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2010 Filosofia 48 13 Unlocked
2010 Filosofia 48 13 Unlocked
48 FILOSOFÍA
Temario 1993
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INTRODUCCIÓN
Este tema tratará sobre el «giro antropológico» que se inicia con el declive de la
filosofía natural de los presocráticos y culmina con las preocupaciones por la edu-
cación y la política por parte de los sofistas y de Sócrates.
Primero ofreceremos una breve caracterización de la sofística, dentro de la cual
incluyen algunos autores a Sócrates, mientras que otros lo separan radicalmente
de esa tendencia. Posteriormente trataremos las dos líneas maestras que se desa-
rrollaron a partir de los pensadores Protágoras de Abdera y Gorgias de Leontinos,
abordando asimismo las figuras de Trasímaco de Calcedón, Antifonte y Critias de
Atenas. En tercer lugar presentamos la figura de Sócrates, quien requiere un ca-
pítulo dedicado a sus métodos y actividades, siempre en contraposición con la
sofística.
Como ya se hizo en el tema 47, daremos en el título de cada apartado la notación
DK de Diels y Kranz (2005). Para citar a Sócrates usamos la numeración crítica de
Henri Estienne, expuesta por vez primera en Platonis opera quae extante omnia (Pa-
rís, 1578) y recogida en las siguientes ediciones críticas de los textos platónicos.
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Original de la misma ciudad que Demócrito, Abdera, nació hacia el 480 a. C. y murió unos setenta
años después, en el transcurso de un traslado. Incansable viajero, como muchos otros pensadores
presocráticos, recorrió gran parte de las islas Cícladas hasta que, a mediados del siglo V a. C., se ins-
taló definitivamente en Atenas. Amigo y consejero de Pericles, a la muerte de éste hubo de exiliarse
con motivo de unas acusaciones de impiedad vertidas contra él, de igual modo que sucediera con
Sócrates. Murió hacia el año 410 a. C. camino del destierro. Platón le dedicó uno de sus primeros
diálogos, fuente en la que nos apoyaremos guiándonos precisamente por las precisiones de estu-
diosos contemporáneos, que lo consideran, al menos, uno de los textos más antiguos de Platón. En
este sentido, el Sócrates que se presenta todavía no posee tantas ideas propias de Platón, ante las
cuales el mismo maestro hubiera mostrado una importante actitud escéptica. Es una fuente, desde
ese punto de vista, fiable.
Protágoras de Abdera encarna, derribando muchos tópicos, el espíritu democrático de la Atenas
de su época, así como la base fundamental del pensamiento sofista. Su discurso se apoyó, espe-
cialmente, en la distinción radical entre nómos () y physis (), entre estado regido por la
costumbre y estado regido por la naturaleza. Esta distinción es la piedra de toque que abre la pers-
pectiva sofística en general y la de Protágoras en particular. Ambas dimensiones políticas son, desde
su punto de vista, irreconciliables, debiendo, sin embargo, la segunda someterse a la primera por el
bien de todos los ciudadanos. Permanecemos, por lo tanto, en un marco en el que la ciudad-estado
gobernada por leyes democráticas se concibe como la más alta cota en las formas de vivencia para
el hombre libre. Para ello es necesario que nos detengamos en el famoso mito de Prometeo, redac-
tado por Platón en Protágoras, 320c–323a, pero muy probablemente narrado por Protágoras en
tiempos de Sócrates (DK 80 C 1).
XX El mito de Prometeo
La mitología tradicional se sirvió de Prometeo como artífice de los hombres (cf. Pausanias, Descrip-
ción de Grecia, X, 4, 4; Ovidio, Metamorfosis, I, 82ss) o como favorecedor de los mismos (cf. Hesíodo,
Teogonía, 510ss; id., Trabajos y días, 48ss; Esquilo, Prometeo, passim), siendo Apolodoro quien recoge
ambas tradiciones en su Biblioteca, I, 7, 1.
Según la idea mítica, Prometeo modeló a los hombres del agua y de la tierra, cediéndoles el fuego
oculto en un tallo seco de cañaheja (férula), uno de los instrumentos más antiguos con que se
trasladaba el fuego de un lado a otro. Zeus se enfadó y por eso mismo le castigó a que un águila
ambrienta le devorara los lóbulos del hígado, que volvía a rehacerse durante la noche. Protágoras, en
su narración, se hace eco de la tradición mitográfica que hacía a Prometeo hermano de Epimeteo,
siendo ambos nombres parlantes y significando respectivamente «el que piensa antes» y «el que
piensa después», es decir, el que premedita y actúa, y el que actúa sin premeditación. A Epimeteo se
le encargó la tarea de repartir los dones de las razas mortales entre todas ella; en el mito, Epimeteo
pide permiso a Prometeo para hacer la distribución, rogándole que éste la inspeccione después, (cf.
Platón, Protágoras, 320d). El plan se hizo «con la precaución de que ninguna especie fuera aniquila-
da» y de hecho los recursos son «recursos de huida», «protección contra las estaciones del año» o
«medios de alimentación» (ibid., 321a–b). En un momento dado, Epimeteo se da cuenta de que no
queda nada para los seres humanos y Prometeo comprueba que «el hombre estaba desnudo y des-
calzo y sin coberturas ni armas» (ibid., 321c) justo el día en que la creación había concluido y habían
de nacer todas las razas mortales. En ese momento, siempre según Protágoras, Prometeo «roba a
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Hefesto y a Atenea su sabiduría profesional junto con el fuego –ya que era imposible que sin el fue-
go aquélla pudiera adquirirse o ser de utilidad a alguien- y, así, luego la ofrece como regalo al hom-
bre» (ibid., 321d). El hombre entonces se dedica a construir altares para los dioses al ser la única raza
mortal en tener noticia de la divinidad, pero también inventa casas, vestidos, calzados, vestimentas,
tiene lugar la agricultura, viviendo «los humanos en dispersión» cuando «no existían ciudades» (ibid.,
322a–b). Sin embargo, de un lado no podían defenderse de las fieras, «pues aún no poseían el arte
de la política, a la que el arte bélico pertenece»; y de otro, «ya intentaban reunirse y ponerse a salvo
con la fundación de ciudades, pero cuando se reunían, se atacaban unos a otros, al no poseer la
ciencia política; de modo que de nuevo se dispersaban y perecían» (ambas citas en ibid., 322b).
Es por la intervención de Zeus por la que los hombres sobrevivieron: envió a Hermes para que trajera
a los hombres «el sentido moral y la justicia, para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acor-
des de amistad», y el reparto, además, se hace de tal forma «que todos sean partícipes» (ibid., 322c–
d). De este modo, todos los hombres participan, desde su segunda creación, de las ideas relativas a
la justicia y del sentido moral, algo que no sucede, por ejemplo, con los conocimientos de medicina
o de navegación, para los que se necesita una persona que cubra las necesidades de varias.
El mito se resuelve en distintos elementos que conviene desentrañar:
1. Hay una evidente contraposición, por servirnos de palabras del siglo XVIII para referirnos a la Ilus-
tración griega del III a. C., entre el estado de naturaleza y el estado de civilización. En el primero,
los hombres disponen del fuego, condición de posibilidad del ejercicio práctico de los saberes
técnicos, mientras que en el segundo, anunciado por la necesidad de los hombres de reunirse
para protegerse de las fieras, hay ya un saber práctico nuevo que necesita de un sentido especial,
el aidós (), que en griego aglutina significados relacionados, pero distintos, como «senti-
miento de vergüenza o pudor», «honor», «dignidad personal». Este término, deudor del canon
de conducta de los tiempos de la Ilíada, responde a una primitiva shame culture o «cultura de la
vergüenza» (Dodds, 2000), propia de la cuenca mediterránea de la época.
2. La contraposición señalada conduce a la mutua destrucción de los hombres si no existe una vía
intermedia que optimice los bienes dados en el estado de naturaleza, que marcan un sentido
evolucionista de progreso humano tecno-científico, expresado ya por Jenófanes de Colofón (cf.
DK 21 B 18), y que al mismo tiempo permita a los hombres convivir entre sí. Dicho de otro modo,
sólo mediante el aidós, la justicia y la convivencia, podrán los hombres vivir en comunidad, per-
mitiéndose una optimización de los saberes que facilite el paso de la supervivencia a la perviven-
cia, y el desarrollo del arte bélico, que necesita de la ciencia política.
3. Para todo ello es absolutamente necesario que todos los hombres dispongan de ese aidós y del
conocimiento de la justicia, de tal forma que todos puedan decidir en un marco de igualdad. La
universalidad del aidós y la donación de la justicia son, entonces, garantes de esa igualdad que
sirve de base para la conciencia democrática griega.
XX El relativismo
Desarrollamos el relativismo de Protágoras a partir de tres sentencias :
1. «El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son en cuanto son y de las que no son, en
cuanto no son» (fr. B 1 en fr. A 14 de Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos, I, 216; cf. frs. A 1, 13, 14, 16,
21, 21a, 24). Éste es, sin lugar a dudas, uno de los tópicos más célebres de la filosofía antigua en
general, y de la sofística en particular. Pero Protágoras no está diciendo con ello que el hombre
«haya de ser» medida de todas las cosas, sino que el hombre «es» ya en cada caso la medida
de todas las cosas. Descendiente, sin lugar a dudas, de la tradición que marcaran Jenófanes de
Colofón y su compatriota Demócrito, Protágoras era también un incansable viajero. El hombre-
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Nacido hacia el 485 a. C., el año 427 fue enviado a Atenas como embajador de su ciudad para soli-
citar apoyo militar en la cruzada contra Siracusa. Como Protágoras, fue un incansable viajero y una
importante personalidad en la Grecia de su época. Su pensamiento pasó por una evolución desde
un posible interés por la filosofía natural, para pasar después a preocuparse por la erística y la oratoria
epidíctica. Representa, desde muchos puntos de vista, el espíritu de la sofística más descarnada. De
este modo, partiendo de las mismas premisas que Protágoras en torno a la eficiencia del lenguaje
para persuadir al oyente, obvió las preocupaciones en torno a la justicia o a la consecución de la
virtud (de hecho, los últimos días de su vida se alojó en la corte de Jasón de Feras, un tirano). Se
preocupó no tanto por la educación como por la más alta formación en el arte de la persuasión. Así,
si Protágoras veía la retórica, la orataria y, en general, toda forma de hablar en público con intención
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Son diversas las tradiciones que han ahondado sobre el significado profundo de las posturas gorgia-
nas, destacando, tal y como señala Melero Bellido (1996) en la edición castellana de los fragmentos
sofistas . Al margen de lo que fuera en su origen el tratado, lo cierto es que la tradición recogió las
consecuencias y prefirió establecer la matriz de su pensamiento con esta triple argumentación. Y
así, una vez asentada la incomunicabilidad del pensamiento, se abría la puerta a la imposibilidad
de que existiera una conciencia intersubjetiva acerca, siquiera, de la apariencia de las cosas. Por lo
tanto, la conciencia intersubjetiva tendrá que ser no de las cosas o de las apariencias de las cosas,
sino del significado de las palabras. La palabra se convierte, entonces, en el vehículo de intersubje-
tividad y la retórica, como arte de la persuasión, implica no tanto un conocimiento profundo de las
palabras, cosa requerida por Protágoras en sus lecciones, como un conocimiento de las emociones
de los espectadores ante el uso de tales o cuales palabras. Dicho de otro modo, se da con Gorgias
un giro psicologista o incluso esteticista: determinadas palabras, articuladas en determinado tipo de
discursos, con determinado tipo de ritmo o de género, resultan demoledoras en cualquier interven-
ción pública por el tipo de reacciones emotivo-afectivas que desatan en los espectadores. Por ello,
la verdad o falsedad del discurso no importa ya en absoluto (cf. Platón, Gorgias, 449d-457c) ni, por
supuesto, cualquier contenido ético o moral: lejos de ello, la elevación del instrumento a objeto en el
arte de la persuasión deja atrás la posición de Protágoras y del sofista como árbitro de las opiniones,
para erigirse en creador de opiniones, sean verdaderas o falsas. Se buscará, entonces, el efecto esté-
tico de la palabra antes que la correcta utilización del significado o mucho antes que educación de
los oyentes, quedando ésta reservada a los iniciados en el arte de la retórica y la sofística.
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cuerpo y otros, otros; y así como algunos de ellos ponen fin a la enfermedad y otros, en cambio, a la vida, así
también las palabras producen unas, aflicción; otras, placer; otras, miedo; otras, predisponen a la audacia a
aquéllos que las oyen, en tanto otras envenenan y embrujan sus almas por medio de una persuasión malig-
na» (14).
La influencia de Gorgias será enorme en la sofística, y será considerado como el maestro de todos
ellos. Protágoras, en esta línea, quedará relegado a un segundo plano, defensor como era de un
buen uso de la retórica; Gorgias, por el contrario, representa en este punto cierto lado oscuro de la
retórica, centrado más en la fuerza de la palabra y en el poder de persuasión que en el objeto mismo
de esta última.
XX Antifonte y el hedonismo
Antifonte fue seguramente discípulo de Protágoras, y vivió probablemente a lo largo del siglo V a. C.,
siendo contemporáneo de Sócrates y de los grandes sofistas. Podemos desgranar su pensamiento
en varios puntos fundamentales:
En primer lugar, se da una asunción del carácter convencional del nómos y del carácter necesario
de la physis. En este sentido, Antifonte va a ostentar un talante ciertamente legalista, pues desde su
punto de vista:
«la justicia consiste en no transgredir las normas legales vigentes en la ciudad de la que se forma parte. En
consecuencia un individuo puede obrar justamente en total acuerdo con sus intereses, si observa las grandes
leyes en presencia de testigos» (fr. B 44, Col. I, 1–33).
En segundo lugar, es vital la importancia del testigo, es decir, del que «nos ve llevar a cabo nuestra
acción», para dirimir acerca de la punidad o impunidad de los actos. En este sentido, es justo obrar
en total acuerdo con los intereses propios y en el marco legal vigente, pero también es cierto que
en ausencia de testigos, el individuo obedecerá a su naturaleza. Por lo tanto, transgredir las normas
legales sin presencia de testigos y si posibilidad de que se tenga conocimiento de la transgresión,
«está libre de toda vergüenza y castigo» (fr. B 44, Col. II, 34–36).
En este sentido, violentar las leyes de la naturaleza es algo siempre perjudicial para el ser humano.
Partiendo de una concepción hedonista de la vida, todo aquello que produce placer y bienestar es
favorable a la vida, mientras que lo que produce dolor y malestar es contrario a ella: por lo tanto, de-
jar paso a las leyes de la naturaleza es algo necesario en algunos casos, que son justamente aquéllos
en que la ley no puede capturarnos. En este sentido, hay cierta crítica de la condición legalista por
la que lo justo vendría siempre dado por convención, frente a la naturaleza, que sigue sus propias
reglas. Pero en otra línea, esta crítica se ejerce igualmente como crítica de la cultura, a raíz precisa-
mente de las propias leyes griegas:
«a los que descienden de una casa humilde ni los respetamos ni los honramos. En este aspecto nos compor-
tamos como bárbaros los unos con los otros, puesto que por nacimiento somos todos naturalmente iguales
en todo, tanto griegos como bárbaros. Y es posible observar que las necesidades naturales son igualmente
necesarias a todos los hombres. Ninguno de nosotros ha sido distinguido, desde el comienzo, como griego ni
como bárbaro. Pues todos respiramos el aire por la boca y por las narices y comemos todos con las manos…»
(fr. B 44, Col. II, 266–299).
En este sentido, vendría a apoyar soslayadamente las posturas panhelénicas del sofista enciclopé-
dico Hipias de Élide, al que Platón le dedicó dos textos (Hipias Mayor, Hipias Menor), y compartidas
igualmente por Gorgias de Leontinos. Ahora bien, esta conciencia panhelénica vendría defendida
desde el punto de vista de que la convención griega sería justamente la que configura «lo griego»,
quedando como sustrato una misma naturaleza común para todos los hombres.
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En primer lugar, Sócrates, al igual que los sofistas, consideraba que el nómos se oponía efectiva-
mente a la physis, y como aquéllos, también pensaba que era fruto de la convención o del pacto
entre ciudadanos. Sin embargo, esta condición no resultó óbice suficiente para que, como Gorgias
o Trasímaco, renunciara a buscar una definición de justicia universal, susceptible de ser compartida
por todos los ciudadanos y proyectable políticamente en el marco jurídico que imponen las leyes.
En esta línea, Sócrates mantuvo en vida un compromiso con las leyes de su ciudad que trascendía
el miedo (Antifonte, Polo, Calicles, Trasímaco) o la mera necesidad de supervivencia (Protágoras). La
experiencia ciudadana de Sócrates, en este sentido, se apoya en su propia experiencia como hoplita
a las órdenes de los generales atenienses en las distintas batallas para las que fue movilizado, su con-
vicción de que la democracia era el mejor de los sistemas posibles y el padecimiento de las políticas
demagógicas (propias de Cleón o Alcibíades, discípulo directo de Sócrates), llevaron al ateniense a
conformar, a lo largo de toda su vida, un programa filosófico que aspiraba a una reforma general de
la ciudad, pero partiendo no tanto del ágora como unidad política básica, sino del individuo en tanto
que ciudadano.
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Tengamos en cuenta que el año 462 a. C., el líder demócrata Efialtes introdujo una serie de medidas
destinadas a reforzar la confianza del espíritu democrático ateniense, transfiriendo al ágora (Asam-
blea) y al grupo de los Magistrados las funciones tradicionalmente adscritas al Areópago (Consejo),
compuesto por las clases más altas de la ciudad. Sócrates, todavía joven, asiste a la consolidación
de la democracia en época de Pericles y al desarrollo de la radicalización del espíritu anterior. Pero
asistió también a la destrucción del mismo espíritu en época de la oligarquía de los Treinta, instigada
precisamente por Critias, amigo suyo y simpatizante de las posturas sofistas, anclado, sin embargo,
en los valores tradicionales aristocráticos y predemocráticos. E igualmente comprobó cómo la de-
mocracia ateniense se vio en la obligación de gestionar los destinos de un imperio y de una guerra
cruel y, las más de las veces, conducida en el ágora por los demagogos. La sensación de ascenso
en calidad de vida y gloria ateniense desde las reformas de Solón, Clístenes, Efialtes, pasando por
Pericles hasta su muerte en el 429 a. C., y la constatación de una pérdida progresiva de valores tra-
dicionales, necesarios incluso en un estado democrático para la convivencia pacífica y la conducta
responsable de la ciudadanía, eran síntomas inequívocos de que algo se estaba perdiendo en Ate-
nas, su pólis. Un momento decisivo en este diagnóstico tuvo lugar el año 428 a. C., un año después
del fallecimiento de Pericles y desencadenado ya el proceso degenerativo de la ilustración griega.
Fue el problema de Mitilene.
En el año 477 a. C. se fundó, finalizadas las Guerras Médicas y perdida la hegemonía de Esparta, la
Liga de Delos, ciudad en que se depositó el tesoro de apoyo a la misma. Sus funciones consistían
en la defensa de las ciudades griegas frente a posibles ataques extranjeros, en especial, medos. Los
aliados proveían con naves o con dinero, hasta que poco a poco Atenas fue consolidándose como
el centro de poder y administración de la Liga, iniciándose así el periodo conocido como el Impe-
ralismo Ateniense. En este sentido, Atenas procuró proyectar una conciencia panhelénica y proate-
niense ayudada mediante el establecimiento de cleruquías (guarniciones atenienses en las ciudades
aliadas) y mediante la administración exclusiva de los fondos de la Liga. En este sentido, se apoyaron
en tres instrumentos de dominio: en primer lugar, el sometimiento de aquellas ciudades que no
deseaban pertenecer a la Liga y su posterior inclusión por la fuerza en la misma; en segundo lugar, el
castigo contra aquellas ciudades que deseaban abandonar la Liga; en tercer lugar, el castigo contra
aquellas ciudades que se sublevaban contra la Liga debido al excesivo dominio ateniense. En esta
línea, el año 454 a. C., elegido Pericles estratega de Atenas y líder de la Liga, el tesoro y la sede fueron
trasladados desde la isla de Delos al centro mismo de Atenas, donde pasó a construirse la Acrópolis
con los fondos destinados a la defensa y protección de las ciudades aliadas. Atenas se convirtió,
por fin, en la ciudad más esplendorosa de toda Grecia, aun cuando padeciera simultáneamente el
rencor, el odio y el cansancio del resto de ciudades griegas. En este sentido, tras varias sonadas rebe-
liones (Naxos en el año 468 a. C., Tasos en el 465 a. C. y Samos durante el bienio 440-439 a. C.), Atenas
se convertía en la ciudad más fuerte, alimentada filosófica y políticamente por las teorías de algunos
sofistas acerca del derecho del más fuerte sobre los débiles. En el año 431 a. C. Esparta, encabezando la
Liga del Peloponeso, declara la guerra a Atenas, comenzando así la Guerra del Peloponeso (431-404).
Dos años después de iniciadas las contiendas, estalló la rebelión de Mitilene contra la Liga.
La asamblea ateniense, liderada por los demagogos, y ante la creciente amenaza del Peloponeso,
decidió en un arrebato de venganza y miedo la aniquilación de toda la cudadanía masculina y la
esclavitud de todos los niños y mujeres. Un día después tal decisión fue revocada, pero sin lugar a
dudas Sócrates, miembro, como todos los ciudadanos, de la asamblea, debió de verse consternado
por cómo una serie de individuos encendían la cólera, la ira y el miedo de los atenienses, llevando
a toda una ciudadanía a tomar una decisión basada más en pasiones irracionales, que en procedi-
mientos basados en decisiones prudentes y autocontroladas, incluso en una etapa de crisis como
aquélla. El demagogo Cleón, instigador del castigo, lo entendió como una muestra del «derecho
del más fuerte», a saber, el imperio ateniense. Sin embargo, lo que no sucedió con Mitilene por la
intervención de Diódoto, que apeló a la conveniencia de suavizar el castigo teniendo en cuenta la
delicada situación en que se hallaba Atenas, sucedió en el año 416 con la isla de Melos (416).
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El término demagogo en griego significa propiamente «el conductor del démos», o dicho de otro
modo, el conductor no tanto de los ciudadanos, como de la masa de ciudadanos. Esta masa era
guiada a la toma de decisiones por mociones emotivo-afectivas, antes que por el espíritu demo-
crático e ilustrado propio de la época de Pericles. De esta forma, los ciudadanos eran, instrumentos
de decisión en manos de los demagogos que eran, en realidad, «políticos de escuela», la mayoría
discípulos de los antiguos sofistas. Es en este marco en el que Sócrates presenta su programa filo-
sófico como un intento de reinsertar al individuo en tanto que ciudadano dentro del marco de la
ciudad, pero a diferencia de Protágoras, no presentará una educación basada en el desarrollo de los
mejores, es decir, de aquéllos que pudieran pagarla, sino una educación susceptible de ser recibida
por todo aquél que lo deseara.
XX Primera navegación
El Fedón presenta la experiencia filosófica de Sócrates desde sus preocupaciones iniciales hasta sus
inquietudes actuales. Dice así:
«El caso es que yo, Cebes, cuando era joven estuve asombrosamente ansioso de ese saber que ahora llaman
investigación de la naturaleza. Porque me parecía ser algo sublime conocer las causas de las cosas, por qué
nace cada cosa y por qué perece y por qué es. Y muchas veces me devanaba la mente examinando por arriba
y abajo, en primer lugar, cuestiones como ésas: ¿es acaso cuando lo caliente y lo frío admiten cierto grado de
putrefacción, según dicen algunos, cuando se desarrollan los seres vivos? ¿Y es la sangre con la que pensa-
mos, o el aire, o el fuego? ¿O ninguno de estos factores, sino que el cerebro es quien presenta las sensaciones
de oír, ver, y oler, y a partir de ellas puede originarse la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, al
afirmarse, de acuerdo con ellas, se origina el conocimiento?» (Platón, Fedón, 96a – b).
En un solo texto, Sócrates ha citado a tres filósofos presocráticos: en primer lugar, respecto a la
putrefacción y lo caliente y lo frío, se está refiriendo a Arquelao de Atenas que, según Simplicio (cf.
Simplicio, Física, 27, 23), fue discípulo de Anaxágoras de Clazomene y, según Teofrasto (cf. Diógenes
Laercio, Vitae philosophorum, II, 16; cf. DK 60 A 1), maestro del mismo Sócrates. En segundo lugar, al
referirse a que pensamos con la sangre que rodea el corazón, se hace eco del posible maestro de
Gorgias de Leontinos, Empédocles de Acragante, quien habría afirmado justamente que «la sangre
en torno al corazón constituye el pensamiento para los humanos» (DK 31 B 105). En tercer lugar, al
citar el cerebro como gestor de la información proveniente de los sentidos, se hace eco de la influen-
cia del pensador Alcmeón de Crotona, que influyó no sólo en la filosofía posterior, sino en la historia
de la medicina.
En este sentido, Sócrates presentaba un conocimiento más que suficiente de las filosofías naturalis-
tas, y él mismo se presenta como un iniciado en las mismas, especialmente cuando tuvo noticia de
Anaxágoras de Clazomene, con quien se sintió
«muy contento con esa causa [la Mente] y me pareció que de algún modo estaba bien el que la mente fuera
la causa de todo, y consideré que, si eso es así, la mente ordenadora lo ordenaría y todo y dispondría cada
cosa de la manera que fuera mejor» (Platón, Fedón, 97c).
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Sin embargo, del mismo modo que Anaxágoras fue acusado de no explicar suficientemente cómo
algo absolutamente ajeno a la materia podía ejercer el cambio en la misma, recurriendo a causas
de tipo material, Sócrates también sale «defraudado, cuando al avanzar y leer veo que el hombre no
recurre para nada a la inteligencia ni le atribuye ninguna causalidad en la ordenación de las cosas,
sino que aduce como causas aires, éteres, aguas y otras muchas cosas absurdas» (ibid., 98b-c).
El peligro, en realidad, proviene de cierta consideración parmenídea de las cosas: ¿por qué un prin-
cipio en lugar de otro? ¿Por qué el aire, el agua o el éter? Es en ese momento cuando Sócrates sintió
«temor de quedarme completamente ciego de alma al mirar directamente a las cosas con los ojos e
intentar captarlas con todos mis sentidos» (ibid., 99e) y comienza su «segunda singladura» (deúteros
ploûs, ̃ ), que en términos marítimos de la época se aplicaba al modo de navegación
a fuerza de remo propio de las trirremes y cuando no había viento a favor. Esta segunda singladura
o segundo tipo de navegación marca el giro propiamente socrático que lo distingue de las filosofías
naturalistas anteriores a él y de la sofística de la que fue coetáneo.
XX Segunda navegación
La segunda navegación depende ya de los mismos marineros, es decir, del mismo pensador y no de
una asignación un tanto arbitraria de las causas, se va a apoyar en «los conceptos para examinar en
ellos la verdad real» (loc. cit.). Por esta razón fue por la que Aristóteles considera muy positivamente
a Sócrates: «Dos cosas, en efecto, se le pueden reconocer a Sócrates con justicia: la argumentación
inductiva y la definición universal; estas dos cosas atañen efectivamente al principio de la ciencia».
Ahora bien,
«Sócrates no atribuía existencia separada a los universales ni a las definiciones. Sus sucesores, en cambio, los
separaron, y proclamaron Ideas a tales entes […]» (Aristóteles, Metafísica, 1078b27–32).
Gracias a este texto-fuente sobre la vida y doctrina de Sócrates podemos confirmar la separación
clara entre Sócrates y su inmediato seguidor, Platón. Aun cuando en un punto estuvieran de acuerdo
y se opusieran radicalmente a las tesis sobre el no-ser de Gorgias.
1. Frente a la incomunicabilidad del pensamiento y la imposibilidad de significaciones comunes,
Sócrates dará la razón al de Leontinos en cuanto a que es cierto que no hay acuerdo sobre las
significaciones comunes, tampoco sobre las de índole moral. Ahora bien, eso no significa que
no pueda establecerse un acuerdo en torno a las significaciones, también en el ámbito de los
términos morales.
2. Frente a la imposibilidad del conocimiento y la imposibilidad de significaciones objetivas, Só-
crates se opone radicalmente, estableciendo que aun cuando sea difícil conocer la justicia en sí
misma o la belleza en sí misma, eso no significa que más allá de las opiniones subjetivas no exista
una verdad objetiva, cuyo rastreo se vuelve imperioso para un hombre que pierde la confianza
en la democracia.
El año 411 a. C. se instauró en Atenas la Tiranía de los Treinta con motivo de los fracasos militares y la
creciente desconfianza ante la democracia, debida a la potente presencia de los demagogos. Sócra-
tes, angustiado, considera que sólo mediante un programa filosófico que ayude a toda la ciudadanía
a buscar esas definiciones objetivas de las cosas puede salvarse, no sólo la democracia, sino la misma
condición de los individuos como sujetos libres. Para ello, era necesario preguntarse permanente-
mente sobre aquellas cosas que consideramos justas (por ejemplo, el castigo de Mitilene amparado
en la ley del más fuerte como ley de justicia) y buscar la participación que lo justo tenía de la justicia,
en tanto que significación objetiva. De ahí la autoría del principio inductivo que se inicia en la obser-
vación de los casos particulares a una enunciación universal que los aglutine. Y de ahí, en definitiva,
la autoría de la necesidad en la búsqueda de definiciones universales, construidas por los hombres
en proceso continuo de perfeccionamiento y salida de la ignorancia.
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Ahora bien, el gran problema que supone el pensamiento socrático, no resuelto en ninguno de los
diálogos en que surge, es su convencimiento del «intelectualismo moral», según el cual el conoci-
miento de esas significaciones objetivas implicaría una conducta correspondiente: si uno conoce la
«justicia en sí», no parece probable que se comporte en desacuerdo con el objeto de ese conoci-
miento. Este problema queda, todavía a día de hoy, irresoluto, y se enmarca en el diálogo de Sócrates
con Trasímaco y Glaucón (cf. Platón, República, 358c–e), a partir del mito del anillo de Giges, que
concedía la invisibilidad a quien se lo ponía. Según Glaucón, aun cuando se conozca la significación
objetiva de la justica, nacida de la contrastación y análisis de las significaciones comunes, ésta no se-
ría cultivada de forma voluntaria, y en este sentido coincide su planteamiento y su crítica con la idea
de Antifonte, según la cual sólo actuamos de acuerdo con las leyes cuando hay testigos o peligro de
que nos capturen: en ausencia de alguien que pueda delatarnos, actuamos según nuestra naturale-
za, que buscará, en este sentido, una satisfacción inmediata de nuestros placeres y deseos.
El problema se resuelve en el contexto propio de las doctrinas de Platón, pero no parece que Sócra-
tes lo resolviera del todo, aun cuando prosiguiera con su particular método de investigación, que
pasamos a describir a continuación.
Los objetivos, por tanto, estaban claros: apoyarse en las significaciones comunes, cuya adecuada
contemplación desencadenará un proceso (inducción) de establecimiento de significaciones obje-
tivas (definición) de las cosas. Ahora bien, ¿cuál es el marco en que ha de desarrollarse este proceso?
¿A quiénes va dirigido?
XX Diálogo y mayéutica
El diálogo entre ciudadanos es lo que fundamenta los pilares de la democracia, así como la toma de
decisiones posterior a ese diálogo. Por lo mismo, el diálogo es lo que permitirá, no sólo en el ágora,
que no es más que el espacio político de ese proceso de diálogo y toma de decisiones, sino en todas
las facetas de la vida cotidiana la búsqueda de esas definiciones entre iguales. Por ello, una educa-
ción basada exclusivamente en el cobro de atributos propia de los sofistas se enfrenta abiertamente
a la reforma del ciudadano pretendida por Sócrates. Esto es lo que diferencia de manera fundamen-
tal la postura de Protágoras de Abdera y Sócrates de Atenas: mientras el sofista busca esa reforma de
ciudadano a partir de la conducción del mismo por parte del sabio en cuestiones de virtud política,
Sócrates pretende la reforma de todos los ciudadanos una vez instaurada, en efecto, las bases de la
democracia radical de Pericles en que todos los hombres podían dar su voto y emitir su voz en la
asamblea ateniense. Por lo tanto, la postura de Sócrates representa una dimensión hija de su época,
de sus propias circunstancias políticas y de sus convicciones morales.
Sin embargo, la mayéutica es también un proceso de conducción del ciudadano hacia las significa-
ciones objetivas de las cosas partiendo de las significaciones subjetivas. Entre otras cosas, por eso
mismo se lo consideró otro sofista, salvo por un matiz importante: la conducción del démos por par-
te de los demagogos en el ágora representaba la máxima expresión de la retórica como instrumento
de dominio y de instrumentalización de los ciudadanos, mientras que la conducción que lleva a
cabo Sócrates parte de lo que el sujeto cree, de lo que considera acertado, en definitiva, de lo que
ha recibido de su convivencia cotidiana.
Sócrates se presentaba a sí mismo, ante todo, como un hombre humilde e ignorante. En el marco
del Teeteto se presenta, de hecho, como una partera: al igual que ellas, él es capaz de saber quién
está encinta y quién no, es decir, quién sabe algo cierto o quién cree saberlo, revelándose así como
un ignorante. En esta línea, dice Sócrates que las parteras
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«pueden dar drogas y pronunciar ensalmos para acelerar los dolores del parte o para hacerlos más llevaderos,
si se lo proponen. También ayudan a dar a luz a las que tienen un mal parto, y si estiman que es mejor el
aborto de un engendro todavía inmaduro, hacen abordar» (Platón, Teeteto, 149c–d).
Sócrates, en esta línea, se ocupa de analizar las almas de los hombres y de ayudar a sacar a la luz lo
que hay en el hombre: lo que en el caso de las parteras puede ser un buen nacimiento o un engen-
dro, en el caso de Sócrates se presenta como el arte de probar «si lo que engendra el pensamiento
del joven es algo imaginario y falso o fecundo y verdadero» (ibid., 150b–c).
Al igual que las parteras, Sócrates es estéril, sólo que en el ámbito del pensamiento: él se presenta a
sí mismo como ignorante, de ahí que fuera considerado por el oráculo délfico el hombre más sabio
de su tiempo, porque era el único en reconocer (y así de hecho terminan muchos de los diálogos
de Platon) que no sabía nada de nada. Por eso mismo ponía a prueba a los considerados más sabios
de su época, los sofistas, que caían una y otra vez en sus tretas, por lo demás, fruto de un ejercicio
retórico completamente distinto del de aquéllos: mientras Protágoras, Gorgias y el resto de sofistas
lanzaban elocuentes discursos, pero también muy largos, Sócrates se limitaba a preguntar, a inquirir,
a buscar los problemas de tales o cuales planteamientos. Algo que les distingue igualmente y que,
en realidad, es fuente de la conocida, perspicaz y ácida ironía socrática, en absoluto hiriente, pero tan
fina y delicada que había que todos sus contrincantes llegaran a la misma conclusión que Sócrates:
que ellos tampoco sabían… y que sólo creían saber.
XX Educación y religiosidad
Sócrates se crió en los inicios de la democracia, que es tanto como decir que el sistema político de Pe-
ricles, a pesar de ser profundamente innovador y haber supuesto una importante revolución en todas
las dimensiones de la vida griega, se mostraba respetuoso con ciertas tradiciones, así como como con
las formas religiosas autóctonas. En este sentido, Diógenes Laercio (cf. Vida de los filósofos, II, 5, 23) narra-
ba cómo Sócrates visitó Delfos en una ocasión y allí fue donde el oráculo, ante su pregunta de cómo
podía llegar a ser sabio, el dios Apolo le contestó «conocéte a ti mismo»: Sócrates sólo podría conocer
a los demás, en sus más íntimos pliegues y más profundas fisuras, si se conocía lo suficiente a sí mismo.
Este autoconocimiento era así garante de todo su problema filosófico, lo cual requería de un continuo
estudio, de un, en realidad, vivir filosofando: si el secreto de la sabiduría se hallaba en uno mismo, uno
debía continuamente vivir amando la sabiduría, buscándola incansablemente.
Esta tarea educativa se apoyaba, por lo tanto, en cierta religiosidad de la que Sócrates no escapaba
y en la que se mostraba, igualmente, hijo de su tiempo. De ahí que además de su potente método
de descubrimiento de falsedades y verdades, Sócrates se apoyara de cierta «voz interior», adscrita a
la actividad de un daímon (), una suerte de genio interior, a medio camino entre los dioses y
los hombres (Platón, Banquete, 202a–e), «señal del dios» (Platón, Apología, 40b), cuya interpretación
contemporánea no nos interesa en este punto tanto como el significado que le atribuía Sócrates,
que era, sin lugar a dudas, de naturaleza religiosa: la sintonía con los dioses por medio de esta voz
era algo que respondía a su profunda religiosidad:
«Es algo que me acompaña, me impide juntarme con algunos y me permite juntarme con otros, y éstos
fructifican de nuevo. Por lo demás, los que tratan conmigo experimentan lo mismo que las mujeres embara-
zadas: en efecto, día y noche sienten dolores y no encuentran salida alguna a su estado, mucho más aún que
aquéllas. Y mi oficio es capaz de excitar y de apaciguar tal dolor». (Platón, Teeteto, 151a)
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CONCLUSIÓN
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BIBLIOGRAFÍA
Fuentes comentadas
DIELS, H., KRANZ, W. (comps.) (2005): Die Fragmente der Vorsokratiker. 3 vols. (2004, 2005, 2005). Zurich:
Weidmann.
Referencia indispensable para cualquier estudio sobre los presocráticos. Introducen todos los autores previos a
Platón de los que se tiene noticia en griego original, con un magnífico aparato crítico y un sistema de notación
que es el más utilizado hoy día.
MELERO BELLIDO, A. (comp.) (1996): Sofistas. Testimonios y fragmentos. Madrid: Gredos.
Se apoya en la notación de Diels-Kranz y presenta un nutrido conjunto de pensadores sofistas, incluyendo a
muchos que no aparecen en otras compilaciones. Presenta además una adecuada introducción bio-bibliográfica.
Tiene muy en cuenta la compilación de Untersteiner.
UNTERSTEINER, M. (comp.) (1967): Sofisti. Testimonianze e frammenti. 4 vols. (1949, 1967). Florencia: Nuova
Italia.
Untersteiner, apoyándose en Diels y Kranz, estudió con mucho detalle los volúmenes dedicados a los sofistas,
llegando a añadir textos nuevos y ubicándolos adecuadamente en sus fuentes originales. Obra imprescindible
que comprende la práctica totalidad tanto de los fragmentos originales de los sofistas como de los testimonios
directos sobre ellos.
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RESUMEN
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AUTOEVALUACIÓN
2. Los puntos fundamentales que recogen todos los sofistas son los siguientes:
a. El cuestionamiento de la validez de las leyes, la distinción entre nómos y physis y la definición de
justicia entendida como lo conveniente al más fuerte.
b. La distinción entre nómos y physis, la necesidad de educar a todos los ciudadanos en las escuelas
públicas y la crítica de la cultura democrática.
c. El cuestionamiento de la validez de las leyes a partir de la distinción entre physis y nómos, la prepa-
ración de ciudadanos activos en las Asambleas y la elaboración de amplios programas educativos
que recogieran la mayor cantidad de saberes de la época.
d. El cuestionamiento de la validez de las leyes, la reivindicación de los derechos inalienables de las
familias aristocráticas y la crítica de la cultura democrática.
3. ¿Qué misión le encomienda Zeus a Hermes en el marco del mito de Prometeo relatado por Protágo-
ras de Abdera?
a. Llevar a los hombres la técnica y la ciencia.
b. Castigar a los hombres y, en especial, al titánida Prometeo.
c. Mostrar a los hombres la piedad y el respeto debido a los dioses.
d. Enseñar a los hombres el sentido moral y la justicia.
4. ¿Qué significa la expresión de Protágoras «el hombre es la medida de todas las cosas»?
a. Que las cosas han de estar hechas siempre a la medida del hombre.
b. Que, desde un punto de vista cognoscitivo, determinados temas superan con creces las posibi-
lidades limitadas del ser humano, y desde un punto de vista antropológico, las opiniones de los
hombres son siempre ciertas, pues todo individuo tiene su propia opinión sobre cualquier cosa.
c. Que, desde un punto de vista cognoscitivo, determinados temas superan con creces las posibilida-
des limitadas del ser humano, y desde un punto de vista antropológico y político vinculado con el
ágora, la validez de las opiniones de los hombres sólo pueden dirimirse desde el punto de vista de
su utilidad o provecho.
d. Ninguna de las tres anteriores.
5. Los dos grandes maestros de las dos grandes escuelas de la sofística eran…
a. Trasímaco de Calcedón y Calicles.
b. Protágoras de Abdera y Gorgias de Leontinos.
c. Pródico de Ceos e Hipias de Élide.
d. Protágoras de Abdera y Antifonte.
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8. Según Trasímaco de Calcedón, ¿cuáles son los frenos para el interés y el provecho del más fuerte?
a. Las pasiones del alma concupiscible y el arte de su tiempo.
b. Las leyes y el arte de su tiempo.
c. Las pasiones del alma concupiscible y la presencia de cleruquías.
d. Las leyes y el sentido de la moral.
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