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ESDRAS

INTRODUCCIÓN
En el año 539 a. C., Ciro el Grande, rey de los persas, entra triunfalmente en
Babilonia. Sus victorias anteriores le habían asegurado el dominio sobre las
mesetas de Irán y sobre el Asia Menor. Luego afirma su soberanía sobre el Imperio
babilónico, y las fronteras de su territorio se extienden hasta Egipto. Así queda
constituido el Imperio persa, el más vasto y poderoso de los conocidos hasta
entonces.
Con el advenimiento de Ciro, se produce un cambio importante en las condiciones
políticas del antiguo Oriente. El nuevo monarca se distingue por su actitud más
humanitaria en favor de los pueblos sometidos. No practica deportaciones masivas,
respeta las leyes y costumbres locales, y propicia el retorno a sus respectivos
países de las poblaciones desterradas por los reyes de Asiria y Babilonia.
Favorecidos por la política tolerante de los persas, varios grupos de judíos
exiliados en Babilonia se ponen en camino para regresar a la Tierra de sus
antepasados. La marcha a través del desierto es dura y peligrosa. La meta de tan
larga peregrinación es un país en ruinas, que no alcanza a cubrir cuarenta
kilómetros de sur a norte. A estas penurias materiales se añade la hostilidad de las
poblaciones vecinas, que miran con recelo a los recién llegados y les oponen una
enconada resistencia. Pero, a pesar de todos los obstáculos, la obra de la
restauración nacional y religiosa se lleva adelante. En algo más de un siglo de
persistentes esfuerzos, la comunidad judía de Jerusalén reconstruye su Templo,
levanta los muros derruidos de la Ciudad santa y se aferra a la práctica de la Ley,
como medio para no perder su identidad dentro del Imperio al que está sometida.
Los libros de Esdras y Nehemías son nuestra principal fuente de información
acerca de este importante y difícil período de la historia bíblica. Para elaborar su
relato, el autor utiliza y cita textualmente diversos documentos contemporáneos de
los hechos: listas de repatriados, genealogías, edictos reales, correspondencia
administrativa de la corte persa y, sobre todo, «memorias» personales de Esdras y
Nehemías, los dos grandes protagonistas de la restauración judía. En la disposición
de materiales tan diversos, el autor no siempre se atiene a la sucesión cronológica
de los hechos. Por eso estos Libros, si bien nos ofrecen una información de primera
mano, presentan serias dificultades cuando se trata de reconstruir el desarrollo
exacto de los acontecimientos. Así, por ejemplo, es muy verosímil que la misión de
Nehemías haya precedido en varios años a la de Esdras. Sin embargo, el narrador
ha invertido el orden de los relatos, para dar prioridad a la reforma religiosa,
realizada por el sacerdote Esdras, sobre la actividad del laico Nehemías, de
carácter más bien político.
Pero estas dificultades no afectan al contenido religioso de los Libros. A un pueblo
que ha perdido su independencia política y está propenso a caer en el desaliento, el
autor le recuerda que el «Resto» de Judá liberado del exilio sigue siendo el
depositario de la elección divina. La deportación a Babilonia mostró que las
amenazas de los Profetas se habían cumplido al pie de la letra. ¿No será este el
momento de escuchar la voz del Señor, de tomar en serio las exigencias morales y
sociales de la Ley, que las reformas de Esdras y Nehemías han vuelto a poner en
vigor? Si el pueblo se convierte al Señor y le rinde el culto debido, Dios no se dejará
ganar en fidelidad y dará pleno cumplimiento a sus promesas de salvación.
NEHEMÍAS

INTRODUCCIÓN
Nehemías era un judío que vivía lejos de Judea, en la fortaleza de Susa, donde
llegó a ocupar el importante cargo de copero del rey de Persia, encargado de la
bodega y de la bebida.
A comienzos del 445 a. C., él recibió a una delegación de Judea, encabezada por
su propio hermano Jananí, que le dio a conocer el mal estado en que se
encontraban los muros de Jerusalén, destruidos y con sus puertas quemadas, y le
pidió que se convirtiera en abogado de su causa ante el monarca (Neh 1,3).
Frente a la gravedad de la situación, Nehemías no se contentó con interceder ante
el rey, sino que tomó la firme resolución de acudir en ayuda de la ciudad de sus
antepasados. Una vez que obtuvo la debida autorización para llevar a cabo su
proyecto, partió hacia Jerusalén con una escolta militar, y tres días después de su
llegada inspeccionó el estado de las murallas en un recorrido nocturno, para no
llamar la atención.
No obstante la oposición interna y las amenazas que llegaban de fuera, Nehemías
se ganó el favor de sus compatriotas, y en solo cincuenta y dos días quedaron
restauradas las murallas y las puertas de la ciudad. Como los trabajos debieron
realizarse en medio de la hostilidad reinante, Nehemías dividió a los trabajadores en
dos grupos. Así, mientras una mitad de los hombres trabajaba, la otra mitad, bien
armada, los mantenía protegidos. Había además un centinela en alarma constante,
dispuesto a dar el aviso ante la menor señal de peligro. Y al llegar la noche, toda la
población de los alrededores encontraba refugio en la ciudad.
La terminación de las obras, celebrada con toda solemnidad y con estruendosas
manifestaciones de júbilo, significó un decisivo paso adelante. Ahora Jerusalén
volvía a ser realmente la capital de todo el territorio de Judá, pero el proyecto que se
había fijado Nehemías no estaba del todo cumplido. Hacia el año 450, unos cien
años después de la llegada a Jerusalén de los primeros repatriados de Babilonia, la
comunidad judía se encontraba en una grave situación de crisis social, causada
principalmente por las familias ricas e influyentes, que actuaban como prestamistas
y provocaban el endeudamiento de los campesinos más modestos. Unos se
quejaban de tener que empeñar a sus hijos para conseguir créditos con que comer
y vivir; otros, de verse obligados a hipotecar sus campos, viñedos y casas a fin de
conseguir semillas para la siembra en tiempos de hambre; otros, finalmente, de
tener que entregar a sus hijos como esclavos (es decir, como mano de obra barata)
para poder pagar los “impuestos al rey”.
Para superar la crisis, Nehemías convocó a una gran asamblea. La situación
descrita era intolerable, porque contrariaba la letra y el espíritu de la legislación
deuteronómica, que prescribía la condonación de las deudas y la liberación de los
esclavos en el año sabático (Dt 15,1-6). Pero la gente empobrecida no podía
esperar hasta el próximo año sabático, y por eso el gran reformador radicalizó la
exigencia: Devuélvanles hoy mismo sus campos, sus viñas, sus olivares y sus
casas, y anulen la deuda de la plata, el trigo, el vino y el aceite que ustedes les
prestaron (5,11). Y no contento con dar esta orden, obligó a los acreedores a jurar
delante de Dios que renunciaban a sus derechos, siendo él mismo el primero en dar
el ejemplo (5,10-13). De este modo se logró la condonación de las deudas que
abrumaban a los agricultores empobrecidos y se preservó la paz social.

La segunda misión de Nehemías


Después de finalizar su primer mandato como gobernador de Jerusalén, Nehemías
pasó un tiempo en Persia. Pero antes de la muerte de Artajerjes I (en el 424 a. C.)
obtuvo una nueva autorización para ir a Jerusalén y allí se encontró una vez más
con un estado de cosas que lo obligó a tomar drásticas medidas.
Como primera medida él manifestó su oposición al alto clero y a las familias
aristocráticas que sacaban provecho de los intercambios comerciales con
extranjeros,
profanando incluso el recinto sagrado del Templo (13,4-9). Por otra parte, como no
se pagaban los diezmos al Templo (cf. Mal 3,8-10), los levitas y los cantores no
recibían suficientes provisiones y se volvían a sus propias tierras, con el
consiguiente descuido de sus obligaciones cultuales. En este punto, Nehemías se
mostro intransigente. Exigió la estricta aplicación de lo establecido en Dt 14,22-27 o
en 26,12-13 sobre los diezmos del grano, del vino y del aceite, y nombró una
comisión encargada de velar por el cumplimiento de aquellas disposiciones (10,32;
13,15-22). Hizo salir a los extranjeros del recinto sagrado, prohibió los matrimonios
con mujeres extranjeras y también puso fin a las transgresiones del descanso
sabático, especialmente por parte de los comerciantes que vendían las mercancías
en las puertas de Jerusalén (10,32; 13,15-22; cf. Am 8,5; Jr 17,19-27; Is 58,13).
Las «memorias» de Nehemías lo muestran como un hombre de fe ardiente y
entregado en cuerpo y alma al servicio de su pueblo. Incluso cuando asume con
severidad la tarea de restaurar el orden en el Templo y en la Ciudad santa, se
percibe en su acción un eco de la predicación profética, que coincidía con la
legislación deuteronómica en defender el derecho de los pobres contra el egoísmo
de los ricos propietarios (Dt 24,10-22; cf. Am 2,6; 8,6; Jr 34,14; Miq 2,2).
Particularmente significativa es la sencilla oración con que Nehemías concluye su
relato: ¡Acuérdate de mí, Dios mío, para mi bien! (13,31).
Cuando el libro del Eclesiástico hace el elogio de los grandes antepasados de
Israel, le dedica estas palabras: También es grande el recuerdo de Nehemías: él fue
quien levantó nuestros muros en ruinas, el que puso puertas y cerrojos y
reconstruyó nuestras casas (Eclo 49,13).

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