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"Vísperas de Navidad en el Metro de

Madrid", Isabel Camblor

Un relato de Isabel Camblor.

Para ir a trabajar aquí, en Madrid, es preciso recorrer el subsuelo, viajar por


debajo del mundo. Madrid se mueve bajo la tierra y lo hace muy ruidosamente,
aunque los usuarios del metro tenemos ya tan alterados los sentidos que nos
creemos que apenas estamos moviéndonos dentro de él. Diariamente se
reproduce el mismo episodio, como un dejà vu, como El día de la marmota: el
viajero observa con atención el suelo o el zapato del vecino, y todos y cada uno
de nosotros nos desplazamos mentalmente muy lejos del vagón que nos
zarandea. Algunos se desplazan tanto que incluso se quedan dormidos
completamente ajenos al traqueteo.

Yo trabajo en una de las callejas pequeñas que van a dar a Ópera, entre casas con
cimientos centenarios y puntales de maderas de alcornoque, tiendas de ropa
vintage, discos de música grabados en vinilo, instrumentos musicales y
establecimientos inauditos en los que sólo se vende imaginería religiosa. Se trata
de una zona llena de encanto de trazado retorcido y seductoramente caótica. Me
gusta mucho, aunque me gustaría mucho más si no me hicieran falta tres cuartos
de hora para llegar hasta ella.

Lo que os voy a contar sucedió hace unos siete meses, finales de diciembre,
víspera de Navidad. Yo iba sorda, llevaba los cascos con el volumen a tope, como
siempre. Me fijé en que unos niños corrían alborozados con sus troleis camino
del colegio. ¿Se alegrarían porque era el último día de clase? Imaginé que sí,
porque otra cosa costaría entenderse. Al menos cuando yo tenía siete años el
hecho de ir al colegio era una auténtica tragedia, habría sido imposible que un
niño de entonces gritara de alegría camino del colegio; tampoco había troleis,
sino carteras y donuts y todos íbamos en fila india, con cara de sueño. Cuando
yo tenía la edad de esos críos de aspecto feliz que vi este día que os cuento, todo
era distinto; por ejemplo, los padres no acostumbraban a llevar a los niños a
restaurantes donde solícitos camareros regalan globos y lápices de colores;
nosotros usábamos bolígrafo bic naranja o bic cristal (dos escrituras a elegir) y
lápices de punta negra, preferentemente del número dos. Y había que
comprarlos, nunca los regalaban. Eran tiempos grises, o al menos yo los
recuerdo así.

Como os iba contando, me iba a trabajar, así que bajé las escaleras de la boca de
metro de Avenida de la Paz. Continué bajando hasta el andén segundo,
siguiendo la línea marrón, dirección Argüelles. Allí me encontré lo de siempre:
caras enormes plasmadas en carteles enormes. En un primer anuncio de
dimensiones ciclópeas, un pierrot con el rímel todavía más corrido que los
rímeles de los pierrots al uso, informaba que Le Cirque du Soleil iba ya a estar
muy poco tiempo en Madrid, que no perdiéramos más tiempo y compráramos ya
las entradas. Pensé en Pablo: tengo que llevarlo estas navidades a Le Cirque du
Soleil. De pequeña yo nunca pude asistir a un lugar semejante, no existían este
tipo de circos donde las piruetas bailan con las luces y la música, y el resultado
supera con creces a los efectos especiales de los mundos en celuloide. Entonces
sólo había circos con animales tristes encerrados en jaulas miserables, magos
acompañados por bellas señoritas medio desnudas -a pesar de que entonces las
señoritas medio desnudas eran pecado, pero se daba la curiosa circunstancia de
que en los espectáculos para niños nunca faltaban- y payasos de nariz roja y
tirantes y zapatones, que constantemente caían al suelo o recibían un par de
bofetones que eran acogidos con inexplicables carcajadas por parte de los
asistentes.

Un cartelito rectangular luminoso y movedizo advirtió a los viajeros que faltaba


un minuto para que el tren hiciera su entrada en el andén, por lo que ya sólo me
dio tiempo a contemplar dos anuncios más. En uno recuerdo que ponía:
“Criaturas de aluminio invadirán tu butaca”. Otro, en el andén de enfrente,
exhibía a una adolescente con gorrito de Santa Claus, en cuya sonrisa alguien
había pintado un bigote, que no logro recordar qué anunciaba.

Llegó el tren finalmente, los pasajeros fingimos que esperábamos con paciencia
a que salieran unos antes de entrar nosotros. Yo descubrí un asiento libre, y me
apoderé de él, eché un vistazo rápido por si había viejecitos o embarazadas, tuve
suerte, no había, así que me repantingué, subí el volumen de take the long way
home, y procedí a contemplar el zapato de la señora de enfrente. Cuando yo era
pequeña, las señoras que viajaban en autobús o metro nunca llevaban zapatos de
tacón ni de ante tostado, ni tampoco parecían recién salidas de la peluquería. Las
de ese tipo cogían taxi.

En Avenida de América se bajó un tropel de gente y en cambio entraron sólo dos


personas: una ancianita muy elegante y un tipo vestido de Papa Noël que no
parecía sentirse cohibido sino muy cómodo dentro de su disfraz. Probablemente
era un licenciado en medicina en paro al que habría contratado el Corte Inglés
para entretener a los niños. Se me pasó por la cabeza esa idea, no sé por qué.
Cuando yo era niña teníamos “la cabalgata” y gracias, ni el universo se acicalaba
para nosotros ni los comercios contrataban cuentacuentos, titiriteros ni
dinamizadores de juegos para niños. Y los médicos siempre trabajaban en
hospitales o clínicas privadas ejerciendo la labor de curar enfermos.

La señora elegante se sentó a mi lado. Justo ahora que había tanto sitio libre
pero ella se me puso sentada en el asiento de mi derecha. Y encima empezó a
hablar. A las señoras viejecitas que hablan hay que escucharlas siempre. A veces
dicen cosas muy interesantes otras veces se les va la olla, pero nunca hay que
dejar de escucharlas. En esta ocasión, en mi viejecita, se asociaron ambas
circunstancias. Curiosísimo: decía cosas interesantes pero a la pobre se le había
ido completamente la pinza. Recuerdo que era muy flaca… qué delgada era,
parecía que fuera solo tela. Llevaba una bolsita que resultó estar llena de dulces.
Me rozó con la mano y me la mostró. Entonces se produjo el siguiente extraño
diálogo:

-¿Quieres, bonita? Son rosquillas y sequillos de Murcia.

-No, muchas gracias. Ya he desayunado…esteee… ¿es usted de Murcia?

-Ay, no, bonita. Yo era de Madrid, son los sequillos los que son de Murcia. Pero
no, yo era de Madrid: aquí viví y aquí morí.

Me acordé de mi abuela, tendría la edad de esa señora cuando murió. Mi abuela,


al final de su vida, tampoco era capaz de organizar bien las ideas; había sufrido
un derrame cerebral del que se recuperó bastante bien, pero la edad y tal vez
alguna secuela de la embolia la hacía escaparse a otros mundos. A veces los
compartía con nosotros, me acuerdo perfectamente de que a mí me daban ganas
de llorar y de reír a la vez, tenía mucha imaginación mi abuelita en su triste
senilidad. Sonreí a la señora de los sequillos de Murcia, ella me devolvió una
sonrisa blanca.

-Así me gusta. Estás más guapa cuando sonríes –dijo.

-Gracias –dije yo. Me parecía entrañable la señora, me gustaba que hablara, su


voz era aguda pero nada chillona, serena y muy apacible.

-Deberías sonreír más, niña. Y pensar menos.

-¿Usted no cree que sea bueno pensar mucho? –dije por decir algo, por darle
conversación.

La señora no contestó. Entornó los ojos. Yo creí que iba a quedarse dormida,
pero no, lo que hizo fue atar la bolsa de pastitas y guardarla en su bolso de mano
con parsimonia. A lo mejor no me había oído. Probablemente. Así que decidí
repetírselo: ¿cree usted que es mejor no pensar?

-Ya te he oído –contestó frunciendo ligeramente el ceño pero sin perder la


expresión de cordialidad-, lo que pasa es que estaba pensando en qué iba a
contestarte. Porque no hay una respuesta clara para eso, ¿sabes? A veces,
efectivamente, es mejor no pensar demasiado, sobre todo en cosas del pasado.
Pero por otro lado yo estoy aquí para que pienses, y para que pienses
precisamente en el pasado. Entiende entonces, hijita, que es difícil para mí
responder a tu pregunta.

-Ah

Llegamos a Goya. Ahí se bajó el Papá Noël y entró un chaval con una flauta.
Estuvo tocando hasta Velázquez. Era un aria de Bach. Cuando yo era niña los
músicos virtuosos no tocaban en el tren, sino en los escenarios. Le di dos euros,
una miseria para la música tan bonita que nos había regalado, pero yo no nado
en dinero. La señora también parecía contenta con el pequeño concierto así que
no abrió la boca durante los dos minutos que duró la pieza. Me di cuenta
entonces de que a mí me apetecía muchísimo que hablara, no me importaban
sus incongruencias, era tierna, como lo fue mi abuela. Me transmitía serenidad.
Había que tratar de que siguiera hablando.
-Entonces usted ha venido para que yo piense en el pasado –traté de estimularla.

-Pues sí, mi niña, sí. Para eso estoy aquí -me encantó la naturalidad con la que
contestaba. Y también que me llamara mi niña.

-Es divertido. Es… como si usted fuera el fantasma de las Navidades pasadas, ése
que Marley le envió al Scrooge…

Al momento me arrepentí de mis palabras. No solo acababa de llamar fantasma


a aquella encantadora viejecita, sino que había hecho referencia a un libro y a
unos personajes desconocidos indudablemente para ella, aunque solamente
fuese por causa de su senilidad. Sin embargo, su respuesta fue espontánea y
también bastante sorprendente.

-Eres tan perspicaz, bonita. Esa soy yo, sí, aunque prefiero la palabra espíritu a
fantasma. Supongo que por coquetería –sonrió bajando ligeramente la cabeza,
exactamente como sonríen las mujeres coquetas y tímidas.

-Bueno, yo no creo en los espíritus -dije-, pero me gusta que usted sea un
espíritu de las Navidades pasadas.

-Me alegro. ¿Y por qué no crees en nosotros, los espíritus?

Tardé un par de segundos en contestar. No quería ofenderla. Pero al final opté


por decirle la verdad. Ya habíamos pasado Serrano, yo tenía que hacer trasbordo
en Alonso Martínez, pero hacía rato que había decidido no bajarme hasta la
última parada, teníamos tiempo para hablar.

-Bueno, yo creo que esa idea de que cuando verdaderamente se nace es después
de morir es un poco autocomplaciente… quiero decir, no creo en nada después
de la muerte, creo que hemos inventado eso para no desesperarnos con la idea
de la Nada. Aunque por supuesto sí creo que usted es el fantasma de las
Navidades pasadas. Y me encanta que haya venido a verme.

-Espíritu, por favor, no fantasma -volvió a sonreír coqueta.

-¡Espíritu por supuesto!

-¿Y no te extraña el hecho de que desde el momento en que has salido de casa no
has parado de recordar el pasado?

-Oiga… qué dice… oiga, que eso es verdad…

-¡Anda la pera! –usó esa simpática expresión- ¿Y por qué iba a ser mentira? Para
eso estoy yo aquí, ¡qué cosas dices, niña! Por supuesto que es verdad.

Me quedé tan desconcertada que enmudecí. La señora encantadora no mentía.


Bueno, por supuesto en su senilidad, sí mentía, no podía ser de ninguna manera
un fantasma. Pero aquel fenómeno era cierto: venían a mi mente imágenes de un
pasado poco halagüeño, sin ser llamadas. Justo desde que salí de casa, como ella
decía. A pesar de la extraña situación, no sentí aprensión. Nunca he sido
miedosa. Bueno, de niña un poco, de muy pequeña dormía con la persiana
abierta para que la luna iluminara el cuarto porque tenía pánico a la oscuridad.
Cuando no había luna, llamaba a mi madre y ella venía, y me contaba algo, lo
que fuera, para que me olvidara de que no había luna y por tanto de que no había
luz. Mi madre fue una gran amiga, la mejor amiga que una niña pueda tener. No
sé por qué siempre recuerdo sus ausencias, sus fallos, sus faltas, pero lo cierto es
que fue mi gran amiga y yo estaba orgullosa de ella. Era mi cómplice hasta
cuando sacaba malas notas. Tú eres muy lista, me decía, es la monja ésa que te
tiene manía sabrá Dios por qué. Nos reíamos muchísimo: ¡que se fuera a freír
monas la hermana Alarcón!

Llegamos por fin a la estación de Argüelles. La señora se levantó y yo también,


estábamos solas en el vagón. Se abrió la puerta y ella salió con una agilidad que
me sorprendió. La seguí por el andén. Ya no hablaba. ¿Se abría olvidado de mí?
Me disponía yo ya a llamar su atención cuando justo ella se giró y, con un
encantador guiño, se despidió de mí.

-Bien, querida, me voy ya. Espero que te haya servido de mucho mi visita.

-Claro que sí…

Me hubiera gustado darle un beso o algo, darle la mano quizás, que se me


ocurriera algo bonito y decírselo para hacerla sentir bien, pero no fue así y ella se
marchó a una velocidad moderada, bastante ligera para la edad que aparentaba,
sería su delgadez lo que la mantenía tan ágil.

Yo tenía que hacer un cambio de sentido. Por mucho que corriera llegaría tarde
al trabajo pero pensé que no me importaba demasiado, había merecido la pena
mi conversación con la viejecita. Esperé tranquilamente en el andén, justo en el
de enfrente el que había que coger si uno quería ir hacia Hortaleza. El pierrot
seguía allí. No, claro, era otro pierrot, era otro cartel, yo ya estaba en otra
estación, ya no estaba en Avenida de la Paz. Al lado del pierrot recuerdo que
había otro cartel, se trataba de un anuncio de vacaciones. Una playa en invierno.
Si comprabas el pack podías disfrutar de unas navidades en la playa. La foto era
preciosa. Parecía la playa de Cambrils, con su pequeño puerto a lo lejos y sus
terracitas. Recordé a mi perrita Chiqui corriendo por la arena, me acordé de las
patatas fritas, mi madre le daba a Chiqui patatas fritas por debajo de la mesa,
aunque sabía que no le sentaban bien, pero ella era así, le podía la insistencia de
Chiqui, su carita de pena, y decía: bah, una sola patata no le puede hacer daño. Y
luego le daba otra más solo para que Chiqui estuviera contenta.

Llegó el tren, estaba vacío, la hora punta había acabado, todos los trabajadores
estarían ya sentados en las sillas de sus oficinas. Yo todavía tenía que volver
cuatro estaciones atrás y hacer el trasbordo, qué le iba a hacer.

En el último momento, habiendo ya sonado el pitido con el que se anuncia la


salida inminente del metro, un chico con el pelo largo, de unos treinta y dos o
treinta y tres años, saltó dentro del vagón. Estábamos solos, pero él se sentó a mi
lado. Me asusté, lógicamente. Me estaba mirando, lo notaba, lo veía de reojo.
Instintivamente me subí el abrigo, como para taparme hasta el cuello. Él no
dejaba de mirarme y yo estaba cada vez más asustada. Hasta que, tal vez
temerariamente, decidí plantarle cara. ¿Qué se creía aquel cretino mirón? ¿Que
me iba a amedrentar? Pues no.

-¿Se puede saber qué miras? –dije impostando una voz grave y agresiva que me
quedó muy verosímil, ya que conseguí que saliera directamente del abdomen.

-¡Huy, qué mal genio tienes, chica! Yo no quería incomodarte…


-¡Pues lo has hecho! –me envalentoné yo-: ¿no podías sentarte en otro sitio? El
vagón está vacío…

-Pero, mujer, es que yo estoy aquí por ti. Si me siento en otro sitio no vamos a
poder hablar.

Volví a sentir miedo, esta vez hasta se me erizó el vello del antebrazo y noté
como si los pelillos me pincharan la piel. Ese chico era grande y fuerte y
estábamos solos. E indudablemente no estaba bien de la cabeza.

-¿Cómo que… estás por mí?

-Sí, querida. Soy Javier, el fantasma de las Navidades presentes – indicó


tendiéndome la mano muy afectuosamente-, y he venido para eso, para que
deambulemos un rato juntos por el presente, ¿te parece bien?

Contestar no pude, simplemente no me salió la voz.

Pero eso sí, con toda la educación del mundo, le devolví el apretón de manos.

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