Esta mañana emprendí el anhelado viaje al sitio arqueológico de Xochicalco. Situado a
38 km de Cuernavaca, Xochicalco, en el lugar de la casa de las flores, se construyó sobre colinas terraplenadas y en medio del inmenso valle de Morelos. Luego de ascender por un camino pedregoso se llega a la Plaza de la Estela de los Dos Glifos y de repente se abre a la mirada una panorámica sobrecogedora. El florecimiento de la ciudad se dio tras la declinación de Teotihuacán, a partir de la segunda mitad del siglo séptimo de nuestra era. En su momento de mayor esplendor la ciudad tuvo alrededor de 30 mil habitantes y estaba comunicada mediante calzadas pavimentadas. Su ubicación estratégica le permitió comerciar con otras regiones, incluida el área maya y las costas del Golfo y del Pacífico. Admiré la Plaza Principal, que contiene la Pirámide de las Serpientes Emplumadas, decorada con preciosos relieves por sus cuatro caras; admiré el Templo de las Estelas, donde se descubrieron estelas relacionadas con Quetzalcóatl; y la Acrópolis, que fue residencia de los gobernantes. Uno de los atractivos del sitio es la Gruta del Sol, un observatorio astronómico dentro de una caverna. El año 743, y coincidiendo con un eclipse de Sol, se realizó en Xochicalco un congreso de astrónomos a nivel mesoamericano, con el fin de hacer un ajuste calendárico. Los maestros de las estrellas de Xochicalco estudiaron los eclipses y las manchas solares y conocieron la redondez de la Tierra. La ciudad fue abandonada a partir del siglo once, por razones que se desconocen. Se presume que Hernán Cortés visitó Xochicalco en 1521. Fray Bernardino de Sahagún la nombró en su Historia general de las cosas de Nueva España: “Hay […] un edificio llamado Xuchicalco, que está en los términos de Cuauhnáoac”, escribió, aunque no hay evidencia de que el fraile hubiera estado allí. En 1777, el ilustre humanista José Antonio Alzate recorría los alrededores de Cuernavaca haciendo sus investigaciones, cuando oyó hablar por primera vez de Xochicalco. Alzate era hijo de vasco y por el lado materno lejanamente emparentado con Sor Juan Inés de la Cruz. Tras un penoso camino llegó a las ruinas de la antigua ciudad devorada por la vegetación. En esa primera visita, Alzate confirmó que la colina sobre la que se asentaba la ciudad era artificial, y ponderó su arquitectura militar y la perfección de los edificios y de los relieves. Hizo una detallada descripción de la pirámide de Quetzalcóatl. El 4 de enero de 1784, volvió a Xochicalco y esta vez ingresó en el Observatorio, una cueva artificial situada en la parte norte de la ciudad. Arriba de la cueva hay una abertura hexagonal por la que se desliza la luz para señalar los momentos cruciales del ciclo agrícola y estudiar el movimiento de los astros. El haz de luz permite observar los huesos de la mano a contraluz, como en una radiografía, y le confiere al lugar una atmósfera fantasmagórica. Alzate quedó deslumbrado con la experiencia y le asombró la alineación de los monumentos y la inclinación de la claraboya del observatorio con puntos astronómicos. Relató los dos viajes que hizo al sitio en la obra Descripción de las antigüedades de Xochicalco. Caminando por calzadas prehispánicas, evoqué a otros viajeros que visitaron Xochicalco: en 1803 estuvo Humboldt, también en el siglo diecinueve estuvo el conde de Waldeck, quien realizó detallados dibujos de la pirámide de Quetzalcóatl, y Carl Lumholtz, el antropólogo noruego. En 1866 estuvo Carlota. Para facilitar el acceso al Observatorio de la emperatriz se cincelaron unos escalones en la piedra que aún existen. Sentado a la sombra de un árbol, frente al Juego de Pelota Sur, recordé que en 1905 anduvo en Xochicalco un poeta ruso, Konstantín Balmont, hoy olvidado. Entre enero y junio de 1905 viajó por México, un viaje qué dejó en él profunda huella. En Xochicalco, admiró la serpiente empenachada, semejante a un dragón chino, majestuosa y terrible. Estuvo en Mitla, venerable región de la muerte, llamada en lengua zapoteca Lyabaa, “puerta del sepulcro”. Ante los vestigios de Palenque, Uxmal y Chichén Itzá, Balmont admiró el genio arquitectónico de los antiguos mayas y reflexionó en el destino de aquellos anónimos constructores y de los miles de cargadores bajo el peso de la piedra. En 1908 escribió la colección de versos Pájaros en el aire que incluye el ciclo Maya con 33 poemas sobre México. Posteriormente publicó Llamados de la antigüedad con el apartado México que recoge sus traducciones de poesía prehispánica. En 1910 apareció Flores de serpientes, notas de viaje y ensayos acerca de los mitos indígenas. El libro incluyó la primera traducción al ruso del Popol Vuh, realizada por él. Balmont vivió los últimos años de su vida en el exilio y en la pobreza. Murió en 1942 en Noisy- le-Grand, un suburbio de París. Acaso Balmont, ante la cancha del Juego de Pelota Sur, reflexionó, cómo yo, en la evanescencia del tiempo y de los imperios y trató de remontarse con la imaginación doce siglos atrás, cuando Xochicalco albergaba multitudes, imaginando la actividad de antaño, la procesión de los dignatarios que venían a presenciar el juego, con sus espléndidos atavíos de tela de algodón y adornados con joyas de jade y penachos de plumas de quetzal mecidos por la brisa, imaginando a aquellos jóvenes jugadores y el choque de sus cuerpos sudorosos y desnudos, el golpeteo de la pelota contra el muro de piedra, los gritos de la muchedumbre colorida… El juego de pelota, en náhuatl tlachtli, en maya clásico pitz, era un juego ritual con un trasfondo cosmológico, destinado a representar el curso del Sol. Los antiguos olmecas lo practicaron, también los mexicas y se han descubierto campos de juego en numerosas ciudades mayas. El Gran Juego de Pelota de Chichén Itzá, con cien metros de largo por cuarenta de ancho, es uno de los monumentos más espectaculares de Mesoamérica. La cancha era una especie de callejón que tenía forma de I latina. Se enfrentaban dos bandos cuyos campos respectivos marcaba por el centro la línea medianera. Los jugadores, cuyo número por equipo variaba entre dos y cinco, debían hacer pasar una pelota de hule macizo de hasta cuatro kilos de peso —en ocasiones la pelota era una cabeza recién cortada o un cráneo humanos— por dos anillos de piedra fijados en medio de los muros, uno frente al otro. La pelota solo podía ser impulsada con las rodillas, codos y caderas. El jugador que lograba el tiro tenía derecho a apoderarse de todas las mantas y alhajas de los espectadores, y cuando se daba el raro caso, todo el mundo echaba a correr. El juego era ágil y violento. Los jugadores llevaban guantes, petos, rodilleras y mandiles de cuero de venado y mentoneras y máscaras que les cubrían las mejillas. A pesar de lo cual las heridas y fracturas que se ocasionaban podían ser graves y aun fatales. Al final del juego los jugadores solían hacerse incisiones en la ingle para drenar la sangre coagulada. El capitán del equipo perdedor era decapitado, aunque en fechas especiales era el equipo ganador el que era ritualmente asesinado. Se hacían grandes apuestas que incluían joyas, esclavos y mujeres. El cronista español Diego Durán escribió: Estos desgraciados… vendían a sus hijos con el fin de apostar y incluso apostaron a sí mismos y se convirtieron en esclavos. Se cuenta que el tlatoani Axayácatl, jugando contra Xihuiltemoc I, señor de Xochimilco, apostó nada menos que el gran tianguis de Tlatelolco contra unas chinampas pertenecientes al segundo, ¡y lo perdió! Al día siguiente, soldados mexicas se presentaron en casa del demasiado afortunado apostador y al mismo tiempo que le presentaron honores y entregaron obsequios, le pusieron una guirnalda de flores en que iba oculta una soga y lo ahorcaron.
El enigma de los olmecas y las calaveras de cristal: La fascinante historia de la más antigua y avanzada civilización de toda América. Rodeada de misterio y precursora de todas las culturas mesoamericanas.