Está en la página 1de 6

1

«Cognitivismo» y «no cognitivismo»: la ley de Hume


En la edición anterior de este Manual nos limitamos a ofrecer algunos «modelos» de Bioética que
considerábamos, y seguimos considerando, representativos de los diversos enfoques y direcciones de
pensamiento presentes en el debate actual sobre la Bioética. Hablábamos del modelo liberal-radical, del modelo
utilitarista, del modelo sociobiológico y del modelo personalista. De estos modelos hicimos una breve
valoración crítica para justificar y fundamentar sobre todo el modelo personalista, en el cual el término
«persona» se entendía no sólo como subjetividad, sino también y prioritariamente como valor ontològico y
trascendente. Queremos retomar ahora, a la luz de las más recientes discusiones meta-bioéticas, estas diversas
propuestas y, en especial, la nuestra. Pero antes hay que aclarar un punto del debate que se ha vuelto hoy una
especie de encrucijada de todas las discusiones éticas: se trata de la llamada «ley de Hume» y, por consiguiente,
de la orientación preliminar de los eticistas y bioeticistas entre dos formaciones opuestas: los «no-cognitivistas»
y los «cognitivistas». La llamada «ley de Hume» es la que divide precisamente a ambos grupos. Esta ley deriva
de una observación contenida en el libro Treatise of Human Nature de D. Hume y recobrada por la filosofía
analítica contemporánea a partir de G. Moore, que la definió como una «falacia naturalista». Dicha ley afirma
que existe «una gran división» entre el ámbito de los hechos naturales y el de los valores morales: los hechos se
pueden conocer y describir con el verbo en indicativo, y demostrar científicamente; mientras los valores y las
normas morales son simplemente supuestos y dan lugar a juicios prescriptivos que no se pueden demostrar. Por
esto, no sería posible ni legítimo pasar o inferir desde el ser (que se identifica con los hechos observables) al
deber ser: no se puede pasar del «is» (es) al «oughí» (se debe), o del «sein» (ser) al «so//en» (deber). Los «no-
cognitivos» piensan que los valores no pueden ser objeto de conocimiento y de afirmaciones calificables como
«verdaderas» o «falsas». Por el contrario, los «cognitivos» buscan una fundamentación racional y «objetiva» de
los valores y de las normas morales. Justificar la ética y, por tanto, la Bioética, quiere decir entonces discutir
ante todo sobre la posibilidad de superar «la gran división» o «falacia naturalista». Como tendremos ocasión de
explicar mejor, todo el problema está en el significado que se le da a la palabra «ser», que indica la
«factuaidad» cognoscible. Si por «ser» se entiende la mera «factualidad» empírica, entonces ciertamente la ley
de Hume está justificada; por ejemplo, por el hecho de que muchos hombres roben, maten o blasfemen, no se
puede concluir ciertamente que el robo, el homicidio o la blasfemia son moralmente lícitos y, si queremos
demostrar que actúan ilícitamente, debemos recurrir a un criterio que no sea la simple investigación sobre los
hechos.
Pero la idea de «ser» que se sobreentiende en los hechos se puede entender de un modo no simplemente
empírico, sino más profundo y comprensivo, como por ejemplo «esencia» o «naturaleza»; es decir, en sentido
«metafísico». Entonces el deber ser puede encontrar un fundamento en el ser, en ese ser que todo sujeto
consciente está llamado a realizar. Así el término «hombres» puede ser entendido en sentido empírico (en tal
caso la expresión indica a los individuos que roban y a los que no roban, a los que matan y a los que no matan,
etcétera); pero puede pensarse también en la «esencia» del hombre o en la «naturaleza» humana propia de la
persona racional o la «dignidad del hombre», y entonces se puede —y se debe— encontrar la fundamentación
racional por la que es posible establecer una diferenciación en el plano moral entre quien roba y quien no roba.
Pero esta observación, que consideramos muy simple, supone la instancia metafísica, la necesidad y capacidad
de nuestra mente de ir «más allá», de sobrepasar el hecho empírico, de captar en profundidad la razón de ser de
las cosas y la «verdad» de los comportamientos, su conformidad con la dignidad de la persona. Era necesario
anteponer esta premisa en la elaboración de los diversos modelos de Bioética, para comprender su diferencia y
para subrayar la relevancia de la posibilidad de fundamentar racionalmente los valores. Después de todo, sería
inútil y erróneo hacer razonamientos bioéticos si no existiera siquiera la esperanza de fundamentar la Bioética
sobre unas bases sólidas de racionalidad, esto es, en la verdad. Por fatigoso que sea el camino para encontrarle
un fundamento de verdad a la acción moral y a los valores, vale la pena emprenderlo. Se dice que una sociedad
sin valores no puede subsistir; pero si los tuviera, y estos valores fueran simples opiniones, ¿qué vinculación
social podrían hacer realidad? La «ética sin verdad» representa un vaso vacío delante de alguien que se muere
de sed. Con todo, no hay que negar que resulta difícil reconocer en las situaciones concretas, a veces muy
complejas, la congruencia de un comportamiento determinado con la norma del bien y de la verdad; pero esta
es la tarea de la razón práctica, la «recta ratio agibilium» o recta razón de lo que se ha de hacer. Maritain
subrayó acertadamente que el conocimiento de la norma moral es un tipo de conocimiento «análogo»a otras
formas de conocimiento como el matemático o el histórico; pero aun así, se trata de un conocimiento no menos
importante y esclarecedor que el aplicado a otros campos del saber.
2

Ética descriptiva y modelo sociobiológico


Un primer intento de fundamentar la norma ética basándose en los hechos (en clara oposición con la «ley de
Hume»), que desemboca en la relativización de los valores y normas, lo representa la orientación sociológico-
historicista: se trata de la propuesta de una ética puramente descriptiva. Según esta perspectiva, la sociedad en
su evolución produce y cambia valores y normas, que son funcionales para su desarrollo, de la misma manera
que los seres vivos en su evolución biológica han desarrollado ciertos órganos con la finalidad de que cumplan
una función y, en definitiva, para mejorar su propia existencia. La teoría evolucionista de C. Darwin viene así a
concordar con el sociologismo de M. Weber y con el sociobiologismo de H. J. Heinsenk y E. O. Wilson. En
ocasiones también, los especialistas en antropología cultural y los ecologistas adoptan posiciones similares.
Traduciendo su pensamiento en palabras simples, se llega a afirmar que, así como el cosmos y las diversas
formas de vida en el mundo han evolucionado, así también las sociedades evolucionan; y que dentro de esta
evolución biológica y sociológica los valores morales deben cambiar. El empuje evolutivo, que arranca del
«egoísmo biológico» o instinto de conservación de uno mismo, encuentra cada vez nuevas formas de
adaptación, entre las cuales el derecho y la moral serían su expresión cultural. En las condiciones evolutivas
actuales, en las que aparece ya una nueva situación del hombre en el cosmos y en el mundo biológico, se
debería pensar un nuevo sistema de valores, porque el precedente no es adecuado ya para configurar el
«ecosistema» que se está estableciendo. Por esto, la vida del hombre no sería sustancialmente distinta de las
diversas formas de vida y del universo con el que se vive en simbiosis. Desde este punto de vista, la ética
desempeña la función de mantener el equilibrio evolutivo, el equilibrio de la mutación de la adaptación y del
«ecosistema». Obviamente, entre naturaleza y cultura hay una conexión íntima, y a veces es difícil establecer la
frontera entre ambas. Pero para estos pensadores la naturaleza se resuelve en la cultura; y viceversa, la cultura
no es otra cosa que elaborar la transcripción de la evolución de la naturaleza.
La adopción de este modelo comportaría no sólo dar por demostrado el evolucionismo, sino asumir también
como supuesto el «reduccionismo», esto es, la reducción del hombre a un momento historicista y naturalista del
cosmos. En consecuencia, esta visión comporta el relativismo de cualquier ética y de todo valor humano,
sumergiendo a todos los seres vivos en el gran río de una evolución que tiene, ciertamente, su vértice en el
hombre, pero no entendido como vértice definible y como punto de referencia estable, sino como sometido
también él a una mutación en sentido activo y pasivo. Se trata, en definitiva, de una ideología heraclitiana, en la
que no es posible reconocer alguna unidad estable y la universalidad de los valores, una norma válida por
siempre para el hombre de todos los tiempos. Si fuera cierta esta ideología —porque de una ideología se trata
—, incluso los delitos más atroces que la historia reconoce, desde los de Gengis Khan a los de Hitler, serían
delitos sólo para nosotros, los que vivimos en este tiempo; delitos póstumos, y no delitos contra el hombre. Y
sería inútil, o en todo caso provisional, el esfuerzo por definir los «derechos humanos». A la luz de este modelo,
la «adaptación» y la «selección» son evaluadas como mecanismos necesarios para la evolución y el progreso de
la especie humana. La adaptación al ambiente y al ecosistema; la selección de las cualidades más idóneas para
el progreso de la especie, llevan a justificar el eugenismo tanto negativo como positivo. Ahora que la
humanidad ha logrado ser capaz de dominar científicamente los mecanismos de la evolución y de la selección
biológica mediante la ingeniería genética, los seguidores de esta teoría justifican la ingeniería genética
selectiva, de mejoramiento y alternativa, no sólo para las especies animales sino también para el hombre. Se
pueden, no obstante, reconocer en esta corriente de pensamiento varias subcorrientes: algunos son llevados
sencillamente al reconocimiento justificativo de los valores existentes en la sociedad; otros, sobre todo los
sociobiólogos, son propensos incluso a justificar las intervenciones innovadoras en el patrimonio biológico de
la humanidad. En cualquier caso, en esta corriente de pensamiento se comprueba la identificación entre el
verum ipsum factum (el hecho es en sí mismo verdad) y el bonum ipsum factum (el hecho es en sí mismo
bueno). Hay que pensar que, si es obvio que algunos componentes culturales y de las costumbres están
sometidos a una evolución, es igualmente obvio que el hombre sigue siendo hombre, diverso por naturaleza —y
no sólo por complejidad neurológica— de cualquier otro ser vivo; y que el bien y el mal no son conmutables
entre sí, ni falsas y verdaderas a un mismo tiempo las leyes del ser, las de la ciencia y las de la moral. La
muerte, el dolor, la sed de verdad, la solidaridad y la libertad no son elaboraciones culturales, sino hechos y
valores que acompañan al hombre en todas las etapas históricas.
El modelo subjetivista o liberal-radical Muchas corrientes de pensamiento desembocan hoy en el subjetivismo
moral: el neo-iluminismo, el liberalismo ético, el existencialismo nihilista, el cientificismo neopositivista, el
3

emotivismo, el decisionismo. La propuesta principal de todas estas corrientes es que la moral no se puede
fundamentar ni en los hechos, ni en los valores objetivos o trascendentes, sino sólo en la «opción» autónoma
del sujeto. En otras palabras, se parte del «no-cogni-tivismo», o sea de la imposibilidad de conocer los valores.
De esta manera, es el principio de autonomía el que cobra relevancia. El único fundamento de la actuación
moral es la opción autónoma; y el horizonte ético-social está representado por el compromiso en pro de la
liberalización de la sociedad. El único límite es el de la libertad ajena (obviamente, la del que es capaz de
valerse de ella). Se adopta la libertad como supremo y último punto, de referencia: es lícito lo que se quiere y
acepta como libremente querido, y que no lesiona la libertad ajena. Tal es el mensaje que surgió con fuerza
innovadora de la Revolución francesa. Ciertamente en esta visión algo hay de verdad, pero no toda la verdad
del hombre, ni siquiera toda la verdad de la libertad. Todos hemos advertido ya las instancias de esta propuesta:
por ejemplo la mirada del ejercicio de la sexualidad como juego y todas sus consecuencias; la libertad para
investigar y hacer experimentos; la libertad de decidir sobre el momento de la muerte (Living Will); el suicidio
como señal y énfasis de libertad, etcétera. Se trata en realidad de una libertad disminuida: es la libertad para
algunos usualmente para aquellos que pueden hacerla valer y expresarla (¿quién defiende la libertad del ser
naciente?); se trata de una «liberación de» vínculos y coacciones y no de una «libertad para» un proyecto de
vida y de sociedad que esté justificado con un sentido finalista. Se trata, en otras palabras, de libertad sin
responsabilidad. En los años sesenta Marcuse reclamaba tres nuevas libertades para poder llevar a cabo los
proyectos de la Revolución francesa y de la Revolución rusa que, según él, sólo habían considerado, la primera,
las libertades civiles y la otra, la liberación de la necesidad. Las nuevas fronteras de la libertad serían, según
Mar-cuse, la libertad del trabajo, porque el trabajo esclaviza a la actividad humana; la libertad de la familia,
porque la familia esclaviza a la afectividad del hombre, y la libertad de la ética, porque ésta asignaría a la mente
del hombre unos fines y los fines limitarían la libertad misma de elección. Así, en su obra £ros y civilización
llega a hablar de amor libre y polimorfo. Pero no es difícil comprender que esta libertad es un yugo trágico,
aunque él la llame «fiesta»; que es un «nihilismo», porque nada supone antes de la libertad y dentro de la
libertad. Todo acto libre supone en realidad la vida —existente— del hombre que lo lleva a cabo; la vida viene
antes que la libertad, porque quien no está vivo no puede sir libre; la libertad tiene un contenido, es siempre un
acto que aspira a algo o afecta a alguien; y de este contenido es la libertad la responsable. En conclusión, la
libertad supone el que se sea y se exista «para» un proyecto de vida. Cuando, por otra parte, la libertad se dirige
contra la vida, se destruye a sí misma y seca sus raíces; cuando niega la responsabilidad de la opción, se reduce
a fuerza ciega y amenaza con ser un yugo para sí misma y el umbral del suicidio. Cuando hablamos de
responsabilidad, estamos hablando ciertamente de la responsabilidad que nace dentro de la libertad y que es
apoyada por la razón, que evalúa los medios y los fines para un proyecto libremente, elegido; no queremos
entender, por lo menos ahora, la responsabilidad frente a la ley civil y a la autoridad externa, que puede tener
razón cuando se invoca respecto de ciertos valores de bien común, pero que no es la primera ni la mayor
expresión de responsabilidad.
Esta es ante todo interior, frente a la razón y a su reflejo en la conciencia, en la apreciación ética de los valores
en juego; esta responsabilidad permanece aunque calle la ley civil y el magistrado no sepa y no investigue; más
aún, en ocasiones la responsabilidad interior puede contrastar con la ley civil, cuando ésta llega a lesionar los
valores fundamentales e irrenunciables de la persona humana. No es éste el lugar para desarrollar todo el
razonamiento teórico e histórico-filosófico de estos términos, que se cuentan entre los más majestuosos y
dramáticos de la vida humana, pero era necesario levantar acta por lo menos de la existencia de este «modelo»
que tanto influye en la cultura, la literatura, la prensa y, sobre todo, los hábitos y costumbres de nuestros días.
No obstante, a los seguidores de subjetivismo ético y del decisionismo se les dificulta el tener que proponer una
norma social, especialmente frente a quién, en aras del principio de autonomía, no acepta autolimitaciones. Para
no recurrir a la función «moderadora» del Leviatán de Hobbes, se propone el «principio de tolerancia».
o simplemente el criterio de no causar un «daño relevante» a otro. Aunque en realidad se trata de renunciar a la
fundamentación de la moral y, de hecho —especialmente respecto de quien no goza de autonomía moral (el
embrión, el feto, el moribundo) —, el liberalismo ético ha terminado por deslizarse hacia la legitimación de la
violencia y de la ley del más fuerte.

El modelo pragmático-utilitarista
El callejón sin salida del no-cognitivismo y la debilidad intrínseca del subjetivismo en el plano social, han
llevado a una recuperación de la intersubjetividad a nivel pragmático. Para encontrar un punto de encuentro que
4

no reniegue de la fundamentación individualista de la norma moral, se llega a la elaboración de varias fórmulas


de «ética pública», muy difundida en los países anglosajones, que acaba por ser una especie de subjetivismo de
la mayoría.
El denominador común de estas diversas orientaciones de pensamiento es el rechazo de la metafísica y la
desconfianza consiguiente respeto del pensamiento de poder alcanzar una verdad universal y, por tanto, una
norma válida para todos en el plano moral. El principio básico es el del cálculo de las consecuencias de la
acción con base en la relación costo/beneficio. Digamos de inmediato que esta relación es válida cuando se
refiere a un mismo valor y a una misma persona en sentido homogéneo y subordinado, esto es, cuando no se
adopta como principio último, sino como factor de juicio referido a la persona humana y a sus valores. Así, se
utiliza válidamente este principio cuando lo aplica, por ejemplo, el cirujano o el médico a fin de decidir cuál
terapia escoger, que es evaluada acertadamente con base en los daños (mejor definidos como «riesgos») y en
los beneficios previsibles para la vida y la salud del paciente. Pero ese principio no puede ser aplicado de
manera última y fundamental «sopesando» bienes no homogéneos entre sí, como cuando se confrontan los
costos en dinero con el valor de una vida humana. Muchas fórmulas empleadas en el ámbito médico y sugerido
para evaluar decisiones terapéuticas o la aplicación de recursos económicos, acaban por adoptar un carácter
utilitarista. El viejo utilitarismo que se remonta al empirismo de Hume, reducía el cálculo de los
costos/beneficios a la evaluación grata/desagradable del individuo en particular. El neo utilitarismo se inspira
en Bentham y en Stuart Mili y se reduce al triple precepto de maximizar el placer, minimizar el dolor y ampliar
la esfera de las libertades personales al mayor número posible de personas. Y es a partir de estos parámetros
como se elabora el concepto de «calidad de la vida» (quality of life), que algunos contraponen al concepto de
sacralidad de la vida. La calidad de la vida es evaluada precisamente en relación con la reducción al mínimo del
dolor y, a menudo, de los costos económicos?) Se han propuesto diversas fórmulas, inspiradas en el utilitarismo
unas veces más «ortodoxo», y otras más «flexible», para evaluar la eficacia y la utilidad de los cuidados o
incluso la conveniencia de comprometer recursos económicos en el cuidado de ciertas enfermedades: ^el
análisis «costos/beneficios»; el análisis «costos/ eficacia»; y el análisis «calidad/años de vida ajustados», son
fórmulas que acaban, especialmente esta última, por incluir entre los factores decisivos de la intervención
terapéutica y de la asignación de recursos en el ámbito sanitario —en comparación con el costo de los cuidados
— los factores económicos e incluso la recuperación misma de la productividad por parte del paciente. Estas
fórmulas, como muchas otras inventadas para cada una de las categorías de pacientes —recién nacidos
deformes, enfermos de cáncer—, al confrontar factores que no son homogéneos (salud y productividad; terapia
y disponibilidad de fondos) acaban por sancionar la suspensión de las terapias y de la asistencia, alegando que
los gastos no son productivos, o un concepto de la calidad de vida basado simplemente en la evaluación de
factores biológicos o económicos. Así, para suavizar el utilitarismo del acto, se ha intentado introducir algunas
reglas de beneficencia más amplia, como el concepto de la equidad o de la asistencia mínima, moderando el
utilitarismo del acto con el utilitarismo de la norma. Las reglas de «equidad», de «imparcialidad», de
«observación neutral», de «ampliación social de la utilidad», del «cálculo de felicidad social» o del «mínimo
ético», no sirven para anular una situación de relativismo y de carencia de un fundamento que verifique la
norma. Hay que subrayar, además, la gran dificultad de hacer un cálculo de conciliación entre el interés privado
y el social en el plano empírico y pragmático de la felicidad. En este campo de la búsqueda de la felicidad y de
la calidad de vida, algunos autores llegan a reducir la categoría de persona a la de menor ser que siente, en
cuanto que sólo éste es capaz de sentir placer y dolor, Todo lo cual tiene como consecuencia: «a) que no se
tome en consideración la protección de los intereses de los individuos "insensibles", es decir, que carecen de la
facultad de sentir (como los embriones —por lo menos hasta el estadio de la formación de las estructuras
nerviosas—, los individuos en coma vegetativo, etcétera); b) Que se justifique la eliminación de los individuos
que sienten pero en los cuales el sufrimiento supera (o se supone que supera) al placer, o la de los individuos
que provoca en los demás cuantitativamente más dolor que complacencia (los discapacitados, los fetos
deformes, los moribundos, etcétera); c) que se justifiquen las intervenciones que suprimen incluso la vida
humana con tal de suprimir únicamente el sufrimiento (licitud de aborto incluso en estadios avanzados del
embarazo, a condición de que se lleve a cabo con prácticas indoloras). Por tanto, si el utilitarismo, por un lado,
excluye de ser respetados a algunos seres humanos, por el otro llega paradójicamente a equiparar a los seres
humanos y los animales, al tomar como base la capacidad de "sentir" y, por consiguiente, de percibir el placer y
el dolor». De esta manera, nos seguimos manteniendo en una perspectiva utilitarista en la cual no se precisa «de
qué cosa» se ha de buscar la utilidad y en orden «a qué»; mejor dicho, se alega que la vida humana es valorada
5

si está presente/ausente el sufrimiento, y según los criterios economicistas de la productividad o


improductividad del gasto. Una orientación de ética pública, análoga en ciertos aspectos al utilitarismo (aunque
muestre algunas divergencias), la constituye el contractualismo, inspirado también en el criterio del acuerdo
intersubjetivo estipulado por la comunidad ética, esto es, por todos cuantos tienen la capacidad y la facultad de
decidir. Expresión de esta orientación es el pensamiento de H.T. Engelhardt en su obra The Foundations of
bioethics, que mencionamos en el capítulo primero. El consenso social de la «comunidad ética» justifica, según
este autor, el que valgan menos todos aquellos que no forman parte todavía de la comunidad (embriones, fetos y
niños) cuyos derechos dependerían, por tanto, de los adultos que, en definitiva, no son considerados como
personas. De esta manera, tampoco son valorados, al «no ser personas», los que no han logrado su inserción
social, como ocurre, por ejemplo, con los enfermos que han perdido toda relación social o los dementes no
recuperables. En definitiva, la concepción de la persona humana acaba por ser un concepto sociológico. En el
ámbito de este panorama de la ética intersubjetiva, hay que recordar las corrientes de pensamiento que se
remiten a la fenomenología y a la ética de la comunicación. La ética fenomenològica muestra, especialmente en
M. Scheler y N. Hartmann, una apertura a los valores éticos, una apertura definida como «intencional» e
«intuitiva» a los valores; los valores éticos, sin embargo, están fundamentados a nivel emotivo (lo divino en el
hombre, de Scheler) y «religioso». Se afirma, por esto, la posibilidad de fundamentación que quiere ser
concreta; pero sobre un terreno, no obstante, que queda reducido a ¡a subjetividad emocional y que por esto
mismo no puede aspirar a tener validez universal. El horizonte sigue siendo un horizonte social, por lo demás,
difícil de formular También la teoría de la «ética formal de los bienes» defendida por D. Gracia entra en esta
perspectiva fenomenológica al afirmar la exigencia formal y universal de los valores, en cuanto que el mismo
conocimiento de la realidad suscita en la conciencia el sentido de las realidades como valores; aun cuando esa
exigencia formal se hace realidad en actos de evaluación o valoración que son subjetivos y dictados por las
circunstancias. Por eso, como exigencia, la moral está fundamentada en un sentido racional y universal; pero
como opción concreta, vuelve a estar dictada por la evaluación subjetiva. Asimismo, el intento por superar el
subjetivismo de las opciones concretas mediante la búsqueda de un acuerdo «de procedimiento» de tipo social
al compartir una serie de normas, como el «igualitarismo» o la introducción de conceptos correctivos tales
como el «observador ideal«, el «mínimo ético» o el «postulado de equiprobabilidad», son procedimientos de
carácter artificial que no logran superar el horizonte de la subjetividad y de la convención intersubjetiva. La
teoría de la comunicación que proponen en el área cultural alemana K. O. Apel y J. Habermas, pone como base
del consenso social la comunicación, la cual debería permitir, por una parte, superar la «razón calculadora» del
utilitarismo y, por otra, poderse entender acerca de los contenidos y los destinatarios de los valores. Hay que
reconocer que algunos valores están implícitos ciertamente la misma comunicación, como la veracidad, el
respeto de la opinión ajena o el respeto de la libertad de opinión y de expresión; pero son valores previos y que
preparan la fundamentación de una norma. El mismo principio fundamental (Groundnorm) que esta corriente-
propone —según el cual «las normas que hay que justificar deben ser capaces de obtener el consenso sobre sus
consecuencias previsibles para todos los interesados»— corre el riesgo de subordinar la validez de la norma al
consenso, y el de no poder precisar quiénes son los interesados. Una orientación que me parece incluida en el
horizonte de la ética pública —en el que se afirma la necesidad de ciertos principios morales, pero cuya
justificación sigue siendo imprecisa— la representa el llamado «principialismo» que se remite a Beauchamp y
Childress.
Los conocidos principios de beneficencia, de no maleficencia, de autonomía y de justicia (que tienen una
particular relevancia considerados aisladamente y que en conjunto entran ciertamente en la evaluación de la
intervención en el campo biomédico-asistencial) requieren a su vez de una fundamentación. Queda por precisar,
en efecto, qué es bueno o malo para un paciente —por ejemplo, ¿es bueno para un recién nacido con múltiples
y graves deformaciones, prestarle asistencia o dejar que muera?—; y, además, es necesario que entre los
mismos principios se establezca una jerarquía, sobre todo entre el principio de autonomía y el de beneficencia:
se requiere que el primero esté subordinado al segundo, pues de otra manera no se garantiza la autonomía de los
sujetos, especialmente cuando el enfermo no es capaz de ejercer la autodeterminación o cuando la autonomía
del médico y la del paciente se contradicen. Para conciliar el principio de autonomía con el principio de
beneficencia hay que hallar un punto de encuentro real en la búsqueda del verdadero bien de la persona.
Reanudaremos el razonamiento (que aquí nos limitamos a mencionar brevemente) en el capítulo dedicado a los
principios de la Bioética. Igualmente evasivo se presenta el razonamiento de la llamada «deontología prima
facie». Según este enfoque, en efecto, no existen deberes siempre y en cualquier caso válidos, sino sólo deberes
6

que son válidos (prima facie) como si dijéramos «en principio», pero que en su aplicación concreta admiten
excepciones y conflictos a los que no se puede dar una solución homogénea y cierta. Pensamos que si no se
quiere proclamar el relativismo de las opciones concretas, so pena de hacer declaraciones de principio que
tienen un valor simplemente formal, habrá que advertir la obligación y la necesidad de aclarar y resolver los
conflictos, jerarquizar armónicamente los valores en juego y eliminar la conflictividad. Es así como la ciencia
ética y el ejercicio de las virtudes éticas cobran un significado en este campo.

También podría gustarte