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Los mitos
Lo primero que hay que decir de los mitos es que son inabarcables. Toda cul-
tura que se precie de serlo tiene su mitología. Desde los indígenas australianos
hasta los habitantes de la Tierra de Fuego, todos los pueblos han elaborado las
respuestas a las grandes preguntas: ¿cómo se creó el mundo?, ¿quién rige las
leyes naturales?, ¿adónde vamos cuando morimos?; y lo han hecho a través de
explicaciones míticas, respuestas imprescindibles a la respiración ambiciosa e
impaciente de los seres humanos, que acaban erigiéndose en verdades gigantes-
cas, universales, para salvarnos del desdichado —aunque también dichoso— no
saber.
Más que resumir los mitos, compararlos entre ellos o analizar sus distintos
sentidos (esto sería como intentar meter todo el océano en un agujero hecho en
la arena), lo que nos proponemos aquí es despertar vuestra curiosidad, abriros
una rendija al extenso continente de los primeros sueños humanos que, en el
fondo, son los mismos en los que el hombre se sigue debatiendo, revestidos
ahora de otros ropajes.
Muchos son los escritores que han escogido mitos como telón de fondo de
sus obras y han creado escenarios coherentes con la época correspondiente a
cada caso. Otros autores han ido más atrás: han recurrido a las fuentes natura-
les del mito para volver a contarnos esa historia mítica de otra manera y con sus
propias palabras.
Sea como fuere, cada mito dirige nuestra mirada hacia la explicación de
algún asunto humano transcendente: el amor, el odio, la venganza, el trabajo, la
muerte, el egoísmo...
Con el ánimo de abriros una puerta a la curiosidad en tan fértil terreno,
hemos escogido los tres temas a los que la literatura más ha recurrido a lo largo
de su historia: la representación de las fuerzas de la naturaleza por medio de
seres fabulosos, el mundo de los muertos y, por último, los héroes, interesantes
figuras en las que se conjugan hombres y dioses.
Partiremos para este acercamiento, sobre todo, de los mitos griegos, los más
próximos a nosotros, y también de los hebreos, portadores de la semilla de la
Biblia (se dice de ellos que son la madre y el padre de la cultura occidental). No
hemos querido, sin embargo, dejar de hacer alguna breve incursión en mitos de
otras latitudes (Escandinavia, Alemania, Francia, Sajonia, India, Egipto,
Mesopotamia...), que entretejen constantemente sus hilos con la mitología grie-
ga y con la hebrea. Obviamente, también se nos quedan en el tintero mitologías
fascinantes, repletas de imaginación y de vitalidad, sobre todo las de América y
las de África; esperamos, no obstante, que los apasionados por el tema no se las
dejen atrás.
LOS MONSTRUOS
Más peligrosos son los monstruos, seres contrarios al orden regular de la
naturaleza que simbolizan la fuerza cósmica en estado embrionario y caótico, y
que pueblan toda la geografía de la imaginación griega más que la de cualquier
otra cultura.
—La ESFINGE: su nombre significa «estranguladora», así que os podéis
imaginar el resto: dotada con alas, cabeza de mujer y cuerpo y garras de león,
procede de la mitología egipcia, aunque luego pasa a la griega. Cuentan que la
Esfinge acechaba sobre una montaña al oeste de Tebas (reino de Edipo) y plan-
teaba a los viajeros un enigma; si estos no respondían les devoraba. El enigma
más famoso lo habréis oído alguna vez y quizás hasta tengáis la suerte de saber
la respuesta y sobrevivir: ¿Cuál es el animal que anda por la mañana a cuatro
patas, por la tarde, a dos y por la noche, a tres?
—GRIFO: personifica al buen guardián. Poseía la parte superior del águila, la
inferior del león, y una larga cola de reptil.
—Las GORGONAS: son los monstruos infernales de la mitología griega.
Representan las posibilidades de transformación de la naturaleza a través de la
fusión de elementos contrarios: belleza y fealdad. Tenían figura de mujer, pero
sus cabellos eran serpientes, con alas y grifos de enormes colmillos. Mataban a
aquellos que osaban contemplarlas y eran tres hermanas: Esteno, Euríade y
Medusa (que murió a manos de Perseo).
La casa de Asterión
1 El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale
por infinitos.
veres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé
que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi
redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi reden-
tor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores
del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerí-
as y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un
hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un
vestigio de sangre.
—¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
Fascinados quizás por los diablos de todas las culturas, también Goethe, con
El Dios y la bayadera, y Thomas Mann, con Las cabezas cortadas, explotaron
el mito de la diosa Kali.
En el cuento que hallaréis a continuación se nos desvela el motivo de esta fas-
cinación. Marguerite Yourcenar trata a Kali con compasión y humanidad, y nos
acerca a la triste historia de su cuerpo y de su cabeza, que no se corresponden.
Dualismo que se integra de lleno en el carácter de los mitos hindúes, en los que
cada dios tenía varias personalidades. De hecho, Kali es una de las personalida-
des de la diosa Parvati, esposa de Shiva, el dios del amor; y precisamente en esa
lucha de personalidades está basado el cuento, como también su estilo y su len-
guaje.
Kali
Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India. Puede vérsela
simultáneamente en el Norte y en el Sur, y al mismo tiempo en los lugares san-
tos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al verla pasar, los hombres
jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz, salen a la puerta para verla, y los
niños recién nacidos ya saben su nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan
delgada es su cintura que los poetas que la cantan la comparan con la palmera.
Tiene los hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos tur-
gentes como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del
elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes. Su boca
es cálida, como la vida; sus ojos profundos, como la muerte. Tan pronto se mira
en el bronce de la noche como en la plata de la aurora o en el cobre del crepús-
culo, y se contempla en el oro del mediodía. Pero sus labios no han sonreído
jamás; un collar de huesecillos rodea su alto cuello y en su rostro, más claro que
el resto del cuerpo, sus grandes ojos son puros y tristes. El rostro de Kali, eter-
namente mojado por las lágrimas, está pálido y cubierto de rocío como la faz
inquieta de la mañana.
Kali es abyecta. Ha perdido su casta divina a fuerza de entregarse a los parias
y a los condenados, y su rostro, al que besan los leprosos, se halla cubierto de
una costra de astros. Se aprieta contra el pecho sarnoso de los camelleros pro-
cedentes del Norte, que nunca se lavan a causa de los grandes fríos; se acuesta
en los lechos infectados de piojos con los mendigos ciegos; pasa de los brazos de
los Brahmanes al abrazo de los miserables —raza fétida, deshonra de la luz—
encargados de bañar los cadáveres; y Kali, rendida en la sombra piramidal de
LOS HÉROES
Se dice que los héroes nacen de la unión entre las mujeres y los dioses, aun-
que esta definición no es del todo cierta: muchos héroes griegos son mortales y
adquieren su carácter heroico en sus hazañas más que en su génesis semidivina.
De este modo, pertenecen a la epopeya mítica tanto HÉCTOR como
AGAMENÓN, TELÉMACO y el propio ULISES.
Pero los héroes legendarios son, sin duda, los más interesantes.
La leyenda funde historia y ficción (en lugar de religión y ficción, como suce-
de con los mitos), y es a la leyenda medieval a la que pertenecen héroes que son
continuadores de las figuras de los héroes míticos. Nos encontramos, así, con el
REY ARTURO y con toda su corte de caballeros, con SIGFRIDO, protagonista
del Anillo de los Nibelungos, y con TRISTÁN e ISOLDA. Estos héroes nacieron
de las leyendas sajonas, alemanas y francesas respectivamente; pero no fueron
el fruto de la imaginación popular, sino que evocaban a caballeros renombrados
en su época, que más tarde se convirtieron en leyenda (de todos ellos tenemos
antecedentes históricos, con la única excepción de Tristán).
Los héroes son seres humanos, han sido despojados de virtudes divinas —en
realidad, no las tuvieron nunca—, pero sus aventuras siguen plagadas de seres
fabulosos y encantamientos. El hada MORGANA y el Santo Grial en las leyen-
das artúricas, la sangre de un dragón que convierte en invulnerable a Sigfrido,
quien además posee una capa que le hace invisible, o el monstruo que tiene
Tristán que vencer para conseguir a Isolda, son la prolongación de lo sobrena-
tural-mítico en estos hombres legendarios.
Humanos, pues, pero con el ingenio suficiente para adentrarse en lo mágico
y vencer, y con antepasados gloriosos (como Aquiles o Ulises), se convierten en
la estampa del hombre perfecto, el mito de la patria, el modelo perfecto a seguir.
Los caballeros heroicos, todos ellos, son revestidos de leyenda de tal guisa que
su penúltima fechoría, unos siglos después, es sorberle el seso a Don Quijote y
llevar hasta la más absoluta confusión al escéptico de Sancho Panza.