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El seductor de las

Highlands

David Silverston

Copyright © 2022DavidSilverston
Todos los derechos reservados.

Dedicado a Maore P Bautista, por cuya ayuda en la maquetación le estoy


profundamente agradecida.
EL SEDUCTOR DE LAS
HIGHLANDS
DAVID SILVERSTON
CAPÍTULO 1

Si te dijeran que vas a hacer un viaje y no solo estarás a punto de


conocer una cultura diferente y recorrer paisajes impresionantes, sino que
además tu vida va a dar un giro completo, tras lo que representaban unas
breves vacaciones, pensarías que se trata del guion de una película, un
cliché de los que ya estamos hartos de ver, que no tiene que ver con la dura
y pura realidad.
Pues en mi caso te equivocas. Porque lo que me sucedió en aquellos
días fue extraordinariamente real. Lo que ocurre es que yo puse mucho por
mi parte, y soy experta en meterme en líos.
Todo empezó cuando me surgió la idea de escribir una novela cuya
ambientación fueran las Highlands. Las Tierras Altas de Escocia, sí.
Tras chuparme toda la serie de Outlander, se originó en mí una
necesidad apremiante por conocer ese maravilloso país y llegar a tocar la
piedra del círculo mágico, a ver si me transportaba yo también a la época de
los aguerridos combatientes en su causa perdida jacobita contra los ingleses
y vivir apasionantes aventuras. Todo ilusorio, claro está. Nadie, en su sano
juicio, desea ir a pasarlas canutas a un lugar y un tiempo en que todo son
invasiones, torturas y matanzas, por muy románticas que parezcan algunas
escenas en la serie. La transportación más bien sería mental, imaginaria,
eludiendo todos los contratiempos incómodos, a eso me refiero. La esencia
de aquellos tiempos seguiría flotando en la atmósfera escocesa, y quería ir a
respirarla.
Me las ingenié para que me saliera económico el viaje, ya que mi
economía no es, que digamos, boyante. Fui como institutriz de una niña
inglesa, la hija de una vecina. A cambio de cuidarle a su hija, me ofrecía su
casa para pasar unas semanas estivales en Edimburgo.
La niña, española de nacimiento, se había criado en Escocia, dado
que sus padres, saliendo de su pueblo asturiano natal, fueron a trabajar
como camareros a un hotel donde una tía suya estaba de gobernanta, y allí
se hospedaba mucho español, pero enseguida aprendieron el idioma y se
adaptaron divinamente, ya que el paisaje y el clima es parecido.
Ya casi tenía el guion de la novela que iba a escribir allí. La editora
me repetía una y otra vez que enfocara la historia en algún castillo en
especial, así que me propuse recorrerlos todos a ver cuál me motivaba la
inspiración.
En España dejaba el piso en el que vivía con una amiga. Ella estaba
encantada de que me fuera a pasar una temporada lejos, ya que así podía
tener el piso para ella sola y sus bacanales. Conmigo se abstenía de traer
gente a casa, pues sabía que necesitaba tranquilidad para mis escritos, los
cuales apenas me daban beneficio, ya que tampoco funcionaba muy bien el
tema del marketing en aquella editorial.
—Katy, llámame en cuanto llegues, mándame un mensaje o lo que
sea. No me tengas en vilo. Y haz fotos a los azafatos del avión y a los
escoceses…, no me quiero perder ni un detalle de tu viaje.
—No me agobies, Shirley, que te veo venir, vas a estar cada dos por
tres preguntándome qué puñetas hago.
—Anda, corazón, que te lo pases bien. Cualquier cosa, aquí me
tienes.
—Por favor, que no me destrocen la habitación. Y no toquen mi
ordenador, te lo ruego, que tengo ahí mi vida entera, mis escritos, mi…
—Tus historias, sí, cariño. Que me las sé todas. Si se perdieran, Dios
quiera que no, yo las podría ir redactando. Me sé con pelos y señales cada
capítulo de tus novelas.
—Lo mío me costó que me prestaras atención. Pero bien que te lo
compensé al dejar que pusieras tú los nombres a los personajes. No me
digas que no te mola que el nombre de tu abuela haya quedado para la
posteridad.
—Sí, y precisamente dando vida a la más libertina de Paris, en “La
última copa frente al Sena”. Tiene ese libro en la mesita de noche, y
subrayado su nombre, Celia, en muchas páginas, toda orgullosa.
—Aprovecha a vaciarte el cerebro, que cuando vuelva te voy a soltar
todo lo que se me haya ido ocurriendo en esta nueva aventura literaria. Ya
me darás algún nombre cuando se me seque la sesera y no se me ocurra
ninguno adecuado, que tú para eso tienes buen ojo.
—Gracias, Katy, qué alegría me das. Formar parte, de alguna
manera, en tus obras me hace mucha ilusión, fea. Te dejo, que llaman a la
puerta. Un beso, chau, nos hablamos, guapi.
—Yo también me voy, que ya llaman por megafonía para subir al
avión. Cuídate y no lleves indigentes a casa, que te conozco, doña
rescataalmasperdidas.
Sí, mi amiga tenía un corazón de oro. No soportaba ver a nadie
tirado en la calle; se acercaba, les hablaba y muchas veces les buscaba
algún refugio del ayuntamiento para que pasaran allí la noche, o les llevaba
un plato de comida caliente que llevarse al estómago antes de dormir.
Y es que ella misma pasó por ahí. Se marchó de casa sin nada,
siendo muy joven, recién acabada la carrera, en plan autostop, y tuvo que
acudir alguna vez que otra a esos servicios de caridad porque no le llegaba
lo que le daban en el platillo cuando tocaba la flauta por las calles ni para
pipas. Literal.
En fin, a lo que iba, que ahí estaba yo, sentada en el avión, con la
niña a mi lado chupando ventana y yo apretujada al lado de la madre, que
tenía sus quilitos de más y apenas me dejaba espacio. Micaela se estiraba y
me colocaba las piernas encima. Entre el bolso, medio cuerpo de la madre y
las patadas de la cría, menudo viaje pasé. Ya no sabía si las turbulencias
eran por el ajetreo que me traía con esas dos o por el movimiento del
aparato estabilizándose entre las corrientes de aire atravesando el Atlántico.
CAPÍTULO 2

Aterrizando en Escocia.

Si me hubiera explicado Doña Claudia, pues me refiero a ella con el


doña para que se note que era la dueña de la casa en la que me instalé —la
madre de Micaela y sus piernas largas—, que mi habitación sería la de los
trastos, y que nadie se había encargado de hacer un espacio para colocar el
jergón, igual me lo habría pensado y, en vez de tener que aguantar a la niña
por el día después de las nochecitas entre telarañas y objetos antiguos llenos
de polvo, en un colchón ahí en el suelo, que hasta el gato tenía una cama
más decente que la mía, con su nombre grabado en el frontal de un tejadillo
y unas cortinillas a lo victoriano total, me habría pensado lo de ir a
Edimburgo sin pagar viaje, alojamiento ni manutención, porque ya el
primer día deseé volver a mi casa en Asturias y desde allí navegar por los
océanos de internet para investigar sobre Escocia, que salía más barato y
estaría más cómoda.
Pero ya que estaba metida en el ajo, respiré hondo y busqué la mejor
manera de salir airosa de tal circunstancia procurando adecentar la
habitación y entretener a la niña con lo que más le gustaba, pintar al aire
libre. De esta manera, tenía la excusa perfecta para salir a buscar paisajes y,
de paso, visitar castillos.
La madre me otorgaba toda la confianza del mundo respecto a su
hija. Claro, el tío Henry nos hacía de chófer y era quien le pasaba el parte
de todo lo que hacíamos Micaela y yo a su hermana Doña Claudia.
—Shirley, ¿te lo puedes creer? Fui al lugar de las piedras. A Cragh
Na Dun, pero las de la película eran de cartón piedra, y ahí, en Pertshire, no
hay nada. Vaya estafa. Tendré que ir a la isla de Lewis, donde sí hay unas
formas rocosas, las Callanish Standing Stones, que son seguramente de las
que se han copiado. Pero las que más me generan una sensación de estar
cerca de un viaje en el tiempo son las Clava Cairns, en Inverness.
Impresiona, Shirley, es una sensación muy especial estar aquí en medio.
¿No lo notas a través del móvil? Mira, lo pongo en el aire, a ver si te llega
la onda.
—Loca, no las toques, por si acaso. Que, en aquella época, si te
transportaras, te quemarían en la hoguera, fijo, por bruja. En cuanto te
vieran el collar con la calavera y los cuernos, serías pasto de barbacoa. Y lo
que oigo es un ruido molesto, por el aire, que me esta rallando la oreja.
Prefiero oír tu voz.
—Lo único que me puede pasar es que toque alguna babosa y me
entre alergia, hincharme y verme de pronto en un hospital. Esa magia es la
que intentaré evitar, no quiero convertirme en un pez globo.
—¿Ya has visto algún escocés que te haya puesto fuera de órbita?
—Sí, están por todas partes. Creo que los hacen en serie, porque
todos se parecen, o es que han colocado a todos los hermanos de una gran
familia en los lugares más visitados para explicar el recorrido de cada tour,
porque si no, no me lo explico. Todos pelirrojos, fortotes y con kilt. Ya
estoy deseando ver un morenazo para que los ojos no se bloqueen al llegar a
España.
Y así nos pasábamos el rato mi amiga y yo, mandándonos audios por
WhatsApp. Con bromas mezcladas de buenos ánimos para que hallara mi
piedra filosofal en cuanto a la inspiración y me pusiera a escribir como si no
hubiera un mañana.
CAPÍTULO 3

El tío Henry se cogió una lumbalgia por caminar tanto detrás de


nosotras; no hacíamos más que ir a lo más alto para divisar el horizonte en
toda su amplitud. Las empinadas cuestas le pasaron factura y necesitaba
reposar en cama hasta que se le calmara el dolor.
—¿Cómo vamos a ir ahora de excursión? —me lamentaba.
—Fácil, hay miles de guías turísticos que os pueden acompañar.
Creo que la del restaurante de abajo tiene unas tarjetas en el mostrador
donde figuran las agencias que lo llevan —me aconsejó Doña Claudia.
—¿Y la niña iría también conmigo, sin el tío Henry para supervisar?
—No, ella se va unos días con su prima, a la casa de campo, a ver
los caballos y corretear por la finca. Así que aprovecha, ve a tu aire y
disfruta.
Creo que se daba cuenta de mi necesidad y de lo poco que había
trabajado en mi novela en esos primeros cuatro días. En el fondo, quería
darme la oportunidad de respirar un poco sin tanta responsabilidad. Micaela
era un encanto, pero agotaba. Con diez años, era un terremoto imparable, no
se le acababan las pilas nunca.
Bajé al restaurante y cogí una de las tarjetas en las que se ofrecían
visitas guiadas, guías privados, coches de alquiler, excursiones en barco…
Me llamó la atención una frase, el eslogan, en ese papel, y por eso lo
escogí de entre todos: “Te llevaremos donde la naturaleza inspira a la
pasión”.
Mediante un Whatsapp, establecí contacto con la agencia turística.
Pero preferí llamar, me ponía nerviosa tecleando en inglés cuando tenía
configurado el móvil en español, y todo el tiempo me saltaba el corrector.
Me llegó una voz de hombre muy especial, con un timbre delicado y
sensual a la vez. Se notaba que querían que los turistas vencieran el estrés,
porque me sentí de pronto muy relajada.
—Deseaba conocer los castillos de Escocia, ¿ustedes hacen
excursiones para ir a visitarlos?
—Sí, señorita. ¿O señora? ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Señorita. Me llamo Katy. Catalina Rivera.
—Muy bien, señorita Rivera. Nosotros estamos en el 92 de
Grassmarket. Si quiere pasarse por la agencia, ahí le podemos sugerir
algunas opciones.
—De acuerdo. Ahora voy. Muchas gracias.
—A usted por acudir a nosotros. La espero impaciente.

Al colgar, me quedé algo embobada con la última frase: “La espero


impaciente”. Bueno, es normal que sean correctos y educados, y que
quieran resultar agradables porque así es la norma del negocio del turismo,
dejar satisfechos a los guiris. Pero noté que esa persona ofrecía un trato más
cercano. O eran apreciaciones mías, sugestionada por las bromas de Shirley.
CAPÍTULO 4

En mi imaginación ya me estaba montando la historia. Un hombre


con una voz así seguramente tenía una gran seguridad a la hora de causar
buena impresión a la gente; y, como en un biofeedback, se retroalimentaba
en él esa impresión para continuar ejercitando tan melodiosa entonación.
Fuera análisis e hipótesis, lo que quería era que alguien me llevara a
ver los castillos, ya que Henry estaba fuera de servicio, es decir, k.o.
Al llegar a la agencia, a través de la cristalera no vi a ningún hombre,
solo había una chica y dos turistas sentados en la salita de espera.
Entré y por poco me cargo la puerta, pues se abría hacia dentro, cosa
que me extrañó, ya que en casi todos los locales o tiendas abres hacia fuera.
De tanto tirar del manillar, los papeles que estaban sujetos por ventosas en
el cristal se cayeron y ya se formó la de San Quintín. Me sentí como una
troglodita, pues mi voz se amplificó justamente cuando decía en voz alta:
¿Cómo coño se abre esta jodida puerta?
Tenían un megáfono al lado, en la pared, que estaba activado.
—Just a moment, please —escuché de la empleada, que se levantó y
vino a abrirme corriendo, antes de que le rompiera el chiringuito.
Pasé y ayudé a recoger todos los papeles que estaban desperdigados
por el suelo. En uno de ellos aparecían varios castillos, parecía un circuito,
que era lo que yo quería.
Se lo señalé a Carol, ví la ficha con su nombre prendida en la
chaqueta. Volvió a su mesa y me hizo el gesto de esperarme hasta que
atendiera una llamada que la tenía muy ocupada mientras miraba el
ordenador. La pobre estaba viajando con la mirada por aviones y hoteles,
anotando datos y volviéndose loca con los cambios del cliente que estaría
atendiendo, porque de pronto nombraba Italia como Japón. Gente que no se
decidía, pero eso también me pasaba a mí, que, si un hotel es mono, te da
igual dónde carajos esté, en Singapur o en Alaska. Eso si vas a pasar
vacaciones sin más, pero yo iba a por castillos. Castillos, castillos, solo
tenía la palabra castillos en mi mente hambrienta por las huellas de otras
épocas en las piedras, espectadoras que quizás me hablarían si les prestaba
la suficiente atención y se produjera el milagro de alguna musa o muso
haciéndome parir mediante el teclado emocionantes escenas de película.
Del lateral fue apareciendo lo que jamás pensé que me iba a
encontrar en esa agencia. Todo un gentleman con traje y corbata, sombrero
y todo, en un cálido tono café con leche, que más bien parecía que estaba en
una de las plantaciones de café de Brasil.
«¿Sería un ejecutivo de la cadena turística?», me preguntaba,
dándole sentido a tal fenómeno. No llevaba el mismo uniforme que la chica,
ni placa con su nombre. Además, la forma de moverse por la agencia
demostraba que estaba muy habituado a ese lugar: al darse la vuelta o
girarse para coger algún bolígrafo mientras miraba su móvil, sin despegar la
mirada de la pantalla, no chocaba con nada, como si llevara un radar igual
que los murciélagos. Se sabía cada rincón de la agencia y dónde estaba
todo, folios, carpetas…, así que trabajaba allí por narices.
Yo esperaba que fuera el mismo que me habló por teléfono. No
podía ser otro. Esa voz tenía que venir de ese hombre que tenía justo
delante, que hasta su barba de dos días estaba medida al milímetro para no
resultar un aspecto de dejadez y sí de armonía de sombras y claros en su
rostro furiosamente masculino y con aire aventurero.
Se quitó el sombrero color chocolate y lo dejó sobre la mesa de la
chica, a la que acarició su cabello en un gesto cariñoso.
Ella le sonrió, condescendiente, y siguió con su tarea. Ahora
pronunciaba Australia.
Ay, Dios, no iba a acabar nunca de decidirse esa gente…
—Carol, please, send me that girl to my office. —El gentleman le
decía a la empleada que me enviara a su oficina. Su oficina. A mí. Y a la
pareja que estaba ahí sentada como dos estatuas, mirando un video con
playas y hoteles en la costa española entre otras propuestas que iban
apareciendo para amenizar la espera, los dejó como si fueran parte del
mobiliario, sin hacerles ni puñetero caso.
Nada, seguí la dirección del dedo de la chica, que no se movía de su
asiento, y me interné en ese pasadizo que conducía a una impresionante sala
con cascadas de agua entre plantas exóticas, en exuberantes fuentes, y un
hilo musical que te situaba en medio de la selva amazónica en un plis plas;
y la fragancia a húmeda vegetación viniendo de algún aromatizador
conseguía transportarte a otro mundo.
—Hola…
—Hola, señorita…, ¿es usted la persona que llamó hace un rato?
Pase, siéntese, por favor.
—Sí. Ya veo que habla muy bien el español.
—He vivido en Andalucía. Hermoso país. —Me pareció más
interesante todavía. Ya teníamos algo en común, España—. Dígame, creo
que su pasión son los castillos de Escocia, ¿me equivoco?
No, mi pasión se acababa de personalizar en él. Los castillos habían
quedado en un segundo plano.
—Así es. Quiero hacer un recorrido por los castillos de Escocia,
conocer sus orígenes, la historia que hay tras ellos…
—¿Cuándo quiere empezar? Hoy mismo hay una excursión.
Me informó de los precios y los horarios. El castillo de Kilchurn, en
Argyll and Bute, era el objetivo de esa excursión. Hasta allí había dos horas
y media de coche, por lo que llegaríamos muy tarde. Se daba alojamiento en
el pueblo de al lado, y al día siguiente se regresaba.
Me apunté, sabiendo que a doña Claudia no le iba a importar, así se
ahorraría de hacerme la cena. Pasé por la casa y me puse el jersey de cuello
alto fino y unos pantalones vaqueros limpios, metí en la mochila el pijama,
unas zapatillas deportivas y ropa interior de cambio. No sé por qué, pero
escogí las más nuevas que tenía, como si tuviera que enseñarlas igual que
cuando vas al médico, en fin, cosas que una hace sin pensar, siguiendo una
voz interior que parece ver el futuro.
Me presenté en el punto de encuentro de la excursión y me extrañé
mucho de que no hubiera más gente esperando. Solo estaba yo. «Bueno,
quizás los recojan desde otros puntos de la ciudad», pensé.
Pero el flamante BMW blanco que paró delante de mí, cuyo
conductor lucía una gorra azul y un uniforme blanco, estaba completamente
vacío de ocupantes turistas.
—Hola, ¿no viene nadie más? —pregunté en inglés, pero el chófer
no contestó. Se limitó a salir del coche y coger mi mochila para ponerla en
el maletero. Me abrió la puerta y me invitó a sentarme en la parte de atrás,
como se supone van los viajeros.
Ya me había instalado en ese super automóvil espacioso, con
asientos de cuero en beige, techo con ventana y una especie de neverita con
la puerta transparente, de cristal, que dejaba ver champán, refrescos y hasta
fruta, cuando una voz volvió a irrumpir en mi cerebro causando esa
agradable sensación. El gentleman había ocupado el lugar del conductor,
enviando a este hacia la agencia.
—¿Está lista, señorita Rivera? —se dirigió a mí mirándome por el
retrovisor. Madre mía, casi me da algo ahí mismo. Un temblor me
sobrevino, tuve la necesidad de juntar mis piernas al producirse un tirón en
mis partes, ese hombre me había encendido como si fuera un polvorín en
llamas.
—No sabía que fuera usted el conductor. Por mí, ya puede salir,
estoy lista —enuncié en carrerilla, mirando hacia la ventana. Sentí que
estaba interpretando el papel de una película. No era yo en ese momento,
era un personaje que hablaba por sí solo.
—Temo desilusionarla si esperaba encontrar compañía de otros
turistas en esta visita, pero los tres pasajeros que se habían apuntado se han
echado atrás debido a un imprevisto. Espero que no le importe que estemos
usted y yo solos.
De nuevo, su mirada me fulminó. El espejo solo mostraba sus ojos,
por lo que aún con más intensidad destacaban de su rostro.
—No, no me importa, claro. Pero no sé si será rentable para usted,
por los gastos de gasolina y las horas que empleará…
—Es algo habitual, no se preocupe. Tenemos la norma de satisfacer a
todos nuestros clientes, y con ello nos conformamos. Le aseguro que no se
arrepentirá de acudir a nuestra agencia. Somos los mejores en toda Escocia.
Tendrá un buen recuerdo de su paso por las Higlands, si no, nos llevaríamos
un gran disgusto.
—Bueno, de momento estoy impresionada con el trato. Con el
coche, con … —Me dieron ganas de decirle: con el guía tan atractivo que
me ha tocado, Dios mío.
Salimos de Edimburgo y el paisaje, a esa hora de la tarde, se
convertía en un lienzo de rosas y rojos que, sobre los prados en un verde
intenso, convertían ese viaje en un verdadero sueño. Él, con su melódica
voz, y sin quitarse el sombrero, me iba explicando curiosidades de las zonas
por donde pasábamos, con todo lujo de detalles. No me hacía falta
preguntar nada, porque todo lo que me apetecía saber él se anticipaba y me
lo contaba, como si leyera mi mente.
Paramos en medio del campo, a descansar un poco y a estirar las
piernas. Se había metido en un camino comarcal para salir de la carretera
principal. Aquello prometía. Intuía que algo iba a pasar.
CAPÍTULO 5

Él salió del vehículo y, dando un rodeo al coche, como buen galante,


me abrió la puerta.
—Gracias, qué amabilidad. No hace falta que tenga tantas
atenciones. No estoy acostumbrada. —Me sonrojé.
—No quiero que se lleve una mala impresión de los escoceses. No
somos de ninguna manera los brutotes que muestran en todas las películas o
novelas. El carácter se ha ido refinando con el tiempo. Además, no puedo
por menos, me educaron así, no tengo que esforzarme.
—Entonces, ha estudiado en un buen centro, porque no en todos se
enseñan tan caballerescos modales.
Me estaba derritiendo mirándole. Sus ojos no paraban de enviarme
flashes, eclipsándome a mil por hora. Se permitió cogerme del brazo para
caminar por la hierba, no quería que tropezara.
—Si me permite, este terreno es algo inestable. No es uniforme y, si
mete el pie en un hueco, podría lastimarse.
—Bueno, si usted lo dice, será que habrá que tenerlo en cuenta.
Quiero llegar hasta los destinos marcados en la ruta sin pormenor alguno
que requiera una intervención médica. Es cierto que un mal tropezón
acarrea fatales consecuencias —añadí, riendo. Era una manera de estrechar
nuestra naciente relación guía-turista, que muy pronto acabaría eliminando
la formalidad del trato de usted.
La vista nos regaló unos colores intensos que causaban frescor y
vitalidad en nuestros cuerpos. Esa fuerza de la naturaleza se sentía a través
de los poros de la piel, inundaba los pulmones y salía —mediante unas
pequeñas lágrimas— del caudal de las pupilas, ventanas abiertas a ese
mundo tan maravilloso y diferente.
Fue algo extraño lo que me sucedió en ese momento, divisando
aquellas extensiones verdes y pardas con el azul al fondo juntándose con el
cielo. Apenas había casitas que dieran el toque humano a tanta
majestuosidad natural. Pero estas eran la muestra de que alguien se había
enamorado de ese lugar y había decidido vivir para siempre rodeado de
tanta belleza. Eso sí, afortunado es el que lo consigue, porque no se dan
facilidades para levantar una casa ante este patrimonio natural.
—Quiero contarte algo —me sobresaltó él.
—Aún no me ha dicho cómo se llama.
—Sería mejor que nos tuteemos. Vamos a compartir buenos
momentos, creo que nos hemos ganado algo de confianza. Me presento: mi
nombre es William MacRae. El tuyo ya lo sé, Catalina. Encantada, Cata…
—Katy, llámame Katy. Lo mismo digo, William. Puedes contarme
eso que me quieres decir. No me dejes con las ganas.
—En estas inmensas praderas y colinas vivía un conde. Eran tiempos
de guerra. No sabía cuándo regresaría a su casa. Su mujer le prometió
esperarlo toda la vida, sabía que volvería. Era el más aguerrido de los
hombres, su fuerza y valentía era conocida en la región. Pero pasaron siete
años y aún no regresaba. Su mujer, que veía crecer a sus dos hijos sin un
padre que les protegiera, se vistió de hombre para no ser violentada cada
vez que pasaba alguna banda enemiga. Los hijos ya la llamaban papá,
porque así ella se lo ordenó. Nadie, excepto dos mujeres vecinas del
poblado, sabían la verdad.
—Era muy cruel lo que hacían con las mujeres. Siempre que lo veo
en las películas o lo leo en las novelas me duele en lo más profundo.
—Bueno, no solo con las mujeres. Había quien tenia los gustos
inclinados hacia los del mismo sexo, incluso hacia la tierna edad de los
infantes.
—Eso de los menores sí que se denigrante y motivo para hacer una
limpieza genética en todas esas mentes desviadas y malvadas. Tendrían que
buscar ese gen en el ADN y radicarlos a todos los que lo mantengan en su
código de barras vital.
—Muy bien planteado, Katy. Algún día se hará algo al respecto.
Aldous Huxley en su novela planteaba un prototipo humano, ayudándose de
la ciencia. Pero aún chocamos con la Religión. La libertad del ser humano
comienza antes de nacer. Manipular genéticamente a la especie está de
camino a ser contemplado, pero aún hay mucho por debatir al respecto. No
es tan fácil.
—Bueno, sigue contándome qué pasó con aquella pobre mujer. ¿Qué
le ocurrió? ¿Volvió su marido?
—Verás. Su marido tardó diez años en regresar. Sí, fue una gran
contienda la que libró hasta que al final logró desandar su camino hasta su
añorado hogar, tras haber estado en una cárcel durante seis años, en
Londres, sufriendo penurias y estando al borde de la muerte.
—Me estoy imaginando lo que pasó… —pensé en voz alta.
—¿Crees que la reconoció? —Miró a la lejanía, como si la historia
estuviera representándose en una pantalla imaginaria.
—Si ella vestía como hombre… ¿qué pensaría su marido? ¿Qué le
estaba suplantando como marido? Espero que acabe bien esta historia…
William se separó de mí. Dio tres pasos atrás. Se quitó el sombrero
tras bajar la cabeza, como haciéndome una reverencia.
—Toma, póntelo —me propuso, alargándomelo con la mano.
—Ahora voy a ser yo el hombre. Entiendo… —Intenté ponerme en
el lugar de aquella mujer que se había vestido de hombre para protegerse de
las miradas lujuriosas de los invasores enemigos.
Me puse el sombrero, me recogí el pelo y adopté la pose de John
Wayne, con una pierna semi flexionada y gesto de hombre duro. Me
tronchaba de risa por dentro. Ay, si me viera Shirley. ¡Qué cuadro!
William intentaba no reírse, forzaba su boca en un serio rictus. Se
atusó el cabello, echándolo hacia atrás con un impulso que me pareció super
sexy.
Se quedó fijo ante mí, adoptando la figura de aquel guerrero recién
venido de su larga ausencia. Arrugó el entrecejo, apretó los puños, con sus
brazos a lo largo de su cuerpo, tenso. Pero yo, al imaginar la escena, fui
relajando mi pose, volviéndola más femenina, estirando las manos por mi
cintura, como si sintiera las suyas al abrazarme. Inmediatamente, al ver
cómo se dirigía hacia mí con intención de cogerme del cuello, me quité el
sombrero, y mi cabello se deslizó sobre mis hombros, revelando mi
auténtica identidad, bueno, la de aquella mujer que hacía tanto tiempo que
se escondía tras la de un recio varón.
Los ojos de William se agradaron. No se esperaba mi reacción. Creo
que le sorprendí gratamente, porque sonrió poco a poco y un destello
mágico nació de sus ojos de acero.
No lo pudimos evitar. Fue como si nos hubiéramos reencarnado en
aquellos dos seres del pasado y se encontraran ahora de frente, uno ante el
otro, después de haber permanecido separados durante tantos años.
La fusión fue total. Uno hacia el otro, nos envolvimos en un abrazo
de película. Me apretó con sus fuertes brazos, estrechándome contra su
pecho. Sentía su corazón, y el mío acompasaba sus alborotados latidos.
—William. Estas tierras tienen un poder extraordinario de crear
intensas emociones. Me ha conmovido esta historia. Espero que también
ellos se abrazaran, tal como hemos hecho nosotros.
—No podía ser de otro modo, Katy —me aseguró, soltando sus
manos para colocarlas en mi cabello, haciendo un intento por peinar lo que
el viento se empeñaba en descolocar.
Fue irresistible. Me dejé llevar. Miré sus labios, se me iba la vista a
su boca, y a él le pasaba lo mismo.
Nuestras órbitas se atrajeron hasta chocar en un efusivo beso. Su
sabor era delicioso, a hombre, a montaña, a viento, a fuego…, a todo lo que
significa auténtico y salvaje. De pronto, ese gentleman se volvió puro
instinto.
Me parecía de locos. Estar allí con ese hombre que apenas conocía
de nada, entregados a una sensación extraordinaria. Pero tenía que ocurrir.
Y ocurrió. Ahora me arrepiento. No me tenía que haber dejado llevar por
esa corriente energética que nos condujo al beso, hoy día aún estoy
deseando que no se hubiera producido. De todas las experiencias de mi
vida, esa fue una de las más absurda. Marcó un antes y un después en mi
vida. Me hizo sentir extraordinariamente bien, pero no conocía las
consecuencias.
CAPÍTULO 6

Sin mediar palabra, me cogió de la mano y nos dirigimos al coche.


Permanecimos callados durante todo el camino hasta llegar al
castillo de Kilchurn, escuchando la banda sonora de la película Braveheart.
También fue casualidad que, al poner la radio, saliese precisamente ese
tema.
Aparcó en las inmediaciones de las ruinas y, tal como yo me
esperaba, me abrió la puerta. «Ya le insistiré en que yo me abro la puerta
solita, pero de momento dejaré que lo haga él, si le hace tan feliz», pensé.
Aquellas piedras semi derruidas daban la idea de la construcción que
hubo antaño. Se respiraba la dureza de aquella época, así como la solidez
del duro carácter de los escoceses que habitaban ese lugar en aquellos
tiempos, sometidos a las inclemencias de todo tipo.
—La dueña de este castillo también esperó a su marido durante
mucho tiempo —me relataba, mirando hacia todos lados, como buscando la
huella de aquella pobre mujer por los rincones de lo que fue su hogar—, y
tuvo que engañar a un pretendiente que quería que fuera suya, al que
prometió que, en cuanto acabaran de arreglar el castillo del derrumbamiento
que sufrió tras la caída de un rayo, se casaría con él. Pero la mujer, apoyada
por los obreros, ordenó que estos utilizaran materiales poco resistentes y no
fueran eficaces para que los muros se fueran cayendo de nuevo y tardara
mucho tiempo en acabarse la obra.
—Mujer lista. Una historia parecida a la de Ulises y Penélope, en la
Iliada y la Odisea, solo que esta tejía una prenda que por la noche deshacía,
y así no la acababa nunca…
—Dime, Katy, ¿no te ha pasado que de pronto ves a alguien y
descubres que has estado esperándola toda tu vida?
Esas palabras me produjeron un tsunami de caricias en todo mi
universo. Me quedé anonada. Parecía que estaba viviendo la escena de una
película de Emily Brontë, que el romanticismo estaba ahí presente, y me
hacía reaccionar para seguir inundándome de emoción.
—¿Te refieres a que esto que nos ha pasado es algo que no hemos
podido evitar, que es parte del caprichoso destino? —contesté, con la voz
más etérea que jamás me escuché. Estaba cambiando, me estaba
convirtiendo en una verdadera romántica. Yo era mi personaje favorito, y no
tenía que pensar en qué decir, me salían solas las palabras.
—Desde que te escuché, y después te vi, no he parado de oír en mi
mente una voz que me dice “es ella” —susurró en mis oídos.
—Quiero añadir algo, y es que yo no suelo besar a un desconocido,
así como así. Si lo he hecho, ha sido porque me ha pasado igual. Me he
sentido especialmente atraída por una especie de imán que posees. —Me
atreví a expresar lo que pensaba, aunque pudiera inflarle el ego con aquellas
declaraciones.
—Necesitamos conocernos mejor, Katy. Quiero saberlo todo sobre
ti.
Me cogió la mano y me la besó, como un perfecto caballero. Yo
flotaba. Me elevaba por encima de los muros de aquella desangelada
panorámica arquitectónica.
Igualmente, nuestro camino hacia el coche se hizo en silencio.
Sentíamos el sonido de la hierba al pisarla, el olor de su fragancia fresca y
las primeras gotas de agua que empezaban a caer.
No nos importó mojarnos. Él me puso el sombrero y así me protegía
de acabar empapada. Sonreímos y sin prisa alguna entramos en el vehículo;
por supuesto, él me abrió y cerró la puerta. Dejé que me llevara a donde
había que ir, sin preguntar. Me imaginaba que nos dirigíamos al pueblo más
cercano, tomaríamos algo y luego al hotel. Ya me estaba mentalizando de lo
que iba a suceder. Suponía que él pensaría en tomar medidas, claro,
normalmente son ellos quienes se proveen de los preservativos, ya que se
saben la medida. No me imagino a ninguna chica llevando en su bolso
condones de varios tamaños, por si acaso sucede algo con alguien a quien
no se sepa qué largura o grosor tiene su miembro, pues igual es como con
los sujetadores, copa A B o C y sus dimensiones.
Como predije, paramos antes de llegar a Dalmally en un lugar
encantador a tomar algo en una cafetería llamada igual que el pueblo,
Kilchernan Inn, con estupendos pasteles hechos con avena y chocolate. Allí
dimos rienda suelta al placer de saborear las delicias culinarias y tomar un
caliente café, reponiéndonos del frío que estaba empezando a caer. Nuestras
muestras de cariño se manifestaban sin ningún pudor, no parábamos de
acariciarnos la cara, besarnos, abrazarnos. Incluso se me hacía un poco
pulpo, ahora que lo pienso.
La noche nos fue sorprendiendo, nos quedaba entrar en el hotel y yo
pensaba si él iba a reservar una o dos habitaciones.
Para evitar malentendidos, él me avisó antes de entrar en el
Glenorchy Lodge Hotel Restaurant:
—Katy, aquí no quiero que te sientas a disgusto, la gente es muy
conservadora. Vamos a hacernos pasar por una pareja de novios, si te parece
bien. Si prefieres, podemos reservar dos habitaciones, pero creo que no
deberíamos perder esta oportunidad que nos da la vida.
—¿Me estás pidiendo que pase la noche contigo, William?
—Te estoy ofreciendo disfrutar de lo que nos tiene deparado el
destino, de lo que la luna está deseando eternizar, para que lo recordemos
mientras vivamos, pase lo que pase mañana, dentro de un mes, un año…
Ahora somos tú y yo. Aquí, en Escocia. Es nuestro escenario. No lo
dejemos pasar. Puede que este tren nos lleve a un lugar muy bello.
—Pues probemos qué nos depara este viaje, por mí puedes decir que
somos novios. Además, creo que todos se han dado cuenta ya de que hay
algo más que una simple amistad entre tú y yo. No hemos dejado de
besarnos. Sería extraño que pidiéramos dos habitaciones. —Me lancé a la
piscina sin flotador, a lo loco. Estaba deseando contárselo a Shirley e
imaginaba su cara con la boca como si se acabara de tragar un vaso de tubo.
Tal como acordamos, nos hospedamos en la misma habitación. Nos
dieron la más grande que tenían, me la enseñaron en el catálogo. Quizás,
porque conocían a William de otras excursiones y le proferían un buen
trato, o porque la habitación de parejitas era la más grande. El caso es que
teníamos una cama enorme para nosotros, una bañera con jacuzzi y todo el
resto de la tarde y la noche por delante.
—Katy, espérame en la habitación, voy a aparcar en el garaje
cubierto del hotel. Ahora vengo. —Me apretó un poco el brazo,
asegurándose de que había captado sus ganas de reunirse conmigo de
nuevo.
Me entregó la llave que muy amablemente el conserje le dio, pero
noté algo extraño en la mirada de ese hombre. No estaba muy seguro de si
decir o no algo que luchaba por salir de su garganta. Un cliente zanjó su
interrogante al pedirle una habitación, por lo que se dispuso a atenderle
dejando lo que tenía en mente que se solucionara por sí mismo.
Llamé a Shirley y le conté todo lo que me había sucedido. Por
supuesto, ella alucinó en colorines. Tuve que cortarla, porque me daba
innumerables consejos.
—Shirley, ya estoy arriba, te dejo, prometo contarte mañana todo
con pelos y señales.
—Eso, sobre todo eso, sigue las señales de tu instinto, fea. —Era
terrible, estaría disfrutando al imaginarme a mí y a William, el caballero de
la suma elegancia, en plena faena amorosa.
Cuando abrí la puerta, tras haber subido por el ascensor los tres pisos
y cruzado el pasillo, entendí qué le pasaba al recepcionista. Una mujer
estaba ahí dentro, en la cama, tan tranquila, mirando la tele. Era pelirroja,
con el pelo largo hasta el pecho, y su camisón semi transparente dejaba ver
un conjunto rosa muy sexy. Al verme, puso cara de espanto, sus ojos verdes
disparaban fuego. Se levantó y, con el mando en la mano, parecía que venía
a pegarme.
—Te has confundido de habitación, muchacha. ¡Vaya poca eficacia
que tienen en este hotel, le dan la llave a cualquiera! —vociferó con sus
labios pintados en rojo pasión.
Me dejó ahí plantada, sin saber qué decir, y cerró con un portazo
para, seguramente, volver a meterse en la cama y seguir viendo la serie que
había puesto en la televisión. Se notaba que esperaba impacientemente a su
pareja, si no, no entiendo qué hacía tan peripuesta.
Con mi mochila al hombro, bajé otra vez por el ascensor. Al abrirse
las dos hojas metálicas él estaba ahí, con su impresionante sonrisa.
—La habitación está ocupada. Hay una chica dentro. Se deben de
haber confundido, habrá que pedir otra —le avisé, impidiéndole entrar en el
aparato para subir y encontrarse con lo que yo ya había descubierto.
—¡¿Cómo?! —Su cara se tornó pálida, igual que si le hubiera dicho
que había un cocodrilo o algo así.
Se giró sobre sus talones y fue raudo hacia el mostrador. Empezaron
a hablar en inglés, pero pude entender algunas frases:
—No la tenías que haber dejado entrar. Ya sabes que es una pesada.
—Perdón, ella me aseguró que habían quedado en verse, como
siempre… Además, es la hija del dueño, no puedo negarme —le confiaba el
conserje, encogiéndose bajo la chaqueta.

Inmediatamente me surgió una imperiosa necesidad de marcharme


de allí a toda prisa. No me importaba que fuera de noche, que no supiera
dónde ir. No quería verme en una situación tan comprometida.
Fue como si de repente todo ese sueño —ese embobamiento, por
decirlo así— se despejara y apareciera fríamente la daga de la cruda
realidad: ese hombre era un don Juan y yo había caído como una tonta.
CAPÍTULO 7

—¿Dónde vas, Katy? —Me salió al paso, poniéndose ante la entrada


para impedir que me fuera.
—Creo que sobro aquí. ¡Qué poco inteligente eres para no haber
sabido poner en tu agenda con quién te toca acostarte! —le solté, henchida
de rabia y orgullo.
—No es más que un malentendido, esa mujer es…
—Sí, una de tus admiradoras. Pues va a tener que esperar a que se te
deshinchen —le di un rodillazo en sus partes bajas— las pelotas. ¡Cretino!
Se quedó encogido, lamentándose por la sacudida dolorosa en sus
testículos. Le había dado fuerte, tal como me enseñaron a hacer en la
escuela de defensa personal. Gracias a ese truco, me vi libre para salir y una
parte de mí se sintió mejor. Era lo que merecía ante una situación tan
humillante.
Me puse a correr, no quería volver a verle en mi vida, aunque tuviera
que recorrer andando todo el trayecto hasta el próximo pueblo.
Escondida tras una furgoneta, observé que salía y se encaminaba
hacia la derecha, buscándome. Por suerte, el conductor del vehículo estaba
dentro de la cabina y entendió que algo me ocurría, porque me ayudó a salir
del aprieto indicándome que subiera.
—Gracias. No sé cómo hacer para que ese hombre no me persiga.
¿Hay alguna manera de ir hasta el próximo pueblo? —le pregunté en
español, sin acordarme de que estábamos en Escocia, en las Highlands.
—Yo marcho ahora hacia Inverness, a unos 194 quilómetros, te
puedo dejar donde me digas —me contestó con un acento andaluz que me
trajo de pronto esperanzas de sentirme como en casa.
—De momento quiero perder de vista este sitio —le pedí, confiando
en él plenamente.
Casi cuatro horas tardaríamos en llegar hasta Inverness.
Joaquín me explicaba su vida. Yo apenas me enteraba, le iba
diciendo que sí a todo, pues me moría de sueño; y él, acostumbrado
seguramente a conducir de noche, se habría tomado sus cuarenta cafés para
aguantar despejado el viaje.
Pasamos por varios lugares de interés que me apunté para ir a
visitarlos en cuanto pusiera en orden mi cabeza.
Las impresionantes montañas de Glencoe estaban saludándome, pero
en la penumbra de la noche apenas se apreciaba el paisaje. Ante la excesiva
verborrea del conductor, que ya estaba aturdiéndome, y sin ningún
compromiso por seguir con él todo el trayecto, decidí quedarme en aquel
lugar, donde se rodaron escenas de la película Skyfall, de James Bond con
el atractivo actor Daniel Craig, uno de mis artistas favoritos.
Me paró delante de un hotel grande, donde seguramente habría
alojamiento. The isles of Glencoe, como así se llamaba aquel negocio de
hostelería y tiempo libre, fue como un refugio donde amparar mi falta de
descanso y un lugar donde hacer un reseteo en mi viaje. Tenía que pasar
página y reconducir mis días en Escocia, necesitaba desquitarme de la
sensación de haber sido engañada y salir a flote con nueva energía, y estaba
segura de que en aquel hotel podría organizarme. Era un verdadero paraíso.
Las luces de la iluminación exterior se reflejaban en el lago Linnhe,
era algo maravilloso. Me alegré de haber tomado la decisión de emprender
por mi cuenta el descubrimiento de las Tierras Altas y sus fantásticos
paisajes. Como recibimiento, me prepararon un plato riquísimo de pastel de
carne con unos dulces típicos como postre, a base de mermeladas de varios
tipos. Estaba riquísimo todo. Además, tenía mucha hambre, el malhumor se
me fue yendo a medida que iba disfrutando de la buena acogida que tuve en
ese increíble hotel.
A eso de las once de la noche subí a mi habitación, aunque se estaba
de maravilla en el salón, junto a la chimenea, donde algunos turistas reían y
comentaban sus excursiones, alegrándose cada vez que coincidían en sus
opiniones, y planeaban recorrer al día siguiente más senderos. Yo no quise
unirme a la charla, aunque me ofrecieron ir con ellos, una familia de diez
miembros entre tíos, primos y cuñados que venían de Valencia. Les dije que
yo me tiraba más por los castillos y los monumentos más que por las rutas
por las montañas. Me aconsejaron ir hasta Fort William, a pocos
quilómetros de allí, pues era el destino que más se visitaba y donde vería
algo que me iba a impactar de verdad.
En algo más de media hora se llegaba, yendo en coche. Eso me
dijeron, así que no dudé en preguntar en el hotel al día siguiente si había
alguna excursión programada. Aquella noche dormí plácidamente, en una
cama con aroma a hierbas provenzales y un edredón que no pesaba nada,
pero que daba un calor muy agradable. Tan bien estaba que no necesité ni
pijama, pues me encantaba el tacto suave de las sábanas sobre mi piel
recién duchada, a la que apliqué la crema —detalle del hotel— que, decían,
tenía propiedades calmantes. Se me olvidó todo el incidente con William,
me quedé frita enseguida.
CAPÍTULO 8

—Sí, señorita, a las nueve de la mañana sale un minibús para Fort


William y alrededores. Si lo desea, se le carga en la factura del hotel el
importe de esta actividad —me propuso la gentil recepcionista aquella
mañana, hablando perfectamente el español, con su particular acento
escocés.
Fort William es una gran ciudad, con un sinfín de programas
turísticos, como el crucero que sale de allí para ir a ver las focas del lago
Linnhe, o el tren de vapor de Fort William hasta el pueblo pesquero de
Mallaig, por el fantástico viaducto de Glenfinnan, con 21 arcos, que sale en
la película de Harry Potter llevando a los aprendices de mago a la escuela
de magia en Howgarts. Sin duda, tenía que hacer ese recorrido, pero no
quedaban tickets, estaba todo reservado con bastantes días de antelación.
Bueno, para otra vez será, pensé. Además, el contratiempo con William me
dejó algo desilusionada. Tenía que poner en orden mi cabeza.
Subí al minibús con el resto de los viajeros y por el camino fui
anotando en mi libreta detalles de la ruta para incluir en mi novela.
Allí, en Fort William, se encuentra la montaña más alta del Reino
Unido, el Ben Nevis, pero no estaba en mis planes subir a la cumbre, por
supuesto. Mi interés estaba más bien en la historia de aquellas latitudes. En
Cameron Square (porque allí era el país de los Cameron), comenzó la visita
al museo, donde me empapé bien de muchos detalles de la rebelión
jacobita.
A mi lado se encontraba un grupo de niños guiado por su tutor. Me
di cuenta de que el chico, de unos treinta años más o menos, insistía a la
señorita que explicaba todo que contara a su grupo para qué servían los
artefactos que allí se exponían. Gracias a ello, aprendí bastante, pues los
niños eran muy curiosos y se atrevían a bombardear con preguntas a la guía
sobre las armas y los personajes famosos que protagonizaron las principales
rebeliones.
Al salir, nos sumos al minibús para seguir el programa,
dirigiéndonos, a solo tres quilómetros al norte, hacia las ruinas del castillo
de Inverlochy.
—¡Qué guai! —exclamé en voz alta, al contemplar desde mi asiento,
al lado de la ventana, aquel paraje tan hermoso. Justo era donde el río
Lochy se encuentra con el Lago Linnhe, originando una frescura visual que
no he logrado olvidar.
“El castillo fue construido a finales del siglo doce por John Comyn,
Lord de Badenoch y Lochaber, jefe del clan Comyn. Cuando Robert the
Bruce llegó al trono escocés, desposeyó al clan de sus títulos y el castillo
estuvo desocupado. Pasaría por distintas manos y sobreviviría numerosas
batallas. En el siglo diecinueve el primer Barón Abinger compró la finca,
construyendo después una mansión al noroeste y restauró algunas almenas”,
se escuchaba en una grabación.
Allí se respiraba la tragedia vivida en aquella época, las muertes que
se produjeron para defender aquella fortaleza de los ataques enemigos, pero
también se admiraba la belleza del lugar, el tono verde intenso mostraba la
vital energía de aquellas Tierras Altas, donde el carácter se fortalecía solo
con sentir tanta energía.
Me encontraba ensimismada en mis pensamientos cuando el sonido
del móvil me sacó de pronto de mis casillas.
CAPÍTULO 9

—Shirley, no te puedes imaginar dónde estoy —le dije, al ver que


era ella quien me llamaba.
—Cuenta, cuenta. A estas alturas, tocando el cielo, imagino.
—No exactamente. He dejado colgado al guía de la agencia de
viajes. Me he ido por mi cuenta y ahora estoy en el castillo de Inverlochy,
bueno, lo que queda de él. Al lado hay un hotel de los que a ti te gustan, con
esas camas con doseles, tipo barroco. Vamos, que te imaginas en una novela
victoriana dentro, en plan marquesa para arriba.
—Katy, Katy, ¿qué demonios ha pasado? Pero si me decías que
había muy buen rollo entre vosotros. ¿No sería un gilipollas de los que te
cobran hasta por dar los buenos días? A ver si es que se creía que te iba a
sacar una pasta por el viajecito…
—No, no se trata de dinero. Es más, todo parecía indicar que él
disfrutaba con mi compañía, que se sentía muy agusto y no me cobraría
ningún extra por ser su única pasajera.
—Eso era muy raro, tía. Ese tío tramaba algo, era muy extraño que te
llevara a ti sola, a no ser que tuviera un interés especial.
—Eso creía yo. Hasta tuvimos feeling, fue algo que no sé explicar.
—Katy, te podía haber pasado algo. No te fíes de nadie, mira que
estás lejos de casa. Si desapareces allí, a ver quién te encuentra. En todos
los sitios hay pirados, se tiene que andar con ojo.
—Todo iba bien hasta que, al entrar en la habitación del hotel donde
íbamos a pasar la noche juntos, descubrí que dentro había una chica
esperándolo. Me quedé a cuadros, tía.
—Ostras, Katy. ¡Qué chasco, hija mía! ¿Y qué hiciste? ¿No os
liaríais a tiraros de los pelos?
—Nada, ella me miró como si fuera una guiri despistada que se
había equivocado de habitación y me dio con la puerta en las narices. Tal
cual.
—Pero ¿y él? ¿Qué excusa te dio?
—Lo típico, Shirley. Que no era lo que imaginaba… Ya sabes. El
rollo de siempre. Así que cogí y, como tenía la mochila con todas mis cosas
encima, me largué. No le dejé que me siguiera, me escondí tras una
furgoneta y el conductor, muy majo pero muy pesado, me llevó hasta
Glencoe. Iba hasta Inverness, pero cualquiera le aguanta, no paraba de
contarme su vida, ya sabes cómo son los andaluces cuando se les suelta la
lengua.
—Anda, pero qué casualidad, encontrarte con un paisano justo
cuando más lo necesitabas. Eso es tener estrella.
—Sí. Pero ¿sabes qué? Que me alegro, porque ahora estoy a mi aire,
y no tengo que estar pendiente de que me enseñen las cosas, yo las busco o
ellas me buscan a mí, como lo quieras ver.
—Ten cuidado. Te dejo, que me llaman, ya me irás contando. Un
besote, Katy hermosa. Chao.
—Chao, tonti. —Y colgué.
El chico que estaba con los chavales me miró riendo. Se había
enterado de casi toda la conversación. No era para menos, porque yo
hablaba a viva voz, se me debería oír a distancia, ya que me pensaba que
nadie me entendería entre aquellos turistas, la mayor parte ingleses.
—Veo que estás sola. Si necesitas algo, aquí tienes un compatriota
—me soltó, en un castellano puro de Salamanca.
—Ah, creía que eras británico. Antes te oí hablar en un perfecto
inglés.
—Es que tengo familia en España. Me crie allí.
—Ufff, y yo creyendo que nadie se enteraba de mi pequeño drama.
¡Qué vergüenza!
—No es ninguna vergüenza. Has hecho lo correcto. Hay mucho
caradura suelto por la vida.
—No se puede una fiar de nadie, es verdad. ¿Y tú, eres el profesor
de estos niños? Se te dan bien, están encantados contigo.
—Sí, soy profesor de Historia. Estamos recordando algunos temas
haciendo esta excursión. No hay nada como explicar las cosas en el
escenario donde se produjeron.
—Es verdad. Así lo aprenderán mejor, además, se les han quedado
bien memorizadas las armas que usaban entonces en las batallas.
—Les encanta conocer el arte de la guerra. Se sienten orgullosos de
tener antepasados tan relevantes en la historia de la rebelión.
Estuvimos un rato charlando mientras los chavales corrían por entre
las piedras, haciendo como que luchaban; aquello era como un patio de
recreo.
—Vamos a ir a tomar algo al hotel, tenemos reservada una mesa. Si
quieres unirte… —me ofreció, con una simpática sonrisa. Sus hoyuelos se
le marcaban en la cara al estirar los labios. Tenía el pelo medio rubio medio
cobrizo, muy suave, con unos rizos tan finos y enredados que le daban un
aire hippie. No lo tenía muy largo, pero era una melenita hasta los hombros
muy bien cuidada, brillaba. Sobre la frente le caían algunos mechones
rizados, cerca de los ojos, haciendo que me fijaba más en esa parte resaltada
de la cara, era como si una flecha señalara su mirada. Eran unos ojos verdes
cristalinos, muy bonitos, que daban paz al ver reflejar la luz en ellos.
Sus labios formaban una línea rosada bien delineada, generosa, con
volumen más prominente en la parte inferior. Imaginaba que al dar un beso
a ese chico se podría saborear su labio y sentir su suavidad, era uno de sus
mayores atractivos. De cuerpo estaba muy bien, no es que tuviera mucho
músculo, pero sí se apreciaba una anatomía deportiva, de alguien que va a
correr casi cada día. Sus piernas eran largas, enfundadas en unos vaqueros
en tono azul claro. Llevaba una camisa de cuadros rojos y negros, y
contrastaban con su jersey doblado a la espalda y anudado por el cuello, de
color azul oscuro.
—Bueno, no tengo nada que hacer. Gracias. Me uno al grupo —
acepté su invitación, así podría de paso preguntarle cosas sobre aquellos
parajes y completar las lagunas de mi efervescente curiosidad.
Estábamos ya sentados, poniendo orden en el grupo, cuando de
pronto se escuchó una voz por encima de todo:
—Por fin la encuentro. Sí, es ella, gracias.
Era él. William. Le estaba dando las gracias al conductor del minibús
por haberle dado detalles de mi paradero.
—¿Qué haces aquí? No quiero verte —le dije, levantándome.
Duncan, como así se llamaba el chico que tenía al lado, se levantó
también. Los dos se miraron con cara de malas pulgas.
—¿Tú eres el guaperas de la agencia? —le soltó Duncan.
—¿Y a ti qué te pasa? ¿Acaso me conoces de algo?
—Sé de qué va esto. Deja a Katy en paz.
—No te metas —le aconsejó William con las facciones llenas de
rabia, señalándole con el dedo—. Katy, ven, tenemos que hablar.
—Yo no tengo nada que hablar contigo. —Me senté y empecé a
servirme los haggis.
William estaba como un toro, echando fuego por las narices. Se
acercó hasta mí, y me susurró al oído:
—Me has tenido toda la noche buscándote, Katy. He estado muy
preocupado. Creía que te había pasado algo. Estás bajo mi responsabilidad.
—Yo no soy responsabilidad tuya. Hemos zanjado nuestro contrato
de viaje. ¿Te ha quedado claro? —le advertí.
—Si me das la oportunidad, puedo explicártelo todo. Te espero
fuera. Creo que debemos hablar. No quiero que te lleves una opinión
desacertada de mí. Te lo ruego —me intentaba convencer, poniéndome
mucho énfasis y envolviéndome con su seductora voz.
No quería causar un follón en ese hotel, pues veía a Duncan
dispuesto a demostrar con puñetazos lo que pensaba de él.
Me levanté otra vez y le hice a William un gesto con la cabeza para
que me siguiera. A Duncan lo calmé tocándole el hombro e impulsándolo
para que volviera al asiento.
Una vez fuera, dimos la vuelta al edificio para que nadie nos pudiera
ver desde los ventanales. No quería dar ningún espectáculo.
—Mira, me parece muy bien que seas muy atractivo y tengas una
corte de mujeres con las que rodearte, pero no esperes que me trague que
esa chica no es tu amiguita, porque bien que escuché al conserje que sabía
que iba a verte. No quero complicarme la vida, que estoy muy bien como
estoy. Sola.
—Ella está loca. Es una enferma, me acosa. Pensé que no me haría
esta jugada, por eso no me esperaba que se plantara en la habitación. Hace
mucho tiempo que tuvimos relaciones, pero es caprichosa, me quería tener
como a un juguete, incluso puso a mi familia en contra poque no me quería
compartir con nadie. Es acaparadora hasta donde no te puedes imaginar.
—Y si sabes que está como una chota…
—¿Qué es chota?
—Cabra, que está como una cabra…
—Ah, vale. No entendía. Sí, está como una cabra, pero es mi socia
en la agencia. Tengo que seguir aguantándola. Ese hotel es de su padre,
bueno, muchos hoteles y restaurantes lo son. Son multimillonarios. No me
puedo escapar de su lazo, ella tiene a alguien que le da información de lo
que quiere saber. Seguramente estaba al tanto de nuestro viaje. Y sus celos
la movieron a preparar la escena de la habitación. Si yo hubiera subido
contigo, y no la hubieras encontrado tú sola, seguramente hubiera sido
mucho peor. Se me habría abalanzado a besarme. No sabes de lo que es
capaz. Puede que esté ahora mismo observando esta charla entre tú y yo a
través de alguno de sus espías.
—Dios mío, vaya película te estás montando. O sea, que esa chica es
una millonaria caprichosa que está obsesionada contigo, y se ha empeñado
en aguarte el viaje porque estás con otra que no es ella.
—Exacto. Créeme. Me gustaría volver a empezar desde cero
contigo. Que olvidaras lo que ha pasado, y demostrar que no te importa lo
que pueda pensar o querer esa loca.
—Me siento observada, vigilada, William. ¿Cómo puedo disfrutar de
un viaje sabiendo que tengo mil ojos puestos en mi culo? —deduje,
haciéndole saber que para nada quería ser el objetivo de una obsesa.
—Estás en todo tu derecho de negarme tu compañía. Será mejor que
me vaya. Adiós, siento mucho que se estropeara algo tan bonito que podría
haber surgido.
Me sonrió, luego se sacudió las mangas del traje, en un intento por
borrar esa escena que a él le resultaba dolorosa. En esos momentos lucía
una chaqueta marrón claro, con el sombrero en tono café. Su camisa, de un
color vainilla, asomaba entre la chaqueta, con dos botones abiertos. Se le
llegaba a ver parte del pecho, con algo de vello sobresaliendo. Me provocó
una sensación muy especial, algo dentro de mí se movió, un pinchazo en
mis zonas erógenas encendió una brasa, y de ahí a un incendio faltaba poco.
Temía que se dirigiera de nuevo rogándome que le acompañara, que
dejara que fuera mi guía, temía que me besara, que me abrazara. Porque
volví a temblar de emoción al estar junto a él. Pero se quedó mudo.
Me di la vuelta, dispuesta a regresar al hotel y a la pequeña fiesta
con Duncan y los chavales. William no dijo nada más. Se quedó parado y
sonrió viéndome marchar.
Me senté a la mesa, habiendo entrado en el hotel, y desde la ventana
contemplé la vista tan hermosa del lago. De pronto, lo vi alzar la mano
hacia un taxi. El vehículo se paró delante de él y se lo llevó.
Me sentí algo vacía por dentro. Toda esa historia latía en mi cerebro,
tratando de hacerse sitio entre mis neuronas.
¡Qué raro era todo eso! Aunque, a decir verdad, lo que extraño
comienza extraño acaba. Nada era normal desde que lo contacté en la
agencia. No me podía esperar algo ordinario tratándose de alguien como
William, que destilaba elegancia y clase por los cuatro costados. Podría ser
que esa mujer fuera su socia, y que se empeñara en tenerle a toca costa bajo
su imperio, que le amargara la vida interponiéndose entre él y toda mujer
que se le cruzara en su objetivo.
—Espero que ese dandi no te amargue el día. Has hecho bien en
pasar de él. Yo que tú iría con cuidado con esa gente. Hay mucho listo que
da imagen de algo que no es para causar admiración, pero en el fondo están
más pelados que un gato después de una pelea.
—¡Qué gracioso eres con lo del gato! En fin, una lección que he
aprendido. Menos mal que te tengo aquí al lado, porque no se atreverá a
estropearme el día. Si no te importa, me pego a vosotros como el chicle.
Además, vais al mismo hotel que yo a dormir, así que no nos queda otra que
estar juntos el resto de la jornada ya que compartimos el mismo bus.
—Efectivamente. Aunque primero vamos a hacer otra ruta, y es por
las montañas. Veo que tienes zapatillas de deporte, no será problema —me
hizo observar, mirando a mis pies.
La subida no era tan costosa como yo pensaba en un principio.
Además, los niños no podían con todo lo que habían comido, estaban con el
estómago pesado, por lo que nos llevaron por el sendero más sencillo.
Duncan se mostró muy protector conmigo. Todo el rato miraba para
atrás, como si fuera mi guardaespaldas. Me hacía gracia, era la viva imagen
de un escolta y su dama. Los niños nos miraban y nos gastaban bromas. «A
ver si encontramos osos», nos decían, buscando aventuras entre el bosque.
Uno de los críos se afanó demasiado en buscar la pista de algún
animal salvaje, y se nos perdió. Lo estuvimos llamando a voces por toda la
zona, esperando que apareciera lo antes posible, pues la luz estaba
volviéndose más tenue al atardecer y sería difícil dar con él si se hubiera
caído en algún terraplén. Pasar la noche ahí en medio de la montaña no era
un plato de buen gusto para nadie.
—¡Kevin! ¡Kevin! —repetíamos por entre los árboles.
—Niños, quedaos todos aquí en el refugio. Katy y yo nos
adentraremos en esa arboleda. No quiero perder a ningún chaval más, así
que estaos aquí y obedeced al señor —les ordenó, haciendo alusión al
hombre que se ocupaba de repartir los refrescos y sándwiches en esa caseta
al final del camino.
—Yo los cuidaré, no se preocupe —le tranquilizó el señor, tocando
unas cuantas cabezas de los críos.
Duncan y yo nos adentramos en una espesura que cada vez era más
oscura, dada la gran vegetación que la poblaba.
—Dios mío, como se haya caído por aquí y se haya mareado, nos va
a ser difícil encontrarlo —le decía, preocupada.
—Y como esté gastándonos una broma, se va a enterar. Kevin es el
graciosillo del grupo. Más de una vez nos ha tenido en vilo, le gusta llamar
la atención. Por eso creo que cuando lleguemos de vuelta nos estará
recibiendo con una risotada tremenda, ya lo verás —apuntó, dejándome
algo más tranquila.
Aquello olía a clorofila, a libertad, a naturaleza viva. Sentí algo de
frío, moví mis manos hacia los hombros y él lo notó. Se quitó el jersey que
tenía anudado al cuello como una capa y me lo ofreció.
—Toma, no te cojas un resfriado. Póntelo.
—Gracias. Hace bastante fresco por esta zona, pues no llegan los
rayos del sol. Además, se está oscureciendo a pasos agigantados.
Me ayudó a bajar el jersey hasta la cintura, pues se me había
enredado a la altura de media espalda. El tacto de sus manos en mi cuerpo
me conmovió. Tenía las manos muy calientes, enseguida entré en calor.
Le miré, creo que él se dio cuenta de que me había causado algo de
rubor su cercanía, por lo que también se ruborizó y carraspeó la garganta,
disimulando su tensión.
Kevin no aparecía, por mucho que miráramos por el suelo, detrás de
las piedras, por encima de los árboles. Entonces, como venido del cielo, una
voz nos ocasionó un mar de paz inmenso:
—Ya apareció Kevin. ¡Kevin está aquí con nosotros! —decían los
niños, contentos, gritando desde el refugio.
—No os mováis de ahí, ya volvemos —pronunció Duncan,
mirándome con ojos gigantes, agrandados de la impresión que los invadía.
—¡Qué bien! Ya podemos respirar. A ver qué le ha pasado —le dije,
aplaudiendo como una cría en una función de circo.
Él estaba tan pletórico que le salió del alma darme un abrazo. Me
cogió de la cintura y me elevó del suelo. Me dio varias vueltas y luego nos
caímos al perder la estabilidad. Sobre la hierba, nos reíamos como dos
adolescentes, con el pelo revuelto y lleno de hojas. Nadie nos veía desde ese
punto, nos sentimos en medio de una intimidad tal que nos permitía
manifestar lo que en ese momento nos surgía con toda naturalidad.
Se aventuró a tocar mi cara, apartándome los mechones que cubrían
parcialmente mis ojos y luego los que se posaban en mis labios. Con un
dedo, fue pasando la yema por todo el contorno de mi óvalo facial, con
mucha suavidad.
Yo le miraba y no podía hacer nada más que dejarme llevar, estaba a
su merced, confiando en que era algo que los dos deseábamos.
Y nos besamos, sí, cerrando los ojos y en silencio. Nuestras bocas
sellaron una sensación fantástica, en la que todo el cuerpo vibraba en la
misma sintonía.
Un ligero susurro salido de su garganta me despertó la libido,
hubiera hecho el amor con él ahí mismo, en el bosque, hubiera sido de lo
más romántico, aunque no lleváramos protección, pero en mi cabeza quedó
ese instante como algo que pudo ser y no fue, y que lo he ido reviviendo en
mis sueños a lo largo de los años.
Sin embargo, lo que ocurrió entre él y yo fue algo que jamás
sospeché que pudiera darse. Era inimaginable. Si se lo cuento a cualquier
persona, no me hubiera creído. Me hubiera dicho que eso solo pasa en los
sueños, pero es que mi vida es una película, las cosas más inverosímiles me
suceden a mí. Atraigo lo excepcional, no sé por qué.
—Katy, eres preciosa. No quiero aprovecharme de ti estando sola,
solo sé que me siento atraído, me gustas. No he podido evitar darte un beso.
Hubiera sido un crimen no dártelo. Y creo que a ti también te ha gustado.
—Ha sido bonito, sí. Aquí, en medio de la naturaleza, como Adán y
Eva.
—Bueno, solo nos hubiera faltado estar desnudos para figurar como
esos dos —dijo, riendo.
—Ah, sí, y los niños poniéndonos verdes después —añadí, soltando
luego una risotada mientras me recogía el cabello hacia atrás. Él seguía
encima de mí, y ya estaba notando su protuberancia aumentando a pasos
agigantados. Estaba excitado, y yo también comenzaba a lubricar sin poder
controlar la reacción.
Se apretó un poco más contra mí, provocando que una explosión de
sensaciones me recorriera toda la columna vertebral, estallando en un
ahogado gemido que él acalló besándome furiosamente.
Le abracé con todas mis fuerzas, anudando mis piernas sobre sus
nalgas, estrechándome más hacia el contacto que me hacía tocar el cielo.
Mis caderas se colocaban buscando la conexión perfecta. Era como si lo
estuviéramos haciendo, pero con ropa.
En uno de esos frotes, mi pulso vaginal se fue contrayendo cada vez
más hasta originar un orgasmo. Jamás había hecho eso, correrme con solo
deslizar mi cuerpo contra un hombre. Sin penetración. Él se puso loco y
arremetió más fuerte con su miembro dentro del pantalón, reventando todo
su paquete a marchas forzadas hasta que un gruñido me avisó de que él
también había llegado al clímax.
La risa nos sobrevino, era muy evidente que estábamos
zumbadísimos.
—¿Y ahora qué? —le insinué, con las cejas arqueadas—. ¿Esto
cómo se entiende? ¿Ha pasado o estamos soñando?
—Te juro que en mi vida me había ocurrido algo igual. No sé qué me
has hecho, Katy, pero has logrado que pierda la cabeza. O este bosque es
afrodisiaco mil por mil.
Me fue soltando y se apartó a un lado. Nos quedamos mirando hacia
las copas de los árboles, dejando que aminoraran los latidos de nuestros
corazones agitados.
—Tenemos que volver o nos encontrarán aquí tirados —le animé a
reaccionar, porque se había quedado sin sentido, totalmente alelado.
Abrió más los ojos, como tratando de despejarse, y se levantó de un
salto, igual que un muñeco que se infla de repente.
Al ver la mancha oscura en su pantalón, a la altura de la bragueta,
me puse la mano a la boca, alarmada. Rápidamente me saqué el jersey por
la cabeza y se lo di.
—Anda, tápate, que cualquiera diría que te has excitado.
—Vaya, eso sí que es curioso. ¿Y por qué será? ¿No será porque hay
una chica increíblemente sexy que me ha puesto como un toro?
—¿No será que los dos estábamos tan necesitados de desfogue que a
la mínima hemos sacado el lado salvaje?
—¿No será que me gustas, Katy, y que quiero seguir jugando a este
juego, pero sin ropa?
Me hizo tanta gracia la cara que ponía que toqué su pelo y se lo
revolví, tapándole los ojos. Él me cogió de la cintura y me dio dos vueltas,
poniendo su boca en mis pechos, con toda la naturalidad del mundo, como
si lleváramos un año saliendo juntos.
Me puse bien la ropa, me peiné con los dedos y traté de poner cara
como que no había roto ningún plato. Él hizo lo mismo, se tapó con el
jersey y encogió los hombros, en una actitud infantil de niño que espera una
buena reprimenda y no ha podido evitar comerse un dulce de un escaparate
sin pedirlo antes.
Me acarició la cara y me sonrió.
—Vamos, se hace tarde.
Iba a cogerme la mano, pero levanté los brazos y señalé al grupo,
que estaba a lo lejos formando una sombra cada vez más difuminada, pues
se estaba haciendo de noche.
—No demos de qué hablar. Luego nos tomamos un whisky, nos lo
merecemos.
—Eso está hecho. En cuanto los coloque en sus habitaciones, tú y yo
nos vemos en mi habitación, ¿vale? Tengo una botellita en la maleta, la
compré en la destilería del pueblo. Ben Nevis.
El hombre les había dado a los niños unas bolsas para que fueran
recogiendo muestras del campo y hojas, ya que tenían que hacer un trabajo
de botánica, así que no perdieron el tiempo. Kevin nos explicó su odisea:
por el camino se había subido a una loma y se encontró con una vaca, le
daba miedo por los cuernos tan grandes que tenía y por eso no se atrevió a
bajar hasta que el animal se marchó. Por la cara que tenía mientras lo
contaba, parecía cierto. A saber, igual estaba ya habituado a decir mentiras
y se estaba convirtiendo en un verdadero actor.
Durante el trayecto de vuelta al hotel, los niños iban cantando
canciones populares del colegio. Nosotros, sentados juntos, nos íbamos
rozando las piernas, en silencio, y de vez en cuando apretábamos los brazos
del uno contra el otro, sin que los demás notaran lo que nos traíamos entre
manos.
Tenía muchas ganas de llegar, darme una ducha y cenar para,
después, esperar a que los niños se largaran de una vez a sus habitaciones y
dar rienda suelta a todo el arsenal de caricias y juegos que nuestras manos
estaban deseando liberar.
Le saludé con la mano, al entrar en el edificio, y le dejé solo con el
grupo para dirigirme a mi habitación. Subí por el ascensor y puse la tarjeta
en la ranura para abrir la puerta. Cuál fue mi sorpresa cuando, dentro,
descubrí a William, sentado, esperándome.
CAPÍTULO 10

Estaba cansado, se le notaba bastante compungido. Por un momento


quise salir de allí y acudir a Duncan, pero pensándolo bien entré para zanjar
de una vez por todas ese asunto.
—¿Quién te ha dado permiso para entrar en mi habitación?
—Katy, tenemos que hablar. Este hotel trabaja con nuestra agencia.
Me ha sido muy fácil entrar, solo he tenido que decir que iba a dejar unos
folletos publicitarios. Ahora siéntate. Déjame explicarte.
—Está bien. Pero después te vas y me olvidas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Te lo prometo. Te doy mi palabra y te agradezco que
me des esta oportunidad.
Me senté en la cama, frente a él, que, desde la silla del despacho, con
las manos dando vueltas al alero del sombrero, parecía el personaje de una
película de época. El traje lo seguía llevando puesto, y un aroma a sándalo
envolvía toda la habitación, proviniendo de él.
—Tú dirás. Te escucho.
—Verás, Katy. Debo protegerte. Aunque no lo creas, estás en
peligro. Esa mujer se ha empeñado en apartarte de mí a toda costa, y tiene
medios que pueden llegar a ser peligrosos. Ya me pasó una vez. Una amiga
mía sufrió un revés por culpa suya. Hizo que su coche tuviera una fuga del
líquido del freno, y en una pendiente casi se estrella contra otro coche al
pisar el pedal para reducir velocidad en la curva y no poder frenar, pero
tuvo la reacción de hacerlo con el freno de mano. Ella lo niega, pero sé que
alguien a su servicio cortó el tubo del líquido de frenos, vaciándolo, ya que
el coche de mi amiga estaba en perfecto estado el día anterior. Ya me había
amenazado que, si me veía con otra, pagaría las consecuencias. Pero es muy
lista, y se sabe evadir de todas las pruebas. No se puede demostrar nada.
—Gracias, William. Sabiendo que tienes a una psicópata siguiendo
tus pasos, vas y me seduces. Muchas gracias. —Me levanté, furiosa. Me
había amargado la noche.
—Ella debe de haber ideado algo ya. He visto a dos de sus hombres
por la zona. No comas nada en el hotel, toda prudencia es poca. Iremos a
otra habitación, y desde allí pediré la cena. Mañana reservo un coche de
alquiler, uno sencillo, sin que llame la atención, y te llevo de vuelta a casa.
Me puse las manos a la cabeza, tratando de digerir todo eso. Aquella
mujer estaba tan empeñada en hacer daño a toda fémina que se interpusiera
entre él y ella. Pero a mí no me iba a tocar un pelo, eso lo tenía claro.
De pronto, se me vino a la cabeza una de tantas escenas de las
películas donde se las ingenian las mentes perturbadas para colocar
anestésicos en la comida de sus víctimas y luego hacen desaparecer los
cuerpos en sosa caústica o en un vertedero. Se me ponían los pelos de punta
solo de pensarlo.
—Está bien. No sé por qué, pero más vale hacerte caso. Ahora por
favor llévame a esa habitación, porque me muero por descansar y comer
algo. No he parado en todo el día.
Lo seguí. Atravesamos el pasillo, mirando a los lados por si aparecía
alguien sospechoso. Me condujo hasta el final del todo, y torció a la
derecha, donde la decoración cambiaba por completo, volviéndose más
lujosa. Con cuidado, sin hacer ruido, giró una llave en la cerradura de una
puerta de acero. Aquello parecía la caja fuerte del Banco de España. Al
entrar, me di cuenta de que podría tratarse de una cámara aislante, de un
refugio anti incendios, porque estaba totalmente aislada.
En el centro de la habitación había una cama muy grande, con una
colcha roja, de seda, bordada con hilos dorados. A los lados, cuatro postes
que encuadraban el lecho y de los cuales colgaban unos faldones de
terciopelo y visillos blancos, procurando mayor intimidad al espacio del
interior.
Los cuadros eran réplicas de obras del Barroco. Vírgenes con el
niño, y algunos santos. Todo muy religioso. Me sobrecogió tanta
pomposidad.
Por un lado, pensé que ese sitio debía de ser un lugar reservado para
personalidades distinguidas, porque hasta los muebles eran de una calidad
extraordinaria, con molduras de artesanía.
La ventana estaba tapada con unas cortinas muy tupidas, de color
burdeos y estampaciones doradas. El suelo tenía una moqueta con dibujos
que simulaban tallos de flores, en tonos claros. Me descalcé, tenía los pies
molidos, y deseaba sentir el roce de esa mullida superficie. Además, no
quería mancharla.
—Ponte cómoda, Katy. El cuarto de baño está por ese lado —me
indicó, señalando hacia la derecha—. Te serviré una copa, te vendrá bien.
—Sí, por favor. Ve poniéndome algo para beber, ahora vuelvo.
Dejé mi mochila encima de una silla que parecía una obra de arte,
por la finura de sus líneas y el acolchado de su asiento, con un tejido que
brillaba, como si lo hubieran bordado con hilos de oro.
Fui hasta el cuarto de baño y, al abrir la puerta negra, barnizada en
un azabache impoluto, di con un verdadero spa, que se descubría ante mis
ojos.
«Dios mío, pero si esto parece la piscina de Cleopatra», pensé,
santiguándome.
Me senté en el inodoro y al darle a la palanca de la cisterna, que
estaba colocada a un lado, sentí un frescor increíble, pues se formó como
una fuente que regaba hacia arriba con la función de lavar e higienizar el
cuerpo. Acto seguido, surgió un vapor y un aire caliente que secaba todo el
culete, dejándome super agusto.
«Madre mía, yo quiero uno de estos en mi casa», me hice la
propuesta, aunque eso debería costar una fortuna.
Me miré al enorme espejo, con luces a los lados como si estuviera en
un camerino, y cogí uno de los frascos con perfume que había en la
encimera del lavabo, lo olí y me encantó, era bergamota, una de mis
fragancias preferidas, por lo que me la eché por encima. Después, con un
cepillo inmaculado que desprecinté de la bolsa que lo cubría, me peiné el
pelo y lo sujeté con unas horquillas, que también estaban en una bolsita,
para que fueran utilizadas.
Ya me sentía otra, aseada y despejada, pero la imagen de Duncan
vino a mi mente. ¿Qué pasaría cuando viera que no aparecía por el
comedor? ¿Se preocuparía por mí y alertaría a los de la recepción? Ese tema
tenía que solucionarlo.
—William, hay alguien que puede que me esté buscando.
—Ya lo sé. Ese muchacho, ¿verdad?
—Sí, Duncan. Habíamos quedado en vernos en la cena.
—No te preocupes. Llámale y dile que te has tenido que ir. Que te ha
surgido un imprevisto y un familiar te ha venido a recoger.
—No sé si se lo creerá.
—Si bajas, corres peligro, ya te lo he advertido.
—De acuerdo, hablaré con él.
Cogí el móvil, pero no tenía su número. Me di cuenta de que no
sabía apenas nada de él, ni siquiera su apellido, solo que se llamaba
Duncan. William adivinó lo que pasaba, fue rápidamente al teléfono de la
mesa y marcó.
—Por favor, ¿está el tutor de los niños en el comedor? Hay una
señorita que quiere hablar con él.
Inmediatamente me acercó el auricular para que yo me pusiera en
contacto con Duncan.
—¿Sí? ¿Duncan? —Esperé un rato, pues al otro lado de la línea no
había nadie aún—. Hola, no me esperes, unos amigos me han llamado,
estaban de paso y vamos a seguir el viaje juntos.
—Katy, te voy a echar mucho de menos esta noche. Piénsatelo, por
favor. Tenemos algo que hemos dejado a medias… No me dejes así, me
muero por volverte a ver. —Duncan se atrevió a manifestar lo que sentía,
porque veía que me estaba perdiendo.
—Dame tu número. Ya quedaremos. Estaré este mes en Escocia. A
ver si coincidimos en otro sitio —me despedí tras anotar su móvil haciendo
una llamada perdida y colgué, siguiendo las indicaciones de William, que
me hacía el gesto de cortar con los dedos.
Respiré hondo y me senté en la cama, apartando las cortinas hacia
los lados.
—Pediré la cena. ¿Te apetece una variedad de platos? Así podrás
elegir lo que más te guste.
—Cualquier cosa, gracias.
Tras unas cuantas pulsaciones a través de su móvil, encargó una
suculenta cena, a base de canapés, sándwiches, pastelitos de carne,
croquetas, tortillas de guisantes, de jamón… un banquete en toda regla.
También pidió vino y unas porciones de tarta. Todo un festín.
Al poco, dieron varios toques en la puerta. Entró un camarero con la
servilleta doblada y bien planchada encima de la muñeca y en un carrito nos
trajo todo lo que había pedido William.
No me lo podía imaginar, pero al marcharse el camarero él empujó
un poco cierta parte de la pared y esta se desplazó hacia dentro, abriéndose
ante nuestros ojos un espacioso salón. Con lámpara de cristalitos y todo,
ocupando el centro del techo, en medio de una moldura de yeso
ornamentada y pintada en tono dorado. Una mesa como para diez
comensales y alrededor las sillas de madera con respaldos dorados en un
tapizado de seda. Muy elegante y de buen gusto todo.
—Señorita, tome asiento —me dijo, separando la silla.
Fue tomando del carrito los platos y los puso delante de mí, en la
mesa, para que fuera escogiendo. Probé casi todo, estaba buenísimo.
Bebimos vino y nos acomodamos después en unos sillones situados
al fondo, muy cómodos. Allí me señaló una cajita con bombones y escogí
uno de licor. Fue el colofón final para acabar con un buen sabor de boca.
Solo faltaba el descanso. Poder dormir. No pensaba en nada más que
satisfacer el sueño.
Pero, en ese momento, algo ocurrió.
CAPÍTULO 11

William empezó a mirarme de otra manera, con lascivia. Yo fui


encontrándome algo aturdida. Entonces, decidí que era mejor ir a dormir, y
que él se fuera a otra habitación, por supuesto. Y para más seguridad,
necesitaba cerrarme la puerta por dentro.
—Creo que es hora de despedirnos. Hasta mañana, William. Espero
que lo comprendas, todo ha estado excelente, pero necesito descansar.
Su mirada lo dijo todo. Serio, decidido, sin un ápice de duda ni
pudor, se fue quitando la chaqueta delante de mí. En silencio.
—¿Qué haces?
—Lo que ambos estamos deseando. Preparándome para entrar en ti.
—¿Cómo? ¿Es todo esto una encerrona para violarme? —le acusé,
corriendo hacia la puerta.
Intenté abrirla, pero me era imposible. Estaba sellada a cal y canto.
Él habría cerrado herméticamente esa cámara acorazada en la que se había
convertido la habitación para hacer conmigo lo que su mente perturbada
maquinara.
—Vamos, Katy. Disfrutemos de esta noche. Sé que tú también lo
deseas. Lo he visto en tus ojos mientras tomábamos esa copa. Hay fuego
dentro de ti. Vamos a descubrir esa leona que llevas dentro, y que saques tu
lado salvaje. Vamos, nena.
Me iba acorralando, con sus manos a los lados, como si tratara de
capturar una gallina en el corral. Y es que me sentía verdaderamente
acorralada, sin saber cómo salir de ese encierro.
Pensé en el teléfono, en coger mi bolso y llamar a Duncan. Tenía su
número recién grabado, le había hecho una llamada perdida para que él
tuviera el mío, así que tenía acceso a él simplemente con darle al botón
verde de llamada. Me saldría su teléfono, y solo era cuestión de que lo
cogiera rápidamente y pudiera escucharme pidiendo auxilio. Pero claro,
¿cómo iba a saber él dónde me encontraba yo, si aquello era un agujero
oculto en el hotel? Bueno, el camarero nos trajo la cena, así que en
recepción sabrían dónde estaba William.
—Está bien, William, acepto. Solo déjame que le haga una llamada a
mi amiga Shirley, ella quedó en hablar conmigo esta noche, y si no me
pongo en contacto con ella, es capaz de organizar una patrulla en mi
búsqueda por todas las Highlands. —Quizás así, con este argumento, podría
acceder a mi móvil y hacer como que hablaba con mi amiga cuando, en
realidad, estaría poniendo a Duncan en sobreaviso de mi alarmante
situación.
—Sin trucos. Está bien, llámala si con ello te sentirás más tranquila.
A paso lento, me iba posicionando hacia mi bolso, colgado en el
respaldo de la silla. Él estaba detrás de mí, pegado a mi nuca para ir
cerrando mi campo de fuga, que no era otro que darme contra las cuatro
paredes y gritar como una loca, porque otra cosa no se podía hacer.
Al abrir la cremallera, las manos me temblaban. Notaba el calor de la
respiración agitada de William en mi cuello, ansioso por devorar a su presa.
Con un movimiento torpe, se me cayó el móvil al suelo. La pantalla
se rompió, quedando hecha añicos.
—Joder —maldije, pues justo se había golpeado con la rueda del
mueble en el que venía la comida.
Por suerte, aún funcionaba el aparato. Le di al botón de llamada y
me apareció el número de Duncan, sin su nombre, por lo que William no
vería a quién llamaba. Me puse el móvil en la oreja en cuanto llamé,
apretando al máximo la parte en la que se escucha para que solo lo pudiera
sentir yo. Tres toques, cuatro. Salió el contestador, con la voz de una
telefonista. Menos mal, porque, tonta de mí, tenía el manos libres.
—Shirley, no te preocupes, todo bien. Esta noche estoy muy bien
acompañada. En el hotel, sí. En recepción nos han subido la cena, todo
fantástico —pronuncié, fingiendo que hablaba con mi amiga mientras
intentaba que Duncan supiera cómo llegar hasta mí preguntando en
recepción. Luego colgué.
William me cogió el teléfono. Sospechó que se trataba de una
estrategia. Volvió a pulsar el número que acababa de marcar, pues no dio
tiempo a bloquearse el móvil. Yo rezaba por dentro. Estaba como un flan. Si
Duncan lo cogía, a saber qué me haría el psicópata que tenía al lado.
—Ahora sabré a quién has llamado realmente. Te advertí que no
hicieras ninguna maniobra extraña —me dijo con tono de amenaza. Los
rasgos de su cara se habían convertido en los de la crueldad en persona. No
parecía que contestara nadie, quizás Duncan estaba atareado con los niños
en el comedor y no oía el sonido del móvil—. Parece que tu amiga no
atiende el teléfono. Con el mensaje que le has dejado será suficiente para
que no nos moleste ni nadie te empiece a buscar.
—Sí, William, ahora ya puedo respirar sin pensar en nadie más que
en ti —susurré de un modo seductor, para que siguiera confiando en mí y
dejara de aprisionarme con sus miradas acaparadoras.
Ideé un juego para posponer lo que él tenía en mente, que no era otra
cosa que follarme a su manera, como a él le gustaría hacerlo, quizás a la
fuerza o quizás utilizando instrumentos de tortura, puesto que había una
vitrina con artilugios que podrían servir para esos menesteres
sadomasoquistas.
—Así me gusta, gatita. ¿Por qué no vas quitándote esa ropa? Me
gustaría darte un masaje, relajar tu espalda. Quiero que estés lo más cómoda
posible —me sugería, tocándome, pasando su mano arriba y abajo con
mucha delicadeza.
—Sí, tú también, William. Échate en la cama mientras me desnudo.
Así me ves mientras te hago un striptease. —Le empujé hasta dejarlo
sentado en la cama y luego fui acariciándome con las yemas de los dedos
los labios y el cuello, bajando después al pecho, haciendo movimientos
circulares por los senos y rodeando las aureolas de los pezones, sin
quitarme aún el jersey.
Doblé mis brazos contra mi cintura, me balanceé a los lados y fui
subiendo el borde de la prenda hacia arriba. Se me veía la camiseta de
invierno, de color blanco. De momento no enseñaba ni un ápice de piel,
esperaba que a Duncan le diera tiempo de ver el mensaje y preguntar al
recepcionista en qué habitación habían subido la cena para mí. Si el
camarero tenía la boca sellada y no daba datos sobre la compañía de
William, la tenía clara. Todo dependía de ese hombre, de si había
comunicado o no en la recepción que William estaba con una chica con mis
características físicas. Y también tenía en las manos de Duncan mi
salvación o mi perdición. Podría ser obligada a hacer lo que a aquel loco se
le viniera de gusto si me amenazaba con maltratarme. Por lo tanto,
necesitaba que estuviera lo más manso posible.
Tendría que hacerle el baile de Sherezade, dejarle paralizado con mi
actuación para que no pensase en atacarme y hacerme suya a la fuerza,
porque no iba a ceder a su instinto por muy elegante que fuera ni me
hubiera gustado aquel acercamiento en los prados.
Con uno de los visillos de la cama, que desanudé para utilizarlo en
mi espectáculo, me cubrí la cara, dejando que cayera el tejido a lo largo de
mi cuerpo. William me miraba, absorto. Pero algo no le acababa de gustar.
—Katy, eso que estás haciendo tendría más emoción si lo haces
desnuda. ¡Quítatelo todo ya! —Su voz era determinante.
—Shsss, William. Tenemos tooooda la nooocheee. Sumérgete en
esta niebla de erotismo que va a descender hasta ti. Ahora, pondré una
música de fondo con mi móvil, para que los sentidos se inunden de miles de
sensaciones, ya verás, ya verás —le sugestionaba para que duraran mucho
los preliminares.
Estaba tan excitado que pude apreciar cómo se pronunciaba su
miembro bajo el pantalón, marcando un mástil en su bragueta. Era una
escena ridícula a más no poder. Pero mi corazón empezó a galopar
desbocado cuando él se puso de pie para ir quitándose la camisa, cosa que
no auguraba nada bueno. Mientras, fui hasta la mesa y cogí el móvil.
Busqué en youtube un tema musical de relax que me salió enseguida porque
los suelo poner cuando escribo y están todos seleccionados. No había
ningún mensaje entrante, ni aviso alguno de llamada. Lo que sí hice fue
darle al número de Duncan y colgar inmediatamente, como una llamada
perdida, habiendo quitado el manos libres primero.
William estaba a un metro de mí, por lo que dejé el móvil e inicié
unos giros alrededor de él, alejándole del teléfono por si se le ocurría
quitármelo definitivamente.
La melodía originó una especie de serenidad que le encandilaba, ya
que iba estrechando los ojos como embriagado por una ola nostálgica. Sus
manos iban despojando su pecho de su camisa, retirándola hacia atrás,
mostrándome un torso escultural, bronceado y con muy poco vello en los
musculados pectorales, que brillaban como si se hubiera embadurnado de
aceite, pero era su piel así de brillante y parecía sedosa.
No me provocó ninguna emoción, ni me excité. Para mí era un
ególatra, un egoísta manipulador. No soportaría que me tocara, a toda costa
tendría que ingeniármelas para que no me pusiera una mano encima, ni
debajo, claro está.
De pronto, su pantalón se deslizó por sus piernas, lo lanzó a un lado
y también se quitó los calcetines y el slip negro que estaba a reventar de la
presión que tenía que soportar todo el tiempo con ese enorme bulto debajo
marcando su paquete.
Me cogió el jersey y de un tirón hacia arriba me lo quitó, haciendo lo
mismo con la camiseta. Su fuerza era tremenda, con esos brazos
descomunales de buenas sesiones de gimnasio me estaba dejando
prácticamente en pelotas. Me dio la vuelta con ansias, sin que yo pudiera
detener sus movimientos, me tenía bien sujeta, y desabrochó mi sostén,
tirándolo después al suelo. Instintivamente me tapé con las manos. El velo
improvisado andaba desperdigado por la moqueta, como el resto de las
prendas. Fue acariciándome y juntándose más a mí, hasta que noté su cañón
frotándose contra mis nalgas, por encima del pantalón.
—Ya está bien de bailecitos, ahora toca cabalgar a buen ritmo, nena
—siseó, con una voz sibilina, nacida de lo más profundo de su caverna
demoniaca.
—Espero que tengas la precaución de utilizar algún sistema
anticonceptivo. ¿Condón? —le enfaticé, temiéndome que acabara por
cumplir su objetivo, por mucho que yo lo intentara evitar.
—No te voy a dejar preñada, tranquila. Cuando tenga que penetrarte,
me lo pondré, mientras tanto nos vamos a entretener explorándonos.
Me cogió por la cintura y me llevó hasta la cama. Me tiró de
espaldas, y reboté a dos palmos de la colcha. Fui poco a poco deslizándome
hasta el borde del otro lado, mirándole con cara de gata en celo, para que no
viera en mí un deseo de escapar, sino de jugar.
—Ay, qué malo eres. No me has dejado ni ducharme —le dije,
traviesa. Me dirigí al baño, con la intención de buscar algo con que
defenderme, aunque fuera con la escobilla del inodoro.
—¿Dónde vas, fierecilla? No quiero quedarme sin tu aroma natural,
quiero lamerte con tu propia esencia. Ven aquí, me estás poniendo a mil,
muñeca.
—Jajajja, de acueeerdo, no me lavaré, guarrillo. Pero, al menos, deja
que haga mis necesidades, me sentiría molesta si no vacío mi vejiga.
—Ve, anda. No tardes. —Resopló algo enfadado. Se volvió hacia la
cama y empezó a masturbarse despacio, quizás para que no se le bajara el
mástil, que tenía posición de perchero en esos momentos, totalmente recto y
tieso.
—Vengo enseguida. Hago pis y estoy contigo.
Cerré la puerta y soplé desinflando mis pulmones, mirando por todos
lados a ver qué objeto me podría servir como arma de defensa. Abrí uno de
los grifos para que se escuchara el agua correr, y aproveché para hacer mis
necesidades menores, ya que había bebido bastante agua y mi barriga estaba
hinchadísima.
Me fijé en los botes de perfume, jabones, champús, pero no eran de
cristal, no me servían. Como mucho, le embadurnaría con jabón en los ojos,
eso escocería. En la ducha, la alcachofa no se podía desenroscar. Estaba
bien pegada y ajustada, imposible de sacarla de ahí.
La escobilla del inodoro era un palo de plástico, no me servía de
nada, a lo sumo le podría apuntar con ella por si le daba repelús, pero poco
más.
Nada, no encontraba nada que pudiera servirme. Miré hacia arriba y
ahí sí que había algo que podría funcionar como puñal: una lámpara de
metal acabada en punta, con forma de triángulo dorado. Era como una
flecha de unos treinta centímetros, pero la tendría que retirar de la pared.
Tiré con tanta fuerza que las bombillas se fueron a tomar vientos del
impulso tan violento con que empujé hacia fuera. El suelo enmoquetado
amortiguó la caída de las bombillas, no sonaron, menos mal. Tampoco se
rompieron. Pero me vino una idea, podría romperlas y con un trocito podría
cortarle el cuello. No sé si sería capaz, tal vez me dañaría yo misma en el
intento, o se me desharía la bombilla en las manos destrozándome la piel.
De momento, cogí la lámpara con una mano y la puse detrás de mí,
escondida en mi espalda. Salí mirando a ver dónde se había metido y, al
comprobar que seguía en la cama, esperándome, avancé de manera lateral
con la pared a mi espalda, para ocultar la lámpara.
CAPÍTULO 12

Ahora tenía que obligarle a que me abriera la puerta amenazándole


con ese objeto, cosa que veía poco eficiente, pero algo tenía que hacer, al
menos intentarlo.
Se levantó, atusándose el cabello con una mano mientras con la otra
se tocaba. Era odioso verle así. Me sentí con fuerzas para atacarle y saqué
lo que ocultaba detrás, apuntándole.
—No des un paso más —le dije, señalando su hombría con el pico
de la lámpara—. Vas a darme mi ropa y me vas a abrir la puerta. Me dejarás
salir y aquí no ha pasado nada. Si no lo haces, mañana te denunciaré.
—Cariño, yo creía que te gustaba. Me demostraste en la colina que
sentías algo especial por mí. Me has decepcionado, Katy. No he querido
obligarte a hacer nada que no quisieras. Puedes marcharte si quieres, eres
libre de hacer lo que te plazca, yo solo he querido protegerte —lo decía con
sus manos extendidas a lo largo de su cuerpo, mostrándose inofensivo, sin
avanzar. Pero no dejaba de mirar el objeto con el que lo estaba apuntando,
que para mí era igual que si fuera una espada.
Mi cara debía de ser un mapa de desesperación, porque su semblante
mostró un rictus de inquietud desmesurado.
—Confieso que durante el viaje me pareciste muy interesante y me
agradaba tu compañía. Es más, me causaste una fascinación que se
mezclaba con el entorno, en un conjunto increíblemente irresistible; me
llegué a sentir atraída por ti, sí, pero de repente toda esa imagen se
desvaneció al entender que tu mundo es muy complicado, que me
arrastrarías hasta ese sumidero de problemas que a mí ni me van ni me
vienen —expresé con desdén.
Di un paso hacia delante, tratando de que él reaccionara y buscara la
maldita llave de la puerta.
—Vete, si quieres. Pero no estés sola. Aunque sea, que te acompañe
ese chico, pero su vida también correrá peligro, que no te quepa duda. Yo he
intentado por todos los medios que salgas indemne de esta encrucijada,
ahora no puedo hacer más, si no me dejas ayudarte.
Dándose la vuelta, se dirigió hacia el escritorio, sacó algo de uno de
los cajoncitos y lo escondió en la mano, cerrando el puño. No sabía si era la
llave o alguna cosa que usara para paralizarme. Se giró y volvió hacia mí,
acercándose un metro.
—Mete la llave en la cerradura y abre. Pero dame mi mochila y la
ropa que me has quitado también.
—La tengo aquí, sí. Mira, ¿la ves? —me dijo, enseñándome,
verdaderamente, la pieza metálica que me abriría el acceso a mi libertad.
No me resistí a mirarle de arriba abajo, comprobando que toda su
excitación se había desvanecido de repente. Parecía una escultura, con el
miembro totalmente encogido, y las pelotas colgando. Se le veía muy
vulnerable, desnudo y sin ánimo de empotrarme.
—Si ahora haces lo que te he pedido, nada sucederá, seguirás con tu
vida, tus líos con tu socia y tus viajes por las Highlands con turistas a las
que enseñar todos tus atributos seductores. Pero si tratas de impedir que me
marche, te aseguro que te sacaré los ojos —le solté, echando espuma por la
boca, de manera simbólica.
Se agachó para recoger mi jersey y me lo tendió. Lo agarré haciendo
gestos con la mano para que no se acercara más, luego señalé la mochila.
Fue hasta ella y la colocó al lado de la puerta. Sin mirarme, metió la llave
en la cerradura y giró el pomo, dejándome libre el paso.
—Adiós, Katy.
De espaldas, con sus rizos en la nuca y su anatomía de dios Apolo,
con sus nalgas bien macizas y las piernas cinceladas como si fueran de
mármol, William estaba imponente. Pero no era para mí. Sentía que esa
figura estaba hueca por dentro, que se caería de un momento a otro
haciéndose trizas para mostrar algo oscuro que llevaba por dentro.
Mi corazón botaba dentro del pecho, dándose contra las paredes del
tórax, y mi mente no podía enviar órdenes para echar a correr o para
quedarme paralizada.
Un ruido me sacó de mi obnubilación, provenía del pasillo exterior.
Se oían unos pasos que se arrastraban, como si alguien estuviera escondido
a la vuelta, nada más cruzar la salida, y se hubiera desplazado unos
centímetros.
Me entró miedo. ¿Y si lo que me había contado era verdad? ¿Y si
realmente esos hombres estaban ahí deseando cogerme para hacerme daño?
Miré a William, que con avidez cerró y puso la oreja a ver si oía algo.
—¿Estarán ahí? Esos hombres que me has dicho. ¿Están ahí fuera?
—Ya te lo dije. Se habrán enterado por el camarero. Ahora sí que
tendremos que pedir ayuda. —Me cogió la lámpara en un descuido y la dejó
con suavidad en el mueble de la entrada—. No podemos llamar a la policía,
no tenemos ninguna prueba para demostrar que vienen a por ti, además, mi
socia me haría aún más la vida imposible. Lo mejor será quedarnos aquí.
Trataré de hablar con ella, estoy dispuesto a dejar la empresa si sigue con
estos estúpidos celos.
William fue alejándose de la puerta, relajándose cada vez más. Yo
me puse el jersey, sin sujetador ni nada más debajo. No quería que él
siguiera mirándome los pechos, pues se le iban los ojos a cada momento.
Sirvió whisky en dos copas y me pasó una. Yo me la tomé sin
miramientos, necesitaba el ardor para calmar toda esa tensión que me tenía
en vilo.
Pero él no se vestía. Seguía desnudo, no le importaba que esos
hombres siguieran ahí fuera, por lo que le indiqué que lo mejor era que se
preparara para salir en cuanto pudiéramos.
—Podrías vestirte, William, no sabemos lo que va a ocurrir. Igual
hasta derriban la puerta…
—Eso es imposible. Está blindada. A no ser que utilicen explosivos,
y eso en este caso no procede en absoluto. Van a esperar a que salgamos,
pero si estás conmigo no te pasará nada.
—¿Y entonces, si salimos juntos ahora, no van a atacarme?
—Es de noche, no hay nadie ya por los pasillos, Katy. No nos
podrían socorrer. Mañana llamo a recepción para que vengan a traer el
desayuno, sin despertar ninguna sospecha que alarme al personal como para
llamar a la policía, cosa que no deseo, ya que me implicarían en todos los
asuntos turbios de mi socia. Con el camarero al lado, saldremos y nos
mezclaremos con los clientes del hotel. En cuanto los vea, les daré un
soborno, no les vendrá mal un dinero extra para sus gastos, casi todos son
unos heroinómanos, o adictos a la coca. Que le digan a Stella que han
realizado su trabajo, te haré una foto con el ojo morado, puedes utilizar
maquillaje si tienes rímel en el bolso, o con una pasta de frutos del bosque
que nos ha quedado del postre.
Busqué en el bolso y saqué el rímel antes de que hiciera una
compota de arándanos sobre mi cara. Me miré al espejo del baño y tracé
varias marcas para que pareciera que alguien me había dado un buen
puñetazo. También apliqué algo de carmín de labios, en tono burdeos, como
si la piel estuviera dañada alrededor de los párpados y en el pómulo.
—Menudo cuadro. Haré una foto, tendrás que cerrar un poco el ojo
para que parezca que no lo puedes casi abrir —me orientó, procurando que
fuese lo más creíble posible. Pero él seguía desnudo. Sacó su móvil de su
chaqueta y me hizo una selfie. ¡Vaya recuerdo de Escocia, por Dios!—. Ya
está, con esto servirá.
—Sí, está bien. Pero ¿no te vistes? ¿O es que te gusta que te esté
viendo todo el rato en pelotas? Yo no soy nudista, si eso te sirve para
aclararte un poco —le dije, haciéndole ver que se estaba pasando de tanto
exhibirse.
—Suelo andar desnudo por casa. No pensaba que te molestara tanto.
El cuerpo es lo único auténtico que tenemos, con lo que nos iremos al otro
mundo para toda la eternidad; por eso lo cuido y me gusta verme tal como
soy. Tú tampoco estás mal, pero no me has dejado contemplarte de una
forma integral. Tampoco voy a insistir, ya sé que lo nuestro ha pasado de
ser una cita romántica a una sesión de suspense. No te quiero violar, Katy.
Hubiera querido hacerte el amor, con tu consentimiento. A muchas mujeres
les gusta que las fuercen, hacerse las difíciles, se resisten en un juego
amoroso en el que desean ser sometidas, pero por su propia voluntad
esperan que el hombre las posea en una lucha por rebelarse al instinto, solo
así consiguen disfrutar sin sentir que hacen algo sucio, porque su
mentalidad es de chicas buenas, que no follan sino con sus maridos, y con
el crucifijo encima de la cama. Y con el amante pecan, pero lo hacen
fingiendo que ha sido a la fuerza, cuando en realidad están soñando que las
devoren y las inunden de placer.
Su discurso iba acompañado de miradas libidinosas, moviendo sus
labios de manera sensual, siseando al pronunciar ciertas palabras, para que
sonara lo más erótico posible.
Me agarró por la cintura y comenzó a besarme por el cuello. Estaba
en ese momento indefensa, sin mi lámpara ni mi escobilla para atacarle, que
algo hubiera hecho.
Le arañé la cara, ahora el que tenía sangre de verdad era él. Se puso
la mano en la herida y gritó espantado.
—No me obligues a nada o te dejaré la cara como un mapa —le
advertí, enseñándole las uñas en plan gata salvaje.
—¿Ah sí? Pues cuando me tengas encima, vas a pedirme que no
pare. Me gustas así de furiosa. No eres una chica sosa, tienes madera de
pantera, y eso es lo que más me pone.
Volvió a la carga, pero yo le asesté otro arañazo en la espalda. Él
gritó, pero seguía tocándome por todo el cuerpo, echándome hacia atrás, en
dirección a la cama. Al caer, me sentí atrapada en medio de aquellos
cortinajes y él encima de mí.
Su miembro había recobrado centímetros y vigorosidad, parecía un
taladro a punto de perforar mis pantalones.
—Suéltame, te desgarraré la piel, te lo he avisado —le amenacé
tirándole del pelo, mordiéndole en el brazo, dándole patadas.
En ese forcejeo, mis manos se estaban tiñendo de sangre y mi boca,
con tantos mordiscos, también estaba participando en la batalla. Sin
embargo, él seguía en su intento de bajarme el pantalón, tirando con fuerza,
hasta que consiguió dejarme con todo al aire, pues la braguita también había
salido con la prenda, bajada hasta los tobillos.
Y una vez que me tuvo completamente desnuda, debajo de él, pues
el jersey también había salido por mi cabeza en ese forcejeo, se levantó y
sonrió diciendo:
—Ya está, Katy. Solo quería verte. No pasa nada, sigues entera. Solo
quería comprobar si deseabas ser poseída de la manera que te he comentado
antes. Pero no soy ningún cabrón. Además, aquí el que más ha sufrido
agresión he sido yo. Mira cómo me has dejado.
La verdad es que estaba sangrando por todos lados, con cruces de
arañazos por los brazos, piernas, espalda, cara… y señales de mis dientes
por sus manos. No se iba a olvidar de mí en unos cuantos meses, eso
seguro.
Me puse los pantalones rápidamente y le pedí la llave, nerviosa.
Pero no hizo falta. La puerta se abrió. Alguien la había abierto desde
fuera.
—Mierda, no cerré con llave. Soy idiota —dijo William en inglés.
Corrió a vestirse. Se tropezaba al ponerse los slips y acabó
cayéndose con el culo al aire, en pompa.
Vi que entraba el camarero que nos había servido la cena, y detrás de
él estaban Duncan y el recepcionista.
—Katy, ¿estás bien? —me decía, apurándose a abrazarme.
—Sí, gracias a Dios que has venido. ¿Viste el mensaje?
—Lo vi, me di cuenta de que algo no iba bien. He tardado, porque
los niños me han tenido ocupado, pero en cuanto até cabos puse a medio
hotel en tu búsqueda. ¿Y este sinvergüenza qué te ha hecho, que le rompo la
cara? Aunque parece que ya ha tenido su merecido. ¿Y ese moratón? —Me
tocó la mejilla, intentando no darme con el dedo en lo que creía que había
una herida. Al mancharse, adivinó que no era real, que era maquillaje.
—Solo ha intentado asustarme, pero no me fío de él. Le gusta usar la
fuerza con las mujeres, aunque conmigo no ha ido muy lejos. Eso sí, quiero
irme de aquí cuanto antes, y olvidarme de que este tipo existe.
—Esto no va a quedar así. Tenía ganas de hacer esto desde que vi su
cara de dandi barato. —Duncan se dio la vuelta y le asestó un puñetazo a
William en todo el estómago. Luego se tocó la mano, sintiéndola dolorida.
William se dobló. Se había levantado, pero tras el golpe volvió a caer
al suelo, aullando de dolor.
—Duncan, basta. Ahora escúchenme —me dirigí al camarero, el
recepcionista y Duncan—: ¿Han visto a dos tipos con cara de malotes?
¿Dos gorilas que, por lo que dice William, dan aspecto de dar palizas a
sueldo?
—Nada de eso. No hay nadie registrado que no sean turistas como
ustedes, gente normal. No hay ningún hombre con tales características —el
recepcionista afirmó.
—Oí unos pasos fuera. —Recordé, comentándoselo.
—Serían los enamorados. Esta ala del hotel es para los del servicio,
para lo empleados, y tenemos una parejita que se despiden en el pasillo
cada noche, después cada uno se va a su habitación. —El camarero me sacó
de dudas.
—Esta habitación acorazada, ¿qué sentido tiene? —quise saber.
—Es la habitación de William. Aquí viene con sus amantes. Nunca
hemos recibido quejas de ellas. Esta es la primera vez que ha incurrido en
una falta de honor. No lo entendemos, siempre se ha portado
excelentemente con todo el mundo. —El recepcionista no daba crédito.
—Está bien, larguémonos, Duncan. Creo que ha sido suficiente por
hoy. Cada cual que se cure sus heridas y, si algo he aprendido hoy, es a no ir
por la vida sin un spray de defensa —alegué.
Duncan y yo salimos de allí, y nuestros pasos nos condujeron a su
habitación.
No quería hacer otra cosa sino dormir, descansar. Los dos nos
sumimos en un profundo abrazo, en la cama, pero yo no me quité la ropa en
toda la noche. Él estaba con su pijama y no hizo ningún intento en tocarme.
CAPÍTULO 13

Al día siguiente, todo me parecía una pesadilla. Me du ché y llamé a


mi amiga. Se lo conté todo. Shirley no hacía más que aconsejarme que le
denunciara, que eso había sido una agresión, acoso. Aunque no me hubiera
forzado, me puso en una situación violenta, por lo que seguí su consejo y se
lo comenté a Duncan.
—No te preocupes, Katy. Ya lo he hecho yo mientras estabas en la
ducha. Vendrán a tomarte declaración, espero que pague por lo que ha
hecho.
—Es lo mejor. Se lo merece. No le vendrá mal para aprender que la
mujer decide por sí misma, no como él pretende creer, que somos unas
tontas que deseamos ser sometidas. Ese hombre es un Neanderthal, a pesar
de sus maneras elegantes.
El papeleo de la denuncia nos llevó media mañana. Gracias a
Duncan se agilizó bastante, pues era testigo de los hechos.
El viaje se acababa y debía volver con la familia que me había traído
a Escocia.
—Duncan, debo volver. Cogeré el autobús hasta Edimburgo, tú
seguirás con tu vida y tus chavales, pero podemos mantener el contacto si
quieres.
—Es una pena no haber podido conocernos mejor, te hubiera
enseñado todos esos castillos que deseaban visitar. Mañana se termina la
excursión, estaré en Inverness, por si te lo piensas y quieres pasar el resto
del tiempo que te queda aquí conmigo.
—¿En serio? Entonces, me lo pensaré. Aún me queda por ver
Stirling, Eilean Donan…
—No te vayas, Katy. Vayamos juntos, así no tienes que hacer tantos
desplazamientos.
Me cogió de la cintura y me miró con tanta dulzura que no pude
evitar darle un beso en los labios.
Él sonreía, se alegraba de haberme animado a continuar mi viaje con
él.
Llamé a la familia y les dije que me unía a otro tour, para seguir
visitando castillos. No se opusieron ni me recriminaron el no hacer de
canguro con Micaela, ya que ella seguía en la finca con su amiga y allí
estaba la mar de bien, no me necesitaban.
CAPÍTULO 14

El pueblo donde vivía Duncan se llama Kyle for Lochals, en el


condado de Ross-shire, a 90 quilómetros de Inverness. Desde allí
recorrimos los bosques cercanos haciendo caminatas a pie. En cada una de
las incursiones por la arboleda nos divertíamos jugando a escondernos y
encontrarnos.
En una de las veces, él me empezó a hacer cosquillas, el contacto de
nuestros cuerpos se fue haciendo más y más intenso, hasa que acabamos
revolcándonos sobre la hierba presos de una gran excitación.
No quisimos que nos pasara lo mismo que aquella vez en el bosque
cuando estábamos con los niños esperándonos y Kevin desaparecido.
—Señorita, ¿no querrá usted que vuelva al pueblo con una medalla
en mis pantalones? —dijo, refiriéndose al surtidor que acabara arruinando
su aspecto.
—Of course, por supuesto que no. Además, tengo una varita mágica
y a la de tres ese pantalón va a desaparecer. A la una…
Duncan tardó poco en quedarse desnudo. Creo que conté hasta diez
hasta verle tal como vino al mundo. Me produjo una revolución en las
hormonas, desatando todas mis ansias por sentir su piel.
Él me fue levantando la camiseta, retirándola después por encima de
la cabeza, arreglándome el cabello por encima de los hombros. Luego, me
quitó el sujetador, lo colgó en una rama, cosa que me hizo reír. Detrás de
mí, me desabrochó el pantalón, bajando la cremallera posteriormente.
Se inclinó y deslizó sus manos por mis piernas para bajarme la
prenda. Con unos toques en mis pies me indicaba que levantara uno y luego
otro para retirar el pantalón.
Entonces, me agarró por las piernas, una vez en pie, y me despositó
suavemente sobre su camisa, para que no me rozara con ninguna planta que
me pinchara.
Su pecho subía y bajaba de la honda respiración que inundaba sus
pulmones.
Con mucha delicadeza fue dejándome desnuda del todo, sin mi ropa
interior.
Solo se escuchaban los cantos de los pájaros y la brisa nos regalaba
una caricia con aroma a pinos.
Los cuerpos hablaron en su propio idioma, se fundieron en uno solo
en un vaivén de impulsos que nos hicieron estallar de placer.
Yo miraba hacia arriba y veía las copas de los árboles, con un fondo
azul que parecía elevarnos al infinito.
Tras ese día, se sucedieron otros más a su lado, visitando lugares
históricos. Él me explicaba con todo lujo de detalles sobre las batallas, los
clanes, incluso leyendas que se siguen contando y que pertenecen a la
literatura fantástica escocesa.
Por último, fuimos al castillo de Eilean Donan. En Dornie, una aldea
de gentes muy acogedoras, donde pudimos ver las gaitas sobre el puente
tocando la melodía Skye Boat Song. Una chica con el pelo rubio cobrizo
llevaba un vestido de la época de la serie Outlander e iba delante; de su voz
salía el sonido más bonito que he oído en la vida, esa canción que es tan
relevante para el pueblo escocés y que me erizaba la piel de tanta emoción.
Duncan se sabía toda la historia de Eilean Donan, desde su
construcción por el pueblo de los pictos para defenderse de las invasiones
vikingas, llegando a refugiarse en él Robert the Bruce de la persecución
inglesa por Eduardo I. También me detalló las fases por las que había
pasado la fortaleza, destruida por ataques contra la rebelión jacobita, y su
posterior rehabilitación por parte de John MacRae Gilstrop, que la compró
en 1912.
En aquel momento me vino una gran inspiración. Duncan me
acompañó a España, se involucró mucho en mi novela, aportando todos los
datos que necesitaba para relatar una historia que había imaginado
precisamente en ese emblemático lugar.
Shirley me ayudó a poner nombres a muchos personajes. Lo curioso
es que en cuanto le pedí que me dijera cómo llamar al personaje más odioso
de toda mi novela, enseguida me dijo: William.Y al más sexy: Duncan.
¿Por qué será?
Nunca olvidaré aquel verano que viajé a las Highlands.
Después de diez años sentí la necesidad de volver, y ya casada y con
una hija, Duncan y yo, junto a la pequeña Rose, hicimos el trayecto del
Howgarts tren de Harry Potter, admirando su sonrisa reflejada en la ventana
del vagón y sus ojos verde intenso, brillando como una estrella en medio de
aquel paisaje tan agreste y mágico.

FIN

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