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URJC. ASIGNATURA DERECHO DEL TURISMO. CAMPUS DE VICÁLVARO.

CURSO 2022/2023,
PRIMER CUATRIMESTRE.

Profesor Tomás Navalpotro Ballesteros.

1. PERSPECTIVA GENERAL.

La Guía Docente de la asignatura exige que la esta nos sitúe en los aspectos esenciales
de la estructura del Estado y en el análisis de la posición de la Administración dentro del
Ordenamiento Jurídico. Intentaremos hacerlo de un modo más práctico que teórico, de forma
que los alumnos puedan comprender los aspectos básicos del funcionamiento de la
Administración Pública, lo cual, por una parte, resultará imprescindible para las necesarias
relaciones con ella a la hora del ejercicio profesional, y, por otra, permitirá comprender las
explicaciones específicas sobre la intervención administrativa en materia turística.

El sistema español, conforme a la doctrina de la división de poderes, distingue tres


grandes funciones, encomendándolas a órganos distintos: el poder legislativo, el ejecutivo y el
judicial. La importancia de la división de poderes (frente al Estado absolutista que precedió a
dicha doctrina) estriba en que, al repartirse el poder en diversos órganos, unos sirven de
contrapeso al resto, evitando así un ejercicio monopolístico o arbitrario del poder público.

Conforme a la configuración clásica de la división de poderes, los grandes poderes del


Estado serían, como ya se ha señalado, el legislativo, el ejecutivo y el judicial. La función
principal del legislativo es al de dictar las leyes (así como controlar la labor del Gobierno), la
del ejecutivo la de dirigir la política interior y exterior del Estado (no simplemente ejecutar la
ley) y la del judicial garantizar la aplicación de las leyes dictando sentencias y haciéndolas
cumplir.

De hecho, suele decirse que un sistema jurídico en que la división de poderes no esté
asegurada, no constituiría un verdadero Estado de Derecho. El Estado de Derecho, en sus
líneas esenciales, exige:

- La formulación de un texto constitucional.


- La sumisión del poder público a la ley.
- El reconocimiento y respeto de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
- La división de poderes.

De ahí que la garantía del Estado de Derecho no surja del mero reconocimiento por la
Constitución o norma suprema del Estado de la existencia de tres poderes: también es
necesaria su atribución a órganos distintos y la separación real entre ellos, es decir, que
ninguno de ellos condicione en la práctica el ejercicio de sus poderes por el resto. De ahí la
polémica que envuelve al sistema de nombramiento de los miembros del Consejo General del
Poder Judicial que, al ser designados por el poder legislativo, permite que las mayorías
parlamentarias influyan sobre el gobierno del poder judicial.

La controversia surge del desarrollo del artículo 122.3 de la CE 1 que hizo la LOPJ,
dictada en el año 1985, cuando era presidente del Gobierno Felipe González. Otros gobiernos
posteriores de diferente signo, teniendo la posibilidad de cambiar ese desarrollo legal al
1
Vid. listado de abreviaturas al final del documento.
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ostentar mayoría absoluta en el Congreso, no lo han hecho. Dicho precepto constitucional
señala:

«El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal
Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un
período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las
categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a
propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en
ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros
juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio
en su profesión».

En su desarrollo por la Ley Orgánica del Poder Judicial, esta, en su artículo 567,
atribuyó la competencia para designar a la totalidad de los miembros del Consejo General del
Poder Judicial a las Cortes Generales, de indudable composición política, cuando, ciertamente,
el precepto constitucional podía ser interpretado también en el sentido de que los doce
miembros procedentes de la carrera judicial debían ser nombrados por los propios jueces y
magistrados que la componen.

En concreto, el Congreso y el Senado eligen cada uno de ellos por mayoría de tres
quintos de sus miembros a diez Vocales, cuatro entre juristas de reconocida competencia con
más de quince años de ejercicio en su profesión y seis entre jueces y magistrados de carrera.
Ello impide, de hecho, que los miembros de la carrera judicial designen directamente a las
personas que forman parte de su órgano de gobierno (el Consejo General del Poder Judicial) e
incide en la quiebra de la confianza de la ciudadanía en la independencia del poder judicial.

2. LA CONFIGURACIÓN DE LA ADMINISTRACIÓN EN EL ESTADO ESPAÑOL.


2.1. Aspectos básicos sobre la estructura de la Administración Pública.

De una forma muy básica, podríamos definir la Administración como aquella


organización de la que se sirve el poder público para desarrollar las políticas públicas y prestar
los servicios públicos, poniendo a su servicio una serie de medios materiales y personales.

La Administración no debe ser confundida con el Gobierno, que es la cabeza de la


Administración. Así, el artículo 98 CE señala que «El Gobierno se compone del Presidente, de
los Vicepresidentes, en su caso, de los Ministros y de los demás miembros que establezca la
ley» y, a la vista del artículo 97 CE, la dirección de la Administración es una de las funciones
propias del Gobierno: «El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y
militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de
acuerdo con la Constitución y las leyes».

La estructura administrativa española ofrece cierta complejidad, que se manifiesta en


tres niveles fundamentales de Administraciones Públicas: estatal, autonómico y local
(provincias, municipios y agrupaciones de estos últimos, denominados mancomunidades,
fundamentalmente). A este tipo de sujetos los denominamos Administraciones territoriales,
que se caracterizan por la universalidad de sus fines y la atribución a ellos de las potestades
más amplias (tributaria, expropiatoria, etc.). Desde el punto de vista normativo, se hayan
sometidos a un estricto régimen jurídico que rige los diversos ámbitos de su actuación:

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selección de personal; adquisición de bienes, productos y servicios (contratación pública);
sujeción de la emisión de sus actos a un determinado procedimiento, etcétera.

A su vez, dentro de las Administraciones territoriales nos encontramos con la


denominada Administración institucional, formada por numerosas entidades filiales
dependientes de aquellas, que se encargan de cumplimentar finalidades específicas (por
ejemplo, Paradores de Turismo). Estas entidades, en ocasiones, tienen naturaleza jurídica
privada (normalmente, en forma de sociedad mercantil), lo cual, en ocasiones, implica el
propósito de beneficiarse de una regulación más laxa de su actividad (fenómeno que la
doctrina ha denominado como “huida del Derecho Administrativo”).

Asimismo, nos encontraremos con agrupaciones de Administraciones, que se


denominan consorcios, y en los que cada una de las Administraciones participantes contribuye
con la dotación de medios (así, en el ámbito turístico, el IFEMA).

La posición de la Administración, entendida como concepto integrador que comprende


todas esas especies, en el sistema jurídico-político español, dista mucho de ser la propia del
Estado absolutista. En este, el monarca se situaba por encima de las leyes, no encontrando
límites en el ejercicio del poder (princeps legibus solutus). Los súbditos quedaban en una
situación de dependencia y sumisión frente a su autoridad, que no tenía límites apriorísticos.

Una visión panorámica del estatus de la Administración Pública en el sistema


jurídico-constitucional español permite comprobar que la Administración no es un sujeto con
poderes ilimitados al modo del monarca absoluto. Examinemos las principales reglas rectoras
de su funcionamiento para hacernos una idea sobre ello.

2.2. Sumisión a la ley y al resto del Ordenamiento Jurídico.

Como hemos señalado con anterioridad, una de las notas características de un Estado
de Derecho reside en que los poderes públicos quedan sujetos a las leyes.

La CE remarca en dos de sus preceptos el deber de sujeción de la Administración al


Ordenamiento Jurídico. Así, su artículo 9.1 de la CE establece con rango de generalidad que
«Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del
ordenamiento jurídico». La idea es reiterada por el artículo 103.1 CE al señalar que «La
Administración Pública… actúa… con sometimiento pleno a la ley y al Derecho».

La propia dicción del artículo 103.1 es claramente enunciativa de la intensidad del


deber de sujeción de la Administración a las normas jurídicas, al señalar que su sometimiento a
estas será «pleno». En este sentido, si sobre los ciudadanos recae un deber general de respeto
a las leyes, cuando se trata de la Administración, puede afirmarse que no solo está obligada a
cumplir la ley, sino que también recae sobre ella la carga de hacerla cumplir (en especial, a
través de la función de policía y de las facultades de inspección y sanción).

Particularmente, debe tenerse en cuenta que la Administración no solo debe cumplir


las leyes en sentido formal, es decir, las disposiciones que tienen rango de ley, sino también
los reglamentos, que son, como sabemos, normas que emanan de la propia Administración y
son aprobados por sus órganos superiores (Gobierno, ministros…). Se produce así la
singularidad de que la Administración queda sujeta a las propias normas que ella dicta y de
que ni tan siquiera aquel órgano que tenga la competencia para dictar determinado
reglamento ni los órganos superiores a este pueden eludir su aplicación.
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A esta idea responde el denominado principio de «inderogabilidad singular de los
reglamentos» recogido actualmente en el artículo 37 de la LPAC: «Las resoluciones
administrativas de carácter particular no podrán vulnerar lo establecido en una disposición de
carácter general, aunque aquéllas procedan de un órgano de igual o superior jerarquía al que
dictó la disposición general». Esto quiere decir, por ejemplo, que el Gobierno no podría
desatender una Orden Ministerial, aunque esté situado jerárquicamente en un plano superior
a un ministro.

Resulta así que la actividad de la Administración Pública está fuertemente


disciplinada y debe someterse a una rígida normativa que regula su funcionamiento. Así, por
ejemplo, debe aplicar determinados procedimientos de selección de personal para contratar
empleados o un procedimiento en que se garantice la publicidad y concurrencia para concertar
la prestación de un servicio por parte de un particular a través de un contrato.

En dicho contexto encuentra explicación -que no justificación- el fenómeno de la


«huida del Derecho Administrativo», al que he aludido anteriormente, a través del cual la
Administración crea entidades instrumentales dependientes de ella y sujetas a formas
jurídico-privadas con el objeto de eludir la aplicación de los rigores del Derecho Público.

Del mismo modo, y por lo que supone en cuanto a las posibilidades de que la
Administración influya sobre la posición jurídica de los particulares, conviene destacar que
aquella se haya en una relación de vinculación positiva a la ley: solo puede ejercer aquellas
potestades que esta le atribuya expresamente. En cambio, los ciudadanos pueden considerar
permitida cualquier actuación que la ley no les prohíba (vinculación negativa).

2.3. Vinculación de la actividad administrativa al interés general.

Por exigencia constitucional, la Administración está vinculada a la satisfacción del


interés general. Nuevamente nos lo recuerda el artículo 103.1 de la CE: «La Administración
Pública sirve con objetividad los intereses generales…».

Quiere ello decir que todos los actos de la Administración deben estar llamados a
satisfacer el interés general, que implica la orientación al bien común y no se confunde con el
interés del partido político gobernante a nivel estatal, autonómico o local ni con el de
quienes le han votado o promovido a la ostentación del poder2.

Aunque el «interés general» pertenece a la categoría de los denominados «conceptos


jurídicos indeterminados» y ha de interpretarse caso por caso si cierta actuación o decisión
administrativa responde o no a sus exigencias, la mera invocación de este concepto no debe
servir de cobertura a cualquier decisión administrativa. Así, la jurisprudencia más moderna,
para evitar el riesgo de arbitrariedad de la Administración, exige que la Administración
justifique o motive en cada caso concreto el interés general que concita determinada
actuación administrativa.

Así, por ejemplo, la Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal


Supremo de 18 de mayo de 2020, Rec. 5668/2017, proclama:

«…si bien el interés general es la estrella polar de todos los poderes públicos (art. 9.2
CE y 53.1 CE) y el legislador dispone de un amplísimo campo para identificarlo,
2
Pablo Acosta, «El interés general como principio inspirador de las políticas públicas», Revista General
de Derecho Administrativo, número 41.
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invocarlo y plasmarlo en leyes (una especie de “concepto político indeterminado”), en
cambio, el ejecutivo y su brazo, la Administración pública se enfrenta a un “concepto
jurídico indeterminado” pero de contornos más estrechos pues tiene el deber de
justificar o precisar ese interés general en relación con su actuación concreta, con
contenido positivo para ofrecer la motivación de sus actos (“El contenido de los actos
se ajustará a lo dispuesto por el ordenamiento jurídico y será determinado y adecuado
a los fines de aquéllos”, art. 34.2 LPAC) como negativo, para disipar el riesgo de
arbitrariedad (art. 9.2 CE)».

Luego la invocación del interés general no es una patente de corso que sirva para
legitimar de modo acrítico toda actuación administrativa, sino que esta debe motivar en cada
caso concreto por qué determinado acto se ajusta o persigue dicho interés. Lo que está fuera
de toda duda es que toda actuación de la Administración debe legitimarse en la persecución
del interés general.

Otro aspecto significativo para comprender la importancia de este componente


finalista de la actuación administrativa (el interés general) lo constituye el concepto de
«desviación de poder». Esta, según el artículo 70.2 de la LJCA, consiste en «el ejercicio de
potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico» y
supone la invalidez de aquella actuación administrativa que incurra en dicho vicio.

Lo curioso es que la desviación de poder no se da solo cuando la Administración actúa


en beneficio de un interés privado (caso del concejal que otorga una licencia de edificación
sobre suelo no urbanizable por beneficiar a un amigo o por obtener un inconfesable lucro
económico o de aquel policía municipal que suscribió un acta de denuncia inventando hechos
contra una vecina con la que tenía enemistad), sino también cuando es ejercitada para un
interés público distinto de aquel para el que viene atribuida (por ejemplo, si la Administración
utilizara la potestad tributaria para sancionar a los ciudadanos que incumplen la ley o la
potestad sancionadora para obtener ingresos con independencia de la comisión de
infracciones).

2.4. Deber de objetividad.

El deber de objetividad de la Administración responde también a una exigencia


constitucional y está igualmente proclamado en el artículo 103.1 de la CE.

El deber de objetividad no se confunde con la imparcialidad, que es una garantía


propia de la función judicial, aunque en ocasiones las leyes administrativas, en ocasiones,
utilicen ambos conceptos de modo ambivalente. Conviene observar que la Administración no
puede ser imparcial en sentido riguroso porque es juez y parte cuando dicta una resolución en
un procedimiento administrativo, y, por otro lado, los funcionarios y autoridades no gozan del
estatuto de imparcialidad propio de la institución judicial. Esto último se manifiesta, por
ejemplo, en las posibilidades de reacción de un superior frente al inferior cuando dicta un acto
que no satisface al primero: cuando esté ocupando un puesto de libre designación, es habitual
que recurra a su remoción. Dejamos aparte, por exceder del propósito de este documento, las
posibilidades de impugnación de semejante decisión por parte del empleado público afectado,
y las facultades de control del cese por parte de un órgano judicial.

No obstante, el principio de objetividad supone para la Administración el deber de


actuar de forma ecuánime, aplicando la ley sin consideración a las circunstancias subjetivas
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de los ciudadanos. Por ello, la objetividad es contraria tanto al otorgamiento de un privilegio
injustificado como a la discriminación no justificada.

Una de las manifestaciones del principio de objetividad reside en el deber de


neutralidad que afecta tanto a la Administración en sí misma considerada como a los
empleados públicos insertos en su organización. Este deber de neutralidad está siendo
aplicado en un sinfín de resoluciones judiciales que se están dictando en los últimos años, que
apelan a las Administraciones Públicas a alejarse de los intereses partidistas (balcones con
lazos amarillos en Cataluña, acuerdos municipales que declaran non gratas a determinadas
personas por sus ideas políticas, etcétera).

Una buena muestra de la necesidad de asegurar la neutralidad de la Administración se


halla en la regulación de la publicidad institucional con el objeto de que la facción política que
ostente el poder en determinada Administración no haga un uso partidista de las campañas
institucionales. En dicho sentido, la Ley 29/2005, de 29 de diciembre, de Publicidad y
Comunicación Institucional, y diversas normativas autonómicas que constriñen la actividad
publicitaria de las Administraciones Públicas.

El artículo 3 de la citada Ley 29/2005, permite a las Administraciones Públicas


promover únicamente aquellas campañas institucionales de publicidad y de comunicación que
tengan determinados objetivos, entre ellas la información a los ciudadanos sobre sus derechos
y obligaciones legales o las condiciones de acceso y uso de los espacios y servicios públicos;
difundir el contenido de aquellas disposiciones jurídicas que, por su novedad y
repercusión social, requieran medidas complementarias para su conocimiento general; apoyar
a sectores económicos españoles en el exterior, promover la comercialización de productos
españoles y atraer inversiones extranjeras; difundir las lenguas y el patrimonio histórico y
natural de España, o comunicar programas y actuaciones públicas de relevancia e interés
social.

En cambio, su artículo 4 prohíbe la realización de campañas que tengan por objeto


destacar los logros de gestión o los objetivos alcanzados por un determinado equipo de
gobierno; que incluyan mensajes discriminatorios, sexistas o contrarios a los principios, valores
y derechos constitucionales, o que inciten, de forma directa o indirecta, a la violencia o a
comportamientos contrarios al ordenamiento jurídico.

Es importante tener una idea general sobre estos preceptos, ya que en el ámbito
turístico son muy frecuentes las campañas promocionales fomentadas por las
Administraciones Públicas.

Conviene añadir que el deber de neutralidad no solo afecta a la Administración en sí


misma considerada, sino también a los empleados públicos. Así, el artículo 52 del EBEP obliga
a los empleados públicos a desempeñar las tareas que tengan asignadas y velar por los
intereses generales con sujeción y observancia de la Constitución y del resto del ordenamiento
jurídico y con arreglo, entre otros, a los principios de objetividad, integridad, neutralidad e
imparcialidad. En la misma línea, el artículo 53 del mismo cuerpo legal, al relacionar los
principios éticos que han de regir el actuar de los empleados públicos, incluye el ejercicio de
sus atribuciones «según el principio de dedicación al servicio público absteniéndose no solo de
conductas contrarias al mismo, sino también de cualesquiera otras que comprometan la
neutralidad en el ejercicio de los servicios públicos».

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Dentro del procedimiento administrativo, una garantía especialmente importante de
la neutralidad de los empleados públicos viene dada por el deber de abstención en los asuntos
en los que tengan interés personal (el asunto les afecta o puede tener repercusión sobre sus
intereses personales o patrimoniales); que involucren a familiares (cónyuges o personas en
situación de hecho asimilable, parentesco de consanguinidad dentro del cuarto grado o de
afinidad dentro del segundo, con cualquiera de los interesados, con los administradores de
entidades o sociedades interesadas y también con los asesores, representantes legales o
mandatarios que intervengan en el procedimiento) o a personas con las que, en los mismos
casos, tenga relación de amistad íntima o de enemistad manifiesta, o con las que se tenga o
haya tenido relación profesional en los dos años anteriores.

En dicho sentido, el artículo 23 de la LRJSP, que impone a las autoridades y al personal


al servicio de las Administraciones Públicas en quienes se den algunas de las circunstancias a
las que hemos hecho alusión en el párrafo anterior, abstenerse de intervenir en el
procedimiento, comunicando de inmediato a su superior jerárquico inmediato la circunstancia
que motive su posible abstención (será este último quien deba resolver si concurre alguna de
las circunstancias referidas y, por consiguiente, si el funcionario debe apartarse del
procedimiento).

En el caso de que la persona afectada no se alejara del asunto por propia iniciativa, las
personas afectadas podrían promover la recusación del funcionario o autoridad en cuestión,
obligándole así a no tomar parte en el mismo, previa decisión, igualmente, de su superior
jerárquico.

2.5. Otros principios que regulan el funcionamiento de la Administración.

Resumamos someramente algunos otros principios rectores de la actividad


administrativa, que encuentran natural proyección en las relaciones de las Administraciones
Públicas con los ciudadanos.

El principio de eficacia (art. 103.1 CE), que atiende a que las Administraciones puedan
satisfacer los intereses públicos que están llamadas a servir en función de sus respectivas
competencias, tiene una doble proyección, material y jurídica.

Desde la primera perspectiva, supone una llamada a que las Administraciones Públicas
estén dotadas de medios que le permitan cumplir sus funciones de forma operativa, lo cual
implica que, sin incurrir en excesos innecesarios, tales medios sean suficientes o
proporcionados a la entidad de los fines que tienen asignados.

Pasando a la perspectiva jurídica, el principio de eficacia implica la necesidad de


atribuir a los actos administrativos, como regla general, la capacidad de incidir de forma
inmediata sobre la realidad social.

Dicha virtualidad aparece favorecida por dos principios diferenciados, aunque


complementarios. Por un lado, el principio de ejecutividad de los actos administrativos,
proclamado en el artículo 39.1 de la LPAC: «Los actos de las Administraciones Públicas sujetos
al Derecho Administrativo se presumirán válidos y producirán efectos desde la fecha en que se
dicten…». Como más adelante veremos, esta presunción de conformidad con el derecho de los
actos administrativos exige de las personas afectadas por ellos una actitud activa de cara a su

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eliminación de la vida jurídica, impugnándolos dentro del plazo previsto para ello a través de
los recursos (administrativos y/o judiciales) que en cada caso proceda.

Conviene destacar que esa presunción, de la que no están dotadas las actuaciones de
los particulares o administrados, implica una lógica desigualdad entre su posición y la propia
de las Administraciones Públicas. Sin embargo, el Tribunal Constitucional tiene declarado que
con ello no se contradice el principio constitucional de igualdad (art. 14 CE), puesto que
precisamente se halla establecida con la finalidad de asegurar la consecución del interés
público, al que solo las Administraciones están llamadas a servir.

Por otra parte, se trata de una presunción de las que en la teoría general del derecho
se denominan presunciones iuris tantum, o susceptibles de prueba en contrario (frente a las
presunciones iuris et de iure, que no admiten desacreditación). Por consiguiente, aquel a quien
le afecte negativamente un acto de la Administración tendrá la posibilidad de oponerse a él,
consiguiendo su anulación si es que es disconforme a derecho, formulando los recursos que en
derecho procedan.

Por lo que se refiere al principio de ejecutoriedad, supone un paso adicional a la


ejecutividad: «Los actos de las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo
serán ejecutivos con arreglo a lo dispuesto en esta Ley» (art. 38 LPAC).

Comúnmente, la doctrina alude a esta doble virtualidad atribuyendo a las


Administraciones Públicas, a la hora del ejercicio de sus potestades, los privilegios de
«autotutela declarativa» y de «autotutela ejecutiva», es decir, la posibilidad de incidir por sí
misma en las situaciones jurídicas y de llevar sus actos a efecto directamente, esto es, sin
necesidad de acudir a la vía judicial.

Esto quiere decir que, cuando el particular obligado no cumpla voluntariamente las
obligaciones impuestas por las resoluciones administrativas (por ejemplo, el pago de una
multa económica o de un impuesto, o la clausura de un establecimiento), la Administración
podrá acudir a alguno de los medios de ejecución forzosa que relaciona el artículo 100 de la
LPAC:

“a) Apremio sobre el patrimonio.

b) Ejecución subsidiaria.

c) Multa coercitiva.

d) Compulsión sobre las personas”.

De una forma muy básica, conviene saber que el apremio sobre el patrimonio conduce
al cobro de las deudas de tipo económico frente a la Administración que tengan origen en una
obligación establecida por la ley (embargo y, en función del tipo de bien, posterior subasta); la
ejecución subsidiaria supone que la Administración por sus propios medios o a través de
terceras personas cumpla una obligación de hacer (que no sea de tipo personalísimo) que pese
sobre un administrado (por ejemplo, la demolición de un edifico sobre el que pesa una
declaración de ruina inminente); la multa coercitiva (que carece de carácter sancionador)
supone la posibilidad de imponer multas económicas sucesivas con la finalidad de compeler al
obligado a la ejecución por sí misma del acto administrativo, como en el caso previsto en el
artículo 86 de la LTAnd en orden al cese de actividades turísticas o su adecuación o la del

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establecimiento correspondiente a la ley, y la compulsión sobre las personas permite, solo en
los casos en los que la ley expresamente lo autorice y guardando el debido respeto a la
dignidad de las personas obligadas y a los derechos reconocidos en la Constitución, imponer
obligaciones personalísimas de no hacer o soportar3.

Los actos administrativos de ejecución deberán respetar en todo caso el principio de


proporcionalidad, eligiendo, cuando proceda, el menos restrictivo de la libertad individual de
los varios cuya utilización sea posible. Asimismo, cuando, para la ejecución, sea necesario
entrar en el domicilio del afectado o en los restantes lugares que requieran la autorización de
su titular (puede ser el caso de la habitación de un hotel o de las oficinas en que se ubique la
sede social de una empresa turística), las Administraciones Públicas deberán obtener el
consentimiento previo de aquel o, en su defecto, recabar la previa autorización judicial.

Conviene tener en cuenta, además, algunos aspectos comunes que se aplican a estos
medios de ejecución forzosa:

a) La necesidad de que exista un acto o resolución administrativa en los que, con


carácter previo a su ejecución, se declare o reconozca la obligación
correspondiente (acto declarativo). En caso contrario, la actuación material o de
ejecución incurriría en vía de hecho.
b) Su notificación en debida forma al interesado.
c) Que el acto ejecutivo no vaya más allá o sobrepase los límites del acto declarativo
previo, con el que debe estar en línea directa (por ejemplo, no se puede mantener
clausurado el establecimiento turístico un número mayor de días de los que haya
establecido la resolución sancionadora correspondiente).
d) Que se respeten los trámites procedimentales establecidos en cada caso.

Distinto de la eficacia es el principio de eficiencia, que se vincula especialmente al


gasto público, de forma que la Administración haga un empleo óptimo de los recursos
económicos de los que disponga. La CE alude al mismo señalando que «El gasto público
realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución
responderán a los criterios de eficiencia y economía» (art. 31.2 CE).

Relacionado con él, el principio de estabilidad presupuestaria, que tuvo su origen en


un contexto de gran endeudamiento de las Administraciones Públicas españolas (déficit
público desbordado, situación por desgracia reproducida en la actualidad) y tiene su mejor
manifestación en la LOEPSF, que fija una serie principios a los que deben atenerse las
Administraciones Públicas en sus políticas de ingresos y de gastos.

Los más llamativos son el principio de estabilidad presupuestaria, que conmina a las
Administraciones Públicas al mantenimiento de una situación de equilibrio o superávit
estructural (art. 3 LOEPSF), y los de prudencia y de sostenibilidad financiera, entendiendo por
esta última «la capacidad para financiar compromisos de gasto presentes y futuros dentro de
los límites de déficit, deuda pública y morosidad de deuda comercial» (art. 4.2).

Se trata, grosso modo y renunciando a toda pretensión técnica, de que las entidades
públicas no incurran en gastos por encima de sus previsiones de ingresos. En el control del
ajuste de la actividad administrativa a este principio juega un papel fundamental la
Intervención, órgano interno de cada Administración que controla la legalidad de los actos de
3
Estos medios de ejecución forzosa están desarrollados en los artículos 101 a 104 de la LPAC.
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la Administración por los que se compromete o se realiza el pago o asignación de caudales
públicos.

El principio de confianza legítima, procedente del Derecho Administrativo alemán


(año 1956), ha adquirido una singular relevancia en el Derecho Administrativo contemporáneo
a impulsos del Derecho Comunitario europeo, en el que constituye un principio general,
aterrizando en nuestro Ordenamiento Jurídico de la mano de la jurisprudencia del Tribunal
Supremo (1990) para ser objeto de recepción en la legislación de procedimiento administrativo
común en la ley de 1992. Actualmente, lo consagra el artículo 3.1 de la LRJSP, significando que,
cuando un particular lleva a cabo determinada actuación bajo la creencia, auspiciada por la
propia Administración, de que esta la considera lícita, no se le pueden derivar perjuicios a
causa de dicha actuación.

Este principio constituye un trasunto del principio de buena fe, que es un principio
general del derecho (art. 7 del Código Civil), al Derecho Administrativo, y protege a los
ciudadanos frente a alteraciones imprevisibles en la línea de actuación de las Administraciones
Públicas.

Esa confianza puede surgir de un determinado acto de la Administración, de una


práctica habitual, de la respuesta dada a determinada consulta o incluso de una inactividad
(tolerancia) de la Administración4. En tales casos, el principio de referencia bien puede suponer
la imposibilidad de que la Administración frustre las legítimas expectativas de los interesados,
bien, cuando tal alteración venga impuesta por razones de interés general, la necesidad de
proteger a los administrados que hayan realizado determinada actuación al amparo de la
creencia de su legitimidad.

Por ello, lo más habitual es que se proyecte sobre el régimen de la responsabilidad


patrimonial, pudiendo dar lugar a la obligación de que la Administración indemnice los
perjuicios ocasionados a los interesados por el cambio de criterio, o en el ámbito sancionador,
suponiendo la exclusión de la sanción a quien haya cometido una infracción amparando su
conducta en la creencia de que la Administración la consideraba válida.

Particularmente importante es el principio de transparencia, al que, por su


importancia, dedicaremos un epígrafe específico.

Modernamente, ha adquirido singular relevancia el principio de buena


administración, que, en palabras de Rodríguez Arana5, se cumple cuando la Administración
pública sirve objetivamente a la ciudadanía; realiza su trabajo con racionalidad, justificando sus
actuaciones, y se orienta continuamente al interés general. De esta forma, viene a implicar un
especial celo y estándar de calidad en la gestión de los asuntos públicos.

En lo relativo a la actuación de los altos cargos (presidentes, ministros, secretarios de


Estado, directores generales… y equivalentes autonómicos), se habla del principio de buen
gobierno, cuyos contornos precisa la LTAIPBG, imponiéndoles una serie de obligaciones.
4
PATRICIA DÍAZ RUBIO, «El principio de confianza legítima en materia tributaria», Tirant lo Blanch,
Valencia, 2014, págs. 87 y 88.
5
RODRÍGUEZ ARANA, JAIME, «La buena administración como principio y como derecho fundamental en
Europa», Misión Jurídica, Revista de Derecho y Ciencias Sociales,
https://www.revistamisionjuridica.com/la-buena-administracion-como-principio-y-como-derecho-
fundamental-en-europa/
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A dichas personas se les impone, en primer lugar, el deber de observar en el ejercicio
de sus funciones lo dispuesto en la CE y en el resto del Ordenamiento Jurídico, así como el de
promover el respeto a los derechos fundamentales y a las libertades públicas.

Asimismo, el artículo 26 de la LTAIPBG les impone el deber de adecuar su actividad a


ciertos deberes, que se clasifican en principios generales y principios de actuación.

Con respecto a los primeros (principios generales), son los siguientes:

1.º Actuar con transparencia en la gestión de los asuntos públicos, de acuerdo con los
principios de eficacia, economía y eficiencia y con el objetivo de satisfacer el interés
general.

2.º Ejercer sus funciones con dedicación al servicio público.

3.º Respetar el principio de imparcialidad, de modo que mantengan un criterio


independiente y ajeno a todo interés particular.

4.º Asegurar un trato igual y sin discriminaciones de ningún tipo en el ejercicio de sus
funciones.

5.º Actuar con la diligencia debida en el cumplimiento de sus obligaciones y fomentar la


calidad en la prestación de los servicios públicos.

6.º Mantener una conducta digna y tratar a los ciudadanos con esmerada corrección.

7.º Asumir la responsabilidad de las decisiones y actuaciones propias y de los organismos


que dirigen.

En cuanto a los principios de actuación, son los siguientes:

1.º Desempeñar su actividad con plena dedicación y respeto a la normativa reguladora de


las incompatibilidades y los conflictos de intereses.

2.º Guardar la debida reserva respecto a los hechos o informaciones conocidos con motivo
u ocasión del ejercicio de sus competencias.

3.º Poner en conocimiento de los órganos competentes cualquier actuación irregular de la


que tengan conocimiento.

4.º Ejercer los poderes que les atribuye la normativa vigente con la finalidad exclusiva para
la que fueron otorgados y evitar toda acción que pueda poner en riesgo el interés público
o el patrimonio de las Administraciones.

5.º No implicarse en situaciones, actividades o intereses incompatibles con sus funciones y


abstenerse de intervenir en los asuntos en que concurra alguna causa que pueda afectar a
su objetividad.

6.º No aceptar regalos que superen los usos habituales, sociales o de cortesía, ni favores o
servicios en condiciones ventajosas que puedan condicionar el desarrollo de sus funciones.
Asimismo, en el caso de obsequios de una mayor relevancia institucional, se procederá a
su incorporación al patrimonio de la Administración Pública correspondiente.

7.º Desempeñar sus funciones con transparencia.


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8.º Gestionar y conservar adecuadamente los recursos públicos, que no podrán ser
utilizados para actividades que no sean las permitidas por la normativa que sea de
aplicación.

9.º No servirse de su posición en la Administración para obtener ventajas personales o


materiales6.

Este listado, que da cuenta de forma resumida de las diversas características que adornan
la posición de la Administración frente a los ciudadanos, se completa con un régimen
disciplinario (infracciones y sanciones) incorporado a la ley.

3. PRINCIPALES GARANTÍAS DE LOS ADMINISTRADOS FRENTE A LAS


ADMINISTRACIONES PÚBLICAS.

Por lo que estamos pudiendo ver en el curso, las potestades administrativas, por lo
común, son vigorosas, y tienen la virtualidad de imponerse a los administrados, a cuyos
derechos afectan, sin necesidad de contar con su aquiescencia.

Tal situación de desequilibrio, que, como hemos señalado anteriormente, encuentra


fundamento en la inclinación servicial de las Administraciones Púbicas al interés general, exige
dotar a los ciudadanos de instrumentos que sirvan para contrarrestar el poder de aquellas
cuando sean ilegítimamente perturbados en sus derechos e intereses, sean estos de tipo
personal o patrimonial.

Desde el punto de vista patrimonial, hay dos garantías especialmente importantes


reconocidas constitucionalmente, cuales son la expropiación forzosa y la responsabilidad
patrimonial (arts. 33.3 y 106.2 CE).

La expropiación forzosa supone la privación coactiva de bienes y derechos de


contenido patrimonial de los particulares para su destino a finalidades de utilidad pública o
interés social. Así, por ejemplo, cuando nos expropian una finca para construir una carretera,
un colegio o un centro cultural. En tales casos, el titular del bien o derecho expropiado debe
ser resarcido mediante la entrega del denominado «justiprecio», consistente en el valor de
mercado de los bienes expropiados.

En la expropiación forzosa, la Administración inicia un procedimiento administrativo (el


expropiatorio) con la finalidad de apoderarse de los bienes o derechos de un particular, es
decir, persigue la privación del bien o derecho de que se trate. En cambio, en la
responsabilidad patrimonial, la actuación administrativa no se dirige tendencialmente a privar
de sus bienes y derechos a los particulares, sino que, con ocasión de una actuación de la
Administración, se les originan perjuicios a aquellos, que, en principio, les deben ser
resarcidos.

Se trata de una garantía con fundamento constitucional, ya que el artículo 106.2 CE


proclama:

«Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser
indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo

6
No es necesario aprenderse de memoria estos listados, pero sí tener una idea general sobre las
obligaciones que implican para los servidores públicos.
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en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del
funcionamiento de los servicios públicos».

Según constante jurisprudencia, los requisitos para que surja la responsabilidad


patrimonial son los siguientes:

a) La realización de una actuación administrativa, bien sea de forma activa, bien en la


modalidad pasiva (dejar de actuar), cuando la Administración deja de cumplir una
obligación que le incumbe (por ejemplo, no haber inspeccionado adecuadamente
una actividad de los particulares sujeta a su control que ocasione perjuicios a
terceras personas).
b) Que esa actuación produzca un daño o perjuicio efectivo o real, y no meramente
hipotético, en la persona o entidad afectada.
c) Que el daño afecte individualizadamente a una persona o grupo de personas,
puesto que, si afectase a la generalidad de ciudadanos (caso de las molestias que
originan las obras públicas), no sería en principio indemnizable.
d) Que el daño no sea consecuencia de una situación de fuerza mayor, es decir, de un
suceso catastrófico que no pueda ser evitado por la Administración (por ejemplo,
descarrilamiento de un tren a consecuencia de un terremoto imprevisto).
e) Que la persona o entidad perjudicada no tenga el deber jurídico de soportar el
daño.

Quedando fuera del objeto y posibilidades de la asignatura un estudio extenso de la


institución, sí debe ponerse de manifiesto que, a pesar de lo que parece denotar la lectura del
artículo 106.2 CE, reproducido en términos muy similares por la LRJSP (art. 32.1), no todo
perjuicio ocasionado por una actuación administrativa determina su indemnización a los
particulares afectados. Ello es así porque, en casi todos los ámbitos de la actividad
administrativa sobre los que se proyecta la figura, para que surja la obligación de indemnizar
se suele exigir que la Administración haya ejecutado un servicio público o realizado una
actividad sin ajustarse a las exigencias de calidad (estándar de funcionamiento) que demanda
en un momento dado la sociedad.

Así, por ejemplo, cuando se trata de la responsabilidad sanitaria (o por el


funcionamiento de los servicios públicos de salud), con carácter general solo se indemnizarán
los perjuicios que vengan motivados por una actuación médica producida al margen de los
requerimientos de la buena práctica profesional, es decir, contraria a la denominada lex artis
ad hoc. O, cuando sufrimos un perjuicio a consecuencia del defectuoso estado de los bienes o
instalaciones públicas (calle, carretera, parque, instalación deportiva municipal…), solo surgirá
el derecho a ser indemnizados cuando se trate de defectos de cierta entidad, y no si se trata de
leves desperfectos que estamos llamados a evitar con una actuación diligente. Muy
especialmente, en el aspecto que puede tener una mayor proyección sobre la actividad
turística, la mera anulación de una actuación administrativa no presupone por sí sola el
derecho a ser indemnizados (art. 32.1 LRJSP). Podría ser el caso, por ejemplo, de la denegación
injustificada de una licencia para el ejercicio de una actividad turística (en los casos
excepcionales en los que sea exigible) o de una orden ilegal de clausura de un establecimiento.
En tales casos, tampoco se produciría de una forma automática el deber de indemnizar, puesto
que habría que valorar si, atendidas las circunstancias del caso, en el momento de realizar
dicha actuación la Administración había actuado de una forma razonable, aunque su parece no

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fuera compartido después por los tribunales de Justicia (doctrina del «margen de tolerancia»,
sometida a fuertes críticas por algunos sectores doctrinales).

Junto a ellas, otra garantía fundamental, que constituye un corolario del principio de
legalidad, reside en la sumisión de los actos administrativos al control judicial, que exige la
posibilidad de revisión judicial de todas las actuaciones administrativas. Esta garantía, por su
importancia, será objeto de un desarrollo específico en este documento.

4. PERSPECTIVA GENERAL DE LOS DERECHOS DE LOS INTERESADOS EN EL


PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO.

4.1. El procedimiento administrativo, en general.

En su actividad profesional en el sector turístico se verán obligados con frecuencia a


relacionarse con las Administraciones Públicas, ya que se trata de un ámbito intensamente
sometido a la regulación administrativa y, en correspondencia con lo anterior (aquellas tienen
que garantizar el cumplimiento de esa normativa), al control administrativo de su
funcionamiento. Por ello, resulta conveniente tener una idea general sobre los principales
derechos de los administrados en sus relaciones con las Administraciones Públicas.

Es importante resaltar que, por lo común, esas interrelaciones se encauzarán a través


de un procedimiento previamente regulado, que constituye el marco a través del cual las
Administraciones Públicas han de expresar su voluntad y dictar resoluciones en las materias
sobre las que tengan competencias.

Me remito a las explicaciones que serán dadas al analizar el procedimiento


administrativo sancionador en lo relativo a la finalidad del procedimiento (garantía del
correcto funcionamiento de la Administración, respeto de los derechos de los interesados).
Veamos ahora cuáles son algunos de esos derechos que conviene tener en cuenta.

4.2. Derecho a ser oídos y tomar parte en el procedimiento.

El artículo 105.c) de la CE anticipa la necesidad de garantizar en el procedimiento la


audiencia de los interesados: «La ley regulará: (…) c) El procedimiento a través del cual deben
producirse los actos administrativos, garantizando, cuando proceda, la audiencia del
interesado».

Al respecto, conviene tener en cuenta que los interesados en un procedimiento


administrativo (personas que intervienen en el mismo por afectarles la cuestión suscitada),
tienen, dentro de él, derecho a formular alegaciones y utilizar los medios de defensa admitidos
por el Ordenamiento Jurídico (art. 53.1.e LPAC).

Además, y conforme al artículo 82 de la LPAC, una vez instruidos los procedimientos


(finalizada la actividad de aportación de alegaciones y pruebas) se les debe conferir el
denominado trámite de audiencia, que les permite influir sobre una resolución que va a
afectar a sus derechos e intereses.

En particular, el artículo 82 de la LPAC regula la forma de llevar a efecto este trámite.


De dicha regulación podemos destacar los siguientes detalles:

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a) Aunque el interesado puede hacer alegaciones y aportar documentos
en cualquier momento del procedimiento, el trámite de audiencia se destina
específicamente a recibir sus alegaciones en la parte final del mismo, una vez ultimada
su instrucción e inmediatamente antes de redactarse la propuesta de resolución. Es
decir, se trata de que su criterio pueda influir en la decisión administrativa con
carácter previo a su dictado.
b) Como en determinados tipos de procedimientos (así, en los de
responsabilidad patrimonial en que el importe de lo reclamado supere determinada
cuantía) la Administración debe recabar necesariamente el parecer (dictamen) del
Consejo de Estado u órgano consultivo autonómico, que están dotados de especial
preparación técnica y objetividad, la audiencia se ha celebrar también antes de la
intervención de estos órganos, de forma que puedan tomar en consideración las
alegaciones y pruebas planteadas por los interesados.
c) La realización del trámite es voluntaria para el interesado, que puede
decaer en su derecho a intervenir en el procedimiento. No obstante, desde el punto de
vista estratégico o de defensa, no es una práctica deseable, puesto que produce la
impresión de que el interesado no tiene razones de peso para oponerse a la intención
de la Administración.
d) Excepcionalmente, se puede prescindir del trámite de audiencia
cuando no figuren en el procedimiento ni vayan a ser tenidos en cuenta en la
resolución otros hechos ni otras alegaciones y pruebas que las que hayan sido
aducidas anteriormente por el interesado.

Especialmente importante resulta su respeto en los procedimientos sancionadores, al


asegurar el ejercicio del fundamental derecho de defensa por parte del interesado. Sobre ello
se volverá al tratar sobre el procedimiento administrativo sancionador en materia turística.

4.3.Derecho a la tramitación y resolución de los procedimientos dentro del plazo


previsto.

Un derecho especialmente importante es aquel que tiene el administrado a que las


Administraciones cumplan los plazos previstos para la tramitación y resolución de los
procedimientos7. Al respecto, proclama de forma contundente el artículo 22.1 de la LPAC que,
salvo contadas excepciones que no vienen al caso, «[l]a Administración está obligada a dictar
resolución expresa y a notificarla en todos los procedimientos cualquiera que sea su forma de
iniciación». Es importante retener que tal deber subsiste incluso cuando haya transcurrido el
plazo para resolver el procedimiento, aspecto sobre el que, para facilitar su comprensión,
volveremos más adelante.

Para evitar que la dejadez, tardanza o desidia de la Administración produzca un


perjuicio a los intereses de los particulares, se originó la figura del «silencio administrativo»,
que se produce en aquellos supuestos en los que la Administración no resuelve las solicitudes
presentadas por los interesados dentro del plazo previsto legalmente, y supone dar
determinado sentido, favorable o contrario a los intereses del solicitante, según los casos, a

7
En realidad, el plazo del procedimiento es para tramitarlo, dictar la resolución y notificarla al
interesado. Buscando la simplicidad, evitaremos reiterarlo cada vez que hagamos referencia a esta
cuestión.
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esa falta de respuesta de la Administración. Ello permite distinguir entre silencio negativo o
desestimatorio y silencio positivo o estimatorio.

Cuando se produce el silencio negativo, se origina la ficción de que la Administración


ha rechazado la solicitud del interesado, de forma que, una vez transcurrido el plazo para
resolver el procedimiento, el particular, si quiere, puede impugnar la actuación
(supuestamente desestimatoria) de la Administración en vía judicial y evitar así tener que
esperar sine die a que la Administración resuelva.

En cambio, cuando el silencio es positivo, se considera a todos los efectos que la


Administración ha estimado la solicitud del interesado, y ese silencio equivale a una resolución
favorable expresa, de forma que la Administración, en principio, no puede atacar el derecho
adquirido en virtud de dicho silencio por el interesado.

El que, transcurrido el plazo para resolver el procedimiento, el silencio tenga eficacia


positiva o negativa depende de lo que la ley establezca en cada caso; es decir, el silencio será
positivo cuando la ley así lo prevea en relación con determinado tipo de procedimiento, y
negativo cuando, igualmente, así lo disponga la norma aplicable.

En la actualidad, la regla general, instaurada en beneficio de los administrados, es que,


en los procedimientos que tienen origen en una solicitud o petición del interesado (por
ejemplo, en orden a la obtención de una licencia), el silencio tiene carácter positivo.

No obstante, se trata de una regla general con amplias excepciones, puesto que basta
que una norma con rango de ley o de Derecho Comunitario europeo disponga lo contrario,
para que el silencio tenga simple eficacia desestimatoria. También tiene dicho carácter, por
disponerlo así de modo expreso la LPAC, cuando se trate de solicitudes cuya estimación tuviera
como consecuencia que se transfirieran al solicitante o a terceros facultades relativas al
dominio público o al servicio público (por ejemplo, la instalación de un chiringuito en una playa
o la prestación del servicio público de transporte regular de viajeros), que impliquen el
ejercicio de actividades que puedan dañar el medio ambiente y en los procedimientos de
responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas (en este último caso, dada la
frecuencia con la que resuelven tardíamente este tipo de procedimientos, la regla contraria
supondría un importante detrimento para las arcas públicas).

Esta visión panorámica de la obligación de resolver debe completarse dando respuesta


a una cuestión anteriormente anticipada. Cuando transcurre el plazo para dictar y notificar la
resolución se produce de forma automática el efecto estimatorio o desestimatorio propio del
silencio administrativo, pero, según hemos visto anteriormente, subsiste el deber de la
Administración de resolver el procedimiento (art. 21.1 LPAC, en su primer párrafo). Las reglas
de la lógica conducen a diferenciar el posible sentido de la resolución administrativa
extemporánea en función de que el silencio tenga carácter positivo o negativo:

a) Cuando el silencio sea negativo , la resolución administrativa posterior


podrá tener cualquier sentido, es decir, ser favorable por completo, solo parcialmente
o bien contraria a lo solicitado por el interesado.

b) En cambio, cuando el silencio tenga carácter favorable o positivo, al


equivaler este último a un verdadero acto administrativo, la resolución expresa
posterior de la Administración únicamente podrá tener carácter favorable o
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estimatorio para el interesado. En otro caso, se le estaría privando de un derecho ya
adquirido en virtud de la ley.

4.4. Derecho (condicionado) a elegir la forma de relacionarse con la Administración.

La legislación española ha apostado decididamente por la modernización del


funcionamiento de la Administración mediante la denominada «Administración electrónica»,
configurándola como la forma habitual de actuación de las Administraciones Públicas
(Exposición de Motivos de la LPAC). Con su implantación generalizada, se perseguía conseguir
los siguientes objetivos:

a) La agilización del procedimiento administrativo.


b) El ahorro de costes en el funcionamiento de la Administración y para
los propios interesados, al relacionarse con ella («Administración sin papel»).
c) Servir de cauce para fomentar una información accesible, puntual y
actualizada a los ciudadanos (transparencia).
d) Fomentar la participación de aquellos en la toma de decisiones por
parte de la Administración.

La Administración electrónica supone que la tramitación de los procedimientos


administrativos sea necesariamente electrónica. Esto quiere decir que el expediente está
configurado siempre en forma electrónica (expediente informático), los actos y resoluciones
que dicte la Administración se ajustan a dicho formato… Igualmente, no admite duda que,
entre sí, las Administraciones Públicas están obligadas a relacionarse de forma electrónica (art.
3 LRJSP).

No obstante, para evitar que la falta de medios o de dominio de las nuevas tecnologías
por ciertas capas poblacionales suponga un inconveniente para su relación con la
Administración, en cuanto a la forma de relacionarse los particulares interesados con la
Administración, la ley sigue distinguiendo entre distintas categorías de personas a la hora de,
bien obligarles, bien dejar a su decisión la forma en la que han de relacionarse con la
Administración. Ello afecta principalmente a la forma de realizar las comunicaciones y
notificaciones que se hayan de dirigir a lo largo del procedimiento administrativo al interesado
(por ejemplo, si se tratara de un procedimiento sancionador, habría que notificarle el acuerdo
de incoación, la diligencia por la que se ordena la práctica de pruebas, la propuesta de
resolución, la misma resolución…).

Así, a tenor del artículo 14 de la LPAC, resultan obligados a relacionarse


electrónicamente con la Administración las personas jurídicas, las entidades sin personalidad
jurídica (por ejemplo, una comunidad de propietarios), quienes ejerzan una actividad
profesional para la que se requiera colegiación obligatoria (abogados, médicos…) para los
trámites con las Administraciones Públicas realizados en el ejercicio de dicha actividad
profesional, así como los empleados públicos para los trámites y actuaciones que realicen con
aquellas por razón de dicha condición.

En cambio, las personas físicas (cuya actuación no encaje en alguno de los supuestos
vistos en el párrafo anterior en que es obligado relacionarse con la Administración en forma
electrónica) no están obligadas a relacionarse en dicha forma con la Administración, sino que
tienen derecho a elegir si se comunican con las Administraciones Públicas para el ejercicio de

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sus derechos y obligaciones a través de medios electrónicos o no. La ley permite modificar en
cualquier momento a lo largo del procedimiento el medio elegido por la persona para
comunicarse con las Administraciones Públicas, por lo que la decisión inicial adoptada al
respecto resulta revocable.

Como la distinción realizada legalmente es un poco arbitraria y, de hecho, ha merecido


fundamentadas críticas doctrinales8, todavía se permite que, por vía reglamentaria, las
Administraciones puedan establecer la obligación de practicar electrónicamente las
notificaciones, incluso para las personas físicas, para determinados procedimientos, así como
para ciertos colectivos de personas físicas que por razón de su capacidad económica, técnica,
dedicación profesional u otros motivos, tengan acceso y disponibilidad de los medios
electrónicos necesarios (art. 41.1 LPAC).

Conviene matizar que, en su futuro desempeño en el sector turístico, lo habitual será


acometer dicha actuación a través de una persona jurídica, lo cual haría obligatoria
relacionarse con la Administración en forma electrónica. No obstante, como, normalmente,
también es posible desarrollar la actividad en concepto de empresario-persona individual, no
es descartable que tuvieran el derecho a ejercer la opción señalada.

En la práctica, y dado que, como hemos indicado, el procedimiento se tramita siempre


en forma electrónica, lo que puede escoger el interesado es el cauce a través del que recibirá
las notificaciones que a lo largo del procedimiento haya de realizarle la Administración y la
forma en la que, a su vez, presentará los escritos que por su parte haya de formular . Si la
forma elegida es la electrónica, las notificaciones se realizarán en la sede electrónica o en la
dirección electrónica habilitada única, conforme a las reglas que desarrolla el artículo 43 de la
LPAC bajo la significativa rúbrica «Práctica de las notificaciones a través de medios
electrónicos». En el caso contrario, las recibirá a través del servicio de Correos en su domicilio y
con acuse de recibo, tal y como prevé el artículo 44 de la LPAC («Práctica de las notificaciones
en papel»), y desarrolla el Reglamento por el que se regula la prestación de los servicios
postales9.

Adicionalmente, en los casos en los que el interesado se relacione con la


Administración de forma telemática, deberá hacer uso de alguno de los sistemas de firma
electrónica admitidos por las Administraciones Públicas (art. 10 LPAC).

Como es obvio, la implantación de la Administración electrónica corre el riesgo de


acentuar la barrera electrónica creando dos tipos de ciudadanos, de primer y segundo nivel,
en sus relaciones con la Administración. Este déficit viene dado, por una parte, por la
diversidad de Administraciones de España, algunas de ellas, como el Estado, las Comunidades
Autónomas y los grandes municipios, con una gran dotación de medios personales y
materiales a su disposición, y otras, como los pequeños municipios de la España rural, con
escasez de recursos de cara a la implantación de la Administración electrónica 10. En segundo
lugar, no todos los ciudadanos, en función de su edad y de consideraciones de tipo cultural, se

8
No todos los tipos de sujetos señalados como obligados a relacionarse electrónicamente con la
Administración son a priori quienes gozan de más medios y recursos.
9
Real Decreto 1829/1999, de 3 de diciembre, por el que se aprueba el Reglamento por el que se regula
la prestación de los servicios postales, en desarrollo de lo establecido en la Ley 24/1998, de 13 de julio,
del Servicio Postal Universal y de Liberalización de los Servicios Postales.
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hallan en la misma situación de cara a afrontar el reto de relacionarse electrónicamente con la
Administración.

El aspecto aludido en segundo lugar se trata de compensar por la LPAC mediante la


previsión de medidas de asistencia a las personas que necesiten de apoyos de cara a
relacionarse electrónicamente con la Administración, de forma que, si lo desean, puedan hacer
uso también de esta posibilidad (art. 12 LPAC, «Asistencia en el uso de medios electrónicos a
los interesados»). Así, en los registros administrativos deben existir unas «oficinas de
asistencia» en las que, a través de funcionarios habilitados al efecto, se facilitará la
presentación de solicitudes en forma telemática, así como la identificación y firma electrónica
por cuenta de los interesados.

4.5. Otros derechos.

El examen del resto de contenidos de la asignatura nos permite tener una idea general
sobre los demás derechos de que gozamos en nuestras relaciones con las Administraciones
Públicas, manifestados en la correlativa obligación de estas últimas de respetarlos y hacerlos
efectivos. Al respecto, la LPAC contiene prolijas enumeraciones, tanto de los derechos de los
que disfrutan –en general- las personas que se relacionan con las Administraciones Públicas,
como –más en concreto- de los que gozan quienes tengan la condición de interesados en
determinado procedimiento (es decir, quienes participen en él).

De entre los primeros, citemos, por no haber sido destacados en otras partes del
temario del curso, los que se ostentan a:

a) Utilizar las lenguas oficiales en el territorio de su Comunidad Autónoma


correspondiente.
b) Ser tratados con respeto y deferencia por las autoridades y empleados públicos,
que habrán de facilitarles el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus
obligaciones.
c) Exigir las responsabilidades que correspondan (penal, disciplinaria administrativa,
patrimonial) a las Administraciones Públicas, a sus autoridades (altos cargos) y
funcionarios.
d) La protección de datos de carácter personal y a la seguridad y confidencialidad de
los datos que figuren en los registros y ficheros de las Administraciones Públicas.

En cuanto a la segunda categoría (derechos de los interesados en el procedimiento),


cabe destacar los derechos a:

a) Conocer, en cualquier momento, el estado de la tramitación de los procedimientos


en los que tengan la condición de interesados.
b) Que se les informe del sentido que tendrá el silencio administrativo en caso de que
la Administración no dicte ni notifique resolución expresa en plazo.
c) Tener conocimiento de cuáles son los órganos competentes para la instrucción y
para la resolución del procedimiento.

10
Uno de los grandes defectos del intento de generalización de la Administración electrónica por parte
de la LPAC, cuya total implantación se tuvo que demorar hasta fechas recientes, vino dado por la
ausencia de previsión de medidas presupuestarias que contribuyeran a hacerla efectiva.
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d) Identificar a las autoridades y al personal al servicio de las Administraciones
Públicas bajo cuya responsabilidad se tramiten los procedimientos (con base en
dicho conocimiento podrán ejercer, cuando proceda, su derecho a la recusación).
e) La resolución (normalmente motivada) de sus peticiones.
f) La aplicación del régimen del silencio administrativo (positivo o negativo).
g) Que se les informe sobre los recursos que cabe interponer frente a la resolución,
así como del órgano ante el que deben formularse y del plazo que dispone para
ello.
h) Interponer dichos recursos.
i) La ejecución (llevanza a la práctica) de las resoluciones administrativas.

5. EL CONTROL DE LOS ACTOS DE LA ADMINISTRACIÓN.

5.1. Fundamento constitucional.

En las clases del cuatrimestre hemos hecho diversas referencias a que, una de las
garantías sobre las que se asienta el Derecho Administrativo español reside en la plenitud del
control de los actos de las Administraciones públicas por parte de los órganos
jurisdiccionales. Se trata de un corolario del principio de sujeción de la Administración a la
ley y al resto del Ordenamiento Jurídico (arts. 9.1 y 103.1 CE): dicha vinculación solo se
garantiza si por medio de una instancia independiente se puede controlar la legalidad de los
actos de la Administración.

En concreto, son dos los preceptos de la CE en los que encuentra su principal


fundamento la sumisión de los actos de la Administración a fiscalización judicial:

a) Art. 106.1 CE: «Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de


la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la
justifican».

En aplicación de este precepto, el Tribunal Constitucional viene sosteniendo que,


aunque la Constitución no haya definido de modo concreto cuáles son los instrumentos
procesales que hagan posible ese control jurisdiccional, este habrá de articularse de tal modo
que asegure, sin inmunidades de poder, una fiscalización plena del ejercicio de las
atribuciones administrativas (STC 34/1995, de 6 de febrero). Además de esa plenitud objetiva,
que supone la tendencia del proceso contencioso-administrativo a extenderse a la revisión de
todas las modalidades de actuación de la Administración, el sistema se caracteriza por su
universalidad subjetiva en el sentido de erigirse frente a cualquier Administración, estatal,
autonómica o local.

b) Art. 24.1 CE: «Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los
jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que, en
ningún caso, pueda producirse indefensión».

Podemos resumir las principales implicaciones que tiene este derecho fundamental
sobre el control judicial de la legalidad de los actos de la Administración en los siguientes
aspectos:

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1º) Supone el derecho a que los tribunales examinen las peticiones que formulemos
tendentes a la revisión de la legalidad de los actos de la Administración.

2º) En principio, implica el derecho a obtener una resolución sobre el fondo del
asunto, esto es, a que el juzgador entre a analizar si el acto administrativo es o no
conforme a derecho.

3º) Sin embargo, es posible que, en aplicación de una causa de inadmisibilidad


prevista legalmente y aplicada de un modo razonable, el tribunal decline el
conocimiento de la cuestión sin entrar al fondo del asunto. Ello se manifiesta en las
causas de inadmisibilidad previstas en el artículo 69 de la LJCA, por ejemplo, cuando el
recurso contencioso-administrativo se haya formulado más allá del plazo previsto para
ello.

4º) La resolución judicial ha de estar necesariamente motivada (art. 120.3 CE). No


obstante, no debe confundirse el que la motivación de una resolución judicial no nos
guste, con que aquella no esté motivada. Además, la motivación no requiere una
extensión determinada, ni tan siquiera la respuesta a todas y cada una de las
alegaciones que hagan las partes, aunque sean intrascendentes, pero sí que el
justiciable pueda llegar a conocer las razones fundamentales por las que ha sido
adoptada la decisión judicial (es decir, la ratio decidendi del fallo).

5º) También conlleva el derecho de las partes del proceso a la práctica de las
pruebas que sirvan para la demostración de los hechos en los que fundamentan su
pretensión, siempre que estas sean pertinentes en el sentido de servir para su
acreditación y relevantes para la decisión del litigio (es decir, transcendentales para la
aplicación de los preceptos legales aducidos en apoyo de su posición en el proceso).

6º) Además de tener derecho a que se dicte la sentencia, lo tenemos a su


ejecución, es decir, a que las sentencias sean llevadas a puro y debido efecto.

7º) En consecuencia, el derecho a obtener una resolución de fondo conlleva


también el derecho a la adopción de medidas cautelares que aseguren que, cuando
recaiga sentencia, su ejecución o llevanza a la práctica sea posible.

8º) Salvo en materia penal, el derecho a la tutela judicial efectiva no impone que
las sentencias dictadas por los jueces tengan que ser necesariamente susceptibles de
recurso ante un tribunal superior (por ejemplo, no son recurribles las sentencias
dictadas por los jueces de lo Contencioso-Administrativo en asuntos de cuantía inferior
a 30.000 euros, art. 81.1.a LJCA). No obstante, cuando la ley prevea que determinada
resolución sea susceptible de recurso, el derecho a la tutela judicial efectiva se
extiende también a su ejercicio (es decir, que se conculcaría dicho derecho
fundamental en caso de no permitirse formular un recurso previsto en la ley).

Cabe destacar, finalmente, la importancia del derecho fundamental a obtener la tutela


de jueces y tribunales frente a los actos de la Administración como contrapeso de las
vigorosas potestades del poder público, manifestadas principalmente en sus tradicionales
privilegios de autotutela declarativa y ejecutiva (esto, la presunción de acierto de sus actos y
su ejecutividad inmediata por la propia Administración).

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de Vicálvaro. Profesor: Tomás Navalpotro Ballesteros. Prohibida la difusión o publicación.
No obstante, y pese a la importancia de preservar el respeto de la ley en la actuación
de las Administraciones Públicas, el funcionamiento de la Jurisdicción Contencioso-
Administrativa responde al principio de rogación. Ello quiere decir que, frente al principio
acusatorio o de oficialidad que rige en la justicia penal, que permite al juez actuar por su
propia decisión («de oficio») en garantía del cumplimiento de la ley, el control de los actos de
la Administración exige la iniciativa de un interesado que asuma la carga de llevar sus actos a
los tribunales de Justicia. Recordemos en este punto que, según examinamos al explicar el
principio de autotutela, la presunción de validez de que gozan las actuaciones de la
Administración exige su impugnación por aquel a quien interese conseguir su anulación.

5.2. Los recursos administrativos.

En muchas ocasiones, la posibilidad de recurrir judicialmente frente a una actuación


administrativa que nos perjudique requiere de un paso previo: la impugnación del acto o
resolución administrativa de que se trate ante la propia Administración.

En dicho sentido, debe tenerse en cuenta que solo es posible someter a revisión
judicial aquellos actos que hayan puesto fin a la vía administrativa. Como idea general,
debemos quedarnos con que ponen fin a la vía administrativa los actos dictados por los
órganos superiores (por ejemplo, por el Gobierno de la Nación o por un ministro) o aquellos
relativos a materias en las que la ley lo dice expresamente (por ejemplo, la resolución de un
procedimiento de responsabilidad patrimonial). Este tipo de actos pueden ser recurridos
directamente ante la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. No obstante, la ley permite al
interesado, si lo desea, impugnar voluntariamente estas resoluciones ante el mismo órgano
que las ha dictado, mediante el denominado recurso de reposición.

En cambio, cuando el acto o resolución administrativa de que se trate no ponga fin a la


vía administrativa, debe formularse un recurso administrativo ante su superior jerárquico con
carácter previo a la vía judicial, que se denomina recurso de alzada.

Los recursos administrativos (alzada y reposición) se diferencian de los recursos


judiciales en que la impugnación del acto se realiza ante un órgano de la propia
Administración que dictó el acto y no ante una instancia independiente e imparcial, como es
el caso del recurso contencioso-administrativo. Precisamente por la característica significada,
el que sean resueltos por la Administración que ha dictado el acto recurrido, que se erige así
en juez y parte en el procedimiento, la institución del recurso administrativo está puesta en
tela de juicio por la doctrina más cualificada. Entre otros, el profesor Tomás Ramón Fernández
viene destacando la inutilidad de la figura, puesto que la Administración rara vez vuelve atrás
en sus actos, por lo que, imponer al interesado la carga de recurrir el acto en vía administrativa
con carácter previo a la impugnación judicial (como ocurre en el caso del recurso de alzada)
supone para él una estéril pérdida de tiempo, paciencia y en muchas ocasiones, de dinero.

5.3. Idea básica sobre la jurisdicción contencioso-administrativa.

Desde una perspectiva muy elemental, se puede destacar el papel de la Jurisdicción


Contencioso-Administrativa como aquella que, por antonomasia, revisa la legalidad de los
actos administrativos. De esta forma, implementa la satisfacción del derecho a la tutela
judicial efectiva de los administrados, cuando pretendan que los jueces y tribunales revisen la
legalidad de los actos de la Administración.

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Con todo, la atribución propia de dicha Jurisdicción es la de conocer de la impugnación
de los actos de la Administración sujetos al Derecho Administrativo. De ahí que hayan de
quedar al margen de sus atribuciones las actuaciones de las Administraciones Públicas que
se rigen por otras ramas del Derecho. Es el caso, principalmente, de las relaciones de la
Administración con los empleados públicos que estén sujetos a régimen laboral (frente a los
funcionarios y el denominado personal estatutario de los servicios de salud pública, que
constituyen la regla general), que son examinadas por la Jurisdicción Social; de los actos de la
Administración que se rigen por el Derecho Privado (cuando se relaciona de tú a tú con los
administrados, despojada de sus potestades, como cuando alquila un bien inmueble para
instalar en él unas dependencias administrativas), que serían competencia de la Jurisdicción
Jurisdicción Civil, y de las actuaciones de las autoridades y empleados públicas que puedan
estar incursas en responsabilidades delictivas, de las que conoce la Jurisdicción Penal.

5.4. Las partes.

Al igual que en el procedimiento civil se habla del demandante y del demandado o en


el penal del acusador y del acusado, en el proceso contencioso-administrativo nos
encontramos, de un lado, con la parte recurrente, y, de otro, con la parte recurrida (son
formas diferentes, utilizadas en cada tipo de proceso, de aludir a una misma realidad).

La posición de parte recurrente la ocupa quien ha formalizado el recurso


contencioso-administrativo solicitando la anulación de la decisión administrativa de que se
trate. Puede tratarse de una persona individual o jurídica, de una entidad de tipo colectivo o
asociativo o de varias personas o entidades. Asimismo, se reconoce capacidad de actuación a
los grupos de afectados, uniones sin personalidad o patrimonios independientes o autónomos
en aquellos casos en que las leyes lo prevean expresamente.

Sentado lo anterior, el elemento verdaderamente clave para medir la posibilidad de


recurrir determinado acto o disposición administrativa es el de la legitimación procesal. De
este concepto, que sienta sus bases en el artículo 24 de la CE («Todas las personas tienen
derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e
intereses legítimos») y está desarrollado en lo que respecta al recurso contencioso-
administrativo por el artículo 19 de la LJCA, se deriva que, salvo en el caso de la acción
pública, para recurrir un determinado acto administrativo es preciso estar en una
determinada relación con el objeto del procedimiento, es decir, con el acto administrativo
impugnado.

De un modo muy simple, podríamos definir la legitimación como la relación entre una
persona o entidad y el objeto de la pretensión (esta última será, por lo general, la de
anulación del acto administrativo impugnado), consistente en la posible obtención de una
ventaja o la remoción de un perjuicio en caso de estimación del recurso. En este sentido,
«nuestra jurisprudencia, si bien no reconoce con carácter general la legitimación fundada en el
mero interés por la legalidad, o en motivos extrajurídicos, susceptibles de satisfacer apetencias,
deseos o gustos personales, sí ha ido reconociendo como incluibles en el concepto de interés
legitimador beneficios tales como los morales, los de vecindad, los competitivos o
profesionales; y, asimismo, además de los personales o individuales, los colectivos y los
difusos» (STS de 18/1/2006, RC 3660/2002).

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Del mismo modo, se suele exigir que «la estimación de la pretensión tenga como
efecto un beneficio o la eliminación de un perjuicio, produciendo una ventaja que ha de ser
real, concreta y efectiva. Sin que baste, por tanto, una recompensa de orden moral o el
beneficio de carácter cívico o de otra índole que lleva aparejado el cumplimiento de la
legalidad» (STS de 25/9/2009, RC 2166/2005). La apreciación de la concurrencia de esta
singular relación entre la quien recurre y el objeto del recurso ha de ser valorada caso por
caso, en atención a las singulares circunstancias concurrentes.

Dicho esto, añadiremos que, a título de excepción, basta con el mero interés por la
legalidad (es decir, con el designio de coadyuvar a que la legalidad impere), aunque el
recurrente no resulte afectado directamente por la actuación de que se trate, en aquellos
casos en los que las leyes reconozcan el posible ejercicio de la acción pública (vid. art. 125
CE). Son ejemplos de ello la acción pública urbanística (art. 62.1 TRLSRU), la acción para la
defensa del dominio público marítimo-terrestre (art. 109 LC) o la acción en defensa del
Patrimonio Histórico Español (art. 8.2 LPHE). En estos casos, cualquier ciudadano puede
impugnar los actos administrativos sin necesidad de un especial vínculo con el objeto del
recurso.

Ocurre que, especialmente en el ámbito urbanístico, se ha producido gran


controversia por el uso abusivo, en ocasiones incluso con fines espurios (en palabras del
Profesor Tomás Ramón Fernández), de la acción pública urbanística. Por ello, en materia
medioambiental se ha recogido una modalidad atenuada de la acción pública, constriñendo
su ejercicio a las personas jurídicas sin ánimo de lucro que se hayan constituido al menos dos
años antes del ejercicio de la acción, tengan entre sus fines estatutarios la protección del
medio ambiente y vengan ejerciendo de modo efectivo dicha actividad en el ámbito territorial
afectado por la actuación administrativa que se impugne (art. 23 de la Ley 27/2006, de 18 de
julio, por la que se regulan los derechos de acceso a la información, de participación pública y
de acceso a la justicia en materia de medio ambiente). Con esto se consigue que las personas
que hagan uso de esta manifestación matizada de la acción pública al menos tengan una
vinculación efectiva y acreditada con la protección de los intereses públicos que se trata de
proteger (en este caso, medioambientales).

Además de tener capacidad y reunir la legitimación necesaria, las partes deben


observar el requisito de postulación procesal, que les obliga a actuar en juicio por medio de
profesionales del derecho. Se entiende que con ello se preserva el proceso del
apasionamiento propio de las partes y que, además, se les garantiza estar provistas de la
necesaria asistencia técnica.

5.5. Extensión del control jurisdiccional de los actos de la administración.

Para darnos cuenta de la extensión generalizada del poder de control de los jueces y
tribunales de lo Contencioso-Administrativo frente a las actuaciones de la Administración,
basta examinar de un modo somero los límites de ese control desde el punto de vista subjetivo
y objetivo.

Desde la primera perspectiva, si acudimos al artículo 1 de la LJCA, observamos que la


Jurisdicción Contencioso-Administrativa, como regla general, conoce de las pretensiones que
se deduzcan en relación con la actuación de las Administraciones públicas sujeta al Derecho
Administrativo (art. 1.1).

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Pasando a la perspectiva objetiva, la referencia a la actuación administrativa como
objeto del control judicial incluye, junto al acto expreso, dos manifestaciones igualmente
importantes del ejercicio de las potestades de la Administración: la vía de hecho y la
inactividad administrativa.

La vía de hecho supone una actuación material (la Administración pasa al terreno de
los hechos) sin contar con la necesaria cobertura jurídica (por ejemplo, la ocupación de unos
terrenos para la realización de una obra pública sin haber procedido previamente a su
expropiación). Esto puede producirse por no contar con una resolución administrativa previa
que sirva de fundamento al acto de ejecución, por el hecho de estar afectada la resolución por
un vicio de nulidad radical (ausencia de todo procedimiento o carencia de toda competencia
en la materia) o cuando la actuación material va más allá de lo permitido por su cobertura
jurídica (es decir, por el acto administrativo previo que se trata de llevar a efecto).

Por otra parte, hablar de inactividad supone la posibilidad de controlar, no ya los actos
de la Administración, sino la falta de actuación de aquella en los supuestos en los que está
obligada a ello. Ahora bien, no debemos incurrir en el espejismo de pensar que se ha
permitido llevar ante los tribunales todo supuesto de falta de cumplimiento de sus
obligaciones por parte de la Administración. Por el contrario, lo que se recoge del artículo 29
de la LJCA es un acogimiento mucho más restringido de esta figura.

En su modalidad más destacable (art. 29.1 LJCA), requiere de los siguientes requisitos:

1) que una disposición general que no precise de actos de aplicación (es decir, que se
manifieste en términos muy concretos imponiendo determinado deber de actuación a
la Administración) o un acto, contrato o convenio administrativo,

2) obligue a la Administración a realizar determinada prestación (es decir, ha de estar


perfectamente concretada),

3) en favor de una o varias personas determinadas (y no de una generalidad).

Solo si se cumplen estas condiciones, quienes tengan derecho a la prestación (y no


ninguna otra persona) pueden reclamar el cumplimiento de la obligación.

5.6. La impugnación de disposiciones, actos expresos y presuntos.

Según hemos señalado con anterioridad, el control de los tribunales se extiende no


solo a los actos administrativos expresos (resolución que pone fin al procedimiento,
normalmente), sino también a las disposiciones generales, los actos presuntos, a la inactividad
administrativa y a la vía de hecho. Como ya hemos glosado estas dos últimas figuras en sus
líneas esenciales, ahora procede referirnos a la impugnación de los actos expresos, las
disposiciones generales y los actos presuntos.

Comenzando por los actos expresos, fijándonos en el plazo para su impugnación por
los particulares podemos hacernos una idea de la fricción que se produce en el Derecho
Administrativo entre los principios de legalidad y de seguridad jurídica. En principio, el deber
de sumisión de los actos de la Administración a la ley implica que se admita su impugnación en
orden a la corrección de las ilegalidades que pudieran afectarles. Ahora bien, razones de
seguridad jurídica, así como de eficacia de la actuación de las Administraciones Públicas (art.
103.1 CE), imponen que la validez del acto administrativo no esté indefinidamente sujeta a

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discusión. De ahí que la LJCA prevea un plazo máximo de dos meses a partir de la notificación o
publicación del acto, para su impugnación (art. 46.1). Pasado este plazo, el acto administrativo
adquiere firmeza (ha sido consentido por el interesado) y ya no es susceptible de ser atacado
por las personas perjudicadas por aquel.

Lógicamente, también pueden ser objeto de impugnación las disposiciones de


carácter general dictadas por la Administración, es decir, los reglamentos. Esta especificidad
está expresamente contemplada en el artículo 106 de la CE («Los Tribunales controlan la
potestad reglamentaria…»). En este caso, el plazo de impugnación es igualmente de dos meses
desde su publicación oficial. Ahora bien, el reglamento nulo, una vez pasado ese plazo de
impugnación, no resulta tan inatacable como lo sería un acto inválido. Ello se debe a que
nuestra LJCA recoge, junto a la posibilidad de impugnar directamente el reglamento («recurso
directo»), la de pretender su anulación cada vez que se dicte un acto administrativo que lo
aplique («recurso indirecto»). El artículo 26.1 de la LJCA lo expresa con claridad: «Además de
la impugnación directa de las disposiciones de carácter general, también es admisible la de los
actos que se produzcan en aplicación de las mismas, fundada en que tales disposiciones no son
conformes a Derecho».

Llegamos así al interesantísimo asunto de la impugnación del silencio administrativo.


Hemos reflejado anteriormente que la lucha contra el silencio administrativo ha sido uno de
los grandes logros del Derecho Administrativo moderno, y que su regulación se ha establecido
a modo de garantía de los ciudadanos frente a la dejación de la Administración Pública en el
ejercicio de sus funciones. Recordemos, con la mayor sencillez posible, que el silencio
administrativo se produce en aquellos supuestos en los que la Administración no resuelve las
solicitudes presentadas por los interesados dentro del plazo previsto para la tramitación y
resolución del procedimiento, y que, en estos casos, cuando el sentido del silencio es
negativo, para que el solicitante no se vea perjudicado por la falta de actuación de la
Administración, se le permite recurrir frente a la desestimación presunta de sus solicitudes
(mera ficción jurídica).

Pues bien, si acudimos a la LJCA (art. 46.1), veremos que esta sigue diciendo todavía
que, frente al silencio administrativo existe un plazo de impugnación de 6 meses a contar
desde la fecha en la que finalizara el plazo para dictar y notificar la resolución según la
normativa reguladora de cada procedimiento (que es el momento en que el silencio se
produjo). Sin embargo, constituye una paradoja que, durante esos seis meses, e incluso
después de los mismos, la Administración siga teniendo no solo la posibilidad, sino el deber
jurídico de dictar la resolución expresa que ponga fin al procedimiento. En cambio, para el
interesado, el transcurso del plazo de seis meses suponía perder el derecho a impugnar la
desestimación presunta de su solicitud. Tuvo que ser el Tribunal Constitucional quien saliera al
paso de esta situación en las conocidas Sentencias 14 y 39/2006, cuyo criterio, inicialmente
criticado por la doctrina, fue seguido posteriormente por el Tribunal Supremo y es
actualmente aceptado pacíficamente por lo que se ha dado en llamar «los operadores
jurídicos». Conforme a él, en ningún caso puede beneficiarse la Administración del
incumplimiento de su deber de dictar resolución, por lo que el plazo para recurrir en vía
judicial contra el silencio negativo seguirá abierto mientras la Administración no dicte
resolución expresa (es decir, que el plazo de seis meses no se aplica)11.

11
Basta tener una idea general de lo señalado en estos dos últimos párrafos.
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5.7. Pretensiones.

¿Qué podemos pedir ante los tribunales de Justicia? Debemos partir de la


consideración de que los tribunales ejercen un control de legalidad de la actuación
administrativa, no de oportunidad. Su función es la de juzgar, no la de administrar. Esto resulta
muy claro en la regulación por la LJCA del contenido de la sentencia (art. 70.2): «La sentencia
estimará el recurso contencioso administrativo cuando la disposición, la actuación o el acto
incurrieran en cualquier infracción del ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder».

También se pone de manifiesto cuando se trata sobre uno de los supuestos más graves
de nulidad, el que afecta a una disposición de carácter general (art. 71.2): «Los órganos
jurisdiccionales no podrán determinar la forma en que han de quedar redactados los preceptos
de una disposición general en sustitución de los que anularen ni podrán determinar el
contenido discrecional de los actos anulados».

En línea con ello, los artículos 31 y 32 nos dicen las concretas pretensiones que
podemos ejercitar:

1. En el recurso contra actos y disposiciones, la declaración de no ser conformes a


Derecho y, en su caso, la anulación de los actos y disposiciones susceptibles de
impugnación según el capítulo precedente («pretensiones de anulación»). En palabras
llanas, pediríamos la declaración de que no son conformes a derecho y, en
consecuencia, su remoción de la realidad jurídica.

2. Además de ello, es decir, como complemento de la pretensión de nulidad, se puede


instar del órgano judicial el reconocimiento de una situación jurídica individualizada y
la adopción de las medidas adecuadas para su pleno restablecimiento («pretensiones
de plena jurisdicción»). Así, por ejemplo, si pedimos que se anule el acuerdo de la
Administración de adjudicar un contrato a un competidor (pretensión de nulidad) y,
además, que se nos adjudique el contrato a nosotros (pretensión de plena
jurisdicción). Una modalidad principal de este tipo de pretensiones consiste en la
solicitud de indemnización de daños y perjuicios (manifestación de la responsabilidad
patrimonial administrativa, de la que hemos hablado anteriormente).

3. Cuando el recurso tenga por objeto la inactividad de la Administración, nuestra


pretensión consistirá en la condena a aquella al cumplimiento de sus obligaciones en
los concretos términos en que estén establecidas.

4. Y, en caso de vía de hecho, que esta se declare contraria a Derecho y se ordene el


cese de dicha actuación, además de, en su caso, la obligación de indemnizar los
perjuicios causados.

5. EN PARTICULAR, EL PRINCIPIO DE TRANSPARENCIA Y SU ARTICULACIÓN EN NUESTRO


ORDENAMIENTO JURÍDICO.

7.1. Situación previa a la promulgación de la Ley de Transparencia.

Hasta finales de 2013, la posibilidad de acceso de los ciudadanos a los archivos y


registros públicos tenía como sustento el art. 105 b) de la CE, que, de un modo un tanto
genérico, remite a una futura ley para regular «El acceso de los ciudadanos a los archivos y
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de Vicálvaro. Profesor: Tomás Navalpotro Ballesteros. Prohibida la difusión o publicación.
registros administrativos, salvo en lo que afecte a la seguridad y defensa del Estado, la
averiguación de los delitos y la intimidad de las personas».

Sobre esta base, la entonces vigente LRJPAC12 regulaba en su artículo 37 el derecho de


los ciudadanos a acceder a los registros y documentos que formaran parte de los archivos
administrativos de una manera muy limitada. La doctrina había puesto de manifiesto la
insuficiencia de esta regulación, entre otras cosas, porque únicamente habilitaba a los
ciudadanos para la consulta de los documentos correspondientes a los procedimientos
administrativos ya terminados. Esto, como es obvio, no era comparable con un derecho
generalizado a tener acceso a la documentación que generan las Administraciones Públicas y
dejaba fuera de la posibilidad de consulta a los expedientes en tramitación, que son
precisamente aquellos con respecto a los cuales un ciudadano (o los medios de comunicación,
movidos por su interés en informar sobre los asuntos de relevancia pública) puede tener un
interés especial en conocer su situación. Sí existían algunas normas que, con carácter sectorial,
contemplaban determinadas obligaciones de publicidad (subvenciones, contratos, régimen de
los altos cargos…), pero no se contaba con una regulación satisfactoria de carácter general.

La situación contrastaba con la de otros países del entorno europeo, que disponían
de una normativa específica de esta materia desde las últimas décadas del siglo pasado.
Asimismo, resultaba disonante en el contexto comunitario europeo, en que hay algunas
referencias importantes al acceso a los archivos administrativos en términos mucho más
generales que los que habilitaba el referido artículo 37 de la LRJPAC.

Así, en primer lugar, el Tratado de funcionamiento de la Unión Europea que, en


relación con las actividades de la propia Unión, recoge en su artículo 15.3:

“Todo ciudadano de la Unión , así como toda persona


física o jurídica que resida o tenga su domicilio social
en un Estado miembro, tendrá derecho a acceder a los documentos de las
instituciones, órganos y organismos de la Unión, cualquiera que sea su soporte,
con arreglo a los principios y las condiciones que se establecerán de conformidad con
el presente apartado”.

Como también la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea en su


artículo 42, igualmente en relación con la documentación de las instituciones comunitarias:

“Todo ciudadano de la Unión y toda persona física o jurídica que resida o tenga su
domicilio social en un Estado miembro tiene derecho a acceder a los documentos de
las instituciones, órganos y organismos de la Unión, cualquiera que sea su soporte”.

Por otra parte, la ausencia de una regulación que, con carácter general, implementara
el acceso de los ciudadanos a la documentación administrativa constituía una anormalidad
dentro del sistema constitucional español por cuanto es evidente que el derecho de acceso, se
considere o no un derecho fundamental, facilita el ejercicio de ciertos derechos
fundamentales.

12
Actualmente sustituida por las leyes 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo
Común de las Administraciones Públicas, y 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector
Público.
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En este punto, conviene dar cuenta de que una buena parte de la doctrina (entre ellos,
destacadamente, el profesor José Luis Piñar Mañas, una de las voces más autorizadas de la
doctrina española en materia de protección de datos de carácter personal) ha defendido la
configuración del derecho de acceso como un derecho fundamental vinculado a la libertad de
expresión e información del artículo 20 de la CE. Según este y otros autores, el acceso a la
documentación pública engarza con la libertad de expresión e información, puesto que solo es
posible su pleno ejercicio cuando se tiene la posibilidad de conocer aquello sobre lo que se va
a emitir un juicio, opinión o información, en este caso, sobre la actividad de las
Administraciones Públicas. En dicho sentido, llama la atención sobre algunos convenios
internacionales suscritos por España en materia de derechos fundamentales en los que, a la
hora de definir la libertad de expresión, se incluye dentro de ella el derecho a investigar (art.
19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos 13) o la libertad de buscar
informaciones (art. 19.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos14).

Incluso aunque no fuera considerado como un derecho fundamental, es innegable la


relación del derecho de acceso a la información pública, no solo con las libertades de
expresión y de información, sino también con la participación del ciudadano en los asuntos
públicos y con la esencia misma de la noción de Estado de Derecho en cuanto permite
fiscalizar la sumisión de la Administración a la ley y al resto del Ordenamiento Jurídico y facilita
el control judicial de que dicha sumisión se produzca de un modo efectivo.

7.2. Aspectos esenciales de la Ley de Transparencia.

El paso al establecimiento de una regulación de carácter general y más amplia del


acceso de los ciudadanos a la documentación que está en poder de las Administraciones se dio
a través de la LTAIPBG (por comodidad, nos referiremos a ella, de una forma abreviada, como
la «Ley de Transparencia»).

En concreto, la Exposición de Motivos de la ley involucra la transparencia con la


finalidad de:

- Favorecer la responsabilidad de los poderes públicos.

- Propiciar que los ciudadanos conozcan cómo se toman las decisiones que les
afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras
instituciones.

En orden a la consecución de esas finalidades, la Ley de Transparencia abordó el


tratamiento de esta materia desde una perspectiva mucho más amplia que la normativa
anterior. Así, podemos señalar como principales hitos de la ley, los siguientes avances:

- Se supera la limitación contenida en el artículo 37 de la LRJPAC en el sentido de


restringir el derecho de acceso a los procedimientos ya terminados.

- La actual ley no se limita al reconocimiento de un derecho de acceso en términos


más amplios que la legislación anterior, sino que, para hacerlo efectivo, establece

13
Aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante Resolución de 10 de diciembre
de 1948.
14
Aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas mediante Resolución de 16 de diciembre
de 1966 y ratificado por España en el año 1977.
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un sistema de impugnación de las resoluciones administrativas dictadas en
respuesta a las solicitudes de obtención de información hechas valer por los
ciudadanos, habilitando la creación de un órgano con competencias específicas
para conocer de esas impugnaciones.

- La trasparencia se ve reforzada regulando, además del derecho de acceso a la


documentación administrativa, que era la perspectiva desde la cual había mirado
la cuestión la legislación previa, un deber de publicidad activa que obliga a la
Administración a publicar motu proprio (es decir, sin tener que esperar a que un
ciudadano haga una determinada solicitud) cierta información.

- El sistema de trasparencia se complementa con una serie de principios y


obligaciones en materia de buen gobierno, que también fueron incorporados a la
Ley de Transparencia.

Conviene saber que la Ley de Transparencia aparece complementada por las


regulaciones específicas en ciertas materias, en que se regula el acceso a la información de
forma particularizada. Así, por ejemplo, en materia de medio ambiente, la Ley 27/2006, de 18
de julio, por la que se regulan los derechos de acceso a la información, de participación pública
y de acceso a la justicia en materia de medio ambiente o la Ley de Contratos del Sector
Público15. Esta última, por ejemplo, contiene disposiciones precisas que obligan a publicar
diversos trámites de los procedimientos de adjudicación de los contratos.

Asimismo, cada Administración puede dictar disposiciones específicas en la materia,


siempre que refuercen y completen el mínimo establecido en la Ley de Transparencia. En este
sentido, la Ley de Transparencia cumple una función de norma de mínimos, que puede ser
mejorada (es decir, aumentada la transparencia) por la regulación establecida por las
Comunidades Autónomas y las Entidades Locales. Es el caso, por ejemplo, en nuestro ámbito
territorial, de la Ley 10/2019, de 10 de abril, de Transparencia y de Participación de la
Comunidad de Madrid.

5.3.Otros aspectos que conviene conocer.

5.3.1. Sujetos sometidos a la aplicación de la ley.

Destaca en la ley, en primer lugar, el amplio listado de sujetos que se ven vinculados
por sus disposiciones en materia de publicidad activa y de acceso de los ciudadanos a los
documentos públicos.

En primer lugar, conviene destacar que la ley obliga a la generalidad de


Administraciones públicas territoriales españolas, ya se trate de la Administración General del
Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas y de las Ciudades de Ceuta y
Melilla o de las entidades que integran la Administración Local (provincias, municipios, islas,
mancomunidades de municipios…).

En segundo término, en lo que se refiere a la Administración institucional (entidades


que dependen de una Administración territorial matriz) también se aplica a los organismos

15
Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al
ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y
2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014.
Derecho Administrativo del Turismo. Primer cuatrimestre del Curso 2023-2024. URJC. Campus
de Vicálvaro. Profesor: Tomás Navalpotro Ballesteros. Prohibida la difusión o publicación.
autónomos, agencias estatales, las entidades públicas empresariales y las entidades de
Derecho Público que, con independencia funcional o con una especial autonomía reconocida
por la Ley, tengan atribuidas funciones de regulación o supervisión de carácter externo sobre
un determinado sector o actividad, y a las entidades de Derecho Público con personalidad
jurídica propia, vinculadas a cualquiera de las Administraciones Públicas o dependientes de
ellas, incluidas las Universidades públicas 16. Asimismo, a las sociedades mercantiles en cuyo
capital social la participación, directa o indirecta, de las entidades previstas en este artículo sea
superior al 50 por 100 o a las fundaciones del sector público y las asociaciones de entidades
públicas (recordemos que hay entidades empresariales dependientes de las Administraciones
que actúan en el sector del turismo, como «Paradores de Turismo de España, S.M.E., S.A.»).

Junto a ello, se aplica a una serie de instituciones que no forman parte propiamente de
la Administración Públicas, como la Casa Real, el Congreso de los Diputados, el Senado, el
Tribunal Constitucional, el CGPJ, el Banco de España, el Consejo de Estado, el Defensor del
Pueblo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo Económico y Social y sus instituciones análogas en el
ámbito autonómico.

En materia de publicidad activa, según el artículo 3, también vincula a otros sujetos,


como los partidos políticos, organizaciones sindicales y empresariales, así como las entidades
privadas que perciban a lo largo de un año más de 100.000 euros en subvenciones públicas o
cuando las mismas supongan un mínimo del 40% de sus ingresos. Esta última condición, la de
estar sometida a las obligaciones de la Ley de Transparencia en materia de publicidad activa a
consecuencia de una obtención significativa de subvenciones públicas, puede darse en
empresas dedicadas al sector turístico, dada la importancia que tiene en la materia la actividad
subvencional de las Administraciones Públicas.

Como sabemos, en ocasiones la Administración se sirve de terceros para realizar las


tareas que le corresponde en aras de la consecución del interés público. En este caso, la ley
prevé que las personas o entidades que presten servicios públicos o ejerzan potestades
administrativas suministren a la Administración o entidad pública correspondiente la
información necesaria para el cumplimiento por aquéllos de las obligaciones previstas en la
Ley de Transparencia. Es el caso, por ejemplo, del adjudicatario de un contrato.

5.3.2. Deberes de publicidad activa.

Las obligaciones de las entidades sujetas a la Ley de Transparencia se pueden dividir en


dos grandes grupos: por un lado, están los deberes de publicidad activa que obligan a la
Administración a hacer pública determinada información sin necesidad de ser requerida para
ello por determinado sujeto, y, por otro lado, se regula el derecho de los ciudadanos a acceder
a la información que esté en poder de la Administración (a esto último lo denominaremos
«derecho de acceso a la información pública»).

Comenzando por la publicidad activa, la ley obliga a publicar de forma periódica y


actualizada la «información cuyo conocimiento sea relevante para garantizar la transparencia
de su actividad relacionada con el funcionamiento y control de la actuación pública».

Sin perjuicio de esa obligación algo genérica e inconcreta, se hace referencia también a
determinada información que es necesario publicar por las entidades sujetas a la Ley de
Transparencia, distribuida en tres categorías: información institucional, organizativa y de
16
No es necesario aprenderse de memoria la anterior relación.
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planificación; información de relevancia jurídica, e información económica, presupuestaria y
estadística. Destacaré a continuación aquellas partes de la información a publicar que se
relacionan más con nuestra asignatura.

Así, dentro de la información institucional, organizativa y de planificación, se obliga a


las Administraciones Públicas a publicar la información relativa a las funciones que desarrollan,
la normativa que les sea de aplicación, su estructura organizativa (organigrama actualizado
que identifique a los responsables de los diferentes órganos y su perfil y trayectoria
profesional), así como los planes y programas anuales y plurianuales en los que se fijen
objetivos concretos y las actividades, medios y tiempo previsto para su consecución. Todo ello
nos puede servir para obtener una información relevante a la hora de relacionarnos con la
Administración en el ejercicio de nuestra actividad profesional.

En cuanto a la información de relevancia jurídica, nos permite conocer las iniciativas


regulatorias de la Administración dada su obligación de dar publicidad a los anteproyectos de
ley y proyectos de reglamento, como también resulta importante, para conocer la forma en
que la Administración interpreta nuestras obligaciones y obtener un trato similar al resto de
operadores del sector turístico, su debe de publicas las directrices, instrucciones, acuerdos,
circulares o respuestas a consultas planteadas por los particulares u otros órganos en la
medida en que supongan una interpretación del Derecho o tengan efectos jurídicos.

Por lo que se refiere a la información económica, presupuestaria y estadística, en lo


que más puede afectar al sector de actividad que nos ocupa, remarquemos la obligación de
dar publicidad a los convenios suscritos con otras entidades, con mención de las partes
firmantes, su objeto, plazo de duración y las obligaciones económicas asumidas; las
subvenciones otorgadas con indicación de su importe, finalidad y beneficiarios, y la
información estadística necesaria para valorar el grado de cumplimiento y calidad de los
servicios públicos de su competencia.

A efectos prácticos, conviene saber que la información a que se refieren los deberes de
publicidad activa debe difundirse a través de las sedes electrónicas o páginas web de las
entidades obligadas a ello.

La ley requiere el cumplimiento de ciertas condiciones en la información suministrada:

- Debe ser publicada de forma periódica y actualizada.

- Se ha de expresar «de una manera clara, estructurada y entendible para los


interesados».

- La información debe ser «comprensible, de fácil acceso y gratuita», incluso


accesible a personas con discapacidad.

Con estas características, se trata de evitar la denominada transparencia opaca que


supondría «dar la imagen de que el gobierno se abre, cuando en realidad trata de evitar el
control y la sanción ciudadana»17. De esta forma, no solo importa la información que se
publica, sino cómo se publica. Al respecto, se viene advirtiendo de una serie de deficiencias en
que, en la práctica, incurren las Administraciones Públicas en el suministro de la información,
tales como la sobrecarga informativa o exceso de información que impide la localización de la
17
CRUZ-RUBIO, CÉSAR NICANDRO, «Transparencia y Buen gobierno: valores y herramientas del
gobierno», (2014), INAP, pág. 13.
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que se busca o la utilización de lenguaje técnico que pueda suponer una barrera a la
comprensión de la información publicada.

5.3.3. El derecho de acceso a la información pública.

En cambio, el acceso a la información pública supone la posibilidad de solicitar a la


Administración determinada información a través de lo que venimos denominando como
«derecho de acceso».

Desde una perspectiva amplia, el artículo 12 de la Ley de Transparencia reconoce el


derecho a acceder a la información pública a «todas las personas». Esto supone un avance
importante, al no limitar el acceso exclusivamente a quienes tengan la condición de
interesados (es decir, a quienes afecta la información de que se trate).

En cuanto al objeto del derecho de acceso, la ley indica que se entenderá por
información pública «los contenidos o documentos, cualquiera que sea su formato o soporte,
que obren en poder de alguno de los sujetos incluidos en el ámbito de aplicación de este
título y que hayan sido elaborados o adquiridos en el ejercicio de sus funciones» (art. 13).

Aunque, según hemos visto, el derecho de acceso se ha recogido en términos muy


amplios desde el punto de vista de los sujetos que pueden ejercitarlo y de los contenidos sobre
los que se puede extender, la otra cara de la moneda viene representada por los numerosos
límites que establece para el derecho de acceso la Ley de Transparencia en sus artículos 14 y
15, a los que, con cierta frecuencia, se acoge la Administración para denegar el derecho de
acceso. Entre los que más afectan a nuestra asignatura, destaquemos la afectación de la
información que se pretenda obtener a la prevención, investigación y sanción de los ilícitos
penales, administrativos o disciplinarios; las funciones administrativas de vigilancia, inspección
y control; los intereses económicos y comerciales o la protección del medio ambiente.

Conforme al artículo 14.2, la aplicación de estos límites deberá ser justificada y


proporcionada a su objeto y finalidad de protección y atenderá a las circunstancias del caso
concreto, especialmente a la concurrencia de un interés público o privado superior que
justifique el acceso.

En cuanto al procedimiento para ejercer el derecho de acceso , para tener acceso a


determinada información pública se deberá presentar una solicitud que, según la Ley de
Transparencia (art. 17) será dirigida al titular de la entidad o del órgano que posea la
información.

Como regla especial, cuando la información se encuentre en posesión de personas


físicas o jurídicas que ejerzan potestades administrativas o presten servicios públicos (supuesto
al que hemos aludido anteriormente, la solicitud no se deberá solicitar a estas, sino a la
Administración u organismo en cuyo nombre ejerzan la potestad o presten el servicio.
Recordemos que son estos últimos, y no el colaborador de la Administración, quienes deben
facilitar la información al peticionario.

Por lo que se refiere a los aspectos formales de la solicitud, la ley impone hacer constar
en ella los siguientes aspectos:

- la identidad del solicitante (no caben las solicitudes anónimas),

- la información que se desea obtener,


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- una dirección de contacto, preferentemente electrónica,

- y la modalidad preferida para acceder a la información.

Para solicitar la información, no es necesario alegar determinadas razones ya que el


acceso a la información es, en sí, un derecho. Por eso la ley, al regular la solicitud, señala que
no es necesario motivar las solicitudes, es decir, designar las razones por las que se cree que
se tiene derecho a acceder a la información, por qué se quiere acceder a determinados
contenidos o cualquier otra alegación que sirve para fundamentar la petición. No obstante,
añade la ley que, voluntariamente, por parte del solicitante se podrán exponer los motivos por
los que se solicita la información.

De la tramitación del procedimiento, destaquemos la posibilidad de participar en él,


oponiéndose a la concesión del derecho de acceso, a las personas a las que se refiera la
información.

La resolución que se dicte en el procedimiento, de ser estimatoria o favorable a la


solicitud, concederá a quien la haya presentado el derecho de acceso a la información, que
tendrá carácter gratuito y se realizará preferentemente por vía electrónica.

Como se acaba de ver, cabe la posibilidad de que la resolución dictada en torno a la


solicitud de acceso no satisfaga a las personas afectadas, bien sean las personas a las que se
deniega total o parcialmente la información que hubieran solicitado, bien los terceros que se
habían opuesto a la concesión de la información. En tal caso, la LTIPBG les otorga una
alternativa:

a) Recurrir la resolución ante un órgano administrativo y, si este no estima su


petición, acudir después, si lo desean, a la vía judicial.

Ese órgano administrativo ante el que formular el recurso es, en cuanto a las
resoluciones dictadas por la Administración del Estado, el Consejo de
Transparencia y Buen Gobierno (CTBG).

En el caso de las Administraciones de las Comunidades Autónomas y las Entidades


Locales comprendidas en su ámbito territorial, así como de las ciudades
autónomas de Ceuta y Melilla, el conocimiento de estos recursos corresponderá al
órgano independiente que determine cada Comunidad Autónoma.
Alternativamente, podrán optar por atribuir dicha competencia al CTBG, pero para
ello será necesario que concierten un convenio con el Estado en el que se
comprometen a costear los gastos que suponga su ejercicio.18

b) O bien acudir directamente a la vía jurisdiccional.

Abreviaturas utilizadas:

CE: Constitución Española

18
En dicho sentido, la disposición final cuarta de la LTIPBG.
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EBEP: Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto
refundido de la Ley del Estatuto Básico del Empleado Público

LC: Ley 22/1988, de 28 de julio, de Costas

LJCA: Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa

LOEPSF: Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad


Financiera

LOPJ: Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial

LPAC: Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las


Administraciones Públicas

LPHE: Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español

LRJPAC: Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones


Públicas y del Procedimiento Administrativo Común

LRJSP: Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público

LTAIPBG: Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y


buen gobierno

LTAnd: Ley 13/2011, de 23 de diciembre, del Turismo de Andalucía

STS: Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo

STC: Sentencia del Tribunal Constitucional

TRLSRU: Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto
refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana

Este documento ha sido redactado por el profesor Tomás Navalpotro Ballesteros con
motivo de la impartición de la docencia de la asignatura Derecho Administrativo del
Turismo en el Campus de Vicálvaro de la Universidad Rey Juan Carlos durante el primer
cuatrimestre del curso académico 2023/2024. A la hora de su redacción, en aras de
facilitar su comprensión por los alumnos, que no pertenecen al grado de Derecho, se
ha renunciado a la depuración técnica, sacrificada en beneficio de la sencillez. El autor
prohíbe su utilización fuera del ámbito de dicho curso y asignatura, así como su
difusión por cualquier medio.

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