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París a finales del siglo XIX es un mar de riqueza y decadencia en el que se oculta un

objeto mágico de increíble poder…


Y la mayor sociedad secreta del mundo hará todo lo que sea por conseguirlo.
La Exposición Universal ha dado una nueva vida a las calles de París y ha desvelado
algunos de sus antiguos secretos. Y nadie los conoce mejor que el buscador de
tesoros y acaudalado hotelero Séverin Montagnet-Alarie.
Cuando la elitista Orden de Babel le coacciona para obtener su ayuda en una misión,
le ofrecen a Séverin el único tesoro que jamás podría haber imaginado: su auténtica
herencia.
Para dar con el antiguo artefacto que la Orden busca, Séverin reunirá a una banda de
peculiares expertos. Lo que encuentren podría cambiar el curso de la historia…
Si logran sobrevivir.

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Roshani Chokshi

Los lobos de oro


Los lobos de oro - 1

ePub r1.0
Titivillus 23.08.2021

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Título original: The Gilded Wolves
Roshani Chokshi, 2019
Traducción: Xavier Beltrán Palomino
Diseño de cubierta: James Iacobelli

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Índice de contenido

Cubierta

Los lobos de oro

Portadilla

Introducción

Prólogo

Parte I
1. Séverin
2. Laila
3. Enrique
4. Zofia
5. Séverin

Parte II
6. Enrique
7. Séverin
8. Laila
9. Zofia
10. Laila
11. Enrique
12. Séverin

Parte III
13. Zofia
14. Séverin
15. Enrique
16. Laila
17. Zofia
18. Enrique
19. Séverin

Parte IV
20. Laila
21. Zofia
22. Enrique
23. Séverin

Parte V
24. Zofia

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25. Laila
26. Séverin
27. Enrique
28. Laila
29. Séverin
30. Zofia
31. Enrique
32. Séverin

Parte VI
33. Enrique
34. Zofia
35. Séverin

Parte VII
36. Séverin
37. Laila
38. Séverin
39. Séverin
40. Hypnos

Nota de la autora

Agradecimientos

Acerca de la autora

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Para Aman que me dijo:
«Di algo bonito sobre mi».

Pues no.

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Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo
Si no puedo persuadir a los dioses del cielo,
moveré a los de los infiernos.

VIRGILIO

Tiempo atrás, en Francia hubo cuatro Casas.


Como las demás Casas de la Orden de Babel, las de la sección
francesa juraron salvaguardar la ubicación de su fragmento de Babel,
la fuente de todo el poder forjado.
El forjado era un poder de creación solo comparable al de la obra
de Dios.
Pero una Casa cayó en desgracia, y el linaje de otra murió sin
heredero. Ahora ya no queda más que un secreto.

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PRÓLOGO

La matriarca de la Casa Kore llegaba tarde a cenar. Normalmente, ser puntual le daba
bastante igual. La puntualidad, con su impropio tufillo a impaciencia, era para los
campesinos. Y ni ella era una campesina ni estaba impaciente por vivir el sufrimiento
de ir a comer con el mestizo heredero de la Casa Nyx.
—¿Por que tarda tanto mi carruaje? —gritó en el recibidor.
Si llegaba demasiado tarde, provocaría todo tipo de rumores. Y los rumores eran
aún mucho más molestos e impropios que la puntualidad.
Se sacudió una invisible mota de polvo de su nuevo vestido de seda, diseñado por
los modistos de Raudnitz & Cie, en la Place Vendôme del distrito 1. Varios lirios de
tafetán se balanceaban en el bajo de seda azul. A lo largo del polisón del vestido y en
la larga cola de tul, bajo la luz de la vela se desplegaban campos diminutos de
ranúnculos y hiedras. La obra forjada no tenía costuras. Como debía ser, dado su
altísimo preció.
—Mis más sinceras disculpas, madame. —El chófer asomó la cabeza en el
recibidor—. Enseguida estamos listos.
La matriarca movió la muñeca para despedirlo. Su anillo de Babel, un nudo de
espinas negras atravesado por una luz azulada, brilló. Le habían soldado el anillo al
índice el día que se convirtió en matriarca de la Casa Kore tras vencer con éxito a
otros miembros de su familia y a intrusos de otras Casas para hacerse con el poder.
Sabía que sus descendientes, e incluso algunos miembros de su propia Casa, contaban
los días que faltaban para que muriera y legara el anillo, pero todavía no estaba
preparada. Y hasta que llegara el momento, los secretos de su anillo solamente los
conocerían ella y el patriarca de la Casa Nyx.
Cuando rozó el papel pintado de la pared, un símbolo en el patrón dorado lanzó
un breve destello: un nudo de espinas. La matriarca sonrió. Como todos los objetos
forjados de su hogar, el papel pintado llevaba la marca de su Casa.
Jamás olvidaría la primera vez que dejó la marca de su Casa en un artilugio. El
poder del anillo hizo que se sintiera una diosa con forma humana. Aunque no siempre
sucedía lo mismo. El día anterior había arrancado la marca de Kore de un objeto. No
era lo que deseaba, pero tuvo que hacerlo para la subasta de la Orden de la semana
anterior, y había tradiciones a las que no se podía renunciar.
Como comer con el líder de una Casa.
La matriarca caminó hada la puerta abierta y se quedó quieta en el umbral de
granito. El aire frío de la noche hacía que las flores de seda de su vestido cerraran los
pétalos.
—¿Seguro que los caballos están listos? —le preguntó a la noche.

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Su chófer no respondió. La mujer se arrebujó en el chal y se dirigió al exterior.
Vio el carruaje, los caballos que esperaban, pero no al chófer.
—¿Acaso una plaga de incompetencia ha afectado a todos los que están a mi
servido? —murmuró mientras se iba acercando a los caballos.
Hasta su mensajero, que tan solo debía acudir a la subasta de la Orden para donar
un objeto y marcharse, le había fallado. A su lista de tareas pendiente, él mismo había
añadido una sin dudarlo, emborracharse muchísimo en L’Éden, aquel agujero
chabacano que pretendía ser un hotel.
Al lado del carruaje, la matriarca vio que su chófer estaba tumbado en el suelo
boca abajo. La mujer se tambaleó hacia atrás. A su alrededor, el ruido de los caballo
al golpear con los cascos se detuvo de manera abrupta. El silencio se instaló en el
lugar como una gran daga que rasgara el aire.
«¿Quién anda ahí?», quiso decir, pero las palabras murieron sin llegar a
pronunciarse.
La matriarca retrocedió. Sus tacones no hicieron ruido alguno sobre la grava.
Como si estuviera debajo del agua. Se precipitó hacia la puerta y la abrió de par en
par. La luz de un candelabro la bañó y, durante unos instantes, creyó que había
escapado. Se pisó el vestido con el tacón y tropezó. El suelo no corrió a su encuentro.
Pero un cuchillo sí.
No llegó a ver el arma, solo sintió sus efectos: una presión aguda que le taladraba
los nudillos, el chasquido de los huesos digitales al partirse, una cálida humedad que
se deslizaba por su mano y su muñeca y que manchaba sus carísimas mangas
acampanadas. Alguien que le arrancaba el anillo de los dedos.
La matriarca de la Casa Kore ni siquiera tuvo tiempo de gritar.
Abrió los ojos como platos. Delante de ella revoloteaban muchas polillas de luz
forjadas con alas de cristales de esmeralda.
Un puñado se posó en el techo, como si fueran estrellas adormiladas.
Y entonces vio de reojo una barra gruesa que se abalanzaba sobre su cabeza.

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PARTE I

De los archivos secretos de la Orden de Babel


Los orígenes del Imperio
Maestro Emanuele Orsatti, Casa Orcus
de la sección italiana de la Orden
1878, reinado del monarca Humberto I

E l arte de la forja es tan ancestral como la civilización misma. Según nuestras


traducciones, los imperios antiguos atribuían la fuente de su poder forjado a
una variedad de artilugios míticos. En la India se creía que su fuente de poder
procedía del bol de Brahma, un dios creador. Los persas se lo atribuían a la mítica
taza de Jamshid, etcétera.
Sus creencias, por más que eran brillantes e imaginativas, estaban equivocadas.
El poder forjado proviene de la presencia de fragmentos de Babel. Aunque nadie
puede saber con seguridad el número exacto de fragmentos que hay, este autor cree
que Dios tuvo a bien desperdigar por lo menos seis después de la destrucción de la
Torre de Babel (Génesis 11:4-9). Allá donde cayeron los fragmentos de Babel
aparecieron distintas civilizaciones: los egipcios y africanos cerca del rio Nilo, los
hindúes junto al rio Indo, los orientales en el rio Amarillo, los mesopotámicos entre
el Tigris y el Eufrates, los mayas y los aztecas en Mesoamérica y los incas en la zona
central de los Andes. Naturalmente, allá donde había un fragmento de Babel floreció
el arte de la forja.
La primera vez que se documentó el fragmento de Babel de Occidente fue en el
año 1112. Nuestros correligionarios ancestrales, los caballeros templarios,
trasladaron un fragmento de Babel de Tierra Santa y lo dejaron descansar en nuestra
tierra. Desde entonces, a lo largo de todo el continente, el arte del forjado ha
alcanzado niveles incomparables de maestría. Para los que han sido bendecidos con
una afinidad forjada, se trata de una herencia de divinidad, como cualquier otra
disciplina artística. Puesto que estamos hechos a Su imagen y semejanza, el arte del
forjado también refleja la belleza de Su creación. Forjar no es solo realzar una
creación, sino remodelarla.
Salvaguardar esta habilidad es el deber de la Orden.
Nuestra tarea, sagrada y encomendada, consiste en custodiar la ubicación del
fragmento de Babel de Occidente.

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Que nos arrebataran tal poder sería, me atrevo a afirmar, el fin de la civilización.

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Séverin

Una semana antes…

S éverin le echó un vistazo al reloj: faltaban dos minutos. A su alrededor, los


miembros enmascarados de la Orden de Babel sacaban abanicos blancos y
murmuraban para sí mismos mientras esperaban con impaciencia la última puja de la
subasta.
Séverin echó la cabeza hacia atrás. En las pinturas al fresco del techo, varios
dioses muertos fulminaban a la multitud con la mirada. Procuró no fijarse en las
paredes, pero no lo consiguió. Los símbolos de las dos Casas restantes de la sección
francesa lo acechaban desde todas partes: lunas crecientes de la Casa Nyx y espinas
de la Casa Kore.
Los otros dos símbolos los habían borrado cuidadosamente del diseño.
—Damas y caballeros de la Orden, nuestra subasta de primavera está a punto de
terminar —anunció el subastador—. Les agradezco que hayan querido presenciar este
extraordinario intercambio. Como bien saben, los objetos de la subasta de hoy se han
rescatado de regiones remotas, como el desierto del norte de África o los palacios
resplandecientes de Indochina. Una vez más, queremos dar las gracias y honrar a las
dos Casas de Francia, que han accedido a albergar la subasta de primavera. Casa Nyx,
os honramos. Casa Kore, os honramos.
Séverin levantó las manos, pero se negó a aplaudir. La larga cicatriz que le
recorría la palma brilló bajo la luz del candelabro, un recordatorio de la herencia que
le habían negado.
Séverin, el último del linaje Montagnet-Alarie y heredero de la Casa Vanth,
susurró el nombre de todos modos. «Casa Vanth, os honramos».
Diez años atrás, la Orden había declarado extinto el linaje de la Casa Vanth.
La Orden había mentido.
Mientras el subastador empezaba un extenso discurso sobre los deberes sagrados
y pesados de la Orden, Séverin se tocó la máscara robada. Era un nudo de espinas
metálicas y rosas doradas y heladas, forjado para que el hielo no se derritiera nunca y
las rosas no se marchitaran. La máscara pertenecía al mensajero de la Casa Kore que,
si la dosis que le había administrado Séverin era correcta, en ese momento estaría
babeando en una lujosa suite de su hotel, L’Éden.

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Según la información de la que disponía, el objeto por el que había asistido a la
subasta aparecería en cualquier momento. Sabía qué ocurriría a continuación. Daría
comienzo una subasta tranquila, aunque todo el mundo sospechaba que la Casa Nyx
había amañado la ronda para quedarse con el objeto. Y aunque se lo quedara la Casa
Nyx, aquel artilugio se iría con Séverin.
Las comisuras de sus labios se alzaron para formar una sonrisa cuando levantó los
dedos. De pronto, un cristal del candelabro de champán que flotaba encima de él se
partió y voló hasta su mano. Séverin se llevó la copa a los labios, pero no dio ni un
sorbo, sino que por encima del borde de cristal volvió a fijarse en la distribución y las
salidas del salón. La salida este estaba señalada con varios pisos de macarons
perlados con forma de cisne gigantesco Justo allí, el joven heredero de la Casa Nyx,
Hypnos, vaciaba una copa de champán y con un gesto se hacia con otra. Séverin no
había hablado con Hypnos desde que eran pequeños. De niños, fueron una mezcla de
compañeros de juegos y rivales, los dos criados casi del mismo modo, los dos
preparados para heredar los anillos de sus padres.
Pero hacía siglos de aquello.
Séverin se obligó a dejar de mirar a Hypnos y se concentró en las columnas de
lapislázuli que escoltaban la salida sur. En la oeste, cuatro esfinges autoritarias se
alzaban inmóviles con sus trajes y máscaras de cocodrilo.
Eran la razón por la que nadie era capaz de robar nada a la Orden. La máscara de
una esfinge podía olisquear y seguir el rastro de un objeto que hubiera sido marcado
por el anillo del patriarca o la matriarca de una Casa.
Pero Séverin sabía que todos los artilugios llegaban limpios a la subasta y
solamente eran marcados por una Casa al término de la subasta, cuando los
reclamaban. De ahí que solo hubiera unos preciosos instantes entre el momento de la
venta y el de la reclamación durante los cuales era posible robar un objeto. Y nadie,
ni siquiera una esfinge, podría saber dónde había ido.
Sin embargo, un objeto vulnerable sin marcar tampoco estaba libre de
protecciones.
Séverin miró hacia el rincón norte, que tenía en diagonal justo delante, en
dirección a la sala de almacenamiento, el lugar en el que los objetos sin marcar
esperaban a sus nuevos dueños. Junto a la entrada estaba apostado un colosal león de
cuarzo. Su cola cristalina golpeaba lentamente el suelo de mármol.
De pronto sonó un gong. Séverin miró hada el podio desde el que un tipo de piel
clara había subido al escenario.
—Nuestro último objeto es el que más nos llena de placer exhibir. Salvada en
1860 del Palacio de Verano de China, esta brújula fue forjada en algún momento
durante la dinastía Han. Sus habilidades incluyen viajar por las estrellas y detectar
cualquier mentira —dijo el subastador—. Mide 12Χ12 centímetros y pesa 1,2
kilogramos.

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Por encima de la cabeza del subastador brilló un holograma de la brújula. Parecía
un trozo de metal rectangular, con una hendidura circular en el centro. El metal estaba
adornado por todos lados con caracteres chinos.
La lista de las habilidades de la brújula era impresionante, pero lo que a Séverin
le interesaba no era la brújula en sí. Era el mapa del tesoro que estaba escondido en
su interior. De reojo, vio que Hypnos daba palmadas de emoción.
—La puja empieza en quinientos mil francos.
Un hombre de la sección italiana levantó el abanico.
—Quinientos mil para monsieur Monserro. ¿Alguien da…?
Hypnos levantó la mano.
—Seiscientos mil —dijo el subastador—. Seiscientos mil a la una, seiscientos mil
a las dos…
Los miembros empezaban a hablar entre ellos. De nada iba a servir intentar ganar
una apuesta amañada.
—¡Vendido! —exclamó el subastador con forzada alegría—. Para la Casa Nyx
por seiscientos mil francos. Patriarca Hypnos, al término de la subasta, enviad por
favor al mensajero de su Casa y al sirviente escogido a la sala de almacenamiento pan
llevar a cabo los ocho minutos de estimación habituales. El objeto se encontrará en el
recipiente especificado, en el cual podréis marcarlo con vuestro anillo.
Séverin esperó unos instantes antes de excusarse de los demás. Caminó
rápidamente junto a las paredes de la sala hasta llegar al león de cuarzo. Detrás del
animal se abría una sala sombría revestida con pilares de mármol. Los ojos del león
de cuarzo se desplazaron hacia él con indiferencia, y Séverin reprimió el deseo de
tocarse la máscara robada. Disfrazado como mensajero de la Casa Kore, se le
permitía entrar en la sala de almacenamiento y tocar un solo objeto durante
exactamente ocho minutos. Esperaba que la máscara robada bastara para dejar atrás al
león, pero si el animal le pedía ver su moneda de registro para verificarla —una
moneda forjada con la ubicación de todos los objetos que estaban en posesión de la
Casa Kore—, estaría acabado. No había logrado encontrar la maldita moneda en los
ropajes del mensajero.
Séverin hizo una reverencia frente al león de cuarzo y acto seguido se quedó
quieto. El león no hizo nada. La mirada imperturbable del animal le quemaba el
rostro a medida que pasaban los segundos. Le empezó a costar llevar aire a sus
pulmones. Cuánto detestaba ansiar de aquella forma ese artilugio. Había tanto deseo
en su cuerpo que tenía serias dudas de que hubiera espacio para la sangre.
Séverin no levantó la vista del suelo hasta que oyó el crujido de piedras en
movimiento. Contuvo la respiración. En cuanto apareció la puerta de la sala de
almacenamiento, le empezaron a latir las sienes. Sin el permiso del león, la puerta
forjada habría seguido siendo invisible.
En las paredes de la sala de almacenamiento se asomaban estatuas de mármol de
dioses y criaturas mitológicas desde sus nichos de descanso. Séverin caminó

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directamente hacia la figura del minotauro gruñidor con cabeza de toro. Levantó su
daga de bolsillo hasta las anchas fosas nasales de la estatua. Un aliento cálido empañó
el arma forjada. Séverin movió la punta de la daga en línea recta hacia abajo,
recorriendo así la cara y el cuerpo de la estatua, que se abrió en canal. El mármol
siseó y soltó humo cuando su historiador se tambaleó hacia fuera y cayó encima de
él. Enrique soltó un jadeo y se sacudió.
—¿Me has escondido en un minotauro? ¿Por qué no me ha ocultado Tristan en un
hermoso dios griego?
—Su afinidad es con los materiales líquidos. La piedra le resulta complicada —
dijo Séverin mientras se guardaba la daga en el bolsillo—. Te tocaba o el minotauro o
una vasija etrusca decorada con testículos de toro.
—Madre mía. —Enrique se estremeció—. ¿Quién se queda mirando una vasija
cubierta de testículos de toro y dice: «Tú. Tú tienes que ser mía»?
—Los aburridos, los ricos y los enigmáticos.
—Todo lo que aspiro a ser en la vida —suspiró Enrique.
Los dos se giraron hacia el círculo de tesoros, muchos de ellos antiguas reliquias
forjadas, robadas de templos y palacios. Estatuas, joyas, instrumentos de medición y
telescopios.
En el rincón de la sala, un oso de ónix que representaba a la Casa Nyx los
fulminaba con la mirada, con las fauces bien abiertas. A su lado, un águila esmeralda
que representaba a la Casa Kore batía las alas. Los animales que representaban al
resto de secciones de la Orden de todo el mundo estaban quietos y atentos, incluidos
un oso marrón tallado en ópalo de fuego de Rusia, un lobo esculpido en berilo de
Italia y hasta un águila de obsidiana del Imperio alemán.
Enrique rebuscó entre su disfraz de sirviente de la Orden y sacó una pieza
rectangular de metal, idéntica a la brújula que había ganado la Casa Nyx.
Séverin cogió el falso artilugio.
—Cuando quieras me das las gracias —le espetó Enrique—. He tardado siglos en
investigarlo y crearlo.
—Habrías tardado mucho menos si no hubieras contrariado a Zofia.
—Es inevitable. Si respiro, tu ingeniera se prepara para lanzar barcos de guerra.
—Pues no respires.
—Mira qué fácil —dijo Enrique mientras ponía los ojos en blanco—. Es lo que
hago siempre que obtenemos una nueva pieza.
Séverin se rio. Obtener objetos era lo que él llamaba su afición particular.
Sonaba… aristocrático. Ético, incluso. Debía darle las gracias a la Orden por su
hábito de obtención. Después de que lo negaran como heredero de la Casa Vanth, lo
expulsaron de todas las casas de subastas, por lo que legalmente no iba a poder
adquirir antigüedades forjadas. Si eso no hubiera sucedido, tal vez no habría sentido
tanta curiosidad por saber qué objetos querían mantener alejados de él. Resultó que
algunos eran posesiones de su familia. En cuanto el linaje de los Montagnet-Alarie se

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declaró extinto, todas las posesiones de la Casa Vanth fueron vendidas. Los meses
siguientes a cuando Séverin cumplió dieciséis años y le arrebataron la legitimidad,
había recuperado todos y cada uno de ellos. Tiempo después, ofreció sus servicios a
museos internacionales y a concejos coloniales, a cualquier organización que quisiera
recobrar lo que la Orden había robado primero.
Si los rumores sobre la brújula eran ciertos, quizá le permitiera chantajear a la
Orden, y así podría obtener lo único que todavía quería: su Casa.
—Ya lo vuelves a hacer —dijo Enrique.
—¿El qué?
—Estar con la mirada perdida y un aspecto de lo más perverso. ¿Qué escondes,
Séverin?
—Nada.
—Tú y tus secretos.
—Los secretos mantienen mi pelo brillante —dijo Séverin, y se pasó una mano
por los rizos—. ¿Vamos?
—Escaneemos la sala —asintió Enrique.
Lanzó una esfera forjada, que se quedó flotando en el aire. El objeto empezó a
despedir luz, que bajó por las paredes y cubrió los objetos para escanearlos.
—No hay dispositivos de grabación.
A un asentimiento de Séverin, los dos se colocaron delante del oso de ónix de la
Casa Nyx. Estaba encima de una tarima, con la boca lo bastante abierta para que se
viera la caja de terciopelo rojo que contenía la brújula china y que era como una
manzana brillante. En cuanto Séverin tocara la caja, tendría menos de ocho minutos
para devolverla. Si no —les echó un vistazo a los dientes brillantes de la bestia—, el
animal se la quitaría a la fuerza.
Séverin cogió la caja roja. Al mismo tiempo, Enrique sacó un par de balanzas.
Primero pesaron la caja con la brújula original y, después, apuntaron el número antes
de prepararse a dar el cambiazo con la falsificación.
—Por muy poco. Pero tendrá que servir. La diferencia es a duras penas
perceptible con las balanzas.
Séverin apretó los dientes. No importaba que fuera a duras penas perceptible con
las balanzas. Lo que importaba era que la diferencia fuera perceptible para el oso de
ónix. Pero había llegado demasiado lejos para volver atrás.
Séverin colocó la caja en la boca del oso y la empujó hasta introducir toda la
muñeca. Los dientes de ónix le rasguñaron el brazo. La garganta de la estatua estaba
fría y seca, y totalmente inmóvil. Le tembló la mano.
—¿Estás respirando? —le susurró Enrique—. Yo no.
—¿Y cómo me ayuda a mí eso? —gruñó Séverin.
Ahora había metido ya hasta el codo. El oso seguía rígido. No había ni
parpadeado.
«¿Por que no acepta la caja?».

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Un chirrido rompió el silencio. Séverin aparto la mano. Demasiado tarde. Los
dientes del oso se alargaron en un abrir y cerrar de ojos, formando así unos barrotes
estrechos. Enrique lanzó una mirada a la mano atrapada de Séverin, palideció y
pronunció una sola palabra:
—Mierda.

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Laila

L aila se deslizó dentro de la habitación de hotel del mensajero de la Casa Kore.


Su vestido, un abandonado uniforme de limpiadora que había cogido del
almacén, se enganchó con el marco de la puerta. Laila gruñó y tiró de él, y una
costura se descosió.
—Estupendo —murmuró.
Se giró para observar la habitación.
Como todas las suites de L’Éden, la del mensajero estaba fastuosamente
amueblada y diseñada. Lo único que parecía fuera de lugar era el mensajero, que
estaba en el suelo, inconsciente, junto a un charco de su propia saliva. Laila frunció el
ceño.
—Pobrecito, ya te podrían haber dejado al menos en la cama —dijo mientras le
daba un golpe con el pie para que quedara boca arriba.
Durante los diez minutos siguientes, Laila se puso a redecorar. Se sacó irnos
pendientes de mujer de los bolsillos de su vestido de limpiadora y los tiró al suelo,
colocó un par de medias rotas encima de una lámpara, revolvió la cama y vertió
champán sobre las sábanas. En cuanto hubo terminado, se arrodilló junto al
mensajero.
—Un regalito de despedida —le dijo—. O de disculpas. Interprétalo como
quieras.
Saco una tarjeta de visita oficial del cabaret. Acto seguido, levantó el pulgar del
hombre y lo apretó contra el cartoncito. El papel brilló con intensidad y florecieron
las palabras escritas en él. Las tarjetas de visita del Palais des Rêves estaban forjadas
para reconocer la huella de un cliente. Solo el mensajero podía leer su contenido, y
solo al tocarlo. Laila acercó la tarjeta al bolsillo delantero de la chaqueta del
mensajero y leyó el mensaje antes de que se fundiera en el papel de color beige:

Palais des Rêves


Boulevard de Clichy, 90
Diles que te envía L’Énigme…

Ser invitado a una fiesta era un triste consuelo por haber pasado un tiempo
inconsciente, pero en ese caso era diferente. El Palais des Rêves era el cabaret más
exclusivo de París, y la semana siguiente se iba a celebrar en él una fiesta por el cien
aniversario de la Revolución francesa. Las invitaciones ya se vendían en el mercado

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negro por el precio de diamantes. Pero no era solo el cabaret lo que tenía a la gente
tan emocionada. Dentro de unas cuantas semanas, la ciudad albergaría la Exposición
Universal de 1889, un gigantesco evento mundial que ensalzaría los poderes de
Europa y los inventos que allanarían el camino para el paso al nuevo siglo, lo que
significaba que L’Éden Hotel estaba lleno hasta los topes.
—Dudo que lo vayas a recordar, pero en el Palais no olvides pedir las fresas
bañadas en chocolate —le dijo Laila al mensajero—. Son una auténtica delicia.
Laila le echó un vistazo al reloj de pie: las ocho y media. Séverin y Enrique aún
tardarían por lo menos una hora en volver, pero no podía dejar de contar los minutos.
La esperanza le provocaba dolor en las costillas. Llevaba dos años esperando
descubrir algo en su búsqueda del antiguo libro, y el mapa del tesoro bien podría ser
la respuesta a sus oraciones. «Seguro que están bien», se dijo a sí misma. La situación
no era en absoluto nueva para ellos. Cuando Laila empezó a trabajar con Séverin, él
intentaba recuperar las posesiones de su familia. A cambio, la ayudó a buscar el
antiguo libro. La obra no tenía título, que ella supiera… la única pista de la que
disponía era que pertenecía a la Orden de Babel.
Ir a por un mapa del tesoro que estaba escondido dentro de una brújula era una
aventura un tanto aburrida comparada con otros encargos. Laila todavía recordaba
perfectamente la vez que terminó colgada del volcán activo de la isla de Nísiros para
dar con una antigua diadema. Pero esa adquisición era diferente. Si la investigación
de Enrique y los informes del servido de inteligencia de Séverin eran correctos, esa
brújula diminuta podría cambiar el destino de sus vidas. O, en el caso de Laila, dejar
que siguiera viviendo.
Distraída, Laila se alisó el uniforme con las manos.
Grave error.
Cuando estaba tan abstraída como ahora, no debía tocar nada. Aquel breve
momento con la guardia baja había permitido que los recuerdos del vestido entraran a
cuchillo en su mente: pétalos de crisantemo adheridos al dobladillo mojado, brocado
estirado sobre la banqueta del carruaje, manos enlazadas en pleno rezo y después…
Sangre.
Laila se dobló de dolor y retiró la mano. Pero ya era demasiado tarde. Los
recuerdos del vestido se adentraron en su cabeza y se aterraron a ella. Laila cerró los
ojos con tuerza y se pellizcó la piel lo mas fuerte posible. El dolor agudo se
materializó como una llama roja en su mente y su conciencia se abrazó al dolor como
si así fuera a abandonar la oscuridad en la que se había sumido. Cuando los recuerdos
desaparecieron, Laila abrió los ojos. Se bajó la manga con manos temblorosas.
Durante unos instantes, Laila se sentó en el suelo, con los brazos alrededor de las
rodillas. Séverin le había dicho que su habilidad era «inestimable» antes incluso de
que ella le contara por qué era capaz de leer los objetos que la rodeaban. Al oírlo, se
quedó tan pasmado, o quizá tan horrorizado, que no dijo nada. De todo el grupo,

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Séverin era el único que sabía que, al tocar un objeto, Laila visualizaba la historia
secreta del mismo. Inestimable o no, no era una habilidad… normal.
Ella no era normal.
Laila se levantó del suelo y salió de la habitación, con las manos aún temblorosas.
En las escaleras de servicio, Laila se quitó el vestido de limpiadora y se puso su
raído uniforme de cocinera. La segunda cocina del hotel se dedicaba exclusivamente
a la repostería, y durante las noches era toda suya. No debía actuar en el escenario del
Palais des Rêves hasta la semana siguiente, por lo que disponía de mucho tiempo
libre para llevar a cabo su segundo trabajo.
En el estrecho recibidor, los camareros de L’Éden pasaron por su lado a toda
prisa. Llevaban ostras frías dentro de media concha, huevos de codorniz que flotaban
en una sopa de tuétano, un coq au vin humeante que dejó en el recibidor un aroma a
vino tinto y a ajo confitado. Sin su máscara ni su tocado característicos, ninguno la
reconoció como L’Énigme, la estrella del cabaret. En el hotel era tan solo una persona
más una trabajadora más.
Sola en la cocina de repostería, Laila echó un vistazo a la encimera de mármol
cubierta de balanzas, pinceles, perlas comestibles en un plato de cristal y una torre de
croquembouche de casi dos metros de altura hecha esa misma tarde. Se había
levantado al alba para preparar bolas de pasta choux y rellenarlas de crema pastelera,
y después se aseguró de que todas las esferas tenían un dorado perfecto antes de
bañarlas con caramelo y colocarlas en forma de pirámide. Lo único que faltaba era la
decoración.
L’Éden había ganado todo tipo de premios por la calidad de su comida —Séverin
no se conformaba con menos—, pero eran los postres los que iluminaban los sueños
de los huéspedes. Las recetas de Laila, incluso sin poder forjado, casi eran magia
comestible. Sus pasteles adoptaban la forma de bailarinas con los brazos extendidos,
con el pelo hecho de hilos de azúcar y oro y la piel pálida de crema y cubierta de
polvo dulce de perla.
Los comensales decían que sus creaciones eran «divinas». Cuando entraba en la
cocina, Laila se sentía una deidad que inspeccionaba las capas de un universo aún por
construirse. Allí respiraba con más facilidad. El azúcar, la harina y la sal no tenían
memoria. Allí su tacto era solo eso, y cuando tocaba, lo hacía sin consecuencias.
Simplemente una distancia reducida, una acción llevada a su fin.
Una hora más tarde, estaba dando los últimos retoques a un pastel cuando la
puerta se abrió de par en par. Laila suspiró, pero no levantó la vista. Ya sabía quién
era.
Seis meses después de que Laila empezara a trabajar para Séverin, Enrique y ella
estaban jugando a las cartas en el observatorio cuando Séverin se presentó con una
niña polaca sucia y desnutrida y con los ojos más azules que el corazón de una vela.
Séverin la dejó sentada en el sofá, la presentó como su ingeniera y nada más. Laila
solo descubrió más cosas sobre ella al cabo del tiempo. Arrestada por provocar un

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incendio y expulsada de la universidad, Zofia poseía una rarísima afinidad forjada
con todos los metales y una mente rapidísima para los números.
Cuando llegó por primera vez a L’Éden, Zofia solamente hablaba con Séverin, y
siempre que se le acercaban otras personas, se volvía muy reservada. Un día, Laila
vio que cuando preparaba dulces para las reuniones, Zofia tan solo comía las galletas
blanquecinas y dejaba sin tocar los demás postres coloridos. Así pues, la mañana
siguiente, Laila dejó un plato de galletas junto a la puerta de Zofia. Lo repitió durante
tres semanas, hasta que un día estaba tan ocupada en las cocinas que se olvidó. En
cuanto abrió la puerta para airear la sala, se encontró a Zofia, que sujetaba un plato
vacío y la miraba con expectación. Había pasado un año de aquello.
Ahora, sin decir ni una palabra, Zofia cogió un cuenco limpio, lo llenó de agua y
se lo bebió en un santiamén. Se pasó el brazo por la boca. A continuación, fue a por
un bol de glaseado. Laila le dio un golpe suave en la mano con un rodillo de amasar.
Zofia la fulminó con la mirada, aunque de todos modos metió un dedo manchado de
tinta en el bol. Al cabo de unos segundos, y sin prestar demasiada atención, comenzó
a apilar los vasos medidores por tamaño. Laila esperó, paciente. Con Zofia, las
conversaciones no empezaban, sino que surgían al azar y continuaban hasta que la
chica se aburría.
—He dejado unas cuantas llamas en la habitación del mensajero de la Casa Kore.
—¿Cómo? —Laila soltó el pincel—. ¡Debías despertarlo sin estar presente en la
habitación!
—¿Ah, sí? Las he dejado al salir. Son diminutas. —En cuanto vio los ojos como
platos de Laila, Zofia cambió de tema bruscamente—. No me gusta la musculatura de
los cocodrilos. Séverin quiere una imitación de las máscaras de las esfinges…
—¿Podemos volver al fuego que…?
—La máscara no refleja las expresiones faciales humanas. Necesito hacer que
funcione. Ah, y también necesito una nueva mesa de dibujo.
—¿Qué le ha pasado a la que tenías?
Zofia echó un vistazo al bol de glaseado y se encogió de hombros.
—La has roto —dijo Laila.
—Le cayó encima mi codo.
Laila sacudió la cabeza y le lanzó a Zofia un trapo limpio. La chica se lo quedó
mirando, confusa.
—¿Para qué quiero un trapo?
—Porque tienes pólvora en la cara.
—¿Y qué?
—Que es un tanto sospechoso, querida. Limpiate.
Zofia se pasó el trapo por la cara. Por lo visto, la muchacha siempre surgía de
cenizas o llamas, y por eso en L’Éden se había ganado el apodo de «fénix». A Zofia
no le importaba demasiado, aunque el pájaro no existiera. Mientras se limpiaba la

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cara, los extremos de la tela se engancharon con su curioso colgante, unas cuantas
puntas de navaja ensartadas.
—¿Cuándo van a volver? —preguntó.
Laila sintió una aguda punzada.
—Enrique y Séverin deberían estar aquí sobre las nueve.
—Tengo que coger mis cartas.
—¿A estas horas? —Laila arrugó el ceño—. Ya es de noche, Zofia.
—Lo sé.
Zofia se tocó el colgante y lanzó el trapo. Laila lo pilló al vuelo y lo tiró al
fregadero. Al darse media vuelta, vio que Zofia había cogido la cuchara del glaseado.
—Perdona, fénix, pero ¡la necesito! Zofia se metió la cuchara en la boca.
—¡Zofia!
La ingeniera sonrió. A continuación, abrió la puerta y echó a correr, con la
cuchara todavía en la boca.

NADA MÁS TERMINAR el postre, Laila recogió la cocina y salió. Oficialmente no


era la chef de pastelería, y tampoco deseaba serlo; lo que la atraía de su afición
profesional era que lo hacía solo por placer. Si no le apetecía hacer algo, no lo hacía.
Cuanto más se adentraba en el recibidor de servicio principal, más sonidos de
L’Éden llegaban hasta ella: risas que rebotaban entre el murmullo cristalino de los
candelabros de ámbar y de copas de champán, el zumbido de las polillas forjadas y de
sus alas de vidrio al emitir luces de colores en pleno vuelo. Laila se detuvo delante
del Gabinete de Mercurio, el servicio de mensajería del hotel. En el interior vio varias
cajitas de metal con los nombres de los trabajadores del hotel. Laila abrió su caja con
la llave de empleada, sin la esperanza de encontrar nada, cuando sus dedos rozaron
algo que parecía seda fría. Era un solitario pétalo negro clavado en una nota con una
sola palabra:
Envidia.
Incluso sin la flor, Laila habría reconocido en cualquier lugar esa letra apretada e
inclinada: Tristan. Tuvo que contenerse para no sonreír. Al fin y al cabo, seguía
enfadada con él.
Pero su enfado no le impediría aceptar un regalo.
Sobre todo uno que él había forjado.
Forjado. Era una palabra que todavía saboreaba con extrañeza, aunque llevaba
dos años viviendo en París. Los imperios y reinos de Occidente decían que las
habilidades de Tristan y Zofia estaban «forjadas», pero sus destrezas tenían otros
nombres en otros idiomas. En la India, se llamaban chhota saans, un «aliento
pequeño», porque mientras solo los dioses insuflaban vida a una creación, su arte era
un pequeño sorbo de poder divino. Aun así, tuvieran el nombre que tuvieran, las
normas que acompañaban a las afinidades eran las mismas.

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Había dos tipos de afinidades forjadas: mentales o materiales. Alguien con una
afinidad material podía influir en uno de los tres estados: líquido, sólido o gas. Tanto
Tristan como Zofia tenían afinidades materiales; la afinidad forjada de Zofia se
relacionaba con los sólidos, básicamente metales y cristales, mientras que Tristan
tenía afinidad con los líquidos. Para ser más precisos, con el líquido presente en las
plantas.
Todo el poder forjado se regía por tres condiciones: la fuerza de voluntad del
artesano, la nitidez del objetivo artístico y los límites de las propiedades elementales
de los medios elegidos. Es decir, que alguien con una afinidad forjada con los sólidos
y con especialidad en piedra no llegaría a ningún lado sin entender las fórmulas
químicas y las propiedades de la piedra que deseara manipular.
Como norma general, la afinidad se manifestaba en los jóvenes como muy tarde a
los trece años. Si esa persona quería perfeccionar su habilidad, podía proseguir sus
estudios. En Europa, la mayoría de artesanos forjados estudiaban durante años en
instituciones de renombre, o bien superaban larguísimas formaciones. Ni Zofia ni
Tristan, sin embargo, habían ido por ese camino. Zofia, porque la habían expulsado
antes de tener la oportunidad; y Tristan… bueno, en realidad él no lo necesitaba. Su
destreza paisajística parecía el delirio de un espíritu de la naturaleza. Era
desconcertante y fascinante, y París no se cansaba de el. Con solo dieciséis años, la
lista de espera para contratarlo era ya interminable.
Tiempo atrás, a Laila le extrañó que Tristan siguiera en L’Éden. Tal vez fuera por
lealtad hacia Séverin. O porque L’Éden le permitía quedarse con sus extrañas arañas.
Pero cuando Laila entró en los jardines, supo el porqué. El perfume de las flores le
inundó los pulmones. El jardín se volvió escarpado y salvaje cuando cayó la noche. Y
entonces lo comprendió todo. Los otros clientes de Tristan imponían demasiadas
normas, como la Casa Kore, que le había encargado unas podas ornamentales muy
extravagantes para una celebración. L’Éden era diferente. Tristan quería a Séverin
como si fueran hermanos, pero seguía en L’Éden porque solamente allí podía levantar
maravillas con su mente, libre de peticiones y exigencias. Al entrar en los jardines de
L’Éden, Laila entraba en la imaginación de Tristan. A pesar de su nombre, los
jardines no eran paraíso alguno, sino más bien un laberinto de pecados. Siete, para ser
exactos.
El primer jardín era la lujuria. Allí, las bocas vacías de las estatuas vertían flores
rojas. En un rincón, Cleopatra tosía amarilis granates y anémonas con vetas rosas; en
otro, Helena de Troya susurraba zinnias y amapolas. Laila se desplazó deprisa por el
laberinto. Dejó atrás la gula, donde un cielo de flores brillantes que olían a ambrosía
se cerraba con fuerza en cuanto alguien alargaba la mano para coger una. Dejó atrás
la avaricia, donde las pocas plantas que había estaban bañadas en oro. Después llegó
a la pereza, con arbustos que se movían lentamente; a la ira, con sus flores ardientes;
al orgullo, con colosales podas móviles de ciervos verdes con cuernos floridos y de

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leones majestuosos con melenas de jazmín; hasta que por fin entró en la envidia. Allí
había una proliferación de verdor, el tono mismo del pecado.
Laila se detuvo frente a la puerta Tezcat, situada al lado de la entrada. Para
cualquiera que no conociera sus secretos, la puerta parecía un espejo normal y
corriente, pero con un marco precioso con aspecto de hojas de hiedra doradas. Las
puerta Tezcat no se distinguían de los espejos corrientes sin llevar a cabo —en
opinión de Zofia— un complicado experimento con fuego y fósforo. Por suerte para
Laila, no iba a tener que pasar por eso. Para cruzar el umbral, no tenía más que abrirla
con la cuarta hoja dorada del lado izquierdo del marco. Un pomo oculto. Su reflejo se
extendió sobre la superficie cuando el plateado del espejo de la puerta Tezcat se
volvió transparente.
En el interior se encontraba el lugar de trabajo de Tristan. Laila percibió el olor a
tierra y raíces. A lo largo de las paredes había pequeños terrarios, paisajes en
miniatura. Tristan los creaba casi de manera obsesiva. Cuando un día se lo preguntó,
Tristan le respondió que era porque deseaba que el mundo fuera más sencillo. Lo
bastante pequeño y manejable para caber en el hueco de la palma de una mano.
—¡Laila!
Tristan caminó hacia ella con una radiante sonrisa en su rostro redondo. Tenía la
ropa manchada de tierra y no había ni rastro de su gigantesca mascota arácnida (para
alivio de Laila).
Pero no le devolvió la sonrisa. En lugar de eso, arqueó una ceja. Tristan se limpió
las manos con la bata.
—Vaya… ¿Sigues enfadada? —le preguntó.
—Sí.
—Si te doy un regalo, ¿dejarás de estarlo?
—Depende del regalo. —Laila levantó la barbilla—. Pero antes de nada, dilo.
Tristan se removió.
—Lo siento.
—¿Qué sientes?
—Haber dejado a Goliat en tu tocador.
—¿Dónde tiene que estar Goliat? Y, para el caso, ¿dónde tienen que estar tus
insectos y demás?
—¿No en tu habitación? —Tristan la miraba con los ojos bien abiertos.
—Me sirve.
Tristan se giró hacia la mesa de trabajo que tenia al lado, donde un terrario de
cristal esmerilado ocupaba la mitad del espacio. Al levantar la tapa, quedó al
descubierto una solitaria flor púrpura. Los pétalos delicados parecían fragmentos de
cielo nocturno, un morado intenso y sediento de la luz de las estrellas. Laila recorrió
los extremos con suavidad. Los pétalos eran casi del mismo color que los ojos de
Séverin. Esa ocurrencia le hizo apartar la mano.

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—¡Voilà! Contempla tu regalo, forjado con un poquito de la seda que cogí de uno
de tus vestidos… —Al ver la mirada exaltada de ella, añadió—: ¡Uno de los que ibas
a tirar, te lo prometo!
Laila se relajó un poco.
—En fin… ¿Me perdonas?
Tristan ya sabía que sí, pero Laila decidió alargarlo algo más de lo necesario. Dio
golpecitos en el suelo con el pie, esperando el momento y viendo sufrir a Tristan.
—Vale.
Tristan soltó un grito de alegría y Laila no pudo sino sonreír. Con esos ojos
enormes y grises, Tristan era capaz de salirse siempre con la suya.
—¡Ah! Se me ha ocurrido un nuevo artilugio. Quería enseñárselo a Séverin.
¿Dónde está? —En cuanto vio la expresión de Laila, su sonrisa desapareció—.
¿Todavía no han vuelto?
—Todavía no —recalcó Laila—. No te preocupes. Ya sabes que estas cosas llevan
su tiempo. ¿Por qué no vienes dentro? Te prepararé algo de comer.
—A lo mejor luego. —Tristan meneó la cabeza—. Tengo que echarle un vistazo a
Goliat. Creo que no está bien.
Laila no le preguntó cómo sabía él el estado emocional de una tarántula. Cogió el
regalo y se encaminó de vuelta al hotel. A medida que recorría el jardín, la inquietud
empañó sus pensamientos. Justo encima de las escaleras, el reloj de pie marcaba las
diez. A Laila, la hora de retraso le roía los huesos. Ya tendrían que haber vuelto.
Algo iba mal.

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3

Enrique

E nrique puso mala cara mientras separaba las fauces del oso.
—¿Recuerdas cuando me dijiste: «Será divertido»?
—¿Tiene que ser ahora? —masculló Séverin con los dientes apretados.
—Supongo que no.
El tono de Enrique era suave, aunque todas las partes del cuerpo de Séverin
pesaban mucho. El oso de ónix aferraba la muñeca de Séverin con los dientes. Cada
segundo que pasaba, la presión se incrementaba. La sangre empezó a empaparle el
brazo. En breve, la presión de la boca de la criatura no se limitaría a atrapar su
muñeca.
Se la partiría en dos.
Por lo menos el águila esmeralda de la Casa Kore no se había involucrado. Esa
curiosa bestia de piedra era capaz de detectar actividad —sospechosa— y renacer
incluso cuando lo que estaba en cuestión no era su propio objeto. Enrique estuvo a
punto de murmurar una oración de agradecimiento, pero entonces oyó un ligero
graznido. Una ráfaga de viento procedente de un inconfundible batir de alas le llegó a
la cara.
Pues nada.
—¿Ha sido el águila? —le preguntó Séverin con una mueca de dolor.
No se podía mover para girarse.
—No, para nada —le dijo Enrique.
Delante de él, el águila inclinó la cabeza a un lado. Enrique tiró con más fuerza de
la muñeca atrapada de Séverin. Este gruñó.
—Olvídalo —gimió—. Estoy atrapado. Tenemos que lograr que se duerma.
Enrique estuvo de acuerdo, pero ahora la pregunta era cómo hacerlo. Puesto que
las criaturas forjadas eran demasiado peligrosas para quedar libres, todos los
artesanos estaban obligados por ley a añadirles una seguridad conocida como somno,
que las dormía. Pero aunque Enrique lo encontrara, tal vez el somno estuviera muy
encriptado. Y lo que era peor: si soltaba las fauces del animal, el oso le partiría la
muñeca a Séverin mucho más rápido. Y si no salían de allí pasados los ocho minutos
establecidos, las criaturas forjadas serían la última de sus preocupaciones.
—Tómate tu tiempo, por supuesto. Me encanta la perspectiva de una muerte lenta
y dolorosa.
Enrique lo soltó. Procuró calmarse y rodeó al oso de ónix, ignorando el inmediato
salto que iba a dar el águila esmeralda. Recorrió con las manos el cuerpo del oso, los

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cuartos traseros de color negro y los pies peludos. Nada.
—Enrique —susurró Séverin.
A Séverin le fallaban las piernas. De las fauces de la criatura salían regueros de
sangre. Enrique maldijo entre dientes y cerró los ojos. Verlo no lo ayudaría en nada.
Con tan poca luz en la sala, iba a tener que fiarse del tacto. Paso los dedos por las
patas y la barriga del oso y entonces notó algo cerca de los tobillos: unas hendiduras
en la piedra, regularmente espaciadas y apiñadas como si fuera una escritura. Las
letras y palabras volvieron a la vida al tocarlas él.

Fiduciani in domum

—Confía en la Casa —tradujo Enrique. Soltó un nuevo suspiro y barajó todas las
posibilidades que se le ocurrieron—. Tengo… tengo una idea.
—Ilumíname —consiguió decir Séverin.
El oso levantó una de sus robustas patas de azabache y proyectó una sombra
sobre el rostro de Séverin.
—Tienes que… ¡Tienes que confiar en él! —le gritó Enrique—. ¡No te resistas!
¡Empuja la muñeca más adentro!
Séverin no lo dudó. Se quedó quieto y luego empujó, pero su mano seguía
atrapada. Soltó un gruñido. Se lanzó contra la criatura y sintió un crujido en el
hombro. Cada segundo que pasaba era una daga apretada contra la piel de Enrique. Y
fue entonces cuando el águila levantó el vuelo. Revoloteó por la sala y bajó en picado
con las garras por delante. Enrique se agachó y las zarpas de joyas le rozaron el
cuello. La próxima vez no iba a tener tanta suerte. De nuevo, las garras le arañaron el
cuello. Las zarpas del águila lo alzaron y sus pies abandonaron el suelo. Enrique
cerró los ojos con fuerza.
—Cuidado con el pelo… —empezó a decir.
De repente, había caído al suelo. Abrió los ojos un poco y lo único que vio fue el
techo desnudo. Detrás de él, oyó el ruido de unas garras que se posaban en un podio.
Enrique se incorporó y se apoyó sobre los codos.
El águila volvía a ser una estatua inmóvil.
Séverin jadeó y consiguió ponerse de pie, la muñeca. Acto seguido, se aferró el
brazo y tiró delante. Enrique hizo una mueca al oír el crujido del Hueso volver a su
sitio. Séverin se limpió la sangre en los pantalones y extrajo la brújula forjada de la
boca del oso de ónix, ahora quieto. Se la puso debajo de la chaqueta y se pasó una
mano por el pelo.
—Bueno —dijo al fin—. Por lo menos no ha sido como en la isla de Nísiros.
—¿En serio? —graznó Enrique. Siguió a su amigo hacia la puerta—. «Será como
un sueño», me dijiste. ¡«Sencillo como echarse a dormir»!
—Las pesadillas forman parte de los sueños.

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—¿Es una broma o algo? —quiso saber Enrique—. Supongo que sabes que te has
destrozado la mano.
—Soy consciente de ello.
—Y que casi se te come un oso.
—No era de verdad.
—El desmembramiento habría sido bastante real.
Séverin tan solo esbozó una sonrisa.
—Nos vemos en un rato —dijo, y salió por la puerta. Enrique esperó para que
pasara un tiempo entre Séverin y él. En la oscuridad, presentía la presencia del tesoro
de la Orden como si de los ojos de los muertos se tratara. El odio lo estremeció. No
podía ni mirar a las moles acechantes y rescatadas. Tal vez ayudara a Séverin a robar,
pero el mayor ladrón de todos era la Orden de Babel, ya que robaba mucho más que
objetos… Robaba historias, engullía culturas enteras, traficaba con ilustres
antigüedades sobre enormes barcos y los llevaba hasta tierras indiferentes.
—Tierras indiferentes —murmuró Enrique—. Una buena frase, me la apunto.
La podría utilizar en el próximo articulo que enviara al periódico español
dedicado al nacionalismo filipino. Hasta ese momento no tenia suficientes contactos
como para que alguien creyera que era interesante escuchar lo que pensaba. Su
reciente adquisición lo podría cambiar todo.
Pero primero iba a tener que terminar el trabajo.
Enrique contó treinta segundos. A continuación, se colocó bien el uniforme de
sirviente que había cogido prestado, se puso la máscara y se adentró en el oscuro
recibidor. Entre los pilares de mármol vio el aleteo de abanicos que cortaban el aire.
Justo a tiempo para el encuentro, el diplomático vietnamita Vũ Văn Ðinh acababa
de girar la esquina. Una carta falsificada sobresalía de una de sus mangas. Aunque no
le gustaba nada hacerlo, Tristan era buenísimo imitando la letra de la gente. Y la de la
señora del diplomático no era una excepción.
La semana anterior, Enrique y el diplomático habían compartido un trago en
L’Éden. Mientras el diplomático estaba distraído, Laila había cogido la carta de la
mujer de la chaqueta de Ðinh y, después, Tristan había copiado su caligrafía para
orquestar ese encuentro.
Enrique examinó la ropa de Ðinh. Como tantos otros diplomáticos de países
coloniales, aparentemente se había aliado con la Orden. Tiempo atrás, había habido
versiones de la Orden por todo el mundo, cada una de ellas dedicada a la fuente de
poder forjado del país en cuestión —aunque no todas le daban el nombre de arte
forjado ni atribuían su poder a los fragmentos de Babel—. Sin embargo, esas
versiones ya no existían. Ahora, los tesoros habían viajado a otras tierras, su arte
había cambiado y a los antiguos concejos les dieron dos opciones: aliarse o morir.
Enrique se alisó su falso traje e hizo una reverencia.
—¿Puedo ayudaros en algo, señor?

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Y alargó la mano. Un intenso pánico le roía las entrañas Seguro que Ðinh lo
miraba. Seguro que sabía que era él. Las puntas de sus dedos rozaron las mangas de
Ðinh.
—Por supuesto que no —dijo Ðinh fríamente mientras retiraba el brazo.
No lo miró a los ojos ni una sola vez.
—Entendido, señor.
Le hizo vina nueva reverencia. Mientras Ðinh esperaba un encuentro que jamás
tendría lugar, Enrique se encaminó al rincón de la sala. Se pasó los dedos por la cara
y el cuello. Un suave hormigueo recorrió la piel que acababa de tocar y una fina
película de color flotó sobre su piel y su ropa, en pleno remolino para copiar el
aspecto y la vestimenta del embajador Vũ Văn Ðinh.
Gracias al polvo espejo que tenía en las puntas de los dedos, ahora era idéntico al
diplomático.
En el pasado, el polvo espejo había sido prohibido y confiscado, por lo que la
Orden no se molestaba en preocuparse por que alguien con acceso a él apareciera en
sus reuniones. No habían contado con que Séverin era amigo del oficial de aduanas e
inmigración.
Enrique se movió deprisa entre la multitud. El polvo espejo quizá fuera efectivo,
pero no era duradero.
Bajó las escaleras principales. En la base se alzaba una puerta Tezcat que parecía
remontarse a la época en la que todavía no se había expulsado a la Casa Caída de la
sección francesa de la Orden de Babel, porque en el marco aparecían los símbolos de
las cuatro Casas originales de Francia: la luna creciente de la Casa Nyx, las espinas
de la Casa Kore, la serpiente que se mordía la cola de la Casa Vanth y la estrella de
seis puntas de la Casa Caída. De ellas, tan solo seguían existiendo la Nyx y la Kore.
El linaje de la Casa Vanth fue legalmente declarado extinto.
Y la Casa Caída había… caído. Se creía que sus líderes Habían encontrado el
fragmento de Babel de Occidente e intentaron usarlo para reconstruir la bíblica Torre
de Babel, que tal vez pensaron que eso les ciaría no solo un aliento del poder de
Dios… sino el poder real de Dios. De haber logrado hacerse con el fragmento de
Babel de Occidente, tal vez hubieran destruido la civilización actual. Séverin siempre
decía que no era más que un rumor y pensaba que la Orden había eliminado a la Casa
Caída para quedarse con su poder. Enrique no estaba tan seguro. De las cuatro Casas,
la Caída era la más avanzada. Por ejemplo, las puertas Tezcat forjadas por la Casa
Caída no se limitaban tan solo a camuflar una entrada. Se rumoreaba que eran
capaces de salvar distancias reales. Como si fueran un portal. De todos modos, nadie
sabía lo que había poseído esa Casa. Durante años, la Orden intentó descubrir qué
había ocurrido con su ingente tesoro, pero nadie había conseguido encontrarlo.
Hoy, pensó Enrique, eso podría cambiar.
Detrás de la puerta Tezcat, Enrique vio brillantes pasadizos, un gentío
espléndidamente vestido y el destello de lejanos candelabros. Siempre le

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desconcertaba pensar que, aunque él veía a la gente del otro lado, ellos lo único que
veían era un espejo llano y pulido. Se sentía como un dios exiliado, lleno de una
especie de vacía omnisciencia. Por más que él viera el mundo, el mundo no lo veía a
él.
Enrique cruzó la puerta Tezcat y salió a uno de los opulentos salones del Palais
Garnier, la ópera más famosa de toda Europa.
Un hombre levantó la vista, sorprendido. Se quedó mirando el espejo y después a
Enrique, antes de ponerse a observar su copa de champán.
Alrededor de Enrique, la multitud se paseaba distraída. Nadie tenía ni idea del
salón forjado que la Orden mantenía en secreto. Aunque, en realidad, todo lo que
estaba relacionado con la Orden era un secreto. Incluso las invitaciones que mandaba
solamente se abrían con una gota de sangre del invitado aceptado. Si por accidente la
recibía otra persona, no vería más que un papel en blanco.
Para el público general, la Orden de Babel era solo el cuerpo de búsqueda de
Francia, encargado de preservar la historia. No sabían nada de las subastas, de los
tesoros enterrados bajo tierra. La mitad de la gente ni siquiera creía que el fragmento
de Babel fuera un objeto real, sino más bien una metáfora bíblica disfrazada.
Enrique caminó entre la muchedumbre y tiró de su solapa mientras avanzaba. Su
ropa de sirviente se transformó: los hilos se descosieron y se bordaron a la vez hasta
convertirse en un precioso chaqué. Se miró el reloj, y la pulsera de cuero forjado
mudó en un sombrero de seda que enseguida se colocó sobre la cabeza.
Justo antes de salir al exterior, Enrique dudó delante del busto de piedra verita. El
busto de verita no era una pieza decorativa, sino un dispositivo de seguridad utilizado
para detectar armas ocultas. Una onza de verita valía lo mismo que un kilo de
diamantes, y solo los palacios o los bancos se la podían permitir. Enrique volvió a
comprobar que se había despojado de su cuchillo, y luego cruzó el umbral.
Afuera, la ciudad de París estaba algo húmeda para ser abril. La noche sudaba
estrellas y al otro lado de la calle una calesa negra brillaba débilmente. Enrique entró
y Séverin le regaló una sonrisa burlona.
En cuanto Séverin dio un golpecito al techo de la calesa con los nudillos, los
caballos se adentraron en la noche. Tras meter la mano en el bolsillo de la chaqueta,
Séverin sacó su sempiterna cajita de botones de clavo. Enrique arrugó la nariz. Por sí
mismo, el olor a la especia del clavo era agradable. Un poco a madera y a picante.
Pero tras los dos años que llevaba trabajando para Séverin, el clavo había dejado de
ser un aroma para convertirse más bien en una señal. Era la fragancia del momento en
el que Séverin tomaba una decisión, y esta podía ser fantástica o peligrosa. O ambas
cosas.
—Voilà —dijo Séverin, y le entregó la brújula.
Enrique pasó los dedos por el frío metal y con suavidad recorrió las cavidades
plateadas. Las antiguas brújulas chinas no se parecían nada a las modernas. Eran
cuencos magnéticos, con una hendidura en el centro en la que un dispositivo con

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forma de cuchara se movía adelante y atrás. Una corriente de emoción le recorrió las
venas a Enrique. El objeto tenía miles de años de antigüedad y ahí estaba él,
tocándolo…
—No seduzcas a la brújula —le espetó Séverin.
—Solo la evalúo.
—La estás acariciando.
—Es una auténtica porción de historia que debería ser disfrutada. —Enrique puso
los ojos en blanco.
—Pues invítala primero a comer —dijo Séverin antes de señalar los bordes
metálicos—. ¿Y bien? ¿Es exactamente como pensábamos?
Enrique sopesó la mitad de la brújula con la mano y examinó los contornos. Al
tocarlos, notó una ligera deformidad en el metal. Dio un golpecito a la superficie y
después levantó la mirada.
—Está vacía —dijo sin aliento.
No sabía por qué se sorprendía tanto. Ya sabía que la brújula estaría vacía, pero
aun así las posibilidades de que albergara el mapa zumbaban con fuerza en su mente.
Enrique no sabía adonde llevaba exactamente el mapa; solo sabía que era lo bastante
importante como para que la Orden de Babel lo reclamara de forma un tanto
sospechosa. Apostaría algo a que era el mapa de los tesoros perdidos de la Casa
Caída.
—Rómpela —dijo Séverin.
—¿Cómo dices? —Enrique se apretó el objeto contra el pecho—. ¡La brújula
tiene miles de años! Habrá otra manera de abrirla, con muchísimo cuidado…
Séverin se lanzó hacia delante. Enrique intentó alejar la brújula, pero no fue lo
bastante veloz. Con un rápido movimiento, Séverin agarró ambos lados de la brújula.
Enrique lo oyó antes de verlo.
Un chasquido breve y despiadado.
Algo cayó de la brújula y aterrizó en el suelo de la calesa. Séverin fue el primero
en cogerlo, y el minuto que se pasó estudiándolo bajo la luz, Enrique tuvo la
sensación de que una mano helada le apretaba los pulmones y le arrancaba todo el
aire del cuerpo. El objeto oculto en la brújula ciertamente parecía un mapa. Ahora
solo quedaba responder a una pregunta: ¿adonde llevaba?

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4

Zofia

A Zofia, París le gustaba más de noche.


Durante el día, la ciudad era demasiado. Con tantos ruidos y olores, repleta
de calles sucias y de gente frenética. El anochecer tranquilizaba la ciudad. La volvía
controlable.
Mientras volvía a L’Éden, Zofia se apretaba contra el pecho la última carta de su
hermana. A Hela, París le parecería precioso. Le gustarían los tilos de la rue
Bonaparte, donde había catorce de esos árboles. Encontraría hermosos los castaños de
Indias, de los que había nueve. Los olores no le gustarían tanto, y había demasiados
como para contarlos.
Ahora mismo, París no era bonito. Las boñigas de los caballos deslucían las calles
empedradas. La gente orinaba en las farolas. Y a pesar de todo, en la ciudad había
algo vibrante que hablaba de vida. Nada estaba quieto. Ni siquiera las gárgolas de
piedra que se asomaban en las fachadas de los edificios, como si estuvieran a punto
de echar a volar. Y nada parecía solitario.
Las terrazas contaban con la compañía de las sillas de mimbre y las buganvillas
de un morado intenso abrazaban las paredes de piedra. Ni siquiera el río Sena, que
dividía París como si fuera un reguero de tinta, se veía abandonado. De día, los
barcos lo recorrían. De noche, las luces de las farolas bailaban sobre su superficie.
Zofia echó un vistazo a la nueva carta de Hela y atisbo sus líneas bajo las
brillantes farolas. En cuanto hubo leído una frase, vio que no podía parar. Cada una
de las palabras le devolvía el sonido de la voz de Hela.
«Zofia, ¡dime que vas a ir a la Exposición Universal! Si no vas, me enteraré.
Créeme, hermana querida, seguro que el laboratorio puede prescindir de ti durante un
día. Por una vez, aprende algo fuera del aula. Además, he oído decir que la feria
internacional albergará un diamante maldito, ¡y habrá príncipes de tierras exóticas!
Tal vez puedas traer uno a casa, y así no tendré que ser la gobernanta de nuestro
avaro stryk. Que sea el hermano de padre es un misterio en el que solamente Dios
puede pensar. No te quedes sin ir, por favor. Últimamente mandas tantísimo dinero
que me preocupa que no te quedes el suficiente para tus cosas. ¿Estás bien? ¿Eres
feliz? Escríbeme pronto, lucecilla».
Hela solo acertaba la mitad. Zofia no iba a clase. Pero sí que aprendía muchas
cosas fuera del aula. En el último año y medio, había aprendido a inventar cosas que
en L’École des Beaux-Arts jamás le habrían enseñado. Por ejemplo, a abrirse una
cuenta de ahorros, en la cual —si el mapa que Séverin había conseguido era lo que

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todos esperaban que fuera— pronto tendría el suficiente dinero para costear los
estudios de medicina de Hela cuando esta por fin se apuntara. La peor lección, sin
embargo, era la de aprender a mentirle a su hermana. La primera vez que mintió en
una carta, acabó vomitando. Se había pasado horas sollozando por la culpa que
sentía, hasta que Laila la encontró y la consoló. A Zofia siempre le extrañaba que
Laila supiera qué era lo que la inquietaba. Lo sabía y punto. Y Zofia, que nunca
encontraba la manera de enfrentarse a una conversación, se sentía agradecida por que
alguien lo hiciera por ella.
Seguía pensando en Hela cuando delante de ella apareció la entrada de mármol de
L’École des Beaux-Arts. Zofia se tambaleó hacia atrás, a punto de tirar las cartas al
suelo.
La entrada de mármol no se movió.
La entrada forjada no solamente aparecía delante de cualquier alumno
matriculado que estuviera a dos manzanas de la escuela, sino que además era un
ejemplo perfecto de cómo las afinidades con materiales sólidos y mentales trabajaban
de manera conjunta. Una proeza que solo podían alcanzar los que se preparaban en
L’École.
Algún día, Zofia también se prepararía con ellos.
—A mí no me queréis —murmuró.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Al parpadear, visualizó su expulsión. Después
de un año de clase, sus compañeros habían cambiado. Primero la habilidad de Zofia
los maravillaba. Después, los ofendía. Y entonces empezaron los rumores. Al
principio parecía que a nadie le importaba que fuera judía. Pero eso cambió.
Corrieron rumores de que los judíos podían robar cualquier cosa.
Hasta la afinidad forjada de una persona.
Era algo rotundamente falso, así que Zofia lo ignoró. Tendría que haber sido más
cuidadosa, pero era lo que tenía la felicidad. Que te cegaba.
Durante un tiempo, fue feliz. Y entonces, una tarde, los susurros de los demás
estudiantes pudieron con ella. Ese día, rompió a llorar en el laboratorio. Había
demasiados ruidos. Demasiadas risas. Demasiada luz que escapaba a la cortina. Zofia
olvidó lo que le habían enseñado sus padres: a contar hacia atrás hasta recuperar la
calma. Tras ese día, los rumores se incrementaron «Loca judía». Un mes más tarde,
diez estudiantes se encerraron con ella en el laboratorio. De nuevo volvieron los
ruidos, los olores, las risas. Los alumnos no la zarandearon. Sabían que contacto
suave, como una pluma que le acariciara la piel, le haría más daño. La tranquilidad
quedó fuera de su alcance, por más que ella contara hacia atrás, les implorara que la
dejaran en paz o les preguntara qué había hecho mal.
Al final, fue un movimiento casi imperceptible.
Alguien la había tirado al suelo de una patada. El codo de otro golpeó un vial de
una mesa. La ampolla se rompió y formó un charco que llegó a tocar las puntas de
sus dedos. Zofia sostenía un trozo de sílex en una mano cuando la furia se encendió

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en su mente. «Fuego». Ese simple pensamiento —un pedacito de voluntad, tal como
le habían enseñado los profesores— viajó de sus dedos hasta el charco y prendió el
vial hasta convertirlo en un infierno ardiente.
En la explosión hubo siete estudiantes heridos.
La arrestaron por provocar un incendio y por ser un peligro público, y la
encarcelaron. Y allí se habría muerto de no ser por Séverin. Él la encontró, la liberó e
hizo lo impensable: le dio trabajo. Una manera de recuperar lo que había perdido.
Una salida.
Zofia se frotó el tatuaje de juramento de su nudillo derecho. Por suerte para ella,
era solo temporal, si no a su madre le habría dado algo. Con tatuajes no la enterrarían
nunca en un cementerio judío. El tatuaje era un contrato entre Séverin y ella, con tinta
forjada para que, si uno de los dos rompía el acuerdo, las pesadillas lo acecharan. El
hecho de que Séverin hubiera utilizado el tatuaje, un signo de igualdad, en lugar de
algún tipo de contrato más cruel era algo que ella no olvidaría jamás.
Zofia se giró y dejó atrás la rue Bonaparte. Quizá la entrada de mármol no sabia
cuándo habían expulsado a un estudiante, porque no se movió, sino que se quedó en
su sitio hasta que la joven giró una esquina y desapareció.

EN L’ÉDEN, ZOFIA se dirigió al observatorio. Séverin la había citado para una


reunión en cuanto Enrique y él hubieran vuelto de su última adquisición, que ella
sabía que era una manera fina de decir «robo».
Zofia no iba nunca por las escaleras principales del gran salón. No quería ver reír
ni bailar a la gente elegante. Además, allí había demasiado ruido. En lugar de eso,
pasaba por la entrada de la servidumbre, y fue allí donde se encontró con Séverin. A
pesar de su aspecto, totalmente desaliñado, Séverin le sonrió. Zofia se fijó en la
suavidad con que se agarraba la muñeca.
—Estás cubierto de sangre.
—Aunque parezca mentira —dijo Séverin mientras se miraba la ropa—, me he
dado cuenta.
—¿Te estás muriendo?
—No más que de costumbre.
Zofia frunció el ceño.
—Estoy bien. No te preocupes.
—Me alegra que no estés muerto. —Zofia alargó la mano para coger el pomo de
la puerta.
—Gracias, Zofia —le respondió Séverin con una ligera sonrisa—. Enseguida nos
vemos. Hay algo que me gustaría enseñarle a todo el mundo con el mnemoinsecto.
En el hombro de Séverin, un escarabajo forjado de color plateado se escabullía
debajo de la solapa. Los mnemoinsectos grababan imágenes y sonido y proyectaban
una especie de hologramas, si así lo deseaba el que los llevaba. Es decir que Zofia
debía prepararse para un inesperado estallido de luz. Séverin sabía que a la chica no

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le gustaban. Le agitaban los pensamientos. Tras asentir, Zofia lo dejó en el recibidor y
entró en la sala.
El observatorio la tranquilizaba. Era amplio y espacioso, con un techo abovedado
de cristal que dejaba ver el cielo. Por todas las paredes había planetarios y
telescopios, armarios llenos de cristal pulido y estanterías repletas de libros y
manuscritos deteriorados. En el medio de la sala se alzaba la bajita mesa de centro,
que dejaba al descubierto las marcas y señales de los cientos de planes que habían
nacido sobre su superficie de madera. Un semicírculo de asientos la rodeaba. Zofia se
dirigió hacia el suyo. Era un alto taburete de metal con una raída funda de almohada.
Zofia prefería estar erguida porque no le gustaba que nada le tocara la espalda. En el
diván de terciopelo verde que tenia justo delante estaba despatarrada Laila, que
recorría el borde de su taza de té con un dedo, ausente. En el sillón de felpa
atiborrado de cojines estaba sentado Enrique, que leía con sumo interés el libro
enorme que tenia en el regazo. De los dos asientos vacíos, uno era de Tristan —que
más que un asiento era un cojín, puesto que no le gustaban las alturas—, y el otro,
una butaca de color cerezo negro que Zofia había forjado para que lanzara cuchillos a
cualquier desconocido que la tocara, de Séverin.
Tristan entró bruscamente en la sala con las manos extendidas.
—¡Mirad! Pensaba que Goliat se moría, pero está bien. ¡Solo ha mudado la piel!
Enrique soltó un grito. Laila se echó hacia atrás en el diván. Zofia se inclinó hacia
delante para inspeccionar la gigantesca tarántula de las manos de Tristan. No le daban
miedo los matemáticos, y las arañas (y las abejas) lo eran. Una telaraña estaba
formada por numerosos radios y un logaritmo en espiral, y las propiedades de las
redes y los hilos que difuminaban la luz eran fascinantes.
¡Tristan! —lo riñó Laila—. ¿Qué te he dicho antes sobre las arañas?
—Que no las lleve a tu habitación. —Tristan levantó la barbilla—. Esta no es tu
habitación.
Ante la mirada fulminante de Laila, Tristan se encogió un poco.
—¿Puede quedarse en la reunión, por favor? Goliat es diferente. Es especial.
—¿Qué hay de especial en esa cosa? —Enrique se llevó las rodillas al pecho y se
estremeció.
—Bueno —dijo Zofia—, como parte del suborden de los migalomorfos, los
colmillos de una tarántula apuntan hacia abajo, mientras que los de las arañas en las
que estáis pensando se unen para formar una especie de pinza. Eso es bastante
especial.
Enrique tuvo una arcada.
—Te acuerdas. —Tristan la miró con una sonrisa radiante. Para Zofia no era un
hecho destacable. Se acordaba de casi todo lo que la gente le decía. Además, Tristan
la había escuchado con el mismo interés cuando ella explicó las propiedades
aritméticas de una telaraña.
Enrique hizo un gesto de alejamiento con las manos.

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—Llévatela, por favor, Tristan. Te lo suplico.
¿No te alegras por Goliat? Ha estado enfermo varios días.
—¿Nos podemos alegrar por Goliat desde el otro lado de un cristal, una red y una
valla? ¿Quizá también de un anillo de fuego, por si acaso? —le pregunto Enrique.
Tristan le dedicó un mohín a Laila. Zofia lo conocía bien. Ojos bien abiertos,
cejas hundidas, hoyuelo en la barbilla y un ligero temblor en el labio inferior.
Ridículo, pero efectivo. Zofia lo aprobaba. Enfrente de ella, Laila se cubrió los ojos
con las manos.
—Ni lo sueñes —dijo secamente—. Ponle ojitos de cordero degollado a otro.
Goliat no puede quedarse en la reunión. Y punto final.
—Vale —bufó Tristan. Acto seguido, le murmuró a Goliat—: Te voy a preparar
un pastel de grillos, amigo. No te preocupes.
En cuanto Tristan se hubo ido, Enrique se giró hacia Zofia.
—Vale que empatizara con Aracne después de su duelo con Minerva, pero odio a
sus descendientes.
Zofia se quedó inmóvil. Las personas y las conversaciones ya eran un misterio
para ella sin necesidad de añadir las palabras extra. Enrique la confundía
especialmente. La elegancia iluminaba cada palabra que pronunciaba el historiador. Y
Zofia nunca sabía cuándo estaba enfadado. Los labios de Enrique siempre esbozaban
una media sonrisa, sin importar su estado de ánimo. Si ahora le respondía algo,
sonaría estúpida. Así pues, Zofia no dijo nada, sino que sacó una caja de cerillas del
bolsillo y le dio vueltas con las manos. Enrique puso los ojos en blanco y volvió a
concentrarse en su libro. Zofia ya sabía qué pensaba él de ella. Una vez se lo oyó
decir: «Es una esnob».
Que pensara lo que quisiera.
A medida que pasaban los minutos, Laila fue preparando té y dulces, y se aseguró
de que Zofia recibía exactamente tres galletas, todas blanquecinas y redondas. Se
sentó de nuevo y recorrió la sala con la mirada. Al cabo de un rato, Tristan volvió y
se dejó caer sobre la almohada con aire dramático.
—Por si os pica la curiosidad, Goliat está muy pero que muy ofendido, y dice
que…
Pero nunca se enterarían de las quejas concretas de la tarántula, porque en ese
momento un rayo de luz salió disparado de la mesa de centro. La sala se quedó a
oscuras. Y luego, poco a poco, apareció la imagen de un trozo de metal. Cuando
Zofia levantó la vista, Séverin estaba detrás de Tristan. No lo había oído entrar.
Tristan siguió la mirada de la chica y estuvo a punto de dar un salto al ver a
Séverin.
—¿Por qué siempre tienes que acercarte tan sigilosamente? ¡No te he oído entrar
en la sala!
—Es parte de mi encanto —respondió Séverin, que balanceó una campanilla
forjada amortiguada.

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Enrique rio. Laila no. La mirada de ella estaba clavada en el brazo sanguinolento
de Séverin. Bajó un poco los hombros, como si la aliviara ver que solo tenía sangre
en el brazo. Zofia sabía que Séverin estaba bien y demás, así que prestó atención al
objeto. Se trataba de un cuadrado de metal, con símbolos enroscados en las cuatro
esquinas. Sobre el centro tenía grabado un gran círculo. Dentro de él se veían
pequeñas hileras de líneas apiñadas en forma de cuadrados:

—¿Eso es lo que llevamos semanas planeando conseguir? —preguntó Tristan—.


¿Qué es? ¿Un juguete? Pensaba que íbamos tras un mapa del tesoro escondido en una
brújula.
—Yo también —susurró Enrique.
—Habría apostado a que era un mapa para encontrar el tesoro perdido de la Casa
Caída —dijo Tristan.
—Yo creía que sería un antiguo libro que la Orden perdió hace años —intervino
Laila, con pinta de estar muy decepcionada—. Zofia, ¿tú qué pensabas que sería?
—Eso no —dijo mientras señalaba el diagrama.
—Por lo visto, todos nos hemos equivocado —dijo Tristan—. Adiós a chantajear
a la Orden.
—Al menos, como todos nos hemos equivocado, ninguno de nosotros hará de
cobaya con el nuevo y extraño veneno que invente Tristan —apuntó Laila.
—¡Touché! —exclamó Enrique levantando una copa.
—Eso me ha dolido —dijo Tristan.
—No tiréis ya la toalla —terció Séverin mientras caminaba de un lado a otro—.
Este diagrama todavía puede resultarnos útil. Tiene que haber una razón por la que lo
quisiera el patriarca de la Casa Nyx. Igual que tiene que haber una razón por la que a
todos nuestros servicios de inteligencia se les dispararan tanto las alarmas con esta
transacción. Enrique, ¿te importaría iluminamos y decimos qué es este diagrama? ¿O
tú también estás muy preocupado y rezas por la salvación de mi alma inmortal?
Enrique frunció el ceño y cerró el libro de su regazo. Zofia le echó un vistazo al
lomo. Era una Biblia. Se echó hacia atrás por acto reflejo.
—Ya doy tu alma por perdida —dijo Enrique. Carraspeó y señaló el diagrama—.
Lo que veis quizá os parezca un juego de mesa, pero en realidad es un artilugio de
cleromancia china. La cleromancia es un tipo de adivinación con dados que da unos

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números que se interpretan según la voluntad de Dios o de alguna otra fuerza
sobrenatural. Lo que veis en este diagrama plateado son los sesenta y cuatro
hexagramas del I Ching, que es un texto antiguo de adivinación china que en lineas
generales significa El libro de los cambios. Los hexagramas —y apuntó hacia los
pequeños cuadrados formados por seis lineas, dispuestos en filas de ocho por ocho—
corresponden a ciertas palabras encriptadas, como poder o mengua. En teoría, su
disposición traduce el destino.
—¿Y qué me dices de las formas en espiral del borde? —le preguntó Tristan.
Los cuatro símbolos no guardaban ningún parecido ni con los caracteres chinos ni
con las lineas que formaban los hexagramas.

—Eso… Pues no estoy del todo seguro —admitió Enrique—. No se asemejan a


nada reconocible dentro de la adivinación china. Quizá sea una firma que añadió el
dueño de la brújula cuando la acabaron de construir. Sea como sea, no parece un
mapa ni nada por el estilo. Cosa que, sinceramente, es decepcionante, pero no quiere
decir que no alcance un buen precio en el mercado.
Laila se incorporó, se apoyó sobre los codos y ladeó un poco más la cabeza.
—Salvo que sea un mapa encriptado.
La sala se quedó en silencio. Séverin se encogió de hombro.
—¿Por qué no? —preguntó en voz baja—. ¿Alguna idea?
Zofia contó las líneas. Después, las volvió a contar. Un patrón se abría paso a
codazos en sus pensamientos.
—No es nada que no hayamos visto antes —probó Séverin con optimismo—. ¿Os
acordáis de aquel templo submarino de Isis?
—Perfectamente —dijo Enrique—. Nos dijiste que no habría tiburones.
—Y no los hubo.
—Claro. Solo leviatanes mecánicos con aletas dorsales —repuso Enrique—. Mil
disculpas.
—Disculpas aceptadas —dijo Séverin, e inclinó la cabeza—. Veamos. Por lo que
respectaba al código, tuvimos que repensarlo todo. Tuvimos que cuestionar nuestras
conjeturas. ¿Y si lo que estamos mirando ahora no es un mapa, sino una pista del
lugar al que quizá nos lleva?
—Un montón de líneas de adivinación no forman ningún tesoro, querido
hermanito. —Tristan frunció el ceño.
—Líneas —dijo Zofia, distraída. Se tiró del colgante—. ¿Son líneas?

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—Ese es el tipo de razonamiento al que me refiero —exclamó Séverin mientras la
señalaba con un dedo—. Debemos cuestionárnoslo todo. Bien pensado.
—¿Y si lo miramos bajo una luz distinta? —reflexionó Tristan.
—¿Y si los símbolos de las cuatro esquinas corresponden a algo que sí es una
pista? —preguntó Enrique.
Zofia estaba en silencio, pero tenía la sensación de que el patrón se
descascarillaba del recuadro metálico. Lo contempló con los ojos entornados.
—Números —dijo de pronto—. Sí cambiamos las lineas por números… será otra
cosa. El año pasado hicimos algo pareado con el acertijo encriptado del alfabeto
griego. Me acuerdo porque fue cuando Séverin nos llevó de viaje a la isla de Nísiros.
Los cinco se estremecieron a la vez.
—Odio los volcanes. —Tristan se puso las rodillas contra el pecho.
Zofia se incorporó, emocionada. Por fin un patrón había cobrado forma en su
mente.
—Cada uno de esos hexagramas está formado solamente por líneas continuas o
discontinuas. Si convertimos las continuas en un cero y las discontinuas en un uno,
tendremos un patrón de ceros y unos. Una especie de cálculo binario.
—Pero no nos dice nada sobre el tesoro —propuso Tristan.
—Yo no estaría tan seguro. Las civilizaciones antiguas estaban muy obsesionadas
con los números —explicó Enrique, pensativo—. Es más que evidente en su arte. Y
eso me hace pensar en qué más hay aquí. Tal vez después de todo no sea un extraño
cálculo. —Enrique ladeó la cabeza—. Mmm…
Señaló los símbolos de las cuatro esquinas.

—Séverin, ¿puedes alterar la imagen y partir las cuatro esquinas?


Séverin manipuló el mnemoholograma y separó las esquinas. A continuación,
redujo el diagrama del I Ching, aumentó los cuatro símbolos y los puso uno al lado
del otro.
—Ahí está —dijo Enrique—. Ahora lo veo. Séverin, haz un cuadrado con ellos y
cambialos de orden. Gira el primer símbolo, júntalo con el segundo, pon el tercero
hacia abajo y el cuarto a la izquierda.
Séverin obedeció las instrucciones y, cuando dio un paso atrás, todos vieron un
nuevo símbolo:

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—El Ojo de Horus —susurró Enrique.
La envidia corroía a Zofia.
—Cómo… —dijo—. ¿Cómo lo has visto?
—Igual que tú has visto números en las líneas —respondió Enrique de forma
engreída—. Te he impresionado. Admítelo.
—No. —Zofia se cruzó de brazos.
—Mi inteligencia te deslumbra.
Zofia se giró hacia Laila.
—Dile que pare.
Enrique hizo una reverencia y señaló la imagen.
—El Ojo de Horus también se conoce como wadjet. Es un antiguo símbolo
egipcio de poder y protección real. Con el paso del tiempo, la mayoría de los Ojos de
Horus se han perdido…
—No —lo interrumpió Séverin—. No se han perdido. Los han destruido. En
1798, durante la campaña de Napoleón a Egipto, la Orden envió una delegación con
la misión concreta de encontrar y confiscar todos los Ojos de Horus. La Casa Kore
mandó a la mitad de sus miembros, y de ahí que sea la Casa europea con mayor
tesoro egipcio forjado. Si a los de la campaña napoleónica se les escapó algún Ojo de
Horus forjado, lo tienen ellos.
—Pero ¿por qué los destruyeron? —preguntó Laila.
—Es un secreto entre el gobierno y la Orden —dijo Séverin—. Yo creo que
algunos Ojos de Horus forjados revelaban todas las ubicaciones somno de la artillería
de Napoleón. Si todo el mundo supiera cómo volver sus armas inútiles, ¿dónde
estaría él ahora?
—¿Cuál es la otra teoría? —quiso saber Laila.
—Napoleón creía que todos los Ojos de Horus lo miraban con burla y exigió que
los destruyeran —dijo Tristan.
Enrique se echó a reír.
—Pero, entonces, ¿por qué dejar un Ojo de Horus en un diagrama del I Ching? —
insistió Zofia—. Si es un cálculo de ceros y unos, ¿qué hay que ver en él?
—Ver. —Enrique se quedó inmóvil. Luego, abrió los ojos como platos—. Cero,
uno… y ver. Zofia, eres un genio.
—Lo sé. —La chica levantó el hombro.
Enrique fue a buscar la Biblia que había dejado sobre la mesa de centro y empezó
a buscar entre las páginas.
—Antes leía este trozo para una traducción en la que estoy trabajando, pero la
conexión matemática de Zofia es perfecta —dijo. Dejó de pasar páginas—. Ah. Aquí

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está. Génesis 11:4-9, también conocido como el episodio de la Torre de Babel. Todos
lo conocemos. Es un relato etiológico no solo para explicar por qué la gente habla
diferentes idiomas, sino también para comprender la presencia del poder forjado en el
mundo. La historia cuenta que los seres humanos intentaron construir una torre que
llegara al cielo, Dios no lo quiso y para ello creó nuevas lenguas, y así la confusión
lingüística evitó que se terminara de construir la torre. Pero no se limitó a derribar la
edificación —dijo, antes de leer en voz alta—: «… y dejaron de construir la ciudad.
Por eso su nombre es Babel, porque allí el Señor confundió los idiomas de la Tierra,
pero Él se deleitó con la ingenuidad de Su creación y por ello dejó en el suelo los
ladrillos de la torre. Cada ladrillo llevaba Su contacto, y por consiguiente dejó una
impresión del poder de Dios para crear algo de la nada».
Crear algo de la nada.
Zofia había oído antes esa frase…
—Exnihilo —dijo Séverin con una amplia sonrisa—. La expresión latina que
significa «de la nada». ¿Cuál es la representación matemática de la nada?
—El cero —contestó Zofia.
—Así pues, el movimiento de cero a uno es el poder de Dios, porque algo es
creado de la nada. Los fragmentos de Babel se consideran pellizcos de los poderes de
Dios. Dan vida a las cosas, sin contar, por supuesto, con el poder de resucitar a los
muertos o de crear vida en el sentido más literal —dijo Enrique.
Zofia vio que Laila, que estaba delante de ella, dejaba de sonreír.
Enrique se levantó del asiento con los ojos increíblemente brillantes.
—Si de eso trata de verdad el diagrama, ¿qué relación tiene con el Ojo de Horus?
Laila soltó un largo suspiro.
—Has dicho que ver a través del Ojo de Horus revelaba algo… Lo que se veía a
través de él debió de ser lo bastante peligroso como para que quisieran destruir el
objeto. ¿Que seria tan peligroso como para amenazar a todo un imperio? ¿Algo
relacionado con el poder de Dios? Porque a mi solo se me ocurre una cosa.
Séverin se hundió en la silla. Zofia sentía un zumbido que le martilleaba los
pensamientos. Como si se asomara a un altísimo precipicio. Como si supiera que lo
siguiente que iba a oír le cambiaría la vida.
—En otras palabras —resumió Séverin lentamente—, crees que la brújula nos
está diciendo que mirar a través de un Ojo de Horus revela un fragmento de Babel.

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Séverin

S éverin se quedó mirando la oscuridad luminosa del Ojo de Horus. En ese preciso
instante, el aire olía a metal. Séverin casi podía verlo. El gris se propagaba por el
cielo como si estuviera agitado por la fiebre. Dentelladas de luz resplandecían en las
nubes, una burla en toda regla. Al darse cuenta, le pareció estar viendo una tormenta.
No iba a poder evitar lo que ocurriría a continuación.
Y no quería que ocurriera.
La primera vez que oyó hablar de la brújula, Séverin imaginó que conduciría
hasta el tesoro perdido de la Casa Caída, el único alijo de tesoros por cuya posesión la
Orden haría lo que fuera. Pero eso… eso era como buscar una cerilla y encontrar una
antorcha. La Orden había encubierto la búsqueda de los Ojos de Horus, y ahora él
sabía por qué. Si alguien encontraba el fragmento de Babel de Occidente, sería capaz
de alterar todo el poder forjado no solo en Francia, sino en toda Europa, ya que sin un
fragmento que diera poder al arte del forjado, las civilizaciones morían. Y mientras la
Orden quizá conociera el secreto del Ojo de Horus, el resto del mundo no. Incluidos
muchos concejos coloniales a los que la Orden obligó a ocultarse. Los consejos cuyo
conocimiento del funcionamiento interno del fragmento de Babel rivalizaba con el de
la Orden. Séverin solo podía imaginarse lo que haría la Orden para apropiarte de esta
información y para mantenerla alejada de ellos.
—Esto no… —Enrique no conseguía terminar la trate—. ¿Verdad?
—Tiene que ser una broma —dijo Laila. Se pellizcaba las puntas de los dedos una
y otra vez, un tic nervioso suyo. Cuando estaba tristemente distraída, no podía tocar
un objeto sin leerlo por accidente, y el mundo entero se volvía visible para ella de una
manera muy peligrosa. Cuando estaba felizmente distraída, sin embargo, el resto del
mundo desaparecía. Algo que él no iba a olvidar nunca—. Esto podría ser nuestro fin.
Séverin no cruzó la mirada con Laila, pero sí que notó los ojos oscuros de ella
clavados en él. Solo miró a Tristan, su hermano de todo menos de sangre. En la
penumbra, parecía tener menos de dieciséis años. Los recuerdos acecharon a Séverin.
Los dos agachados detrás de un rosal, sus suaves cuellos rasguñados por las espinas,
sus manos estrechadas mientras el padre al que llamaban Ira gritaba sus nombres.
Séverin abrió y cerró la mano. Una cicatriz larga y plateada le recorría la palma
derecha y brilló con la luz. Tristan tenía una idéntica.
—¿Lo dices —preguntó Tristan en voz baja— en serio?
Hasta entonces, lo que habían buscado era un artilugio que les sirviera para
negociar con la Orden. Un objeto que la obligaría a restablecerle a él su herencia

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perdida. En lugar de eso, Séverin ahora disponía de una información que era o bien
un sueño o bien una sentencia de muerte… en función de cómo jugara a ese juego.
Séverin se aferró a su caja de clavo.
—No sé tanto como para decirlo en serio —dijo con cuidado—. Pero me gustaría
saber lo suficiente para tener varias opciones.
Tristan maldijo entre dientes. Los demás estaban atónitos, hasta Zofia se
observaba el regazo con la mirada perdida.
—Es una información peligrosa —dijo Tristan—. Más nos valdría que dejaras la
brújula en la puerta de la Casa Nyx.
—Peligrosa, sí, como las cosas más gratificantes —apunto Séverin—. No me
refiero a que mañana mismo nos acerquemos a la Orden y les digamos que tenemos
en nuestro haber uno de sus secretos. No pretendo precipitarme.
—Una muerte lenta y dolorosa es muchísimo mejor que sacárselo de encima
deprisa, claro —bufó Enrique.
Séverin se puso de pie. Para anunciar una decisión de esas características, no
quería estar al mismo nivel que ellos. Quería que lo miraran desde abajo. Y así lo
hicieron.
—Pensad en lo que significaría para nosotros. Podríamos conseguir todo lo que
quisiéramos.
Enrique se pasó una mano por la cara.
—¿Sabes que las polillas ven un fuego y exclaman: «¡Anda! ¡Cómo brilla!» y
después mueren chamuscadas y se arrepienten?
—Vagamente.
—Ya. Solo quería asegurarme.
—¿Y qué pasa con Hypnos? —preguntó Laila.
—¿Qué pasa con él?
—¿No crees que se dará cuenta de lo que le falta? Tiene cierta reputación de…
dedicación ciega en lo que a sus posesiones se refiere. ¿Y si sabe lo que de verdad
contiene la brújula?
—Lo dudo —dijo Séverin.
—¿No crees que sea capaz de descubrirlo? —insistió Laila.
—No. No te tiene a ti. —Al ver los ojos abiertos de Laila, se contuvo y señaló a
los demás—. No os tiene a vosotros.
—Ooooh —exclamó Enrique—. Qué sensiblería más mona. Me la llevaré
conmigo a la tumba. Literalmente.
—Además, Zofia y Enrique han construido una réplica falsa perfecta. Es
imposible que Hypnos nos siga el rastro.
—Dios, que brillante soy —suspiró Enrique.
—Yo también. —Zofia se cruzó de brazos.
—Pues claro que si —los calmo Laila—. Los dos sois brillantes.
—Sí, pero yo más… —graznó Enrique.

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Séverin los interrumpió con dos fuertes palmadas.
—Ahora que la pieza es nuestra, la examinaremos meticulosamente. No tenemos
otros planes. No especularemos sobre lo que vendrá después. No haremos nada hasta
que sepamos sin lugar a dudas lo que tenemos entre manos. ¿Queda claro?
Los cuatro asintieron. Y fue así como se dio por terminada la reunión. Todos se
levantaron poco a poco. Enrique fue el primero en dirigirse a la puerta.
Se detuvo delante de Séverin.
—No olvides…
Y entonces juntó los dos pulgares y con las manos hizo un extraño movimiento,
parecido a un batir de alas.
—¿Eres un pájaro?
—¡Una polilla! —exclamó Enrique—. ¡Una polilla que se acerca a una llama!
—Qué polilla más inquietante.
—Es una metáfora.
—La metáfora es inquietante también.
Enrique puso los ojos en blanco. Detrás de él, Zofia se guardó más galletas en el
plato antes de pasar por su lado.
—¿Cómo vas con las máscaras de esfinge?
Zofia ni se detuvo ni se giró al preguntar:
—¿Por?
—A lo mejor las necesito más pronto que tarde —le gritó Enrique.
—Mmf.
Cuando Séverin se giró hacia la sala, se quedó quieto. Aun que la estancia estaba
casi a oscuras, toda la luz de los rincones se dirigía hacia Laila. Como si el mundo no
pudiera evitar estar cerca de ella… cada rayo de luz, cada par de ojos, cada átomo de
aire. Quizá por eso él a veces no podía respirar junto a ella.
O quizá por los recuerdos que lo asaltaban en esos momentos. Recuerdos de una
noche que los dos juraron olvidar Laila lo había hecho. Él no había podido, por
supuesto, era el destino.
Laila casi se echó encima de él. Normalmente, tenía por costumbre estar siempre
de lo más resplandeciente. Odiaba ver a alguien con un plato vacío y siempre pensaba
que los demás estaban hambrientos. Conocía todos los secretos de la gente, incluso
sin tener que leer sus objetos. En el Palais des Rêves, convertía ese resplandor en la
fascinación con la que se había ganado ser la atracción principal y también su apodo,
L’Énigme. Esa noche, sin embargo, no le dedicaba ninguna sonrisa a Séverin. Sus
ojos negros parecían dos piedras.
«Mala señal».
—¿No me ofreces té ni compasión? —le preguntó él. Levantó la mano—. Estoy
herido, que lo sepas.
—Qué detalle por tu parte el haber retrasado la hora de tu muerte para que así yo
la pueda presenciar —le espetó Laila. Pero cuanto más miraba la muñeca de él, más

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se suavizaba su expresión—. Te podrías haber hecho daño.
—Es el precio que hay que pagar por perseguir los deseos —respondió Séverin—.
El problema es que tengo demasiados.
—Solo quieres una cosa. —Laila meneó la cabeza.
—¿De veras?
Quería provocarla, pero la postura de Laila cambió casi de inmediato, Se volvió
más lánguida.
Se le acercó y pasó una mano por la pechera de la chaqueta de él.
—Yo te diré lo que quieres.
Séverin se quedó quieto. Laila estaba tan cerca que podía contar sus pestañas, la
luz de las estrellas que iluminaban su rostro. Se acordaba del suave aleteo de sus
pestañas contra su propia mejilla cuando en el pasado sucumbió a sus encantos. El
calor de la piel de ella le traspasaba la tela. ¿A qué estaba jugando? Los dedos de
Laila se metieron en el bolsillo delantero de su chaqueta. Sacó la cajita plateada,
abrió el cerrojo y extrajo un botón de clavo. Con los ojos aún fijos en él, pasó el
pulgar por el labio inferior de Séverin. El gesto fue como una quemadura de sol en su
retina. Dos imágenes se sobrepusieron lentamente: Laila tocándole la boca antes,
Laila tocándole la boca ahora. Lo sacudió tanto que no recordaba haber separado los
labios. Pero seguro que lo había hecho, porque al cabo de unos instantes, un botón de
clavo le golpeó la lengua. Laila se echó para atrás. El espacio lo ocupó enseguida el
frío. La situación no duró más que unos segundos. Y ella había mantenido la misma
compostura todo el rato. Distante y sensual, como la artista que era. La artista que
siempre había sido. Ya se la imaginaba llevando a cabo la misma rutina en el Palais
des Rêves: meter la mano en la chaqueta de un cliente para coger la cajita de
cigarrillos, colocar uno en los labios del hombre y encenderlo antes de quedárselo
ella.
—Eso es lo que quieres —le dijo Laila, sombría—. Una excusa para salir a cazar.
Pero has confundido a la presa con el depredador.
Dicho esto, se marchó con las faldas ondulando alrededor de sus tacones. Séverin
se tragó el clavo y observó cómo se iba. Laila tenía razón. Estaba de caza. Y ella
también. Ninguno de los dos se podía permitir perder de vista su recompensa, por lo
que una noche en brazos del otro se quedó en un error recuerdo fue enterrado en la
oscuridad. Séverin esperó instantes antes de girarse hacia Tristan.
Sabía la discusión que iba a tener con su hermano. Y a pesar de estar preparado,
algo se le removió por dentro al ver el brillo de los ojos de Tristan.
—Suéltalo —le dijo, cansado.
Tristan apartó la mirada de él.
—Ojalá esto fuera suficiente para ti.
Séverin cerró los ojos. No era cuestión de ser suficiente o no. Tristan jamás lo
entendería. Su hermano nunca había sentido el latido de un futuro completamente
distinto para después ver cómo se lo arrancaban de las manos y lo hacían añicos

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delante de él. No entendía que a veces la única manera de derribar lo que te ha
destruido es disfrazarte para formar parte de ello.
—No se trata de ser suficiente —le dijo—. Se trata de equilibrar las cosas. De
justicia.
—Prometiste que nos protegerías. —Tristan seguía sin mirarle.
Séverin no lo había olvidado. El día que lo dijo fue el día que se dio cuenta de que
algunos recuerdos tienen sabor. En aquella ocasión, tenía la boca llena de sangre, por
lo que su promesa sabía a sal y a hierro.
—Pongamos que toda esta aventura no acaba con nosotros. ¿Y si consigues lo que
deseas? Si vuelves a tu Casa, serás el patriarca… —Su voz se volvió más aguda—.
Ojalá no quisieras ser un patriarca. ¿Y si te pareces a…?
—Basta. —No pretendía sonar tan seco, pero así fue, y Tristan se encogió—.
Jamás seré como nuestros padres.
Tristan y Séverin tuvieron siete padres. Una asamblea de padres adoptivos y
guardianes, todos ellos miembros margínales de la Orden de Babel. Todos ellos
habían convertido a Séverin en lo que era, para bien o para mal.
—Formar parte de la Orden no me convertirá en uno de ellos —dijo Séverin con
voz gélida—. No quiero estar a su nivel. No quiero que nos miren a los ojos. Quiero
que aparten la mirada, que parpadeen sin parar, como si observaran el mismísimo sol.
No quiero que se alcen delante de nosotros. Quiero que se arrodillen.
Tristan no dijo nada.
—Yo te protegeré —añadió Séverin con amabilidad—. ¿Recuerdas la promesa?
Dije que te protegería. Dije que construiría un paraíso solo para nosotros.
—L’Éden —dijo Tristan con tristeza.
Séverin había puesto ese nombre al hotel no solo por el jardín de Adán y Eva,
sino también por la promesa de mucho tiempo atrás, cuando los dos no eran más que
un par de ojos desconfiados y rodillas peladas, cuando las Casas, los padres y las
lecciones se movían a su alrededor con la misma firmeza que las estaciones.
—Yo te protegeré —repitió Séverin, esta vez con voz más baja—. Siempre lo
haré.
Al final, Tristan bajó los hombros. Se apoyó en Séverin y la cima de su cabeza
rubia le hizo cosquillas en la nariz a Séverin hasta que este estornudó.
—Vale —murmuró Tristan.
Séverin intentó pensar en algo que decir. Algo que alejara la mente de Tristan de
lo que los cinco tenían planeado hacer a continuación.
—¿He oído que Goliat ha mudado?
—No finjas que te importa Goliat. Sé que el mes pasado intentaste cargártelo con
un gato.
—Para ser justos, Goliat es un animal de pesadilla.
Tristan no se rio.

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DURANTE EL MES y medio siguiente, Laila espió a los miembros de la Orden que
frecuentaban el Palais des Rêves, con los oídos bien atentos por si percibía algún
rumor de que en subasta se había robado algo. Pero todo estaba tranquilo. Siquiera
los imponentes guardias esfinges, capaces de rastrear cualquier artilugio marcado por
una Casa, habían salido de las dependencias de las Casas Kore y Nyx.
Todo iba bien…
Era la esperanza a la que se aferraba Séverin cuando llegó su mayordomo con el
correo.
—Para vos.
Séverin echó un vistazo al sobre. Una H elaborada engalanaba el dorso.
«Hypnos».
Despidió al mayordomo y se quedó observando el sobre. La cara estaba
manchada con puntitos marrones, como si fuera sangre seca. Séverin tocó el sello. De
inmediato, algo afilado se le clavó en la yema del dedo, una espina forjada oculta en
la cera derretida. Séverin siseó y apartó la mano, pero una gota de sangre cayó en el
papel. La sangre empapó el sobre y la H elaborada tembló y se desenredó ante sus
ojos hasta abrirse y revelar un breve mensaje.
«Sé que me habéis robado».

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PARTE II

Fragmento del Informe de Nueva Caledonia


Almirante Theóphile du Casse, sección francesa de la Orden de Babel
1863, Segunda República de Francia bajo el gobierno de Napoleón III

L a población indígena, los canacos, se están alterando bastante. Gracias a nuestros


intérpretes, conjeturamos que el poder forjado se considera el origen de los
sacerdotes nativos.
Por lo visto, ninguno de sus artesanos posee una afinidad mental. En cambio, sí
que tienen el don de la afinidad material con el agua salada o la madera. Todos sus
hogares están adornados con una flèche faîtière, un pináculo esculpido en el que en
teoría residen sus ancestros, a los que veneran. Pero hemos descubierto otro uso de
dichos pináculos.
Como sabéis, señor, descubrimos la presencia de níquel en la orilla del río Diahot.
Aunque nuestros colonos han sufrido lo indecible para extraer el mineral, el mejor
instrumento para detectar su presencia proviene de esos pináculos supuestamente
sagrados. Lamentablemente, debo informaros de un hecho acontecido la semana
pasada. Durante las horas del alba, uno de mis hombres estaba dedicado a arrancar el
pináculo de la cima de una cabaña canaca. Y aunque consiguió sacarlo, la familia se
negó a contamos cómo lograr que el pináculo forjado respondiera al níquel. Hubo una
escaramuza. El canaco se quitó la vida después de declarar que «hay conocimientos
que no deben llegar a saberse».
No hemos encontrado la manera de que los pináculos forjados funcionen.
Pero pienso persistir.

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6

Enrique

E nrique fue convocado en el bar del gran salón.


De ser otras las circunstancias, tal vez hubiera sido su convocatoria favorita
de todos los tiempos, pero la nota de Séverin era extrañamente brusca. Enrique miró
hacia el enorme reloj del salón. Las cinco en punto. Su reunión con Séverin no sería
hasta y media, por lo que disponía de suficiente tiempo para tomarse un cóctel.
El salón estaba rodeado por un gigantesco uróboros, un símbolo de la eternidad
representado por una serpiente que se muerde la cola. Una enorme serpiente de latón
se enroscaba para formar un círculo sin fin, y el cuerpo de metal desprendía luz de
velas. En las escamas plateadas de la espalda se colocaban ramilletes de flores y
piscolabis, y todos los días, a mediodía y a medianoche, el animal se soltaba de la
cola y caía brillante confeti del techo. Alrededor de Enrique, las herederas con capas
emplumadas y los artistas con los dedos manchados de tinta se encaminaban hacia los
jardines o hacia el salón principal.
En un rincón vio a varios políticos juntos, con la cabeza gacha y los ojos ocultos
tras las nubes de humo de sus pipas. Como de costumbre, Enrique silenció los ruidos.
Había demasiados idiomas a los que prestar atención, así que lo más sencillo dejar
que los sonidos lo invadieran. Por aquí y por allá oyó dialectos afilados por el sol del
desierto, vocales lánguida, suavizadas por las olas de las regiones costeras. No era
más que música desconocida para él, hasta que una frase llegó hasta sus oídos:
Magandang gabi po. «Buenas tardes». Esa lengua era su tagalo nativo. Enrique se
giró hacia el hablante y lo reconoció de inmediato: Marcelo Ponte. En el lado opuesto
de la sala, Ponce lo vio y le hizo un gesto con la mano para que se acercara.
Junto al Dr. Rizal, Ponte era un miembro de los Ilustrados, un grupo al que
Enrique se había unido porque, como él, todos eran filipinos educados en Europa que
soñaban con reformar su país, controlado por España. Para ellos, sin embargo,
Enrique era solo uno más… no un visionario. No alguien capaz de marcar el curso de
un nuevo futuro, por más que a él le gustase formar parte del círculo más íntimo de
los Ilustrados.
—Kuya Marcelo —le dijo Enrique con respeto.
Todavía sentía un latigazo de asombro al poder llamar hermano al gran Marcelo,
pero se trataba más de una cuestión de tradición que de intimidad.
—Kuya Enrique —respondió Marcelo con amabilidad. Su mirada se clavó en el
lápiz que llevaba Enrique en la mano—. ¿Trabajando en un nuevo artículo para La
Solidaridad? ¿O traduciendo un nuevo idioma?

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—Un poco de cada —dijo Enrique, ruborizado—. En realidad, si tenéis tiempo,
tal vez os podría enseñar mi nuevo texto… Me…
—Qué noticia tan fantástica, de veras. Sigue con tu gran trabajo —dijo Marcelo,
distraído. Miró más allá de Enrique—. De hecho, ahora me voy a reunir con alguien
que quizá nos ayude a hacerle una petición a la reina de España.
—¡Ah! —exclamó Enrique—. ¿Os-os puedo ayudar?
—¡Por supuesto! —Marcelo sonrió—. Enrique Mercado-López: periodista,
historiador y caballeroso espía. —Antes de que Enrique respondiera, Marcelo le
palmoteo la mejilla—. Claro que debe de ser fácil espiar cuando a duras penas
pareces uno de nosotros. Nos veremos en la próxima reunión. Ingat ka, kuya.
Marcelo le apretó el hombro al pasar por su lado. Enrique se obligó a seguir
caminando, aunque le ardía el rostro y le fallaban las extremidades.
«Claro que debe de ser fácil espiar cuando a duras penas pareces uno de
nosotros».
Marcelo lo decía sin maldad. De alguna manera, resultaba aún peor. Al nacer,
Enrique se pareció mucho a su padre, español de pura cepa. En las Filipinas, muchos
lo consideraban un rasgo positivo. Lo llamaban mestizo. Sus tías y tíos hasta
bromeaban y decían que su madre de piel oscura no debió de estar presente en la
habitación en la que fue concebido. Quizá por eso, los Ilustrados no lo dejaban entrar
en el círculo más íntimo.
No era su intelecto lo que hacía que lo rechazaran.
Era su cara.

ENRIQUE SE DEJÓ caer contra la barra del bar. Uno nunca debería beber champán
si está triste, por lo que se dedicó a mover la copa de un lado a otro, observando
cómo las burbujeas ascendían por el líquido. El bar secreto de L’Éden era pequeño,
diseñado más como una cripta que como un lugar de reunión, y escondido detrás de
una librería. En el interior, paredes estaban cubiertas de vides. Los brotes no
terminaban en flor, sino en delicadas tazas de té o en copas de champán de cuarzo
pulido, dependiendo de la hora del día. Los inventos de Tristan y Zofia dominaban la
estancia. Como los oficiales deconstrucción consideraban que los candelabros de
cristal eran un peligro, Tristan forjó uno de nienas y anémonas. Como los oficiales
aseguraban que las lámparas suponían riesgo de incendio, Zofia recogió piedras
fosforescentes de la costa británica y las forjó para formar una red en el techo que se
asemejaba a un manto de tenues estrellas jóvenes.
Al contemplar los diseños, Enrique sintió una conocida punzada de envidia.
Siempre había querido forjar. De pequeño, creyó que era una especie de magia.
Ahora sabía que tal cosa no existía (como tampoco lo hacían las hadas de los bosques
ni las sirenas del mar). En cambio, existía ese arte, esa conexión con el mundo
antiguo, con el mito mismo de la creación, y Enrique deseaba formar parte de él.
Tenía la esperanza de que forjar lo convirtiera en un héroe, como los que salían en las

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historias que le contaba su abuela. Al fin y al cabo, si al forjar uno podía remodelar
objetos del mundo, ¿por qué no remodelar el mundo entero? ¿Por qué no podía ser él
el artista, el arquitecto, del cambio? Sin embargo, su trece cumpleaños llegó y se fue,
y ninguna afinidad, ni mental ni material, hizo acto de presencia.
Cuando se dio cuenta de que no contaba con ese don, escogió estudiar lo que más
cerca estaba del poder forjado: la historia y las lenguas. Todavía sería capaz de
cambiar el mundo… quizá no con algo tan dramático ni majestuoso como el forjado,
sino de maneras mucho más íntimas. Con la escritura. Con el habla. Con la conexión
humana.
Nada más llegar a París, el grito arengador de la Revolución francesa se encajó en
los huecos que separaban sus sueños: liberté, égalité, fraternité.
«Libertad, igualdad, fraternidad».
Tres palabras que fueron para Enrique el mismo canto que para otros estudiantes
como él. Estudiantes que habían empezado a cuestionar el control rígido de las islas
Filipinas que mantenía España desde hacia casi trescientos años. En París, Enrique
encontró a otros como él, pero fue Séverin el que le cambió la vida, el que le dio una
oportunidad a sus habilidades como historiador cuando nadie se la quiso dar. Séverin
escuchó sus sueños de cambiar el mundo y le enseñó lo que había que cambiar. Con
un hermano mayor dedicado al lucrativo negocio familiar del mercadeo y otro
entregado a la iglesia, a Enrique le dejaron perseguir lo que deseara. Y sabía lo que
deseaba… solo debía conseguir que los Ilustrados también lo desearan a él.
Tal vez amenazar a la Orden con el secreto del Ojo de Horus fuera la respuesta.
Enrique se permitió soñar con lo que ocurriría a continuación: quizá Séverin y él le
dijeran a la Orden que la civilización estaba desequilibrada… quizá pudieran
enfrentarse a ellos en un escenario. La iluminación era crucial en todo enfrentamiento
dramático. Y tenía que haber champán. Obviamente. Después, Séverin se convertiría
en patriarca (Enrique pronunciaría un discurso sobre la resurrección de los linajes,
eso sonaba muy bien, a lo mejor acompañado de una lluvia de confeti), la Casa Vanth
se restablecería y, cómo no, la Casa necesitaría a un historiador. A él. Y entonces los
Ilustrados clamarían por su atención, porque así por fin tendrían a alguien dentro,
capaz de informarles de los movimientos de la Orden de Babel. Era el único punto
débil del servicio de inteligencia del grupo. Una vez conseguido todo lo anterior.
¡Séverin, él y toda su tropa cambiarían el mundo! Quizá pudieran conseguir espadas
y todo… Enrique no sabía manejarlas, pero blandir una sonaba la mar de épico. ¿Y si
alguien le construía y dedicaba una estatua…?
—Vámonos.
Enrique se sobresaltó y tiró la copa de champán.
—¡Mi bebida! —gritó cuando el cristal se estrelló contra el suelo.
—Ni siquiera estabas bebiendo. Estabas fantaseando.
—Pero me gustaba sujetarla…
—Vamos.

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Séverin no lo esperó y empezó a subir a buen paso las cortas escaleras. Con el
ceño fruncido, Enrique refunfuñó algo en tagalo por lo que su abuela lo habría
abofeteado con una zapatilla. Ser tan brusco no era propio de Séverin, que avanzaba
con los hombros levantados mientras cruzaban el gran salón y la entrada al Jardín de
los Siete Pecados.
Cerca de los establos, un carruaje se detuvo discretamente en el camino. A
diferencia de la flota habitual de carruajes de L’Éden, este no llevaba ni el nombre del
lugar ni su insignia. Enrique subió después de Séverin. El conductor cerró la puerta y
unas cortinas negras se desplegaron para cubrir las ventanas.
Enrique jugueteó con sus mangas.
—Y… ¿ahora me vas a contar lo que pasa?
Séverin se sacó un sobre del bolsillo. El sello rojo sangre estaba roto por la mitad,
pero la letra estampada de cera era lo bastante clara: H.
Enrique enmudeció. Su corazón se saltó un latido.
—¿Hypnos?
Nada más pronunciar el nombre, supo que estaba en lo cierto. El aire mismo
parecía confirmar sus sospechas. El viento se coló por una rasgadura de la cortina y le
heló la piel.
—Sabe que le hemos robado. —Séverin apretaba los dientes—. Nos pide una
reunión.
—¿Qué?
Enrique pensaba que el plan había sido infalible. Sin huellas. Sin dispositivos de
grabación. Sin nada que revelara su presencia en la sala de subastas.
Como patriarca de la Orden, Hypnos podía hacer que los arrestaran. O incluso
algo peor. Que quisiera una reunión significaba otra cosa… un juego de dar y recibir,
de chantajes. Enrique sabía cómo interpretar el hecho de que Séverin lo hubiera
elegido solo a él para acompañarlo. ¿Era prescindible o inestimable?
No sabía demasiadas cosas sobre el patriarca de la Casa Nyx, pero Tristan le
contó una vez que Hypnos y Séverin habían sido amigos de pequeños, cuando a
ambos los criaban como a los herederos de sus respectivas Casas. Un vistazo rápido a
Séverin le confirmó que, desde entonces, esos dos no habían vuelto a hablar. La
expresión de Séverin era pétrea, demacrada. Con el pulgar, no paraba de recorrerse la
cicatriz plateada de la palma.
—Y si… —Enrique no consiguió pronunciar las palabras «nos mata».
Por lo visto, Séverin lo entendió de todos modos.
—Hypnos siempre ha sido listo —dijo lentamente—. Pero si intenta algo, sé
bastantes trapos sucios suyos como para destrozar el lugar que ocupa en la Orden en
cuanto nos ponga la mano encima.
—Cierto, pero es imposible saborear la venganza si estamos muertos.
—No tengo ninguna intención de morir. —Séverin se bajó el ala del sombrero.

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Cuando el carruaje se detuvo, Séverin se inclinó para abrir la puerta. Al hacerlo,
Enrique entrevió la carta que sujetaba con la mano vendada. Y frunció el ceño.
Estaba en blanco.

HYPNOS HABÍA LLAMADO Érebo a su residencia en honor al lugar de la


mitología griega en el que las pesadillas florecían al lado de rojas amapolas. Qué
ridículo. Enrique creía que su apodo, Hypnos, era igual de pretencioso. Nadie le
habría puesto a un niño el nombre del dios del sueño. Por lo menos era lo que
esperaba Enrique, por el bien de la pobre criatura.
Mientras que la mayoría de las Casas occidentales utilizaban y coleccionaban
objetos forjados hechos con las dos afinidades, la Casa Nyx recopilaba tesoros de un
tipo particular: los que presentaban una afinidad mental. La Casa poseía objetos que
unían recuerdos, empapaban sueños, juntaban voluntad de alguien en un puño
apretado y creaban vívidas ilusiones. La mental era la forma de artesanía más
regulada de todas, utilizada tanto en lugares placenteros y sitios para entretenerse
como en campamentos de prisioneros. Era la única afinidad que requería de un
registro mundial, sin tener en cuenta si una persona había elegido o no pulir ese
talento. Incluso había técnicas de afinidad mental que estaban prohibidas. Y por
razones de peso. Hasta hacía solo veinte años, los objetos de manipulación mental
habían sido especialmente populares en los estados del sur de los Estados Unidos,
donde los ricos terratenientes tenían esclavos.
Justo delante de ellos se alzaba la entrada a Érebo. A ambos lados se erguían dos
leones esculpidos con diorita, y por encima del umbral resplandecía una línea de jade
blanco hecha con piedra verita. Como la entrada de verita del Palais Garnier, la piedra
era capaz de detectar cualquier arma u objeto forjado peligroso. La única manera de
neutralizar sus efectos era llevar encima piedra verita, como dos imanes que se
repelen mutuamente. En teoría, en el mundo no había nada parecido a la verita,
aunque Enrique había leído un tratado sobre un artefacto del norte de África que hizo
que se lo cuestionara.
—Es famoso por sus ilusiones —dijo Séverin, interrumpiéndole así los
pensamientos—. Concéntrate en una cosa y no debes arrastrar por sus trucos. La
puerta se abrió. Sin vacilar, Séverin avanzó entre los leones. Cuando pasó por debajo
de la piedra, la verita lanzó un destello rojo y los leones gruñeron, las cabezas giradas
hacia él.
Un guardia corpulento apareció en la entrada.
—Mostrad vuestras armas —le dijo.
—Mil disculpas —le respondió Séverin con amabilidad. Se saco un pequeño
cuchillo del bolsillo—. Siempre me dejo uno a mano para pelar manzanas.
Enrique siguió con cara de poker. Séverin estaba mintiendo.
—Vais a tener que volver a pasar por debajo de la entrada de verita…

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—Ya llegamos tarde —dijo Séverin—. Al patriarca Hypnos no le hará gracia, y
os aseguro que no llevo nada más conmigo. Mirad, voy a vaciar mis bolsillos delante
de vos.
Séverin hizo el numerito de levantarse las perneras de los pantalones y el interior
de sus mangas. Cuando llegó a los bolsillos, una tarjeta revoloteó hasta el suelo. El
guardia la cogió, con los ojos como platos.
—Ah, es un vale para pasar dos noches gratis en el hotel de mi propiedad. Tal vez
hayáis oído hablar de él. Se llama L’Éden.
Claro que el guardia había oído hablar de él.
—¿Por qué no os lo quedáis y me dejáis pasar? ¿O deberé custodiarlo mientras
efectúo una absurda entrada una vez más?
El guardia dudó y después le indicó a Séverin que entrara. Enrique lo siguió sin
incidente alguno. El nunca tenía motivos para llevar un arma.
Pronto descubrió que el lugar hacía justicia a Erebo, su nombre. En cuanto
entraron en la sala, todo cambió. Al principio, Enrique entrevió suelos de parqué,
pilares de ébano cubiertos de filigranas doradas y una lujosa alfombra cerca de sus
pies. Tendría que haberse limitado a mirar al suelo, pero un movimiento lo distrajo. Y
levantó la vista. De inmediato, la estancia se transformó en un bosque silvestre. Entre
las ramas de árboles congelados flotaba un polvillo plateado. El candelabro se
convirtió en un lomo de nieve. Los trozos de alfombra que veía parecían
espolvoreados con azúcar. El frío le tocaba la piel. Y lo percibió. El olor fuerte a
nieve. Le quemaba la nariz por dentro a causa del frío. Se encontraba en un mundo de
hielo y azúcar. La seda blanca estaba salpicada de sangre. No, no era sangre. Eran
amapolas. Amapolas que florecían, se marchitaban y brotaban con patrones
jeroglíficos. Los secretos yacían debajo de los pétalos y la nieve, si pudiera…
—Santo cielo, qué maleducado soy. —Una voz rasgó la ilusión.
Las imágenes se esfumaron. Adiós a la nieve, las amapolas y el azúcar.
Enrique estaba de rodillas, con las manos sobre la alfombra escarlata, como si
quisiera hacerla pedazos. Delante de el vio un par de zapatos pulidos. Levantó la vista
antes de darse cuenta de que tendría que haberse levantado él primero. El patriarca de
la Casa Nyx lo miraba desde arriba.
Hasta ese momento, Enrique solo había visto a Hypnos de lejos. Conocía su tono
de piel, de un marrón oscuro parecido a la corteza de un roble empapada por la lluvia.
Conocía su pelo rizado, que llevaba muy corto. Incluso conocía sus ojos, de un
extraño color, de un azul tan claro que parecían cristales de escarcha. De lejos,
Hypnos era atractivo. De cerca, era simplemente deslumbrante. Enrique tropezó al
ponerse en pie, con la esperanza de que Hypnos no se hubiera dado cuenta. Al
levantar la vista, vio que los ojos de Hypnos eran aún más siniestros Se le
ensancharon las pupilas, como si intentara absorberlo entero.
—De haber sabido que contabas con tan bella compañía, tal vez me hubiera
reunido contigo antes, Séverin —dijo Hypnos sin apartar los ojos de Enrique.

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—Lo dudo. —Séverin soltó una frágil risotada—. Llevas dos años siendo un
patriarca, y a pesar de ello, todavía debes contarle a la Orden de Babel cada vez que
inspiras y espiras. No me imagino lo que deben de pensar de tu encuentro conmigo.
Tenía entendido que a cualquier miembro de la Orden le estaba prohibido hablar
conmigo. ¿Acaso saben lo que estás haciendo ahora mismo?
—¿Quieres que lo sepan? —Hypnos arqueó una ceja. Séverin no respondió e
Hypnos no insistió.
—Me pedías que nos viéramos —dijo Séverin—. ¿Por qué? «Después de todo
este tiempo», pensó Enrique.
—Quería encontrarme con mis ladrones. —Hypnos sonrió.
—Pues ya me has encontrado.
Hypnos chasqueó la lengua.
—Bueno, bueno. Yo solo me he encargado de una pequeña parte. Tú has hecho el
resto.
Enrique se sacudió de encima los restos de la ilusión. Dio un paso hacia Séverin.
Todo lo que sabía giraba en torno a las palabras de Hypnos.
—¿A qué te refieres? —le preguntó.
¡Ahí va! Si habla y todo —exclamó Hypnos. Dio una palmada—. La brújula falsa
que me dejasteis era una imitación decente, pero tenía sangre. Así que llevé a cabo un
análisis… Quienquiera que me había robado había dejado a mi pobre animal de
piedra lleno de sangre. Por lo tanto, añadí un poquito de forjado de sangre a mi carta
para asegurarme de que solamente la podría leer el ladrón. Ordené a mis hombres que
se la entregaran a todos los que se me ocurrieron. ¿Quién —me pregunté—, querría
robarme a mí? Y… ¿por qué? Y entonce, por supuesto, cuando me quedé sin
opciones, te la mandé a ti. El sofisticado hotelero con una reputación demasiado
impecable y que siempre está demasiado cerca de todos los robos de un objeto de la
Orden. En fin, ya ves —dijo, y su expresión pronto se puso muy seria—, yo no te he
encontrado. Tú has venido a mí.
Enrique cerró los ojos con fuerza. Recordó haberle echado un vistazo a la carta de
Séverin. La curiosa página en blanco. Normal que no la pudiera leer.
—Qué inteligente. —Ninguna emoción delato a Séverin.
—Uno siempre puede contar con la soberbia humana. Supuse que no ibas a
compartir la carta. —Hypnos ladeo la cabeza—. Sería un auténtico desastre.
Decepcionar a los tuyos y admitir que habías fallado. Vamos, no me mires así,
Séverin. Quizá la Orden no haya mirado en tu dirección todo este tiempo, pero yo sí.
—Me halaga que pienses que merece la pena mirarme.
—¿Con un rostro como el tuyo? —Hypnos le guiñó el ojo—. No debo de ser el
único.
—¿Qué quieres, Hypnos?
—Ya sabes qué puedo hacer contigo. Que te arresten, te condenen, te ejecuten,
etcétera. Pero no tiene sentido que dé detalles, ¿verdad? —Hypnos se detuvo para

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sonreír—. Aunque no quiero hacer nada de eso. En realidad, soy un ser humano de lo
más excepcional y me considero bastante generoso. De este modo, solo voy a pedir
dos cosas. Una, que me devuelvas la brújula. Y dos, que utilices tus habilidades para
conseguir un objeto que hace tiempo que deseo. Como recompensa, yo te daré a ti lo
que quieres.
Séverin tenía ahora una expresión rígida; formaba una línea fina con los labios y
sus ojos oscuros casi ardían.
Lentamente, Hypnos levantó una mano. Su anillo de Babel, una delgada luna
creciente que se extendía hasta media mano, capturó la luz. Desde el lugar de
Enrique, parecía una guadaña.
—Mon cher, tu y yo siempre hemos tenido muchas cosas en común —dijo
Hypnos—. Y ahora, ¡muchas más! Míranos. Dos bastardos huérfanos con madres de
color. —Se acerco a Séverin—. Qué extraño… La tuya no aparece en tu piel igual
que la mía La mía era hija de esclavos de una plantación de azúcar que tenía mi padre
en Martinica. En cuanto nací, mi padre, un aristócrata francés, la abandonó. Pero
recuerdo que tú si tuviste a tu madre contigo. Y eso siempre me puso celoso, lo
admito. Su pelo era tan maravilloso… ¿Y de dónde era? ¿Egipto? ¿Argelia? Su
nombre también era precioso…
—Cállate —le espetó Séverin con voz entrecortada. Le temblaba un músculo de
la mandíbula.
Hypnos se encogió de hombros ligeramente y se giró hacia Enrique, sonriéndole
como si fuera tan solo un invitado más y aquel fuera tan solo un día más.
—¿Te ha contado cómo funcionan las pruebas de herencia de la Orden?
Enrique meneó la cabeza.
—Es algo así —dijo Hypnos, y se le acercó—. ¿Puedo, precioso?
Enrique consiguió asentir. Hypnos le giró la mano y le recorrió la palma con el
oscuro pulgar antes de detenerse encima de su acelerado pulso.
—En todos los anillos de Babel hay un núcleo con sangre de la matriarca y el
patriarca. La sangre alimenta la habilidad del anillo para marcar objetos de la Casa,
entre otras cosas. Cuando muere una matriarca o un patriarca, o si desean dejar su
puesto antes de tiempo, se invoca a un cabeza de Casa para llevar a cabo la prueba de
herencia. Primero, el anillo hace un corte en la mano del heredero. —Hypnos apretó
uno de los extremos de la luna creciente contra la mano de Enrique. A través de la
piel, él sintió un zumbido de poder, como si un relámpago le recorriera las venas—.
Y entonces, el anillo del testigo se pone junto al anillo manchado de sangre. Si el
heredero tiene la misma sangre que la matriarca o el patriarca, los dos anillos se
vuelven azules. Si el heredero no tiene la misma sangre…
—Te queda una bonita cicatriz —terminó Séverin fría, mente.
Hypnos soltó la mano de Enrique.
—La Orden no tiene reparos en falsificar pruebas de herencia —dijo, encarándose
a Séverin—. En el pasado lo han usado linajes que deseaban pasar por alto a un

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heredero en favor de otro miembro de la familia.
—¿Por qué motivos iban a negarle la herencia a un heredero? —quiso saber
Enrique.
Hypnos contó las razones con los dedos.
—Quizá no les gusta cómo piensa, o a quién ama, o…
—O que a la Orden le gusta que sus estirpes sean puras —lo interrumpió Séverin
con voz distante—. No quieren dos herederos de sangre mestiza. Una solución fácil
es elegir a uno y descartar al otro.
Hypnos apretó los dientes. Atrás quedaban sus educados ademanes. El
remordimiento le torció sus bellos rasgos.
—Si la memoria no me falla, intentaste decírmelo hace años —dijo en voz baja.
—Y si tampoco me falla a mí, no me escuchaste.
En las mejillas de Hypnos brotaron puntitos de color.
—Como bien has apuntado antes, la Orden controla todas y cada una de mis
respiraciones desde que mi padre murió y me pasó el anillo. Pero si me consigues el
artilugio que quiero, yo mismo supervisare la prueba de herencia. No habrá
falsificaciones como la otra vez. Puedo devolverte el anillo… Sé dónde lo guardan.
Enrique tuvo la sensación de que habían eliminado todo el aire de la sala. Séverin
se negó a mirar a Hypnos a los ojos mientras le decía:
—¿Qué quieres?
—Un Ojo de Horus.
Enrique respiró hondo.
—¿Dónde está?
Hypnos dudó unos instantes antes de responder:
—En la caja fuerte de la Casa Kore.
—No —dijo Séverin de inmediato—. No pienso entrar en la casa de esa mujer.
«Y no me extraña», pensó Enrique. La matriarca de la Casa Kore debió de haber
ayudado a falsificar los resultados de la prueba de herencia que le arrebató el título a
Séverin.
—Justo antes de la subasta, la atacaron vilmente —dijo Hypnos—. Y le robaron
el anillo.
—Seguro que fue alguien de dentro —comentó Séverin—. Nosotros no nos
involucramos en esos asuntos.
«Nosotros». Enrique sintió una oleada de orgullo. «¡Así se habla!», quiso decir.
Pero no lo dijo.
—No te estoy pidiendo que encuentres su anillo —dijo Hypnos—. Ya hay gente
con esa tarea. Lo que quiero es que me ayudes con otra cosa. Como sin duda no
habrás olvidado, los anillos de las cuatro Casas custodian la ubicación del fragmento
de Babel de Occidente.
Séverin se rio.

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—¿Y crees que el maestro ladrón conoce la ubicación del fragmento y desea
realizar alguna actividad perversa allí con el anillo robado? Porque, si no me
equivoco, para revelar dónde está el fragmento se necesitan dos anillos, no uno. Ten
cuidado con tu preciada información.
Enrique sabía poco sobre el funcionamiento interno la Orden, pero Séverin le
contó un día que, cada siglo, la información con la ubicación del fragmento de
Occidente circula entre las Casas de distintos imperios. El último país en tener esa
información había sido Francia. Si de verdad habían robado el anillo de la Casa Kore,
esa información corría un grave peligro. Y si Séverin tenía razón y el robo lo había
cometido alguien de dentro, entonces tenía todo el sentido del mundo que Hypnos
robar el Ojo de Horus en lugar de preguntar por él.
Si la Casa Kore se había puesto en riesgo desde dentro, entonces nadie de esa
Casa era de fiar. Y si, por alguna casualidad, el ladrón había llevado el anillo hasta la
ubicación del fragmento, entonces, mirando a través del Ojo de Horus conocería de
inmediato su paradero.
—Con un solo anillo, la Casa Caída casi rompe el equilibrio del mundo —dijo
Hypnos—. Pagaron las consecuencias, sin duda, pero la historia siempre se repite.
Enrique recordó el umbral forjado del Palais Garnier de cuando se iba de la
subasta. Una imagen brotó en su mente: un hexagrama separado de un espejo dorado.
El símbolo de la deshonrada Casa Caída. Algo relacionado con el hexagrama daba
vueltas en su cabeza.
—Sabes de sobra de lo que soy capaz… No tendrás más remedio que ayudarme,
Séverin.
—Aunque me amenaces con encarcelarme, huiré. Manda a tus guardias a por
nosotros si quieres, pero ya he dispuesto una esfera incendiaria, y voy a hacer que
este sitio arda en llamas antes de que des un solo paso —dijo Séverin.
Enrique reprimió una sonrisa. La mentira de Séverin en la entrada. El pequeño
cuchillo que entregó sin oponer resistencia. Había distraído al guardia con un arma
falsa mientras escondía la auténtica.
—¿Cuándo has? —Séverin sonrió.
—Tenia que hacer algo para matar el tiempo mientras le ponías ojitos a mi
historiador.
—Un momento. ¿Yo era el cebo? —le preguntó Enrique.
—Y eso te halaga.
Quizá un poco.
Cuando Hypnos recorrió la sala con la mirada, Séverin le hizo un gesto con la
mano.
—No te molestes. No la vas a encontrar a tiempo. Y yo no pienso acercarme a esa
Casa —dijo Séverin mientras daba media vuelta—. A lo mejor podamos hacer otro
pacto. Mientras tanto, Enrique y yo nos vamos.

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—¡Odio tener que hacer esto! —Hypnos soltó un suspiro—. Ánimos enardecidos,
amenazas veladas, buf. Me envejecen, mon cher, y lo detesto.
Hypnos pisoteó el suelo. Una imagen se proyectó sobre la superficie de la
alfombra escarlata. A Enrique le entraron arcadas. Delante de él temblaba una imagen
de tres cuerpos arrodillados a lo lejos… las cabezas inclinadas hacia delante, las
manos atadas… pero las siluetas eran inconfundibles.
Laila.
Zofia.
Tristan.
Séverin palideció de inmediato.
—¿Lo ves? Si os vais, sobreviviréis. Pero no puedo decir lo mismo de ellos.
Quiero que jures que me vas a devolver la brújula, que vas a ir a la Casa Kore y que
me vas a dar el Ojo de Horus —dijo Hypnos, sujetando la pluma forjada que tatuaba
los juramentos—. Hazlo, Séverin, y yo te devolveré tu Casa.
—¿Están vivos? —Séverin estaba anclado al suelo.
—¿Hay trato o no hay trato? —preguntó Hypnos con voz cantarina.
—¡¿Están vivos?!
—Si no me lo juras, no vivirán. Estaremos atados por igual, Séverin. Y te aseguro
que es lo mejor. Te gustara trabajar conmigo, ¡te lo prometo! Se me dan de maravilla
las fiestas, tengo un gusto exquisito con la ropa masculina, etcétera, etcétera, —dijo
Hypnos mientras movía la mano—. Y si no accedes, voy a partir cada hueso de sus
cuerpos y a grabar tu nombre en las astillas para que planee sobre sus muertes.
La sonrisa de Hypnos era tan afilada como un cristal roto.
—¿Sigues sin querer aceptar?

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7

Séverin

I ra fue el segundo del los siete padres de Séverin.


Algunos de sus padres duraban meses. Otros, años. Algunos tenían esposas
que no le permitían llamarles «mamá». Algunos padres murieron antes de que él
aprendiera a odiarlos. Otros murieron porque él los odiaba.

SÉVERIN TENIA SIETE años la última vez que vio el anillo de su padre. El anillo
era un fino óvalo de latón deslustrado que representaba una serpiente que se mordía
la cola. La parte inferior de la cola era una cuchilla. Después de que un incendio
acabara con la vida de sus padres, la matriarca de la Casa Kore le recorrió a
Séverin la palma con el anillo de su padre, y la serpiente le cortó la piel como un
cuchillo caliente rebanaría un taco de mantequilla. Durante unos instantes, Séverin
vio el destello del deseado azul… el brillo que su padre le había dicho que
demostraría que era el auténtico heredero de la Casa Vanth… pero entonces, el
destello desapareció, oculto tras la capa del patriarca de la Casa Nyx. Séverin
recordó que esos dos a los que él había llamado «tante» y «onde» hablaron en
susurros. Cuando ambos se giraron para mirarle, fue como si jamás le hubieran
hecho dar brincos sobre sus rodillas, como si jamás le hubieran dado a hurtadillas
una ración extra de postre. Un solo minuto los había convertido en extraños.
—No te podemos permitir que seas uno de nosotros matriarca.
Séverin no olvidaría nunca cómo lo había mirado la mujer cómo se había
atrevido a mostrar lástima.
—Tante… —empezó a decir él, pero su tía lo interrumpió con un movimiento
brusco de su mano enguantada.
—Ya no me puedes volver a llamar así.
—Una pena —oyó Séverin que decía el que había sido su tío—. Pero es que no
podemos tener a más de uno.
Más tarde, un grupo de abogados le informó de que alguien se encargaría de él
hasta que tuviera la edad de heredar los fondos fiduciarios de la Casa Vanth, porque
aunque no fuera su heredero legítimo, su nombre aparecía en todos los contratos y
escrituras, por lo que se le daría derecho a los recursos económicos.
Séverin no sintió tanto la muerte de su padre como sintió la de Kahina. Su padre
no le permitía que la llamara «madre», y ella, en público, se refería a él como
«monsieur Séverin». Pero cuando se hacía de noche… cuando ella entraba a

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escondidas en su habitación para cantarle nanas, siempre le susurraba una cosa
antes de irse: «Soy tu ummi. Y te quiero».
El primer día que pasó en casa de Ira, Séverin dijo entre lloriqueos: «Echo de
menos a Kahina». Ira lo ignoró. El segundo día, Séverin no había dejado de
lloriquear y volvió a decir: «Echo de menos a mi Kahina».
Ira había dejado de dirigirse hacia el lavabo. Se giró. Sus ojos eran tan claros
que a veces parecía que sus pupilas no tuvieran color.
—Vuelve a pronunciar su nombre —dijo el anciano.
Séverin dudó, pero es que le encantaba el nombre de su madre.
Sonaba como el olor que ella desprendía a frutas de un jardín de cuento. Le
encantaba que, al pronunciar su nombre, le viniera a la memoria que su mamá
siempre se inclinaba delante de él, de manera que su larga cabellera negra hacía las
veces de cortina sobre la canuto de Séverin, para así fingir que era de noche y
tocaba leerle algún cuento. En cuanto dijo en voz alta su nombre, Ira lo abofeteó. Lo
repitió una y otra vez, y le obligó a pronunciar «Kahina» hasta que la sangre
sustituyó el sabor de cuento del nombre de su madre.
—Está muerta, muchacho —le dijo Ira cuando hubo terminado—. Murió en el
incendio, igual que tu padre. No quiero volver a oír su nombre.

EL HIJO BASTARDO de Ira también vivía en la casa, aunque él a duras penas lo


trataba como si fuera su propio hijo. El chico era más joven que Séverin y sus ojos
eran enormes y grises. Cuando Ira se enfadaba, le daba igual con cuál de los dos
ensañarse, siempre que tuviera uno a mano.
En su despacho, Ira guardaba un casco de Fobos, un objeto forjado con afinidad
mental que recopilaba las pesadillas del que se lo ponía y las reproducía en bucle…
Ira simplemente se los quedaba mirando cuando los dos chicos chillaban, una
vez puesto el casco de Fobos sobre sus cabezas. Nunca los tocó más que para
golpearlos de manera ocasional.
—Vuestra imaginación os infringe más daño del que yo os pueda llegar a hacer
—les dijo una vez.
Un día, Ira llamó al otro. A esas alturas, Séverin ya sabía que se llamaba Tristan.
Ese día, vio que Tristan se agazapaba en las sombras. Ninguno de los dos se movió.
—¿Lo has visto? —le pidió Ira.
Séverin tenía que elegir. Y eligió.
Ira se lo llevó a él.
Al día siguiente, Ira los llamó a los dos. Séverin estaba afuera deambulando por
ahí. Los pasos de Ira resonaban con fuerza. Habría pillado a Séverin si este no
hubiera notado que tiraban suavemente de su manga. El chico callado se escondía
entre los rosales. Tenía el regazo lleno de flores. Se movió a un lado para hacerle
sitio a Séverin.
—Yo te protegeré —le susurró Séverin.

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«YO TE PROTEGERÉ».
Una promesa.
Una sola promesa, y Séverin era incapaz de mantenerla cada vez que parpadeaba,
veía sus cuerpos. El pelo brillante de Zofia, despeinado y sucio. Tristan se
bamboleaba en cuclillas… Y Laila. Laila, quien debería tener azúcar en el pelo, no
trozos de cristal. Laila, a quien él…
Séverin se clavó las uñas en la palma y le gritó al conductor que fuera más
deprisa. A su lado, Enrique era un fantasma de sí mismo, sin dejar de susurrar y dar
vueltas a un rosario con la mano. En cuanto llegaron a L’Éden, Enrique saltó del
carruaje.
—Yo los busco en el interior.
Séverin asintió y después se lanzó hacia el Jardín de los Siete Pecados.
No dejó de correr hasta que llegó al taller de Tristan, situado en la envidia. Estaba
de espaldas a él. Encorvado. Con el cuello inclinado. Su mesa de trabajo estaba llena
de hojas pequeñas y trocitos de pétalos… los ingredientes de los mundos en miniatura
que creaba de manera obsesiva.
Séverin no podía respirar. ¿Habían estrangulado a Tristan? ¿Lo habían dejado de
pie en plan broma macabra? De ser así, ¿dónde estaban Laila y Zofia? ¿Estaban
muertas en las cocinas y el laboratorio? O acaso…
Tristan se giró.
—¿Séverin?
Séverin se mecía adelante y atrás.
—¿Por qué parece que tengas náuseas? ¿Es por el huésped sonámbulo de la
habitación 7? Anoche lo pille caminando desnudo en las dependencias de los
sirvientes, y si es por eso, no te culpo, créeme…
—Las dos —gimió Séverin—. ¿Están…? ¿Están…?
—Acabo de ver a Laila y a Zofia en las cocinas. —Tristan frunció el ceño—.
¿Por? ¿Qué pasa?
Séverin se lanzó para abrazarlo con fuerza.
—Tengo la sensación de que me estoy perdiendo algo importante —jadeó Tristan.
—Creía que estabas muerto.
—¿Por qué creías eso? —Tristan se echó a reír. Al ver la mirada apagada de
Séverin, sin embargo, se detuvo—. ¿Qué ha pasado?
Séverin se lo contó todo, desde la propuesta de Hypnos… hasta la recompensa
que lo esperaba al final.
—¿De la Casa Kore? —casi escupió Tristan—. ¿Después de lo que ella…?
—Lo sé.
—¿Vas a aceptar la oferta?

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Séverin levantó la mano y le enseñó la dura marca del juramento tatuado.
—No tengo otra opción.
En ese momento, el rostro de Tristan era inescrutable.
Después de lo que pareció una eternidad, Tristan giró su propia mano. La cicatriz
plateada de su palma era idéntica a la de Séverin. Ninguno de los dos sabía de dónde
había salido la de Tristan. Pero eso daba igual.
Al final, Tristan puso la mano encima de la de Séverin para juntar las cicatrices
antes de decir:
—Yo te protegeré.

UNO DE LOS mayores secretos de la Casa Caída era el lugar en el que se habían
reunido sus miembros.
Se decía que la llave tanto de sus reuniones secretas como de su tesoro perdido se
encontraba en los relojes de hueso que en el pasado se dio a cada uno de los
miembros de la Casa. Habían pasado ya cincuenta años desde que la Orden los obligó
a exiliarse y los ejecutó, y nadie había averiguado el código de los relojes. Por aquel
entonces, se consideraba mas bien un rumor al que el tiempo le había dado la
categoría de mito. Eso no evitaba, sin embargo, que a mucha gente le interesara
conseguir los relojes. Últimamente, se habían convertido en algo parecido a un objeto
de coleccionista.
Uno de los pocos que quedaban estaba en la librería de Séverin.
Durante todo el tiempo que había guardado el reloj de hueso, el artilugio no había
revelado ni uno solo de sus secretos. Aunque a veces el reloj se paraba a las doce y
seis minutos, que para Séverin resultaba extraño al tener en cuenta que en el artilugio
había una sola palabra: nocte.
«Medianoche».
Séverin a menudo se lo quedaba mirando mientras pensaba.
Cincuenta años atrás, había parecido imposible que se pudiera hundir la Casa
Caída. Y ahora… para Séverin el reloj suponía un recordatorio. Todo podía caerse.
Las torres que rozaban el cielo, las Casas con bolsillos más llenos que los imperios,
los serafines resplandecientes que en el pasado tuvieron la confianza de Dios. Incluso
familiares que en teoría te querían.
Nada era invencible, solo el cambio.
Séverin seguía contemplando el reloj cuando le llegó la carta de Hypnos. Rasgó el
sobre, leyó la primera línea y frunció el ceño. «Para ser juntos, tú habrías hecho lo
mismo».
Los nudillos de Séverin se volvieron blancos de tanto apretar.
«Antes de que lances el papel al fuego, espero que escuches a la semilla de
racionalidad que está más allá de tu furia. Debemos trabajar juntos, y aunque quizá
no extraigo promesas de la mejor manera, siempre las mantengo. Y tu lo sabes. Dime
qué necesitas de mi».

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Séverin detestaba ese verbo. «Necesitar». Detestaba que la promesa de Hypnos de
una nueva herencia hiciera renacer ese verbo.
A veces deseaba no recordar la vida antes de la Orden. Deseaba que alguien con
afinidad mental se adentrara en su memoria y borrara esos años. Lo perseguían. Pero
no las personas, sino los fantasmas sensitivos: la luz del fuego que describía el
contorno de sus dedos, un gato con una cola esponjosa que dormitaba a los pies de su
cama, el agua de azahar sobre la piel de Kahina, una cuchara llena de miel y dirigida
a escondidas hasta su mano extendida, el viento contra la cara al ser lanzado por los
aires y recogido por cálidos brazos, las palabras que se hundían en su alma como las
raíces que crecían bajo la luz del sol: «Soy tu ummi. Y te quiero». Séverin cerró los
ojos con fuerza. Ojalá no supiera cuánto había perdido. Así a lo mejor no todos los
días serían iguales. Como si en algún momento hubiera aprendido a volar y los cielos
lo hubieran zarandeado para dejarlo tan solo con el recuerdo de las alas.
Séverin movió los hombros. Sus dedos dejaron huellas húmedas en la carta de
Hypnos. La arrugó con una mano. Sabía lo que iba a hacer. Lo que necesitaba hacer.
Nada más cruzar la puerta de su estudio, un dolor fantasma se desplegó entre sus
omóplatos.
Como si anhelaran el peso de dos alas.

A TRAVÉS DEL cristal esmerilado de la puerta de la cocina, Séverin vio las siluetas,
agolpadas alrededor de las altas encimeras. Oyó el repiqueteo de la porcelana china,
de las cucharitas de plata al golpearlos platillos para el té. El crujir de las galletas al
partirse. Se los imaginaba con total claridad. Zofia cortaba su galleta por la mitad,
con cuidado, y después mojaba una parte en el té. Enrique le preguntaba por qué
torturaba así a las galletas. Tristan se reía ante un té caliente y aguado, y «Laila,
¿queda más chocolate caliente?». Laila. Laila, que se movía entre ellos como una
sílfide y los observaba con esos ojos que decían que conocía los peores secretos de
todos y aun así los perdonaba. Laila, que siempre tenía azúcar en el pelo.
Los presentía a todos, y ese presentimiento lo aterrorizó. Agarró el pomo de la
puerta. Los juramentos tatuados de su mano derecha le devolvieron la mirada. Tal vez
le debieran la existencia, pero era él el que estaba atado a ellos.
Era él el que siempre acababa siendo olvidado. Pronto, Zofia ya habría pagado su
deuda y tendría la suficiente fuerza para empezar una nueva vida. Pronto, Enrique
entraría en el círculo íntimo de visionarios filipinos y se iría de L’Éden. Pronto, Laila
también se marcharía. Cuando le ofreció sus servicios y le confió su historia, igual
que él le confió a ella la suya, le dijo que andaba detrás de un objeto, y que iría allá
donde esa búsqueda la llevara.
Solo quedaba Tristan. El único que seguiría a su lado por su propia voluntad.
Pero si conseguían el Ojo de Horus…
Hypnos tendría que llevar a cabo la prueba de herencia, y en esa ocasión nadie
haría trampas. La Casa Vanth resucitaría. Como patriarca, él les podría dar a todos

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mucho más que contactos de gente rica. Lograría que la hermana de Zofia entrara a
estudiar medicina, le daría a Enrique acceso e información para los Ilustrados,
ayudaría a Laila a encontrar el antiguo libro que andaba buscando y mantendría su
promesa a Tristan.
Les podría dar algo más, no solo sacarlos del apuro hasta la siguiente adquisición.
Les podría dar lo que tanto necesitaban.
Los cuatro se lo quedaron mirando cuando entró. A juzgar por la taza de té vacía,
llevaban un rato esperándolo. Tras unos largos instantes, Laila le sirvió té. Incluso
con el pelo por encima de la cara, Séverin sabía que sonreía. Y detestaba saberlo. Dos
años atrás, no habría creído posibles tales cosas.
En aquel momento, Laila acababa de empezar a trabajar en el Palais como espía
de Séverin y en las cocinas como chef de pastelería. Un día, entró en su estudio con el
pelo manchado de harina y una reluciente tarta de frutas en la mano. Por aquel
entonces ya había seducido a la mitad del personal y asegurado más adquisiciones de
las que había logrado Séverin solo. Que se pasara la mayor parte del tiempo libre
merodeando en la biblioteca o en las cocinas no le habría importado si Laila no
hubiera intentado imponerle sus creaciones ni soltarle opiniones sobre todo mientras
él procuraba trabajar. Lo peor era que no quisiera nada a cambio. Le dejaba pasteles
en el escritorio, y si Séverin intentaba pagarle, Laila enseguida sacudía la mano.
—Pruébalo, pruébalo —le había insistido ese día, y tiró de su silla hacia atrás
para tenderle una porción de tarta.
Lo sorprendía tanto la manera inesperada en que Laila no paraba de manifestarse,
como un sueño recurrente cuando queda en el olvido, que no tuvo tiempo de decir:
«Que no quiero ningún dulce». Ella le separó los labios con los dedos. Sobre su
lengua, los sabores se volvieron incandescentes. Quizá había gemido y todo. Ya no se
acordaba bien.
—¿Lo notas? —le susurró Laila—. En lugar de piel de limón, he usado piel de
yuzu del vergel, y en lugar de mero extracto de vainilla, vainas de vainilla. El
glaseado es de mermelada de hibisco, que he hecho yo misma. Nada de un aburrido
albaricoque. ¿Qué opinas? ¿No te parece que sabe a sueños?
Fue la primera vez que supo que podía sentir la sonrisa de ella. Como la luz que
incide sobre unos párpados cerrados. Séverin abrió los ojos y vio que los labios de
Laila se curvaban para formar una creciente sonrisa. Desde ese día, siempre que la
veía sonreír, se acordaba del sabor de aquella tarta de frutas, el punto de hibisco y
suave vainilla. Inesperado y dulce.
Enrique carraspeó y Séverin sacudió la cabeza.
—Por fin —exclamó Enrique. Se metió en la boca la última galleta—. Tómatelo
como un castigo por llegar tarde —le dijo con la boca llena.
Séverin separó una silla y notó que todos los ojos se clavaban en él. Por supuesto,
la primera en hablar fue Laila.
—Séverin… ¿Qué vamos a hacer? Enrique nos ha contado lo que ha pasado.

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Sintiéndose culpable, Enrique se ruborizó y dio un larguísimo sorbo al té.
—Estás atado a Hypnos —dijo Laila.
Séverin flexionó los dedos y contempló cómo se estiraba su cicatriz.
—Lo que ocurra a continuación no depende de mí —les aseguró—. No será como
ninguna de nuestras adquisiciones del pasado. Será todavía más peligroso. Y si
decidís tomar otro camino, no os lo tendré en cuenta. Desactivaré los juramentos
tatuados y os pagaré lo que corresponda.
Séverin no se atrevió a mirarlos directamente hasta que oyó el resignado suspiro
de Enrique.
—Cuenta conmigo —dijo Enrique tras un largo silencio.
—Conmigo también —accedió Laila.
Zofia asintió con la cabeza.
Tristan tragó saliva, con los ojos fijos en la encimera. Tardó la vida en levantar la
vista hasta Séverin y asentir.
Un cálido dolor se le extendió por el pecho. No un dolor físico, sino más bien la
mordedura de algo cruel. De esperanza. Como se negaba a mostrarlo, se obligó a
sonreír.
—Bien. Veamos. Para sacar el Ojo de Horus de la caja fuerte, nos tenemos que
concentrar en dos cosas. Primero, en averiguar en qué parte de la caja fuerte está
exactamente el Ojo. Para ello, vamos a necesitar la moneda de registro, así que le
haremos una visita a nuestro viejo amigo, el mensajero de la Casa Kore. Gracias a
Laila, sabemos dónde estará mañana.
—En el Palais des Rêves —dijo ella con una sonrisa.
—¡Espera, un momento! —Enrique emitió un sonido de lo más agudo—. ¡Yo
quiero ir! ¡Es la fiesta del año!
—¿Qué tiene de especial una fiesta? —Zofia frunció el ceño.
—Va a ser magnífica —aseguró Enrique con un suspiro.
—¿Quién ha dicho que os pueda colar? —preguntó Laila.
—Espera, espera, espera… ¿Cómo pretendes conseguir la moneda de registro del
mensajero de la Casa Kore? —quiso saber Enrique—. Cuando la necesitamos para la
subasta, no la pudimos encontrar.
—Ahí es donde entra la máscara de esfinge, cortesía de Zofia. Yo haré de esfinge.
Pero necesitaré a alguien vestido de agente de la Sûreté.
La Sûreté era una rama de detectives de las fuerzas armadas. Los únicos
autorizados a retener a un miembro de la Orden para interrogarle. Séverin se giró
hacia Tristan, quien gimió.
—¿Por qué yo?
—Tienes una cara excelente.
—¿Qué le pasa a mi cara? —quiso saber Enrique—. ¿Puedo ir yo?
—¡Él quiere ir! —observó Tristan—. ¿Por qué no va él?
—Porque yo te elijo a ti.

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—Séverin no me ve guapo —gimoteó Enrique.
—Séverin, dile que es guapo —dijo Laila.
Séverin se cruzó de brazos.
—Zofia, dile que es guapo.
—Personalmente estoy indecisa —respondió Zofia sin levantar la vista del té—,
pero si nos basamos en la objetividad para valorarlo, según los principios de la
proporción áurea, también conocida como phi, que es más o menos 1,618, tu belleza
facial es agradable desde el punto de vista matemático.
—Me voy a desmayar —gruñó Enrique.
—Tiene que ser Tristan —dijo Séverin—. Tiene que ser un rostro sincero. De
esos que inspiran confianza.
Séverin oyó un porrazo cuando Tristan le pegó un puntapié a una pata de la mesa.
Un pequeño berrinche solo podía significar que estaba casi del todo convencido.
Tristan le clavó la mirada.
—¿Será por el día?
—Por la noche.
—¿Y qué pasa con Goliat?
Todo el mundo suspiró.
—Goliat tiene un horario de alimentación muy estricto. Le gustan los grillos justo
a medianoche. Ni antes ni después. ¿Quién le dará de comer?
—¿No es ya lo bastante grande? —le preguntó Laila.
—Seguro que es él el que se zampa los pájaros del jardín —observó Enrique—.
¿No os habéis dado cuenta de que han desaparecido todos?
Tristan carraspeó.
—Que quién le dará de comer a Goliat.
Enrique levantó la mano, desganado.
—Yo.
—Si acepto —Tristan no había terminado aún—, me vais a tener que ayudar con
mi próximo proyecto en miniatura.
Todos refunfuñaron.
—Vale —Tristan se cruzó de brazos—, pues no pienso hacerlo…
—Tú ganas —dijo Séverin.
Tristan sorbió el chocolate con suficiencia.
—Ir a por el Ojo nos deja al descubierto, pero así también estaremos cara a cara
con la Casa Kore. Su festival de primavera será dentro de dos semanas. Tristan es el
único de nosotros que ha ido varias veces a la Casa Kore para el forjado de paisajes,
así que él se encargará del plano externo.
—¿Y qué pasa con las invitaciones? —quiso saber Enrique—. Las enviaron hace
meses.
—Hypnos se encargará de eso —admitió Séverin—. Que sea útil para algo.
—Nuestros instrumentos no superarán la piedra verita —puntualizó Zofia.

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—Tiene razón —dijo Enrique—. Nos detendrán en la puerta principal. Lo único
que repele la piedra verita es la piedra verita. Y no es que a nadie le sobre un trozo
para poder inutilizar los sensores.
Séverin se metió un botón de clavo en la boca.
—Ay, ay —exclamó Enrique—. Odio que hagas eso. ¿Qué pasa ahora?
Creo recordar que hablaste de un artilugio del norte de África que tenía unas
propiedades muy similares.
—Nunca pensé que me estuvieras escuchando. —Enrique abrió los ojos como
platos.
—Sorpresa.
—Pero… mmm, sí… hay un artilugio que quería examinar, pero está guardado
bajo llave en una exposición. Es una exposición sobre supersticiones de las colonias,
pero no abrirá las puertas hasta la Exposición Universal.
—Muy bien.
—Un momento. —Enrique parpadeó—. ¿Quieres que me cuele en la exposición?
—Claro que no…
—Gracias a Dios.
—… Zofia se colará contigo.
—¿Cómo? —exclamaron Zofia y Enrique al mismo tiempo.
—Yo trabajo sola —dijo Zofia.
Enrique puso los ojos en blanco.
—La gran mayoría de mujeres matarían por estar a solas conmigo.
—Ahora sé que para utilizar el verbo «matar» no hay que ser un ser animado —
dijo Zofia—. Piensa en la frase «matar el tiempo». ¿Tal vez las mujeres a las que te
refieres matan las expectativas que tienen?
Tristan escupió la mitad del chocolate, después miró al reloj y palideció.
—Debo irme —dijo—. Tengo un encargo que entregar.
—Yo necesito seguir la investigación del artilugio. —Enrique suspiró—. Zofia,
¿por qué no te vienes conmigo? Tú también vas a tener que saberlo.
Zofia frunció el ceño y saltó del asiento, y dejó a Séverin y a Laila solos en la
cocina. Séverin cogió su taza de té. Le gustaba que la cocina estuviera iluminada, y
los dos se encontraban en los lados opuestos de una mesa muy amplia. No era que las
circunstancias de aquella noche compartida se volvieran a repetir, pero siempre que
se quedaba a solas con ella era como si sus pensamientos resbalaran acantilado
abajo… allá donde las imágenes que más valía olvidar se alzaban como olas
fantasmales.
—Laila.
—Majnun —dijo ella en voz baja.
Solamente Laila lo llamaba majnun, «lunático». Solía decirse con algo parecido al
cariño, pero su tono fue frío.

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Séverin echó un vistazo a la cocina. Laila prefería que su lugar de trabajo fuera
cálido y de lo más caótico. Las paredes estaban cubiertas de recetas manchadas. Los
cuencos para mezclas que había pedido y se habían roto se abandonaban a la felicidad
del lugar. Las cucharas de madera grabadas con los nombres de las personas a las que
Laila quería colgaban del techo, oscilantes. Pero hoy todo parecía impecable. No
había nada en la superficie. Todo estaba guardado. Era lo contrario a la felicidad.
—No aprendes nunca —le dijo Laila mientras sorbía el té—. Quizá lo podríamos
haber evitado si me hubieras dejado leer tu correspondencia.
—La carta estaba forjada, no habrías…
—El sello estaba forjado. El papel era normal y corriente. Te podría haber dicho
dónde había estado, a cuántos hogares había viajado antes de encontrarte a ti. Te
podría haber dicho que era una trampa.
Laila tenía razón, y él lo sabía. Pero compartir la carta con alguien no habría sido
más que la prueba de que él los había puesto en peligro a todos.
—¿Qué me habrías dicho que hiciera?
—Te habría hecho confiar en mí —le dijo—. Como yo siempre he confiado en ti.
Esa confianza era el motivo por el cual entre ellos no había contrato ni juramento
tatuado. Dos años atrás, Laila le salvó la vida al leer el reloj de bolsillo de un
hostelero que deseaba su muerte para poder apropiarse de su negocio. Le demostró
sus habilidades al leer un antiguo colgante de un uróboros que había heredado él de
su padre… y en cuanto hubo indagado en lo más profundo de su alma, a cambio le
ofreció sus propios secretos. Laila se podría haber aprovechado de todo lo que había
descubierto, pero en lugar de eso le hizo entrega de un cuchillo, y fue así como
sucedió. Los dos sonrieron, con la información condenatoria y desconocida a modo
de cuchillos colocados en el cuello de ambos.
Sin contar a Tristan, era la amistad más segura que había tenido jamás.
—Estás haciendo una montaña de un grano de arena —dijo Séverin.
Nada más mirarla, supo que acababa de decir lo menos apropiado.
—Se trata de mi vida, Séverin —le espetó Laila—. Y para mí no es solo un grano
de arena.
—No me refiero a que… —empezó a decir, ruborizado.
—Me da igual a qué te refieras. Lo que no me da igual es que algo se interponga
en mi búsqueda —aseguró ella con firmeza—. Tu ego incluido.
Laila siempre regresaba a su búsqueda del libro forjado con la esperanza de hallar
en él las respuestas a su existencia, aunque ni siquiera ella sabia lo que contenía el
ejemplar. Así como ella era imparable e implacable con las personas a las que quería,
con la búsqueda actuaba igual. Nada iba a poder retenerla. Ni la familia que había
dejado atrás en la India ni, en breve, la familia que había formado aquí.
—Lo único que te pido es que confíes en nosotros como nosotros confiamos en ti
—le dijo Laila—. ¿Sabes qué soy?
—¿Una persona enfadada? —probó él con una débil sonrisa.

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A Laila no le hizo gracia.
—Soy un instrumento. Yo lo sé. Tú lo sabes.
—No te llames a ti misma un… —comenzó a decir Séverin.
—Y aun así —lo interrumpió— te niegas a utilizarme, incluso cuando te lo pido
yo. Da la sensación de que necesitas que te lo recuerde.
Su mano se le acercó para cogerlo de la muñeca.
—Laila… —la advirtió.
—Esta mañana has volcado la caja de botones de clavo sobre tus mangas. Has
escondido uno de los dispositivos incendiarios de Zofia en el recibidor de Hypnos. Te
has pasado casi una hora mirando el reloj de hueso de tu despacho. ¿Quieres que
siga? Porque puedo seguir —dijo Laila, con voz casi quebrada—. Tu traje lo hizo una
mujer que sollozaba encima de la tela porque se había enterado de que estaba
embarazada fuera del matrimonio. Tu traje…
—Basta —exclamó Séverin, y se levantó tan deprisa que su silla golpeó el cristal
que tenía detrás.
Bajó la vista hasta los dedos de ella, que todavía le tocaban la muñeca. Ninguno
de los dos se movió. Séverin la oía respirar, superficial y rápidamente, en el extremo
de la mesa. Desde que tres años atrás habían accedido a trabajar juntos, ni una sola
vez Laila había leído sus objetos. Al estar en contacto con ella, él se sentía
peligrosamente expuesto. Tenía que irse. Ahora.
—No eres un instrumento. Para mí, no —le dijo sin mirarla—. Pero si insistes
tanto, haz algo útil. Inclúyeme en la lista de invitados del Palais des Rêves.

A MEDIDA QUE se acercaba la noche, Séverin oyó alboroto fuera de su despacho.


Nada nuevo. Lo ignoró y se concentró en los papeles que tenía delante. Por alguna
razón, creyó detectar en el aire cierto aroma a azúcar y a agua de rosas. El perfume
que Laila guardaba en un frasco de cuarzo rosa. Cada mañana y cada noche, Laila se
echaba un poco en las muñecas y en el cuello. Era un olor suave… un olor que él solo
percibió al recorrerle a Laila el cuello con los labios.
Séverin se apretó el puente de la nariz.
«Sal de mi cabeza, maldita sea».
A un lado de su escritorio se encontraban los planos del palacio de la Casa Kore.
Al otro, el diseño de una máscara de esfinge, hecho por Zofia. Y en ese momento,
Séverin oyó que gritaban un nombre en el pasillo:
—¡L’Énigme!
«Ay, no», pensó.
—Dejadnos —dijo una voz firme.

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«¿Nos?». Séverin se echó hacia atrás en la silla, dispuesto a cruzar la estancia y
cerrar la puerta con llave, cuando Laila —aunque nadie la reconocería— entró en su
despacho. Séverin nunca la había visto como L’Énigme. No iba nunca al cabaret.
Pero sí sabía lo que se rumoreaba del efecto de Laila en el público. Al mirarla, vio
que los rumores eran una sombra de la realidad. Con el tocado de pavo real y la
máscara, L’Énigme parecía más un mito que una mujer. Llevaba la espalda cubierta
de plumas como gemas. Sobre las piernas le colgaba una tela de seda pálida, forjada
para ondear como si un viento invisible la acompañara constantemente. Su blusa era
poco más que un corsé de perlas.
Laila dio un par de pasos hacia delante y se detuvo el suficiente tiempo para que
la multitud alborotada del salón la viera poner una mano sobre el brazo de Séverin.
—Quería sorprenderos —le dijo con voz dulce. Acto seguido, se giró para
quedarse frente a la puerta abierta y frente a la agitada muchedumbre de rostros
curiosos—. ¿Vamos a tener público?
Alguien cerró la puerta.
Nada más verse a solas, Séverin se soltó de Laila. Se quedó mirando la puerta
cerrada. Detrás de ella, seguro que los cotilleos habían infestado ya los salones.
—¿Qué?
No se fiaba de sí mismo para decir más que eso.
—Me pediste que te incluyera en la lista de invitados. Voila.
Laila se dejó caer sobre una de las sillas del despacho y se quitó el tocado. En
cuanto las rozó, las plumas de pavo real se encogieron hasta convertirse en una
gargantilla de esmeralda con un colgante de resina. Mientras toqueteaba el cierre del
collar, Laila se puso todo el pelo a un lado.
—Siempre se queda abierto —dijo con el ceño fruncido—. Creo que Enrique lo
cerró mal. ¿Me ayudas?
Todas las líneas de su cuerpo parecían en calma. La pelea quedaba atrás. No había
sido su primer encontronazo y no sería el último, por lo que ninguno de los dos se
molestó en pedir disculpas. Séverin se le acercó.
—¿Me explicas cómo me vas a meter en la lista de invitados? —le preguntó
mientras cogía el cierre con la mano.
—A todas las cortesanas se les permite invitar a un amante a quedarse en sus
aposentos privados durante una actuación —dijo Laila—. Esta noche, el amante vas a
ser tú. —A Séverin le resbalaron los dedos y ella se puso tensa—. No he olvidado
nuestra promesa —le susurró.
Un año y medio antes, él le dijo:
Esto no se puede volver a repetir.
Y ella le contestó:
—Lo sé.
Séverin debía reclamar una Casa, levantar un futuro entero de las tinieblas. Ya se
había acostado con chicas antes, pero nada fue como aquella noche. Nada le hizo

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olvidar, durante unos instantes, quién era. Quién se suponía que iba a ser.
Ningún capricho iba a comprometer su futuro.
Desde entonces, ninguno de los dos había mencionado la promesa que se habían
hecho. Ambos fingieron que nunca ocurrió, y lo fingieron muy bien. Podían trabajar
juntos. Y ser amigos. Y pasar página.
—Es un rumor que hace de cebo —se apresuró a añadir Laila—. La próxima
noche me aseguraré de aparecer con otra persona, y así serás libre de cualquier
asociación conmigo.
A Séverin no le gustó cómo en su mente se agarraba a las palabras «esta noche».
Cuando terminó de abrocharle el collar, le pasó el pulgar por la nuca. Laila se
estremeció y se inclinó hacia delante. En el cuello le sobresalía la punta de la larga
cicatriz que le recorría la espalda.
—Tienes las manos heladas —le dijo con el ceño fruncido—. ¿Qué clase de
amante tiene las manos frías?
—Uno que levanta la temperatura con un don.
Intentó que fuera una broma, pero sonó demasiado áspero. Laila se giró en la
silla. Sin pensar, los ojos de Séverin se dirigieron a la boca de ella. Laila se había
arreglado muy deprisa. Un débil trazo blanquecino brillaba en las comisuras de sus
labios rojos. «Azúcar». ¿Se le había ido el santo al cielo en la cocina? ¿O era a
propósito? ¿Una invitación para que alguien la probara?
Un destello de luz roja que salió del escritorio los hizo separarse de un salto.
Laila se quedó perpleja, y después entornó los ojos. Tenía la mano pegada al
borde de la mesa.
—La debo de haber tocado por accidente.
El escritorio de Séverin estaba forjado para que solo respondiera a su contacto. Si
cuando estaba activado lo tocaba otra persona, esta se quedaba pegada a él. Séverin
se acercó y pasó la palma por la mesa de jade. El brillo rojo se desvaneció y Laila
retiró la mano. Séverin no sabía qué decir. El aire estaba tan lleno de ella que a duras
penas quedaba un poco para entrar en sus pulmones.
—La palabra que estás buscando, majnun, es «gracias» —dijo Laila mientras se
levantaba de la silla.
Y acto seguido se encaminó hacia la puerta. Justo antes de llegar al pomo, Laila
se tocó la gargantilla. Su tocado forjado se desplegó y se entrelazó sobre su rostro de
manera sinuosa para así ocultar cualquier expresión que fuera a mostrar. Una vez
más, Séverin se sentó frente al escritorio.
«La palabra que estás buscando, majnun, es ‘gracias’». Laila casi siempre tenía
razón, un hecho que él no admitiría jamás, ni siquiera bajo amenaza de muerte.
Pero hoy estaba equivocada.

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Laila

L aila empezaba a sentir pánico.


Primero, le quedaban menos de dos horas para actuar en el Palais des Rêves.
Segundo, no había ido a recoger su nuevo vestido a su diseñador, y a las puertas de su
modisto favorito seguro que había cola. Y tercero y último, no encontraba su
gargantilla forjada por ninguna parte, y se negaba a irse sin ella. El colgante contenía
su tocado de pavo real, y si no lo llevaba, quizá alguien la reconocía.
Laila lanzó una de las numerosas almohadas de su cama y sacudió las vaporosas
cortinas del dosel.
—¿Dónde está? —dijo en voz alta—. ¿La has cogido tú?
—¿Por qué siempre me echáis la culpa a mí? —quiso saber Tristan.
Estaba despatarrado boca abajo en el suelo del dormitorio de Laila. Se había
puesto una almohada debajo de la barbilla y se afanaba meticulosamente en formar
una línea delante de sí mismo con todos los frascos de perfume de ella. Laila
reconocía todas las botellitas menos una, una esfera de cristal con varias canicas
negras.
—Ya podrías hacer algo útil y ayudarme —le gruñó—. Además, ¿qué haces aquí?
Vete a tu cuarto.
—Estoy investigando —le respondió.
—¿Y no puedes investigar en otro sitio?
—Si voy al laboratorio de Zofia, me dará una clase de matemáticas. Si voy al
despacho de Enrique, me dará una clase de historia.
—Pues vete con Séverin.
Tristan hizo una mueca. Laila sabía lo que significaba: los dos se habían peleado.
Para variar.
—Sabes que se preocupa mucho por ti, ¿verdad? —le preguntó Laila.
Tristan la ignoró. Alargó una mano, destapó una de las fragancias y la olisqueó. Y
puso mala cara.
—Huele a ballena muerta.
Laila le arrebató el frasco de perfume de la mano.
—A mí me gusta —contestó con delicadeza.
Miró el suelo de su habitación. Había telas de antiguos vestidos que pensaba
convertir en trapos, cestos llenos de colgantes inacabados, una hilera gigantesca de

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zapatos y un par de dibujos de los artistas del cabaret que la habían retratado en el
escenario.
Laila se tiró de un mechón del pelo, histérica.
—No puedo irme sin mi gargantilla. Creía que estaba…
El suave destello de un lazo, justo al lado de Tristan, llamó su atención. Laila lo
recogió del suelo y se lo puso delante de las narices.
—¡Tristan! ¡Estaba a tu lado! ¿Tanto te costaba mirar?
—Lo siento. —Tristan la miró con los ojos como platos.
—No sientes nada —bufó.
Laila se giró, pero le resbaló el pie… y cayó hacia atrás Tristan intentó cogerla,
pero no se movió lo bastante deprisa y la cabeza de ella se golpeó con fuerza contra el
suelo. Tristan le colocó un cojín debajo de la cabeza.
—¡Laila! ¿Estás bien?
Al intentar incorporarse para quedarse sentada, Laila le dio un golpe con el brazo
a la esfera de cristal con las canicas negras.
—¡Mi experimento! —gritó Tristan.
La esfera de cristal se hizo añicos. En lugar de desperdigarse por el suelo, las
canicas negras flotaron por los aires. Laila levantó la vista, los labios separados por la
sorpresa, y se quedó mirando las canicas volantes. En un abrir y cerrar de ojos,
cayeron en picado. Laila intentó cubrirse la boca, pero una canica se metió entre sus
labios. La escupió al instante y varias columnas de tinta se formaron en el aire y la
dejaron empapada de negro.
—¡Tristan! —chilló.
Laila oyó el ruido de una refriega delante de ella. No sabía qué ocurría, dado que
no veía nada. Y entonces oyó la reconocible voz de Tristan:
—Ay, madre.

UNA HORA MÁS tarde, Laila estaba sentada en su carruaje y se limpiaba un rastro
de tinta del pulgar.
Resultó que las canicas negras eran el invento forjado más reciente de Tristan,
una combinación entre tinta de calamar y celulosa de células vegetales. Cuando uno
se las metía en la boca y las escupía, las bolitas formaban un efecto de pesadilla. De
ahí su nombre: «mordiscos nocturnos». Tenían la habilidad de dejar a alguien
cubierto de tinta y de cegarle durante unos treinta minutos. Al luchar contra
enemigos, era la mar de útil. Pero no lo era tanto cuando en cuestión de horas una
debía actuar delante de una multitud. Por suerte, Zofia había echado una mano
mezclando una solución química para eliminar la tinta. Enrique también había
«ayudado», aunque se limitó más bien a reírse mientras Tristan corría en círculos y
gritaba «perdonaperdonaperdona».
Laila se asomó a la ventana del carruaje, que avanzaba sobre la calle empedrada.
Con su tocado y su máscara, se la reconocía al instante. De hecho, su carruaje, una

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cabina de hierro forjado con forma de plumas de pavo real, enseguida revelaba su
presencia. Laila lo prefería así. Ser ruidosa en una vida le permitía ser silenciosa en
otras.
París esperaba drama de L’Énigme. L’Énigme quemaba joyas de examantes (en
realidad eran una pasta sabiamente diseñada, cortesía de Zofia). L’Énigme tenía
rivales (todos ellos eran amigos que seguían un horario establecido y aceptaban
pelearse con ella por el público). L’Énigme era una princesa exiliada porque se había
enamorado de un caballero británico, una diablesa que corría libre por las calles de
París. L’Énigme era una seductora despiadada que bailaba porque el crujido del
corazón de un pobre hombre entre sus dientes era mucho mejor que cualquier
moneda.
L’Énigme era Laila, pero Laila no era L’Énigme.
El carruaje se detuvo delante del número 7 de la rue de la Paix, la elegante
dirección del diseñador más famoso de París. Otros carruajes también se pararon allí.
De ellos salieron mujeres con todo tipo de vestidos, sombreros con plumas y bolsos
tachonados de joyas, que merodearon junto a la puerta el suficiente tiempo para que
la gente supiera que iban a entrar.
Aunque hacía un frío desmesurado para ser primavera, Laila cumplió y se bajó un
poco el abrigo negro de visón. La piel dejó al descubierto su hombro y la tira
enjoyada de su vestido La Nuit et Les Étoiles. La noche y las estrellas.
El anochecer trajo consigo un aleteo de terciopelo por la rue de la Paix. Una
suave música se mezclaba con los ruidos de los cascos de los caballos contra la
piedra. A lo lejos, la columna de la Place Vendôme se asemejaba a una aguja clavada
en el cielo para robarle la lluvia. Las calles cubiertas de agua bebían la luz de los
faroles y lanzaban estelas doradas sobre los adoquines. La multitud se arremolinó
alrededor de Laila y el griterío y las exclamaciones de emoción dejaron paso a las
preguntas.
—¡L’Énigme! ¿Os habéis enterado de que, anoche, La Bella Otero quemó plumas
de pavo real en el escenario?
—¡L’Énigme! —gritó un hombre—. ¿Es cierto que La Bella Otero y vos ya no os
habláis?
Laila se rio y se tapó la mano con una mano enguantada. Sus anillos forjados en
forma de serpientes culebreaban por sus dedos.
—La Bella Otero es capaz de hacer cosas maravillosas con la boca. Hablar no es
una de ellas.
La muchedumbre contuvo el aliento. Algunos la regañaron. Otros rieron y lo
repitieron. Laila no les prestaba atención. Era lo que Carolina y ella querían.
Carolina, conocida por el público como La Bella Otero, había ideado el insulto. La
estrella del Folies Bergère era una artista deslumbrante, pero una estratega aún más
brillante en lo que a publicidad se refería. El mes pasado habían trazado el plan

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mientras tomaban el té. Mentalmente, Laila tomó nota para mandarle a Carolina su
caja preferida de pina deshidratada.
Dentro del salón, Laila cruzó deprisa los suelos de parqué y los altos espejos.
Mientras caminaba, oía el suave murmullo de los rumores que perseguían su sombra:
—¿Sabéis quién es su nuevo amante?
Todos sus «amantes» eran o bien inventados o bien un pacto en forma de favor
para amigos varones que no tenían interés alguno en llevar a mujeres a la cama. Era
una norma que había seguido desde que llegó a Francia.
Solo la rompió una vez.
Con Séverin.
Solo una vez dejó que una atracción se convirtiera en una indulgencia. ¿Y qué era
una sola vez? Era lo que pensó al atraerlo hacia sí. La lujuria era una cosa, pero lo
que sintió aquella noche fue una gran fuerza… el tipo de fuerza que impide que las
estrellas se caigan del cielo nocturno. Fue inmenso. Fue diferente a lo que se había
imaginado.
Fue un error.
En el salón, los vestidos forjados flotaban sobre una pasarela de cristal; las telas
ondeaban y se extendían como si las moviera un cuerpo humano invisible. Los
diseñadores se subían a escaleras, levantaban metros de firme crinolina o rollos de
seda forjada que lo imitaba todo, desde un cielo de última hora de otoño hasta un
crepúsculo nublado salpicado de tenues estrellas.
Su modisto la saludó en la entrada.
—¿Está listo mi traje de noche? —le preguntó Laila.
—¡Por supuesto, mademoiselle! ¡Os va a encantar! —le dijo—. Me he pasado
toda la noche con él.
—¿Y combinará con mi vestido?
—Sí, sí —le aseguró el diseñador.
Aunque su vestido La Nuit et Les Étoiles no lo iba a cambiar, necesitaba un traje
de noche con el que entrar a la fiesta revolucionaria del Palais des Rêves. El modisto
la llevó hasta un vestidor. En el interior, un candelabro forjado de champán flotaba
por encima de ella. Una copa se separó de sus compañeras y llegó hasta su mano.
Laila la cogió, pero no bebió.
—¡Voilà! —dijo el hombre.
Dio una palmada y un vestido se deslizó hasta el vestidor.
Era de raso, de color marfil, con mangas abombadas, cuello en forma de media
luna adornado con pequeñas perlas y un entramado oscuro que se asemejaba a una
filigrana de hierro. Laila lo tocó con suavidad. De golpe, la filigrana se retorció y el
oscuro entramado de seda de pronto se transformó en un nuevo patrón de flores
negras.
—Exquisito —murmuró.

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—Y perfectamente relacionado con la Exposición Universal —añadió el
diseñador—. Lo he modelado siguiendo el entramado escalonado de la Tour Eiffel.
Os dejo, mademoiselle, para que evaluéis mi obra. Espero que, si os gusta vuestro
vestido, podáis considerar salir del atelier con él puesto.
Laila ya sabía que su respuesta sería que sí. Sin embargo, la diva que llevaba
dentro tiraba de ella para que esperara hasta la noche.
—Ahora mismo lo inspeccionaré y decidiré. —Y se encogió de hombros.
El modisto ocultó su mohín detrás de una sonrisa muy practicada.
—Por supuesto.
Y dicho esto, se fue y la dejó a solas con el vestido. Cuando estuvo segura de que
se había marchado, Laila dejó la copa de champán en la mesita de mármol y empezó
a desvestirse. Ojalá no hubiera tantos espejos.
Detestaba mirarse el cuerpo.
En los espejos, su malograda espalda se reflejaba miles de veces. Con cuidado,
Laila se tocó el hombro y recorrió la cicatriz, obligándose a leer su propio cuerpo.
Cada vez que lo intentaba, era incapaz de conseguirlo. Cada vez, soltaba un suspiro
de alivio. Solamente podía leer objetos. No a las personas. ¿Eso quería decir que era
cien por cien humana? ¿O que su cuerpo había mutado de tal manera que tan solo leía
todos los objetos menos los que habían sido forjados?
Esa pregunta se la había formulado a su madre cada noche en la India. Antes de
irse a la cama, su madre le masajeaba la espalda con dulce aceite de almendras y le
frotaba la cicatriz.
—Ya desaparecerá —le dijo.
—¿Y entonces seré real? —solía preguntar Laila.
Las manos de su madre siempre se tensaban cuando Laila le hacía esa pregunta.
—Ya eres real, mi niña, porque hay gente que te quiere. Las manos de su padre no
siempre fueron tan amables. No siempre sabía cómo tratarla. A su hija creada.
Tal vez fuera porque Laila no se parecía en nada a sus padres. Sus ojos eran
oscuros como los de un polluelo de cisne, un tono insólito de negro animal, y su pelo
era lustroso como el pelaje mojado de un gato montés. Al fin y al cabo, es lo que el
jaadugar había utilizado. Un polluelo robado de un nido de cisnes y una
desafortunada bestia atrapada en una zanja.
El resto de su cuerpo provenía de la tumba de un niño.
En la India, a quienes tenían afinidad forjada se les llamaba magos, Jaadugars.
Ponían un precio y eran capaces de llevar a cabo complicadas técnicas forjadas. Se
rumoreaba que los jaadugars de Pondicherry eran especialmente diestros en las artes
oscuras porque poseían un antiguo libro en una lengua que ya no hablaba nadie. En
teoría, aquel libro contenía los secretos del poder forjado, que rivalizaba con el poder
mismo de los dioses.
El jaadugar al que visitaron sus padres era un experto en crear un nuevo cuerpo a
partir de otros hechos añicos. Incluso podía extraer la conciencia y transferirla en un

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nuevo canal. Que fue exactamente lo que sus padres le pidieron cuando le llevaron a
Laila, que nació muerta, en la cabaña que tenía el jaadugar fuera del pueblo.
Años más tarde, le contaron a Laila que, si la hubieran llevado a casa del
jaadugar tan solo una hora después, su alma se habría desvanecido para siempre. Era
un hecho que a su madre le encantaba recordar y que su padre procuraba olvidar.
Pidieron la niña preciosa en la que soñaban que se convertiría su hija, y tuvieron
que conformarse con ella. Roja y gritona, como cualquier otro bebé. Y acabó siendo
hermosa, sí, pero siempre tuvo esa línea a lo largo de la espalda. Como si la hubieran
cosido.
Cuando murió su madre, su padre cambió. Siempre que veía a su hija, apartaba la
mirada; comía en su habitación; a duras penas le hablaba, y tuvieron que conformarse
ella se ponía delante de él. Laila fue testigo de cómo su padre empezó a tenerle miedo
y le envolvía las manos para que no lo asustara con sus habilidades. Para su madre, la
habilidad de Laila era un don. Para su padre, una consecuencia de su creación, puesto
que jamás había oído que nadie tuviera esos dones. No fue hasta que cumplió
dieciséis y todas sus amigas se preparaban para casarse o para aceptar un compromiso
cuando se enfrentó a su padre.
Una noche, le enseñó las pulseras de su madre.
—Padre, ¿podré ponérmelas cuando me organice la boda? Su padre se quedó
sentado en la oscuridad, con los ojos distantes. Cuando la miró, se echó a reír.
—¿Boda? —le preguntó. Le señaló el cuerpo de arriba abajo—. El jaadugar que
te creó dijo que su obra no duraría más de diecinueve años, niña. ¿Para qué iba a
organizarte un matrimonio? Además, eres una chica creada, ni siquiera eres real.
¿Quién querría estar contigo?
Esas palabras llevaron a Laila hasta el ashram de los jaadugars pero el hombre
que creó su cuerpo había muerto tiempo atrás les habían robado el libro de secretos
que guardaban… Una organización conocida como Orden de Babel lo trasladó a un
lugar llamado París.
Laila buscaba pistas sobre el paradero del libro en todos los objetos que leía, pero,
hasta el momento, su búsqueda no había dado frutos. Si pudiera tener acceso directo a
los conocimientos de la Orden, estaba convencida de que lo encontraría de inmediato.
Sin embargo, no podría, a menos que tuviera a un patriarca de su lado. Conseguir el
Ojo de Horus significaría precisamente eso. El destino tenía un sentido del humor de
lo más retorcido: iba a ser un patriarca el que la hiciera olvidar que era una creación
con una fecha de caducidad sobrevolándole la cabeza. De ahí que aún tuviera más
motivos para fingir que aquella noche con Séverin no había sucedido.
Ninguna distracción merecía la muerte.
Laila contempló cómo la cicatriz cambiaba de forma en el reflejo del espejo. Con
delicadeza, recorrió los bordes con los dedos. Una parte de ella se preguntaba si, en
cuanto cumpliera diecinueve años, se partiría por la mitad, convirtiéndose así en un

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montón de piel brillante y huesos gastados, el mero destello de una cuasi chica que se
disipaba en el aire como el humo.
Si lograban hacerse con el Ojo de Horus, nunca iba a tener que descubrirlo.
Laila se abrochó el vestido, que le ocultó la línea de la espalda. Salió del taller
con el maravilloso traje puesto, y las tiras de su vestido La Nuit et Les Étoiles
brillaban debajo del raso.

EN EL BULEVAR de Clichy, el Palais des Rêves era la personificación misma de su


nombre. El Palacio de los Sueños. Estaba diseñado en forma de joyero. En el techo,
varios rayos de luz hacían piruetas hacia el cielo. La fachada de piedra del Palais
estaba forjada con una ilusión de nubes en pleno anochecer, de una tonalidad violeta
de ensueño, que sobrevolaban las terrazas. Daba igual la de veces que Laila viera el
Palais, allí siempre se transformaba. Como si los pulmones no se le llenaran de aire,
sino del mismísimo cielo nocturno. Las estrellas le recorrían las venas. Bajo la
alquimia de la música y las ilusiones del Palais, no era una bailarina, sino un sueño.
Laila subió las escaleras de la entrada secreta del Palais. En el interior, un guardia
con una barrita luminosa plateada la saludó.
—L’Énigme —dijo con respeto.
Laila se quedó quieta mientras la luz de la barrita le apuntaba a las pupilas. Era un
protocolo rutinario para cualquiera que entrara en el Palais. La barrita luminosa
revelaba si una persona estaba o no bajo la influencia de una afinidad mental. La
afinidad mental era un don forjado muy peligroso, y el método favorito de los
asesinos, que así le echaban el muerto a un inocente.
Una vez registrada, Laila entró en el Palais. Una ola de tranquilidad la inundó. El
perfume familiar del escenario la embargó. Madera encerada, naranjas salpicadas de
clavos que colgaban del techo, polvo de talco y caucho. Dentro, unas claraboyas
diseñadas con maestría filtraban la luz de las estrellas. El techo adoptaba la forma de
una bóveda justo encima del escenario. Los candelabros de champán deambulaban
entre el público, brillantes como unas constelaciones pisoteadas por febriles
bailarines.
En el amplio y adornado escenario, la cantante, La Fée Verte, entonaba una
gloriosa canción revolucionaria. Su vestido de gasa verde ondeaba hacia atrás, con
unas alas de perlas muy delicadas que se abrían y cerraban a su espalda. En el aire
flotaba el intenso aroma de la absenta, y sus admiradores más fervientes levantaban
con las manos copas humeantes de licor Detrás de ella, la cantante había elegido un
fondo extraño: no la Bastilla, la fortaleza que fue tomada por los revolucionarios, sino
las catacumbas de París. Los osarios que guardaban huesos de miles de personas, los
vestigios de voces de la Revolución tan espantosas como majestuosas. Era una
imagen escalofriante en pleno escenario: hileras y más hileras de calaveras
sonrientes, fémures y cruces. Pero también era un recordatorio. De que cualquier
victoria tenía un precio.

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El segundo piso estaba reservado para los camerinos. Cada estrella del Palais
tenía uno, personalizado según sus preferencias. Laila echó un vistazo al primer piso
y repasó rápidamente a la multitud en busca de alguien en concreto. El mensajero de
la Casa Kore. Sentado en una silla tapizada de terciopelo, se le veía inseguro. En la
mesa que tenía justo delante había un cuenco de fresas bañadas en chocolate. Laila
sonrió. «Has seguido mi consejo».
En el rincón se alzaba impertérrita una esfinge, como sabían Séverin y ella. En las
fiestas importantes, el Palais siempre disponía de dos, por si alguien intentaba
engañar a un miembro de la Orden o sacar a escondidas un tesoro marcado por una
Casa. Hoy, la segunda esfinge no haría acto de presencia hasta una hora más tarde,
gracias a que Zofia y Tristan habían manipulado con pericia el horario de las esfinges
del Palais. Aunque otra «esfinge» ocuparía el lugar del guardia: Séverin. Tristan
estaría con él, disfrazado de agente de policía. Meterían un objeto falso en el bolsillo
del mensajero. Algo que parecería marcado por una Casa, por lo cual una esfinge se
podría acercar a él. A partir de ese momento, acusarían al mensajero de robar, lo
llevarían a una celda, le quitarían todos los efectos personales —incluida la moneda
de registro con la ubicación del Ojo de Horus—, lo «interrogarían» y lo dejarían
marchar.
Así de sencillo.
En el escenario, La Fée Verte acababa de terminar, y de ganarse un aplauso
estruendoso. La siguiente en actuar iba a ser ella.
Laila abrió la puerta de su camerino. En el interior bailaban llamas sobre velas
diminutas. La luz tenue volvía apacible y dorada la estancia. En una mesa lateral
junto a su tocador yacía un ramo de rosas blancas.
Y en su chaise longue de color borgoña…
Un joven. Estaba apoyado de lado, arrancando pétalos de una rosa sin prestar
demasiada atención. Como debió de oírla abrir la puerta, levantó la cabeza y sonrió.
Sus ojos eran sorprendentemente claros en contraste con el tono oscuro de su piel.
—Ah, hola, ma chère —dijo.
—¿Quién eres?
El joven se levantó y le hizo una reverencia.
—Hypnos.
—¿Y qué estás haciendo aquí? —Laila levantó la barbilla.
—¡Ya me tienes ganado! —rio Hypnos—. ¡Qué carácter! Seguro que a Séverin le
gusta que lo mangoneen un poco, ¿verdad?
Al oír el nombre de Séverin, Laila se puso tensa.
—¿Qué le has hecho?
Hypnos dio una palmada y suspiró.
—Oh, santo cielo, ¡sí que te preocupas por él! Pero ¿cómo no? Séverin parece el
ingrediente oscuro de un cuento. El lobo en la cama. La manzana en la palma de una
bruja.

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Hypnos le guiñó el ojo. A Laila le ardían las mejillas.
—Yo no…
—Me da bastante igual, la verdad —dijo Hypnos mientras movía la mano. Su
sonrisa poseía todo el peligro de un secreto fisgoneado—. Y no he venido aquí por
eso, encanto. He venido porque, si no hacemos nada pronto, me temo que, dentro de
una hora… Tristan y Séverin estarán muertos.

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Zofia

Z ofia mordisqueaba una cerilla, los ojos fijos en la puerta de la exposición. La


Exposición de Supersticiones Coloniales era un recinto de cristal y acero del
tamaño de un gran invernadero. En el interior había ejemplos de antiguos objetos
forjados, procedentes de todo el Imperio francés en ultramar. En cualquier momento
acabaría el turno del guardia de seguridad. Y entonces, Enrique y ella entrarían,
robarían un artilugio que según Enrique iba a neutralizar los efectos de la piedra
verita y se reunirían con los demás de vuelta en L’Éden.
—Dios, qué espera más deprimente —dijo Enrique.
A esas horas de la noche, en el Champ de Mars no había sino vagabundos,
mendigos y algún turista ocasional que quería echar un vistazo antes de la
inauguración de la Exposición Universal. En los últimos meses, los preparativos
habían transformado la ciudad y dado a diario nueva forma al contorno de París. Las
carpas coloridas brotaban de la noche a la mañana y la emoción de nuevos idiomas se
juntaba con el sonoro zumbido del alumbrado eléctrico.
Pero nada llamaba mas la atención de Zofia que la imponente Tour Eiffel, la
entrada oficial a la Exposición Universal de 1889. Los documentos decían que el
poder forjado y la ciencia unirían sus fuerzas para sentar las bases de una nueva era
industrial. Pero para Zofia, el poder forjado no era ajeno a las ciencias. Para ella, el
forjado no era un arte divino concedido por antiguos objetos, sino una ciencia todavía
por entender.
Zofia miró hacia la intimidatoria Tour Eiffel. Algunos la llamaban la Torre de
Babel de una nueva era, porque las dos se habían construido sin poder forjado y las
dos marcaban el inicio de una nueva época. Aunque la Torre de Babel la construyeron
para alcanzar a Dios y los cielos. Zofia no estaba segura del tipo de dios al que el
mundo quería llegar ahora.
—¿Por qué tarda tanto el guardia de seguridad? —se quejó Enrique—. Se suponía
que saldría a las ocho. Ya son casi las nueve.
—A lo mejor no tiene reloj.
—¿Por fin has aprendido a bromear? —Se la quedó mirando.
—Tan solo señalo una laguna en tu observación.
—Y pensar que esta noche podría estar bailando en el Palais des Rêves. —
Enrique soltó un largo suspiro.
—A ti no te querían, ¿recuerdas? Séverin dijo que tu cara no valía.
—Muchas gracias.

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—De nada.
Más allá de la exposición forjada se alzaban las cimas de varios templos de
piedra, las copas de las palmeras y las tiendas de seda que señalaban los pabellones
coloniales a lo largo de la Esplanade des Invalides. En teoría se trataba de la principal
atracción, después de la Galerie des Machines y la Tour Eiffel. Según los periódicos,
contenía «un poblado negro con casi cuatrocientos africanos en su hábitat natural».
La inapropiada palabra sacudió a Zofia. «Hábitat». Parecía referirse a animales.
Las personas no eran animales. No sonaba adecuado que estuvieran allí solo para ser
vistos.
—Qué feo —dijo, y no se dio cuenta de que lo decía en voz alta hasta que se oyó.
—¿El qué? —le preguntó Enrique.
Siguió la mirada de Zofia y vio las cumbres de las tiendas, y sus labios se
torcieron en una mueca.
—Parte de la «misión civilizadora» de Europa —dijo en voz baja.
Zofia conocía la definición de «civilizar», pero no comprendía por qué se
utilizaba. En clase aprendió que «civilizar» significaba llevar a la gente a un estadio
de desarrollo considerado avanzado. Y Zofia había visto las ilustraciones de los libros
de viajes: los templos enormes, los inventos complejos, los avances y técnicas
médicas que se habían descubierto y puesto en práctica mucho antes de que arribaran
a las costas europeas.
—La palabra no es la adecuada.
Enrique esbozó un mohín de tristeza. Tenía los ojos abiertos y la mandíbula
apretada. Un halo de pena mezclado con algo más.
—Lo sé.
Ahora Zofia sabía lo que revelaba la expresión de Enrique. Que lo entendía.
Un ruido en el callejón hizo que los dos dieran un brinco.
—Una esfinge —murmuró él entre dientes—. No te muevas.
Zofia se quedó inmóvil en cuanto la luz artificial dejó al descubierto una forma
reptiliana que le resultaba familiar. Con la tarea de rastrear objetos perdidos y
marcados por una Casa, las esfinges operaban para la Orden y solo respondían ante
ella. Cuando la esfinge pasó por delante de su escondrijo, Enrique y Zofia se
adentraron aún más en las sombras. Detrás de la esfinge cojeaba un ladrón, con el
brazo inclinado en un ángulo poco natural y la muñeca rota y sangrando en las fauces
de la esfinge.
Zofia apartó la mirada. En el momento en que las esfinges fijaban un objetivo, el
poder forjado de la máscara de cocodrilo tomaba el mando. Se movían a una
velocidad inhumana y con los dientes partían la piel y los huesos de lo que hubieran
atrapado.
Aquel hombre tenía suerte de que la esfinge solo hubiera ido a por su muñeca.
Cuando la esfinge y el ladrón se alejaron, un repiqueteo que sonó en la
Exposición de Supersticiones Coloniales llamó la atención de Zofia. El guardia de

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seguridad había terminado su turno y la puerta de la exposición se abrió de par en par.
En cuanto acabó de cerrarla con llave, el guardia nocturno presionó un panel de
cristal con la mano. El panel despidió un breve destello azul, que enseguida se
desvaneció. El hombre miró a su alrededor. A lo lejos, los mendigos se apiñaban en
las esquinas para pasar la noche. Los raquíticos gatos se escabullían entre las
sombras.
Enrique se colocó bien la ropa que llevaba, una camisa y un abrigo andrajosos.
—Recuerda lo que ha dicho Séverin. El robo debe parecer un accidente.
—Sin explosivos —dijo ella, aburrida.
—Sin ningún explosivo.
Zofia no le comentó que había traído su cinta de fuego, su incinerador y cerillas.
Por si acaso.
Enrique se puso una máscara en la cabeza. El guardia echó a caminar por la calle.
La luz de los faroles le iluminaba la cima del sombrero. Enrique se le acercó mientras
balanceaba una botella vacía de vino que había encontrado cerca de un montón de
basura.
—¡Eh, tú! —le gritó Enrique—. ¿Tienes alguna monedita? El guardia retrocedió.
Zofia se apresuró para llegar al cobertizo, con lo cual dejó de ver a Enrique. Pero lo
oía todo. La escaramuza. Los gritos del guardia. Las monedas que tintineaban en el
suelo. Las disculpas ebrias de Enrique, que rebotaron en los edificios.
Había llegado su turno.
Zofia trepó por la basura. Igual que Enrique, iba vestida de mendiga. No obstante,
una mendiga un pelín mejor. Hacer de otra persona era fácil, un alivio incluso. Tenía
un guión. Seguía el guión. Fin.
—¡Señor! —gritó.
El guardia caminó con más rapidez.
—¡Señor, se os ha caído esto!
Zofia echó a correr para alcanzarlo antes de que se hubiera ido. Mientras corría,
procuró no tocar más que lo imprescindible con las manos, cubiertas de gel. El
hombre se giró y le echó un vistazo a la mano de la chica, repleta de monedas de
plata.
—Merci —le dijo, y cogió las monedas con inquietud.
Zofia se quedó quieta. Con las mejillas hizo una mueca que pretendía parecer
esperanzadora. Dobló las rodillas para aparentar ser más bajita. Más niña. Si el plan
no salía como debía salir, había alternativa. Llevaba su collar oculto debajo de un
cuello alto, y notó los peligrosos colgantes como si fueran trozos de hielo contra su
piel.
—Por las molestias —dijo el tipo bruscamente antes de lanzar al suelo una
moneda de plata.
Zofia le agarró la mano abierta y la apretó con fuerza para atraparla entre las
suyas.

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—Gracias, señor —exclamó en falsete—. Oh, muchísimas gracias.
El hombre enseguida retiró la mano. Y a continuación echó a correr rumbo a la
noche. Zofia se lo quedó mirando, y luego se observó las manos. El gel era sustancia
de Sia, un material forjado desarrollado en el antiguo Egipto que conservaba la forma
de las huellas. En concreto, de las dactilares. Normalmente, el gel era de un azul
intenso y frío al tacto, pero Zofia había alterado la fórmula para quitarle color y darle
el calor de la piel humana. Se rumoreaba que en la Casa Caída hacían más cosas con
la sustancia de Sia. Que forjaban el gel no solo para recordar huellas dactilares, sino
para dejar huellas en una persona, huellas que permitirían seguirla. Pero esa
tecnología, si de verdad había existido, desapareció con el final de la Casa Caída.
Enrique salió de las sombras en la entrada de la forjada exhibición. Se había
cambiado la ropa de mendigo por un sencillo traje oscuro y sombrero.
—¿Lo tienes?
Zofia levantó la mano. Enrique vigiló mientras ella presionaba el panel de la
ventana. El cristal emitió un brillo azulado. «Bingo». Tras las puertas pesadas, los
cerrojos de acero se descorrieron y ruidosamente formaron un montón en el suelo.
El interior de la exhibición forjada era mucho más amplío de lo que sugería el
exterior. La galería se abría a un pasillo largo y oscuro, iluminado por unos cuantos
puntos de luz colocados delante de vitrinas de vidrio. Aunque por fuera parecía de
acero y cristal, por dentro no había luz natural, sino que las ventanas estaban
cubiertas de grandes murales. A lo largo de la pared del fondo se sucedían los paneles
de tejido brocado. Eran tan brillantes y sedosos que casi parecían húmedos.
Enrique extrajo un dispositivo esférico de detección forjada —uno de los inventos
de Zofia—. Lo lanzó por los aires.
A medida que el objeto caía lentamente formando una espiral, la esfera despedía
luz e iluminaba los contornos de la sala.
A Zofia el lugar le parecía bastante vacío, aunque no le gustaba su aspecto.
Demasiado cerrado, a pesar del espacio.
—Aquí no hay nadie —dijo—. Y no hay ningún dispositivo de grabación.
Vamos…
Cuando dio un paso adelante, Enrique la agarró por detrás y rápidamente la apretó
contra su pecho.
—Suelta…
—Tranquila, fénix, tranquila —le susurró Enrique al oído—. Mira el suelo.
La esfera se había detenido cerca de uno de los numerosos podios. Una red de luz
roja salía del objeto y abarcaba todo el suelo.
—¿Han escondido dispositivos de grabación en el suelo?
—Una idea bastante inteligente —dijo Enrique mientras la soltaba—. Tendremos
que ir más lentos de lo que pensaba.
Zofia miró hacia la puerta principal, hacia la montaña de cadenas de acero que se
acumulaban a uno de los lados. Enrique le había dado dinero extra a la madame del

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burdel que frecuentaba el próximo guardia nocturno, por lo que el hombre tardaría
por lo menos veinte minutos en llegar. Eso debería darles algunos minutos más.
Sin embargo, calcularon el tiempo creyendo que los dispositivos se encontrarían
en la pared, no en el suelo.
—Siempre y cuando no toquemos ninguna luz roja, todo irá bien —dijo Enrique.
Y tomó la delantera. Avanzó muy lentamente, en todo momento entre los huecos
que dejaba la red de luz roja. Zofia lo siguió e imitó sus movimientos. Al cabo de
cinco minutos, tenía calambres en las pantorrillas. Los huecos eran cada vez más
estrechos. A duras penas conseguía meter el pie en uno. Se puso de puntillas, con los
brazos extendidos para no perder el equilibrio. Enrique hizo lo mismo.
—Ya casi estamos —susurró—. Hemos dejado atrás el séptimo podio y nuestro
objetivo es el noveno.
Zofia no levantó la vista de sus pies. La oscuridad se ceñía a su alrededor. Sabía
que la sala no estaba cerrada con llave. Lo sabia, y aun así le pareció notar como el
aire la acariciaba. Suave como una pluma que le recorría la piel. En la garganta se le
acumuló bilis. «Está abierta. Está abierta». Miró hacia arriba. Tenía que ver el cielo.
Confirmar que no era una pared. Que los podios no eran estudiantes. Que el zumbido
eléctrico no eran risotadas.
Enrique se detuvo a un paso de ella.
—¡Ya estamos! Veo el artilugio…
Zofia resbaló.
La luz roja que tenía delante se partió por la mitad.
Del techo brotaron rayos de luz. Fuera del vestíbulo de la exhibición, las sirenas
aullaban en plena noche.
—¿Qué has hecho? —Enrique se giró para mirarla.
Zofia levantó la vista con cara de espanto, pero sus ojos no se dirigieron ni a
Enrique ni al pilar negro en el que descansaba el artilugio, sino al hombre que se
apoyaba en la pared que tenían detrás. En la penumbra, se había fundido con las
sombras, pero la luz lo dejó al descubierto. El tipo entrecerró los ojos, apretó los
labios y levantó una mano. La daga que alzó lanzó destellos.
—¡Cuidado! —gritó Zofia.
El hombre blandió la daga. Enrique dio un salto para apartarse. El instinto se
apoderó de ella. Cuando había que socializar, a Zofia le costaba dar con los
movimientos adecuados. Pero en un combate era diferente. Se trataba de seguir
patrones, anticipar las reacciones de los músculos. Eso sí que sabía hacerlo. Zofia se
llevó una mano hasta el collar. En cuanto lo tocó, los colgantes forjados se
transformaron.
Enrique llegó a su lado de un brinco.
—Coge el artefacto —le dijo Zofia.
Enrique miró entre el rostro de ella y el collar, y sus cejas se arquearon durante
apenas unos segundos. El hombre del cuchillo intentó agarrar a Zofia. Ella se dio

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impulso y le dio un codazo en toda la nariz. Antes de que el tipo gritara, Zofia le
asestó un gancho de derecha. El hombre gruñó y le lanzó un revés. La chica
retrocedió, con la cara ardiendo. Acto seguido, juntó los talones. De los zapatos le
salieron espuelas de acero. El hombre volvió a atacar y ella le dio una patada en las
rodillas y lo derribó.
En cuanto el tipo cayó, Zofia corrió hacia Enrique. Su compañero se peleaba para
sacar el artefacto cuadrado de un bloque de madera. Detrás de ella se oyó un fuerte
gemido. El hombre se había levantado del suelo. Empezó a avanzar pesadamente
hacia ellos y de la camisa le sobresalió la cadena de oro que llevaba al cuello.
—Serás estúpida —gruñó.
Se metió la mano debajo de la capa. Zofia arrancó otro colgante y se lo tiró a la
cara. Químicamente hablando, no era más que oxidante de metal y combustible
metálico, pero Zofia lo había forjado para que no lanzara un solo destello de luz.
Había puesto toda su voluntad en el objeto, para que se encendiera con el mismísimo
aire. Prendido y humeante, se dirigió hacia la cara del hombre. Las manos de él se
movieron mientras intentaba golpear el colgante, inútilmente.
—¡Lo tengo! —chilló Enrique.
Tres policías aparecieron en la entrada de la exhibición.
—¡Arrêtez! —gritó el primer agente.
Los tres levantaron la mirada. La boca del hombre se retorció en una sonrisa. Se
llevó una mano al sombrero y lo lanzó hacia el agente de policía. Zofia captó un
brillo en el ala del sombrero.
En cuanto se dio cuenta de lo que era, movió las manos para intentar atraer la
atención del agente.
—¡Muévete! ¡Es un cuchillo!
Demasiado tarde. El sombrero le rebanó el cuello a uno de los policías. La sangre
empezó a mancharle la camisa.
—¡No! —gritó ella—. ¡No!
El hombre la cogió de la muñeca. Zofia intentó soltarse, pero era demasiado
corpulento. Decidió agarrarle de la cadena de oro. El tipo empezó a farfullar cuando
la cadena se partió en la mano de Zofia, y el impulso la lanzó al suelo.
—No tenéis ni idea de lo que estáis deteniendo —resopló el hombre—. Es el
inicio de algo nuevo. De una auténtica revolución.
Se le acercó y su oscura silueta le tapó toda la luz. Zofia se tambaleó y gateó
hacia atrás mientras intentaba coger la cinta forjada que llevaba oculta en el interior
del cuello del jersey. La arrancó y la tiró entre ella y el hombre. Al lanzarla, pidió el
deseo: «Enciéndete».
El suelo se llenó de llamaradas y el calor centelleó en el aire. Entre las llamas,
Zofia vio el rostro del hombre. Bajo el destello, estaba rojo y furioso.
Enrique la ayudó a levantarse, y su voz sonó lejana.
—¡Vamos, vamos!

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La salida estaba a su alcance. Un paso, después otro, después a correr. Las puertas
de cristal se abrieron. Las pisadas resonaban en la acera. El olor a fuego le
resquemaba en la nariz. La boca le sabía a hierro y a sal porque se había mordido la
lengua por accidente, y en sus oídos se repetía la última palabra de aquel hombre:
«revolución».

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Laila

L aila no encontraba más aire que llevarse a los pulmones. Por culpa de Hypnos, la
cabeza le daba vueltas. «Dentro de una hora… Tristan y Séverin estarán
muertos».
—¿Qué quieres que haga?
Hypnos dio varias palmadas.
—Me encanta que la gente me haga esa pregunta.
—¿Por qué no…? —empezó a decir Laila con los ojos entrecerrados.
Hypnos, sin embargo, la ignoró y cruzó la estancia hacia el gran espejo dorado
que se apoyaba en el tocador.
—Déjame que te enseñe la escena que acabo de dejar atrás en el Palais.
Hypnos puso la mano encima del espejo y la imagen tembló. El reflejo pasó de
mostrar el camerino de Laila a exhibir una perspectiva del público delante del
escenario. En el reflejo del espejo, los hombres encendían los cigarros, las camareras
caminaban entre los asistentes con alas hechas de hojas de periódico, todas cubiertas
con las palabras de la Constitución francesa: Liberté, égalité, fraternité. Laila miró a
Hypnos de reojo con suspicacia. Solamente las cortesanas y las bailarinas del Palais
conocían las habilidades del espejo.
Hypnos la miró a los ojos y se encogió de hombros.
—Por favor, ma chère, este no es el primer camerino al que me invitan.
Un movimiento en el espejo le robó a Laila la respuesta. Una esfinge.
—Esperábamos la presencia de una entre el público —dijo Laila, nerviosa—. No
es nada nuevo…
Hypnos señaló hacia el espejo. En el recibidor del este se veía otra esfinge.
Caminaba de un lado a otro. A la mesa más cercana estaba sentado el mensajero de la
Casa Kore. Al principio, el pulso de Laila se tranquilizó. Quizá Séverin y Tristan
habían vuelto antes de lo previsto. Quizá Tristan ya había metido la falsificación en el
mensajero.
—Debe de ser Séverin… —comenzó a decir.
Y justo en ese momento, puntual como un reloj, una tercera esfinge cruzó las
puertas del recibidor del oeste. A su lado caminaba un agente de la Sûreté
uniformado. Séverin y Tristan.
Tristan vio al mensajero de la Casa Kore en la otra punta de la sala.
—¡No! —gritó Laila.

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Nada más chillar supo que no iba a servir de nada. El espejo solo transmitía
imágenes, no sonido. Nadie la oiría.
Si los dos seguían caminando, Laila dejaría de verlos. El espejo solamente
permitía mirar hacia un lugar concreto del público. Daba la sensación de que Tristan
iba a avanzar cuando algo tiró de él para atrás. De repente, un grupo de hombres se
levantó de las mesas y taparon a Tristan y Séverin en la imagen. Cuando la multitud
se dispersó, Laila vio a Tristan y a Séverin escondidos detrás de una enorme columna
de mármol. En cualquier momento, las dos esfinges auténticas reconocerían al
impostor. Una imagen violenta se reprodujo ante sus ojos: Séverin y Tristan boca
abajo en un charco de sangre.
Laila se giró para enfrentarse a Hypnos.
—¡Mándales un mensaje! Además, eres un patriarca de la Orden. ¿Por qué no
ordenas a las esfinges?
—En cuanto salgo de casa, todas mis acciones se graban y se mandan a la Orden
al finalizar el mes —le contó Hypnos mientras se daba golpecitos en la solapa, donde
llevaba prendido un mnemoinsecto con forma de polilla. Normal que hubiera llegado
hasta allí. Todos los camerinos estaban forjados para contrarrestar los dispositivos de
grabación.
Fuera, alguien empezó a tocar la batería, su señal para entrar en el escenario.
Laila examinó la ropa elegante de Hypnos, desde el reloj y el mnemoinsecto hasta los
gemelos de la camisa, con forma de luna creciente.
—¿Todos tus accesorios están marcados con tu Casa?
La mirada de Hypnos se volvió arrogante. Se apretó el broche, con idéntica forma
de luna creciente.
—Por supuesto. Son demasiado bellos para que los lleve un plebeyo.
A Laila se le ocurrió una idea. Se desabrochó el traje y la luz de las velas iluminó
su vestido La Nuit et les Étoiles.
Las cejas de Hypnos dieron un brinco.
—Oh, cielos —exclamó—. No te culpo, en absoluto. Pero no voy a permitir que
la muerte de mis socios caiga sobre la conciencia de mi irresistibilidad.
—Tu virtud está a salvo conmigo. —Laila le guiñó un ojo—. ¿Te gustaría
provocar un poco de drama? —le preguntó mientras se despojaba del resto del traje.
El tocado forjado de pavo real le haría cosquillas en la piel.
Los dientes de Hypnos centellearon bajo la luz de las velas.
—Vivo para ello, belleza.

L’ÉNIGME NO SUBIÓ al escenario como estaba planeado.


De hecho, no subió al escenario.
Laila bajó las escaleras principales, en lugar de las que conducían directamente al
escenario. No se lo dijo a nadie, ni a la directora de escena, ni a los músicos, ni
siquiera a sus compañeras bailarinas. Que era lo más justo. Cuando la gran cortesana

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la entrenó, le dijo que las únicas reglas que había que seguir eran los instintos y las
paletas de color. Esa noche, Laila siguió las dos.
Se quedó esperando en lo alto de las escaleras. En una mano llevaba una botella
medio varía de champán. En la otra, sartas de perlas, un conjunto de pendientes de
esmeralda y dos gemelos con forma de luna creciente. Las dos esfinges no se habían
movido de sus posiciones. A Tristan y a Séverin no se les veía por ninguna parte.
—¡Hypnos! —gritó Laila.
El público se giró. El como francés y la música del piano se interrumpieron de
repente. Hypnos estaba sentado a una mesa, el brazo sobre los hombros de un hombre
muy apuesto. Cuando levantó la vista para mirarla, le lanzó una malvada sonrisa.
Con cuidado, retiró el brazo de los hombros de su acompañante.
—Me habéis mentido —exclamó Laila con fuerza.
Hypnos se puso en pie y levantó las manos.
—Querida, os lo puedo explicar…
Laila lanzó la botella de champán en forma de arco. Hubo gente que se apartó.
Otros corrieron a cogerla antes de que cayera, pero demasiado tarde. La botella se
estrelló contra el suelo y las esquirlas de vidrio se desparramaron por el suelo de
baile. La esfinge que estaba más cerca del escenario alzó la cabeza. Le aleteaban los
orificios nasales.
—¡Ella no ha significado nada para mí! —gritó Hypnos mientras se ponía de
rodillas.
—¿Ella? —repitió Laila—. Yo me refiero a él.
—Uy. —Hypnos hizo un gesto de dolor—. ¿A él también?
—¡Ya estoy harta de esto! —anunció Laila—. ¡De todo esto!
Desde el lugar aventajado que ocupaba en las escaleras, Laila rompió las sartas de
perlas. Las bolitas cayeron sobre el público. Mientras los asistentes se agachaban para
recogerlas, la segunda esfinge levantó la cabeza.
—¡L’Énigme hoy no va a actuar! —chilló Laila, y dicho esto dio media vuelta y
desapareció escaleras arriba.
La directora de escena resopló, pero le daba igual. El contrato de Laila le permitía
—y, de hecho, la animaba— a montar un escándalo y cancelar una actuación al año.
Solo estaba haciendo su trabajo.
En cuanto volvió a su camerino, Laila tocó el espejo y contempló la escena que se
desarrollaba en el Palais. Séverin y Tristan no estaban allí. Pero tampoco el
mensajero de la Casa Kore. En el suelo, las dos esfinges auténticas estaban
anodinadas, recogiendo perlas y joyas, con las manos empapadas de champán. Entre
tanto caos, Laila había lanzado los gemelos de Hypnos y el broche de luna creciente.
Estaba bastante segura de que uno de los gemelos había caído justo entre dos paneles
del suelo, por lo que se pasarían años buscándolo.
Laila se quitó el tocado y del fondo de armario seleccionó un vestido violeta
Crépe de Chine. Varios colgantes forjados de amatista que capturaban la luz lunar

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adornaban la V pronunciada de la cintura y los extremos de las mangas abombadas.
Laila se detuvo para aplicarse más rojo en los labios antes de dirigirse a unas
escaleras que había pedido construir detrás de su armario y que conducían a la salida
de los sirvientes y al sótano que hacía las veces de calabozo. Una vez en el sótano,
apretó la oreja contra la puerta.
Al otro lado de la madera, no se distinguían las voces. Después de unos instantes,
Laila oyó una silla que se arrastraba. Acto seguido, un portazo.
Si todo había ido según el plan, Tristan ya habría terminado de interrogar al
mensajero de la Casa Kore, mientras Séverin descubría la ubicación del Ojo de
Horus. Laila seguía concentrada en escuchar algo más cuando la puerta se abrió.
Perdió el equilibrio y se golpeó la cabeza contra el pecho duro de alguien. Al levantar
la mirada, ahogó un grito. Una esfinge. Tenia las fauces bien abiertas. En el centro de
la máscara se encontraban los ojos reptilianos, como dos monedas de oro. La esfinge
la agarró con una mano y con la otra se quitó la máscara para descubrir a un
despeinado Séverin, que sonreía.
—Te he engañado bien engañada, ¿eh?
—Dios —dijo Laila, con las manos sobre el corazón.
—Un simple mortal, para serviros —respondió él con una reverencia.
La máscara de la esfinge le había revuelto el pelo, y Laila apretó las manos al
recordar cómo le había recorrido el cabello con los dedos y su sorprendente textura,
parecida a la seda arrugada. Dejó aquel recuerdo a un lado. Conocía todos los
entresijos de Séverin. Era una trampa disfrazada de elegancia, desde su sarcástica
sonrisa hasta sus inquietantes ojos. Séverin tenía los ojos del color exacto del sueño,
terciopelo oscuro con un brillo violeta, y prometían tanto pesadillas como sueños
placenteros.
Séverin sujetó la puerta y Laila paso por su lado. El espacio que ocupaba el
sótano era estrecho y estaba flanqueado por estanterías con libros y cubertería
oxidada. Tristan se estaba quitando el uniforme de la Sûreté para ponerse un chaqué y
un sombrero. Le dedicó un tímido saludo con la mano.
—¿Y bien? —Laila le lanzó un beso—. ¿Habéis conseguido la moneda de
registro?
—Sí —sonrió Séverin.
—¿Y el mensajero?
—Adolorido y bebiendo algo, supongo.
—¿Os habéis quedado la moneda o…?
—Se la hemos devuelto —dijo Séverin—. Para qué la queremos ahora que ya
sabemos las coordenadas.
—Bien —aprobó Laila. Había empezado a sentirse un poco culpable por el
mensajero, y pensar que le habrían podido causar aún más problemas con sus jefes no
le habría sentado nada bien—. ¿Qué ha pasado con el horario de las esfinges?

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—Pues no lo sé. —Séverin se pasó una mano por el pelo—. Zofia lo forjó a la
perfección. Y Tristan lo entregó a tiempo. Un error administrativo, quizá. Pero tú nos
has salvado. Mira que simular una discusión amorosa con Hypnos… —Séverin se
estremeció.
—Me lo he pasado bastante bien, no te creas —dijo Laila. Séverin se puso un
poco rígido y ella sintió una ligera emoción—. De todos modos, ha sido él el que ha
venido a avisarme.
—¿Él? —preguntaron Tristan y Séverin al mismo tiempo.
—Yo.
Los tres se giraron hacia la puerta. Hypnos estaba apoyado en el marco. Sujetaba
su aplastado mnemoinsecto, señal de que, por lo menos en esos momentos, no estaba
grabando nada.
Hypnos le sonrió a Tristan.
—¡Ah! ¡Te he usado de cebo! —Avanzó con la mano extendida—. ¿Cómo te va?
—Tendría que ponerte encima alguna de mis arañas. —Tristan se cruzó de brazos
—. Son muy venenosas, que lo sepas.
—¿Están presentes? —Hypnos miró a su alrededor.
—Bueno, no, no del todo —titubeó Tristan—. Es que es la hora de comer de
Goliat y…
—¿Qué haces aquí? —lo interrumpió Séverin.
—Estamos juntos en esto, ¿no es así? —le preguntó Hypnos. Recorrió el sótano
con la mirada y ladeó la cabeza—. ¿Dónde está ese historiador tan guapo?
—Ocupado —dijo Séverin secamente—. Y contigo solo estoy dispuesto a hablar
de nuestros asuntos.
—Ah, sí. De nuestros asuntos. Muy bien. ¿Habéis conseguido dar con la moneda
de registro?
Séverin se los quedó mirando unos instantes. A continuación, asintió.
—Disponemos de las coordenadas exactas para encontrar el Ojo de Horus en la
colección de la Casa Kore. Ahora solo necesitamos la invitación.
—Gentileza mía, naturalmente.
—Y voy a necesitar una lista de invitados y el nombre de la organización de
seguridad privada que la matriarca de la Casa Kore haya contratado para la
celebración.
—¡Hecho! —exclamó Hypnos mientras daba palmadas—. ¿A esto se parece el
trabajo en equipo? Qué… jerárquico. —Hypnos le guiñó un ojo a Laila—. Hola,
amante.
—Examante —dijo ella con cierto cariño.
A Laila, Hypnos le recordaba a Enrique. Si el humor de Enrique se hubiera
alimentado de champán y humo amargo durante casi una década. El rostro de Séverin
se oscureció. Le temblaba un pequeño músculo de la mandíbula, como si masticara

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un botón de clavo imaginario para tranquilizarse. Se adelantó y se puso entre Laila e
Hypnos.
—Tú y yo tendríamos que hablar en privado —le dijo a Hypnos.
—Mañana iré a tomar el té contigo.
—No hace falta que vayas al hotel.
Hypnos hizo un mohín y su voz se volvió aguda como la de un niño.
—Pero es que ¡quiero ir! —Sonrió y recuperó su voz habitual—. Y yo siempre
hago lo que quiero. Nos vemos mañana.
Hypnos le lanzó a Tristan un par de besos, que este fingió pisotear con los pies.
Después, Hypnos evitó a Séverin y se inclinó para cogerle la mano a Laila.
—Mantendré vuestra identidad en secreto, L’Énigme. Y antes de que se me
olvide, debo deciros que me encanta vuestro vestido. Cómo brilla. Siento la firme
tentación de ver si me entra a mí.
Hypnos cruzó la puerta. En cuanto se hubo ido, Tristan se relajó y soltó un
suspiro.
—No lo quiero ver en el hotel, en serio.
Durante unos instantes se vio una expresión fría en su rostro. Laila sabía lo
protector que era Tristan con Séverin, pero nunca lo había visto así. Al cabo de unos
segundos, su cara se transformó en una cálida sonrisa.
—Ah, a mí también me ha gustado tu vestido, Laila. —Tristan irradiaba felicidad
—. Estabas preciosa.
Laila le hizo una reverencia y después miró a Séverin. Vio que su amigo
curiosamente se había esmerado bastante con el conjunto que llevaba. El color del
pañuelo de seda del bolsillo combinaba con el tono plateado de su cicatriz. En el
segundo botón de la camisa se había colocado un elaborado broche en forma de
uróboros, uno que —como Laila sabía, porque se lo había contado— se le clavaba en
la piel y le hacía daño. Llevaba unos zapatos usados de su padre, el patriarca de la
Casa Vanth fallecido tiempo atrás. A Laila se le hizo un nudo en el estómago. Hoy,
Séverin se había vestido con cierto dolor. Ella lo reconoció porque hacía lo mismo
cada noche al desvestirse: se pasaba los dedos por la larga cicatriz que le recorría la
espalda, como si intentara leer su propio cuerpo. A veces, el dolor era un recordatorio
de dónde estaba, de quién era… y de qué quería llegar a ser.
Los ojos de Séverin se clavaron en los de Laila, y ella se obligó a sonreír con
ironía.
—Tristan e Hypnos han alabado mi vestido —dijo con una mano sobre la cadera
—. ¿No voy a recibir piropos por tu parte?
—No he tenido tiempo de mirar —respondió él. Su sonrisa no encajaba con su
mirada—. He estado demasiado ocupado evitando la muerte. Y eso distrae una
barbaridad.
Que dijera lo que quisiera, pero Laila no había olvidado cómo la había mirado el
día anterior. Lo quieto que se quedó. Cuánto se le oscurecieron los ojos, que

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mostraban tan solo un ligero trazo violeta. Los hombres la habían mirado de mil
maneras y en mil ocasiones, y ninguno de ellos la hizo sentir como él el día anterior.
La exquisitez casi dolorosa de que una mirada se adentrara en su ser. Gracias a ello
fue consciente de sí misma: de la piel que le cubría los huesos, de la tela que le tapaba
los miembros, de la respiración que calentaba el aire. El tipo de conciencia que lo
hace a uno sentirse vivo.
Y que a ella la aterrorizaba.
Era la misma razón por la que supo, después de aquella noche compartida, que
debía ponerle fin. De qué servía seguir adelante con eso si dentro de menos de un año
ella ni siquiera existiría. Pero aun así se acordaba. Se acordaba de que fue ella la
primera en acercarse a él y fue él el primero en alejarse.
Laila tenia que irse.
—Me espera el chófer —dijo.
Mientras salía, miró a Séverin.
—Asegúrate de llegar a L’Éden muy abatido. Al fin y al cabo, si de verdad fueras
mi amante, tendrías que estar completamente devastado, tanto porque te haya
rechazado en público como porque me haya puesto mi maravilloso vestido.
No se quedó a ver la reacción de Séverin.

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11

Enrique

E nrique se dejó caer sobre su sillón favorito del observatorio. Una lluvia intensa
repiqueteaba contra las ventanas y las cortinas cubiertas de constelaciones
bordadas parecían jirones del cielo nocturno.
—Alguien nos estaba esperando.
—El hombre de la revolución —dijo Zofia en voz baja. Enrique levantó la vista.
Zofia estaba acurrucada en otro sillón, justo delante de él. Como siempre, masticaba
una cerilla.
—¿Qué has dicho?
—El hombre de la revolución —repitió, todavía sin mirarle a la cara—. Es lo que
comentó. Algo sobre empezar una nueva era. Además, el sensor tendría que haberlo
detectado, pero no lo hizo.
A Enrique también le preocupaba. Era como si aquel tipo los hubiera vigilado
desde algún lugar y solo decidiera materializarse en cuanto se aseguraron de que allí
no había ni dispositivos de grabación ni personas. Pero resultaba imposible que
pudiera haber entrado. La puerta estaba cerrada con llave. Las ventanas, cubiertas de
murales. La salida, cerrada y atrancada hasta que los agentes de policía la abrieron.
Lo único que había en la sala eran los artilugios forjados y el gigantesco espejo de la
pared.
Zofia abrió las manos, donde brillaba una cadena de oro. Un colgante pequeño
como un franco pendía de ella. Se puso la cadena cerca de la cara y giró el colgante.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo llevaba él en el cuello.
Enrique frunció el ceño. Detrás de Zofia, las manecillas del reloj se acercaban
lentamente a la medianoche. A su alrededor, en el observatorio, había señales de sus
planes. Todo estaba cubierto de papeles y planos. Del techo colgaban distintos
bocetos del Ojo de Horus. Hasta el momento, había sido como cualquier otra
adquisición: planes, argumentos y discusiones mientras comían tarta.
Hasta que aquel hombre le atacó con un cuchillo.
Y fue entonces cuando lo tuvo. El presentimiento de que quizás alguien no quería
que encontraran el Ojo de Horus y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para evitarlo.
Enrique se sacó el artilugio del bolsillo delantero de la chaqueta. Por lo que había
investigado, sabía que precedía la entrada de una iglesia copta, en el norte de África.
Enrique le dio vueltas con la mano. Estaba hecho de latón y tenía los bordes
dentados. Cuando pasó el pulgar por la superficie, notó los huecos de las muescas,

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pero estaba cubierto de demasiado verdín para verlas bien. En el dorso vio marcas
cinceladas allá donde lo habían arrancado de la base de una estatua de la Virgen
María. Según los nativos del lugar, el cuadrado de la base de la estatua emitía un
curioso brillo cuando alguien entraba en la iglesia con maldad en el corazón. Jamás
había oído hablar de una piedra forjada capaz de tal cosa, a excepción de la verita. Si
el objeto contenía una pieza —o piezas, aunque parecía imposible— de piedra verita,
tal vez sí habría detectado que un hombre entraba armado en la iglesia. Tal vez ese
hombre fuera malvado, y cuando todos vieron el brillo de la piedra, lo abordaron,
encontraron el arma y sacaron sus propias conclusiones. Detrás de toda superstición
había siempre una observación.
—Es una abeja —dijo de pronto Zofia.
—¿Qué?
—Que tiene forma de abeja. —Levantó el colgante de la cadena.
—Una elección de lo más extraña —comentó Enrique, distraído—. ¿Y si es un
símbolo? A lo mejor simpatizaba con Napoleón. Juraría que las abejas se
consideraban un símbolo de su imperio.
—¿A Napoleón le caían bien los matemáticos?
—¿Eso qué tiene que ver ahora?
—Las abejas construyen prismas hexagonales perfectos. Mi padre decía que eran
las matemáticas de la naturaleza.
—Quién sabe. Pero teniendo en cuenta que Napoleón murió en 1821, no creo que
tengamos la oportunidad de preguntárselo.
Zofia se lo quedó mirando y una punzada de culpa sacudió a Enrique. La chica no
siempre era capaz de procesar las bromas como los demás y, a veces, sus intentos
para bromear eran más serios que sofisticados. Pero Zofia no reparó en ello. Se
encogió de hombros y dejó la cadena de abeja en la mesa de centro que se alzaba
entre ambos.
Enrique giró el artilugio con las manos.
—Pero ¿de dónde salió ese hombre? ¿Se pasó todo el tiempo esperando o había
una puerta?
—No vimos más puertas que la de entrada y la de salida.
—Es que no entiendo lo que quería. ¿Por qué nos esperaba? ¿Quién era?
Zofia echó un vistazo al colgante de abeja y emitió un ruidito antes de alargar la
mano.
—Déjamelo.
—¿Alguna vez has oído el dicho de «se cazan más moscas con miel que con
hiel»?
—¿Por qué iba a querer cazar moscas?
—Olvídalo.
Enrique le dio el artefacto.
—Ten cuidado —le dijo.

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—No es más que latón un tanto oxidado —observó Zofia con desdén.
—¿Le podrás quitar el óxido?
—Fácil —respondió ella antes de sacudir el cuadrado—. ¿No habías dicho que a
lo mejor tenía verita sólida dentro? Se parece a los amuletos de superstición que
vendían en mi pueblo. ¿Con qué pruebas contabas? ¿Cuál fue tu investigación?
—La superstición. Las historias —dijo Enrique, y después añadió, solo para
fastidiarla—: Mi instinto intestinal.
—Las supersticiones no sirven para nada. —Zofia hizo una mueca—. Y los
intestinos no tienen instinto.
Cogió una solución de su mesa de trabajo provisional y limpió el cuadrado. En
cuanto hubo terminado, lo deslizó sobre la mesa. Ahora sí que podían verse un patrón
cuadriculado y la forma de varias letras, pero poco más. En el observatorio, las llamas
casi se habían extinguido. Las lámparas estaban prohibidas para que se pudieran ver
bien las estrellas y en la mesa solo había un par de velas.
—Casi no veo —dijo Enrique—. ¿Tienes sílex para encender la cerilla?
—No.
Enrique suspiró y echó un vistazo por la sala.
—Bueno, pues…
Se detuvo al oír el inconfundible ruido de una cerilla encendiéndose. Zofia
sujetaba una llamita con una mano. Con la otra, cogió una segunda cerilla y la frotó
con la punta de uno de sus dientes caninos. Otra llama le iluminó la cara. Su pelo
plateado se asemejaba a la neblina de un relámpago en plena nube. Era un brillo que
en ella parecía natural. Como si Zofia debiera tener precisamente ese aspecto.
—Acabas de encender una cerilla con los dientes —dijo Enrique.
—Y lo voy a tener que repetir si no enciendes las velas antes de que se apaguen
estas dos. —Zofia se lo quedó mirando de manera inquisitiva.
Enrique se apresuró a encender las velas. Acto seguido, cogió una y la puso al
lado de la pieza metálica para examinarla bien. Al estudiarla más de cerca, vio unos
símbolos en la superficie. Todas las letras del cuadrado estaban concentradas en el
centro, pero había suficientes cuadrados para albergar veinticinco letras escritas en
vertical y en horizontal.

El corazón de Enrique empezó a acelerarse. Siempre le pasaba lo mismo cuando


creía estar a punto de descubrir algo.

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—Parece latín —dijo Enrique mientras inclinaba el disco—. Sator podría
traducirse por «fundador», normalmente de naturaleza divina. Arepo quizá sea un
nombre propio, aunque no parece romano. Quizá egipcio. Tertet significa
«mantener», «preservar»… y después opera, como «trabajo», y rotas, el plural de
«ruedas».
—¿Latín? —le preguntó Zofia—. Pensaba que el artilugio había salido de una
iglesia copta del norte de África.
—Así es —le confirmó Enrique—. El norte de África fue uno de los primeros
lugares por los que se extendió la cristiandad, se cree que ya en el siglo I, y Roma
interactuaba muy a menudo con esa zona. Juraría que la primera colonia romana es lo
que ahora conocemos como Túnez.
Zofia cogió otra de las velas y la acercó al cuadrado.
—Si la verita está dentro, ¿por qué no lo partimos?
Enrique agarró la pieza de latón de la mesa y la apretó con fuerza.
—No.
—¿Por qué no?
—Estoy harto de que la gente rompa las cosas antes de dejarme la oportunidad de
estudiarlas —respondió—. Además, mira esto de aquí. —Señaló hacia una pequeña
tecla hundida en toda la anchura del cuadrado—. Algunos artefactos antiguos llevan
un dispositivo que protege lo que ocultan, por lo que si lo partes, quizá también
destruyas lo que haya en su interior.
Zofia se encorvó y apoyó la barbilla en una mano.
—Tal vez un día descubra cómo tallar la piedra verita. Enrique silbó.
—Te convertirías en la mujer más peligrosa de Francia. Por lo general, era
imposible romper la piedra verita.
Todos los trozos que había en las entradas de palacios, bancos y otras
instituciones importantes eran pedazos brutos que se habían separado de forma
natural durante un minado prolongado o un proceso de purificación. Por lo tanto,
nadie había oído hablar de gravilla de piedra verita, ni siquiera en el gigantesco
mercado negro, que solía conseguir lo que se proponía.
—Las palabras se repiten —observó Zofia.
—¿A qué te refieres?
—A que se repiten. ¿No lo ves?
Enrique contempló las letras y entonces se dio cuenta. Había una S en la esquina
superior izquierda y en la inferior derecha. Una A al lado de cada una. A partir de ahí,
el patrón cobraba sentido.
—Es un palíndromo.
—Es un cuadrado de metal con letras.
—Si, pero las letras se leen igual hacia adelante que hacia atrás —dijo Enrique—.
Los palíndromos se usaban en las inscripciones de los amuletos para proteger al
portador de todo mal. Aunque no solo los amuletos, ahora que lo pienso. Se

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descubrió uno en griego clásico en el exterior de la iglesia de Santa Sofía de
Constantinopla. Nipson anomëmata më monan opsin, es decir, «limpiate los pecados,
no solo la cara». Se creía que el juego de palabras iba a confundir a los demonios.
—A mí también me confunde.
—Me abstendré de hacer comentarios —dijo Enrique. Volvió a examinar las
letras—. La disposición me resulta un tanto familiar… Como si la hubiera visto antes.
Enrique se encaminó hacia la biblioteca del observatorio. Buscaba un tomo en
concreto, algo que había visto mientras estudiaba lingüística latina…
—Te tengo —exclamó, y extrajo un pequeño libro: Excursiones a la ciudad
perdida de Pompeya. Hojeó el volumen con rapidez antes de encontrar lo que quería
—. ¡Lo sabía! Esta disposición recibe el nombre de cuadrado Sator —dijo—. Se
encontró en las ruinas de Pompeya en la década de 1740, bajo el gobierno del rey de
Nápoles. Por lo visto, la Orden de Babel ayudo a sufragar la excavación junto a
Roque Joaquín de Alcubierre, un ingeniero español, con la esperanza de descubrir
instrumentos forjados desconocidos hasta la fecha.
—¿Y fue así?
—Parece que no —dijo Enrique.
—¿Y qué me dices del significado del palíndromo?
—Sigue investigándose —respondió él—. No ha aparecido nada igual en los
yacimientos antiguos, así que o es un acertijo o un criptograma o una inscripción muy
aburrida de alguien al que iba a matar el colosal volcán. Yo creo que es una llave… Si
averiguamos el código, el cuadrado de latón se abrirá. A lo mejor hay algo de
matemáticas en el asunto… ¿Alguna idea, Zofia?
Zofia mordisqueaba la punta de una cerilla.
—No hay matemáticas. Solo letras.
Enrique calló. Una idea le revoloteaba por la cabeza.
—Pero los números y las letras tienen mucho en común… —murmuró lentamente
—. Las matemáticas y la Torá se unen en la gematría, un método cabalístico para
interpretar la escritura hebrea asignando un valor numérico a las palabras.
—Mi abuelo nos planteaba acertijos parecidos. —Zofia se incorporó en el asiento
—. ¿Cómo lo conoces?
—Hace ya tiempo que se conoce —dijo Enrique, y notó como su tono académico
le teñía la voz. Sintió la extraña urgencia de sentarse en una silla de cuero y
conseguirse un gato esponjoso. Y una pipa—. Las matemáticas se han considerado
desde hace tiempo el lenguaje de los dioses. Además, el sistema de código
alfanumérico no es exclusivo de la lengua hebrea. Los árabes lo hicieron con la
numeración abjad.
—Nuestro zeyde nos enseñó a mi hermana y a mi a escribimos letras cifradas —le
explicó Zofia en voz baja. Se enrolló un mechón de pelo en un dedo—. Todos los
números correspondían a la posición alfanumérica del alfabeto. Era… divertido.

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En ese momento, esbozó una ligerísima sonrisa. Enrique no la había oído hablar
nunca sobre su familia. Pero en cuanto lo hubo soltado, la mandíbula de Zofia se
tensó. Antes de que él le dijera nada, Zofia agarró una pluma y unos trozos de papel.
—Si cojo todas las letras del cuadrado Sator, miro la posición que les corresponde
en el alfabeto, sin contar con la letra ñ, y las sumo, este es el resultado.

SATOR ⇒ S + A + T + O + R = 19 + 1 + 20 + 15 + 18 = 73
AREPO ⇒ A + R + E + P + O = 1 + 18 + 5 + 16 + 15 = 55
TENET ⇒ T + E + N + E + T = 20 + 5 + 14 + 5 + 20 = 64
OPERA ⇒ O + P + E + R + A = 15 + 16 + 5 + 18 + 1 = 55
ROTAS ⇒ R + O + T + A + S = 18 + 15 + 20 + 1 + 19 = 73

—No me parece muy útil.


—Separa los números. —Zofia frunció el ceno. La primera línea es setenta y tres.
Siete más tres son diez. Vete a la segunda. Cinco más cinco, diez. Si los aislamos
como un número entero, todos suman diez. O quizá no sea diez. Quizá sea un uno y
un cero. ¿Lo ves?
—Es como en el I Ching —dijo Enrique, impresionado—. El movimiento del
cero al uno es el poder de la divinidad. Ex nihilo y tal. Tendría sentido que hubiera un
pedazo de verita dentro del cuadrado, porque creían que la piedra examinaba el alma,
como haría una deidad. Pero no nos da ninguna pista de cómo abrir el dispositivo.
Además, ¿no te parece que las letras se… deslizan?
Zofia cogió el cuadrado metálico y lo inclinó hacia un lado y hacia el otro. Apretó
la letra S y movió el dedo. La letra se movió un par de espacios a la derecha.
Enrique y Zofia se pasaron una hora copiando las letras en por lo menos veinte
hojas de papel diferentes antes de recortarlas e intentar disponerlas de una manera
concreta. De vez en cuando, la mirada de él se clavaba en el rostro de ella. Mientras
trabajaba, Zofia tensaba las cejas y formaba una mueca con los labios. En
aproximadamente el último año que la chica había trabajado para Séverin, Enrique
nunca había pasado tanto tiempo con ella. Zofia siempre era o demasiado callada o
demasiado cortante. En poquísimas ocasiones se reía, y fruncía el ceño más de lo que
sonreía. Al observarla ahora, Enrique empezaba a pensar que en realidad no fruncía el
ceño… quizá su cara adoptaba esa expresión mientras pensaba, como si todo fuera un
ejercicio de cálculo. Y allí, con los números y el acertijo delante de ellos, era como
verla renacer.
—El lenguaje de los dioses, el lenguaje de los dioses —murmuraba Enrique una y
otra vez para sí mismo—. Pero ¿cómo quiere disponerse? Veo aes y oes, que en teoría
podrían representar el poder alfa y omega de Dios. Que, al mismo tiempo, son la
primera y la última letra del alfabeto griego, sugiriendo así que Dios es el inicio y el
final.

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—Pues aparta dos aes y dos oes —propuso Zofia—. ¿No tendría más sentido que
estuvieran separadas?
Enrique aceptó la sugerencia. Tal vez fuera la luz de la sala o el hecho de que, por
el cansancio, sus ojos enfocaban de forma curiosa, pero pensó en su familia al
balbucir una rápida oración. Pensó en estar de rodillas junto a su madre, su padre,
Lola y sus hermanos en los bancos de la iglesia, con la cabeza gacha, escuchando al
sacerdote recitar el padrenuestro en latín: Pater noster, qui es in caelis: sanctificetur
Nomen Tuum…
—Pater noster —exhaló Enrique con los ojos bien abiertos—. Eso es. «Padre
nuestro» en latín.
Su mirada se fijó en la disposición de las letras y con las manos fue moviéndolas
con rapidez hasta formar una cruz con los trocitos de papel:

—Zofia —dijo—. Creo que ya sé cómo utilizarlo.


Le arrebató la pieza de metal y dispuso las letras para formar las palabras PATER
NOSTER, con dos aes y dos oes fuera de la cruz. El cuadrado se partió por la mitad y
ante ellos brilló una luz fantasmal. Zofia se echó hacia atrás cuando la mitad superior
del cuadrado de latón se deslizó y dejó al descubierto cuatro granos de arena de
piedra verita, capaces de rescatar a un reino entero.

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12

Séverin

S éverin tenía diez años cuando lo llevaron con su tercer padre, Envidia. Envidia
se encargó de ellos después de que Ira bebiera por accidente té con acónito. No
fue una muerte placentera.
Séverin lo sabía porque la había presenciado.
Envidia estaba casado con Clotilde y tenía dos hijas cuyos nombres Séverin ya no
recordaba. En su primer día con Envidia, Séverin se enamoró. Se enamoró de la
encantadora casa encalada y de las dos niñas encantadoras, que tenían la misma
edad que Tristan y él. Cuando los hombres de traje y sombrero los dejaron ante la
casa, Clotilde les dijo, muy encantadora, por supuesto: «Llamadme mamá». Al oírla
decir eso, a Séverin le ardió la garganta. Deseaba con tantas fuerzas pronunciar esa
palabra que le dolían los dientes y todo.
Clotilde les regaló casi una semana perfecta. Té con leche y galletas por la
mañana. Cálidos abrazos por la tarde. Faisán brillante en aceite dorado para cenar.
Chocolate antes de irse a la cama. Dos camas de plumas enfrente de las de las otras
dos niñas.
Y entonces, antes de que terminara la semana, Séverin oyó discutir a Clotilde y a
Envidia tras una puerta cerrada. Séverin se dirigía a tomar el té con ella. En las
manos llevaba las flores que Tristan y él se habían pasado la mañana recogiendo.
—¡Creía que eran herederos! —gritaba Clotilde—. ¡Me dijiste que era nuestra
oportunidad de recuperar un buen lugar!
—Ya no —dijo Envidia con voz grave—. Uno tiene una fortuna inmensa, aunque
no verá un centavo hasta que sea mayor de edad.
—¿Y qué se supone que vamos a hacer? ¿Alimentarlos y vestirlos con la mísera
paga de la Orden? ¡La comida de esta semana nos ha costado el rescate de un reino!
¡No podemos seguir así!
—No —suspiró finalmente Envidia—. No podemos seguir así.
Fue el fin del té con leche y galletas, de los cálidos abrazos de la tarde, de los
faisanes brillantes, del chocolate antes de irse a dormir. Fue el fin de «mamá», ya
que ahora quería que la llamaran Madame Canot. A Séverin y a Tristan los
reubicaron en la casita de invitados. Las dos niñas ya no los vieron más. La única
bendición fue que a Tristan y a Séverin les asignaron un tutor de la universidad. Y
como fue lo único que recibieron, Séverin se lanzó a por ello de cabeza.
Cuando Madame Canot los trasladó a la casa de invitados, Tristan se pasó
semanas llorando. Séverin no. No lloró cuando la cena de Navidad fue solo para

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Envidia, su mujer y sus hijas. No lloró cuando las hijas de Envidia recibieron un
cachorro orejudo como regalo, mientras que Tristan y él recibieron una regañina por
tener desordenados sus estrechos y fríos cuartos. No lloró en absoluto.
Pero si que observó.
Los observó intensamente.

SÉVERIN ECHÓ UN vistazo al reloj de hueso.


Para que lo ayudara a concentrarse, lo había cambiado de sitio y ya no estaba en
las estanterías, sino en su escritorio detrás de él, el sol de ultima hora de la tarde
entraba por los altos ventanales de L’Éden.
Habían pasado dos semanas desde que descubrieran unos preciosos trozos de
piedra verita y la ubicación del Ojo de Horus gracias a la moneda de registro. Al cabo
de tres días, acudirían al festival de primavera de la Casa Kore, en el Château de la
Lune, en la finca campestre de la Casa. En aquella extensión de tierra se escondía el
Ojo de Horus, el excepcional artefacto capaz de visualizar el fragmento de Babel.
La adquisición que lo iba a cambiar todo.
Pero, aun así, un hecho seguía corroyéndole por dentro… Enrique y Zofia le
informaron de que un hombre los había esperado, oculto en la penumbra de la
exhibición. Un hecho que los turbaba a todos. Sobre todo a Tristan. No era que eso
preocupara especialmente a Séverin. Tristan era el más asustadizo del grupo, siempre
preocupado por si tentaban a la muerte, siempre buscando una manera de escapar de
ella. Solo que esa vez, Séverin no se lo iba a consentir.
La noche anterior, colocaron trampas en el jardín para intentar capturar a la
criatura que estaba eliminando a todos los pájaros.
—¿Estás convencido de que no es Goliat? —le preguntó Séverin.
—¡Goliat no lo haría nunca! —exclamó Tristan, ruborizado—. Pero olvídate del
asesino de pájaros. ¿Qué me dices del hombre que casi mata a Enrique y a Zofia?
Séverin, esta adquisición no es segura.
—¿Y qué adquisición sí lo ha sido?
—Pero antes no nos perseguía nadie. Nos podrían hacer daño. Mucho daño. —
Tristan frunció el ceño—. Seguro que ha sido Hypnos. Seguro que nos está tendiendo
una trampa. ¿Cómo iba nadie a saber que vamos a por el Ojo de Horus?
—Ha jurado no hacemos ningún daño. No puede romper el juramento.
—Pero ¿y si hay alguien trabajando con él?
—Nuestro servicio de inteligencia ha aprobado a sus guardias.
—Pero es obvio que hay alguien…
—… probablemente de la Casa Kore —terminó Séverin—. Han formado equipos
para encontrar el anillo de Babel que robaron a su matriarca, y quizá confundieron a
Zofia y a Enrique con los ladrones.
—¡Estás demasiado emocionado como para ver lo que tienes delante de tus
narices! ¡Esto es diferente! ¡Y no me estás escuchando! —le gritó Tristan—. En serio,

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todo gira en tomo a tu ego. ¿Para qué…?
—Ya basta.
Tristan se encogió de miedo. Séverin solo se dio cuenta al bajar la mirada de que
había golpeado el escritorio con la mano. No lo había podido evitar.
—¿Que para qué? —repitió Séverin—. Para recuperar lo que se llevaron, pero eso
no lo entiendes, ¿verdad que no? Tú te acostumbraste a estar con Ira, pero yo no. Yo
tuve una familia, Tristan. Un maldito futuro. ¿Qué tengo ahora?
Tristan abrió la boca, pero Séverin se le adelantó.
—Te tengo a ti, por supuesto —le dijo.
Tristan se lo quedó mirando con recelo. Tenso.
—¿Pero?
Séverin giró la mano y se observó la cicatriz plateada.
—Pero antes tenía más.
Tristan se fue hecho una furia. Cuando Séverin fue al jardín a hablar con él, se
encontró con la puerta Tezcat cerrada.
No importaba cuántas veces llamara y girara la hoja dorada no iba a poder
cruzarla.
Por lo visto, Instan no era el único que estaba enfadado con él. Laila se
comportaba de manera extrañamente distante, y por mas que Séverin repasaba todas
las veces que había estado con ella, no estaba seguro de que había hecho.
Una llamada en la puerta lo sacó de sus pensamientos. Se incorporó en la silla.
—Adelante.
Al principio, Séverin no vio más que pelo negro. Y se le formó un nudo en el
estómago al recordar cientos de ocasiones parecidas: Laila entraba todas las semanas
en su estudio sin avisar, con el pelo salpicado de azúcar. En las manos llevaba un
nuevo postre que necesitaba que alguien lo probara cuanto antes.
—Mmm, ¿hola?
Enrique entró en la sala con una hoja de papel y una expresión muy
desconcertada.
Séverin se desperezó. Necesitaba dormir más. Miró a Enrique y se fijó en los
círculos negros debajo de sus ojos, su pelo negro, que siempre llevaba impecable,
ahora totalmente revuelto. El insomnio los exaltaba a todos.
—¿Qué llevas ahí?
—Bueno, teniendo en cuenta cómo me miras, me siento como si llevara el secreto
para dominar el mundo. Por desgracia, no es así. —Enrique le sonrió abiertamente—.
Por curiosidad… ¿quién creías que era?
—Nadie. —Séverin puso los ojos en blanco.
—No es eso lo que me ha parecido a mi.
—Enrique. ¿Qué me traes?
Enrique se dejó caer en la silla que estaba delante de él y deslizó sobre el
escritorio una hoja de papel con apuntes de lo más chapuceros.

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—Me has pedido un informe sobre el símbolo de las abejas, pero no hay nada
especialmente revelador que te pueda contar.
Lo que ya te he dicho. Aparecen en un amplio espectro mitológico, casi siempre
como portadoras de una profecía, dado por cómo entendían la miel las antiguas
civilizaciones, o como psicopompos, criaturas capaces de guiar a los muertos de un
mundo al otro. Y en cuanto a Francia, lo único que he encontrado es que Napoleón
Bonaparte las empleaba como símbolo de su imperio, quizá con la intención de
presentarse en la línea de los antiguos reyes franceses, los merovingios.
—¿Y ya está? —Séverin cogió su cajita de clavos.
—Ya está —dijo Enrique—. Tampoco es que precisamente podamos volver a
echar un vistazo al recinto de la Exposición Universal en el que nos atacaron. Está
repleta de agentes de policía. Y aunque no pretendo decir que no nos persigue nadie,
me refiero a que el colgante de aquel hombre no era más que un adorno con forma de
abeja. Quizás alguien de su familia colaboró hace tiempo con Bonaparte.
—Quizá.
—¿Hay algo que no me estés contando? —Enrique lo miró fijamente.
—No, no. —Séverin sacudió la mano—. Gracias por la información. Sigue
investigando a ver si encuentras algo más.
Enrique asintió y retiró la silla. Al levantarse, sus ojos se clavaron en un objeto
que estaba sobre el escritorio de Séverin. El reloj de hueso que presuntamente había
pertenecido a la Casa Caída.
—¿Es nuevo? —le preguntó Enrique.
—Viejo.
—Las marcas que tiene son… distintas. Aunque el hecho de que alguien quisiera
dar forma de huesos humanos a un oro de altísima calidad es un tanto macabro. ¿Eso
de ahí es una estrella de seis puntas de adorno? Casi parece que sea…
—Lo es.
—¿Es una reliquia de la Casa Caída? —Enrique abrió mucho los ojos—. ¿Por qué
la tienes?
—Me sirve como recordatorio.
—No vas a… o sea… —Enrique se movió nervioso—. No quieres…
—Lo último que quiero es emular a la Casa Caída —lo tranquilizó Séverin—.
Solo estoy buscando el Ojo de Horus. No tengo intención alguna de intentar juntar
todos los fragmentos de Babel y dirigirme directamente a los cielos o a donde la Casa
Caída pretendía llegar con ellos.
—Me pregunto por qué lo harían —murmuró Enrique sin dejar de observar el
reloj de hueso.
—Creo que pensaban que era su deber sagrado. Aunque para ello llevaran a cabo
unos cuantos asesinatos cruentos, o eso es lo que me ha llegado a mí. Quién sabe.
Qué más da. La Casa Caída cayó. El reloj de hueso es un recordatorio de su caída.
—Tienes unos gustos muy alegres, Séverin.

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—Eso intento.
Enrique se quedó observando el reloj un buen rato. Siempre que había un objeto
que quería analizar, se lo quedaba mirando de esa manera. Séverin suspiró.
—Después de la adquisición, quizá te dejo inspeccionarlo…
—¡Mío! ¡Viva! ¡Yo gano! —Enrique soltó una risilla de alegría, se alisó la
chaqueta y se recompuso—. ¿Nos vemos arriba?
—Sí. Que todos se preparen. Quiero repasar los planos del Château de la Lune.
Hypnos también vendrá, con las invitaciones y nuevas identidades.
Unos puntitos rojos colorearon las mejillas de Enrique.
—Ha venido bastante por aquí, ¿verdad? —Dicho esto, como para explicárselo a
sí mismo, añadió—: Bueno, supongo que es su deber.
El patriarca de la Casa Nyx los había visitado en numerosas ocasiones, aunque
siempre de encubierto. A la Orden no le haría ninguna gracia que los dos socializaran,
aunque cuando Séverin cumplió la mayoría de edad, dejaron de prestarle atención.
Algo que hacía sospechar a Séverin. Por más que a él le encantaría que su equipo
considerara repugnante la compañía de Hypnos… no era así. Bueno, no para todos.
Tristan se negaba a hablar con él. Alguien incluso le gastó una broma a Hypnos y le
escondió los zapatos, aunque nadie confesó ser el culpable. A Hypnos no le había
sentado mal. Al contrario, aplaudió emocionado. «¡Anda! ¡Una broma! ¿Esto es lo
que hacen los amigos?».
No.
Pero Hypnos se negaba a dejarse amedrentar.
—Creo que la cuisine de L’Éden es el factor que más influye en sus visitas.
—Seguramente —rio Enrique.
Séverin se tragó un botón de clavo. En cuanto Enrique se hubo ido, abrió un cajón
secreto de su estudio y sacó el dossier que había robado del despacho del forense.
Enrique tenía razón. Había algo que no les había contado: el mensajero de la Casa
Kore estaba muerto.
Lo encontraron en un burdel con un tajo en el cuello y le habían quitado todas las
pertenencias, a excepción de la moneda de registro. La dejaron encima de él o por
accidente o con toda la intención del mundo. Séverin recordaba cuando Tristan y él lo
interrogaron. Cuando, al sacar la moneda de registro, no la llevaba encima, como
habían supuesto ellos, sino dentro de la boca, escondida debajo de la lengua como
una dracma dorada que pagara el viaje de los muertos. Pero cuando el forense le
había echado un vistazo a la boca del muerto, encontró algo detrás de los dientes.
Una abeja dorada.

TODOS ESTABAN ESPERANDO ya en el observatorio.


Tristan caminaba de un lado a otro y daba vueltas a una margarita con pétalos
dorados que llevaba en la mano. Era, como recordaba Séverin, un prototipo para la
instalación de verano del hotel: el toque de Midas. Zofia estaba sentada con las

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piernas cruzadas, con una cerilla entre los labios y la bata negra llena de ceniza.
Enrique leía un libro que sujetaba con guantes infantiles. Laila estaba reclinada en su
diván. Se había recogido el pelo con elegancia y llevaba un vestido gris con perlas en
el cuello. Jugueteaba con algo parecido a una cuerdecita negra. Séverin lo observó de
cerca. No, no era una cuerdecita, sino un cordón de zapato. No era que prestara
atención alguna al calzado que elegía Hypnos, pero Séverin estaba bastante seguro de
que el cordón era suyo. Laila miró a Séverin a los ojos y le dedicó una sonrisa
conspiratoria. Estaba leyendo los objetos de Hypnos. Séverin se la devolvió.
—¿Dónde está Hypnos? —preguntó mientras recorría la sala con la mirada.
—A saber. —Tristan gruñó—. ¿Hay que esperarle?
—Como tiene nuestras identificaciones e invitaciones… sí. Es la última pieza del
plan.
Dicho lo cual, la puerta se abrió. Hypnos entró en el observatorio con un traje
verde oscuro y zapatos tachonados de esmeraldas.
—¡He traído regalitos! —anunció.
—Timeo Danaos et dona ferentes. —Enrique no levantó la vista del libro.
Todos se lo quedaron mirando, desconcertados.
—¿Qué? —preguntó Zofia.
—Es una frase de la Eneida —explicó Enrique—. «Temo a los griegos incluso
cuando traen regalos».
—Yo no soy griego.
—El principio se aplica igual.
Al decirlo, sin embargo, Enrique esbozó una sonrisilla.
—¿Son nuestras invitaciones? —le preguntó Laila mientras contemplaba las
tarjetas doradas que llevaba Hypnos en la mano.
Hypnos las dispersó sobre la mesa de centro.
—Una para cada uno. Menos para Tristan, que irá de todos modos para trabajar
en los jardines. En vuestras invitaciones he dispuesto que lleguéis el viernes a tiempo
para el festín de medianoche. Os marcharéis el sábado a medianoche, ya que el
domingo se reserva estrictamente para los miembros de la Orden.
—Perfecto —dijo Séverin—. Entrar y salir.
—La primera invitación es para nuestro experto floral, que viene directamente de
China, monsieur Chang —dijo Hypnos.
Le entregó la tarjeta dorada a Enrique.
Enrique no la cogió, sino que se la quedó mirando como si el papel portara una
enfermedad.
—¿Estás de broma?
—Estoy bien.
—Yo no soy chino. Soy filipino y español. —Enrique agarró la tarjeta—. Me
parece extremadamente ofensivo.

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—Y extremadamente conveniente. —Hypnos se encogió de hombros—. La
matriarca de la Casa Kore está obsesionada con todo lo chino. Siguiente: una tarjeta
para la bailarina nautch que se va a unir al excitante cuerpo de baile.
Séverin sacudió la cabeza. Si bien Laila actuaba en el escenario del Palais como
L’Énigme, sabía que para ella el baile —el baile clásico que le habían enseñado en la
India— era sagrado. Laila cogió la invitación, imperiosa, con los rasgos teñidos de
disgusto.
—De todos modos, técnicamente las bailarinas no llegarán hasta el día después de
que empiece el festival, así que primero vas a tener que pasar por criada de la Casa
Nyx.
—Tiene su lógica… —Laila asintió.
—¡No! ¡No la tiene! ¿Por qué tiene que fingir que es una criada de la Orden? —
quiso saber Tristan, que se había puesto de pie—. ¡No es parte de la Orden! ¡Como
ninguno de nosotros!
—Tristan, mi amor —dijo Laila con una peligrosa calma—. Si te metes en una
pelea entre mujeres, te puedes llevar un espadazo de una de ellas.
Tristan se sentó, rojo como un tomate.
—¡Ay, qué mono! —exclamó Hypnos—. No quieres que la relacionen conmigo,
supongo. Normal. Sin embargo, no sería inteligente meter juntos todos los utensilios
que vayas a necesitar en una excursión. Es mejor, creo yo, separar las
responsabilidades. ¿Cómo es el dicho? ¿No te pongas todas las cestas encima de la
cabeza?
—Es «no pongas todos los huevos en la misma cesta». —Enrique puso los ojos
en blanco.
—Odio los huevos. Me gusta más mi versión —dijo Hypnos. Separó la siguiente
tarjeta dorada—. La próxima invitación es para nuestro agente gubernamental,
Claude Faucher. Y no te preocupes, a todos los invitados se les pide que lleven
máscara y, que yo sepa, soy el único miembro de la Orden que se ha molestado en ver
tu aspecto real.
Séverin cogió la invitación y reprimió varias punzadas de alivio, culpa y, aunque
lo detestara, rabia. Tras tanto tiempo y tras todo lo que había hecho, la Orden jamás le
había prestado atención. Su culpa era más intensa, no obstante. La herencia argelina
de su madre solo aparecía sutilmente en su rostro; delante de todo el mundo podía
pasar por francés. Otros no.
—Y, por fin, una invitación para Sophia Ossokina, la baronesa rusa.
Zofia miró a su alrededor, aunque Hypnos le alargara la tarjeta a ella.
—¿Yo?
—Oui.
—¿Yo voy a ser una baronesa rusa?
En lo que a política se refería, Zofia quizá andaba por las nubes, pero durante el
gobierno del zar Alejandro, Rusia detestaba a los judíos, y ella detestaba Rusia.

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—Lo harás muy bien —dijo Hypnos mientras le lanzaba la invitación a su regazo.
Con las manos ya vacías, Hypnos se las quedó mirando, sin saber qué hacer a
continuación. Se las puso en la espalda. Se lo veía de lo más infantil. Bajo la luz de la
sala, sus zapatos con esmeraldas parecían menos majestuosos y más chabacanos.
Todo lo que llevaba lo había seleccionado con muchísimo cuidado. Pero daba igual lo
bien que encajara la ropa si no encajaba la piel.
Ni uno de ellos le miró. Ni le dio las gracias. Séverin lo comprendía. Supo que las
invitaciones flotaban delante de la imagen que cada cual tenía de sí mismo. Pero
también comprendía cómo había supervisado Hypnos el escenario, cómo se había
esforzado para que todos pudieran entrar en el Château de la Lune sin problemas.
—Cuando eres quien los demás esperan que seas, nadie se molesta en mirarte de
cerca. Si estáis enfadados, que os sirva de energía —les dijo Séverin mientras los
miraba a los ojos—. No olvidéis que el suficiente poder e influencia hacen que todo
el mundo sea incapaz de apartar la vista de vosotros. Y entonces sí que os van a mirar
bien.
No dirigió la mirada hacia Hypnos, pero sí que vio de reojo que el patriarca se
relajaba un poco.
—Bueno, volvamos al Château —dijo, y proyectó los planos con un
mnemoholograma. Todos se inclinaron hacia delante, ansiosos.
—¿Cómo los has conseguido? —Hypnos estaba boquiabierto.
—Tengo mis fuentes —respondió Laila con una sonrisa.
—Su legión habitual de hombres enfermos de amor —se apresuró a añadir
Séverin. No quería entretenerse con la lista de nombres del arsenal de Laila—.
Veamos, la mansión en si misma no es nada que no hayamos visto antes. Dos salones,
una sala de banquetes enorme, cocina, comedor, capilla, cripta y vestidor. La
matriarca de la Casa Kore encargó unas curiosas escaleras forjadas que conducen
hasta las dependencias de los criados y que supondrán un reto.
El Château abarcaba aproximadamente cincuenta hectáreas de tierra, y estaba
rodeado de una sucesión de edificios más pequeños. Unos cuadrados violetas
ubicaban los jardines: el vergel de invierno y el de primavera. Una estrella señalaba el
observatorio. Una hoja hacia lo mismo con el invernadero —una zona en crecimiento
— y un montón de círculos azules situaban las fuentes de la finca. Una X roja
marcaba la biblioteca. Su objetivo, puesto que allí se encontraba el Ojo de Horus.
—Son los puntos nucleares de la finca —dijo Séverin—. Tristan, el único de
nosotros que ya ha visitado la residencia campestre de la Casa Kore, ha reparado en
que algunos elementos, como los arreglos de las carpas y los pabellones para los
espectáculos, cambian según la estación del año. Estas —señaló las rayas negras y
rojas que rodeaban los edificios— son las posiciones de los guardias que han
contratado. Un total de cien hombres y mujeres con rifles. Cada ocho horas, la Casa
paga para cambiar a los guardias. Llegan veinte y se van veinte. Supongo que es para
que nadie se quede demasiado tiempo como para llevar a cabo un acto desagradable.

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—¿Cien guardias? —Enrique silbó—. A mí me da igual salir de una fiesta con
lagunas en la memoria. Mi cuerpo, en cambio, es un poco diferente. No tengo
ninguna intención de terminar en las catacumbas.
—Asumes que habrán cargado los rifles —dijo Séverin.
—¿Y no es así?
—Solo la mitad de ellos, según nuestro hombre del cuerpo policial. Adivinad qué
dos lugares van a ser los más vigilados.
—La biblioteca y el invernadero —probó Zofia.
—Correcto.
Al fin y al cabo, eran los dos espacios de los que la Casa Kore presumía más: la
entrada a sus jardines de otro mundo y a sus vastas colecciones.
—Pero eso ya lo sabíamos —dijo Enrique.
—Correcto también —asintió Séverin—. Pero la mitad del cuerpo policial, el
grupo encargado de la biblioteca, llevará los rifles sin cargar.
—¿Y la mitad del invernadero? —Enrique arqueó una ceja.
—Totalmente cargados.
—Pero según la moneda de registro, el Ojo de Horus está en la biblioteca —
observó Laila—. ¿Por qué vigilan tanto el invernadero?
—Un misterio que solo va a resolver el acceso al invernadero. ¿Tristan?
Hasta entonces, y aunque pareciera mentira, Tristan había guardado silencio.
Cuando miró hacia Séverin, tenía los ojos rojos. Sonrió, pero la sonrisa no llegó hasta
su mirada.
—Yo me ocupo de eso —dijo—. Con la ayuda de mi buen amigo, el viejo y
honorable botánico, el señor Ching.
—Arg. —Enrique gruñó—. Es Chang. Un momento, ¿por qué me molesto en
corregirlo?
—¿Qué pasa con los rifles? —preguntó Hypnos.
—Mis diseños son superiores. —Zofia sacudió la mano.
—Por otro lado, ¿cómo vamos a salir? —quiso saber Enrique.
—Yo os ayudo a salir —dijo Hypnos—. Si apelo a una regla de la Orden, podré
asegurarme de que la matriarca coloca algo en su lugar más protegido. No sabrá de
qué se trata, y puede ser lo que necesitéis. Ropa para escapar, etcétera.
—Bien. Pero ¿y las armas qué? —preguntó Enrique—. No podemos entrar
armados hasta los dientes.
—Cierto —dijo Zofia con el ceño fruncido.
—No sé cómo lo vais a conseguir —suspiró Hypnos—. En primer lugar, la
matriarca va a organizar la fiesta para mantener las apariencias, pero no va a
comprometer la seguridad después del robo de su anillo. En segundo lugar, habrá
piedra verita en las entradas, así que llevar armas será inútil. Y en tercer lugar, las
esfinges estarán presentes.
En ese momento, Laila sonrió.

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—Confiad en mis pasteles. —Y les guiñó un ojo.
Séverin asintió al conocer exactamente en qué había estado trabajando Laila para
burlar la seguridad de la Casa Kore.
—Cuido muchísimo la línea, ma chère. —Hypnos estaba horrorizado.
Fue un comentario estúpido y trivial que nada tema que ver con los planes de
Laila. Y quizá por eso le arrancó una carcajada a Séverin. Detrás de Hypnos, Tristan
estaba afligido.
El sentido del humor de Séverin se desplomó.
Le había prometido a Tristan que la Orden no les pondría las manos encima.
Y ¿qué tema delante ahora? Hypnos cogía una galleta de un plato de dulces
preparados por Laila. Hypnos sonreía con sus dos hoyuelos asimétricos, una sonrisa
que Séverin recordaba desde la infancia. Hypnos estaba sentado con ellos… e incluso
los hacía reír, por más que Séverin llevara un juramento tatuado como si de una daga
junto al corazón se tratara.
Hypnos mordisqueó la galleta y asintió hacia Laila con aprobación.
—¡Buen plan! Ahora nosotros…
Una punzada helada recorrió a Séverin.
—No hay ningún «nosotros».
Los cuatro miembros de su equipo intercambiaron miradas de confusión.
Iba a tener que ser más claro.
—Hypnos —dijo—. Recurres a nuestros servicios porque tenemos un objetivo
común. Pero no eres uno de nosotros.
Poco a poco, Hypnos dejó el resto de la galleta. Cerró los ojos. Al levantarse, no
se los quedó mirando, y prefirió sacudirse de encima unas migas transparentes de su
traje impecable.
—Puesto que participo en esta empresa, tengo derecho a pedir información de
vuestro progreso, y os la voy a seguir pidiendo —dijo secamente—. Nos veremos
dentro de tres días en el Château de la Lune. Ah, y Séverin… Tú nunca has estado
dentro de una celebración de la Orden, ¿verdad?
Hypnos sabía que no. En todo caso, suponía un buen golpe que él estuviera
dentro, mientras que Séverin siempre sería el huérfano que daba vueltas para
encontrar una entrada. De nada iba a servir responderle a Hypnos lo que ya sabía.
—Debo hacerte una advertencia. Tendrás la sensación de que es la primera vez
que tus ojos ven de verdad —dijo Hypnos con una lenta sonrisa—. Y si fracasas en tu
deber o si te atrapan, también será la última.

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PARTE III

Carta de la matriarca Delphine Desrosiers de la Casa Kore


a su hermana, la condesa Odette, sobre su incorporación
a la Orden de Babel

Querida hermana.
¡Qué ganas tengo de que vengáis de visita y conocer a mi nuevo
sobrino! Me preguntaste qué siento al haberme sido encomendado el
linaje de nuestra familia, y te confieso que siento una mezcla de
emociones. Por un lado, asombro, puesto que me han asignado una
responsabilidad sagrada. Y al mismo tiempo, recelo… ¿Recuerdas la
Casa que cayó? Han borrado su nombre de los registros y, ahora, tan
solo se la conoce como la Casa Caída. Padre me dijo que cayó más o
menos cuando yo nací, pero me enseñó una carta que recibió del
patriarca ejecutado. Me contó que era un recordatorio para no
olvidar que no comprendemos del todo la inmensidad de aquello que
protegemos. La carta me obsesiona, hermana, porque el patriarca
escribió lo siguiente:

«No puedo sino preguntarme si, a pesar de que protegemos el fragmento de Babel
de Occidente de la gente, también estamos protegiendo a la gente de él…».

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13

Zofia

A Zofia le gustaba calcular en voz alta. Las matemáticas la tranquilizaban. La


distraían.
—Doscientos veintidós al cuadrado es cuarenta y nueve mil doscientos ochenta y
cuatro —murmuró mientras ascendía los peldaños de mármol.
En su mano, la invitación dorada parecía una llama arrancada de una hoguera.
Recorrió con los dedos las letras elaboradas: «Baronesa Sophia Ossokina».
—Setecientos noventa y uno al cuadrado es… —Frunció el ceño—. Seiscientos
veinticinco mil seiscientos ochenta y uno.
No tan veloz como de costumbre. Casi había tardado quince segundos en hacer la
operación. A estas alturas, debería sentirse más tranquila.
Y no.
Dentro de una hora, subiría al tren para dirigirse al Château de la Lune. A
medianoche estarían sentados en el festín de inauguración. No iba a ser como en otras
adquisiciones del pasado, en que hacerse pasar por una persona suponía memorizar
un puñado de frases. La de ahora suponía ocultarse por completo de los demás.
Habría sido más sencilla si fuera una suma por sí misma. Sin embargo, Séverin y los
demás la habían convertido en parte de una ecuación. Si fracasaba, no iba a fracasar
ella sola. También Séverin, Enrique, Laila y todo el peso de sus esperanzas. También
Hela, que hacía de institutriz de sus primos consentidos, esperando la libertad.
También el sueño al que se aferraba, la pequeña imagen que visualizaba una y otra
vez: la paz de recorrer una calle y no sentirse diferente del resto de la gente.
Se tambaleaban tantas cosas frágiles…
Al caminar por el último pasillo hasta la habitación de Laila, a Zofia le sudaban
las manos. Solamente había visitado el cuarto de Laila una vez. Y no le había
gustado. Olía demasiado fuerte. Y era de lo más colorido. No como las cocinas, con
tonos beige.
Antes de llamar, Laila abrió la puerta con su habitual sonrisa de oreja a oreja.
—¿Lista? —le preguntó con alegría.
Una oleada de perfume le llegó a la nariz. Zofia hizo una mueca y retrocedió
enseguida, con los hombros tensos como un animal acorralado.
Laila dejó la puerta abierta y desapareció dentro de su habitación. No invitó a
pasar a Zofia y no esperó una respuesta. Desde donde estaba, Zofia solo veía una
parte del cuarto. Un toque verde en las paredes. Una ventana con cortinas de lino para

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que en la habitación no entrara demasiada luz. Cerca del umbral de la puerta se
alzaba una mesita de jade. Y encima… una galleta perfecta, pálida y redonda.
Zofia dio un paso adelante y agarró la galleta del plato. Quiso retroceder de
inmediato, pero echó un vistazo al tocador. Para variar, Laila lo había revuelto todo.
Un día, Zofia había intentado ordenar la cocina, pero se detuvo cuando Laila
amenazó con no preparar más postres. La última vez que había estado en su cuarto,
vio un auténtico caos: botes de cosméticos en el suelo; joyas colgadas de lámparas
fijas; la cama no solo no estaba hecha, sino que estaba colocada de modo asimétrico
porque a Laila le «gustaba despertarse con el sol sobre la cara». A Zofia le entró un
escalofrío.
Ahora la habitación estaba diferente.
Asomó la cabeza por la puerta. Todos los cosméticos del tocador estaban
separados a la misma distancia, exactamente como Zofia los habría puesto. Pero
había una excepción. Un frasco demasiado alto que estaba en el medio de una
perfecta escala descendiente. Los dedos de Zofia se crisparon por las ganas de
colocarlo bien.
A continuación, miró a su izquierda. Laila se peleaba con un vestido negro largo.
A su lado, sobre un arcón bajo cerca del tocador, había otra galleta blanquecina. Con
cuidado, Zofia entró en el cuarto. Se acercó a la segunda galleta y se la zampó. Ahora
se sentía… algo mejor. Pero quizá fuera tan solo por la galleta.
—Ya casi he terminado de seleccionar tus conjuntos —dijo Laila. Estaba sentada
en el suelo con las piernas cruzadas, ahuecando la cola del vestido negro—. Vas a
necesitar cuatro conjuntos para cambiarte entre el festín de medianoche del viernes y
el baile de medianoche del sábado. Y tendrás tiempo de añadirles los dispositivos
incendiarios que consideres oportuno, por supuesto. Creo que cabrá todo en tu ropero
de viaje.
El ropero de viaje de Zofia se hallaba en el fondo de la habitación. No era tanto
un ropero de viaje como un espacio de trabajo de viaje. Cuando estaba del todo
cerrado, se asemejaba a una pila de maletas de cuero apretujadas. Cuando estaba
abierto, se convertía en otra cosa. Todas las «maletas» estaban pegadas y forjadas
para ocultar compartimentos con instrumentos químicos, ganzúas, molduras, viales
de tierra de diatomeas, limas de hierro, distintos ácidos… y vestidos. En la parte
inferior se encontraba un trocito de piedra verita, para así volverlo todo indetectable a
los sensores de la Casa Kore.
—Todo va a salir bien —le dijo Laila con calma—. Tus modales son los de una
baronesa. Ahora solo te lo tienes que creer.
Laila sacó el vestido de la percha y se lo acercó a Zofia. Esta retrocedió unos
pasos. Se quedó pensando en las mujeres a las que tantas veces había observado en el
salón. Se las veía terriblemente incómodas. Cinturas ceñidas y zapatos apretados. Se
reían de cosas que no eran divertidas.

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—¡Pruébatelo! —exclamó Laila—. Mi diseñador de la Casa del Mérito lo ha
confeccionado especialmente para ti. Para cambiarte, hay un biombo justo…
Zofia se quitó el delantal, se deshizo de los zapatos con un par de patadas y
empezó a desvestirse.
Laila se echó a reír y sacudió la cabeza.
—No he dicho nada.
Aquel suspiro era familiar para Zofia.
Su madre solía hacer el mismo ruidito siempre que creía que a Zofia le faltaba
discreción. «Faltar». Otra palabra que no encajaba. No era que ella contara con una
reserva de discreción y ya la hubiera utilizado toda. Había aprendido qué se
consideraba discreto. ¿Quitarse la ropa en público? Mal. ¿En privado? Bien. La
habitación de Laila era privada. ¿Qué más daba? Además, nunca le había gustado
llevar demasiada ropa. Y de todos modos, no entendía por qué debía sentirse cohibida
con su propio cuerpo. No era más que un cuerpo.
Al mismo tiempo, Zofia echó de menos el sonido del suspiro de su madre.
Después de que sus padres murieran en el incendio de su casa. Hela se había
esforzado por no llenar sus días con pena, pero el dolor se colaba igualmente por las
grietas de su vida.
—Avísame cuando no puedas respirar —gruñó Laila mientras apretaba el corsé.
—No. Tiene. Ningún. Sentido.
—La moda, cielo, es como el universo: ni te debe explicaciones ni obedece a la
lógica.
Zofia intentó emitir un ruido de protesta, pero acabó jadeando.
¡Ya está bien apretado! —anunció Laila—. ¡Brazos arriba! Zofia obedeció. Una
seda negra resplandecía a su alrededor. Bajó la mirada y vio que los adornos
azabaches circulares ondeaban en el dobladillo como si fueran olas negras. También
estaban forjados para que las ondas se movieran por la tela, arriba y abajo. La mente
de Zofia se aferró al patrón.
—No se descubrieron hasta el año 1746 por D’Alembert.
Laila dejó de moverse.
—Ahí me he perdido.
¡Las ondas! —dijo Zofia, y se señaló el patrón de los abalorios negros—. La
física clásica tiene un montón de ondas. Son una preciosa ecuación en derivadas
parciales. Hay ondas de sonido, de luz, de agua…
Mientras hablaba de ondas, el resto de la habitación desapareció. Su padre, un
profesor de física en Glowno, le había enseñado los trucos para reconocer la belleza
de las matemáticas. Cómo se oían —hasta las olas— en algo tan complejo como una
pieza de música. A medida que hablaba, dejó de sentir los tirones del corsé, los
zapatos que le ponía Laila en los pies o el cepillo que le pasaba por el pelo.
—Y, para terminar, ondas longitudinales y transversales —acabó, y levantó la
vista.

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Pero lo que vio no fue el rostro de Laila, sino el suyo, que le devolvía la mirada
desde el reflejo del espejo. No parecía ella. Tenía maquillaje negro en los ojos y rojo
en los labios y en la mejillas. Un cierre de penacho, con una pluma blanca y perlas
grises, atado a su pelo en bucles. Se parecía a las mujeres gran salón. Zofia levantó la
mano para tocar el elegante moño que tenía sobre la cabeza.
—Estáis preciosa, baronesa Sophia Ossokina.
Zofia se inclinó hacia delante y examinó su propio reflejo. Tal vez se pareciera a
las mujeres del salón, pero no tenía nada que ver con ellas. Como mucho, Laila sí.
Laila era tan elegante como una ola.
—Deberías ser tú —dijo Zofia.
En el espejo, los ojos de Laila se abrieron como platos. Su expresión cambió.
Mostró un trazo de tristeza.
—No puedo —murmuró—. Recuerda lo que ha dicho Séverin. Si encajas con lo
que el mundo espera de ti, el mundo no te prestará atención cuando le robes. Aunque
sí que preferiría no tener que ir como bailarina nautch. —Sus labios se crisparon—.
Las bailarinas eran sagradas en los templos. De donde vengo, el baile es una
exhibición divina.
—¿Como en el Palais des Rêves?
—No —resopló Laila—. Nada que ver con lo del Palais. En el escenario no soy
yo. Y aunque lo fuera, nadie merece una actuación de mi fe.
Zofia tiró de las puntas de sus guantes. Las palabras adecuadas seguían
golpeándole la lengua del modo menos adecuado posible. Laila se la quedó mirando
con el rostro teñido de preocupación. Y entonces alargó la mano y le acarició la
barbilla.
—Ay, Zofia —dijo—. No estés triste. Todo el mundo oculta algo.

ZOFIA FUE LA primera en subir al tren.


Séverin se había encargado de que él, Enrique y Zofia ocuparan un vagón entero
de suites. Los demás fueron separados de ellos. Tristan había salido el día anterior
hacia la residencia campestre de la Casa Kore para encargarse de los paisajes y Laila
había ido con Hypnos, llevando consigo un maravilloso y gigantesco pastel que iba a
transportar la Casa Nyx. Todos iban a llegar al Château de la Lune al mismo tiempo.
Una vez en la suite del tren, Zofia corrió las cortinas de terciopelo de la ventana.
Ver la atestada plataforma del tren, llena de personas y de vapor del motor, le
provocaba dolores en el estómago. Le picaba la nariz por el olor de comida callejera
carbonizada y ya empezaba a aburrirse de los carteles forjados que flotaban por la
plataforma. En todos se veían distintas partes de la Exposición Universal, que abriría
las puertas al público al cabo de cuatro días.
Zofia se arrancó unos hilos sueltos del vestido. Sobre el regazo llevaba el bastón
que había forjado para Enrique. Era de ébano pulido y estaba hueco, y en el mango
sobresalía un águila con las alas extendidas. Zofia suspiró y deseó haber traído su

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pizarra. No tenía nada que hacer más que esperar a Séverin o a Enrique. Cansada,
contó los cristales tallados que colgaban del candelabro de champán: 112. A
continuación, contó los botones dorados cosidos a los asientos acolchados de satén:
17. Estaba a punto de sentarse en el suelo y comenzar a contar las teselas de la
alfombra cuando de pronto se abrió la puerta de su cabina.
En el umbral se hallaba un anciano encorvado. Estaba calvo, con algunas
manchas marrones sobre la cabeza. Se detuvo en el umbral del compartimento e hizo
una reverencia.
—¿Qué te parece? Ha requerido casi tres horas esconder mi deslumbrante belleza.
—¿Enrique? —Zofia parpadeó.
—Para serviros… —empezó a decir, y entonces se la quedó mirando. Calló y
Zofia reprimió la urgencia de acurrucarse en el fondo de la cabina.
«Actúa como Laila», le dijo una voz en su cerebro.
Zofia se sentó más erguida, mantuvo la mirada fija y decidió hacer lo que había
visto cientos de veces hacer a Laila cuando miraba a Séverin: levantar una comisura
de los labios muy ligeramente e inclinar la cabeza al mismo tiempo… Un momento,
así no veía nada, ay, y Laila a veces alzaba un hombro…
—¿Qué diablos estás haciendo?
—Imitar conductas de coquetería.
—Un momento. Estás coqueteando. ¿Conmigo?
Zofia frunció el ceño. ¿Por qué pensaba eso Enrique? Solo había dicho que
imitaba la estrategia general de los demás.
—Quizá no he comprendido bien la metodología. También he visto a mujeres
hacer esto. ¿Mejor?
Se relajó. Y entonces fingió tener algo en el labio superior y se lo lamió con un
lento movimiento de lengua.
Enrique parpadeó varias veces y meneó la cabeza.
Menear la cabeza significaba que no.
Zofia se encogió de hombros y sacudió una mano.
—Ya practicaré luego.
—No… no te hace mucha falta —dijo Enrique, con voz más aguda de lo habitual.
No la estaba mirando. Seguro que lo había hecho fatal.
Enrique se sentó delante de ella. Por culpa de la chepa de la espalda, debía
inclinarse hacia delante. El sol le iluminó la cara y reveló una costura casi
imperceptible en su mejilla, que correspondía a una máscara forjada.
—En la oscuridad no parecerá una máscara en absoluto —dijo Enrique mientras
se acariciaba la cara suavemente—. Ya lo he comprobado. Y tampoco voy a tener que
salir a plena luz del día. Por lo visto, mi identidad de viejo botánico quiere decir que
también soy un animal nocturno.
—Como las mofetas.
—Espléndido.

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En ese momento, el tren arrancó. El bastón del regazo de Zofia empezó a
moverse. Zofia lo agarró rápidamente y se lo alargó.
—Para ti.
Enrique extendió la mano y lo cogió.
¿Es para apoyar mi disfraz?
—Es una bomba.
Enrique estuvo a punto de lanzarlo al suelo.
—Ni se te ocurra —dijo Zofia.
¿Una bomba? —repitió—. ¿Bromeas?
—Es una bomba de luz.
—No suena mucho mejor.
—Lo único que suelta una bomba de luz es mucha luz.
—Ah.
Zofia señaló el centro del bastón.
—Está vacío. El relleno es una mezcla pirotécnica de magnesio y óxido de
perclorato de amonio.
¿Qué narices hace todo eso?
—Si golpeas algo con el bastón, explotará.
—No es un buen presagio.
—Y emitirá un destello que cegará a tu enemigo durante un minuto entero.
Utilízalo solo en caso de emergencia.
—Me lo he imaginado cuando has dicho «bomba».
Zofia apuntó hacia la joroba de la espalda de Enrique que él llevaba ajustada. La
chica había construido la prótesis la semana anterior, en cuanto Séverin hubo
diseñado un recipiente que repeliera la verita.
—Dame la joroba.
Enrique empezó a reír.
—¿Te parece divertida la rápida desintegración a consecuencia de un ácido
industrial? —Zofia ladeó la cabeza.
Enrique dejó de reír. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Se inclinó
hacia delante y se arqueó un poco, como si intentara alejar su propia piel de la joroba.
—¿Es… es lo que hay dentro?
Zofia asintió.
—Es el tipo de cosas que a uno le gustaría saber antes de pegarselas al cuerpo.
La puerta de la cabina se abrió de nuevo. Séverin entró, vestido como un oficial
del gobierno. En su solapa brillaba una Mariana dorada. El emblema era un símbolo
de la Tercera República de Francia.
—Gracias por contarme que cuando me diste la joroba me iba a colocar ácido en
la espalda.
Séverin se echó a reír.

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Zofia se cruzó de brazos. Detestaba no pillar las bromas. Ojalá Laila estuviera
ahí.
—¿Qué tiene de divertido la desintegración?
—Nada —respondió Séverin. Se secó los ojos—. Lo necesitaba. Dásela a ella, y
te lo enseñará.
Con el ceño fruncido, Enrique se quitó la chaqueta, se desató la joroba y se la
entregó a Zofia. La muchacha cogió una de sus horquillas del pelo y con cuidado la
abrió.
—Necesito una de esas… —empezó a decir Enrique.
—La tienes escondida en el talón del zapato —dijo Zofia—. Solo junta los dos
talones y saldrá.
Enrique soltó un silbido.
—Primero, el bastón. Después, el ácido. Ahora, esto. Por no hablar de lo que
haces con los números. Me gusta cómo piensas, Zofia.
Zofia se detuvo, todavía con la horquilla en la mano. Nadie le había dicho eso
antes. De hecho, su manera de pensar era precisamente lo que la hacía meterse en
líos.
—¿Ah, sí? —Zofia arrugó la nariz.
Enrique sonrió. Una sonrisa de verdad. Zofia supo que era real porque Enrique
siempre sonreía así cuando Laila le servía una segunda porción de tarta.
—Sí.
«Si».
Zofia volvió a concentrarse en el cerrojo, pero algo le aleteó en el estómago. La
joroba se abrió con un suave «pop» y dejó al descubierto un tubo de cristal envuelto
de terciopelo.
—La solución piraña —dijo Séverin—. Es lo que vas a usar cuando te lleven
hasta el invernadero como monsieur Ching…
—¡Es Chang!
—Chang, mis disculpas. La cuestión es que tú vas a ser el primero en actuar.
Cuéntame lo que vas a hacer.
—No es mi primera…
—Enrique.
—Buf. —Enrique se cruzó de brazos—. Llegaremos al Château de la Lune antes
de medianoche. Zofia, Hypnos y tú entraréis y comeréis y haréis lo que suele hacer la
gente rica, a pesar de que yo sea un célebre botánico que ha viajado por muchos,
muchísimos océanos y…
—Enrique.
—Y entonces nos encontraremos en vuestras habitaciones para un último repaso.
Entre las tres y las cuatro de la madrugada, Tristan y yo nos citaremos en el
invernadero. Allí abriremos el frasco de ácido, desataremos las alarmas y nos
aseguraremos de que el invernadero se cierra al público.

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Zofia bostezó. Ya conocía el plan.
—Correcto.
—Tristan nos conseguirá máscaras para que podan, respirar una vez que hayamos
usado la trampa química mortal de Zofia, y volveremos a pasar por allí a las ocho.
—Sí.
—Aunque no sé por qué tienes esa fijación con el invernadero. ¿Qué crees que
hay allí?
—Como mínimo, es un lugar seguro donde ocultar el Ojo de Horus. Pero creo
que es mucho más que eso. ¿Por qué iban a apostarse allí y no en otro lugar los
guardias armados? Es la mar de interesante —observó Séverin—. Pero no voy a
predecir nada hasta después del festín de medianoche. Hypnos va a llevar algo
valiosísimo, o eso me ha dicho. Hay una norma de la Orden según la cual puede pedir
que cualquier objeto que considere importante sea inmediatamente apartado y llevado
al lugar más protegido de la Casa.
—La biblioteca —dijo Zofia.
—Exacto. La matriarca de la Casa Kore no tendrá más remedio que ocultar lo que
sea. Mientras Hypnos se dedica a eso, yo lo seguiré a él y también a la matriarca. —
Séverin se sacó la cajita de clavo del bolsillo de la chaqueta y se metió un botón en la
boca—. Zofia. Cuéntale cómo funciona la solución piraña.
—Es cloruro de hidrógeno y ácido sulfúrico, por lo que el proceso es bastante
sencillo…
—No lo cuentes así, Zofia.
—He forjado el cristal con titanio levitador. —Señaló el vial—. Lo único que
debes hacer es romperlo y lanzarlo por los aires en el invernadero. Caerá al suelo
lentamente y lo rociará todo con ácido. Pero cuando lo hayas roto, que no te toque la
piel. Salvo que quieras desintegrarte.
Zofia se echó a reír.
Séverin y Enrique se la quedaron mirando.
—¿Lo ves? —dijo ella—. ¡Como tu broma de antes! ¡Desintegración!
—Ay, Zofia —suspiró Séverin.
Se miró el reloj y apretó los labios.
—Debo ocuparme de unas cosas. Nos veremos a la llegada.
A medida que se acercaban al Château de la Lune, a Zofia, la neblina plateada le
recordaba a la luz que arrojaba el cuadrado Sator metálico. Recordaba cómo se sintió
al ver deslizarse las letras del cuadrado de un lado a otro, cómo los números se
alineaban perfectamente para formar una sucesión de ceros y unos. Enrique dijo que
las matemáticas eran el lenguaje de los dioses. Cuando pensaba en el poder del Ojo
de Horus, se le ponía la piel de gallina. Lo que el objeto era capaz de hacer parecía
escaparse al control humano, pero era lo que ocurría con los números. No eran como
las personas, que decían una cosa y hacían otra. No eran misterios de modales
sociales ni conversaciones.

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Los números no mentían nunca.

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14

Séverin

C uando Séverin cumplió once años, Envidia y Clotilde se libraron de ellos, y


Tristón y él se mudaron a la casa de su cuarto padre: Gula.
Gula fue el padre favorito de Séverin. Gula hacía muecas divertidas y les contaba
historias graciosas. Desechaba la ropa en cuanto se la ponían una vez. Lanzaba al
suelo los pasteles que tenían leves imperfecciones. Las joyas de los escaparates
desaparecían con la misma rapidez con la que él esbozaba una sonrisa. Gula no tenía
nada a su nombre más que un título aristocrático anticuado y unas tierras sin explotar
en el campo. Pero todo eso no le importaba en absoluto.
—La aristocracia es solo una palabra elegante para definir los hurtos, mis
queridos monederos. Simplemente encarno aquello con lo que nací de manera innata,
¿lo veis?
No llamaba a Séverin ni a Tristan por su nombre porque prefería llamarlos como
él los veía. Pero con nombres o sin ellos, les dio de comer regularmente, les encontró
tutores y hasta un especialista en afinidad forjada para Tristan. Tristan amaba a Gula
porque le leía poesía por la noche y le prometió que podría remodelar el mundo como
considerara mejor. Séverin amaba a Gula porque avivo deseos en su interior.
Tal vez los tutores le enseñaran lenguas e historia, pero Gula le enseñó
pronunciación y a reconocer los acentos de los ricos. Le enseñó a ponerse a la altura
de un hombre con un simple giro lingüístico, a pedir y a devolver los platos. Le
proporcionó conocimientos de enología y le enseñó a sentir devoción por un plato
que satisfacía todos los sentidos.
—No es cuestión ni de grasa, ni de acidez ni de sal, mi querido monedero. Se
trata de descubrirlo con los ojos, de paladear sabores con la mirada. Y nunca debes
subestimar la importancia de la presentación.
Le enseñó a comer, a desear cuanto estaba fuera de su alcance y a robar sin dar a
entender jamás que le faltaba algo. Le enseñó todos sus trucos y todo lo que sabía,
hasta el día que se bebió su habitual copa de vino de Oporto de cincuenta años con
una pizca de matarratas. En su funeral, Séverin robó una botella de champán del
restaurante favorito de Gula y la dejó junto a la tumba.
De entre todos sus padres, en Gula era en quien más pensaba.
—Parecer victorioso es, querido monedero, media victoria.

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SÉVERIN, ENRIQUE Y ZOFIA se encontraban junto a las puertas del tren. Al otro
lado de las ventanas era noche cerrada. Y no la titubeante noche parisiense, en la que
las farolas de gas y el vapor ocultaban las estrellas y envolvían la ciudad de una
niebla eterna. Séverin olía el campo, a tierra y a marga. La primavera era demasiado
joven aún como para expulsar el invierno del aire.
Al lado de Séverin, Enrique se toqueteaba su falso bigote.
—¿Estoy mono? —le preguntó Enrique mientras se mesaba la barba falsa y se
pasaba las manos por las arrugas y manchas de las mejillas—. Sé sincero.
—Mono es un tanto ambiguo. Digamos que estás impresionante. O que es
imposible quitarte el ojo de encima.
—Uuuh… ¿Como el sol?
—Pensaba más bien en un tren hecho pedazos.
Enrique soltó un «grrr» herido.
Tras dos años e innumerables adquisiciones, Séverin sabía cómo sobrellevaban el
miedo los miembros de su equipo. Enrique se ponía una coraza de bromas. Zofia se
mantenía con una calma mecánica, y ahora escrutaba de nuevo la cabina del tren,
seguramente en busca de algo que contar. En aquel silencio, a Séverin le pareció
entrever los deseos de todos, extendidos y torcidos en el aire.
Tres días.
Tres días y encontrarían el Ojo de Horus y lo pondrían a buen recaudo. Con él,
Hypnos protegería la ubicación del fragmento de Babel —tal vez incluso encontrara
el anillo desaparecido de la Casa Kore— y a Séverin le devolverían su herencia. A su
alrededor, la luz de las lámparas rebotaba contra los cristales del tren y adoptaba el
tono del oro fundido. La cicatriz de Séverin se estremeció. El parpadeó, la imagen de
la abeja dorada encontrada en la boca del mensajero muerto royéndole los
pensamientos.
Una fuerte llamada resonó en la puerta de la cabina. La señal para marcharse.
Séverin se tocó el sombrero y no los miró al dirigirse a ellos:
—Es pasada medianoche —dijo.
Los tres se separaron y tomaron puertas diferentes en vagones diferentes. Sus
deseos se cernían por encima de ellos, largos como sombras.

SUPO QUE SE ACERCABA a la Casa Kore al notar un cambio en el camino.


Su padre lo había llevado allí cuando tenia siete años. En aquellos tiempos, tante
Delphine —como él había conocido a la matriarca de la Casa Kore— lo había
acompañado a montar a caballo.
—¡Es como un hijo para mi! —exclamó—. Por supuesto que le voy a enseñar a
montar. —Lo apretó con fuerza, la espalda de él contra el pecho de ella, y le rio al
oído—. El próximo verano, practicaremos saltos. ¿Qué te parece?
Pero no hubo próximo verano. No hubo nada después del día en que la matriarca
supervisara la prueba de herencia y le soltara las manos como si fueran frutas

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podridas.
—¿Tante? —dijo él, a lo que ella respondió con un escalofrío.
—No me llames así. Nunca más.
Séverin enseguida desechó el recuerdo. Pertenecía a otra vida.
Delante de él, el camino se bifurcaba en cinco angostas carreteras que parecían
ríos. Una era de amatista y se asemejaba a una ola plateada. Otra brillaba roja y
recordaba a una luz de vela retorcida. La tercera, de un pálido azul, parecía un cielo
salpicado de nubes. A su lado, la cuarta carretera de cristal estaba abollada, como si
una lluvia invisible no parara de golpear su superficie. Y, por último, un camino de
humo. Más allá de las cinco carreteras disfrazadas de ríos, la niebla se alargaba o se
juntaba para adoptar formas de fantasía: perros con tres cabezas que bostezaban y
enseñaban unos dientes transparentes, unas manos gigantescas que con unas uñas
neblinosas rascaban la montaña, mujeres con túnicas andrajosas dobladas por la
mitad mientras sollozaban y sollozaban y sollozaban. Y al final de aquello… En fin.
Séverin oía la música. Las risas.
—Lete, Estigia, Flegetonte, Cocito y Aqueronte —recitó en voz baja.
Los cinco ríos del Hades.
La Casa Kore había convertido su residencia campestre en un lujoso inframundo.
Qué oportuno, pensó Séverin para él ese lugar era el infierno.
La puerta del carruaje se abrió junto al río Estigia. Delante de él se alzaba una
elaborada entrada: una calavera de jade brillante de lo que tal vez en su día fue un
monstruo mitólogo con una hilera de dientes de piedra venta. Un ligerísimo escalofrío
recorrió la piel de Séverin. Cuando probaron la verita que descubrieron Enrique y
Zofia, había funcionado a las mil maravillas.
«Va a funcionar… Tiene que funcionar».
A la izquierda de la entrada de verita se encontraba un trío de guardias. Las
puntas de las bayonetas sobresalían por encima de sus hombros y atraían la luz verde
de la piedra.
—Monsieur Faucher, sed bienvenido a la residencia de la Casa Kore —dijo un
guardia—. Si no os importa, ¿permitís que os revisemos antes de que entréis por las
fauces?
—Hasta el estómago de la bestia, digamos.
El primer guardia soltó una risilla nerviosa. Le tembló la barrita luminosa que
llevaba.
—¿Me permitís?
—Por supuesto.
Séverin se obligó a no encogerse de miedo cuando el rayo de luz se acercó a su
piel. Siempre que veía una minilintema, pensaba en Ira, que las utilizaba para
asegurarse de que no quedaba ni rastro de la afinidad mental que había utilizado en
ellos. Séverin siempre supo cuándo la Orden planeaba su visita mensual, porque
durante doce maravillosas horas, Ira no les poma el casco de Fobos. Era el tiempo

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suficiente para que desaparecieran los restos de la manipulación mental, el tiempo
suficiente para que nadie de la Orden lo creyera nunca.
La luz familiar le iluminó las pupilas. Su memoria invocó las pesadillas del casco
de Fobos, pero enseguida la luz se alejó y el guardia le hizo un gesto para que cruzara
las fauces de verita.
Detrás de él, oyó el ruido de varios carruajes. Los demás habían llegado a tiempo.
Incluido Hypnos, a juzgar por la risa grave. Eso quería decir que Laila estaba allí, con
una enorme nevera llena de pasteles y de herramientas forjadas, ocultas por la piedra
verita escondida en el metal.
En cuanto cruzó la entrada, aguantó la respiración… pero el trocito de verita que
llevaba en el zapato hizo bien su trabajo. La entrada quedó atrás y Séverin se
encaminó hacia un muelle envuelto de niebla, en el que ya esperaban Zofia y
Enrique.
—Sed bienvenidos a la residencia campestre de la Casa Kore —anunció una voz
tranquila e incorpórea—. Se recomienda que las barcas tan solo transporten a tres
invitados a la vez.
Una barca alargada de ónice emergió del agua.
Cuando se hubieron subido, el falso río Estigia los arrastró hasta dirigirlos a una
cueva. Las paredes de la caverna, húmedas y lustrosas, eran de ónice tallado. Del
techo colgaban estalactitas. Al cabo de unos minutos, la barca se detuvo junto a otro
elegante muelle, todo cubierto de neblina salvo por un par de puertas de ébano
gigantescas en las cuales se veía a los perros guardianes del inframundo, tres cabezas
que gruñían. Cada una de ellas ladró:
—In…
—… vita…
—… ciones.
Las tres cabezas mantuvieron la boca abierta. Uno a uno, Séverin, Zofia y
Enrique pusieron las invitaciones sobre las lenguas negras. Los perros cerraron las
fauces y sus cabezas se fundieron con la madera y la piedra. Pasaron unos instantes
antes de que se abrieran las puertas. Por ellas salieron sonido, música y luces, que
cegaron a Séverin. Los tres se quedaron quietos, la barca meciéndose con ellos. Una
vez más, aparecieron las cabezas de los perros, esta vez con unas telas de terciopelo
que colgaban de los dientes.
—Coged…
—… vuestras…
—… máscaras.
Y las cogieron.
Zofia entró la primera. Después, Enrique. Séverin fue el último. No iba a poder
volver atrás. Más allá del vestíbulo que hacía de recibidor, se extendía un suelo de
mármol negro que se adueñaba de la luz que arrojaban los candelabros de huesos

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grabados y cristal sucio. No se parecía nada a lo que recordaba de niño, y eso le
alegró.
Bajo la luz, en el suelo culebreaba un delicado patrón, como si de un nautilo se
tratara. Las paredes estaban formadas por una red de vides de cristal y de cuarzo,
como si emergieran suntuosas del suelo. Numerosos invitados enmascarados vestidos
de negro, gris o rojo sangre caminaban por los salones. El eco del repique de un gong
flotaba por el aire. Habían llegado justo después de que hicieran sonar el gong de la
cena. Solo quedaban la matriarca y un grupo de sus sirvientes. La mujer se les acercó,
con un vestido rojo oscuro y una gargantilla de espinas de diamante negro. En la cara
llevaba una máscara dorada.
Séverin la miró durante demasiado tiempo, convencido de que lo reconocería. Y
no fue así. La última vez que la vio, presenció cómo le arrebataban el destello azul en
el anillo de Babel —el color que declaraba que era el auténtico heredero—. La última
vez que la matriarca habló con él fue la última vez que él tuvo una familia.
—Bienvenidos a nuestro festival de primavera —dijo con voz ronca y sonrisa
tensa.
Alargó una mano con guante de terciopelo. Séverin reparó en que el guante de la
mano derecha estaba bastante hinchado. No se le habían curado los huesos tras el
robo del anillo. Enrique se inclinó ante la mano y Zofia llevó a cabo una perfecta
reverencia. La matriarca susurró algo a sus criados, quienes de inmediato los
condujeron a diferentes zonas de la mansión.
Finalmente, la matriarca se giró hacia él. Séverin se había preparado
mentalmente, pero la práctica se quedaba en nada al tenerla delante. Once años atrás,
aquella mano enguantada lo había sumido en la oscuridad y le había robado el título.
Y ahora, él debía besársela. Para agradecérselo. Lentamente, le agarró los dedos con
mano temblorosa. La matriarca sonrió. Debía de pensar que estaba impresionado,
nervioso por su propia insignificancia ante tanta opulencia. Por estar delante de ella.
Séverin entrecerró los ojos y echó un vistazo a las articulaciones rotas de la mujer.
—Es un placer estar aquí. —Puso la otra mano encima de la de ella y apretó un
poco. Vio que la respiración de la matriarca se entrecortaba y su sonrisa se quebraba
—. De verdad.
En su favor había que decir que la mujer no retiró la mano enseguida, sino que la
dejó caer a un lado, sin fuerza. Séverin sonrió.
Hacer un poquito de daño era mejor que no hacer ninguno.

EN CUANTO SE SENTÓ en el comedor de la Casa Kore, Séverin empezó a echar


de menos L’Éden. No había nada como el brillante verde de su hotel. Allí, en cambio,
habían forjado el techo para que pareciera el interior de una cueva enjoyada. Trozos

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de rubíes rojizos y cabujones de esmeralda y jaspe arrojaban luz colorida sobre la
mesa de ónice. Unas velas en forma de flor brotaban de montoncitos de nieve
separados con regularidad. En el suelo, Séverin reconoció el diseño de Tristan: vides
que germinaban junto a los invitados y en las que florecían delicadas copas de vino,
para el asombro y el deleite de todos.
Como suponía, su insignificante papel lo hizo merecedor de un asiento junto a la
salida, lejos de la matriarca. Muchos de los que lo rodeaban habían sido, o pronto
serían, invitados de L’Éden. De haberlo observado más de cerca, tal vez lo habrían
reconocido. Pero no lo hicieron.
Cerca de la cabecera de la mesa, Hypnos lanzaba las copas hacia atrás con alegre
indiferencia, mientras que la sonrisa de la matriarca se tensaba cada vez que él se
ponía a hablar. En el medio de la mesa, Zofia sobresalía en su imagen de aristócrata:
preciosa y aburrida. No paraba de mover los dedos siguiendo un extraño ritmo, ni de
recorrer la sala con los ojos. «Ya está contando». Cuando sus miradas se cruzaron,
Séverin alzó la copa. Zofia lo imitó y se quedó con la copa levantada un buen rato,
para que la gente lo viera.
Los platos se sirvieron con velocidad: foie gras frito, brotes de puerro sobre una
sopa de tuétano, huevos cremosos de codorniz servidos en un comestible nido de pan
de centeno y un tierno filete de buey. Para terminar, la pièce de résistance: una ración
de escribano hortelano. Las aves eran una rara delicatessen: se atrapaban y se
bañaban en armañac, un coñac de la zona, y después se asaban enteras. La salsa
goteaba en el plato y creaba unas líneas rojizas sobre la inmaculada porcelana blanca.
En la cabecera de la mesa, la matriarca dirigió la comida. Cogió una servilleta
carmesí y se la puso sobre la cabeza. Los invitados la imitaron enseguida. Justo
cuando Séverin agarró la suya, el hombre que tenía al lado soltó una ligera risotada.
—¿Sabéis para qué son las servilletas, joven?
—Os confieso que no. Pero estoy tan embelesado con la moda que no me voy a
negar a seguir una tendencia.
De nuevo, el hombre rio. Séverin se tomó unos instantes para estudiarlo. Como
todos los demás, llevaba una máscara de terciopelo negro sobre los ojos. Alrededor
de su boca había varias arrugas y tenía el pelo salpicado de gris. La piel que Séverin
veía era pálida y fina, cerosa por alguna enfermedad. Era obvio que el traje de color
mostaza que llevaba no era forjado, por lo que difícilmente era un aristócrata. Algo
brilló en la solapa de su traje, pero el hombre se giró antes de que Séverin lo viera
con claridad.
—Las servilletas son para esconder nuestra vergüenza a los ojos de Dios por el
hecho de comer tan bella criatura —le contó el hombre mientras se ponía la suya
sobre la cabeza.
¿Lo que escondemos es nuestra vergüenza o la ilusión de creernos capaces de
escondernos de Dios?
Séverin vio los extremos de la sonrisa del hombre.

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—Me caéis bien, monsieur.
Séverin no prestó demasiada atención a la carne marrón del plato. Sabía sin lugar
a dudas que se trataba de un alimento de lo más exclusivo. Gula siempre decía que
esperaba que su última comida fuera un plato de escribano hortelano. Pero Séverin
nunca lo aprobó para el menú de L’Éden. No le parecía bien.
Con cuidado, Séverin mordisqueó el pájaro. Los finos huesos se partieron entre
sus dientes. Se le llenó la boca con el sabor de la carne del ave, tierna y rica,
acompañada de higos, avellanas y la propia sangre del animal.
Séverin se lamió los labios y detestó que estuviera tan rico.
Después de los postres tocaba el brandy, y a los invitados se les animó a
encaminarse a un salón separado. Cuando se levantó, Séverin vio que Hypnos le
susurraba algo a la matriarca de la Casa Kore. Los labios de la mujer formaban una
línea fina, pero asintió y le murmuró algo a su sirviente. Hypnos llamó a su factótum,
que estaba en el rincón opuesto de la sala. El hombre se le acercó con una caja negra.
Por fin.
Hypnos había apelado a la norma de la Orden, y ahora la matriarca iba a tener que
salvaguardar el objeto y entrar en el lugar mejor protegido de la casa. Mientras los
invitados salían del comedor, Séverin se quedó merodeando junto a la puerta y fingió
que acababa de ver a algún conocido. La matriarca salió de la sala, seguida de
Hypnos. La comisura izquierda de los labios de Hypnos se levantó al pasar junto a él.
La señal para que fuera con ellos. Séverin esperó un poco para darles un tiempo de
ventaja. Acto seguido, cuando iba a seguirlos, el hombre del traje mostaza se lo
impidió.
Mientras hablaba, respiraba con dificultad, con la frente perlada de sudor.
—Un placer hablar con vos, monsieur…
—Faucher —dijo Séverin, y se tragó el fastidio—. No he oído vuestro nombre.
—Roux-Joubert. —El hombre le sonrió.
Fuera del comedor, una enorme escalinata bloqueaba la luz. El recibidor se abría
en tres salas separadas. Séverin había memorizado los planos con anterioridad,
incluida la entrada a la biblioteca, donde se guardaban los tesoros forjados. Se
adentró en las sombras. Sabía, gracias a los planos, dónde había dispuesto la Casa
Kore a los mnemoinsectos, y se movió para evitar su vigilancia. En la entrada de una
sala llena de espejos tortuosos, Séverin se detuvo. Se llevó la mano al interior de las
mangas de la chaqueta para desatar los trozos de seda que ocultaban una campana
forjada, diseñada por Zofia. La hizo sonar dos veces y sus pasos se volvieron
silenciosos.
Entre el salón de los espejos y la biblioteca se encontraba una sala circular llena
de útiles astronómicos con una enorme claraboya en el techo. La matriarca, Hypnos y
los criados estaban de espaldas a él. Séverin tocó una de las paredes con la punta del
zapato y sigilosamente se agachó en uno de los recovecos del lado opuesto. Un

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delgado hilo de cristal forjado casi invisible recorrió la sala, conectado al zapato de
Séverin. Desde el hueco de la pared, oyó hablar a los demás:
—… un momento para que deje la caja donde corresponde.
—Por supuesto —dijo Hypnos—. Os lo agradezco, de verdad. Sin embargo, ¿no
manda la tradición que unamos nuestros anillos como prueba de nuestro acuerdo? Ya
me conocéis, la tradición lo es todo para mí. Se ve hasta en mi sangre.
Séverin sonrió por el comentario de Hypnos.
—No creo que sea necesario —dijo la matriarca, con una voz ligeramente aguda
—. Somos viejos amigos, ¿o no es así? Pertenecemos a dos antiguas dinastías, a lo
único que queda de las Casas francesas… Puesto que os hago un favor y asumo un
alto coste, seguro que podríamos evitar los formalismos.
El comentario de Hypnos pretendía ponerla a prueba. La matriarca no debía de
haber informado a la Orden de que le habían robado el anillo. Sus palabras eran la
demostración de que ella también creía que el robo lo había cometido alguien de
dentro.
—Faltaría más —dijo Hypnos con alegría.
—¿Te importa que te hable con franqueza? —le preguntó la mujer.
Séverin captó cierta duda en la voz de la matriarca, pero Hypnos respondió:
—Por supuesto. ¿Para qué están los viejos amigos?
La matriarca respiró hondo.
—Sé que estás al corriente de que me han robado el anillo.
Hypnos fingió sorprenderse, pero la mujer lo cortó de raíz.
—No me tomes el pelo —le espetó—. Todos los miembros de mi Casa en los que
confío lo están buscando… No te pido que aportes guardias tuyos a la búsqueda, sino
que te mantengas alerta. Sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero este… este
daño que quizá ha sido provocado no solo nos afecta a nosotros.
—Lo sé —dijo Hypnos, solemne.
—Muy bien —dijo la matriarca—. Y ahora, con vuestro permiso.
Séverin se quedó escuchando y oyó el ruido de algo que se abría con un
chasquido. Las colosales puertas de la biblioteca. Los instantes se convirtieron en
minutos. Hypnos empezó a dar golpecitos en el suelo con el pie. Al cabo de
exactamente nueve minutos y cuarenta y cinco segundos, las puertas de la biblioteca
volvieron a abrirse.
—¿Vamos? —preguntó Hypnos.
La matriarca no respondió. Quizá lo había cogido del brazo. Séverin oyó sus
pasos, que se acercaban deprisa.
Abrió su reloj y sacó un poco de polvo de espejo. Se empapó los dedos, recorrió
con ellos la pared que tenía detrás y se tocó la ropa. De inmediato, sus prendas
brillaron y adoptaron el mismo patrón que la pared. El disfraz duraría más o menos
un minuto, lo que él necesitaba. Séverin se preparó. Sin embargo, la matriarca se
detuvo en el umbral de la puerta, como para recuperar el aliento.

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La pausa no formaba parte del plan.
—Es una preciosidad, ¿verdad? —preguntó la matriarca.
—Sí, sí que lo es…
La irritación teñía la voz de Hypnos. Los dedos de Séverin se crisparon. Echó un
vistazo a su reloj. No había conseguido hacerse con más polvo de espejo a tiempo, y
ya le quedaba muy poco.
Su ropa todavía brillaba. Dentro de unos treinta segundos, el embrujo
desaparecería. Y todos lo verían.
Diez segundos.
Los criados pasaron por delante de él.
Cuatro segundos.
Hypnos seguía a la matriarca. Séverin se obligó a respirar y a no dejar que sus
manos se volvieran húmedas y absorbieran el poco polvo de espejo que le quedaba.
Tres segundos.
La matriarca estaba a punto de cruzar el hilo de cristal. Séverin levantó el pie.
Justo a tiempo, la mujer tropezó. Hypnos la cogió antes de que cayera al suelo, pero
el vestido de la matriarca se infló y se alzó lo suficiente para mostrar sus zapatos.
Séverin los miró para hallar la señal que confirmaría su teoría, y la encontró: barro.
—¿Estáis bien? —le preguntó Hypnos.
Hypnos rompió el hilo de cristal y giró a la matriarca para que esta le diera la
espalda a Séverin justo cuando las últimas motas de polvo se desvanecían de sus
dedos.

CUANDO SÉVERIN ENTRÓ en su habitación a las dos y media de la madrugada,


vio que su cama estaba ocupada.
—Aunque me siento halagado, levanta de ahí.
Enrique aferraba una almohada.
—No. Es extraordinariamente cómoda.
—Sabes que detesto que mis almohadas se calienten.
—¿Así? —Enrique empezó a frotarse la cara contra las almohadas y a estrujarlas.
—Arg. Llévatelas.
Al otro lado de Enrique estaba Tristan tumbado boca arriba, su mirada fija en el
techo. No dijo nada cuando Séverin entró en el cuarto. Ni siquiera cuando Enrique le
estampo una almohada en la cara, tan solo gruñó y se giró. Tenía círculos azul oscuro
alrededor de los ojos. Se le veía exhausto y no paraba de flexionar las manos y de
clavarse las uñas en las palmas. A veces se ponía así… se perdía en su propia cabeza.
Y en esos momentos, uno de ellos, Séverin o Laila, debía vendarle las manos para
evitar que se rasgara la piel. Laila se acercó a Tristan y con cuidado le alisó las
manos. Con Tristan todos actuaban un poco diferente. Laila lo mimaba, Enrique lo
irritaba, Zofia lo instruía. Séverin lo protegía.

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Séverin no había sido capaz de disculparse por la pelea que tuvieron en su
despacho. Todas las palabras no pronunciadas se arremolinaban y flotaban en el aire
entre los dos.
Al otro lado de la puerta se oyeron varios pasos. Laila se llevó un dedo a los
labios y frunció el ceño.
La puerta se abrió y fue Zofia quien la cruzó. Lo primero que hizo fue dar un par
de patadas para quitarse los tacones. Ya que la cama y la silla estaban ocupadas, se
desplomó en el suelo.
—¿Cómo es posible que hayamos tenido que escondernos en la colada para entrar
aquí y ella cruce la puerta de tu cuarto tan tranquila? —preguntó Enrique.
—Es que tenemos un lío. —Zofia empezó a frotarse los pies.
—Y, como se ve, es de lo más tórrido —dijo Séverin.
Zofia gruñó. Séverin añadió, para la sorpresa de Enrique:
—Durante la cena hemos levantado una copa de vino y nos hemos lanzado una
mirada seductora. Voilà. La mejor manera de ir a un sitio y pasar desapercibido es
decirle a todo el mundo a dónde vas. En fin. ¿Qué tenéis para mí?
La puerta se abrió de nuevo. Los cinco se incorporaron y enseguida hicieron un
gesto para coger las dagas o la cinta incendiaria o…
Hypnos.
Les sonrió y saludó desde el umbral.
—¿Qué haces aquí? —quiso saber Séverin.
—Este es también mi plan. Antes te he ayudado…
—Vas a llamar más atención de la deseada.
—Al contrario, soy la coartada perfecta para tus excéntricas propensiones. Un
rumor que con mucha inteligencia he iniciado durante la cena. Y como acabas de
decir, la mejor manera de ir a un sitio y pasar desapercibido es decirle a todo el
mundo a dónde vas. Si ahora me fuera y alguien me viera, quizá me prestaría…
¿Cómo lo has llamado? Ah, sí. —Hypnos sonreía de oreja a oreja—. Más atención de
la deseada.
Séverin arrugó la nariz.
—Vale. Pues siéntate y no digas ni toques nada. Ni a nadie.
Hypnos se sentó en el suelo, al lado de Zofia.
Laila fue la primera en hablar.
—He confirmado que los únicos guardias con armas cargadas son los que rodean
los terrarios y las paredes del invernadero. También he confirmado que los trasladan
con regularidad. Cada ocho horas cambian a veinte guardias.
—¿Y los que están en el terreno junto a la biblioteca? —le preguntó Séverin.
—Llevan escopetas descargadas.
Enrique y Zofia se quedaron anonadados.
—¿Cómo lo has sabido sin disparar los rifles?

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—He hurgado en el cuarto donde guardan la artillería. Está al lado de las
dependencias de las criadas —dijo Laila.
—Pero ¿por qué ha puesto la matriarca a sus mejores hombres a vigilar las flores?
—se extrañó Enrique—. ¿Quiere decir que sus objetos no le importan lo más
mínimo? A lo mejor han movido el Ojo de Horus a otro sitio…
—No —le aseguró Séverin—. Está ahí. En ese terreno.
—Entonces, ¿por qué no lo esconde en la biblioteca, donde dijo que estaba?
—Está en la biblioteca —dijo Séverin mientras pensaba en el barro—. Es que
tiene otra.
—¿En el invernadero? —preguntó Enrique sin emoción.
—No —respondió Séverin con una sonrisa—. Debajo. —¿Cómo lo sabes?
—He visto el barro que tiene en los zapatos. Además, ya conocéis los planos. Las
dimensiones de la biblioteca son demasiado reducidas para albergar el tamaño de una
colección que se supone gigantesca. Seguro que por los jardines se accede a la
auténtica biblioteca bajo tierra. Por eso los guardias armados los vigilan. Y ahora es
cuando llega nuestro siguiente movimiento. Enrique, Tristan, ¿estáis preparados para
liberar la solución piraña?
Los dos asintieron.
—Bien. La solución tardará unas ocho horas en hacer efecto. Laila, ¿qué ha
pasado con la nevera?
Pero Laila no tuvo tiempo de contestar.
—¡Está lista para hacer su debut y sorprender a la matriarca mañana por la noche!
—exclamó Hypnos—. Incluso me he ocupado de que la lleven hasta el despacho
donde la matriarca guarda la llave física de la cripta. Ya no puede entrar con su anillo,
así que no está forjada. El vestido de bailarina nautch de Laila está escondido bajo el
cojín de la chaise longue. En cuanto haya cogido la llave, saldrá del despacho como
una bailarina que se ha perdido. A continuación, Séverin, el caballero siempre
dispuesto a ayudar, le echará una mano mientras ella le entrega la llave. El se la dará
a Zofia, quien hará una copia. Durante la cena, Zofia me la dará a mí y yo la
devolveré al estudio. Séverin y yo entraremos por el acceso de la Casa, mientras que
los demás iréis por el invernadero, ¡y nos encontraremos en la biblioteca secreta!
—Hypnos.
—Dime.
—¿Tú te llamas Laila?
—Mmm… No. —Hypnos ladeó la cabeza.
—¿Laila?
—Lo que ha dicho él. —Laila señaló a Hypnos.
—¿Queda todo claro? —preguntó Séverin—. Laila consigue la llave. Zofia hace
la copia. Hypnos y yo vamos por la biblioteca y nos encontramos en la cripta
subterránea. Conseguimos el Ojo de Horus y nos iremos como muy tarde a la una de
la madrugada, cuando llegue nuestro transporte.

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Hypnos, Enrique, Zofia y Laila asintieron al unísono. Tristan, que se había
quedado acurrucado en silencio en la cama, fue el último en asentir.
Enrique se marchó el primero, escapando por el conducto de la colada con las
campanillas forjadas que acallaban los sonidos. Después se fueron Hypnos y Zofia,
con la cabeza gacha. Ya solo quedaban Tristan y Laila.
—¿Te quedas un momento, Laila? —le preguntó Séverin. Ella frunció el ceño,
pero asintió.
Tristan arrastró los pies hacia él. Séverin se metió las manos en los bolsillos y se
lo quedó mirando.
—Una cosa… —empezó a decir Tristan.
—Te perdono —dijo Séverin al mismo tiempo.
Tristan se detuvo.
—No te estoy pidiendo perdón. —Tragó saliva y levantó la mirada. Tenía los ojos
grises muy lúgubres y develados—. No me fío de Hypnos. No me fío de la Orden.
—Otra vez no —gruñó Séverin.
—Ahora va en serio. Es que… Tengo un presentimiento y necesito que me
escuches…
—Tristan. —Séverin lo agarró por los hombros—. Eres mi familia y siempre te
voy a proteger. Pero no pienso permitir esto.
—Pero…
—Una palabra más y encontraré la manera de apartarte de la adquisición y de
devolverte a L’Éden. ¿Es eso lo que quieres?
Tristan se puso como un tomate. Sin decir nada más, salió de la habitación.
Séverin contempló la puerta cerrada.
—No deberías despacharlo así —dijo Laila.
Séverin cerró los ojos. Todos sus huesos estaban al límite de la extenuación.
—No me deja alternativa.
—Siempre hay una alternativa, majnun.
«Lunático». Una palabra que solo tenía sentido para él. En los labios de ella,
sonaba a talismán. A algo que lo podía proteger. Y adueñarse de la oscuridad.
En cuanto Laila se le acercó, le llegó su aroma. A azúcar y agua de rosas. ¿Había
traído consigo el frasco de perfume? ¿Se echó unas gotas en el cuello y en las
muñecas cuando el tren se detuvo? Misterios que debía resolver otro hombre. No él.
Y entonces recordó que no se había quedado a solas con ella en una habitación desde
aquella noche…
—¿Majnun? —lo llamó ella con la cabeza erguida.
—No te he preguntado nunca por qué me llamas así —balbuceó Séverin.
—Es un secreto que no te has ganado.
Laila le sonrió. Tenía los labios rojos. Pero no por el pintalabios, sino por su
propio torrente sanguíneo. En su labio inferior, Séverin vio las débiles marcas de los
dientes. Unas marcas que lo mantenían cautivo.

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—¿Qué debo hacer para ganármelo? —quiso saber. Su voz era más grave por la
falta de sueño y la pregunta sonó más áspera de lo que pretendía.
—¿Qué me ofreces? —lo provocó Laila.
Se le había salido el pelo del moño. Séverin prefería ver así su cabellera: un tanto
salvaje, un tanto domesticada. Como era ella. Alrededor de su largo cuello se
enroscaban mechones de pelo negro. Laila se llevó uno detrás de la oreja y Séverin
deseó que una ráfaga de viento se levantara en el cuarto para que así ella tuviera que
repetirlo.
—¿Qué quieres, Laila? —le preguntó—. ¿Una pluma de un pájaro legendario?
¿Una manzana mágica?
—Por favor —respondió ella—. De eso ya tengo en mi armario.
Séverin se detuvo. Su armario. Esa palabra lo devolvió a la realidad. Era
precisamente lo que quería comentarle. Por el armario había logrado acceder a los
uniformes de los guardias.
—Laila, en los armarios de los guardias, creo que podrías leer los uniformes de
los que se marchan. No de los que llegan. Necesito que lo compruebes una segunda
vez —dijo—. No hay lugar para sorpresas.
Durante unos instantes, dio la sensación de que Laila iba a añadir algo. Al final,
sin embargo, tan solo asintió.
—Por supuesto. Ahora mismo voy.
Después de que Laila se hubiera ido, Séverin no se movió de la pared. Pensó en
las manos enguantadas de la matriarca, en cómo le podría haber doblado los huesos
rotos de haberlo querido. Y aunque Enrique no hubiera echado a perder las
almohadas, no habría aceptado meterse en la cama de la Casa Kore. ¿Y si ya había
dormido en ella de niño y no se acordaba? Se quedó dormido donde estaba, sentado
con la cabeza apoyada en la pared. En pleno sueño, oyó los crujidos de los huesos del
escribano hortelano y vio las marcas rojas de los labios de Laila.

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Enrique

E nrique caminaba con el bastón ligeramente levantado del suelo, con cuidado
para no activar la bomba de luz. El invernadero se encontraba al otro lado del
césped. Los juerguistas revoloteaban a su alrededor. Las mujeres llevaban corpiños de
terciopelo y máscaras de lobo. Los hombres, trajes con alas en los hombros. Enrique
vio camareros y camareras con máscaras de zorro y de conejo que se movían entre la
multitud y llevaban una bebida humeante que provocaba visiones caleidoscópicas. A
medida que caminaban, algunos de los camareros de pronto cambiaban de altura y
salían disparados por los aires gracias a unos zancos que tenían escondidos en los
zapatos, y se dedicaban a verter botellas de champán en forma de riachuelos
burbujeantes sobre las bocas abiertas y risueñas de los invitados. Entre la
muchedumbre avanzaban bandejas con comida que nadie llevaba. En la superficie,
Enrique vio granadas huecas, pasteles blanquecinos y ostras en media concha sobre
montañas de hielo que goteaban.
A diferencia de la subasta de la Orden de Babel, allí casi nadie tenía piel oscura ni
acento rítmico. Y a pesar de todo, Enrique reconoció la decoración. Objetos
maravillosos y monstruosos sacados de las historias que se contaban en la otra punta
del mundo. Había dragones forjados extraídos de mitos orientales, sirenas con ojos de
párpados gruesos, bhutas con los pies del revés… Y aunque no todos salían de
historias que le hubieran contado, Enrique se vio en cada una de ellas, relegado a los
confines de la oscuridad. Él era como esos cuentos: tan sólido como el humo e igual
de indefenso.
Ahora ni siquiera se parecía a sí mismo. Ni a ningún hombre de China que
conociera en el pasado. Se ocultaba detrás de una caricatura que le permitía avanzar
sin que nadie le dijera nada. Quizá fuera horroroso tener que ocultarse, pero para eso
había ido él allí, para así no tener que ocultarse nunca más.
El invernadero se alzaba delante de él. En la penumbra, Enrique entrevió los
extraños símbolos que tenía tallados. Ejemplos de geometría sagrada. Hasta el
caminito que recorría estaba repleto de diferentes símbolos, estrellas de teselas en el
interior de círculos, fractales de estrellas escondidas entre los árboles. Los aleros
mismos de las residencias de la Casa Kore hablaban de antigua simbología, con los
bucles de nautilos que se repetían una y otra vez.
Enrique ya casi había llegado al invernadero cuando notó que alguien le cogía del
hombro. Soltó un grito y estuvo a punto de dar un salto. Al girarse, vio que Laila se
escondía detrás de un árbol.

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—Suerte que he dado contigo —resopló ella. Laila le puso algo en la mano—. He
encontrado esto en los uniformes de los guardias, pero solo en los de aquellos que
vigilan el invernadero.
Cuando Enrique abrió la mano, lo único que vio fue un caramelo violeta.
—Ahora mismo no me apetece una chuchería, pero…
—¿Tú, rechazando comida? —Laila abrió los ojos como platos—. Sí que debes
de estar nervioso. No es un caramelo. Es un antídoto.
—¿Para qué?
—Para el veneno —respondió ella con el ceño fruncido—. ¿No te lo ha contado
Tristan?
Enrique oyó el suave chasquido de algo que crujía bajo una pisada. Laila giró la
cabeza y gimió.
—Me tengo que ir. Creo que me están siguiendo.
Enrique arrugó la nariz. Laila estaba acostumbrada a que la siguieran en el Palais,
pero creía que allí por lo menos sería algo más libre, para variar.
—Malditos borrachos. ¿Llevas una daga?
—Muchas.
Laila le acarició la mejilla una vez y acto seguido se fundió con la noche.
Cerca del invernadero, el aire quemaba. Ningún invitado llegaba tan lejos, algo de
lo más lógico. Cincuenta guardias con brillantes bayonetas no era precisamente una
invitación a aproximarse. El invernadero era una estructura gigantesca e imponente,
de cristal esmerilado y tejado transparente. Alrededor de allí olía a tierra húmeda.
Enrique vio un patrón familiar en las paredes. El mismo que se había encontrado en
el espejo dorado del Palais Ganier: una estrella de seis puntas, o un hexagrama,
entrelazada con lunas crecientes, espinas afiladas y una gran serpiente que se mordía
la cola. Los símbolos de las cuatro Casas originales. Sin embargo, la estrella lo
impresionó. Era el símbolo de la Casa Caída, la que se había atrevido no a proteger el
fragmento de Babel, sino a utilizarlo, y todo porque sus miembros creían que era lo
que Dios quería de ellos. A Enrique se le erizó el vello de la nuca.
Un guardia lo detuvo en el exterior del invernadero.
—¿Quién sois?
Enrique pensó en replicar, pero miró hacia la bayoneta y consideró que más valía
que no. Ya estuviera armada o desarmada, terminaba en un filo puntiagudo y
afiladísimo.
—Saludos —dijo con voz algo ronca. Le enseñó la tarjeta de acceso—. He venido
a ayudar a monsieur Tristan Maréchal.
—¿A estas horas?
—¿Acaso la belleza sigue un horario? —preguntó Enrique con un tono más
agudo—. ¿Acaso los cielos simplemente dicen «no, gracias» porque es pasada la
medianoche? ¡Yo pienso que no! Mi ocupación no sabe de horas. Ni siquiera sé cuál
es. Ni dónde estoy. ¿Quién soy? ¿Quién sois vos…?

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—Sí, sí, muy bien. —El guardia levantó las manos—. Acepto la tarjeta. Pero
sabed que me han ordenado que solo responda a monsieur Maréchal. No a vos. Y la
matriarca ha pedido que nadie se quede más de diez minutos en el invernadero, a
excepción del monsieur Maréchal.
¿Solo diez minutos? Séverin desconocía ese detalle. El guardia dejó la puerta
abierta y Enrique la cruzó. Dentro lo esperaba Tristan, metido hasta los codos en una
flor espantosa.
—¡Una flor cadáver! —exclamó Tristan con alegría.
Se lo veía bastante contento, aunque los extraños círculos azules que le rodeaban
los ojos dejaban claro que no había dormido mucho. Y que incluso había tenido
pesadillas.
—No es mi expresión de cariño favorita, debo admitirlo.
—No, que esto es una flor cadáver.
—¿Por eso aquí huele a muerto?
—La taxonomía pocas veces se pone creativa con los nombres —dijo Tristan
mientras se levantaba.
Las luces del invernadero eran bastante más potentes que las del cuarto de
Séverin. Por primera vez, Enrique reparó en la piel cetrina de Tristan. Normalmente,
sus mejillas redondas brillaban coloridas, siempre dispuestas a sonreír. Y aunque se
alegró bastante al ver a Enrique, parecía exhausto.
—¿Estás bien? —le preguntó Enrique. Con cuidado, dejó el bastón en el suelo.
Allí no lo iba a necesitar.
—A medias. —Tristan tragó saliva—. Pero pronto lo estaré.
Pronto. Cuando hubieran encontrado el Ojo de Horus. Cuando Séverin fuera
nombrado heredero de la Casa Vanth y el mundo entero estuviera a su alcance.
—Solo falta un día. —Enrique le apretó el hombro.
Tristan asintió.
—¿Qué es este lugar? —quiso saber Enrique, y se quitó la chaqueta.
—Un jardín venenoso. Yo mismo lo he construido. Aunque las arañas no están
permitidas. Malditas normas de la Casa Kore. A Goliat no le gustaría.
Enrique se detuvo, a punto de desatarse la prótesis que llevaba en la espalda. Se
quedó mirando la chaqueta, que había dejado en el suelo, en cuyo bolsillo delantero
estaba el caramelo violeta. Un antídoto para el veneno. No le sorprendía que Laila lo
supiera, pero ¿y Tristan? Él se lo habría contado.
A su alrededor, el invernadero parecía demasiado tranquilo para ser venenoso,
pero allá donde miraba reconocía seres venenosos. Del techo de cristal y acero
colgaban acónitos y adelfas. La hiedra viuda y el laurel negro crecían en abundancia.
Las consueldas del color del cielo de última hora de la tarde brotaban por los rincones
y en espiral se alzaban los mortíferos girasoles púrpuras, tan pálidos que parecían
nubes huérfanas, como si quisieran encontrar el camino de vuelta a casa. Enrique

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juntó más los pies en el estrecho camino. Mezclar flores venenosas y la solución
piraña era una pésima idea.
—Es precioso, ¿verdad?
—Tan precioso que la envidia me corroe y quiero destruirlo inmediatamente. —
Enrique se estremeció.
Tristan le dio un golpe en el brazo.
Con la llave que tenía escondida en el talón del zapato, Enrique desató la joroba
metálica. Le lanzó a Tristan un par de pinzas que Zofia había empaquetado y un par
de agujas. Se afanaron en abrir la base de metal y extraer las capas de protección
hasta llegar a la cajita que contenía la solución piraña. Enrique y Tristan sacaron las
máscaras de gas al mismo tiempo. Tristan les echó un poco de agua a las lentes y
Enrique comprobó que no hubiera ninguna grieta. Pues no. De haber una mínima
rotura, perdería un ojo y se envenenaría. O aún peor.
Enrique sujetaba un pequeño martillo con dedos temblorosos. Si se equivocaban,
seguro que se quemaba las manos. Aunque, bueno, quizá no se daría cuenta, porque
lo primero que perdería sería la vista. Tristan miró hacia la puerta.
Un chasquido.
Dos.
La cajita se partió.
Enrique la tiró por los aires. Tristan y él iban a disponer de cuatro minutos antes
de tener serios problemas.
—Vamo… —empezó a decir, pero en ese momento oyó jadear a Tristan.
Tristan le agarraba los dedos con tanta fuerza que casi se los partía. Su cara pasó
de estar pálida a estar azul.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó uno de los guardias.
—¡Nada! —gritó Enrique.
—Solo se nos permite aceptar órdenes de monsieur Maréchal. Señor, ¿va todo
bien?
Tristan tiró de las gafas y se sacudió algo de la chaqueta. Pétalos. Histérico,
señaló hacia los girasoles púrpuras. Enrique había leído que en cuanto uno tocaba los
pétalos, estos desprendían aceites que penetraban en la piel. Tristan debía de haber
tocado una flor por accidente.
—¿Monsieur? —insistió el guardia—. ¿Debemos entrar? Interpretaremos vuestro
silencio como un sí.
El rostro de Tristan seguía poniéndose azul.
—¡No puede hablar porque se ha acercado demasiado a una planta venenosa! —
gritó Enrique a la desesperada—. Si habla, inhalará el gas tóxico… ¡y morirá!
En el exterior, los guardias empezaron a arrastrar los pies, discutiendo unos con
otros. Enrique extendió las manos y sacudió a Tristan.
—¡Di algo!

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Tristan tenía los ojos llorosos y transparentes. Mustios. Y entonces se desplomó.
—No, no, no, no, no —murmuraba Enrique, mientras guardaba las herramientas
en la prótesis metálica y se la colocaba sobre los hombros.
—¡Vamos a entrar! —anunció el guardia.
Las puertas se abrieron un poco. Por unos instantes, Enrique se preguntó si debía
acabar de romper el recipiente de la solución piraña, pero de ser así correría el riesgo
de quemarse gravemente. Varios guardias se asomaron a la puerta, con los rifles
listos.
—¿No llevaba la chepa al otro lado? —susurró uno de los guardias del fondo.
—¡Monsieur Maréchal! —El segundo guardia le dio un empujón al primero—.
Estáis herido.
Los demás guardias clamaban por entrar. Los gritos llenaban el aire.
—¿Qué es eso? —preguntó el primer guardia mientras contemplaba cómo la
solución piraña caía lentamente desde el techo.
Una niebla espesa comenzó a descender sobre las plantas. Numerosas columnas
de azufre se desplegaron en el aire.
—Ya os he dicho que si hablaba iba a inhalar demasiado gas tóxico. Y ahora
miradle. Antes de que os pongáis en peligro, deberíais iros.
—Un momento, esa solución está devorando la tierra…
—¿Ah, sí? Qué curioso. No recuerdo que lo hiciera.
—¿Qué le ha ocurrido a vuestro acento? —El primer guardia lo miró con los ojos
entornados.
—¿Acento? —repitió Enrique mientras recuperaba su disfraz.
—Se os está cayendo el bigote. —El primer guardia dio un paso hacia delante.
—Por el gas tóxico. Ya se sabe. El bigote es lo primero que cae.
El primer guardia amartilló el rifle.
—¡No! No lo hagáis. Es del todo innecesario. Tal vez solo os pase algo en los
ojos.
Enrique fue a por el bastón. No iba a consentir que la muerte —o la
desintegración— de los guardias cayera sobre su conciencia.
—A nuestros ojos no les pasa nada, anciano.
—¿Estáis seguro? —le preguntó Enrique.
Alzó el bastón por encima de su cabeza y después lo bajó delante de los ojos del
guardia. Una luz blanca surgió de la madera, seguida de un ruido ensordecedor. Al
cabo de unos segundos, vio que los dos guardias estaban tumbados en el suelo,
inconscientes. Enrique dio un paso hacia ellos, se agachó y les susurró:
—¿Cómo están ahora vuestros ojos?
Sin embargo, los gritos al otro lado de la puerta partieron la victoria por la mitad.
La solución piraña se había dispersado rápidamente sobre el suelo del terrario, a
poquísima distancia de los hombres. Un brillo azulado se adueñaba de la piel de

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Tristan. Enrique cogió su chaqueta con dedos temblorosos hasta encontrar lo que
buscaba: el caramelo violeta.
Enrique metió el caramelo en la boca de Tristan, le apretó la nariz y le obligó a
tragar. Ya tenía delante a dos guardias inconscientes, un bigote destrozado y, afuera,
una puerta que temblaba por los ruidos de los de seguridad. La esperanza era un
pequeño resquicio, pero Enrique se aferró a ella igualmente Era lo único que le
quedaba.

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Laila

E n la oscuridad, Laila buscaba a tientas, con respiraciones rápidas y superficiales.


«Si te entra el pánico, todavía irá peor».
El sabor a metal le llenaba la boca. Hizo un gesto de dolor. La afilada ganzúa le
había arañado la mejilla por dentro. Laila la escupió sobre su mano y empezó a
toquetear en busca de las bisagras.
En parte, era su culpa. Tres semanas atrás, había echado a perder una tarta.
Séverin, quizá para intentar consolarla o, más probablemente, para que saliera de su
estudio, le había dicho:
—No es más que una tarta. Tampoco es que dentro haya nada de valor.
—¿Ah, no?
Le había preparado una tarta de frutas, había introducido el sello de serpiente
favorito de Séverin y la había dejado en su escritorio con una nota: «Te equivocas».
Así pues, a quien iba a culpar cuando Séverin deslizó la nota de Laila sobre la
encimera de la cocina, le contó el plan y le dijo con una sonrisa:
—Te toca.
Y ahí estaba ella ahora.
Atrapada en una tarta.
Entrar en la base, en cuanto toda la estructura se hubo encajado, fue sencillo. La
tarea final, el cierre definitivo, requirió de la ayuda de Zofia.
Hurgó con los dedos hasta encontrar por fin el cierre. Tenía las manos empapadas
de sudor. Las agujas de metal estaban húmedas por la saliva y no paraban de
resbalarsele. Lo único que oía era su propio latido. Y entonces, la ganzúa se encajó en
algo. Laila se quedó inmóvil. Y atenta. Por si oía el suave crujido metálico, el clic
amortiguado de cuando las piezas se alinean…
Clic.
Las bisagras se abrieron y cayeron al fondo de la base. Laila sonrió.
Y entonces empujó. El compartimento, sin embargo, no se movió. Empujó con
más fuerza, pero algo bloqueaba la estructura. Calzó los bordes con la piececita de
metal y entonces hizo palanca. Se abrió una rendija lo bastante ancha como para
permitirle ver lo que le bloqueaba la salida.
El sirviente que la había llevado hasta allí con una carretilla debía de haber
apoyado la base del pastel contra la librería.
Laila estaba atrapada.

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En el exterior, el reloj tocó las ocho de la tarde. El sonido de los cascabeles de los
tobillos de las bailarinas nautch retumbaba por los salones. El corazón de Laila se
aceleró en cuanto oyó a lo lejos el sitar que le era tan familiar, los músicos estaban
afinando los instrumentos. En cualquier momento, Séverin estaría fuera, esperando
para ayudar a la bailarina que se había perdido mientras esta le daba la llave.
Pero no había modo de que lograra salir a tiempo.
Laila se lanzó con todas sus fuerzas contra la chapa metálica, pero no ocurrió
nada. Otro cascabel tintineó. Al otro lado de la puerta oyó pasos. Si Séverin la había
esperado para que le diera la llave, a esas alturas ya se habría marchado.
Doblada en plena oscuridad, Laila se quitó las zapatillas. Primero la derecha.
Después la izquierda. Metió una dentro de la otra y las retorció en el agujero de la
base del pastel. Le temblaron los brazos cuando empujó con todo su peso contra los
zapatos, apoyados contra la librería.
Al principio no pasó nada. La carretilla no se movió. Y entonces cedió un
centímetro. Más luz se colaba por la base. Laila volvió a empujar y se rasguñó el
codo.
Las ruedas de la carretilla chirriaron y se desplazaron hacia atrás. Le dejaron el
hueco justo para que Laila metiera una pierna, luego la otra, y finalmente cayó sobre
la moqueta. Y soltó un jadeo.
Laila echó un vistazo a la vacía base una vez más por si había algún pelo suyo o
jirones de su ropa, y acto seguido se apresuró a cerrarla de nuevo. Desde el otro lado
de la puerta le llegaban los ruidos de la fiesta. Miró hacia el cojín de la chaise longue
que estaba en el rincón de la estancia, debajo de la cual Hypnos había escondido su
disfraz.
Laila alejó de su mente todo rastro de miedo. Ya se ocuparía luego de cómo
entregarle la llave a Séverin. Primero debía hacerse con ella.
El despacho de la matriarca se asemejaba a un elaborado nido de abeja. Las
paredes estaban formadas por cientos de hexágonos dorados entrelazados y repletas
de libros sobre plantas o de grabados de su último esposo. El techo era un lazo de oro
y carmesí, el retrato mismo de unas llamas inmóviles. Lejos de las ventanas se
encontraba un escritorio de nefrita, igual que el de Séverin. La librería que se alzaba
justo detrás iba del suelo al techo y estaba atestada tanto de extraños objetos como de
libros: calaveras vacías llenas de flores secas, estampados animales, tarros y tarros de
cosas en conserva. De haberlo querido, Laila podría haber recorrido la superficie del
escritorio con los dedos para leer la imagen de una llave que tal vez lo hubiera
tocado. Pero el instinto la detuvo.
En el suelo, Laila encontró un pequeño sujetapapeles y lo lanzó sobre la
superficie de jade. El escritorio lanzó un brillo rojo de aviso. Laila apretó los labios.
Como el de Séverin, aquel escritorio estaba forjado.
Laila se giró hacia las paredes de abeja y lanzó otro clip de metal. La librería no
cambió de color. No estaba forjada. Pero eso no la ayudaba a coger la llave del

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escritorio. Si lo habían forjado para que recordara su contacto, o para retenerle la
mano, necesitaba algo para contrarrestarlo…
Como si fuera una criatura forjada, el escritorio de Séverin tenía un somno que
desactivaba el mecanismo de advertencia. Era cuestión de encontrar la manera de
encenderlo.
A veces, la gente ocultaba un molde de yeso de su mano —Séverin lo escondía
detrás de su librería—, o tal vez guardaba junto a la ventana un trocito de cera con
una huella dactilar. Lo más probable era que la matriarca tuviera algo parecido. Lo
único que debía hacer Laila era encontrarlo.
Arrastró el sillón de cuero y se subió para pasar los dedos por la fachada de la
librería. La energía le fluía por las venas. Un dolor de cabeza alteraba los extremos de
su visión.
A medida que buscaba en la librería, la mente de Laila recopilaba imágenes de
contratos, recibos, cartas de amor, y por fin lo halló: una huella dactilar revestida de
ámbar. Se ocultaba entre las páginas de un libro de poemas de amor. Laila miró los
lomos de los volúmenes, abrió el que correspondía y la encontró. Era una moneda de
ámbar grande. Laila murmuró una rápida oración y lanzó la moneda sobre el
escritorio. El destello rojizo se desvaneció.
Con una sonrisa, Laila saltó del sillón. Los ruidos que se oían fuera del despacho
se volvieron más intensos. Más apremiantes. De nada le iba a servir tocar el escritorio
para intentar saber dónde estaba la llave. Los objetos forjados nunca respondían a sus
lecturas. Laila abrió cajones y armarios y hojeó los papeles lo más deprisa posible.
Dentro del armario izquierdo había cientos de llaves. Laila pasó la mano por
encima de los metales, con los sentidos bien alerta. Las llaves no estaban forjadas,
por lo que las imágenes llegaron hasta ella. Dormitorios vacíos, salas del Senado,
subastas de la Orden de Babel… Y entonces, una cripta oscura, un techo lleno de
estrellas dibujadas, bustos de estatuas y cientos y cientos de filas llenas de extraños
objetos. Laila abrió los ojos.
La llave de la librería subterránea que había debajo del invernadero.
Laila tiró de la llave y corrió hacia la chaise longue que estaba junto a la puerta.
Levantó el cojín y debajo encontró el vestido de bailarina nautch envuelto en una
tela. Lo desató rápidamente, pero no se había preparado para lo que sentiría al ver la
ropa de su juventud. Su alma se tambaleó, aferrada a sus recuerdos. Las pesadas
campanitas gunghroo y los pendientes jimmikki se parecían mucho a los de su madre.
Laila se llevó el vestido a la nariz e inspiró profundamente. Incluso olía a la India.
Una mezcla de alcanfor, tinturas e incienso de sándalo. Viendo el conjunto, una furia
helada le recorrió el cuerpo. Oyó la voz de su madre, que se coló entre sus
pensamientos: «¿Quieres sentirte real, hija mía? Pues baila. Baila y conocerás tu
verdad». Laila había bailado con el alma, había meneado el cuerpo siguiendo
invocaciones rítmicas con movimientos certeros que ponían fin a historias enteras

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solo con sus extremidades. El baile tal vez fuera sensual, pero siempre era sagrado.
Como le decía su madre, era la prueba de que Laila tenía alma, de que era real.
Sin embargo, para el público… era un entretenimiento diseñado para ser otra
cosa.
¿Cómo lo había llamado Hypnos?
«Excitante».
Laila se cambió de ropa, se desató la corona de trenza para que la melena le
cayera sobre la espalda. Metió el uniforme de criada de la Casa Nyx entre los cojines,
escondió de nuevo la moneda de ámbar con la huella dactilar en el libro de poemas de
amor y se guardó la llave en la blusa.
En ese momento, sonó la tercera campana.
En la otra punta de la estancia, ninguna luz entraba por la rendija de la puerta. Si
Séverin la había estado esperando, ya se había marchado. Las bailarinas seguro que
ya estaban sobre el escenario. Si ahora echaba a correr, no haría más que llamar la
atención. Laila se puso la bufanda sobre la cabeza y se adentró en el vacío recibidor.
A esas alturas, el resto de los invitados ya estarían sentados en el amplio anfiteatro.
Lo único que debía hacer ella era llegar hasta allí.
El guardia bostezó al verla.
—Llegas tarde —le dijo, aburrido—. Las demás ya se están preparando.
—Me han pedido que actúe en solitario —dijo, con los brazos cruzados.
El hombre gruñó y hojeó las páginas del programa.
—Si estás lista ya, pues…
—Te sigo.
Laila escrutó a la multitud. En algún rincón se encontraba Séverin.
El guardia la llevó hasta los músicos, para así elegir una canción, Laila reconoció
los instrumentos y notó una punzada en las costillas. El tambor doble, la flauta, la
vina y los platillos brillantes.
—¿Qué pieza quieres que toquemos? —le preguntó el artista de la vina.
Laila echó un vistazo al público por entre el telón. Los hombres llevaban traje.
Las mujeres, vestido. Y todos tenían copas en la mano. No estarían atentos a la
historia que ella decidiera contarles con su cuerpo. No disponían de las nociones
necesarias para descifrar la devoción de su baile.
No iba a actuar para ellos con toda su fe.
—El jatiswaram —dijo—. Pero aumentad el tempo.
—Ya es bastante rápido. —Uno de los músicos arqueó una ceja.
—¿Crees que no lo sé? —Laila lo miró con los ojos entrecerrados.
El jatiswaram era la pieza más técnica, la síntesis entre música y movimientos.
Una pieza que sería capaz de bailar sin poner en ello todo su corazón.
Al cabo de unos minutos, un presentador carraspeó. El escenario quedó a oscuras.
—Y ahora, una bailarina nautch…

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Laila desconectó del presentador. Ella no era una bailarina nautch. Ella era una
artista bharatnatyam.
A medida que caminaba, dos partes de sí misma se unían. Ya había caminado así,
ya había llevado esa ropa. El hombre que la trajo a Francia como artista había
desechado el vestido original que le había cosido su madre. En teoría, Laila debía
llevar un salwar kameez personalizado, no el trapo ridículo que dejaba su vientre y
pecho al descubierto. En teoría, debía llevar el pelo arreglado con flores, con un
jazmín que su madre había guardado de su primera actuación, no suelto y por la
cintura. Laila se miró las manos con la respiración acelerada. Sin henna, se las veía
desnudas.
Un suave murmullo de aprobación recorrió el público do Laila se colocó en el
escenario. Cuando actuaba en el Palais, su momento favorito era el de subir al
escenario antes de que se encendieran las luces: la adrenalina le latía en las venas, la
del teatro haría que se sintiese como si acabara de nacer. Allí, cambio, se sintió entre
cristales. Atrapada. Entre sus pechos, la llave de la biblioteca era como una esquirla
de hielo. Laila observó a los asistentes. Delante de cada asiento había un ramo de
pétalos de rosa para que lo lanzaran a la artista cuando esta terminara la actuación.
La música empezó a sonar.
Ya antes de que la luz la iluminara, Laila sintió a Séverin antes de verlo. Un halo
frió en una habitación caliente. Las luces convertían sus ojos en sombras. Lo único
que ella veía era que había estirado las largas piernas y que tenía la barbilla en la
mano, como si fuera un aburrido emperador. Laila conocía aquella pose. Los
recuerdos le robaron el aliento. Volvió a recordar aquella noche… la de su
cumpleaños… cuando la embargó una valentía que casi nunca se atrevía a mostrar.
Arrinconó a Séverin en su despacho, más intoxicada por cómo la miraba él que por el
champán que hubiera bebido. Séverin no le había dado ningún regalo de cumpleaños,
así que ella exigió un beso, que acabó convirtiéndose en algo más…
Laila supo cuándo Séverin se dio cuenta de que estaba en el escenario. Cuando de
pronto se le tensó el cuerpo.
Séverin nunca la había visto bailar… y dentro de ella algo cambió de inmediato.
Era así como se sentía siempre antes de actuar, como si su propia sangre brillara.
Laila necesitaba que él la mirara atentamente. De no ser así, no podría hacerse
con la llave a tiempo. Por otro lado, deseaba que él la mirara atentamente.
Quizá fuera su destino que aquella noche del pasado la Obsesionara. Pero eso no
quena decir que tuviera que sufrir a solas. Tal vez fuera cruel por su parte, pero de
todos modos oyó la voz de su madre: «No te hagas con sus corazones. Hazte con su
imaginación. Es muchísimo mas útil».
Y fue lo que hizo. Se colocó en la pose de inicio, con la cadera hacia fuera y la
barbilla indinada para enseñar la larga línea de su cuello. La canción comenzó. Laila
golpeó el suelo con los talones. Sus movimientos eran tan precisos que daba la
sensación de que se hubiera cosido la sombra al ritmo de la música.

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Tha thai tum tha.
Aunque Séverin estuviera tan tranquilo y elegante, apoltronado entre el público,
Laila lo conocía. Tenía todos los músculos en tensión, rígidos. Debajo de su
apariencia había algo al acecho, algo hambriento. Laila no le veía los ojos, pero sabía
que la observaban fijamente. Sus labios habían pasado de una sonrisa controlada a
una línea muy fina.
Laila sintió un estallido de satisfacción.
«No seré la única que se obsesione con esa noche».
Se pasó una mano por el pecho. Séverin se irguió en su asiento. Laila metió el
meñique en el hueco de la llave. Pisoteó la tarima y se quedó mirando el suelo
mientras escondía la llave en unas pulseras. A medida que se agachaba, se sonrió.
Laila tenía otro poder. Un poder que se hundía en su sangre y su conciencia. Una
manera de moverse por un mundo que procuraba dejarla al margen.
«Hazte con su imaginación».
Estaba de puntillas, con las rodillas en posición de nritta, cuando se desplegó el
pliegue esmeralda de su falda. La música ganó intensidad. El ritmo se volvió
apremiante.
Laila le echó un vistazo a la llave que escondía en la mano. Séverin movió la
cabeza, solo un poco, pero Laila supo que lo había entendido. Y fue a coger el ramo
que tenía delante. A su alrededor, todos los imitaron.
La música se incrementó aún más, a punto de llegar al clímax. Por fin, Laila lo
miró directamente, y estuvo a punto de trastabillar. Séverin estaba desencajado. Su
mirada le iluminaba la piel. Laila se obligó a seguir moviéndose y chasqueó los
dedos… una señal.
Séverin lanzó las flores por los aires. Los demás invitados al verlo, hicieron lo
mismo. Una cascada de pétalos cayó sobre el escenario como si fueran copos de
nieve: le tocaban las pestañas, le acariciaban suavemente los labios. Laila extendió un
brazo en un movimiento final en forma de arco y tiró la llave.
El objeto voló por el teatro.
Séverin la cogió con las manos. Y aplaudió. Laila se imaginaba sus ojos
perfectamente, aunque era incapaz de verlos. Su mirada del color del crepúsculo se
oscurecía, clavada en ella. Laila sabía que debía mirar a los demás asistentes del
público, pero no podía apartar la mirada de él, y no quería que él mirara a nadie que
no fuera ella.
En cuanto la sala rompió a aplaudir, el hombre que estaba detrás de Séverin la
miró a los ojos. Llevaba un traje de color mostaza y estaba completamente rígido.
Laila bajó del escenario con un escalofrío. Aquel hombre acechaba a Séverin como si
fuera un fantasma… o una bestia a punto de atacar.

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Zofia

Z ofia miró el reloj. Séverin llegaba tarde. Ya le quedaba menos de una hora para
prepararse para el baile, y si no hacía la copia de la llave, el plan se iría al traste.
Qué pena que la matriarca no utilizara la huella de una mano para abrir sus
estancias más preciadas… Podría haber usado su mejorada fórmula de la sustancia de
Sia. Aunque claro, allí no disponía de los ingredientes necesarios. Estaban todos en
su laboratorio de L’Éden.
Zofia se obligó a sentarse en uno de los rincones de la habitación. Caminar de un
lado a otro no iba a servir de nada. La mitad de una adquisición la formaban las
largas, larguísimas esperas. Pero esperar los acercaba mucho más a su objetivo.
Un solo día.
Un solo día y todo aquello quedaría atrás.
A medianoche, todos estarían en la biblioteca. Puesto que conocían la ubicación
del Ojo de Horus, se trataba de coger el objeto de un estante. Era bastante pequeño,
pero acarreaba unas grandes consecuencias. En cuanto tuvieran el Ojo, todo
cambiaria… Ella pagaría las deudas que tenia y su hermana por fin podría estudiar
Medicina. Cuando Séverin se convierta en patriarca, controlaría los hilos del mundo,
y quizás incluso fuera capaz de revertir su expulsión de la universidad.
Cuando sus padres aún vivían, solían decirle que el miedo crece en lugares no
iluminados por el conocimiento. Si tuviera más conocimientos, tal vez no tuviera
miedo. Podría convertirse en científica o en profesora… en alguien que se pasara la
vida sacando de las tinieblas lo desconocido y arrojándole la luz de conocimiento.
Podría ser como sus padres, como su hermana. Y caminar por una calle o entre una
multitud. No sentiría la aguda y estrangulante sensación de ahogo, y todo porque
alguien le había preguntado qué tal el día y ella no había sabido qué responder.
El conocimiento la volvería valiente.
Y Zofia deseaba ser valiente, más que nada en el mundo. Aunque estaba
aprendiendo a encajar. O, por lo menos, a parecerlo. En la otra punta de la habitación,
vio el armario. Un vestido de marta cibelina colgaba de una puerta. Su conjunto para
el baile de la noche. Había tardado horas en saber cómo arreglarse sin la ayuda de
Laila, pero al final lo había conseguido.
En ese preciso momento, Séverin entró en el cuarto y enseguida cerró la puerta
tras de sí.
—Llegas tarde. —Zofia se levantó.

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Séverin estaba irreconocible. Venía sin aliento, con los ojos abiertos, frustrado. En
teoría, Laila debía darle la llave. ¿Había pasado algo? El pánico sacudió a Zofia.
—¿Laila está herida?
Al oír el nombre, en el rostro de Séverin aparecieron puntitos de color.
—Estás rojo.
—He caminado muy rápido. —Séverin carraspeo—. Y no, Laila está estupenda.
Quiero decir, está bien. Nada, nada. Estoy bien. Todo va…
—¿Bien?
—Sí —dijo Séverin. Y le pasó la llave—. Ha tenido que utilizar un método de
entrega distinto para dármela.
Era una explicación sencilla que, sin embargo, no explicaba por qué Séverin
estaba tan raro. Zofia cogió la llave y fue directa hacia la chimenea, donde había
fundido un trozo de zinc. Sacó un molde de uno de los cajones inferiores del armario
y preparó la copia.
Séverin se apoyó en la pared y se pasó una mano por la cara.
—La solución piraña ha funcionado.
A Zofia no le sorprendía que la solución funcionara. Al fin y al cabo, la había
hecho ella. Y ella era de todo menos inexacta.
—Por lo que sé —siguió Séverin—, el invernadero se ha cerrado al público. La
historia oficial es que uno de los guardias ha roto las ventanas y la mezcla de gas
forjado y plantas venenosas ha provocado la humareda.
A esas alturas, Tristan y Enrique debían de estar escondidos en los gigantescos
jardines. A las nueve expirarían sus invitaciones y tendrían que salir de las
instalaciones de la Casa Kore delante de las narices del equipo de seguridad, que los
tacharía oficialmente de la lista de invitados. En ese momento, el transporte que había
contratado Séverin los dejaría en una de las entradas sin vigilar de la propiedad de la
Casa Kore, y todos se encontrarían en el invernadero.
Zofia apretó la llave contra la cera.
—Como estaba planeado.
—Ajá. —Séverin fue a agarrar el pomo de la puerta, pero se detuvo. Daba la
impresión de que quería pedirle algo a Zofia, pero al final se lo pensó mejor—. A la
hora en punto empezará todo.

ZOFIA SE PUSO el vestido de noche. En el brazalete de terciopelo llevaba una


cajita de cerillas y dos llaves: una autentica y una copia marcada con una ligera
abolladura. Una máscara hecha con plumas de cisne del color del hielo ocultaba la
mitad de su cara y se adentraba en su cabellera. Lina red vaporosa de finos hilos
plateados cubría su vestido. Lo único que debía hacer era romper la tela, y así tendría
acceso a un filtro purificador del aire para que ella y Laila pasaran entre los gases del
invernadero sin problemas.

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En la planta de abajo, el salón se había transformado. Las paredes estaban
cubiertas de espejos, convirtiendo así la estancia en un lugar interminable. Por los
recibidores acechaba un grifo translúcido, cuyo pico tocaba el techo. Las damas y los
caballeros se rieron nerviosamente cuando una de las cabezas de la criatura-ilusión
intentó morderles. En un rincón de la sala brillaba un pastel tan maravilloso que solo
lo podía haber hecho Laila, con forma de ocho planetas que se ladeaban y
balanceaban suavemente.
Zofia se concentró en el suelo. El destello de una espiral plateada le llamó la
atención. Se detuvo y mentalmente recorrió la línea… y reconoció el patrón de
espirales. Aunque no se había dado cuenta hasta el momento. El mármol negro del
suelo había quedado oculto hasta que la luz del candelabro de champán se derramó
sobre las vetas plateadas del suelo. El patrón se parecía a un nautilo. Era preciso,
matemático. Hizo que Zofia se acordara de la espiral áurea, una espiral logarítmica
basada en la proporción áurea: al partir un segmento en dos partes desiguales,
dividiendo el total por la parte más larga se obtenía el mismo resultado que al dividir
la más larga entre la más corta.
Su padre se lo había explicado con el rectángulo áureo:

La representación numérica se llamaba phi, aproximadamente 1,618. Su padre le


había contado que era posible encontrar ejemplos de la proporción áurea en la
naturaleza: en la espiral de la concha de un nautilo, en los corazones redondos de los
girasoles… Pero jamás la Había visto en una casa. Zofia parpadeó y observó la
estancia como si fuera la primera vez que la veía. Allá donde mirara percibía
ejemplos de proporción áurea. En las entradas, en la forma de las ventanas… La
ecuación estaba por todas partes. Los números nunca eran accidentales. Allí había
intención. Aunque Zofia no desentrañaba su propósito. Se acercó a uno de los arcos,
pero un hombre con traje de color mostaza bloqueó su camino.
—Envidio al hombre que sea el destinatario de una mirada tan intensa. Debía
saber qué se sentía, por lo que he venido a presentarme.
Zofia enseguida repasó lo que había visto hacer a otras mujeres. Cuando un
hombre al que no conocían se ponía a hablarles, le ofrecían la mano. Yeso hizo Zofia.

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El hombre se la cogió y se la llevó a los labios.
—No os conozco.
El tipo rio. Llevaba una máscara de pequeñas alas de libélulas. Zofia no había
visto en la vida a un hombre tan pálido. Un brillo enfermizo le cubría la piel.
—Roux-Joubert —le dijo mientras le soltaba la mano—. ¿Seríais tan amable de
ofrecerme vuestro primer baile?
Zofia a duras penas se había fijado en las parejas que giraban a su alrededor. En
cuanto se hubo fijado en la ecuación del suelo, todo lo demás dejó de importarle.
—Yo…
—Por favor —dijo el hombre, aunque su voz no sonó convincente—. Insisto.
Zofia quería decir que no, pero no sabía cómo decían que no las damas educadas.
Seguro que se reían o sonreían afectadas, o decían algo detrás de un abanico. Hasta el
momento, la mayoría de los invitados la habían dejado en paz al saber que solo se
dejaba ver acompañada de monsieur Faucher, el alto oficial del Gobierno. Séverin
había sido su escudo. Si ahora decía que no, todos verían que actuaba de modo
extraño. Zofia sintió una punzada de terror, como si alguien la hubiera encerrado en
una habitación. ¿El resto de los asistentes se darían cuenta? ¿Los rodearían? ¿Le
preguntarían qué diablos le ocurría para no aceptar un simple baile?
—Nos mira muchísima gente, baronesa —dijo el hombre. Una ligera sonrisa le
torcía los pálidos labios—. No vais a querer dejarme en ridículo, ¿verdad que no?
Zofia enseguida meneó la cabeza, y Roux-Joubert la sacó a bailar. Las manos de
aquel hombre estaban al mismo tiempo heladas y empapadas de sudor. Ella intentó
echarse hacia atrás, pero él, por más que parecía débil y enfermizo, la sujetaba con
fuerza.
—¿De qué parte de Rusia sois, baronesa?
—De Poltava.
—Un lugar maravilloso, seguro.
Roux-Joubert la hizo girar y Zofia aprovechó el momento para escrutar la sala, en
busca de algún rastro de Hypnos. Ya tendría que haber dado con ella. La música se
aceleró y en sus oídos creció una cadencia frenética, unida al pulso errático de sus
latidos. El suelo debajo de ella parecía de hielo. Ni siquiera cuando estaba tranquila
era capaz de bailar bien, así que sus movimientos fueron menos estilosos y más como
si luchara por perseguir algo. El hombre la hizo girar de nuevo, su mano firme en la
de ella, hasta que una voz cálida interrumpió la tensión de la orquesta.
—Baronesa.
Hypnos.
Estaba detrás de Roux-Joubert, con una de sus manos oscuras sobre el traje de
color mostaza del hombre.
—¿Me permitís?
Los labios de Roux-Joubert formaron una línea fina.

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—Por supuesto —dijo antes de volver a besar la mano de Zofia. Ella se
estremeció al frío contacto—. Deseo enormemente volver a veros… baronesa.
Hypnos la devolvió al baile. Su cuerpo estaba caliente y sus manos oscuras, secas
y cálidas.
—Estás maravillosa, ma chère —le dijo.
Las demás parejas se movían a su alrededor formando vertiginosas espirales.
Hypnos los llevó hasta el centro de la sala, lejos de la mirada vigilante de la
matriarca. Zofia se le acercó y arqueó la retícula para que él cogiera la llave original.
Notó los dedos de él contra su muñeca y luego, con la misma rapidez, desaparecieron.
Hypnos sonrió y después le susurró al oído:
—Lo digo en serio. Estás preciosa. Aunque tu amigo no me ha gustado tanto.
—No es mi amigo. —¿Yo sí lo soy?
Zofia no supo qué responder a eso. Hypnos había amenazado con encarcelarlos…
y no parecía algo propio de un amigo. Pero también era otras cosas. Era divertido. La
trataba que a los demás. Zofia lo miró a la cara. Conocía aquel patrón de rasgos
físicos: ojos abiertos, ceja arqueada, sonrisa forzada Esperanza. Vulnerabilidad,
incluso.
—¿Qué implica una amistad?
—Bueno, los miércoles sacrificamos a un gato en honor a Satán.
Zofia estuvo a punto de tropezar.
—Es broma, Zofia.
—No me gustan demasiado las bromas. Le ardían las mejillas.
Hypnos giró con ella.
—Bueno, lo tendré en cuenta en el futuro. ¿Amigos?
El baile llegó a su fin. Cerca del inicio de las escaleras, los relojes tocaron las
once. Zofia sopesó las palabras de Hypnos antes de agachar la barbilla.
—Amigos.
Al finalizar el baile, una parte de la multitud se dispersó. Muchas de las
invitaciones de la Casa Kore expiraban a la una de la madrugada, y algunos que
querían irse pronto comenzaron a encaminarse hacia la entrada. Zofia se puso en la
fila de saludos y estudió a la muchedumbre mientras esperaba para despedirse. En
algún punto de la sala, Séverin planeaba el camino hacia la biblioteca. Hypnos se
colaba en el despacho para devolver la llave. Tristan, Enrique y Laila la esperaban en
el invernadero. La mente de Zofia, sin embargo, volvía una y otra vez al hombre que
le había pedido un baile, Roux-Joubert. Sus caricias le recordaban a algo… pero
¿qué?
—¿Habéis disfrutado del tiempo en nuestra compañía, baronesa?
La matriarca estaba delante de ella, con una expresión un tanto preocupada en el
rostro. Zofia se sobresaltó y procuró encontrar las palabras adecuadas. Ya había
practicado aquella conversación, pero el suelo y aquel hombre la habían despistado.
—Sí —respondió forzadamente—. Y… y me gusta vuestro suelo.

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—¿Cómo? —La matriarca parpadeó.
«Ay, no». Zofia sintió de nuevo el tan conocido nudo en el estómago, la sensación
de querer subir un escalón que no existía. Se había equivocado con la respuesta.
Quiso retirarla, pero entonces se acordó del consejo de Laila. Que actuara. Que se
adueñara de toda ilusión que proyectara de sí misma. Irguió la espalda y, con toda la
elegancia que pudo reunir, señaló el suelo.
—La espiral logarítmica basada en la proporción áurea —dijo—. Una de las
ecuaciones favoritas de la naturaleza.
—¡Ah! —La matriarca aplaudió con las manos—. Tenéis buen ojo, baronesa. Mi
último esposo le dio significado a todo lo que hay en la casa. Aunque es una lástima
que no haya podido abrir el acceso a la zona del invernadero… Es un espectáculo
digno de ser visto.
Zofia sintió un ligero golpe de culpa. Al fin y al cabo, era culpa suya que el
invernadero fuera inaccesible.
—Una desgracia —asintió Zofia.
—Más lo siento por mi paisajista y su ayudante, sin embargo —susurró la
matriarca—. Qué pena lo que les ha ocurrido.
Las puertas de ébano se abrieron. Una niebla espesa se coló por la entrada,
procedente del río de amatista. Zofia sabía que debía moverse, pero no podía. Uno de
los sirvientes de la matriarca se inclinó para susurrarle algo al oído. Zofia tuvo la
sensación de que le arrancaban todo el aire de los pulmones.
Tragó una bocanada de aire, sentía las tiras de su corsé muy tensionadas.
—¿Qué?
El siguiente de la fila de saludos golpeó el suelo con pies. El estrépito de la
música se acrecentó y un nuevo criado se puso a su lado.
—¿Qué habéis dicho del paisajista y su ayudante?
Los aplausos se adueñaron del recibidor y se tragaron sus palabras. Desde el
techo acababan de descender, como si fueran relámpagos, acróbatas que escupían
fuego. El olor a azufre inundó el ambiente.
—¡Espero veros en el cónclave de invierno en Rusia! —le gritó la matriarca por
encima del escándalo.
La persona que estaba detrás de Zofia le pateó los tobillos y ella trastabilló hada
delante en el momento Justo en que el criado la agarraba por el codo, más bien por la
fuerza. En la mano le colocaron un obsequio. La matriarca se giró hacia el siguiente.
Todo ocurrió muy deprisa.
Las puertas se abrieron y se cerraron. La barca emergió para llevarla y la condujo
por el agua silenciosa y forjada. En la embarcación estaba completamente sola.
«Qué pena lo que les ha ocurrido».
A Zofia le dio la impresión de que alguien hubiera aferrado todos sus
pensamientos en un puño y los estrujara. ¿Qué les había pasado a Enrique y a
Tristan?

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En el muelle, Zofia superó la estructura de piedra verita y entregó la invitación.
Los guardias le desearon buenas noches. Esperó a que llegara el transporte de Séverin
Justo donde estaba.
—Tras dos kilómetros en línea recta, detente en la segunda hilera de sicómoros —
le dijo al conductor.
Precito iba a descubrir lo que les había ocurrido a Enrique Tristan.
La noche se sucedió borrosa al otro lado de la ventana carruaje mientras el
conductor tomaba extraños giros por propiedad y la conducía por caminos seguros en
los que no se veía ningún otro transporte. Zofia pensó en las últimas palabras de la
matriarca y también en los demás, hasta que el carruaje se detuvo.
—No hay nadie —dijo el conductor—. Idos.
Zofia bajó del carruaje. Según los planos robados de la Casa Kore, allí se alzaba
una vieja puerta Tezcat entre dos árboles indistinguibles, una puerta que le daría
acceso directo a los jardines de las instalaciones.
Como con cualquier otra puerta Tezcat, Zofia dedujo que iba a tener que buscar
un objeto parecido a un espejo. Al caminar hacia los árboles, sin embargo, no vio
nada. Solo dos sicómoros a ambos lados, y más allá solamente la siempre hambrienta
oscuridad. Zofia se giró. El camino se extendía a izquierda y a derecha. Más allá se
encontraba un prado a oscuras. Estaba totalmente sola, sin ningún camino a la vista
delante de ella. Tal vez había demasiada oscuridad, pensó. Zofia se llevó una mano a
un colgante concreto de su collar. El fósforo era uno de los pocos materiales capaces
de mostrar una puerta Tezcat. Encendió el fósforo con los dedos y brotó una luz de
azul muy pálido. Zofia levantó la vista, cegada por el brillo repentino.
Una silueta sombría estaba a pocos centímetros de ella.
Un grito se le quedó atrapado en la garganta. Zofia retrocedió entre tambaleos y
se agarró los colgantes del collar, y entonces se dio cuenta de que la silueta sombría
la imitaba. Zofia se quedó quieta. Poco a poco, sus ojos se adaptaron al entorno. La
luz que sostenía con la mano no era la única. Había una luz idéntica delante de ella,
sostenida por la mano de la silueta.
Era su propio reflejo.
Era ella misma.
«Fascinante», pensó. La tecnología para construir puerta Tezcat que no pareciera
un espejo se había perdido cuando la Casa Caída había, en fin, caído. Pero ahora,
miraba un ejemplo de lo que esa Casa había logrado hacer… no unas piezas capaces
de camuflar una puerta, sino portales auténticos que suprimían la distancia entre un
lugar y otro.
Zofia extendió la mano con dedos temblorosos. Al tocarla la puerta Tezcat cedió
y absorbió su mano. Al otro lado notaba el mismo aire, el mismo roce helado sobre la
piel. Zofia lanzó el colgante de fósforo al suelo y lo pisoteó.
Al cruzar la puerta, se encontró en los jardines. Sin ningún invitado por allí, se
veían fantasmales. La música de los instrumentos sonaba poseída y desequilibrada. El

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suelo estaba cubierto de copas rotas y el oro se descascarillaba de los troncos. Detrás
de los árboles, Zofia vislumbró el abandonado invernadero. Un hedor insoportable
envolvía aquel lugar y la joven se estremeció. Comprobó dos veces que no hubiera
guardias, pero Séverin había acertado con sus predicciones: estaban todos en los
perímetros del jardín para así evitar inhalar gases tóxicos.
Y entonces notó una mano en el hombro.
Zofia pegó un brinco.
—Shhh, soy yo. Laila.
Zofia se giró para mirarla a la cara y frunció el ceño.
—¿Qué le ha pasado a tu vestido?
Laila llevaba media blusa y una falda demasiado baja en las caderas. Supuso que
era más cómodo que lo que llevaban las otras mujeres.
—Este es mi vestido —rio Laila.
—Ah.
Las comisuras de los labios de Laila se hundieron.
—Mientras me escondía he oído algo. Creo que a lo mejor Enrique y Tristan
están heridos.
A Laila le temblaba el labio inferior. Empezó a caminar hacia el invernadero,
seguida de Zofia.
—En la sala de los criados todo el mundo hablaba de lo que había pasado en los
jardines. Había dos hombres cubiertos de vendas. Y… y uno de ellos llevaba la ropa
de Enrique.
A Zofia se le formó un nuevo nudo en el estómago. Aunque no había nada que
pudiera hacer ni decir. O bien estaban dentro del invernadero y a salvo…
O no.
Rasgó el recubrimiento exterior de su vestido y lo partió por la mitad. Una para
Laila, una para ella. Se envolvieron las cabezas con la tela en cuanto se acercaron al
invernadero. Incluso con aquel velo les escocían los ojos por los gases.
Las puertas estaban abiertas. Laila miró a Zofia con el rostro embargado de
esperanza.
No obstante, Zofia no estaba tan segura. Una puerta abierta no significaba que
Enrique y Tristan la hubieran dejado así para darles la bienvenida. La matriarca
quizás había ordenado que abrieran las puertas para que se disiparan los gases del
invernadero. Zofia cerró las manos con fuerza. «Concéntrate». Empezó a contar lo
que veía a su alrededor. Dos puertas. Catorce barrotes de hierro. Una luna. Siete tilos.
Cuatro gárgolas en el tejado del invernadero, las mejillas alzadas en amenazadoras
sonrisas. Seis estatuas tras seis robles oscuros, los ojos de piedra impertérritos. Tres
pasos hasta la puerta.
Dos.
Laila entró primero, daga en mano. En el interior, la luz silueteaba las ventanas.

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Todo se había quemado y caído al suelo. Avanzaban lentamente por el
invernadero, en busca de alguna muesca, de alguna señal de una puerta, cuando
alguien tosió en la oscuridad. Laila se lanzó hacia delante y derribó a alguien al suelo.
Se trataba de un agente de policía con una toalla enrollada en la cabeza. Laila le
gruñó y levantó el arma.
—Tú… —dijo—. Tú debes de ser uno de los hombres que les han hecho daño.
No lamento lo que voy a hacer ahora.
El policía movió los brazos mientras balbuceaba palabras amortiguadas y
aterrorizadas. Zofia sintió el latido de la venganza, el dolor que le roía el corazón.
Habían herido a Tristan y a Enrique. A sus… sus amigos.
Y entonces, el guardia abrió un agujero en la tela que llevaba en la cabeza.
—¡Esperanomemates!
El hombre apoyó los codos en las rodillas, la cara rojísima. Las miró con una
débil sonrisa en el rostro.
Enrique.
—Aunque estoy encantado de que queráis vengarme, de verdad que no hay
necesidad.

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Enrique

E nrique silbó y Tristan salió de la sombras. Y se quedó mirando a Zofia, que


vestía seda y terciopelo, y después a Laila, que vestía… muy poca ropa. Se
ruborizó intensamente, y entonces Enrique le lanzó la toalla a la cara.
—Eres un crío.
Tristan arrugó la nariz, pero el gesto desapareció y fue sustituido una vez más por
su tensa expresión de terror. Llevaba así desde que el caramelo violeta lo liberó de las
garras del veneno. Aunque Enrique no lo culpaba. A él, cualquier coqueteo con la
muerte lo habría dejado temblando. Tristan nunca estaba relajado fuera de L’Éden, y
la presente adquisición lo asustaba especialmente. Mientras esperaban volver al
invernadero, Tristan no había parado de estar inquieto, y a punto estuvo de destrozar
un rosal entero, porque se había dedicado a arrancar pétalos.
—¡Creía que estabais muertos! —exclamó Laila, que echó a correr hacia ellos y
los estrechó en un abrazo.
Zofia no se movió, pero se tiró de los extremos del vestido Enrique vio que lo
miraba y que después dirigía la mirada al suelo con los ojos brillantes. No hacía falta
que Zofia se lanzara hacia ellos. Enrique lo sabía.
—El caramelo violeta nos ha salvado —dijo Enrique—. Tristan acabó
envenenado, no sé cómo. Creo que la máscara era defectuosa y dejó pasar cierta
cantidad de gas.
—No era defectuosa. —Zofia levantó la vista.
—Sé que son inventos tuyos, pero siempre puede haber un error —dijo Enrique
—. Siento tener que ser yo el que te lo diga, Zofia, pero eres humana.
—¿Y por qué me llamáis «fénix»?
Enrique no sabía qué responder a eso. A su lado, Tristan agachó los hombros.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Laila.
—Diría que los guardias han olido el tufillo de los gases, y por eso han alzado la
voz de alarma —contestó Enrique—. Dos acabaron inconscientes y con ampollas por
el cuerpo, así que nos hemos puesto su ropa y nos hemos escondido hasta hace una
hora.
—Me alegra que estéis los dos a salvo. —Laila le acarició la cara—. Ahora
vayamos hacia la biblioteca. Ya casi es medianoche. ¿Habéis encontrado la puerta?
—Sí —dijo Enrique—. Pero no hemos entrado hasta que los gases se han
disipado lo suficiente como para que pudiéramos caminar por aquí solo con una

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toalla. Después de lo que le ha pasado a Tristan, no iba a arriesgarme a usar las
máscaras.
Tristan apartó los restos de las plantas y dejó al descubierto una puerta lista de
metal.
—¿Estáis todos preparados? —preguntó Enrique—. Menos Tristan, claro.
A Tristan no le importaba en absoluto quedarse a vigilar durante las
adquisiciones, pero cuando abrió la puerta, le temblaron las manos.
—Id con cuidado —dijo.
—Tu piensa en lo que haremos cuando acabemos —comentó Laila con alegría—.
¿Un chocolatito caliente?
—Uuuh… y tarta —añadió Enrique.
Hasta Zofia sonrió.
—¿Se podrá unir Goliat también? —les preguntó Tristan. Los tres soltaron un
gruñido.
En cuanto se abrió la puerta vieron unas escaleras en penumbra que descendían y
se Hundían en la oscuridad.
—En serio —murmuró Enrique mientras empezaba a bajar—. ¿Por qué no ata a
Goliat a una correa? Es casi tan grande como un gato.
—Te estoy oyendo —protestó Tristan.
—Genial. Vete pensando en comprar una correa para tarántulas.
Las escaleras torcían a un lado y parecían extenderse casi un kilómetro. Al cabo
de un rato, Enrique levantó la mirada para ver lo lejos que estaban y si aún veían a
Tristan. Estaba demasiado oscuro. Y que las escaleras estuvieran mojadas tampoco
ayudaba. Con cada paso que daba le resbalaban los pies.
—¡Me estoy congelando! —Laila se estremeció.
Enrique asintió con los dientes apretados.
Se acercaban al final de las escaleras. Enrique supuso que llegarían hasta la
enorme biblioteca, pero el lugar que tenían delante se parecía más bien a un patio
interior gigantesco. Era un espacio ovalado y áspero, con húmedas paredes de cueva
que relucían. Por encima de ellos colgaban numerosas raíces. A1 respirar, Enrique
notó que un suave aroma a piedra le inundaba la garganta. En el centro del patio se
alzaba un pedestal circular, como si de una roca se tratara. De él brotaba trece varas
de metal. Enrique pensó que parecían palancas, aunque no se imaginaba qué pintaban
allí. Ni siquiera sabía si realmente eran palancas. Ninguna luz iluminaba el lugar
salvo la llamita de Zofia, que a duras penas arrojaba un círculo a su alrededor.
—¿Y la biblioteca? —preguntó Laila.
Zofia movió la llama, que recorrió las paredes de la cueva antes de extinguirse.
—Un túnel —resopló Enrique—. ¿Quizá esté por allí?
Seguía mirando el túnel cuando llegó al final de las escaleras y tocó el suelo con
los pies. Un solo segundo más tarde, lo notó… Un temblor. Enrique dio un paso atrás
hasta situar los dos pies en el último escalón.

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—¿Notáis eso? —preguntó con voz de pronto muy aguda.
—¿Veis eso? —respondió Zofia.
Señalaba hacia delante. En el túnel llameaba una antorcha.
La luz de la llama reveló el contorno de una puerta de ámbar.
—Debe de ser la entrada a la biblioteca —masculló Laila. Esbozó una sonrisa de
oreja a oreja y descendió los dos últimos peldaños.
—Espera, Laila…
Había algo raro en el suelo. Como si leyera su presencia. Sin embargo, no la pudo
detener a tiempo. Laila posó los pies en el suelo y de nuevo empezó el temblor, y esta
vez también sacudía las escaleras. Enrique trastabilló y manoteó por los aires antes de
caer de bruces al suelo. Zofia cayó a su lado y su cerilla echó a rodar.
Una luz demasiado intensa como para ser del colgante incendiario de Zofia se
derramaba por el suelo.
Lentamente, Enrique levantó la vista. El túnel se iba iluminando de manera
gradual. Donde antes había una antorcha, ahora había cientos. Y no estaban solos. El
temblor pertenecía a algo… a una gran bola de piedra que avanzaba por el túnel. Con
cada vuelta que daba se adueñaba del fuego de las antorchas, encendiéndose e
iluminando el atrio de piedra. Enrique escrutó el resto del patio. Un camino estriado
en espiral recorría el lugar y serpenteaba hasta el centro.
Enrique se levantó del suelo.
—Pensándolo mejor, no tengo ningún problema con la oscuridad y el frío.
Laila agarró las muñecas de él y de Zofia y tiró de ellos hasta la otra punta del
patio.
—Si nos alejamos de su trayectoria, se estampará contra la pared, y así podremos
correr por el túnel y llegar a la puerta —les dijo—. No es que el suelo vaya a…
Y el suelo se partió.
El zapato de Enrique se quedó atrapado en una grieta que antes no estaba allí. La
grieta se extendió por todo el suelo, como si este no fuera más que una superficie de
hielo. Enrique se tambaleó. Gateó hacia atrás, aunque le resbalaban las manos.
A pocos centímetros de sus manos caía agua del techo. Un río helado discurría
bajo ellos y empezó a avanzar con furia. El suelo debía de estar forjado para encajar
como piezas de un rompecabezas, colocadas sobre un río para que cualquier intruso
se muriera o quemado o ahogado. Lo único positivo del hecho de que la bola de
fuego se les acercara era que por lo menos veían lo que tenían a su alrededor.
—¡Nos estamos moviendo! —gritó Zofia.
Estaba despatarrada sobre un trozo estrecho de roca a poca distancia de Enrique.
Laila estaba en el otro lado y mantenía el equilibrio con dificultad sobre un pedazo de
suelo pequeño como un plato. En el túnel, aún lejos, la bola de fuego ganó velocidad
y siguió el recorrido en espiral que pronto los alcanzaría.
Enrique se quedó mirando el río. Había cambiado de posición. Observó mientras
la sala giraba lentamente. Todos los pedazos rotos, incluidos los que les servían de

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flotador, iban a la deriva en una lenta rotación en tomo al pedestal del centro de la
cueva.
—¡Por ley, todos los objetos defensivos forjados cuentan con un somno! —chilló
por encima del estruendo del río y la bola de fuego—. ¡Solo hay que encontrarlo! El
pedestal del centro debe de ser la llave. Laila, tú vas a llegar allí primero. ¡Prepárate
para contarnos lo que diga!
Laila asintió. Pegó un salto y, con suma elegancia, brincó de un trozo de roca a
otro, más cerca ya del pedestal.
Enrique recorrió la cueva con la mirada. No se parecía a la sala de espera de la
subasta. No había osos de ónix que mordieran las muñecas a la gente. No había
cuerpos de piedra que estudiar con las manos para encontrar las marcas y dispositivos
de desactivación. Estaba demasiado lejos de las paredes de la caverna para ver si
había algo escrito en ellas. Y los trozos de roca, por lo que veía, no eran más que
rocas.
—¡Arriba! —gritó Zofia.
—¡No es momento de expresiones motivacionales!
—Enrique. Que hay algo escrito arriba.
Enrique levantó la mirada. Mientras bajaba las escaleras, en el techo no había
visto nada más que algunas raíces. Con la luz de la bola de fuego, lo veía con más
nitidez y visualizó un patrón entre las raíces, una disposición concreta de letras. La
roca en la que flotaba avanzaba ahora más deprisa y tuvo que ponerse de puntillas
para intentar descifrar las palabras…
¿«E»? ¿«Mut»? ¿«Surg»?
Enrique entrecerró los ojos.
Miró hada Zofia, pensando que quizá ella pudiera ayudar, pero la chica estaba
sentada en la roca con las piernas cruzadas, tan cómoda como si estuviera en el
observatorio de L’Éden. Su mirada perdida recorría su entorno y con los dedos
trazaba lentamente una espiral en el aire. Más adelante, Laila se iba acercando al
pedestal.
La roca de Enrique se movió más rápido y dio vueltas por la estancia a medida
que también se aproximaba a él. Alargó el cuello y estudió las letras con toda la
velocidad que pudo, hasta que logró leerlas.

EADEM MUTATA RESURGO

—¿Qué dice? —gritó Zofia.


Era latín. Y la frase le sonaba familiar, aunque no sabía exactamente dónde la
había oído.
—Significa: «Mutante y permanente, vuelvo a resurgir siendo el mismo».
—¡Zofia! ¡Enrique! —chilló Laila. Movía las manos y señalaba el pedestal—.
¡Hay trece palancas con números! Están enganchadas a una especie de… diales.

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Creo. No… no lo veo bien, pero ¡vais a tener que venir pronto hasta aquí!
Palancas.
Era un hecho bastante alentador, porque significaba que la cueva podía ser
controlada.
—Si las palancas tienen diales, ¿a lo mejor hay un patrón numérico? —propuso
Zofia.
—Como una llave —dijo Enrique mientras asentía.
Si ponían los números correctos en las palancas, la bola de fuego se detendría y el
patio se recolocaría solo.
—Mutante y permanente, vuelvo a resurgir siendo el mismo —susurró Enrique
antes de atreverse a echar un vistazo a la bola de fuego. Había duplicado su tamaño y
ahora parecía un carruaje encendido que los alcanzaría dentro de unos minutos.
Zofia pasó un dedo por la roca como si dibujara algo.
—Piensa, piensa —murmuro Enrique, dando golpecitos con los pies.
Se había fijado en los planos de los jardines de la Casa Kore, en las piezas de
geometría sagrada que colgaban de los árboles, incluso en la gran espiral del suelo de
mármol de la entrada. Pero nada de aquello lo ayudaba con el patrón del techo.
¿Resurgir siendo el mismo? ¿Pero mutante y permanente? ¿Significaba que algo se
construía sobre sí mismo…?
—En espiral —dijo Zofia.
—¿Qué?
—Que nos movemos en espiral.
—Evidentemente, Zofia… —Enrique parpadeó.
—Pero ¡que nos movemos en una espiral en concreto! —siguió diciendo—.
Encaja con el patrón del suelo de la Casa Kore. ¡Y la espiral encaja con el acertijo!
«Mutante y permanente, vuelvo a resurgir siendo el mismo». Es una espiral
logarítmica. Significa que el ángulo entre la tangente y el vector del radio será el
mismo a lo largo de todos los puntos de la espiral…
A Enrique le daba vueltas la cabeza, y no solo porque el cuadrado de suelo en el
que estaba se movía ahora más deprisa.
—Pero entonces tendría que haber algo repetido —dijo Zofia, hablando más
rápido—. Algo que también tiene raíces antiguas. Una secuencia de algún tipo…
Enrique siguió el movimiento de la espiral. También el temblor del suelo parecía
moverse a un ritmo concreto. Un ritmo que quizá se encontraba en la naturaleza, o en
la poesía. Cada vez estaban más cerca de las palancas. Ya veía el pedestal.
Más adelante, Laila estaba agachada en un trozo de piedra con el cuerpo arqueado
hacia el pedestal con las trece palancas.
—¡No saltes! —le gritó Zofia.
En ese momento, las piedras se tambalearon.
Laila se balanceo. Su roca se movió y se inclinó bruscamente a un lado. Rodo por
la superficie y se aterro justo en los bordes. Sus pies colgaban por encima del no

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helado. Un suave terremoto recorrió el patio y mas luz se derramo sobre las paredes
de la cueva. La bola de fuego aumento de velocidad… y también de impulso. Desde
donde estaba, Enrique veía que la bola de ruego iba a dejar atrás el túnel y a lanzarse
por el patio en breve.
—¡Estoy bien! —gritó Laila mientras se levantaba sobre la roca.
Pero su roca había sido arrastrada hasta casi el centro de la espiral… y si no
frenaban la bola de fuego a tiempo, rodaría por el patio y alcanzaría a Laila
directamente.
—Los acertijos son un patrón, un patrón es una llave —murmuraba Enrique en
voz alta. Le parecía robar cada bocanada de aire que se llevaba a los pulmones. La
temperatura de la sala aumentó y empezó a sudar—. Trece palancas. Un acertijo. Una
llave. Un suelo que se mueve.
Poco a poco, una imagen fue formándose en su cabeza. Solo se le ocurría una
secuencia histórica que encajara con aquel patrón.
—La sucesión de Fibonacci —dijo. Le latían las sienes.
Enrique solo recordaba la sucesión porque había intentado impresionar a una
preciosa italiana en clase de lingüística. Al prometido de la chica no le hizo tanta
gracia, pero él no había olvidado los números…
—Cero, uno, uno, dos, tres, cinco, ocho, trece, veintiuno… —dijo Zofia
rápidamente—. Cada número se forma sumando los dos anteriores. Encaja en el
acertijo logarítmico.
El pedestal cada vez flotaba más cerca, con sus trece palancas antiguas y el
suficiente espacio para soportar a dos.
—¡Se está aproximando! —gritó Laila.
Enrique levantó la cabeza en un santiamén. La bola de fuego se acercaba más y
más, y seguía directamente un rumbo hacia Laila.
Ella se había levantado todo lo que podía sobre el trozo de roca para no caerse,
pero estaba atascada.
—¡Tenemos el código! —exclamó Enrique—. ¡Aguanta!
En cuanto el pedestal con las palancas se aproximó aún más, Enrique asintió en
dirección a Zofia.
—Cuando cuente tres, saltamos —dijo—. Una, dos… ¡y tres!
Enrique saltó. Durante unos instantes, todo perdió su peso. El suelo quedó atrás y
una boca de oscuridad se abrió delante de él. Se tensó para llegar más lejos, con un
nudo en el estómago, hasta que se golpeó contra la plataforma rocosa. Zofia cayó a su
lado. Mientras se levantaba, Enrique la cogió del brazo. Zofia se pegó a él cuando el
suelo se hundió bajo sus pies y empezó a sumergirse bajo el río helado.
—¿Es un mal momento para mencionar que solo conozco la sucesión de
Fibonacci hasta el número veintiuno?
—He descifrado el patrón —dijo Zofia—. No necesito nada más. Empezaremos
por el extremo izquierdo.

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Cada una de las trece palancas tenía una hilera para tres números. Enrique palpó
la parte superior en busca de los botones que le permitirían accionar los números.

En la primera:

000

En la segunda:

001
001
002

Y hasta llegar a la octava palanca, en la que pulsó los botones hasta ver esta
numeración: 021.
A lo lejos, Laila soltó un grito. La bola de fuego que estaba detrás de ella brillaba
roja como el sol. Laila aparto la cara del calor.
—¡Aguanta! —gritó Zona.
Por las mejillas le caían riachuelos de lágrimas mientras con las manos pálidas
accionaba las palancas.
—Treinta y cuatro, cincuenta y cinco, ochenta y nueve, ciento cuarenta y cuatro
—dijo—. ¡Doscientos treinta y tres!
De inmediato, el suelo dejó de moverse. Zofia se tambaleó y estuvo a punto de
caer por la borda del pedestal, pero Enrique la cogió a tiempo. La bola de fuego se
detuvo. Lentamente, empezó a retroceder y el calor se fue alejando de la cueva. Laila
había trepado a otra roca cuando la bola se le había acercado demasiado. A su
alrededor, el suelo comenzó a recomponerse. Oyeron chirridos de roca y acero hasta
que el suelo estuvo, de nuevo, entero.
Los latidos de Zofia le golpeaban salvajemente el pecho. Enrique notó, a través de
su túnica de lino, que la piel de ella estaba febril y húmeda. En cuanto la quietud
regresó al patio interior, Zofia se alejó de él y corrió para ayudar a Laila. Enrique se
sentó en el suelo y se frotó las sienes.
Cuando levantó la vista, las dos chicas lo miraban fijamente.
—Mi héroe. —Laila sonreía radiante.
Lo besó en la mejilla y Enrique irradió felicidad. No era exactamente el tipo de
héroe en el que soñaba convertirse. No había salvado a un país de la opresión ni
rescatado a nadie montado sobre un caballo blanco… pero aun así se sentía soberbio.
Se giró hacia Zofia, a punto de felicitarla, cuando ella se cruzó de brazos.
—Yo no te voy a dar un beso como Laila.
Zofia tenía los brazos y Jas mejillas manchados de ceniza negra. Por ello, sus ojos
parecían llamaradas azules y su pelo, mechones de luz de numerosas velas. Lo último

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en lo que pensaba Enrique era en tener la boca de ella sobre la suya, pero s como dos
caramelos. De pronto, Enrique se apretó el puente de la nariz. Debía de haberse dado
un golpe en la cabeza, porque no paraban se ocurrírsele extrañísimos pensamientos.
—Solo iba a decir que hacemos un gran equipo, fénix.
—Lo sé. —Una esquina de la boca de Zofia se levantó.
Y era verdad. Las matemáticas de ella, la historia de él.
Los dos eran, pensaba Enrique, un poco como una ecuación en la que la suma es
mayor que sus partes.
Delante de ellos, el túnel se había sumido en una semioscuridad. De todos modos,
Enrique vio el destello de la puerta de ámbar, la verdadera entrada a la biblioteca de
la Casa Kore. Era una caminata, pero la adrenalina le corría por el cuerpo y le
anulaba cualquier sensación de cansancio en los músculos y de dolor en los huesos.
—¿Cuál era el código del pedestal? —preguntó Laila. Zofia carraspeó.
—Cero, uno, uno, dos…
—La sucesión de Fibonacci —la interrumpió Enrique.
Si Zofia empezaba a recitar números, se pasarían allí todo el día.
—Gracias a Fibonacci —dijo Laila juntando las palmas de las manos.
Bueno, una parte es gracias a Fibonacci, pero no toda. Era un tipo brillante, claro
que sí, pero ¿sabíais que…?
Zofia gruñó. Enrique la ignoró.
—La secuencia de Fibonacci aparece ya en el siglo VI, en unos tratados sánscritos
de Pingala, un sabio indio. ¿No os parece fascinante?
—¿A quién le damos las gracias, pues? —Laila hizo una mueca.
—A mi, naturalmente.
El túnel llegó al final y los tres se quedaron delante de la entrada de ámbar de la
biblioteca. A esas alturas, la adrenalina de las venas de Enrique ya se había
extinguido. La extenuación ahora hacía mella en él.
Enrique se preparó para lo que hubiera al otro lado. El Ojo de Horus. Mientras
Zofia agarraba el pomo, Enrique se preguntó si el tiempo podía detenerse y
expandirse, como una pupila que se dilataba al entrar en contacto con la luz. Porque
le dio la sensación de que notaba en la piel cómo pasaba cada segundo. Como si
todos y cada uno de sus sueños colgaran bajos y maduros para que él los cogiera. Si
Marcelo Ponce y los demás Ilustrados lo vieran ahora, a lo mejor no lo considerarían
un mestizo inteligente, sino un héroe en ciernes. Como el Dr. Rizal. Como alguien
que iluminaba la oscuridad.
La puerta de la biblioteca quedó abierta.
Un aire cálido llegó hasta ellos y Enrique se estremeció. Al pasar de la oscuridad
al umbral de la luz, sus ojos se acostumbraron al cambio.
En la sala que tenían delante había una segunda puerta abierta… y dos sombras
que se alargaban por el suelo.

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19

Séverin

E l quinto padre de Séverin fue un hombre llamado Orgullo.


Orgullo había contraído matrimonio dentro de la Orden de Babel. Su última
esposa había sido la segunda hija de un patriarca. Aunque nacieron ricos, una
inversión en unas minas de sal lejanas los dejó sin un penique y los obligó a vender
sus posesiones. La amargura creció como una costra sobre la casa de Orgullo. Orgullo
les enseñó los catálogos de las colecciones de la Orden y les contó al oído qué
artículos habían sido de él y de su mujer. Les enseñó a Séverin y a Tristan a recuperar
lo que les pertenecía. A construir un arnés para bajar por los tejados y colarse por las
ventanas, a untar a los guardias correctos, a caminar sigilosamente.
Jamás utilizó el verbo «robar».
—Coged lo que el mundo os debe por todos los medios necesarios —les decía
Orgullo—. El mundo tiene una pésima memoria, jamás paga sus deudas a no ser que
vosotros le dobleguéis la mano.

SÉVERIN PENSÓ EN Orgullo en el momento de encontrarse con Hypnos en la


entrada de la biblioteca subterránea. Hypnos introdujo la copia de la llave en la
cerradura de la puerta de ámbar, que se abrió y dejó al descubierto un largo camino de
escalones que descendían en la oscuridad. Séverin se tomo unos instantes para
inclinar la cabeza, lo mas cerca que estaría nunca de rezar. Susurró lo que decía
Orgullo cada vez que se iba a recuperar un objeto:
—He venido a coger lo que se me debe.
Delante de él se extendía la totalidad de la biblioteca subterránea. La sala tenía el
tamaño de un anfiteatro, y aunque el suelo y el techo eran de tierra compacta, un
luminoso brillo subacuático bailaba por la parte superior del lugar. Un pequeño foso
rodeaba la biblioteca. Por lo visto, era una especie de sistema de refrigeración que
regulaba la temperatura de la sala del tesoro. En los pasillos que se abrían en el suelo
flotaban lámparas e incensarios forjados. Numerosos objetos quedaron a la vista:
cariátides y cuernos para beber, coronas rotas y vasos canopos, espejos que volaban
por los aires y una jarra azul celeste que derramaba un continuo río de vino.
—Ay, ay, cosas brillantes —gimió Hypnos con las manos sobre el corazón—. Mi
debilidad.
Aunque la biblioteca haría que algunos reyes se pusieran de rodillas, no era el
espectáculo que anhelaba ver Séverin. Recorrió un pasillo hacia el final de la pared,

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donde se alzaba abierta una puerta de ámbar idéntica a la que habían cruzado en la
entrada. Tres siluetas entraron en la sala. Enrique, con una expresión de asombro en
el rostro; Zofia, perpleja y agarrándose el collar; y luego Laila, con manchas que
parecían de ceniza. Laila llevaba el mismo vestido de baile que Séverin había sido
incapaz de apartar de sus pensamientos desde que le había lanzado la llave.
Hypnos los saludó con la mano y acto seguido se inclinó para susurrarle a Séverin
al oído:
—No parpadeas.
Séverin apartó la mirada bruscamente. Se llevo una mano a la chaqueta en busca
de la cajita plateada de clavo y se metió un botón en la boca.
—¿Habéis tenido problemas? —preguntó.
—Pues sí —dijo Zofia, objetiva—. Una bola de fuego, un suelo que se ha
partido… y pensábamos que Tristan y Enrique estaban muertos.
—¿Qué?
—Tristan está bien —lo tranquilizó Laila—. Está arriba, haciendo guardia.
—¿Una bola de juego, dices? —preguntó Hypnos—. ¿Como un ovillo para un
gatito? Qué adorable.
—Ha dicho «bola de fuego».
—Ah. Eso ya no es tan adorable, sin duda.
Séverin dio una palmada y todo el mundo se calló.
—El convoy para el próximo cambio de guardia llegará dentro de una hora. En el
carruaje dispondremos de cinco asientos vacíos para salir de aquí, así que
pongámonos en marcha. Sabemos que el Ojo de Horas está en el cuadrante oeste, en
la octava sala, pero siempre puede haber sorpresas inesperadas. ¿Zofia?
Zofia se arrancó la segunda capa del vestido que, al contacto, se separó en cinco
tiras que cayeron al suelo. Se envolvió las manos con una de ellas y la tela enseguida
se fundió y se convirtió en un par de guantes translúcidos.
—Goma forjada —dijo mientras levantaba las palmas—. Así ningún objeto
detectará contacto humano.
—Eso. —Laila se estremeció—. No nos quedemos pegados a nada.
—Y así tampoco dejaremos huellas —añadió Enrique.
—Ni sangre —dijo Séverin y miró hacia Hypnos. No iba a volver a caer en la
trampa de la carta—. ¿Enrique?
Enrique señaló las estanterías.
—Las colecciones son bastante complicadas. A veces hasta cuentan con trampas
de objetos. El Ojo de Horus debería tener el tamaño de una mano, con la pupila de
vidrio o cristal para ver a través de ella, aunque el tiempo lo debe de haber empañado
y parecerá sucio.
Hypnos se quedó mirando al grupo, como si los viera por primera vez.
—Con la luz de esta sala, dais todavía más miedo.
—Muchísimo más —lo corrigió Enrique.

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Cuando todos se hubieron puesto los guantes, Séverin lideró el camino hacia la
octava sala.
—En cuanto tengamos el Ojo de Horus, nos largamos…
—¿Y ya está? —preguntó Enrique en voz alta—. Pero si está marcado por la
Casa…
—Tranquilo, bellezón —le dijo Hypnos. Levantó la mano, en la que resplandecía
un anillo, una brillante luna creciente—. El anillo está soldado a mi piel. Si me lo
arrancan y no se entrega a un heredero de sangre en la quincena siguiente, la marca
de la Casa desaparece. Y sé con seguridad que la matriarca no ha tenido tiempo de
legarlo a su execrable sobrino.
—Entonces… —Enrique recorrió la sala con la mirada—. Técnicamente… ¿nos
podríamos llevar cualquier cosa?
—Concéntrate —le avisó Séverin.
A su alrededor, la biblioteca ocupaba aproximadamente un kilómetro subterráneo.
Al albergar la mayor colección del mundo de objetos del antiguo Egipto, las
estanterías de la Casa Kore estaban repletas de tesoros forjados, extraídos de las
tumbas de los faraones y colocados en vitrinas de cristal y arena que se construyeron
con los cimientos de templos destruidos. Y aunque hace años que habían muerto los
propietarios creadores de los objetos, el poder que vivía en ellos seguía latente. En los
estantes se escabullían muchos escarabajo de cristal con el caparazón adornado con
tormentas eléctricas. Un par de veces, el ojo de un catalejo se giró hacia él, y Séverin
no veía el suelo sucio ni los tesoros que dejaba atrás, sino una calavera que
revoloteaba por encima de su cabeza, una rosa desgarrada a ambos lados. Alterado,
siguió caminando.
Cuando se acercaron al octavo pasillo, se levantó un trío viento. Zofia se llevó
una mano al collar. Laila se quedó rezagada, recorriendo los extremos de madera de
los estantes con los dedos. Se giró hacia Séverin y agachó muy ligeramente la barbilla
para hacerle una silenciosa señal: «No hay peligro».
Séverin entró el primero, y se detuvo. Oyó que los demás giraban la última curva
del pasillo y que de pronto sus pies dejaban de arrastrarse por el suelo. Enrique se
puso a su lado y soltó un gruñido.
—Tiene que ser una broma.
La octava sala estaba llena de… de Ojos de Horus. Todos de bronce y todos del
tamaño de una mano. Todos con una perfecta pupila de cristal y todos idénticos.
Solamente eran distintos los objetos colocados entre el espacio que dejaban en las
estanterías. Rarezas y cosas con poco valor que no merecía la pena catalogar. De unos
finos ganchos colgaban cruces egipcias de plata, y sobre los estantes se amontonaban
vasos canopos rotos y trocitos de cerámica.
Zofia dio un paso hacia delante.
—No todos los Ojos de Horus están forjados.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Enrique.

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Zofia se tocó la palma, sin mirar a nadie directamente.
—Lo sé.
—Tiene razón —dijo Laila mientras apartaba la mano del Ojo de Horus que le
quedaba más cerca.
Hypnos le lanzo una mirada de suspicacia y Laila señaló las estanterías.
—Es casi imposible que aquí hubiera tantos auténticos. Tantísimos.
—Vale —concedió Enrique—. En ese caso, estamos buscando un Ojo de Horus
especial entre tanta imitación. Supongo que, al mirar a través del Ojo de Horus
correcto, veremos un fragmento de Babel, no el suelo que tenemos delante. Nos
enseñará otra cosa.
—Pero ¡debe de haber cientos de Ojos! —gimió Hypnos.
—Razón de más para empezar. —Séverin se acercó al primer estante—. Venga.
Había cincuenta secciones, diez para cada uno de ellos. Séverin empezó a coger
los Ojos de Horus. Si se veía los zapatos a través del cristal, lo dejaba y cogía otro. Y
otro, y otro, y otro, y no veía más que el suelo. Tres secciones. Y todos eran falsos.
Séverin devolvía otra imitación al estante de su sección cuando un jirón de tela
plateada cayó al suelo. Fue a agarrarla y, en ese momento, sus dedos resbalaron por
su superficie, como si fuera un panel de hielo. Nunca había visto nada igual. Y relucía
tanto que, sinceramente, parecía un espejo colocado en el suelo. La levantó por uno
de los extremos y se la escondió.
A su lado, Laila paró de recorrer los Ojos de Horus con las manos. Sus ojos se
clavaron en la cara de Séverin y después en su bolsillo de la chaqueta, y allí se
quedaron posados. Por lo visto, a Laila no le podía esconder nada.
Séverin carraspeó.
—¿Enrique? ¿Zofia? ¿Nada?
Enrique meneó la cabeza. Zofia no respondió Séverin se giró, a punto de volver a
concentrarse en la estantería, cuando vio que Laila se esforzaba por sacar un Ojo del
estante. Al lado del objeto vio un tomo grande y negro. La base del lomo parecía
pegada a la repisa de madera.
—¡No llego! —exclamó Laila—. El Ojo de Horus está encajado detrás del libro.
Séverin era incapaz de explicar por qué de repente se le erizó el vello de la nunca.
No le gustaba cómo estaba encajado aquel libro en el estante. Lo consideró
demasiado a propósito. Además, había algo desconcertante en las páginas manchadas
de tinta y en la manera en que la cubierta de cuero carbonizado se veía demasiado lisa
para ser de piel de animal. Incluso de pronto en la biblioteca reinaba más silencio y
quietud que anteriormente. Antes de que pudiera avisarla, Laila arrancó el libro del
estante. En cuanto lo sacó de su sitio, se partió por la mitad. De las páginas abiertas
salieron despedidas plumas de color índigo.
—¡Apártate! —le chilló Séverin.
Laila soltó el libro y de las páginas brotó una negrura. Entre tanta oscuridad, un
fragmento blanco cayó al suelo. Era una pluma blanca y delgada.

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Séverin creía que la biblioteca había estado tranquila y silenciosa hasta el
momento. Se equivocó. Lo de ahora sí era silencio. Todos los sonidos ya tan
familiares para él —el frufrú de las telas, los aleteos de los insectos, el correr del agua
— desaparecieron. Las sombras se desplegaron desde todos los rincones de la sala y
se apresuraron a dar una nueva forma al humo del libro. Un hocico apareció en el
aire. Y dientes brillantes. Y garras de pelaje manchado de sangre que se alargaban.
Séverin vio que los labios de Laila estaban abiertos para soltar un grito. Echó a correr
entre las patas de aquel ser hacia Laila en el momento en que un grave gruñido
resonó por toda la biblioteca. Lentamente, los cinco levantaron la vista.
La criatura sombría los miraba desde arriba, la cima de la cabeza a bastante
distancia de los estantes más altos. La parte delantera del cuerpo era de un león, los
cuartos traseros pertenecían a un hipopótamo y la cabeza se movía de un lado a otro,
con fauces de cocodrilo. La criatura golpeó el suelo con una pata.
—¡Apartaos! —gritó Séverin.
Los cinco corrieron al rincón más apartado de sus respectivas secciones.
—Ammit —dijo Enrique en voz alta.
—¿Qué?
—Que es Ammit —dijo—. La devoradora de almas de la mitología egipcia.
Pero ¡si no estamos en Egipto! —gimoteó Hypnos—. ¿Qué hace aquí?
—Supongo que la trajeron para proteger un poderoso Ojo de Horus —dedujo
Enrique.
—O sea, que debes de haber encontrado el auténtico —dijo Séverin.
El suelo tembló. Los resoplidos de un animal que husmea algo llenaron la sala.
—Si vamos y cogemos el Ojo, a lo mejor desaparece —dijo Zofia.
Hypnos ahogó una risa.
—Todo para ti, ma chère. Disfrútalo. Yo no pienso ir ahí.
—No tenemos que ir todos —dijo Séverin.
Miró a su espalda.
Ammit jadeaba con la cabeza gacha y los ojos entornados y desenfocados. Cerca
de su garra se encontraba la pluma blanca que había caído al suelo. Ammit caminaba
de un lado a otro en la sección pequeña. El pelaje de su cuerpo se erizaba mientras se
mantenía cerca de los estantes, protectora.
—Está claro que custodia algo —dijo Séverin. Ahora lo único que debían hacer
era quitárselo.
—Vamos cuatro, id por el otro lado de la estantería y llegad a la sección con el
Ojo de Horus. Cuando estéis lo bastante cerca, hacedme la señal. Yo daré un salto y
Ammit vendrá a por mi. Tan solo tendréis que cerrar el libro y coger el Ojo.
¿Entendido?
Todos empezaron a deslizarse hacia el otro lado de la estantería salvo una
persona: Laila.
—Cómo te gusta hacerte el mártir, majnun —le dijo—. Yo no te pienso dejar.

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«Por ahora», pensó él.
—Es tu tumba, Laila.
—Y también mi decisión.
Los dos observaron por entre las grietas de los estantes. Zofia, Hypnos y Enrique
se alejaban…
Ammit no se movía. Tenía todo el cuerpo tenso y preparado en dirección a
Séverin y Laila. Zofia se inclinó hacia delante, sus dedos a pocos centímetros del
libro. Hypnos y Enrique estaban agachados a ambos lados de ella.
En ese momento, Enrique miró a Séverin a los ojos y asintió.
Zofia cogió el libro. El cuello de Ammit se retorció, como si fuera a girarse.
Séverin saltó de su escondrijo.
—¿Tienes hambre?
La criatura rugió.
Del hocico le salía humo. Pateó el suelo y se abalanzó. La sala entera tembló.
Algunos objetos cayeron de los estantes. Un hedor nauseabundo que salía de la
criatura sustituyó el olor a piedra del aire. Séverin se preparó, con los talones bien
firmes en el suelo. A lo lejos, vio que Zofia cogía el libro por las tapas y lo cerraba de
golpe. A su lado, Enrique cogía el Ojo de Horus de la estantería.
—¡Adiós! —gritó mientras la saludaba.
Pero Ammit siguió precipitándose hacia él.
Séverin vio que Zofia fruncía el ceño, levantaba la vista y miraba de nuevo hacia
el libro. Lo abrió y cenó otra vez, pero no ocurrió nada. Séverin alejó todo miedo. A
veces, los mecanismos de defensa forjados tardaban un tiempo. En breve funcionaría.
Tenia que funcionar. Ammit se acercaba corriendo. Séverin ya olía su fétido aliento,
parecido al de la carne que se deja pudrir bajo el sol. Le entraron arcadas. Ammit
levantó una pata y abrió las fauces. Unos dientes manchados de sangre brillaron bajo
la luz de la sala. En la parte posterior de la boca del ser había un hornillo brillante con
forma de pluma que a él le recordó a un cerrojo en espera de una llave. Séverin se
detuvo. Durante unos instantes, dejó de observar a Ammit y buscó la pluma blanca en
el suelo, que debía de ser la llave para activar el somno de la criatura. Lo único que
tenía que hacer era meterle la pluma en la boca.
Sin embargo, había apartado la mirada de la criatura demasiado rato.
Las sombras lo engulleron. Antes de que pudiera levantar las manos, Laila se
lanzó de las estanterías y lo empujó justo a tiempo.
Séverin gruñó y cayó hacia atrás. Laila le tiró del brazo y lo arrastró detrás de otra
estantería en el mismo momento en que Ammit se estampaba contra la pared. La
criatura rugió y sacudió la cabeza.
—La pluma —dijo Séverin—. Consigue la pluma.
Laila se lanzó a cogerla. Al cabo de unos segundos, Ammit se había liberado de la
pared. Retrocedió y se giró para mirar la sala de frente. Séverin gateó hada atrás.
Enrique y Zofia blandían sendas lanzas, que seguramente habían encontrado en un

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estante cercano. Hypnos se aferraba el Ojo de Horus contra el pecho. Laila era la que
estaba más cerca de la criatura. En sus manos brillaba la pluma blanca. Ammit la
miró como si la considerara una presa y ladeó la cabeza a un lado, pensativa.
En ese momento, el resto del mundo pareció desaparecer. «Ella no».
—No… No, no, no —gruñía Séverin, y se obligó a levantarse. Movió las manos
—. ¡Aquí!
Pero no distrajo a Ammit.
La mirada de Laila se clavó en la de Séverin y, después, en la criatura. Y entonces
cerró los ojos. Era imposible que le diera la pluma. Levantó la mano y la criatura se
precipitó hacia ella. A lo lejos, Séverin oyó que los demás gritaban. No creyó haber
proferido ningún ruido, aunque todos los centímetros de su cuerpo chillaban. Ammit
se abalanzó sobre Laila y la derribó de un zarpazo. Aunque le dolía toda la cara, Laila
contraatacó y tiró la pluma hacia delante para que desapareciera dentro de la boca de
Ammit. La cabeza de la criatura se balanceó y le impidió ver nada. Un potente aullido
resonó entre las estanterías y entonces la mano de Laila cayó al suelo, inerte.
Al ver la mano de ella en el suelo, a Séverin casi le dio algo. Curiosamente,
conocía las manos de Laila a la perfección. Sabía que estaban frías incluso cuando
hacía un calor de mil demonios. Sabía que tenía una quemadura en la punta del dedo
índice. Se acordaba porque estaba con ella en la cocina cuando pegó un grito al tocar
una sartén ardiente. Séverin quiso llamar a un médico, a un séquito de enfermeras y,
de haber podido, hasta declarar la guerra a las sartenes… pero Laila se negó.
—No es más que una pequeña quemadura, majnun —le dijo, burlándose del
miedo de él.
—Lo sé —respondió Séverin.
«Pero no soporto verte herida».
Ammit inclinó la cabeza hacia atrás. El mundo perdió toda gravedad. Por el
cuerpo de la criatura aparecieron grietas y el azul escalofriante del crepúsculo. Y
entonces, con un estallido de luz, el ser se desvaneció. En el suelo, sin embargo, Laila
no se movía.
Séverin se lanzó hacia ella y la cogió en brazos. Le pareció que apenas pesaba.
Los demás se les acercaron con tiento, pero él no se giró.
—¿Laila? —la llamó mientras la sacudía.
«Abre los ojos».
La cabeza le caía a un lado y algo dentro de él se partió. Le puso los labios al oído
y le susurró:
—Laila, soy yo, tu majnun. —«Tu lunático», pensó, pero no lo dijo—. Y me vas a
cabrear muchísimo como no te despiertes ahora mismo…
Laila se revolvió entre gemidos. Y al fin abrió unos ojos oscuros e insondables.
—Gracias a Dios —se santiguó Enrique.
Zofia estaba afectada y pálida. Incluso Hypnos, de quien Séverin pensaba que
solo los veía como los medios para lograr un fin, tenía lágrimas en los ojos. Enrique

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ayudó a Laila a ponerse de pie y Séverin también se levantó. Se sacudió la ropa y se
puso bien el traje. No tenía el suficiente valor para mirar hacia ella.
—Dad las gracias a todos los panteones de divinidades por contar con Laila y
Zofia, porque vosotros dos —Séverin señaló a Enrique y a Hypnos— sois unos
inútiles.
Hypnos se llevó una mano al cuello.
—Estaba asustado. ¿No sabes lo que provoca el miedo en el cuerpo?
—Ilumíname.
—Bueno, no lo sé con precisión —Hypnos parpadeó—, pero nada bueno, te lo
puedo asegurar.
—¿Tenemos el Ojo? —murmuró Séverin.
Enrique se giró para darle el artefacto a Hypnos, y entonces Séverin levantó una
mano.
—No se lo des —dijo.
—¿Se puede saber por qué no? —exigió Hypnos.
—Harás la prueba de herencia y después te daremos el Ojo…
Hypnos se cruzó de brazos.
—Mis condiciones eran…
—Que consiguiéramos el Ojo y que tú, a cambio, devolverías la herencia —le
recordó Séverin—. No llegaste a especificar que el Ojo, una vez conseguido, debía
pasar a ser tuyo de inmediato.
Hypnos abrió la boca y la cerró. Al final, sonrió. No estaba enfadado. De hecho,
se lo veía hasta aliviado.
—Touché.
Hypnos recorrió la sala en busca de la caja que había entregado al cuidado de la
Casa Kore. Al cabo de unos minutos, regresó con una pesada caja negra.
—Para vosotros, queridos míos.
Quitó la tapa. En el interior resplandecían cinco uniformes y sombreros de
guardias. Todos se cambiaron de ropa. Acto seguido, con los sombreros bien puestos,
se encaminaron hacia la salida por separado.
—Pasado mañana me presentaré en L’Éden para cumplir con mi promesa —dijo
Hypnos. Sus ojos los miraron a todos, como si con ellos quisiera buscar algo—.
Tengo muchas ganas de estar delante de otro patriarca.

LAS ESCALERAS HACIA el invernadero estaban a poca distancia, y aun así este
hecho impacientó a Séverin. Quería estar ya en los peldaños. Quena estar en L’Éden,
caminando por el gran salón, con la palma preparada para la prueba de los anillos y
para ver la cara de la matriarca de la Casa Kore al declararlo heredero legitimo de la
Casa Vanth. Cuando parpadeó, vio el futuro que le aguardaba, rico y dorado como la
miel, cada bocado una profecía comestible: Tristan sonriendo, con los bolsillos llenos
de flores; Enrique, enterrado bajo montañas de libros; Zofia y sus combustiones

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espontáneas; y Laila, una vez completada su misión, apoltronada delante de él y
dedicándole una sonrisa especial. Séverin sintió una punzada y cerró los ojos ante el
dolor. Era una felicidad inmadura, no probada. El tipo de felicidad que lo mejor que
sabe hacer es explotar con furia detrás de las costillas. Séverin no sabía qué hacer con
ella. Deseaba sujetarla con el brazo extendido para que no lo siguiera devorando, pero
entonces notó que Enrique le tiraba de la manga.
—Zofia lleva una lanza. Séverin miró hacia atrás.
—Zofia, he dicho que no cogierais nada que no fuera el Ojo de Horus. —Apuntó
hacia la lanza—. No te la puedes quedar.
—Tú has robado una tela plateada y la tienes en el bolsillo de la chaqueta. —
Zofia lo fulminó con la mirada.
—Quédate la lanza —accedió Séverin al final.
—¡No es justo! —exclamó Enrique—. ¡Yo no he cogido nada!
—Tú vas a conseguir una recompensa completamente diferente.
—Ay, sí —dijo Enrique con ojos soñadores—. Un destino. Una liberación. Y
postres.
—Y se acabaron las deudas —añadió Zofia.
—¿Tú qué vas a hacer, Laila? —le preguntó Enrique.
—Ah, ya me conoces. Iré donde me lleve mi búsqueda —dijo Laila con una
sonrisa.
Los demás creían que Laila buscaba una manera de volver a casa, con los brazos
llenos de tesoros. Pero Séverin sabía qué quería ella. Sabía que, para Laila, París no
era más que una parada del camino, y aquel pensamiento dobló su felicidad por la
mitad, aunque asentara su determinación. Si se lo permitía, Laila haría estragos en su
corazón. «Qué pensamiento más estúpido». Era Laila. La famosa L’Énigme. ¿Quién
decía que quisiera estar con él de nuevo?
—¿Y Tristan? —murmuró Enrique—. ¿Qué va a hacer él?
—Formar un ejército de arañas. —Zofia levantó la lanza. Todos se echaron a reír,
incluso Séverin, pero su alegría ahora llegaba a su fin. En la cima de las escaleras,
abrió la puerta.
—¿Tristan? —lo llamó Laila.
—¡Nos ha atacado un hipopótamo! —gritó Enrique. Séverin no se movió.
Recorrió el invernadero con la mirada. Pasaba algo. Los gases pesados ensombrecían
el suelo y avanzaban lentamente por la tierra chamuscada por el ácido. Un brillo
negro llamó la atención de Séverin. La niebla empezó a dispersarse. Un débil tañido
repiqueteó en sus oídos, el sonido del miedo que aullaba en su mente.
—Tristan —susurró.
Ahora la niebla ya había desaparecido por completo y dejó al descubierto una
pequeña silla de jardín colocada en el medio del invernadero. Encima, con la cabeza
caída a un lado, estaba Tristan. Y sobre la cabeza llevaba un artilugio que acechaba a
Séverin en sus peores pesadillas. Una diadema pálida de metal, con luz azul por

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delante y por detrás. Un casco de Fobos. En su cabeza se reprodujeron las palabras de
Ira.
«Vuestra imaginación os infringe más daño del que yo os pueda llegar a hacer».
—Bajo la suficiente presión, la mente se os podría… quebrar. —Séverin intentó
huir de allí, pero en el aire se materializaron cuchillos forjados y una daga le acarició
el cuello. Al cabo de un segundo, le arrancaron el Ojo de Horus de la mano.
—Gracias, joven —dijo una voz débil.
Lentamente, Séverin giró la cabeza. Roux-Joubert estaba delante de él, delgado y
tembloroso. Se frotaba los labios con un pañuelo manchado de sangre. En la solapa
de su traje brillaba un inconfundible broche de abeja.
—Aunque en realidad debería darle las gracias a tu amigo —dijo. Se apretó una
de las sienes—. Su amor, su miedo y su mente quebrada ayudaron a convencerle de
que traicionaros suponía salvaros. Aunque la encantadora baronesa también le echó
un cable. Han sido sus propias manos las que me han llevado hasta ti.
Poco a poco, Zofia levantó las manos con el rostro teñido de terror. Roux-Joubert
debía de haberle echado algo… pero ¿cómo?
—Gracias, mademoiselle, por ser una colaboradora tan dispuesta. —Roux-Joubert
le hizo una reverencia—. Me encantan las chicas idiotas.
Desde detrás de la silla de jardín, los cuchillos forjados se dirigieron hacia el
cuello de Tristan.
—¡Para! —gritó Séverin.
—¿No quieres que acabe con esta tortura? —le preguntó Roux-Joubert
suavemente—. Tengo que admitir que no siempre he sido tan… en fin, tan amable
como podría haberlo sido. Pero si quieres que siga vivo, hagamos un trato, monsieur
Montagnet-Alarie. Según Tristan, estás en contacto con Hypnos, el patriarca de la
Casa Nyx.
Séverin no dijo nada.
—Me tomaré tu silencio como un sí —concluyó el hombre con una espantosa
sonrisa—. Dentro de tres días, a medianoche, te reunirás conmigo y con mi socio en
el interior de la Exposición de Supersticiones Coloniales. Y me traerás el anillo de
Babel de la Casa Nyx. Ya tengo el de la Casa Kore, pero deseo hacerme con el
pack… ¿Trato hecho?
Tristan se sacudió salvajemente en la silla. Tenía los ojos cerrados con fuerza.
Uno de los cuchillos empezó a girar, con el filo a punto de rozar el botón superior de
su camisa.
—Sí —dijo Séverin sin aliento—. Sí, acepto.
El cuchillo se detuvo.
A su lado, Laila tembló de la rabia.
—Nunca vas a encontrar el fragmento de Babel…
—¿Encontrarlo? —rio Roux-Joubert—. Ay, querida. Ya sé dónde está. —Se
detuvo para toser sobre su pañuelo sangriento—. Tres días, monsieur Montagnet-

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Alarie. Tres días para que me entregues el anillo. O prenderé fuego a tu mundo y a
todo lo que amas.
Roux-Joubert se miró el reloj.
—Has sido muy concienzudo con el horario, monsieur. Más vale que os vayáis ya
en el convoy. No me gustaría ser el culpable de que perdierais el transporte hasta casa
—les dijo mientras con la mano movía el Ojo de Horus robado—. No ahora que
tenéis tanto que hacer.
—Te voy…
—¿A encontrar? —dedujo Roux-Joubert con una risilla—. No, no me vas a
encontrar. Llevamos años escondiéndonos y nadie nos ha encontrado nunca. Cuando
llegue el momento, nos daremos a conocer. Al fin y al cabo, es el inicio de una
revolución.

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PARTE IV

De los archivos secretos de la Orden de Babel


Los orígenes del Imperio
Doña Marie Ludwig Victor, Casa Frigg de la sección prusiana de la
Orden
1828, reinado del monarca Federico Guillermo IV

H ace mucho tiempo, se abrió un debate sobre los fragmentos de Babel, sobre si
eran artilugios separados y distinguibles o si formaban parte de un ente
superior, de algo que se había roto en pedazos y diseminado por las tierras de
diferentes reinos.
Yo creo sinceramente que, si cayeron de los cielos de manera separada, es porque
jamás deben juntarse.
Dios siempre tiene Sus razones.

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20

Laila

L aila se encontraba en el Jardín de los Siete Pecados.


El taller de Tristan, ubicado en las profundidades de la envidia, seguía como
siempre. Con su viejo desplantador, cuya madera se había oscurecido y hundido por
la presión de sus dedos. Un terrario por terminar que albergaba a una sola flor dorada.
La regla que Zofia le había construido porque a Tristan no le gustaba dejar huecos
desiguales entre las plantas. El paquete de semillas de las Filipinas, un regalo de
Enrique que Tristan pensaba plantar en verano. Un plato de la cocina con una galleta
a la que le crecía una capa de moho por encima. Seguro que la había robado mientras
Laila no miraba, se distrajo y después se olvidó completamente de ella.
Laila notó un hormigueo en la punta de los dedos. El frío les daba un color
azulado. Era demasiado, protestaba su cuerpo, pero no podía parar. Las palabras de
Roux-Joubert sobre Tristan la obsesionaban.
«Su amor, su miedo y su mente quebrada ayudaron a convencerle de que
traicionaros suponía salvaros». Mente quebrada. Era cierto que algunos eran más
susceptibles que otros a los efectos de las afinidades mentales, pero Tristan…
Tristan odiaba a Hypnos.
Tristan sangraba cada vez que se clavaba las uñas en la piel de las palmas.
Tristan sufría.
La culpa atenazaba a Laila.
El día anterior había quedado atrás, borroso. El convoy. El cambio de tumo. Los
guardias con la ropa de Tristan y de Enrique, subidos a un autobús enfermería, ya con
sus atuendos de siempre, sin ser conscientes de nada. Después llegó el carruaje que
los llevaría a casa. Con las manos vacías.
En el carruaje, Séverin los miró a todos a los ojos mientras hablaba:
—La adquisición no ha terminado. Vamos a recuperar el Ojo de Horus, y lo
vamos a recuperar antes de que pasen los tres días. Y cuando lo tengamos,
rescataremos a Tristan —dijo—. Nuestra prioridad número uno es descubrir quién es
Roux-Joubert y dónde se esconde. Si no sabemos quién tiene a Tristan, no lo
podremos salvar.
Laila había ido al jardín a buscar pistas de la ubicación o la identidad de Roux-
Joubert. Sin embargo, acabó intentando responder a la pregunta de Tristan. Leyó todo
lo que vio en el taller, pero no encontró nada. Nada más que lo que ya sabía desde

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siempre. La risa de Tristan. Su timidez. Su curiosidad. Su amor. Hacia todos, pero
sobre todo hada Séverin.
Laila oyó un suave crujido de ramitas detrás de ella. Se giró bruscamente. Séverin
se había quitado el uniforme de guardia y ahora llevaba un traje oscuro. Tenía el pelo
revuelto, con bucles oscuros sobre la frente. En el amanecer que los rodeaba, parecía
un vestigio tozudo de la noche, y Laila se quedó sin respiración.
—¿Y bien?
Se apoyó contra el umbral de la puerta, pero no la cruzó.
—Nada —respondió ella.
Laila lo observó atentamente. Séverin apretaba los dientes y estaba crispadisimo.
No le veía los ojos, pero en ese momento se los imaginaba ardiendo.
Laila se dirigió hacia él. Séverin no se movió. No cambió de postura en absoluto.
Laila ni siquiera sabia lo que hacia hasta que lo hizo. Lo tocó… y le rodeó una mano
con las suyas. Se la apretó incluso cuando un temblor le recorrió a él los dedos, como
si su alma se hubiera encogido de dolor.
—No he encontrado nada de nada. ¿Me entiendes?
«Mírame», deseó Laila. «Mírame».
Y la miró.
Los ojos violetas de Séverin desprendían un frío ardiente. En ellos, Laila vio un
reflejo de su propia culpa. ¿En qué punto se despreocuparon y dejaron que Roux-
Joubert capturara e hiciera daño a Tristan? ¿En qué se habían equivocado? Se
quedaron de pie así, los dos agarrados. Quizá fuera tan solo porque fuera aún estaba
oscuro y porque el recuerdo de ese momento se disolvería con el sol. O quizá fuera
porque, en aquel vasto silencio de incertidumbre, notaban los latidos del otro a través
de los dedos, y ese ritmo significaba que serían muchas cosas, pero que no estaban
solos.
Pasó un segundo. Y dos. En ese lapso, los dos cogidos, había cierto alivio, pero
entonces, él la soltó. Él siempre era el primero.
Laila se metió las manos en los bolsillos de su disfraz de guardia, con el rostro
ardiendo.
Séverin asintió hada L’Éden.
—Hypnos está de camino.
—¿Le… le vas a decir que Roux-Joubert quiere su cambio de Tristan?
—¿Me estás preguntando si lo voy a traicionar? —La mirada de Séverin se
endureció.
«Sí».
—¡No, claro que no! —se apresuró a añadir Laila—. No lo harás, ¿verdad?
—¿A ti te parezco un lobo, Laila? —Séverin arqueó una ceja.
—Pues depende de cómo te dé la luz.
La comisura de los labios de Séverin se levantó. Un amago de sonrisa.

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—No tengo intención de caer en una trampa —le dijo—. Pero sí que tengo
intención de preparar una.

EN EL OBSERVATORIO, Hypnos estaba sentado, completamente helado.


Se los quedó mirando a todos, uno a uno. Tenía las manos sobre los muslos. Laila
sintió cierta lástima. Aunque Hypnos era el más alto de todos, parecía un niño. Con
los hombros agachados, tenía la misma expresión de desconcierto desde que le habían
contado lo que había ocurrido con el Ojo de Horus. Sin embargo, eso no lo dejó tan
pasmado como que Séverin le admitiera que Roux-Joubert le había propuesto un
intercambio. El anillo de Babel de Hypnos por Tristan.
Hypnos apretó las manos.
—O sea. ¿Me estáis diciendo que me habéis traído aquí para decirme que le vais a
dar mi anillo de Babel a Roux-Joubert porque preferís apuñalarme por delante que
por la espalda?
—¿Acaso hay alguna diferencia? —Zofia ladeó la cabeza. Laila hizo un mohín.
Hypnos estaba aterrorizado y después… dolido.
—¿Por qué me lo contáis? —les preguntó.
Séverin se inclinó hacia delante en su asiento.
—Te lo cuento para saber si estarías o no interesado en hacer de cebo.
Hypnos se los quedó mirando con una curiosa cara de poker.
—¿Me… me vas a entregar a él?
—¿Y que desaparezcan los dos anillos? No.
—Pero la opción más sencilla es que os protejáis entre vosotros. —Hypnos se
puso de pie lentamente.
—No entiendo. ¿Quieres que te entreguemos?
—¡Por supuesto que no, mon cher! Solo quiero asegurarme de que comprendo lo
que pasa.
Laila frunció el ceño. ¿Por qué estaba Hypnos tan encantado? Ella sabía que no
estaba feliz por que hubieran capturado a Tristan. La tristeza le inundó el rostro
cuando se enteró. Laila incluso había leído su chaqueta para estar segura al cien por
cien, y los objetos no mentían. Hypnos no tenía nada que ver con el secuestro de
Tristan.
—Lo que pasa es que necesito que hagas de cebo —dijo Séverin, pronunciando
sus palabras con mucho cuidado.
Un alivio sincero y libre se desplegó por la cara de Hypnos.
—Lo que pasa —dijo Hypnos, con voz aguda a medida que esbozaba una sonrisa
— es que os importo. Que somos amigos. ¡Somos unos amigos que van a salvar a
otro amigo! Es… es increíble.
Laila sintió deseos de abrazarle.
—Yo no he dicho eso —se opuso Séverin, alarmado.
—Una acción vale más que mil palabras.

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Enrique, que estaba dando los últimos retoques a una proyección, levantó la vista
y sacudió la cabeza.
—Es «una imagen vale más que mil palabras».
—Pues eso. Mi versión me gusta más. Y ahora, hablemos del cebo entre amigos.
—Del cebo entre socios —lo corrigió Séverin entre dientes. Fue a coger su cajita
de clavo—. Antes de que planeemos nada, hay que saber a quién nos enfrentamos. Y
vas a tener que empezar a decir la verdad.
—¿La… verdad? —Hypnos se quedó a cuadros.
La cajita de clavo de Séverin se cerró con un golpe seco.
—Roux-Joubert no solo admitió haber robado el anillo de la matriarca de la Casa
Kore, sino que también dijo que sabe dónde se esconde el fragmento de Babel de
Occidente, así que… ¿para qué quiere el Ojo de Horus? ¿Qué hace el Ojo, además de
mostrar el fragmento de Babel?
—¿Cómo sabemos que no nos miente? —le preguntó Enrique.
Laila sabía que no lo hacía. Al marcharse, Roux-Joubert lanzó el pañuelo a la
basura. Las mentiras siempre dejaban cierta capa en sus lecturas cuando Laila
estudiaba lo que los objetos habían visto y lo que las personas habían dicho mientras
los sujetaban. En el pañuelo no había nada de eso.
—Mi sexto sentido —dijo Séverin sin pensar, pero sus ojos se clavaron en los de
Laila en busca de una confirmación—. Además, sé que Hypnos nos miente. Ya en la
biblioteca, cuando encontramos el Ojo de Horus, le cambió la mirada. Por tanto,
cuéntanos la verdad, amigo mío.
De acuerdo. —Hypnos suspiró—. No he estado especialmente comunicativo,
pero no es mi culpa… Es por un secreto que me contó mi padre poco antes de morir.
Nunca me dijo con precisión qué hacía el Ojo de Horus, pero si que me dijo que, si
algún día robaban el anillo de la Casa Kore, yo debía encontrar el Ojo de Horus y
mantenerlo a salvo. Me dijo que el Ojo causaba efectos en el fragmento de Babel.
—¿Te refieres a que… revela su ubicación?
—No estoy seguro.
—¿No te dijo nunca qué tipo de efectos?
—No llegó a tener la oportunidad. —Hypnos tragó saliva.
—¿Y por qué querías la brújula de la subasta? —se interesó Enrique.
—Mi padre la buscaba —dijo Hypnos entre dientes—. Decía que no quería que
los rumores de las habilidades del Ojo cayeran en las manos equivocadas.
—¿La Casa Kore sabía del poder del Ojo de Horus?
—No del todo —admitió Hypnos—. Mi padre me contó que en la Casa Kore
creían que al mirar a través del Ojo de Horus descubrirían todos los somnos de las
armas, y que por eso los destruyeron durante la campaña de Napoleón.
—¿Y qué pasa con la Orden? ¿Lo saben ellos? —preguntó Enrique.
—No —contestó Hypnos con una pizca de soberbia—. El secreto se conocía solo
en la facción francesa y, por lo que yo sé, solo en la Casa Nyx.

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—Entonces, ¿para qué quiere Roux-Joubert el Ojo de Horus, si ya sabe dónde
está el fragmento de Occidente? —le preguntó Laila—. Por no hablar de que tiene el
anillo de Babel de la Casa Kore y que ahora también quiere el tuyo.
Hypnos se mordió el labio inferior y acto seguido se los quedó mirando. Levantó
la mano y su anillo de Babel, una sencilla luna creciente con un pálido brillo azulado,
lanzó destellos bajo la luz de la sala.
—Mi anillo no solo custodia la ubicación del fragmento de Babel. Se supone que
tiene otra habilidad, aunque confieso que no sé bien cómo funciona…
—¿Cuál?
—Bueno, pues en teoría despierta al fragmento de Babel de Occidente.
—¿Que lo despierta? —repitió Laila poco a poco—, ¿El fragmento de Babel es
algo que duerme bajo tierra? Yo creía que era una roca.
—Es lo que piensa casi todo el mundo, pero lo cierto es que nadie sabe qué es en
realidad. —Hypnos se encogió de hombros—. Por eso cada cien años cambia quién
conoce la ubicación del fragmento y la información pasa a otro grupo de Casas de
Occidente. La Orden utiliza una herramienta con una afinidad mental muy especial
para que quienes conocen dónde está lo olviden al cabo de cien años. Lo usan incluso
con ellos mismos. Nadie debería contemplarlo nunca.
Todos se quedaron en silencio, y al final fue Enrique el que habló.
—Pero ¿no sabes si para despertar al fragmento de Occidente es necesario uno de
los anillos o los dos?
—La Orden no lo ha concretado nunca. —Hypnos meneó la cabeza—. A veces
las leyendas hablan de tres anillos. A veces, de uno. ¿Quién sabe? Nadie ha
perturbado a los fragmentos de Babel en cientos de años. Nadie se atrevería.
—¿Qué ocurrió la última vez que alguien logró perturbar al fragmento de un país?
—le preguntó Laila.
—¿Os suena la Atlántida?
—No —dijo Zofia.
—Pues eso.
—Es una ciudad mítica —dijo Enrique.
—Bueno, ahora lo es.
—Pero seguimos sin comprender qué pretende hacer Roux-Joubert con el
fragmento de Occidente —dijo Séverin—. Los últimos que intentaron perturbar al
fragmento fueron los de la Casa Caída, que buscaban reunir todos los fragmentos de
Babel. Quizá Roux-Joubert quiera imitarlos, pero ni siquiera sabemos por qué la Casa
Caída hizo lo que hizo. ¿Tú sí?
—Sí —suspiró Hypnos mientras miraba por la sala—. Pero antes de nada, ¿y el
vino? No voy a hablar del fin de una civilización sin vino.
—Ya lo beberás después —le dijo Séverin.
Hypnos gruñó.

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—La Casa Caída creía que el poder forjado era un subconjunto de la alquimia. Es
decir, transformar la materia y convertir algo en oro y demás. Pero eso no era más
que una manera de controlar sus secretos. El aspecto más importante fue la teúrgia.
—¿Qué es? —preguntó Zofia.
Enrique se apretó los ojos con las palmas de las manos.
—Teúrgia significa «la obra de los dioses».
—Es decir, ¿la Casa Caída quería entender cómo obran los dioses? —Zofia
fruncía el ceño.
—No —dijo Séverin. Una sonrisa horrible le retorció los labios—. Querían
convertirse en dioses.
Laila se estremeció. Se hizo el silencio entre ellos, roto solo por el chasquido
metálico que hizo Séverin al cerrar su cajita de clavo.
—No vamos a encontrar a Tristan sin descubrir primero quién es Roux-Joubert —
dijo—. Sabemos que no es ni de la Casa Nyx ni de la Casa Kore. Durante la cena, la
matriarca no le prestó atención, y el hombre no se sentó entre los miembros de las
demás Casas. Por lo tanto, suponemos que trabaja al margen de la Orden, o que
alguien de la Orden lo ha contratado. También sabemos que tiene acceso a la
Exposición Universal porque fue allí donde les tendió una trampa a Enrique y a Zofia
y donde ha exigido que hagamos el intercambio.
—Dentro de tres días —dijo Enrique—. Todo calculado para la inauguración de
la Exposición Universal.
—¿Y qué? —preguntó Zofia.
—Pues que eso significa que espera contar con público —respondió Séverin—.
Que tiene algo planeado para ese día Ya lo habéis oído. Su cháchara sobre una
revolución. ¿Qué mejor escenario hay para iniciar una que una feria mundial?
—Con eso no descubrimos nada —se desinfló Hypnos.
—También sabemos que Roux-Joubert lleva un broche con forma de abeja —dijo
Enrique.
—¿Y? Yo hoy llevo ropa interior. Como casi todo el mundo.
—¿Por qué especificas que hoy…? —murmuró Zofia.
—El hombre que nos asaltó en la exposición forjada —la interrumpió Enrique—
también llevaba un colgante de abeja en una cadena.
La cadena en cuestión colgaba ahora de las manos de Laila. Zofia se la había
dado antes, mientras esperaban a que llegara Hypnos. La cadena no estaba
propiamente forjada. Tenía algo que llamaba a los sentidos de Laila, pero las
imágenes que deberían aparecer nítidas en su mente ahora estaban borrosas, como
manchadas de aceite. Alguien había alterado el objeto. Lo único que sí que supo con
certeza fue que Roux-Joubert estaba en algún punto bajo tierra. Lo presentía. Un frío
oscuro, paredes húmedas, uñas con creciente suciedad… y un símbolo garabateado,
algo puntiagudo. Como una estrella.

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—Roux-Joubert también tiene una fuerte afinidad forjada —añadió Zofia a
regañadientes—. Logró alterar una fórmula de sustancia de Sia. Normalmente, la
fórmula copia las huellas dactilares, pero en teoría es posible que la sustancia de Sia
actúe como un dispositivo de rastreo. Roux-Joubert debió de descubrir cómo, y eso lo
llevó directo hasta nosotros.
—¿Quién dice que la afinidad es suya? —preguntó Laila—. A lo mejor hay
alguien que trabaja para él.
—No os olvidéis del señor armado que nos esperaba en la exposición. —Enrique
se estremeció—. Podría tratarse de él. ¿Qué más sabemos?
—Que está bajo tierra —anunció Laila.
Los cuatro se la quedaron mirando. Hypnos apoyó la barbilla en una mano y la
contempló con suspicacia.
—¿Y eso cómo lo sabemos? —le preguntó.
—No te vamos a revelar todas nuestras fuentes —respondió Séverin, protector—.
¿Roux-Joubert te recuerda a alguien?
—Lo siento, mon cher, pero nunca había oído ese nombre. —Hypnos sacudió la
cabeza—. Aunque puedo volver a Érebo y comprobarlo, por supuesto. En mi casa
hay muchísimos secretos.
—Sin embargo, lo de las abejas… —Enrique carraspeó—. Empiezo a pensar que
no es una coincidencia que tanto él como el tipo de la exposición llevaran una.
—Otra vez no —gruñó Hypnos—. No es más que un símbolo…
Laila suspiró. Ya se estaba imaginando a Enrique blandiendo una espada.
—¿Que no es más que un símbolo? —repitió Enrique suavemente—. La gente
muerte por los símbolos. La gente alberga esperanza por los símbolos. No son solo
dibujos. Son historias, culturas, tradiciones a las que se les ha dado forma.
Hypnos se ruborizó y se tiró de la camisa.
Enrique se giró hacia Séverin.
—¿Te puedes ocupar de la luz?
Séverin chasqueó los dedos y unas cortinas se corrieron para tapar las ventanas.
Los volvió a chasquear y una enorme pantalla negra se colocó delante de la bóveda
de cristal del observatorio.
—Y luego soy yo el dramático —refunfuñó Hypnos. Enrique lo ignoró y se
colocó bien las mangas.
—Llevo ya un tiempo investigando la simbología de las abejas —dijo—. Pero
hace poco que he descubierto la conexión entre lo que ha dicho Roux-Joubert y el
hombre que nos atacó en la exposición. Los dos hablaban de revolución. Los dos
|llevaban un objeto con forma de abeja. Históricamente, las abejas tienen cierta
resonancia mitológica, y creo que he encontrado una pista…
—Me extraña que no te estés regodeando —observó Laila.
—Esperemos que me equivoque con la pista —suspiró Enrique.

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Puso una esfera proyectiva sobre la mesa de centro. En cuanto la tocó, dos
imágenes brotaron a ambos lados. Parecían dos mnemocapturas de páginas de libros
de texto o de folletos de museos.
La primera imagen mostraba una placa rectangular y dorada, en la que se veía a
una mujer alada. De cintura para arriba, era humana, pero para abajo era una abeja.
La siguiente imagen mostraba un dibujo descolorido de una diosa hindú, cuya pesada
corona despedía un halo con un montón de abejas.
—Las deidades abejas son comunes en las mitologías —dijo Enrique—. La
imagen que veis aquí es la representación de las Trías, tres diosas abejas (un motivo
recurrente para las tríadas divinas) que tenían el don de la profecía. La otra es una
representación de Bhramari, la diosa hindú de las abejas. ¿Lo he pronunciado bien,
Laila?
—Bastante bien —le dijo ella con amabilidad.
—Cuando el motivo de las abejas se vuelve interesante y nos conecta con fuerza
con Francia es que fueron un emblema del Imperio de Napoleón —siguió Enrique—,
aunque son discutidas las razones por las cuales eligió representarlo con abejas.
La imagen de la pared cambió para revelar una abeja bordada en un exquisito
traje de terciopelo.
—Hay quien dice que, cuando se trasladó al Palacio Real de las fullerías, no
quería invertir recursos en redecorarlo, pero tampoco quería ver por todas partes el
emblema de la familia real francesa, una flor de lis, así que la giró. Y al girarla, se
parecía a una abeja, y ahí lo tenéis.
—¿Crees que Roux-Joubert tiene algún vinculo con Napoleón? —Séverin se
incorporó en la silla.
—Es posible —respondió Enrique—. Napoleón llevó a cabo numerosas
campañas por el norte de África y por Oriente Medio, para explorar la zona. Contaba
con un cuerpo de por lo menos doscientos expertos, incluidos muchísimos lingüistas,
historiadores, ingenieros y delegados de la Orden de Babel que le proporcionaron un
abanico de servicios forjados. Sus descubrimientos —se detuvo para presionar el
mnemoinsecto y cambiar la imagen— fueron fascinantes.
La siguiente imagen mostraba un trozo de piedra oscura, cubierta con lo que
parecían unas líneas de texto.
—En 1799, el cuerpo de exploradores descubrió la piedra de Rosetta y provocó
que por todo el planeta creciera el interés por los artefactos egipcios antiguos, y
muchos de los instrumentos u objetos forjados fueron directos a la Casa Kore. En el
antiguo Egipto, las abejas eran sagradas porque se decía que crecían de las lágrimas
de Ra, el dios del sol. Creo que la otra razón por la que la Orden de Babel estaba tan
interesada en ellas fue por los panales.
—¿Los panales? —preguntó Laila. No creía que un panal fuera algún tipo de
objeto antiguo que llamaría la atención de la Orden.
—No pensé en eso hasta que recordé algo que dijo Zofia.

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—¿Yo? —En las mejillas de la chica brotaron puntitos de color.
—Fuiste tú la que habló de los prismas hexagonales perfectos de los panales.
—¿Qué tiene de impresionante un hexágono? —pregunto Hypnos.
—Desde el punto de vista geométrico, los prismas hexagonales son la forma más
eficiente, ya que necesitan el mínimo espacio de pared —les contó Zofia, con una voz
cada vez más alta—. Las abejas son las matemáticas de la naturaleza.
—Esto —dijo Enrique, y volvió a cambiar la imagen— es un hexágono.
—Yo —dijo Hypnos, aburridísimo— soy un ser humano.

—Ya lo veo. —Séverin se quedó boquiabierto.


—¿Qué ves? —preguntaron Zofia e Hypnos al mismo tiempo.
—Si extiendes las líneas, obtienes… —Séverin se levantó.
—Exacto. —Enrique sonreía de oreja a oreja.
—¿Qué obtienes? —quiso saber Laila, pero entonces la imagen de la pared
cambió y vio lo que se formaba al extender las lineas de un hexagono:

Laila sintió una punzada en el corazón. Reconoció el símbolo de las imágenes


borrosas que vio al tocar la cadena. En sus manos, el colgante estaba un poco más
frío que el resto del collar.
—Es un hexagrama —dijo Enrique—. Ya sabemos que es un símbolo antiguo que
ha tenido muchos significados en varias culturas, pero es también…
—… el escudo de una Casa de la Orden —dijo Séverin mientras contemplaba la
estrella de seis puntas. Sin ser consciente de ello, se recorrió la cicatriz de la palma
con el pulgar—. Una Casa que supuestamente estaba muerta.
—No me irás a decir que… —Hypnos se aferraba al reposabrazos con fuerza.
Séverin lo interrumpió con un asentimiento. Tenía la mirada perdida.
—La Casa Caída se ha levantado.

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21

Zofia

Z ofia no se podía concentrar. Cada vez que parpadeaba oía las palabras de Roux-
Joubert: «Me encantan las chicas idiotas».
Idiotas.
No era más que una palabra. No tenía peso, número atómico ni estructura química
que la convirtiera en real. Aun así, dolía. Zofia cerró los ojos con fuerza y se aferró a
la mesa negra de su laboratorio con tanta energía que los nudillos se le pusieron
blancos. Para ella, aquella palabra era como un bofetón. En Glowno, un día formuló
una pregunta teórica sobre física. Su profesor le dijo:
—Tendrás más suerte si prendes fuego a tu pupitre y esperas a ver si la respuesta
aparece en el humo.
Y Zofia lo hizo.
Tenía diez años.
Cuando llegó a L’École des Beaux-Arts, lo que encontró fue más o menos lo
mismo. Zofia era demasiado curiosa, demasiado judía, demasiado rara. Hasta tal
punto que nadie desechó la idea de encerrarla en el laboratorio de la escuela.
Pero ni una sola vez había hecho daño a nadie por cómo pensaba. O, mejor dicho,
por cómo no pensaba.
Pero ¿Tristan? Desplomado sobre una silla, con cuchillos volando junto a su
cuello… Eso se lo había hecho ella. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Zofia era
capaz de resolver acertijos matemáticos como si tal cosa, pero una conversación le
suponía un laberinto. Y en sus esfuerzos por navegar por él, había conducido a Roux-
Joubert directamente a su escondite del invernadero.
Algo le pasaba.
—¿Zofia?
La chica levantó la mirada y parpadeó varias veces. Séverin estaba junto a la
puerta, con una tela plateada en la mano.
—¿Puedo entrar?
Zofia asintió. Había llegado el momento. Séverin le iba a decir que se marchara.
Que después de lo que había hecho ya no era bienvenida por allí. Sin embargo,
Séverin no hizo nada de eso, sino que simplemente deslizó una tela plateada por
encima de la mesa negra. Zofia la reconoció, era el trozo que había robado de la
biblioteca de la Casa Kore. La tocó con suavidad. Parecía de seda y a Zofia le dio la
sensación de que la tela se apretaba contra su mano.

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—Nos quedan dos días para encontramos con Roux-Joubert en la exposición
forjada con el anillo de Hypnos.
—¿Le vas a dar el anillo? —le preguntó ella.
—Se lo voy a enseñar.
—¿Qué diferencia hay…? —Zofia fruncía el ceño.
—Ya me ocupo yo, tranquila —le dijo Séverin—. Los demás están intentando
averiguar dónde está la sede central de la Casa Caída. Pero te prometo que no les
vamos a permitir coger el anillo. Y no les vamos a permitir retener a Tristan.
Zofia se desanimó. Todos estaban haciendo algo. Todos menos ella.
—Pero me he guardado una tarea importante para ti —le dijo Séverin.
—¿Ah, sí? —Zofia se quedó inmóvil.
—Eres el único fénix que tengo —añadió él con una sonrisilla—. Roux-Joubert
no lo ha visto. Y eso nos da cierta ventaja, ¿no te parece? Ahora quizá no lo sepa,
pero pronto se va a enterar.
La mano de Zofia se cerró en un puño. Sintió como si el fuego le incendiara el
estómago. «Pronto se va a enterar». Seguramente la venganza era eso. La dejó…
hambrienta.
—¿Qué necesitas que haga?
—¿Puedes descubrir cómo funciona? —Séverin señaló la tela plateada—. Creo
que podría ser útil.
—Sí —dijo Zofia sin aliento—. Lo descubriré.
Cuando alargó la mano para coger la tela plateada, el resto del mundo
desapareció. Si alguien hubiera prendido fuego a su laboratorio, Zofia no se habría ni
enterado. En cuanto se ponía a trabajar, se volcaba al cien por cien. Un nuevo ritmo
pareció recorrerle la sangre. No era una idiota, haría que Tristan volviera a casa y
arreglaría la situación.
Ya era casi de noche cuando levantó la vista al oír una segunda llamada a la
puerta. Laila entró en el laboratorio con una bandeja de comida, una taza humeante
de té y una sola galleta redonda.
—No has comido nada en todo el día.
Las tripas de Zofia gruñeron con fuerza al ver la comida. Se dio unos golpecitos
en la barriga. No se había percatado del hambre.
—Come. —Laila dejó la bandeja sobre la mesa de trabajo. Al mirar hacia la
mesa, Zofia se puso nerviosa. La esquina de la bandeja sobresalía del borde de la
mesa. No había simetría y ahora se veía desordenada.
—Cogeré la bandeja y la dejaré en otro sitio cuando te vea dar cinco bocados. Y
no me frunzas el ceño.
Obediente, Zofia se metió cinco bocados en la boca.
—Bebe. —Laila le señaló la taza de té con la barbilla. Zofia se lo bebió.
Y fue entonces cuando Laila cogió la bandeja, la colocó sobre otra mesa y la dejó
bien puesta, sin que ninguna de las esquinas sobresaliera de la madera y alineada

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perpendicularmente con la pared.
—¿Algún avance?
Zofia echó una ojeada a la tela plateada de la mesa. Empezaba a creer que, para
cumplir con lo que le había pedido Séverin, a lo mejor iba a tener que salir de
L’Éden.
—Funciona como una puerta Tezcat —dijo Zofia—. En realidad, los filamentos
están hechos de obsidiana.
—¿Por eso parece un espejo? —Laila ladeó la cabeza. Zofia asintió.
—Pero es mucho más que eso. —Zofia rebuscó entre su caja de herramientas y
sacó un cuchillo afilado.
—Mmm, Zofia…
Zofia clavó el cuchillo en la tela y esta no se rompió. En lugar de partirse, se
dobló, como si absorbiera el impacto del cuchillo.
—¿Qué narices…? —masculló Laila entre dientes.
—Repele los objetos —dijo Zofia—. Ningún objeto sólido la puede atravesar.
Laila recorrió la superficie de la tela con los dedos.
—¿Qué quiere hacer Séverin con ella?
Zofia se mordió el labio. No estaba segura de poder responder la pregunta aún,
porque dependía de su regreso a las salas oscuras de la exposición forjada, un lugar
que no tenía ningunas ganas de volver a explorar.
—¿Los demás han encontrado la sede de la Casa Caída?
—No. —Laila suspiró—. Creen que la respuesta se encuentra en un viejo reloj de
hueso. Por lo visto, en el pasado contenía las ubicaciones de las reuniones de la Casa
Caída o algo. En fin. Sinceramente, yo creo que deberíamos ir a la exposición y ver
quién entra y quién sale.
Zofia pensó en el hombre que los había estado esperando a Enrique y a ella. La
esfera de detección no había revelado su presencia, y habían tenido en cuenta las dos
salidas, por lo que aquel tipo debió de haber entrado de otra manera. Zofia no se
había fijado en nada que revelara la presencia del asaltante, pero al estudiar la tela
plateada pensó que a lo mejor se le había escapado algo.
—No funcionará.
—¿Por qué no?
—Porque utilizan otra ruta.
—Es imposible —dijo Laila—. Hay solo una entrada y una salida, y las dos se
unen en el mismo camino.
Zofia cogió su cajita de cerillas y su collar con los colgantes de fósforo y se lo
metió todo en los bolsillos de su bata negra. Si la teoría que barruntaba era correcta,
no podía perder más tiempo. Al fin y al cabo, Tristan contaba con ella.
Zofia ya se dirigía a la puerta cuando Laila le bloqueó el paso.
—¿Adonde vas?

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—Tengo que ir a la Exposición Universal. Tengo que encontrar una manera de
entrar en la Exposición de Supersticiones Coloniales. Treparé por las paredes,
aturdiré a los guardias o haré lo que haga falta… —dijo, por más que el miedo
empezaba a abrirse paso en su torrente sanguíneo.
—Zofia —la intentó calmar Laila—. Déjame ayudarte. Entraremos y saldremos, y
con suerte nadie va a tener que saltar vallas.
—¿Entraremos? —Zofia levanto la vista, confundida.
—Oui. —Laila le guiñó el ojo.
—¿Cómo?
—Tú tienes tus talentos —dijo Laila—. Yo tengo los míos. —Y entonces examinó
la ropa de Zofia—. Pero no vas a ir con eso.
—¿Por qué no?
—Porque estamos sin armas, querida. Y la belleza es un arma en sí misma.
Confía en mí.

ZOFIA ESTABA DE lo más nerviosa.


—No me gusta nada —anunció mientras se tironeaba del vestido que Laila le
había puesto.
Era de un color muy bonito, rosa palo. Con volantes alrededor del corpiño y un
escote que al mismo tiempo le picaba y le hacia cosquillas.
—Los vestidos son un arte —le dijo Laila, que caminaba con rapidez.
—No me lo podré quitar nunca.
—Hay quien considera que desvestirse es también un arte, no creas.
Zofia gruñó, pero mantuvo el ritmo. Ya estaba anocheciendo. Sobre el río Sena
bailaban las luces de las farolas. Más adelante se alzaba la Tour Eiffel, la entrada de
la Exposición Universal. Zofia había sido testigo de la construcción de la Tour Eiffel,
desde los andamios hasta el chapitel. Era un atrevido y asombroso entramado de
remaches y tomillos de acero. Nadie diría que era bonita, pero a Zofia eso le daba
igual. A ella no le afectaba la belleza, y la Tour Eiffel sí. Era maravillosamente
extraña. Mientras que las calles parecían cosidas por una pulcra mano, la Tour Eiffel
era la aguja torpe que lo mantenía todo sujeto. Acechaba a los majestuosos bulevares,
las cúpulas elegantes y los edificios adornados con esculturas de dioses. Nunca
encajaría con la arquitectura de la ciudad y siempre llamaría la atención. Zofia
sospechaba que, si la Tour Eiffel supiera hablar, las dos se entenderían perfectamente.
Detrás de la Tour Eiffel se abría la Esplanade des Invalides. Incluso a oscuras le
robó el aliento. Fue como si va no estuviera en París. Atrás quedaban los bulevares
conocidos y las amables cafeterías con sillas de mimbre. Ahora, las calles estaban
llenas de carpas. En las aceras había mesas bajas repletas de tuberías Numerosos
hombres con bata y mujeres con las cabezas tapadas caminaban rápidamente por las
calles adoquinadas.

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Laila señaló la fuente de agua, el minarete con forma de campana y la mezquita
con paneles de azulejos azul brillante. A su alrededor había salones y restaurantes. El
aroma a comida desconocida flotaba en el aire con tanta intensidad que Zofia sintió la
tentación de sacar la lengua.
—Estamos en la rue Cairo —dijo Laila en voz baja.
Aunque París estaba lleno de turistas, la Exposición Universal todavía no se había
abierto oficialmente, y las calles estaban vacías, salvo por los más ricos, que habían
conseguido entradas muy pronto. Unas cuantas unidades de guardias patrullaban por
allí con cuidado, asegurándose de que nadie se colaba antes de que la feria se abriera
al público. En la otra punta de la calle, Zofia atisbo a un puñado de guardias que
caminaban hacia ellos.
—Estate tranquila —le murmuró Laila entre dientes—. No destacas en absoluto.
Es como si fueras de aquí, por lo que no hay ninguna razón de que se alarmen. Y bajo
ninguna circunstancia eches a correr.
Un guardia se les acercó. Zofia pensó que hablaría directamente con Laila, pero
no fue así. El hombre actuaba como si Laila no estuviera ahí.
—Me temo que vuestra doncella no puede estar aquí, mademoiselle —le dijo a
Zofia—. Hemos tenido algunos problemas con la seguridad… Hace una semana hubo
un altercado. Vamos a tener que pediros que vayáis a otro sector de la Exposición
Universal.
Al lado de Zofia, Laila se puso rígida.
—No es mi doncella —respondió Zofia automáticamente.
Laila hizo una mueca y Zofia se dio cuenta de que no era eso lo que debía decir.
—O sea…
Otro guardia empezó a dirigirse hacia ellas, con las cejas arqueadas.
—Mademoiselle, ¿cómo os llamáis? —le preguntó el primer guardia.
—Yo… me…
Zofia se tiraba nerviosamente de la capa de seda que le cubría el vestido. En las
mangas se había escondido una cajita de cerillas. En los tacones de los zapatos
llevaba afiladas espuelas. Sin embargo, no quería usar nada de eso.
—¡Mi señora no revela su nombre tan rápidamente como si fuera una cualquiera!
—intervino Laila.
El primer guardia se vio afectado.
—No pretendía ofender…
—¡Deberíais disculparos de todos modos! —se quejó Laila.
—Es que vuestra dama parece encajar con la descripción de una persona
involucrada en un altercado reciente. Una chica, más o menos de su edad, de
cabellera rubio platino. No es un color muy común.
—Es una flor delicada y exquisita —dijo Laila mientras tiraba del brazo de Zofia
—. Vayámonos, madame. Nos hemos perdido, nada más…

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—Si pudierais quedaros solamente unos instantes, mi compañero podrá confirmar
que no se trata de la mujer que buscamos. Lo lamento muchísimo, pero antes de la
inauguración el protocolo se vuelve muy estricto.
Zofia reconoció al segundo guardia que se les acercaba. Era el que había abrazado
a su amigo, el que había muerto a manos del hombre que lanzó un sombrero con
cuchillo. En cuanto la vio, el guardia se detuvo. Se llevó la mano al dispositivo
forjado que tenía en la cintura.
Zofia agarró a Laila por el brazo.
—¡Corre! —gritó, y echó a correr por la calle.
Laila se lanzó a seguirla. A Zofia el corazón le latía a mil por hora. Oía los gritos
de los guardias. Detrás de ella, las carpas se derrumbaban y las mesas se volcaban a
medida que Laila las tiraba al suelo para bloquear el camino de los vigilantes.
—¡Por aquí! —exclamó Laila, y tiró de Zofia por una de las sinuosas calles.
Detrás de ella brotaban numerosos gritos. Zofia pasó junto a una mesa de especias
y tiró al suelo montañas de canela y pimienta. Una sucesión de maldiciones en
idiomas extranjeros la persiguió, pero no había tiempo para disculpas. Zofia siguió a
Laila por las calles de los pabellones coloniales, hasta que llegaron a una esquina que
se adentraba en la oscuridad.
Al otro lado del callejón, las calles eran de nuevo distintas. Desde Cairo hasta el
poblado annamita, donde se alzaban las cabañas con puntiagudos tejados de paja y
madera. Un colorido palanquín con lazos avanzaba hacia un gran teatro adornado con
hojas de palmera. Calle abajo, Zofia vio la oscura arcada que daba entrada a la
Exposición de Supersticiones Coloniales.
Y justo detrás de ella oía las sonoras zancadas de los guardias.
Laila comenzó a mover las manos frenéticamente.
—¡No consigo llamar la atención del conductor del palanquín! —gritó.
Las zancadas les iban ganando terreno. Zofia tuvo una idea. Se sacó las cerillas de
las mangas, encendió una con los dientes y prendió el recubrimiento de su vestido un
segundo antes de lanzarse en medio de la calle. Se arrancó la primera capa, que ahora
ardía y formaba una columna de fuego.
El conductor del palanquín frenó en seco.
—Ya he llamado su atención —anunció Zofia mientras pisoteaba el fuego. El
resto de su vestido, hecho de una tela forjada e ignífuga, resplandecía, totalmente
impecable.
Laila se quedó boquiabierta, y acto seguido esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
Movió por los aires una bolsa llena de monedas.
—Por tus servicios. Y por tu silencio.
El conductor, un chaval de no más de trece años, le regaló una sonrisa mellada.
Las dos saltaron sobre el palanquín en el momento exacto en que aparecieron los
guardias.
—¡Agáchate! —dijo Laila.

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Zofia se acurrucó en el asiento. El palanquín, de hecho, era poco más grande que
un triciclo con cubierta, pero al menos las podría llevar hasta la exposición.
Laila le susurró las indicaciones al conductor. En cuanto se hubieron alejado de la
calle, se sentó en el asiento, con la respiración entrecortada.
—¿Lo ves? —dijo—. ¿Qué te he dicho antes?
—¿Que hay gente que considera que desvestirse es un arte? —Zofia se agarraba
al borde del asiento.
—¡No, eso no! —dijo Laila, mientras el conductor se ruborizaba—. Te he dicho
que la belleza es un arma en sí misma.
Zofia reflexionó sobre esas palabras.
—Siguen sin gustarme los vestidos. Laila tan solo sonrió.

DENTRO DE LA EXPOSICIÓN forjada, las luces eran más bien tenues. Los
únicos puntitos de luminiscencia se encontraba detrás de cada uno de los podios.
Zofia se mantuvo cerca de la pared.
—¿Qué estamos buscando, Zofia? ¿Otra entrada? ¿Una puerta secreta?
Zofia sacudió la cabeza.
—A nosotras.
Cogió el colgante de fósforo de su collar al recordar cómo había revelado la
puerta Tezcat en la Casa Kore. Aquel espejo había sido un regalo de la Casa Caída. Y
si la Casa Caída estaba detrás del robo del anillo de la Casa Kore, ¿era posible que a
Enrique y a ella se les hubiera escapado algo la otra vez que estuvieron allí? ¿Y si
todo el tiempo que habían caminado por la exposición, creyéndose invisibles, alguien
los había estado vigilando desde detrás de un espejo oculto?
Al estar forjada, para detectar la presencia de una puerta Tezcat requería una
fórmula de fósforo ardiente. Zofia prendió el colgante de fósforo. Con él iluminó lo
que parecía un trozo de llama azul pintada en la pared.
—No camines por delante de la llama —le dijo Zofia.
Laila asintió. Las dos recorrieron lentamente la exposición. Zofia iluminó las
paredes brocadas con el colgante de fósforo. A su izquierda, algo se movió. Con el
fósforo levantado, Zofia se dirigió al lugar de la pared en el que los había esperado el
hombre del collar de abeja, como si se hubiera deslizado del papel pintado. La luz
ascendió por el brocado, iluminando el brocado dorado, y entonces…
Laila soltó un grito ahogado.
La pared cambió. Al principio no mostraba más que tela, pero después la
superficie se onduló y se volvió liquida y plateada. Una puerta Tezcat escondida. En
el reflejo, Zofia vio los ojos de Laila.
—Vienen por aquí.

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22

Enrique

E nrique colgaba boca abajo del sillón.


—No tiene ningún sentido —gruñó.
Hypnos, sentado detrás de él en la silla de color cerezo negro, levantó su copa de
vino, ya casi vacía. La tercera copa que bebía, si a Enrique no le fallaba la memoria.
—Prueba el vino.
—Dudo que me vaya a ayudar.
—Cierto, pero por lo menos no te acordarás. —Hypnos vació la copa y la dejó a
un lado—. ¿Cómo es que tú tienes un sillón? Yo quiero uno.
—Porque vivo aquí.
—Gmpf.
A veces, Enrique consideraba que pensaba mejor en esa posición. Eso le ayudaba
a ver el suelo que tenía debajo, con todos los archivos que había encontrado sobre la
Casa Caída desperdigados sobre la moqueta. Y en el centro de todo, dentro de un
terrario de fino cuarzo, el reloj de hueso.
Para un simbolista e historiador, era un festín. No se trataba de un reloj normal y
corriente, aunque tuviera una fachada con números y manecillas que indicaban las
distintas horas del día.
Había símbolos por todo el reloj: doncellas talladas con velos sobre el rostro,
bestias sonrientes que desaparecían tras un follaje de color plateado, sepulcros que se
abrían en un santiamén para que uno se preguntara si algo había salido de su interior.
Al principio, Enrique creyó que los símbolos forjados eran deliberados, pero al cabo
de unas horas de observación se había desilusionado. Los símbolos significaban algo,
pero también podrían estar allí solo para confundir. Y eso era algo que todavía no
estaba dispuesto a compartir con Hypnos.
Durante toda su vida, los símbolos habían sido una fuente de tranquilidad. Eran
historias que le hablaban desde los confines de los tiempos. Y sin embargo, en aquel
reloj todo parecía una tomadura de pelo. Para empeorar las cosas, cada vez que lo
miraba se daba cuenta de las horas que iban pasando, horas que se marchaban con la
vida de Tristan colgando de un hilo.
Un sonoro bufido lo sacó de sus pensamientos.
—En estas condiciones, ¿cómo se supone que voy a pensar? —preguntó Hypnos
—. ¿Dónde está el vino?
—Siempre podrías beber agua, para variar —le dijo Séverin desde la puerta.
—El agua es aburrida.

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Para el que no lo conociera, Séverin tenía el mismo aspecto de siempre. Vestía un
traje elegante. Estaba irritable, pero contenido. Como si no hubiera que preocuparse
en absoluto por aquel menor contratiempo. Cuanto más lo observaba Hypnos, sin
embargo, más detalles salían a la luz. Tenía los hombros caídos, arrugas bajo los ojos,
manchas de tinta en los dedos y algunos hilos sobresalían de los puños de sus
mangas.
Séverin se iba desmoronando poco a poco, dio un par de pasos dentro del
observatorio y luego se detuvo.
—¿No ves ningún asiento libre? —le preguntó Hypnos.
Enrique se incorporó. Hypnos bromeaba, por supuesto. Había un buen número de
asientos vacíos, pero para Enrique no eran más que dolorosos fantasmas. El cojín
negro en el suelo donde debería sentarse Tristan, con Goliat oculta en el bolsillo. El
diván de terciopelo verde en el que Laila debería levantar su taza de té como si del
cetro de una reina se tratara. El alto taburete de metal con una raída funda de
almohada desde el que Zofia debería inclinarse hacia delante, con una cajita de
cerillas en las manos. Y, por fin, el asiento de Séverin, la butaca de color cerezo negro
en la que estaba sentado Hypnos.
Finalmente, Séverin eligió quedarse de pie.
—¿Y las chicas? —Enrique miró detrás de Séverin, hacia la puerta.
Séverin sacó una nota del bolsillo y la levantó.
—Laila y Zofia han ido a investigar algo en la exposición forjada.
—¿Cómo? —Ahora sí que Enrique se sentó recto—. Es un lugar atestado de
guardias de seguridad. Y si hay alguien de la Casa Caída allí, entonces…
—Ay, mon cher —empezó a reír Hypnos—. ¿Querías que te pidieran permiso
para ir?
—Claro que no. —Enrique se ruborizó.
—Ah —murmuró Hypnos con los ojos entornados—. Entonces quizás es que te
ha dolido un poco que no te invitaran a acompañarlas. Cuál de las dos, me pregunto,
ha despertado algo en un rinconcito de tu imaginación…
—¿Podemos volver al trabajo?
—¿Será Laila? ¿La diosa hecha mujer?
Enrique puso los ojos en blanco. Séverin, por su parte, se quedo completamente
quieto.
—¿O la pequeña reina de hielo?
—Ninguna de las dos —le espetó Enrique.
Pero, mientras se lo decía, no podía dejar de recordar que una de las últimas veces
que estuvo en el observatorio fue en compañía de Zofia. Los dos juntos habían
descifrado el código del cuadrado Sator. Pensó que hacían un buen equipo. Y al
acordarse de eso, visualizó a Zofia en el tren: la luz iluminaba su pelo ardiente y sus
dedos pálidos toqueteaban el collar de su vestido de terciopelo mientras practicaba,
entre todas las cosas posibles, la coquetería.

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Enrique se recompuso. Tenía la cabeza llena de demasiadas impresiones: los ojos
cerrados de Tristan, la mirada hierática de las siluetas del reloj de hueso, el olor a
pimienta de la piel de Hypnos y la luz que resaltaba el pelo de Zofia.
—¿Cuándo volverán?
—Dentro de una hora —dijo Séverin—. ¿Cómo vamos con el reloj?
—No vamos —gruñó Hypnos.
—¿Habéis probado a quitar la tapa de cristal?
—¿De qué nos serviría? —quiso saber Enrique—. Ya es lo bastante delicado así.
Quizá por eso lo llaman un reloj de hueso, después de todo. Porque es frágil como un
hueso y tal. He levantado la tapa una vez y la he examinado con guantes de cabritillo
y la plata inmediatamente ha empezado a descascarillarse.
—Vale, vale —dijo Séverin, aunque no sonó muy convencido. Se giró hacia
Hypnos—. ¿Algún avance con la Casa Caída?
—Nada nuevo. La Casa Caída creía que reconstruir la Torre de Babel era su deber
sagrado. Buscaron hacerlo y —Hypnos se detuvo y leyó un trozo de pergamino—
«emplearon el de los muertos». No tengo ni idea de lo que significa. Suena tan
siniestro como sumamente pasado de moda.
—Bueno, siempre fueron muy crípticos —dijo Enrique, señalando con un gesto el
famoso reloj de hueso.
Ni en el clímax de su poder reveló la Casa Caída dónde celebraba sus reuniones.
Solo sus infames relojes de hueso, su, objetos forjados de comunicación, eran capaces
de revelar la ubicación de sus reuniones. En teoría, el reloj también contenía un
método de protección que permitía que un miembro que no perteneciera a la Casa los
localizara en caso de emergencia, pero Enrique empezaba a pensar que aquello no era
más que un rumor.
—¿Cómo sabemos siquiera que Roux-Joubert está en el lugar de reunión original
de la Casa Caída? —preguntó Enrique.
—Seguro que lo considera un orgullo. —Séverin giró la cadena de abeja que tenía
en la mano—. Como si deliberadamente continuara un legado.
—¿Él y quién más? —bufó Hypnos—. Me habéis dicho que ese hombre no
paraba de decir «nosotros», pero la Orden lo controla todo con mano de hierro,
también que alguien reclute a miembros de la Casa Caída. Ejecutaron a su líder y a
los demás les dieron la oportunidad o de morir o de sufrir las consecuencias de una
poderosa afinidad mental que eliminaría de ellos todo rastro de la Casa Caída.
—Pero la gran mayoría de sus miembros habían pasado en la Casa Caída casi
toda su vida adulta; ¿la afinidad mental no los convertiría en…?
—¿En una coraza de su antiguo yo? —terminó la frase Hypnos—. Sí. Y por eso
un impactante número de ellos escogió la muerte. Qué fanáticos.
—Sin embargo, algunos debieron de escapar a la muerte y el castigo —musitó
Séverin—. Quizá se adentraron en las profundidades de la tierra.

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—Mi teoría es que se trata de un hombre inteligente y trastornado y del secuaz
armado que habéis mencionado. A la Casa Caida le encantaba viajar en manada,
como si fuera una especie de lobo. Creedme, si hubiera más gente con él, los habría
llevado consigo hasta el invernadero para montar su numerito —dijo Hypnos. Séverin
lo aceptó con un asentimiento—. Además, ¿quién lleva un sombrero con un cuchillo?
¿Y si se te resbala y terminas cortándote la cara? Qué horror.
Enrique se estremeció y se cruzó de brazos.
—A este paso, no vamos a encontrar ni a Roux-Joubert ni a su secuaz. No hay
nada en el reloj que nos sirva de ayuda. Ni siquiera la anotación.
Señaló hacia la única palabra que estaba tallada debajo del número seis: nocte.
Medianoche.
—Será solo el nombre del constructor —opinó Séverin.
—Yo no estaría tan seguro… Podría ser una indicación, alguna especie de pista
que nos informa de cómo hay que mirar el reloj.
—¿Me lo dejas ver sin la tapa de protección? —preguntó Séverin.
—Solo si me prometes que no lo vas a destrozar.
—Te prometo que no lo voy a destrozar.
Enrique entrecerró los ojos y luego asintió en dirección al reloj de hueso. Con
cuidado, Séverin levantó la tapa de cristal. Observó el reloj de hueso, la plata aferrada
a las exquisitas esculturas.
Y entonces lo derribó, y el reloj cayó de lado. Hypnos chilló. Enrique saltó de la
silla.
—¿Qué has hecho? —le gritó.
—Lo que quería. Es mi reloj.
—Pero ¡me lo has prometido! —gimió Enrique.
—Ya, pero había cruzado los dedos.
—¡Ahí va! —Hypnos fingió un grítito—. ¡Había cruzando los dedos!
Enrique fulminó a Hypnos con la mirada.
—Séverin, tal vez hayas dañado un símbolo, una información critica, y ahora
nunca vamos a encontrar a Tristan…
—Te he dejado casi cuatro horas —le dijo Séverin—. Eres brillante. Si hubiera
algo que encontrar, a estas alturas ya lo habrías encontrado. Que no lo hayas hecho es
para mí la prueba de que en el estado actual del reloj no hay nada que hallar.
—Yo… —vaciló Enrique.
A decir verdad, se sentía halagado y ofendido al mismo tiempo. Al mirar hacia el
lugar en el que había caído el reloj, sin embargo, un terror creciente sustituyó lo que
sentía. Ahora el aire estaba lleno de polvo plateado, una consecuencia de la capa de
plata que recubría los símbolos del reloj. La luz de la noche lo iluminó y creó unas
sombras alargadas sobre la superficie del artilugio.
—Mira lo que has hecho —exclamó Hypnos—. ¡Ha perdido la habilidad de
hablar!

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—Ay, cállate, Hypnos… —empezó a decir Séverin.
Enrique desconectó de los dos. Con el corazón a mil, se acercó al reloj, en el que
vio un nuevo patrón, como si hubieran vertido tinta sobre la madera estriada. Unas
palabras surgieron de la luz, la plata y las sombras. Allá donde la plata se había
descascarillado, vieron una palidez muy blanca. Como, como…
—Santo Dios. —Hypnos se echó hacia atrás—. ¿El reloj está hecho de huesos de
verdad?
—En el reloj hay un texto. —Séverin entornó los ojos.
Hasta entonces no había sido legible. Las letras, apretadas y estrechas, talladas
astutamente por una mano sabia, a duras penas se leían. Era un texto en latín que
Enrique tradujo en un abrir y cerrar de ojos:

Toda la vida contigo he pasado,


y solo en conflictos me has presenciado.
Mi cantidad te permitirá ver
lo que el mundo debería ser.

Enrique se acercó más al reloj y posó los dedos sobre las palabras que habían
aparecido, pero sin tocarlas.
Cuando Enrique levantó la vista y lo miró, en los ojos de Séverin vio una nueva
luz. Algo que hasta el momento no había estado allí. Los tres se volvieron a sentar en
el suelo. Hypnos, con las rodillas junto al pecho; Séverin, cruzado de piernas y de
brazos; y Enrique, que estaba felizmente despatarrado, con una libreta y un lápiz en
las manos, empezó a transcribir las palabras del acertijo. Era el primer
descubrimiento que hacían en horas, y sentía su fuerza como un torrente inexplicable
a punto de estallar en sus venas.
—Mi cantidad —murmuró Séverin en alto—. Eso sugiere que la respuesta es
doble: es la respuesta al acertijo y a cómo funciona el reloj. ¿Quizá la cantidad tenga
algo que ver con los números del reloj?
—Sí, pero solo llega hasta doce —dijo Hypnos—. ¿Qué hay en nuestro cuerpo
que sea doce y que aparezca en momentos de combate?
Y ahí empezó la hora más intensa de la vida de Enrique. Al principio comenzaron
a hablar de dientes, algo que enseguida rechazó Séverin:
—¿Quién tiene solo doce dientes?
Los tres examinaron cuidadosamente distintas respuestas al acertijo, pero ninguna
encajaba. Los minutos iban pasando. Ninguno había movido el reloj de donde había
caído. Hypnos se había levantado y empezado a caminar en círculos, remugando
porque quería vino. Por su parte, Séverin se había vuelto a quedar en silencio y
recorría con los dedos el estampado del cojín de Tristan.
—Maldigo el reloj, esté hecho o no de hueso.
—¿Qué has dicho? —Séverin levantó la cabeza.

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—Digo que el reloj quizá está hecho o no de hueso.
—Hueso.
—Ahora golpearía al reloj con uno —masculló Hypnos.
—¿Y si es eso? —Enrique lo ignoró—. ¿Y si es esa la respuesta?
—«Toda la vida contigo he pasado» —leyó Hypnos en alto—. Cierto. Si no, sería
de lo más espantoso. Aunque hay gente que, creo sinceramente, nace sin columna
vertebral. Siguiente frase: «… y solo en conflictos me has presenciado». ¿Y esto? No
creo que encaje.
Enrique calló. El trozo de los conflictos también a él lo había dejado perplejo al
principio. Los huesos no «se presencian» durante un conflicto, no flotan por ahí como
si fueran fantasmas. Pero sí que quedaban al descubierto. Lo había visto en las
Filipinas, cuando montaba con su padre a través de las provincias de Cápiz y Cavite
para ver cómo andaba la producción de los arrozales que poseían. Por el camino se
agazapaban los mendigos, apostados frente a las iglesias y las casas encaladas, como
si una potente racha de viento fuera a doblarlos y a vencerlos. Jóvenes y adultos,
tanto daba. Sus ojos eran siempre idénticos: apagados y vacíos. Los rostros de
aquellos cuya esperanza se había endurecido y se había acabado extinguiendo. Allí
vio a los niños con costillas pronunciadas que les abultaban las camisetas, con codos
esqueléticos y sucios, con ojos abiertos e inquietantes en unos rostros esculpidos por
la hambruna.
—Yo creo que «hueso» encaja —susurró.
Hypnos le lanzó una mirada extraña. Enrique no tenia deseo alguno de ser el
centro de atención, así que añadió:
—Las dos últimas lineas también encajan. Ya sabemos que la Casa Caída tenia
ciertos intereses macabros. Es posible que para ello necesitaran los huesos. En cuyo
caso, la linea «lo que el mundo debería ser» tal vez encaje con sus intereses y no con
los del resto de los mortales. Por lo tanto, el último escollo que nos queda es el
penúltimo verso, «mi cantidad te permitirá ver». Quizá se refiera al número de huesos
que hay en un cuerpo humano. ¿Cuántos hay, por cierto?
—Doscientos seis —respondió Séverin al instante.
—¿Quiero saber por qué has contestado tan rápidamente? —Enrique frunció el
ceño.
Séverin le dedicó una sonrisa lobuna.
—Lo dudo.
—Pero ¿cómo llegamos a doscientos seis con un reloj?
Séverin soltó una risilla, como si acabara de recordar algo.
—Seis minutos que pasan de las dos. Las dos y seis. Doscientos seis.
Los tres se quedaron mirando el reloj. Delante de él chisporroteaba una especie de
energía que antes no estaba allí. Enrique tuvo la rarísima sensación de que el reloj
ahora presentía que iban a descubrir todos sus secretos.

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Poco a poco, Enrique movió la aguja de los minutos y la de las horas. Hypnos y
Séverin se habían ido acercando sin siquiera darse cuenta. De pronto, Enrique vio una
imagen en su mente: tres chicos arrodillados en torno a un reloj de hueso, con una luz
por detrás que proyectaba sus afiladas sombras, y sintió como un hilo de deseo los
unía a todos en ese instante para que, cuando llegara el momento, sus tres almas tal
vez fueran indistinguibles.
Enrique esperó.
Esperó a que el aire se llenara de poder forjado. Pero no notó nada.
—No funciona —dijo Hypnos—. ¿Nos hemos equivocado? Enrique tenía un
nudo en el estómago. Ojalá no, pero…
—No hemos seguido las instrucciones —anunció Séverin mientras señalaba la
palabra tallada en el reloj: nocte. Medianoche.
—Pero ¡faltan horas para medianoche!
La mirada de Séverin se estremeció. Se frotó la cicatriz de la mano y acto seguido
cogió su cajita de clavo. Masticó un botón, pensativo, ignorando la tensión que crecía
entre ellos.
—Al menos las chicas ya habrán vuelto.
Séverin se marchó al poco para atender asuntos de L’Éden, con lo cual, Enrique e
Hypnos se quedaron solos en el observatorio. Enrique no sabía qué hacer. Al final, los
dos volvieron a lo que hablan estado haciendo antes: examinar los maltrechos
archivos de la Casa Caída. En busca de pistas entre tanto desastre. La sombra de la
noche se alargó por encima de ellos. La comida había llegado y desaparecido sin que
ninguno de los dos levantara la cabeza de la investigación. El reloj no dejaba de
observarlos. A la espera, de lo más engreído. Cuando Enrique miró por la sala, vio la
extraña cortina, los cojines del revés. El de Tristan estaba debajo de una silla para que
nadie se sentara.
—¿Por qué nos ayudas? —Enrique se dio cuenta de que había pronunciado esas
palabras antes de haberlas reflexionado.
Hypnos levantó la vista con expresión desprevenida.
—¿Tan raro parece pensar que tengo mis razones para querer que encuentre el
anillo de Babel robado? —le preguntó.
—Eso no es una respuesta. Lo podrías hacer desde casa.
He oído que la biblioteca de la Casa Nyx es la envidia de los eruditos. No hace
falta que estés aquí.
Hypnos se quedó unos segundos callado, y a continuación juntó las manos en el
regazo.
—Si tuviera a alguien a mi lado, a un igual que me apoyara… a lo mejor la vida
en la Orden sería… más fácil.
Enrique procesó la respuesta.
—¿Quieres que Séverin se convierta en patriarca?
Hypnos asintió.

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—Cuando éramos pequeños, creí que creceríamos y seriamos reyes o algo. Que
habría un reino entero que dividirnos. —Le lanzó una mirada a Enrique—. No le
digas que he dicho eso.
Enrique hizo un gesto para cerrarse la boca con una cremallera y entonces
Hypnos se volvió a relajar. Se lo veía tan joven, tan terso, y sin embargo sus ojos del
color del hielo parecían muy viejos.
—La verdad es que necesito a alguien a mi lado —dijo Hypnos. Se rodeó las
rodillas con los brazos—. Alguien que entienda lo que supone vivir en dos mundos
como yo. Lo he intentado y he fracasado. No puedo ser tanto el descendiente de
esclavos haitianos como el hijo de un aristócrata francés, por más que sea eso lo que
hay en mi corazón. Tuve que elegir, y quizá la Orden me obligó a tomar la decisión.
Pero lo que no te dice nadie es que, aunque elijas en qué mundo vas a vivir, ese
mundo no siempre te verá como a ti te gustaría. A veces para lograrlo debes ser tan
estrafalario que nadie se fije en tu piel. Puedes cambiarte de nombre. De color de
ojos. Rodearte de un halo de mito y vivir en él, para que así no seas de nadie más que
de ti mismo.
A Enrique se le secó la boca. Sabía exactamente sentía uno así. La sensación de
que su propia piel lo traicionaba, de que sus propios sueños no encajaban con su
rostro y que, por lo tanto, jamás se iban a cumplir.
—Te entiendo.
Hypnos resopló. Apoyó la cabeza en el sofá y la luz iluminó la larga línea de su
cuello. Hypnos parecía un serafín que se hubiera pasado la vida entera bajo el sol.
Siempre había sido bello, pero ahora la luz volvía dorada su belleza y la convertía en
algo de fuera de este mundo. Enrique siempre sentía una punzada de vergüenza con
respecto a sus sentimientos… Rezaba para que, en el momento de verse atraído por
alguien, su cuerpo eligiera entre hombres y mujeres, y no a ambos. Fue su segundo
hermano mayor, el que se metió a cura, el que le contó que Dios no comete errores al
modelar los corazones. Enrique todavía no había analizado bien la relación que tenía
con la fe, pero lo que le dijo su hermano logró que dejara de odiarse. Que dejara de
dar la espalda a lo que le nacía dentro y que lo abrazara. Pero no fue hasta llegar a
España para estudiar en la universidad cuando hizo algo más que mirar a los chicos
guapos. Ahora, al mirar a Hypnos, se acordó de eso… y estaba tan distraído que no
vio que el otro se había dado cuenta.
—¿Tengo algo en los labios? —Hypnos se pasó el pulgar por la boca.
—No, no, para nada —dijo Enrique, y se giró con toda la rapidez de la que fue
capaz.
Hypnos murmuró algo que casi sonó a: «Pues qué lástima».

EL TIEMPO AVANZÓ incesante hacia medianoche.


En ese momento, Laila y Zofia ya habían vuelto. Unos y otros compartieron lo
que habían descubierto (el reloj de hueso y la puerta Tezcat oculta) y se aposentaron

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en el observatorio a esperar. Los asientos habían perdido algunos de sus atributos
fantasmales y todos se sentaron; solo quedó sin tocar el cojín de Tristan.
En los últimos instantes hasta medianoche, Enrique creyó que lo notaba todo:
desde el calor que desprendía la mano de Hypnos, que estaba demasiado cerca, hasta
el brillo del pelo de Zofia mientras esta investigaba su último invento, pasando por
los cristales de azúcar de la galleta que Laila le había dado y por la furia helada con la
que Séverin contemplaba el reloj. Enrique, que siempre había soñado con descubrir
qué era la magia, pensó que la había encontrado: los mitos y palimpsestos, el aire
endulzado por la luz de las estrellas y la manera en que la esperanza resultaba menos
dolorosa cuando se compartía con amigos.
Cuando llegó la medianoche, pusieron el reloj en posición: las dos y seis.
Una luz inundó el observatorio.
Laila se echó hacia atrás, mientras que Zofia se inclinó hacia la luz. Tenía la cara
teñida de curiosidad.
—Es como un mnemoinsecto —observó.
La visión oculta en el reloj se desplegó por el observatorio y eclipsó el resplandor
de las estrellas del cielo.
Una sala llena de huesos. Numerosas calaveras sonrientes, apiladas juntas. Tierra
compacta en cuya superficie se dibujaba un patrón en espiral parecido al suelo
logarítmico de la Casa Kore, rumbo a un auditorio abandonado. Enrique pensó que
quizá sería capaz de olisquear aquel lugar, aunque tan solo estuviera ante una imagen.
Vieron cruces gigantes hechas con fémures y un lago espeluznante en el que las
estalactitas dejaban caer sus lágrimas minerales. Allí, por fin, se encontraban el
escondrijo secreto de la Casa Caída; el lugar que se conectaba con la exposición
forjada; el lugar en el que, en algún rincón, Tristan estaba atrapado en la oscuridad.
Enrique no supo quién fue el primero en habla, pero la verdad de las palabras
pronunciadas le acarició la piel y erizó el vello de la nuca.
—La Casa Caída nos espera en las catacumbas.

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23

Séverin

E l sexto padre de Séverin fue un hombre llamado Avaricia. Avaricia era un


ladronzuelo con pocos recursos, y a menudo recurría a los robos. A Avaricia le
gustaba dejar a Séverin vigilando mientras él atendía sus «asuntos». En una de esas
ocasiones, allanó la casa de una rica viuda. Vació la vitrina, que estaba llena de
objetos de magnífica porcelana y elaborada cristalería, pero entonces vio que
encima de la vitrina había un reloj de jade. Séverin estaba fuera y vigilaba la calle.
En cuanto oyó los cascos de un caballo, silbó, pero Avaricia lo hizo callar. Avaricia
fue a coger el reloj, pero la escalera en la que se subió se partió. El reloj pesado le
cayó en la cabeza y lo mató al instante.
Avaricia le enseñó que había que ir con cuidado al apuntar demasiado alto.

SÉVERIN SE METIÓ un poco de clavo en la lengua y lo masticó lentamente


mientras sopesaba la información.
Sabían dónde se escondía la Casa Caída.
Sabían qué quería la Casa Caída: el fragmento de Babel unido.
Todo lo demás era cuestión de tiempo.
Cuando se apagó la luz del reloj de hueso, Hypnos suspiró.
—Técnicamente, todos los líderes de las Casas deben informar a la Orden de
cualquier actividad relacionada con la Casa Caída.
—¿Técnicamente? —repitió Séverin—. Técnicamente no sabemos si hay alguien
de la Orden actuando a través de Roux-Joubert.
—Por eso he dicho «técnicamente» —añadió Hypnos—. Yo tengo que informar a
la Orden, pero no han especificado nunca cuándo lo tengo que hacer. Supongo que
podría informar después de que hayamos encontrado a Roux-Joubert, cuando nos
aseguremos de que nadie de la Casa Kore estuvo involucrado en el robo del anillo.
—A escondidas.
—Siguiendo el ejemplo de cierta persona.
—¿De verdad creéis que alguien de la Orden está detrás de esto? —les preguntó
Enrique—. ¿No sería una manera de traicionar la esencia misma de la Orden?
—Nunca subestiméis la capacidad traidora de los hombres —dijo Laila en voz
baja.
Como los demás, Laila había evitado sentarse en su asiento habitual, el diván de
terciopelo. Estaba apoyada en la librería, con la cola de su vestido verde de seda

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recogida entre las piernas. Se frotó la nuca y sus dedos desaparecieron en su espalda
para recorrer su cicatriz. Laila la consideraba una costura, porque la hacía más
muñeca que mujer, pero para Séverin no era más que una cicatriz. Las cicatrices
esculpían a las personas en lo que eran. Eran marcas de los puñetazos de la pena, y
para él, por lo menos, una prueba de que se era plenamente humano. Y entonces
Séverin recordó sin querer el momento en que le tocó la cicatriz, en su tacto frío y
liso como el cristal. Se acordó de cómo se tensó Laila cuando él la tocó allí, y como
se la había besado de principio a fin, decidido a mostrarle que sabia lo que significaba
y que no le importaba. A él, no. De pronto, Laila levantó la vista y sus miradas se
cruzaron.
Las mejillas de ella se ruborizaron muy ligeramente, y Séverin se preguntó si
Laila también se estaba acordando. Apartó la mirada de él de manera muy brusca.
—¿Cuál es el plan? —preguntó.
Séverin se obligó a mirar a los otros.
—Nos infiltraremos en la reunión de la Casa Caída, en las catacumbas.
Recuperaremos tanto el anillo de la Casa Kore como el Ojo de Horus.
—Dudo que haya dejado el anillo en el suelo —dijo Laila—. ¿No lo llevará
puesto?
—No puede. —Hypnos dobló los dedos—. Aunque haya logrado arrancarlo, el
anillo sigue perteneciendonos.
Séverin asintió antes de añadir:
—Al mirar a través del Ojo de Horus, conoceremos la ubicación del fragmento de
Babel, tras lo cual, si no hay rastro de la participación de nadie de la Casa Kore en el
robo, informaremos a la matriarca. De este modo, la Orden podrá disponer de gente
para proteger la ubicación del fragmento e inmovilizar a Roux-Joubert y a su secuaz.
—¿Cómo vamos a entrar en las catacumbas? —preguntó Laila.
—Por el camino normal de la rue D’Enfers.
—Pero a lo mejor escapan por la puerta Tezcat oculta de la exposición —apuntó
Hypnos.
Desde donde estaba, Zofia sacó la tela plateada y se la enseñó.
—No, no podrán.
—¿Esa tela debería impresionarme? —preguntó boquiabierto.
—Es una tela impenetrable —le informó Zofia.
—Cierto —dijo Laila—. La apuñaló y todo.
—Por más fascinante que sea, sigue siendo pequeña como un pañuelo —observó
Hypnos.
—Ya lo sé —respondió Zofia—. La voy a reproducir.
—¿Harás cientos de pañuelos? Ya tiemblo.
—Pues deberías —le espetó Zofia.
—Zofia, si eres capaz de manipular el tamaño de la tela plateada, me pregunto si
también podrás con esto.

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Séverin se extrajo un mnemoinsecto del bolsillo. Era pequeño, ligero y frío al
tacto. Y aun así, en su cuerpo forjado podía contener una imagen y proyectarla en el
aire.
—¿Un mnemoinsecto? —gruñó Enrique—. ¿Qué vas a hacer con eso? ¿Grabar
los instantes previos a nuestra muerte inevitable? Porque no me apetece tener un
recuerdo de eso.
—Tú confía en mí.
—Quizá yo podría quedarme en un segundo plano —dijo Hypnos—. Y ser un
punto de contacto en la calle o…
—¿Qué le ha pasado a tu emoción de trabajar en equipo? —le preguntó Séverin.
—Eso ha sido antes de ver lo poco que estimáis vuestra mortalidad.
—Si sigues el plan, tu mortalidad quedará intacta.
—¿Cuál es ese plan tuyo, mon cher? —Hypnos lo miraba con mucha suspicacia.
Antes de que Séverin respondiera, Zofia encendió una cerilla con los dientes.
—Dientes de cocodrilo.
Les cuatro se giraron hacia ella. Séverin se echó a reír. Zofia había adivinado
exactamente lo que iban a hacer.
—Las grandes mentes piensan igual.
—No, no es así. —Zofia frunció el ceño—. Si no, todas las ideas serían
uniformes.

A ESAS ALTURAS, a Séverin ya le quemaba la boca, pero aun así cogió otro botón
de clavo. No sabia dónde había oído que la hierba aromática ayudaba a fortalecer la
memoria. Debió de ser un huésped del hotel, quizá, que le dejó un regalo justo antes
de marcharse. Ahora no podía frenar la costumbre. Los recuerdos lo inquietaban.
Detestaba pensar que quizá se le había escapado algo, y no quería que el tiempo
deformara sus recuerdos solo porque no confiaba en acordarse de todo sin
parcialidad. Y era lo que necesitaba. Porque solo entonces, con una imparcialidad
absoluta, podría detectar dónde se había equivocado. Mientras se encaminaba hacia el
gran recibidor de L’Éden, rememoró (por milésima vez) sus últimos momentos con
Tristan. Este le había intentado avisar de algo y Séverin le había dado la espalda.
¿Fue entonces? ¿Al salir Tristan lo habían atrapado los de la Casa Caída? ¿Había
intentado golpearse para quedar inconsciente cuando le enseñaron el casco de Fobos,
como solía hacer cuando vivía en casa de Ira? Las palabras de Roux-Joubert
regresaron hasta él con claridad meridiana y, durante unos instantes, Séverin deseó
que el clavo que masticaba no funcionara tan bien: «Su amor, su miedo y su mente
quebrada ayudaron a convencerle de que traicionaros suponía salvaros»…
La culpa le roía las entrañas. Tendría que haberle escuchado.
Séverin estaba junto a los últimos peldaños de la gran escalinata que ascendía del
recibidor y supervisaba L’Éden. Aunque Tristan no estaba allí y él estaba solo. Y
entonces, oyó detrás de sí un ruidito atiplado.

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—¿Mami?
Séverin se puso rígido.
Se giró y vio a un niño que aferraba un raído osito de luche. Los niños muy
raramente se hospedaban en L’Éden con sus padres. Séverin había prohibido todo lo
que haría del hotel un lugar familiar y hasta el momento lo había logrado. Durante
unos segundos, Séverin se lo quedó mirando fijamente. Allá donde fuera, pocas veces
veía niños pequeños. Y olvidaba que una vez él fue así de pequeño y bajito, y que
estuvo completamente perdido.
—¿Mami? —repitió la vocecilla.
¿Qué les había pasado a sus padres? ¿De verdad se habían atrevido a
abandonarlo… allí?
La carita del niño se llenó de lagrimones y Séverin reprimió el deseo de gritarle
algo.
«¿Por qué lloras a los que no te han querido?», quería chillar. «Sin ellos estarás
bien».
Sin embargo, en ese momento una mujer pasó por su lado corriendo y abrazó al
niño entre risas.
—Cariño, ¿no me has oído cuando te he dicho que solo iba un segundito a hablar
con el conserje?
El niño sacudió la cabeza, sollozando, y su madre lo estrechó con fuerza. Y fue
entonces cuando los celos renacieron en Séverin, se instalaron en su corazón y le
recorrieron las venas. Por supuesto que no habían abandonado al niño. Por supuesto
que solo se había perdido unos instantes.
—¿Se puede saber qué me pasa? —murmuró mientras se alejaba del niño y la
madre.
Entre la marea de huéspedes, su factótum lo vio y le hizo un gesto. Séverin se
quedó al final de las escaleras, saludando con un asentimiento a algunos invitados,
hasta que su ayudante pareció a su lado. En una mano llevaba una caja. La repulsión
le transformó el rostro.
—Señor, no nos costará encontrar a alguien para llevar a cabo esta… tarea.
Séverin cogió la caja. En el interior, un puñado de grillos marrones daba chirridos
y saltos.
—Preferiría hacerlo yo mismo.
—Muy bien, señor.
De reojo vio un elegante guepardo en la otra punta del vestíbulo.
—Y dile a la marquesa de Castiglione que si Imhotep vuelve a comerse al caniche
de un huésped, el hotel no se hará responsable.
—Sí, señor. —Su ayudante suspiró—. ¿Algo más?
Séverin formó dos puños con las manos.
—Los huéspedes con un niño… Diles que su habitación está en obras.
Encuéntrales un alojamiento parecido en otro sitio. En el Savov, quizá.

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—Muy bien, señor. —Su factótum le lanzó una mirada de suspicacia.

EN LA ENTRADA del taller de Tristan, Séverin agarró la hoja dorada para abrir la
puerta Tezcat, pero se detuvo.
No estaba solo.
La silueta que se veía recortada por la luz de las velas e inclinada sobre un
terrario de cristal pertenecía a Laila. Estaba cantando una nana, aunque no demasiado
bien, y metiendo grillos en la jaula de Goliat. Ahora Séverin deseaba haber dejado
que se ocupara otra persona. Odiaba verla así… enfrascada en las rutinas, instalada en
una vida que se moría por dejar atrás.
Dio un paso hacia la mesa. Alrededor de ella brillaban los mundos en miniatura
que creaba Tristan: capiteles minúsculos sobre un cielo pintado, jardines en los cuales
los pétalos de porcelana cogían polvo. Entre todo aquello, Laila parecía un icono.
Tenía el pelo sobre uno de los hombros y Séverin se imaginó oliendo el azúcar y el
agua de rosas con que se rociaba el cuello.
Como no quería asustarla, Séverin dejó la caja de grillos Pero la colocó
demasiado en el borde de la mesa, donde estuvo a punto de resbalar y caer al suelo.
Séverin se precipitó para cogerla y se clavó una espina oculta en el pulgar.
—¿Majnun? —dijo Laila, girándose hacia él—. ¿Qué haces aquí?
Séverin hizo una mueca de dolor y señaló la caja de grillos.
—Lo mismo que tú, por lo visto. Aunque tú lo consigues sin hacerte daño.
—Ven, déjame ver —le dijo Laila mientras se le acercaba—. Sé que Tristan
guarda vendas en algún lugar. Rebuscó en uno de los armarios hasta que encontró
unas gasas y un par de tijeras—. Por un momento pensaba que eras el escurridizo
devorapájaros.
Séverin meneó la cabeza. Era un problema, pero lo más probable era que fuera un
gato.
—Siento decepcionarte —dijo. Se llevó el dedo a los labios con la intención de
lamerse la piel, como haría con cualquier corte, pero Laila le apartó la mano.
—¡Se te podría infectar! —lo riñó—. Estate quieto.
Le cogió la mano y Séverin obedeció. La extendió como si su vida entera
dependiera de ello. Para Séverin, había demasiado de Laila en el invernadero: en el
aire, en su piel… Cuando inclinó la cabeza para atarle la gasa, el pelo de Laila cayó
sobre sus dedos. Séverin no lo pudo evitar y se encogió. Laila levantó la vista. Sus
misteriosos ojos, tan oscuros y brillantes que le recordaban a la mirada de un cisne, se
clavaron en los suyos. Laila levantó una de las comisuras de sus labios.
—¿Qué pasa? ¿Crees que te voy a leer?
A Séverin se le aceleró el pulso. Laila le había contado que solo era capaz de leer
objetos. No a personas. Nunca a personas.
—No puedes.
—¿Seguro que no? —Laila arqueó una ceja.

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—No tiene gracia, Laila.
Laila esperó un latido, dos. Al fin, puso los ojos en blanco.
—No te preocupes, majnun. Estás bastante a salvo de mí.
Laila se equivocaba del todo.

NINGUNO DE ELLOS durmió en las siguientes dieciocho horas. Enrique se pasó


tanto tiempo registrando los libros de la biblioteca que Laila había pedido que le
mandaran sábanas allí. Hypnos estuvo casi todo el rato con una copa en la mano
—«¡Es lo que más me ayuda a pensar!»—, escribiéndose con sus espías, socios y
guardias. Zofia, mientras tanto, hizo honor a su apodo, ya que se pasó medio día
sumergida en columnas de humo. Y Laila… Laila los mantenía a todos vivos. Sus
manos no paraban de trabajar: servía té, ofrecía comida, masajeaba cabezas cansadas,
rozaba los extremos de los objetos con la misma sonrisa firme y cómplice de siempre.
Un día, luego dos, y ya estaba a punto de caer la medianoche.
Lejos del brillo y el glamour, la medianoche empapaba las ásperas calles. Los
mendigos dormían acurrucados en las esquinas y los gatos raquíticos se deslizaban
junto a los muros de piedra. Séverin y Laila caminaban rápidamente, con los hombros
agachados para evitar cualquier mirada curiosa. Séverin jamás había sentido interés
por visitar las catacumbas. Sabía que se trataba de un osario subterráneo que
guardaba los restos de millones de personas. Sobre su superficie yacían los cuerpos
de duques y aristócratas, de víctimas de plagas y de aquellos cuyas cabezas habían
cercenado los dientes de la guillotina. Incontables individuos sin nombre que ahora
no eran más que salas y arcadas fantasmales hechas con calaveras sonrientes y
mandíbulas partidas.
Laila sintió escalofríos a medida que se acercaban. Lentamente, se quitó los
guantes y alargó una mano para tocar la valla metálica que rodeaba la entrada. Cerró
los ojos y asintió. «Roux-Joubert ha estado aquí». La tranquilidad embargó a Séverin.
Pensó en las historias que le habían contado de niño sobre el inframundo. La historia
de Orfeo, que miró detrás de sí y lo perdió todo. Él no quería eso. Él descendería y
ascendería, y no perdería más que un poco de tiempo. Tragó saliva para empujar la
duda que le formaba un nudo en la garganta y empezó a bajar las escaleras. Por
encima de su cabeza, un aviso tallado en la piedra declaraba lo siguiente:

Arrête! C’est ici l’empire de la mort.

¡Detente! Aquí se encuentra el imperio de la muerte.

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PARTE V

De los archivos secretos de la Orden de Babel


Los orígenes del Imperio
Doña Hedvig Petrovna, Casa Dazbog de la sección rusa de la Orden
1771, reinado de la emperatriz Catalina la Grande

D ebemos estar atentos a los límites de nuestra obra.


Nosotros protegemos y servimos. No fingimos ser dioses.
Nuestros anillos de Babel contienen el poder para revelar los fragmentos, pero
hay quien ha olvidado que tal poder no otorga divinidad, tal vez deberíamos llamarlo
«alas de cera». Un recordatorio para aquellos que intentaron llegan a donde no
debían. Como Ícaro, Sampati, Kua Fu y Bladud. Los que se alzaron y fracasaron. Su
caída es el mejor ejemplo que podamos tener. Sus cuerpos hechos añicos en el suelo,
la interpretación de un nigromante del destino que aguarda a quienes los olviden.

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Zofia

Dos horas antes de la medianoche

Z ofia contemplaba su cama, donde había tres vestidos diferentes. Uno era oscuro,
otro era claro y el tercero estaba cubierto de bordados multicolores. Era
consciente de que debería ver más que eso, pero no lo comprendía, así que ni lo
intentó. Al final cogió la carta que estaba clavada en una de las mangas. Era una lista,
escrita con la pulcra mano de Laila.

Paso 1: Zofia, cepíllate el pelo. Antes de irme quería ayudarte, pero no te he


encontrado. ¿O te he visto en el salón del oeste junto a las glicinias?

Zofia sintió una punzada de culpa. Laila la había visto, pero al ver el cepillo ella
se había escabullido a otro salón.

Paso 2: Te he preparado tres vestidos. El oscuro es el más discreto porque no


tiene volantes asimétricos. El claro es el más cómodo.
El bordado es por si te pones nerviosa, porque así podrás contar las puntadas
mientras esperas.

Zofia se cepilló el pelo y cogió el vestido bordado.

Paso 3: En el tocador tienes un bote de colorete y uno de kohl. Úsalos solo si


quieres. Los cosméticos no son nunca una necesidad. Pueden ser lo que tú deseas que
sean. Una mejora, una coraza, etcétera.

Zofia se quedó leyendo el último paso. No sabía por qué, pero la tranquilizaba. En
el tocador vio los botes de cosméticos que citaba Laila. Zofia no tenía muchas cosas
en el tocador más allá del lavamanos y una toalla limpia. En su país, nunca invertía
demasiado tiempo en la cara o el pelo, algo que inevitablemente terminaba
frustrándola, y al final acababa pidiéndole ayuda a Hela. Pero Hela no estaba allí. Por
lo menos, no todavía. Y si el plan salía mal, quizá nunca estaría allí.
En cuanto se hubo vestido, examinó dos veces los bolsillos y las faldas. Toda su
ropa lucía un aspecto forjado, y el vestido bordado no era una excepción. La pelliza

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estaba hecha de una tela forjada sulfurosa que podía incendiarse —perfumada para no
irritar la nariz— y había modificado sus zapatos, como también los de Enrique y los
de Hypnos, para incluir cuchillos en los talones.
En su bolsito llevaba un mnemoinsecto y la tela plateada. Zofia trasteó con la
correa del bolso hasta que la ajustó. Iba a salir de la habitación cuando percibió un
débil brillo en su mesita de noche. Se detuvo. Era una flor de luna, que Tristan había
forjado para que se impregnara de la luz de las estrellas y sirviera de linterna nocturna
para aquellas ocasiones en que le entraba hambre y quería visitar la cocina a
hurtadillas. Tristan siempre trabajaba en inventos botánicos, igual que Zofia siempre
trabajaba en nuevos desarrollos de ingeniería. Sonrió al pensar en el último invento
en el que trabajaba Tristan: los mordiscos nocturnos, unos proyectiles de tinta que
cegaban a alguien temporalmente, para la desesperación de Laila.
Zofia acarició la flor de luna. Los últimos días había dormido en el laboratorio y
no la había puesto en el alféizar de la ventana. Los pétalos emitían un poco de luz,
que formaba un halo luminoso sobre la madera de la mesita de noche. Con cuidado,
Zofia la cogió y se la metió en el bolso, encima de todo lo que llevaba. Tristan no iba
nunca sin una flor, ya fuera en los bolsillos o entre los dedos. Iba a necesitar una para
cuando volvieran a casa.
Zofia recorrió el vestíbulo. En las paredes, las antorchas forjadas parecían
demasiado brillantes. Se frotó la piel, estaba caliente. Normalmente, nunca entraría en
un vestíbulo en el que hubiera gente que la pudiera ver. Sin embargo, las
instrucciones que le dio Séverin antes de marcharse habían sido muy estrictas.
«Que se te vea».
Nada más pensarlo le entraron náuseas. Zofia miró hacia abajo, hacia el final de
las escaleras. Por un segundo, no le pareció que los peldaños formaran una diagonal
inclinada, sino una caída pronunciada, y sintió que su cuerpo se asomaba a un
precipicio que bajaba hasta el suelo. Zofia se bamboleó.
—¿Todo bien, fénix?
Enrique estaba a su lado y le pasó el brazo por la cintura. Enseguida lo retiró.
—Disculpa. Pensaba que te ibas a caer.
—Así es. —Zofia aferró la barandilla.
Se quedó mirando a Enrique. Como ella, él se había vestido con esmero.
Reconoció la sutil defensa de su ropa. Zofia había inventado botones que se
convertían en canicas para hacer resbalar a alguien. El cuadrado de seda de su bolsillo
se transforma en un escudo de hierro. Y entonces levantó la vista… y lo miró a la
cara. Ya le había visto la cara por lo menos una vez al día en los últimos 730 días, y
no había cambiado ni un ápice. Objetivamente, era un rostro muy bello. Zofia se
había fijado en las miradas prolongadas que lo perseguían siempre que entraba en una
sala. Al fijarse bien en sus rasgos, sin embargo, notó algo… diferente. Más intenso.
—Mmm… ¿Zofia?

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Zofia parpadeó, y entonces se dio cuenta de que había levantado la mano para
tocarle la cara. La apartó y se la miro, pensativa.
—Tu cara está diferente.
—¿Y es algo negativo? ¿O positivo? —Enrique se palmoteo las mejillas con
suavidad—. ¿Sigo siendo guapo, al menos?
Una calidez le inundó la espalda a Zofia. Qué extraño. Era una sensación
incómoda, pero no dolorosa.
—Sí —respondió, y acto seguido empezó a bajar las escaleras.
Los dos pasearon entre la multitud. En un rincón del recibidor estaban sentados
varios príncipes turcos alrededor de un tablero de ajedrez. Una mujer cuya cabellera
parecía una capa de tinta pasó por su lado y sus mangas de color rojo intenso rozaron
el suelo. El escritorio del conserje era un círculo caótico. Las llaves de las
habitaciones pasaban volando entre la muchedumbre y golpeaban las muñecas de los
huéspedes como si fueran perros ansiosos en busca de un premio.
—¿Cuánto tiempo debemos quedamos aquí? —le preguntó Zofia.
—Hasta que den las diez.
Zofia miró hacia el gran reloj de pie que se alzaba junto a la entrada de L’Éden.
Faltaban diez minutos.
—¿Donde está Hypnos?
—Vuestros deseos son órdenes, ma chère.
Hypnos apareció a su lado vestido con un brillante abrigo de terciopelo lila.
Movió los dedos y su anillo de Babel centelleó.
—¡No alardees de anillo! —lo regañó Enrique.
—Relájate, es falso.
Zofia se lo quedo mirando. Entonces, ¿donde había escondido Hypnos el suyo?
Un patriarca o matriarca jamas iba sin su anillo, porque lo llevaba soldado a la piel.
Enrique soltó un resoplo.
—Vale. ¿Qué me dices de lo demás? ¿Que llevas puesto? —le preguntó—.
Séverin te pidió sutileza.
—Alguien me podría reconocer. Y si me reconoce alguien, vestir sutilmente tan
solo me haría llamar más la atención, porque nunca visto así. Además, llevo puestos
todos mis amuletos de la buena suerte. —Hypnos se levantó la solapa y les enseñó
unos broches gigantescos, hechos con fragmentos de joyas—. Si os soy sincero,
forman parte de mi herencia…
—¡Pareces un insecto!
—¡Serás grosero! —Hypnos se llevó una mano al pecho—. Zofia, ¿soy un
insecto?
Zofia sacudió la cabeza.
—Gracias…
—No cuentas con las características necesarias para ser un insecto —añadió Zofia
—. Te faltan dos pares de alas, un cuerpo segmentado en tres partes y seis patas.

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Tristan se lo había enseñado.
Enrique soltó una carcajada.
Cuando el reloj dio las diez, los tres se subieron a un carruaje. El trayecto hasta la
Exposición Universal era corto, y cuando bajaron vieron que la gente formaba una
aglomeración en el Champ de Mars. La Tour Eiffel estaba iluminada con focos y los
fuegos artificiales brillaban en el cielo nocturno. Zofia se abrió paso entre la multitud,
con un sentimiento de pánico en los pulmones. La gente la empujaba desde ambos
lados. Ni siquiera veía el suelo, y a duras penas habían avanzado cinco pasos…
—¡Abran paso! —gritó Hypnos mientras clavaba pinchazos a la muchedumbre
con su bastón.
Enrique estaba horrorizado. Se tapó la cara con la mano.
En ese momento, Hypnos suspiró.
—Que así sea. —Desenroscó la punta de su bastón—. Tapaos la boca y la nariz,
queridos.
Zofia no vio nada, pero sí que notó una débil neblina contra la piel. Una a una, la
nariz de los viandantes se arrugo y todos se fueron apartando de Hypnos y dejando un
camino libre hacia la exposición. Cuando llegaron al otro lado de la marabunta,
Hypnos tapó el bastón y sonrió.
—Contraté a un artista forjado con afinidad mental para que me hiciera un
repelente humano. Por desgracia, solo dura un minuto, pero gracias a eso tengo un
bastón la mar de práctico.
—Pues mi bastón emite una luz muy brillante. —Enrique estaba celoso.
Zofia sintió una oleada de orgullo. El bastón lo había diseñado ella.
Hypnos levantó la barbilla.
—Pues el mío…
Zofia los ignoró. No terna ningún interés en escuchar cómo discutían por ver cuál
de los bastones era el mejor.
Más allá de las calles repletas de vendedores de souvenirs y de cafeterías con
exóticas ofertas se alzaba la arcada de cristal y metal de la Galerie des Machines, el
lugar donde se presentaban los inventos que los acompañarían hasta el nuevo siglo. Y
justo a su lado, la Exposición de Supersticiones Coloniales. Unas horas antes, Hypnos
había dejado guardias de la Casa Nyx en la puerta, y cuando estos los vieron, se
hicieron a un lado y les dejaron entrar. A esas horas de la noche, el lugar estaba
desierto; la mayoría de los turistas había salido de las exposiciones para ver los
ruegos artificiales que estallaban en los alrededores de la Tour Eiffel.
Como la vez anterior, el suelo estaba lleno de ordenadas hileras de podios
iluminados. En cada uno de ellos se escribía una descripción del objeto forjado en
cuestión y de su país de origen. Zofia sacó el mnemoinsecto que llevaba en el bolso.
La pared que escondía la puerta Tezcat oculta se cernía sobre Zofia. Como ella no
media ni 1,30 m de altura, estaba acostumbrada a sentirse pequeña, pero fue lo que se
encontraba al otro lado de la puerta Tezcat lo que la hizo encogerse. Había visto los

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secretos que ocultaba el reloj de hueso: el auditorio osificado cubierto de lo que
parecía una espiral logarítmica gigante, los huesos apilados contra las paredes.
En la mayoría de las adquisiciones, ella permanecía en un segundo plano o se
escondía en el lugar final, para actuar e interferir si la necesitaban. Nunca estaba en la
avanzadilla, nunca era la que controlaba la misión. Zofia tragó saliva para dejar atrás
las dudas. Las cosas cambiaban. Tristan la necesitaba y ella no le iba a fallar.
Había tardado horas en lograr que la tela plateada se forjara desde sus manos
hasta el suelo. Zofia se recompuso, se miró las mangas y empezó a contar las
puntadas bordadas, hasta que un agradable zumbido le envolvió los pensamientos. En
los dos extremos de la sala se encontraban Hypnos y Enrique.
Zofia fingió mirar a uno de los objetos de los podios. Y entonces murmuró entre
dientes una sola palabra:
—Ya.
Hypnos y Enrique agarraron los extremos de la tela plateada, que ahora alcanzaba
toda la longitud de la pared de piedra.
La tela era impenetrable, pero aun así podía rasgarse contra la pared, y por eso
Zofia había añadido adhesivo forjado a los hilos. Si alguien llegaba después de que se
hubieran ido ellos, no sería capaz de arrancar la tela de la pared.
A la vez, los tres juntaron los talones. Los zancos forjado que llevaban escondidos
en los zapatos se activaron y los lanzaron por los aires. La tela plateada se levantó del
suelo, como si de una cascada inversa se tratara, hasta cubrir toda la pared.
En cuanto terminaron, Zofia cogió el mnemoinsecto. Frotó el botoncito que tenía
en el ala derecha. Siempre que tocaba uno sentía una vibración que le recorría las
venas. Aunque el mecanismo del insecto requería de una afinidad material, su
mecanismo interno utilizaba afinidad mental. El objeto establecía un vínculo con el
modo en que su mente procesaba una imagen, y esa imagen la podía proyectar en
forma de holograma.
—¿Qué tengo que hacer, hermosa? —le preguntó Hypnos—. ¿Cantar? ¿Bailar?
—¿Por qué tengo que estar delante de un mnemoinsecto? —quiso saber Enrique
—. ¿No puedo quedarme a un lado?
—¿Qué haría Séverin?
—Seguro que echar chispas por los ojos de manera atractiva y contemplar el
lugar.
—Y tragarse un poco de clavo —dijo Zofia.
—Sin duda —sonrió Enrique.
—¿Ahora? —preguntó Hypnos.
—Aún no —respondió Zofia. Debían actuar en el momento preciso; si no, quizá
Séverin y Laila quedaran al descubierto.
A su alrededor, el reloj dio las once.
Zofia ajustó las lentes.
—Empezad a posar —dijo al fin.

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Laila

Una hora antes de la medianoche

A Laila le resbalaban los pies sobre el suelo escurridizo de las catacumbas. Le


latía el corazón a una gran velocidad. Poco a poco, fue avanzando en la
negrura. Más adelante veía a Séverin. Una silueta alta e imponente que atravesaba las
sombras espesas de las salas combadas de huesos.
Laila no se atrevía a tocar los huesos que flanqueaban las paredes a su alrededor.
Nunca había probado su habilidad con una calavera. En la India, a los muertos se les
incineraba. Contaba la leyenda que los que no eran incinerados propiamente se
convertían en bhuts, en fantasmas. Aunque sabía que no era capaz de leer nada que
tuviera vida, no quería arriesgarse con los muertos.
Por encima de ella, las esculturas del techo proyectaban una luz verde hacia el
suelo. Laila se estremeció al recordar la advertencia de la entrada a las catacumbas:

Arrête! C’est ici l’empire de la mort.

¡Detente! Aquí se encuentra el imperio de la muerte.

A duras penas lograba mirar en torno a sí. Hasta el aire la irritaba. Tenía la textura
fría y sin ventilar de un sepulcro, y Laila notaba que le congelaba la garganta con
cada inhalación. Cuando giró una esquina, vio una calavera del tamaño de un niño y
estuvo a punto de vomitar. Todo apestaba a un precio pagado y ella no sabía cuál era
el precio de su existencia. ¿Fue lo que el jaadugar había usado para construir su
cuerpo?
—Por aquí —susurró Séverin.
Laila se acercó sigilosamente. Cuanto más se aproximaba, más tenía la impresión
de que una mano le estrangulaba los pensamientos. Cuando vieron la ubicación de la
Casa Caída en el reloj de hueso, el objeto había proporcionado más que una imagen:
les había dado conocimiento. Laila meneó la cabeza. No le gustaba esa sensación de
tener algún parásito instalado en su mente y tirando de las riendas.
Ahora, junto a Séverin, pensó que tenía que haber un error. No había más que otra
pared con huesos; esta vez formaban una arcada con una fila de calaveras sonrientes
que se tambaleaban desde la cima. Un tenue destello de luz sobresalía de las cuencas

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vacías de las calaveras. Laila contuvo la respiración mientras Séverin ponía una mano
sobre la pared de huesos. Su mano desapareció y se hundió hasta la muñeca.
—Otra Tezcat —dijo. Una sonrisa feroz le transformó la cara—. Y ni siquiera está
protegida.
La Casa Caída había confiado en el secretismo sobre su localización, y en poco
más. Ni una sola vez encontraron un rastro de seguridad adicional al recorrer los
pasadizos y al blandir sus dispositivos forjados.
—¿Lista?
Laila asintió. La tarea principal de Séverin era encontrar a Tristan. Lo único que
debía hacer ella era leer la sala. Literalmente. En algún punto del otro lado no solo se
hallaba el anillo de babel de la Casa Kore, sino también el Ojo de Horus robado de la
biblioteca subterránea. Después de eso, Hypnos podría informar a la Orden y Roux-
Joubert y su secuaz serían detenidos.
—Yo entro primero —dijo Séverin.
Durante unos instantes, Laila quiso frenarlo. Aquel lugar la ponía de los nervios.
A lo mejor no era mas que una superstición. Al final, vio como Séverin se adentraba
en la pared de huesos y notó sus latidos golpeando fuerte contra sus sienes.
Laila esperó un segundo. Su mano toco la pequeña bolsa que llevaba en la
cintura. La desplazó a un lado y se sacó el cuchillo que portaba junto al muslo.
Respiró hondo, su cuerpo retrocedió ante el aire húmedo y desagradable, y atravesó la
pared.
Al otro lado se encontraba el auditorio, idéntico al que les había mostrado el reloj
de hueso. En la pared había unas sucias gradas talladas, que descendían hasta llegar a
un gran escenario, que a Laila le recordó al caparazón de un caracol. Una extraña
espiral se hundía en la tierra. Cuando vieron por primera vez la proyección del reloj
de hueso, Zofia murmuró que se trataba de otra espiral logarítmica y se lanzó a una
explicación de la que Laila desconectó. Séverin, en cambio, creía que era otra cosa.
Un camino mecanizado, no diferente de una rueda hidráulica que se activaba por la
presión de un líquido ni de la bola de fuego que recorría el patrón en espiral en la
Casa Kore. Sin embargo, no tenían ni idea de a dónde se suponía que conducía.
Detrás del escenario, del techo colgaban unos andrajosos telones escarlatas,
completamente inmóviles. La tela estaba cubierta de unos bordados dorados un tanto
descoloridos.
Los símbolos de las cuatro Casas francesas. Un uróboros —una serpiente que se
mordía la cola— delimitaba el telón. La Casa Vanth. Una luna creciente, en forma de
una sonrisa pálida fantasmagórica, brillaba en el centro. La Casa Nyx. Varios capullos
y espinas se entrelazaban en el espacio que quedaba entre la serpiente y la luna. La
Casa Kore. Y en el cuerpo de la serpiente, seis puntas recorrían el cuerpo escamoso,
un hexagono gigantesco. La Casa Caída. Detrás de los telones, supuso Laila debía de
hallarse la entrada a la Exposición de Supersticiones Coloniales. Laila intentó no

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pensar en Hypnos, Enrique y Zofia. Qué cerca estaban y, al mismo tiempo, qué lejos.
Susurró una oración mientras contemplaba el resto del espectáculo.
A la izquierda del escenario había una puerta cerrada. Laila oyó el ruido de
alguien que tocaba un violín y de otra persona que hablaba en voz baja. Se le erizaron
los vellos de la nuca, pero no le entró el pánico. Era lo que marcaba el plan. Roux-
Joubert y su socio iban a estar allí, por supuesto. Dentro de una hora, cruzarían la
puerta Tezcat, en teoría para coger el anillo de Babel de Hypnos antes de regresar a
las catacumbas. Un movimiento a la derecha del escenario llamó su atención. Laila
agarró la daga de la cintura. Al mismo tiempo, Séverin le cogió de la mano con un
agarre de acero.
Tristan.
Estaba en una silla. Todavía llevaba el casco de Fobos en la cabeza. Incluso a lo
lejos, Laila veía el destello azul que brillaba a su alrededor, como si fueran chispas de
rayos. Su mirada se dirigió al resto del cuerpo de su amigo. Aferraba los reposabrazos
con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Extendía las piernas de urna manera
un tanto frágil. Laila cerró los ojos y se forzó a reprimir las lágrimas que se le
asomaban.
—¿Por qué no le han quitado esa maldita cosa? —preguntó Séverin con voz ronca
—. ¿Por qué siguen haciéndole daño?
Laila no sabía que responder.
—Se lo vamos a quitar. Pronto acabara todo.
Séverin palideció, pero consiguió asentir. Laila se obligó a mirar detrás de
Tristan, al área que lo rodeaba. Había una enorme mesa de trabajo, repleta de piezas
mecánicas: puntas de herramientas, un punzón de madera, un tarro con botones. Y
allí, sobre un trozo de terciopelo, el Ojo de Horus. Algo resplandecía a su lado.
Estaba demasiado lejos para saberlo, pero el brillo azul la llenó de esperanza. Podría
tratarse del anillo de Babel.
Séverin extendió la mano. Laila rebuscó en la bolsa. Junto a un puñado de
mordiscos nocturnos de Tristan tenía una pequeña tabaquera. La abrió y dejó al
descubierto una nueva y maravillosa provisión de polvo espejo. Séverin cogió una
pizca, se espolvoreo las manos y tocó el suelo sucio. Su imagen se onduló y se fundió
con la tierra. Al moverse, era como si hubiera un bulto invisible sobre la superficie
que recorría la pendiente. Laila lo imitó y bajó las escaleras. A pesar de llevar las
campanitas forjadas que anulaban el ruido, avanzaba de puntillas. El instinto de una
bailarina para moverse con precisión. El suelo que pisaban era resbaladizo y estaba
cubierto de barro y grava. Lo único que haría falta para que los descubrieran era que
tropezaran y se iniciara un alud de piedrecitas.
En la base de las gradas, Laila y Séverin treparon por los lados y se dirigieron a la
zona sombría en la que estaba Tristan. Séverin corrió hacia él y le agarró la muñeca.
Esperó unos instantes y luego se quedó helado.
—Se le acelera el pulso.

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Pero al menos tenía pulso.
Séverin se agachó en el suelo para desatar las correas que ataban las piernas de
Tristan a la silla. Le temblaban las manos. Tan de cerca, el casco que rodeaba la
cabeza de Tristan desprendía un azul siniestro. Rayos de luz revoloteaban por la
cima, como si fueran tentáculos sobre el cráneo de Tristan. Sus ojos se movían tras
los párpados cerrados.
—¿Qué te han hecho? —murmuró Séverin entre dientes. Le lanzó una mirada a
Laila—. Coge el Ojo y empieza a buscar el anillo.
Laila, sin embargo, estaba inmóvil. Algo no iba bien. Un mal presentimiento
nació dentro de ella y le provocó hormigueos en la cabeza.
—Séverin, espera.
—Lo voy a sacar de aquí —anunció con firmeza. Ya había desatado un nudo y
ahora fue a por las correas de la otra pierna. En todo ese tiempo, Tristan no se movió,
no se retorció. Como si no sintiera nada—. Se acabó.
Laila se giró hacia la mesa. Allí estaba el Ojo de Horus. A su lado, el anillo.
Los dos objetos formaban un tranquilo tesoro, listo para que se lo llevaran. No
obstante, Laila no los arrancó de la mesa. Algo le paralizaba la mano. Al final, tocó la
madera que estaba delante de Tristan. Las imágenes de las que había sido testigo la
madera aparecieron en su mente y la alejaron del paisaje que la rodeaba. «El
escenario. Los telones que suben al aparecer un hombre con un sombrero con
cuchillo. La tos de Roux-Joubert y la sangre que escapa de su pañuelo y mancha la
mesa de madera. Los gritos de Tristan. Una tela que le tapa los labios».
Laila retiró la mano con el corazón a mil revoluciones. De reojo presentía a
Séverin. Sus manos se afanaban con los nudos. Lo oyó a lo lejos.
—Laila, coge el Ojo y el anillo. ¿A qué estás esperando…? Se vio a sí misma
tocando el Ojo de Horus. Como si se encontrara fuera de su propio cuerpo. Sintió que
concentraba su percepción para intentar leerlo, como haría con cualquier objeto no
forjado. Sin embrago, el anillo sí lo estaba, y todos los secretos que escondía
escaparían a su contacto. A continuación lo cogió.
Y la mente se le lleno de imágenes.
«Las herramientas de la mesa. El molde de zinc. Un hilo con luces azules. Tristan
grita mientras crean el anillo».
«—Y ahora, chico, estate callado si no quieres que te suelde el casco de Fobos.
¿Es eso lo que quieres? ¿No ves el lugar que ocupas en la gran revolución? ¿No
comprendes lo que hay que hacer para despertar el futuro?».
Laila retiró la mano.
No tendría que haber podido leer el anillo. Era falso.
—¡Séverin! —gritó. Le dio igual levantar la voz y que alguien la oyera. Quiso
cogerle la mano antes de que él tocara el casco, pero no fue lo bastante rápida.
Séverin alargaba las dos manos. En cuanto levantó el casco de la cabeza de Tristan,
las luces azules desaparecieron bruscamente. Debajo del casco, la cabeza de Tristan

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cayó a un lado. No le habían cambiado la ropa que llevaba en el invernadero. Estaba
cubierto de sus propias inmundicias. Séverin se giró hacia Laila con una sonrisa
victoriosa en el rostro. Laila parpadeó. Ocurrió muy deprisa. Al principio, las luces
azules desaparecieron. A continuación, se incendiaron. La luz se desató y recorrió los
brazos de Séverin. Este cayó de espaldas, con la cabeza inclinada hacia atrás y entre
temblores.
—¡No! —chilló Laila.
Dio una patada al casco para alejarlo de Séverin y se acercó hasta él. Tenía los
ojos en blanco.
—Majnun.
Séverin no se movía. A lo lejos, Laila oyó que se abría una puerta. Unas voces
que se volvían apremiantes. El chirrido de metal contra metal de los telones. La
mente de Laila se dividió. Tenía que marcharse. O quizá pudiera esconder a Séverin,
cubrirlo del suficiente polvo espejo para que nadie lo encontrara hasta que los demás
se reunieran con ellos. Al menos tenía el Ojo de Horus.
Laila se levantó y entonces se encogió de dolor. Algo se le había clavado en la
nuca. Se llevó una mano a la cabeza… y notó carne. La piel fría y sudada de la
muñeca de una persona. Y detrás de la muñeca, un cuchillo.
Laila se quedó inmóvil. Retiró la mano, con la espalda rígida como una plancha
de hierro. Lentamente, movió la cabeza. Al hacerlo, metió una mano en la bolsa.
Seguía abierta ahora caída sobre su regazo. Cerró los dedos sobre un mordisco
nocturno.
—Por favor —dijo una voz temblorosa detrás de ella. La voz de quien la apuntaba
con un cuchillo—. Por favor.
Algo se rompió dentro de ella. Laila conocía perfectamente aquella voz. Sabía
cómo se volvía grave al reír y aguda de la emoción. Miró detrás de sí: era Tristan.
Tenía la cara bañada de lágrimas. Por más que llorara, sin embargo, no dejaba de
aferrar el cuchillo con el que le amenazaba el cuello.
—Por favor —le suplicó, y esa voz a Laila no le sonó a la suya, sino a la de un
chico turbado y atormentado—. Por favor, no lo entendéis.

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Séverin

Quince minutos antes de la medianoche

S éverin abrió los ojos.


Estaba de rodillas. Eso si lo sabia. Y le dolían. Además, le latían los
músculos del cuello. En cuanto bajo la mirada, vio que tenia las manos juntas, como
si estuviera rezando. En la boca notó un sabor agrio. Sobre la lengua le ardía un
trocito de clavo.
—¿Sabéis dónde estáis, monsieur Montagnet-Alarie?
Séverin levantó la vista. Roux-Joubert lo miraba desde arriba. Séverin cambió el
punto de apoyo de una rodilla a la otra y sintió un gran peso en la zona posterior de la
pierna izquierda. Antes de poner un pie en las catacumbas, en el tono del pantalón se
había colocado una bolsita llena de tierra de diatomeas y azufre. Esperaba que fuera
un rastro, pero ahora no estaba seguro de que los demás lo encontraran a tiempo.
Se mordió el labio con el deseo de que el dolor le avivara la memoria. Recordaba
entrar en las catacumbas. Recordaba haber visto las marcas extrañas del suelo del
escenario. Se sacudió y nuevas imágenes aparecieron sobre la superficie de sus
pensamientos. Laila. Laila le gritaba y se le acercaba cuando él agarró el casco que le
habían encajado a Tristan en la cabeza.
—Está bien, joven —dijo Roux-Joubert, como si le pudiera leer los pensamientos.
Séverin reprimió un gruñido.
Roux-Joubert les había tendido una trampa. Y había puesto un cebo que era
irresistible para Séverin: Tristan.
Séverin levantó la vista aún más. Los telones escarlatas una vez unidos, estaban
subidos del todo. La puerta Tezcat se abría delante de él y se cernía como una bestia
de obsidiana pulida. A través de la puerta, vio la exposición forjada: los objetos que
sobrevolaban los podios, la luz tenue de las lámparas de azufre que cubrían el lugar
de sombras. Sin embargo, vio más que eso. Justo al otro lado de la puerta Tezcat, con
los pies bien firmes sobre el suelo de la exposición, las manos en los bolsillos y unas
sonrisas petulantes estaban Enrique e Hypnos. Séverin apartó la mirada con el
corazón a mil latidos por hora. Recorrió el escenario con los ojos. Allí solo había dos
personas: Roux-Joubert, vestido con un traje negro y un gran broche pulido de abeja
en la solapa, y, detrás de él, un hombre corpulento con un extrañísimo sombrero, cuya
ala brillaba como… como si fuera un cuchillo.

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Séverin intentó torcer el cuello para mirar hacia atrás, pero no lo logró. Laila y
Tristan habían desaparecido.
—¿Dónde están? —resopló.
—A la espera de ser testigos de todo —dijo Roux-Joubert.
Dio un paso hacia Séverin, y después se detuvo. Cogió un pañuelo del bolsillo y
empezó a toser salvajemente. Incluso entonces, con la cabeza aún inmersa en los
remanentes de las pesadillas, Séverin supo que aquel hombre no se encontraba bien.
El pañuelo estaba salpicado de sangre. Séverin abrió la boca para hablar cuando el
hombre con el sombrero de cuchillo le enseño el sombrero que llevaba a la espalda, el
casco.
Sobre la capa de cristal planeaban chispas azules, y Séverin se estremeció. Fue lo
ultimo que había tocado antes de desmayarse. Recordaba que le había invadido la
mente. Su cabeza se lleno de imágenes que le estrujaron el alma: su madre le gritaba
«¡Corre! ¡Corre, mi amor! ¡Corre!»; Tristan se agachaba junto a un rosal; los cortes
de las espinas le horadaban la piel; un faisán de piel dorada sobre un plato; la mano
de Laila que caía inerte al suelo; los huesos del escribano hortelano que le arañaban la
boca por dentro…
Pesadillas. Todo eran pesadillas.
—No vamos a tener que presentarte al casco de Fobos —dijo Roux-Joubert—.
Aunque si que pareces sorprendido de verlo. Hace unos diez años, la Orden de Babel
lo prohibió. Una lástima si tenemos en cuenta los excelentes resultados que da. Nadie
te motiva mejor que tú. ¿Y quién te conoce mejor que tú mismo?
Séverin recordó la cara de Tristan al quitarle el casco. Con marcas bajo los ojos,
como si llevara días sin dormir.
—Es impresionante lo que uno deja al descubierto en sus peores pesadillas —
siguió Roux-Joubert.
El hombre del sombrero le había acercado una silla y el tipo se sentó, con los
tobillos cruzados, y se alisó la parte delantera de la chaqueta, como si fueran a tomar
un té.
—Incluida una adquisición de un reloj de hueso de la Casa Caída.
Séverin endureció la mirada.
—Oh, no te preocupes, joven. Que hayáis conseguido descifrarlo sigue siendo de
lo más impresionante. Sinceramente no estaba seguro de que lo lograrais, pero dejé la
trampa allí por si acaso.
Séverin forcejeó contra las cuerdas que le ataban las muñecas, pero de nada
sirvió.
Roux-Joubert se levantó de la silla. Bajo la luz sulfurosa de las catacumbas, tenía
una expresión macilenta, entre amarilla y enfermiza.
—Shh… Shh… No hagas eso. Si no, te harás daño. Deja que te lo haga otro. De
lo contrario, ¿dónde está la diversión?

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Le tocó la cara a Séverin y le recorrió una mejilla con la uña. En ese momento,
Roux-Joubert se encogió de dolor. Se agarró la manga, como si allí tuviera una herida
que requiriera atención. Lentamente, se arremangó la tela y enseñó un tajo largo
cubierto con una venda que se volvía amarilla.
—Es el precio de la divinidad —masculló Roux-Joubert—. Un precio que hace
tiempo quisimos pagar.
Séverin miró detrás de Roux-Joubert. Enrique e Hypnos estaban allí, en la
exposición, hablando entre sí y lanzando algo por los aires como si tuvieran todo el
tiempo del mundo. Séverin se humedeció los labios. Su voz sonaba áspera, pero
necesitaba hablar. Necesitaba, sobre todo, que Roux-Joubert siguiera hablando.
—¿Divinidad?
—Por supuesto —dijo Roux-Joubert. En sus ojos brillaba un resplandor maníaco
—. ¿Nunca te has preguntado por qué solo ciertos humanos pueden forjar? Es una
esencia que viaja en la sangre, una que es capaz de aprovechar el fragmento de Babel.
Dios nos hizo a Su imagen y semejanza. Así pues, ¿acaso no somos dioses?
Una vez más, Roux-Joubert se levantó la manga. Se arrancó el vendaje
amarillento y enseñó una piel pálida repleta de cicatrices.
—Fue duro —admitió— herirse y flagelarse a uno mismo.
Pero…
Cogió un cuchillo que tenia en el bolsillo del pecho y se lo clavó en el brazo.
Hizo una mueca de dolor, pero cuando empezó a sangrar, su sangre no era amarilla,
sino dorada. Como el icor, la sangre de un dios.
—Valió la pena. Hace muchos años, la Casa Caída descubrió algo sobre nuestra
sangre. Con las herramientas adecuadas, podríamos utilizar la esencia esencial que
conteníamos y que nos permitía forjar a los que teníamos una afinidad. Pero eso no es
más que el principio. Le da a uno poder sobre más que sólidos y mentes… Le da
poder sobre los espíritus de los demás. Te lo enseñaré.
Séverin se echó hacia atrás, pero las cuerdas lo mantenían bien sujeto. Roux-
Joubert dio un paso adelante. Presionó la punta del cuchillo contra la mejilla de
Séverin y empujó hacia abajo. Séverin se tensó. Se le entrecortó la respiración y se le
aceleró el pulso. Cuando terminó de hacer el corte, Roux-Joubert colocó la piel
rasgada de su brazo contra la cara de Séverin. El empezó a gritar, pero Roux-Joubert
todavía apretó con más fuerza.
La voz de Roux-Joubert era grave y húmeda.
—Yo podría convertiros en un ángel, monsieur Montagnet-Alarie.
Un dolor indescriptible le recorrió la espalda a Séverin, que empezó a chillar.
Algo se le hundía entre los omóplatos. Entre temblores, soltó una bocanada de aire y
miró hacia atrás. Un par de alas sobresalían de la tela de su traje, afiladas como
pináculos. Unas plumas húmedas y de color plateado alzaron el vuelo y se secaron.
—O bien en un demonio.

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Séverin se dobló hacia delante. Un nuevo dolor lo inundó y le recorrió las sienes.
Se le emborronó la visión y la recuperó cuando un par de cuernos aparecieron en su
frente, cuernos que se curvaban justo detrás de sus orejas.
—Yo te podría cambiar.
Todas las células de Séverin se estremecieron hasta que, de pronto, los temblores
desaparecieron. Los cuernos regresaron a su cráneo y las alas se plegaron en su
columna vertebra.
Roux-Joubert jadeó. Séverin no sabía si era un jadeo de triunfo o de dolor. Al
levantar la mirada, lo vio de cuclillo, balanceándose. Sonreía con tanta intensidad que
Séverin pensó que se le partirían los dientes. Roux-Joubert se lamió los labios, pero
no derramaba sangre. Una sustancia dorada le resbalaba por la barbilla y le empapaba
la chaqueta.
—Pero no podemos rehacer el mundo solo con el poder que otorga un solo
fragmento, ¿sabes? Si los uniéramos todos, quizá las imaginaciones que he realizado
serían para siempre. Podría rehacerte, rehacer a toda la raza humana para que fueran
imágenes de nuevos dioses. Imagínatelo. Se acabó esa espantosa mezcla de sangre.
Habría pureza, una pureza segura y filtrada de las reliquias sagradas que nos
entregaron al principio de los tiempos.
Séverin se enfrentó a una oleada de dolor. Le pesaba mucho la lengua.
—Oye, hace años me dijeron que una civilización americana antigua lograba
dioses sacrificando a humanos. —Sonrió—. Si quieres que te atraviese el corazón con
una estaca, solo me lo tienes que pedir.
—Demasiado tarde para eso —rio Roux-Joubert—. Ahora ha llegado el momento
de una revolución. Pronto, los fragmentos de Babel se habrán juntado… pero primero
hay que despertarlos. Solo entonces podremos alcanzar la promesa y el potencial que
el Señor nos presentó.
Incluso entre las punzadas dolorosas, la mente de Séverin se aferró a algo:
«Primero hay que despertarlos».
—¿Y de qué promesa estamos hablando? —preguntó.
—Pues de hacer el mundo nuevamente, por supuesto.
El hombre del sombrero levantó el casco de Fobos. Séverin se encogió. Haría lo
que fuera para no volver a llevar aquel maldito objeto.
—Ya es casi la hora —dijo Roux-Joubert.
Miró hacia atrás y sonrió ampliamente ante la imagen de Enrique e Hypnos.
—Tus amigos han resultado de lo más útiles. Se me ocurre que tal vez os deba
algo… las gracias, de algún modo. Todo este tiempo, habéis deseado saber dónde
estaba el fragmento de Babel de Occidente, ¿verdad? ¿Quizá queríais informar a la
Orden? ¿Avisarlos, incluso?
Séverin no dijo nada. Su mirada se trasladó hasta la imagen de Hypnos y Enrique,
que seguían riendo.
«No mires…».

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—Pronto lo descubriréis —dijo Roux-Joubert con una sonrisa—. Lo cierto es que
me caes bien. Creo que encajarías a la perfección entre nosotros. Si el doctor decide
dejarte con vida, claro.
Adormilado, Séverin repasó aquella palabra en su cabeza. «Doctor». ¿Qué
doctor? Roux-Joubert volvió a toser, esta vez más intensamente. Se tocó la boca;
tenía la barbilla llena de babas.
Un ruido resonó en el escenario. Séverin se obligó a levantar la cabeza. Laila se
encontraba allí. Detrás de ella, amenazándola con un cuchillo… Tristan. Séverin no
podía dejar de mirarlo. Los ojos de Tristan tenían el mismo gris penetrante de
siempre, pero no desprendían traición, solo pena… Cuando vio a Séverin, abrió los
ojos como platos. Quiso hablar, pero algo se lo impidió. La mirada de Séverin voló
hasta Laila. Laila, que intentaba decirle algo en silencio. A su lado, los ojos de Tristan
emitían destellos.
Séverin no conseguía leerle los labios. Su cabeza seguía dispersa por culpa del
casco de Fobos. Pero sí que le miró las manos, que apretaban la muñeca de Tristan. Y
no para enfrentarse a él, sino para apaciguarle.
Delante de Séverin, Roux-Joubert se arranco el broche de abeja de la solapa. Lo
giró bruscamente y el suelo se abrió ellos.
—Ahora empieza lo bueno.
Séverin intentó aprovecharse del caos. Se lanzo lanzó hacia delante, pero un
objeto silbó por los aires. El sombrero afilado del secuaz de Roux-Joubert se estampó
en su chaqueta y lo clavó al suelo.
—Una pésima idea por vuestra parte, monsieur Montagnet-Alarie.
Séverin se quedó mirando cómo cambiaba el suelo que tenia debajo. La espiral
profunda que recorría la tierra desprendía un brillo azulado. Los huesos que recubrían
las paredes empezaron a unirse para crear unas formas espantosas. Los muertos se
inclinaron ante tronos y cruces, esqueletos grotescos con coronas y bestias
horripilantes. Séverin notó un cataclismo en su interior de auténtico poder forjado, no
el adorno o postureo de la Orden, sino la esencia misma de lo que le daba humanidad.
—¿Os suena la palabra «apoteosis», monsieur? —le preguntó Roux-Joubert. Del
labio le goteaba icor.
Séverin no contestó.
—Es… un momento de ascensión. De mortal a inmortal. De hombre a dios. Y tú
lo vas a presenciar, pero no vas a estar solo. El doctor verá lo que he hecho y seré
glorioso de un modo incalculable —resolló.
Roux-Joubert levantó las manos. En las paredes, los huesos temblaron. Se
produjo una lluvia de huesos, fémures y colgantes de dientes de las gradas, que
comenzaron a unirse. Al encajar, los huesos hacían un ruido parecido al de los
relámpago.
Con los telones escarlatas subidos del todo, la imagen del espejo Tezcat se
estremeció Al otro lado. Enrique e Hypnos no era conscientes del peligro. Sonreían y

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seguían a lo suyo, sin ni siquiera alzar la cabeza.
—Séverin —lo llamo Laila en voz baja.
Sus ojos oscuros estaban bien abiertos y brillaban Una plegaria teñía su voz, una a
la que Séverin no sabia responder Quizá porque Roux-Joubert tenia razón. Quizá no
había esperanza. Habían procurado devolver el Ojo de Horus a la Orden, enseñarles
dónde se ocultaba el fragmento de Babel Creyeron que el fragmento estaba muy
lejos, escondido en algún lugar, a mucha distancia de la Casa Caída.
En ese momento, el suelo se inclinó hacia delante Séverin se cayó cuando el barro
se alzó para rozarlo y apestarle la cara. Le ardía la piel por el corte que le había
infligido Roux-Joubert en la mejilla. Se quedó donde estaba, forcejeando con las
cuerdas, con la herida aplastada contra la grava de las catacumbas. Temblando,
inspiró. Al final, se habían equivocado con sus conjeturas.
El fragmento de Babel estaba allí, escondido en las profundidades de las
catacumbas.
Roux-Joubert lanzó el anillo de la Casa Kore al suelo. El anillo se hundió entre el
barro y una luz se desplegó por el suelo. A continuación, Roux-Joubert sacó otro
anillo, uno que el tiempo había oscurecido. Una estrella cruel de seis puntas: el anillo
perdido de la Casa Caída. Se unió al de la Casa Kore y los esqueletos se alzaron por
los aires.
—Ya despierta —dijo Roux-Joubert.
Séverin levantó la vista. Los esqueletos volaban hacia la puerta Tezcat. Sabía lo
que pretendían. Querían romper la barrera.
Y en cuanto lo hicieran, el mundo entero los vería… porque al otro lado del
espejo había muchísimos turistas. Toda la Exposición Universal sería testigo del
renacimiento de la Casa Caída.
Roux-Joubert resopló con una forzada sonrisa en el rostro.
—Vayamos a saludar a tus amigos, ¿te parece?

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Enrique

Medianoche

E nrique se quedó mirando como le caía encima un esqueleto.


Se giró hada Zofia, que junto a Hypnos se agachaba a su lado en la
oscuridad sin estrellas de las gradas de las catacumbas. A duras penas reconoció su
propia voz al estrujarse los pensamientos para hacer una broma.
—Estaba tan seguro de mi vestimenta, y ahora, al mirarla… creo que le falta
cierta rapsodia interna, ¿sabes a que me refiero?
Zofia lo taladró con sus ojos azules y salvajes.
—No.
Junto a ellos, Hypnos soltó un grito y se llevó la mano con el anillo al pecho. El
blanco de sus ojos resplandecía.
—Lo están despertando…
El fragmento de Babel.
Todo ese tiempo, Enrique se lo había imaginado como todo el mundo: una roca,
quizá, algo manejable y transportable.
Sin embargo, ahora sentía el poder del fragmento, que recorría las catacumbas.
No se trataba de una roca. Tal vez ni siquiera fuera un objeto, sino algún tipo de
fuerza contenida bajo tierra.
Enrique se quedó mirando, con los ojos como platos, la luz azul que cubría el
escenario. Más huesos cayeron de las paredes para formar esqueletos irregulares. Un
olor molesto impregnaba el aire: a minerales y lluvia, a pelo chamuscado y metal. Un
temblor recorrió el suelo, las gradas se tambalearon y el barro se desmoronó de las
paredes, llenándole el espacio entre la camisa y el cuello. Enrique retrocedió, pero no
dejó de contemplar la escena. Tristan, con los ojos llenos de lágrimas, amenazaba a
Laila con un cuchillo en el cuello. Y Séverin… A Séverin lo habían atrapado. Enrique
no sabía cómo. Llegaron a tiempo de oír el regodeo de Roux-Joubert: «Hacer el
mundo nuevamente». Restaurar la raza humana. Se le formó un nudo en el estómago.
Enrique pensó en todos a los que había conocido. A los oscuros y a los pálidos, a los
que hablaban idiomas que sonaban especiados; a los que vivían en pueblos
improvisados con la tarea de entretener a los demás; a los que los miraban,
abucheaban y apisonaban su horror; a los que buscaban una mano que agarrar aun
sabiendo que jamás podrían hacerlo libremente. Pensó en todos ellos. Eran puntadas

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de un tapiz sin horizonte alguno. La Casa Caída no podía borrarlos de la faz de la
Tierra. Parecía imposible, pero Enrique tan solo debía mirar a Séverin, que estaba
doblado sobre sí mismo, para recordarlo. Tenía cortes en la espalda de la chaqueta y
una pluma seca sobre los zapatos. Eran los restos de las alas que le habían nacido al
entrar en contacto la sangre de Roux-Joubert con su piel desgarrada.
Hypnos levantó la mano lentamente y se observó el anillo falso.
—Creía… creía que mi anillo quizá era la pieza que faltaba para evitar que
despertaran al fragmento, pero me equivocaba…
Debajo de ellos, Roux-Joubert soltó un rugido. Alzó la mano y le propinó una
bofetada a Séverin. Laila parecía querer gritar, pero solo apretó los dientes con más
fuerza.
—¿Qué le habéis hecho a la puerta Tezcat? —les preguntó Roux-Joubert—. ¡El
doctor no puede entrar!
Gracias al adhesivo de Zofia y a la tela plateada, la puerta Tezcat no se había roto.
Una pequeña bendición entre tanto desastre. Y si la puerta no se abría, quienquiera
que estuviera al otro lado no la iba a poder cruzar. Todo el tiempo pensaron que solo
se trataba de Roux-Joubert y de aquel hombre armado con un sombrero.
No era así.
Los esqueletos se apiñaban contra el cristal de obsidiana.
En la superficie apareció una raya, y varios trocitos se separaron y cayeron al
suelo. La imagen de Enrique e Hypnos empezó a desdibujarse. Sonreían, giraban la
cabeza, volvían a sonreír. No era más que una mnemograbación que se extendía sobre
la tela plateada. Con cada nuevo desgarrón, sin embargo, se formó una nueva escena,
que mostraba la exposición forjada en tiempo real. Cuando se marcharon, la
exposición estaba vacía. Ahora, en cambio, vieron la forma oscura de una multitud,
recortada contra la luz tenue de la sala.
Esperaban.
Esperaban para entrar.
Séverin gritó cuando el casco de Fobos se encajó en su cabeza. Hypnos se inclinó
hada delante y estuvo a punto de descubrir su posición. Zofia le agarro la muñeca.
—Séverin nos ha dicho que no bajáramos. Pasara lo que pasara.
—¡Eso fue antes de que lo atraparan! ¡Necesita ayuda! —exclamó Hypnos—. Si
se despierta el fragmento de Babel, vamos a tener que hacer que se duerma… ¡No
puede quedarse así! Toda la civilización está en peligro, ¿no lo entiendes? ¿No lo
notas?
—Piensa un poco —dijo Enrique con el corazón acelerado—. Roux-Joubert
quería el Ojo de Horus para algo, que tendría un efecto en el fragmento, ¿no?
—Pero no sé de qué efecto se trata…
—No paras de decir que el fragmento se está despertando —dijo Zofia—. Es un
objeto. No puede despertarse. Salvo que te refieras a que es algo parecido a una
criatura forjada. En ese caso, tendrá un somno para desactivarla.

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Hypnos cenó los ojos con fuerza.
—El Ojo de Horus —dijo lentamente—. ¿Y si el Ojo de Horus hace que el
fragmento se duerma?
Enrique tragó saliva y giró la cabeza hacia la escena de pesadilla que se
desarrollaba más abajo.
—Eso explicaría por qué Roux-Joubert no quería que lo tuviéramos nosotros —
dijo Enrique—. No quiere que nadie lo detenga.
—¿Qué pasa con mi anillo, pues? —preguntó Hypnos—. Si ya tiene dos, ¿por
qué iba a querer el mío también?
La boca de Enrique se retorció en una sonrisa. Pensó en cómo Roux-Joubert no
paraba de hacerle daño a Tristan, pensó en Séverin, retorcido de dolor, y en las
palabras espantosas que había dicho Roux-Joubert sobre rehacer el mundo.
—El poder y la avaricia siempre están hambrientos —dijo—. Apropiarse de tu
anillo sería un paso más.
—Entonces, habrá que darle lo que quiere. —Hypnos apretó los dientes—. O, por
lo menos, una ilusión de lo que quiere.
Enrique asintió firmemente. Miró hacia la mesa de madera, el lugar en el que se
encontraba el Ojo de Horus, a simple vista. Quizá Roux-Joubert pensaba que ya había
ganado y que no había necesidad de protegerlo, porque nadie más que él sabía de que
era capaz aquel objeto.
Los ojos de Zofia escrutaron el suelo. Cogía algo de barro, un poco de polvo claro
que frotó entre los dedos.
—Qué curioso…
Hypnos se apretó el anillo falso contra el pecho.
—En teoría, debíamos darle el Ojo de Horus a la Orden.
No lo podemos hacer. Y no los podemos abandonar.
Enrique miró el anillo y acto seguido los broches y joyas que relucían en la
carísima chaqueta de terciopelo de Hypnos.
«Forman parte de mi herencia», había dicho Hypnos. Es decir, que estaban
marcados con su Casa.
—Si no podemos llegar hasta la Orden, habrá que traer a la Orden hasta nosotros
—dijo Enrique, en cuya cabeza se iba formando un plan—. Hypnos, daños eso.
Quiero enviar una señal.
Los ojos de Hypnos se abrieron de par en par y en los labios se le formó una
sonrisa.
—Las esfinges.
Enrique asintió. Las esfinges serian capaces de rastrear cualquier objeto marcado
con una Casa, aunque el rastro las llevase hasta las catacumbas. Además, sus ojos
podían grabar imágenes, y así la Orden no tendría más alternativa que creer que la
Casa Caída se había alzado de nuevo. Hypnos se quitó los broches. La lucecilla azul
que desprendían se volvió roja. Los dejó uno a uno en el suelo.

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Enrique observó el auditorio. El suelo se partía y el barro caía en forma de
cascada hacia las entrañas de la Tierra.
—Ya casi está aquí —dijo Roux-Joubert. Aganó a Séverin por las solapas—.
Dime cómo abrir la puerta Tezcat. ¿Qué habéis hecho?
En la distancia, Enrique oyó la respuesta jadeante de Séverin.
—Para ser alguien que desea jugar a ser un dios, no eres demasiado omnipresente.
Enrique apartó la mirada, pero lo oyó igualmente: un golpe ensordecedor al
estampar Roux-Joubert un puñetazo la cabeza de Séverin.
—Vamos, vamos… —murmuró Enrique, en cuclillas. Ojalá tuviera el rosario
consigo. Necesitaba hacer algo con las manos. No podía limitarse a mirar.
Oyó algo detrás de sí, el chasquido de una cerilla que se enciende. En el
escenario, Roux-Joubert se detuvo. Enrique miró a su lado y vio que Zofia había
prendido una cerilla y ahora la sujetaba contra el suelo.
—Zofia, ¿qué narices…?
—Me dijo que dejaría un camino de emergencia —dijo Zofia mientras señalaba el
polvo claro del suelo—. Esta sustancia es muy inflamable.
Enrique notó que curvaba los labios antes siquiera de darse cuenta de que sonreía.
Un fuego en las catacumbas les haría ganar tiempo. Pero era peligroso, iban a tener
que actuar deprisa.
—Por lo que más quieras, fénix, enciéndelo.
Zofia bajó la cerilla hasta el polvo.
En el suelo del escenario aparecieron unas vetas de luz azul. Una forma muy
clara, de un nautilo enorme y alargado, que alcanzaba también las paredes. Enrique
no veía lo que hacían los demás, pero sí sentía el poder del fragmento de Babel, algo
capaz de igualar a reyes y de tergiversar la inmortalidad. Abrió la boca, con el deseo
de recibirlo como un sacramento.
Hypnos se inclinó hacia delante y agarró a Zofia y a Enrique por el cuello.
—¡Moveos! —gritó.
Tiró de ellos hacia atrás en el momento en que por los pasadizos se levantaba una
fuerte ráfaga de viento. Enrique se estremeció cuando algo sin nombre se enroscó
dentro de él, lo sintió en los extremos de su alma. Un conocimiento instintivo, como
la huella de un creador. Era demasiado tarde para evitar que Roux-Joubert despertara
al fragmento de Babel.
Porque ya estaba bien despierto.

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Laila

Un minuto pasada la medianoche

L aila cayó al suelo cuando la fuerza del fragmento de Babel la alcanzó. Se le nubló
la visión. Varios ríos azules serpenteaban por el suelo, como el hielo al partirse
sobre un lago.
La luz recorría el escenario, en cuyo centro se abría una oscuridad espantosa, un
abismo en el que las estrellas desaparecerían para siempre.
Laila tocó el suelo y extendió los dedos sobre la dura superficie. Nunca había sido
capaz de leer un objeto forjado. Siempre se llevaba una sensación abrupta e inhóspita,
como una luz que se apagaba en una habitación. Sin embargo, esta vez… esta vez
podía hacer más que leer el poder forjado que inundaba la sala.
Lo podía entender.
La enormidad del poder la sacó de su propio cuerpo. Laila estaba en todas partes,
lo era todo en ese momento. Estaba en la cima de una montaña, con nieve en el pelo.
Estaba en el suelo de un palacio, rodeada del aroma dulzón de la resina que le
quemaba en la nariz. Estaba sobre la mano de un sacerdote, en el boca de un dios,
forjada —en el viejo sentido de la palabra, un martillo le había dado forma y vida—
en una fragua temporal. En el plano de su mente se multiplicaron numerosos puntos
de conexión. Su conciencia se desperdigó. Era infinita…
Laila jadeó.
Retiró la mano del suelo. Unas manchitas azules brillaban sobre su piel. ¿Qué
significaba que ese poder la hubiera llamado de esa manera? Si se trataba de un lugar
en el que las estrellas desaparecerían para siempre, ¿qué le ocurriría a ella? ¿Se
descosería allí mismo?
¿Quién era ella? ¿Qué era? Su madre le decía que era amada; su padre, que era
una blasfemia; y París la conocía como L’Énigme.
—¿Laila? —murmuró Tristan.
Laila.
Ella era Laila. La que se hizo a si misma. Ese momento, resplandeciente y lejano,
explotó a su alrededor. Sus sentidos volvieron a ella y con ellos volvió el miedo.
Sabía que no era su desesperada imaginación la que la hacía ver el destello de una
cerilla en la parte más alta de las gradas. Zofia y Enrique estaban allí. Séverin seguía

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balanceándose de rodillas. La sangre le goteaba de la boca por el corte de la mejilla.
Laila sintió las manos frías y temblorosas de Tristan sobre los hombros. Le acarició la
muñeca suavemente y dejó que su pelo le cubriera la cara para ocultar el gesto a
Roux-Joubert.
La tierra no era lo único que había leído.
Cuando se arrodilló en el suelo junto a un inconsciente Séverin, Tristan la
amenazó con un cuchillo. Y luego le apretó la mano con la empuñadura. «Por favor.
Detén esto». El mango de madera se le había clavado a Laila en las manos. Las
astillas le arañaban la piel y en su mente aparecieron varias imágenes.
En ellas, vio a Tristan inmerso en un océano de pesadillas que deformaban sus
dudas para volverlas reales. Para torturarlo. Y después lo torturaron con el
conocimiento de lo que él había permitido que sucediera. Laila le había devuelto el
cuchillo y había rodeado los dedos con los suyos en los segundos previos a que
llegara Roux-Joubert con su secuaz.
«Sé lo que han hecho. No es culpa tuya».
Tristan lloró detrás de ella. Ni siquiera le pregunto cómo lo sabía, simplemente
confiaba en ella, y el peso de la confianza incrementó el dolor de Laila. No iba a dejar
que nadie hiciera llorar a Tristan. Nunca más.
—¿Laila? —susurró Tristan.
Laila sacudió la cabeza y procuró no decir nada. El mordisco nocturno le enfriaba
la lengua. Solo tenía una oportunidad para utilizarlo, y necesitaba encontrar el
momento más adecuado. Levantó la vista y se concentró en Séverin. Incluso ahora,
incluso herido, parecía un rey. Con una mirada severa, impertérrita, aunque no la
mirara a ella.
—¡Abrid la puerta Tezcat! —gritó Roux-Joubert con más fuerza.
El hombre del sombrero se encogió. Los fragmentos de obsidiana de la puerta
habían caído y se habían estrellado contra el suelo en movimiento. Sin embargo, la
Tezcat no se inmutó. Al otro lado, la multitud vestida con capa seguía quieta.
El resto de la Casa Caída.
Laila se estremeció al mirarlos, tan pálidos e inmóviles.
—Señor, no hay manera… Algo la bloquea —dijo el socio de Roux-Joubert
mientras se quitaba el sombrero y se lo ponía sobre el pecho—. Y si… ¿Y si utilizo
vuestra sangre? ¿Como hicisteis vos antes? Seguro que bastará con la fuerza de
vuestro icor.
Roux-Joubert tragó saliva con los ojos encendidos. Se tocó el brazo con cuidado.
—No me gusta hacer esperar al doctor, pero no tengo nada más que ofrecer.
Tristan le apretó el brazo a Laila. Ella notaba el miedo que sentía él por cómo
respiraba deprisa para que entrara el aire en sus pulmones.
—Y tú… —dijo Roux-Joubert, girándose hacia Séverin—. ¿Qué esencia yace en
las venas del heredero de la Casa Vanth? Me dijeron que no derramara tu sangre.

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Quizá sea la prueba de que el doctor ve cierto valor en ti, pero ahora me siento de lo
más tentado.
Laila le dio un codazo a Tristan. Él dudó, y acto seguido la agarró del pelo y le
inclinó la cabeza hacia delante. Laila hizo una mueca de dolor, pero era parte del
plan.
—Por favor —murmuró—. Solo un momento.
Roux-Joubert abrió mucho los ojos. Sonrió, y la piel cerosa que le rodeaba los
labios se agrietó por el esfuerzo.
—Veo que tu fulana te es muy fiel, joven —dijo mientras miraba a Séverin—. Por
lo visto, quiere despedirse. Por qué no. Siempre he querido ser benevolente.
Séverin se puso rígido. Su mirada quemaba la de ella. Laila dejó que Tristan la
guiara. Después, le tocó la muñeca suavemente a Tristan. Necesitaba que Séverin
supiera que había visto lo que había ocurrido, que confiara en ella.
Séverin parpadeó lentamente. Bajo la luz de las catacumbas, sus pestañas
proyectaban sombras en forma de punta sobre su rostro. Cuando levantó la vista para
mirarla, en las profundidades violetas brilló un tono azul.
Tristan la empujó hacia delante.
Laila no esperó. Agarró la cara de Séverin y le recorrió el pelo con los dedos
mientras bajaba los labios hasta tocar los suyos. Cuántos recuerdos y promesas se
enmarañaron.
«No podemos hacerlo».
«Ya lo sé».
Séverin abrió los ojos con las pupilas dilatadísimas. Con la boca abierta, dejó que
Laila sintiera su sabor. A sangre y a clavo. La mano de ella se apretó contra el corte
de su mejilla y él se encogió contra su boca.
Los besos no tendrían que ser así. Los besos debían darse bajo las estrellas, no en
presencia de una muerte segura. Al mirar hacia los huesos que los rodeaban, no
obstante, Laila vio fractales blancos. Parecían pálidas constelaciones, y pensó que, tal
vez, para un beso como ese, hasta el infierno había dispuesto sus propias estrellas.

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Séverin

S éverin no tendría que haber cerrado los ojos. Ni siquiera reparó en ello, porque
aquellos instantes parecieron ocurrir fuera de su realidad. Pero claro, Laila lo
besaba mientras el mundo se desquiciaba a su alrededor. Por qué no. Cuando Laila le
acercó los labios a los suyos, la lógica revoloteaba sobre los confines de sus sentidos.
Séverin se apretó contra los labios de Laila, se abandonó a ella, la probó.
Sabía a imposible.
A luz de luna azucarada.
Y entonces algo apareció en su lengua. Un mordisco nocturno. Recordó, de
pronto, que Laila se lo había guardado en la bolsa justo antes de marcharse. La lógica
se impuso. El horizonte que bailaba loco de alegría en su mente se puso en orden, se
restableció.
No era un beso auténtico, por supuesto. Para ellos esos habían quedado atrás.
—Mi momento de compasión ha terminado.
—Roux-Joubert tiró de Laila hacia atrás.
—Pues ven y mátame. —Séverin entrecerró los ojos.
La sonrisa de Roux-Joubert brilló maníaca.
—Si insistes.
Extrajo un cuchillo. Séverin esperó, en tensión.
«Acércate más».
Roux-Joubert blandió el arma.
Y en ese momento, en algún punto escondido de las gradas, Séverin oyó una
cerilla que se prendía. Un chasquido en el aire. El azufre sustituyó el hedor a muerte.
Un calor repentino le calentó la espalda e iluminó el rostro de Roux-Joubert cuando
en las catacumbas cobraron vida las llamaradas.
Séverin se llevó el mordisco nocturno hasta los dientes. En cuanto su enemigo se
giró, lo escupió.
Todo se llenó de tinta. La negrura salió de su boca y cayó sobre Roux-Joubert.
Séverin se echó hacia atrás y el cuchillo le rasguñó el cuello. Roux-Joubert se
tambaleó. Un ciclón de tinta lo rodeaba. El hombre del sombrero se precipitó hacia él.
Séverin forcejeó contra las cuerdas que lo ataban. Intentó arrastrarse de rodillas para
alejarse de allí. Resbaló sobre la grava húmeda y cayó hacia delante. El cuchillo
resplandeció y Séverin contuvo la respiración con un nudo en la garganta.
Tristan se lanzó a por el hombre del sombrero. Séverin trastabilló y se golpeó la
sien con una roca enorme. Laila corrió hacia él, deshizo los nudos y se meció

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mientras intentaba soltarlo. El suelo que pisaban era traicionero. Tristan corrió hacia
ellos con los ojos bien abiertos.
—Séverin…
—Luego —dijo él. Alargó una mano y apretó la de Tristan antes de apartarse.
Lejos de ellos, Roux-Joubert aullaba, pero Séverin ignoró el sonido.
Laila seguía forcejeando con algunas cuerdas.
—De nada —le dijo él cuando las cuerdas liberaron sus muñecas.
—¿Cómo? —Laila lo ayudó a levantarse.
—Que de nada —le repitió con una sonrisa. Ya sentía la tensión que flotaba en el
aire. Debía partirla ahora si iban a devolver el fragmento de Babel a su estado de
sueño, si iban a seguir con sus vidas—. Gracias a mí has tenido un motivo para
besarme.
Laila abrió los ojos como platos, pero no tuvo la oportunidad de hablar.
—Gracias a Dios que estaba Zofia aquí —masculló Tristan. El suelo volvió a
sacudirse. El fragmento de Babel había atravesado la superficie de la Tierra. Era tan
grande como el escenario, pero Tristan no sabía cuán hondo. El instinto le decía que
en cuanto surgiera del todo se quedarían sin alternativas.
—El Ojo de Horus —dijo Tristan—. El Ojo de Horus sirve para dormir al
fragmento de Babel. Es lo que dijo él. Hay que dejarlo en el suelo… Hay un patrón
y…
El resto de sus palabras se perdió entre tartamudeos.
—Yo me ocupo del Ojo —asintió deprisa Laila.
El Ojo de Horus seguía sobre la mesa de madera donde habían encontrado a
Tristan. Laila corrió sobre los huesos caídos. La tierra seguía partiéndose a medida
que el fragmento de Babel se alzaba y brotaba del suelo. Lo único que debían hacer
era descubrir dónde poner el Ojo.
Un grito desgarró el ambiente. Séverin se giró y dio un empujón a Tristan.
Roux-Joubert había encontrado una nueva fuente de poder.
El hombre del sombrero estaba muerto. Del cuello abierto del tipo brotaba sangre.
Roux-Joubert canturreaba con los dedos en el interior de la herida. La tinta del
mordisco nocturno todavía le nublaba la cara, pero se iba disipando cada vez con
mayor rapidez. Un brillo dorado empapó las manos de Roux-Joubert.
—No basta, no es suficiente —gruñó—, pero tendrá que servir.
Roux-Joubert se tambaleó hacia delante y puso las manos sobre la puerta Tezcat.
El olor a algo chamuscado y fundiéndose llenó el aire. Tras un momento de completa
incandescencia, la luz empezó a colarse entre las grietas. Al otro lado, un hombre
enmascarado introdujo un solo dedo…
La puerta Tezcat empezó a desconcharse y se rompió.

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Zofia

Cinco minutos después de medianoche

Z ofia echó un vistazo hacia abajo. La Tezcat se había partido por la mitad. Se
levantó humo, que escapaba de la puerta rota que ahora dejaba toda la
exposición forjada expuesta a las catacumbas. No tendría que haber sucedido, iba en
contra de los cálculos. Seguid las normas. Seguid las normas y todos saldréis sanos y
salvos. Seguid las normas y atraparán a la Casa Caída.
Pero no fue eso lo que ocurrió. En la escena que se desarrollaba más abajo, Zofia
vio un hombre muerto, con un tajo en el cuello del que salía sangre. A su lado, el
sombrero con cuchillo. Roux-Joubert seguía con las manos sobre la puerta Tezcat y
una sustancia fundida resbalaba por sus brazos levantados. La obsidiana se
descascarillaba como si fuera un puñado de pétalos. Tendría que haber sido
imposible, pensó Zofia, que no quitaba ojo. Pero es que… la Casa Caída nunca
tendría que haber sobrevivido. A medida que las grietas de la puerta se ensanchaban,
el suelo se alzaba todavía más. Varios candelabros de champán hechos de huesos
repiqueteaban por encima de ellos. Zofia notó que se le enredaba algo en el pelo.
Meneó la cabeza y le cayeron al regazo los dientes de unas calaveras olvidadas.
—¡Van a por el Ojo de Horus! —exclamó Hypnos, emocionado—. ¡Laila está
yendo a por él ahora mismo!
Cierto, Laila seguía cruzando el escenario, encaminada al Ojo de Horus
desprotegido, que se encontraba sobre la mesa de madera.
Pero no bastaría con eso.
Ahora sabían que había que colocar el Ojo de Horus en un lugar específico a fin
de activar el somno del fragmento de Babel de Occidente.
La pregunta era dónde.
Desde donde se agazapaban, Zofia vio el patrón que se alzaba por el suelo. Se
trataba del centro de una espiral logarítmica, idéntica a la que adornaba la Casa Kore.
Pero no había manera de que Laila lo viera.
—Tenemos que enseñárselo —dijo Zofia—. Si no, no van a encontrar el centro.
—¡No podemos bajar! —se opuso Hypnos—. Séverin nos lo dejó muy claro.
Las dudas de Zofia no duraron más que un parpadeo. Sopesó la situación. Las
instrucciones normalmente eran seguras. Trazaban lineas en su vida y le decían que
no las traspasara para así estar a salvo. Pero es que no estaban a salvo. No estuvo a

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salvo en el aula de L’École des Beaux-Arts. No estuvo a salvo cuando Roux-Joubert
la acorraló en la sala de baile de la Casa Kore. Y no estaba a salvo ahora en las
catacumbas, en un reino de pesadillas con huesos que planeaban, sangre que
empapaba el barro, cuchillos brillantes y piedras que se pelaban. Con amigos en
peligro y una fuerza que surgía de las entrañas de la Tierra y corrompía el aire.
Las instrucciones no teman cabida allí.
—Me da igual lo que nos hayan dicho —afirmó Zofia.
El rostro de Enrique se desdibujo para esbozar una sonrisa. En una mano llevaba
el bastón, que ocultaba una bomba de luz. En la otra agarraba una cuerda.
—Vamos.
Los dos se prepararon, pero Hypnos dudó.
—Si voy con vosotros, moriré.
—Hay una alta probabilidad, pero no es del todo seguro —apuntó Zofia.
—No estás ayudando —murmuró Enrique.
Los dos se quedaron mirando a Hypnos. Sus ojos pálidos estaban desenfocados.
Con los dientes apretados, al final formó dos puños con las manos.
—Voy con vosotros.
Zofia se encaminó hasta los escalones de las gradas, sin parar de resbalar sobre la
gravilla. Se llevó una mano bajo una manga y sacó una barra forjada de plata pura.
Para forjar hacia falta una voluntad, y la suya chisporroteaba en su interior.
«Préndete». Unas lineas de luz recorrieron la superficie del metal y se retorcieron.
Laila fue la primera en levantar la vista y fijarse en ella. En las manos tenía el
preciado Ojo de Horus.
—¡Zofia! —exclamó.
Un calor embargó a Zofia, pero no se detuvo. Dejó atrás a Laila y se dirigió hacia
una zona de tierra plana. No estaba iluminada, y cuando Zofia se arrodilló para barrer
la superficie con las manos, apareció una pintura. Levantó la vista y vio que Séverin y
los demás la miraban fijamente.
—Aquí —dijo, con la barra de luz en alto—. Aquí es donde hay que colocar el
Ojo de Horus para activar el somno del fragmento de Babel.
El lugar en el que debía posarse el Ojo estaba demasiado lleno de barro. Séverin
corrió hacia allí, con Tristan pisándole los talones. Todos se agacharon para retirar la
suciedad. A Zofia se le llenaron los ojos y la boca de arenilla, pero no se detuvo. No
se detuvo tampoco cuando Roux-Joubert empezó a reír a carcajadas ni cuando la
puerta Tezcat, ahora totalmente fundida, se convirtió en un punto de entrada para el
resto de la Casa Caída.
—Más rápido, más rápido… —gritaba Séverin.
—Para qué me hago la manicura —resolló Hypnos.
En ese momento, un rayo los separó y envió a Zofia hacia atrás.
—¡Zofia! —chilló Enrique.

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Zofia se levantó, el pulso le martilleaba las orejas. Fue a coger la barra de luz que
se había guardado debajo de una manga, pero entonces miró hacia arriba…
Estaban rodeados.
Un hombre que llevaba un casco claro, parecido al de un insecto, los observaba
con la cabeza ladeada. Unas siluetas envueltas en capas los rodeaban con las manos
levantadas y unas abejas metálicas incrustadas en las palmas. El estallido los hizo
retroceder a todos. Allí, enterrado en el barro, se encontraba el Ojo de Horus. Hypnos
intentaba excavar, pero un miembro de la Casa Caída le agarró la muñeca.
Roux-Joubert se arrodilló junto a un hombre enmascarado y se meció hacia
delante y hacia atrás.
—Por favor, doctor. Por favor, me lo prometisteis, y lo he dado todo de mí… —
dijo, con los brazos destrozados al descubierto.
Zofia se estremeció. Roux-Joubert no sangraba como un hombre normal. Un
líquido amarillento y pegajoso se había solidificado hasta formar una sombra ocre
que le salpicaba la parte delantera de la túnica y le manchaba los pantalones.
—Os he traído el anillo de Babel —susurró Roux-Joubert—. ¿Acaso no es la hora
de mi apoteosis?
El tipo que Zofia supuso que era el doctor levantó una mano enguantada.
—Nos has traído el anillo de Babel… con guarnición —dijo. Tenia una voz
neutra, sin tono ni acento—. Admiro la tenacidad, jóvenes. De verdad que si. Pero no
comprendéis en qué os estáis entrometiendo. Sin embargo, es vuestra decisión. El
libre albedrío fue un regalo de Él, un regalo que pretendo mantener en la nueva era.
¿Vuestra sangre marcará el umbral de la nueva era? ¿O ayudará a convertirla en
realidad?
Zofia notó que Séverin la miraba primero a ella y luego a los demás. No obstante,
no fue ni ella ni Séverin la persona que respondió al doctor, sino Tristan. Tristan
agarró el sombrero con cuchillo, que no estaba lejos de él, y lo lanzó sobre la
multitud. El doctor lo esquivó y Tristan soltó un gruñido. Acto seguido, el doctor
juntó las palmas, como si rezara, y dijo:
—Veo que ya tengo mi respuesta.
Y la Casa Caída sacó los cuchillos.

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Enrique

E nrique siempre se había preguntado cómo se sentiría uno al ser un héroe. Y no


fue así como se lo había imaginado.
Creyó que al menos tendría una espada llameante, y no un bastón que emitía luz.
Pero mientras giraba para enfrentarse a los miembros de la Casa Caída que los
rodeaban, por lo menos sí había algo cierto: los héroes siempre se las ingeniaban.
Balanceó el bastón de luz contra los miembros que tenía más cerca. De momento
había casi unas veinte personas, pero el agujero de la puerta Tezcat seguía abierto, y
aunque ahora estaba vacío, no había manera de saber si permanecería así o no. El
caos se desató a su alrededor. Séverin noqueó a uno de los miembros con capa y
empujó al resto hacia atrás. Se extrajo algo del zapato, un fino hilo de plata, y Laila
cogió el otro extremo. Los dos trazaron un circulo para cercar a cinco de las siluetas
encapuchadas. Tristan escupió una nube de tinta negra y gritó de alegría.
—¡Ahora, Zofia! —chilló Séverin.
Zofia se abalanzo con la barra de luz. La luz plateada volvió incandescentes su
pelo y su piel. Lanzo el garrote y una corriente de electricidad se abrió paso en el hilo
plateado, entre crujido y chisporroteos. Las figuras con capa gritaron y se
desplomaron, inconscientes.
Pero no todo el mundo se puso a luchar. El doctor, por ejemplo. Roux-Joubert
estaba sentado en el suelo a su lado, aturdido, con los ojos en blanco y los labios
azules, murmurando algo mientras se mecía adelante y atrás y se apretaba el brazo
destrozado contra el pecho.
En cuanto veían una oportunidad, todos se ponían a excavar el suelo para intentar
liberar el lugar exacto en el que quizás encajase el Ojo de Horus… aunque la Casa
Caída era implacable.
—Pronto llegarán —dijo Hypnos con los ojos desorbitados, mirando
constantemente hacia el techo.
Había dejado la mitad de sus posesiones marcadas allí arriba, un rastro que las
esfinges podrían seguir. Pero la Orden no había llegado. Ninguna ayuda llegaba.
Laila se derrumbó a su lado con el rostro ojeroso. Agarraba el Ojo de Horus con
las manos. Delante de ellos, el suelo ya casi se había abierto del todo cuando un
puñado de cuchillos forjados zumbó por los aires, uno dirigido al cuello de cada uno.
—Creo que esto ya está durando demasiado, ¿verdad? —preguntó el doctor con
suavidad.

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Enrique no le veía los ojos, pero si notaba la mirada de aquel hombre clavada en
él y en Hypnos.
—Vuestros amigos morirán. Y después, vosotros moriréis. Pero lo podéis evitar…
Este puede ser un nuevo mundo para todos nosotros. Veo tu corazón, joven patriarca.
Veo cómo luchas, cómo desconoces a qué mundo perteneces, cómo sientes que el
color de tu piel va a determinar el color de tu futuro. No tiene por qué ser así. Únete a
nosotros. —El doctor se detuvo y Enrique se imaginó que sonreía tras la máscara
pálida—. Sálvate, salva a tus amigos. La chica no entregará el Ojo de Horus hasta
que sepa que ha perdido. Lo único que tienes hacer es darme tu anillo.
Enrique vio que Hypnos se esforzaba por levantarse. El patriarca miró detrás de
sí, hacia Tristan, Séverin, Laila, Zofia y, por fin… hacia Enrique. Hypnos se
desmoronó y su boca formó una línea fina. Palideció, pero consiguió asentir. Se llevó
una mano a la chaqueta y, con una mueca de dolor por el esfuerzo, sacó su verdadero
anillo.
—Ah, veo que el joven patriarca ha entrado en razón —dijo el doctor.
Con una expresión impertérrita, Séverin no se movió. La sorpresa tiñó la cara de
Zofia. ¿Cómo era capaz? Eran amigos, ¿o no? ¿No se habían pasado horas en el
observatorio? ¿Se lo había imaginado todo?
Enrique bajó la mirada hasta el suelo embarrado, la superficie pulida donde se
veía solo parcialmente la forma perfecta de un Ojo de Horus. El cuchillo que le
apuntaba al cuello le arañaba la piel, como si el objeto notara lo que él de verdad
deseaba hacer. Laila lo miró a los ojos por encima del cuchillo, con mirada salvaje.
Hypnos les dio la espalda y avanzó unos pasos.
—Te lo voy a dar —dijo Hypnos.
—¿Qué haces? —le gritó Laila.
Hypnos ni se giró ni respondió. No era más que una sombra rígida. Roux-Joubert
sollozaba a los pies del doctor.
—Está sucediendo… Voy a ser un dios —susurraba.
Poco a poco, los cuchillos se alejaron de sus cuellos. Enrique respiró hondo y
sintió que algo se soltaba en su pecho.
—Quiero garantías de que no les va a ocurrir nada.
—Muy bien —dijo el doctor—. Ahora dame tu anillo.
Tras su espalda, Hypnos levantó tres dedos.
«Tres».
Al levantar la vista, vio una sonrisilla en el rostro de Laila cuando esta miró hacia
Hypnos. Enrique frunció el ceño y se apresuró a observar a Hypnos. El patriarca
seguía de pie, hablando aún con el doctor.
—Quiero garantías de que no les va a ocurrir nada.
—Muy bien —dijo el doctor—. Ahora dame tu anillo.
Tras su espalda, Hypnos levantó tres dedos.
«Tres».

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Torció el dedo del anillo…
—Un momento —dijo el doctor.
«Dos».
Un latido de silencio.
—Este no es el anillo auténtico —protestó el doctor con voz aguda—. ¿Vas a
traicionarte a ti mismo así, patriarca? ¿Por estas personas?
—Es que me caen bastante bien —dijo Hypnos.
Miró hacia atrás y entonces esbozó la más mínima de las sonrisas.
—Pero entonces… —dijo Roux-Joubert.
Enrique revolvió en el suelo para limpiar el espacio.
—¡Ahora, Laila!
Laila se abalanzó y estampó el Ojo de Horus en la espiral. Una luz brillante los
cegó. La luz azul del fragmento empezó a disiparse. Poco a poco, la energía que
había entrado en las catacumbas ahora se plegaba sobre sí misma.
El doctor gruñó, pero en cuanto el Ojo de Horus tocó el suelo, retrocedió. Como
si no lo pudiera tocar.
Y en ese momento, desde la cima de los escalones de las gradas sonó un
espeluznante aullido: la esfinge acababa de llegar.
—Mi señor —dijo Roux-Joubert desde el suelo—. Por favor.
El doctor apartó el pie.
—Nos has conducido hasta una trampa.
—No voy a vivir mucho más así.
—Pues a lo mejor no tendrías que vivir más —dijo el doctor. Levantó una mano y
los miembros de la Casa Caída que no estaban heridos atravesaron la puerta Tezcat y
se adentraron en la noche. El fragmento de Babel había vuelto a dormirse y del suelo
emergieron dos luces tenues. Una era la del anillo de la Casa Caída y la otra, la del de
la Casa Kore. El doctor intentó cogerlos, pero entonces gimió del dolor. Tiró el anillo
de la Casa Kore al suelo y agarró el otro con una mano antes de huir por la Tezcat.
En ese momento, la cueva estaba casi vacía. Ellos seguían apiñados. En el suelo
había unos cuantos miembros inconscientes de la Casa Caída. Un charco de sangre
envolvía el cuerpo del secuaz de Roux-Joubert, con el sombrero a un lado. Roux-
Joubert tosía y se tapaba la boca con las manos manchadas. A su alrededor, los
huesos de las catacumbas se desplomaron y regresaron a los nichos en los que
llevaban siglos viviendo.
Enrique se bamboleaba en el sitio. Notaba el ajetreo de cientos de personas que
llegaban hasta él, el estrépito y los gritos de los miembros de las Casas. El espejo se
recompuso, pero más allá de unos cuantos miembros inconscientes, no había más
rastro de la Casa Caída.
Oyó que Laila soltaba un grito a su lado. Fue entonces cuando se giró y vio que
Hypnos estaba tumbado en el suelo, con la piel iluminada por las frías luces de las
catacumbas.

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32

Séverin

S éverin no se movió hasta notar que la mano de Tristan le palmoteaba el hombro.


—Estamos vivos.
Aunque no se podía decir lo mismo de todos. Tal vez la Casa Caída había
desaparecido de nuevo por la puerta Tezcat, pero habían dejado atrás a unas cuantas
personas. Pronto les quitarían la capa, los identificarían y grabarían su ubicación.
Séverin levantó la vista para mirar hacia la fila de esfinges que descendían por las
gradas, cuyos ojos grababan todo lo que les rodeaba. En breve, toda la Orden sabría
quiénes la habían traicionado.
Delante de él, Hypnos se revolvió entre gruñidos.
—Estoy muerto —gimió.
Laila fue la primera en correr hacia él y se puso su cabeza en el regazo.
—Esta es la prueba definitiva. Un ángel contempla mi forma sin vida —dijo
Hypnos mientras se ponía un brazo sobre la frente.
Séverin reprimió la sonrisa que le empujaba los labios. No se había imaginado lo
que sentiría al pensar que Hypnos los traicionaba. Fue como si una daga le
acuchillara las entrañas.
—Ya no me cae tan mal —dijo Tristan a regañadientes—. Pero no le contéis que
lo he dicho yo.
—No se lo diré si tú me perdonas por no haberte escuchado antes.
—Depende de una cosa. —Tristan suspiró.
—¿De cuál?
—¿Alguien le ha dado de comer a Goliat?
Séverin se echó a reír y la fuerza bruta y libre de sus carcajadas le arañó los
pulmones.
—Has estado a puntito de morir y ¿por lo primero que preguntas es por una
araña? —le preguntó Enrique—. ¿Y nosotros qué? ¡Hemos arriesgado la vida y el
cuerpo para salvarte, desagradecido!
—Técnicamente, Goliat es una tarántula —observó Zofia.
Le dedicó una sonrisa radiante a Tristan.
Hypnos se incorporó y se apoyó sobre los codos.
—¿Qué diferencia hay…?
—Uy, lo que has hecho —murmuró Laila.
—Verás, los migalomorfos… —empezó a decir Tristan, pero Séverin le tapó la
boca con una mano.

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—Ya te lo contará luego —dijo, cansado.
—Luego —repitió Hypnos—. En plan… ¿con un té? ¿Mañana?
—Por qué no —sonrió Séverin.
En las catacumbas, más voces se unieron al escándalo de las esfinges, que
pisoteaban el suelo en busca de los objetos marcados por una Casa.
—Tendríamos que irnos de aquí —dijo Séverin—. Que lo limpie todo la Orden.
—Miró hacia Hypnos—. Es decir, tú.
—Y pronto, tú también. —Hypnos le frunció el ceño—. No seas tan engreído.
Séverin deseó atrapar la respuesta del aire y sujetarla bien fuerte. «Pronto»
formaría parte de la Orden. La Casa Vanth dejaría de estar extinta. Y la Orden, con
los mismos que lo habían rechazado, ahora le imploraría ayuda.
Enrique agarraba el anillo de la Casa Kore en una mano. Se lo dio a Hypnos.
—No te atribuyas todo el mérito.
—Aunque lo quisiera, no podría —respondió Hypnos—. Las esfinges seguro que
lo han visto todo.
Pero lo dijo con una sonrisa.
—Vayamos a casa —dijo Séverin.
A su alrededor, el mundo había recuperado parte de la calma habitual. Los
esqueletos, antes resucitados por la fuerza esencial de Roux-Joubert y de su secuaz
muerto, habían regresado a su lugar de descanso. Roux-Joubert se retorcía de dolor
sobre el escenario, entre sollozos y aullidos. Se arrastró e intentó agarrarle el tobillo a
Séverin, pero este se lo sacudió de encima.
—Me lo habéis arrebatado —gruñó Roux-Joubert.
Séverin lo ignoró. Que la Orden se encargara de él. Los seis subieron las escaleras
que los conducirían al exterior de las catacumbas.
A Séverin le costaba creerlo. Se habían enfrentado a la Casa Caída y habían
sobrevivido. La matriarca de la Casa Kore se enteraría de lo que había ocurrido y,
gracias a las palabras de Hypnos, todos irían a L’Éden para administrar la prueba de
herencia de los anillos. La Casa Vanth sería restituida. ¿Por qué no se dedicaban los
cinco a hacer eso para siempre? Con Hypnos, los seis.
Tantísimas cosas le emborronaban la mente en ese momento. Pensó en la máscara
y el misterio del doctor. Se lamió los labios y creyó saborear los restos del no-beso de
Laila. Se atrevió a lanzarle una mirada y vio que ella lo observaba con sus ojos
oscuros bien abiertos y rubor en las mejillas y en cuello. Séverin fue el primero en
apartar la mirada. Demasía felicidad que procesar. Oyó la discusión entre Enrique y
Zofia para determinar si la llave para desbloquear el fragmento de Babel se había
basado en las matemáticas o en la simbología.
—¡… imposible de detectar sin localizar el centro de la espiral logarítmica!
—Bueno, pero después de eso, ¡ha sido gracias a mí! ¿Por qué no aceptas que los
dos tenemos la mitad del mérito?

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—Si quieres dividirlo estadísticamente, tengo derecho al setenta y cinco por
ciento.
—¿Al setenta y cinco?
Laila sonrió, y de vez en cuando le retiraba el pelo de la frente a Tristan, por más
que él se quejara y protestara.
—Qué hambre tengo —suspiró Enrique—. Un filete con hueso y todo seria
perfecto.
Los demás le lanzaron extrañas miradas. Enrique miró a su alrededor y se encogió
de hombros.
—¿Qué pasa? Tengo hambre. ¿Y tú, Tristan? ¿Tú qué quieres?
—Esto —dijo Tristan en voz baja—. Quiero esto.

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PARTE VI

De los archivos secretos de la Orden de Babel


Los orígenes del Imperio
Maestro Emanuele Orsatti, Casa Orcus de la sección italiana de la
Orden
1878, reinado del monarca Humberto I

C onsidero que el mayor poder de todos es la fe, porque… ¿qué es un dios sin
ella?

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Enrique

E nrique abrió un regalo que le había mandado baila. En la caja, debajo de un


trozo de seda oscura, había una máscara dorada de lobo, una que dejaba al
descubierto la mitad inferior de su rostro. La máscara estaba forjada con maestría y
los pelos cortos y brillantes se movían, como si un viento invisible los meciera.
Enrique se preguntó si, nada más ponérsela, empezaría a aullar. Detrás de la máscara
vio una nota de Laila:
«Esta noche es la fiesta de la luna llena del Palais. Que sea el comienzo de una
nueva fase para todos nosotros».
Sin quererlo, sonrió. Al día siguiente, Hypnos y la matriarca de la Casa Kore
llegarían al hotel y llevarían a cabo la prueba de herencia a Séverin. Todo estaba
cambiando. Casi lo veía en el aire, como la calidez del sol que incidía sobre sus ojos
cerrados.
Más motivos aún para celebrar.
De todos modos, no lograba olvidar lo que había ocurrido en las catacumbas. Ya
había pasado una semana y, aun así, cada noche se despertaba sobresaltado, oliendo a
quemado… Notaba que las sábanas de seda tenían una textura entre ósea y lodosa.
Según Séverin, la Orden ya había comenzado a interrogar a los miembros capturados
de la Casa Caída, y ya había otro objeto tras el que iba el grupo: un antiguo libro
conocido como Las letras divinas.
Enrique rebuscó entre los papeles de su escritorio, ignorando la última carta de
rechazo de La Solidaridad y la apresurada invitación a tomar el té con los Ilustrados.
En el título de aquel libro había algo que le rondaba los pensamientos. En ese
momento, el reloj dio la hora y Enrique soltó una maldición. Ya lo buscaría luego.
Ahora tenía que asistir a una fiesta.
Enrique se ató los lazos de la máscara alrededor del cuello y entró en el vestíbulo.
El carruaje los esperaría junto a la entrada, y si llegaban al Palais prontito, tal vez
tuviera tiempo de zamparse un cuenco entero de fresas bañadas en chocolate. Antes
de llegar a las escaleras, una silueta familiar lo detuvo.
—¿No tienes casa o qué?
—Hola a ti también —le espetó Hypnos—. De hecho, he conseguido un set
permanente de suites en L’Éden. Supongo que nos seguiremos viendo a menudo.
—Eres una plaga.
—¿Cómo dices? ¿Que soy una plata? —Hypnos se llevó las manos a los oídos y
sonrió.

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Enrique puso los ojos en blanco.
—Bueno, yo me quedo aquí. Hay un asunto oficial de la Orden. Es mi deber
como patriarca de la Casa Nyx.
En la otra punta del vestíbulo apareció Zofia, con su habitual bata de cuero negro
y un gorro ajustado que dejaba libre un par de mechones de cabellos platinos. Allá
donde iba, Zofia llevaba consigo un aroma a laboratorio, como si siempre ardiera
débilmente; un aroma que a él empezaba a gustarle mucho.
—Dime que no vas a ir a ir a la fiesta del Palais vestida así —se horrorizó
Hypnos.
—No voy a ir.
—¿Por qué no? —le preguntó Hypnos—. ¡Estamos de celebración!
—Tengo trabajo que hacer… —Zofia le hizo una mueca.
—Ay, querida —dijo Hypnos—. ¡Ven con nosotros! Cámbiate lo que sea que
llevas puesto y ¡vente! ¡Un festín con lo mejorcito de la ciudad! ¡Derramemos
libaciones a la vida misma!
—¿Y qué me dices de tu atuendo?
—¿Qué le pasa a mi atuendo? —preguntó Hypnos mientras se alisaba su
estrafalario traje de terciopelo. Llevaba el cuello abierto, y Enrique recordó cómo se
le había acelerado el pulso la primera vez que se vieron y los dedos de Hypnos le
acariciaron el pecho.
Enrique sacudió la cabeza y se giró hacia Zofia.
—Ven con nosotros, fénix. Tu trabajo no se va a incendiar si te tomas una noche
libre.
—Cierto es —asintió Hypnos—. Además, ¿recuerdas que decidimos ser amigos?
—Por favor, no me digas que vamos a sacrificar un gato a Satán. —Zofia sonrió
de oreja a oreja—. Ni siquiera es miércoles.
—Los amigos —siguió él, ignorando su comentario— salen juntos. Al teatro, a
un concierto. —Observó la bata de Zofia—. Aunque te aconsejaría un aspecto menos
ascético. Si decides unirte a nosotros, te esperaremos aquí.
Zofia resopló y se giró sin decir nada. Enrique vio cómo se iba y notó una suave
punzada. Entendía cómo se sentía ella: todavía alterada por lo ocurrido en las
catacumbas, ansiosa por concentrarse en algo que no fueran sus pensamientos.
—Creo que a todos nos iría bien distraernos y olvidar la semana pasada —dijo
Hypnos—. Sobre todo a ti.
Enrique levantó la vista y se sorprendió al ver lo cerca que estaban el uno del
otro. No se había dado cuenta. A su alrededor, las luces del vestíbulo se habían
atenuado. La única iluminación procedía de los patrones barrocos dorados de las
paredes. Hypnos olía a neroli y a jazmín, un perfume que era más intenso en su
cuello. Enrique vio un puntito húmedo allá donde Hypnos debía de haberse aplicado
la colonia.
—¿Quizá te tengo que convencer?

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—Salvo que lleves encima un tesoro de joyas y de instrumentos forjados por
descubrir, no sé qué me puedes ofrecer —bromeó Enrique.
—Bueno, siempre queda esto.
Hypnos se inclinó y lo besó.

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Zofia

Z ofia contempló los vestidos que cubrían su cama. Le dio la sensación de que
alguien había derretido un arcoíris sobre su edredón: colores ricos y casi
comestibles lo tapaban de principio a fin. Cosas de Laila.
El día anterior, Laila había dejado un rastro de galletas que iba del laboratorio al
cuarto de Zofia. En cuanto esta abrió la puerta, vio un armario repleto de vestidos lila
claro y gris marengo, de marta cibelina y de dorado castaño.
—¡Voilà! —había dicho Laila mientras le hacía una reverencia.
—¿El qué?
—¡Tu nuevo armario! Hace tiempo te robé las medidas y encargué todo esto.
Hasta te los puedes poner debajo de la bata de carnicero que consideras tu uniforme.
Zofia había dado un par de pasos hacia delante y acarició suavemente las telas.
Eran suaves y frías al tacto. Le gustaba más la seda que los demás materiales, algo
que a Laila le hizo gracia especialmente. «¿Quién habría dicho que la tendría un
gusto de lo más exquisito?».
—¿Hasta cuándo? —le preguntó Zofia.
—¿A qué te refieres?
Zofia siempre debía devolver los vestidos que llevaba durante las adquisiciones.
Ya estaba acostumbrada. En Glowno, de hecho, Hela y ella solo tenían un vestido
elegante que compartir.
—Son tuyos —dijo Laila—. Para que los guardes. Y te los pongas. Es decir, que
en realidad te los vas a tener que poner.
Suyos. Zofia soltó un suspiro. Los vestidos valían más de lo que podría permitirse
con su salario, y tenía tantos entre los que elegir que incluso le podría enviar uno a
Hela. La idea la reconfortó. ¿Qué le iba a decir a alguien que le había regalado
aquello? «Gracias» era inadecuado. Debía analizar los instantes que la llevaron hasta
allí. Se quedó mirando el suelo, donde había tuna bandeja con una galleta
mordisqueada.
—Me has atraído hasta aquí con un caminito de galletas.
—¿Quién dice que sea un caminito? Podría haber sido tan solo un montón de
galletas diseminadas con astucia. Tú las has convertido en un camino al seguirlas y
suponer que era intencionado.
—Yo…
—Lo sé.
Y ya no tuvo que añadir nada más.

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Ahora, Zofia pasó una mano por los vestidos. Agarró uno que Laila había descrito
como «azul como el cielo». En cuanto abrochó todos los botones, se miró al espejo.
Su pelo parecía una nube de nieve y sus ojos eran azules. Solo se fijó en eso.
Observar su reflejo durante más de un minuto era extremadamente aburrido. Zofia se
giró para ponerse los guantes de marfil. Se pellizcó las mejillas un par de veces —
como había visto hacer a Laila— y se dirigió a la puerta con el corazón acelerado.
Nunca lo había hecho antes y no sabia que esperar. Durante toda su vida se había
sentido demasiado analizada como para ponerse voluntariamente ante los ojos de la
gente. Pero quizá aquello podía cambiar. Debía darles las gracias a Laila y a Enrique.
Con ellos, nunca pensaba que cada frase fuera un laberinto que descifrar. Séverin era
un poquito más complicado. Según Laila, solo decía la mitad de lo que quería decir.
Hypnos, por otro lado, decía todo lo que pensaba, pero Enrique le había comentado
que solo tomara en serio la mitad, con lo cual, procesar sus frases era una lata. Con
ellos, Zofia no sentía que le faltara una parte de sí misma. Se sentía valiente, lo
suficiente para caminar por un terreno extraño como hacía ahora, un terreno en el que
no era diferente de los demás. Quizá bastara con eso, con que buscaran y anhelaran su
compañía.
Delante de ella, las luces del vestíbulo del hotel se habían atenuado. Junto a la
base de la gran escalinata, oyó la música de un violín y un pianoforte. Los ventanales
abovedados del techo mostraban un cielo nocturno decorado con un inabarcable
número de estrellas.
Cuando llegó al final del vestíbulo, Zofia se detuvo en seco. Enrique e Hypnos no
se habían movido de su sitio. Se miraban el uno al otro con la cabeza gacha mientras
hablaban y mientras, de pronto, dejaban de hablar.
Zofia no podía moverse. Una sensación helada la sacudió y la inundó desde los
zapatos con tacón que Laila había escondido junto a sus botas de trabajo hasta
embargar su cuerpo, su nuevo vestido y los guantes de marfil, que ya se le habían
arrugado y caído hasta los codos. Vio como la mano de Hypnos se posaba sobre el
cuello de Enrique e intensificaba el beso. Aquella imagen le recordó todo lo que era
incapaz de detectar, lo que era incapaz de hacer. Podía entrar en una sala, pero no
llamar la atención con su encanto. Podía enfrentarse a sí misma ante un espejo, pero
no provocar imaginaciones con su rostro.
Zofia retrocedió. Debería quedarse en el mundo que conocía.
Y no intentar entrar en uno que no conocía.
Poco a poco, dio media vuelta, con sumo cuidado para caminar suavemente y que
nadie la oyera ni la viera. En su cuarto, se arrancó el vestido azul y los guantes de
marfil; los cambió por los de goma y se puso su bata negra.
Tenía trabajo que hacer.

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Séverin

S éverin retiró con su bastón las cortinas de terciopelo del carruaje para observar
las calles mojadas. El Palais des Rêves se alzaba a lo lejos y proyectaba curvas
de luz ámbar que se adentraban en la noche como si fueran alas. Si Laila estuviera
allí, diría que las luces parecían una bendición de plumas de ángel. Séverin sonrió. De
ser verdad, no seria ninguna bendición, sino una declaración. Solo París arrancaría las
alas a los serafines y las enhebraría a sus edificios, como sí pretendiera decir una
cosa: no era una ciudad para ángeles.
Golpeó el techo del carruaje con el bastón.
—¡Arrêtez!
A su lado, Tristan se despertó.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó mientras se frotaba los ojos, adormilado.
Tristan llevaba unas semanas durmiendo bastante mal. A veces, Séverin se lo
encontraba hecho un ovillo en el invernadero con un par de tenazas en las manos,
rodeado de terrarios por terminar, incluida una creación en la que un despliegue de
pétalos de jazmín doblados parecían unos huesos lechosos puestos sobre la tierra.
—¿Y los demás? —preguntó Tristan.
—Seguramente dentro —dijo Séverin.
A Enrique lo cautivaba la posibilidad de asistir a la fiesta de la luna llena del
célebre Palais, y Séverin habría apostado dinero a que intentaría llegar pronto solo
por los postres.
—No olvides la máscara —dijo Séverin.
—Ah, sí.
A todos les habían entregado una máscara de lobo. Se la pondría, de acuerdo, pero
no se dedicaría a aullar a la luna llena durante la celebración que se había preparado
en el Palais.
Tristan saltó del carruaje, se detuvo y se palmoteo un bolsillo de la chaqueta.
—Olvidaba que tenía esto —dijo antes de extraer un sobre—. Tu factótum me ha
pedido que te lo diera. Decía que era urgente.
—¿De quién es? —Séverin cogió la carta.
—De la matriarca de la Casa Kore —respondió Tristan con una mueca.
No le hacía especialmente feliz la idea de que Séverin recuperara su Casa después
de la prueba de herencia, que se llevaría a cabo al día siguiente. A Tristan había que
convencerle cada día de que nada cambiaría… y cada día, Séverin le convencía. No
iba a ignorarle, como la última vez.

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Séverin se metió la carta en el bolsillo.
—Para ella, todo es urgente.
Empezaba a ser cansino. ¿Una invitación para tomar el té? Urgente. ¿Una
consulta sobre su estado sentimental? Urgente. ¿Una reflexión sobre el tiempo?
Urgente.

ESA NOCHE, el Palais parecía el paraíso soñado de un demonio, lleno de lobos de


oro, dientes resplandecientes y estrellas blancas como la leche. El interior se había
redecorado para las festividades de la luna llena. Las camareras se apresuraban entre
las mesas, arrastrando ardientes alas de serafín. El suelo de obsidiana se parecía a un
vacío salpicado de estrellas. Los patrocinadores llevaban mascaras de lobo y estaban
sentados en sillas de terciopelo, bebiendo licor y aullando entre risas.
Mirara donde mirara, Séverin estaba rodeado de lobos de oro. Y por alguna razón
eso hizo que se sintiera como en casa. Había lobos por todas partes. En la política, en
los tronos, en las camas. Asestaban mordiscos a la historia y crecían con las guerras.
No era que él fuera a quejarse. Como los demás lobos, él quería la parte que le
correspondía.
Y al día siguiente la iba a conseguir.
En el medio de la sala, junto al escenario, Enrique e Hypnos lo saludaron. Séverin
se les acercó y se dejó caer en un sillón.
—¿Y Zofia?
—Por alguna razón ha decidido no venir —dijo Hypnos.
Las comisuras de la boca de Enrique se hundieron unos instantes, pero enseguida
lo ocultó en una sonrisa.
—Más fresas para mí —dijo, y cogió el cuenco plateado repleto de dulces—. Por
cierto, llegas tarde. Tienes suerte de que la actuación de L’Énigme se haya movido y
sea más tarde.
—¿Cómo? —dijo Séverin.
Había calculado la llegada de todos precisamente para que se perdieran la
actuación. Cuando Laila bailaba, él se sentía como uno más del público que la
contemplaba, como si la salvación de su alma oscilara con cada giro de las muñecas
de ella y con cada vez que alzaba la barbilla. No iba a soportarlo de nuevo.
—¿Porqué? —preguntó.
Enrique se encogió de hombros. Incluso detrás de la máscara que llevaba, Séverin
pensó que su mirada era un tanto cómplice.
—Pregúntaselo a ella.
Séverin la vio demasiado tarde caminando hacia ellos. A diferencia de los demás,
Laila no llevaba máscara de lobo, sino un tocado blanco con varias plumas de pavo
real y un vestido del color de la luz de la luna. A medida que andaba, las cabezas se
giraban para mirarla. Laila sonreía radiante, y por una buena razón. Según Hypnos,

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habían conseguido una pista sobre el antiguo libro que ella llevaba ya dos años
buscando. Tal vez estuviera a punto de marcharse de París.
Laila no saludó a nadie, sino que se dirigió directamente hacia él. Apoyó las
manos en los reposabrazos del sillón y se inclinó hacia Séverin.
—Ríete —le susurró, y su aliento cálido le golpeó la piel—. Ahora.
—¿Por qué? —murmuró él.
—Porque el propietario de L’Éden jamás había pisado el interior del Palais, y has
provocado un buen revuelo. Más de una de las bailarinas quiere saber si estás
comprometido, y aunque las quiero mucho, no quiero que revoloteen por el hotel para
intentar llamar tu atención.
Una oleada de calor le subió a Séverin por la espalda. Laila quería que pareciera
que él le pertenecía a ella.
—Los celos te sientan muy bien, Laila —le dijo con una sonrisa.
Laila resopló, pero ahora agarraba el sillón un poco más fuerte.
—Tengo una reputación que proteger. Y tú también. Sería llamar demasiado la
atención, así que ríete.
—Haz que merezca la pena.
Tal vez fuera el humo del aire, las luces tenues o los lobos sin ojos, pero aquellas
palabras, que pretendían ser solo una broma, no fueron las adecuadas. Laila se aparto
un centímetro y le observó los labios. Si todos los que estaban en la sala se hubieran
esfumado, Séverin no se habría dado ni cuenta. En los ojos de Laila, vio una especie
de respuesta, un resplandeciente fulgor. Y por primera vez, se pregunto si ella
pensaba en aquella noche robada igual que él, si a ella también la perseguía.
En ese momento sonaron los platillos del escenario y Laila se alejó de él. Séverin
soltó una carcajada retardada, con la esperanza de que fuera suficiente.
—Con todos ustedes… ¡L’Énigme! —anunció el presentador.
Los focos del techo la apuntaron y se giró sin responder. Séverin maldijo entre
dientes. ¿Se podía saber qué le pasaba? Se irguió un poco y notó la esquina afilada
del sobre que llevaba en la chaqueta.
—¿Qué ha sido eso? —le preguntó Enrique.
—Nada —contestó Séverin bruscamente.
No necesitaba ver los ojos de Hypnos ni de Tristan para saber el tipo de miradas
que intercambiaban. Cuando extrajo el sobre y abrió la carta, le ardía la cara. Más
valía parecer preocupado que humillado, pensó.
L’Énigme subió al escenario y el teatro entero rompió a aplaudir, todos los
asistentes se pusieron de pie y pisotearon el suelo. Entre tanto escándalo, a Séverin le
costó procesar la carta, pero entonces, las palabras lo golpearon:

«ROUX-JOUBERT SE HA ESCAPADO. NO SALGÁIS DE


L’ÉDEN».

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Le cayó la carta de las manos. Séverin tuvo la sensación de que se movía en el
agua. No logró levantarse lo bastante deprisa. A su alrededor, los aullidos del público
se convirtieron en gritos.
—¡Fuego! —chilló alguien a su lado.
Las cortinas habían prendido enseguida. Un fuego salvaje se propagaba por las
gradas, moviéndose a una velocidad antinatural.
Tristan le agarró del brazo.
—Santo Dios…
Séverin miró hacia el lugar exacto en el que apareció Roux-Joubert. Con cada
paso que daba, lanzaba llamas al suelo. Más cortinas de terciopelo se encendieron y
el humo se adueñó del aire. Por encima de sus cabezas, el candelabro de champán se
balanceaba peligrosamente mientras la multitud echaba a correr. En el podio, el
presentador llamó a los guardias y al orden.
Sin embargo, Séverin solo oyó a Roux-Joubert.
—Las cosas no funcionan así, joven —dijo con una sonrisa—. No te puedes ir sin
dejar nada por el camino.
La mirada de Roux-Joubert se clavó en Laila, que había conseguido bajar del
escenario y ahora corría hacia la mesa. Alargó la mano e Hypnos se la agarró. El
sombrero con cuchillo voló hacia ellos. Séverin saltó del sillón y se abalanzó sobre
ella. Los dos cayeron al suelo.
El corazón de Laila latía furiosamente contra el suyo, y Séverin deseó disfrutar de
aquel ritmo para siempre. A su alrededor, los pasos resonaban en el suelo y los gritos
desgarraban el aire. Séverin cerró los ojos con el cuerpo en tensión, esperando un
estallido que no se producía.
—Oh, no, oh, no… —gritaba Enrique.
Séverin abrió los ojos y se alejó de Laila y del suelo. Ella debió de ver algo antes
que él, porque soltó un grito de terror.
Séverin se giró y creyó que el mundo se había partido por la mitad.
Se había equivocado. Laila no había sido el objetivo del sombrero. Un olor
metálico inundó el ambiente. Tristan se tambaleo y abrió la boca, como se fuera a
decir algo. En el suelo, el sombrero había caído boca abajo y el cuchillo lanzaba
destellos. Una fina linea roya manchaba el cuello de la camisa de Tristan. La linea se
ensancho y la sangre empezó a empaparle la chaqueta. Tristan se desplomo y se
golpeó la cabeza contra la piedra.
Séverin no recordaba correr hacía él. No recodaba agarrar el cuerpo de Tristan y
apretarlo contra si mismo. A su alrededor, los demás se habían acercado a ellos.
Séverin sabía que gritaban, que corrían en busca de ayuda, que se movían muy
deprisa para que la realidad no fuera capaz de alcanzarlos. Pero él sabia la verdad. Lo
supo en cuanto tocó la barbilla de Tristan y la giró. Todavía tenía los ojos grises muy
abiertos, pero la muerte les había robado el brillo para siempre.

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PARTE VII

De los archivos secretos de la Orden de Babel


Los orígenes del Imperio
Doña Hedvig Petrovna, Casa Dazbog de la sección rusa de la Orden
1771, reinado de la emperatriz Catalina la Grande

Se dice que cuando muere uno e nosotros, la memoria de su sangre yace en el


anillo.
El anillo siempre sabe quién es su verdadero maestro o maestra.

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36

Séverin

Tres semanas más tarde…

S éverin estaba sentado en su despacho, esperando a que llegaran los invitados. En


su escritorio, la luz de la tarde se derramaba sobre la madera, espesa y dorada
como una yema de huevo. A veces lo dejaba perplejo la valentía del sol por alzarse
después de lo que había ocurrido.
La puerta se abrió y entraron la matriarca de la Casa Kore e Hypnos. Este iba
vestido de negro, con los ojos enrojecidos.
—Te has perdido el funeral —dijo.
Séverin no respondió. No quería llorar. Quería vengarse. Quería encontrar a la
Casa Caída y rebanarles el cuello a todos sus miembros.
La matriarca se quedó de piedra cuando lo miró y lo reconoció. Séverin esperaba
que todavía le doliera la mano.
—Tú… —empezó a decir la mujer, y levantó la mano. Pero entonces vio su
propio anillo y se llevó la mano al regazo—. El Gobierno francés y la Orden de Babel
están en deuda contigo y con tus amigos por vuestros servicios y por haber restituido
mi anillo y evitado lo que tal vez hubiera supuesto el fin de la civilización —añadió
fríamente.
Hypnos juntó las manos delante de si.
—No hay razón para retrasarlo más. La Casa Vanth sera restablecida y serás
patriarca.
Se sacó el anillo del dedo y lo dejó sobre el escritorio. Después, fulminó a la
matriarca con la mirada hasta que ella hizo lo mismo. Hypnos se extrajo una pequeña
daga del bolsillo del pecho.
—Solo te dolerá un momentito —le dijo con amabilidad—. Y luego podrás
reclamar lo que es tuyo. Serás patriarca a tiempo para el cónclave de invierno en
Rusia. Allí te reconocerá toda la Orden.
La matriarca no miraba a Séverin. Apretaba los labios, que formaban una linea
fina. Séverin contempló su escritorio. Por fin había llegado el momento por el que
trabajó tanto, la repetición de la prueba de los dos anillos. Se la había imaginado
cientos de veces. Su sangre, la misma que rechazaron y tildaron de falsa, manchaba
los anillos y una luz azul le recorrería los brazos y le iluminaría la piel. Supuso que
sería una especie de liberación, como si unas alas lo lanzaran por el cielo. Lo

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imposible se volvía posible, el mundo se volvía comestible y el cielo, una tela que
podría arrancar y con la que se podría rodear los puños. No imaginó que se sentiría
así, tan vacío.
—Para qué derramar más sangre —dijo, y alejó de sí los anillos.
—Creía que era lo que querías. —Hypnos lo miraba, extrañado.
Séverin contempló los dos anillos sobre el escritorio. Parpadeó y no vio ninguna
luz azul. Lo que sí vio fue un pelo claro, unas uñas muy sucias y unos ojos grises y
desconsolados.
«Ojalá esto fuera suficiente para ti. Ojalá no quisieras ser un patriarca».
Un recuerdo lo asaltó sin permiso, el día que Hypnos lo había engañado para que
hiciera un juramento. Séverin recordó mirar a Zofia, Tristan, Enrique y Laila a través
de la puerta de cristal. Bebían té y chocolate, y comían galletas. Recordó haber
deseado agarrar ese momento y presionarlo contra el vidrió. Y así había terminado.
Había jurado proteger a Tristan y ahora Tristan estaba muerto. Haba prometido cuidar
de los demás y ahora la Casa Caída, que les había visto la cara a todos, seguía libre, a
la espera. Sin ellos a su lado, jamas encontrarían a la Casa Caída. Y con ellos a su
lado, caminarían siempre con la muerte en los talones. Séverin no podía permitir que
les hicieran daño, pero tampoco que se les acercaban demasiado. Cuando parpadeó,
recordó el cuerpo de Laila debajo del suyo, el ritmo de su corazón. Una canción de
sirena. La culpa le atenazó los pensamientos. Con la canción de sus latidos jamas se
limpiaría la sangre de Tristan de las manos.
La matriarca abrió mucho los ojos.
—¿Lo quieres? —le pregunto—. ¿Lo quieres o no?
—No. —Séverin se levantó y se dirigió a la puerta para mostrarles la salida—. Ya
no.

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Laila

Tres meses más tarde

L aila se encontraba frente a la puerta del despacho de Séverin. En las manos


llevaba un montón con los informes más recientes. Séverin le dijo que no tenía
por qué entregárselos en persona, pero Laila no podía mantenerse más tiempo alejada
de él.
A veces se preguntaba si la pena era capaz de romper a alguien, de provocarle
nuevas fracturas y vacíos internos. Enrique casi no salía de su biblioteca de estudio.
Zofia vivía en el laboratorio. El encanto de Hypnos parecía afilado como un cuchillo,
desesperado.
La pena se adueñaba de ella de vez en cuando y no sabía cómo defenderse de esa
fuerza que la asaltaba por sorpresa. El mes anterior, había empezado a llorar porque
el chocolate de las cocinas se había puesto malo. Nadie se lo bebía, solo Tristan. Y
luego, un día, encontró un mordisco nocturno que cogía polvo debajo de su cama.
Dos meses atrás había dejado de vestir de luto, pero aun así seguía paseando por los
jardines de L’Éden, por si en algún momento veía a lo lejos un caballo claro y el
contorno de una carcajada.
Últimamente, sin embargo, Laila no sabía que hacer. Séverin le mandaba objetos
para que los leyera, pero ella empezaba a pensar que la pena había debilitado sus
habilidades.
Todo empezó después del funeral.
Laila se había acercado a la mesa de trabajo de Tristan. No sabia qué buscaba
exactamente. Alguna señal, quizá. Algo alegre que alejara de su mente la última
imagen de la muerte de Tristan, la sangre empapándole el pelo, los ojos grises casi sin
luz y la cara de Séverin convertida en una máscara de sueños rotos.
Pero lo que encontró no fue alegría.
Fue un cajón secreto, uno del que ni siquiera Séverin tenía conocimiento alguno.
Dentro había los cuerpos sujetos de pájaros sin alas. Laila se estremeció al ver el
espectáculo. Allí se hallaba el misterio de los pájaros que desaparecían de L’Éden.
Poco a poco, Laila tocó uno de los alfileres de hierro que los sujetaba en un rictus de
muerte, y entonces, una imagen llegó hasta su mente. Tristan preparaba trampas.
Tristan los capturaba, los arrullaba, sollozaba mientras les arrancaba las plumas y

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daba forma a los mundos diminutos que creaba con tanto amor en la oscuridad de su
taller. Laila lo oyó susurrar a las criaturas moribundas:
—¿Lo veis? No es tan malo… No hace falta que voléis.
Contra su voluntad. Laila recordó las palabras de Roux-Joubert en el invernadero:
—Su amor, su miedo y su mente quebrada ayudaron a convencerle de que
traicionaros suponía salvaros.
Laila prendió fuego a todas las pruebas. Y ahora no lograba saber si lo que había
visto era verdad o no. Cuando intentaba alcanzar ese recuerdo, le parecía estar
presionando una herida fresca. No se lo contó a Séverin. No soportaría que él lo
viera. Séverin ya caminaba por los salones de L’Éden como si hubiera visto
demasiados fantasmas en vida. ¿Para qué darle también demonios que ver?
Laila titubeó ante la puerta, y estaba dispuesta a marcharse cuando, de pronto, se
abrió.
Séverin estaba delante de ella, con los ojos bien abiertos y sorprendido por su
presencia. A Laila le ardía la cara. Aquel momento en el que se inclinó hacia él,
aquella noche en que le susurró «Haz que merezca la pena», ahora se le antojaba una
reliquia de una era diferente.
—Laila —dijo Séverin, como si su nombre fuera una maldición de la que deseara
desprenderse—. ¿Qué haces aquí?
Laila llevaba tiempo esperándolo. Había reunido toda su valentía para decirle esas
palabras. En los últimos dos años, siempre pensó que tener una fecha límite en su
vida debería hacer que se contuviera, pero la muerte de Tristan cambió esa idea. No
quería pasar de puntillas por la vida, sin sentir nada. Quería saberlo todo mientras aún
pudiera. No quería que los fantasmas de los umbrales por cruzar flotaran por encima
de ella. No quería una sola noche. Quería una oportunidad. Fue esa convicción, más
que ninguna otra cosa, la que hizo que tirara los informes al suelo, se acercara a
Séverin y lo besara.

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Séverin

E l séptimo padre de Séverin fue Lujuria.


Lujuria le enseño que un corazón rota era un arma excepcional, ya que sus
piezas estaba muy pero que muy afiladas.
Un día, Lujuria se obsesionó con un joven que vivía en el pueblo. El joven sentía
lo mismo que él, y tanto Séverin como Tristan se pasaron muchas noches riendo ante
los extraños ruidos que resonaban por los salones. Pero un día, el joven llegó a la
casa y dijo que se había enamorado de una chica que su familia había elegido, y que
se iba a casar con ella al cabo de dos semanas.
Lujuria se enfureció. No le gustaba nada que le dieran calabazas, así que fue en
busca de la chica. La hizo reír, logro que se enamorara de el. Y cuando ella le dijo
que llevaba un hijo suyo, la abandonó. La chica se quito la vida y el joven con el que
se iba a casar se volvió loco.
También Lujuria, como sospechaba Séverin. Se paso días sentado en el balcón de
piedra, con los pies colgando y el cuerpo entero inclinado hacia delante, como si
retara al mundo para que le diera alas en el último segundo.
El día previo a la marcha de Séverin y Tristan hacia París, Lujuria le susurró:
—La lujuria es más secura que el amor, pero ambas te pueden llevar a la
perdición.

SÉVERIN INTERRUMPIÓ EL beso y se echó hacia atrás, desconcertado.


—¿Qué narices ha sido esto? —le espetó.
En el rostro de Laila bailó cierta confusión, pero ella la ocultó enseguida.
—Un recordatorio —dijo insegura, los ojos fijos en el suelo antes de levantarlos
para mirarle directamente—. Para que vivamos de nuevo.
¿Vivir?
—Convertirnos en fantasmas no es lo que los muertos se merecen.
Laila se le acercó más. Se la veía tan esperanzada que Séverin sintió dolor en los
huesos. Y recordó. Recordó que fue a salvarla a ella en lugar de a Tristan, recordó
que la eligió a ella y no a alguien a quien había jurado proteger. ¿Cómo se atrevía
Laila a hablar de lo que merecían o no los muertos?

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Su corazón se volvió de hielo. Una mueca le retorció los labios y se echó a reír
mientras volvía a su escritorio y se apoyaba en él.
—Laila —dijo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que te recite un poema? ¿Que te diga
que en tu boca hay una magia que me ha hecho resucitar?
—Pensaba que en las catacumbas… —Laila vaciló.
—¿De verdad pensabas que ese beso significó algo? —le preguntó él, burlón—.
¿Pensabas que una noche significaba algo? Ya casi no me acuerdo. Y no te ofendas.
—Basta ya, Séverin. Los dos sabemos que significó algo.
—Ilusiones tuyas —le dijo con frialdad.
—Demuéstramelo —le retó ella con poco más que un susurro.
Los ojos de Séverin se abrieron como platos. Laila estaba justo delante e él, sus
pasos silenciosos por la alfombra de felpa que pisaban. Séverin se irguió y le acarició
la mejilla. Un ligerísimo temblor recorrió el cuerpo de ella.
—Te ruborizas y casi no te he tocado —dijo Séverin. Se obligó a volver a sonreír,
a pesar de que su estúpido corazón daba saltos—. ¿De verdad quieres que te lo
demuestre? Acabará siendo una humillación.
Laila le rodeo el ruello con los brazos y lo apretó hacía ella. Las manos de
Séverin le agarraron la cintura, como si Laila fuera un ancla y él se estuviera
hundiendo. Y quizá fuera así. Un susurro, antes atrapado en la garganta de ella, se
transformó en un gemido cuando la lengua de Séverin entro en su boca.
—Laila —murmuró. Volvió a pronunciar su nombre entre susurros, como si fuera
una oración.
La levantó del suelo, se giró bruscamente y la puso encima del escritorio. Las
piernas de Laila cayeron a ambos lados de su cadera. Estaban tan juntos que la luz de
su escritorio de nefrita no se colaba entre ambos. Séverin se lleno las manos con los
cabellos negros de Laila. Seguramente así se sentía beso que en teoría no significaba
nada. Como si no pudiera tocarla ni saborearla lo suficiente, como si aquel
movimiento fuera a dejar su cuerpo como el de un adicto. Contra sus labios, el cuello
de Laila era cálido como la seda. Se sintió borracho. Y entonces, notó que ella movía
la mano hacia donde su camisa se unía a sus pantalones, y la detuvo.
Séverin se incorporó. Las piernas de ella, que antes le rodeaban la cadera, ahora
se desplomaron y los tacones golpearon el escritorio.
—¿Lo ves? —dijo él con voz ronca—. Ya te lo he dicho. Nada.
La furia se apropió de la cara de Laila.
—Sabes que no es así. Y si de verdad lo piensas, eres un estúpido, majnun.
A Séverin le dolió oír esa palabra. Cuando por fin la miró, los ojos oscuros de
Laila echaban chispas. Ni siquiera recordaba haber buscado las palabras que llegaron
hasta sus labios, pero su veneno le congeló los dientes.
—Adelante —dijo—. Llámame lo que quieras. Es imposible que te haga daño
alguien que ni siquiera es real.

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No podía negar lo que sintió a continuación. Un relámpago restalló en el aire
cuando, claramente, algo dentro de Laila se rompió.

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Séverin

Dos meses después…


Noviembre de 1889

S éverin tenia en las manos una estola de pelo que hasta hada muy poco debía de
haber sido un zorro plateado. O una comadreja brillante. Nunca acertaba con
esas cosas. En la estola resplandecían fragmentos de granate para que parecerá
salpicada de sangre.
—¿Qué diablos es esto?
—¡Tu regalo de cumpleaños, cher! —exclamó Hypnos mientras juntaba las
manos—. ¿No te parece maravilloso? Y también es perfecto para nuestro inminente
viaje. En Rusia hace mucho frío, y lo último que quieres que ocurra en el cónclave de
invierno de la Orden es sonar esnob mientras te castañetean los dientes. No quedaría
muy bien.
Séverin sujetó la estola de piel a cierta distancia.
—Gracias.
Séverin cogió el protocolo del cónclave de invierno. Por lo visto, se alojarían en
un palacio con suites separadas en las que se permitía la presencia de —Séverin
entornó los ojos mientras descifraba la palabra— «queridas». Puso los ojos en blanco.
Al cónclave asistirían la mayoría de las secciones de la Orden del mundo occidental,
en particular aquellas secciones que custodiaban el fragmento de Babel de un
continente. Si la Casa Caída pretendía reunir todos los fragmentos del planeta, ya no
era solamente problema de Francia.
—¿Y qué pasa con Laila? —le preguntó Hypnos.
El papel se le cayó de las manos.
—¿Qué pasa con Laila? —repitió Séverin sin levantar la vista del escritorio.
No la había visto desde aquella noche en su despacho. Apartó el recuerdo de su
mente.
Si todo seguía el plan establecido, iban a encontrar el libro que ella tanto deseaba.
Y se iría de París, y Séverin se liberaría de la culpa que sentía.
—¿Ya no trabajáis juntos?
—Sí.
Enrique se había convertido, aunque a regañadientes y con mala disposición, en
un enlace entre los dos. Si bien Laila ya no hablaba con Séverin, él seguía teniendo lo

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que ella quería: acceso a los artilugios y a la información de la que disponía la Orden.
Y ella seguía teniendo lo que él quería: la habilidad de leer los objetos y ver sus
secretos más preciados. Séverin empaquetaba una serie de efectos personales de
algún coleccionista o procurador y se los enviaba junto a un informe con los últimos
descubrimientos sobre la Casa Caída; Laila le devolvía la caja con notas sobre las
personas involucradas junto a lo que hubiera recopilado en el Palais. Se trataba de un
método que les iba bien a los dos.
—¿Le has pedido que viniera con nosotros al cónclave de invierno?
Séverin asintió.
—¿Te ha contestado?
—No —suspiró.
Ese era otro problema. No sabía qué quería Laila ni con qué la convencería para ir
con ellos.
—Ay, peleíllas de amantes —susurró Hypnos.
—Laila no es mi amante.
—Pues tú te lo pierdes, mon cher. —Hypnos se encogió de hombros y miró el
reloj ubicado sobre la puerta del despacho—. En el piso de abajo se celebra tu fiesta
de cumpleaños. Eres consciente, ¿verdad?
—Mmm.
—¿Piensas hacer acto de presencia?
—A estas horas de la noche, dudo que alguien se acuerde —dijo.
Hypnos puso los ojos en blanco, le hizo una reverencia y salió del despacho.
Séverin reprimió un bostezo. Quería quedarse en su estudio, pero ya no tenia nada
que hacer. Un cumpleaños muy feliz, sí. El año anterior, Tristan había tenido la
brillante idea de preparar un pastel en forma de estación con nubes por encima como
homenaje a la canción tanta gracia le hacía a Séverin de pequeño. Zofia se encargó de
la estructura de la estación con un mecanismo forjado que rompiera los cristales en
cuanto Séverin soplara las velas. Enrique encontró la primera edición de un libro con
canciones infantiles que incluía «Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva».
Laila preparó la mermelada. Sin embargo, cuando Séverin sopló las velas, empezó a
llover sobre la estación pero no se rompieron los cristales. Y Enrique se enfadó
porque la biblioteca quedó inundada y los libros, empapados. Tras la lluvia, el pastel
acabó siendo incomible, pero Laila le preparó un cupcake y al día siguiente se lo dejó
sobre el escritorio con una velita.
Séverin estuvo a punto de echarse a reír, pero la carcajada murió entre sus labios.
Jamas volvería a vivir un cumpleaños como aquel.
Justo antes de salir del despacho, cogió una mascara de uróboros del escritorio.
La máscara de latón en forma de serpiente formaba un complicado patrón en forma
de ocho que le cubría los ojos, para así poder contemplar la fiesta desde la cima de la
barandilla. En L’Éden se celebraba un baile de máscaras. De las vigas del techo
colgaban acróbatas con unas máscaras sonrientes y fantasmales. Todo el mundo

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asistió al evento. Zofia llevaba una máscara con pico puntiagudo y se había atusado el
pelo claro para que le cubriera la cabeza como si fueran plumas. Enrique estaba a su
lado con una máscara de chimpancé, que se completaba con una cola. Hypnos, en
lugar de llevar máscara, había elegido vestir una gigantesca cola de fénix, forjada
para que pareciera arder en llamas.
Por las puertas entraron una docena de mujeres con tocados de plumas de pavo
real. Estaban deslumbrantes.
Pero no eran ella.
Séverin oyó que su factótum hablaba detrás de él:
—¡Den una cálida bienvenida a las estrellas del Palais des Rêves, que van a
interpretar un baile muy especial en honor del cumpleaños de monsieur Montagnet-
Alarie!
La multitud aplaudió. Séverin dio media vuelta. Su traje se encontraba en el
rincón de la izquierda, escondido detrás de una puerta Tezcat con un espejo largo y
ovalado, rodeado por un uróboros. La serpiente estaba forjada para que culebreara y
se persiguiera la cola sin parar. Solo se quedaba quieta cuando alguien la agarraba por
el cuello, como si quisiera estrangularla.
Era así como se accedía a sus estancias privadas.
El cuarto de Séverin era bastante austero, como él prefería. Había una cama
grande con un cabezal de ébano y un dosel dorado, forjado para que cualquiera que lo
tocara entre las dos y las cuatro de la madrugada —según le dijeron, las horas
preferidas de los asesinos— quedara atrapado entre los hilos.
Séverin se rascó la nuca, tiró la máscara de serpiente al suela, se quitó los zapatos
y se sacó la camisa de los pantalones. Respiró hondo, preguntándose si estaba
empezando a perder la cabeza. Era imposible, pero creyó oler a Laila, a azúcar y un
débil aroma de agua de rosas. Laila lo obsesionaba. Séverin se apretó los ojos con las
manos. ¿Se podía saber qué le ocurría? Avanzó un par de pasos, a punto de lanzarse
sobre la cama, y luego se detuvo en seco.
Su cama ya estaba ocupada.
—Hola, majnun.
Posada sobre el extremo de la cama, y con un vestido que parecía arrancado del
cielo nocturno, estaba Laila. Se movió un poco y unas débiles estrellas se balancearon
en las costuras de su vestido. Desconcertado, Séverin se preguntó si de verdad era
ella, o si era un especie de fantasma provocado por la nostalgia. En ese momento vio
una sonrisa cómplice en los labios de Laila, y Séverin regreso al presente.
Llevaban semanas sin hablarse, y aun así, la manera de hablar con ella, el toma y
daca de las bromas, flotaba delante de él, tan accesible como el respirar. Ya no se la
veía descolocada ni herida, como la última vez que charlaron en el estudio. De hecho,
parecía un icono. Terrible, bella e intocable.
Y ahí estaba él. Desaliñado y cansado, y sin querer mostrarlo.

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—¿Qué lleva a la celebridad del Palais des Rêves de vuelta a mi cama? —
preguntó.
Laila rio, y aunque estaba vestido, Séverin se sintió completamente desnudo.
—Una propuesta —respondió Laila con ligereza.
—¿Una que tiene que ver con mi cama? —Séverin arqueó una ceja.
—Como si supieras qué hacer conmigo en tu cama —dijo Laila mientras se
observaba las uñas.
Claro que lo sabía…
—Mi propuesta tiene que ver con el cónclave de invierno en Rusia.
—¿Vendrás con nosotros?
—Con mis propias condiciones.
—¿Qué quieres?
Laila se inclinó hacia delante y la luz le alcanzó la piel.
—Quiero acceso especial. No quiero esconderme en una tarta ni fingir ser una
criada.
En ese momento, Séverin lo comprendió.
—Quieres que te lleve como mi querida.
—Sí —dijo—. Hypnos lo ha rechazado, así que tú eres la última opción lógica.
Como la celebración tendrá lugar dentro de tres semanas, difícilmente voy a lograr
congraciarme con otra persona.
Séverin intentó no pensar que Laila había acudido primero a otro. Lo intentó y
fracasó.
Laila fue a cogerle la mano y él se dio cuenta de que llevaba joyas. Unas pesadas
piedras en bruto sobre los dedos y unas pulseras finas y doradas en las muñecas. En el
hotel nunca llevaba joyas. Siempre le estorbaban para cocinar.
Cuando lo tocó, Séverin se puso rígido.
—¿Qué me dices, majnun? Solo será de palabra, nada más —le dijo. Hablaba en
voz baja, teñida de la seducción casi profesional que le hacía a Séverin quedarse sin
aire en los pulmones, por más que su cuerpo entero quisiera resistirse a ella—. Me
necesitas. Y lo sabes. Si no estoy allí, desaparecen todos tus planes para encontrar
Las letras divinas.
Le recorrió el cuello con los dedos, y luego la mandíbula. A Séverin le costaba
respirar.
—De acuerdo —mascullo.
—¿Me lo prometes? —susurró Laila—. Necesito oírte decir.
—Te prometo que anunciaré que eres mi querida y que vendrás conmigo a la
fiesta de invierno —dijo él tras tragar saliva.
—¿Me prometes que compartirás conmigo todo lo que descubras? —lo presionó.
Le acababa de desabrochar el primer botón. Tenía las dos manos sobre su pecho.
—De acuerdo, sí te lo prometo —murmuró con voz ronca.

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Laila se indinó, con el rostro a pocos centímetros del suyo y los labios violetas
entreabiertos.
—Bien —dijo.
Algo le quemo la piel a Séverin. Siseó y, al mirarse la muñeca, vio que los
brazaletes de Laila no eran en absoluto brazaletes, sino rollos de cables de hierro,
forjados con el mismo material que un juramento tatuado, y ahora sellaban en su piel
la promesa que acababa de verbalizar. La quemadura duró menos de un parpadeo, y
entonces, el metal desapareció bajo su piel.
—Ahora ya se que no debo fiarme de lo que dices —se explicó Laila—. Por
tanto, he tomado precauciones.
—¿Cómo…?
—He aprendido del mejor —le dijo mientras le palmoteaba la mejilla.
Séverin le agarró la muñeca con la mano.
—Deberías ir con más cuidado con las promesas que obtienes —le dijo en voz
baja—. ¿Sabes qué contrato acabas de firmar?
—Sé exactamente lo que me hago —respondió Laila con los ojos entornados.
—¿Seguro? —le preguntó—. Porque acabas de acceder a pasar todas las noches
en mi cama durante las próximas tres semanas. Te voy a tomar la palabra.
—Lo sé, majnun —dijo, ahora con más suavidad—. Como también sé que no voy
a suponer ninguna tentación para ti. Tal vez tengas que besarme de vez en cuando,
solo para demostrar que soy lo que dices que soy. Pero eso no significa nada,
¿recuerdas?
Laila bajó de la cama y se encaminó hacia la puerta.
—Feliz cumpleaños, majnun —le deseó mientras cerraba la puerta—. Que
duermas bien.
Aquella noche, Séverin no durmió nada.

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Hypnos

H ypnos bajaba las escaleras de Érebo con rapidez.


Fuera hacía mucho frío y, como era de noche, ya habían apagado las
chimeneas, por lo que el recibimiento que haría a la matriarca de la Casa Kore iba a
ser poco cálido. La mujer se había arrebujado bien bajo la estola de piel. Si no se
había molestado en quitársela, significaba que la visita iba a ser corta.
—¿Por qué habéis venido a estas horas? —le preguntó Hypnos, cansado.
Si la falta de decoro la ofendió, no lo demostró.
—El cónclave de invierno está a la vuelta de la esquina.
—Para vuestra sorpresa, madame, tengo calendarios.
La matriarca se lamió los labios y se quedó mirando a la puerta.
—Tu amigo, monsieur Montagnet-Alarie… ¿Estás seguro de que no pedirá que le
hagamos la prueba de los dos anillos?
Hypnos frunció el ceño. Nadie sabía a ciencia cierta lo que le pasaba a Séverin
por la cabeza. A lo mejor lo volvía a pedir.
Lo rechazó por la pena que sentía, pero quizá con el bempo pensara que su
herencia lo merecía.
—No lo sé con seguridad.
—Asegúrate de que no nos lo pide. —La matriarca cerró los ojos—. Por lo
menos, hasta que haya ayudado a la Orden a encontrar a la Casa Caída.
—¿Qué no me estáis contando?
La mujer dudó, y después, respondió entre titubeos:
—Ya se le realizó la prueba de herencia cuando murió el patriarca de la Casa
Vanth durante aquel incendio.
—Eso ya lo sabía, y todo el mundo sabe que los resultados se falsificaron…
—No fue así.
Hypnos se detuvo.
—¿Qué me queréis decir?
—Que no es el heredero legítimo de la Casa Vanth, y que no debe saberlo jamás.

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NOTA DE LA AUTORA

Estaba desayunando y escuchando la radio cuando me enteré de que un zoo humano


exhibió a filipinos. El pueblo filipino fue una de las exposiciones más grandes —y
más visitadas— de la Exposición Universal de 1904, celebrada en San Luis, en la
cual a los visitantes les interesaba sobre todo ver a la tribu «primitiva» de los igorotes
siendo obligada a sacrificar perros para después comérselos.
Esa información me dejó boquiabierta. Me resultaba imposible creer que acababa
de oír las palabras «zoo humano».
Fue ese dato histórico el que me guio hasta el mundo de Los lobos de oro, en
concreto hasta la celebración de la Exposición Universal de 1889, una feria mundial
celebrada en París, cuya mayor atracción era un zoo humano —por entonces lo
llamaron «poblado negro»—, que fue visitado por veintiocho millones de personas.
Como filipina e india que soy, el colonialismo me corre por las venas. Era incapaz de
unir en mi mente los horrores de aquella época con el glamour que desprendía, que
era, hasta la fecha, lo único que aparecía en mi imaginación sobre el siglo XIX: los
cortesanos y el Moulin Rouge, las espléndidas fiestas y el champán.
Quería comprender cómo un momento llamado la Belle Époque, literalmente la
«época bella», podía tener tal mancha. Quería explorar la belleza y el terror a través
de los ojos de las personas que estaban al margen de todo. Y, por último, quería
emprender una aventura.
La documentación ya fue una aventura en sí misma. Me enteré de que José Rizal,
el héroe nacional filipino, había visitado París de verdad en 1889. Me enteré de
muchísimas cosas sobre la historia de la producción de hielo, que acabó por no entrar
en el libro. Me enteré de que, aunque durante la Belle Époque en París hubo grandes
avances artísticos y científicos, también se perpetuó la intensa corriente antisemita
que recorría Europa, sobre todo en el Imperio ruso.
Si bien me he tomado muchas libertades con las fechas y la verosimilitud, no me
parecía bien separar la belleza del horror del siglo XIX.
Cuando revisamos el terror y suavizamos lo grotesco, nos arriesgamos a borrar
los caminos que nos han llevado hasta el presente.
La historia es un mito moldeado por los conquistadores. Lo que parece bueno
quizá algún día se agrie y cuaje en nuestras mentes colectivas. Lo que parece malo
quizá algún día florezca y resplandezca. Quería escribir esta trilogía no para enseñar
ni para condenar, sino para preguntarme algo.
Para preguntarme si es oro todo lo que reluce.

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AGRADECIMIENTOS

Me pasé muchísimo tiempo pensando que no iba a poder escribir este libro. Lo que
abarcaba me parecía inimaginable. Los rompecabezas eran una maraña de
sinsentidos. Los personajes me bufaban cuando me acercaba demasiado. Al final
encontré la manera de entrar en este mundo y de mantenerme a flote gracias a las
siguientes personas. A mi familia de Wednesday Books, estoy muy agradecida por
vuestro apoyo. Gracias a Eileen, que me convirtió en lectora de novela romántica y
vio mi historia desde el principio, cuando solo era una masa un tanto cruda de
palabras y de imágenes de Pinterest. A Brittani, Karen y DJ: ¡gracias por echar leña al
fuego! A Thao, eres la mejor de las agentes, no querría estar en las trincheras con
nadie que no fueras tú. Gracias, también, a mi familia de la agencia literaria de
Sandra Dijkstra por todo lo que hacéis, y sobre todo a Andrea, que ha llevado mis
historias allende los mares. A Sarah Simpson-Weiss, una extraordinaria ayudante,
¿cómo he podido vivir sin ti? A Noa: estoy muy agradecida por tus palabras, tu
sentido del humor y tus consejos de incalculable valor.
A mis increíbles amigos. Gracias a Lyra Selene, mi crítica número uno, que ha
leído esta historia miles de veces. A Ryan: ¡millones de gracias! A Renee y a JJ, dos
oráculos iluminados y glamurosos. A Eric, que me prestó su nombre. A Russell y a
Josh, que me han acompañado con suma paciencia durante todo tipo de fechas de
entrega. A Marta, Zan y Amber, que me han mantenido cuerda, con los pies en el
suelo y me han hecho reír como nadie. A Katie, que me ayudó con las matemáticas. A
Niv, Victoria y Bismah: no podría haber escrito una historia sobre amistad sin
vosotras.
A mi maravillosa familia: mamá, papá, Ba y Dadda, Lalani, a mis tíos y tías y a
mi futura familia política. Vuestro apoyo me ha traído hasta aquí y me permite seguir
adelante. Quiero dar las gracias especialmente a Alpesh Kaka y a Alpa Kaki, en cuya
casa leí por primera vez los thrillers de búsqueda de tesoros que han inspirado esta
novela. A Shiv, Renuka, Aarav (nunca olvidaré la primera vez que nos vimos),
Sohum, Kiran y Alisa, y a Shraya, que no te lo digo lo suficiente, pero te quiero.
Gracias a mi primo Pujan, cuyo gran conocimiento del mundo del arte hizo que me
replanteara la manera en que observo la historia. A Pog y a Cookie, los lectores cero
que siempre serán los primeros en preguntar: ¿qué narices es esto? Estoy
orgullosísima de ser vuestra hermana.
A Panda y a Teddy, que no saben leer ni escribir, pero que por lo visto se vuelven
cada vez más peluditos para absorber mi desesperación narrativa. Gracias.
A Aman. No querría embarcarme en este viaje con nadie más. Tú aportas magia a
mi mundo.

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Y para terminar, a mis lectores: muchísimas gracias. Llenáis mi corazón de
alegría.

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ROSHANI CHOKSHI (14 de Febrero de 1991) es autora de libros comerciales y
aclamados por la crítica para niños y jóvenes adultos que se basan en la mitología y el
folclore mundial. La madre de Chokshi es filipina y su padre es indio, ambos
inmigrantes en los Estados Unidos. Creció hablando inglés, en lugar de los idiomas
nativos de sus padres, tagalo y gujarati. Ella se crió en la mitología hindú, de la que a
menudo se basa en sus novelas. Su primera novela se vendió mientras asistía a la
escuela de leyes en la Universidad de Georgia, y finalmente la abandonó para seguir
escribiendo. Ella cita a Neil Gaiman como una de sus influencias para seguir una
carrera como escritora.
Los lobos de oro es el primer libro de la trilogía del mismo nombre. Sus series más
vendidas en el New York Times incluye la duología La reina tocada por las estrellas
y la saga juvenil inspirada en la mitología Indu Aru Shah.

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