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LAS REVUELTAS EN TIEMPOS DE JESÚS.

Introducción

Cuando imaginamos la infancia de Jesús, en la sencilla vereda de Nazaret, la suponemos


tranquila, con san José en su trabajo cotidiano “permanente”, al niño Jesús retozando con
juguetes de la época, y María cantando mientras lavaba la ropa, rodeados todos por los
bondadosos paisanos de la aldea.

Sin embargo no fue así. La época de Jesús estuvo marcada por protestas sociales, revueltas
campesinas y sublevaciones políticas, algunas ocurridas muy cerca de su casa en Nazaret.
Ninguno de estos movimientos rebeldes tuvo éxito. Todos fueron reprimidos en forma
brutal por las autoridades romanas, por aquel tiempo dueños del país y la importante
cuenca comercial del Mar Mediterráneo. Pero el espíritu de las rebeliones permaneció
siempre vivo en el escenario de Palestina, por este motivo Jesús creció y vivió desde su
más tierna infancia en medio de un ambiente generalizado de tensión, protestas y
disturbios contra el poder de Roma. Este hecho, sin duda, marcó de manera determinante
su trayectoria como Maestro.

Aquellos levantamientos pueden clasificarse en tres categorías: de tipo mesiánico, de


carácter teocrático y los de estilo profético. Cuando Jesús fue mayor y fundó su propio
movimiento, también revolucionario, tenía estos modelos como paradigma para revisar su
propio grupo. ¿Cómo eran estos movimientos? ¿Qué modelo eligió Jesús?

Una primera conmoción fuerte.

En el año 4 a.C., cuando Jesús era apenas un niño de tres o cuatro años (había nacido en el
año 8-7 a.C) y vivía en Nazaret, murió el rey Herodes. Él gobernó el país por casi cuarenta
años con mano de hierro y al filo de espada, por ello, con ocasión de su muerte se generó
un gran vacío de poder, mientras el Emperador César Augusto aprobaba o no el
testamento a favor de tres de sus hijos. Estallaron entonces violentas manifestaciones en
el país, como muestra del rechazo a un reinado tan largo y con dolorosas secuelas.

La primera revuelta fue muy cerca de la casa del niño Jesús, en Séforis, una población rica
y pujante, a 6 kilómetros de Nazaret, hacia el norte. Encabezó la insurrección, Judá Ben
Ezequías, un personaje de las clases más populares de Galilea, y quien desde hacía tiempo
lideraba un grupo de bandoleros. Aprovechó la muerte de Herodes, asaltó el palacio real
de Séforis y se apoderó de las armas allí guardadas. Con ellas equipó a sus hombres,
saqueó las reservas, y se proclamó rey de Israel. Gracias al apoyo de sus seguidores,
controló la región de Galilea, incluida Nazaret donde vivían Jesús y sus padres.

Poco después en la provincia de Perea, al este de Jerusalén, un hombre llamado Simón,


ex-esclavo de Herodes, también se sublevó, y al frente de una horda numerosa prendió
fuego a otro palacio real de Herodes, construido en Jericó, y allí este Simón se proclamó
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rey. Por último al sur, en la provincia de Judea, un pastor de enorme fuerza física llamado
Atronges, tomó también la corona real, y con sus cuatro hermanos, a quienes nombró
generales, redujo y sometió la región.

Los líderes de estas revueltas fueron apoyados por la gente, y gozaron de una gran
popularidad. Primero, porque todos eran judíos, y el pueblo hacía tiempo añoraba un rey
autóctono, pues Herodes no era judío, sino idumeo. Segundo, porque todos los cabecillas
eran de origen humilde, y a la vez carismáticos, como el gran rey David. Por lo anterior,
estos líderes lograron reavivar en cierta medida las esperanzas, nunca olvidadas, de un Rey
Mesías, capaz de librar al pueblo de la opresión extranjera.

Roma aplasta los sueños

La aparición de estos tres caudillos, quienes se proclamaron a sí mismos “Mesías”,


fomentó motines entusiastas por varias regiones, y pronto Palestina se vio envuelta en
llamas y en delirios de liberación. Ante esta situación de revuelta generalizada, la reacción
de Roma no se hizo esperar.

El general romano Publio Varo, en ese momento en Siria (Damasco), tomó de inmediato
tres legiones de soldados y marchó contra los revoltosos. Primero se dirigió a Perea, donde
sofocó el movimiento de Simón. Luego aplastó en Judea a los rebeldes de Atronges y
crucificó a más de dos mil sublevados cerca de Jerusalén. Pero el castigo más duro lo aplicó
en Galilea, la patria de Jesús. Allí Publio Varo puso sitio a Séforis, apresó y dio muerte a
Judas, prendió fuego al pueblo, destruyó por completo sus edificios, los redujo a cenizas, y
por último a sus habitantes, por apoyar a Judas, los vendió como esclavos.

De esta manera, la brutal represión romana acabó con los experimentos mesiánicos y con
las ilusorias expectativas avivadas en el pueblo. La gran cantidad de tropas usadas por el
general romano Varo, para derrotar a los levantados en armas, demuestra el enorme
apoyo popular del cual gozaban. Y el recuerdo de la “guerra de Varo”, como se la conoció
desde entonces, quedó para siempre grabado en la memoria judía, como uno de los
episodios más sangrientos vivido en carne propia por el pueblo judío.

Los padres de Jesús y sus familiares más cercanos no sólo conocieron el hecho, también
fueron impactados por la violencia brutal de los represores, y no es una idea sin
fundamento pensar en algunos familiares comprometidos en los episodios. Jesús era un
niño, a lo mejor estuvo ajeno a los terribles escarmientos y crucifixiones en su patria, y
todavía a lo mejor, nada entendía de Mesías ni de alzamientos. Sin embargo, no pudo
pasar por alto los sentimientos encontrados dentro de algunos miembros de su familia.

El lema de batalla de Judas de Gamala


En el año 6 d.C, siendo ya Jesús un adolescente de unos trece o catorce años, se produjo
en la región la segunda oleada de resistencia contra Roma. Esta vez las consecuencias
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fueron más graves en comparación con las anteriores. De nuevo el centro del estallido fue
Galilea, donde vivía Jesús, por lo tanto él conoció detalles de estos disturbios.

El iniciador fue un maestro religioso, llamado Judas el Galileo; y la causa fue el cambio de
administración del sur del país, es decir, las provincias de Judea, Samaria e Idumea. Hasta
entonces estaban regidas por un judío, el etnarca Arquelao, hijo de Herodes. Pero en el
año 6 los romanos lo destituyeron por mal comportamiento, anexaron el territorio a Roma
y empezaron a administrarlo a través de un Prefecto romano. Para proveer a su sustento,
crearon un nuevo impuesto llamado tributum soli (impuesto a la tierra).

El Sumo Sacerdote de Jerusalén acató la medida, para evitar males mayores, y ordenó
aceptarla. Pero Judas desoyó la orden y reaccionó con energía contra ella. Aunque había
nacido en Gamala, al norte de la región de Galaunítide, y por lo tanto no le afectaba el
nuevo impuesto, se trasladó a Jerusalén y desde allí empezó a exhortar a la población a no
pagar el nuevo impuesto. El argumento, para él, era claro: Dios es el único dueño de la
tierra; por lo tanto, el emperador no tiene derecho a cobrar impuestos sobre el suelo de
Israel. Y el lema de su revuelta fue ese: “No pagar el impuesto al César”, por encima de la
cabeza de los judíos “sólo Dios”.

La insurrección de Judas no era de corte militar, como las anteriores, sino pacífica. Judas
no pretendía proclamarse Mesías, más bien pedía el reconocimiento de Dios como rey del
país, y de sus derechos sobre la tierra. Era, pues, un movimiento “teocrático”, religioso, no
violento, buscaba imponer ideas, no estructuras. Pero al cuestionar un impuesto de Roma,
desairaba la autoridad imperial, y con ella su presencia en Palestina. Por lo tanto, los
romanos lo consideraron peligroso. Además, había logrado captar la aceptación del país.
Por eso lo persiguieron, lo atraparon, y lo mataron sin contemplaciones (ver. Hch 5,37).

Mientras tanto el joven Jesús, considerado un adulto entre los judíos, con sus trece o
catorce años, aprendía de su padre José cómo ser un buen artesano o albañil, en el
pequeño poblado de Nazaret, recibía el impacto de estas revueltas y tomaba conciencia de
cómo el imperio romano las hacía desaparecer de la faz de la tierra.

Jesús ante las monedas del César

Si bien el movimiento teocrático de Judas fue aplastado con facilidad, por décadas, sus
ideas perduraron en el ambiente palestino (de aquí surgirán los denominados “zelotes”).
Incluso Jesús tuvo la ocasión de opinar sobre este lema, en el episodio del impuesto, por el
año 30 en Jerusalén. Se le acercaron unos fariseos y herodianos, y lo interrogaron: “ ¿Es
lícito pagar el impuesto al César o no?” (Mc 12,13-17).

En pocas palabras, le preguntaron cuál era su opinión sobre el lema de Judas el Galileo. La
famosa respuesta de Jesús (“Den al César cuanto es del César, y a Dios cuanto es de Dios”),
así como está, es ambigua, y muchas veces se interpretó como un respaldo al pago de
impuestos. Y eso es cierto, en la aplicación del texto hoy. Pero desde el contexto histórico
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de la pregunta, Jesús dijo lo contrario. Pagar el impuesto significaba dar al César de Roma
un dinero propiedad del Dios de Israel; por lo tanto, no se podía pagar.

Para apoyar esta interpretación probable de las palabras de Jesús se cita otra escena del
Evangelio. Cuando Jesús estaba ante el Sanedrín para ser juzgado, sus enemigos lo
acusaron: “Este hombre alborota al pueblo, enseñando a no pagar el impuesto al César”
(Lc 23,2). Jesús, pues, habría aceptado el lema de Judas el Galileo, como muchos otros
maestros y rabinos de su tiempo.

De otro lado, según el texto de Mt 17,24-27, Jesús paga por él y por Pedro, en la población
de Cafarnaúm, el didracma, es decir, el tributo anual y personal para las necesidades del
Templo. Era un tributo religioso y de carácter judío. Equivalía en términos globales a dos
denarios romanos, o sea, el salario de dos días de un campesino. Jesús es libre, es Hijo de
Dios, por eso no paga impuestos, pero los paga desde su libertad por apoyo a la sociedad.

Juan Bautista otro revolucionario

Hacia el año 26, siendo Jesús ya un hombre adulto, surgió en el país un tercer movimiento.
Su fundador era Juan el Bautista, un austero profeta de la provincia de Judea. Juan había
visto cómo la violencia (en los grupos mesiánicos) y el enfrentamiento a las autoridades
(en el grupo teocrático) había hecho fracasar los intentos transformadores precedentes.
Por eso decidió fundar una corriente diferente, un movimiento profético, con el cual
promovía más bien la renovación interior de las personas. Se instaló, así, en el desierto de
Judea, y desde allí empezó a proclamar su mensaje.

Para Juan, el pueblo de Israel se hallaba en una crisis profunda, y la causa de ésta era su
rebeldía contra Dios, es decir, su pecado. Por eso Juan los invitaba a dejar de ofender a
Dios, confesar sus pecados, hacerse bautizar como señal del cambio, y luego regresar a sus
casas a esperar la llegada del inminente juicio final (Mt 3,7-10). Quien no lo hacía, corría el
riesgo de terminar aniquilado cuando llegara el ya cercano castigo divino.

La fuerza de atracción de Juan Bautista era impresionante, y su anuncio impactó hondo en


la sociedad de su tiempo, por eso, grupos numerosos de todas partes acudían a
escucharlo, se hacían bautizar, y se proclamaban seguidores del Bautista. Aunque el
anuncio de Juan era ante todo religioso, también tenía implicaciones políticas. Porque la
llegada del Reino de Dios anunciada por él incluía la desaparición de los poderes enemigos
de los judíos, entre ellos las autoridades civiles.

De hecho, el Bautista no mantuvo buenas relaciones con el tetrarca de Galilea, Herodes Antipas.
Según los Evangelios, Juan lo criticaba con dureza porque se había divorciado de su primera mujer
(la hija del rey Aretas IV, de la región Nabatea) para casarse con la esposa de su propio hermano
Filipo exiliado en Roma, violando así la ley judía (Lev 20,21).
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Antipas se sintió muy molesto con ese ataque del Bautista. De otro lado, la fama de Juan se
acrecentaba cada vez más, por eso Herodes Antipas empezó a preocuparse bastante. No era bueno
para los judíos, contar en su territorio con un profeta de tanta influencia sobre las multitudes;
porque en cualquier momento, aprovechando esta popularidad (como anteriores revoltosos),
podría incitar a los judíos hacia una nueva rebelión. Por eso Herodes decidió entonces eliminar al
bautista, antes de lamentar un motín. Juan fue así detenido, encerrado en una fortaleza, y luego
decapitado (Mc 6,17-29).

A la muerte del maestro, los discípulos lo veneraron, el movimiento profético fundado por él tuvo
largo aliento. Sabemos de seguidores en Palestina, luego en Alejandría (Apolo: Hch 18,24-26), y
discípulos en Éfeso (Hech 19,1-7), sin embargo, luego de varias décadas, el sueño del Bautista, o
sea, la llegada de una nueva era para Israel, se evaporó en las arenas del desierto de Judá.

Jesús da testimonio del Reinado de Dios

Cuando a principios del año 27 Jesús fue testigo público del reinado de Dios, y fue conformando su
propio grupo, tenía diversos modelos para inspirarse y elegir. Pero había aprendido la lección de
sus predecesores. Por eso no fundó un movimiento mesiánico militar, como el de Simón o
Atronges, ni invitó la gente a la insurrección armada. Tampoco fundó un movimiento teocrático,
como el de Judas el Galileo, para cambiar la sociedad mediante la resistencia pasiva a la autoridad.
Y aunque Jesús fue discípulo de Juan el Bautista, o al menos se hizo bautizar por él, tampoco optó
por un movimiento profético como el suyo, preocupado más por no ofender a Dios y cambiar por
dentro.

Jesús buscó una cuarta vía. Para Él, el Reinado de Dios, la transformación social, la ansiada
renovación por la cual habían luchado caudillos y movimientos revolucionarios, sólo se produciría
si los hombres se ocupaban con amor, del sufrimiento ajeno. Mientras Juan basó su proclamación
en eliminar los pecados del mundo (Mc 1,4), es decir, dejar de ofender a Dios, Jesús presentó una
novedad. Para él, el pecado no era una ofensa exclusiva contra Dios, sino una ofensa, un daño, un
perjuicio y una humillación para el propio ser humano (Mt 18,15.21; Lc 15,18; 17,3-4).

Por eso mostró una gran preocupación por el sufrimiento humano, y centró todo su esfuerzo en
sanar a los enfermos (Mc 1,34), dar de comer a los hambrientos (Mc 6,30-44), curar a los poseídos
(Mc 5,1-20), resucitar a los muertos (Mc 5,35-43) y procurar la justicia social (Lc 19,1-10). Su
testimonio fue de compasión, bondad y misericordia con todos.

Ya no hay una raza de víboras

Jesús formó un movimiento muy diferente al de Juan Bautista. En vez de vivir en el desierto y
aislado del mundo, Jesús empezó a recorrer los pueblos y aldeas, las plazas y mercados, en busca
de la gente para aliviar sus dolores. En vez de ayunar y privarse de bebidas, asistió a las fiestas y
banquetes, comía y bebía (Lc 7,32-34), compartía la alegría de la vida (Mc 2,18-22). En vez de
atemorizar a los pecadores, con frases como “raza de víboras” (Mt 3,7) y con amenazas de “castigo
divino inminente” (Mt 3,7), les dio testimonio del Dios presente en medio de ellos, quien cuida,
alimenta y viste a todos los seres humanos (Mt 6,25-33).
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Para Jesús, hablar del Reinado de Dios era hablar de su propia experiencia de Dios, de la vida y la
dignidad de los seres humanos. Por eso su anuncio era “curar las enfermedades y los sufrimientos
del pueblo” (Mt 4,23), es decir, devolvía la vida, la identidad y la dignidad a quienes la tenían
amenazada. Y cuando envió a los Doce a la misión, ellos “expulsaron demonios y curaron a los
enfermos” (Mc 6,13). Para Jesús la llegada del Reinado de Dios, consistía en ocuparse del
sufrimiento humano. No tanto para convertir a los hombres, sino para evidenciar el amor y el
cariño desinteresado de Dios.

Jesús fundó un grupo, una comunidad de “resistencia”, pero de resistencia frente “al mal”. Un
movimiento de varones y mujeres preocupados por las necesidades del prójimo (Mt 25,31-46). Un
grupo de trabajadores interesados en una sociedad más humana y fraterna.

Un itinerario lleno de dificultades y esperanzas

La vida de Jesús, desde su infancia hasta su madurez, transcurrió entre revueltas y estallidos
sociales. El anhelo de cambiar la sociedad es tan antiguo como las injusticias, y tan natural como el
ser humano. Pero no todos los esfuerzos tienen el mismo valor. Muchos fracasan aplastados por el
entorno, así como los movimientos contemporáneos a Jesús murieron aplastados por la
maquinaria del imperio romano.

Por eso Jesús, para cambiar el mundo, prefirió recurrir a una fuerza imposible de detener: la fuerza
del amor (amor oblativo, amor de agápe). Aún hoy quien recurre a ella puede estar seguro de
vencer cualquier batalla. Y aunque Jesús acabó crucificado, su movimiento siguió, se extendió, se
infiltró en todos los ambientes, y doblegó incluso a la poderosa Roma, la cual exclamaba
asombrada ante los insólitos cristianos: “¡Miren cómo se aman!”.

Hoy el mundo padece serios trastornos. Y muchos buscan recetas para mejorar la sociedad.
Algunos acuden a la violencia; otros, a la resistencia pasiva; otros, a la espiritualidad intimista
(sentirse bien por dentro). Pero la propuesta de Dios es la misma, ocuparse de quien sufre: de
quien revuelve la basura de noche, buscando comida para sus hijos; del anciano quien agoniza solo
en el hospital porque nadie lo ve; del obrero quien gasta su salud por un sueldo irrisorio, del
desesperado quien va a tirarse de un puente porque lo perdió todo en el juego, mientras buscaba
salvar a su familia. En definitiva, del sufrimiento de ciegos, mudos, leprosos, viudas, prostitutas,
campesinos, y toda esa inmensa humanidad cautiva y oprimida, herida y desgarrada, por la cual
Jesús se desvivió, y hoy todavía desfila maltrecha ante nuestros ojos.

Sumarse al movimiento de Jesús significa ser varones y mujeres comprometidos de manera


responsable en la lucha por el bien de los demás. Y aunque no es un método fácil de aplicar, es el
único perdurable y eficaz. Por este motivo Dios Padre, creador del mundo, envió a Jesús a esta
historia a pesar de ser su Hijo.

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