una limonada. Ella
aceptó y pidió un poquitín de ron, apenas unas gotas. Emilio la
complació y puso además en el vaso una ramita de yerbabuena;
él tomaría cerveza Hatuey.
Flora miraba fijo su cara recién rasurada y la espuma de la
cerveza cubriendo sus labios gruesos. Después de pedir discul-
pas mil veces y de referirse otro tanto al calor inmenso de
agosto, él se quitó el saco de dril cien, la corbata, y se desabo-
tonó un poco la camisa. Ella dijo que no tenía por qué pedir
disculpas, estaba en su casa, era fuerte el calor; entonces él se
dobló las mangas de la camisa y Flora aceptó otro trago y con-
tinuó sin apartarle los ojos de encima, la camisa a medio abrir y
el torso lampiño. Acarició el moaré del sofá, lo acarició en
silencio como si tocara al hombre que tenía delante. Esperaba,
y él lo sabía. Deseaba que Emilio la desvistiera, la obligara a

137
quitarse la ropa, quería arrancarle la suya y enroscarse con él
en la cama, o allí mismo en el sofá de moaré rojo. Muy hermo-
so se veía Emilio de blanco encima de aquel sofá rojo. Deses-
perada, aguardó la reacción de su hombre. Él dijo de pronto
que ya sabía dónde vivía y que era tarde, sus padres debían
estar preocupados esperándola, y bajó con ella las escaleras
del apartamentico, la acompañó hasta la esquina de su casa en
Obrapía.
Lisístrata escuchó celosa a Flora. Yo, conmovido, a Lisístrata.
Al día siguiente Flora se apareció en la casa de putas de la
calle Colón y pidió a la matrona que la dejara entrar. Entró en la
casa regentada por Rosa, no como las demás muchachas, a las
que no quedaba otro remedio ni tenían un quilo en el monedero,
entró y se atavió con una bata de satín rojo y se recostó en la
barra del patio. Allí estaba cuando llegó Emilio. Y no le dijo que
su madre se moría de vergienza, que su padre prometió cerrar
la farmacia, rociar alcohol, prender un fósforo y quemarse jun-
to a la esposa. Nada le dijo y ya tampoco estaba segura de que
tal cosa le importara. Emilio la descubrió recostada en la barra
cuando se abría la bata de satín rojo, y miró también a las otras
putas vestidas como Flora.
Lo esperó así porque una mujer tiene que pasar esa prueba.
“Una mujer tiene que ser la puta de su macho”, y ella quería
ser su hembra, su puta, su sombra. Que al entrar, viera sus
tetas casi al descubierto, y que las vieran también otros hom-
bres. La complacería que otras putas provocaran a Emilio, ver-
se obligada a probar fuerzas y que todas supieran que la esco-
gía a ella para llevarla a uno de los cuarticos de arriba. Si una
mujer no era capaz de desafiar a un montón de putas para
conseguir a su hombre no era una mujer de verdad, no era la
amante hábil y perfecta. Una mujer enamorada debía ser hura-
ña y dócil con su macho. Se pavoneó delante de todos los hom-
bres. Emilio vino hasta ella, la tomó suave del brazo, y la llevó a
un cuartico de arriba.

138
Se abandonó a Emilio Ugarte. Cómo no habría de hacerlo,
si hacía días que esperaba que dejara de respetarla. Esa noche
no pensó en su madre ni en su padre. Disfrutó del cuerpo de
Emilio encima de las sábanas blancas que él mandó poner. Había
pedido a Rosa que fueran de hilo y blancas, que fueran nuevas
y Olieran a agua fresca. Él se tendió a su lado, también desnu-
do, y Flora miró su cuerpo lampiño, y tiñó su virilidad con san-
gre, y gritó. Deseaba que cada puta la escuchara. No sintió
dolor, pero sí temió. Cómo no habría de temer aquella mujer
con su homb:* dentro, sin.que éste dijera media palabra. Emilio
la penetraba y disfrutaba de su cuerpo encima del suyo sin
decir nada. Ella creía estar en la gloria, y temía que esa gloria
se marchara. Prefería la muerte, y por eso lloró alto, para que
las putas la escucharan. Durmió toda la noche con Emilio den-
tro, y cada vez que despertaba y lo descubría a su lado, volvía
a gritar para que cada puta la oyera. |
A la mañana siguiente tendrá que acudir a la funeraria “La
Primera de Infanzón” en la calle Lamparilla. Por el periódico
supo del incendio en la farmacia de Obrapía. Los dueños, un
matrimonio, murieron dentro, y ella se presentará esa mañana
en la funeraria para asombro de todos. La policía jamás dudó
que la hija estuviera en la farmacia a la hora del siniestro. “Un
terrible accidente”, dicen todos, y ella no menciona la amenaza
de sus padres. Sentada en un sillón de la funeraria, no se acer-
ca ni una vez a los féretros que guardan los restos calcinados.
Está vestida de negro, pero recuerda su atuendo rojo de la
noche anterior y sus tetas al descubierto. No puede pensar en
otra cosa que no sea en el cuerpo desnudo de Emilio Ugarte,
tendido en una cama, pero vivo, muy vivo. No puede hacer otra
cosa aunque los cuerpos de sus padres estén tendidos en aque-
llos féretros, muertos, bien muertos. Aunque quisiera no puede
recordar imagen alguna de su infancia, los mimos de su padre,
las montadas a caballito encima de sus hombros; aunque qui-
siera no puede recordar el salir de tiendas con su madre para

139
comprar la ropa del concurso “Buscando una Shirley Temple.”
En su sillón de la funeraria no puede hacer otra cosa que subir
un muslo encima del otro, que uno de ellos, el que está arriba,
aprisione su sexo con el que está abajo, y que se moje imagi-
nando a Emilio entre sus piernas. Aunque la tía Ofelina y su
marido Ramón le acarician el cabello en señal de consuelo,
siente los labios carnosos de Emilio recorriendo su cuello, y sus
pezones se estremecen. El cura convoca a las oraciones, guía
a los fieles en el Padrenuestro, y Flora siente un calor entre las
nalgas, y ese calor avanza aunque el cura prosiga rezando el
Padrenuestro y más tarde el Ave María. Sus nalgas están abier-
tas y el padre pide a la Virgen que ruegue por nosotros los
pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Flora se afe-
rra a los brazos del sillón porque el calor aumenta y su culo se
abre al paso de Emilio, que entra suave, como si rezara. No
escucha el aullido de las plañideras. Imagina, sentada en su
sillón de la funeraria, a todas las putas espiando tras la puerta
cuando ella se sienta encima de la virilidad de Emilio y la tiñe
de sangre. Llora de gozo, y las putas se retuercen de envidia
tras la puerta. Es conducida, sin que se llegue a enterar, hasta
el coche fúnebre, y de allí al cementerio. Está desnuda y a su
lado vibra el cuerpo, también desnudo, de Emilio Ugarte. Son-
ríe dichosa. El diácono oficia el responso en la capilla del ce-
menterio y pide por el descanso eterno de los fieles hijos de
Dios que por fin van a su encuentro. Flora descubre que es la
mujer más feliz del mundo, aunque sus amorosos padres estén
calcinados y metidos en sendos féretros. Los cuerpos son con-
ducidos al panteón de la familia y ella imagina que sube la es-
calera que conduce al cuartico. Los amigos de la familia se
apartan, dejan el camino libre a los cadáveres. Ella empuja la
puerta, en la cama está Emilio Ugarte, cubierto por una sába-
na. La bóveda se abre, bajan los féretros. Ella, alzando la sába-
na, descubre el cuerpo desnudo de Emilio, vivo, muy vivo. Se
acuesta junto a él. Ambos se cubren.

140
Flora no aceptará la propuesta de Emilio de habitar el
apartamentico de Prado, preferirá vivir en la casona de la calle
Colón y ganarse el ascenso diario al cuartico en lucha con cada
una de las putas. Pronto le pedirá a Emilio que traiga un fotó-
grafo, y colgará la primera foto, un primer plano en el que apa-
rece el torso lampiño de Emilio; sobre el torso y con el índice
cercano a una de las tetillas, la mano de Flora con sus uñas
largas. De vez en cuando mandará buscar al fotógrafo e irá
colgando cada foto en la pared, alrededor de la primera, la del
torso de Emilio y la mano de Flora. Cada centímetro de pared
quedará cubierto con las imágenes de sus cuerpos desnudos.
Se convertirá en la dueña de la casa y en la dueña de Emilio. A
pesar de todo, él saldrá huyendo un día del cincuentinueve,
cuando cierren el prostíbulo de la calle Colón; lanzará procla-
mas en defensa del derecho de las putas a elegir y, como los
barbudos, querrá alzarse en la Sierra Maestra o en el
Escambray, y por fin se escurrirá en una lanchita hacia Miami.
Flora permanecerá en la casa, sola, y se ganará la vida con un
trabajito de manicura. Recomendará a sus clientes un color
rosa malva para las uñas.
A Lisístrata la obsesionó esta historia de amor. Quiso re-
nunciar a sus nombres, no le gustaba Lisístrata ni tampoco
Lucena, quería llamarse Emilio Ugarte y que Flora le dijera al
oído “Emilio U”. Se atrevió a pedirle que le enseñara las fotos.
Flora aseguró que nunca se las mostraría. A partir de entonces
se resignó con imaginar. Sufría cuando entraba en el bañito de
aquel solar del Vedado, el que compartían con los Toriza, fami-
lia de quince negros que tenían por costumbre dejar sus mojo-
nes flotando en la taza del inodoro sin echarle ni un cubito de
agua. En el baño pasaba el pestillo y se despojaba de la ropa.
La hacía sufrir el descubrimiento del vacío entre sus piernas.
Para conseguir soñar tenía que meter el dedo en sus profundi-
dades, y eso le producía una gran desolación. Si tuviera lo que
Flora necesitaba y adoraba, y no ese pobre dedo que hurgaba

141
solitario dentro de sí misma para imaginar que su exageración
penetraba a la puta.
Comenzó a investigar sobre Emilio. Recorrió las iglesias de
La Habana buscando una fe de bautismo que revelara su naci-
miento. Consultó libros sobre la putería en la isla, leyó completico
La prostitución en La Habana de Benjamín de Céspedes,
con el fin de conocer el comportamiento de los chulos y las
putas, cuáles eran sus gustos, sus costumbres y sus lugares de
reunión. Estudió Putería y sociedad de Toledo y Armada, La
casita verde de Josefa Villegas, testimonio de una matrona en
la Guanabacoa de los años treinta. Dejó de asistir a clases,
cursaba Lenguas Clásicas en la Universidad de La Habana,
para buscar en el Archivo Nacional cualquier información so-
bre la putería.
Tuvo suerte. Josefita León, que estudiaba en la misma fa-
cultad y se había convertido en poeta, le sugirió una visita. La
León llevaba años espiando la casa en que vivía la poeta que
más admiraba. Anhelaba amanecer un día y mirarse en el es-
pejo convertida en el objeto de su admiración. Alucinaba con la
posibilidad de escribir versos como los suyos, adoraba su ar-
monía y belleza. Al principio la imitaba, y terminó copiándola.
Descubierta, fue acusada de plagio. Para demostrar su inocen-
cia se desnudó ante los presentes. Como Friné, se proponía
deslumbrar a todos con su cuerpo y ser perdonada. Ante las
risas que provocara su delgadez extrema, mostró una plumita
tatuada a la altura de uno de sus tobillos. “Desde aquí fluyen
mis versos exaltados.” Uno de los presentes le sugirió que se
mandara tatuar otra en uno de sus calcañales, desde donde
podrían fluir mejor. Josefita mostró el otro tobillo con un tatuaje
diferente; la oncena letra del alfabeto griego: lambda. Juró en-
tre sollozos que había dibujado esa letra griega en su carne por
respeto a la poeta y en su honor. El nombre de la letra le recor-
daba el apellido materno de su admirada. La dueña de la casa,
la poeta mayor, recomendó a Josefita León que se marchara,

142
que saliera de La Habana, que se fuera a Pondichery, el lugar
ideal para las copionas, las plagiadoras, que no volviera nunca
más. De todas formas la poetastra de Forteza conocía los ma-
nejos de la casa. En aquella azotea de Centro Habana se re-
unían muchos escritores que sabían no sólo de literatura. “Allí
saben de cualquier cosa”, le aseguró a Lisístrata.
La temblorosa fue magníficamente atendida; descubrió que
Emilio ya no vivía en Miami; estaba desde el año sesentinueve
en Nueva York. Ese mismo año se casó con una irlandesa, con
la que trajo al mundo dos hijos.
Esta información la llenó de pesar; se consideró una des-
graciada. Si sus temblores le impedían ejercer el oficio de
manicura y tener entre sus manos las de Flora, necesitaba en-
contrarse con Emilio, interrogarlo, descubrir sus métodos de
seducción. Leyó todo Kierkegaard: Diario de un seductor,
Temor y temblor, y estuvo segura de que su temblequeo tenía
que ver con un amor desesperado. Afligida, se preguntaba cómo
llegar a Nueva York.
Observando al gato mimado por la dueña de la casa encon-
tró termino a su angustia. El pobre gato, hastiado de la vida, se
lanzó desde el quinto piso. Decidió hacer lo mismo. Desde el
alféizar de la ventana que daba a la calle Ánimas, aseguró que
no quería seguir viviendo. No soportaba los temblores que le
impedían convertirse en manicura, ni continuar leyendo a los
griegos. La algarabía por la muerte de! gato azuzó a la mucha-
cha a terminar de igual modo. En ese instante de desespera-
ción sacó un pie del alféizar y amenazó con tirarse. Hubo quien
no prestó atención a las amenazas de la temblorosa; hubo quien
deseó verla con los dos pies fuera del alféizar, quien quiso dis-
frutarla con los pies en el aire, el cuerpo dando volteretas, y
estrellándose en el pavimento de la calle Ánimas.
La dueña de la casa, a pesar del dolor por la muerte de su
felino preferido, agarró una de las piernas de Lisístrata. La
histérica temblorosa golpeaba a la poeta. Los gatos que no se

143
suicidaron, creídos de un pleito entre su ama y Lisístrata, la
emprendieron contra la segunda. Suerte para ella fue la nue-
va intervención de la poeta, de no ser por ella la habrían des-
guazado. Los presentes observaron que la escena que mira-
ban parecía escrita por Frínico, el poeta “cómico”, y le dieron
la espalda.
Una mañana, al entrar en la Facultad, descubrió en el mural
la noticia de un curso de verano en la Universidad de Nueva
York; el tema del curso era la obra de Aristófanes. Creyó me-
recerlo más que nadie. Su madre creía que su hijita lo merecía
más que nadie, el padre creía que su hija merecía la beca más
que nadie, y no dudó en romper las selladuras de unas cuantas
bóvedas. Sacó huesos y cráneos, compró un carnero y un po-
llo, y los tres fueron a Regla. Era todo lo que les pidiera el
babalao, que aseguró que nadie tendría el poder suficiente para
quitarle el viaje después que le hiciera el trabajo.
Lisístrata se fue a Nueva York. Muy contentos quedaron
los padres en el aeropuerto, viendo que el avión despegaba con
su hija. La muchacha tembló todo el viaje; al sobrevolar
Manhattan tembló más que nunca. Un yanqui que viajaba a su
lado se interesó por ella, creyendo que tales temblores tenían
que ver con su emoción al mirar los rascacielos, las torres de
cristal o la mismísima Estatua de la Libertad. Cuando el avión
tocó tierra los temblores arreciaron y, tan confundida como el
yanqui, creyó que sus saltos eran producidos por la alegría de
estar cerca de Emilio U. Pensaba encontrarlo en el acto, y ni
siquiera efectuar la matrícula del curso. Movía las manos y
todo el cuerpo sin orden ni concierto. El yanqui le preguntó si
era una aficionada al rap, al rock, pero no pudo contestar: había
quedado inconsciente en uno de los pasillos del Boeing.
Cuando por el audio anunciaron el arribo del vuelo, recla-
maron la presencia de algún familiar de la señorita Lisístrata
Portales, procedente de la ciudad de La Habana. La pasajera
estaba en la enfermería del aeropuerto y sería conducida de

144
inmediato al Good Samaritan Hospital, donde se presentó
Zoila Gómez Cueto, profesora de Literatura Griega y Latina.
Mujer pequeña y avispada, de origen cubano, llevaba muchos
años impartiendo clases en el CUNY. La profesora se portó
muy bien con Lisístrata. No se apartó de ella un minuto. Desde
el primer instante le profesó enorme cariño; le pasaba las ma-
nos por el largo cabello y besaba su frente. La pobrecita mu-
chacha no sentía nada ni salía del sopor. Los médicos fueron
gentilísimos, y la universidad, a petición de Zoila Gómez Cueto,
corrió con todos los gastos del tratamiento. Se realizaron cuan-
tos exámenes fueron necesarios para el diagnóstico. Lisístrata
no podía percatarse de nada, ni siquiera percibió cuando la pro-
fesora pasó de la caricia gentil y el besito en la frente al mano-
seo más abyecto. Introducía el índice y el pulgar en las profun-
didades de Lisístrata para indagar en su oscuridad interior; se
pasaba los dedos por la nariz o los metía en su boca, relamién-
dose con la sangre de sus entrañas. A Zoila no la asustó la
sangre, ese líquido rojo y denso significaba la pérdida de la
virginidad. Sacó su agenda y displicente hizo una cruz junto a
otras, sonriendo.
Cierta vez que el médico entró en la habitación para infor-
mar sobre el diagnóstico, encontró a la profesora encima de
Lisístrata. Con una mano sobaba sus tetas, con el índice y el
del medio de la otra, escrutaba su interior. El médico no pareció
sorprenderse. Esperó a que bajara de encima de la enferma
para decirle que en 1817 un médico llamado James Parkinson,
que luego se hiciera famoso, describió unos cuantos síntomas y
signos de una enfermedad hasta entonces desconocida. Habló
de la atetosis, movimientos involuntarios por inestabilidad de la
postura, combinados con movimientos voluntarios; el resultado,
una maniobra lenta, vermicular y contorsionada de los dedos y
las manos. Le explicó lo que era la corea, para mí un barrio
malo de San Miguel del Padrón, para el médico, según me con-
tara Lisístrata en el parque Lenin, movimientos breves, distales,

145
rápidos, explosivos. Explicó también la distonía, que así definie-
ra el médico a la postura que se conserva anormal, y concluyó
que todos eran síntomas de una enfermedad llamada Parkinson
o parálisis agitante, que se producía por la ausencia o disminu-
ción de las enzimas necesarias para eliminar los productos de
la oxidación del metabolismo de las catecolaminas. Uno de ellos
era el peróxido de hidrógeno; su persistencia provocaba la des-
trucción de las células nigras y la pérdida de la hidroxilasa de la
tirosina. Esta última era la enzima responsable de la produc-
ción de lo que a Lisístrata le faltaba, una sustancia llamada
dopamina. Zoila atendía interesada, mas poco entendió. Como
Lisístrata, sólo sabía de cultura griega, y memorizó el principio
y el final; el principio: tenía Parkinson (linda palabra creyó), y el
final: le faltaba dopamina, igual de hermosa.
Lisístrata no salió de su letargo durante el tiempo que per-
maneció en Nueva York. El curso de verano de Lenguas Clá-
sicas terminó, y las autoridades universitarias dijeron que no
continuarían pagando el tratamiento. La ahora parkinsoniana
fue embarcada inconsciente. Volvió a La Habana como mismo
había partido: sin encontrar a Emilio Ugarte. Sólo la distinguía a
su regreso un pequeño detalle: los gruesos cristales de miope,
en sus otrora ojos grises, fueron sustituidos por un verde deste-
llo refulgente y sicodélico. Descubierta una nota en su cartera,
acompañada por cien dólares, se conoció que el reflejo era
resultado de unos lentes que Zoila le comprara. Eran su regalo;
le parecían hermosos y avivarían la mirada de la joven. Fueron
diseñados por Elena Mazaroff, de la casa Jacques Fath.

146
Lisístrata caminaba feliz imaginando el momento en
que Flora descubriera su mirada de luz y cayera
rendida. Tomándola del brazo le ordenaría ponerse
de pie, la mujer amada no tenía necesidad de lasti-
marse las rodillas. Flora no volvería a ser displicen-
te y Lisístrata no tendría que fingir interés en pintar-
se las uñas. Ella la tomaría en sus brazos y la haría
suya, aturdida por la mirada verde, el roce suave y
el toqueteo temblequeante. Mientras caminaba ha-
cia casa de Flora lamentaba no haber comprado en
Nueva York un consolador que resultara más gran-
de que la pinga de Emilio, un consolador refulgente
como sus ojos, tanto, que impresionara a Flora y la
hiciera olvidar a Emilio, tan grande y refulgente como
los falos usados en la representación de Lisístrata.
Siempre soñó con tener una pinga refulgente como
las que usaban los actores de Calístrato en las
Leneas, una pinga que traspasara la anatomía de
Flora, que recorriera su interior y la elevara a altu-
ras insospechadas. Flora en la gloria, por primera
vez en el cielo, gracias a Lisístrata, quien parada en
medio del cuarto blandía el consolador, apuntando al
cielo. Lisístrata, en fin, quería ser una pingúa.

147
En la puerta de la casona de la calle Colón volvió a pensar
en su anatomía, tan parecida a la de Flora, y atribulada por la
ausencia creyó que podría sustituirla. Alguna vez leyó que todo
era ilusorio, nada insustituible. Podría suplir la ausencia con los
cinco dedos de una mano, con la mano entera, con el brazo.
Sólo era cuestión de convencimiento, de costumbre, y se creía
capaz de transformar a Flora.
Tocó suave con la aldaba. Nadie abrió la puerta. La mu-
chacha insistió. Tocó más fuerte. Entonces apareció una an-
ciana, Lisístrata no la había visto antes, que dijo ser vecina de
Flora, la más íntima. En la casa no había nadie, estaba cerrada
hacía muchos días. Habló de una carta con matasellos de Nue-
va York con el nombre de Emilio Ugarte. La vieja estaba junto
a Flora cuando la recibió. La manicura se puso nerviosa desde
que vio el sobre; palideció, le temblaron las manos. La carta
había sido escrita en el Good Samaritan Hospital, donde a
Emilio lo habían intervenido quirúrgicamente para extirparle un
tumor maligno en la próstata. El cáncer había invadido su cuer-
po y sus días estaban contados. Con la carta se despedía de
Flora. Le confesaba no haberla olvidado nunca. La irlandesa
que lo acompañó durante los últimos años no consiguió sustl-
tuirla. Imploraba perdón. Se creía un cobarde. Su lugar debió
estar en Cuba, a su lado. Muchas veces quiso volver y pospo-
nía el encuentro por temor a disgustar a sus hijos, a los que
tanto amaba, y por respeto a la irlandesa. Cuando supo que la
muerte le llegaría en breve, contó cada detalle de su amor a su
hijo James, que era el más apegado y no dudó en perdonarlo;
es más, lo comprendió. El otro hijo, un tanto arisco, era igual de
bueno, y juntos formaban una familia de nombres irlandeses y
apellido cubano. Al final de la carta volvía a insistir en su amor
por ella, a quien no logró olvidar. Mientras penetraba a su mu-
jer, cerraba los ojos y recordaba a Flora desnuda en el cuartico
del prostíbulo. Creía que sus hijos eran un poco de ella, la irlan-
desa sólo había puesto el cuerpo. Le suplicaba que lo mantu-

148
viera en su recuerdo, y suponía que podrían encontrarse en el
más allá. Su larga permanencia al lado de una mujer de antepa-
sados celtas lo llevó a creer en la trasmigración de las almas.
Recuperarían el tiempo perdido, es más, allí no había tiempo,
únicamente eternidad, y ésa quería dedicársela a Flora. Des-
pués de llegar al abrazo, el beso y el “tuyo, Emilio”, Flora corrió
y se metió en el cuarto; la vecina la siguió, temía que cometiera
una locura. Aunque nunca permitió a nadie trasponer el um-
bral, ese día no se dio cuenta de la presencia de la vieja vecina,
que observó cada detalle: El cuarto, aparte de una cama am-
plia y un par de mesitas de noche con una lámpara cada una,
tenía una peculiaridad: era un pequeño universo de fotografías.
Una presidía el resto, se notaba por el lugar escogido, en la
misma posición la vecina colgaba en su cuarto el Corazón de
Jesús. En la foto aparecía un torso blanco y hermoso; sobre el
torso, el dedo índice apuntando una tetilla, una mano de uñas
largas. La foto era en blanco y negro, pero ella intuyó el color
de las uñas, un rosa malva. Era la única enmarcada. En el resto
de la pared, también cubierto, las demás no tenían marcos, tam-
poco cristales, sin embargo parecían recientes. Una lengua,
más allá de los labios intentaba alcanzar el arco de un pie; en
otra, la misma lengua entre dos dedos del mismo pie; unos ojos
de mujer disfrutaban la belleza de aquellos pies; una pinga soli-
taria en otra foto; más allá una boca entreabierta, debajo un
sexo de mujer embadurnado de semen y otros ojos gOzosos y
otra boca entreabierta; después la punta de una lengua apun-
tando un pezón; el mismo pezón repetido, ahora cubierto de
semen. Lisístrata le preguntó que cómo identificó la leche, y la
vieja que “lo bueno no se olvidaba”. Juró que nunca antes ha-
bía visto retratos tan obscenos, ni ojos tan satisfechos.
Por largo rato Flora contempló callada las fotografías. Abs-
traída las acariciaba; se abrió la bata y dejó sus tetas al aire.
Mojó el dedo del medio con saliva, acarició sus pezones con la
punta y se arañó la piel. Sangrando comenzó a reír. La vieja

149
vecina intentó sujetarla, pero Flora consiguió arrancarse las
uñas. Con los dientes apretados las cortaba para escupirlas
después. La vieja recogió cada fragmento y los llevó a su casa
como recuerdo. Flora, desesperada, hizo pedazos las fotogra-
fías y formó peloticas que se metía en el bollo. Con el paso de
los días y los sedantes terminó tranquilizándose. Entonces llegó
la segunda carta, también con matasellos de Nueva York, pero
el remitente era James Ugarte. Ésta narraba el desenlace fa-
tal. Durante el delirio de la fiebre, Emilio no cesó de llamarla; la
irlandesa, abochornada, exigió a los hijos que se retiraran. El
muchacho compadecía al padre y lo respetaba por amar así.
Alguna vez, decía en la carta, le gustaría viajar a La Habana
para conocer a la mujer que tanto amó su padre, y preguntaba
si estaba dispuesta a recibirlo. Junto a la carta mandaba una
esquela mortuoria. El sepelio se celebró el catorce de abril de
1998 en Nueva York. El matasellos de La Habana tenía fecha
veinticuatro de junio.
La noticia del fallecimiento no exaltó tanto a Flora, ya pare-
cía resignada. “Dios había mandado la conformidad a su alma”,
observó la vecina. En la noche, sin embargo, la vieron salir
vestida de negro y con una maleta. Los que le preguntaron a
dónde iba la escucharon decir que viajaría a Nueva York, a los
funerales de su marido.
Desde ese día Lisístrata vagó por la ciudad con la esperan-
za de que en algún lugar encontraría a su amada. Los pies de la
parkinsoniana ostentaban su sacrificio: grandes llagas
purulentas. Detrás de ella también andaban sus padres. Si iba
en busca de Flora, su padre la perseguía con los dos tomos de
Aristófanes. Se sentía confundido, arrepentido de haberla guiado
en la lectura de ciertos poemas de Safo, y su madre traía con-
sigo una carta de Zoila Gómez Cueto en que la invitaba a re-
gresar a Nueva York sin esperar el curso de verano. Después
de tanto bregar por la ciudad, dudó de un pronto encuentro con
Flora. Entonces se propuso llegar a Angerona, una finca olvi-

150
dada y derruida que le recordaba al Partenón, en la que existía
un pozo enorme y hondo. Creía que ese pozo terminaba en los
mismos infiernos. De allí rescataría a Aristófanes. Si Baco fue
en busca de Esquilo para salvar la tragedia, conseguiría traer a
Aristófanes a La Habana para salvarse de su padre, para que
la dejara en paz. Ella sería feliz con un alicate y una tijerita,
dedicada al cuidado de las uñas. Miles de muchachas le tende-
rían las manos para que pintara de rosa malva las uñas. Golosa
sostendría esas manos. Cortaría las cutículas, teñiría de perla
el filo y las lunas. .
Aquí entré en su historia. Si yo era un peltasta y ella un
hoplita, en tramos de unas cuantas parasangas llegaríamos a
Angerona y bajaríamos a los infiernos. Acepté, cómo no iba a
aceptar. Suponía que en ese pozo lograría esconderme de la
policía y convencer a Lisístrata para que se bajara los blumers;
la asustaría haciendo que se esfumaran sus células nigras y la
hidroxilasa de la tirosina; deseaba que en su cuerpo no quedara
ni una gota de dopamina, y temblara y iemblara. Me figuré
penetrándola sin necesidad de movimiento alguno, muy quieto
y poderoso. Sin dopamina los músculos de su vagina se agita-
rían sin parar, y yo inmóvil, tiesa la cosa metida dentro de ella.
El bollo de Lisístrata una licuadora, mi pinga un platanito abati-
do por las cuchillas. Fui feliz con esa ensoñación en que decidía
acompañarla y la poseía en el fondo del pozo. Yo sería Emilio,
ella Flora. En fin de cuentas, y según sus descripciones, Emilio
y yo éramos bastante parecidos. Para dormirme entrelacé los
dedos detrás de la nuca para que se extendieran pecho y bra-
zos, codos y antebrazos, formando los lados de un triángulo, de
una pirámide invertida, cerrada en la pelvis; más abajo mi pinga,
la que se tragaría su bollo parkinsoniano. Al descubrir mi belle-
za helénica, mamá me liamaba “Adonis”, ella caería rendida a
mis pies. ¡Qué maravilloso sueño! ¡Qué certeza feliz desde
entonces! Nadie daba placer como una parkinsoniana, una mujer
sin quietud en el bollo.

EST
Me despertó un peso en el estómago. Supuse a Lisístrata
encima, decidida a encajarse en mi venablo. No abrí los ojos
para que anduviera confiada y no sintiera vergijenza. Pero el
peso aumentó de un modo casi insoportable. Contraje los mús-
culos: si deseaba subirse, que se parara en punta como las
bailarinas y dando vueltas se dejara caer. El peso se hizo más
fuerte y tuve que abrir los ojos: sobre el abdomen una bota, a
continuación de la bota un hombre uniformado. Una pistola
apuntaba mi sien. Entonces comprendí que nunca llegaría a
Angerona.
El policía, sin quitarme la pistola de la sien, pidió que me
identificara. Le entregué mi carné y busqué con la vista a
Lisístrata: la muy desgraciada había desaparecido sin dejar ras-
tro. Desandaría parasangas y parasangas, como buen hoplita,
hasta llegar a Angerona; mientras tanto el policía descifraba mi
nombre. ¿Lázaro? preguntó y yo dije que no ¿Pablos? y yo que
no ¿Guzmán? y yo que no ¿Gil? y yo que no. Se justificó dicien-
do que la caligrafía era borrosa y quedó un rato largo mirando
el carné detenidamente. En el vacío inició la reproducción de
aquella caligrafía. Escribía en el aire, reproduciendo con un
dedo cada letra.
“Cándido”, dijo por fin y yo sonreí, pero su risa fue mayor y
volvió a escribir en el aire. Qué risa le producía la curva de la
“C”, redondear perfectamente la “a” acentuada y llegar al fi-
nal, muerto de risa. Qué feliz era aquel hombre descubriendo
por fin el significado de la caligrafía. Sentí pena de que alguien
pudiera contentarse con tan poco. De pronto me gritó, “te cogí,
carajo”. Su felicidad tenía que ver con que, desde que apare-
cieron aquellos papelitos por la ciudad, con mi fotografía, le
dieron la misión de encontrarme, y esa misión cambió su vida.
Por mi culpa su mujer quería abandonarlo. Cuando se quitaba
la ropa y abría sus muslos mostrándole lo que tenía en medio, al
policía le daba por pensar en mí, veía mi foto por todas partes y
tal pensamiento y aquellas visiones no lo dejaban concentrarse.

152
La mujer lo tocaba. “Un moco de guanajo”, decía burlona. “No
me casé con eso.” Sin embargo, después de encontrarme, vol-
vería a ser un hombre feliz. Su esposa quedaría satisfecha y
llenarían la casa de hijos.
A la estación de Zulueta y Dragones me condujo esposado.
La vieja de la calle Obispo, a la que arranqué las prendas, me
reconoció en las fotos regadas por la ciudad y presentó una
acusación contra mí. Aunque negué todo el tiempo ser un la-
drón, incluso delante de la vieja, me condujeron a la cárcel del
Combinado. f

153
Cuando le dieron la noticia, tras casi deshidratarse
de tanto llorar, mamá decidió consultar a cuanto
adivino existía en La Habana. Fue al Té de Mer-
caderes, donde le dijeron que tiraban las cartas,
leían las runas, hacían cualquier cosa, un par de
adivinos que eran los mejores de la ciudad y a quie-
nes llamaban “Las Sibilas”. El primero en apare-
cer fue un pájaro flaco que, en el instante en que
mamá le alcanzó mi foto de cuerpo entero, cubier-
to solamente por una trusita negra, como las que
uso para ir a la playa, afirmó que no podía concen-
trarse en método alguno de adivinación. Lo único
que el adivino atinaba a mirar era la foto, y pre-
guntó a mamá si aquello existía en realidad, seña-
lando con su índice larguísimo, adornado por un
anillo dorado, lo que estaba cubierto por la tela
negra de la trusa. Si el tipo de la foto era real ¿dónde
estaba? Mamá aprovechó para decirle que en la
cárcel, y que por eso venía a verlos. Entonces él
aseguró que tras haber pasado la vida en busca
del “macho perdido”, ahora se lo traían en una foto
para decirle que se hallaba en la cárcel, increpó a
mamá por permitir tal cosa y comenzó a teorizar

154
sobre la belleza. Existía libre y adherente, que lo bello era lo
que gustaba a todos y sin conceptos. Mamá le pedía que res-
pondiera a su pregunta vaticinándole el futuro de su hijo, que
fuera al grano, ya sabía ella que yo era el más bello de los
mortales. Él, que era injusto, eso mamá lo sabía, encerrar una
belleza: lo bello debía ser libre para el disfrute de todos, como
una flor en el campo. Si podía luego, lo que sucedía casi siem-
pre, debía volverse adherente: que es cuando la gente necesita
de esa belleza observada, la quiere hacer suya, poseerla y guar-
darla para sí. A esta altura el maricón-sibila se puso pálido,
pensativo y lloroso: que la belleza podía ser lacerante y agresi-
va. Si el dueño de esa belleza se volvía huraño, escurridizo, si
no entendía de halagos, si no se sometía a los deseos del otro, si
lo rechazaba y no se dejaba disfrutar, debía permanecer oculto,
y que el mejor lugar para ocultar algo era la oscuridad de una
celda. Y empezó a llorar junto con mamá, porque de nuevo se
le escurría su “macho perdido”. Mamá preguntaba entre sollo-
zo y sollozo cuál sería mi destino, y él respondía entre sollozo y
sollozo que la cárcel.
Después entró la otra adivina, una negra fea, el pelo peina-
do en gruesas y toscas trenzas, que llamó “débil” al maricón,
“susceptible e inservible”, y lo empujó con dureza, tanto, que
cayó al suelo y ella ocupó su lugar. Mamá repitió, entre sollozo
y sollozo, la misma historia. La negra hosca, en aquel rincón del
Té de Mercaderes, tomó la foto y advirtió que su compañero
adolecía de falta de concentración por estar buscando siempre
al “macho perdido”, y que la certeza nunca salía de su boca.
Era en fin un adivino incompetente que debía abandonar el
ejercicio de las cartas. Pero la negra sibila no se entusiasmó
con el retrato, ni percibió mi belleza, ni se conmovió con mi piel
blanca ni con mis pectorales; no se fijó en el color de mis ojos,
ni miró el bulto que guardaba la trusa negra, ni los músculos de
mis piernas ni de los muslos. Realizó una tirada de tarot, siete
cartas, y dijo que yo no saldría de la cárcel. Leyó las runas y le

155
anunció a mamá “señora, su hijo continuará encerrado”. Mamá
le arrancó la foto y la llamó frígida y desgraciada. ¿Cómo se le
podía ocurrir que un ángel como su hijo tuviera por destino el
encierro? La negra sibila con mucha calma se pasó un dedo
por su verruga, debajo de la nariz grande y desparramada, tan
distinta a la de Cindy Crawford, y no se inmutó.
Mamá la llamó horrible, verrugosa y descarada, y que tanta
fealdad le impedía impresionarse con la belleza. Dijo que pre-
fería la exaltada calidez del pájaro, aunque dijera lo mismo y
llegara al encierro de su hijo por una vía diferente, pero al me-
nos era apasionado.
Caminó de regreso a la casa de mi padre y Marcela. Como
no estaba de acuerdo con lo que previeron las sibilas, usó sus
propios métodos. Corrió los muebles y trazó en el piso de la
sala un círculo con tierra. Lo dividió en partes iguales, con lí-
neas que llegaban al centro. Trazó igualmente tantas líneas como
letras tiene el alfabeto, y en cada una escribió una letra, desde
la A hasta la Z. Las escribió también con tierra, a pesar de lo
que Marcela peleaba llamándola “bruja” y “quita macho”. Pero
mamá continuó decidida. Pidió a papá que buscara un gallo y
un quintal de maíz, que saliera pronto y no volviera sin lo que
ella le había pedido. Marcela le gritó que no se atreviera a
comprarlos, ya sabía él cuánto costaba un gallo, toda una fortu-
na. Y papá, dirigiéndose a Marcela, le pidió tratar de entender
que era su hijo y que Consuelo estaba desesperada. Justificó el
método adivinatorio de mamá contando que el adivino Jámblico
lo empleó con el fin de averiguar el sucesor al trono del empe-
rador Valente. Cuando Jámblico le preguntó al gallo, éste se
comió el grano que estaba en la letra T, luego el de la H, más
tarde los que estaban en la E, la O y la D, y así fue formando el
nombre de Theodosio el Grande, quien realmente sucedió a
Valente en el año trescientos setentinueve de la edad cristiana.
Tras el discurso, papá salió y trajo el gallo y el saco de maíz.
Mamá puso un grano junto a cada letra, preguntó al gallo si

156
saldría de la cárcel de inmediato, o si al menos fijarían una
fianza. El gallo giró alrededor del círculo de tierra, caminó lento
reconociendo cada letra y comió primero el grano que estaba
junto a la letra N, más tarde el de al lado, o sea la O, y no volvió
a comer hasta que al rato mamá insistió. El gallo repitió que
“no”, y la respuesta era “no” cada vez que mamá lo interroga-
ba llorando. Triste y muy molesta al mismo tiempo, mamá llenó
el círculo y sus fragmentos con la letra S y la I, una detrás de
otra. Volvió a preguntar al gallo, y éste se limitó a pasearse por
todo el círculo sin picotear. Mamá, arrodillada, preguntaba al
gallo si no tenía hambre y le suplicaba que comiera. Pero el
gallo seguía impávido. Mamá comenzó entonces a asegurar
que no comía porque simplemente no tenía hambre, y Marcela
que no comía porque el gallo era honesto y no quería estafar a
nadie. Para probarlo metió la mano en el saco de maíz y lanzó,
fuera del círculo, un montón de granos. El gallo salió revolo-
teando y se puso a comer. Cada vez que Marcela tiraba los
granos, el animal se los tragaba de inmediato. Le exigió a mamá
que mirara: el gallo tenía hambre y respondía cada vez lo justo,
que no debía tener ilusiones: su hijo permanecería, como era
debido, un buen tiempo en la cárcel.
Esto mamá no pudo soportarlo. Agarró al gallo y lo retorció
hasta separar la cabeza del tronco. El pescuezo ensangrentado
lo pasó por la cara de Marcela, que pedía perdón y auxilio y le
suplicaba que se detuviera. Mamá estaba tan exaltada que no
hacía caso de sus súplicas y hasta la obligó a besar el pescuezo
sanguinolento. Descuartizó al animal y sacó sus vísceras con el
intento de meterlas en la boca de Marcela. Pero papá, que
sabía mucho de todo, dijo que las entrañas también servían
para adivinar. Mencionó que Menelao usaba ese método. El
hígado crudo fue a parar a la boca desdentada de Marcela.
Papá, que Heliogábalo también lo practicaba, que no desperdi-
ciara las vísceras. Mamá ya introducía el corazón. Papá, que
Juliano el Apóstata sacrificaba niños para predecir el futuro.

157
Mamá, que si no sacrificaba viejas, y obligó a Marcela a tragar
los riñones.
Mamá era difícil de convencer, más si se trataba de su hijo,
y peor aún si ese hijo estaba encerrado en la cárcel. De pronto
pidió a papá que la acompañara. Mientras destripaba el gallo,
había recordado un nombre igual al suyo, Consuelo. Recordó
que Consuelo se llamaba una amiga de su madre, Raquel
Quinteiro, nacida en Ferreira de Ovaladouro.
Mientras caminaban hacía la casa de Consuelo, contó a mi
padre los pormenores del viaje a Cuba de mis abuelos, José
Usía y Raquel Quinteiro. Vinieron a la isla a bordo del Valbanera.
Eran novios y José le había jurado a Raquel amor eterno en lo
alto del Monte O Castelo. Desde allí la pareja miraba el valle.
Abuelo tocando la bandurria le cantaba la canción de la nena
que se quedaba llorando por Amador que, pobre e infeliz, se
marchaba a América. Como abuela lloraba tanto escuchando
la canción, José aprovechó para engatusarla y le dijo que él,
como Amador, se iba también a América. Tenía dos pasajes en
el Valbanera, y uno sería para ella. Desde lo más alto del Mon-
te venían bajando la música y el llanto de mi abuela.
Ella no prometió nada, casi nunca prometía nada. Ni siquie-
ra a mí, su nieto del alma. Se quedó callada y bajó del monte
cuidando de no romperse las narices. Esa vez, mientras bajaba,
se sentía segura de que no lloraría como la nena de la canción.
Sólo le confió a su hermana Josefa sus intenciones; pero su
hermana no hizo lo que abuela esperaba: se opuso, como temía
que también hicieran sus padres, y trató de persuadirla. Al ver
que Raquel callaba, la amenazó con denunciarla ante ellos. Nada
bueno se proponía José con apartarla de su familia; debía tener
oscuras intenciones y pretendía mantenerla distante para co-
meter alguna fechoría. Y Josefa cantó también una canción, la
que cuenta cómo Tinguilindiño mató a su mujer, calzó unos zue-
cos y se puso a vender, y lo que todos pensaban que era tocino,
era la mujer de Tinguilindiño.

158
Esta vez abuela volvió a llorar, pero con llanto simulado;
pidió perdón a su hermana y le prometió arrepentirse ante la
imagen de Santa Filomena. Al día siguiente, descalza, tomó el
camino de Cadramón. Josefa quedó tranquila creyendo en el
arrepentimiento de su hermana. Abuela, muy devota de Santa
Filomena, no dejó piedra por pisar en todo el camino de su casa
a la capilla de la Santa. Las piedras abrían su delicada piel y
sus deditos estaban anegados en sangre. Pero soportó la peni-
tencia hasta el final; se arrodilló ante la imagen de la Santa y
pidió perdón por el engaño; imploró que comprendiera su deci-
sión de irse a bordo del Valbanera y, cuando hubo conversado
largo rato con la Santa, volvió a Ferreira, los pies sangrantes,
empeñada en apoyarlos descalzos en cada piedra. Chillaba
abuela de dolor, pero esa era la penitencia que debía cumplir
para que Santa Filomena la protegiera, la guiara en su viaje a
La Habana y diera santoanicas a su familia cuando ya no
estuviera entre ellos.
Al amanecer siguiente estaban a bordo. Abuelo José se
veía feliz acompañado de su novia. Abuela Raquel no permitió
que le pusiera un dedo encima. Sería virgen hasta que un cura
bendijera su unión, así se lo había prometido a Santa Filomena.
Se instaló en un camarote diferente y permaneció virgen y ves-
tida de blanco. Amartelados en la cubierta divisaron la bahía de
Santiago de Cuba. Repentinamente le pidió a su novio que ba-
jaran; quedarse en esa ciudad la tranquilizaría, le recordaría a
Santiago de Compostela. Abuelo, sin entender el cambio brus-
co de su novia, insistió en seguir rumbo a La Habana, donde
aseguraba que encontraría trabajo. En La Habana lo esperaba
el maestro Chané, que le prometió un puesto en el Orfeón Ga-
llego para tocar la bandurria, y de ninguna manera quedaría
mal con el maestro: eso no era de gallegos.
Abuela, decidida, le advirtió que si le daba la gana se que-
daría sola. Que se fuera a tocar la bandurria con el maestro
Chané en el teatro Tacón. Después, dulcificada, intentó con-

159
vencerlo. En Santiago podrían efectuar la boda; si no les ¡ba
bien, se marcharían más tarde, por tierra, a La Habana. Abue-
lo era un gallego muy terco y cogió la bandurria para tocar
Una noite da eira do trigo. Y oyó entonces una confesión en
boca de mi abuela: él no la había convencido con las notas
tristes de la canción; si así lo creía estaba equivocado. Ella
había simulado estar compungida por esa melodía, pero la deci-
sión de venir a Cuba la tomó por el amor que sentía por él. En
ese instante y de sopetón, como ella siempre hacía, contó lo de
Consuelo, con quien compartía el mismo camarote. Consuelo
le había advertido que terminaran el viaje en Santiago de Cuba
y no siguieran a La Habana, y menos a bordo del Valbanera. El
barco estaba destinado a zozobrar apenas entrara en la bahía.
No se salvaría nadie. Morirían en el fondo de sus profundas y
pestilentes aguas.
Abuelo no paraba de reírse, sin creer una palabra de cuanto
su novia le contaba; al parecer le volvió a salir lo de masón.
Abuela, que siempre fue una gallega empecinada, no abandonó
su empeño; confesó que hasta entonces no creyó en tales pre-
dicciones. ¿Cómo creer si era cristiana y devota de Santa Filo-
mena? Sin embargo, Consuelo tenía una mirada poderosa, de
alucinada, y una voz convincente. Se expresaba con todo el cuerpo
cuando predecía el futuro, y casi se hería con sus largas uñas.
Entrecruzados los brazos, iniciaba el rasguño con ambas manos
desde los hombros, hasta que se encontraban frente a frente,
cada dedo enfrentado al contrario. Los entrelazaba y los hacía
traquear: así empezaba el vaticinio. Apenas salieron de La Co-
ruña, se empeñó en pronunciar sus predicciones. Sabía que abuela
estaba fugada, que había abandonado a su familia para irse con
su novio y que querían casarse en La Habana. Varias veces en
medio de sus contorsiones aseguró que nunca realizarían la boda
porque antes naufragaría el barco.
Según abuela, la mujer vivió diversas vidas, aunque en ellas
siempre fue adivina, alguna vez sibila de Cumas. Habitaba en

160
una cueva, cerca del poblado de ese nombre; escribía sus pre-
dicciones en hojas de palmeras; trazaba las hojas con sus pro-
pias uñas, perennemente largas y teñidas de rojo. En parte de
sus uñas la clorofila había dejado sus huellas, dándoles un tono
verdoso. Si había cambiado infinitas veces de cuerpo, de nom-
bre y de formas de adivinación, nunca pudo desprenderse de
ese filo verdoso en las uñas, ni siquiera dándose pintura. De
esa muchacha que la acompañaba en el camarote se hablaba
en montones de libros, incluso en el tratado De mirabilibus
auscultationibus. Para pronunciar el nombre abuela pasaba
trabajo, casi lo deletreaba, pero fingía al decirlo estar muy se-
gura; sonreía cuando llegaba al final y pronunciaba el bus de
auscultationibus. Conoció por boca de la adivina que el trata-
do databa del año doscientos cuarenta antes de Cristo, y si un
tratado tan viejo hablaba de una mujer tan joven, sus razones
tendría. Un masón descreído como abuelo se encaprichó en
que ella le mostrara ese De mirabilibus auscultationibus. No
supo qué hacer la pobrecita, sin poder mostrar la prueba que
convencería al abuelo, ese tratado antiquísimo. Ni siquiera Con-
suelo conocía el paradero del tratado. “Lo que te corresponde
es confiar en mí, lo mismo que yo confío en la muchacha de las
múltiples vidas”, terminó mi abuela diciendo. Él, muy sonreído,
no le pidió más pruebas. Se limitó a escuchar que Consuelo
había sido también un rabino adivinador que asistió a las bodas
de Caná, en el momento en que Jesús transformaba el agua en
vino. Terminada la conversión se acercó a Jesús y le predijo
cuanto iba a sucederle. Jesús, entretenido en la transformación
y contento por el asombro de todos, no prestó atención a su
profecía. Por ignorarla terminó clavado en una cruz de made-
ra, entre un par de ladrones de la peor calaña. Abuela se sor-
prendió al terminar el relato de Consuelo encarnada en un rabi-
no profeta. ¿Cómo una mujer tan católica como ella podía
prestar oídos a tales blasfemias?, pareció preguntarse un tanto
asustada. De todas formas lo contó y siguió contándolo hasta

161
la hora de su muerte. La recuerdo en el confesionario de rodi-
llas develando su pecado; rezando cientos de avemarías y
padrenuestros, para reincidir al poco tiempo.
Pero según abuela, el personaje más importante en el que
encarnara Consuelo, de ella tomaría el nombre de mi madre,
fue Cagliostro, hijo de un maestre de Malta y de la princesa de
Trapisonda. Cagliostro fue coronel al servicio de Prusia, baila-
rín y esposo de Lorenza Feliciana, cuya belleza puso en explo-
tación y de la que subsistió por largo tiempo. Cada vez que
abuela contaba esa parte de la historia de Consuelo, yo le pres-
taba gran interés. Vivir de la belleza de una mujer, usarla, exhi-
birla en lugares elegantes y después venderla me encantaba y
me parecía sumamente interesante. Cagliostro fue hábil desde
niño: obtenía dinero de las cosas más increíbles; un tipo astuto,
era capaz de hacer “bajar” a muertos ilustres. Abuela mencio-
naba tres nombres que conocía únicamente por Consuelo:
Sócrates, Platón y Voltaire. Los mencionaba con mucho orgu-
llo. Abuelo José buscaba en su memoria tratando de reconocer
en ellos, sin conseguirlo, el nombre de algún peleador de
garañones.
Ciegamente creía abuela en cuanto decía Consuelo. Según
ella, hablaba bonito de cosas raras y de personas con nombres
que para ella casi resultaban impronunciables; además, aquella
manera suya de arañarse la piel con las uñas, empezando siem-
pre por los hombros, entrecruzando los brazos, y lo que resulta-
ba más convincente, el traquear de los dedos y aquella voz que
parecía salir del estómago, por todo esto creía en Consuelo, y
aceptó su recomendación para que trabajara en casa de los
Ibarra en Santiago de Cuba, familia muy rica, compuesta por
los padres y cuatro hijos, tres varones y una hembra. Pero
abuelo nada quería saber de la recomendación para que su
novia sirviera de criada. Seguirían viaje a La Habana, donde
los esperaban el maestro Chané y el teatro Tacón. Para eso la
bandurria viajaba con él.

162
Abuela tenía el hábito de guardarse la última carta y sacar-
la al final. Consistía en una afirmación: Cagliostro, acusado por
los católicos de enviado del diablo, de practicar la
francmasonería, había sido condenado a muerte. Al oír esto,
abuelo paró las orejas. Por su novia conoció que la pena de
muerte le fue conmutada por encarcelamiento perpetuo. En la
prisión, Cagliostro encontró la muerte sin ver de nuevo la luz
del sol, y como siempre que abuela quería convencer, derramó
unas cuantas lágrimas por el adivino, un hombre de mundo acos-
tumbrado a andar sin rumbo fijo y que tuvo como fin el encierro
entre las cuatro paredes de una cárcel, sin evocar a Platón,
Sócrates ni Voltaire, sin los favores de Lorenza Feliciana, sin la
charretera que lucía cuando fue coronel del ejército prusiano.
Abuelo quiso entonces conocer a Consuelo y le pidió a su pro-
metida que la buscara y la trajera a cubierta; se proponía salu-
darla e interrogarla sobre su vida.
Consuelo llegó vestida de negro. La luz intensa del sol del
Caribe la obligó a despojarse del chal y a bajar las alas de su
pamela, igualmente negra. Su vestimenta le dio gracia al abue-
lo, quien sonrió. La adivina lo obligó a comportarse diciendo
que su luto era adelantado por los que estaban a punto de morir,
por tantos infelices que irían al fondo del mar, y le reclamó que
no permitiera un final tan desdichado a la buena de Raquel.
Una cara bella y un cuerpo lozano no merecían tan cruel final.
Que no permitiera que su virginidad fuera ultimada por el sali-
tre y su himen escamoteado por pececitos hambrientos. Esa
imagen terrible debió producir un gran impacto en abuelo. Se
tapó los ojos aterrado y preguntó por qué no avisaba del peligro
a todos los pasajeros del Valbanera. Ella entonces dio una res-
puesta sorprendente: cada uno debía cumplir con su destino.
Así estaba determinado por la Providencia. Miró al cielo y se
ajustó las alas de su enorme pamela. Se inclinó sobre la baran-
dilla del barco y contempló el mar como si buscara su fondo.
“Tal destino es irrevocable, como la corriente de un río en un

163
solo cauce.” En el destino de ellos, sin embargo, estaba que
apareciera para advertirlos; en el de los que seguían rumbo a
La Habana, la muerte por asfixia. Cada uno de sus pulmones
se llenaría de agua salada, por mucho que patalearan, los aho-
gados tenían también derecho al pataleo, por mucho que bra-
cearan, otra prerrogativa de los que van a morir de ese modo,
terminarían ahogados. “Ahora ustedes deciden. Pocas veces
la Providencia hace regalos”, y abandonó la cubierta. Abuelo
vio perderse su pamela hacia los camarotes y corrió para ha-
cerle una última pregunta. ¿Por qué no bajaba ella en Santia-
go? Consuelo, volteándose, repuso que todavía no había llega-
do su hora. Aún le quedaban fuerzas para nadar hasta la costa.
“No olvide que antes fui Cagliostro, el francmasón.” Su curio-
sidad era mayor que el miedo a la muerte. Quería contemplar
aquella mole hundirse en el agua y escuchar los gritos de auxi-
lio; ver los cuerpos cubiertos por el mar, los globitos en la su-
perficie, y luego nadar, nadar hasta la orilla.
Esto contó mamá a mi padre mientras caminaban en busca
de Consuelo, la adivina que salvó a sus padres de la muerte.
Sin embargo, esta vez mamá no tuvo suerte. Consuelo había
muerto hacía tres años. La eterna viajera salió una mañana del
noventicuatro con una balsa a cuestas. Estaba segura de poder
remar las noventa millas que separaban el Malecón de las cos-
tas de Miami. A fin de cuentas ella había sido Cagliostro. Pero
ya pasaba de los noventa años y murió en mitad de la travesía.
Su hija, que la acompañaba, contó en una carta que se vio
obligada a lanzar el cadáver de su madre al mar para aligerar el
peso de la balsa. Consuelo, quien antes había sido Cagliostro,
un adivino-rabino y sibila de Cumas, fue pasto de los tiburones.
La hija confesaba en la carta que no perdía la esperanza de
que su madre reencarnara pronto y volvieran a encontrarse.

164
A pesar de tantas predicciones adversas mamá
esperaba que yo saldría de la cárcel de inmediato.
Sin embargo, no fue así. Me mandaron al Combi-
nado en espera de juicio.
Tras montar en el camión-jaula me di cuenta
de que comenzaban mis tribulaciones carcelarias.
Éramos tres en el camión, dos condenados y yo, a
quien no habían celebrado juicio ni dictado senten-
cia. Los tres íbamos esposados. Al lado derecho,
unido a mí por las esposas, un maricón; al lado
izquierdo, unido también por esposas, otro mari-
cón. Me sentía como un Cristo entre dos marico-
nes. Conversaban alto y hacían chistes; se burla-
ban de todo y de ellos mismos. Uno gordo y
calmoso; el otro avispado y flaco, la cara y el cue-
llo alargados, abundante melena; el gordo ostenta-
ba una cara redonda y cachetuda; su cuello se
perdía detrás de una papada gelatinosa y era cal-
vo. El gordo se nombraba Escila y el flaco Carib-
dis. Ambos estaban condenados a tres años de
cárcel por escándalo público.
Consideré de mala suerte estar entre Escila y
Caribdis. Cuando intentaba esquivar a uno me acer-

165
caba al otro. Tan afligido estaba por mu mala suorto que des
perté en ellos las ganas de provocarmo, “Rocuerdas, Card
dis, el día que...””. “Claro, Esctla, como podria olvidara. *
Ambos tenían una debilidad que los habia hormanada Bn
ella se reconciliaban, se volvían uno, No podian vor a un Ostia
sin excitarse, Despues de cada descubrimiento so Volvian
estrategas. Escila, siempre tímida, so acercaba con el protoxto
de encender un cigarro; Caribdis, de andar ligoro, pasaba cor
ca de la pequeña llama de la fosforera para, sta sor notada,
apagarla de un soplo, Ese era el proambulo de la conversación
entre Escila y el negro, “Necesito una candolada que mo en
cienda”, y giraba otra vez el rodillo procurando el fuego. Carib
dis, ágil gacela, pasaba soplando de nuevo, Bl gordo simulaba
enfadarse y se acercaba más, “Protejamo, señor, del viento
con su pecho”, y el torbellino que salta de la boca de Caribdís
se interponía entre el cigarro de Escila y la poqueña Hama
Muchas veces fue golpeado el gordo al ser descubierto en sus
intenciones. Uno llegó a molestarse tanto que, arrancando la
fostorera de sus manos, le prendio fuegoen el pelo, Los soplidos
de Caribdis no lograron apagar la hoguera, Mientras corran
buscando agua, el negro gritaba: “Enciende, maricon, el crnarro
con tu mollera.” Escila bajo la cabeza para mostratme lamas
ca que dejara el fuego, “Pobrecilla, nació desventurada”, dijo
compasivo el flaco.
Cuando la suerte los asistía y hactan alguna conquista, da
minaban hasta la cerba del Parque de la Fraternidad, Y allí, tras
el cerco de hierro, en el suelo o en lo alto del árbol, eran pene
trados. Pero el negro no podia salir de Escila sin entrar en
Caribdis. De Escila a Caribdis, de Caribdis a Pacila. Pesada
roca uno, torbellino el otro, y un fuego membrudo los quemaba,
los hacía gritar. Los dos quertan más y se peleaban porel fue
go, daban gracias, “Soy una bombera”, exclamaba el primero
que consiguiera sofocar al negro, Ambos, exhaustos pero alta
neros, cruzaban la calle e iban a tomar baños de añiento en el

166
tazón de la fuente, la que está al lado del parque, con una india
sentada entre cuatro delfines. Allí se bajaban los pantalones, y
dejando que sus nalgas se apoyaran en el mármol para tocar
el agua, se quedaban tranquilos por un rato, pero sólo por un
rato.
Y seguro que era deprimente el espectáculo, era asquero-
so, era inmundo. Nadie se atrevía a acercarse; quienes cami-
naban por allí se sorprendían, se burlaban, algunos se aparta-
ban ofendidos. Entre chillidos y carcajadas se lavaban por turno.
“Enjuaga mi angostura, Caribdis”, clamaba Escila, para que
respondiera el aludido: “Querrás decir tu anchura, maricón.”
Arrodillado, uno después del otro, y con las nalgas empinadas,
esperaba que su amigo enjuagara lo que el negro antes pene-
tró. Agua, agua, agua, chapoteaba incesante, y el de atrás re-
frescaba el culo de su compañero, lo masajeaba. “Vuélvelo
virgen, agua bendita, vuélvelo virgen.” “Sana, sana, culito de
rana, si no sanas hoy sanarás. mañana.” Y empinados sobre
sus rodillas, juntando sus nalgas, a las que llamaban antifonarios,
dejaban escapar sendos peos a los que llamaban antífonas.
Horrenda, sucia y espantosa exhibición. Dos culos en una fuen-
te, ¡qué asco! Estuve a punto de vomitar con esta historia.
Ellos reían, prometiendo ayudarse el uno al otro, y que jamás
dejarían pasar de largo a un negro; solidarios lo compartirían y
escanciarían el agua de la fuente en cada uno de sus culos.
Incontables fueron las noches en que terminaron en la es-
tación de Zulueta y Dragones. La policía, cansada de multar-
los, los llevó a juicio y fueron condenados a tres años de cárcel
por escándalo público.
Cuando los tres estuvimos sentados y esposados dentro del
camión-jaula, los dos gritaron a coro: “¡Cocheros, a palacio!”
A Jorge Ángel, que ese era el verdadero nombre de Escila,
le encantó mi reloj. “¡Un Rolex, qué divino!” Como el barman
checo, preguntó dónde lo había comprado. Como al barman
checo, le mentí.

167
“En Angola, combatiendo cerca de la frontera con Zaire y
Namibia”, le dije; cada vez que podía me llegaba a la “Candon-
ga”. Estuve más cerca de los vendedores de pacotilla, que de
las balas de los namibios.
Casi siempre me acompañaba Pablos, soldado Cook lo lla-
maba el coronel, y ambos quedamos deslumbrados con el Rolex;
veintiséis joyas tenía el reloj que mostraba la negra en su mesi-
ta de la “Candonga”. Tuve ganas de agarrarlo, salir corriendo y
perderme en la espesura de la selva. Yo quería el reloj, mas no
tenía las trescientas wansas que costaba.
“T want your black”, dijo el rubio. Porque no entendí, repitió
“I want your black”, señalando con el índice al negro Pablos, al
soldado Cook, quien como yo pertenecía al tercer batallón de la
segunda compañía.
Stephen Burn, que así se llamaba el rubio nacido en Filadelfia
y radicado en Namibia, tenía en el norte grandes extensiones
de tierra dedicadas al pastoreo. Stephen Burn me confundió,
como soy tan blanco, con un hacendado portugués, y creyó que
el negro Pablos Cook era un bantú de mi propiedad. Me ofre-
ció diez mil wansas. Acepté venderlo y pedí a Stephen que me
dejara despedirme. “Estoy muy acostumbrado a sus servicios;
es fiel y trabajador. Lo tengo desde que era un niño.”
Pablos se negó al principio, pero lo convencí. “De las tres
mil wansas te entregaré mil quinientas. Podrás comprar lo que
quieras y llevar regalos a tu familia en Holguín.” Aseguré que
Stephen Burn manejaría por la carretera de Mabinga, la que
¡ba junto al río; cuando disminuyera la velocidad para cruzar el
puente, que se tirara al agua, y nadara fuerte hasta que pudiera
internarse en la selva. Prometí esperarlo en el campamento
con las mil quinientas wansas que le correspondían. Le recor-
dé sus aptitudes. Había sido deportista, corredor.
Nunca le conté que Stephen Burn, nacido en Filadelfia y
radicado en Namibia, fue campeón del equipo de atletismo de
la universidad de Harvard, al menos eso me contó mientras me

168
convencía para que le vendiera al negro. Espero que Pablos
corriera mucho para que no pudieran alcanzarlo y consiguiera
internarse en la selva. Tengo la esperanza de que encontrara
alguna tribu bantú que lo acogiera. El infeliz nunca regresó al
campamento.
Nueve mil setecientas wansas me quedaron después de
comprar el reloj. Esto le conté a Escila mientras viajábamos
hacia la cárcel. Quedó encantado, y yo complacido con mi
mentira.
A palacio llegamos al poco rato. En verdad fue un pésimo
momento. Cuando estuve frente al oficial que me preguntó a
quién debían entregar mi ropa, creí que lo preguntaba porque
moriría en la cárcel. De pronto me vi y me pensé muerto. Sentí
que mis labios perdían su rosado y se volvían azules, mis car-
nes pálidas y frías. En ese instante vi llegar a mamá; la pobrecita
había sido traída a prisión para que recogiera las ropas de su
hijo. Lloraba desconsolada. Ni siquiera ante la evidencia de mi
cuerpo frío podía creerlo. Como una perra olfateaba y aumen-
taba su pena. Las ropas le recordaban mi olor a vivo. Las olía
y luego mi cuerpo extinto. Mi cuerpo tenía el olor de la muerte
mientras que las ropas conservaban un olor a vivo. Me ha pa-
recido siempre muy extraño que el tejido de las ropas con-
serve el olor a vivo mejor que los propios tejidos del cuerpo. El
oficial le sugería que tuviera resignación. Nunca me pareció
una palabra tan ridícula como aquella: “resignación.” Cuanta
más resignación aconsejaban, más lloraba mamá. De conse-
guir lo que le pedían, haría evidente mi muerte. Tampoco yo
estaba dispuesto a resignarme, tal vez porque me encontraba
del otro lado: vivo e imaginándome muerto. De esta especie de
pesadilla salí por insistencia del oficial en que le diera el nom-
bre y la dirección. Debía quitarme de inmediato mis ropas, el
reloj. “Es un bonito Rolex. ¿De dónde lo sacaste?.” Nada res-
pondí. Me puse la ropa que me mostraba, de un tejido durísimo,
áspero, muy distinto a la tela de mi pantalón y mi camisa Levi's.

169
El pantalón que me dieron me dejaba afuera los tobillos, y las
botas tenían un número mayor del que yo calzaba. Si por algo
resultaban tan incómodas las cárceles, pensé, es por la ropa
que obligan a usar.
Cuando los tres estuvimos vestidos, un guardia muerto de
risa nos anunció que él mismo nos mostraría las celdas. Para
llegar a las galeras cruzamos el patio central. A esa hora los
presos descansaban al sol y asistieron a nuestra llegada. Al
menos a la mía, porque si a alguien le gritaron fue a mí. Cami-
nando hacia la patera, como se llamaba el recinto asignado a
los maricones, Escila y Caribdis contaban el número de negros
presos.
Me asusté mucho con los gritos de “carne fresca para los
buitres” y la celebración a mi culo. “Ya verás cómo lo pier-
des.” “Debe estar rosado y limpio.” Una voz altísima aseguró
que le gustaría oler uno de mis peos. Llegué a la conclusión de
que el peor enemigo de un preso es su propio culo. Allí tendría
que mantenerlo bien apretado, mucho más que cuando intenta-
ba decir Materialismo y emplriocriticismo.
Fui yo el primero en encontrar “hospedaje”. Los otros dos
siguieron camino y se despidieron cariñosos. Á la entrada, en
una de las literas, el guardia me asignó la cama de arriba. Dijo
que allí podía ser mejor observado. “Ya verás lo bien que te
va.” Me entregó una sábana raída y manchada, semejante a
una telita de cebolla. Ordenó que tendiera la cama, estirando
con cuidado la sábana para que no se me quedara en las ma-
nos. Cuando estaba tendiéndola, un tipo de unos treinta años se
me presentó como “jefe de galera”. Medio calvo, la frente
amplia, sus ojos eran verdosos y gruesos sus labios. Era tan
fuerte como yo, quizás un poco más. Tenía la piel curtida por el
sol. Me observó un rato, como hacían todos, y se ofreció para
buscarme una cama mejor, con sábanas nuevas, frazada y
mosquitero. No dije que sí ni que no. Me limité a continuar
tendiendo la que me habían dado. Cuando conseguía estirar un

170
extremo, el otro se destendía. El jefe de galera insistió en que
aceptara. Tenía guardado un colchón nuevo. Parado muy cer-
ca de mí me ofreció un cigarro. Lo rechacé. No me gusta
fumar. Él dijo “perfecto”, y que no aceptara, ya tendría que
ceder como cedían todos, incluso los guardias, y de repente se
marchó. Estirando los extremos con mucho cuidado conseguí
tender la sábana y me subí a descansar.
Al rato comenzó el desfile de presos por los pasillos rumbo
a los baños. Iban envueltos en toallas y al pasar se detenían a
mirarme. De tanto mirarme me hicieron mal de ojo. Según abue-
la Raquel, yo era muy sensible a la mirada ajena. Me empeza-
ron unos horribles retortijones. En esos casos abuela me leía la
oración de San Luis Beltrán. Como ella no estaba para rezar-
me la oración, fui corriendo a las letrinas.
Estaban pegadas a las duchas. La peste me guió. Cada
preso cagaba sobre la mierda del anterior. En la ducha de al
lado se bañaba un negro que me contempló con mirada seme-
jante a las de los demás, pero con mayor insistencia. Cantaba
una vieja canción en la que un hombre sufría por la soledad de
la madre que lloraba al hijo preso por matar a su mujer y al
amante, con voz parecida a la que en la multitud del patio cen-
tral gritó que le gustaría oler un peo salido de entre mis nalgas.
Ahora lo que salía no era un peo, sino un chorro de mierda casi
líquida. El negro confundió la peste con perfume de violetas.
En la cárcei los convictos pierden el olfato, eso pensé, y solté
otro chorro. Había dejado de cantar la canción triste, la del
preso que recuerda a la madre abandonada, y casi jadeando
olfateaba insistente. Espiraba y repetía el olfateo, sin dejar de
elogiar la pestilencia de mi mierda, de compararla con el perfu-
me de violetas. Luego cambió de sonido: parecía hacerlo con la
boca, como si tuviera pegada la lengua en el paladar, como yo
hacía encima de Justina y Cunegunda, como me habría gusta-
do hacer sobre Lisístrata. Opté por no darle más gusto y salí
casi sin limpiarme el culo.

171
Fuera volví a encontrar los ojos verdes del jefe de galera.
“De seguir con diarrea, si aceptas, te leeré la oración de San
Luis Beltrán”, dijo. Casi me sonrió, pero continué caminando, y
antes de alejarme alcancé a escuchar, al parecer desde la letri-
na que había abandonado, la voz del negro celebrando mi mier-
da. Estaba muy exaltado, al menos por la entonación. “Qué
rica la mierda que sale de ese culito.” “Vaya mierda linda.”
Tan exaltado estaba que el jefe de galera le ordenó “termina de
hacerte la paja, y no te atrevas más”. Eso oí y los pasos del jefe
que caminaba tras de mí. Cuando se me aparejó comenzó a
contarme que al negro lo llamaban “Plátano, el onanista”. En-
tró en la prisión tres años atrás, condenado por robo con fuer-
za. En esos días tenía otro aspecto y lo llamaban por su nom-
bre, Arturo. Llevaba siempre consigo una foto de su mujer, una
muchacha blanca y de pelo rubio. Según el jefe de galera, era
una mujer bellísima. Arturo enseñaba a todos la foto, orgulloso
de haber conquistado a una blanca. Sus conversaciones termi-
naban asegurando que lo más grande para él era “su rubia”, y
que ni siquiera se masturbaba por temor a serle infiel. Soñaba
con ella cada noche y no le parecía bastante. Deseaba impa-
ciente que pasaran los tres años de su condena para encontrar-
se con su amada. Se vanagloriaba de ser “monovaginal”. Al-
guna vez quiso que Ramiro, el tatuador, le dibujara en la espalda
el sexo de “su rubia” y encima el nombre de ella. Pero en una
piel tan oscura ninguna tinta era visible. El tatuador prometió
conseguir un color plata para que resaltara el sexo en la negru-
ra de la piel. La tinta prometida demoró en llegar, y cuando
llegó ya había ocurrido la desgracia.
La primera vez que le permitieron al preso encontrarse a
solas con su mujer en el Pabellón, la noche anterior a la cita no
pudo dormir. Los presos lo oyeron llorar; acariciaba la almoha-
da llamándola con el nombre de su amada. Ella lo esperó sen-
tada en una punta de la cama del pabellón que le asignaron,
desnuda y con las piernas abiertas, los pies punteando el suelo

172
y las manos sobre las rodillas. Cuando lo vio entrar echó hacia
atrás la cabeza, subió las manos acariciándose los muslos, y
con la punta de los dedos se abrió el sexo. Arturo, de rodillas,
lloró encima del bollito de su amada. Lagrimeando olfateaba su
trofeo y lo acariciaba con la lengua. Lo cubrió de besos y lo
amó más que nunca.
Tras la calma, descansando, se puso a observar lo que más
adoraba en el mundo. Ni el cariño por su madre era mayor. El
prisionero tuvo una primera sorpresa: el rosado del sexo de
Rebeca estaba escamoteado por unas manchas oscuras a am-
bos lados. Esta vez no preguntó nada, ni durante la segunda
visita. En la tercera, Rebeca notó su preocupación y comentó
que le habían salido esas manchas sin que el médico ni ella
pudieran explicarse la causa. Las manchas eran difusas y apa-
recían en ambos labios. Como cada vez, Arturo lo bañó en
lágrimas; prometió que pronto saldría de la cárcel para no aban-
donarlo nunca. Pero la desconfianza del preso fue más grande
que el amor. Inquieto caminó por el Pabellón, miró de nuevo las
manchas, preguntó. Volvió Rebeca a jurar que desconocía la
causa. Él se levantó, buscó en la cartera de su mujer y encon-
tró lo que tanto sospechaba: un plátano macho. Descubierta,
Rebeca juró que lo llamaba “Arturo”. ¿Qué podía hacer? Esta-
ba tan sola, tan necesitada. En las mañanas, en las tardes, en
las noches, se acariciaba los senos con los dedos de la mano
izquierda y con la derecha manipulaba el plátano con el nombre
de su amado, pasándolo por su sexo. El jugo lechoso de la
corteza la excitaba. Lo introducía suavemente, luego con fuer-
za, y gemía con los ojos cerrados, imaginando la recia figura de
su marido. Arturo nunca hubiera querido escuchar tal historia.
El monovaginal, el que no se atrevía siquiera a desahogarse
con la masturbación, se sintió traicionado y lloró nuevamente
sobre el sexo de su mujer, el único que amara en la vida. Des-
pués y de repente lo mordió y tiró de él con violencia. Mordió,
volvió a morder, halando cada vez. Comenzó a quedarse con

173
tiras de la carne de aquello que tanto amara. A pesar de las
súplicas de Rebeca y de sus gritos de dolor, de las uñas en su
espalda y en su cara, Arturo no cedió. Sus dientes no soltaron
la presa. Estaba dispuesto a destrozarlo pedazo a pedazo. Se
alzó al fin con los dientes manchados de sangre, y la obligó a
tragarse el plátano. Con sus propias manos lo hundió de un
golpe en la garganta de su mujer. Rebeca murió al tercer día.
Ese Arturo, del que no quedaba nada, estaba en el baño
masturbándose ante mi mierda; aquel a quien todos conocían
por el mote de “Plátano, el onanista”, feliz olfateaba lo que yo
dejara en el baño.

174
El jefe de galera, siempre al tanto de todo, me anun-
ció que había recibido una carta. Él mismo la colo-
có encima de mi cama. Se burló de la rapidez con
que me escribían; debían quererme mucho “allá
afuera”, y el allá afuera me sonó como de otro
mundo.
El sobre parecía flotar sobre la sábana estirada
a la fuerza. En el lugar del destinatario tenía mi
nombre, pero no era la bonita letra de mi madre,
aprendida con el método de caligrafía Palmer en
un colegio de monjas; era una letra desparramada,
desigual, de rasgos inseguros. Pensé que podía
estar escrita por Lisístrata. Debió seguir a la poli-
cía, verme entrar en la estación de Dragones y
Zulueta, y sin levantar sospechas mantenerse in-
formada de cuanto ocurría. Por eso, cuando me
vio entrar en la estación, se puso a escribir, tem-
blorosa, más que nunca. La pluma debió deslizar-
se con movimientos irregulares. Tal vez al verme
salir hacia la prisión pidió al guardia que me entre-
gara la carta, y a eso se debía la prontitud de la
llegada. Me alegré; poco me importaban los ras-
gos deformes, apenas legibles, ni que volviera con

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su cantaleta sobre Flora, Emilio Ugarte o el padre enterrador
que leía a los clásicos griegos. Su carta me comunicaría con el
mundo exterior. Cuando la leyera, tirado en mi cama de preso,
podría figurarme a una Lisístrata amantísima y arrepentida. El
jefe de galera me miró sonriente cuando salté entusiasmado
para entregarme a la lectura, y me deseó suerte; sin embargo
retardé mi entrega a la extraña caligrafía, al sentido de aquellas
letras, las primeras y más valiosas de mi estancia en la cárcel.
Cuánto respeté a esa muchacha por arriesgada. Ella, tan
frágil, se atrevía a mandarle una carta a un presidiario, a un tipo
que estaba acusado de robar las prendas de una anciana. De-
bía saberlo, alguien pudo contárselo, y me escribía unas líneas,
aunque jorobadas y de fea letra, para apoyarme. Mostraba su
solidaridad, y me proponía una relación porque notaba por fin
que era yo un tipo singular, porque eso somos los presidiarios, y
por esa singularidad necesitamos ser aislados de vez en cuan-
do del resto del mundo. A fin de cuentas ella era también una
mujer diferente.
Desplegué el papel sin leerlo. Miraba únicamente la aglo-
meración de letras con rasgos disímiles, quería disfrutarla en su
extensión, en su plenitud de tinta azul sobre papel blanco: era la
felicidad que llegaba en una carta. Y cambié la vista para en-
tregarme luego a la lectura definitiva. Allí parado cerca, con el
talón del pie descalzo apoyado en una cama, el jefe de galera
preguntó si por fin empezaría a leer. No respondí, volví los ojos
a la página y comencé.
Lisístrata, como siempre, se refería a los antiguos. Esta vez
no eran los griegos, ni la guerra del Peloponeso, escribía de los
israelitas, de su salida de Egipto guiados por Moisés. Sonreí
pensando en su filiación con la historia antigua. Ella era así de
rara. En la carta comentaba cómo el Dios de Israel fundó una
nación con los que antes eran esclavos. Con mucha gracia
narraba la llegada al monte Sinaí, la aparición de Jehová con-
vertido en nube blanca, ante los ojos de Moisés, para ordenarle

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al guía de los antiguos esclavos que preparara al pueblo. En la
carta contaba lo que hablaron Jehová y Moisés, que por cierto
eran muchas cosas, pero quedaron resumidas en diez manda-
mientos. Uno de éstos exigía que no tuvieran otros dioses, por-
que era él y no otro quien los había sacado de Egipto haciéndo-
los personas libres. Otra de sus exigencias consistía en que no
cometieran adulterio, que no mataran y otras prohibiciones más,
como que no dijeran mentiras ni odiaran al prójimo y que tam-
poco robaran. Y el “no robarás” lo escribió con mayúsculas,
subrayado y entre comillas. Así lo destacaba de entre todos los
mandamientos de Dios.
Aunque el trazo de aquellas letras era irregular, conseguí
leerla. Lo que más me molestó, más que el subrayado, el entre
comillas y las mayúsculas, fue el anonimato. Lisístrata no fir-
maba la carta y encubría su maldad. Al final, sin una despedi-
da, ni frase alguna de aliento, escribía en el extremo inferior
derecho “Éxodo 19 y 20”. |
Por el apagado brillo de mis ojos, el jefe me preguntó si
eran malas noticias. No le respondí. Esa noche apenas pude
comer. Me mortificaba la maldad de la parkinsoniana, a quien
tan atentamente escuché su historia, de quien acepté ser un
peltasta y acompañarla en Angerona después de vencer unas
cuantas parasangas. Comí sin deseos, comí para no morirme,
para estar sano cuando saliera y ajustar cuentas a la temblo-
rosa. Trabajo me costó dormir; según el jefe de galera les
ocurría a todos los presos la primera noche; alentándome ase-
guraba que ya pasaría; sin embargo, y a pesar de que intenta-
ra darme aliento, pensé en mamá, en lo mal que la estaría
pasando fuera de su casita de Encrucijada y con su hijo pre-
so. Mirando el techo y en voz baja le prometí que saldría
pronto de la cárcel. Creí que ella también estaría mirando al
techo en la casa de mi padre y Marcela, y hablando bajo. Me
eché la almohada encima de la cara para que el resto de los
presos no me sintiera llorar.

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Después del desayuno nos mandaron al patio. Un oficial
apareció cerca de las nueve, acompañado por una mujer gorda
y rapada, que pesaba cerca de trescientas libras. Tal exagera-
ción no les importaba a los presos, que le gritaban piropos y
cochinadas celebrando sus grandes pechos. Ciertamente eran
enormes, las más increíbles tetas que había visto.
Cuando hubo silencio, el oficial anunció que quien lo acom-
pañaba tenía por nombre María Josefa de la Fuensanta, naci-
da, criada y residente en Murcia, donde estudió antropología.
Como nadie tenía conocimientos sobre antropología murmu-
raron bajito, y el oficial, que tampoco sabía, se quedó mirando
al cielo. Fue la antropóloga quien explicó que ella se dedicaba
al estudio del hombre, y esa noticia puso de lo más embullados
a los presos. Cada uno quería ser estudiado. La gorda sonrió
y el oficial continuó explicando que la señorita había iniciado
tres años antes una investigación sobre regímenes carcelarios
en la penitenciaría de su ciudad natal, y como obtuvo exce-
lentes resultados en su investigación, la cárcel fue reformada
y esas reformas fueron supervisadas por ella misma. Luego
su proyecto se volvió más ambicioso, y María Josefa solicitó
la colaboración de las Naciones Unidas, que respondió favo-
rablemente y hasta ofreció una beca para que la murciana
investigara a fondo, en el curso de los dos últimos años, en
varias cárceles del mundo: Nicosia, Medellín, Guayaquil, Suva,
Shanghai, Agra, Denver y, ahora, La Habana. Ella misma
escogería a un grupo de reclusos y los entrevistaría en priva-
do. Diciendo esto le indicó que podía iniciar la selección; ella
dio unos pasos y todos los presos se adelantaron. Cada uno
pretendía ser escogido y que los entrevistara en privado; le-
vantaban la mano, pedían a gritos.
Únicamente yo y los maricones de la patera nos quedamos
en el mismo sitio. Debió ser mi silencio, la cabeza gacha, lo que
indujo a la murciana a caminar hasta mi lugar en el patio, el
más distante del que ella ocupaba. Preguntó mi nombre y si

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estaba dispuesto a responder a sus preguntas. El oficial excla-
mó “Claro. No faltaba más” e indicó que me apartara. María
Josefa seleccionó también al jefe de galera y a otros trece. No
se fijó en los maricones.
Escogió los pabellones para celebrar las entrevistas. Según
ella, era el lugar en que mejor se sentían los presos, un lugar de
gratos recuerdos donde cada respuesta sería sincera, puntual.
Se sentó en la cama hundiéndola casi hasta el piso, me pidió
que tomara asiento a su lado y desplegó la agenda sobre sus
muslos enormes. Anotó el color de mis ojos y del pelo; pregun-
tó el nombre de mis padres, día, mes y año de mi nacimiento, y
de ser posible la hora; insinuó que para conocer el verdadero
color de la piel necesitaba mirar las nalgas, el único lugar ver-
daderamente protegido del sol, que en el Caribe era más fuerte
que en ningún otro lugar. Humilde, pidió que me bajara los pan-
talones, los calzoncillos. Por supuesto que me resistí. No me
gusta que nadie tome iniciativas por mí; me bajo los pantalones
cuando yo lo decido. Me resistí además porque recordé a mi
abuela, Raquel Quinteiro, pidiéndome lo mismo, enfurecida, roja
de ira, sacudiéndome por los hombros, exigiendo que le hiciera
caso y me los bajara de una vez. Al repetir mi negativa, abuela
se enfurecía cada vez más, gritaba para asustarme, y sin em-
bargo, nunca cedí. Siempre obligué a abuela con mi quieto si-
lencio a que me bajara ella misma los pantalones si quería cas-
tigarme. Muchas nalgadas recibí, y sus dedos quedaron
marcados en las tiernas carnes de mis nalgas infantiles. Así
ella quedaba feliz esperando que con sus golpes dejaría de ha-
cer travesuras. Por ese recuerdo de los dedos de mi abuela
marcados en mis nalgas me negué ante la murciana. La
antropóloga era más humilde, sabía que la rabia no la conduci-
ría por buen camino, no era yo un muchacho y ella no era mi
abuela, entornó los ojos y habló bajo, casi en un susurro, sobre
la escasa incidencia del sol en las nalgas, por eso era el lugar
más confiable, y mencionó la capa de ozono y la engañosa piel

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del trópico. La murciana resultaba tan empecinada como mi
abuela, tanto como todas las mujeres que hasta entonces había
conocido. Como también soy empecinado seguí negándome, y
ella continuó su petición. Tan desagradable era su insistencia
que le di la espalda y un “no” rotundo. “Si quiere llame a otro
preso.” Entonces, parada frente a mí, suplicó “No tengas mie-
do”. Su interés era puramente científico. Le apasionaban las
tentadoras profundidades de la verdad, y sin que casi me diera
cuenta comenzó a zafarme el pantalón. La verdad nunca apa-
recía en la superficie, y me los bajó. Cada investigación exigía
rigor, e hizo descender los calzoncillos. Había que hurgar, hur-
gar hasta lo más recóndito, y anotó con letras grandes y claras
que mi piel era de un blanco rosado. Girando un poco la cabeza
dio con sus ojos en mi pinga, recorrió su trayecto, lenta, son-
riente, y anotó una cifra, tras los números la palabra “pulga-
das”, y se mordió los labios.
Juzgué como una exageración la seguridad con que anotara
mis medidas. ¿Cómo tenía tanta certeza si no utilizaba un cen-
tímetro? ¿Con sólo mirar se atrevía a escribir con tinta las pul-
gadas exactas? Ella percibió mis dudas, parecía intuir cada cosa.
Molesta, mirándome a los ojos, me aclaró que era una profe-
sional de la investigación. Si las Naciones Unidas sufragaban
los costos de su proyecto era, naturalmente, por su seriedad,
por sus infinitos conocimientos, y volvió a mirarla. Casi en éx-
tasis explicó que desde mucho antes los presocráticos dejaron
claro que lo semejante se conocía por lo semejante, y que un tal
Empédocles afirmaba que la tierra se conocía por la tierra y el
agua por el agua. Ella, María Josefa de la Fuensanta, antropóloga
y visionaria, conocía la pinga por la pinga. De tanto bregar por
las penitenciarías del mundo, desde Murcia hasta La Habana,
reunió un sinfín de “antecedentes penales”. Eran esos antece-
dentes los que le permitían, sin usar centímetro, conocer las
verdaderas dimensiones. A Pepa, como me pidió que la llama-
ra en lo adelante, le bastaba con seguir el azuloso curso de las

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venas. Si era necesario calculaba cualquier dispersión de ese
trayecto que, según ella, a veces era múltiple. En ocasiones
esas venitas abrazaban todo el tamaño, en tales casos Pepa
hacía descender la cabeza, levantaba la mirada y observaba
cuidadosa el trayecto de los cuerpos venosos. Nada le gustaba
más que mirar arterias que interrumpieran la blancura o “las
oscuras cordilleras” de los falos negros. “Después calculo la
depresión y el bendito levantamiento de la corona del glande, o
de la cabeza, como quieras llamarla.” Así llegaba hasta el final,
al punto en que confluían todas las partes: la deliciosa boca, la
que no traga y alimenta. La pinga es una península, aseguraba
exaltada, la salida al mar de un continente, rodeada de vacío
por todas partes, regia en su independencia.
Quedé seducido con su discurso, nunca escuché tantos elo-
gios a la pinga. La verdad es que la gorda parecía una enferma
o una real gozadora. Aun cuando intenté, por pena, cubrirme
un poco delante de ella, no se calló. Si algo la obsedía hasta la
locura era su brillo, la refulgencia que reivindicaba cualquier
pecado. Nada como esa refulgencia, decía sujetándose los pe-
chos, acariciando sus pezones. “Su brillo no debe ser escamo-
teado”; por eso prefería la contemplación, nada la erotizaba
más que mirar los pantalones a media pierna, los calzoncillos
sobre los muslos. Cientos admiró en cada cárcel. Las cárceles
eran galerías de pingas. Recordaba a Ricardo, el quiteño preso
en Guayaquil. Ricardo parado ante ella en la oficina que le
prestara el alcaide. Era dócil, no chistó cuando Pepa le hizo la
propuesta, y quietecito respondió a cada señal de la investiga-
dora. Se la agarró entre sus manos, por la base, entre el índice
y el del medio, sobre el índice los pelos negrísimos del pubis de
aquel indio. Pepa era pródiga en la comunicación por mímica.
Si levantaba los párpados, Ricardo hacía subir el dedo del me-
dio y con él la pinga; un pequeño giro del índice la hacía des-
cender. Así se iniciaba el bamboleo que tanto excitaba a Pepa.
Si abría la boca, el indio echaba hacia atrás el prepucio y la

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cabeza emergía airosa, resplandeciente en su lisura. Era tan
brillante como la de Ralph, el negro de Harlem que conociera
preso en la cárcel de Denver. Ralph cumplía una cadena per-
petua por delito de homicidio. Mató a hachazos a su abuelo, un
anciano de noventa años que lo descubrió cuando sustraía, de
sus ahorros, cincuenta dólares para comprar cocaína. Pepa
recordaba a Ralph parado ante ella, su pie derecho descalzo
sobre una silla, exaltados los gemelos de las piernas y los mús-
culos del muslo, el abdomen fibroso, pinga en mano, el dedo
gordo encima, los otros por debajo. La cabeza refulgente hacía
temblar a la antropóloga. “Puro ébano” decía la gorda y Ralph
movía la mano y ella los labios. Aceptaba la violencia del negro
¿cómo no aceptarla, si era portador de un esplendoroso brillo
en la cabeza de su morronga? Para ella un hombre que la blan-
día con tanta destreza debía ser absuelto de cualquier pecado,
del más grave. Justificaba a un hombre que redujera a la hu-
manidad a nada si tenía una pinga como la de Ralph. Podía
cortar cuantas cabezas quisiera, levantar el hacha y dejarla
caer, hacer que crujieran todos los cráneos del mundo, Ralph
podía desencadenar un mar de sangre y plantar sus pies enci-
ma de una montaña de huesos. Su cuerpo levantado sobre los
desperdicios del mundo, esbelto sobre esos cráneos, dejando
por fin el hacha, agarrándose definitivamente el falo. Ralph de
Harlem, un Príapo negro. En verdad me parecía una demente
aquella gorda.
Pepa tuvo que ser socorrida por los celadores de la cárcel
de Denver. Ralph la agarró por el cuello, comprimió sus arte-
rias, apretó la glotis, percibió cómo se abultaban sus venas: le
faltaba el aire y se le escapaba la vida. Oyó a lo lejos una voz
en perfecto inglés de Harlem que decía “¡mama, gorda!” Sin
embargo, Pepa no mamó. Dejó su trofeo intacto, la cabeza
centelleante, y hasta creyó justo lo que el negro hacía con ella
porque ¿qué cosa no se le perdonaría a un hombre con una
cosa así?

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Ahora en La Habana, en el Combinado del Este, observaba
Pepa la mía, como antes mirara la de Ricardo en Guayaquil y la
de Ralph en Denver. Se atrevió a sugerirme que, como Ricar-
do, la tomara entre el índice y el del medio, que como Ralph
blandiera el hacha. Yo acepté, erguido, me agarré como ella
indicaba, la moví arriba y abajo, hice que brotara su cabeza.
Pepa disfrutaba con mi larga península, con su crecimiento al
bambolearla. Estaba tan exaltada que se le saltaron las lágri-
mas. Llorosa, mencionó la resistencia y el respeto a lo magnífi-
co. “Existen cosas que no deben ser tocadas ni por el pensa-
miento”, la mía era una de ellas. Era tan divina que temía
profanarla. Sin embargo, lo divino merece oblaciones, se justi-
ficaba arrodillada frente a mi erección. Después no pudo más
y su boca fue corona de laureles. No pudo resistirse. Y es que
tengo una pinga verdaderamente hermosa.
Muchas veces, desnudo en mi cama, también la miré
embobecido, tan rosada y surcada de venitas azules. Sentado en
mi cama, con las puertas cerradas para aislarme de mamá, em-
prendía el examen con ella entre las manos. Me gustaba sope-
sarla, dormida y ligera, sobre la palma de mi mano. Sentado y
desnudo, jugábamos, casi la mimaba. En ocasiones le hablo y la
llamo por algún nombre, el que se me ocurra en ese instante,
aunque debo confesar que como más me gusta llamarla es “Rita”;
me parece un nombre fuerte, como es ella, gorda y longa, como
yo mismo la voy poniendo en ese jugueteo que armamos a es-
condidas. Me gusta apretarla un poquito, que sienta la fuerza de
la mano, entonces me responde, me desafía endureciéndose, cre-
ciente. ¡Cómo se pone cuando la aprieto y acaricio! La piel se va
estirando, las venas azules aumentan el contraste con el rosado.
Cuando se robustece para deslumbrarme rodeo su cabeza con
los dedos, todos a la misma altura, en el levantamiento que hace
la cabeza en la parte más cercana al cuerpo, el mentón de Rita,
como lo nombro. Me encanta verla coronada por esa capucha
que armo con mis dedos y donde el techo de la capucha es el

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envés de la palma. Deslizo las puntas de los dedos por ese levan-
tamiento y ella parece sonrojarse, como si sintiera vergiienza y
además le gustara. Responde a cada caricia, a cada mimo, me
complace porque la cuido, la contoneo y la arrullo, moviendo la
mano hacia adelante y hacia atrás. Creo que tiene conciencia,
que le gustan nuestros encuentros. A ratos abandono la posición
de sentado y me echo atrás en la cama; con el cuerpo tendido
disfruto de su perpendicularidad: levantándose o encajándose,
da igual, en la pelvis. En este coqueteo que armamos mi pinga y
yo, me gusta que esté cerca algún espejo, así la veo repetida,
duplicada. Vuelto a la posición de sentado continúo la contem-
plación, incluso dejo flexionar mi espalda, mis ojos se acercan
más, visualizo su tersura, lo subido que se va poniendo el rosado.
Adoro la cara que pongo cuando me acerco a ella. Al mirarme
en el espejo descubro mi boca entreabierta, los ojos entorna-
dos. Me acerco todo cuanto puedo. Cierta vez mamá me des-
cubrió en esa posición, entró sin tocar en la puerta, según ella
llevaba mucho tiempo llamándome. Se ruborizó, y yo, extasia-
do, no abandoné la posición. Fue entonces que dijo “lo único
que te falta es metértela en la boca”. La idea me gustó, me
sigue seduciendo la posibilidad de rodearla con mi boca para
hacerle lo mismo que le hago con las manos. No lo he conse-
guido. En mi empecinamiento, y por averiguaciones, compren-
dí que tal cosa es imposible por la existencia de dos costillas
flotantes, una a cada lado, que impiden que uno pueda meterse
su propia pinga en su propia boca. Durante las exaltaciones
que tengo cuando estamos solos, he pensado en la posibilidad
de consultar a un médico para que me extirpe esas dos costillas
flotantes, y de esa forma nuestra relación será más íntima, como
ella y yo nos merecemos. Esto no significa que yo sea maricón.
No me gustan las pingas ajenas, tan sólo la mía. Es ella quien
merece mi afecto y toda mi dedicación.
Esto bien lo conocía Pepa, rodeándola con su boca como yo
no podía hacerlo. Sin embargo, intentó resistirse. Se resistía

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porque, según ella, su saliva corrompería el resplandor de la
cabeza escamoteando su brillo. Y lo que resultaba más doloro-
so, con ella en la boca no podría contemplarla. La murciana se
negaba interiormente, pero con su lengua la recorría. Lloraba
con ella metida en la boca, sin atreverse a sacarla. A lo que
más llegó fue a subir los labios hasta el lugar que divide el
glande del resto del cuerpo. Así contemplaba su esbeltez en el
espejo; sin embargo, no podía observar la cabeza, ni tampoco
podía abandonarla. Su boca era la soga en el cuello de un ahor-
cado, lo que es solamente una comparación. En verdad la pre-
sión de sus labios sobre mi dureza resultaba deliciosa.
No atendí a su llanto ni a las súplicas de que la rechazara. Si
no quería profanarla, estaba tan ardiente que sólo la abandonó
después de arrodillarse en la cama, una rodilla a cada lado de
mi cuerpo, para encajarse en ella. Casi reviento de placer, con
su delicioso calor y una babita cálida y espesa. Clavada en mí,
moviéndose lenta, lentísima, me pidió que mirara al espejo, que
pegara los ojos en aquel azogue revelador. Quería hacerme
creer que cuando uno se miraba en el espejo conseguía ser
Dios, únicamente el espejo me revelaba ante mí mismo. “Mira
el espejo, Cándido, mira.” Y yo me miraba, porque siempre me
gustaron los espejos y las fotos, que me devuelven en mi exac-
ta dimensión. Pepa enorme y grasosa encima de mí, yo grácil y
musculoso debajo de ella, ¡qué belleza! Su cuerpo contrastado
con el mío. Echado hacia atrás, con el torso erguido y los codos
apoyados en la cama, me veía hermoso, y ella gorda y sudando,
encajada en mí o yo en ella, eso no importa, el caso es que por
algún lugar estábamos unidos. Erguí más el torso y el movi-
miento se repitió en el azogue. Se alzaron los pectorales, las
tetillas se hicieron visibles. Volví a moverme, esta vez quitando
el apoyo de mis codos sobre la cama. Anudé los dedos de una
mano con los de la contraria debajo de la nuca, despegué la
espalda del colchón, levanté las rodillas, deslicé los pies hacia
atrás. Me gustaron mis pies en el espejo. Allá mi cuerpo, con

185
los dedos entrecruzados tras la nuca, los antebrazos en línea
recta y los codos como ángulos de una pirámide invertida, que
también formaban los brazos y el torso completo, se cerraba en
la pelvis, ahora cubierta por una Pepa gordísima que se movía
lenta, disfrutando el roce, y yo con la cabeza volteada hacia el
espejo para verme tan bello como siempre. Parecía un dios
griego, un Adonis, como decía mamá. Pepa, mujer intuitiva que
descubría lo que uno estaba pensando, quiso conocer con quién
la comparaba. Le mentí, dije que con una Venus. Entonces,
riendo, dijo que sí, una Venus, pero de Willendorf. A esa Venus
yo no la conocía. Mirándome en el espejo, tan hermoso, y a ella
tan gorda, recordé a papá, a quien le encantaba hacer notar
que algunas nobles españolas asistían a los teatros con un mono
para resaltar su belleza. Pepa continuaba insistiendo en que me
negara, rechazara su cuerpo, me la sacara de encima, porque
ella no tenía fuerzas para abandonarme. No quise escucharla,
me disfrutaba cándido y bello, multiplicado en el espejo. Qué
persistencia la de la gorda en su empeño de no disfrutar sin
intentar negarse. Se lamentaba por dejar que mi cuerpo la se-
dujera, la llevara a clavarse en mí, culpándose lloraba por en-
gullir mi pinga, haciéndola desaparecer. Tratando de consolarla
le dije que no importaba, que disfrutara en el espejo la belleza
de mis carnes, su tersura, el rosado de mi pecho. Pepa recru-
decía sus lamentos, se mordía las manos, se halaba el pelo
porque me había anulado en su absorción bollal. Le pedí que no
mirara más al espejo, que únicamente disfrutara. Ella, que por
esa seguridad se negó a los caprichos de Ralph, me confesó
entonces que desde tiempo atrás quería ser hombre. Tal confi-
dencia me llevó a pensar otra vez en Lisístrata y casi pierdo la
erección, pero ella, que era muy intuitiva, explicó que odiaba su
sexo, sin añorar la pinga para seducir mujeres. Creía que la
perfección estaba en el sexo masculino, y que las mujeres, al
no notarlo, aniquilaban la virilidad en su empeño por tragarla.
La antropóloga volvió a hablar de Dios. Para él tales prácticas

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eran buenas porque en esa aniquilación el sexo se anulaba, se
perdía dentro del bollo, al menos en apariencia. Mirándome al
espejo me asusté: era cierto que habían desaparecido mis pul-
gadas en las profundidades de la gorda, sin embargo, me en-
cantaban sus movimientos y su babita caliente humedeciéndome.
Pepa fue más lejos. Habló de dos hombres. En su relato esos
hombres aparecían excitados. Ambos, gloriosos, mostraban sus
pingas, disfrutaban de la suya y de la del contrario; se desafiaban
en una dilatada muestra. Orgullosos de sus similitudes, se mira-
ban alelados. Luego uno daba la espalda, el otro lo seguía pe-
netrándolo suave. Ambos gemían gozosos. Lo más extrava-
gante que le escuché decir fue que la pinga que desaparecía en
el amante culo, resurgía enorme, vital, en la del otro, que un
hombre entraba en otro y resurgía más fuerte. Eso decía abra-
zando la mía con su bollo, y que tal cosa ofendía muchísimo a
Dios. Dios no conseguía la anulación deseada; un hombre no
aniquila a otro, lo engrandece, decía la gorda mientras se movía
encima de mí, y yo debajo, mirándome en el espejo, aniquilado.
Esa noche, de vuelta en la galera y acostado en mi litera de
preso, me pareció percibir el peso del cuerpo enorme de la
murciana. Extrané su conversación fluida y rarísima, y repro-
duje cada tema, cada escena de nuestro encuentro matutino.
Pepa se interesó por mis impresiones de la cárcel y preguntó
por papá y mamá, y por mi parte le conté de mis abuelos galle-
gos. La gorda fue muy dulce, tanto como yo necesitaba. Cono-
cía cada detalle del robo, había revisado antes mi expediente.
Negué cada inculpación y aseguró comprenderme, como tam-
bién comprendiera la ingenua exaltación de Ralph, el de Harlem.
Comentó la importancia de viviren un hogar equilibrado, y con-
soladora explicó que en la Prusia del año 1873 la cifra de delin-
cuentes, hijos ilegítimos, creció un seis por ciento, de tres que
había alcanzado en 1853, un aumento significativo en veinte
años. Era tan tierno el rostro de María Josefa cuando conver-
sábamos en la tranquilidad del pabellón acerca del número de

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hijos ilegítimos en Austria en 1873: “Un diez por ciento, cuatro
más que en Prusia.” En las prisiones de Wurtemberg estuvi-
mos representados los ilegítimos en 1885 por un 14,3 por ciento
y, un año más tarde, esa cifra aumentó a un 16,7 por ciento.
Para Pepa la figura del padre era imprescindible, también el
equilibrio familiar. El famoso delincuente Crocco fue abando-
nado por su padre cuando era apenas un niño, y esa ausencia la
suplió, el futuro delincuente, con una vida extrañamente bucó-
lica. El niño arrancaba las plumas de los pájaros que encontra-
ba en el bosque y se relamía de gozo cuando el animal abría el
pico en señal de dolor. Si no encontraba pájaros a los que des-
plumar, se entretenía tirando piedras a todo el que pasaba.
Pepa prometió ayudarme sacándome de la cárcel a cual-
quier precio. Se empeñaría en demostrar mi inocencia a las
autoridades y a cualquier tribunal con sólo apelar a los resulta-
dos del examen físico, tal como Lombroso demostró, en 1886,
la inocencia de Jacinto Rossotto, condenado a cadena perpe-
tua. Ese tal Lombroso que mencionaba con adoración, realizó
un examen físico muy detallado del preso italiano, y demostró
que un hombre con esas medidas físicas no podía ser delin-
cuente. Según la antropóloga, lo más curioso residía en que
nuestras capacidades craneales eran casi idénticas. En el índi-
ce cefálico sólo nos diferenciábamos por unos milímetros;
Rossotto, el italiano, tenía ochenticuatro centímetros, yo, dos
milímetros más. María Josefa probaría además que en mi ce-
rebro la cisura prerolándica no se comunicaba con la de Silvio,
como descubrió el doctor Pitzorno en un ladrón sardo y que
más tarde describiera en su Examen de un delincuente.
¿Cómo no sentirme feliz en mi litera de preso al recordar,
mirando las vigas del techo, su promesa? Pepa poseía extensos
conocimientos sobre delincuentes y conseguiría demostrar cien-
tíficamente que yo no era uno de ellos. Aunque estaba conven-
cida de que robé a la vieja en la calle Obispo, probaría lo con-
trario. Pidió que no dudara, como no dudó el negro Ralph de

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Harlem porque, a pesar de intentar asesinarla cuando la gorda
se negó a mamar, la antropóloga demostró su inocencia, y así lo
declararon poniéndolo en libertad. María Josefa, en su defen-
sa, comparó el caso del negro con uno que estudiara Hotzen: el
de María Kauster, que con quince años mató a su madre para
heredarla, sin que se arrepintiera jamás de tal comportamiento.
Ese doctor Hotzen, mediante examen físico, hizo notar que la
inclinación asesina de la jovencita estaba relacionada con una
pachimeningitis hemorrágica que padecía desde mucho antes.
Como dicha anomalía no apareció en los exámenes practica-
dos a Ralph, por lo tanto no era capaz de levantar un hacha
para matar ni una hormiga. Ralph era inocente, eso demostró
Pepa. Lo mismo haría conmigo, porque en mi caso no sólo
contempló medidas y el esplendor de la cabeza, conmigo sintió
cómo su capacidad era invadida por mis dimensiones. Arrodi-
llada, prometió apoyo. Estaba segura de que yo era un ladrón,
incluso conocía al detalle el robo en la casa del Vedado; pero
nada diría a la policía, no les daría ninguna pista ¿Cómo podría
hacerlo? Nunca dudó de que mis manos hubiesen cargado los
lienzos; tuvo la certeza cuando, encima de mí, vio que juntaba
ambas manos detrás de la nuca para hacer el torso más promi-
nente, como en el cuadro de Arche La primavera, en el que un
hombre acostado en la yerba apoya su cabeza sobre las manos
anudadas, mientras una mujer lo contempla extasiada. Por ra-
zones idénticas descolgué de las paredes de la casa del Vedado
el cuadro 21 de diciembre de Carmelo, donde un hombre so-
bre una hamaca adopta una posición parecida a la del hombre
de Arche y a la que ella observara en mí. Por supuesto, negué
tal robo, y ella no me prestó atención. Continuó contándome
del presidiario inglés William Claggart, a quien entrevistara ha-
cía muy poco en una cárcel de Londres. Cuando la murciana
entró en la celda, el preso se tendió de inmediato sin que ella se
lo pidiera. Tirado en su estrecha cama, con la camisa abierta,
se apoyó en los codos y permaneció en un gesto que simulaba

189
el intento de incorporarse. Así estuvo el tiempo que duró la
entrevista. Según Pepa, el hombre dejaba caer la mirada para
observarse acostado. Lo hacía discretamente, pero su respira-
ción se agitaba si descubría que la investigadora también lo
miraba. Con disimulo se observaba, luego a Pepa, y no podía
evitar un ligero temblor en los labios. El hombre no era un la-
drón profesional. Durante una visita al Museo Británico sufrió
una conmoción silenciosa ante la belleza de un sarcófago etrusco
con la estatua de un hombre tendido, el torso levantado, los
codos apoyados, y una mujer en éxtasis contemplativo que dis-
frutaba la belleza del cuerpo desnudo de su amado. Claggart se
sintió identificado, recordó el placer que le producía mirar su
cuerpo en posición semejante, tendido en su propio lecho, y a
su mujer arrodillada contemplándolo. Aunque William no era
un profesional, esa misma noche violentó una de las puertas del
Museo Británico y sobre sus espaldas cargó el enorme sarcó-
fago policromado. Sólo un hedonista como él, admirador frené-
tico, pudo sacar fuerzas para cargar una pieza tan pesada y
antigua. Sin abandonar el objeto de su devoción, dejó libre la
mano izquierda para encajar el puñal en treinta lugares diferen-
tes del cuerpo de un celador del Museo. La única prueba que
inculpaba a Claggart era un salivazo al que hicieron el examen
de ADN y consideraron como suyo. El sarcófago no apareció,
y el presidiario negaba cada día su responsabilidad en un delito
de robo y homicidio.
Después de abandonar la celda en la que estaba confinado
William Claggart, Pepa escribió un informe donde explicaba el
resultado de su investigación. Dejó muy claro que Claggart
padecía de una fusión congénita de los lóbulos frontales, y que
igual padecimiento tuvo un cleptómano descubierto por Lemoine.
Adjuntó a su informe una radiografía que no correspondía con
la de Claggart y que ella hizo pasar como suya, en la que se
apreciaba una bifurcación en la escisura de Rolando que coin-
cidía con un estudio hecho por Richte en el siglo diecinueve

190
sobre el cerebro de un criminal. El ladrón y asesino inglés no
recibió la ansiada ayuda de Pepa la murciana, quien después
de contemplar su cuerpo hermoso, de pectorales bellamente
definidos, bíceps y tríceps pronunciados por el esfuerzo de sus
brazos al sostener el cuerpo en aquella pose hedonista, bajó los
pantalones del preso y descubrió una pinga minúscula, de tono
mate. “Es una vírgula”, dijo furiosa. Lo que no soportó María
Josefa, más allá del tamaño y la falta de brillo, fue la presencia
de un largo prepucio redundante; a pesar de sus intentos, esa
tela no dejó libre la cabecita de la pinga de Claggart, la que ella
comparaba con un gotero, por lo minúscula y por la mala im-
presión que le causaba el prepucio tapando toda la cabeza y
extendiéndose más allá de ella. William Claggart permanece
aún en la penitenciaría de Londres, más que por sus delitos, por
su pinga chiquita y sin cabeza visible.
Por esa diferencia entre Claggart y yo, Pepa escribiría un
enjundioso informe que demostrara mi inocencia. En breve es-
taría en la calle. Me pidió que durmiera feliz. Al día siguiente
vería los resultados.
Me levanté contento. Esperaba que un oficial viniera a bus-
carme en la mañana y guiara mis pasos hasta el lugar donde
me esperaba Pepa la murciana, antropóloga y visionaria. En-
tonces María Josefa, tomándome de un brazo, me sacaría de
allí y me llevaría a La Habana. El guardia llegó, pero no me
condujo a donde yo esperaba, sino que nos conminó a apurar-
nos, a que desayunáramos rápido, que ese día no tendríamos
antropóloga que nos librara del trabajo, que por suerte ya la
gorda se había marchado aunque no por sus pies. Pepa había
sido transportada en ambulancia a un hospital de La Habana.
El último de los entrevistados, “Plátano, el onanista”, le pidió
que se quitara poco a poco cada pieza de tela que la cubría. En
tanto lo hacía, él golpearía la madera de la cama tocando una
rumba de cajón. Pidió a la investigadora que fuera dócil. Pepa
replicó que quien pedía era ella, él era objeto de investigación,
¿

191
ella no, y si alguien debía desnudarse era él. Ninguno de los dos
se puso de acuerdo y el coloquio se volvió un contrapunteo.
Plátano no se la sacaría hasta que mostrara al menos un peda-
cito de sus enormes tetas. A él no le interesaba la desnudez
absoluta. Podía discurrir por todo un cuerpo con sólo imaginar,
ni siquiera precisaba respuesta. Pero, eso sí, necesitaba de un
indicio, una pequeña abertura por donde su imaginación pudie-
ra penetrar. Pepa, amante también de la vía contemplativa, por
el contrario y a diferencia de su investigado precisaba de la
observación plena y objetiva. Arrodillada recitó los presupues-
tos de la sociología moderna. No lograron ponerse de acuerdo;
cada súplica de la primera exaltaba al pajero, que se volvió
agresivo. Rasgó las ropas de Pepa y ella se aferró a una sába-
na para tapar su cuerpo. Plátano tiró con suma dureza, tanto
que la gorda, aún aferrada al otro extremo, se salió del colchón
y cayó al suelo. A pesar del golpe en la cabeza y de su incons-
ciencia, el hombre insistía en que la gorda se parara y movía
desenfrenado su prepucio. Ella ni siquiera percibió que Plátano
se acercaba excitado, y pinga en mano se la introducía en la
boca. Su leche escapó en ráfagas calientes que cayeron más
allá de la garganta, justo en el momento en que Pepa hacía por
respirar. Fue llevada de urgencia a un hospital, tuvo una senci-
lla broncoaspiración. María Josefa de la Fuensanta, antropóloga
y visionaria, becaria de las Naciones Unidas para estudiar los
regímenes carcelarios, murió asfixiada a causa de la entrada
impetuosa e imprevista de la leche de Plátano en uno de sus
bronquios.

192
La segunda carta, también sin remitente, llegó tres
días después. Fue igualmente el jefe de galera quien
me avisó. Pensé hacerla añicos y regarla por toda
la galera, como si lo hiciera con el cuerpo
temblequeante de Lisístrata. No lo hice. La abrí
esperanzado de que se mostrara arrepentida y pi-
diera perdón. Deseaba un rotundo desagravio.
Otra vez la parkinsoniana cambiaba a los grie-
gos por los israelitas mencionando las tablas que
los judíos llamaban de la Ley, en las que Dios les
pedía que fueran santos porque él también lo era,
que respetaran los días de reposo, a sus madres y
a sus padres. Volvían a aparecer las letras mayús-
culas, subrayadas y entre comillas, que exigían no
robar. En el extremo inferior derecho, Levítico 19,
y no escribía más.
Por eso la maldije. Que pasara el resto de su
vida en la sala de espera de una consulta de neu-
rología, acompañada de una recua de
parkinsonianos o recluida para siempre en un hos-
pital. Que su padre la encerrara en un cuarto a
leer los clásicos griegos sin hacer trampas, cada
página una y mil veces. Que su única diversión

193
fuera buscar a Flora sin encontrarla nunca y permaneciera sola
por el resto de sus días.
En la cola del comedor ideé cómo raptarla. Empujaba la
puerta de su casa, la veía aburridísima, leyendo, y la invitaba
a pasear. Ella accedía, yo la llevaba a un lugar apartado y la
encerraba en una habitación muy oscura. Espiaba el momen-
to en que crecieran sus temblores, para entonces ya había
escondido las pastillas que le suministraban la dopamina, y
cuando el momento ocurría en mi imaginación, Lisístrata, tam-
bién en la imaginación, hurgaba en su morral sin encontrarlas,
yo le ofrecía una, se la acercaba a la cara para verla babear
como al perro de Pavlov y nunca se la entregaba. Quería
vengarme, eliminar sus células nigras, que la hidroxilasa de la
tirosina desapareciera de su cuerpo y permanecieran los pro-
ductos del mecanismo de oxidación de las catecolaminas, que
el peróxido de hidrógeno campeara por sus respetos. Apenas
advertí que llegaba mi turno, que debía agarrar la bandeja y
acercarla al gordo maricón que servía y me miraba como si
yo fuera una masa de carne de cerdo o un plato de frijoles
negros bien sazonados. Como estaba exaltado por la última
carta y mis planes de venganza, no le permití servirme más
chícharos que al resto de los presos. En la cárcel eso no se
permite. Después empiezan los comentarios y uno agarra tre-
menda fama de maricón, y esa fama hasta se transmite a la
calle y nadie más te respeta. Por eso no dudé en saltar de su
lado, y con la fuerza de que soy capaz levanté el enorme
caldero de chícharos. Los presos, entusiasmadísimos, me azu-
zaron para que le pegara duro al gordo, hasta que se dieron
cuenta de que no quedaba más potaje, que yo se lo había
echado arriba. Entonces esos presos quisieron hacerme papi-
lla. Mi solución consistió de nuevo en la protección del jefe de
galera: se interpuso con los puños en alto. “Si alguien se atre-
ve, lo mato.” Por la dureza de su cara parecía cierta su dispo-
sición de matar a cualquiera que me hiciera daño. Enseguida

194
intervinieron los guardias. Me llevaron a punta de cañón a las
oficinas, y de ahí a una celda de castigo.
En esa celda transcurrieron los peores días de mi vida en
presidio. Por más que pasa el tiempo no consigo olvidar aquella
celda donde apenas cabía una persona. Durante las horas del
día, para estar menos incómodo permanecía de pie todo cuanto
podía, y para dormir lo hacía sentado. Pero lo peor, lo que con
nada se comparaba, era la oscuridad. Nunca supe cuándo era
día o noche; el tiempo parecía detenido, no existía lo anterior o lo
posterior, sólo una gran oscuridad silenciosa. Y por culpa de esa
oscuridad y de la sensación de que los días no pasaban, comen
zaron de nuevo las cuestiones que Ernesto llamaba “esencia-
les”. Ernesto fue el primero que las definió de ese modo aquella
noche en el Malecón. En una celda de castigo uno se siente
obligado a pensar y a preguntarse montones de cosas cuando lo
agobian las preocupaciones, como la de no verse la nariz.
Mi mundo se redujo a pensamientos y a preguntas “esen-
ciales”, cuestiones como la vida y la muerte, en las que nunca
reflexioné. A veces creí que no tenía cuerpo porque la oscuri-
dad se lo había tragado. El tiempo no existía, estaba como au-
sente, en una cerrada oscuridad. ¿Acaso mi cuerpo no podría
discurrir más en el tiempo? La sola pregunta me aterró, y me
aterró la palabra “discurrir”. Nunca he usado tales palabras.
Las escucho e intento olvidarlas. Debió ser el encierro, una
celda de castigo es más que todo. Allí ocurre lo inimaginable,
como que un tipo como yo se haga preguntas esenciales. Me
asustó la posibilidad de que en realidad yo no existiera, después
de tantos sacrificios, de tantas carreras matutinas para tener
un cuerpo sano y hermoso.
Como en la celda no hacía otra cosa que pensar, empecé a
suponerme creador del mundo, su conciencia. ¿Qué pensa-
miento tendría alguien que no consigue verse? Si yo era Dios,
entonces en la oscuridad de esa celda se tomaban las grandes
decisiones del mundo, se determinaba quién viviría y quién no.

195
Yo era una conciencia ciega que mandaba, y sin embargo no
veía el cumplimiento de esos mandatos ni ninguna otra cosa.
Por la oscuridad a la que estaba confinado, mi lenguaje se fue
limitando. Al principio olvidaba palabras, definiciones. La pri-
mera, al menos hasta donde recuerdo, ocurrió como a los tres
días. Por mucho que intenté recordar no conseguí pronunciar
el nombre del objeto que utilizaba para llevar la comida a la
boca. Unos días más tarde ya no supe usarlo. Con las manos
hurgaba en la bandeja y con ellas comía. Después lo olvidé
todo, incluso las palabras: oscuridad, tinieblas, negrura, y me vi
obligado a dejar de pensar. ¿Cómo hacerlo si ya no me queda-
ban palabras? Entonces llegaron los chillidos y los sonidos gu-
turales. Parecía un animal. Era un animal enjaulado. De esto
se percató uno de los guardias que vigilaba la celda.El tipo
conocía esas reacciones, cuidaba con frecuencia a presos en-
cerrados en aquel pequeño espacio a quienes bestializaban la
oscuridad y la peste a mierda.
Se acercó a la puerta y me habló; quería conocer mi nom-
bre, dijo que el suyo era Romualdo, y no respondí a esa pregun-
ta ni a ninguna otra. Se proponía que no me sintiera desampa-
rado, que escuchara al menos otra voz, y que me entretuviera y
no terminara volviéndome loco. Intentó hacerme creer que mis
reacciones no resultaban diferentes de las de otros presos que
esperaban, inútilmente, el paso rápido del tiempo en una celda
de castigo. Aunque resultara tan traumático no era más que un
evento transitorio, y nada había en ello de trascendental. Me
sugirió que me pellizcara para que notara mi cuerpo, el dolor
resultaba siempre confirmatorio. En verdad no tenía interés en
escucharlo; él no cesaba de hablar, y por hablar y para que
oyera alguna voz humana en mi encierro, me contó de un preso
que provocó una gran reyerta en la galera para que lo llevaran
a una celda de castigo. El hombre adoraba la oscuridad. La
oscuridad lo acercaría a la noche absoluta, a la meditación y al
conocimiento. Ese hombre al que se refería el guardia era un

196
pintor. Su gran pasión consistía en pintar un cuadro con la más
plena imagen de la noche, un cuadro que resumiera el misterio
que encerraba. Me lo contó el guardia para que no me creyera
un individuo singular. Su historia me hizo recordar a mi amigo
Ernesto, el pintor de la noche. Por eso le pregunté si recordaba
su nombre. “Ernesto”, dijo él, contento de haber conseguido
interesarme en algo.
Había entrado en la cárcel después de ser sorprendido en el
Hotel Nacional, cuando se disponía a entregar a un comprador
el busto de Cirilo Villaverde que robara en la loma del Santo
Ángel. El comprador, lector fanático de Cecilia Valdés, anhe-
laba colocar en su biblioteca de Miami la cabeza en bronce del
autor. Durante la lectura levantaría la vista, abandonando un
instante la novela, y se encontraría con el busto que le consa-
graron los cubanos y pusieron en un pedestal frente a la iglesia,
donde concluye, sangrientamente, la novela. Soñaba con darle
gracias a Cirilo acariciando su cabeza calva e inerte. Ofreció a
Ernesto quince mil dólares. El pintor debía desprender de su
pedestal el busto y llevarlo a una habitación del Hotel Nacional,
sin llamar la atención.
Creyendo que lo hacía con el mayor disimulo, fue sorpren-
dido. No alcanzó a dar una explicación al hecho de que se
hallara con un busto de Villaverde en un hotel para turistas. Lo
metieron en la cárcel.
Los primeros días que pasó mi amigo en la celda de castigo
fueron una panacea. Bendecía aquella noche eterna que el ais-
lamiento le proporcionaba. Nada quería comer, cualquier dis-
tracción podría resultar fatal para su proyecto. Concentrado,
con los ojos abiertos, escrutaba la oscuridad. Apenas dormía;
muy bajito le hablaba a la noche; según él, tenía oídos por todas
partes. Me contó el guardia que en su farfullo, Ernesto llamaba
a la noche sistema observado, y a sí mismo, sistema observan-
te. Cuando pudo comunicarse con los guardias les pidió una
cámara fotográfica; intentaba retratar la noche. Temía que el

197
sistema observado variara si el estado de ánimo o la salud del
sistema observante variaba. Para él la estabilidad del lente era
mayor que la de sus propios ojos. Como en un rapto de locura,
aseguraba haberla apresado. Así pasó varios días. Los guar-
dias llegaron a pensar que la celda no era para él un castigo. Se
equivocaron.
Ernesto se sintió solo; se quejaba de no apresar definitiva-
mente la noche. Decía que por fin había entendido a un tipo
llamado Enmanuel Kant cuando opinaba que en el silencio de
la noche, cuando los sentidos reposaban calmados, se expresa-
ba un espíritu inmortal en un lenguaje difícil de descifrar. Tal
lenguaje se hallaba compuesto de conceptos comprensibles pero
de difícil descripción. Para Ernesto esos conceptos eran el es-
píritu de la noche y temía que, por esa imposibilidad de descrip-
ción de la que habló el tal Kant, no pudiera llevar a término su
Obra, porque la noche era inapresable en un lienzo. Estaba con-
denado al fracaso, a menos que un guardia le trajera una cá-
mara fotográfica, y sus súplicas cada vez fueron mayores.
Quería enterar a los guardias de su proyecto, de lo grandioso
de su empresa. Como les estaba prohibido conversar con los
presos, ordenaban a Ernesto que se callara y derramaban agua
helada sobre su cabeza para sacarlo de la exaltación.
No hubo quien lo callara. Él mismo se creyó Dios. Asegu-
raba que era conciencia y no cuerpo. Llegaba a todas partes.
Era el Creador. Luego gritaba, para no olvidar las palabras,
que castigaría a esos guardias que se negaban a responder a
sus reclamos, insensibles en un mundo que Dios había hecho
pura sensibilidad; por ello serían castigados con habitar defi-
nitivamente en la materia. Si querían ver a Dios, tenían que
mirarlo en cada uno de sus semejantes. Cuando el mal termi-
nara, los buenos, cumpliendo la apocatástasis, irían a reunirse
con Dios, y ellos, por negarle la cámara fotográfica, volverían
a la nada. Así era como los convertía a la vez en nada y en
materia.

198
Como no tenía entendido que Ernesto fuera un creyente,
pregunté al guardia por tal conversión. Me contó que en la
cárcel, cuando no se está en una oscura celda de castigo, cler-
tos presos se entregan a la lectura, igual que el jefe de galera,
que dedicaba largas horas al estudio de los textos bíblicos. Er-
nesto, en sus pocos días en la cárcel, estuvo leyendo a Oríge-
nes de Alejandría. Se bebió de un tirón algunos comentarios,
entre ellos La exaltación al martirio. Igualmente leyó a
Gregorio el taumaturgo, seguidor de Orígenes.
Medio loco por el encierro y las tinieblas, golpeaba su cabe-
za contra las paredes, se pegaba a sí mismo para preguntar
luego ¿quién dio? ¿quién dio? Adivina ¿quién dio? Se abofetea-
ba y se escupía. Cantaba de pronto el Gloria in excelsis Deo.
Cantaba para no olvidar las palabras. Como siempre fue inteli-
gente, podía hacerlo hasta en latín, y cuando no recordaba la
letra, silbaba. Recorría desde el Gloria in excelsis Deo, hasta
el Cum Sancto Spiritu. Debió estar muy desesperado para
cantar todo el Gloria de Vivaldi. Mamá lo escuchaba porque
le hacía recordar a papá, a quien también le gustaba; para él
resultaba un canto de alegría y hasta de júbilo, a mí sin embar-
go me parecía triste, tal vez porque nunca entendí tal música.
Uno de los guardias que vigilaba la celda de castigo tampo-
co la entendía ni era capaz de escucharla. Mandaba callar a
Ernesto, le pedía que cantara algo de Manolito Simonet y sus
Trabucos o del Médico de la Salsa. Ernesto, suave, suave, como
correspondía, continuaba insistiendo en Et in terra pax y Do-
mine Deus. Su canto exasperó al guardia, quien abrió la puerta
exigiendo silencio o si no que cantara algo de lo que le había
pedido. Mi amigo percibió el chirrido de la puerta, alzó la voz,
ahora grave, en el Gratias, y se lanzó corriendo hacia afuera.
Corriendo cantaba. Corrió tan fuerte mientras seguía cantan-
do, que clavó su cuerpo en la bayoneta desplegada del arma
que el guardia llevaba al frente. El dolor no lo detuvo. Avanzó,
enterrándose el acero. En las notas finales, en el Domine fili
Unigeniti, su voz parecía un coro de ángeles.

199
Esto escuché, con ganas de cantar un Gloria por Ernesto.
No tuve fuerzas, ni conocía la letra ni una línea en latín. Ape-
nas atiné a recorrer la celda. Allí estaban las huellas de mi
amigo, los rasguños de su desesperación en las paredes, donde
antes estuviera el que nunca pudo pintar la noche. Pero dejaba
para siempre, trazadas por sus uñas, unas hendiduras en las
paredes como el rastro de su último enfrentamiento con la no-
che. “Mis pinturas rupestres”, creo que las habría llamado. Mi
amigo murió en manos de la noche que tanto amara, y yo no
era capaz de cantarle, como él se merecía, un Gloria, desde el
Gloria in excelsis Deo hasta el Cum Sancto Spiritu.

200
Con los brazos cruzados pensaba en Ernesto atra-
vesado por una bayoneta, cercado por la noche.
No podía dejar de pensar en él. Lo veía corriendo
en la oscuridad de la celda, visibie solarnente el
pulso de plata en su muñeca. Corría desafiante,
retador, sin que la noche pudiera vencerlo, hasta
encajarse en la bayoneta. El jefe de galera, un tan-
to insensible, me hablaba de cosas diversas, y yo
no tenía más pensamientos que para mi amigo
muerto. Volví a verlo cargando en los hombros la
corona que robamos juntos del monumento a Be-
nito Juárez en el Parque de la Fraternidad.
El jefe quería que respondiera la última carta.
Echado en mi cama de preso, sin escucharlo, se-
guí recordando a mi amigo. Nada me importaban
la carta ni las insinuaciones de Lisístrata. Sin em-
bargo, él pensaba en otra persona “¿Qué tenía que
ver Lisístrata en ese asunto?”, me preguntó. Su
filiación con la antigiiedad era puramente helénica.
¿Por qué no pensaba en Amalia Touza?, dijo de
sopetón, “la anciana beata a quien despojaste de
sus joyas en la calle Obispo”. Únicamente una vieja
católica, apostólica y romana como ella, podía es-

201
cribir cartas como las que yo recibía. Nadie que no conociera
los textos bíblicos los citaría con tanta exactitud ni tendría la
ocurrencia de escribir cartas semejantes.
¿Qué pensaba de la carta con su cita del Deuteronomio?
Solamente quien conociera la Biblia casi de memoria habría
podido escribirla. No le cabía duda, su autora era Amalia Touza.
Debía responderle, usando sus propias armas, con citas y alu-
siones bíblicas. Estaba dispuesto a facilitarme varias ediciones
de la Biblia. Encima de mi cama inició el despliegue de cuantos
textos sagrados poseía. El primero fue una edición de 1447 de
los Salmos, impresa en Bolonia; era un libro de oraciones atri-
buido a David y a Salomón, y podía servirme para responder a
Amalia. En sus páginas hallaría alguna referencia al falso tes-
timonio. Después colocó la edición del Pentateuco de 1482,
impresa, al igual que la anterior, en Bolonia. Orgullosos brilla-
ron sus ojos al colocar en mi litera de preso la primera edición
de la Biblia hebrea preparada por Soncino en 1488; emociona-
do resaltaba la fecha. Al lado de ésta colocó, para impresionar-
me, la políglota complutense del cardenal Cisneros; según el
jefe, esa edición databa de 1514 y había sido impresa en Alcalá
de Henares. Sobre el pequeñito colchón que apenas tenía gua-
ta, apoyó la hebraica de Kittel y aseguró que podía mostrar
todas las sucesivas ediciones de esta última. La cama estaba
atestada de libros viejos, tan viejos que terminarían enfermán-
dome. “Soy alérgico al polvo”, advertí. Sin embargo, el jefe
dejó caer con displicencia una edición de 1905 en hebreo y
español, “más bien en sefardí”, aclaró, de una Biblia de
Constantinopla. Caminó después arrogante hacia su cama, vol-
vió con la cabeza erguida, en la boca una sonrisa complacida y
en las manos una edición de Brescia. Sus ojos parecían los de
un niño con su juguete preferido. Así debieron de ser mis ojos
al sujetar el globo que papá mandara desde Praga cuando yo
tenía seis años. Esa edición la guardaba en su litera, la adoraba
más que a cualquiera otra, y la protegía con celo en lugar privi-

202
legiado: debajo de su colchón, donde no llegaban las miradas ni
las manos de nadie. No quería que le ocurriera nada malo a esa
Biblia. Cierta vez un preso, muy apurado, agarró la rabínica de
Bomberg y desprendió una de sus hojas para limpiarse el culo.
El jefe se lo destrozó a patadas. Los cirujanos tuvieron que
fabricarle uno artificial. Cuando ahora caga por el ano que le
hicieron los médicos a nivel del abdomen, entiende por qué no
debió limpiarse el culo con una página de la Biblia rabínica de
Bomberg, preparada cuidadosamente por el monje agustino Félix
Pratensis e impresa en Venecia.
Adoraba esa Biblia de Brescia porque estaba subrayada y
anotada por el mismísimo Lutero. Era la copia de trabajo para
hacer su versión alemana, documento de valor incuestionable a
pesar de lo desgastadita que estaba. Se estremecía mostrando
las frases alemanas escritas en los márgenes del libro. Casi
reproducía, con los movimientos de su cabeza y de sus manos,
la caligrafía de Lutero. En los márgenes de esa Biblia estaban
dibujadas algunas musarañitas. Para el jefe esos dibujos podían
ser la visión gráfica que tenía Lutero de Dios. Aseguraba que
asistía yo a un momento importante. No todos los seres huma-
nos tenían la oportunidad de comprobar con sus ojos y en sus
manos la existencia de una edición única. Con extrema consi-
deración añadió que podía trabajar con ella para redactar las
respuestas a Amalia. Incluso la podía llevar conmigo, que si lo
deseaba me sentara en la taza del inodoro y pujara, como lo
hiciera Lutero en sus momentos de inspiración leyendo el texto
sagrado.
Miré cada una de esas ediciones. Acaricié sus cubiertas
desgastadas, esperando que alguna me diera una señal. Casi
una hora estuve sin decidirme, reconociendo el valor de cada
una. No quería equivocar mi selección ni defraudar al jefe que
tan esmerada atención me brindaba. Escogí una edición de las
Sociedades Bíblicas Unidas impresa en 1995. La escogí de
entre todas porque en la cubierta decía “Dios habla hoy”. Ade-

203
más la seleccioné, por encima incluso de la edición subrayada
y anotada por Lutero, porque en la cubierta aparecía un paisaje
crepuscular de lo más bonito.
A pesar de lo pobre y decepcionante que le pareció mi elec-
ción al jefe, no me contradijo. Buscó papel y lápiz y sugirió que
en esa primera misiva habláramos de los falsos testimonios. En
el Pentateuco, exactamente en el Deuteronomio, existía un
capítulo dedicado a la ley contra los falsos testigos. Con cierta
ternura me enseñó a buscar capítulos y libros en la Biblia que
tenía en mis manos. Efectivamente, allí estaba lo que más tar-
de escribí a la vieja Amalia Touza.
Como ella, no usé encabezamiento, fui directo al grano. La
acusación de un testigo no sería suficiente para demostrar que
una persona había cometido un crimen, delito o falta; esa acu-
sación sólo serviría si era presentada por dos o tres testigos.
Más abajo escribí, deseando asustarla, que cuando un malva-
do, y puse malvado entre comillas, subrayado y con mayúscu-
las, se presentaba como testigo falso contra alguien y lo acusa-
ba de haber cometido delito, las dos personas se presentaban
ante el Señor, y si esa declaración resultaba falsa, se le hacía
sufrir la misma sentencia que él había querido aplicar al otro.
Le recordé la sentencia del Señor de cobrar vida por vida, ojo
por ojo, diente por diente, mano por mano y pie por pie. Como
ella, tampoco firmaba la carta; puse en el extremo inferior de-
recho de la hoja blanquísima: Deuteronomio: 19. 15-21.
El jefe aseguró que la carta era buenísima, más que buení-
sima, excelente, inmejorable, y me miró amistoso y admirado.
En el sobre anoté el nombre y la dirección del destinatario y
nada más. El jefe se encargó de que la carta saliera aquella
misma tarde. Pidió que esperara paciente, que me guiara por
sus consejos. Ya no me separé de su lado. A todas partes íba-
mos juntos, incluido el baño, donde nos desnudábamos y él guiaba
mis ejercicios. Apoyaba su pie descalzo en mi espalda para
que bajara bien hasta el suelo, mientras yo hacía las planchas, y

204
yo lo sujetaba por los mismos pies en el momento de sus abdo-
minales. Enternecidos por nuestra amistad, nos mirábamos a
los ojos. En esas sesiones de ejercicios, casi desnudos y sudan-
do, me contó de sus estudios sobre los textos bíblicos, que ini-
ciara en la cárcel, y que después de tantos años de dedicación
podía considerarse un gran masoreta, más grande que los per-
tenecientes a las dos familias de masoretas de Tiberias: la Ben
Neftalí y la Ben Asher.
Con los dedos anudados tras el cuello, los antebrazos rec-
tos, los codos como ángulos, erguido el torso, hasta quedar casi
sentado, conocí que los Ben Asher formados por Moisés y
Aarón fijaron el texto hebraico consonántico y regularizaron su
vocalización, con puntos en el seno y debajo de las consonan-
tes. El jefe, en sus días de cárcel, fue más allá. Ideó un método
de puntuación más práctico y moderno.
Ambos, frente a frente para corregir nuestras cuclillas, con
los torsos rectos, hacíamos flexionar las rodillas para que los
cuerpos bajaran. Mientras bajábamos, y aun cuando subíamos,
el jefe me revelaba que en cuanto saliera de la cárcel se las
arreglaría para viajar a Londres. En la biblioteca británica se
encontraba el códice Or 4445, atribuido a Moisés, y sobre él
trabajaría. Si era preciso lo subrayaría anotándolo, pintando
musarañas en los márgenes. Jadeante, con el cuerpo brillando
por el sudor, se vanagloriaba del robo que habría de perpetuar.
Colgados ambos de una barra improvisada, levantando el
cuerpo con la fuerza de nuestros brazos, admiré su certeza de
que conseguiría también el manuscrito samaritano del
Pentateuco, conservado en Nablús, y los manuscritos del
Qumrán guardados en la ribera del Mar Muerto. Por todos
ellos pediría al Papa unos mil millones de dólares.
Totalmente desnudos bajo las duchas, el jefe me pidió ayu-
da. Juntos podíamos conseguirlo. Con el dinero del rescate com-
praríamos todas las playas de Hawai. La idea me gustó muchí-
simo. Pero más que Hawai, yo haría trazar dos ejes. Uno vertical,

205
levantado a partir de mi cabeza; el otro horizontal, como tan-
gente al extremo culminante de la cúpula del Capitolio. Y
desde el punto que formarán las dos líneas al cruzarse, man-
daría tirar una cinta métrica, para saber cuánto más alta es la
cúpula que yo, cuánto debo crecer para conseguir su dimen-
sión, y si no puedo, evidentemente no podré, supliré esa au-
sencia con billetes. Un billete encima de otro, sin que entre
ellos cupiera una hebra de hilo. Miles de billetes pegados unos
con otros, de mil cada uno, y dólares. Con ese dinero me
compraré el Capitolio. El Cándido de La Habana, como lo
bauticé cuando llegué la primera vez a la ciudad. Esto y más
planeábamos durante los ejercicios, en la cola de la comida y
dondequiera que estuviéramos.
Tan exaltado estaba con estos planes que llegué a contarle
lo que tanto negara a Pepa la murciana: el robo en la casa del
poeta del Vedado. Entusiasmado hice una lista de los cuadros,
y le mencioné también los que robé para mí solo. Le hablé de
todo el dinero que podían dar si conseguíamos sacarlos del país.
Un gordo maricón, marquesa de Flores de Guzmán, pretendía
venderlos a un galerista italiano. De ese dinero me había pro-
metido una suma importantísima. Todo eso le conté. El jefe,
que tenía la capacidad de impresionarme aun cuando no se lo
propusiera, se rió a carcajadas. Le faltó la respiración de tanto
reírse. Indignado y con los brazos cruzados esperé que termi-
nara. Le pareció una tontería que comparara esos cuadros con
los manuscritos del Qumrán, con el manuscrito samaritano del
Pentateuco y con el códice Or 4445. Nada valían mis cuadros
comparados con ellos. La Biblia garabateada por Lutero valía
más que toda la pintura cubana junta, y que si yo quería podía
sumar a esa pintura todos los cubanos y la isla misma.
Lo más grave fue que, entre risas, me sugirió que no pensa-
ra más en los cuadros, que era cierto que podrían dar algún
dinero, tal vez bastante, pero que la marquesa de Flores de
Guzmán nunca los vendería a un galerista italiano. Ese maricón

206
armó, con la madera de la barbacoa de su casa en Centro
Habana, una balsa. Cuando estuvo lista, puso a buen recaudo,
dentro de un estuche impermeable, los cuadros, y echó la balsa
al mar. Desde Cojímar salió rumbo a Miami. Debía estar en
una playa de Florida tomando cerveza dominicana y pagando
muchachitos hermosos.
Por mucho que pregunté al jefe, no dijo de dónde había
sacado esa información. Confié en él y pensé al gordo encima
de una minúscula balsa en medio de un mar furioso, bajo un sol
inclemente, quemando su grasosa carne mojada por las inmen-
sas olas. Me gustó imaginar que se le acababa el agua potable
y se veía obligado a tomar agua salada, y que le entraban diarreas
tremendas. Con sus nalgas fuera de la balsa apuntaba a las
olas encrespadas. Un pez aguja hambriento y quizá molesto
por la peste a mierda, clavaba al gordo el aguijón en una de sus
nalgas. Rogaba yo a Dios que, en ese momento de mis pensa-
mientos, aparecieran los tiburones atraídos por la sangre, dien-
tes afilados, mandíbula batiente. Rogaba para que no lo comie-
ran de un bocado, que lo mordieran poco a poco, casi en cámara
lenta. Pedí que sufriera mucho mientras el tiburón metía los
colmillos en sus carnes fofas, y que después, muerto de asco,
vomitara el cuerpo de la marquesa, y el mar enfurecido batiera
esos trozos de carne y los devolviera, con las olas ya leves, a
las costas de Cuba. Que ningún pez quisiera comerlos ni pes-
cador alguno los usara como carnada, que el sol de la isla los
pudriera y se llenaran de gusanos. Que fuera al fin aquel gordo
inmundo y desgraciado, un montón de pedazos de carne
putrefacta en la orilla de una playa, o mejor, de una costa roco-
sa, y desapareciera calcinada esa podredumbre por el insopor-
table sol de esta isla.
El jefe se rió de mis maldiciones. Le pareció graciosa la
vehemencia con que deseaba el mal a la marquesa, como an-
tes lo deseé a Lisístrata. Se reía, y yo se lo perdoné por la
protección que me ofrecía y porque me prometió emplearme

207
en la búsqueda de los manuscritos y los códices que nos permi-
tirían ganar grandes sumas de dinero con las que yo podría
comprarme el Capitolio de La Habana. Por eso permití al jefe
que se riera todo cuanto deseaba.

208
Unos días después de enviar la carta, el jefe se
apareció con un nuevo sobre escrito con la misma
caligrafía irregular. Ambos estábamos nerviosos.
No leí la carta en silencio, deseaba que el jefe es-
cuchara.
Esa vez Amalia no escribió sobre Moisés y los
israelitas, sino de un joven rico que interrogó a Je-
sús sobre el modo de entrar en la vida eterna. Je-
sús le respondió que cumpliera con los mandamien-
tos del Señor. Amalia enumeraba a continuación
cada uno de los mandamientos que le fueran reco-
mendados al joven, hasta llegar al no robar, como
siempre, escrito en mayúsculas, subrayado y entre
comillas. En el extremo inferior derecho anotó, San
Mateo 19.
El jefe conocía la historia y la continuó. El mu-
chacho aseguró que desde mucho antes cumplía
con esos mandamientos, pero aspiraba a la per-
fección. Entonces añadió Jesús que para alcanzar
la perfección debía entregar todas sus riquezas a
los pobres y unirse a él. Cabizbajo se marchó el
joven. Eran muchas sus riquezas y al parecer no
estaba dispuesto a dilapidarlas.

209
Algo parecido habría hecho yo. Me parecía un atrevimiento
de Jesús proponer tal cosa y ser dadivoso con lo ajeno. Me
sentí satisfecho de haber despojado a la vieja Amalia de sus
joyas y al poeta del Vedado de sus cuadros: entrarían limpiecitos
en el reino de los cielos. El señor se lo tendría en cuenta a la
hora del juicio final.
“Debes escribir tu respuesta”, dijo el jefe, y que esa misma
tarde saldría rumbo a La Habana. Volveríamos a escribir sobre
los testigos falsos. Para eso abrí mi edición popular de la Biblia
con paisaje crepuscular. Escogimos el Éxodo, capítulo 23. Anoté
el versículo siete: “Apártate de las acusaciones falsas y no
condenes a muerte al hombre inocente y sin culpa, porque yo
no declararé inocente al culpable.”
De muy fría calificó mi protector la misiva; aseguraba que
con sólo citas bíblicas conseguiríamos muy poco; la vieja no se
Iba a conmover. Me propuso observar el comportamiento de
cada uno de los presos, el suyo, el mío, el de los guardias, y
contar a la anciana algún pasaje que contraviniera las leyes del
Señor; que mirara, escuchara, y luego escribiera. En los suce-
sos que contara yo no debía participar. Contarlo con la pruden-
cial distancia de un narrador omnisciente, que según el jefe es
el que todo lo ve y todo lo escucha.
Hojeando el Levítico, tercer libro del Pentateuco, di con el
capítulo 19, dedicado a las leyes de la santidad y la justicia. En
el versículo 28 leí que Dios castiga con severidad a quien se
hiriera a causa de un muerto y al que se hiciera cualquier clase
de tatuaje. Entonces recordé a Job, a quien conocí en la cárcel.
En la carta revelé a Amalia lo ocurrido. Job se llamaba José
Orestes Benavides. Job eran sus iniciales, de ahí el alias. En la
cárcel todos lo llamaban Job, incluso el jefe y yo.
Llegó una tarde en que descansábamos en el patio, vestido
completamente de negro. Su pelo era negro y larguísimo. Abra-
zando su frente y amarrada en la nuca, una ancha cinta tam-
bién negra.

210
El pulóver sin mangas dejaba al descubierto sus bíceps, que
muchas sesiones de pesas le costaron, y los tríceps, su orgullo.
Sus pectorales se insinuaban debajo del algodón. En la cintura,
un poco alta, el grueso cinto rematado por una hebilla de alpaca
que simulaba la boca de un león; en el centro y en peligro inmi-
nente, un pajarito revoloteaba sobre aquellas fauces abiertas.
Los negros pantalones se perdían dentro de las botas altas y
apretadas. En las muñecas dos pulseras de cuero con bolitas
de alpaca, el único metal que tal vez podía pagarse.
Caminaba arrogante este Job, la cabeza erguida, el pecho
levantado. Sin duda intentaba impresionarnos. Pronto nos en-
teramos de que era un rockero confeso y evidente; sin embar-
go, su negro atuendo no hacía pensar, como a él le habría gus-
tado, en un rocker neoyorquino o londinense, sino en un rocker
de Kirguizia, de la Europa exsocialista y del Este. Supimos, sin
movernos del patio, que tenía la ilusión de ser un ranger. Ate-
soraba en su casa lanzagranadas, una ametralladora moderní-
sima, puñales, ropa de camuflaje, cantimploras, sogas y cuanto
fuera necesario para cumplir riesgosas misiones militares.
Tuvo mala suerte. Una vieja del Comité se puso a fisgonear
a través de la ventana entreabierta y denunció al muchacho a
la policía. Job ignoraba que, tras esa visita a la unidad, un co-
mando apertrechado se dirigía a su casa con órdenes de hacer
un registro. Un coronel venía al frente.
Fueron recibidos por la madre, quien aseguraba que debía
haber una equivocación. El coronel ordenó a la tropa que se
dirigieran al cuarto de Job. A pesar de las lágrimas de la ma-
dre, aferrada a las piernas del coronel, entraron buscando el
cuarto del acusado.
En el umbral de la puerta y sobre un trípode hallaron la
ametralladora, y detrás de la mira telescópica, tratando de ubi-
car un objetivo, el ojo derecho de Job. Vio las piernas del coro-
nel, los brazos de su madre aferrada, suplicante, a las piernas
del oficial. No atinó a otra cosa que a apretar el gatillo. Detrás

211
de la mirilla vio el disparo largo, continuo, mecánico; vio el des-
plazamiento de la bala, y su entrada en la pierna del oficial a
través de la tela verde del pantalón. Muy nervioso oyó el grito:
“cojones, me dio!”. Sin abandonar la mirilla, vio Job la sangre
en el piso.
Job no pudo esclarecer la procedencia de la ametralladora
con mirilla telescópica, de las dagas y las espadas en la pared.
Tartamudeó explicando que el puñal de hierro, guardado en
una urna, era un legítimo Hallstat. El oficial herido no entendía
ni el dolor lo dejaba entender. Estaba sangrando y adolorido, y
Job empeñado en que entendiera que el puñal fue descubierto
en una mina de sal en la localidad de Hallstat, en la Europa
Central, y que era antiquísimo, de valor incuestionable. Los
subordinados querían llevar a su jefe al médico, perdía mucha
sangre, pero él deseaba conocer el significado del plano
enmarcado y cubierto por un cristal. El muchacho aseguró que
se trataba del plano de un arma cubana, diseño de Arturo Co-
mas y Pons, bejucaleño. Describía un velocípedo aéreo que el
excéntrico Comas se propuso construir. Para llevar a término
su obra, pidió a José Martí la cantidad de diez mil pesos. Desde
tal velocípedo se podía arrojar, en medio de la noche, una lluvia
de bombas sobre una población o campamento enemigo. El
inventor no tuvo suerte, y nunca consiguió el dinero. De su
proyecto solamente quedaba el plano, ahora en una pared del
cuarto de Job. El oficial no estaba interesado en esa historia,
quería conocer la procedencia del AKM que colgaba encima
de la taza del inodoro, y el muchacho, que le gustaba cagar
mirando hacia arriba, al trayecto oscuro del cañón; tampoco
pudo justificar la procedencia del revólver Colt cuarenticinco,
escondido bajo el colchón de su cama, ni de la granada que
colgaba del collar de cuero con bolitas de alpaca de su perro
Goebbels. El oficial exigió exaltado una explicación sobre las
múltiples cajas de vitaminas, desde la A hasta la Z, que encon-
tró en el closet del baño, y Job contestó “Son para fortalecer mi

212
cuerpo”, y trató de desviar la atención denunciando a un grupo
de freakis que fumaban marihuana y hachís en la casa de al
lado, y a un grupo de maricones, a quienes llamó el “hampa
gay”, que suministraban las drogas. “¡Son traficantes, son ma-
ricones!”.
A la cárcel vino a dar el ranger-rocker. En cuanto llegó le
desataron la cinta que apretaba su frente, la melena negra que-
dó suelta, y el barbero pasó la maquinita. Job lloraba viendo su
cabeza despojada, casi calva, semejante a la de un mujik
bielorruso. Después, y pese al llanto, las autoridades de la pri-
sión lo conminaron a despojarse de su atuendo. Boquiabiertos
quedaron los guardias al comprobar que el bulto que resaltaba
en la zona de la pelvis era falso. Un simple puñal, la hoja apun-
tando hacia el ombligo y el cabo hacia abajo, sujeto con un
esparadrapo. Tras las carcajadas fue obligado a vestir el uni-
forme de preso.
Esa noche continué escribiéndole a Amalia, no pudo Job
pegar los ojos. Miraba hacía arriba, a la tabla que sujetaba mi
colchoneta; lo ubicaron en mi galera y en la cama de abajo. Lo
oí llorar y maldecir. En la mañana no fue a desayunar; se mos-
tró rebelde y con cara de pocos amigos. Así estuvo varios días,
hasta que descubrió a Ramiro, el tatuador. Más que las figuras
que tatuaba, lo que llamó su atención fue el objeto punzante
con que lo hacía: una especie de aguja pegada al cabo de un
cepillo de dientes. Brillaron sus ojos al descubrir la punta que
penetraba la piel. Tal vez recordaba sus dagas. Esa vez Ramiro
daba los toques finales a una Caridad del Cobre, no en su ver-
sión conocida, con los dos marineros y el negrito en la barca.
En la espalda del tatuado trazó a los tres hombres aferrados a
los barrotes de una celda. La Virgen los miraba desde arriba.
Ramiro, que se aprovechaba de todo, descubrió el entusiasmo
de Job y le pidió ayuda. El recién llegado le alcanzó las tintas.
Días después, guiado por las manos del tatuador, empuñaba el
extraño punzón.

213
Así dio sus primeros pasos en el tortuoso camino del tatua-
je. “Y ya sabe usted, señora Amalia, cuánto desprecia el Señor
a quienes son capaces de tatuar la piel del prójimo. El jovenci-
to, que era, como yo, un pobre muchacho de familia, se vio
tentado por las argucias de un camaján, puesto allí por la mano
del diablo para que contraviniera las leyes del Señor.”
Job no se separaba ya de Ramiro, que lo observaba con
malicia. En sus ojos había deseo; disfrutaba la carne de Job y
soñaba con tatuarla. En las noches, alucinado con la blancura
del cuerpo del muchacho, movía los dedos como si portara la
aguja de tatuar, llenando de imágenes el cuerpo invisible. Una
serpiente devoraba un corazón; el mismo corazón sangrando
por la herida y un cáliz que recogía la sangre; en la copa, inscri-
to, el nombre de Ramiro; Job en el calvario, otra vez con el pelo
largo, la cinta rodeando su frente. Proyectó parodiar “La sa-
grada familia”: Ramiro, José; Job, María; el niño a quien levan-
taran entre los dos, no sería un niño sino el punzón con que
tatuaba el cuerpo de los presos. Ramiro, de nuevo dibujado en
el cuerpo de Job, ahora como la Piedad, y Job en sus brazos.
La Piedad buscaría el mejor sitio para hundir su aguja. Ramiro
alucinado, creyendo que Job le entregaba su espalda. Se le
ocurrió que transformando los rasgos de la Mona Lisa, más
alargado el rostro, huesudos los pómulos, disimulada la sonrisa,
podía convertirse finalmente en Job. Debajo, en el extremo
derecho, la firma del artista.
Cuando supuso que el momento había llegado le pidió a Job
que se dejara tatuar. El muchacho se negó, pero sólo al princi-
pio. El exagerado disgusto del tatuador lo llevó a cambiar de
idea y terminó aceptando. Le entregó su torso y Ramiro no
dibujó la Piedad ni “La Sagrada Familia”, ni cambió las faccio-
nes de la Gioconda, consideró a Job su creación, como si todo
el cuerpo fuera suyo; Ramiro el escultor, Job su obra de arte.
El tatuador inscribió su nombre, el del artista, un poco más
arriba de la tetilla izquierda, cerca del corazón, y le dijo que eso

214
los uniría más, serían inseparables. Mientras escribía su nom-
bre encima de la tetilla izquierda, la acariciaba con la uña del
dedo meñique, libre del pequeño punzón. La tetilla de Job se
endurecía gustando del roce. Aunque no se diera cuenta lo
estremecía el roce de la uña en la areola de su tetilla, en la
tetilla misma.
Al día siguiente volvió Ramiro a trazar su nombre, esta vez
encima de la tetilla derecha, y volvió a rozar la areola y la tetilla
misma con la uña de su dedo meñique, y Job se estremeció
más que el día anterior. Creyó que era el roce, solamente el
roce. Se mordió los labios y cerró los ojos. Ramiro, que se
aprovechaba de todo, dejó que la yema del meñique acariciara
la tetilla. Aquel cuerpo lo obsesionaba, ya no pensaba en otra
cosa. Quería advertir con letras, con su nombre tatuado, que la
piel del preso le pertenecía. Nada de dibujos exuberantes, nada
de vírgenes, para Job el nombre de su dueño, en todas partes,
en cada lugar visible, tan sólo eso.
Job, en las noches, acostado en su miserable litera, acarl-
ciaba sus tetillas recordando el cosquilleo que le producía la
uña de Ramiro.
En pocas semanas su cuerpo tuvo múltiples veces tatuado
el nombre de Ramiro. Para tatuar, el dibujante no limpiaba la
herida, retiraba la sangre con la lengua y se relamía; del extre-
mo de la aguja retiraba la carne con sus dientes, y la tragaba.
Tales gestos empezaron a agradar al uniformado joven mujik
bielorruso que ahora parecía un marinero de Odesa lleno de
tatuajes que únicamente variaban en el color de la tinta o en el
diseño de las letras. Siempre un único nombre: Ramiro. Mien-
tras más perforaba el tatuador, más le pertenecía el cuerpo del
tatuado, al que ya nadie miraba. Todos conocían al dueño. Job
se paraba ante un espejo, observaba la inscripción en la frente,
dibujada con caracteres góticos preciosos. Ante el espejo re-
cordaba ese día en que dejó de percibir el dolor. El azogue le
devolvía las horas de placer en que las prodigiosas manos de

215
Ramiro anduvieron hábiles en su frente, y volvió a sentir la tinta
fría cayendo en la piel abierta.
Después Ramiro propuso rotular las nalgas. El muchacho
aceptó sin miramientos. Ramiro accedió a uno de los últimos
reductos de piel virgen, y en cada nalga escribió su nombre. La
R apareció ataviada por ramas y hojas de un verde intenso;
flores abrazaban el cuerpo de la letra, la interrumpían, como
esas capitulares de ciertas ediciones lujosas. Casi convulsiona-
ba hincando la piel; gemía Job de placer siguiendo el curso de
la aguja, y se estremecía al sentir la lengua que hurgaba en sus
heridas.
En verdad aquel par de nalgas merecían ser fotografiadas,
como el acto del tatuador empuñando su instrumento, y Job en
su entrega, arrodillado, las nalgas empinadas, el torso pegado al
suelo, la cara sobre las manos enlazadas, la mirada perdida.
Cuando hubo terminado su trabajo, Ramiro le confió que
quería mostrarle algo y sacó su pinga excitada, con ligeras con-
tracciones, casi jadeante. Job contempló al animal y descubrió
lo que el otro se proponía mostrarle: un tatuaje trazado en tinta
roja que decía, ““El poder y la gloria”. Job no pudo contenerse,
y de nuevo se echó en el suelo. La pinga le pareció un arma,
una granada de metralla, larga y robusta. Era una ojiva el glan-
de, y acarició la roja filigrana. La acarició y leyó en voz baja
“El poder y la gloria”, repitiéndolo mil veces, conmovido ante
aquella obra de arte inscrita encima de otra obra de arte. Giró
sobre sus rodillas, y de espaldas al tatuador, empinó las nalgas,
las apartó con sus manos y le mostró el camino dejando su
puerta angosta al descubierto.
Ebrio de gozo, mirando lo que se le ofrecía, se disponía
Ramiro a penetrar aquel trayecto oscuro, cuando Job levantó
su voz. “Tatúa”, dijo. Impresionado, se detuvo ante la propues-
ta. Nunca le había ocurrido nada semejante; nunca una entre-
ga fue tan tremenda. Con el índice recorrió los bordes; descri-
bió el círculo, hundiéndolo luego en la piel virgen, suave y

216
pegajosa. Olfateó el dedo con el que había tanteado. Volvió a
recorrer los pliegues, de adentro a afuera, de afuera a adentro,
hasta el vacío que deseaba penetrar. Ya estaba dispuesto a
trazar su nombre en la entrada de aquella puerta, cuando Job
volvió a levantar la voz. “Escribe, Tuyo es el reino.”
Ramiro inició el trabajo. Escribió la T, lento, emocionado
con el placer y la humedad de la carne ensangrentada y tibia.
Dibujó su mejor tatuaje, esta vez en forma de círculo. Fue una
labor de titanes, lo mismo para el tatuador que para el tatuado.
Horas y horas de tensión, para que una letra no fuera diferente
a la otra. Cada una equidistante, entre los pliegues que señala-
ban el diámetro del círculo perfecto. Horas y horas, y ninguno
se quejó. Apenas se movían. Fue una muestra de placer quieto
y silencioso. Sudaba Ramiro, y las gotas caían sobre “su poder
y su gloria”. Job sangraba manchando el reino. Ramiro rellenó
de azul las heridas, de un azul que nunca supo cómo consiguió,
mediante qué rara alquimia. Un azul perfecto; más que el azul
del cielo era el cielo mismo, reducido a las palabras que anun-
ciaban el Reino, descubrían su puerta a los elegidos: a Ramiro,
que apenas podía creer lo que estaba haciendo. Un poco aleja-
do contempló la obra terminada. Admiró su maestría, su per-
fección.
Job anunció entonces que ya podía entrar, el reino lo aguar-
daba. Ramiro abrió temeroso con un dedo y penetró suave,
como palpando el camino. Job exigió que entrara de una vez.
Ramiro apuntó a la puerta y acercó la ojiva; empujó lento, suje-
tando a Job por la cintura. Abrió y traspasó definitivo la puerta
circular. Y la puerta se hizo ancha para que visitara el reino de
los cielos. Como bestia entró y se movió glorioso. Varias veces
recorrió el camino y se retiró impresionado al reconocer las
maravillas del reino. Cada vez entró más seguro y el reino fue
más dócil. Era una casa enorme, un valle, montañas surcadas
por ríos, hermosos árboles donde cantaban pájaros de colores
brillantes. Cada paso lo aseguraba más en el camino, en su

217
deseo de no salir. Penetró desde la ojiva hasta la banda de
rozamiento, como pensaría Job, apasionado por las armas. La
granada estaba a punto de estallar. Ramiro lo supo por el ardor
que lo recorrió. Job se adelantó antes de que ocurriera el esta-
llido. Ya para entonces todos los presos los habíamos rodeado.
Job gritó alto, para que Ramiro escuchara y estallara al fin.
“Tuyo es el reino; mío, El poder y la gloria.”

218
Así terminaba el episodio que conté a Amalia
Touza. Escribí que sucesos semejantes podían ocu-
rrirme por su empecinada acusación, y quizá co-
sas peores. “Como ve, señora, por ahora me salvo
entregado a la lectura de los libros sagrados. Así
espero llegar hasta el final, a pesar suyo.” Y no di
como referencias el Éxodo, ni el Levítico, ni el
Génesis, escribí únicamente “Cándido, desde la
cárcel”.
El jefe elogió la anécdota, incluso la escritura.
Celebró el orden y la coherencia del relato, y aña-
dió que a ratos era ingenuo, pero que tal cosa ser-
viría a nuestros propósitos. Se volvió de pronto algo
altanero, señalando que tenía artificios retóricos
innecesarios y un estilo a veces cursi, sobre todo
en eso de la roja filigrana en la pinga de Ramiro.
Sin embargo el balance general era bueno y de-
mostraba un talento que discurría sensato por la
realidad de la prisión y otras cosas más que enten-
dí elogiosas a pesar de que me parecieron raras.
Me entregó un sobre y pidió que escribiera el nom-
bre y la dirección de la vieja. De inmediato resol-
vería el envío, y a esperar respuesta.

219
Crecía entre nosotros una intimidad espontánea, sin que nin-
guno pudiera evitarla. Cuando abría los ojos me encontraba
con los suyos; me invitaba al aseo y al desayuno. En esos días
terminé aceptando su propuesta de que me mudara a una litera
debajo de la suya. Había que ver su alegría cuando por fin
acepté. Tendido en su cama, sacaba la cabeza para contarme
historias. Así, sin que yo preguntara, conocí por qué cayó en
presidio.
El tipo más temido por su fortaleza, su soberbia y hasta
por la belleza de sus ojos verdes, había sido chofer de la ruta
sesentisiete, la que hacía el recorrido de Nuevo Vedado a la
calle Prado en La Habana Vieja. En el último viaje de aquel
día fatídico, cantaba Last train to London, contento de que
se acercara el momento de quitarse la camisa de chofer y el
guardacuello; contento recordaba las miradas de Luz Marina,
que en aquel momento estaría peleando con Oscar por la bo-
bería de su hermano de perder el tiempo haciendo versos.
Durante el trayecto del último viaje del día, pensó en su llega-
da a casa y en la manera abrupta en que Luz Marina dejaría
de pelear quedándose tranquilita, hipnotizada al ver su pecho
descubierto; embobecida ante sus pectorales, tomaría la ca-
misa, la colgaría de un perchero, y la pondría en el patio a
coger fresco. Antes le besaría el esternón, acariciadora reco-
rrería el torso completo de su marido. Oscar se comería las
uñas, testigo de una escena tan conmovedora, e intranquilo
haría una señal a su cuñado anunciándole que en instantes le
alcanzaría las chancletas. Luz Marina, rabiosa, que “Eso es
cosa mía”, Oscar, sin dar oídos al reclamo de su hermana, se
perdía en dirección del cuarto y regresaba con las chancle-
tas. A la vuelta ya Luz Marina le había quitado las medias y
los zapatos, y Oscar disfrutaba de los pies de su cuñado en-
trando en las chancletas que él mismo le comprara en la Ar-
gentina, cuando lo invitó la gente de Diario de Poesía para
que hablara de la lírica de Virgilio Piñera.

220
Abstraído pensaba el chofer en lo cariñosos que resultaban
su mujer y su cuñado, disputándose el derecho de llevarle el
agua caliente al baño. Oscar mostraba un jabón exquisito, Luz
Marina la colonia para después de afeitarse. En la noche se
sentaban los tres alrededor de la mesa, y su mujer quería que
se sirviera más frijoles, y Oscar le ofrecía otro poquito de car-
ne. Tarareando Last train to London, imaginaba el momento
del café en familia, sentados frente al televisor. En ese instante
en que el chofer de la ruta sesentisiete hacía girar el ómnibus
para enfilar Prado, la niña Paquita, patinando y tarareando
Yellow submarine, entusiasmada y a mucha velocidad, cruzó
la calle sin mirar a los lados. El chofer se mantuvo ecuánime,
dio un pequeño giro sin perder los frenos, pero nada pudo hacer
para impedir lo que sucedió después. La niña cayó bajo las dos
ruedas delanteras, que pasaron por encima de su cuerpecito,
sin que el chofer pudiera evitarlo. Únicamente se rescataron
ilesos los patines.
En eljuicio, el abogado de la familia de la niña muerta mos-
tró infinitas pruebas que lo inculparon. El jefe de galera, que
entonces no lo era aún, y a quien llamaban “el acusado”, mien-
tras a Paquita “la occisa”, estaba desalentado y atónito, los
ojos muy abiertos y fijos. Sus verdes pupilas se diluían en el
blanco de la córnea. Luz Marina no hacía más que llorar. Oscar,
acalorado y gimiente, usaba un abanico malva que comprara
por cien pesetas en el barrio de Chueca, durante su último viaje
a Madrid. Así escucharon el veredicto de los jueces: veinte
años de privación de libertad por un delito de asesinato preme-
ditado.
Desde hacía tres años estaba en prisión. No le costó mu-
cho tiempo ni trabajo que lo consideraran jefe de galera. Allí
sus músculos, ya definidos, se pronunciaron más; su mirada
se tornó dura, y él más silencioso. Ningún preso se atrevía a
desafiarlo. Cada vez lo trataban con más respeto, y había
quien le hacía regalos que él aceptaba si no eran interesados.

221
Sin saber cómo, fue hablando y se le escuchaba, fue dando
órdenes y se le obedecía. Cuando caminaba, algunos presos
casi lo reverenciaban. Hacía ejercicios para mantenerse en
forma; el respeto que le prodigaban terminó gustándole. Tam-
bién se dedicó a la lectura, en un principio para matar el tiem-
po, pero más tarde le fue cogiendo el gusto. Luz Marina traía
libros que le mandaba Oscar. El primero que recibió, Vida de
Jesús, de Ernesto Renán, inició su interés por los textos bíbli-
cos, y ya nada lo detuvo. Por sí mismo se procuraba libros
sobre el tema, además de los que le traía, enviados por Oscar,
Luz Marina en sus visitas al Pabellón.
Ella casi enloqueció por la ausencia de su marido. A la hora
en que el chofer, ahora preso, acostumbraba llegar, se exalta-
ba. Caminaba nerviosa por la casa, casi corría. Tras las rejas
de la ventana espiaba la calle creyendo que vería llegar al hom-
bre vestido con camisa blanca y guardacuello azul. Se precipi-
taba a la puerta si sentía un toque en la aldaba, toques que casi
siempre imaginaba. Oscar, también nervioso, se balanceaba en
un sillón, y exigía a su hermana que se tranquilizara o se fuera
a la cocina. Ella sospechaba que su hermano pretendía estar
solo y más cerca de la puerta, por si acaso. Quizá fuera cierto.
Los dos se miraban mientras permanecían sentados a la mesa,
y cada uno buscaba una respuesta en el otro queriendo cono-
cer si era soportable la espera de veinte años, y apenas co-
mían. Preso el chofer, ambos se odiaron. A ninguno le intere-
saba ver otra cosa que no fuera la figura del chofer en el umbral
de la puerta, despojándose de la camisa. Oscar llegó a robar de
la zapatera de los esposos las chancletas de su cuñado. Escon-
dido en su cuarto las acariciaba; apretados los ojos imaginaba
los pies del marido de su hermana deslizándose dentro, los de-
dos al descubierto. Pegaba su nariz buscando el olor de los
pies. En el cuarto contiguo, Luz Marina se dormía abrazada a
la camisa blanca de chofer de guagua, que no lavaría más y
con la que cubría su pecho desnudo. Los pantalones que lleva-

222
ba el jefe aquel día fatídico los usaba la esposa como piyama.
Entre sus dientes, los calzoncillos, con la mancha y el olor a
orine. En las mañanas, Luz Marina salía del cuarto sosteniendo
la ropa sucia del marido. Lo hizo cada mañana, en tanto que a
Oscar no se le ocurrió la macabra idea de echar esa ropa en el
lavadero y cubrirla con detergente. Exigió a su hermana que
abandonara su fetichismo y lavara por fin aquella ropa. A Luz
Marina le dio un ataque de histeria cuando vio las ropas cubier-
tas por agua espumosa. Dio gritos, aseguró que mataría a su
hermano, que le pondría veneno en la comida. Terminó
rasgándose el vestido. Desnuda y tirada en el suelo clamó por
su marido preso. Tan enloquecida estaba que Oscar se asustó.
Intentó levantarla pidiéndole que se calmara, y hasta juró que
nunca pudo imaginar que la ropa en el lavadero le provocaría
tal estado. Su hermana, que no quería entender, lo mordió y le
haló el pelo, le deseó una muerte solitaria y dolorosa; que nun-
ca completara un poema; que jamás saliera de aquel verso
horrible “el pez de la torre nada en el asfalto”.
Esa mañana recibió el telegrama con la noticia de que podía
visitar a su marido. A las ocho en punto debía estar en la pri-
sión. Cuando el jefe entró en el Pabellón, Luz Marina lo aguar-
daba. Ninguno de los dos pronunció palabra. No hubo llanto.
Cualquier conversación los disociaría de lo que tanto habían
esperado. Ambos se miraron sumidos en un encantamiento.
Parecían seguros de que ese momento no se volvería a repetir.
El tiempo era apenas un regalo. Aturdidos, querían hacer de
esos instantes de Pabellón un día normal de sus vidas. El jefe
se despojó de su camisa de presidiario, y Luz Marina la tomó
como si fuera la camisa blanca de chofer, colgándola de un
clavo que sobresalía en la pared. Antes de servir el café, que
llevó en un pomito de color ámbar, acarició, tenue, el esternón
de su marido, luego todo el torso. Si en otro tiempo, en cada
encuentro amoroso, lo miraba angustiada ante la imposibilidad
de quedar unida a él para siempre, ahora tal limitación le pare-

223
cía más evidente. Sufría por lo efímero de ese encuentro; preten-
día que fuera como en casa y que no se le escapara un detalle.
Asumir la brevedad del encuentro sería fatal. Se alisó el vesti-
do, se acarició el pelo, flexionó hacia atrás el cuello. El café fue
servido en la tacita que más le gustaba al marido. Sin armar
aspavientos la sacó de su bolsa, vertió el líquido negro, esperó a
que él la devolviera para ponerla encima de la mesita, al lado
de la cama. Extasiada contempló su pecho mientras lo despo-
jaba de los zapatos, de las medias. Desnudos se observaron,
como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Extasiados pare-
cían reconocerse y no soportaron estar solos. Llenos de felici-
dad por tenerse el uno al otro, se amaron. Él la poseyó ávido.
Ella fue egoísta, quiso todo de su macho, lo tomó todo. Cada
uno fue caritativo con el otro, y los dos lloraron. Sensuales
recibieron los favores que esperaban y dieron gracias. Luz
Marina no podía entender que el placer terminara. Precisaba
más, aunque ese más fuera la muerte. Esa vez quiso morir en
la entrega, que ambos quedaran juntos, tendidos y abrazados
en la cama, ya sin respirar. Luz Marina no quería otra cosa que
no fuera su marido, su marido en cuerpo y alma. Abandonó la
pinga erecta. Aunque le encantaba al jefe de galera, retiró su
boca. Si algo le gustaba realmente al marido era meter hondo
el sexo en la boca de su mujer y rozar su garganta. Le gusta-
ban las arqueadas que provocaba en Luz Marina al alcanzar su
glotis. Aunque exaltada, también disfrutaba de las arqueadas,
se retiró. Arrodillada, fue ágil. Qué destreza demostró la amante
esposa. Deseaba la trascendencia del encuentro. Tomó diestra
el pomito en que trajera el café. Rodeó el glande con la boca
del pomo, hizo que los bordes de cristal la rodearan, que el
huequito del glande quedara al centro. Así esperó Luz Marina
la última ofrenda. En el fondo del pomito de color ámbar cayó
la leche del jefe de galera. Asombrado sonrió el hombre.
Luz Marina se marchó llorando, con el pomo entre las
manos. Nada había en el mundo que le gustara tanto como su

224
marido, y con el fin de recordarlo se llevaba esa última ofren-
da, la que atesoraría hasta la próxima visita. Ya en la casa
contemplaba el pomo, destapaba, olía. En la soledad de su
cuarto mojaba el dedo y saboreaba gustosa. En ocasiones
derramaba una pequeña parte de su contenido y lo frotaba en
su cuerpo.
Eso decía Luz Marina al jefe, pero bien conocía el preso
que su mujer desafiaba al hermano. En las noches, mientras
comían, colocaba el pomo ámbar sobre la mesa, entre los
cubiertos y el plato. En ocasiones lo destapaba, casi metía la
nariz, se regodeaba con su olor. Incluso acudía a la agresión
verbal: aseguraba que su hermano escribiría mejores versos
si ella le permitiera acercarse al contenido del pomo, que ese
pez que nadaba difícilmente en el asfalto, lo haría como en el
agua si entraba en una de las cascadas de leche de su mari-
do. “Por mi culpa escribirás por el resto de tu vida ese verso
horrible.” :
Así soportó Oscar cada tarde. El día previo a la visita, Luz
Marina amanecía exaltada. Caminando por la casa, se conto-
neaba, asegurando que pronto podría botar los residuos del pomo.
Al día siguiente tendría “leche fresca”, y a su marido desnudo,
tirado en la cama del Pabellón. Ella, también desnuda, se pega-
ría y juntarían sus pieles por largas horas. Como siempre colo-
có el pomo sobre la mesa, entre el plato y los cubiertos. “Aquí
está tu mejor musa, blanca y envasada en pomo ámbar”.
Oscar se dejó provocar. Los desafíos de su hermana lo
hacían sufrir, no por la leche ausente, sino por el cianuro que
añadió a la carne con papas que cocinó su hermana, la que
gozaba por anticipado la dicha que tendría al amanecer.
Pese a sus intentos por no llamar la atención, Oscar no
pudo comer. Ella, despiadada y burlona, “que no se alimentaba
porque la lejanía de la leche lo angustiaba”. Ciertamente esta-
ba afligido, mirando a la hermana llevarse la carne envenenada
a la boca. Con cada mordida ella se reía desafiante.

225
Primero sintió un ahogo, y aún tuvo ganas de mortificar al
hermano. “Estoy atragantada con su cosa”. Preguntaba a Oscar
si no le gustaría morir de ese modo. Ante la persistencia del
ahogo, tomó agua, apretó duro el cuello, trató de toser. Deses-
perada se rasgó la blusa. Se fue poniendo morada y no pudo
articular palabra. El cianuro empezaba a hacer su efecto. Aga-
rró sus pechos descubiertos, apretó los pezones y mordió sus
labios hasta hacerlos sangrar. Oscar lloraba: su hermana dis-
curría hacia la muerte. Ella intentó alcanzar el pomito ámbar.
Fue imposible. Su cara dio en el plato de carne con papas. La
salsa cayó fuera, manchando el mantel.
Sólo en ese instante se incorporó el hermano, todavía llo-
rando. Miró por la ventana que daba al patio, la cerró y caminó
hacia la muerta. Tirándole del pelo hizo descansar su cabeza
en el respaldo de la silla. En sus ojos había una extraña paz,
como si no hubiera muerto envenenada. Daba la impresión de
una muerte placentera, como si en realidad la asfixia hubiera
sobrevenido por atragantamiento con la pinga amada. Oscar
destapó el pomo y la leche bañó su garganta.
Esto escuché al jefe de galera. Hablaba conmovido, con
lágrimas en los ojos.
Al parecer Oscar lo preparó todo. Después de la comida
salió a la calle. Llevaba una maleta grande. Dijo a los vecinos
que saldría de viaje a los Estados Unidos, donde lo invitaban a
varias lecturas de sus poemas. Leería en las universidades de
Princeton, Berkeley y Pittsburgh. Luego haría un viaje senti-
mental por Francia e Italia. Estaría fuera por más de un año.
Pedía a los vecinos que se ocuparan de su hermana; estaba
muy triste por su viaje y por el encierro del marido. Así se
despidió.
En la madrugada, al comprobar que todos dormían, volvió a
entrar en la casa. Con no poco esfuerzo metió el cuerpo inerte
de su hermana en un saco. Abrió un hoyo en el patio y enterró
a la muerta. Cuando terminó eran cerca de las cuatro de la

226
mañana. La hora en que se levantaba Luz Marina cuando iba
de visita a la cárcel. Se dio un baño, preparó el café y lo guardó
en el pomito ámbar.
Sentado ante el espejo inició la transformación. No sería
difícil, sus rasgos eran casi idénticos. Sólo con repetir los tonos,
el mismo rojo en los labios, quizá un poco pasado de moda pero
al marido le gustaba; sombra malva, cejas y pestañas negras;
unas goticas de perfume en el cuello, tras cada oreja. Lo de-
más fue menos difícil. Con relleno en los ajustadores abultó su
pecho; el vestido negro le daba distinción, cierta sobriedad, re-
saltaba la figura que irguiera sobre zapatos de tacón.
Mientras viajaba hacia la cárcel pensó en su hermana y
sintió deseos de llorar. No lo hizo por no estropear el maquilla-
je. Tuvo miedo de la reacción del cuñado si llegaba a descubrir-
lo todo. Se consoló recordando una película, Madame Butterfly,
la que vieron el mismo día en que se conocieron, donde actua-
ba aquel hombre que le gustaba tanto como su cuñado. Si lo
pensaba bien tenían hasta cierto parecido, aunque el cuñado
era un tanto más viril. El hombre suyo y de Luz Marina era
más arrogante. Eso, tenía una rudeza arrogante. Lo notó desde
el primer día en que los comparó. Se conocieron al montar en
la sesentisiete, en la parada de Coppelia. Los hermanos salían
del cine Yara, al que Oscar se empeñaba en llamar Radiocentro.
Al subir, Oscar y Luz Marina se miraron, y en la mirada cada
uno indicó al otro que lo había visto primero. El chofer los miró
a ambos y preguntó si eran jimaguas. A coro respondieron que
no. Ninguno de los dos se atrevió a caminar al fondo de la
guagua; permanecieron durante todo el viaje observando las
manos que manipulaban el timón, el cuello recio, las anchas
espaldas. El chofer maniobraba la palanca de los cambios y
ellos seguían el movimiento. En la parada del parque Maceo
quedó libre un asiento y Oscar obligó a Luz Marina a que se
sentara. Ella aceptó refunfuñando. Entonces fue Oscar solito
quien lo observó el resto del viaje; quiso ser la blanca toallita

227
que secaba el sudor de la frente y del cuello, la que, mientras el
chofer maniobraba el timón con la mano izquierda, enjugaba el
sudor del torso, la misma que descansaba en sus piernas. Luz
Marina estaba inquieta en su asiento; a sus treinta años ningún
hombre había logrado ruborizarla. Oscar tenía ventiocho, y no
tuvo más amantes que los autores de los libros que leía y sus
protagonistas. Ambos buscaban un hombre ideal. Esa tarde en
el cine sospecharon que el diplomático francés de la película
podía serlo. Luz Marina, en la butaca, fue la cantante china,
Oscar el maricón confeso. Esa misma tarde, en la sesentisiete,
tuvieron la certeza de que el hombre ideal era el chofer. Oscar,
sin importarle la rabia de la hermana, desde su posición obser-
vaba las largas piernas y el movimiento del pie sobre los fre-
nos. Desde su posición, y a través del retrovisor, podía ver la
cara del chofer, sus hermosos ojos verdes, los labios carnosos,
los dientes grandes, blancos y parejos. Lo emocionó su cara
huesuda. Ambos hermanos se dieron cuenta que un tipo que
manipulara de ese modo el timón y con tal precisión los frenos,
era el hombre perfecto para llevar las riendas de una casa.
Ellos se la ofrecerían.
Cuando el ómnibus se detuvo en Prado, Luz Marina no pudo
levantarse, le dolía una pierna. Oscar intentó ayudarla y ella se
negó. “No tienes fuerza y me dejarás caer.” El chofer intervino
y ofreció su ayuda. Ella aceptó gustosa. Sintió la fuerza de
aquellas manos al sostener sus brazos, tomarla por las axilas.
Luz Marina caminó cojeando. El hermano reconoció que era
una treta, sin embargo no dijo nada y permitió que lo culpara
por debilucho. De esa manera el chofer, que había rendido via-
je, los acompañaría hasta la casa.
Ambos agradecieron su gentileza. Luz Marina lo invitó a
un café. Después del café, Oscar ofreció una copa de White
Horse, y dejó que se escucharan temas de películas interpre-
tados por Franck Pourcel y su gran Orquesta de Cuerdas de
París. El jefe se relamió de gusto “Qué bueno el whisky.”

228
Oscar lo había traído de Escocia. A veces tenía que viajar,
por lo de sus versos. Con entusiasmo bebió el invitado, escu-
chando la marcha The bridge on the river Kwai, y cuando
sonaron las notas de Un extraño en el paraíso, Luz Marina
lo invitó a que se quedara. Cocinaría carne con papas. El
chofer bebió la botella de whisky completica compulsado por
Oscar, y comió la carne con papas que le sirviera Luz Mari-
na, quien para la comida obligó al hermano a poner repetidas
veces el tema de Love is a many splendour thing. El chofer
prometió venir al día siguiente. Ambos lo esperaron, Oscar
meciendo desesperado el sillón, Luz Marina con la cara tras
las rejas de la ventana.
En esos días jubilosos invitaron a Oscar, los de Diario de
Poesía, a dar conferencias en Buenos Aires. Querían que ha-
blara de la lírica de Virgilio Piñera. Dudó en irse. Sólo su pro-
verbial falta de dinero y la insistencia de Luz Marina lo obliga-
ron a partir. Paseando por el Tigre pensaba en el chofer de la
ruta sesentisiete; frente a un asado, lo imaginaba devorando la
carne, siempre tan ávido. En Buenos Aires sufría pensando en
lo que estarían haciendo. Imaginaba a su hermana montada en
el ómnibus. Pasaba horas y horas frente al obelisco. Era horri-
ble, pero grande, como seguro lo sería la pinga del cuñado.
A su regreso ya estaban casados. Aunque el chofer insis-
tiera en que esperaran la vuelta de Oscar, Luz Marina no
quiso.
Oscar vigilaba en las calles el paso del ómnibus, escondido
entre la multitud de las paradas. Le encantaba ver a su cuñado
secándose el sudor con la toallita blanca, arengando a los viaje-
ros para que caminaran al fondo del ómnibus, exigiendo el pago.
Dejó de escribir versos porque perdió la concentración. Tomó
en una ocasión montones de tabletas para suicidarse y de in-
mediato provocó el vómito para revivir y verlo de nuevo. Simu-
ló que le gustaba el ron para acompañarlo en las tardes, des-
pués del trabajo. En esas tardes alcohólicas, a pesar de Luz

229
Marina, el chofer abrazaba al cuñado y aseguraba quererlo
mucho. Oscar simulaba displicencia y con la mano abierta ro-
zaba el torso desnudo del amado. Conoció de la quietud obliga-
da y de la resistencia. Mientras la hermana disfrutaba de la
amplitud de afectos, él soportaba, con denuedo, la restricción.
Ella exageraba sus desafíos. Sentada sobre las piernas del
marido, sonreía burlona al hermano, tirada en el suelo de la
sala, le cortaba las uñas de las manos y los pies. Cierta vez en
que el marido se pasó de tragos, lo llevó hasta el baño y dejó la
puerta abierta, la cortina sin correr. Oscar huyó a su cuarto,
pero Luz Marina reclamó su ayuda, había olvidado la toalla. En
la bañadera, tendido cuan largo era, se hallaba el chofer. La
esposa sostenía la pinga entre sus manos, y echando hacia atrás
el prepucio, untaba jabón en la cabeza. Mirándolo a los ojos
preguntó a su hermano si le gustaba. Él se marchó triste, sin
responder. Y era cierto, le gustaba, y habría pasado el resto de
sus días untándole jabón, limpiando las huellas de su hermana,
que suponía impregnadas en la piel de su amado. Sin embargo,
Oscar tenía que conformarse con imaginar y mirar lo que po-
día. Una tarde, metido en el clóset, entreabrió la puerta. Un
espejo le devolvió la imagen de los amantes enroscados, gi-
miendo. La hermana notó el sollozo de Oscar, el largo suspiro.
Ensañada gritó, mordió a su macho, le pidió que se parara en la
cama, que cargada la penetrara. Los ojos de Oscar la vieron
levantada por el sexo del marido, tal como ella quería. Él rom-
pió a llorar. Esa fue una de las tantas veces en que deseó
envenenarla.
Todo esto recordaba Oscar viajando hacia la cárcel. Volvió
a temer ante la posibilidad de ser descubierto y se consoló pen-
sando ¿acaso no eran mayores sus deseos que el arrepenti-
miento? ¿Tendría otra oportunidad de estar con el hombre que
amaba? ¿No fue engañado el diplomático francés, en Madame
Butterfly, por un maricón chino? ¿No era suficientemente inte-
ligente para engañar por amor? ¿No estaba seguro del cariño

230
que le profesaba el marido de su hermana? ¿No envidió las
caricias y los mimos que ante sus ojos se profesaron ambos?
¿No espió, la oreja pegada a la puerta, lo que hacía el matrimo-
nio? ¿No sufrió con lo que escuchaba? ¿No se masturbó ima-
ginando que su cuñado se levantaba en la alta noche y se acos-
taba desnudo sobre su espalda?
A las nueve de la mañana un guardia lo condujo al Pabellón
y le anunció que en breve llegaría el preso. Tan nervioso estaba
que no agradeció la amabilidad del guardia. Sentado en la pun-
ta de la cama, con las manos sobre el regazo, esperó la entrada
de su cuñado. Más allá del umbral de la puerta, miró cómo esa
vez se quitaba para él la camisa de presidiario. Alucinado y en
quieto silencio observó cada botón que abandonaba su ojal.
Casi con temblores contempló cómo se separaban los bordes
de la camisa y aparecía el torso desnudo, levantado por lo abierto
de los brazos. Con cuidado tomó la camisa para colgarla. An-
tes de servir el café en la tacita que traía en el bolso, acarició
suave el esternón, los vellos que lo surcaban. Por primera vez
ese pecho era suyo. Siguió mirándolo mientras le sacaba los
zapatos, las medias. Sin pronunciar palabra sacó el cortauñas
del bolso, tomó los pies, acarició cada dedo, las plantas, y le
cortó las uñas. Le quitó el pantalón. El calzoncillo manchado de
orine lo guardó en el bolso. Esta vez sería él quien lo lavaría.
Como tanto lo había soñado, tuvo el cuerpo de su hombre,
el que tantas veces goloseara distante, escondido entre la mul-
titud de viajeros, encerrado en un clóset. Sin decir nada, mo-
viéndose suave, se dejó penetrar. A veces a Luz Marina le
gustaba por detrás. Él lo poseyó ávido; el otro fue egoísta y
quiso todo: ofreció el culo. Amorosos se enroscaron. Cada uno
fue caridad para el otro. Ambos lloraron. Sensuales, recibieron
los favores que esperaban y dieron gracias.
Oscar tampoco se conformó con la brevedad del encuen-
tro; únicamente abandonó la presa para rodearla con la boca
del frasquito color ámbar. Mirando cómo entraba la leche en el

231
pomo, estuvo seguro de que valió la pena esperar, incluso, valió
la pena la muerte de su hermana.
Antes de marcharse le dio el libro que guardaba en la carte-
ra. “Oscar te lo manda; dice que te hará bien su lectura. De la
consolación por la filosofía es un libro excelente.” En el
umbral de la puerta lo heló la voz del preso cuando lo llamó
“Oscar”, cuando dijo que no sabía lo qué había hecho con su
esposa y que tampoco quería saberlo. Le pidió que no volviera
nunca más, que los amaba a los dos, a él y a su hermana, pero
juntos. Siempre supo que si uno de los dos faltaba, ya nada
sería igual. La unidad se había roto y nunca más volverían a ser
tres. Había aceptado la existencia de las sustancias que Oscar
mismo le había explicado, una material, la otra espiritual, como
principio de conciliación del mundo. Luz Marina era una; él,
Oscar, la otra. Por eso permaneció en aquella casa, jurándose
que no se marcharía mientras uno no faltara. Le gustaba reci-
bir a Luz Marina, extrañar a Oscar, quien al cabo había roto la
dualidad ambicionando concentrar en una persona los dos prin-
cipios, con el propósito de anular la oposición entre lo masculi-
no y lo femenino. Oscar no confesó la muerte de su hermana,
tampoco contó los desafíos a que ella lo sometía diariamente.
Ambos se separaron llorando.
Esa noche Oscar abrió de nuevo el hoyo donde la enterra-
ra. Lo abrió con sus propias manos. Fue un acto de exorcismo.
Bajo la tierra volvió a aparecer Luz Marina, casi intacta, como
la abandonara la noche anterior. Inclinado la besó en la frente
helada. Sin quitarse las ropas de la hermana, se tendió a su
lado. Sólo entonces le dijo: “Ya puedo marcharme contigo.” Y
se cortó el cuello de una cuchillada. La sangre cubrió ambos
cuerpos. Sobre la herida vertió el semen que guardaba en el
pomito ámbar, la que, confundida con su sangre, lo dejaba sin
aliento.

232
Cuando terminó, la voz del jefe de galera se ha-
bía vuelto casi un susurro y sus ojos estaban opa-
cos. En ese instante comprendí que nadie capaz
de contar una historia como ésa podía ser un ton-
to. De ahí el respeto que los demás le profesa-
ban. Allí estaba, a pesar de todo, queriendo con-
seguir los manuscritos del Qumran, y los
samaritanos del Pentateuco, y el códice Or 4445.
Después de una historia tan terrible le quedaban
ganas de idear un plan para venderle al Papa lo
que esperaba robar.
En lo trágico de la vida pensaba, cuando me
tendí en mi litera, casi yacente. Siempre fui un
muchacho sensible. Historias menos trágicas ter-
minaban por deprimirme. Creo que esta predispo-
sición tiene alguna relación con mi madre; a ella la
emocionaban las películas tristes. Sentada ante el
televisor, no hacía otra cosa que enjugarse las lá-
grimas; por muy triste que fuera la película, mamá
era incapaz de abandonar la sala. Si pasaban una
comedia, se levantaba furiosa. Creo que papá le
dio el motivo perfecto para llorar todos los días. Al
menos eso decía mi abuela.

233
Cuando el jefe volvió, aún me hallaba triste. Como tantas
veces me extendió un sobre. Esta vez, sin embargo, traía escrl-
to un nombre en el remitente, y ese nombre era Amalia Touza.
En la carta celebraba mis lecturas de los textos sagrados. “Para
salvar el alma, nada como entregarse a Dios.” El jefe se entu-
siasmó como un niño y me uní a su emoción. Su historia pare-
cía olvidada, al menos momentáneamente. Los dos nos pusi-
mos contentos, tanto, que suspendimos la lectura para dar saltos.
Él, que era más sensato, recomendó que continuara leyendo,
por supuesto en voz alta.
Para Amalia lo importante no era tan sólo leer los capítulos
a los que ella hacía referencia, con lo que asumía de paso la
autoría de las cartas, sino todo el texto santo, para comprender
a Dios en su totalidad. Reconocía su “consternación” por lo
que le conté. Jamás escuchó horrores semejantes, desprecia-
bles, abominables ocurrencias del diablo; un sacerdote debía
hacerse cargo del penal para ayudar a expiar pecados a los
presos. Mencionó la orden de los Mercedarios que fundara
San Pedro Nolasco, quien era por cierto patrón de Encrucijada,
mi pueblo, para predicar en las cárceles, y que miembros de
esa orden fundaron en La Habana la iglesia de La Merced. Me
preguntaba si conocía ese templo, y yo, dirigiéndome al jefe,
dije “Claro. Allí vendí con Ernesto las flores de la corona que
nos robamos en el Parque de la Fraternidad.” La vieja asegu-
raba que si no hubieran expulsado en 1841 a los mercedarios
de Cuba, otro gallo cantaría. Ellos se habrían encargado de
enseñar el Evangelio en las cárceles. Finalmente alentaba la
esperanza de que la prisión corrigiera mis pecados. Por prime-
ra vez firmaba y prometía seguir escribiéndome.
Respondí como quería el jefe que lo hiciera. A pesar de mi
desconfianza, acurrucado en mi litera le detallé el modo en que le
escribía, espiado por montones de hombres, temeroso de que
alguien me apuñalara por la espalda. Acostado y mirando las
vigas del techo recordaba mis juegos infantiles, los primeros ju-

234
guetes. Fue ahí donde le incluí la historia del globo que papá
mandara desde Praga metido en un sobre, junto con una carta
para mí. Esa fue la primera vez que papá me tuvo en cuenta. La
carta daba las instrucciones para inflar el globo que tenía pintada
la cara del ratón Miquito. Algo me contaba papá en esa carta
sobre el frío de Praga, de la nieve; de que la gente soltaba humito
por la boca cuando hablaba. Mamá fue quien la leyó, todavía mi
lectura no era fluida y deletreaba cada palabra, ansiosa por co-
nocer si papá decía algo sobre ella. Pero no la mencionaba.
“No te apures, Cándido, me explicaba papá en la carta, haz
que los bordes de la boca del globo coincidan con tus labios,
como si besaras a una niña. Luego sopla, sopla suave.” Cuanto
más inflara el globo más crecerían el ratón y sus orejas.
Soplaba sin resultado alguno. Intenté suave, tratando, como
si fuera la boquita de mi novia Justina, de que el aire no se
escapara fuera del borde de los labios del globo. Cada intento
resultaba infructuoso: el ratón continuaba sin crecer. Entonces
abuela, la gallega más inteligente que he conocido y la más
empecinada, que detestaba a mi padre, abuela Raquel, a quien,
como dice mamá, “Dios tenga en su santa gloria”, tomó el glo-
bo en sus manos y descubrió que estaba picado. “Se pudrió
esperando que tu padre escribiera la carta.”
Preparó una vasija con agua y jabón; la movió varias veces
hasta que el agua se puso blanca y espesa. Metió el globo y, sin
que mamá tuviera que leerle las instrucciones, aplicó sus labios
y sopló: de una de las orejas del ratón salieron pequeñas pom-
pas. “Queda demostrado”, dijo y arrojó el globo al suelo.
Tanto lloré que abuelo, para demostrarme que no todo esta-
ba perdido, pegó un pedazo de esparadrapo en el mismo lugar
de la oreja por donde salían las pompas de jabón y sopló suave,
como si besara a la abuela; el globo comenzó a estirarse, la
cara del ratón Miquito y sus orejas, crecieron.
Nunca crucé con tanto orgullo la calle que separaba mi
casa del parque de Encrucijada. Llevaba una mano en la de

235
abuelo José, la otra sujetaba el hilo que él amarrara al globo.
Miré a todos con la esperanza de que me descubrieran con mi
juguete. Quería que sintieran envidia, que me lo pidieran para
jugar y poder negarme. Nunca fui tan altanero como esa ma-
ñana. Corrí por el parque, confiado en que mi carrera llamaría
la atención. Alzaba la vista mirando a lo alto: el viento batía el
regalo de papá. El ratón parecía feliz, con una sonrisa como la
mía. Quien estaba irritada y furiosa era mi abuela. Gritaba,
llamando al abuelo “gallego bruto”; juraba que si me caía ten-
dría que vérselas con ella. En ese momento su advertencia se
hizo realidad: tropecé con una piedra, y en la caída, por el mal-
dito instinto de conservación, abrí las manos intentando amorti-
guar el golpe. El miedo a romperme las narices me llevó a
soltar el hilo y el globo se escapó en el aire.
Corrí tras él alrededor del parque y por toda la manzana
deseando alcanzarlo. Detrás corría el abuelo, y tras nosotros
corría abuela queriendo curarme la rodilla. La pérdida del
globo fue más dolorosa que el golpe. No hice caso de abuelo
José, ni de abuela Raquel, que fue la primera en cansarse y
se detuvo. Abuelo me siguió. Habíamos llegado al cemente-
rio sin dejar de correr. Cansado y jadeante también se detu-
vo; caminó hasta el portón de hierro y se quedó sentado, con
la cabeza recostada en la puerta, haciendo grandes esfuerzos
por respirar.
Cuando regresé, después de dar por perdido el globo, aún
se hallaba en la misma posición. Lo llamé muchas veces. No
respondió, no se movió ni lo inmutó mi llanto. Si nunca soportó
que estuviera angustiado, esta vez, a pesar de mi terror y de
mis gritos, se mantuvo tranquilo, recostado en el portón del
cementerio, con la vista en el cielo, como si intentara divisar
mi globo.
Allí se quedó sentado.
Abuela Raquel no quiso que volviera a casa; según ella
había corrido por su propia voluntad. Llevarlo de nuevo sería

236
de mal agútero y, lo que resultaba peor, contra su voluntad. Allí
lo velaron, metido en una caja de madera y escoltado por sus
amigos. A mí me dejaron en casa. Al regresar después del
entierro, me dijeron que se había ido al cielo. Los ojos se me
iluminaron. Creí que, como intentaba siempre complacerme, se
había marchado en busca del globo que papá comprara expre-
samente para mí en una tienda de Praga.
Esto le conté a la vieja. Tales recuerdos, le decía, me ve-
nían a la cabeza mirando las vigas del techo. Le conté toda la
historia de Ernesto y su muerte en la cárcel. “Porque en este
encierro, mientras más se miran las vigas del techo más se
piensan cosas malas.” Yo observaba las vigas, que parecían
resistentes, y pensaba atar una soga y ahorcarme. A la maña-
na siguiente, cuando los presos descubrieran mi cadáver, no lo
bajarían de inmediato como recomienda el Señor. Esos presos
se pondrían a cuchichear sobre el motivo que me llevó a tomar
una decisión tan drástica, especulando hasta cansarse; algunos
se reirían de lo feo que me veía colgado y con la lengua afuera,
y como en la cárcel escasean las diversiones, empujarían mi
cuerpo, que empezaría a balancearse. Todos lo empujarían, sin
respetar las leyes del Señor, y peor aún, se reirían del movi-
miento pendular que describe el cadáver de un ahorcado cuan-
do lo empujan. En la cárcel la muerte no duele. Allí, es recibida
con agradecimiento. Si hasta el presente no me había ahorcado
no había sido por cobardía, ni por evitar el escarnio de los pre-
sos con mi cuerpo frío e inerte, sino por respeto a Dios. Para él
la imagen de un ahorcado era maldita, como podía comprobar-
lo consultando el Deuteronomio 21.22. Al final ponía mi nom-
bre, Cándido, y acotaba “desde la cárcel”.
Pocos días después recibí respuesta. Amalia insistía en el
castigo de acuerdo con el precio de lo robado; con espantosa
exactitud describía los sucesos de la calle Obispo y me culpaba
por aprovecharme de su bondad y su confianza. En lo que más
insistía era en el robo del rosario; el resto de las prendas apenas

237
las mencionaba. Aseguraba que desde el robo, Dios no atendía
sus plegarias porque no podía identificarla entre la multitud de
fieles. El Señor estaba acostumbrado a verla con su rosario de
oro y plata, y no con aquel de barro cocido que se vio obligada a
comprar en la Plaza de la Catedral. El rosario que yo le robara
era el que la distinguía ante los ojos de Dios. Se lo regaló su
padre, a ella y a su hermana Amelia, el día en que tomaron la
primera comunión. El cura intentó persuadirlo para que diera a
cada una de sus gemelas un rosario para la ceremonia. El padre,
hombre pertinaz, a quien todos conocían como Nicolás, el mari-
do de Cusa, se resistió a la sugerencia del sacerdote y dijo que no
buscaría otro rosario porque Dios les había dado a él y a su mujer
Cusa, dos hijas en un mismo parto, y pretendía que esas dos hijas
fueran inseparables en el amor a Dios, y que llegaran a conocer-
lo superando la contradicción que significaban sus dos cuerpos.
Para conseguir tal cosa era preciso la oración uniforme y unívoca,
con un solo rosario. Solamente así se alcanzaría la síntesis, la
superación de toda contradicción.
Como el cura abrió tanto los ojos ante aquel discurso, el
padre de las gemelas lo llamó “ignorante”. Era su deber el
conocimiento de que todo esfuerzo por acercarse a Dios debía
ser concreto. Eso harían sus hijas, tomando cada una un extre-
mo del rosario, uniendo sus voces para rezar. Como la exalta-
ción de Nicolás, el marido de Cusa, era tanta, el párroco admi-
tió que las niñas asistieran a la ceremonia con un solo rosario.
A los pocos días el padre de las gemelas se apareció en la
casa con dos pares de zapatos iguales, de charol blanco, que
comprara en la peletería La Noble Habana, en Belascoaín y
Rayo, y dos vestiditos idénticos de muselina blanca. Cusa se
alegró muchísimo. Había temido que se le ocurriera a su mari-
do la absurda idea de que las niñas comulgaran metidas las dos
en un mismo vestido y en un solo par de zapatos.
La ceremonia se celebró un domingo. Amalia conservaba
la foto de su primera comunión y se atrevió a enviármela. Qué

238
bonitas se veían las dos juntas en el reclinatorio, el pelo peinado
en bucles, sobre los bucles una diadema de rosas blancas y un
velo de tul, también blanco. Mirando esa foto pensé en lo cruel
de la vida. Era tan distinta la vieja de la calle Obispo a las niñas
de la foto. Las gemelas eran idénticas. De no ser porque Amalia
advirtiera que ella era la que estaba reclinada a la derecha,
nunca la habría reconocido.
La familia rezaba el rosario cada noche antes de acostarse.
Los padres, cada uno con un rosario, sentados frente a las
niñas, Amalia y Amelia, una junto a la otra, unidas por el mismo
rosario, cada una por un extremo, empezaban por el Ave Ma-
ría, llegando al Salve, al Padrenuestro y al Gloria. En cada mis-
terio pedían algo discreto para no mortificar a Dios. Así fue
siempre, incluso la vez en que, al regreso de la playa, Amelia
volvió enferma del estómago. Era tan fuerte el dolor que ella
misma pidió algún medicamento que la aliviara. Para el padre
era una simple indigestión, y para la madre, que su hija recibiría
un regalo de Dios, en breve comenzaría a menstruar, y que
más tarde vendrían los dolores de Amalia. Nicolás insistía en la
indigestión, y que bastaban para curarla unas cucharadas de
Agua de Carabaña. Cusa, que era la menstruación, y para ali-
viar los dolores no existía nada como el jarabe de Lidia E.
Pinkham. Y como siempre sucedía con las broncas entre espo-
sos, el vencedor fue el marido. Nicolás hizo beber a Amelia un
frasco entero de Agua de Carabaña. Los dolores se volvieron
más fuertes, casi intolerables. Amalia se acostó al lado de su
hermanita enferma, ambas rezaron el rosario una y otra vez, y
cuando llegaban a los misterios, Amalia pedía que su hermana
sanara pronto. La enferma se aferraba al rosario con una mano,
con la otra apretaba su vientre adolorido. Amalia repetía cada
movimiento, como si también le doliera. Amelia fue perdiendo
fuerzas, mientras su hermana y los padres rezaban y el médico
hacía por salvarla. Lenta fue entrando en la muerte, susurran-
do el canto “¡Oh María, Madre mía! ¡Oh!, consuelo del mortal,

239
amparadme y guiadme, a la patria celestial.” Así se quedó dor-
mida para siempre, como una pequeña santa. Amalia y la ma-
dre sollozaban; Nicolás culpaba al médico, que se defendió es-
grimiendo el diagnóstico “cólico miserere”; el purgante que
suministrara el padre la llevó a la tumba. Nicolás enloqueció.
No podía soportar que su hija entrara solita en el reino de los
cielos. “Si vino acompañada, no debió marcharse sola.” En su
locura no aceptaba la muerte de la hija ni su culpabilidad. Deses-
perado lo vieron en el puerto tomar un barco, y nunca más
supieron de él. Amalia, sin su hermana, sin su padre, quedó en
compañía de la madre, pero por poco tiempo. Cusa no soportó
la muerte de la hija y la desaparición del marido. Murió de
nostalgia o de “pasión de ánimo”, como decía Amalia en su
carta. La mejor compañía que tuvo Amalia fue el rosario de
oro y plata que les regalara su padre, lo único que la acercaba
a Dios; por el rosario Dios la reconocía entre la multitud de
fieles. Terminaba su carta interrogándome “¿Acaso crees que
si yo te perdonara, Dios también lo haría?” Y firmaba “Amalia,
desde mi soledad.”

240
Según el jefe, la vieja, con su confesión, se ponía
enteramente de mi parte. No existía mejor prueba
que la foto de la primera comunión que mandara
con la carta; quería contemporizar conmigo. Sólo
tendríamos que dar un último golpe. “La próxima
carta será la mejor, la más fuerte y convincente;
debes prepararte para un nuevo envío.”
Pero yo no quería escribir más, estaba deprimi-
do por el tono trágico de Amalia Touza. Creí que
ese sería mi destino: vivir en la tragedia, sin paz, no
sólo por los actos en los que me viera implicado,
sino también por las historias que me contaban.
Mientras el jefe hablaba, recordé casi temblando el
final de Ernesto, la historia de Lisístrata y la del pro-
pio jefe de galera, donde estaban incluidos él, Luz
Marina y Oscar. Recordé la muerte solitaria de mi
abuelo José. Pensé en cada una de esas tragedias,
en sus detalles, que por cierto las hacían semejan-
tes, que envolvían a padres, a hermanos, a hijos,
tragedias que se diluían en sangre y terminaban en
polvo. Verdaderamente no estaba yo para escribir
cartas. No tenía fuerzas. Cuando el jefe insistía, lo
imaginaba disputado por su esposa y por su cuñado;

241
los veía cubiertos de sangre y con ojos desesperados. Estaba
convencido del triunfo del mal, y con ese convencimiento resul-
taba muy difícil escribir otra carta a la vieja Amalia. En esos
instantes precisaba un mínimo de armonía. Por piedad le pedí al
jefe que me dejara tranquilo. Sin embargo, para él lo trágico
caminaba definitivamente hacia un restablecimiento de esa ar-
monía. Lo comprobaría cuando fuera dueño del Capitolio. Rién-
dose, aseguró que lo importante era domar, como hacía él, lo
horrible. Creía que Amalia y yo deseábamos lo mismo: el bien. Y
que ganaría quien mejor supiera convertir lo trágico en cómico.
Esperaba que fuera yo el ganador.
En esos instantes no era dueño del Capitolio y dudaba que
pudiera llegar a serlo. En una cárcel el espacio para el optimis-
mo es muy reducido, casi inexistente. Como Ernesto, me pudri-
ría encerrado entre sus cuatro paredes, sin ver a mamá, a quien
me dio por recordar, y a mis abuelos gallegos. En la cárcel uno
se pone nostálgico y recuerda a la gente, y termina por arre-
pentirse de los sufrimientos que les causó. Por encima de todas
las cosas, lo que más pesa en prisión es el temor a no salir
nunca.
Tomé por suerte que el jefe se marchara molesto porque no
acepté escribir una nueva carta. Recogido en mi cama temí
que las penas que venían asediándome se juntaran unas con
otras y terminaran matándome, como mataron a Cusa, la mamá
de Amalia. Así pagaría los sufrimientos que he causado. La
muerte y no otra cosa, ni siquiera la propiedad del Capitolio, me
libraría de mi mala suerte.
Aferrado a mi mala suerte y a las penas agolpadas me en-
contraba, cuando escuché la propuesta. No quise quitarme la
almohada de la cara. No me resultaba conocida la voz, a pesar
de que me llamara por mi nombre y hablara de mi madre, de mi
gusto por el mar y hasta de la trusa negra que usaba cuando iba
a Nazabal, la playa de mi pueblo. No quería hablar con nadie.
Bastante tenía con la insistencia del jefe de galera para sopor-

242
tar una nueva cantaleta. Prefería pagar mis culpas a aquella
propuesta. No aceptaría, ni ahora ni más tarde. Aunque me
asfixiara la presión de la almohada, aunque no llegara una gota
de aire a mis pulmones, prefería morir a aceptar. No podía, no
quería, no me daba la gana tirarme las cartas ni las runas. Nada
me interesaba mi carta astral, no quería escuchar hablar a los
caracoles. No aceptaría ningún método de adivinación que pre-
dijera mi futuro; a fin de cuentas sabía muy bien que todo lo
que ese futuro me deparaba era negrísimo. No quería aceptar
y no acepté; pero la voz continuaba acosándome, y se volvía a
ratos suplicante. Sospechando que fuera un ardid del jefe de
galera aparté la almohada, me incorporé para enfrentar con mi
negativa a la persona que me mortificaba y busqué el cuerpo
de donde salía la voz. Nunca debí abandonar mi posición, nun-
ca debí quitarme la almohada, incorporarme ni buscar el cuer-
po de donde salían las proposiciones. Si me hubiera quedado
como estaba, no habría visto aquel espectáculo.
El tipo parecía escapado de la patera; caminaba bordeando
mi cama, vestido de forma extraña, según él, a la manera de
1830. La falda de su vestido estaba hecha con una sábana
ceñida a la cintura y llegaba a la altura de los tobillos, dejando
ver las zapatillas parecidas a las que usan las bailarinas, y se
abría como los vestidos de la tatarabuela de la marquesa de
Flores de Guzmán. Pero esa amplitud no estaba conseguida
por aros de bronce, los que dejaron tuerto a su tatarabuelo. El
pájaro que rondaba mi cama, que seguramente no pudo hacer-
se de los aros, se vio obligado a colocar debajo de la falda un
par de yaguas, que levantaban la tela recorriendo la parte infe-
rior del vestido. Con otra sábana preparó la blusa, también ce-
ñida y con mangas enormes, parecidas a piernas de jamón. Los
hombros quedaban descubiertos. Como tenía el pelo rizado se
había peinado hacia arriba, de manera que los rizos se abrieran
en las sienes como bucles. A ellos ató una cadenita que surca-
ba su frente.

243
Con ese atuendo se pavoneaba alrededor de mi litera, insis-
tiendo en que aceptara.
“Antes de caer aquí fui sibila en el Té de Mercaderes, en
La Habana Vieja, junto a una negra que pretendía también ser
sibila. Fue allí donde conocí de tu existencia. Una tarde llegó tu
madre desesperada, con una foto entre las manos. En la foto
estabas de cuerpo entero, cubierto únicamente por una trusita
negra. La foto era preciosa, tanto, que tuve deseos de robarla.
Siempre tengo deseos de robar lo que me gusta. Robar es más
sacrificado que conseguirlo de cualquier otro modo. Por robar
se viene a la cárcel, y eso es mucho. Resulta excitante. Lo
intenté. Creí lograrlo escurriéndome hacia el baño, quería que-
darme solo contigo, aunque tuviera que soportar la peste a orine,
pero fracasé. Tu mamá, que estaba muy al tanto de la foto,
interceptó mi jugarreta. Ese día hubiera dejado a todos mis
clientes por tal de robar la foto que ella mostraba orgullosa;
habría saltado una tapia, cruzado a nado un océano, habría he-
cho cualquier cosa, pero tu mamá te necesitaba tanto como yo,
mucho precisaba la foto, ¡estaba tan triste! En ocasiones soy
bueno, por eso la entregué, pero te juro que la devolución fue
dolorosa.”
Aseguró, en su continuo paseo alrededor de mi litera, que le
habría gustado decirle a mamá que yo no caería en la cárcel.
Esa aseveración la mantendría tranquila y esperanzada. “Pero
mis cartas nunca engañan. Sentí pena por ella. Dios sabe el
sufrimiento que me causó confesarle la verdad que dijeron las
cartas. Ella no merecía sufrir por el encierro de su hijo, tú mis-
mo no merecías ser encerrado. Tu lugar es la calle.” Eso decía
delante del resto de los presos, que le gritaban piropos y grose-
rías. Yo me negaba a escoger las cartas, a meter las manos en
el saquito donde guardaba las runas. Ni siquiera tenía fuerzas
para saltar de la cama y reducirlo a golpes. No tenía fuerzas ni
quería volver a la celda de castigo. Así que dejé que hablara;
simulaba no escucharlo y aparenté que su cantaleta no estaba

244
dirigida a mí. A los presos les dio por arengar al maricón, lo
conminaron a que siguiera hablando.
Después que le tirara las cartas a mamá no pudo concen-
trarse en otra tirada. No olvidaba el caballo de espadas, indi-
cando todos los pesares que causaría a mi madre, ni el rey,
también de espadas, que siempre tenía que ver con la justicia.
Lo intentó múltiples veces sin que pudiera concentrarse ni apar-
tar su pensamiento de mí. Cada respuesta que daba a sus clientes
me traía a su mesita del Té de Mercaderes. Cuando la negra
sibila tiraba las cartas a mamá, él espió cada uno de sus movi-
mientos; la creía capaz de engañarla, de procurar congraciarse
para conseguirme. “La negra le echaba el ojo a cuanto tipo me
interesaba. La culpa la tuve yo mismo; me pasé la vida criti-
cando su pésimo gusto. Su venganza fue seguir los míos, co-
mer y beber lo mismo. Enamorarse de mis hombres fue su
meta; cada vez que me fijaba en uno, ella procuraba seducir-
lo.”
Insistió. “Esta vez puede ser mejor.” Barajaba con destreza
para entusiasmarme. Con las cartas ante mí, suplicaba humil-
demente que aceptara sacando una, y yo me negué.
“He venido para protegerte.” Desde que mamá lo consultó
no conseguía pensar en otra cosa. Sus clientes se iban insatis-
fechos. Hasta los más fieles empezaron a consultarse con la
negra, la que aprovechó la debilidad del pájaro para aumentar
su empobrecida clientela. Tanto dinero hizo en esos días que
pudo pagarle a un hombre que deseaba desde hacía tiempo. El
maricón lo tuvo antes en su cama, de ahí su empeño. Alguien le
fue con el chisme. Esta vez no se molestó, su actitud le sirvió
de pretexto. Desde la tarde en que mamá pasó por el Té de
Mercaderes, no paraba de idear algo que lo llevara a la cárcel.
Fingió estar molesto, trató, incluso, de convencerse a sí mismo
durante el trayecto hasta la casa de la sibila. “Nunca la odié;
me resultaba divertida y llegué a adorar la verruguilla que tenía
debajo de la nariz. Tirados en una misma cama, se la acaricia-

245
ba y reíamos por los estornudos que provocaba en la negra el
toqueteo a su verruga.”
Sin embargo, cuando subió las empinadas escaleras que
lo llevaron al cuarto piso, se sintió convencido de que la
odiaba. Ella se negó a abrir, tras divisar su cara por el ojo
mágico de la puerta. El pájaro la amenazó con armar un
escándalo si no abría de inmediato; juró que avisaría a la
policía acusándola de tráfico de drogas y corrupción de
menores. “Si no abres la puerta, te la tumbo a patadas.” A
los vecinos les dijo que la negra era una tortillera inmunda,
que en las noches se ponía a fisgonear por las hendijas de
las puertas a las mujeres del edificio. Ante el escándalo los
vecinos se fueron asomando. La sibila seguía los aconteci-
mientos por el ojo de la puerta, y tuvo miedo de un escánda-
lo mayor. “Bien conocía que yo era capaz de cualquier cosa
con tal de salirme con la mía.” No lo dudó más, abrió la
puerta y le permitió entrar. Todo intento por calmarlo fue
inútil. Bufaba de rabia. Exigió explicaciones, amenazó con
golpearla si no hablaba. La golpeó, arrancó sus toscas y
gruesas trenzas. Pese a que la negra se humillara, a pesar
del perdón que se vio obligada a pedir, no consiguió evadir la
golpiza. El pájaro le rompió dos costillas, mordió su verruga
y le pateó el vientre. La sibila quedó sin poder moverse.
Con ojos asustados lo vio meterse en la cocina, volver con
un frasco en las manos cantando “Woman no cry” Lo vio,
espantada, rociar la casa con alcohol, y oyó que continuaba
cantando. Esta vez la obligó a acompañarlo en No more
tears; él sería Barbra Streisand y ella Donna Summer. A
pesar de lo adolorida que estaba, no se negó a cantar. Ate-
rrada siguió el movimiento de sus manos. Bien sabía que el
pájaro era capaz de cualquier cosa. Él buscó en su bolsillo y
sacó la caja de fósforos. Displicente la empujó para abrirla,
tomó uno y lo acercó a la lija. Lentísimo lo ralló. Salió una
chispa, se encendió la cerilla, sopló apagando el fósforo. La

246
adivina suspiró aliviada. Él repitió la misma operación varias
veces, hasta que quedó un fósforo. “Debo ser cuidadoso,
cualquier airecillo puede apagarlo.” Sonriente aseguró que
en los últimos tiempos los fabricaban ahorrando sus compo-
nentes, sobre todo el sulfuro de antimonio, y en ocasiones
no encendían, se deshacían con el roce. La negra lo vio
tomarlo entre sus dedos largos y rallar con precisión. Esta
vez, con el fósforo encendido, se acercó a ella para confiar-
le que le aterraba que la pequeña llama le quemara un dedo.
No toleraba las ampollas, le daban escalofríos, y se encogió
por el temor. Preguntó a la negra qué debía hacer cuando el
fuego quemara la cerilla del fósforo. Ella, asustada, nada
podía responder; sus ojos desorbitados miraban la llamita
bajar por el cuerpo del fósforo. El pájaro exigía una res-
puesta pronta, ya quedaba poco tiempo, no quería quemar-
se, y ella en silencio, vigilando la llama. “Ya encontré res-
puesta.” Su mano se dobló por la muñeca, los largos dedos
bajaron, desunió el índice y el pulgar y el fósforo cayó. “On
the floor”, dijo y se marchó corriendo. “Corriendo imaginé
el pavor de mi amiga, viendo la llama crecer en círculo, im-
vadir la casa.” Ella gritaba despavorida. Él cerró la puerta,
bajó de tres en tres los peldaños de la escalera. Llegó a la
estación de policía y confesó que había encerrado a una
negra dentro de una casa en llamas; a esa altura debía estar
achicharrada; él era culpable, ella inocente.
Provocar ese incendio le permitió entrar en la cárcel. Espe-
raba que la sibila no estuviera muerta, en fin de cuentas no la
odiaba, aunque le gustaría verla con unos cuantos queloides.
Confiaba en que los vecinos hubieran logrado rescatarla de
entre las llamas. “Todo lo hice porque estaba en busca del macho
perdido.” Y suplicante volvió a insistir en que sacara unas runas
del saquito, el conocimiento del futuro me permitiría evitar las
desgracias. De pie y muy molesto le dije que no me interesaba
conocer nada de lo que podía pasarme, nada quería evitar tam-

247
poco; que se marchara a la patera y no volviera nunca, nunca,
para no tener que romperle la cara. Si quería podía darle can-
dela a la patera con todos los maricones dentro, sin que olvida-
ra encerrarse él mismo.
No debí ser tan duro. Pude hacer oídos sordos, meterme
en la cama y taparme la cabeza con la almohada. No me
atreví a golpearlo por temor a que el espíritu de Ernesto se
me apareciera en la eterna noche de las celdas de castigo.
Sin golpearlo, confesé que su figura me daba asco, su atuen-
do me parecía ridículo, me hacía reír su tontería de hacerse
llevar por gusto a la cárcel. “No eres más que un comemierda”,
le dije violento. ¿A quién se le ocurriría culparse de darle
candela a una negra?
Quizá fui exagerado en mi agresión. Suelo ser cruel cuando
me cuesta contenerme. Debí quedar en silencio, acurrucado
en mi cama, con la almohada sobre la cara. De pronto el pájaro
deshizo llorando el vestido que tanto trabajo le había costado
tener, y desató la cuerda que ceñía la falda a su cintura. Si yo,
buenamente, me hubiera quedado quietecito, abstraído en mi
desgracia, sin mostrar interés por su discurso, la falda no ha-
bría tenido por qué caer al piso, ya sin forma redondeada, sin la
manera de 1830 que le imprimieran las yaguas, caer con la
blusa de mangas enormes. Debí ser bueno, pero lo humillé.
Quedó desnudo, ni siquiera dejó en sus pies las zapatillas. Del-
gado y enjuto se mostró ante mí, y ante el resto de los presos.
Caminó sin ropas alrededor de la litera, mostrando su cuerpo
endeble, ya no de hembra, sino de hombre flaco y larguirucho.
Abochornado de lo que era nos miró a todos, especialmente a
mí. Tocando su pecho, lloró. “Dios ha sido cruel conmigo”, dijo,
y se miraba rabioso. Estaba inconforme y sentía asco de su
cuerpo, sobre todo de aquel guindajo, y se lo agarró. Sujetándo-
selo llevó una mano atrás; de entre sus nalgas sacó una cuchi-
lla. Sin soltar el guindajo, llevó la cuchilla al frente. Sus ojos
estaban aterrados, también los míos, los de cada preso. Bajó la

248
cuchilla y la hundió de un tajo en aquello que le colgaba. Cuan-
do la navaja se hundió para mutilarlo, sonrió. “Por fin no sufriré
más”, dijo tan sólo, y su cuerpo se desplomó.
Algunos presos lo recogieron para llevarlo a la enfermería.
Contaron al volver que cuando lo llevaban mencionó que la
carta del rey de espadas estaba derecha, lo que no era tan
malo para mí.
En la tarde vino un guardia a avisarme. Al día siguiente,
muy temprano, me llevarían a La Habana para celebrarme
juicio.

249
A la una de la tarde el carro jaula dobló por Prado
para llegar a Teniente Rey. Pude ver de nuevo el
Capitolio, mi edificio favorito entre todos los de La
Habana. Contemplé nervioso su cúpula gigante y
la varilla que se levanta en su punto más alto, des-
de donde me había propuesto trazar una tangente
imaginaria que se cruzara con otra línea levantada
desde mi cabeza, para conocer cuánto más alto
que yo era el Capitolio. Sobrecogido admiré la es-
calinata y los gigantes que la escoltan. Parado fren-
te a la puerta del Tribunal Provincial, desde donde
observaba, me prometí a mí mismo que saldría
absuelto.
Cuando entré, papá vino corriendo y me dio un
abrazo. Pegó sus labios a mi oído para asegurar-
me de que todo saldría bien. En la sala también
estaban Marcela y Minerva. La primera hizo una
mueca al verme, la otra me dio un beso. Al pare-
cer papá convocó a todas sus mujeres para que le
dieran aliento, aunque dudo que lo necesitara. Nun-
ca he creído en el cariño de mi padre. Busqué a
mamá con la vista, a ella sí tenía ganas de verla;
durante el trayecto de la cárcel al Tribunal Provin-

250
cial imaginé nuestro encuentro, mamá nerviosa y yo consolán-
dola. Mi madre y el jefe de galera eran las únicas personas que
podían inclinar los acontecimientos a mi favor con sus pensa-
mientos positivos. Al jefe se le salieron dos lagrimones cuando
nos despedimos en la galera; me deseó suerte y prometió que
pronto nos veríamos para realizar nuestros proyectos.
Papá me comunicó que mamá se hallaba en la sala, que no
me preocupara. Pedí que me llevaran a su lado. Esa vez tuve
suerte, uno de los guardias aceptó y me quitó las esposas para
que mamá no se asustara. Atravesamos la sala hacia el fondo.
Lo que vi no lo podía creer. Mamá sentada, pero no en una de
las sillas dispuestas en hileras, sino más allá, al final de todas
las hileras, las nalgas apoyadas en un cojín sobre el suelo, las
piernas cruzadas y las plantas de los pies hacia arriba, sobre los
muslos. Las manos descansaban en su regazo, si mal no re-
cuerdo la izquierda sobre la derecha, unidas por los pulgares; el
cuerpo erguido, tanto, que se le notaban paradas sus teticas;
respiraba muy lento, casi sin esfuerzo; pero con más empeño
en la espiración y en mirar al suelo, a un punto alejado de sus
pies cruzados. El cojín en el que tenía apoyadas las nalgas des-
cansaba sobre una estera de paja que, según papá, ella llamaba
“tatami”. Supuse una caída y un golpe, la fractura del cóccix, y
que el médico había aconsejado para su cura esa posición. Papá
me sacó de dudas. Después de vagar por La Habana y sus
pueblos adyacentes en busca de adivinos y santeros sin que
éstos le prometieran lo que esperaba sobre mi excarcelación,
se decidió a practicar Za-Zen. Según mamá, tales prácticas la
reconciliaban con todo y la llevaban al vacío, a no interrogarse,
a que nada la afectara.
Sin entender me acerqué y le di un beso en la frente. No
respondió ni siquiera pestañeando. Marcela, que se incorporó
al grupo junto con Minerva, dijo que así pasaba el día y la no-
che. Entre todos tenían que levantar el tatami, con ella arriba, si
querían limpiar el piso. Le pregunté qué hacía en esa posición y

251
tuve que repetir varias veces la pregunta para que me escu-
chara. Respondió sin mirarme: “Aquí, sentada y sin hacer nada”,
y volvió a su mutismo anterior. Más alto pregunté si no recono-
cía a su hijo, a quien en breve celebrarían juicio, y que necesi-
taba de la influencia de sus buenos pensamientos. Le pedí que
se levantara y la toqué en los hombros. Entonces volvió a ha-
blar. “Me alegra que un hijo nacido de madre y padre siga el
curso de las cosas.” Sus palabras me dejaron boquiabierto;
nunca esperé que mamá consiguiera tal resignación, que no le
importara cuanto pudiera ocurrirme.
En las noches papá la escuchaba, en su casa, repetir lo
mismo, casi en una letanía, parecía repetirlo para convencer-
se. Él estuvo averiguando, alguien comentó que eran versos
de Riokan, un monje Zen del siglo dieciocho. Insistí, con mi
insistencia habitual, en que mamá me atendiera. Grité que era
Cándido, que si ella no me apoyaba, la belleza que admiraba
en mí se perdería en la cárcel; le recordé que ella me llamaba
“Adonis” porque era yo la criatura más bella que existía so-
bre la tierra. Respondió con otro verso, “Cuando todos reco-
nocen la belleza como bella, ya hay fealdad”. Así se comuni-
caba recitando versos Zen. Su actitud me disgustaba,
perdíamos la posibilidad de comunicarnos; yo no conocía nin-
gún verso, y ella dijo que recibir disgustos era recibir felici-
dad. Hizo entonces algo emocionante, lo único que me recor-
dó los tiempos en que tanto me quería: arrancó de su cabeza
una flor de loto que pareció salir rompiendo el cráneo; oí tra-
quear la ramita; las raíces quedaron dentro; extendió su mano
con el loto y me lo alcanzó.
Al poco rato me llamaron. Entró el Fiscal en la sala y se
sentó en el estrado. Ordenaron que me pusiera de pie y leyeron
en voz alta la acusación. Me hicieron jurar que diría la verdad y
nada más que la verdad. Quizás este no fuera el orden exacto.
Estaba tan nervioso que me cuesta reproducir con exactitud el
juicio. Creo que el Fiscal hizo un resumen del caso, y relató

252
detalladamente lo ocurrido. Cuanto decía era cierto, pero me
impresionaba su tono, plagado de sorna y de malas intenciones.
Al menos yo, que era el más perjudicado, lo sentía así. Luego
me hizo un montón de preguntas, dónde estaba yo el día tal, del
mes tal y del año tal, o sea, el día en que ocurrieron los hechos.
Mencioné un lugar que en nada coincidía con la calle Obispo,
donde sucedieron realmente. Preguntaron si alguien podía pro-
barlo. “Mi madre”, respondí, y ellos afirmaron que el testimo-
nio de los familiares carecía de valor. Sin embargo, terminaron
pidiendo a la ciudadana Consuelo Fernández, que así se llama
mi madre, que se presentara para prestar declaración ante el
tribunal. Varias veces el Fiscal pegó sobre el estrado exigiendo
que mamá hablara. Ella parecía estar muy concentrada sobre
su tatami, con el culo encima del cojín, tratando de conseguir el
vacío, la conciencia de que es absurdo elegir y creer en la
mejoría de la vida.
Al comprobar que mamá no prestaría testimonio, tuve la
impresión de que estaba perdido y le pedí al Dios de Amalia
que me ayudara. Con Dios en mi cabeza y en el ruego, respon-
dí a cada pregunta. Negué haber tenido una joya en mis manos,
y que la primera vez que vi a Amalia fue en la estación de
Dragones y Zulueta cuando se presentó para acusarme. Ase-
guré que confiaba en su decencia y que sospechaba que se
había confundido. Respondí con tal convicción, con tanta ecua-
nimidad, que terminé creyendo mis mentiras.
El Fiscal hizo venir a la señora Amalia Touza. Como a mí, le
pidieron que jurara decir la verdad y nada más que la verdad.
Como yo lo había hecho, ella también juró. Lo increíble fue que
en el momento de hacerlo, sacó de su bolso, sin que se lo pidie-
ran, una Biblia, y sujetándola con la mano izquierda descansó la
derecha sobre el libro, insistiendo que juraba por Dios. Me im-
presionó su fidelidad al Señor; me hizo recordar las películas
americanas en que se confirma el juramento con una mano
sobre la Biblia. De haber pedido juramento al jefe de galera, lo

253
habría hecho, de seguro, sobre la Biblia de Brescia, anotada y
subrayada por Lutero.
Aunque al parecer no le gustó al Fiscal que la vieja sacara
una Biblia en pleno juicio y delante de todos, nada le reprochó.
Comenzó a formularle preguntas capciosas, de manera que
sus respuestas me inculparan. Insistió en saber cuáles eran las
prendas que lucía esa mañana, camino de la Catedral de La
Habana. Ella las mencionó, las describió con exactitud, princi-
palmente el rosario de oro y plata. Temí que repitiera la historia
de la primera comunión y del cólico miserere de su hermana
gemela. No fue así.
Esa vez agradecí equivocarme. El Fiscal aseguró que era
yo quien la había despojado de sus prendas después de aconse-
jarle que las guardara en su cartera; que lo hice para lucrar y
que no era más que un vago. El abogado de la defensa que
papá contratara exclamó Objection, al menos eso escuché,
creyéndome protagonista de una de esas películas norteamer!-
canas donde los abogados son muy hábiles y terminan obte-
niendo la absolución de su defendido. Al parecer el juez aceptó
la objection, porque a mi abogado le permitieron interrogar-
me. Me hizo preguntas parecidas a las que antes formulara el
Fiscal, sólo que la intención era diferente: se proponía que cada
una de mis respuestas sirviera a mi propia defensa. Luego hizo
notar que no tenía más preguntas y que deseaba interrogar a
Amalia Touza.
Lo primero que preguntó fue su edad, ella respondió que
setenta y tres, y después que si recordaba bien la cara de su
agresor. Amalia se quedó pensando. El abogado insinuó que
podría tener algún problema de visión, y ella, que era miope de
un ojo, exactamente el derecho, en el izquierdo tenía “catara-
ta”. El abogado se paró en medio de la sala y le pidió a Amalia
que se fijara bien en su cara. ¿Qué tenía de particular en ella?,
y la vieja que no le notaba nada extraño. El abogado se acercó
un poco más, y ella “nada”. Él casi se pegó a Amalia, sin que

254
alcanzara a distinguir lo que de particular tenía la cara del abo-
gado defensor. En verdad e! hombre tenía algo particularísimo
en su cara: la distorsión del tabique de la nariz, casi hecho una
zeta, y, claro, mayúscula. La nariz del hombre era grande, como
nunca antes viera yo ninguna; seguro que las tetas de su madre
eran endebles, más bien fofas, y no ofrecieron resistencia al
crecimiento de los cartílagos de la nariz del bebé que fuera
alguna vez el abogado defensor.
Entonces el narizón me llamó al centro de la sala. Cuando
estaba parado en el lugar, erguido y en apariencia tranquilo, le
preguntó a Amalia si ese día llevaba espejuelos. Á ella, muy
presumida, no le gustaba caminar por la calle Obispo con
espejuelos. Se los ponía al entrar en la iglesia, o mejor, en el
instante en que comenzaba el ritual, para leer el libro de rezos,
o en la casa cuando leía la Biblia o necesitaba escribir una
carta. La defensa insistió en que eila se fijara bien en mí antes
de asegurar que era yo y no otro quien estaba a su lado el día
del asalto. Amalia guardó silencio y la defensa insistió de nue-
vo; de su apreciación y su testimonio dependían la desgracia de
un inocente o la suerte de un culpable. Nerviosa dijo “No estoy
segura”. El abogado indicó que me aproximara, y cuando estu-
ve muy cerca de Amalia, la miré a los ojos, con una mirada
tierna y dolorosa, de culpabilidad y arrepentimiento. Jugué mi
última carta, el rey de espadas que hiciera notar el maricón, la
que tenía que ver con la justicia y que según él no había salido
virada. Ahora la vieja, si quería, podía poner al rey cabeza aba-
jo y destruir mi vida. Con mi mirada quise hacerle recordar
cada suceso descrito en mis cartas, y mis ojos fueron los ojos
de todos los presos de la cárcel de donde yo venía, en donde
estuve seis meses sin un sacerdote de la orden de los
Mercedarios que escuchara mi confesión e inculcara a una
oveja descarriada el amor a Dios.
El discurso de mis ojos me salvó el pellejo. Fueron ellos los
que pusieron el punto final al camino que me abrieron las car-

255
tas escritas por mí desde la cárcel: la vieja juró que se había
equivocado. Pidió perdón al juez, al fiscal, al abogado de la
defensa, a los familiares y al acusado. La aflicción que sintió
después del robo, especialmente por el rosario, la llevó a con-
fundirme con el ladrón. Todo fue propiciado por el cartel que
decía “Se busca”, con mi foto. Ya se sabía lo que podía influir
un papelito como ése, y la foto de un muchacho de quien se
cree que, por extraviado, es delincuente. Ahora estaba segura.
Yo no era el que robó en la calle Obispo. Estaba segurísima y
pedía perdón. El autor del robo era de menor estatura, con el
pelo rizado. Amalia estuvo a punto de arrodillarse, y no lo hizo
porque el Fiscal se lo prohibió. Elia le pidió entonces que me
mirara a los ojos, si creía que yo con tal mirada, tan dulce,
límpida y transparente, podía ser un ladrón. Juró que pasaría un
año haciendo penitencia por el mal que me había causado. “Mire
bien, señor juez, señor fiscal, la carita de ángel del pobrezuelo”,
clamaba Amalia, y rompió a llorar ante el temor de no vivir lo
suficiente para purgar su culpa. Con su rosario de barro cocido
se puso a rezar pidiendo por la salvación de su alma. Imploró al
Señor que me fuera restaurada la paz merecida. Yo miraba de
reojo al Fiscal, al jurado. Entre los jueces había tres mujeres
emocionadísimas que lloraban sin poder contenerse.
Cuando el jurado se retiró a deliberar, Amalia se postró en
medio de la sala con el rosario entre los dedos. Por mucho que
el Fiscal la instara a ponerse de pie, permaneció arrodillada
hasta que escuchó la sentencia. Me declararon inocente, ab-
suelto de toda culpa.
Amalia se paró, dio gracias a Dios y a todos los presentes.
Vino hacía mí para expresarme su arrepentimiento y besó una
de mis mejillas. Muy bajito, para que nadie escuchara, balbu-
ceó “Confío en tu arrepentimiento.”

256
Con el pie derecho, como aconsejara el jefe de
galera, salí del Tribunal. Abandoné las botas horri-
bles, volví a calzar mis Wisconsin, con su puntera
redonda y voluminosa, y vestido con mi pantalón y
mi camisa Levi's me paré en el centro de la calle
Teniente Rey y contemplé el Capitolio, el más ma-
jestuoso de los edificios de La Habana. Eran las
cuatro de la tarde, según mi Rolex falso. Pensé
quedarme en el Capitolio. Habría dormido en su
escalinata, escoltado por sus gigantes de bronce,
si papá no hubiera dicho que esa noche cenaría-
mos en familia. Caminando hasta su casa me dio
mil consejos; que volviera a Encrucijada al día si-
guiente junto con mamá, a quien pidió que me con-
venciera, que sólo ella podría lograrlo. Mamá, dis-
plicente, pronunció aquello de que un hijo nacido
de madre y padre debía seguir el curso de las co-
sas. Esa actitud me complació. Por primera vez
apoyaba mis decisiones. Aunque no le hubiera di-
cho a papá ni que sí ni que no, yo bien sabía que no
me iba a montar en un ómnibus con destino a En-
crucijada. Me quedaría en La Habana aunque dur-
miera en el Parque de la Fraternidad o en una fu-

257
neraria, aunque no tuviera que comer y caminara por las calles
pidiendo limosna, robando a viejas como Amalia y, por encima
de todo, esperaría a que el jefe de galera saliera de prisión.
Juntos buscaríamos los manuscritos y se los venderíamos al
Papa por una buena suma. De ningún modo volvería a Encru-
cijada.
Esa noche intentamos cenar en familia, sentados a la mesa
de cedro de ocho piezas, regalo de mi abuelo el interventor,
papá, sus tres mujeres y su único hijo. Sobre esa mesa de ce-
dro Marcela tendió el mantel de granité bordado. Las iniciales
de las servilletas no coincidían con el nombre de ninguno de los
convidados; de seguro eran también un regalo de mi abuelo el
interventor. Papá ordenó que la cena fuera servida en la vajilla
de porcelana, la que guardaba en el armario vitrina con las
escupideras. En el mismísimo centro de la mesa, Marcela puso
por primera vez la refresquera de opalina y en ella sirvió jugo
de naranja con mucho hielito. Papá dijo que eso lo hacían por
mí, y yo le recordé, para molestar, que como él mismo decía,
las refresqueras sólo se usaban en las meriendas.
Mientras papá intentaba halagarme, Marcela y Minerva se
disputaban la primacía del primer plato, y mamá con las manos
en el regazo, murmuraba que no había nada igual que andar
vestido y alimentarse, y que fuera de eso no había budhas ni
patriarcas. Sin embargo, y resultaba raro, nada hacía por ser-
virse, ni siquiera reconoció el olor de la carne asada, ni de los
frijoles negros dormidos, como los cocinaba abuela Raquel, y
que tanto nos gustaban. Tenía la mirada en un punto lejano,
inencontrable. Cuando Marcela y Minerva terminaron de fa-
jarse por ser las primeras, papá me sirvió los frijoles encima del
arroz y un trozo de carne, yuca y tostones. Me dijo que comie-
ra, seguro tenía hambre, que la comida en la cárcel debía ser
horrible.
Picando la carne recordé a Luz Marina envenenada por su
hermano Oscar. Levanté la vista y me encontré con los ojos

258
airados de Marcela; me tembló la mano con el cuchillo; quedé
quieto, sin comer nada: me la figuré trasteando en la cocina
para echar piedras en el arroz, con el fin de desmoronar los
dientes de sus víctimas, y que cayeran deshechos uno por uno.
Todos esperaban que comiera por fin; si mamá buscaba el va-
cío, los demás estaban dispuestos a llenarse la boca. Fue en-
tonces cuando mamá insistió con sus versitos. Ahora el poeta
era un tal Issa, quien escribió, a la muerte de su hijo, “este
mundo de rocío, podrá ser rocío, y sin embargo, y sin embar-
go”. Definitorias me parecieron esas palabras y me levanté
fingiendo dolor de estómago. En verdad el recuerdo de la cár-
cel y el presentimiento de que Marcela hubiera echado piedras
en el arroz terminaron descomponiéndome realmente. Marcela
me llamó malagradecido. “Después de tanto sacrificio y con lo
que cuesta hoy la comida, se da el lujo de no comer.”
Encerrado en el baño oí a la mujer de mi padre refunfuñar y
a papá exigirle que fregara la vajilla con cuidado. Mamá citaba
otros versos. “El sonido del fregado de la cacerola se mezcla
con la voz de las ramas en los árboles.”
Salí del baño y anuncié que daría un paseo. Tras tantos
meses encerrado, bien lo merecía. Papá me pidió que me que-
dara con la familia en la casa, pero no tuve ganas de compla-
cerlo. Mamá, aún sentada a la mesa, recitó “Nada me compla-
ce más que un hijo, nacido de madre y padre, siga el curso de
las cosas.”

259
En el Capitolio vi a la mujer, en medio de la escali-
nata, semejante a los gigantes de bronce, alta como
Pepa la murciana, pero no era gorda ni estaba ra-
pada; su pelo rubio le caía sobre los hombros. Re-
saltaban su cuerpo esbelto, sus tetas y sus nalgas,
el traje rojo ajustado. Entre los labios sostenía una
boquilla.
No tuve que decir media palabra: ella notó mi
desconcierto; estaba deslumbrado con sus cade-
ras, sufriendo por la belleza de sus tetas, y vino
hacia mí, como hacían todas, y me brindó su mano.
Postrado la besé. Dijo llamarse Babilonia, “Yo,
Cándido”, me presenté.
Busqué a ambos lados cuando me invitó a su-
bir a su auto, y no vi ninguno; a una señal apare-
ció, descendiendo de él un chofer negro, robusto,
que abrió humilde la portezuela por donde entra-
mos. “Al Satiricón” ordenó Babilonia y el auto
partió veloz. Se trataba, me informó, de un club
fabuloso; nunca conoció otro igual, ni siquiera en
Madrid, donde residía, ni en Nueva York ni en
Londres, donde había residido. “Tienes cara de
hambre, la comida es excelente.” Encogidos los

260
hombros, porque no pude hacer más, la vi relamerse; tirándo-
se sobre mí, me chupó los labios. Sentimos un frenazo, y casi
al unísono se abrieron las portezuelas. El negro le deseó una
espléndida noche a Babilonia; a mí me miró con ojos retorci-
dos; pareció desearme que un aluvión de cuchillas cercenara
mi cabeza. El negro, convertido en chofer, era un envidioso: si
a algo aspiraba con fuerza era a meterse en la cama con la
rubia. Bastaba para comprobarlo el modo en que la miraba,
casi se le salía la baba.
Ofrecí a Babi mi brazo derecho contraído, no porque estu-
viera tenso, sino para que percibiera la protección que le ofre-
cía la solidez de mis músculos. Frente a la gran puerta de aque-
lla casa de Marianao nos recibió un loro gigante, verdoso y
emplumado. Abrió el pico para darnos la bienvenida y nos de-
seó una noche feliz. Babi me confió que el tipo disfrazado era
el dueño del Satiricón. “Aquí verás cosas extrañas y exquisi-
tas”, y pidió al dueño que nos buscara una mesa. Él exclamó un
“claro, no faltaba más”. Las puertas del Satiricón estaban abier-
tas para ella, y hasta para mí. Nos condujo por un largo pasillo
en penumbras hasta la puerta redonda del restaurante
Trimalción, una puerta angosta, tan angosta como el culo de
Job antes de ser visitado por Ramiro, el tatuador, y tan cerrada
como culo de gallina, los pliegues como diámetros de un círculo
perfecto. Abstraído esperé que alguien nos abriera. Fue
Babilonia, acostumbrada a traspasar aquel umbral, quien lo hizo.
Con una uña cosquilleó la boquita de la puerta, dejó que se
deslizara el dedo y penetrara apretado por la hendija. Por insis-
tencia de su dedo la puerta se fue dilatando y se abrió redonda.
En ese reino fuimos recibidos por un biombo de varias par-
tes, unidas por bisagras, y en cada una, excitantes escenas
pintadas. Una llamó mi atención y, al acercarme, dijo Babilonia
que se trataba de una recreación de la Venus de Botticelli. En
lugar de emerger de una rosada concha, la Venus hundía sus
pies en el mapa de una isla, el más parecido que yo viera al

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mapa de Cuba, los hundía casi hasta los tobillos, como los tenía |
yo en aquella foto que mamá mostrara a las sibilas de la calle
Mercaderes. Sin embargo, la cara de Venus no era lánguida y |
tranquila, como advirtió Babilonia que la pintara el italiano; en |
cambio, ésta tenía una expresión de espanto, los ojos aterra-|
dos. Una mujer, que ocupaba según Babilonia el lugar de
Pomona, le arrebataba el manto. Esta pobrecita Venus no ati-
naba a cubrir sus pezones con las manos, más bien los cargaba
ofreciéndolos, y en lugar de cubrirse el bollo con la cabellera,
confundida lo mostraba. Los céfiros no eran tales, sino una
pareja en posición lujuriosa, ella debajo y él encima penetrán-
dola, volando extasiados. Aparecía en otro fragmento del biom-
bo una escena a la que Babi llamó “El rapto de las hijas de
Leusipo”. En verdad aquella escena para nada parecía un rap-
to, al menos eso daban a entender las caras felices de las dos
muchachas desnudas. Una de ellas, con los cascos delanteros
del caballo sobre sus tetas, estaba feliz. La otra acariciaba con
los labios la enorme cosa roja del animal. Los raptores, asom-
brados por la reacción de las muchachas, tiraban de ellas y
parecían decepcionados.
Babilonia me comunicó que el lema de la casa era “Ricor,
nunca rigor”; ella misma lo sugirió al dueño. Nos sentamos en
el lugar que siempre ocupaba, en el centro, sobre una pequeña
tarima circular, en la que había una mesa y dos sillas. Desde allí
se divisaba toda la sala del restaurante. A poco llegó la mucha-
cha que portaba la carta, esposadas las manos y el cuerpo
desnudo, en las piernas hilillos de sangre, y detrás un hombre
ataviado únicamente por espuelas en los tobillos. Con las es-
puelas hincaba las piernas de la muchacha. Me pareció muy
cruel, estuve a punto de pegar al desgraciado que maltrataba a
una mujer tan bella. Babilonia me contuvo; según ella, era par-
te del espectáculo.
Decía, en la carta que nos entregaron, que la carne era el
mejor amigo del alma; para los días de vigilia, nada mejor; que

262
el espíritu era gordo y la carne flaca, y que todos éramos carne
de cañón. Después aparecía la lista de platos que se servían en
el Trimalción: carne de vaca, de carnero, carne de cerdo y
ternera; carne de caballo y gallina, y carne humana, que según
la carta, constituía la especialidad de la casa. De todas ellas
escogí la de cerdo. “Una pierna entera”, ordenó Babilonia. Pron-
to la tuve en la mesa, bañada en aliño oloroso a cebolla, ajo y
limón, pimienta, orégano y comino. Con un gesto cariñosísimo
Babi me indicó que comiera. “Toda es para ti.” Ella comería
otra cosa, y se relamió.
En tanto picaba yo de la pierna, Babi anunció con el pie la
comida que le interesaba, hurgando en mi pantalón. “Come sin
vergúenza. Me encanta ver comer a los hombres.” Mientras
más abundante fuera el plato, mejor. Ella alucinaba con la falta
de moderación, con la ausencia de límite de ciertos hombres
sentados a la mesa. En Europa sobraba el sentido común, y su
ausencia venía a buscarla en el Caribe. Odiaba los cuerpos
remilgados y erguidos tras la mesa, la servilleta sobre las pier-
nas evitando la manchita de grasa para no entrar sucios en el
teatro. Sucumbía ante el placer de contemplar a un hombre
coger entre las manos la carne, y chuparse después los dedos.
Predestinada al placer, ninguna otra emoción la dejaba sin aliento,
pero eso sí, nada había para Babilonia como el escalofrío del
instante placentero. No concebía la felicidad como un estado
perpetuo, dilatado, sino como la emoción del momento puntual.
Orinar cuando su vejiga estaba repleta, sentada sobre el frío de
la loza, dejar escurrir el orine, sentir su entrada en el vacío y
por fin el chasquido; tomar un vaso de agua en el momento de
la sed más plena. Eso era el placer, y sólo en eso creía. El
placer, no la abstinencia, conservaba la salud del organismo.
De ahí que fuera la más sana de las mujeres, porque era la más
gozadora; capaz de soportar dolor si tenía la seguridad de que
cesaría, gradual, lento. La providencia había marcado su desti-
no: el placer era como un bicho en su sangre, incontrolable.

263
Predispuesta estuvo desde la infancia. De pequeña hacía pa-
sar sus piernas por entre los barrotes de la cuna, y contra la
madera frotaba su bollito tierno e infantil.
El padre de Babi alcanzó por escalafón los grados de gene-
ral, sin participar en ningún combate. Tuvo sin embargo la afi-
ción de estudiar, como un estratega, las grandes batallas de la
historia. En la quietud de su casa reproducía escaramuzas con
un juego de soldaditos de plata fabricado por un orfebre fran-
cés. Gastó una fortuna en su afición. Desplegaba los ejércitos
contrincantes sobre una mesa grandísima; observaba la forma-
ción, sudaba y le temblaban las manos. Babilonia, desde la cuna,
y con las piernitas abrazando una de las tablillas, lo miraba. Él
nunca reparaba en ella, ¡tan extasiado estaba con sus manio-
bras militares! Conduciendo la infantería gritaba exaltado, daba
Órdenes precisas a la retaguardia; la niña, frotándose el bollito,
se negaba a tomar el biberón. Ciego el padre ante la predispo-
sición al placer de su hija, nunca prestó atención a los requeri-
mientos de la madre, preocupada por la inclinación de su pe-
queña Babilonia. “Atiende a sus vicios”, reclamaba al padre.
“Abandona tus ejércitos y mírala frotarse la crica.” Una vez
respondió el general, una vez, y no consiguió la preocupada
esposa que se volviera a interesar en el asunto. “Cada cual
tiene su batalla, Evangelina, la de tu hija es la del bollo”, conclu-
yó. El general de carne, encarnado en el de plata, moría en
cada batalla, minutos antes de que su ejército venciera. Una
vez era Tariq desembarcando en Gibraltar y derrotando a
Rodrigo en la batalla de Guadalete, y otra el Marqués de Santa
Cruz arengando a todos en Lepanto, incluso a Cervantes, a
quien mirara sin impresionarse, con la mano destrozada por un
tiro de arcabuz.
La suerte dispuso que el general cayera en cama aquejado
de una enfermedad mortal sin encontrar una última batalla. No
permitió a nadie a su lado; solamente sus soldaditos de plata le
hicieron compañía, desplegados encima de las sábanas borda-

264
das y en espera de una orden. En el delirio previo a la muerte,
Babilonia lo vio a través del ojo de la cerradura. Jadeaba sin
dejar de dar órdenes; sin embargo, en los estertores y por cau-
sa de la absurda muerte que le tocara, se creyó el duque de
Medina Sidonia al frente de la Armada Invencible. Fracasado
en la conquista de Inglaterra, triste y maltrecho por las tempes-
tades, entró en la muerte el general, desde su cama, entre sá-
banas bordadas, rodeado de soldados de plata.
Entristeció a Babilonia recordar la tonta muerte de su pa-
dre, que soñara con caer dando el pecho a las balas, y no silen-
ciado y silencioso. Al contrario de su padre, o tal vez siguiendo
su ejemplo, pero en otro campo de batalla, Babi prefería morir
en una escaramuza carnal, gozando y sin sufrir. “Siempre ricor,
nunca rigor”, exclamaba.
Mi modo de comer la exaltaba y frotaba incontenible el pie
contra mi portañuela. “Generalmente estoy desganada, hasta
que la visión de un hombre comiendo me abre el apetito”, decía
Babilonia, y yo devoraba la pierna de cerdo por complacerla y
porque realmente tenía hambre, por los meses de mal comer
en la cárcel. Mordía la carne, los dedos embarrados los chupa-
ba para que Babi, enardecida, me sobara la pinga. Sobaba y
proseguía su discurso a favor del placer.
Cuando se aburrió del discurso, se puso a silbar el Bolero
de Ravel; esta música le daba una sensación de crecimiento, y
esperaba que de la misma manera lo percibiera mi pinga. Sus
silbidos subían cada vez más de tono, llamando la atención de
los comensales y, cuando ya ei silbido no bastaba, golpeó, al
ritmo del Bolero, la mesa. Confundida y presta apareció la
muchacha que servía, entendió los golpes como una orden. Babi
tenía la boca ocupada en silbar, y pedí que me trajeran más
carne. Babilonia, diestrísima, continuaba sobándome. Con los
dedos del pie abrió el pantalón y sacó el animal erguido. Lo
acarició con los dedos y con las plantas de sus pies. “Come,
muchacho”, me pedía.

265
Fue maga y contorsionista de circo hindú, diestra matro-
na, geisha, serpiente. Sin que sus pies abandonaran la presa,
afincó las manos en la asentadera de la silla, la echó atrás de
un empujoncito, y con movimiento rápido, como relámpago
de luz, giró; su cuerpo fue arco, con la boca alcanzó mi pinga
y se prendió a ella. Fue arco, círculo de fuego y ofidio de
lengua larga y serpenteante; catadora de carne humana, la
que anunciaba la carta como la especialidad de la casa. Babi
recuperaba una posición y la otra. Era círculo hecho y deshe-
cho, mi pinga el punto de redención de la circunferencia, el
centro, el astro.
Me fortalecía su apego a mi virilidad. Ya deshilachaba las
últimas fibras de la carne, cuando ella se incorporó para gritar
“más”. Y más me trajeron. Habló golosa, afirmó que era la
parte puta del cuerpo de Dios, blasfemaba con la boca llena.
Se le despertaba el verbo con sólo el roce de la carne; se lla-
maba “puta” y pretendía que así la llamara yo. En verdad, si
mucho me excitaban el roce de sus labios, la caricia de su
lengua, el mordisco pequeño, también disfrutaba de la palabra
entrecortada, la palabra que describía el acto hecho y el por
hacer. “Primero el verbo y luego lo demás”, decía en medio de
su hartazgo; y repetía que era parte de Dios, que de él había
venido y hacia él iría, la parte corrompida de Dios, la zona
putañera del Señor.
Entusiasmado con su discurso me atreví, en el centro del
restaurante, a despojarme de la camisa. Sentado a la mesa
quedé con el torso desnudo, erguido, pretendiendo que cada
uno de los comensales volviera los ojos hacía mí, notando mis
párpados entrecerrados, mi boca balbuciente, temblorosa. Como
tantas veces anudé las manos tras el cuello. Los codos forma-
ron los ángulos de una pirámide que describía mi torso y que se
cerraba, como tantas veces, en la obsesión de una boca. Allíen
el vértice de esa pirámide invertida estaba Babilonia, la parte
puta de Dios, y su boca era un pozo y su saliva agua de vida.

266
Fue entonces cuando sentí el flashazo deslumbrándome con su
luz, sorprendiendo la tersura del torso, la expresión placentera.
Busqué la cámara. Allí estaba el fotógrafo, tras el lente, apun-
tando a nuestra tarima; el hombre flaco y barbudo. Me erguí,
llevé atrás los hombros, alcé el pecho coronado por mis tetillas
y esperé de nuevo el flashazo. Babilonia mordió espantada por
el relámpago, gritó algo, y se presentó el dueño vestido de coto-
rrón. Preguntó inquieto si la luz nos molestaba, a veces el fotó-
grafo era impertinente. Él, conjuntamente con El Escriba, dijo
señalando a un viejillo que levantó las nalgas y saludó; eran los
cronistas de El Satiricón, dos grandes narradores siempre pres-
tos a pelearse. Cada uno consideraba su arte el más perfecto,
el más cercano a la realidad. Se fueron muchas veces a las
manos disputando la primacía. El grafómano seguía en su ca-
mino al lente, espiaba el flash, la incidencia de la luz, y sobre
eso escribía. Pero si El Escriba era quien sigiloso y a la vez
displicente observaba, el fotógrafo registraba en su caligrafía.
Ambos, vehementes y exaltados, se tiraban de los pelos en su
propia defensa. El fotógrafo, la memoria gráfica del Satiricón,
atesoraba un millar de cartulinas impresas. Estaban allí, tapi-
zando las paredes, demostrando la singularidad del lugar. El
Escriba tenía tres mil páginas que serían las memorias escritas
de la casa. “Nobles observaciones de Petronio”, las llamaba.
Esto nos contaba el dueño ataviado como un loro, mientras
incidían las luces en mi torso y Babi mamaba con desenfreno.
Hermoso y alabado, objeto del lente, vi a la pelirroja acom-
pañada por el viejo inglés. Lord Nelson dijeron se llamaba, y
ella Moll Flanders. “Es un Versace”, opinó El Escriba sobre el
traje de seda negra. “Le costó los pliegues del culo”, acotó
Babilonia. El verdadero nombre de Moll era Rosita, pero desde
que pisara el andén de la terminal de trenes de La Habana
aseguró que Londres estaría a sus pies. “Moll” la llamaron las
putas del Two Brothers, bar en el que recaló. En su lejano
Maisí había soñado muchas veces con ajustar las manecillas

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de su reloj mirando las del Big Ben. La suerte la protegió el día
en que pudo escapar de las manos de un asesino que pretendía
descuartizarla y colgarla de un pincho, junto al cuerpo de otras
catorce putas. Desnuda y llorando la encontró Lord Nelson en
una calle de La Habana Vieja. El inglés le ofreció su chaqueta
Dior y secó sus lágrimas con un pañuelo de seda. En su auto la
llevó a la estación de policía, y la acompañó cuando fue conde-
corada con la medalla al valor. Emocionado, Lord Nelson aplau-
dió cuando prendieron en el pecho de la muchacha la medalla
dorada. La besó, le regaló unas flores. Ese día Rosita estuvo
segura de que abandonaría una isla para entrar en otra, sabía
que trocaría la chiva por la vaca.
Pero Moll era muy golosa. Se deshizo de su acompañante
Lord Nelson, caminó hacia la tarima, me tendió la mano, que
besé en el instante en que el fotógrafo apretaba el obturador, y
terminó bajando a las profundidades. Babilonia no fue egoísta,
ofreció el trofeo y prometió compartirlo. Quedaron ambas en-
frentadas, una por cada lado, como gallinas picoteando de una
misma mazorca. Qué placer el de aquellas bocas en armonía.
Arrogante, reflejado en el cristal del lente, esperé el descenso
del obturador.

268
Despojado de ropas y zapatos, disfrutaba de
Babilonia y de la damita del viejo Lord. Triste cara
la del viejo indagando el paradero de su perdida
Moll Flanders. Una mano fuerte le cortó el paso,
impidiéndole que llegara hasta mi mesa para pre-
guntarme, como a otros, si había visto a su peque-
ña. Lord Nelson no pudo responder, a quien lo in-
terrumpía, por el paradero de Rosita; no conocía a
nadie con ese nombre, le dolía el brazo y suplicó
que lo soltara; la mano ejercía una presión muy
fuerte y la sangre dejaría de fluir. No conocía a
Rosita, nunca conoció a alguien con ese nombre.
Tuvo una profesora de violín llamaba Rose, no
Rosita; tampoco se hubiera interesado en una mu-
jer que se llamara Rosita. A quien quería y a quien
buscaba era a Moll. Apretando más fuerte, el otro
afirmó que no se llamaba Moll, sino Rosita. Acusó
al Lord por el rapto de la muchacha, y aseguró que
intentaba deslumbrarla con su dinero. “Estoy aquí
para salvarla y llevármela de vuelta, como tantas
veces.” Se abrió la camisa y mostró una cicatriz
sobre la clavícula. Se llamaba Miguel y enseñó un
arma afilada.

269
Rosita nació en Maisí, su padre era el farero del lugar. Por
mucho que el farero intentó que su hija amara el sitio donde
había nacido, no lo consiguió. La niña nunca miró el mar, cosa
terrible en la hija de un farero; volvía los ojitos hacia la tierra;
su padre, empeñado, encendía la luz del faro sobre el mar os-
curo y Rosita cerraba los ojos, furiosa apretaba los dientes y
volteaba la cabeza. Miguel, dos años mayor que ella, era hijo
del cartero y vivía en el pueblo; iba con su padre hasta Punta
de Maisí, pedía a la niña que lo acompañara y se tiraran juntos
al agua desde los farallones. Rosita insistía en que corrieran en
sentido contrario, alejándose del mar. En lo alto del faro con-
templaba el crepúsculo creyendo que el lugar que se tragaba el
sol debía ser más hermoso. Odiaba el paisaje rocoso y desola-
do, odiaba el faro blanco, rodeado de arrecifes. El padre sufría
al verla de espaldas al mar, mirando en lontananza, farfullando
y maldiciendo. Una vez creyó que podría curar el maleficio.
Desde la punta, en el sitio más oriental de la isla, se inclinó con
un balde, recogió agua y caminó sigiloso. Rosita, en lo alto de
una piedra, miraba en sentido contrario, hacia occidente; el fa-
rero levantó el balde y dejó caer el agua sobre el cuerpo de la
hija. Casi muere. Cientos de ronchas invadieron su piel. As-
fixiada señalaba un punto alejado del mar. Así estuvo tres me-
ses, con el cuerpo cubierto por compresas de agua dulce. Con
la cara llena de trapos húmedos para aliviar la fiebre entró en
los quince años. Ese día vinieron el cartero y su hijo. Cerquita
de su oído, Miguel le propuso matrimonio a la quinceañera. Ella
aceptó con una condición: que la sacara de Punta de Maisí y la
llevara al pueblo ese mismo día. La fiebre fue cediendo y el
padre aceptó el casamiento. Sin mirar atrás, Rosita abandonó
el faro; tres meses más tarde abandonó a Miguel por un mu-
chacho que le propuso vivir más lejos, en Guantánamo, y hasta
allí fue Miguel a buscarla y en Guantánamo recibió su primera
herida. Ambos jóvenes se batieron, puñal en mano, reclaman-
do a la hembra de Punta de Maisí. El guantanamero recibió

270
una cortada en el brazo, Miguel, en la clavícula. En El Satiricón
mostraba orgulloso la marca de un queloide que testimoniaba la
defensa de su amor. A Lord Nelson se le aguaron los ojos, pero
como buen Lord se comportó con discreción: las lágrimas no
llegaron a brotar. Tragó en seco y siguió escuchando. Yo me
erguí previendo que al fotógrafo se le ocurriría hacerme otra
foto. Babilonia y Moll, con las bocas ocupadas, siguieron bajo
la mesa.
Miguel la obligó a acompañarlo. En el camino de regreso
Rosita lloraba y se prometía no ceder hasta llegar a La Haba-
na. Si triste fue el retorno, continuó en su empeño Cada maña-
na, a escondidas de Miguel, daba una vuelta por el pueblo, y
sentada en el parque espiaba los zapatos de los hombres; por
ellos conocía el lugar de donde venían, y si se empeñaba, el
lugar a donde iban. Si un hombre con los zapatos embarrados
de tierra colorada se acercaba a dar los buenos días, respondía
con la cabeza gacha, con la mirada fija en el suelo. El polvo
rojo era evidencia de que el forastero venía de Moa, y Moa
estaba muy lejos de La Habana.
Una mañana aceptó un saludo, entornó los ojos, reconoció
los zapatos y la cadencia de la voz. En el tren de las doce y
-media se fue a Holguín con Erasmo; en el de las siete la siguió
Miguel. Le fue fácil encontrarlos amartelados en la azotea de
La Periquera. Rosita miraba a occidente y Erasmo le mano-
¿¡seaba las tetas. Miguel, cuchillo en mano, exigió a Rosita que
se apartara. Erasmo se aferró a las tetas para retenerla. Mi-
¿guel levantó el brazo, cortó el aire, pidió al macho que lo en-
frentara y defendiera con el cuchillo el honor y las tetas que
“agarraba. Rosita, muy pálida, permaneció expectante; Erasmo
no estaba dispuesto a aceptar la pérdida de la hermosa pelirro-
ja que consiguiera por un pasaje de tren. Miguel, enardecido,
'esgrimió el arma; únicamente la sangre de su contrario reivin-
dicaría a la amada. Se adelantó furioso, ciavó la punta del cu-
chillo y desplazó la hoja sobre la mano de Erasmo, que soltó la

271
teta, se abalanzó armado y cubrió de sangre el pecho de Mi-
guel. Tres fueron las heridas, tres eran las marcas que exhibía
en El Satiricón. Orgulloso narró Miguel el desenlace. “Me le-
vanté del suelo y le clavé el cuchillo en un costado.” Sangrando
bajó las empinadas escaleras de la Periquera, torciendo el bra-
zo a Rosita, que se vio obligada a seguirlo dando traspiés.
Por segunda vez volvió Rosita a la casa de Miguel; regresó
la tercera desde Bayamo, y la cuarta desde Manzanillo, y la
quinta desde Las Tunas. Miguel mostraba, a un Lord Nelson
conmovido, la evidencia de cada encuentro, las múltiples cica-
trices en su pecho: innumerables cortes de arma blanca, única
forma en que salvaba su honra y la de Rosita.
A Camagúey se escapó montada en una locomotora de car-
bón. El maquinista le ofreció la mano, ella la tomó, apoyó un pie
en el estribo y subió. Él desabrochó su portañuela y le ofreció la
pinga. La hija del farero se convirtió en una ternera. Lenta la
locomotora en el camino de rieles, dúctil la muchacha, presta a
las ofrendas bucales, como ahora debajo de la mesa, en pago del
viaje cumplió habilidosa. El maquinista echaba carbón al horno
con una mano, con la otra sujetaba la cabeza de Rosita sobre su
carbón encendido. Y cada vez que sentía el escalofrío que anun-
ciaba el final, apartaba la boca de Rosita, aguardaba contenién-
dose. La muchacha, de reojo, veía pasar los pueblos también
esperando. Así, setenta horas después de que apoyara el pie en
el estribo, setenta horas con la boca abierta y los ojos desorbitados,
las rodillas postradas en el suelo, llegaron; él no retuvo más y se
la dio cuando entraron en Camagúey, donde Miguel los espera-
ba. El maquinista se la entregó tranquilamente y afirmó no que-
rerla. Una mujer le servía para un viaje. “Una en cada viaje, y
luego al camino de rieles.” Además, le aseguró a Miguel que su
pelirroja valía muy poco, no era buena mamadora, tenía una boca
demasiado pequeña y meter la pinga en su boca era casi un
suplicio. Miguel no soportó que vejara a su muchacha, la que
llevó a su cuartico cuando tenía tan sólo quince años, sacó el

272
cuchillo y reclamó sangre al maquinista sucio de carbón. Sola-
mente la sangre lavaría la humillación de Rosita y la suya propia.
Quiso ser ágil y llegó tarde, cayó al suelo atravesado por un
hierro candente, con el mismo que el maquinista usaba para re-
mover el carbón en el horno. Lo intervinieron de urgencia en el
hospital de Camagúey, mientras Rosita, inflexible, abordaba un
tren hacia La Habana. Miguel se abrió más la camisa y mostró
una enorme cicatriz. Estaba dispuesto a todo, mataría a quien
fuera. Necesitaba a Rosita en su pueblo, cerca de Maisí, de
donde la sacó un día. Bien sabía que era malagradecida, pero la
amaba y no renunciaría a ella.
Lord Nelson olvidó la contención de los lores y emocionado
pidió perdón; en cuanto la encontrara se la devolvería. Con-
templaba el torso del fiel amante. Cada huella una prueba, la
corona del sacrificio. Quería ser amado de esa forma, sin mie-
do al peligro.
Cuando abandonó el Hospital, Miguel vino a La Habana.
En todas partes indagó por el paradero de su pelirroja. Pasó
noches enteras frente al Two Brothers y cerca del Hotel
Comodoro. Entró, sin ser visto, en el Palacio de la Salsa; en el
Yoni se encontró a Lazarito, un travesti negro, enrolado en
“amores con un ciego de Alcalá de Henares, vestido el travesti
icon un traje cubierto de flecos, desde lo más alto del busto
hasta la falda, como los que usaban las bailarinas de tap. Por el
vestido y por el amante ciego lo llamaban el “lebrel afgano”.
Lazarito denunció a Moll. “Siempre anda por El Satiricón, con
'su amante inglés.” Confesó que no soportaba que Moll llevara
la cartera llena de libras esterlinas, cuando él tenía que canjear
sus caprichos por pesetas españolas.
Por todo esto Miguel exigió al Lord que le entregara de
inmediato a su amada. Mostró arrogante su torso marcado, el
puñal, la furia de sus ojos y la decisión de matar por su hembra.
“Si no me la entrega, lo degiiello como un carnero” El Lord
preguntó atónito “¿Who is carnero?”

273
También yo estaba asustado, temeroso de que descubriera
a Moll debajo de la mesa, usara su cuchillo y me mutilara de un
tajo, igualito que se hiciera la sibila en prisión. De sólo pensar
en ello se me fue poniendo blanda. Por mucho que chuparon
Moll y Babilonia, no recuperaba la dureza. Ensalivaban, rociaban
vino y chupaban frenéticas. Como debía testimoniar cada su-
ceso, El Escriba se agachó y se metió bajo la mesa. Primero
aconsejó a Babi que hurgara con la punta de la lengua en el
huequito. El viejo no lo llamaba el huequito en la cabeza de la
pinga, sino ostium urethrae externum. Después aconsejó a
Moll que besara la corona glandis y untara mantequilla al
frenulum preputi. Que la untara en toda su extensión y verían
cómo el frío de la mantequilla en contacto con el frenulum
preputi devolvía la dureza. Se me pondría, poco a poco, tur-
gente, rosada, vigorosa. Que pasaran lentas sus lenguas y ofren-
daran sus labios. Babi pidió mantequilla, y juntas empavesaron
al muerto. “Ahora lengua, suavecito, sin prisa, sin cansancio.”
Después de la mantequilla, paté foie gras de ocas de Alsacia y
queso de chouzé, ¡y a lamer rico!, exclamó el viejo Escriba y
anotó en su cuaderno. Y de tanta lengua, y mantequilla, y paté
de ocas de Alsacia y queso de chouzé, se me fue poniendo
dura. Olvidé el peligro del cuchillo y las amenazas de cortar lo
que encontrara.
Cuando Miguel fue a cerrarse la camisa para continuar su
búsqueda, Lord Nelson le sujetó las manos suplicándole que no
lo hiciera ni se avergonzara de sus marcas, que eran bellas,
eran por amor, y se postró ante el mártir. Con la contemplación
del sacrificio, encarnado en las heridas del pecho, llegaría la
comprensión. Le pidió que bebiera, y ordenó vino de Burdeos.
Trajeron un tinto de Graves, Chateau-Brion, y lo rechazó co-
lérico. “Quiero un tinto, sí, pero de Médoc, un Chateau-Latour”
Cuando lo trajeron pidió a Miguel que le permitiera untar vino
en sus heridas. El vino lo curaba todo, incluso los malos recuer-
dos. Miguel aclaró que no intentaba curarse. Lord sirvió una

274
copa y luego otra, insistiendo en la untadera de vino, y el mu-
chacho que no, que no se confundiera, que él no era maricón.
Pero Lord, muy hábil, levantó la copa y se refirió a que el apren-
dizaje era un proceso de tanteo y que durante el tanteo podían
aparecer el premio o el castigo, que todos se prejuiciaban con
el castigo y se embullaban con el premio. Cuando habló de
premios, mostró el contenido de su billetera. Desde mi posición
vi el fajo de libras esterlinas. El Lord prosiguió con su monser-
ga sobre el castigo. Nada existía como castigar para que un
acto sano dejara de ser espontáneo. En verdad, Miguel comen-
zÓ a interesarse en tal discurso y se fue entusiasmando. El
Lord mojó por fin las heridas con tinto de Médoc, mientras
hablaba de lo bueno que sería que el muchacho tuviera con qué
cubrir sus necesidades, y volvió a enseñar la billetera repleta
de libras esterlinas. Describió el Támesis, la abadía de
Westminster, el Palacio de Buckingham, luego dijo algo a su
oído. No pude escuchar el mensaje, sin embargo estoy seguro
de que el susurro fue una tentación, porque Miguel se tendió
desnudo en la mesa. Lord Nelson, postrado, lloró sobre cada
herida. Alelado y distante contemplaba lo que llamó belleza de
la carne magullada. La besó y escanció vino; bebió la sangre y
cubrió de libras esterlinas el cuerpo mutilado del amante de
Rosita. El que al inicio se negaba, fue dándole al Lord cuanto
quería, cada vez más fuerte y erguido su sexo. Nelson hizo lo
que las mujeres conmigo. Arrodillado dio gracias al cielo.
El Escriba abandonó su interés por nosotros y salió de su
escondite. Narró en voz muy alta la caída del vino tinto. “La
columna de Médoc” la llamó, y describió la gota presurosa
recorriendo el corpus penis, la gota desplazada cayendo en la
lengua del Lord. Fueron los gritos de El Escriba los que pusie-
ron a Moll Flanders al corriente; abandonó mi pinga y salió de
abajo de la mesa. Turbada, dudó de cuanto estaba pasando:
peligraba su visita al Támesis, el ajuste de las manecillas de su
reloj de pulsera mirando al Big Ben. Caminó hacia ellos, recla-

275
mó atención del Lord, llamándolo “mi Lord, mi lorito”.
Lagrimeaba suplicante “¿Acaso te has vuelto maricón?” El
Lord no respondía a los pellizcos, ni a los empujones, ni a las
mordidas. Sólo atendía a Miguel, a su belleza lastimada.
Sorprendentemente, tampoco Miguel hizo caso de Rosita ni de
sus súplicas. Parecía haber olvidado la búsqueda incansable,
las cuchilladas, la sangre, las huellas de queloides. Babilonia se
rió de Moll en su cara. “Perdiste el viaje a England”, dijo mo-
fándose.
Por mi parte, incomprensible me resultó que el Lord admi-
rara el torso mutilado de Miguel sin fijarse en el mío, erguido,
sin heridas, de una blancura rosada. Aparté mi cuerpo de
Babilonia, y delante del Lord me paré. Para que me viera, anu-
dé las manos tras el cuello, alcé los codos como ángulos de una
pirámide invertida que se extendía en los brazos y cerraba en la
pelvis, esta vez descubierta. Sin embargo, el Lord, más intere-
sado en el maltrecho torso de Miguel, lo miraba con ternura.
No podía entenderlo, yo que seduje a tantas con la belleza de
mi pecho. Lo único que hizo fue una seña para que me acerca-
ra. Habló de aprendizaje, de premio y castigo, de ricor y rigor.
Pidió que aproximara el oído y me susurró algo.
Como Ramiro hizo con Job, me planté detrás de Lord Nelson.
Yo que siempre era objeto de contemplación, fui relegado a la
espalda. Al inglés no le interesaba mi intacta belleza; prefería
las magulladuras, adoraba los queloides; pensé hablarle de la
negra sibila, pero callé.
Conforme con lo que me ofrecía y detrás del Lord, penetré
su puerta angosta. Revivió mi sexo en su culo, sin pensar en
abuela ni en lo que diría si me viera por un huequito. Él se
movió desesperado; acariciando a Miguel y suplicante excla-
mó: “please, my milk”. Yo me moví para estallar dentro y com-
placerlo, pero nada salió pese a mi esfuerzo y su reclamo. Fue
entonces cuando El Escriba volvió a sus consejos. Sugirió a
Babilonia que se agachara y pegara su boca a mi anus. Él era

276
un hombre experimentado, recorrió diversos países, y en todos
aprendió cosas interesantes. Buscaba conocer la esencia de
las cosas, al contrario del fotógrafo, de quien opinaba que era
un amante de las consecuencias y no de las causas. Anduvo
por Uganda, vivió con los nuer en sus casitas de techos cóni-
cos. Durante su estancia quedó consternado, las pobres vacas
de Uganda eran flaquísimas. Resultaba casi imposible que die-
ran leche; lo que daban esas vaquitas era lástima. La sequía
enorme, el pasto sin crecer. Sin embargo, los nuer resultaban
invencibles. El Escriba descubrió cómo conseguían sacar le-
che a esas vacas caquécticas. Vio a una muchacha nuer en
cueros y arrodillada detrás de una vaca, la mano derecha apo-
yada en el lomo del animal, la izquierda apartaba el rabo. Al-
zándose un poco, puso la boca en el culo de la vaca y comenzó
a soplar, a soplar fuerte. Según los nuer, el aire removía su
interior provocando una avalancha de leche. El Escriba sugería
a Babilonia que hiciera lo mismo con la boca aferrada a mi
culo. Así saldría mi leche y, complacido, Lord Nelson nos con-
gratularía a todos con libras esterlinas. Aunque no soy mari-
cón, permití que Babi hiciera lo que El Escriba aconsejaba.
Conozco muy bien el valor de las libras esterlinas.
Al comprobar que nada salía, advirtió a Babilonia que no
abandonara el campo de batalla y aumentara los soplidos, que
como su padre el general, insistiera en la maniobra. Hombre
inteligentísimo, viajero incansable, conocedor del alma humana
y la sexualidad, El Escriba quería y se propuso ayudarme. Com-
prendió que faltaba otro estímulo, decidió poner ante mi boca
un bollo. Alguien se ofreció. El Escriba se ocupó por sí mismo
de abrir los labium majus, para que el ostium vaginae queda-
ra al descubierto. Olfateé, chupé. Me excitaba aquel olor a
nuevo, el bollo parecía acabado de desempacar. Entusiasmado
insistí, mientras Babi continuaba soplando. Fui feliz recorriendo
con mi lengua la humedad de aquel bollito. Observé el cuerpo
delgado, las tetas duras, la cara huesuda y adornada con rizos

277
negros. Reconocí la identidad de esa figura, pero no abandoné
la presa ni sentí asco al descubrir que donde chupaba antes
hubo una pinga. Reconocí, sin inmutarme, al maricón sibila,
convertido en hembra y siempre hambrienta. Acababa de salir
del Hospital, allí lo salvaron y le cambiaron el sexo. Alguien le
dijo que yo estaba en el Satiricón. Sentí el escalofrío, el escozor
que anunciaba la venida; en estampida retiré la pinga y aban-
doné la puerta angosta de Lord Nelson, apreté y apunté a la
cámara, justo al lente, y la escupí de leche.
“Mierda inglesa”, clamó Moll Flanders al ver mi cabeza
embadurnada, y lamió furiosa.
Punto final puso El Escriba. A un lado dejó el cuaderno
escrito, se bajó los pantalones, empinó las nalgas, las separó
pidiendo “ábrete, anus”, y escapó un peo profundo y pestilente.
“Y el diablo de su culo hizo trompeta”, dijo Babilonia con tal
entonación que parecía citar a un poeta clásico. Una neblina
cubrió el recinto.

278
Casi asfixiados abandonamos El Satiricón. Un peo
es cosa horrible y estruendosa. Un peo, me había
contado el jefe de galera, se le escapó a Lutero
aquella tarde en el retrete, y fue el peo, y no la
mierda que le sucedió, lo que provocó en el religio-
so el entusiasmo por la Reforma. Fue un peo lo
que ayudó a Lutero a encontrar la mejor definición
de Dios. Otro estruendo interrumpió la concentra-
ción napoleónica cuando atendía las propuestas del
congreso de Praga; el rumor de las tripas, el silbi-
do al salir y el estruendo final, despertaron en el
emperador el ardor de la batalla; rehusó las condi-
ciones y fue derrotado en Leipzig. Un peo y sus
variados olores hicieron que Pasteur pensara en
las fermentaciones. Sendos peos, a los que Escila
y Caribdis llamaban antífonas, salían de sus culos,
de sus antifonarios, cada vez que se metían en la
Fuente de la India, y uno salido de mi culo quería
olfatear Plátano, el onanista. Por culpa de otro peo
quedó para siempre inválida la gran bailarina Car-
men Rodríguez Castellano. Los efectos de otro, lo
recordé entonces, obligaron a que mi abuela aban-
donara la casa de los Ibarra.

279
Desde que se bajaron del Valbanera en Santiago de Cuba,
abuela Raquel se empleó como sirvienta en la casa de los Ibarra,
familia rica y respetable. La adivina Consuelo le entregó una
carta de recomendación cuando se encontraban a bordo del
barco. En casa de los Ibarra duró muy poco la pobrecita. Re-
sultó que Luisa, la hembra de los Ibarra, como buena hija de
familia rica, era aficionada a la música. Poco había en el mun-
do que le produjera tanto placer como sentarse ante su piano,
en presencia de invitados de la mejor sociedad santiaguera.
Cuando tocaba, y con el avance de la pieza, se iba poniendo
cada vez más intranquila, moviéndose en la banqueta. Al ter-
minar, en medio de la ovación, salía corriendo, sin agradecer
los aplausos, hasta perderse en las múltiples habitaciones de la
casona. El viejo Ibarra la justificaba aclarando que era tímida y
la impresionaban los aplausos. A mi abuela le bastaron dos días
para conocer la verdad. Luisa Ibarra padecía de un mal que
ellos llamaban “flatulencia” y Raquel “pedorrea”. La infeliz
escapaba para no estallar delante de las visitas. En el fondo de
la casa se producía el estruendo.
Si la joven no se sentía observada, si ninguna presencia
respetable la importunaba, los peos fluían sin reparo en lo que
abuela llamaba “el monólogo del culo”. Así ocurrió aquella vez
en que Luisa tocaba al piano, mientras abuela sacudía los sillo-
nes, su pieza favorita, una de las polonesas de Chopin. Le gus-
taba por la destreza que precisaba para ejecutar los múltiples
arpegios. Como dueña de un culo-cronómetro, cada tres minu-
tos levantaba una nalga, soltaba un peo y exclamaba: “¡ Ay, qué
alivio!” Entre notas, peos y alivios, llegó al final de la polonesa.
Giró en la banqueta y sus ojos fueron a dar en la puerta; allí se
hallaba parado Jacques, su novio francés. Sorprendida pregun-
tó: “¿Jacques, estás ahí?” A lo que respondió con firmeza el
francés: “Sí, desde el primer alivio.” Descubierta, lloró la pobre
Luisa. La infeliz Raquel no pudo aguantar la risa y fue despedi-
da en el acto.

280
El peo del Escriba resultó ser enfático como suelen ser los
de verdad, ruidoso y pestilente. La madrugada se hizo densa y
creció una neblina. Nos vimos todos en la calle, las caras apa-
gadas, los cuerpos inertes.
Caminamos calle abajo en procesión silenciosa. Precedidos
por mí y por Madonna, que así se hacía llamar ahora el mari-
cón-sibila que se mutilara en la cárcel, llegamos a la gran Pla-
za, en la que se yergue, al fondo, la estatua de Martí. En la
multitud inesperada que la colmaba nos perdimos todos. Nunca
vi tanta gente reunida, ni siquiera en el Mercado de Cuatro
Caminos el día de las manzanas. Rosita, otrora Moll Flanders,
corregía sus ojeras con un creyón Lancóme, y en medio del
gentío hacía carantoñas ante una cámara de la BBC, vestida
con un Versace de seda roja y levantada sobre tacones
extraaltos. Entre la multitud vi a Babilonia, segura de ser la
parte puta de Dios. Con el rosario de barro entre sus dedos,
Amalia Touza fijaba la vista en el cielo. Desde lejos le hice
señas para que me descubriera en medio del gentío y compro-
bara que empezaba a regenerarme, pero abstraída en su deseo
de ser descubierta por Dios no se fijó en mí. El viejo barman
checo, nacido en Brno y residente en La Habana, pasó cerca
con la condecoración pequeñita, la que le otorgara el ilustre
emperador de Abisinia, descendiente de la reina de Saba.
Pestañona Rider espiaba a la multitud desde una cámara Sony
de la Televisión Cubana. Con un álbum de sellos, el sobrino de
Ramón pretendía encontrar a la rusa, seguido por Cunegunda,
con flores de belladona en la cabeza y un buqué de rosas búl-
-garas en las manos. El príncipe Sigfrido, tan pequeñito y poca
“cosa, simulador y mimo, cantaba con voz prestada un aleluya
en tiempo de salsa. Lisístrata había engordado y estaba horri-
“ble; portaba un cartel gigante en el que aparecía escrito con
letras de rasgos disímiles y temblorosos: “Abajo Cristo”. Cuan-
do la enferma se cansaba de sujetar el cartel, Josefita León, de
regreso de Pondichéry, y Eduardo López Chong, se arañaban

281
disputándose auxiliarla. Job, sobre los hombros de Ramiro,
mostraba orgulloso su desnudez y los innumerables tatuajes
que cubrían todo su cuerpo. El viejo poeta del Vedado, portan-
do un lienzo vacío, pareció reconocerme. Le di la espalda y
apuré el paso hacia el altar, porque lo que tan grande resplan-
decía era un altar.
Cuando pregunté, me respondieron que el que hablaba y a
quien la gente ovacionaba no era el historiador de la ciudad,
sino el Papa. Como otros me confirmaron la noticia de que
así era realmente, también terminé entusiasmándome. Ade-
lantando el paso hacia el altar iluminado, pensé en Roma y
supuse que me encantaría esa ciudad, y me acerqué más al
altar. Miré fijamente al Papa. Estaba apoyado en su báculo
pastoral y rodeado de cardenales, vestido con sotana verde,
de las que, según decía la marquesa de Flores de Guzmán,
compraba en la Plaza Minerva al sastre Gamarelli. Proseguí
hacia adelante mirando fijamente sus ojos. Anhelé que el Papa,
de dulce mirar, me descubriera entre la multitud de fieles.
Como yo era joven y hermoso, menor de treinta años, medía
más de un metro y setenticuatro centímetros, podía ser esco-
gido de entre todos los fieles para formar parte de la guardia
suiza y vestir el uniforme diseñado por Miguel Ángel en el
siglo dieciséis; que fuera yo uno de esos ciento cinco guar-
dias, aunque no hubiera nacido en cantón suizo. Deseé aban-
donar la Plaza en el Papamóvil, montar en su avión, viajar a
Roma, a la antigua Roma, a la bella Roma. Caminando inten-
té que me descubriera. Mas fui yo quien descubrió algo tre-
mendo: subiendo al altar lentamente, como el resto de los fie-
les escogidos, vi al jefe de galera. Tranquilo ascendió las
escalerillas; respetuoso besó el anillo santo; discreto susurró
al oído papal y entregó en sus manos un paquete. Allí estaba
el jefe realizando el sueño de su vida: entregar orgulloso los
manuscritos del Qumran, los samaritanos del Pentateuco, los
códices Or 4445. El Papa susurró también en el oído del jefe

282
y le entregó una maletica. Seguro había mucho dinero en ella,
tanto como quinientos mil millones de dólares, con los que ei
jefe podría comprar las playas de Hawai y yo el Capitolio,
pagando billete a billete la distancia entre mi cabeza y el pun-
to más alto de la varilla que se levanta encima de su cúpula, y
cambiar su nombre por el de Cándido. En el Salón de los
Pasos Perdidos colgaría las fotos de mi abuelo José, de mi
abuela Raquel y las fotos de mamá; en el Salón de los Espe-
jos me pasearía desnudo para ver mi imagen multiplicada.
Vaya entusiasmo el mío: no atiné a ver al Santo Padre, ni
siquiera cuando arrancó el Papamóvil; se había marchado sin
fijarse en esta oveja descarriada que era yo. Marchaba a Roma
sin invitarme a que formara parte de su guardia suiza. No vi
descender, por las escalerillas del altar, al jefe de galera con
sus quinientos mil millones de dólares. Tal fue mi torpe encan-
tamiento, que no me di cuenta del instante en que se marcha-
ron todos: el coro gigante con el príncipe Sigfrido; Lisístrata,
temblequeando tras comprobar que los cristianos crecían en
detrimento de los helenistas. No vi más al viejo barman checo.
Cunegunda debió caminar entretenida sin la compañía de Christo
Slaveikov. Job y Ramiro habían desaparecido. No conseguí
contemplar a Marcela comulgando sin dientes. Por culpa de mi
entretenimiento, o de mi ambición, no alcancé a despedirme de
Amalia Touza, Babilonia, Moll y Madonna. Pestañona debió
retirarse con su cámara Sony, propiedad de la Televisión Cuba-
na, y el sobrino de Ramón con su álbum de sellos. Sólo a lo
lejos alcancé a ver una multitud de fieles en retirada. Quedé
solo en medio de la Plaza vacía, y entonces divisé al fotógrafo
del Satiricón; en sus manos cargaba un póster.
En el póster estaba yo sentado en el suelo, completamente
desnudo, pero tan sólo se veían el torso y los muslos, las pier-
nas y la planta de un pie, no se veía todo lo que tengo cuando
estoy desnudo. El fotógrafo, habilidoso, utilizó un contraste de
luz y sombra al que llamaba “claroscuro”. En ese “claroscuro”

283
escondió a Moll Flanders y a Babilonia con sus bocas ocupa-
das. Tengo la cabeza echada hacia atrás y las manos entrela-
zadas tras la nuca. Fue un golpe de inteligencia del fotógrafo:
los antebrazos quedaron en línea recta, los codos semejan vér-
tices de un triángulo que se prolonga en los brazos, en el torso,
y cierra en la sombra que se cierne sobre la pelvis, como si mi
torso fuera una pirámide invertida; puede verse completico,
airoso, los pectorales insinuados, exhibiéndose. Realmente mi
pecho es hermoso, sin un vello y con muy poco en las axilas; en
la foto casi pueden contarse. Hay en ellos una sorpresa exci-
tante: la gota desprendida que se escurre marcándose en un
costado. La gota es en extremo atractiva: un resumen de todos
los sinsabores de mi vida.
Después del ombligo una sombra irrumpe en los muslos.
Como estoy sentado las nalgas no se distinguen, entran tam-
bién en la sombra sugerente.
Ese póster cargaba el fotógrafo en la Plaza. En ese mo-
mento vi al Escriba; dejó a un lado el papel y la pluma, se bajó
los pantalones, se abrió las nalgas poniendo al descubierto su
puerta angosta para darle por fin salida al títere cantor, pero no
uno cualquiera, sino un peo enfático, horrible y estruendoso; un
peo rotundo, como el de Lutero y el de Napoleón; como el de
Pasteur y el de Carmen Rodríguez Castellano, como los de
Escila y Caribdis, como el de Luisa, la hija de los Ibarra.
Y la mañana del Papa se hizo densa y neblinosa, tanto, que
no pude ver las manecillas de mi Rolex falso, el póster, ni tam-
poco al fotógrafo. Con el peo se perdieron El Escriba y mi
cuerpo.

La Habana, 11 de noviembre de 1999

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Índice

dd I
12
23
31
39
52
66
81
88
92
100
110
117
131
147
154 XVI
165 XVII
175 XVI0N
193 XIX
201 XxX
209 XXI
219 XXII
233 XXII
241 XXIV
250 XXV
257 XXVI
260 XXVII
269 XXVII
279 XXIX
Impreso por:
“Serviegraf”
2001
«F |paseante cándido es la novela que estuve esperan-
do: una historia de alta tensión, una de sobre
la soledad y el arte, la homosexualidad y la cárcel, la vida
plena y el encuentro con la cultura universal. Nada de
impostaciones ni subterfugios. La recomiendo como una
de las mejores que he leído y también por elplacer y la
indignación que produce. Viaje hacialomás escabroso de
uno mismo, escrito por un profundo conocedor de las téc-
nicas narrativas yel lenguaje. Dará que hablar. z
GUILLERMO VIDAL

JORGE ÁNGEL PÉREZ nació en Encrucijada, pueblo de la


provincia de Las Villas, en 1963. En 1995 ganó el Premio
David de la UNEAC con su libro de cuentos Lapsus calami,
publicado por esta misma editorial; en 1996 le fue otorgado
el Premio Dador del ICL. Con El paseante cándido ganó el
- Premio Cirilo Villaverde de la UNEAC. En estos momentos
trabaja como editor en el Instituto Cubano del Libro. -

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ISBN 959-209-368-
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Edición financiada por el Fondo


de Desarrollo para la Educación - :
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