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INVESTIGACIONES - ARTÍCULOS

Ingmar Bergman por Woody Allen


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Armando Borgeaud | 21 marzo, 2019
"

A quién puede importarle hoy día, entre nosotros, la opinión de Woody Allen sobre Ingmar
Bergman, uno de los creadores más grandes de la historia del cine, ni que hablar del siglo XX.
Mucho menos después de tanto tiempo de la muerte del genio sueco y de la complicada
situación que atraviesa en la actualidad Woody Allen por las denuncias de acoso en el entorno de
su familia. En esta época de consumo de series como hamburguesas al paso, donde la acción
explícita ha reemplazado sin descaro a la poesía sugerente de los primerísimos primeros planos, la
angustia por las preguntas incómodas de la existencia, el dolor que conlleva en su destino el amor
entre hombres y mujeres. Quién puede hoy conmoverse con ese acto profundamente generoso, y
entre nosotros casi inédito, que significa reconocer la superioridad del talento ajeno de quien,
además, ejerce la misma profesión. Un emotivo acto de admiración adolescente de un hombre
lúcido, talentoso y también genial, que es capaz de arrodillarse frente a la belleza, tan infrecuente
en el mundo que nos ha tocado, cada vez que se lo permiten. A nosotros nos importa. Y mucho.
Por eso el rescate de estas declaraciones de W.A sobre I.B. Qué importa cuándo y por qué. (
Armando Borgeaud )

“No me inspiraban motivos precisamente nobles cuando vi mi primera película de Ingmar Bergman.
Los hechos fueron así: yo era un adolescente que vivía en Brooklyn, y corrió la voz de que iban a dar en
un cine del barrio una película sueca, donde una muchacha se bañaba completamente desnuda”. W.A.

Ingmar Bergman y Liv Ullmann, una de sus talentosas actrices favoritas.

Por Woody Allen.

La voz del genio:

“Día tras día me llevaban o me arrastraban, gritando de angustia, al colegio. Vomitaba


encima de cualquier cosa, desfallecía y perdía el sentido del equilibrio.” Sobre su madre:
“Intenté abrazarla y besarla, pero me apartó con una bofetada.” Sobre su padre: “Las
palizas brutales eran su argumento favorito.” “Me pegó, y yo le devolví el golpe. Se
tambaleó, y acabó sentado en el suelo.”

“Llevaron a mi padre al hospital, para operarle de un tumor maligno en el esófago. Mi madre


quería que yo fuese a visitarle. Le contesté que no tenía tiempo ni ganas.” Sobre su hermano: “Mi
hermano tenía escarlatina… (naturalmente, yo esperaba que se muriera. La enfermedad era
peligrosa en aquellos días).” “Cuando mi hermano abrió la puerta, le golpeé con la garrafa en la
cabeza. La garrafa se hizo añicos y mi hermano se desplomó mientras la sangre manaba de la
herida. Alrededor de un mes más tarde, me agredió sin previo aviso, y me saltó dos dientes.
Respondí pegándole fuego a la cama mientras dormía.” Sobre su hermana: “Mi hermano mayor y
yo, normalmente enemigos mortales, hacíamos las paces y tramábamos planes para asesinar a ese
diablillo repulsivo.” Sobre él mismo: “Una o dos veces en mi vida he acariciado la idea de
suicidarme.”

Ingmar Bergman nació en Upsala, Suecia, el 14 de julio de 1918; y murió en Fårö, Suecia, el 30 de
julio del 2007.

Un entorno religioso: “La mayor parte de nuestra educación se basaba en conceptos tales como el
pecado, la confesión, el castigo, el perdón y la gracia. Este hecho bien pudo contribuir a nuestra
sorprendente aceptación del nazismo.” Y finalmente, una evaluación de la vida: “Se nace sin
objeto, se vive sin sentido… Y al morir, no queda nada.”

Con esos antecedentes uno tiene que ser un genio. O eso, o hacer muecas en una celda cerrada a
cal y canto y con paredes almohadillas con cargo al Estado. No me inspiraban motivos
precisamente nobles cuando vi mi primera película de Ingmar Bergman. Los hechos fueron así: yo
era un adolescente que vivía en Brooklyn, y corrió la voz de que iban a dar en un cine del barrio
una película sueca, donde una muchacha se bañaba completamente desnuda. Raras veces he
pasado la noche en la calle para ser el primero en la cola de una película, pero cuando “Un verano
con Mónica” se estrenó en el cine Jewel, en Flatbush, un chico pelirrojo con gafas de negra
montura fue visto atropellando a ciudadanos respetables en su afán por conseguir la butaca más
selecta y discreta.

Yo no sabía quién era el director de la película, ni me importaba, ni tenía sensibilidad entonces


para apreciar su fuerza: la ironía, las tensiones, el estilo expresionista alemán con su poética
fotografía en blanco y negro y los toques eróticos sadomasoquistas. Yo salí pensando únicamente
en el momento en que Harriet Andersson se quita la ropa, y aunque era mi primer contacto con un
director que acabaría considerando con fervor como el mejor de todos, no lo comprendí entonces.
Hasta que unos pocos años más tarde, en busca de algo más estimulante que una tarde de
minigolf, la chica con que me había citado y yo fuimos paseando para ver una película titulada
“Noche de circo”. Yo era un poco mayor y empezaba a sentir un más amplio interés por el cine, y la
experiencia fue decididamente más profunda esta vez. El sentido alemán seguía siendo su
influencia principal y había una paliza tremenda, sádica en el clímax; aunque el argumento no
estaba del todo centrado, la película había sido dirigida con tan inmenso talento, que estuve en
vilo en mi butaca hora y media, con los ojos como platos. Realmente, la secuencia en la que Frost,
el payaso, va a buscar a su casquivana esposa, que chapotea desnuda en el agua para divertir a
unos cuantos soldados, era tan magistral en su planificación, ritmo de montaje e inspirada
evocación de la humillación y el dolor, que había que retroceder hasta Eisenstein para hallar una
fuerza cinematográfica comparable. Esta vez, desde luego, anoté el nombre del director, que era
sueco y que, como me pasaba siempre entonces, archivé y olvidé.

Ingmar Bergman con Sven Nykvist (izquierda), Ingrid Thulin y Liv Ullman, en “Gritos y
Susurros”.

Hasta fines de los cincuenta, cuando llevé a la que era mi mujer entonces a ver una película muy
comentada y con el título no muy prometedor de “Wild Strawberries” (Fresas silvestres) no
comenzó lo que se convertiría en una adicción de por vida a las películas de Ingmar Bergman.
Todavía me acuerdo que la vi con la boca seca y el corazón latiendo con fuerza desde la primera y
misteriosa secuencia inicial del sueño hasta el sereno primer plano final. ¿Quién podría olvidar
tales imágenes? El reloj sin agujas. El carruaje tirado por un caballo que se atasca. El sol cegador y
el rostro del viejo arrastrado al ataúd por su propio cadáver. Evidentemente, había ahí un maestro
con un estilo inspirado y personal; un artista de profunda inquietud e intelecto, cuyas películas se
revelarían a la altura de la gran literatura europea. Poco después vi “El mago”, una audaz
dramatización en blanco y negro de ciertas ideas de Kierkegaard presentadas como un cuento de
ocultismo, potenciadas por una cámara hipnótica, original, cuyo estilo hallaría su crescendo años
más tarde en la onírica “Gritos y susurros”. La referencia a Kierkegaard no acarrea que la película
sea árida o didáctica en exceso. Tengan la plena seguridad, por favor, de que “El mago”, como la
mayoría de las películas de Bergman, posee un brillante sentido del espectáculo.

Porque, además de todo eso –y quizá lo más importante– Bergman sabe entretener, es un gran
narrador de historias que jamás pierde de vista un hecho: sean cuales fueren las ideas que desea
comunicar, las películas tienen que emocionar al público. Su teatralidad es realmente inspirada, e
imaginativo su empleo de la iluminación gótica, pasada de moda, y las elegantes composiciones. El
exagerado surrealismo de sueño y símbolos, el montaje inicial de “Persona”, la cena de “La hora
del lobo”, y en “La pasión de Ana”, el descaro de parar a intervalos el absorbente relato, para que
los actores expliquen al público lo que intentan expresar, constituyen momentos de gran
espectáculo.

“El séptimo sello” fue siempre mi película favorita, y me acuerdo de cuando la vi, con no mucho
público, en el viejo cine New Yorker. ¿Quién podría imaginar que un tema semejante pudiese
proporcionar una tan agradable experiencia? Si tuviese que explicar el argumento, para convencer
a un amigo de que la viese conmigo, ¿qué podría yo decir? “Bueno, transcurre en una Suecia
medieval azotada por la peste y explora los límites de la fe y de la razón a partir de conceptos
filosóficos daneses y hasta cierto punto alemanes.” Eso no guarda gran relación con lo que se
entiende por pasar un rato divertido, pero está todo contado con imaginación, suspenso y olfato
tan pasmosos, que uno se queda clavado como un niño oyendo un desgarrador cuento de hadas. La
negra silueta de la Muerte aparece de pronto en una playa, y el Caballero de la Razón la desafía a
una partida de ajedrez, intentando ganar tiempo y descubrir algún sentido en la vida. La fábula
arranca y se despliega con siniestra inevitabilidad. ¡Y las imágenes, una vez más, quitan el aliento!
Los flagelantes, la quema de la bruja (digna de Carl Dreyer), y el final, con la Muerte que conduce el
baile de los condenados al infierno, en uno de los planos más memorables de todos los tiempos.

Bergman es prolífico, y las películas que siguieron a sus primeras obras han sido ricas y variadas,
según sus obsesiones se desplazaron del silencio de Dios a las torturadas relaciones de almas
llenas de angustia que tratan de comprender sus sentimientos. (En realidad, las películas descritas
no son exactamente sus primeras, sino obras medias, porque había dirigido algunas películas,
desconocidas hasta que su estilo y reputación fueron generalmente reconocidos. Estas primeras
películas son muy buenas, pero sorprendentemente convencionales, sabiendo adónde irían a
parar.) En los cincuenta había asimilado sus influencias, al tiempo que su genio se afirmaba. Los
alemanes todavía le impresionaban. Yo veo a Fritz Lang en su obra, y a Carl Dreyer, el danés. Y
también a Chéjov, Strindberg y Kafka. Yo divido sus películas entre las que son sencillamente
soberbias (“Detrás de un vidrio oscuro”, “Luz de invierno”, “El silencio”, “La fuente de la doncella”,
“La pasión de Ana”, por citar algunas) y las obras maestras verdaderamente notables (“Persona”,
“Gritos y susurros” y “Escenas de la vida conyugal”), junto con otras que había visto antes. Hay
también películas atípicas como “Vergüenza” y “Fanny y Alexander”, que proporcionan sus
propios placeres particulares, e incluso algún traspié ocasional como “El huevo de la serpiente” o
“Cara a cara”.

Pero hasta en los experimentos menos afortunados de Bergman hay instantes memorables.
Ejemplos: el sonido de una sierra fuera de la ventana durante una escena íntima entre los amantes
adúlteros en “El toque”, y el momento en que Ingrid Bergman enseña a su patética hija cómo debe
interpretarse al piano cierto preludio en “Sonata de otoño”. Sus fracasos son con frecuencia más
interesantes que los logros de otros. Y pienso ahora en “De la vida de las marionetas” y “Después
del ensayo”.

Infancia. «A veces, por la noche, cuando estoy en el límite entre el sueño y la vigilia, puedo entrar por
una puerta a mi niñez y todo está como estaba entonces, con las luces, los olores, los sonidos, y la
gente. Recuerdo la calle silenciosa donde vivía mi abuela, la agresividad del mundo de los mayores, el
terror por lo desconocido y el miedo a las tensiones entre mi padre y mi madre» – I Bergman.

Una digresión sobre el estilo. El ámbito predominante en las películas acostumbraba a ser el
mundo físico, externo. Sin duda, así ha sido durante años. Ahí están las películas cómicas y los
westerns, y las películas de guerra, y las de persecución, y las películas de gángsters, y las películas
musicales, para atestiguarlo. Pero, al afirmarse la revolución freudiana, sin embargo, el ámbito más
fascinante del cine derivó hacia lo interior, y las películas se encontraron con un problema. La
psique no es visible. ¿Y qué hay que hacer cuando las batallas más interesantes se libran en el
corazón y en la mente? Bergman desarrolló un estilo para abordar el interior del hombre, y es el
único director que ha explorado los campos de batalla del alma hasta el último confín.
Impunemente, ha escrutado con su cámara los rostros hasta perder la conciencia del tiempo,
mientras sus actores y actrices lidiaban con su propia angustia. Y veías grandes interpretaciones
en tremendos primeros planos que duraban mucho más tiempo del que los libros de texto
consideran conveniente para el arte del cine. Los rostros lo son todo para Bergman. Primeros
planos. Más primeros planos. Extremados primeros planos. Creó sueños y fantasías, para
combinarlos con tanta delicadeza con la realidad, que gradualmente un cierto sentido de la
interioridad humana salió a la superficie. Y empleó enormes silencios con increíble eficacia. El
territorio de las películas de Bergman es diferente del de sus contemporáneos. Hace juego con las
playas desoladas de la isla rocosa donde habita. Ha encontrado un medio para mostrar el paisaje
del alma. (Ha dicho que ve el alma como una membrana, una membrana roja, y así la mostró en
“Gritos y susurros”.) Al rechazar la norma de acción convencional establecida en el cine, ha
permitido que en el interior de los personajes bramen guerras tan agudamente visuales como los
movimientos de un ejército. “Vean Persona”.

Por si esto fuera poco, damas y caballeros, Bergman es un director barato. Es rápido, sus películas
cuestan poco, y su minúscula banda de colaboradores es capaz de completar una verdadera obra de
arte en la mitad del tiempo y por una décima parte del dinero que muchos dilapidarían en un
suntuoso desperdicio de celuloide. Y, además, escribe los guiones él solito. ¿Qué más se puede
pedir? Significado, profundidad, estilo, imágenes, belleza visual, tensión, instinto narrativo,
rapidez, economía, fecundidad, innovación, una dirección de actores sin par. A todo eso me refiero
cuando digo que es el mejor. Tal vez otros directores le superan en áreas aisladas, pero nadie es un
artista tan competo como él.

De acuerdo, volvamos a Linterna mágica, su libro. Habla mucho de problemas del estómago. Pero
es interesante. Es informal, anecdótico. No es cronológico, como se supone que debería ser la
historia de la vida de uno. No se monta una saga acerca de cómo empezó y, poco a poco, dominó el
teatro y el cine de Suecia. La narración da saltos, hacia delante y hacia atrás, aparentemente a
capricho de la inspiración del autor. Contiene extrañas anécdotas y sentimientos tristes. Una
extraña anécdota: de niño se quedó encerrado en un depósito de cadáveres, donde le fascinó el
cuerpo desnudo de una muchacha. Un sentimiento triste: “Mi mujer y yo vivimos muy próximos.
Uno de los dos piensa, y el otro responde, o al revés. No sé cómo definir nuestra afinidad. Pero un
problema es insoluble. Algún día un golpe caerá para separarnos. Y ningún dios afable nos
convertirá en árboles que den sombra a la granja.” Omite cosas que uno creía que iba a considerar.
Sus películas, por ejemplo. Bueno, tal vez no las omita exactamente, pero dice mucho menos de lo
que cabía esperar, considerando que ha hecho más de cuarenta. Tampoco se habla mucho de sus
esposas en este libro. Las ha tenido en abundancia. (Y montones de hijos también, aunque apenas
se les mencione.) Entre ellas está Liv Ullmann, que vivió años a su lado, fue la madre de unos de
sus hijos, y una gran estrella en sus películas. Tampoco se dice mucho sobre los actores y las
actrices de sus películas.

Bergman por Bergman. No soy aquél que creen que soy. No soy, tampoco, aquel que creo ser. Cuando
alguien cree saber quien es, sabe en realidad muy bien que no lo sabe. Pero, si el público cree saber que
sabe quién es uno, debemos dejarle creer que lo sabe; pues, si no les dejamos saber aquello que creen
saber, todo el mundo estaría decepcionado y contrariado. Que la gente continúe entonces creyendo que
pego a mis actores, o bien por el contrario que los dirijo con dulzura. Lo que pienso de mi mismo no
tiene, en el fondo, ninguna importancia, puesto que, de todas maneras, han tomado la costumbre de
considerarme como un bicho raro…

Nunca he tenido necesidad de aburguesarme. Siempre he sido burgués, conservador, reaccionario, y


todo lo que quieran, por otro lado, si eso les gusta…

Es precisamente porque soy burgués que amo el circo, con sus caravanas y su carpa.

Llevo barba como símbolo. Y me afeito como símbolo también. Hay en mi un actor abortado, y que se
maquilla de forma diferente según las circunstancias. A veces mejor, a veces peor. De todas maneras
una barba no es más que una mala máscara; y se oculta probablemente mucho mejor con un rostro
recién afeitado. – Cahiers du cinéma, número 85, julio 1958

¿Y qué hay entonces? Pues hay muchas revelaciones apasionantes, pero sobre su infancia en la
mayor parte. Y sobre su trabajo en el teatro. Detalle interesante, dibuja cada escena antes de
ensayarla. Y hay un relato emocionante de cómo dirigía a Anders Ek, un actor en varias de sus
películas, enfermo de leucemia y que utilizaba su miedo a la muerte próxima para interpretar un
personaje de Strindberg. Bergman adora el teatro. Es su verdadera familia. De hecho, la cálida,
entrañable familia de “Fanny y Alexander” nunca existió en la realidad, es un símbolo del teatro.
(Eso no está en el libro. Pero lo sé.) Bergman habla también de sus enfermedades: “He padecido
varias dolencias indefinibles, y no puedo decir a ciencia cierta si deseaba sobrevivir o no.” Y sobre
sus funciones corporales: “En todos los teatros donde he trabajado un cierto tiempo, he tenido
siempre mi propio retrete.”

Su crisis mayor también está aquí, el escándalo de los impuestos. Uno se queda hipnotizado
leyendo su recuento. En 1976, Bergman fue groseramente sacado de un ensayo y llevado a la
jefatura de policía para declarar sobre el dinero que debía al gobierno, porque su declaración era
incorrecta. Eso es algo que puede pasar cuando uno recurre a un gestor, presume que él lo llevará
todo estupenda y abiertamente, y descubre luego que, confiadamente, ha firmado papeles sin
entenderlos, o siquiera leerlos. La cuestión está en que Bergman era inocente de la acusación de
fraude premeditado, pero la hacienda sueca no evitó que las autoridades le trataran de forma
desabrida y cerril. El resultado fue una depresión nerviosa, una hospitalización, y un exilio
autoimpuesto en Alemania, entre sentimientos de rabia y profunda humillación.

En fin, la imagen que uno saca es la de una personalidad altamente emotiva, no fácilmente
adaptable a la vida en este mundo frío y cruel, pero muy profesional y productiva, y desde luego un
genio del arte dramático. A juzgar por la traducción, Bergman escribe muy bien y, con frecuencia,
sus descripciones prenden y emocionan. Yo devoré cada página, pero no se me puede hacer
demasiado caso, porque siento el mayor interés hacia este artista particular. Se me hace difícil
creer que ha cumplido ya los setenta años. En su libro recuerda que, cuando tenía diez años, le
regalaron una linterna mágica, que proyectaba sombras en la pared. Eso despertó en él una pasión
amorosa por el cine, conmovedora en la intensidad de su sentimiento. Ahora que su fama es
mundial y ya no hace más películas, escribe lo siguiente: “La butaca es cómoda, la habitación
acogedora, se hace la oscuridad y las primeras imágenes tiemblan en la pantalla blanca. Todo está
en calma, el proyector susurra débilmente en la insonorizada sala de proyección. Las sombras se
mueven, vuelven sus rostros hacia mí, quieren que preste atención a sus destinos. Han pasado
sesenta años, pero la emoción sigue siendo la misma.”

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