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emotivismo, el decisionismo. La propuesta principal de todas estas corrientes es que la moral no se puede
fundamentar ni en los hechos, ni en los valores objetivos o trascendentes, sino sólo en la «opción» autónoma
del sujeto. En otras palabras, se parte del «no-cogni-tivismo», o sea de la imposibilidad de conocer los valores.
De esta manera, es el principio de autonomía el que cobra relevancia. El único fundamento de la actuación
moral es la opción autónoma; y el horizonte ético-social está representado por el compromiso en pro de la
liberalización de la sociedad. El único límite es el de la libertad ajena (obviamente, la del que es capaz de
valerse de ella). Se adopta la libertad como supremo y último punto, de referencia: es lícito lo que se quiere y
acepta como libremente querido, y que no lesiona la libertad ajena. Tal es el mensaje que surgió con fuerza
innovadora de la Revolución francesa. Ciertamente en esta visión algo hay de verdad, pero no toda la verdad
del hombre, ni siquiera toda la verdad de la libertad. Todos hemos advertido ya las instancias de esta propuesta:
por ejemplo la mirada del ejercicio de la sexualidad como juego y todas sus consecuencias; la libertad para
investigar y hacer experimentos; la libertad de decidir sobre el momento de la muerte (Living Will); el suicidio
como señal y énfasis de libertad, etcétera. Se trata en realidad de una libertad disminuida: es la libertad para
algunos usualmente para aquellos que pueden hacerla valer y expresarla (¿quién defiende la libertad del ser
naciente?); se trata de una «liberación de» vínculos y coacciones y no de una «libertad para» un proyecto de
vida y de sociedad que esté justificado con un sentido finalista. Se trata, en otras palabras, de libertad sin
responsabilidad. En los años sesenta Marcuse reclamaba tres nuevas libertades para poder llevar a cabo los
proyectos de la Revolución francesa y de la Revolución rusa que, según él, sólo habían considerado, la primera,
las libertades civiles y la otra, la liberación de la necesidad. Las nuevas fronteras de la libertad serían, según
Mar-cuse, la libertad del trabajo, porque el trabajo esclaviza a la actividad humana; la libertad de la familia,
porque la familia esclaviza a la afectividad del hombre, y la libertad de la ética, porque ésta asignaría a la mente
del hombre unos fines y los fines limitarían la libertad misma de elección. Así, en su obra £ros y civilización
llega a hablar de amor libre y polimorfo. Pero no es difícil comprender que esta libertad es un yugo trágico,
aunque él la llame «fiesta»; que es un «nihilismo», porque nada supone antes de la libertad y dentro de la
libertad. Todo acto libre supone en realidad la vida —existente— del hombre que lo lleva a cabo; la vida viene
antes que la libertad, porque quien no está vivo no puede sir libre; la libertad tiene un contenido, es siempre un
acto que aspira a algo o afecta a alguien; y de este contenido es la libertad la responsable. En conclusión, la
libertad supone el que se sea y se exista «para» un proyecto de vida. Cuando, por otra parte, la libertad se dirige
contra la vida, se destruye a sí misma y seca sus raíces; cuando niega la responsabilidad de la opción, se reduce
a fuerza ciega y amenaza con ser un yugo para sí misma y el umbral del suicidio. Cuando hablamos de
responsabilidad, estamos hablando ciertamente de la responsabilidad que nace dentro de la libertad y que es
apoyada por la razón, que evalúa los medios y los fines para un proyecto libremente, elegido; no queremos
entender, por lo menos ahora, la responsabilidad frente a la ley civil y a la autoridad externa, que puede tener
razón cuando se invoca respecto de ciertos valores de bien común, pero que no es la primera ni la mayor
expresión de responsabilidad.
Esta es ante todo interior, frente a la razón y a su reflejo en la conciencia, en la apreciación ética de los valores
en juego; esta responsabilidad permanece aunque calle la ley civil y el magistrado no sepa y no investigue; más
aún, en ocasiones la responsabilidad interior puede contrastar con la ley civil, cuando ésta llega a lesionar los
valores fundamentales e irrenunciables de la persona humana. No es éste el lugar para desarrollar todo el
razonamiento teórico e histórico-filosófico de estos términos, que se cuentan entre los más majestuosos y
dramáticos de la vida humana, pero era necesario levantar acta por lo menos de la existencia de este «modelo»
que tanto influye en la cultura, la literatura, la prensa y, sobre todo, los hábitos y costumbres de nuestros días.
No obstante, a los seguidores de subjetivismo ético y del decisionismo se les dificulta el tener que proponer una
norma social, especialmente frente a quién, en aras del principio de autonomía, no acepta autolimitaciones. Para
no recurrir a la función «moderadora» del Leviatán de Hobbes, se propone el «principio de tolerancia».
o simplemente el criterio de no causar un «daño relevante» a otro. Aunque en realidad se trata de renunciar a la
fundamentación de la moral y, de hecho —especialmente respecto de quien no goza de autonomía moral (el
embrión, el feto, el moribundo) —, el liberalismo ético ha terminado por deslizarse hacia la legitimación de la
violencia y de la ley del más fuerte.
El modelo pragmático-utilitarista
El callejón sin salida del no-cognitivismo y la debilidad intrínseca del subjetivismo en el plano social, han
llevado a una recuperación de la intersubjetividad a nivel pragmático. Para encontrar un punto de encuentro que
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que son válidos (prima facie) como si dijéramos «en principio», pero que en su aplicación concreta admiten
excepciones y conflictos a los que no se puede dar una solución homogénea y cierta. Pensamos que si no se
quiere proclamar el relativismo de las opciones concretas, so pena de hacer declaraciones de principio que
tienen un valor simplemente formal, habrá que advertir la obligación y la necesidad de aclarar y resolver los
conflictos, jerarquizar armónicamente los valores en juego y eliminar la conflictividad. Es así como la ciencia
ética y el ejercicio de las virtudes éticas cobran un significado en este campo.