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La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro
insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo
tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
En este contexto, La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se
expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació
que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de
recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón.
Quiere decir entonces que El don de piedad significa realmente ser
verdaderamente capaces de gozar con quien experimenta alegría, llorar con quien
llora, estar cerca de quien está solo o angustiado, corregir a quien está en el error,
consolar a quien está afligido, acoger y socorrer a quien pasa necesidad. Hay una
relación muy estrecha entre el don de piedad y la mansedumbre. El don de piedad
que nos da el Espíritu Santo nos hace apacibles, nos hace serenos, pacientes, en
paz con Dios, al servicio de los demás con mansedumbre.
El don de piedad, por obra del Espíritu Santo, perfecciona, pues, en modo
sobrehumano el ejercicio de muchas virtudes, especialmente de la justicia y de la
caridad: nos lleva a sentirnos verdaderamente hijos de Dios, nos hace celosos
para promover su gloria, nos inclina a la benignidad con los hermanos, a la
fraternidad, a la paciencia, a la castidad, al perdón de las ofensas, y a una
servicialidad gratuita y sin límites.
San Agustin nos invita a reflexionar en El Espíritu Santo que tiene diversidad de
dones, pero “entre los dones de Dios ninguno más excelente que el amor, y el
Espíritu Santo es el don más exquisito de Dios” (Agustín, 1985, XV, 19, 37); de
donde decimos que el Espíritu Santo nos otorga los dones como Él dispone, pues
tiene una sabiduría en sí mismo que solo Él conoce.
Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando
nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de
dulzura materna. y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus
hijos y, por tanto, nuestros hermanos.
Pidamos al Señor que el don de su Espíritu, la piedad venza nuestro temor,
nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos
convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad
y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre
nos da el Espíritu Santo en la alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos este
don de piedad.