Está en la página 1de 2

XOCHICALCO

14 de junio de 2017

Esta mañana emprendí el anhelado viaje al sitio arqueológico de Xochicalco. Situado a


38 km de Cuernavaca, Xochicalco, en el lugar de la casa de las flores, se construyó sobre
colinas terraplenadas y en medio del inmenso valle de Morelos. Luego de ascender por un
camino pedregoso se llega a la Plaza de la Estela de los Dos Glifos y de repente se abre a la
mirada una panorámica sobrecogedora. El florecimiento de la ciudad se dio tras la declinación
de Teotihuacán, a partir de la segunda mitad del siglo séptimo de nuestra era. En su momento
de mayor esplendor la ciudad tuvo alrededor de 30 mil habitantes y estaba comunicada
mediante calzadas pavimentadas. Su ubicación estratégica le permitió comerciar con otras
regiones, incluida el área maya y las costas del Golfo y del Pacífico.
Admiré la Plaza Principal, que contiene la Pirámide de las Serpientes Emplumadas,
decorada con preciosos relieves por sus cuatro caras; admiré el Templo de las Estelas, donde
se descubrieron estelas relacionadas con Quetzalcóatl; y la Acrópolis, que fue residencia de los
gobernantes. Uno de los atractivos del sitio es la Gruta del Sol, un observatorio astronómico
dentro de una caverna. El año 743, y coincidiendo con un eclipse de Sol, se realizó en
Xochicalco un congreso de astrónomos a nivel mesoamericano, con el fin de hacer un ajuste
calendárico. Los maestros de las estrellas de Xochicalco estudiaron los eclipses y las manchas
solares y conocieron la redondez de la Tierra. La ciudad fue abandonada a partir del siglo once,
por razones que se desconocen.
Se presume que Hernán Cortés visitó Xochicalco en 1521. Fray Bernardino de Sahagún
la nombró en su Historia general de las cosas de Nueva España: “Hay […] un edificio llamado
Xuchicalco, que está en los términos de Cuauhnáoac”, escribió, aunque no hay evidencia de
que el fraile hubiera estado allí. En 1777, el ilustre humanista José Antonio Alzate recorría los
alrededores de Cuernavaca haciendo sus investigaciones, cuando oyó hablar por primera vez
de Xochicalco. Alzate era hijo de vasco y por el lado materno lejanamente emparentado con
Sor Juan Inés de la Cruz. Tras un penoso camino llegó a las ruinas de la antigua ciudad
devorada por la vegetación. En esa primera visita, Alzate confirmó que la colina sobre la que se
asentaba la ciudad era artificial, y ponderó su arquitectura militar y la perfección de los
edificios y de los relieves. Hizo una detallada descripción de la pirámide de Quetzalcóatl. El 4
de enero de 1784, volvió a Xochicalco y esta vez ingresó en el Observatorio, una cueva artificial
situada en la parte norte de la ciudad. Arriba de la cueva hay una abertura hexagonal por la
que se desliza la luz para señalar los momentos cruciales del ciclo agrícola y estudiar el
movimiento de los astros. El haz de luz permite observar los huesos de la mano a contraluz,
como en una radiografía, y le confiere al lugar una atmósfera fantasmagórica. Alzate quedó
deslumbrado con la experiencia y le asombró la alineación de los monumentos y la inclinación
de la claraboya del observatorio con puntos astronómicos. Relató los dos viajes que hizo al
sitio en la obra Descripción de las antigüedades de Xochicalco.
Caminando por calzadas prehispánicas, evoqué a otros viajeros que visitaron
Xochicalco: en 1803 estuvo Humboldt, también en el siglo diecinueve estuvo el conde de
Waldeck, quien realizó detallados dibujos de la pirámide de Quetzalcóatl, y Carl Lumholtz, el
antropólogo noruego. En 1866 estuvo Carlota. Para facilitar el acceso al Observatorio de la
emperatriz se cincelaron unos escalones en la piedra que aún existen.
Sentado a la sombra de un árbol, frente al Juego de Pelota Sur, recordé que en 1905
anduvo en Xochicalco un poeta ruso, Konstantín Balmont, hoy olvidado. Entre enero y junio de
1905 viajó por México, un viaje qué dejó en él profunda huella. En Xochicalco, admiró la
serpiente empenachada, semejante a un dragón chino, majestuosa y terrible. Estuvo en Mitla,
venerable región de la muerte, llamada en lengua zapoteca Lyabaa, “puerta del sepulcro”.
Ante los vestigios de Palenque, Uxmal y Chichén Itzá, Balmont admiró el genio arquitectónico
de los antiguos mayas y reflexionó en el destino de aquellos anónimos constructores y de los
miles de cargadores bajo el peso de la piedra. En 1908 escribió la colección de versos Pájaros
en el aire que incluye el ciclo Maya con 33 poemas sobre México. Posteriormente publicó
Llamados de la antigüedad con el apartado México que recoge sus traducciones de poesía
prehispánica. En 1910 apareció Flores de serpientes, notas de viaje y ensayos acerca de los
mitos indígenas. El libro incluyó la primera traducción al ruso del Popol Vuh, realizada por él.
Balmont vivió los últimos años de su vida en el exilio y en la pobreza. Murió en 1942 en Noisy-
le-Grand, un suburbio de París.
Acaso Balmont, ante la cancha del Juego de Pelota Sur, reflexionó, cómo yo, en la
evanescencia del tiempo y de los imperios y trató de remontarse con la imaginación doce
siglos atrás, cuando Xochicalco albergaba multitudes, imaginando la actividad de antaño, la
procesión de los dignatarios que venían a presenciar el juego, con sus espléndidos atavíos de
tela de algodón y adornados con joyas de jade y penachos de plumas de quetzal mecidos por la
brisa, imaginando a aquellos jóvenes jugadores y el choque de sus cuerpos sudorosos y
desnudos, el golpeteo de la pelota contra el muro de piedra, los gritos de la muchedumbre
colorida…
El juego de pelota, en náhuatl tlachtli, en maya clásico pitz, era un juego ritual con un
trasfondo cosmológico, destinado a representar el curso del Sol. Los antiguos olmecas lo
practicaron, también los mexicas y se han descubierto campos de juego en numerosas
ciudades mayas. El Gran Juego de Pelota de Chichén Itzá, con cien metros de largo por
cuarenta de ancho, es uno de los monumentos más espectaculares de Mesoamérica. La
cancha era una especie de callejón que tenía forma de I latina. Se enfrentaban dos bandos
cuyos campos respectivos marcaba por el centro la línea medianera. Los jugadores, cuyo
número por equipo variaba entre dos y cinco, debían hacer pasar una pelota de hule macizo de
hasta cuatro kilos de peso —en ocasiones la pelota era una cabeza recién cortada o un cráneo
humanos— por dos anillos de piedra fijados en medio de los muros, uno frente al otro. La
pelota solo podía ser impulsada con las rodillas, codos y caderas. El jugador que lograba el tiro
tenía derecho a apoderarse de todas las mantas y alhajas de los espectadores, y cuando se
daba el raro caso, todo el mundo echaba a correr.
El juego era ágil y violento. Los jugadores llevaban guantes, petos, rodilleras y mandiles
de cuero de venado y mentoneras y máscaras que les cubrían las mejillas. A pesar de lo cual las
heridas y fracturas que se ocasionaban podían ser graves y aun fatales. Al final del juego los
jugadores solían hacerse incisiones en la ingle para drenar la sangre coagulada. El capitán del
equipo perdedor era decapitado, aunque en fechas especiales era el equipo ganador el que era
ritualmente asesinado.
Se hacían grandes apuestas que incluían joyas, esclavos y mujeres. El cronista español
Diego Durán escribió: Estos desgraciados… vendían a sus hijos con el fin de apostar y incluso
apostaron a sí mismos y se convirtieron en esclavos. Se cuenta que el tlatoani Axayácatl,
jugando contra Xihuiltemoc I, señor de Xochimilco, apostó nada menos que el gran tianguis de
Tlatelolco contra unas chinampas pertenecientes al segundo, ¡y lo perdió! Al día siguiente,
soldados mexicas se presentaron en casa del demasiado afortunado apostador y al mismo
tiempo que le presentaron honores y entregaron obsequios, le pusieron una guirnalda de
flores en que iba oculta una soga y lo ahorcaron.

También podría gustarte