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Yo trabajo en una de las callejas pequeñas que van a dar a Ópera, entre casas con
cimientos centenarios y puntales de maderas de alcornoque, tiendas de ropa
vintage, discos de música grabados en vinilo, instrumentos musicales y
establecimientos inauditos en los que sólo se vende imaginería religiosa. Se trata
de una zona llena de encanto de trazado retorcido y seductoramente caótica. Me
gusta mucho, aunque me gustaría mucho más si no me hicieran falta tres cuartos
de hora para llegar hasta ella.
Lo que os voy a contar sucedió hace unos siete meses, finales de diciembre,
víspera de Navidad. Yo iba sorda, llevaba los cascos con el volumen a tope, como
siempre. Me fijé en que unos niños corrían alborozados con sus troleis camino
del colegio. ¿Se alegrarían porque era el último día de clase? Imaginé que sí,
porque otra cosa costaría entenderse. Al menos cuando yo tenía siete años el
hecho de ir al colegio era una auténtica tragedia, habría sido imposible que un
niño de entonces gritara de alegría camino del colegio; tampoco había troleis,
sino carteras y donuts y todos íbamos en fila india, con cara de sueño. Cuando
yo tenía la edad de esos críos de aspecto feliz que vi este día que os cuento, todo
era distinto; por ejemplo, los padres no acostumbraban a llevar a los niños a
restaurantes donde solícitos camareros regalan globos y lápices de colores;
nosotros usábamos bolígrafo bic naranja o bic cristal (dos escrituras a elegir) y
lápices de punta negra, preferentemente del número dos. Y había que
comprarlos, nunca los regalaban. Eran tiempos grises, o al menos yo los
recuerdo así.
Como os iba contando, me iba a trabajar, así que bajé las escaleras de la boca de
metro de Avenida de la Paz. Continué bajando hasta el andén segundo,
siguiendo la línea marrón, dirección Argüelles. Allí me encontré lo de siempre:
caras enormes plasmadas en carteles enormes. En un primer anuncio de
dimensiones ciclópeas, un pierrot con el rímel todavía más corrido que los
rímeles de los pierrots al uso, informaba que Le Cirque du Soleil iba ya a estar
muy poco tiempo en Madrid, que no perdiéramos más tiempo y compráramos ya
las entradas. Pensé en Pablo: tengo que llevarlo estas navidades a Le Cirque du
Soleil. De pequeña yo nunca pude asistir a un lugar semejante, no existían este
tipo de circos donde las piruetas bailan con las luces y la música, y el resultado
supera con creces a los efectos especiales de los mundos en celuloide. Entonces
sólo había circos con animales tristes encerrados en jaulas miserables, magos
acompañados por bellas señoritas medio desnudas -a pesar de que entonces las
señoritas medio desnudas eran pecado, pero se daba la curiosa circunstancia de
que en los espectáculos para niños nunca faltaban- y payasos de nariz roja y
tirantes y zapatones, que constantemente caían al suelo o recibían un par de
bofetones que eran acogidos con inexplicables carcajadas por parte de los
asistentes.
Llegó el tren finalmente, los pasajeros fingimos que esperábamos con paciencia
a que salieran unos antes de entrar nosotros. Yo descubrí un asiento libre, y me
apoderé de él, eché un vistazo rápido por si había viejecitos o embarazadas, tuve
suerte, no había, así que me repantingué, subí el volumen de take the long way
home, y procedí a contemplar el zapato de la señora de enfrente. Cuando yo era
pequeña, las señoras que viajaban en autobús o metro nunca llevaban zapatos de
tacón ni de ante tostado, ni tampoco parecían recién salidas de la peluquería. Las
de ese tipo cogían taxi.
La señora elegante se sentó a mi lado. Justo ahora que había tanto sitio libre
pero ella se me puso sentada en el asiento de mi derecha. Y encima empezó a
hablar. A las señoras viejecitas que hablan hay que escucharlas siempre. A veces
dicen cosas muy interesantes otras veces se les va la olla, pero nunca hay que
dejar de escucharlas. En esta ocasión, en mi viejecita, se asociaron ambas
circunstancias. Curiosísimo: decía cosas interesantes pero a la pobre se le había
ido completamente la pinza. Recuerdo que era muy flaca… qué delgada era,
parecía que fuera solo tela. Llevaba una bolsita que resultó estar llena de dulces.
Me rozó con la mano y me la mostró. Entonces se produjo el siguiente extraño
diálogo:
-Ay, no, bonita. Yo era de Madrid, son los sequillos los que son de Murcia. Pero
no, yo era de Madrid: aquí viví y aquí morí.
-¿Usted no cree que sea bueno pensar mucho? –dije por decir algo, por darle
conversación.
La señora no contestó. Entornó los ojos. Yo creí que iba a quedarse dormida,
pero no, lo que hizo fue atar la bolsa de pastitas y guardarla en su bolso de mano
con parsimonia. A lo mejor no me había oído. Probablemente. Así que decidí
repetírselo: ¿cree usted que es mejor no pensar?
-Ah
Llegamos a Goya. Ahí se bajó el Papá Noël y entró un chaval con una flauta.
Estuvo tocando hasta Velázquez. Era un aria de Bach. Cuando yo era niña los
músicos virtuosos no tocaban en el tren, sino en los escenarios. Le di dos euros,
una miseria para la música tan bonita que nos había regalado, pero yo no nado
en dinero. La señora también parecía contenta con el pequeño concierto así que
no abrió la boca durante los dos minutos que duró la pieza. Me di cuenta
entonces de que a mí me apetecía muchísimo que hablara, no me importaban
sus incongruencias, era tierna, como lo fue mi abuela. Me transmitía serenidad.
Había que tratar de que siguiera hablando.
-Entonces usted ha venido para que yo piense en el pasado –traté de estimularla.
-Pues sí, mi niña, sí. Para eso estoy aquí -me encantó la naturalidad con la que
contestaba. Y también que me llamara mi niña.
-Es divertido. Es… como si usted fuera el fantasma de las Navidades pasadas, ése
que Marley le envió al Scrooge…
-Eres tan perspicaz, bonita. Esa soy yo, sí, aunque prefiero la palabra espíritu a
fantasma. Supongo que por coquetería –sonrió bajando ligeramente la cabeza,
exactamente como sonríen las mujeres coquetas y tímidas.
-Bueno, yo no creo en los espíritus -dije-, pero me gusta que usted sea un
espíritu de las Navidades pasadas.
-Bueno, yo creo que esa idea de que cuando verdaderamente se nace es después
de morir es un poco autocomplaciente… quiero decir, no creo en nada después
de la muerte, creo que hemos inventado eso para no desesperarnos con la idea
de la Nada. Aunque por supuesto sí creo que usted es el fantasma de las
Navidades pasadas. Y me encanta que haya venido a verme.
-¿Y no te extraña el hecho de que desde el momento en que has salido de casa no
has parado de recordar el pasado?
-¡Anda la pera! –usó esa simpática expresión- ¿Y por qué iba a ser mentira? Para
eso estoy yo aquí, ¡qué cosas dices, niña! Por supuesto que es verdad.
-Bien, querida, me voy ya. Espero que te haya servido de mucho mi visita.
Yo tenía que hacer un cambio de sentido. Por mucho que corriera llegaría tarde
al trabajo pero pensé que no me importaba demasiado, había merecido la pena
mi conversación con la viejecita. Esperé tranquilamente en el andén, justo en el
de enfrente el que había que coger si uno quería ir hacia Hortaleza. El pierrot
seguía allí. No, claro, era otro pierrot, era otro cartel, yo ya estaba en otra
estación, ya no estaba en Avenida de la Paz. Al lado del pierrot recuerdo que
había otro cartel, se trataba de un anuncio de vacaciones. Una playa en invierno.
Si comprabas el pack podías disfrutar de unas navidades en la playa. La foto era
preciosa. Parecía la playa de Cambrils, con su pequeño puerto a lo lejos y sus
terracitas. Recordé a mi perrita Chiqui corriendo por la arena, me acordé de las
patatas fritas, mi madre le daba a Chiqui patatas fritas por debajo de la mesa,
aunque sabía que no le sentaban bien, pero ella era así, le podía la insistencia de
Chiqui, su carita de pena, y decía: bah, una sola patata no le puede hacer daño. Y
luego le daba otra más solo para que Chiqui estuviera contenta.
Llegó el tren, estaba vacío, la hora punta había acabado, todos los trabajadores
estarían ya sentados en las sillas de sus oficinas. Yo todavía tenía que volver
cuatro estaciones atrás y hacer el trasbordo, qué le iba a hacer.
-¿Se puede saber qué miras? –dije impostando una voz grave y agresiva que me
quedó muy verosímil, ya que conseguí que saliera directamente del abdomen.
-Pero, mujer, es que yo estoy aquí por ti. Si me siento en otro sitio no vamos a
poder hablar.
Volví a sentir miedo, esta vez hasta se me erizó el vello del antebrazo y noté
como si los pelillos me pincharan la piel. Ese chico era grande y fuerte y
estábamos solos. E indudablemente no estaba bien de la cabeza.
Pero eso sí, con toda la educación del mundo, le devolví el apretón de manos.