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DON DEL ESPIRITU SANTO PIEDAD

Cuando hablamos del don de la Piedad tendemos a confundirlo o hacernos ideas


diferentes sobre el mismo. Así decimos, por ejemplo, que una persona es piadosa cuando
pasa solo orando, en la Iglesia, ante el Santísimo. En parte lo es, porque este don
despierta ese deseo de hablar con Dios por ser nuestro padre. Pero este don va más allá
de nuestra relación con Dios, nos traslada también a ver al prójimo como nuestro
hermano.
El don de Piedad es un hábito sobrenatural que despierta en nosotros, por instinto del
Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de
fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del
mismo Padre, que está en los cielos.
Indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él. Nos lleva a ver a Dios
como Padre y amarle como tal; pero también a ver a todos los seres humanos como
hermanos nuestros y amarles fraternalmente, porque también ellos son hijos del mismo
Dios, y por lo tanto, hermanos nuestros, todos por igual. Nos hace darle reverencia a Dios
con devoción y filial afecto, y extiende ese reverencial amor no sólo a padres y superiores,
sino también a los hermanos e iguales, e incluso a los inferiores, a todas las hermanas
criaturas. Santo Tomás dice que así como por la virtud de la piedad ofrece el hombre culto
y veneración, no sólo al padre carnal, sino también a todos los consanguíneos (parientes),
en cuanto pertenecen al padre, así el don de piedad no se limita al culto y veneración de
Dios, sino que lo extiende también a todos los hombres, en cuanto pertenecen a Dios (Cf
121,1 ad 3).
En resumen, nos hace ver a Dios como Padre, a nosotros mismos como hijos suyos, y a los
hombres como hermanos:
«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús… No hay ya judío o griego, no hay
siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 26-
28).
«Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El
Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de
Dios.» (Rm 8, 15-16)
Aunque tendemos a llamar «hermanos» solo a aquellos a quienes podemos realmente
considerar «hermanos en la fe» porque pertenecen a nuestra misma Iglesia y han
recibido, como nosotros, el bautismo y por lo tanto, han pasado a ser hijos de Dios y
hermanos nuestros, también los no bautizados, los no creyentes, son nuestros hermanos
porque también ellos han sido creados por Dios. Los hermanos en la fe merecen especial
afecto, eso sí, pero los no cristianos también merecen nuestro respeto.
Necesidad del don de Piedad
Este don es necesario para para perfeccionar la virtud de la religión. Con el don de la
piedad pasamos de darle culto a Dios como Creador (virtud de la religión), a brindárselo
como Padre amorosísimo que nos ama con infinita ternura. Solo a través del don de la
piedad podremos dar un servicio a Dios sin ningún esfuerzo, con exquisita perfección y
delicadeza, porque se trata del servicio del Padre, no ya del Dios de terrible majestad.
Oraremos sin esfuerzo y nos sacrificaremos con gusto. También sentiremos más fácil amar
a los demás hombres, no por obligación, sino porque son nuestros hermanos, nuestra
familia.
Efectos
Pone en el alma una ternura verdaderamente filial hacia nuestro Padre amorosísimo, que
está en los cielos. Con esto dejan de ser una carga pesada los ejercicios de piedad, como la
oración, el ayuno, ir a Misa, etc., y tórnanse en una verdadera necesidad del alma, y en un
suspiro del corazón hacia Dios, porque no es cualquier cosa para nosotros, es nuestro
«Padre». Por eso Santa Teresita lloraba de amor al pensar en lo bello y dulce que era
llamar «Padre» a un Dios tan bueno.
Pone en el alma un filial abandono en los brazos del padre celestial. Por este don, el alma
se abandona tranquila y confiada en brazos de su Padre celestial. Nada le preocupa ni le
quita la paz. No pide nada ni rechaza nada en orden a su salud o enfermedad, vida corta o
larga, consuelos o arideces, persecuciones o alabanzas, etc. Corre a Dios como un hijo
hacia su padre.
Nos hace ver en el prójimo a un hijo de Dios y hermano en Jesucristo. Este don lleva a las
almas a amar a todos los hombres con apasionante ternura, viendo en ellos a hermanos
queridísimos en Cristo Jesús, a los que quisiera colmar de toda clase de bendiciones y
gracias. Por eso San Pablo decía a los Filipenses (4,1): «Por tanto, hermanos míos queridos
y añorados, mi gozo y mi corona, manteneos así firmes en el Señor, queridos». Un alma
por este don es capaz de ver en todos a Cristo y hacer por ellos lo que por Cristo haría.
Medios para fomentar este don
1. Cultivar en nosotros el espíritu de hijos adoptivos de Dios. Meditar
constantemente en ese gran misterio y esa dicha de poder llamar Dios «Padre»,
como lo hacía Santa Teresita.
2. Cultivar el espíritu de fraternidad universal con todos los hombres. Hay que hacer
ejercicios frecuentes de fraternidad: cada vez que vemos a un ser humano, pensar
que también es hijo de Dios, comenzando por los vecinos, compañeros de trabajo,
de estudios. Mirarlos con ojos de ternura porque son nuestros hermanos. Luego
vemos a un hombre de otra raza, cualquiera, africano, asiático, americano,
europeo, de la que sea, y pensar que también son hijos de Dios y hermanos
nuestros.
3. Cultivar el espíritu de total abandono en brazos de Dios. Hemos de convencernos
plenamente de que, siendo Dios nuestro Padre, es imposible que nos suceda nada
malo en todo cuanto quiere o permite que venga sobre nosotros. Cuentan la
historia de un niño que iba en un crucero, cuando, de repente, todos comenzaron
alarmados a buscar sus salvavidas. El niño jugaba en el piso y preguntó a uno de los
pasajeros por qué la gente corría asustada. El pasajero contestó que el barco se
estaba hundiendo y que había que buscar la forma de saltar del mismo para
sobrevivir. El niño retomó sus juguetes y continuó jugando, por lo que el pasajero
preguntó: «¿No te asusta? ¿No te preocupa? ¿No vas a correr por tu vida?». El
niño respondió: «No, es que mi papa es el capitán de este barco, y si él sabe que yo
voy a bordo, no permitirá que algo malo suceda».

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