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Taller de escritura creativa

Lección
Los mitos

Lo primero que hay que decir de los mitos es que son inabarcables. Toda cul-
tura que se precie de serlo tiene su mitología. Desde los indígenas australianos
hasta los habitantes de la Tierra de Fuego, todos los pueblos han elaborado las
respuestas a las grandes preguntas: ¿cómo se creó el mundo?, ¿quién rige las
leyes naturales?, ¿adónde vamos cuando morimos?; y lo han hecho a través de
explicaciones míticas, respuestas imprescindibles a la respiración ambiciosa e
impaciente de los seres humanos, que acaban erigiéndose en verdades gigantes-
cas, universales, para salvarnos del desdichado —aunque también dichoso— no
saber.
Más que resumir los mitos, compararlos entre ellos o analizar sus distintos
sentidos (esto sería como intentar meter todo el océano en un agujero hecho en
la arena), lo que nos proponemos aquí es despertar vuestra curiosidad, abriros
una rendija al extenso continente de los primeros sueños humanos que, en el
fondo, son los mismos en los que el hombre se sigue debatiendo, revestidos
ahora de otros ropajes.
Muchos son los escritores que han escogido mitos como telón de fondo de
sus obras y han creado escenarios coherentes con la época correspondiente a
cada caso. Otros autores han ido más atrás: han recurrido a las fuentes natura-
les del mito para volver a contarnos esa historia mítica de otra manera y con sus
propias palabras.
Sea como fuere, cada mito dirige nuestra mirada hacia la explicación de
algún asunto humano transcendente: el amor, el odio, la venganza, el trabajo, la
muerte, el egoísmo...
Con el ánimo de abriros una puerta a la curiosidad en tan fértil terreno,
hemos escogido los tres temas a los que la literatura más ha recurrido a lo largo
de su historia: la representación de las fuerzas de la naturaleza por medio de
seres fabulosos, el mundo de los muertos y, por último, los héroes, interesantes
figuras en las que se conjugan hombres y dioses.
Partiremos para este acercamiento, sobre todo, de los mitos griegos, los más
próximos a nosotros, y también de los hebreos, portadores de la semilla de la
Biblia (se dice de ellos que son la madre y el padre de la cultura occidental). No
hemos querido, sin embargo, dejar de hacer alguna breve incursión en mitos de
otras latitudes (Escandinavia, Alemania, Francia, Sajonia, India, Egipto,
Mesopotamia...), que entretejen constantemente sus hilos con la mitología grie-
ga y con la hebrea. Obviamente, también se nos quedan en el tintero mitologías
fascinantes, repletas de imaginación y de vitalidad, sobre todo las de América y
las de África; esperamos, no obstante, que los apasionados por el tema no se las
dejen atrás.

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Los mitos

GÉNESIS DE LOS MITOS


Mythos significaba para los griegos simplemente «relato» o «lo que se cuenta»,
así que podríamos decir que los mitos son los primeros cuentos, los albores de la
fantasía narrativa del hombre. Pero los mitos van siempre unidos más a una nece-
sidad religiosa que a un afán imaginativo; de tal forma se confunden los límites
entre religión y mitología que, a veces, los ritos religiosos no son más que la pues-
ta en escena de las fábulas míticas.
Los mitos, a diferencia de los cuentos, son permanentes y colectivos. Se conser-
van de generación en generación y no tienen autor conocido, porque nacen de
igual modo que la narración de un hecho real, y no como una explicación simbó-
lica o una parábola explicativa, que es como nosotros los analizamos desde nues-
tro mundo. Para los antiguos existían verdaderamente el gran Zeus y la manzana
envenenada en el Paraíso. Todas esas historias cohesionan a un pueblo cultural-
mente y le confieren una moralidad específica —unas reglas a seguir y unos tabú-
es que es preciso evitar—.
Hay infinitas teorías sobre la función de los mitos. Una dice que representan a
las fuerzas de la naturaleza (el océano, el sol, el aire, el rayo, la noche...). Podemos
rastrear el nombre de los distintos elementos en cada mitología, pero también hay
personajes que representan a las fuerzas de la psicología humana (el amor, el odio,
la virtud, la venganza, la guerra, los instintos sexuales), y las encontraremos tam-
bién personificadas en dioses o en criaturas de la naturaleza. Otra versión, que
también podemos apoyar con numerosos ejemplos, dice que los mitos tenían un
objetivo político y que los gobernantes recurrían a ellos según las circunstancias.
Son muchas las posibles razones de su existencia, pero lo cierto es que los mitos
cumplían tantas funciones como necesidades tenía el hombre de respuestas, y que
lo más importante para nosotros es que pertenecen, en su génesis, a la necesidad
humana de explicar el mundo a través de la narración de historias.

CATÁLOGO DE SERES MARAVILLOSOS


En cada cultura han nacido y florecido seres extraños, a veces con poderes
especiales, otras, con formas insensatas, grandes y pequeñas, pero todos ellos
representantes de aquellas fuerzas incomprensibles e incontroladas de la natura-
leza animal o vegetal, o bien de la naturaleza humana, de esa franja instintiva y
oculta de los hombres.
Para los griegos la relación naturaleza-cultura era muy importante; sus mitos
se encuentran saturados de criaturas extrañas, que en ciertas ocasiones se agru-
pan y conforman una especie de tribu, y en otras permanecen como figuras inde-
pendientes, según ahora veremos.

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LAS TRIBUS MÁGICAS


Ninfas, sirenas, cíclopes, centauros o sátiros son clases de seres diferentes de
las que se destacan también nombres individuales: Tetis (la oceánide), Polifemo
(el cíclope), Quirón (el centauro), representan en la mayoría de los casos a espí-
ritus naturales.
—Las NINFAS, juguetonas y sarcásticas, representaban la fecundidad de la
naturaleza vegetal y animal. Los griegos cuidaron de nombrarlas de maneras
distintas según el lugar en donde viviesen.
Así que no debemos confundir a las náyades (que vivían en fuentes y ríos),
con las nereidas (habitantes de los mares interiores), ni con las oceánides (due-
ñas y señoras del mar libre, el océano), o con las orestiades (las que campaban
por las montañas), o bien las agronomoi (ninfas de los campos), o las driadas
(escondidas —quizás aún— entre los árboles de los bosques).
Se las representa como muchachas bellísimas, con la cabellera color verde
mar, y completamente desnudas. Las más famosas son sin duda aquellas que,
enamoradas de Ulises, trataron de retenerle con trucos y maquinaciones:
Calipso y Circe (que convertía a los hombres en cerdos).
—Persiguiendo a las ninfas de los bosques encontraremos siempre a algún
SÁTIRO. Los sátiros son famosos por su pene de tamaño sobrenatural y siem-
pre en erección; se les representaba como a machos cabríos y acompañaban en
todas sus juergas a su amo Dionisos (Baco).
—Los CENTAUROS, amantes del vino y de las mujeres, pertenecían a una
raza primitiva y salvaje, según los griegos, y sus cuerpos eran mitad hombre,
mitad caballo. El cristianismo los rescató para su iconografía y los convirtió en
símbolos del desenfreno, de las pasiones, del adulterio, de la fuerza bruta y de
la venganza. Sólo dos centauros no poseían todas esas virtudes naturales,
Quirón y Folo, los únicos centauros civilizados de la mitología griega.
—Los CÍCLOPES, gigantes de un solo ojo, que además de antropófagos, eran
buenos pastores y grandes constructores (a ellos se les atribuía la construcción
de todos los grandes monumentos prehistóricos de Grecia y Sicilia). El más
famoso de ellos fue Polifemo, al que Ulises se enfrentó en La Odisea.
—Por último, tal vez la raza más propiamente literaria de entre todas sea la
de las SIRENAS, símbolos de la tentación sexual. Poseían bustos femeninos y
cuerpos de pez o de pájaro, y atraían a los navegantes con sus cantos para devo-
rarlos. Dos expediciones de las epopeyas griegas estuvieron en peligro al pasar
cerca de su isla, en el Mediterráneo; eran los Argonautas que, protegidos por la
dulce música de Orfeo, consiguieron salvarse, y Ulises, que taponó con cera los
oídos de sus hombres e hizo que le ataran al mástil para no tener que renunciar

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a escuchar la melodía y, al mismo tiempo, librarse del peligro.


En la Edad Media, sin embargo, surge una idea distinta de las sirenas: son vis-
tas como seres dulces y femeninos y renacen en los cuentos populares, paradójica-
mente, como salvadoras de naúfragos.
Melusina, sirena mítica de la Francia central, es, quizás, la más famosa.
En El silencio de las sirenas (La muralla china), Kafka introduce variantes y nos
da su personal punto de vista sobre el canto de estos seres, y sobre su silencio:
Prueba de que también medios insuficientes y hasta pueriles pueden servir para
la salvación:
Para guardarse de las sirenas, Ulises se tapó los oídos con cera y se hizo encade-
nar al mástil. Algo semejante podrían, naturalmente, haber hecho desde tiempo
antiguo los viajeros, con excepción de aquellos a quienes las sirenas atraían desde
lejos, pero en el mundo entero se reconocía que ese recurso no podía servir de nada.
El canto de las sirenas lo traspasaba todo, y la pasión de los seducidos habría hecho
saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Pero Ulises no pensó en ello, si
bien quizás algo habría llegado ya a sus oídos. Confiaba por completo en los troci-
tos de cera y en la atadura de las cadenas, y con la inocente alegría que le ocasiona-
ba su estratagema marchó al encuentro de las sirenas.
Pero éstas tienen un arma más terrible aún que el canto: su silencio. Aunque no
ha sucedido, es quizás imaginable la posibilidad de que alguien se haya salvado de
su canto, pero de su silencio ciertamente no. Ningún poder terreno puede resistir a
la soberbia arrolladora generada por el sentimiento de haberlas vencido con las
propias fuerzas.

Kirk Douglas atado al mástil

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Y, en efecto, al llegar Ulises, no cantaron las cantantes poderosas; fuera por-


que creyesen que a aquel adversario sólo podía vencérselo con el silencio, o por-
que la contemplación de la felicidad reflejada en el rostro de Ulises, que no pen-
saba sino en cera y cadenas, les hiciera olvidar todo canto.
Pero Ulises, para expresarlo así, no oía su silencio, creía que cantaban y que
sólo él se hallaba exento de oírlas. Fugazmente vio primero las curvas de los cue-
llos, la respiración profunda, los ojos arrasados en lágrimas, los labios entrea-
biertos sobre las rocas. No querían ya seducir, sino sólo apresar, mientras fuese
posible, el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
De haber tenido conciencia, las sirenas habrían sido destruidas aquel día. Pero
allí quedaron, y sólo ocurrió que Ulises escapó de entre sus manos. Aquí, por lo
demás se ha transmitido un agregado. Se dice que Ulises era tan rico en astucias,
y tan zorruno, que las mismas deidades no podían penetrar en lo más íntimo de
su fuero interno. Aunque ello no sea ya concebible para el entendimiento huma-
no, quizá notó realmente que las sirenas callaron, y opuso a sirenas y dioses, en
cierta manera como escudo, el simulacro mencionado más arriba.
Muchos de estos seres hallan su correspondencia en las tradiciones irlande-
sa, alemana y escandinava. Igual que los griegos, son espíritus naturales, y se
hallan aquí y allá en cuentos populares y en fábulas.
—Las SÍLFIDES eran espíritus elementales que, según las creencias de la
mitología germana, poblaban la naturaleza entera y las viviendas de los hom-
bres. Ellas eran bellas y gráciles, pero sus compañeros, los silfos, eran represen-
tados como pequeñas y feas criaturas.
—Las HADAS son seres cuya naturaleza es intermedia entre la divina y la
humana, y poseen poderes especiales. Simbolizan la consciencia humana en el
momento en que adquiere sus primeros poderes psíquicos. Gracias a esas facul-
tades mágicas e invisibles, derivadas de los más primitivos espíritus de la natu-
raleza, pueden adquirir fisonomías o aspectos distintos, así como gozar de una
larga vida, e incluso de la inmortalidad.
Las hadas van armadas, como todos sabemos, de una varita mágica y son,
curiosamente, hilanderas o lavanderas. Prueba de que son espíritus naturales es
que en los países septentrionales, donde la naturaleza es fría y dura, son malig-
nas y desconfiadas, mientras que en los países meridionales, donde la naturale-
za es más plácida y gentil, son consideradas dulces y bienhechoras.
—Las BRUJAS, que aún hoy siguen siendo mitos, tuvieron su época dora-
da en el medievo europeo. Descendían de las lamias griegas y de las arpías
romanas, y según la tradición popular son hechiceras en virtud de un pacto
con el diablo.

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—Otros espíritus malignos son representados como seres deformes, bien


muy pequeños —ENANOS, GNOMOS— o bien de grandes dimensiones —
TRÖLLS, GIGANTES—.
Por El sueño de una noche de verano, de Shakespeare, veremos desfilar a
estas criaturas que encarnan las distintas fuerzas naturales, gobernadas todas
por Oberón, rey de los ELFOS —que eran también espíritus de la naturaleza— y
por Titania, reina de las hadas.
Las brujas tuvieron también un lugar en el corazón de Shakespeare: Las ale-
gres comadres de Windsor es una de sus mejores comedias.
Otro ejemplo muy claro es La tempestad, en donde nos mostrará a Calibán,
un gnomo bruto y deforme, como uno de los principales personajes.
Toda esta mitología nórdica fue también utilizada por Tolkien, que creó su
propia epopeya partiendo de estos personajes populares para escribir El señor
de los anillos, libro que recomendamos a los amantes del género maravilloso y
de las grandes aventuras caballerescas.

LOS MONSTRUOS
Más peligrosos son los monstruos, seres contrarios al orden regular de la
naturaleza que simbolizan la fuerza cósmica en estado embrionario y caótico, y
que pueblan toda la geografía de la imaginación griega más que la de cualquier
otra cultura.
—La ESFINGE: su nombre significa «estranguladora», así que os podéis
imaginar el resto: dotada con alas, cabeza de mujer y cuerpo y garras de león,
procede de la mitología egipcia, aunque luego pasa a la griega. Cuentan que la
Esfinge acechaba sobre una montaña al oeste de Tebas (reino de Edipo) y plan-
teaba a los viajeros un enigma; si estos no respondían les devoraba. El enigma
más famoso lo habréis oído alguna vez y quizás hasta tengáis la suerte de saber
la respuesta y sobrevivir: ¿Cuál es el animal que anda por la mañana a cuatro
patas, por la tarde, a dos y por la noche, a tres?
—GRIFO: personifica al buen guardián. Poseía la parte superior del águila, la
inferior del león, y una larga cola de reptil.
—Las GORGONAS: son los monstruos infernales de la mitología griega.
Representan las posibilidades de transformación de la naturaleza a través de la
fusión de elementos contrarios: belleza y fealdad. Tenían figura de mujer, pero
sus cabellos eran serpientes, con alas y grifos de enormes colmillos. Mataban a
aquellos que osaban contemplarlas y eran tres hermanas: Esteno, Euríade y
Medusa (que murió a manos de Perseo).

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—El DRAGÓN: extraño reptil de cola de serpiente, garras de león y alas de


águila, que exhalaba un olor pestífero. Identificado en el Renacimiento con el
diablo, durante la Edad Media se convirtió en guardián y carcelero de doncellas
y tesoros inmensos, y no había héroe o caballero andante que no se preciase de
haber dado muerte por lo menos a uno. Los griegos Cadmo y Perseo, así como
Sigfrido, en la mitología nórdica, y San Jorge y San Miguel, en el cristianismo,
se cargaron a unos cuantos, pero no sabemos cuántos quedan todavía...
—El MINOTAURO: mitad toro, mitad hombre. Se alimentaba de carne
humana y vivía en el laberinto de Creta, hasta que Teseo consiguió matarlo y
salir del laberinto con la ayuda del famoso hilo que Ariadna le regaló para
encontrar el camino.
En el cuento «La Casa de Asterión», Borges escoge como narrador al propio
protagonista (el Minotauro mismo habla de sí) y desde esa primera persona nos
arrastra hasta la sorpresa final...

La casa de Asterión

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.


Apolodoro: Biblioteca, III, I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura.


Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es ver-
dad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo
número es infinito)1 están abiertas día y noche a los hombres y también a los
animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el biza-
rro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una
casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en
Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo
mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero.
¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?
Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo
hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y
aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido

1 El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale
por infinitos.

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llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían


reconocido. La gente oraba, huía, se posternaba; unos se encaramaban al estiló-
bato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó
bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el
vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmi-
tir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte
de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíri-
tu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una
letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a
leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embes-
tir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a
la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay
azotes desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme.
A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la res-
piración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color
del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de
otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con gran-
des reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora des-
embocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora
verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca.
A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas
las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay
un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los
pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y pol-
vorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las
Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló
que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está
muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar
una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las
estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere
de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y
corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro
caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadá-

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veres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé
que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi
redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi reden-
tor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores
del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerí-
as y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un
hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un
vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.

«OS LLAMAN SEÑOR DE LAS MOSCAS...»


Después de las fuerzas inexplicables de la naturaleza, el otro tema funda-
mental sobre el que todas las culturas han desarrollado mitos es, naturalmente,
la muerte. A este lado de la puerta que cruzan los que no vuelven, cada mitolo-
gía ha inventado —y sigue haciéndolo— una respuesta, un mundo que se com-
pleta, al otro lado, y un ser dominante que lo dirige y que suele parecerse mucho
al diablo cristiano —aunque hay variantes— por su crueldad y tiranía.
—El único dios de los muertos que representa algo parecido a la felicidad, y
al que su pueblo adoraba más por pasión que por temor, era el dios de los egip-
cios, OSIRIS, que proclamaba la otra vida, aunque, como en el cristianismo, los
muertos hubiesen de pasar por enjuiciar lo positivo y lo negativo de su existen-
cia terrena.
—En la cultura griega, cuando Zeus consigue el poder tras la lucha con su
padre, Cronos, divide el mundo en cuatro partes. Entrega a su hermano
Poseidón el mar; a su hermano Hades, el reino de todo lo subterráneo, incluyen-
do, por supuesto, a los muertos; él se queda con el cielo, y la tierra la comparten
entre todos.
Así que, desde entonces, el mundo subterráneo está gobernado por HADES,
que significa lo invisible. Su reino es rico en minerales y almas, y su crueldad es
sólo superada por la de su mujer, PERSÉFONE. En lo más profundo del reino
de Hades se encuentra el Tártaro, prisión de dioses y tiranos.
—Los ayudantes de Hades son de lo más pintoresco; las más importantes son
las MOIRAS (las Parcas, en la mitología romana). Son las dueñas del destino de
los hombres —también llamado hado—, que nadie puede cambiar: CLOTO, la
hilandera, teje los acontecimientos de la vida mortal; LÁQUESIS representa el
carácter arbitrario y fortuito de tales acontecimientos; y ATROPOS, la inflexible

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inmutabilidad del destino. Las Moiras se muestran en esos dos momentos


que resumen la existencia humana: el nacimiento y la muerte; desde que nace,
cada hombre tiene su Moira, es decir, su parte de felicidad y de dolor.
—CARONTE, viejo avaro, huesudo, de ojos vivos, de barba espesa y blanca y
cruel semblante, es el barquero infernal que conduce a las almas de los muertos
a la otra orilla de la laguna Estigia.
Como buen subordinado, es cruel con los muertos y éstos deben pagarle un
óbolo por pasar en su barca —por eso se les enterraba con una moneda en la
boca—.
—Las encargadas de las almas son las ARPÍAS, mensajeras de Hades. Tienen
cuerpo de ave, cabeza humana y orejas de oso.
—Por último, el guardián del reino de los muertos es el CAN CERBERO,
monstruo de tres cabezas con el pelo formado de serpientes y de una fiereza
extraordinaria, que guardaba la entrada de los infiernos o reinos de Hades a la
orilla izquierda de la laguna Estigia.
—Hades guarda con LUCIFER algunos paralelismos, como su naturaleza
divina, pero podemos afirmar que el de los mil nombres (SATANÁS, BELZEBÚ,
LUZBEL...), ha tenido más apariciones estelares en la literatura.
Lucifer es el ángel más bello e inteligente creado por Dios, que se rebeló con-
tra él impulsado por el orgullo y la soberbia, y fue expulsado para siempre a los
infiernos, mucho antes de la aparición de los humanos. Mefistófeles, le llamó
Goethe cuando le puso en tratos con el doctor Fausto, que vendió su alma a
cambio de los secretos de la naturaleza. Y Thomas Mann retomará ese trato en
su Doctor Faustus, donde Mefistófeles no es otro que la Alemania nazi, y donde
Mann crea una alegoría sobre los diabólicos desastres de la guerra. Dorian Grey,
creación de Oscar Wilde, es buen negociador y vende su alma al señor de las
moscas a cambio de su juventud y su inmortalidad —aunque al final, como
siempre, el trato fracasa—.
Junto a la venta y compra de almas se reproduce también el tema de la baja-
da a los infiernos de forma alegórica o real. Fue Orfeo el primero que se atrevió
a visitar el mundo de Hades en busca de su amada Eurídice, y el primero que
enterneció al can Cerbero con música. Seguirá sus pasos Dante, muchos siglos
después en La Divina Comedia, acompañado por Virgilio.
—En otras culturas, como la hindú, el dios de los muertos es una mujer:
KALI, tan cruel y despiadada como sus colegas griego y cristiano. Exigía sacrifi-
cios humanos para calmar su sed. Su iconografía —varios brazos, ojos saltones
y un collar de calaveras rodeándole el cuello— la representa como una diosa
terrible.

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Fascinados quizás por los diablos de todas las culturas, también Goethe, con
El Dios y la bayadera, y Thomas Mann, con Las cabezas cortadas, explotaron
el mito de la diosa Kali.
En el cuento que hallaréis a continuación se nos desvela el motivo de esta fas-
cinación. Marguerite Yourcenar trata a Kali con compasión y humanidad, y nos
acerca a la triste historia de su cuerpo y de su cabeza, que no se corresponden.
Dualismo que se integra de lleno en el carácter de los mitos hindúes, en los que
cada dios tenía varias personalidades. De hecho, Kali es una de las personalida-
des de la diosa Parvati, esposa de Shiva, el dios del amor; y precisamente en esa
lucha de personalidades está basado el cuento, como también su estilo y su len-
guaje.

Kali

Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India. Puede vérsela
simultáneamente en el Norte y en el Sur, y al mismo tiempo en los lugares san-
tos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al verla pasar, los hombres
jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz, salen a la puerta para verla, y los
niños recién nacidos ya saben su nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan
delgada es su cintura que los poetas que la cantan la comparan con la palmera.
Tiene los hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos tur-
gentes como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del
elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes. Su boca
es cálida, como la vida; sus ojos profundos, como la muerte. Tan pronto se mira
en el bronce de la noche como en la plata de la aurora o en el cobre del crepús-
culo, y se contempla en el oro del mediodía. Pero sus labios no han sonreído
jamás; un collar de huesecillos rodea su alto cuello y en su rostro, más claro que
el resto del cuerpo, sus grandes ojos son puros y tristes. El rostro de Kali, eter-
namente mojado por las lágrimas, está pálido y cubierto de rocío como la faz
inquieta de la mañana.
Kali es abyecta. Ha perdido su casta divina a fuerza de entregarse a los parias
y a los condenados, y su rostro, al que besan los leprosos, se halla cubierto de
una costra de astros. Se aprieta contra el pecho sarnoso de los camelleros pro-
cedentes del Norte, que nunca se lavan a causa de los grandes fríos; se acuesta
en los lechos infectados de piojos con los mendigos ciegos; pasa de los brazos de
los Brahmanes al abrazo de los miserables —raza fétida, deshonra de la luz—
encargados de bañar los cadáveres; y Kali, rendida en la sombra piramidal de

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las hogueras, se abandona sobre las tibias cenizas.


Ama asimismo a los barqueros, que son fuertes y ásperos; acepta hasta a los
negros que sirven en los bazares, a quienes se azota más que a las bestias de
carga; frota su cabeza contra sus hombros, cuajados de rozaduras por el ir y venir
de los fardos. Triste como una enferma con fiebre que no consiguiera encontrar
agua fresca, va de pueblo en pueblo, de encrucijada en encrucijada, a la búsque-
da de los mismos monótonos deleites.
Sus piececitos bailan frenéticamente, moviendo las ajorcas, que tintinean,
pero sus ojos no cesan de llorar, su boca amarga nunca besa, sus pestañas no aca-
rician las mejillas de los que la abrazan, y su rostro permanece eternamente páli-
do como una luna inmaculada.
Hace mucho tiempo, Kali, nenúfar de la perfección, se sentaba en el trono del
cielo de Indra como en el interior de un zafiro; los diamantes de la mañana bri-
llaban en su mirada y el universo se contraía o se dilataba según los latidos de su
corazón.
Pero Kali, perfecta como una flor, ignoraba su perfección y, pura como el día,
no conocía su pureza.
Los dioses celosos acecharon a Kali una noche de eclipse, en un cono de som-
bra, en el rincón de un planeta cómplice. Fue decapitada por el rayo. vidido en
dos trozos y arrojado al Abismo por los Genios, rodó hasta llegar al fondo de los
Infiernos, por donde se arrastran y sollozan aquellos que no han visto o han
rechazado la luz divina. Sopló un viento frío, condensó la claridad que se puso a
caer del cielo; una capa blanca se acumuló en la cumbre de las montañas, bajo
unos espacios estrellados donde empezaba a hacerse de noche. Los dioses-mons-
truos, el dios-ganado, los dioses de múltiples brazos y múltiples piernas, seme-
jantes a unas ruedas que dan vueltas, huían a través de las tinieblas, cegados por
sus aureolas, y los Inmortales, despavoridos, se arrepintieron de su crimen.
Los dioses contritos bajaron del Techo del Mundo hasta el abismo lleno de
humo por donde se arrastran los que existieron. Franquearon los nueve purgato-
rios; pasaron por delante de los calabozos de barro y de hielo en donde los fan-
tasmas, roídos por el remordimiento, se arrepienten de las faltas que cometieron,
y por delante de las prisiones en llamas donde otros muertos, atormentados por
una codicia vana, lloran las faltas que no cometieron.
Los dioses se sorprendían al hallar en los hombres aquella imaginación infini-
ta del Mal, aquellos recursos y aquellas innumerables angustias del placer y del
pecado. Al fondo del osario, en un pantano, la cabeza de Kali sobrenadaba como
un loto, y sus largos y negros cabellos se extendían a su alrededor como raíces flo-
tantes.

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Lección
Los mitos

Recogieron piadosamente aquella hermosa cabeza exangüe y se pusieron a


buscar el cuerpo que la había llevado. Un cadáver decapitado yacía en la orilla.
Lo cogieron, colocaron la cabeza de Kali encima de aquellos hombros y reani-
maron a la diosa.
Aquel cuerpo pertenecía a una prostituta, ajusticiada por haber tratado de
entorpecer las meditaciones de un Brahman. Sin sangre, aquel cadáver parecía
puro. La diosa y la cortesana tenían ambas, en el muslo izquierdo, el mismo
lunar.
Kali no volvió, nenúfar de perfección, a sentarse en el trono del cielo de
Indra. El cuerpo, al que habían unido la cabeza divina, sentía nostalgia de los
barrios de mala fama, de las caricias prohibidas, de los cuartos en donde las
prostitutas meditan secretas orgías, acechan la llegada de los clientes a través de
las persianas verdes. Se convirtió en seductora de niños, incitadora de ancianos,
amante despótica de jóvenes, y las mujeres de la ciudad, abandonadas por sus
esposos y considerándose ya viudas, comparaban el cuerpo de Kali con las lla-
mas de la hoguera. Fue inmunda como una rata de alcantarillas y odiada como
la comadreja de los campos. Robó los corazones como si fueran un pedazo de
entraña expuesto en los escaparates de los casqueros.
Las fortunas licuadas se pegaban a sus manos como panales de miel. Sin des-
canso, de Benarés a Kapilavistu, de Bangalor a Srinagar, el cuerpo de Kali arras-
traba consigo la cabeza deshonrada de la diosa, y sus ojos límpidos continuaban
llorando.
Una mañana, en Benarés, Kali, borracha, haciendo muecas de cansancio,
salió de la calle de las cortesanas. En el campo, un idiota que babeaba tranqui-
lamente sentado en un montón de estiércol se levantó al verla pasar y se echó a
correr tras ella. Ya sólo le separaba de la diosa la longitud de su sombra. Kali
aminoró el paso y dejó que el hombre se acercara. Cuando él la dejó, emprendió
de nuevo el camino hacia una ciudad desconocida. Un niño le pidió limosna; ella
no le avisó de que una serpiente dispuesta a morder se erguía entre dos piedras.
Sentía un gran furor contra todo ser viviente y al mismo tiempo un deseo atroz
de aumentar con ello su sustancia, de aniquilar a las criaturas saciándose con
ellas. Se la pudo ver en cuclillas junto a los cementerios; su boca masticaba los
huesos como los dientes de las leonas. Mató como el insecto hembra que devo-
ra a sus machos; aplastó a los hijos que paría como una cerda que se revuelve
contra su camada. Y a los que exterminaba, los remataba después bailando enci-
ma de ellos. Sus labios, maculados de sangre, exhalaban el mismo olor insípido
de las carnicerías, pero sus abrazos consolaban a sus víctimas y el calor de su
pecho hacía olvidar los males.

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Lección
Los mitos

En la linde de un bosque, Kali tropezó con el Sabio. Se hallaba sentado, con


las piernas cruzadas, con las palmas unidas, y su cuerpo descarnado estaba tan
seco como la leña preparada para encender la hoguera. Nadie hubiera podido
adivinar si era muy joven o muy viejo; sus ojos, que todo lo percibían, apenas
eran visibles por debajo de sus párpados medio cerrados. La luz se disponía en
torno a él en forma de aureola, y Kali sintió subir de las profundidades de sí
misma el presentimiento del gran descanso definitivo, parada de los mundos,
liberación de los seres, día de bienaventuranza en que la vida y la muerte serían
igualmente inútiles, edad en que Todo se resorbe en Nada, como si esa pura
nada que acababa de concebir se estremeciera en ella a la manera de un futuro
hijo. El Maestro de la gran compasión levantó la mano para bendecir a la que
pasaba.
—Mi cabeza muy pura fue soldada a la infamia —dijo ella—. Quiero y no quie-
ro; sufro y, no obstante, gozo; me da horror vivir y miedo morir.
—Todos estamos incompletos —dijo el Sabio—. Todos nos hallamos dividi-
dos y somos fragmentos, sombras, fantasmas sin consistencia. Todos creemos
llorar y gozar desde hace siglos.
—Yo fui diosa en el cielo de Indra —dijo la cortesana.
—Y tampoco estabas libre de encadenamiento de las cosas, y tu cuerpo de
diamante no estaba más resguardado de la desgracia que tu cuerpo de barro y
carne. Tal vez, mujer sin ventura, al errar deshonrada por los caminos te hallas
más cerca de acceder a lo que no tiene forma.
—Estoy cansada —gimió la diosa.
Entonces, tocando las trenzas negras y manchadas de ceniza con la punta de
los dedos, dijo el Sabio:
—El deseo te enseñó la inanidad del deseo; el arrepentimiento te enseña la
inutilidad de arrepentirte. Ten paciencia, ¡oh, Error!, del que todos formamos
parte... ¡Oh, Imperfecta!, en quien la perfección toma conciencia de sí misma,
¡oh, Furor!, que no eres necesariamente inmortal...

LOS HÉROES
Se dice que los héroes nacen de la unión entre las mujeres y los dioses, aun-
que esta definición no es del todo cierta: muchos héroes griegos son mortales y
adquieren su carácter heroico en sus hazañas más que en su génesis semidivina.
De este modo, pertenecen a la epopeya mítica tanto HÉCTOR como
AGAMENÓN, TELÉMACO y el propio ULISES.
Pero los héroes legendarios son, sin duda, los más interesantes.

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Lección
Los mitos

La leyenda funde historia y ficción (en lugar de religión y ficción, como suce-
de con los mitos), y es a la leyenda medieval a la que pertenecen héroes que son
continuadores de las figuras de los héroes míticos. Nos encontramos, así, con el
REY ARTURO y con toda su corte de caballeros, con SIGFRIDO, protagonista
del Anillo de los Nibelungos, y con TRISTÁN e ISOLDA. Estos héroes nacieron
de las leyendas sajonas, alemanas y francesas respectivamente; pero no fueron
el fruto de la imaginación popular, sino que evocaban a caballeros renombrados
en su época, que más tarde se convirtieron en leyenda (de todos ellos tenemos
antecedentes históricos, con la única excepción de Tristán).
Los héroes son seres humanos, han sido despojados de virtudes divinas —en
realidad, no las tuvieron nunca—, pero sus aventuras siguen plagadas de seres
fabulosos y encantamientos. El hada MORGANA y el Santo Grial en las leyen-
das artúricas, la sangre de un dragón que convierte en invulnerable a Sigfrido,
quien además posee una capa que le hace invisible, o el monstruo que tiene
Tristán que vencer para conseguir a Isolda, son la prolongación de lo sobrena-
tural-mítico en estos hombres legendarios.
Humanos, pues, pero con el ingenio suficiente para adentrarse en lo mágico
y vencer, y con antepasados gloriosos (como Aquiles o Ulises), se convierten en
la estampa del hombre perfecto, el mito de la patria, el modelo perfecto a seguir.
Los caballeros heroicos, todos ellos, son revestidos de leyenda de tal guisa que
su penúltima fechoría, unos siglos después, es sorberle el seso a Don Quijote y
llevar hasta la más absoluta confusión al escéptico de Sancho Panza.

LA MAGIA QUE NO CESA


La función primordial de los mitos, como antes decíamos, es tratar de dar
respuesta a las grandes incógnitas que rodean nuestra existencia. Y es que ante
preguntas imposibles de responder, no caben más que respuestas apoyadas en
sucesos mágicos y personajes divinos. Igual que el rayo que parte en dos el árbol
bajo el que acabamos de refugiarnos del trueno, esas respuestas —precisamen-
te por ser sobrenaturales— engendran otras preguntas, y éstas, su vez, esperan
otras explicaciones; y así infinitamente. Porque los mitos son símbolos, repre-
sentaciones también inaprehensibles, no respuestas cerradas, definitivas; y éste
parece ser su encanto más auténtico.
Sísifo representa el trabajo, pero el trabajo inútil y sin esperanza, el esfuerzo
que no termina nunca, que tiene conciencia de no llevar hacia ninguna parte:
Sísifo ha sido castigado por los dioses, y la roca que sube a la cima de la monta-
ña vuelve a caer, y él la vuelve a subir y ella vuelve a caer, y así por siempre. El

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Lección
Los mitos

mito del CAMBIO DE SEXO, aunque es un mito que no destaca demasiado en


la mitología griega, ha sido retomado en nuestra literatura por autores como
Virginia Woolf, en Orlando, y Mújica Lainez, en El Unicornio.
Nos parece importante, para terminar, animaros a que utilicéis los mitos en
vuestros relatos, ya que a través de ellos infinidad de historias se eslabonan y
crean una saga sin fin, una cadena mágica, repleta de complicidades capaces de
atravesar milenios y de unir textos en una suerte de código muy especial.
Naturalmente, podéis también introducir variantes, como hizo Kafka con
Ulises, o Yourcenar con Kali; ya habéis visto que también las figuras míticas
pueden tocarse y retocarse, que también admiten visiones particulares, incluso
desmitificadoras. Así que para terminar, queremos sumar a los ya mencionados
algunos de los mitos más frecuentemente tratados, algunos de los más aprove-
chables, según pensamos; son los que siguen, y representan —en general y en
abstracto— lo que aquí os indicamos...

—EL AMOR Y EL MATRIMONIO: Afrodita, Eros y Psique.


—LA BÚSQUEDA DE LA PROPIA IDENTIDAD: Edipo.
—LA VENGANZA: Orestes.
—LA INSATISFACCIÓN: Tántalo.
—LA CULPA: Las Furias.
—LA AMBICIÓN: Ícaro.
—EL CAMBIO: Proteo.
—EL EGOÍSMO: Narciso.
—LA CREACIÓN DE LA PRIMERA MUJER: Pandora y su alter-ego cristia-
na, Eva.

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