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DIOCESIS DE FONTIBON

PARROQUIA SAN AGUSTIN


MINISTERIO DE PROCLAMADORES DE LA PALABRA
VIGILIA PENTECOSTES
DON PIEDAD

La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro
insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo
tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

Detengámonos entonces, en la piedad como el don del Espíritu Santo que


muchas veces lo entendemos mal o lo consideramos de manera superficial, y, en
cambio, entendámoslo como el don que toca el corazón de nuestra identidad y
nuestra vida cristiana.
Para ello Es necesario aclarar inmediatamente que este don no se identifica con
el tener compasión o lastima de alguien, tener piedad del prójimo, sino que indica
nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él, un vínculo
que da sentido a toda nuestra vida y que nos mantiene firmes, en comunión
con Él, incluso en los momentos más difíciles y tormentosos.
Este vínculo con el Señor no lo podemos entender como un deber o una
imposición. Es un vínculo que viene desde dentro. Se trata de una relación vivida
con el corazón: es nuestra amistad con Dios, que nos dona Jesús, una amistad
que cambia nuestra vida y nos llena de entusiasmo, de alegría.
Por ello, ante todo, el don de piedad suscita en nosotros la gratitud y la alabanza.

Es esto, en efecto, el motivo y el sentido más auténtico de nuestro culto y de


nuestra adoración. Cuando el Espíritu Santo nos hace percibir la presencia del
Señor y todo su amor por nosotros, nos anima el corazón y nos mueve casi
naturalmente a la oración y a la celebración. Piedad, por lo tanto, es sinónimo de
auténtico espíritu religioso, de confianza filial con Dios, de esa capacidad de
dirigirnos a Él con amor y sencillez, que es propia de las personas humildes de
corazón.

En este contexto, La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se
expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació
que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de
recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón.
Quiere decir entonces que El don de piedad significa realmente ser
verdaderamente capaces de gozar con quien experimenta alegría, llorar con quien
llora, estar cerca de quien está solo o angustiado, corregir a quien está en el error,
consolar a quien está afligido, acoger y socorrer a quien pasa necesidad. Hay una
relación muy estrecha entre el don de piedad y la mansedumbre. El don de piedad
que nos da el Espíritu Santo nos hace apacibles, nos hace serenos, pacientes, en
paz con Dios, al servicio de los demás con mansedumbre.

El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con


sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre
providente y bueno. por eso En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su
Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que somos hijos
es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:
Abbá, Padre! De modo que ya no somos esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom
8, 15).

Entonces Si el don de piedad nos hace crecer en la relación y en la comunión con


Dios y nos lleva a vivir como hijos suyos, al mismo tiempo nos ayuda a volcar este
amor también en los demás y a reconocerlos como hermanos. por tanto
permitamos que con el don de la piedad el Espíritu santo infunda en nosotros una
nueva capacidad de amor hacia nuestros hermanos, haciendo que nuestro
Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de
Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo
Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia.

El don de piedad, perfecciona en nosotros el ejercicio de la caridad, y sacando al


hombre de la cárcel de su propio egoísmo, lo orienta continuamente hacia Dios y
hacia los hermanos con un amor y una solicitud que tienen modo divino y
perfección sobrehumana además, extingue en el corazón aquellos focos de
tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta
con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por
tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la
civilización del amor.

El don de piedad, por obra del Espíritu Santo, perfecciona, pues, en modo
sobrehumano el ejercicio de muchas virtudes, especialmente de la justicia y de la
caridad: nos lleva a sentirnos verdaderamente hijos de Dios, nos hace celosos
para promover su gloria, nos inclina a la benignidad con los hermanos, a la
fraternidad, a la paciencia, a la castidad, al perdón de las ofensas, y a una
servicialidad gratuita y sin límites.

Necesidad del don de Piedad


Este don es necesario para para perfeccionar la virtud del amor a Dios. Con el don
de la piedad pasamos de darle culto a Dios como Creador a brindárselo como
Padre amorosísimo que nos ama con infinita ternura. Solo a través del don de la
piedad podremos dar un servicio a Dios sin ningún esfuerzo, con exquisita
perfección y delicadeza, porque se trata del servicio del Padre. Oraremos sin
esfuerzo y nos sacrificaremos con gusto. También sentiremos más fácil amar a los
demás hombres, no por obligación, sino porque son nuestros hermanos, nuestra
familia.

Medios para fomentar este don


Cultivar en nosotros el espíritu de hijos adoptivos de Dios. Meditar
constantemente en ese gran misterio y esa dicha de poder llamar Dios «Padre»,
como lo hacía Santa Teresita.
Cultivar el espíritu de fraternidad universal con todos los hombres. Hay que
hacer ejercicios frecuentes de fraternidad: cada vez que vemos a un ser humano,
pensar que también es hijo de Dios, comenzando por los vecinos, compañeros de
trabajo, de estudios. Mirarlos con ojos de ternura porque son nuestros hermanos.
Luego vemos a un hombre de otra raza, cualquiera, africano, asiático, americano,
europeo, de la que sea, y pensar que también son hijos de Dios y hermanos
nuestros.
Cultivar el espíritu de total abandono en brazos de Dios. Hemos de
convencernos plenamente de que, siendo Dios nuestro Padre, es imposible que
nos suceda nada malo en todo cuanto quiere o permite que venga sobre nosotros.
Cuentan la historia de un niño que iba en un crucero, cuando, de repente, todos
comenzaron alarmados a buscar sus salvavidas. El niño jugaba en el piso y
preguntó a uno de los pasajeros por qué la gente corría asustada. El pasajero
contestó que el barco se estaba hundiendo y que había que buscar la forma de
saltar del mismo para sobrevivir. El niño retomó sus juguetes y continuó jugando,
por lo que el pasajero preguntó: «¿No te asusta? ¿No te preocupa? ¿No vas a
correr por tu vida?». El niño respondió: «No, es que mi papa es el capitán de este
barco, y si él sabe que yo voy a bordo, no permitirá que algo malo suceda».

San Agustin nos invita a reflexionar en El Espíritu Santo que tiene diversidad de
dones, pero “entre los dones de Dios ninguno más excelente que el amor, y el
Espíritu Santo es el don más exquisito de Dios” (Agustín, 1985, XV, 19, 37); de
donde decimos que el Espíritu Santo nos otorga los dones como Él dispone, pues
tiene una sabiduría en sí mismo que solo Él conoce.

Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando
nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de
dulzura materna. y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus
hijos y, por tanto, nuestros hermanos.
Pidamos al Señor que el don de su Espíritu, la piedad venza nuestro temor,
nuestras inseguridades, también nuestro espíritu inquieto, impaciente, y nos
convierta en testigos gozosos de Dios y de su amor, adorando al Señor en verdad
y también en el servicio al prójimo con mansedumbre y con la sonrisa que siempre
nos da el Espíritu Santo en la alegría. Que el Espíritu Santo nos dé a todos este
don de piedad.

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