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AMOR Y POBREZA

Nuestra vida cristiana es vida en abundancia. Abundancia de todos y cada uno de los atributos
de Dios Trinidad. Un Dios que se ha revelado al mundo como el Dios cercano al hombre. Una
cercanía con un fin”: …el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio
del Espíritu Santo que nos fue dado.” (Rom 5,5). Ese amor derramado es amor en gracia y,
sabemos, según afirma san Pablo que la gracia no defrauda (Rom 5,4) porque es el centro de
nuestra justificación. Sí, la entrega del Hijo de Dios es entrega de amor incondicional con el fin
de justificar al hombre y liberarlo de su esclavitud. El amor de Dios es nuestra máxima
justificación, por gracia, fuimos salvados (Ef 2,8) de una muerte cruel, basada en no tener
jamás la luz de la vida.

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3,16). Y, en el mundo, con el
acto creador del Génesis fueron creadas todas las cosas, pero fue el hombre y sólo él quien
asumió ser imagen y semejanza del Creador. Dios amaba toda su creación, pero en el hombre
puso su aliento, su ruah. Dios mismo ha dado en su nombre la respiración que hace que el
hombre pueda ser humano, existencia vital, lugar sacramento de su ternura. El ruah de Dios es
el soplo vivo de amor que despierta la capacidad de conciencia. Es el soplo divino, excelso del
Espíritu Santo, quien aun sin verle, es respiración y nos hace respirar el nombre divino como
fuente de paz y nombre de santidad. Para el judío, el ruah no es poder intelectual, sino el
dinamismo de quien nos pone en movimiento, su misión ahora no es iluminar, sino dar
dinamismo de libertad, hacerte libre en sus movimiento libres de amor. Es además, un
movimiento hacia el interior. Dios te ha dado su nombre como neshamá (respiración) en el
amor de su ternura con el fin de que te adentres hacia su experiencia de relación dialogal. Es
un aliento que te ensancha para que te conozcas, por eso, aliento, espíritu, viento, llevan en sí
un paso cristiano necesario: conocimiento. ¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre, sino el
espíritu del hombre que está en él?” (1 Co 2, 11). Sólo nuestro espíritu conoce nuestras
reacciones íntimas, nuestros pensamientos aún no comunicados a los demás. De modo
análogo, y con mayor razón, el Espíritu del Señor, que está presente en el interior de todos los
seres del universo, conoce todo desde dentro (cf. Sb 1, 7). Más aún, “el Espíritu todo lo
sondea, hasta las profundidades de Dios... Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de
Dios” (1 Co 2, 10-11). La pregunta es inevitable ¿cómo es posible que en nuestra pequeñez
creacional pueda haber tanta grandeza de Espíritu? Así es Dios que en su amor nos conoce
desde dentro con el fin de no confundirnos. Tener y ser lugar del ruah, es ser conscientes de
nuestra realidad humana y, por ello mismo cristiana.

Así, el hombre que respira podrá tener en claro que es el hombre que está llamado a amar.
Amar no en términos generales, sino el amor como acciones concretas salvíficas, porque el
amor no es abstracto, espiritual-etéreo, sino rostro concreto de quien nos ha dicho:
“permaneced en mi amor, como yo permanezco en mi Padre” (Jn 15, 9-15). El amor al que nos
dirigimos es una persona, es el Verbo encarnado. No son las palabras del Maestro las que
amamos, sino al Maestro que es la Palabra eterna de amor que se nos ha dado. No son los
signos de Jesús los que nos inquietan, sino la acción de amor de quien es Hijo y hermano y el
cual “puso su tienda entre nosotros”. Amar en Cristo es permanecer en Cristo. Y, quien
permanece en él cumple la voluntad del Padre y vence al mundo y a satanás con sus obras.

El amor es una acción de libertad y siendo discípulos del Resucitado, nos convertimos en
espacios teológicos de amor-caridad, de amor-esperanza y de amor-fe, es decir, regresamos a
la idea de la justificación y de nuestra redención gracias a las virtudes teologales que nos hacen
cristianos fundamentados en la verdad de la misma palabra Jesucristo. “para ser libres nos
libertó Cristo”, escribe san Pablo en Gálatas 5. Libres por amor de la redención. Ser conscientes
de que su muerte nos ha justificado y nos ha liberado es vivir en la gracia y el don de la
gratuidad del Espíritu que el Señor regaló a su Iglesia tras la resurrección, cuando le dijo a la
comunidad: “Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: ´Recibid el Espíritu Santo, a
quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos.” (Jn 20, 23). ¿Hay mayor prueba de amor que el perdón? Somos una Iglesia
perdonada y, con el sacramento de poder perdonar a otros sus pecados. Es el amor
sacramental del cristo crucificado el que nos ha construido como pueblo de su propiedad y nos
ha dado los sacramentos como espacios teológicos en donde aprender a ser signos de su amor
en el mundo. A través de los sacramentos nos humanizamos y, ¿qué es humanizarse? Es vivir
amando las realidades dolorosas de los hombres, nuestros hermanos, humanizarse
sacramentalmente es sentir el dolor y el miedo del otro y embalsamarlo con la oración que
respiramos en el nombre de Dios por el otro, por el que sufre, al tiempo que nos cubrimos a
nosotros mismos con el rocío de Dios que surge de una oración que busca sanar con amor. Por
eso, el amor no es etéreo, ni espiritual intocable, sino misterio sanante cuya acción cierra
heridas, las cubre como el samaritano en el camino cubrió y limpió las heridas del que había
sido asaltado. Orar es no pasar de largo frente al dolor del otro, sino hacerse hospital de
campaña con el fin de refugiar al débil.

Nuestra oración es de confianza, de un abandono sincero en el Dios que nos ha dicho que
pidamos en su nombre. Pedimos con el afán de confiarle nuestras cosas, no con el fin de
solucionarlas ipso facto, su tiempo, su momento, su voluntad son más sabias y nos harán
respirar en el momento adecuado. Los discípulos le pidieron al Señor que les enseñara a orar y
él oró el Padre Nuestro, él mismo abrió su boca, dejó que las palabras volaran con libertad
hasta los oídos de los suyos…es decir, les volvió a dar su viento suave en forma de oración
vivificante. Cada palabra de esta oración santísima es un ruah del Espíritu para el corazón
humano, para la situación humana concreta, pues abarca las realidades humanas complicadas
y, abre los corazones duros al perdón y al compartir. No oramos por los demás desde nuestro
bienestar, sería muy fácil y, poco cristiano. Debemos elevar nuestra oración por los hermanos
desde el compromiso del actuar de discípulos, es decir, sirviendo, escuchando y actuando. Es el
amor afectivo y, necesariamente efectivo. Es lo que escribe el apóstol Juan: “Pero el que tiene
bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él, ¿cómo
puede morar el amor de Dios en él? Hijos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y
en verdad.” (1 Jn 3,17). El amor, no es mirar al otro de lejos, sino atraerle a tus ojos y llorar con
él, o reír con él.

Tanto amor, tanta vida de discípulos ciertamente la cargamos o llevamos, como escribe Pablo
en “vasijas de barro” (2 Cor 4,7) es un tesoro absoluto, pero está puesto por el mismo Espíritu
en unas vasijas muy quebradizas por sus múltiples imperfectos. Aún así, es el querer de Dios
amor, que en nosotros esté su tesoro: la vida eterna, la vida en comunión, la vida humana
consciente de su amor.
Es el mismo Jesús quien asume nuestra condición humana, el que se hace, siendo el Verbo, la
Palabra que estaba junto a Dios, parte de la historia de la humanidad como promesa cumplida
del Padre. Asume la realidad humana en una familia, asume el contexto de su pueblo y la
realidad de los anawin de Dios. Y dice san pablo, “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor
Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre siendo rico, para que vosotros con su
pobreza fuerais enriquecidos” (2 Corintios 8,9). La pobreza de Jesús no solo es una realidad
económica, sino también una experiencia de los que se abandonan en su padre Dios. En él, la
pobreza es tanto material como espiritual, pero jamás es un rácano, ni su pobreza tiene que
ver con la miseria del egoísmo. Es libremente pobre, pero sin embargo enriquece a los que
creen en él.

Por María, la Virgen, Jesús bebe de este pequeño grupo de los anawin, es decir, los pobres de
espíritu”, un grupo que el pueblo elitista no tenía en cuenta. María pertenece a este grupo de
pobre, que eran despreciados y cuyas características eran que confiaban en Dios como
misericordia, viven a Yahvé en su interior, es su gran riqueza, se abandonan en él con absoluta
confianza, pues saben que no les dejará. Viven la fe desnudamente, sin condecoraciones, sin
prestigio, sin filacterias para que otros les vean.

Hemos dicho que María resalta dentro de este “resto fiel a Dios”. Ella misma, sin pretenderlo
se presenta ante el ángel con un corazón limpio, inmaculado, sin pecado, de inocencia
revestido. ¿Cómo será eso, pues no conozco varón?... “He aquí la esclava del Señor, hágase en
mí, según tu palabra”. Sólo en ella, pobre de espíritu, realmente, sin avergonzarse de ello,
puede cumplirse la encarnación del Hijo, porque está desarmada de sí, pobre de todo,
confiando en su riqueza, en su fe. Obedece a la fe, acto de los pobres de Dios.

Jesús conoce el corazón de los anaw, por eso, les tiene en cuenta en su predicación, en su
enseñanza y, los pone dentro de la carta magna evangélica que es son las bienaventuranza:
“Dichosos los pobres en el espíritu, porque ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,3). Sí, los
pobres son los que se reconocen ante Dios en su incapacidad para caminar, para
transformarse por sus propias fuerzas, los pobres de espíritu son los que reconocen que sólo la
gracia de Dios podrá convertir sus vidas. Pobres de espíritu sí, pero no pobres en la fe, pobres
en cosas materiales, pero no pobres en las riquezas de su fe. Los pobres de espíritu son
conscientes de su verdadera nada, por eso, oran sin cesar, oran para no caer en la tentación,
oran confiadamente elevando a Dios sus manos. Pobres que saben que si son fieles, heredarán
el cielo porque se reconocen en su realidad de pecado y confían en Dios. (“Makarios oi ptojos
to pneumatic, oti auton estin e basileia ton ouranon”).

La pobreza de espíritu nos hace pasar de ser simples hombres religiosos a hombres cristianos.
Sería un error confundir religiosidad con camino cristiano. Todo hombre está llamado por su
cultura a una trascenderse hacia algo superior a él, para muchos es una fuerza, una energía,
una filosofía de vida…una antropología netamente altruista; pero el cristianismo no es nada de
eso. No tiene que ver con filosofías ni sobrenaturales abstractas, sino el seguimiento a quien se
nos ha revelado como el Hijo de Dios, Jesucristo. Es decir, seguir a Jesús no tiene el fin de hacer
de nosotros hombres religiosos, sino hombres creyentes, de interioridad y relacionalidad con
aquél que sabemos nos ama. El hombre cristiano es aquél que es fascinación del misterio de
Dios. Es decir, de aquél que por su vida confiada en Dios se ha convertido no en Dios, sino en
imagen del Dios hecho carne. Es un lugar para la fascinación. Dirá María: “el Señor ha hecho
obras grandes por mí, y su nombre es santo”. María está perpleja de amor, está fascinada por
su conciencia de lo que Dios hace en ella, que es pequeña, humilde, esclava. En María por esa
fascinación clara, aparece el esjaton de la esperanza, el tiempo futuro ya en la realidad del
ahora. ¿No deberíamos ser los cristianos esjaton en este tiempo presente? Es decir, ¿tiempo
futuro de esperanza vivido en el ahora devastador?

Ante tanta destrucción del ser humano, pocas ganas de vivir, decepciones y situaciones
dolorosas y frustrantes, los cristianos pobres de espíritu deben ser el motor de la esperanza
ante las adversidades y los corazones destrozados. A ellos fue enviado Jesús y a ellos somos
enviados los cristianos: “EL ESPIRITU DEL SEÑOR ESTA SOBRE MI, PORQUE ME HA UNGIDO
PARA ANUNCIAR EL EVANGELIO A LOS POBRES. ME HA ENVIADO PARA PROCLAMAR LIBERTAD
A LOS CAUTIVOS, Y LA RECUPERACION DE LA VISTA A LOS CIEGOS; PARA PONER EN LIBERTAD
A LOS OPRIMIDOS; PARA PROCLAMAR EL AÑO FAVORABLE DEL SEÑOR. …” (Lc 4,18-19). Solo
una Iglesia pobre y empobrecida, pero capacitada en el amor redentor, podrá liberar de la
esclavitud de la pobreza material y espiritual a la humanidad. San Pablo nos dice: “Así que,
nosotros los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no buscar nuestro
propio agrado. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno para su
edificación…”) (Rom 15,1-2).

Sostener es amar en acción, no permitir que el hermano caiga es caridad y demostración del
amor cristiano.

Quien es pobre de espíritu sabe de luchas y momentos complicados, pero su fe despierta en él


la tendencia al abandono. Su corazón confía, ya lo hemos dicho, porque su esperanza es Dios.
El pobre de espíritu es orante, no podría dejar de serlo, pues orar es amar y amar es servir al
otro con sencillez, ni sintiéndose héroe, ni estar por encima del otro. El que ama ora y el que es
pobre de espíritu es una abandonado en la oración.

La oración es una base para mantener los ojos abiertos y no caer en la tentación de creerme
mejor o más salvado que otros. Es estar vigilante, con el corazón atento. El pobre de espíritu
abre sus manos a Dios cada día y se mete en la experiencia dolorosa de una oración desértica,
porque hemos de ser probados para no engañarnos. Sabemos orar en bonanza y en
tempestad. Esta experiencia ayuda a otros. Para el pobre en el espíritu, las noches son largas,
pero no desespera, confía. La experiencia sacramental ayuda a entender los momentos bajos
de la oración o los espacios de sequedad. No importa al pobre de espíritu estar en sequedad,
sino ser fiel a la oración en la sequedad, lo cual implica corazón desnudo, silencio interior y
abandono rotundo al eco de las palabras que me han hecho respirar: “Ánimo, hijo, tus pecados
están perdonados”.

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