Dedicado a Maore P Bautista, por cuya ayuda en la maquetación le estoy
profundamente agradecida. EL SEDUCTOR DE LAS HIGHLANDS DAVID SILVERSTON CAPÍTULO 1
Si te dijeran que vas a hacer un viaje y no solo estarás a punto de
conocer una cultura diferente y recorrer paisajes impresionantes, sino que además tu vida va a dar un giro completo, tras lo que representaban unas breves vacaciones, pensarías que se trata del guion de una película, un cliché de los que ya estamos hartos de ver, que no tiene que ver con la dura y pura realidad. Pues en mi caso te equivocas. Porque lo que me sucedió en aquellos días fue extraordinariamente real. Lo que ocurre es que yo puse mucho por mi parte, y soy experta en meterme en líos. Todo empezó cuando me surgió la idea de escribir una novela cuya ambientación fueran las Highlands. Las Tierras Altas de Escocia, sí. Tras chuparme toda la serie de Outlander, se originó en mí una necesidad apremiante por conocer ese maravilloso país y llegar a tocar la piedra del círculo mágico, a ver si me transportaba yo también a la época de los aguerridos combatientes en su causa perdida jacobita contra los ingleses y vivir apasionantes aventuras. Todo ilusorio, claro está. Nadie, en su sano juicio, desea ir a pasarlas canutas a un lugar y un tiempo en que todo son invasiones, torturas y matanzas, por muy románticas que parezcan algunas escenas en la serie. La transportación más bien sería mental, imaginaria, eludiendo todos los contratiempos incómodos, a eso me refiero. La esencia de aquellos tiempos seguiría flotando en la atmósfera escocesa, y quería ir a respirarla. Me las ingenié para que me saliera económico el viaje, ya que mi economía no es, que digamos, boyante. Fui como institutriz de una niña inglesa, la hija de una vecina. A cambio de cuidarle a su hija, me ofrecía su casa para pasar unas semanas estivales en Edimburgo. La niña, española de nacimiento, se había criado en Escocia, dado que sus padres, saliendo de su pueblo asturiano natal, fueron a trabajar como camareros a un hotel donde una tía suya estaba de gobernanta, y allí se hospedaba mucho español, pero enseguida aprendieron el idioma y se adaptaron divinamente, ya que el paisaje y el clima es parecido. Ya casi tenía el guion de la novela que iba a escribir allí. La editora me repetía una y otra vez que enfocara la historia en algún castillo en especial, así que me propuse recorrerlos todos a ver cuál me motivaba la inspiración. En España dejaba el piso en el que vivía con una amiga. Ella estaba encantada de que me fuera a pasar una temporada lejos, ya que así podía tener el piso para ella sola y sus bacanales. Conmigo se abstenía de traer gente a casa, pues sabía que necesitaba tranquilidad para mis escritos, los cuales apenas me daban beneficio, ya que tampoco funcionaba muy bien el tema del marketing en aquella editorial. —Katy, llámame en cuanto llegues, mándame un mensaje o lo que sea. No me tengas en vilo. Y haz fotos a los azafatos del avión y a los escoceses…, no me quiero perder ni un detalle de tu viaje. —No me agobies, Shirley, que te veo venir, vas a estar cada dos por tres preguntándome qué puñetas hago. —Anda, corazón, que te lo pases bien. Cualquier cosa, aquí me tienes. —Por favor, que no me destrocen la habitación. Y no toquen mi ordenador, te lo ruego, que tengo ahí mi vida entera, mis escritos, mi… —Tus historias, sí, cariño. Que me las sé todas. Si se perdieran, Dios quiera que no, yo las podría ir redactando. Me sé con pelos y señales cada capítulo de tus novelas. —Lo mío me costó que me prestaras atención. Pero bien que te lo compensé al dejar que pusieras tú los nombres a los personajes. No me digas que no te mola que el nombre de tu abuela haya quedado para la posteridad. —Sí, y precisamente dando vida a la más libertina de Paris, en “La última copa frente al Sena”. Tiene ese libro en la mesita de noche, y subrayado su nombre, Celia, en muchas páginas, toda orgullosa. —Aprovecha a vaciarte el cerebro, que cuando vuelva te voy a soltar todo lo que se me haya ido ocurriendo en esta nueva aventura literaria. Ya me darás algún nombre cuando se me seque la sesera y no se me ocurra ninguno adecuado, que tú para eso tienes buen ojo. —Gracias, Katy, qué alegría me das. Formar parte, de alguna manera, en tus obras me hace mucha ilusión, fea. Te dejo, que llaman a la puerta. Un beso, chau, nos hablamos, guapi. —Yo también me voy, que ya llaman por megafonía para subir al avión. Cuídate y no lleves indigentes a casa, que te conozco, doña rescataalmasperdidas. Sí, mi amiga tenía un corazón de oro. No soportaba ver a nadie tirado en la calle; se acercaba, les hablaba y muchas veces les buscaba algún refugio del ayuntamiento para que pasaran allí la noche, o les llevaba un plato de comida caliente que llevarse al estómago antes de dormir. Y es que ella misma pasó por ahí. Se marchó de casa sin nada, siendo muy joven, recién acabada la carrera, en plan autostop, y tuvo que acudir alguna vez que otra a esos servicios de caridad porque no le llegaba lo que le daban en el platillo cuando tocaba la flauta por las calles ni para pipas. Literal. En fin, a lo que iba, que ahí estaba yo, sentada en el avión, con la niña a mi lado chupando ventana y yo apretujada al lado de la madre, que tenía sus quilitos de más y apenas me dejaba espacio. Micaela se estiraba y me colocaba las piernas encima. Entre el bolso, medio cuerpo de la madre y las patadas de la cría, menudo viaje pasé. Ya no sabía si las turbulencias eran por el ajetreo que me traía con esas dos o por el movimiento del aparato estabilizándose entre las corrientes de aire atravesando el Atlántico. CAPÍTULO 2
Aterrizando en Escocia.
Si me hubiera explicado Doña Claudia, pues me refiero a ella con el
doña para que se note que era la dueña de la casa en la que me instalé —la madre de Micaela y sus piernas largas—, que mi habitación sería la de los trastos, y que nadie se había encargado de hacer un espacio para colocar el jergón, igual me lo habría pensado y, en vez de tener que aguantar a la niña por el día después de las nochecitas entre telarañas y objetos antiguos llenos de polvo, en un colchón ahí en el suelo, que hasta el gato tenía una cama más decente que la mía, con su nombre grabado en el frontal de un tejadillo y unas cortinillas a lo victoriano total, me habría pensado lo de ir a Edimburgo sin pagar viaje, alojamiento ni manutención, porque ya el primer día deseé volver a mi casa en Asturias y desde allí navegar por los océanos de internet para investigar sobre Escocia, que salía más barato y estaría más cómoda. Pero ya que estaba metida en el ajo, respiré hondo y busqué la mejor manera de salir airosa de tal circunstancia procurando adecentar la habitación y entretener a la niña con lo que más le gustaba, pintar al aire libre. De esta manera, tenía la excusa perfecta para salir a buscar paisajes y, de paso, visitar castillos. La madre me otorgaba toda la confianza del mundo respecto a su hija. Claro, el tío Henry nos hacía de chófer y era quien le pasaba el parte de todo lo que hacíamos Micaela y yo a su hermana Doña Claudia. —Shirley, ¿te lo puedes creer? Fui al lugar de las piedras. A Cragh Na Dun, pero las de la película eran de cartón piedra, y ahí, en Pertshire, no hay nada. Vaya estafa. Tendré que ir a la isla de Lewis, donde sí hay unas formas rocosas, las Callanish Standing Stones, que son seguramente de las que se han copiado. Pero las que más me generan una sensación de estar cerca de un viaje en el tiempo son las Clava Cairns, en Inverness. Impresiona, Shirley, es una sensación muy especial estar aquí en medio. ¿No lo notas a través del móvil? Mira, lo pongo en el aire, a ver si te llega la onda. —Loca, no las toques, por si acaso. Que, en aquella época, si te transportaras, te quemarían en la hoguera, fijo, por bruja. En cuanto te vieran el collar con la calavera y los cuernos, serías pasto de barbacoa. Y lo que oigo es un ruido molesto, por el aire, que me esta rallando la oreja. Prefiero oír tu voz. —Lo único que me puede pasar es que toque alguna babosa y me entre alergia, hincharme y verme de pronto en un hospital. Esa magia es la que intentaré evitar, no quiero convertirme en un pez globo. —¿Ya has visto algún escocés que te haya puesto fuera de órbita? —Sí, están por todas partes. Creo que los hacen en serie, porque todos se parecen, o es que han colocado a todos los hermanos de una gran familia en los lugares más visitados para explicar el recorrido de cada tour, porque si no, no me lo explico. Todos pelirrojos, fortotes y con kilt. Ya estoy deseando ver un morenazo para que los ojos no se bloqueen al llegar a España. Y así nos pasábamos el rato mi amiga y yo, mandándonos audios por WhatsApp. Con bromas mezcladas de buenos ánimos para que hallara mi piedra filosofal en cuanto a la inspiración y me pusiera a escribir como si no hubiera un mañana. CAPÍTULO 3
El tío Henry se cogió una lumbalgia por caminar tanto detrás de
nosotras; no hacíamos más que ir a lo más alto para divisar el horizonte en toda su amplitud. Las empinadas cuestas le pasaron factura y necesitaba reposar en cama hasta que se le calmara el dolor. —¿Cómo vamos a ir ahora de excursión? —me lamentaba. —Fácil, hay miles de guías turísticos que os pueden acompañar. Creo que la del restaurante de abajo tiene unas tarjetas en el mostrador donde figuran las agencias que lo llevan —me aconsejó Doña Claudia. —¿Y la niña iría también conmigo, sin el tío Henry para supervisar? —No, ella se va unos días con su prima, a la casa de campo, a ver los caballos y corretear por la finca. Así que aprovecha, ve a tu aire y disfruta. Creo que se daba cuenta de mi necesidad y de lo poco que había trabajado en mi novela en esos primeros cuatro días. En el fondo, quería darme la oportunidad de respirar un poco sin tanta responsabilidad. Micaela era un encanto, pero agotaba. Con diez años, era un terremoto imparable, no se le acababan las pilas nunca. Bajé al restaurante y cogí una de las tarjetas en las que se ofrecían visitas guiadas, guías privados, coches de alquiler, excursiones en barco… Me llamó la atención una frase, el eslogan, en ese papel, y por eso lo escogí de entre todos: “Te llevaremos donde la naturaleza inspira a la pasión”. Mediante un Whatsapp, establecí contacto con la agencia turística. Pero preferí llamar, me ponía nerviosa tecleando en inglés cuando tenía configurado el móvil en español, y todo el tiempo me saltaba el corrector. Me llegó una voz de hombre muy especial, con un timbre delicado y sensual a la vez. Se notaba que querían que los turistas vencieran el estrés, porque me sentí de pronto muy relajada. —Deseaba conocer los castillos de Escocia, ¿ustedes hacen excursiones para ir a visitarlos? —Sí, señorita. ¿O señora? ¿Con quién tengo el gusto de hablar? —Señorita. Me llamo Katy. Catalina Rivera. —Muy bien, señorita Rivera. Nosotros estamos en el 92 de Grassmarket. Si quiere pasarse por la agencia, ahí le podemos sugerir algunas opciones. —De acuerdo. Ahora voy. Muchas gracias. —A usted por acudir a nosotros. La espero impaciente.
Al colgar, me quedé algo embobada con la última frase: “La espero
impaciente”. Bueno, es normal que sean correctos y educados, y que quieran resultar agradables porque así es la norma del negocio del turismo, dejar satisfechos a los guiris. Pero noté que esa persona ofrecía un trato más cercano. O eran apreciaciones mías, sugestionada por las bromas de Shirley. CAPÍTULO 4
En mi imaginación ya me estaba montando la historia. Un hombre
con una voz así seguramente tenía una gran seguridad a la hora de causar buena impresión a la gente; y, como en un biofeedback, se retroalimentaba en él esa impresión para continuar ejercitando tan melodiosa entonación. Fuera análisis e hipótesis, lo que quería era que alguien me llevara a ver los castillos, ya que Henry estaba fuera de servicio, es decir, k.o. Al llegar a la agencia, a través de la cristalera no vi a ningún hombre, solo había una chica y dos turistas sentados en la salita de espera. Entré y por poco me cargo la puerta, pues se abría hacia dentro, cosa que me extrañó, ya que en casi todos los locales o tiendas abres hacia fuera. De tanto tirar del manillar, los papeles que estaban sujetos por ventosas en el cristal se cayeron y ya se formó la de San Quintín. Me sentí como una troglodita, pues mi voz se amplificó justamente cuando decía en voz alta: ¿Cómo coño se abre esta jodida puerta? Tenían un megáfono al lado, en la pared, que estaba activado. —Just a moment, please —escuché de la empleada, que se levantó y vino a abrirme corriendo, antes de que le rompiera el chiringuito. Pasé y ayudé a recoger todos los papeles que estaban desperdigados por el suelo. En uno de ellos aparecían varios castillos, parecía un circuito, que era lo que yo quería. Se lo señalé a Carol, ví la ficha con su nombre prendida en la chaqueta. Volvió a su mesa y me hizo el gesto de esperarme hasta que atendiera una llamada que la tenía muy ocupada mientras miraba el ordenador. La pobre estaba viajando con la mirada por aviones y hoteles, anotando datos y volviéndose loca con los cambios del cliente que estaría atendiendo, porque de pronto nombraba Italia como Japón. Gente que no se decidía, pero eso también me pasaba a mí, que, si un hotel es mono, te da igual dónde carajos esté, en Singapur o en Alaska. Eso si vas a pasar vacaciones sin más, pero yo iba a por castillos. Castillos, castillos, solo tenía la palabra castillos en mi mente hambrienta por las huellas de otras épocas en las piedras, espectadoras que quizás me hablarían si les prestaba la suficiente atención y se produjera el milagro de alguna musa o muso haciéndome parir mediante el teclado emocionantes escenas de película. Del lateral fue apareciendo lo que jamás pensé que me iba a encontrar en esa agencia. Todo un gentleman con traje y corbata, sombrero y todo, en un cálido tono café con leche, que más bien parecía que estaba en una de las plantaciones de café de Brasil. «¿Sería un ejecutivo de la cadena turística?», me preguntaba, dándole sentido a tal fenómeno. No llevaba el mismo uniforme que la chica, ni placa con su nombre. Además, la forma de moverse por la agencia demostraba que estaba muy habituado a ese lugar: al darse la vuelta o girarse para coger algún bolígrafo mientras miraba su móvil, sin despegar la mirada de la pantalla, no chocaba con nada, como si llevara un radar igual que los murciélagos. Se sabía cada rincón de la agencia y dónde estaba todo, folios, carpetas…, así que trabajaba allí por narices. Yo esperaba que fuera el mismo que me habló por teléfono. No podía ser otro. Esa voz tenía que venir de ese hombre que tenía justo delante, que hasta su barba de dos días estaba medida al milímetro para no resultar un aspecto de dejadez y sí de armonía de sombras y claros en su rostro furiosamente masculino y con aire aventurero. Se quitó el sombrero color chocolate y lo dejó sobre la mesa de la chica, a la que acarició su cabello en un gesto cariñoso. Ella le sonrió, condescendiente, y siguió con su tarea. Ahora pronunciaba Australia. Ay, Dios, no iba a acabar nunca de decidirse esa gente… —Carol, please, send me that girl to my office. —El gentleman le decía a la empleada que me enviara a su oficina. Su oficina. A mí. Y a la pareja que estaba ahí sentada como dos estatuas, mirando un video con playas y hoteles en la costa española entre otras propuestas que iban apareciendo para amenizar la espera, los dejó como si fueran parte del mobiliario, sin hacerles ni puñetero caso. Nada, seguí la dirección del dedo de la chica, que no se movía de su asiento, y me interné en ese pasadizo que conducía a una impresionante sala con cascadas de agua entre plantas exóticas, en exuberantes fuentes, y un hilo musical que te situaba en medio de la selva amazónica en un plis plas; y la fragancia a húmeda vegetación viniendo de algún aromatizador conseguía transportarte a otro mundo. —Hola… —Hola, señorita…, ¿es usted la persona que llamó hace un rato? Pase, siéntese, por favor. —Sí. Ya veo que habla muy bien el español. —He vivido en Andalucía. Hermoso país. —Me pareció más interesante todavía. Ya teníamos algo en común, España—. Dígame, creo que su pasión son los castillos de Escocia, ¿me equivoco? No, mi pasión se acababa de personalizar en él. Los castillos habían quedado en un segundo plano. —Así es. Quiero hacer un recorrido por los castillos de Escocia, conocer sus orígenes, la historia que hay tras ellos… —¿Cuándo quiere empezar? Hoy mismo hay una excursión. Me informó de los precios y los horarios. El castillo de Kilchurn, en Argyll and Bute, era el objetivo de esa excursión. Hasta allí había dos horas y media de coche, por lo que llegaríamos muy tarde. Se daba alojamiento en el pueblo de al lado, y al día siguiente se regresaba. Me apunté, sabiendo que a doña Claudia no le iba a importar, así se ahorraría de hacerme la cena. Pasé por la casa y me puse el jersey de cuello alto fino y unos pantalones vaqueros limpios, metí en la mochila el pijama, unas zapatillas deportivas y ropa interior de cambio. No sé por qué, pero escogí las más nuevas que tenía, como si tuviera que enseñarlas igual que cuando vas al médico, en fin, cosas que una hace sin pensar, siguiendo una voz interior que parece ver el futuro. Me presenté en el punto de encuentro de la excursión y me extrañé mucho de que no hubiera más gente esperando. Solo estaba yo. «Bueno, quizás los recojan desde otros puntos de la ciudad», pensé. Pero el flamante BMW blanco que paró delante de mí, cuyo conductor lucía una gorra azul y un uniforme blanco, estaba completamente vacío de ocupantes turistas. —Hola, ¿no viene nadie más? —pregunté en inglés, pero el chófer no contestó. Se limitó a salir del coche y coger mi mochila para ponerla en el maletero. Me abrió la puerta y me invitó a sentarme en la parte de atrás, como se supone van los viajeros. Ya me había instalado en ese super automóvil espacioso, con asientos de cuero en beige, techo con ventana y una especie de neverita con la puerta transparente, de cristal, que dejaba ver champán, refrescos y hasta fruta, cuando una voz volvió a irrumpir en mi cerebro causando esa agradable sensación. El gentleman había ocupado el lugar del conductor, enviando a este hacia la agencia. —¿Está lista, señorita Rivera? —se dirigió a mí mirándome por el retrovisor. Madre mía, casi me da algo ahí mismo. Un temblor me sobrevino, tuve la necesidad de juntar mis piernas al producirse un tirón en mis partes, ese hombre me había encendido como si fuera un polvorín en llamas. —No sabía que fuera usted el conductor. Por mí, ya puede salir, estoy lista —enuncié en carrerilla, mirando hacia la ventana. Sentí que estaba interpretando el papel de una película. No era yo en ese momento, era un personaje que hablaba por sí solo. —Temo desilusionarla si esperaba encontrar compañía de otros turistas en esta visita, pero los tres pasajeros que se habían apuntado se han echado atrás debido a un imprevisto. Espero que no le importe que estemos usted y yo solos. De nuevo, su mirada me fulminó. El espejo solo mostraba sus ojos, por lo que aún con más intensidad destacaban de su rostro. —No, no me importa, claro. Pero no sé si será rentable para usted, por los gastos de gasolina y las horas que empleará… —Es algo habitual, no se preocupe. Tenemos la norma de satisfacer a todos nuestros clientes, y con ello nos conformamos. Le aseguro que no se arrepentirá de acudir a nuestra agencia. Somos los mejores en toda Escocia. Tendrá un buen recuerdo de su paso por las Higlands, si no, nos llevaríamos un gran disgusto. —Bueno, de momento estoy impresionada con el trato. Con el coche, con … —Me dieron ganas de decirle: con el guía tan atractivo que me ha tocado, Dios mío. Salimos de Edimburgo y el paisaje, a esa hora de la tarde, se convertía en un lienzo de rosas y rojos que, sobre los prados en un verde intenso, convertían ese viaje en un verdadero sueño. Él, con su melódica voz, y sin quitarse el sombrero, me iba explicando curiosidades de las zonas por donde pasábamos, con todo lujo de detalles. No me hacía falta preguntar nada, porque todo lo que me apetecía saber él se anticipaba y me lo contaba, como si leyera mi mente. Paramos en medio del campo, a descansar un poco y a estirar las piernas. Se había metido en un camino comarcal para salir de la carretera principal. Aquello prometía. Intuía que algo iba a pasar. CAPÍTULO 5
Él salió del vehículo y, dando un rodeo al coche, como buen galante,
me abrió la puerta. —Gracias, qué amabilidad. No hace falta que tenga tantas atenciones. No estoy acostumbrada. —Me sonrojé. —No quiero que se lleve una mala impresión de los escoceses. No somos de ninguna manera los brutotes que muestran en todas las películas o novelas. El carácter se ha ido refinando con el tiempo. Además, no puedo por menos, me educaron así, no tengo que esforzarme. —Entonces, ha estudiado en un buen centro, porque no en todos se enseñan tan caballerescos modales. Me estaba derritiendo mirándole. Sus ojos no paraban de enviarme flashes, eclipsándome a mil por hora. Se permitió cogerme del brazo para caminar por la hierba, no quería que tropezara. —Si me permite, este terreno es algo inestable. No es uniforme y, si mete el pie en un hueco, podría lastimarse. —Bueno, si usted lo dice, será que habrá que tenerlo en cuenta. Quiero llegar hasta los destinos marcados en la ruta sin pormenor alguno que requiera una intervención médica. Es cierto que un mal tropezón acarrea fatales consecuencias —añadí, riendo. Era una manera de estrechar nuestra naciente relación guía-turista, que muy pronto acabaría eliminando la formalidad del trato de usted. La vista nos regaló unos colores intensos que causaban frescor y vitalidad en nuestros cuerpos. Esa fuerza de la naturaleza se sentía a través de los poros de la piel, inundaba los pulmones y salía —mediante unas pequeñas lágrimas— del caudal de las pupilas, ventanas abiertas a ese mundo tan maravilloso y diferente. Fue algo extraño lo que me sucedió en ese momento, divisando aquellas extensiones verdes y pardas con el azul al fondo juntándose con el cielo. Apenas había casitas que dieran el toque humano a tanta majestuosidad natural. Pero estas eran la muestra de que alguien se había enamorado de ese lugar y había decidido vivir para siempre rodeado de tanta belleza. Eso sí, afortunado es el que lo consigue, porque no se dan facilidades para levantar una casa ante este patrimonio natural. —Quiero contarte algo —me sobresaltó él. —Aún no me ha dicho cómo se llama. —Sería mejor que nos tuteemos. Vamos a compartir buenos momentos, creo que nos hemos ganado algo de confianza. Me presento: mi nombre es William MacRae. El tuyo ya lo sé, Catalina. Encantada, Cata… —Katy, llámame Katy. Lo mismo digo, William. Puedes contarme eso que me quieres decir. No me dejes con las ganas. —En estas inmensas praderas y colinas vivía un conde. Eran tiempos de guerra. No sabía cuándo regresaría a su casa. Su mujer le prometió esperarlo toda la vida, sabía que volvería. Era el más aguerrido de los hombres, su fuerza y valentía era conocida en la región. Pero pasaron siete años y aún no regresaba. Su mujer, que veía crecer a sus dos hijos sin un padre que les protegiera, se vistió de hombre para no ser violentada cada vez que pasaba alguna banda enemiga. Los hijos ya la llamaban papá, porque así ella se lo ordenó. Nadie, excepto dos mujeres vecinas del poblado, sabían la verdad. —Era muy cruel lo que hacían con las mujeres. Siempre que lo veo en las películas o lo leo en las novelas me duele en lo más profundo. —Bueno, no solo con las mujeres. Había quien tenia los gustos inclinados hacia los del mismo sexo, incluso hacia la tierna edad de los infantes. —Eso de los menores sí que se denigrante y motivo para hacer una limpieza genética en todas esas mentes desviadas y malvadas. Tendrían que buscar ese gen en el ADN y radicarlos a todos los que lo mantengan en su código de barras vital. —Muy bien planteado, Katy. Algún día se hará algo al respecto. Aldous Huxley en su novela planteaba un prototipo humano, ayudándose de la ciencia. Pero aún chocamos con la Religión. La libertad del ser humano comienza antes de nacer. Manipular genéticamente a la especie está de camino a ser contemplado, pero aún hay mucho por debatir al respecto. No es tan fácil. —Bueno, sigue contándome qué pasó con aquella pobre mujer. ¿Qué le ocurrió? ¿Volvió su marido? —Verás. Su marido tardó diez años en regresar. Sí, fue una gran contienda la que libró hasta que al final logró desandar su camino hasta su añorado hogar, tras haber estado en una cárcel durante seis años, en Londres, sufriendo penurias y estando al borde de la muerte. —Me estoy imaginando lo que pasó… —pensé en voz alta. —¿Crees que la reconoció? —Miró a la lejanía, como si la historia estuviera representándose en una pantalla imaginaria. —Si ella vestía como hombre… ¿qué pensaría su marido? ¿Qué le estaba suplantando como marido? Espero que acabe bien esta historia… William se separó de mí. Dio tres pasos atrás. Se quitó el sombrero tras bajar la cabeza, como haciéndome una reverencia. —Toma, póntelo —me propuso, alargándomelo con la mano. —Ahora voy a ser yo el hombre. Entiendo… —Intenté ponerme en el lugar de aquella mujer que se había vestido de hombre para protegerse de las miradas lujuriosas de los invasores enemigos. Me puse el sombrero, me recogí el pelo y adopté la pose de John Wayne, con una pierna semi flexionada y gesto de hombre duro. Me tronchaba de risa por dentro. Ay, si me viera Shirley. ¡Qué cuadro! William intentaba no reírse, forzaba su boca en un serio rictus. Se atusó el cabello, echándolo hacia atrás con un impulso que me pareció super sexy. Se quedó fijo ante mí, adoptando la figura de aquel guerrero recién venido de su larga ausencia. Arrugó el entrecejo, apretó los puños, con sus brazos a lo largo de su cuerpo, tenso. Pero yo, al imaginar la escena, fui relajando mi pose, volviéndola más femenina, estirando las manos por mi cintura, como si sintiera las suyas al abrazarme. Inmediatamente, al ver cómo se dirigía hacia mí con intención de cogerme del cuello, me quité el sombrero, y mi cabello se deslizó sobre mis hombros, revelando mi auténtica identidad, bueno, la de aquella mujer que hacía tanto tiempo que se escondía tras la de un recio varón. Los ojos de William se agradaron. No se esperaba mi reacción. Creo que le sorprendí gratamente, porque sonrió poco a poco y un destello mágico nació de sus ojos de acero. No lo pudimos evitar. Fue como si nos hubiéramos reencarnado en aquellos dos seres del pasado y se encontraran ahora de frente, uno ante el otro, después de haber permanecido separados durante tantos años. La fusión fue total. Uno hacia el otro, nos envolvimos en un abrazo de película. Me apretó con sus fuertes brazos, estrechándome contra su pecho. Sentía su corazón, y el mío acompasaba sus alborotados latidos. —William. Estas tierras tienen un poder extraordinario de crear intensas emociones. Me ha conmovido esta historia. Espero que también ellos se abrazaran, tal como hemos hecho nosotros. —No podía ser de otro modo, Katy —me aseguró, soltando sus manos para colocarlas en mi cabello, haciendo un intento por peinar lo que el viento se empeñaba en descolocar. Fue irresistible. Me dejé llevar. Miré sus labios, se me iba la vista a su boca, y a él le pasaba lo mismo. Nuestras órbitas se atrajeron hasta chocar en un efusivo beso. Su sabor era delicioso, a hombre, a montaña, a viento, a fuego…, a todo lo que significa auténtico y salvaje. De pronto, ese gentleman se volvió puro instinto. Me parecía de locos. Estar allí con ese hombre que apenas conocía de nada, entregados a una sensación extraordinaria. Pero tenía que ocurrir. Y ocurrió. Ahora me arrepiento. No me tenía que haber dejado llevar por esa corriente energética que nos condujo al beso, hoy día aún estoy deseando que no se hubiera producido. De todas las experiencias de mi vida, esa fue una de las más absurda. Marcó un antes y un después en mi vida. Me hizo sentir extraordinariamente bien, pero no conocía las consecuencias. CAPÍTULO 6
Sin mediar palabra, me cogió de la mano y nos dirigimos al coche.
Permanecimos callados durante todo el camino hasta llegar al castillo de Kilchurn, escuchando la banda sonora de la película Braveheart. También fue casualidad que, al poner la radio, saliese precisamente ese tema. Aparcó en las inmediaciones de las ruinas y, tal como yo me esperaba, me abrió la puerta. «Ya le insistiré en que yo me abro la puerta solita, pero de momento dejaré que lo haga él, si le hace tan feliz», pensé. Aquellas piedras semi derruidas daban la idea de la construcción que hubo antaño. Se respiraba la dureza de aquella época, así como la solidez del duro carácter de los escoceses que habitaban ese lugar en aquellos tiempos, sometidos a las inclemencias de todo tipo. —La dueña de este castillo también esperó a su marido durante mucho tiempo —me relataba, mirando hacia todos lados, como buscando la huella de aquella pobre mujer por los rincones de lo que fue su hogar—, y tuvo que engañar a un pretendiente que quería que fuera suya, al que prometió que, en cuanto acabaran de arreglar el castillo del derrumbamiento que sufrió tras la caída de un rayo, se casaría con él. Pero la mujer, apoyada por los obreros, ordenó que estos utilizaran materiales poco resistentes y no fueran eficaces para que los muros se fueran cayendo de nuevo y tardara mucho tiempo en acabarse la obra. —Mujer lista. Una historia parecida a la de Ulises y Penélope, en la Iliada y la Odisea, solo que esta tejía una prenda que por la noche deshacía, y así no la acababa nunca… —Dime, Katy, ¿no te ha pasado que de pronto ves a alguien y descubres que has estado esperándola toda tu vida? Esas palabras me produjeron un tsunami de caricias en todo mi universo. Me quedé anonada. Parecía que estaba viviendo la escena de una película de Emily Brontë, que el romanticismo estaba ahí presente, y me hacía reaccionar para seguir inundándome de emoción. —¿Te refieres a que esto que nos ha pasado es algo que no hemos podido evitar, que es parte del caprichoso destino? —contesté, con la voz más etérea que jamás me escuché. Estaba cambiando, me estaba convirtiendo en una verdadera romántica. Yo era mi personaje favorito, y no tenía que pensar en qué decir, me salían solas las palabras. —Desde que te escuché, y después te vi, no he parado de oír en mi mente una voz que me dice “es ella” —susurró en mis oídos. —Quiero añadir algo, y es que yo no suelo besar a un desconocido, así como así. Si lo he hecho, ha sido porque me ha pasado igual. Me he sentido especialmente atraída por una especie de imán que posees. —Me atreví a expresar lo que pensaba, aunque pudiera inflarle el ego con aquellas declaraciones. —Necesitamos conocernos mejor, Katy. Quiero saberlo todo sobre ti. Me cogió la mano y me la besó, como un perfecto caballero. Yo flotaba. Me elevaba por encima de los muros de aquella desangelada panorámica arquitectónica. Igualmente, nuestro camino hacia el coche se hizo en silencio. Sentíamos el sonido de la hierba al pisarla, el olor de su fragancia fresca y las primeras gotas de agua que empezaban a caer. No nos importó mojarnos. Él me puso el sombrero y así me protegía de acabar empapada. Sonreímos y sin prisa alguna entramos en el vehículo; por supuesto, él me abrió y cerró la puerta. Dejé que me llevara a donde había que ir, sin preguntar. Me imaginaba que nos dirigíamos al pueblo más cercano, tomaríamos algo y luego al hotel. Ya me estaba mentalizando de lo que iba a suceder. Suponía que él pensaría en tomar medidas, claro, normalmente son ellos quienes se proveen de los preservativos, ya que se saben la medida. No me imagino a ninguna chica llevando en su bolso condones de varios tamaños, por si acaso sucede algo con alguien a quien no se sepa qué largura o grosor tiene su miembro, pues igual es como con los sujetadores, copa A B o C y sus dimensiones. Como predije, paramos antes de llegar a Dalmally en un lugar encantador a tomar algo en una cafetería llamada igual que el pueblo, Kilchernan Inn, con estupendos pasteles hechos con avena y chocolate. Allí dimos rienda suelta al placer de saborear las delicias culinarias y tomar un caliente café, reponiéndonos del frío que estaba empezando a caer. Nuestras muestras de cariño se manifestaban sin ningún pudor, no parábamos de acariciarnos la cara, besarnos, abrazarnos. Incluso se me hacía un poco pulpo, ahora que lo pienso. La noche nos fue sorprendiendo, nos quedaba entrar en el hotel y yo pensaba si él iba a reservar una o dos habitaciones. Para evitar malentendidos, él me avisó antes de entrar en el Glenorchy Lodge Hotel Restaurant: —Katy, aquí no quiero que te sientas a disgusto, la gente es muy conservadora. Vamos a hacernos pasar por una pareja de novios, si te parece bien. Si prefieres, podemos reservar dos habitaciones, pero creo que no deberíamos perder esta oportunidad que nos da la vida. —¿Me estás pidiendo que pase la noche contigo, William? —Te estoy ofreciendo disfrutar de lo que nos tiene deparado el destino, de lo que la luna está deseando eternizar, para que lo recordemos mientras vivamos, pase lo que pase mañana, dentro de un mes, un año… Ahora somos tú y yo. Aquí, en Escocia. Es nuestro escenario. No lo dejemos pasar. Puede que este tren nos lleve a un lugar muy bello. —Pues probemos qué nos depara este viaje, por mí puedes decir que somos novios. Además, creo que todos se han dado cuenta ya de que hay algo más que una simple amistad entre tú y yo. No hemos dejado de besarnos. Sería extraño que pidiéramos dos habitaciones. —Me lancé a la piscina sin flotador, a lo loco. Estaba deseando contárselo a Shirley e imaginaba su cara con la boca como si se acabara de tragar un vaso de tubo. Tal como acordamos, nos hospedamos en la misma habitación. Nos dieron la más grande que tenían, me la enseñaron en el catálogo. Quizás, porque conocían a William de otras excursiones y le proferían un buen trato, o porque la habitación de parejitas era la más grande. El caso es que teníamos una cama enorme para nosotros, una bañera con jacuzzi y todo el resto de la tarde y la noche por delante. —Katy, espérame en la habitación, voy a aparcar en el garaje cubierto del hotel. Ahora vengo. —Me apretó un poco el brazo, asegurándose de que había captado sus ganas de reunirse conmigo de nuevo. Me entregó la llave que muy amablemente el conserje le dio, pero noté algo extraño en la mirada de ese hombre. No estaba muy seguro de si decir o no algo que luchaba por salir de su garganta. Un cliente zanjó su interrogante al pedirle una habitación, por lo que se dispuso a atenderle dejando lo que tenía en mente que se solucionara por sí mismo. Llamé a Shirley y le conté todo lo que me había sucedido. Por supuesto, ella alucinó en colorines. Tuve que cortarla, porque me daba innumerables consejos. —Shirley, ya estoy arriba, te dejo, prometo contarte mañana todo con pelos y señales. —Eso, sobre todo eso, sigue las señales de tu instinto, fea. —Era terrible, estaría disfrutando al imaginarme a mí y a William, el caballero de la suma elegancia, en plena faena amorosa. Cuando abrí la puerta, tras haber subido por el ascensor los tres pisos y cruzado el pasillo, entendí qué le pasaba al recepcionista. Una mujer estaba ahí dentro, en la cama, tan tranquila, mirando la tele. Era pelirroja, con el pelo largo hasta el pecho, y su camisón semi transparente dejaba ver un conjunto rosa muy sexy. Al verme, puso cara de espanto, sus ojos verdes disparaban fuego. Se levantó y, con el mando en la mano, parecía que venía a pegarme. —Te has confundido de habitación, muchacha. ¡Vaya poca eficacia que tienen en este hotel, le dan la llave a cualquiera! —vociferó con sus labios pintados en rojo pasión. Me dejó ahí plantada, sin saber qué decir, y cerró con un portazo para, seguramente, volver a meterse en la cama y seguir viendo la serie que había puesto en la televisión. Se notaba que esperaba impacientemente a su pareja, si no, no entiendo qué hacía tan peripuesta. Con mi mochila al hombro, bajé otra vez por el ascensor. Al abrirse las dos hojas metálicas él estaba ahí, con su impresionante sonrisa. —La habitación está ocupada. Hay una chica dentro. Se deben de haber confundido, habrá que pedir otra —le avisé, impidiéndole entrar en el aparato para subir y encontrarse con lo que yo ya había descubierto. —¡¿Cómo?! —Su cara se tornó pálida, igual que si le hubiera dicho que había un cocodrilo o algo así. Se giró sobre sus talones y fue raudo hacia el mostrador. Empezaron a hablar en inglés, pero pude entender algunas frases: —No la tenías que haber dejado entrar. Ya sabes que es una pesada. —Perdón, ella me aseguró que habían quedado en verse, como siempre… Además, es la hija del dueño, no puedo negarme —le confiaba el conserje, encogiéndose bajo la chaqueta.
Inmediatamente me surgió una imperiosa necesidad de marcharme
de allí a toda prisa. No me importaba que fuera de noche, que no supiera dónde ir. No quería verme en una situación tan comprometida. Fue como si de repente todo ese sueño —ese embobamiento, por decirlo así— se despejara y apareciera fríamente la daga de la cruda realidad: ese hombre era un don Juan y yo había caído como una tonta. CAPÍTULO 7
—¿Dónde vas, Katy? —Me salió al paso, poniéndose ante la entrada
para impedir que me fuera. —Creo que sobro aquí. ¡Qué poco inteligente eres para no haber sabido poner en tu agenda con quién te toca acostarte! —le solté, henchida de rabia y orgullo. —No es más que un malentendido, esa mujer es… —Sí, una de tus admiradoras. Pues va a tener que esperar a que se te deshinchen —le di un rodillazo en sus partes bajas— las pelotas. ¡Cretino! Se quedó encogido, lamentándose por la sacudida dolorosa en sus testículos. Le había dado fuerte, tal como me enseñaron a hacer en la escuela de defensa personal. Gracias a ese truco, me vi libre para salir y una parte de mí se sintió mejor. Era lo que merecía ante una situación tan humillante. Me puse a correr, no quería volver a verle en mi vida, aunque tuviera que recorrer andando todo el trayecto hasta el próximo pueblo. Escondida tras una furgoneta, observé que salía y se encaminaba hacia la derecha, buscándome. Por suerte, el conductor del vehículo estaba dentro de la cabina y entendió que algo me ocurría, porque me ayudó a salir del aprieto indicándome que subiera. —Gracias. No sé cómo hacer para que ese hombre no me persiga. ¿Hay alguna manera de ir hasta el próximo pueblo? —le pregunté en español, sin acordarme de que estábamos en Escocia, en las Highlands. —Yo marcho ahora hacia Inverness, a unos 194 quilómetros, te puedo dejar donde me digas —me contestó con un acento andaluz que me trajo de pronto esperanzas de sentirme como en casa. —De momento quiero perder de vista este sitio —le pedí, confiando en él plenamente. Casi cuatro horas tardaríamos en llegar hasta Inverness. Joaquín me explicaba su vida. Yo apenas me enteraba, le iba diciendo que sí a todo, pues me moría de sueño; y él, acostumbrado seguramente a conducir de noche, se habría tomado sus cuarenta cafés para aguantar despejado el viaje. Pasamos por varios lugares de interés que me apunté para ir a visitarlos en cuanto pusiera en orden mi cabeza. Las impresionantes montañas de Glencoe estaban saludándome, pero en la penumbra de la noche apenas se apreciaba el paisaje. Ante la excesiva verborrea del conductor, que ya estaba aturdiéndome, y sin ningún compromiso por seguir con él todo el trayecto, decidí quedarme en aquel lugar, donde se rodaron escenas de la película Skyfall, de James Bond con el atractivo actor Daniel Craig, uno de mis artistas favoritos. Me paró delante de un hotel grande, donde seguramente habría alojamiento. The isles of Glencoe, como así se llamaba aquel negocio de hostelería y tiempo libre, fue como un refugio donde amparar mi falta de descanso y un lugar donde hacer un reseteo en mi viaje. Tenía que pasar página y reconducir mis días en Escocia, necesitaba desquitarme de la sensación de haber sido engañada y salir a flote con nueva energía, y estaba segura de que en aquel hotel podría organizarme. Era un verdadero paraíso. Las luces de la iluminación exterior se reflejaban en el lago Linnhe, era algo maravilloso. Me alegré de haber tomado la decisión de emprender por mi cuenta el descubrimiento de las Tierras Altas y sus fantásticos paisajes. Como recibimiento, me prepararon un plato riquísimo de pastel de carne con unos dulces típicos como postre, a base de mermeladas de varios tipos. Estaba riquísimo todo. Además, tenía mucha hambre, el malhumor se me fue yendo a medida que iba disfrutando de la buena acogida que tuve en ese increíble hotel. A eso de las once de la noche subí a mi habitación, aunque se estaba de maravilla en el salón, junto a la chimenea, donde algunos turistas reían y comentaban sus excursiones, alegrándose cada vez que coincidían en sus opiniones, y planeaban recorrer al día siguiente más senderos. Yo no quise unirme a la charla, aunque me ofrecieron ir con ellos, una familia de diez miembros entre tíos, primos y cuñados que venían de Valencia. Les dije que yo me tiraba más por los castillos y los monumentos más que por las rutas por las montañas. Me aconsejaron ir hasta Fort William, a pocos quilómetros de allí, pues era el destino que más se visitaba y donde vería algo que me iba a impactar de verdad. En algo más de media hora se llegaba, yendo en coche. Eso me dijeron, así que no dudé en preguntar en el hotel al día siguiente si había alguna excursión programada. Aquella noche dormí plácidamente, en una cama con aroma a hierbas provenzales y un edredón que no pesaba nada, pero que daba un calor muy agradable. Tan bien estaba que no necesité ni pijama, pues me encantaba el tacto suave de las sábanas sobre mi piel recién duchada, a la que apliqué la crema —detalle del hotel— que, decían, tenía propiedades calmantes. Se me olvidó todo el incidente con William, me quedé frita enseguida. CAPÍTULO 8
—Sí, señorita, a las nueve de la mañana sale un minibús para Fort
William y alrededores. Si lo desea, se le carga en la factura del hotel el importe de esta actividad —me propuso la gentil recepcionista aquella mañana, hablando perfectamente el español, con su particular acento escocés. Fort William es una gran ciudad, con un sinfín de programas turísticos, como el crucero que sale de allí para ir a ver las focas del lago Linnhe, o el tren de vapor de Fort William hasta el pueblo pesquero de Mallaig, por el fantástico viaducto de Glenfinnan, con 21 arcos, que sale en la película de Harry Potter llevando a los aprendices de mago a la escuela de magia en Howgarts. Sin duda, tenía que hacer ese recorrido, pero no quedaban tickets, estaba todo reservado con bastantes días de antelación. Bueno, para otra vez será, pensé. Además, el contratiempo con William me dejó algo desilusionada. Tenía que poner en orden mi cabeza. Subí al minibús con el resto de los viajeros y por el camino fui anotando en mi libreta detalles de la ruta para incluir en mi novela. Allí, en Fort William, se encuentra la montaña más alta del Reino Unido, el Ben Nevis, pero no estaba en mis planes subir a la cumbre, por supuesto. Mi interés estaba más bien en la historia de aquellas latitudes. En Cameron Square (porque allí era el país de los Cameron), comenzó la visita al museo, donde me empapé bien de muchos detalles de la rebelión jacobita. A mi lado se encontraba un grupo de niños guiado por su tutor. Me di cuenta de que el chico, de unos treinta años más o menos, insistía a la señorita que explicaba todo que contara a su grupo para qué servían los artefactos que allí se exponían. Gracias a ello, aprendí bastante, pues los niños eran muy curiosos y se atrevían a bombardear con preguntas a la guía sobre las armas y los personajes famosos que protagonizaron las principales rebeliones. Al salir, nos sumos al minibús para seguir el programa, dirigiéndonos, a solo tres quilómetros al norte, hacia las ruinas del castillo de Inverlochy. —¡Qué guai! —exclamé en voz alta, al contemplar desde mi asiento, al lado de la ventana, aquel paraje tan hermoso. Justo era donde el río Lochy se encuentra con el Lago Linnhe, originando una frescura visual que no he logrado olvidar. “El castillo fue construido a finales del siglo doce por John Comyn, Lord de Badenoch y Lochaber, jefe del clan Comyn. Cuando Robert the Bruce llegó al trono escocés, desposeyó al clan de sus títulos y el castillo estuvo desocupado. Pasaría por distintas manos y sobreviviría numerosas batallas. En el siglo diecinueve el primer Barón Abinger compró la finca, construyendo después una mansión al noroeste y restauró algunas almenas”, se escuchaba en una grabación. Allí se respiraba la tragedia vivida en aquella época, las muertes que se produjeron para defender aquella fortaleza de los ataques enemigos, pero también se admiraba la belleza del lugar, el tono verde intenso mostraba la vital energía de aquellas Tierras Altas, donde el carácter se fortalecía solo con sentir tanta energía. Me encontraba ensimismada en mis pensamientos cuando el sonido del móvil me sacó de pronto de mis casillas. CAPÍTULO 9
—Shirley, no te puedes imaginar dónde estoy —le dije, al ver que
era ella quien me llamaba. —Cuenta, cuenta. A estas alturas, tocando el cielo, imagino. —No exactamente. He dejado colgado al guía de la agencia de viajes. Me he ido por mi cuenta y ahora estoy en el castillo de Inverlochy, bueno, lo que queda de él. Al lado hay un hotel de los que a ti te gustan, con esas camas con doseles, tipo barroco. Vamos, que te imaginas en una novela victoriana dentro, en plan marquesa para arriba. —Katy, Katy, ¿qué demonios ha pasado? Pero si me decías que había muy buen rollo entre vosotros. ¿No sería un gilipollas de los que te cobran hasta por dar los buenos días? A ver si es que se creía que te iba a sacar una pasta por el viajecito… —No, no se trata de dinero. Es más, todo parecía indicar que él disfrutaba con mi compañía, que se sentía muy agusto y no me cobraría ningún extra por ser su única pasajera. —Eso era muy raro, tía. Ese tío tramaba algo, era muy extraño que te llevara a ti sola, a no ser que tuviera un interés especial. —Eso creía yo. Hasta tuvimos feeling, fue algo que no sé explicar. —Katy, te podía haber pasado algo. No te fíes de nadie, mira que estás lejos de casa. Si desapareces allí, a ver quién te encuentra. En todos los sitios hay pirados, se tiene que andar con ojo. —Todo iba bien hasta que, al entrar en la habitación del hotel donde íbamos a pasar la noche juntos, descubrí que dentro había una chica esperándolo. Me quedé a cuadros, tía. —Ostras, Katy. ¡Qué chasco, hija mía! ¿Y qué hiciste? ¿No os liaríais a tiraros de los pelos? —Nada, ella me miró como si fuera una guiri despistada que se había equivocado de habitación y me dio con la puerta en las narices. Tal cual. —Pero ¿y él? ¿Qué excusa te dio? —Lo típico, Shirley. Que no era lo que imaginaba… Ya sabes. El rollo de siempre. Así que cogí y, como tenía la mochila con todas mis cosas encima, me largué. No le dejé que me siguiera, me escondí tras una furgoneta y el conductor, muy majo pero muy pesado, me llevó hasta Glencoe. Iba hasta Inverness, pero cualquiera le aguanta, no paraba de contarme su vida, ya sabes cómo son los andaluces cuando se les suelta la lengua. —Anda, pero qué casualidad, encontrarte con un paisano justo cuando más lo necesitabas. Eso es tener estrella. —Sí. Pero ¿sabes qué? Que me alegro, porque ahora estoy a mi aire, y no tengo que estar pendiente de que me enseñen las cosas, yo las busco o ellas me buscan a mí, como lo quieras ver. —Ten cuidado. Te dejo, que me llaman, ya me irás contando. Un besote, Katy hermosa. Chao. —Chao, tonti. —Y colgué. El chico que estaba con los chavales me miró riendo. Se había enterado de casi toda la conversación. No era para menos, porque yo hablaba a viva voz, se me debería oír a distancia, ya que me pensaba que nadie me entendería entre aquellos turistas, la mayor parte ingleses. —Veo que estás sola. Si necesitas algo, aquí tienes un compatriota —me soltó, en un castellano puro de Salamanca. —Ah, creía que eras británico. Antes te oí hablar en un perfecto inglés. —Es que tengo familia en España. Me crie allí. —Ufff, y yo creyendo que nadie se enteraba de mi pequeño drama. ¡Qué vergüenza! —No es ninguna vergüenza. Has hecho lo correcto. Hay mucho caradura suelto por la vida. —No se puede una fiar de nadie, es verdad. ¿Y tú, eres el profesor de estos niños? Se te dan bien, están encantados contigo. —Sí, soy profesor de Historia. Estamos recordando algunos temas haciendo esta excursión. No hay nada como explicar las cosas en el escenario donde se produjeron. —Es verdad. Así lo aprenderán mejor, además, se les han quedado bien memorizadas las armas que usaban entonces en las batallas. —Les encanta conocer el arte de la guerra. Se sienten orgullosos de tener antepasados tan relevantes en la historia de la rebelión. Estuvimos un rato charlando mientras los chavales corrían por entre las piedras, haciendo como que luchaban; aquello era como un patio de recreo. —Vamos a ir a tomar algo al hotel, tenemos reservada una mesa. Si quieres unirte… —me ofreció, con una simpática sonrisa. Sus hoyuelos se le marcaban en la cara al estirar los labios. Tenía el pelo medio rubio medio cobrizo, muy suave, con unos rizos tan finos y enredados que le daban un aire hippie. No lo tenía muy largo, pero era una melenita hasta los hombros muy bien cuidada, brillaba. Sobre la frente le caían algunos mechones rizados, cerca de los ojos, haciendo que me fijaba más en esa parte resaltada de la cara, era como si una flecha señalara su mirada. Eran unos ojos verdes cristalinos, muy bonitos, que daban paz al ver reflejar la luz en ellos. Sus labios formaban una línea rosada bien delineada, generosa, con volumen más prominente en la parte inferior. Imaginaba que al dar un beso a ese chico se podría saborear su labio y sentir su suavidad, era uno de sus mayores atractivos. De cuerpo estaba muy bien, no es que tuviera mucho músculo, pero sí se apreciaba una anatomía deportiva, de alguien que va a correr casi cada día. Sus piernas eran largas, enfundadas en unos vaqueros en tono azul claro. Llevaba una camisa de cuadros rojos y negros, y contrastaban con su jersey doblado a la espalda y anudado por el cuello, de color azul oscuro. —Bueno, no tengo nada que hacer. Gracias. Me uno al grupo — acepté su invitación, así podría de paso preguntarle cosas sobre aquellos parajes y completar las lagunas de mi efervescente curiosidad. Estábamos ya sentados, poniendo orden en el grupo, cuando de pronto se escuchó una voz por encima de todo: —Por fin la encuentro. Sí, es ella, gracias. Era él. William. Le estaba dando las gracias al conductor del minibús por haberle dado detalles de mi paradero. —¿Qué haces aquí? No quiero verte —le dije, levantándome. Duncan, como así se llamaba el chico que tenía al lado, se levantó también. Los dos se miraron con cara de malas pulgas. —¿Tú eres el guaperas de la agencia? —le soltó Duncan. —¿Y a ti qué te pasa? ¿Acaso me conoces de algo? —Sé de qué va esto. Deja a Katy en paz. —No te metas —le aconsejó William con las facciones llenas de rabia, señalándole con el dedo—. Katy, ven, tenemos que hablar. —Yo no tengo nada que hablar contigo. —Me senté y empecé a servirme los haggis. William estaba como un toro, echando fuego por las narices. Se acercó hasta mí, y me susurró al oído: —Me has tenido toda la noche buscándote, Katy. He estado muy preocupado. Creía que te había pasado algo. Estás bajo mi responsabilidad. —Yo no soy responsabilidad tuya. Hemos zanjado nuestro contrato de viaje. ¿Te ha quedado claro? —le advertí. —Si me das la oportunidad, puedo explicártelo todo. Te espero fuera. Creo que debemos hablar. No quiero que te lleves una opinión desacertada de mí. Te lo ruego —me intentaba convencer, poniéndome mucho énfasis y envolviéndome con su seductora voz. No quería causar un follón en ese hotel, pues veía a Duncan dispuesto a demostrar con puñetazos lo que pensaba de él. Me levanté otra vez y le hice a William un gesto con la cabeza para que me siguiera. A Duncan lo calmé tocándole el hombro e impulsándolo para que volviera al asiento. Una vez fuera, dimos la vuelta al edificio para que nadie nos pudiera ver desde los ventanales. No quería dar ningún espectáculo. —Mira, me parece muy bien que seas muy atractivo y tengas una corte de mujeres con las que rodearte, pero no esperes que me trague que esa chica no es tu amiguita, porque bien que escuché al conserje que sabía que iba a verte. No quero complicarme la vida, que estoy muy bien como estoy. Sola. —Ella está loca. Es una enferma, me acosa. Pensé que no me haría esta jugada, por eso no me esperaba que se plantara en la habitación. Hace mucho tiempo que tuvimos relaciones, pero es caprichosa, me quería tener como a un juguete, incluso puso a mi familia en contra poque no me quería compartir con nadie. Es acaparadora hasta donde no te puedes imaginar. —Y si sabes que está como una chota… —¿Qué es chota? —Cabra, que está como una cabra… —Ah, vale. No entendía. Sí, está como una cabra, pero es mi socia en la agencia. Tengo que seguir aguantándola. Ese hotel es de su padre, bueno, muchos hoteles y restaurantes lo son. Son multimillonarios. No me puedo escapar de su lazo, ella tiene a alguien que le da información de lo que quiere saber. Seguramente estaba al tanto de nuestro viaje. Y sus celos la movieron a preparar la escena de la habitación. Si yo hubiera subido contigo, y no la hubieras encontrado tú sola, seguramente hubiera sido mucho peor. Se me habría abalanzado a besarme. No sabes de lo que es capaz. Puede que esté ahora mismo observando esta charla entre tú y yo a través de alguno de sus espías. —Dios mío, vaya película te estás montando. O sea, que esa chica es una millonaria caprichosa que está obsesionada contigo, y se ha empeñado en aguarte el viaje porque estás con otra que no es ella. —Exacto. Créeme. Me gustaría volver a empezar desde cero contigo. Que olvidaras lo que ha pasado, y demostrar que no te importa lo que pueda pensar o querer esa loca. —Me siento observada, vigilada, William. ¿Cómo puedo disfrutar de un viaje sabiendo que tengo mil ojos puestos en mi culo? —deduje, haciéndole saber que para nada quería ser el objetivo de una obsesa. —Estás en todo tu derecho de negarme tu compañía. Será mejor que me vaya. Adiós, siento mucho que se estropeara algo tan bonito que podría haber surgido. Me sonrió, luego se sacudió las mangas del traje, en un intento por borrar esa escena que a él le resultaba dolorosa. En esos momentos lucía una chaqueta marrón claro, con el sombrero en tono café. Su camisa, de un color vainilla, asomaba entre la chaqueta, con dos botones abiertos. Se le llegaba a ver parte del pecho, con algo de vello sobresaliendo. Me provocó una sensación muy especial, algo dentro de mí se movió, un pinchazo en mis zonas erógenas encendió una brasa, y de ahí a un incendio faltaba poco. Temía que se dirigiera de nuevo rogándome que le acompañara, que dejara que fuera mi guía, temía que me besara, que me abrazara. Porque volví a temblar de emoción al estar junto a él. Pero se quedó mudo. Me di la vuelta, dispuesta a regresar al hotel y a la pequeña fiesta con Duncan y los chavales. William no dijo nada más. Se quedó parado y sonrió viéndome marchar. Me senté a la mesa, habiendo entrado en el hotel, y desde la ventana contemplé la vista tan hermosa del lago. De pronto, lo vi alzar la mano hacia un taxi. El vehículo se paró delante de él y se lo llevó. Me sentí algo vacía por dentro. Toda esa historia latía en mi cerebro, tratando de hacerse sitio entre mis neuronas. ¡Qué raro era todo eso! Aunque, a decir verdad, lo que extraño comienza extraño acaba. Nada era normal desde que lo contacté en la agencia. No me podía esperar algo ordinario tratándose de alguien como William, que destilaba elegancia y clase por los cuatro costados. Podría ser que esa mujer fuera su socia, y que se empeñara en tenerle a toca costa bajo su imperio, que le amargara la vida interponiéndose entre él y toda mujer que se le cruzara en su objetivo. —Espero que ese dandi no te amargue el día. Has hecho bien en pasar de él. Yo que tú iría con cuidado con esa gente. Hay mucho listo que da imagen de algo que no es para causar admiración, pero en el fondo están más pelados que un gato después de una pelea. —¡Qué gracioso eres con lo del gato! En fin, una lección que he aprendido. Menos mal que te tengo aquí al lado, porque no se atreverá a estropearme el día. Si no te importa, me pego a vosotros como el chicle. Además, vais al mismo hotel que yo a dormir, así que no nos queda otra que estar juntos el resto de la jornada ya que compartimos el mismo bus. —Efectivamente. Aunque primero vamos a hacer otra ruta, y es por las montañas. Veo que tienes zapatillas de deporte, no será problema —me hizo observar, mirando a mis pies. La subida no era tan costosa como yo pensaba en un principio. Además, los niños no podían con todo lo que habían comido, estaban con el estómago pesado, por lo que nos llevaron por el sendero más sencillo. Duncan se mostró muy protector conmigo. Todo el rato miraba para atrás, como si fuera mi guardaespaldas. Me hacía gracia, era la viva imagen de un escolta y su dama. Los niños nos miraban y nos gastaban bromas. «A ver si encontramos osos», nos decían, buscando aventuras entre el bosque. Uno de los críos se afanó demasiado en buscar la pista de algún animal salvaje, y se nos perdió. Lo estuvimos llamando a voces por toda la zona, esperando que apareciera lo antes posible, pues la luz estaba volviéndose más tenue al atardecer y sería difícil dar con él si se hubiera caído en algún terraplén. Pasar la noche ahí en medio de la montaña no era un plato de buen gusto para nadie. —¡Kevin! ¡Kevin! —repetíamos por entre los árboles. —Niños, quedaos todos aquí en el refugio. Katy y yo nos adentraremos en esa arboleda. No quiero perder a ningún chaval más, así que estaos aquí y obedeced al señor —les ordenó, haciendo alusión al hombre que se ocupaba de repartir los refrescos y sándwiches en esa caseta al final del camino. —Yo los cuidaré, no se preocupe —le tranquilizó el señor, tocando unas cuantas cabezas de los críos. Duncan y yo nos adentramos en una espesura que cada vez era más oscura, dada la gran vegetación que la poblaba. —Dios mío, como se haya caído por aquí y se haya mareado, nos va a ser difícil encontrarlo —le decía, preocupada. —Y como esté gastándonos una broma, se va a enterar. Kevin es el graciosillo del grupo. Más de una vez nos ha tenido en vilo, le gusta llamar la atención. Por eso creo que cuando lleguemos de vuelta nos estará recibiendo con una risotada tremenda, ya lo verás —apuntó, dejándome algo más tranquila. Aquello olía a clorofila, a libertad, a naturaleza viva. Sentí algo de frío, moví mis manos hacia los hombros y él lo notó. Se quitó el jersey que tenía anudado al cuello como una capa y me lo ofreció. —Toma, no te cojas un resfriado. Póntelo. —Gracias. Hace bastante fresco por esta zona, pues no llegan los rayos del sol. Además, se está oscureciendo a pasos agigantados. Me ayudó a bajar el jersey hasta la cintura, pues se me había enredado a la altura de media espalda. El tacto de sus manos en mi cuerpo me conmovió. Tenía las manos muy calientes, enseguida entré en calor. Le miré, creo que él se dio cuenta de que me había causado algo de rubor su cercanía, por lo que también se ruborizó y carraspeó la garganta, disimulando su tensión. Kevin no aparecía, por mucho que miráramos por el suelo, detrás de las piedras, por encima de los árboles. Entonces, como venido del cielo, una voz nos ocasionó un mar de paz inmenso: —Ya apareció Kevin. ¡Kevin está aquí con nosotros! —decían los niños, contentos, gritando desde el refugio. —No os mováis de ahí, ya volvemos —pronunció Duncan, mirándome con ojos gigantes, agrandados de la impresión que los invadía. —¡Qué bien! Ya podemos respirar. A ver qué le ha pasado —le dije, aplaudiendo como una cría en una función de circo. Él estaba tan pletórico que le salió del alma darme un abrazo. Me cogió de la cintura y me elevó del suelo. Me dio varias vueltas y luego nos caímos al perder la estabilidad. Sobre la hierba, nos reíamos como dos adolescentes, con el pelo revuelto y lleno de hojas. Nadie nos veía desde ese punto, nos sentimos en medio de una intimidad tal que nos permitía manifestar lo que en ese momento nos surgía con toda naturalidad. Se aventuró a tocar mi cara, apartándome los mechones que cubrían parcialmente mis ojos y luego los que se posaban en mis labios. Con un dedo, fue pasando la yema por todo el contorno de mi óvalo facial, con mucha suavidad. Yo le miraba y no podía hacer nada más que dejarme llevar, estaba a su merced, confiando en que era algo que los dos deseábamos. Y nos besamos, sí, cerrando los ojos y en silencio. Nuestras bocas sellaron una sensación fantástica, en la que todo el cuerpo vibraba en la misma sintonía. Un ligero susurro salido de su garganta me despertó la libido, hubiera hecho el amor con él ahí mismo, en el bosque, hubiera sido de lo más romántico, aunque no lleváramos protección, pero en mi cabeza quedó ese instante como algo que pudo ser y no fue, y que lo he ido reviviendo en mis sueños a lo largo de los años. Sin embargo, lo que ocurrió entre él y yo fue algo que jamás sospeché que pudiera darse. Era inimaginable. Si se lo cuento a cualquier persona, no me hubiera creído. Me hubiera dicho que eso solo pasa en los sueños, pero es que mi vida es una película, las cosas más inverosímiles me suceden a mí. Atraigo lo excepcional, no sé por qué. —Katy, eres preciosa. No quiero aprovecharme de ti estando sola, solo sé que me siento atraído, me gustas. No he podido evitar darte un beso. Hubiera sido un crimen no dártelo. Y creo que a ti también te ha gustado. —Ha sido bonito, sí. Aquí, en medio de la naturaleza, como Adán y Eva. —Bueno, solo nos hubiera faltado estar desnudos para figurar como esos dos —dijo, riendo. —Ah, sí, y los niños poniéndonos verdes después —añadí, soltando luego una risotada mientras me recogía el cabello hacia atrás. Él seguía encima de mí, y ya estaba notando su protuberancia aumentando a pasos agigantados. Estaba excitado, y yo también comenzaba a lubricar sin poder controlar la reacción. Se apretó un poco más contra mí, provocando que una explosión de sensaciones me recorriera toda la columna vertebral, estallando en un ahogado gemido que él acalló besándome furiosamente. Le abracé con todas mis fuerzas, anudando mis piernas sobre sus nalgas, estrechándome más hacia el contacto que me hacía tocar el cielo. Mis caderas se colocaban buscando la conexión perfecta. Era como si lo estuviéramos haciendo, pero con ropa. En uno de esos frotes, mi pulso vaginal se fue contrayendo cada vez más hasta originar un orgasmo. Jamás había hecho eso, correrme con solo deslizar mi cuerpo contra un hombre. Sin penetración. Él se puso loco y arremetió más fuerte con su miembro dentro del pantalón, reventando todo su paquete a marchas forzadas hasta que un gruñido me avisó de que él también había llegado al clímax. La risa nos sobrevino, era muy evidente que estábamos zumbadísimos. —¿Y ahora qué? —le insinué, con las cejas arqueadas—. ¿Esto cómo se entiende? ¿Ha pasado o estamos soñando? —Te juro que en mi vida me había ocurrido algo igual. No sé qué me has hecho, Katy, pero has logrado que pierda la cabeza. O este bosque es afrodisiaco mil por mil. Me fue soltando y se apartó a un lado. Nos quedamos mirando hacia las copas de los árboles, dejando que aminoraran los latidos de nuestros corazones agitados. —Tenemos que volver o nos encontrarán aquí tirados —le animé a reaccionar, porque se había quedado sin sentido, totalmente alelado. Abrió más los ojos, como tratando de despejarse, y se levantó de un salto, igual que un muñeco que se infla de repente. Al ver la mancha oscura en su pantalón, a la altura de la bragueta, me puse la mano a la boca, alarmada. Rápidamente me saqué el jersey por la cabeza y se lo di. —Anda, tápate, que cualquiera diría que te has excitado. —Vaya, eso sí que es curioso. ¿Y por qué será? ¿No será porque hay una chica increíblemente sexy que me ha puesto como un toro? —¿No será que los dos estábamos tan necesitados de desfogue que a la mínima hemos sacado el lado salvaje? —¿No será que me gustas, Katy, y que quiero seguir jugando a este juego, pero sin ropa? Me hizo tanta gracia la cara que ponía que toqué su pelo y se lo revolví, tapándole los ojos. Él me cogió de la cintura y me dio dos vueltas, poniendo su boca en mis pechos, con toda la naturalidad del mundo, como si lleváramos un año saliendo juntos. Me puse bien la ropa, me peiné con los dedos y traté de poner cara como que no había roto ningún plato. Él hizo lo mismo, se tapó con el jersey y encogió los hombros, en una actitud infantil de niño que espera una buena reprimenda y no ha podido evitar comerse un dulce de un escaparate sin pedirlo antes. Me acarició la cara y me sonrió. —Vamos, se hace tarde. Iba a cogerme la mano, pero levanté los brazos y señalé al grupo, que estaba a lo lejos formando una sombra cada vez más difuminada, pues se estaba haciendo de noche. —No demos de qué hablar. Luego nos tomamos un whisky, nos lo merecemos. —Eso está hecho. En cuanto los coloque en sus habitaciones, tú y yo nos vemos en mi habitación, ¿vale? Tengo una botellita en la maleta, la compré en la destilería del pueblo. Ben Nevis. El hombre les había dado a los niños unas bolsas para que fueran recogiendo muestras del campo y hojas, ya que tenían que hacer un trabajo de botánica, así que no perdieron el tiempo. Kevin nos explicó su odisea: por el camino se había subido a una loma y se encontró con una vaca, le daba miedo por los cuernos tan grandes que tenía y por eso no se atrevió a bajar hasta que el animal se marchó. Por la cara que tenía mientras lo contaba, parecía cierto. A saber, igual estaba ya habituado a decir mentiras y se estaba convirtiendo en un verdadero actor. Durante el trayecto de vuelta al hotel, los niños iban cantando canciones populares del colegio. Nosotros, sentados juntos, nos íbamos rozando las piernas, en silencio, y de vez en cuando apretábamos los brazos del uno contra el otro, sin que los demás notaran lo que nos traíamos entre manos. Tenía muchas ganas de llegar, darme una ducha y cenar para, después, esperar a que los niños se largaran de una vez a sus habitaciones y dar rienda suelta a todo el arsenal de caricias y juegos que nuestras manos estaban deseando liberar. Le saludé con la mano, al entrar en el edificio, y le dejé solo con el grupo para dirigirme a mi habitación. Subí por el ascensor y puse la tarjeta en la ranura para abrir la puerta. Cuál fue mi sorpresa cuando, dentro, descubrí a William, sentado, esperándome. CAPÍTULO 10
Estaba cansado, se le notaba bastante compungido. Por un momento
quise salir de allí y acudir a Duncan, pero pensándolo bien entré para zanjar de una vez por todas ese asunto. —¿Quién te ha dado permiso para entrar en mi habitación? —Katy, tenemos que hablar. Este hotel trabaja con nuestra agencia. Me ha sido muy fácil entrar, solo he tenido que decir que iba a dejar unos folletos publicitarios. Ahora siéntate. Déjame explicarte. —Está bien. Pero después te vas y me olvidas, ¿de acuerdo? —De acuerdo. Te lo prometo. Te doy mi palabra y te agradezco que me des esta oportunidad. Me senté en la cama, frente a él, que, desde la silla del despacho, con las manos dando vueltas al alero del sombrero, parecía el personaje de una película de época. El traje lo seguía llevando puesto, y un aroma a sándalo envolvía toda la habitación, proviniendo de él. —Tú dirás. Te escucho. —Verás, Katy. Debo protegerte. Aunque no lo creas, estás en peligro. Esa mujer se ha empeñado en apartarte de mí a toda costa, y tiene medios que pueden llegar a ser peligrosos. Ya me pasó una vez. Una amiga mía sufrió un revés por culpa suya. Hizo que su coche tuviera una fuga del líquido del freno, y en una pendiente casi se estrella contra otro coche al pisar el pedal para reducir velocidad en la curva y no poder frenar, pero tuvo la reacción de hacerlo con el freno de mano. Ella lo niega, pero sé que alguien a su servicio cortó el tubo del líquido de frenos, vaciándolo, ya que el coche de mi amiga estaba en perfecto estado el día anterior. Ya me había amenazado que, si me veía con otra, pagaría las consecuencias. Pero es muy lista, y se sabe evadir de todas las pruebas. No se puede demostrar nada. —Gracias, William. Sabiendo que tienes a una psicópata siguiendo tus pasos, vas y me seduces. Muchas gracias. —Me levanté, furiosa. Me había amargado la noche. —Ella debe de haber ideado algo ya. He visto a dos de sus hombres por la zona. No comas nada en el hotel, toda prudencia es poca. Iremos a otra habitación, y desde allí pediré la cena. Mañana reservo un coche de alquiler, uno sencillo, sin que llame la atención, y te llevo de vuelta a casa. Me puse las manos a la cabeza, tratando de digerir todo eso. Aquella mujer estaba tan empeñada en hacer daño a toda fémina que se interpusiera entre él y ella. Pero a mí no me iba a tocar un pelo, eso lo tenía claro. De pronto, se me vino a la cabeza una de tantas escenas de las películas donde se las ingenian las mentes perturbadas para colocar anestésicos en la comida de sus víctimas y luego hacen desaparecer los cuerpos en sosa caústica o en un vertedero. Se me ponían los pelos de punta solo de pensarlo. —Está bien. No sé por qué, pero más vale hacerte caso. Ahora por favor llévame a esa habitación, porque me muero por descansar y comer algo. No he parado en todo el día. Lo seguí. Atravesamos el pasillo, mirando a los lados por si aparecía alguien sospechoso. Me condujo hasta el final del todo, y torció a la derecha, donde la decoración cambiaba por completo, volviéndose más lujosa. Con cuidado, sin hacer ruido, giró una llave en la cerradura de una puerta de acero. Aquello parecía la caja fuerte del Banco de España. Al entrar, me di cuenta de que podría tratarse de una cámara aislante, de un refugio anti incendios, porque estaba totalmente aislada. En el centro de la habitación había una cama muy grande, con una colcha roja, de seda, bordada con hilos dorados. A los lados, cuatro postes que encuadraban el lecho y de los cuales colgaban unos faldones de terciopelo y visillos blancos, procurando mayor intimidad al espacio del interior. Los cuadros eran réplicas de obras del Barroco. Vírgenes con el niño, y algunos santos. Todo muy religioso. Me sobrecogió tanta pomposidad. Por un lado, pensé que ese sitio debía de ser un lugar reservado para personalidades distinguidas, porque hasta los muebles eran de una calidad extraordinaria, con molduras de artesanía. La ventana estaba tapada con unas cortinas muy tupidas, de color burdeos y estampaciones doradas. El suelo tenía una moqueta con dibujos que simulaban tallos de flores, en tonos claros. Me descalcé, tenía los pies molidos, y deseaba sentir el roce de esa mullida superficie. Además, no quería mancharla. —Ponte cómoda, Katy. El cuarto de baño está por ese lado —me indicó, señalando hacia la derecha—. Te serviré una copa, te vendrá bien. —Sí, por favor. Ve poniéndome algo para beber, ahora vuelvo. Dejé mi mochila encima de una silla que parecía una obra de arte, por la finura de sus líneas y el acolchado de su asiento, con un tejido que brillaba, como si lo hubieran bordado con hilos de oro. Fui hasta el cuarto de baño y, al abrir la puerta negra, barnizada en un azabache impoluto, di con un verdadero spa, que se descubría ante mis ojos. «Dios mío, pero si esto parece la piscina de Cleopatra», pensé, santiguándome. Me senté en el inodoro y al darle a la palanca de la cisterna, que estaba colocada a un lado, sentí un frescor increíble, pues se formó como una fuente que regaba hacia arriba con la función de lavar e higienizar el cuerpo. Acto seguido, surgió un vapor y un aire caliente que secaba todo el culete, dejándome super agusto. «Madre mía, yo quiero uno de estos en mi casa», me hice la propuesta, aunque eso debería costar una fortuna. Me miré al enorme espejo, con luces a los lados como si estuviera en un camerino, y cogí uno de los frascos con perfume que había en la encimera del lavabo, lo olí y me encantó, era bergamota, una de mis fragancias preferidas, por lo que me la eché por encima. Después, con un cepillo inmaculado que desprecinté de la bolsa que lo cubría, me peiné el pelo y lo sujeté con unas horquillas, que también estaban en una bolsita, para que fueran utilizadas. Ya me sentía otra, aseada y despejada, pero la imagen de Duncan vino a mi mente. ¿Qué pasaría cuando viera que no aparecía por el comedor? ¿Se preocuparía por mí y alertaría a los de la recepción? Ese tema tenía que solucionarlo. —William, hay alguien que puede que me esté buscando. —Ya lo sé. Ese muchacho, ¿verdad? —Sí, Duncan. Habíamos quedado en vernos en la cena. —No te preocupes. Llámale y dile que te has tenido que ir. Que te ha surgido un imprevisto y un familiar te ha venido a recoger. —No sé si se lo creerá. —Si bajas, corres peligro, ya te lo he advertido. —De acuerdo, hablaré con él. Cogí el móvil, pero no tenía su número. Me di cuenta de que no sabía apenas nada de él, ni siquiera su apellido, solo que se llamaba Duncan. William adivinó lo que pasaba, fue rápidamente al teléfono de la mesa y marcó. —Por favor, ¿está el tutor de los niños en el comedor? Hay una señorita que quiere hablar con él. Inmediatamente me acercó el auricular para que yo me pusiera en contacto con Duncan. —¿Sí? ¿Duncan? —Esperé un rato, pues al otro lado de la línea no había nadie aún—. Hola, no me esperes, unos amigos me han llamado, estaban de paso y vamos a seguir el viaje juntos. —Katy, te voy a echar mucho de menos esta noche. Piénsatelo, por favor. Tenemos algo que hemos dejado a medias… No me dejes así, me muero por volverte a ver. —Duncan se atrevió a manifestar lo que sentía, porque veía que me estaba perdiendo. —Dame tu número. Ya quedaremos. Estaré este mes en Escocia. A ver si coincidimos en otro sitio —me despedí tras anotar su móvil haciendo una llamada perdida y colgué, siguiendo las indicaciones de William, que me hacía el gesto de cortar con los dedos. Respiré hondo y me senté en la cama, apartando las cortinas hacia los lados. —Pediré la cena. ¿Te apetece una variedad de platos? Así podrás elegir lo que más te guste. —Cualquier cosa, gracias. Tras unas cuantas pulsaciones a través de su móvil, encargó una suculenta cena, a base de canapés, sándwiches, pastelitos de carne, croquetas, tortillas de guisantes, de jamón… un banquete en toda regla. También pidió vino y unas porciones de tarta. Todo un festín. Al poco, dieron varios toques en la puerta. Entró un camarero con la servilleta doblada y bien planchada encima de la muñeca y en un carrito nos trajo todo lo que había pedido William. No me lo podía imaginar, pero al marcharse el camarero él empujó un poco cierta parte de la pared y esta se desplazó hacia dentro, abriéndose ante nuestros ojos un espacioso salón. Con lámpara de cristalitos y todo, ocupando el centro del techo, en medio de una moldura de yeso ornamentada y pintada en tono dorado. Una mesa como para diez comensales y alrededor las sillas de madera con respaldos dorados en un tapizado de seda. Muy elegante y de buen gusto todo. —Señorita, tome asiento —me dijo, separando la silla. Fue tomando del carrito los platos y los puso delante de mí, en la mesa, para que fuera escogiendo. Probé casi todo, estaba buenísimo. Bebimos vino y nos acomodamos después en unos sillones situados al fondo, muy cómodos. Allí me señaló una cajita con bombones y escogí uno de licor. Fue el colofón final para acabar con un buen sabor de boca. Solo faltaba el descanso. Poder dormir. No pensaba en nada más que satisfacer el sueño. Pero, en ese momento, algo ocurrió. CAPÍTULO 11
William empezó a mirarme de otra manera, con lascivia. Yo fui
encontrándome algo aturdida. Entonces, decidí que era mejor ir a dormir, y que él se fuera a otra habitación, por supuesto. Y para más seguridad, necesitaba cerrarme la puerta por dentro. —Creo que es hora de despedirnos. Hasta mañana, William. Espero que lo comprendas, todo ha estado excelente, pero necesito descansar. Su mirada lo dijo todo. Serio, decidido, sin un ápice de duda ni pudor, se fue quitando la chaqueta delante de mí. En silencio. —¿Qué haces? —Lo que ambos estamos deseando. Preparándome para entrar en ti. —¿Cómo? ¿Es todo esto una encerrona para violarme? —le acusé, corriendo hacia la puerta. Intenté abrirla, pero me era imposible. Estaba sellada a cal y canto. Él habría cerrado herméticamente esa cámara acorazada en la que se había convertido la habitación para hacer conmigo lo que su mente perturbada maquinara. —Vamos, Katy. Disfrutemos de esta noche. Sé que tú también lo deseas. Lo he visto en tus ojos mientras tomábamos esa copa. Hay fuego dentro de ti. Vamos a descubrir esa leona que llevas dentro, y que saques tu lado salvaje. Vamos, nena. Me iba acorralando, con sus manos a los lados, como si tratara de capturar una gallina en el corral. Y es que me sentía verdaderamente acorralada, sin saber cómo salir de ese encierro. Pensé en el teléfono, en coger mi bolso y llamar a Duncan. Tenía su número recién grabado, le había hecho una llamada perdida para que él tuviera el mío, así que tenía acceso a él simplemente con darle al botón verde de llamada. Me saldría su teléfono, y solo era cuestión de que lo cogiera rápidamente y pudiera escucharme pidiendo auxilio. Pero claro, ¿cómo iba a saber él dónde me encontraba yo, si aquello era un agujero oculto en el hotel? Bueno, el camarero nos trajo la cena, así que en recepción sabrían dónde estaba William. —Está bien, William, acepto. Solo déjame que le haga una llamada a mi amiga Shirley, ella quedó en hablar conmigo esta noche, y si no me pongo en contacto con ella, es capaz de organizar una patrulla en mi búsqueda por todas las Highlands. —Quizás así, con este argumento, podría acceder a mi móvil y hacer como que hablaba con mi amiga cuando, en realidad, estaría poniendo a Duncan en sobreaviso de mi alarmante situación. —Sin trucos. Está bien, llámala si con ello te sentirás más tranquila. A paso lento, me iba posicionando hacia mi bolso, colgado en el respaldo de la silla. Él estaba detrás de mí, pegado a mi nuca para ir cerrando mi campo de fuga, que no era otro que darme contra las cuatro paredes y gritar como una loca, porque otra cosa no se podía hacer. Al abrir la cremallera, las manos me temblaban. Notaba el calor de la respiración agitada de William en mi cuello, ansioso por devorar a su presa. Con un movimiento torpe, se me cayó el móvil al suelo. La pantalla se rompió, quedando hecha añicos. —Joder —maldije, pues justo se había golpeado con la rueda del mueble en el que venía la comida. Por suerte, aún funcionaba el aparato. Le di al botón de llamada y me apareció el número de Duncan, sin su nombre, por lo que William no vería a quién llamaba. Me puse el móvil en la oreja en cuanto llamé, apretando al máximo la parte en la que se escucha para que solo lo pudiera sentir yo. Tres toques, cuatro. Salió el contestador, con la voz de una telefonista. Menos mal, porque, tonta de mí, tenía el manos libres. —Shirley, no te preocupes, todo bien. Esta noche estoy muy bien acompañada. En el hotel, sí. En recepción nos han subido la cena, todo fantástico —pronuncié, fingiendo que hablaba con mi amiga mientras intentaba que Duncan supiera cómo llegar hasta mí preguntando en recepción. Luego colgué. William me cogió el teléfono. Sospechó que se trataba de una estrategia. Volvió a pulsar el número que acababa de marcar, pues no dio tiempo a bloquearse el móvil. Yo rezaba por dentro. Estaba como un flan. Si Duncan lo cogía, a saber qué me haría el psicópata que tenía al lado. —Ahora sabré a quién has llamado realmente. Te advertí que no hicieras ninguna maniobra extraña —me dijo con tono de amenaza. Los rasgos de su cara se habían convertido en los de la crueldad en persona. No parecía que contestara nadie, quizás Duncan estaba atareado con los niños en el comedor y no oía el sonido del móvil—. Parece que tu amiga no atiende el teléfono. Con el mensaje que le has dejado será suficiente para que no nos moleste ni nadie te empiece a buscar. —Sí, William, ahora ya puedo respirar sin pensar en nadie más que en ti —susurré de un modo seductor, para que siguiera confiando en mí y dejara de aprisionarme con sus miradas acaparadoras. Ideé un juego para posponer lo que él tenía en mente, que no era otra cosa que follarme a su manera, como a él le gustaría hacerlo, quizás a la fuerza o quizás utilizando instrumentos de tortura, puesto que había una vitrina con artilugios que podrían servir para esos menesteres sadomasoquistas. —Así me gusta, gatita. ¿Por qué no vas quitándote esa ropa? Me gustaría darte un masaje, relajar tu espalda. Quiero que estés lo más cómoda posible —me sugería, tocándome, pasando su mano arriba y abajo con mucha delicadeza. —Sí, tú también, William. Échate en la cama mientras me desnudo. Así me ves mientras te hago un striptease. —Le empujé hasta dejarlo sentado en la cama y luego fui acariciándome con las yemas de los dedos los labios y el cuello, bajando después al pecho, haciendo movimientos circulares por los senos y rodeando las aureolas de los pezones, sin quitarme aún el jersey. Doblé mis brazos contra mi cintura, me balanceé a los lados y fui subiendo el borde de la prenda hacia arriba. Se me veía la camiseta de invierno, de color blanco. De momento no enseñaba ni un ápice de piel, esperaba que a Duncan le diera tiempo de ver el mensaje y preguntar al recepcionista en qué habitación habían subido la cena para mí. Si el camarero tenía la boca sellada y no daba datos sobre la compañía de William, la tenía clara. Todo dependía de ese hombre, de si había comunicado o no en la recepción que William estaba con una chica con mis características físicas. Y también tenía en las manos de Duncan mi salvación o mi perdición. Podría ser obligada a hacer lo que a aquel loco se le viniera de gusto si me amenazaba con maltratarme. Por lo tanto, necesitaba que estuviera lo más manso posible. Tendría que hacerle el baile de Sherezade, dejarle paralizado con mi actuación para que no pensase en atacarme y hacerme suya a la fuerza, porque no iba a ceder a su instinto por muy elegante que fuera ni me hubiera gustado aquel acercamiento en los prados. Con uno de los visillos de la cama, que desanudé para utilizarlo en mi espectáculo, me cubrí la cara, dejando que cayera el tejido a lo largo de mi cuerpo. William me miraba, absorto. Pero algo no le acababa de gustar. —Katy, eso que estás haciendo tendría más emoción si lo haces desnuda. ¡Quítatelo todo ya! —Su voz era determinante. —Shsss, William. Tenemos tooooda la nooocheee. Sumérgete en esta niebla de erotismo que va a descender hasta ti. Ahora, pondré una música de fondo con mi móvil, para que los sentidos se inunden de miles de sensaciones, ya verás, ya verás —le sugestionaba para que duraran mucho los preliminares. Estaba tan excitado que pude apreciar cómo se pronunciaba su miembro bajo el pantalón, marcando un mástil en su bragueta. Era una escena ridícula a más no poder. Pero mi corazón empezó a galopar desbocado cuando él se puso de pie para ir quitándose la camisa, cosa que no auguraba nada bueno. Mientras, fui hasta la mesa y cogí el móvil. Busqué en youtube un tema musical de relax que me salió enseguida porque los suelo poner cuando escribo y están todos seleccionados. No había ningún mensaje entrante, ni aviso alguno de llamada. Lo que sí hice fue darle al número de Duncan y colgar inmediatamente, como una llamada perdida, habiendo quitado el manos libres primero. William estaba a un metro de mí, por lo que dejé el móvil e inicié unos giros alrededor de él, alejándole del teléfono por si se le ocurría quitármelo definitivamente. La melodía originó una especie de serenidad que le encandilaba, ya que iba estrechando los ojos como embriagado por una ola nostálgica. Sus manos iban despojando su pecho de su camisa, retirándola hacia atrás, mostrándome un torso escultural, bronceado y con muy poco vello en los musculados pectorales, que brillaban como si se hubiera embadurnado de aceite, pero era su piel así de brillante y parecía sedosa. No me provocó ninguna emoción, ni me excité. Para mí era un ególatra, un egoísta manipulador. No soportaría que me tocara, a toda costa tendría que ingeniármelas para que no me pusiera una mano encima, ni debajo, claro está. De pronto, su pantalón se deslizó por sus piernas, lo lanzó a un lado y también se quitó los calcetines y el slip negro que estaba a reventar de la presión que tenía que soportar todo el tiempo con ese enorme bulto debajo marcando su paquete. Me cogió el jersey y de un tirón hacia arriba me lo quitó, haciendo lo mismo con la camiseta. Su fuerza era tremenda, con esos brazos descomunales de buenas sesiones de gimnasio me estaba dejando prácticamente en pelotas. Me dio la vuelta con ansias, sin que yo pudiera detener sus movimientos, me tenía bien sujeta, y desabrochó mi sostén, tirándolo después al suelo. Instintivamente me tapé con las manos. El velo improvisado andaba desperdigado por la moqueta, como el resto de las prendas. Fue acariciándome y juntándose más a mí, hasta que noté su cañón frotándose contra mis nalgas, por encima del pantalón. —Ya está bien de bailecitos, ahora toca cabalgar a buen ritmo, nena —siseó, con una voz sibilina, nacida de lo más profundo de su caverna demoniaca. —Espero que tengas la precaución de utilizar algún sistema anticonceptivo. ¿Condón? —le enfaticé, temiéndome que acabara por cumplir su objetivo, por mucho que yo lo intentara evitar. —No te voy a dejar preñada, tranquila. Cuando tenga que penetrarte, me lo pondré, mientras tanto nos vamos a entretener explorándonos. Me cogió por la cintura y me llevó hasta la cama. Me tiró de espaldas, y reboté a dos palmos de la colcha. Fui poco a poco deslizándome hasta el borde del otro lado, mirándole con cara de gata en celo, para que no viera en mí un deseo de escapar, sino de jugar. —Ay, qué malo eres. No me has dejado ni ducharme —le dije, traviesa. Me dirigí al baño, con la intención de buscar algo con que defenderme, aunque fuera con la escobilla del inodoro. —¿Dónde vas, fierecilla? No quiero quedarme sin tu aroma natural, quiero lamerte con tu propia esencia. Ven aquí, me estás poniendo a mil, muñeca. —Jajajja, de acueeerdo, no me lavaré, guarrillo. Pero, al menos, deja que haga mis necesidades, me sentiría molesta si no vacío mi vejiga. —Ve, anda. No tardes. —Resopló algo enfadado. Se volvió hacia la cama y empezó a masturbarse despacio, quizás para que no se le bajara el mástil, que tenía posición de perchero en esos momentos, totalmente recto y tieso. —Vengo enseguida. Hago pis y estoy contigo. Cerré la puerta y soplé desinflando mis pulmones, mirando por todos lados a ver qué objeto me podría servir como arma de defensa. Abrí uno de los grifos para que se escuchara el agua correr, y aproveché para hacer mis necesidades menores, ya que había bebido bastante agua y mi barriga estaba hinchadísima. Me fijé en los botes de perfume, jabones, champús, pero no eran de cristal, no me servían. Como mucho, le embadurnaría con jabón en los ojos, eso escocería. En la ducha, la alcachofa no se podía desenroscar. Estaba bien pegada y ajustada, imposible de sacarla de ahí. La escobilla del inodoro era un palo de plástico, no me servía de nada, a lo sumo le podría apuntar con ella por si le daba repelús, pero poco más. Nada, no encontraba nada que pudiera servirme. Miré hacia arriba y ahí sí que había algo que podría funcionar como puñal: una lámpara de metal acabada en punta, con forma de triángulo dorado. Era como una flecha de unos treinta centímetros, pero la tendría que retirar de la pared. Tiré con tanta fuerza que las bombillas se fueron a tomar vientos del impulso tan violento con que empujé hacia fuera. El suelo enmoquetado amortiguó la caída de las bombillas, no sonaron, menos mal. Tampoco se rompieron. Pero me vino una idea, podría romperlas y con un trocito podría cortarle el cuello. No sé si sería capaz, tal vez me dañaría yo misma en el intento, o se me desharía la bombilla en las manos destrozándome la piel. De momento, cogí la lámpara con una mano y la puse detrás de mí, escondida en mi espalda. Salí mirando a ver dónde se había metido y, al comprobar que seguía en la cama, esperándome, avancé de manera lateral con la pared a mi espalda, para ocultar la lámpara. CAPÍTULO 12
Ahora tenía que obligarle a que me abriera la puerta amenazándole
con ese objeto, cosa que veía poco eficiente, pero algo tenía que hacer, al menos intentarlo. Se levantó, atusándose el cabello con una mano mientras con la otra se tocaba. Era odioso verle así. Me sentí con fuerzas para atacarle y saqué lo que ocultaba detrás, apuntándole. —No des un paso más —le dije, señalando su hombría con el pico de la lámpara—. Vas a darme mi ropa y me vas a abrir la puerta. Me dejarás salir y aquí no ha pasado nada. Si no lo haces, mañana te denunciaré. —Cariño, yo creía que te gustaba. Me demostraste en la colina que sentías algo especial por mí. Me has decepcionado, Katy. No he querido obligarte a hacer nada que no quisieras. Puedes marcharte si quieres, eres libre de hacer lo que te plazca, yo solo he querido protegerte —lo decía con sus manos extendidas a lo largo de su cuerpo, mostrándose inofensivo, sin avanzar. Pero no dejaba de mirar el objeto con el que lo estaba apuntando, que para mí era igual que si fuera una espada. Mi cara debía de ser un mapa de desesperación, porque su semblante mostró un rictus de inquietud desmesurado. —Confieso que durante el viaje me pareciste muy interesante y me agradaba tu compañía. Es más, me causaste una fascinación que se mezclaba con el entorno, en un conjunto increíblemente irresistible; me llegué a sentir atraída por ti, sí, pero de repente toda esa imagen se desvaneció al entender que tu mundo es muy complicado, que me arrastrarías hasta ese sumidero de problemas que a mí ni me van ni me vienen —expresé con desdén. Di un paso hacia delante, tratando de que él reaccionara y buscara la maldita llave de la puerta. —Vete, si quieres. Pero no estés sola. Aunque sea, que te acompañe ese chico, pero su vida también correrá peligro, que no te quepa duda. Yo he intentado por todos los medios que salgas indemne de esta encrucijada, ahora no puedo hacer más, si no me dejas ayudarte. Dándose la vuelta, se dirigió hacia el escritorio, sacó algo de uno de los cajoncitos y lo escondió en la mano, cerrando el puño. No sabía si era la llave o alguna cosa que usara para paralizarme. Se giró y volvió hacia mí, acercándose un metro. —Mete la llave en la cerradura y abre. Pero dame mi mochila y la ropa que me has quitado también. —La tengo aquí, sí. Mira, ¿la ves? —me dijo, enseñándome, verdaderamente, la pieza metálica que me abriría el acceso a mi libertad. No me resistí a mirarle de arriba abajo, comprobando que toda su excitación se había desvanecido de repente. Parecía una escultura, con el miembro totalmente encogido, y las pelotas colgando. Se le veía muy vulnerable, desnudo y sin ánimo de empotrarme. —Si ahora haces lo que te he pedido, nada sucederá, seguirás con tu vida, tus líos con tu socia y tus viajes por las Highlands con turistas a las que enseñar todos tus atributos seductores. Pero si tratas de impedir que me marche, te aseguro que te sacaré los ojos —le solté, echando espuma por la boca, de manera simbólica. Se agachó para recoger mi jersey y me lo tendió. Lo agarré haciendo gestos con la mano para que no se acercara más, luego señalé la mochila. Fue hasta ella y la colocó al lado de la puerta. Sin mirarme, metió la llave en la cerradura y giró el pomo, dejándome libre el paso. —Adiós, Katy. De espaldas, con sus rizos en la nuca y su anatomía de dios Apolo, con sus nalgas bien macizas y las piernas cinceladas como si fueran de mármol, William estaba imponente. Pero no era para mí. Sentía que esa figura estaba hueca por dentro, que se caería de un momento a otro haciéndose trizas para mostrar algo oscuro que llevaba por dentro. Mi corazón botaba dentro del pecho, dándose contra las paredes del tórax, y mi mente no podía enviar órdenes para echar a correr o para quedarme paralizada. Un ruido me sacó de mi obnubilación, provenía del pasillo exterior. Se oían unos pasos que se arrastraban, como si alguien estuviera escondido a la vuelta, nada más cruzar la salida, y se hubiera desplazado unos centímetros. Me entró miedo. ¿Y si lo que me había contado era verdad? ¿Y si realmente esos hombres estaban ahí deseando cogerme para hacerme daño? Miré a William, que con avidez cerró y puso la oreja a ver si oía algo. —¿Estarán ahí? Esos hombres que me has dicho. ¿Están ahí fuera? —Ya te lo dije. Se habrán enterado por el camarero. Ahora sí que tendremos que pedir ayuda. —Me cogió la lámpara en un descuido y la dejó con suavidad en el mueble de la entrada—. No podemos llamar a la policía, no tenemos ninguna prueba para demostrar que vienen a por ti, además, mi socia me haría aún más la vida imposible. Lo mejor será quedarnos aquí. Trataré de hablar con ella, estoy dispuesto a dejar la empresa si sigue con estos estúpidos celos. William fue alejándose de la puerta, relajándose cada vez más. Yo me puse el jersey, sin sujetador ni nada más debajo. No quería que él siguiera mirándome los pechos, pues se le iban los ojos a cada momento. Sirvió whisky en dos copas y me pasó una. Yo me la tomé sin miramientos, necesitaba el ardor para calmar toda esa tensión que me tenía en vilo. Pero él no se vestía. Seguía desnudo, no le importaba que esos hombres siguieran ahí fuera, por lo que le indiqué que lo mejor era que se preparara para salir en cuanto pudiéramos. —Podrías vestirte, William, no sabemos lo que va a ocurrir. Igual hasta derriban la puerta… —Eso es imposible. Está blindada. A no ser que utilicen explosivos, y eso en este caso no procede en absoluto. Van a esperar a que salgamos, pero si estás conmigo no te pasará nada. —¿Y entonces, si salimos juntos ahora, no van a atacarme? —Es de noche, no hay nadie ya por los pasillos, Katy. No nos podrían socorrer. Mañana llamo a recepción para que vengan a traer el desayuno, sin despertar ninguna sospecha que alarme al personal como para llamar a la policía, cosa que no deseo, ya que me implicarían en todos los asuntos turbios de mi socia. Con el camarero al lado, saldremos y nos mezclaremos con los clientes del hotel. En cuanto los vea, les daré un soborno, no les vendrá mal un dinero extra para sus gastos, casi todos son unos heroinómanos, o adictos a la coca. Que le digan a Stella que han realizado su trabajo, te haré una foto con el ojo morado, puedes utilizar maquillaje si tienes rímel en el bolso, o con una pasta de frutos del bosque que nos ha quedado del postre. Busqué en el bolso y saqué el rímel antes de que hiciera una compota de arándanos sobre mi cara. Me miré al espejo del baño y tracé varias marcas para que pareciera que alguien me había dado un buen puñetazo. También apliqué algo de carmín de labios, en tono burdeos, como si la piel estuviera dañada alrededor de los párpados y en el pómulo. —Menudo cuadro. Haré una foto, tendrás que cerrar un poco el ojo para que parezca que no lo puedes casi abrir —me orientó, procurando que fuese lo más creíble posible. Pero él seguía desnudo. Sacó su móvil de su chaqueta y me hizo una selfie. ¡Vaya recuerdo de Escocia, por Dios!—. Ya está, con esto servirá. —Sí, está bien. Pero ¿no te vistes? ¿O es que te gusta que te esté viendo todo el rato en pelotas? Yo no soy nudista, si eso te sirve para aclararte un poco —le dije, haciéndole ver que se estaba pasando de tanto exhibirse. —Suelo andar desnudo por casa. No pensaba que te molestara tanto. El cuerpo es lo único auténtico que tenemos, con lo que nos iremos al otro mundo para toda la eternidad; por eso lo cuido y me gusta verme tal como soy. Tú tampoco estás mal, pero no me has dejado contemplarte de una forma integral. Tampoco voy a insistir, ya sé que lo nuestro ha pasado de ser una cita romántica a una sesión de suspense. No te quiero violar, Katy. Hubiera querido hacerte el amor, con tu consentimiento. A muchas mujeres les gusta que las fuercen, hacerse las difíciles, se resisten en un juego amoroso en el que desean ser sometidas, pero por su propia voluntad esperan que el hombre las posea en una lucha por rebelarse al instinto, solo así consiguen disfrutar sin sentir que hacen algo sucio, porque su mentalidad es de chicas buenas, que no follan sino con sus maridos, y con el crucifijo encima de la cama. Y con el amante pecan, pero lo hacen fingiendo que ha sido a la fuerza, cuando en realidad están soñando que las devoren y las inunden de placer. Su discurso iba acompañado de miradas libidinosas, moviendo sus labios de manera sensual, siseando al pronunciar ciertas palabras, para que sonara lo más erótico posible. Me agarró por la cintura y comenzó a besarme por el cuello. Estaba en ese momento indefensa, sin mi lámpara ni mi escobilla para atacarle, que algo hubiera hecho. Le arañé la cara, ahora el que tenía sangre de verdad era él. Se puso la mano en la herida y gritó espantado. —No me obligues a nada o te dejaré la cara como un mapa —le advertí, enseñándole las uñas en plan gata salvaje. —¿Ah sí? Pues cuando me tengas encima, vas a pedirme que no pare. Me gustas así de furiosa. No eres una chica sosa, tienes madera de pantera, y eso es lo que más me pone. Volvió a la carga, pero yo le asesté otro arañazo en la espalda. Él gritó, pero seguía tocándome por todo el cuerpo, echándome hacia atrás, en dirección a la cama. Al caer, me sentí atrapada en medio de aquellos cortinajes y él encima de mí. Su miembro había recobrado centímetros y vigorosidad, parecía un taladro a punto de perforar mis pantalones. —Suéltame, te desgarraré la piel, te lo he avisado —le amenacé tirándole del pelo, mordiéndole en el brazo, dándole patadas. En ese forcejeo, mis manos se estaban tiñendo de sangre y mi boca, con tantos mordiscos, también estaba participando en la batalla. Sin embargo, él seguía en su intento de bajarme el pantalón, tirando con fuerza, hasta que consiguió dejarme con todo al aire, pues la braguita también había salido con la prenda, bajada hasta los tobillos. Y una vez que me tuvo completamente desnuda, debajo de él, pues el jersey también había salido por mi cabeza en ese forcejeo, se levantó y sonrió diciendo: —Ya está, Katy. Solo quería verte. No pasa nada, sigues entera. Solo quería comprobar si deseabas ser poseída de la manera que te he comentado antes. Pero no soy ningún cabrón. Además, aquí el que más ha sufrido agresión he sido yo. Mira cómo me has dejado. La verdad es que estaba sangrando por todos lados, con cruces de arañazos por los brazos, piernas, espalda, cara… y señales de mis dientes por sus manos. No se iba a olvidar de mí en unos cuantos meses, eso seguro. Me puse los pantalones rápidamente y le pedí la llave, nerviosa. Pero no hizo falta. La puerta se abrió. Alguien la había abierto desde fuera. —Mierda, no cerré con llave. Soy idiota —dijo William en inglés. Corrió a vestirse. Se tropezaba al ponerse los slips y acabó cayéndose con el culo al aire, en pompa. Vi que entraba el camarero que nos había servido la cena, y detrás de él estaban Duncan y el recepcionista. —Katy, ¿estás bien? —me decía, apurándose a abrazarme. —Sí, gracias a Dios que has venido. ¿Viste el mensaje? —Lo vi, me di cuenta de que algo no iba bien. He tardado, porque los niños me han tenido ocupado, pero en cuanto até cabos puse a medio hotel en tu búsqueda. ¿Y este sinvergüenza qué te ha hecho, que le rompo la cara? Aunque parece que ya ha tenido su merecido. ¿Y ese moratón? —Me tocó la mejilla, intentando no darme con el dedo en lo que creía que había una herida. Al mancharse, adivinó que no era real, que era maquillaje. —Solo ha intentado asustarme, pero no me fío de él. Le gusta usar la fuerza con las mujeres, aunque conmigo no ha ido muy lejos. Eso sí, quiero irme de aquí cuanto antes, y olvidarme de que este tipo existe. —Esto no va a quedar así. Tenía ganas de hacer esto desde que vi su cara de dandi barato. —Duncan se dio la vuelta y le asestó un puñetazo a William en todo el estómago. Luego se tocó la mano, sintiéndola dolorida. William se dobló. Se había levantado, pero tras el golpe volvió a caer al suelo, aullando de dolor. —Duncan, basta. Ahora escúchenme —me dirigí al camarero, el recepcionista y Duncan—: ¿Han visto a dos tipos con cara de malotes? ¿Dos gorilas que, por lo que dice William, dan aspecto de dar palizas a sueldo? —Nada de eso. No hay nadie registrado que no sean turistas como ustedes, gente normal. No hay ningún hombre con tales características —el recepcionista afirmó. —Oí unos pasos fuera. —Recordé, comentándoselo. —Serían los enamorados. Esta ala del hotel es para los del servicio, para lo empleados, y tenemos una parejita que se despiden en el pasillo cada noche, después cada uno se va a su habitación. —El camarero me sacó de dudas. —Esta habitación acorazada, ¿qué sentido tiene? —quise saber. —Es la habitación de William. Aquí viene con sus amantes. Nunca hemos recibido quejas de ellas. Esta es la primera vez que ha incurrido en una falta de honor. No lo entendemos, siempre se ha portado excelentemente con todo el mundo. —El recepcionista no daba crédito. —Está bien, larguémonos, Duncan. Creo que ha sido suficiente por hoy. Cada cual que se cure sus heridas y, si algo he aprendido hoy, es a no ir por la vida sin un spray de defensa —alegué. Duncan y yo salimos de allí, y nuestros pasos nos condujeron a su habitación. No quería hacer otra cosa sino dormir, descansar. Los dos nos sumimos en un profundo abrazo, en la cama, pero yo no me quité la ropa en toda la noche. Él estaba con su pijama y no hizo ningún intento en tocarme. CAPÍTULO 13
Al día siguiente, todo me parecía una pesadilla. Me du ché y llamé a
mi amiga. Se lo conté todo. Shirley no hacía más que aconsejarme que le denunciara, que eso había sido una agresión, acoso. Aunque no me hubiera forzado, me puso en una situación violenta, por lo que seguí su consejo y se lo comenté a Duncan. —No te preocupes, Katy. Ya lo he hecho yo mientras estabas en la ducha. Vendrán a tomarte declaración, espero que pague por lo que ha hecho. —Es lo mejor. Se lo merece. No le vendrá mal para aprender que la mujer decide por sí misma, no como él pretende creer, que somos unas tontas que deseamos ser sometidas. Ese hombre es un Neanderthal, a pesar de sus maneras elegantes. El papeleo de la denuncia nos llevó media mañana. Gracias a Duncan se agilizó bastante, pues era testigo de los hechos. El viaje se acababa y debía volver con la familia que me había traído a Escocia. —Duncan, debo volver. Cogeré el autobús hasta Edimburgo, tú seguirás con tu vida y tus chavales, pero podemos mantener el contacto si quieres. —Es una pena no haber podido conocernos mejor, te hubiera enseñado todos esos castillos que deseaban visitar. Mañana se termina la excursión, estaré en Inverness, por si te lo piensas y quieres pasar el resto del tiempo que te queda aquí conmigo. —¿En serio? Entonces, me lo pensaré. Aún me queda por ver Stirling, Eilean Donan… —No te vayas, Katy. Vayamos juntos, así no tienes que hacer tantos desplazamientos. Me cogió de la cintura y me miró con tanta dulzura que no pude evitar darle un beso en los labios. Él sonreía, se alegraba de haberme animado a continuar mi viaje con él. Llamé a la familia y les dije que me unía a otro tour, para seguir visitando castillos. No se opusieron ni me recriminaron el no hacer de canguro con Micaela, ya que ella seguía en la finca con su amiga y allí estaba la mar de bien, no me necesitaban. CAPÍTULO 14
El pueblo donde vivía Duncan se llama Kyle for Lochals, en el
condado de Ross-shire, a 90 quilómetros de Inverness. Desde allí recorrimos los bosques cercanos haciendo caminatas a pie. En cada una de las incursiones por la arboleda nos divertíamos jugando a escondernos y encontrarnos. En una de las veces, él me empezó a hacer cosquillas, el contacto de nuestros cuerpos se fue haciendo más y más intenso, hasa que acabamos revolcándonos sobre la hierba presos de una gran excitación. No quisimos que nos pasara lo mismo que aquella vez en el bosque cuando estábamos con los niños esperándonos y Kevin desaparecido. —Señorita, ¿no querrá usted que vuelva al pueblo con una medalla en mis pantalones? —dijo, refiriéndose al surtidor que acabara arruinando su aspecto. —Of course, por supuesto que no. Además, tengo una varita mágica y a la de tres ese pantalón va a desaparecer. A la una… Duncan tardó poco en quedarse desnudo. Creo que conté hasta diez hasta verle tal como vino al mundo. Me produjo una revolución en las hormonas, desatando todas mis ansias por sentir su piel. Él me fue levantando la camiseta, retirándola después por encima de la cabeza, arreglándome el cabello por encima de los hombros. Luego, me quitó el sujetador, lo colgó en una rama, cosa que me hizo reír. Detrás de mí, me desabrochó el pantalón, bajando la cremallera posteriormente. Se inclinó y deslizó sus manos por mis piernas para bajarme la prenda. Con unos toques en mis pies me indicaba que levantara uno y luego otro para retirar el pantalón. Entonces, me agarró por las piernas, una vez en pie, y me despositó suavemente sobre su camisa, para que no me rozara con ninguna planta que me pinchara. Su pecho subía y bajaba de la honda respiración que inundaba sus pulmones. Con mucha delicadeza fue dejándome desnuda del todo, sin mi ropa interior. Solo se escuchaban los cantos de los pájaros y la brisa nos regalaba una caricia con aroma a pinos. Los cuerpos hablaron en su propio idioma, se fundieron en uno solo en un vaivén de impulsos que nos hicieron estallar de placer. Yo miraba hacia arriba y veía las copas de los árboles, con un fondo azul que parecía elevarnos al infinito. Tras ese día, se sucedieron otros más a su lado, visitando lugares históricos. Él me explicaba con todo lujo de detalles sobre las batallas, los clanes, incluso leyendas que se siguen contando y que pertenecen a la literatura fantástica escocesa. Por último, fuimos al castillo de Eilean Donan. En Dornie, una aldea de gentes muy acogedoras, donde pudimos ver las gaitas sobre el puente tocando la melodía Skye Boat Song. Una chica con el pelo rubio cobrizo llevaba un vestido de la época de la serie Outlander e iba delante; de su voz salía el sonido más bonito que he oído en la vida, esa canción que es tan relevante para el pueblo escocés y que me erizaba la piel de tanta emoción. Duncan se sabía toda la historia de Eilean Donan, desde su construcción por el pueblo de los pictos para defenderse de las invasiones vikingas, llegando a refugiarse en él Robert the Bruce de la persecución inglesa por Eduardo I. También me detalló las fases por las que había pasado la fortaleza, destruida por ataques contra la rebelión jacobita, y su posterior rehabilitación por parte de John MacRae Gilstrop, que la compró en 1912. En aquel momento me vino una gran inspiración. Duncan me acompañó a España, se involucró mucho en mi novela, aportando todos los datos que necesitaba para relatar una historia que había imaginado precisamente en ese emblemático lugar. Shirley me ayudó a poner nombres a muchos personajes. Lo curioso es que en cuanto le pedí que me dijera cómo llamar al personaje más odioso de toda mi novela, enseguida me dijo: William.Y al más sexy: Duncan. ¿Por qué será? Nunca olvidaré aquel verano que viajé a las Highlands. Después de diez años sentí la necesidad de volver, y ya casada y con una hija, Duncan y yo, junto a la pequeña Rose, hicimos el trayecto del Howgarts tren de Harry Potter, admirando su sonrisa reflejada en la ventana del vagón y sus ojos verde intenso, brillando como una estrella en medio de aquel paisaje tan agreste y mágico.