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CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
BIOGRAFÍA
OTROS TÍTULOS DE LA AUTORA
Para mi hija Isabel y para todos los que creen que
los sueños pueden hacerse realidad.
CAPÍTULO I
Meg miró la olla que tenía ante sí como si fuera un monstruo de dos
cabezas. Había ayudado a la curandera del clan en muchas ocasiones, ya
que le gustaba y se le daba bien, pero la cocina era un terreno inexplorado.
—Muchacha, mueve la comida si no quieres que esta noche no tengan
nada que echarse a la boca el jefe McAlister y el resto de los hombres.
Llevan dos días fuera y volverán hambrientos.
Meg miró a la mujer que la había llamado la atención. Hacía solo
media hora que la conocía, pero ya sabía que sería un hueso duro de roer.
Después de que entraran a aquella especie de fortaleza-castillo —el más feo
que jamás sus ojos habían visto, el derruirlo sería un favor que hicieran a la
humanidad—, McDuff le presentó a Helen McAlister, la hermana de su
difunta mujer. Helen la repasó de arriba abajo, y después de abajo arriba
para luego quedarse un buen rato mirándola a la cara. Meg intentó estar
tranquila a pesar del examen al que estaba siendo sometida, aunque la cara
de asco de la señora, seguida por el sonido de su lengua en señal de
disgusto, hizo que Meg se pusiera en tensión. El inicio era prometedor, si lo
que quería era pasar una temporada en el infierno McAlister.
McDuff habló con la hermana de su mujer, quedando más que patente
que la relación entre ambos no era la más cordial, sin embargo, Helen
consintió en hacerle este favor, con el que, según sus propias palabras,
quedaban en paz. Después de eso, McDuff se fue sin mirar atrás y Meg se
quedó a solas con Helen, que la conminó a que la siguiera a la cocina.
—Empezarás por ayudarme en la cocina, muchacha, y después ya
veremos qué más obligaciones tendrás. Laird McAlister ha dado el visto
bueno así que haz bien tu trabajo y todo irá bien. Te quedarás en el castillo,
ya que yo vivo aquí desde que me quedé viuda hace años. Te he asignado
una pequeña habitación en la otra ala, junto a la mía.
Meg había asentido a todo y se había dejado llevar. Sin embargo, su
entusiasmo por verse introducida ya en el clan sin sospechas, se redujo a
cenizas cuando Helen la puso frente al hogar, donde se estaba haciendo un
estofado de carne y al lado, algo de color verde pegajoso que a Meg se le
antojó como un moco gigante.
—Muchacha, mueve ese guiso, y échale la jarra que tienes encima de
la repisa al estofado.
Meg no quería ser quisquillosa, pero en la repisa había dos jarras.
Miró de nuevo a Helen para preguntarle cuál de ellas, cuando la mujer la
miró con incisiva intensidad para después soltar con un gruñido.
—¿Sufres algún tipo de retraso, muchacha? Porque McDuff no me
dijo nada de eso. ¡Vamos! —casi gritó al final, volviéndose para seguir con
su quehacer, que por lo que pudo observar era la elaboración de un pastel de
manzana.
A Meg había dos cosas que la sacaban de sus casillas. Una era que
insultaran su inteligencia y otra que la llamaran «muchacha». Se calló,
porque no era prudente decir nada en sus circunstancias, pero tuvo que
morderse la lengua. Ya que parecía que Helen no iba a sacarla de sus dudas,
cogió los dos recipientes y los olió, esperanzada en que el olor de su
contenido pudiese orientarla. Ambos olían a hierbas y condimentos. No iba
a perder más tiempo en decidir, así que vació en la olla el de la jarra que le
pareció que olía un poco mejor y lo removió para que se mezclara con el
guiso, dejando la otra encima de la mesa que había a su izquierda.
El sonido de la puerta al abrirse hizo que diera un pequeño saltito.
Debía controlarse. Estaba nerviosa y si iba a estar allí unos días y
enfrentarse al jefe del clan McAlister debía empezar a templar sus nervios.
Un hombre de edad avanzada se la quedó mirando con curiosidad antes de
dirigirse a Helen, que le miraba con los brazos en jarras.
—Menos mal que llegas. El brebaje que te he preparado no va a durar
todo el día. Debes tomarte solo un trago. Lo he hecho más fuerte de lo
normal para que haga más efecto —espetó Helen frunciendo el entrecejo al
terminar.
—Pues ya estoy aquí. No me mires así mujer, el viejo Donald me ha
entretenido con sus historias. Ya sabes cómo es.
Helen movió la cabeza en señal de desaprobación.
—Está bien, pero tómatelo ya, Gawen. Lo he dejado encima de algún
sitio… —dijo Helen, arrugando el entrecejo e intentando hacer memoria.
—Ah, ahí está —dijo señalando la jarra que Meg había dejado encima
de la mesa. —No recuerdo haberla puesto ahí —continuó con la cara
contrariada— pero qué más da. Lo importante ahora es que te lo tomes. Con
tus síntomas no es bueno que estés tantos días sin abonar la tierra.
Meg intentó no pensar en las últimas palabras de Helen, porque si
había entendido bien, aquella mujer le había hecho un brebaje de hierbas al
tal Gawen a fin de terminar con un problema intestinal. Maldijo para sus
adentros. Si se había equivocado de jarra….
—¿Y esta muchacha quién es? —preguntó Gawen después de tomar
un pequeño sorbo del bebedizo.
Aquella pregunta saco a Meg de sus pensamientos.
—Se llama Meg McDuff —dijo Helen asintiendo con la cabeza en su
dirección—aunque su madre era una McAlister. No sé si te acordarás de
ella. Era la hija del viejo William.
Gawen pareció pensativo durante unos segundos mientras se tocaba el
pelo con la mano.
—¿William Seis Dedos, el que corría desnudo cuando se despertaba
por la noche y parecía que seguía dormido, o William el que tenía una oveja
dentro de su cabaña y la vestía como a su esposa muerta? —preguntó de
repente con interés.
A Meg se le cayó de la mano la cuchara de madera cuando escuchó la
pregunta. Estaban de broma, ¿no? Esperó un par de segundos a que le
dijeran que era una broma de mal gusto, pero sus caras, serias e
inexpresivas, indicaban que aquello tenía toda la pinta de ir en serio. Así
que o tenía un antepasado al que le gustaba enseñar el trasero a todo el
pueblo o uno que estaba loco de atar. Esperó un poco más, conteniendo la
respiración. Esperaba que Helen le hiciera el favor de contestar por ella,
pero aquella mujer, que no había hecho otra cosa que lanzar lindezas por su
boca desde que ella había llegado, ahora parecía haberse quedado muda.
—Ehh, lamentablemente yo no llegué a conocer a mis abuelos y mi
madre no hablaba de ellos, creo que le daba mucha pena recordarlos —dijo
Meg con cara de pesar.
Meg sintió resbalar unas pequeñas gotas de sudor por su espalda,
debajo de aquel vestido de lana que en el aquel momento la estaba matando
del calor. El silencio se le hizo eterno a pesar que creía haber reaccionado
bien a su pregunta. Lo que había contestado era coherente y no la
comprometía en nada.
Helen la siguió mirando unos segundos más antes de hablar.
—La verdad es que tu madre era muy reservada, apenas hablaba
cuando era una muchacha y no me extraña que no quisiera hablar de su clan
y de su familia. Debió ser muy duro para ella seguir a un marido que la
llevó hasta las Lowlands —dijo Helen poniendo cara de asco al pronunciar
el nombre de aquella región. Meg pensó que solo le había faltado escupir en
señal de repulsa.
—Efectivamente —respondió poniendo la misma cara que Helen.
Lo que parecía un leve atisbo de sonrisa se adueñó de los labios de la
mujer. Meg pensó que después de todo quizás sobreviviera a su primer día
con el enemigo.
CAPÍTULO III
Meg estaba ayudando a Helen a adecentar las mesas del salón para la
cena. Lo habían dejado todo bastante limpio y habían colocado flores en
ciertos lugares para impregnar el ambiente de un olor agradable.
El salón era bastante grande y varias mesas de madera con largos
bancos estaban repartidas por él. Los anchos muros de piedra estaban
iluminados con antorchas y la pared contigua a la salida estaba decorada
con un tapiz en el que se podía ver el escudo de los McAlister, así como su
lema: «Fortiter».
Cuando Meg, sumida en sus pensamientos, iba a salir de la estancia
para volver de nuevo a la cocina, unas voces provenientes de la entrada
principal del salón la detuvieron. Miró a Helen. Ella todavía seguía ocupada
con una mesa, concentrada y ajena a la nueva compañía.
Meg sabía que antes o después debía enfrentarse a más miembros del
clan, pero en aquel momento no le apetecía si podía evitarlo, así que se
acercó a uno de los laterales del pasillo que iban directos a la cocina y se
quedó allí. La curiosidad pudo con ella. Comprobó que desde su posición
tenía una buena visión del salón sin que pudiese ser vista con facilidad. La
luz más tenue y el ángulo en el que se encontraba le conferían cierta
discreción ante la posible mirada de los ocupantes. Así que decidió
quedarse allí por unos segundos para ponerle cara a las voces que se oían
cada vez más próximas.
Meg retuvo el aliento cuando un grupo de cinco hombres entró en el
salón y los vio con claridad. Aunque eran hombres imponentes por su altura
y complexión, lo que hizo que su estómago se contrajese y su corazón se
saltara un latido, fue cuando el más alto de ellos se dio la vuelta. Cuando
Helen dijo su nombre, Meg apoyó una mano en la pared como si tuviese
que buscar algún punto de sujeción, ya que sus piernas parecieron fallarle.
Había escuchado todos los apelativos por los que le llamaban. De
hecho, se los sabía de memoria.
Diablo, ángel de la muerte, ira vengadora, furia de las Highlands, el
demonio de Escocia. Puede que todos pudieran aplicársele al hombre que
veía a escasos metros, pero sin lugar a dudas se habían quedado cortos.
Ninguna de esas acepciones le servía para poder describir a aquel hombre.
¿Por qué no «demonio del pecado»?
Sus facciones eran prácticamente perfectas, su mirada penetrante y su
sola presencia imponía. La oscuridad con la que el vello sin rasurar de
varios días cubría su mandíbula, era lo único que le hacía parecer más
terrenal.
Muy alto y de anchas espaldas, era pura fibra. La fuerza, la atracción
y en cierto modo el peligro que emanaban de cada poro de su cuerpo, y que
ella podía sentir con intensidad a pesar de la distancia que los separaba, la
hicieron sentirse vulnerable.
Sus ojos verdes, como los de un gato, inspeccionaron la estancia, y un
destello casi imperceptible cruzó por su mirada. Una mirada intensa e
inquebrantable que hizo que Meg casi se cayera cuando se posó sobre ella.
Ahora que la miraba directamente, se quedó petrificada, como si ni un solo
músculo de su cuerpo pudiese reaccionar. ¿La había visto? Tragó saliva solo
de pensarlo. Ella no era ninguna cobarde, pero un extraño vértigo atenazó
sus sentidos como nada antes lo había hecho.
Le vio intensificar su mirada adquiriendo una tonalidad más oscura.
Ese pequeño matiz pareció sacarla de su aletargamiento, y sin saber cómo,
se dio media vuelta para volver a la cocina. Solo quería alejarse de allí para
poner sus ideas en orden. ¿Pero qué demonios le había pasado?
Todavía no sabía por qué había reaccionado de esa manera a su
presencia. «¡Pero si es solo un hombre!», se decía una y otra vez mientras
aligeraba el paso. Y ella tenía experiencia con hombres grandes, con
autoridad y genio. Eso era lo más gentil que decían de su propio padre y
ella siempre le había hecho frente cuando encontraba algo injusto o
inadecuado. No en vano, era el quebradero de cabeza de su progenitor,
como muchas veces él se había encargado de recordarle. Y su hermano no
se quedaba atrás.
No había andado ni dos metros cuando una mano la agarró del brazo,
deteniendo su avance.
El contacto de esa mano le hizo soltar un pequeño jadeo antes de
volverse y ver al hombre que segundos antes la había dejado totalmente
turbada.
—Eres la muchacha McDuff que Helen me dijo que vendría,
¿verdad?
Evan miró a la mujer que tenía delante. Cuando momentos antes la
había visto entre la penumbra había pensado que era un espejismo. Estaba
allí y a los pocos segundos había desaparecido. Era rápida, de eso no cabía
duda. Había tenido que aligerar el paso para alcanzarla antes de que
desapareciera.
Cuando Helen le pidió permiso para que la hija, fruto del matrimonio
entre Edna McAlister y un miembro del clan McDuff, viviera y trabajara
allí en el castillo, se negó. Sin embargo, al saber que la muchacha era
huérfana y que el clan McDuff no la veía con buenos ojos porque su padre
se había separado del clan y se había trasladado a las Lowlands, se
replanteó su decisión. Además, Helen se lo pidió como un favor personal.
Al parecer tenía alguna deuda pendiente con el hermano del padre de la
chica, y los McAlister siempre pagaban sus deudas. Y si eso no bastase, la
muchacha era mitad McAlister y eso la hacía de su clan. En cierto sentido
se sintió obligado a darle cobijo, por lo que al final consintió.
Después de aquello, Evan ya no pensó más en la solicitud de Helen,
pero al verla hoy allí, una cara totalmente desconocida y con los ojos más
expresivos, grandes y hermosos que había visto jamás, que le miraban como
si intentara adivinar qué era lo que pensaba, Evan dedujo lo obvio, a pesar
de su sorpresa inicial.
—Sí, soy yo —dijo Meg sintiendo su voz algo aguda.
Evan la soltó, observándola con interés.
—¿Tu nombre?
Meg tragó saliva antes de contestar.
—Meg —dijo ya sin titubear.
—¿Y por qué has huido así del salón?
En cuanto Evan preguntó, fue testigo de la trasformación que se
produjo en la joven. De pronto se irguió, levantando un poco la barbilla con
determinación. Su mirada se había vuelto más intensa, acentuando los
matices dorados de sus ojos. A Evan le hizo gracia su reacción. Era como si
le hubiese acicateado su orgullo.
—Yo no he huido —dijo con determinación, mirándole fijamente a
los ojos.
Evan enarcó una ceja. Aquella mujer no sabía mentir, pero sí tenía
coraje. Sabía de hombres que ni siquiera eran capaces de mirarle a los ojos,
y en cambio, aquella mujer le miraba directamente, con un pequeño mohín
de evidente disgusto en su boca que a Evan le hizo pensar más de lo debido
en sus carnosos labios.
Hacía más de dos horas que Meg había llegado a una conclusión. Lo
que no habían conseguido años de enemistad, ni las enfermedades, ni las
guerras entre los clanes, había estado a punto de conseguirlo ella solita
aquella noche. Y no con un cuchillo, ni con una espada, ni con veneno, sino
con una maldita diarrea.
Y ni siquiera lo había hecho a propósito.
Su padre estaría orgulloso de ella. Muy orgulloso. Había dejado
inutilizados a todos los guerreros del clan McAlister. Bueno, a casi todos.
Evan McAlister y uno de sus hombres de confianza, Malcolm, seguían en
pie, y con cara de querer asesinar al culpable de aquella tropelía.
Meg sabía que tenía dos opciones: guardar silencio y simular el más
absoluto desconocimiento en caso de que le preguntaran algo, o confesar
que era muy posible que, de manera fortuita, ella fuese la culpable de aquel
desagradable infortunio.
Su cabeza le decía a voz en grito que lo negara todo hasta la saciedad,
pero las entrañas le decían algo bien distinto. Y ella era una mujer que hacía
caso de su instinto, aunque a veces este le fallase. Era impulsiva y tenaz, y
por mucho que quisiera en aquel momento evadir su responsabilidad, no
por miedo, sino por no querer llamar la atención de esa manera el primer
día, algo le decía que era mucho mejor entrar en el salón, mirar a la cara al
jefe del clan y decirle que lo que había pasado era sin duda fruto de un
inocente error.
Así que cogió aire y entró con paso firme en la estancia, esperando
que aquel no fuera el final de su incursión en territorio McAlister.
Meg miró la prenda que McAlister le tendía. No sabía qué quería que
hiciera con ella, así que le miró, antes de preguntar.
—¿Pasa algo con la camisa?
—¿Tú qué crees? —le preguntó Evan a su vez, entre dientes.
Meg la cogió y al hacerlo sus dedos rozaron la mano de McAlister.
Meg la retiró inmediatamente como si su contacto le hubiese
quemado. Su roce, aunque había sido ínfimo, la había perturbado,
produciéndole un latigazo que recorrió todo su cuerpo y la dejó
desconcertada.
—Intenta meter la mano por la manga izquierda —espetó Evan, lo
cual sonó más a orden que a una petición.
Meg intentó hacer lo que pedía, pero al llegar al puño, algo le impidió
que pudiese sacar la mano. Lo miró con más detenimiento y descubrió que
no podía porque estaba parcialmente cosido al cuerpo de la camisa. Sintió
cómo un pequeño rubor subía a sus mejillas.
Ella no había cosido en la vida ¿Qué esperaban? ¿Que hiciese
virguerías con la aguja? Intentando arreglar en algo lo que había hecho,
pegó un pequeño tirón para descoser ambas partes de la prenda. Solo eran
unas pequeñas puntadas las que había que deshacer. Cerró los ojos cuando
el sonido de la tela al rasgarse llegó hasta sus oídos.
No estaba preparada para aquello. Se quedó momentáneamente
bloqueada, mirando la camisa, intentando no soltar una carcajada. Porque,
aunque no era el momento adecuado, aquella situación le pareció muy
graciosa.
Un gruñido retumbó en la habitación e hizo que mirase nuevamente a
McAlister.
Meg no sabía qué aspecto tendría laird McAlister en plena batalla,
pero debía asemejarse bastante a la que tenía en aquel momento. Su rostro
estaba tenso, sus ojos verdes habían adquirido un tono más oscuro. Su
mirada, la misma que estaba clavada ahora mismo en ella, era letal, tan
afilada como una espada, y un tic parecía haberse instalado en su ojo
izquierdo. Todo su cuerpo estaba rígido.
—Puedo intentar cosérselo otra vez, aunque no creo que esto tenga
mucho arreglo —dijo Meg con naturalidad.
Supo que no tenía que haber pronunciado aquellas palabras en el
mismo momento en que salieron de su boca y los ojos de McAlister
brillaron como si albergaran fuego en su interior.
Evan se acercó a ella y antes de que pudiese reaccionar, le quitó de un
tirón la camisa de las manos.
—¿Has cosido alguna vez? —le preguntó con un gruñido.
Meg le miró fijamente antes de contestar.
—He visto cómo se hace, pero coser, coser… No.
Meg observó cómo Evan apretó los dientes.
—¡Maldita sea! ¿y no se te ocurrió decirlo? —gritó Evan—. ¡Mira lo
que has hecho! —le dijo poniendo la camisa delante de sus narices.
Meg volvió a mirar la tela.
—Ya lo veo, y lo siento mucho —contestó Meg con cierto pesar.
—¿Y eso es todo? ¿«Lo siento mucho»? ¿Lo haces a propósito o es
que tu inteligencia no da para más? —aseveró Evan tirando la tela encima
de la cama con un manotazo.
Meg estaba intentando pedirle disculpas, pero él se lo estaba poniendo
muy difícil, y más si tenía en cuenta que estaba a medio vestir y aquello la
ponía nerviosa.
Su genio, ese que estaba reprimiendo desde que llegó, clamaba por
decirle cuatro cosas a aquel demonio, pero no pudo contenerse cuando puso
en duda su inteligencia.
—Ya le he dicho que lo siento, y dado que como podemos comprobar
no puedo arreglársela, francamente no sé qué más puedo hacer —dijo Meg
apoyando las manos sobre su cintura y poniendo los brazos en jarras—.
Además, ¿no cree que está exagerando un poco? Es solo una camisa, un
trozo de tela —exclamó Meg ya enojada—. Y en cuanto a si mi inteligencia
no da a más, me ofende gravemente al insinuarlo siquiera. No sé cocinar ni
coser, pero no porque sea torpe sino porque nunca me han enseñado —dijo
Meg alzando la voz.
Evan no podía creérselo. Esa muchacha estaba allí frente a él, después
de haberle destrozado su mejor camisa y le estaba… ¿Qué demonios estaba
haciendo? ¿Recriminarle que se enfadara con ella?
Era inaudito, sobre todo cuando hizo trizas la tela y pudo ver una
sonrisa en sus labios. Él estaba hecho una furia y ella se reía.
Y ahora estaba con los brazos en jarras, haciéndole frente, acortando
la distancia entre ambos y mirándole, ceñuda.
Evan sintió hervir la sangre en sus venas. Acortó el escaso espacio
que los separaba y sin pensarlo, tomó su boca. Aquellos labios carnosos que
momentos antes le habían replicado desafiantes y orgullosos, ahora suaves
y tentadores, lo recibían con sorpresa y estupor. Se había acercado a ella
con furia, con determinación, y así había tomado sus labios. Sin embargo,
sus manos, ajenas a su enojo, a su voluntad, enmarcaron la cara de Meg con
cuidado, casi con mimo, acariciando suavemente la comisura de sus labios a
fin de que los abriera. Cuando así lo hizo, Evan no pudo evitar que un
gruñido de satisfacción se escapara de su garganta. Ahondó el beso con
cuidado, con lentitud, saboreando y probando cada parte de su boca. Solo
había pretendido borrar aquella expresión satisfecha y rebelde con la que
aquella muchacha le había mirado, pero no había esperado aquello. No
había podido prever la necesidad visceral y desmedida que se apoderó de él
al probar sus labios. La sintió estrechar su cuerpo contra él y sus manos
rozar levemente sus brazos como una caricia. Su tacto casi lo volvió loco.
Meg llevaba dos días sin poder concentrarse en lo que hacía, y eso era
peligroso. Al final, después del despropósito cometido con la costura, Helen
le había preguntado por fin que si sabía hacer algo y qué clase de educación
le habían dado para no saber nada de costura ni de cocina.
Meg se ciñó lo máximo posible a la realidad. Las mentiras, cuanto
más se distanciaban de la verdad, más difíciles eran de controlar y de
recordar.
Así que le dijo que sus padres en las Lowlands habían trabajado para
un barón, padre de dos hijos. El barón la tomó a ella como sirvienta de su
hija, aunque sus labores se reducían prácticamente a ser su acompañante y
asistirla en sus quehaceres diarios. Debido a ello, permanecía junto a ella en
las clases que recibía de escritura y lectura. Así fue como aprendió ambas
cosas.
A Helen aquello le pareció extraño, pero lo aceptó, sobre todo porque
eran de las Lowlands y ya se sabía que aquella gente no estaba bien de la
cabeza. Por lo tanto, Meg le dijo que no sabía coser ni cocinar, pero podía
hacer otras tareas como fregar los suelos, ayudar a la curandera del clan —
pues había aprendido mucho de una curandera de las Lowlands—, leer o
escribir alguna misiva para los miembros del castillo, o encargarse de
adecentar las habitaciones, haciendo las camas o colocando la ropa.
Así que eso fue exactamente lo que le encomendó. Fregaba los suelos
del castillo. Doblaba la ropa y la colocaba en los aposentos, y ayudaba a
Kate McAlister, la curandera del clan, cuando lo necesitaba.
Kate McAlister, baja y delgada, y con unos bonitos ojos verdes, le
cayó bien desde el principio. No tenía pelos en la lengua y mostraba un
carácter de mil demonios, pero le gustó nada más conocerla. Tenía un hijo
de seis años, Ian, travieso, vivaz y con una imaginación desbordante. La
verdad es que le recordó a sí misma cuando era pequeña. Había pasado con
él bastante tiempo, dado que acompañaba a veces a su madre, como la tarde
anterior cuando fue con ellas a hacer unas visitas a varios de los miembros
del clan aquejados de diversos males. Uno de ellos era Herbert, un hombre
ya entrado en años que tenía un pequeño resfriado. Meg intuyó que, más
que resfriado, lo que Herbert quería era tener a alguien con quien hablar de
todos sus achaques. Vieron también a un reticente William con un corte
grande en el antebrazo fruto de una distracción durante el entrenamiento de
esa mañana. Las malas lenguas decían que había pasado cuando se quedó
mirando Brigitte al pasar esta por el patio delante del grupo de guerreros. Y
la última a la que vieron fue a Sara, la mujer más anciana del clan, que a sus
79 años tenía una mirada penetrante y muy intuitiva. Cuando la miró, Meg
tuvo la sensación de que le leyó hasta el alma. El pequeño Ian había ido con
ellas ese día porque estaba castigado. La tarde anterior había estado con
Alan y Connor, los nietos de David, en su día hombre de confianza del
abuelo de Evan y también uno de los consejeros del mismo. Alan tenía
cinco años y Connor siete, y tampoco eran unos santos. Llevaba poco
tiempo allí, pero si una cosa sabía era que cuando andaban los tres juntos
nada bueno podía esperarse. Si no que se lo dijeran a Henrietta, cuyas canas
parecían haberse incrementado desde que pintaron a su cabra de azul hacía
dos días. Cómo lo habían conseguido, era todavía un misterio.
A Meg le sorprendió la actitud de Evan McAlister cuando, ante las
quejas de Henrietta, mandó llamar a su presencia a los tres niños.
Kate se apresuró a llevar a Ian a una sala contigua al salón, donde el
jefe de los McAlister solía recibir a los miembros de su clan que querían
exponerle algún problema. Otro rasgo que también la sorprendió, y la llevó
a empezar a replantearse si verdaderamente las cosas que había escuchado
de él hasta entonces tenían algún fundamento. ¿Qué hombre del que decían
era el mismísimo diablo escucharía atentamente a los miembros de su clan,
aun cuando esas quejas podrían ser absurdas o nimias?
Lo mismo pasó esa tarde cuando, después de echarles una reprimenda
a los niños y castigarles con tener que dejar los establos relucientes durante
una semana, Meg le sorprendió con una leve sonrisa en los labios. Como si
la travesura de los pequeños le hubiese hecho gracia.
Así que no podía, sino que empezar a pensar qué había de cierto y qué
no en los testimonios oídos durante los últimos años.
Era cierto que con la espada y en la lucha, Evan era un auténtico
demonio. Ella lo había visto entrenarse con el resto de sus hombres y jamás
en su vida había sido testigo de un guerrero igual. Su velocidad, su fuerza,
su destreza no tenían parangón. Solo su padre o su propio hermano, que
hasta la fecha eran los mejores que había visto jamás, podrían igualársele.
Su capacidad de liderazgo y su elocuencia eran también grandes rasgos de
los que había sido testigo. Había visto a su clan respetarle y acatar cada una
de sus decisiones, y no llevados por el miedo, sino por el respeto y el afecto
que le tenían.
Por eso no podía en ese momento reconciliar lo que sabía de aquel
hombre que estaba conociendo desde que llegó al clan McAlister con el
hombre del que había oído hablar los últimos años.
En aquel momento, mientras doblaba la ropa que después del lavado
quedaba por disponer en los distintos aposentos, pensó en si se estaría
ablandando con el clan McAlister.
La única verdad era que estaba mintiendo a toda aquella gente.
Cuando trazó el plan, ni siquiera se lo planteó, porque no pensó en ellos
como personas individuales sino como clan, como McAlister. Un clan que
había odiado al suyo y a la inversa durante demasiado tiempo. Era estúpido
que un apellido te definiese como persona, pero la realidad era que el clan y
la lealtad hacia él estaban por encima de todo. Sin embargo, eso no le hacía
más fácil su tarea ahora que empezaba a conocerlos. Helen, a pesar de
aparentar de ser una bruja, tenía su corazoncito escondido. Lo había visto
en el trato con su hija, con su sobrina y con los demás. Hablaba y gruñía,
pero después siempre estaba atenta a las necesidades de sus prójimos.
Incluso de ella. Como cuando llegó tarde a la comida porque había tardado
más de la cuenta al fregar la planta superior y se encontró con que le había
guardado un plato y lo había mantenido caliente para que comiese. Eso
denotaba que había pensado en ella, y que no era ni la mitad de fiera de lo
que le gustaba aparentar. Brigitte también era un cielo. Era muy inocente y
dulce, y la ayudaba cuando había terminado sus quehaceres para que no se
quedara atrás.
Y ahora Kate, que la había aceptado sin ningún tipo de hostilidad,
solo esperando de ella diligencia y buen hacer. Incluso estaba confiando en
ella para dejarle a su hijo.
Aquello la conmovió más de lo que podría haber imaginado.
Sabía por qué estaba haciendo aquello. Lo hacía por Aili, y porque le
importaba el futuro y la felicidad de sus hermanos por encima de todo. Sin
embargo, en los últimos días tenía que repetírselo a sí misma a menudo.
—Meg, ¿qué haces?
Meg dio un salto cuando escuchó la voz a sus espaldas.
—Te he asustado, ¿eh? —dijo Ian con una risilla por lo bajo.
Meg miró al pequeño que la observaba con toda la inocencia del
mundo en sus ojos.
—Estoy terminando de doblar la ropa. ¿Y tú, diablillo? ¿Qué haces?
¿No tendrías que estar limpiando los establos como te ordenó laird
McAlister?
El niño puso cara de disgusto. La mueca que hizo consiguió arrancar
una carcajada en Meg sin que pudiese evitarlo.
—Lo vamos hacer estar tarde. Alan y Connor están con su abuelo,
que también les ha impuesto otras tareas como parte del castigo. No sé por
qué pintar la cabra de la señora Henrietta es tan malo. Yo la veo ahora más
bonita. Tiene un azul precioso —continuó Ian todo convencido—. ¿Por qué
no me cuentas una de esas historias de batallas antiguas y guerreros de
tierras lejanas? —preguntó luego, esperanzado.
Meg dejó la ropa que estaba arreglando y le miró con los brazos en
jarras sobre sus caderas.
—Después, en cuanto acabes esta tarde con lo de los establos te
prometo que te contaré una de esas historias.
La cara de decepción de Ian no pudo ser más elocuente. Sus ojos la
miraron como si la pena más grande le estuviese consumiendo e incluso
creyó ver cierto temblor en su labio inferior. Esos pucheritos los conocía
demasiado bien. Ella les hacía lo mismo a sus hermanos. Logan era el que
siempre se ablandaba antes.
—No puedo, Ian. Pero te prometo que después te contaré la historia.
—¿Y una pequeña lucha con espada? —preguntó Ian sacando del
saco que llevaba a la espalda colgado dos pequeñas espadas de madera.
—Iaaaan —dijo Meg alargando el nombre en señal de que estaba
mermando su paciencia.
—Por favor, Meg. Me aburro. Mamá está con Rose, que creo que va a
tener a un bebe pronto. Connor y Alan no están. Helen está demasiado
ocupada para hacerme caso. Solo unos minutos, Meg, por favooooor…
A Meg aquella súplica le llegó al corazón.
—Está bien. Pero solo unos minutos.
La sonrisa de Ian que se extendió hasta sus ojos hizo que Meg
sonriera a su vez.
—¿Cuál es mi espada? —preguntó Meg con voz más grave.
Ian le guiñó un ojo.
—Esta, señor. Nos enfrentaremos en combate por la ofensa que ha
cometido.
—¿Y puedo saber qué ofensa ha sido esa? —preguntó Meg divertida.
—Comerse los bollos de Helen, por supuesto. Eso no se hace.
Meg soltó una carcajada muy a su pesar.
—Está bien. Comencemos —dijo Meg recuperando la seriedad y
tomando la espada de manos de Ian.
—Pero aquí no podemos luchar, señor. Esto es el cuarto de la
lavandería. Salgamos al campo de batalla —dijo Ian arrugando la nariz
como si fuera una ofensa luchar en aquel lugar.
Meg lo pensó y la verdad era que allí podría entrar alguien. Y lo peor
no era eso, sino que Ian, en su ímpetu, le diera un porrazo a toda la ropa que
ya llevaba doblada y tuviese después que empezar de nuevo.
—Está bien, vamos —contestó Meg muy seriamente.
Salieron ambos con paso decidido y Meg llevó a Ian hasta uno de los
pasillos que daban a la parte posterior de la casa. Era poco transitado y casi
nadie pasaba por allí y menos a aquella hora.
—Comencemos —dijo Meg. No había terminado de hablar cuando el
pequeño blandió su espada con más fuerza de la que esperaba en un niño de
su edad. La lucha estaba servida.
CAPITULO XI
Meg estaba ese día cansada. Y eso era raro, ya que su padre siempre
le decía que era un torbellino. Nunca estaba quieta. Sin embargo, después
de pasar toda la noche en pie, ayudando a Kate a traer al mundo al bebé de
Rose y Greg McAlister, el día se le estaba haciendo eterno. Solo había
dormido un par de horas cuando tuvo que levantarse de nuevo. Quizás
hubiese sido la tensión vivida en el parto, ya que el pequeño se había
resistido a salir y durante unas horas, Kate temió que se complicara y la
vida de Rose y el pequeño pudiesen peligrar. La cuestión era que, aunque se
había acostado nada más llegar después de la agotadora noche, se sumió en
un estado de duermevela que le impidió descansar. Después de dos horas de
dar vueltas en la cama, decidió levantarse y empezar con sus quehaceres
diarios, a pesar de que su cuerpo exigía descanso a gritos.
Había ayudado a Brigitte con la ropa y después había fregado los
suelos de la cocina y el salón.
Esa tarde Helen se la dio libre y ella, en vez de irse a su habitación y
descansar un rato, salió del castillo, cruzó las casas de los miembros del
clan y se encaminó al campo que había detrás de una pequeña montaña
visible desde el castillo.
El campo lleno de plantas estaba cerca del lago, y Meg pensó que
podía recoger alguna de las hierbas necesarias para la realización de
diversos remedios para la tos, el dolor y el mal de estómago.
Un trueno sonó a lo lejos. Meg miró al horizonte. Las nubes que se
veían al fondo presagiaban lluvia, y en grandes cantidades. Debía darse
prisa para que la tormenta no la cogiera por el camino.
Estaba recogiendo las últimas plantas cuando el grito de un niño le
llegó, transportado por el viento. Era lejano, pero lo suficientemente claro
como para escucharlo. En la voz del niño pudo percibir el pánico. Una
sensación de angustia se instaló en su pecho cuando creyó reconocerlo:
habría jurado que era Ian.
Soltó las plantas que llevaba recogidas hasta entonces y salió
corriendo en la dirección de la que parecía provenir el grito.
Cuando llegó cerca del lago, sintió que algo se paralizaba en su
interior. En mitad del lago, en aquella época del año, en la que sus aguas
estaban tan frías que podías congelarte en minutos, estaba una pequeña
barca que se había dado la vuelta, y a la que dos niños intentaban agarrarse
a fin de no ser tragados por sus aguas.
No se dio cuenta de que ninguno de ellos era Ian hasta que vio a este
cerca de la orilla.
Se dirigió a él con presteza. Cuando Ian la vio, corrió hacia ella
tirándose a sus brazos.
Meg le abrazó mientras se cercioraba de que estaba bien.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras se acercaba con él al borde
del lago.
El niño la miró con miedo en los ojos.
—Connor y Alan han cogido la pequeña barca de su abuelo. Yo no
quería ir con ellos porque me mareo —confesó Ian con reticencia—.
Cuando estaban muy lejos de la orilla, el agua empezó a entrar en la barca.
Han intentado volver. Después no sé qué pasó, pero la barca dio la vuelta y
ellos se agarraron a ella para no caerse.
Meg miró a los niños. La barca cada vez estaba más hundida. Estaba
claro que no podía con el peso de los dos.
—Ian, ve al castillo corriendo y pide ayuda. Corre —dijo Meg
mientras comenzaba a quitarse el vestido y los zapatos.
Confiaba en que Ian volviese pronto con ayuda, pero la única verdad
era que los chicos no aguantarían mucho más tiempo en la situación en la
que se encontraban. La barca apenas se veía.
Cuando se metió en el agua y empezó a nadar, fue como si cien
cuchillos se le clavaran por el cuerpo una y otra vez. Sintió que se quedaba
casi sin respiración. El agua estaba helada, y eso le hizo redoblar sus
esfuerzos. Nadó con más ahínco, más rápido, sin pensar en nada más
porque sabía que si no lo hacía, Connor y Alan estarían perdidos.
Tardó lo que le pareció una eternidad en llegar hasta donde ellos se
encontraban. Cogió a Alan, que era el más pequeño, y después de prometer
a Connor que volvería a por él, empezó a nadar hacia la orilla. Alan tenía
los labios casi azules y Meg lo sentía temblar. No le extrañaba, porque ella
misma estaba sufriendo ya serias dificultades para mantener el ritmo.
Nadaba cada vez más lenta y el frío parecía haberse adueñado de sus huesos
hasta dejarla prácticamente paralizada. Sin saber cómo, llegó hasta la orilla
y dejó a Alan sobe la tierra. Estaba muy pálido y con los labios ya morados.
No paraba de temblar, pero lo más importante era que estaba vivo.
Corrió de nuevo hacia la orilla y volvió a sumergirse en sus aguas, sin
pensar que quizás ese viaje solo fuese de ida, sin posibilidad de retorno.
Evan acababa de hablar con Malcolm sobre el entrenamiento del día
siguiente. Cuando salía de los establos con su montura, el pequeño Ian llegó
hasta él con la cara descompuesta.
Evan se agachó hasta ponerse a su altura y lo cogió por los hombros.
—¿Qué pasa, Ian? Preguntó mirando los ojos del crío en los que se
podía ver reflejado el miedo.
—Meg me dijo que corriera a pedir ayuda. Connor y Alan están en el
lago. La barca ha dado la vuelta y ….
Evan no esperó a escuchar más. Saltó a su montura y salió a galope.
El temor de lo que podía encontrar hizo eco en su interior. Se le hicieron
eternos los minutos en que tardó en llegar, y cuando lo hizo la escena que
vio lo dejó helado.
Alan estaba tirado en el suelo, mojado con los labios azulados y
tiritando.
Cuando se acercó a él, el muchacho lo miró con los ojos como platos.
—¿Dónde está Connor? —preguntó con premura.
—Sigue en el lago. Meg nadó hasta la barca y me sacó a mí y luego
ha vuelto a meterse en el agua para ayudar a Connor.
Esas palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Esas aguas
estaban heladas.
Miró hacia el lago y en el centro vio la pequeña barca y a Connor
intentando seguir sujeta a ella. Era más que visible que las fuerzas del
muchacho mermaban a cada segundo que pasaba. Y entonces vio a Meg.
Nadando hacia Connor con esfuerzo. Era una distancia considerable. Se
quitó las botas y saltó al agua. Sería un milagro si Meg conseguía llegar de
nuevo hasta su objetivo. Ya de por si era toda una hazaña haber nadado esa
distancia una vez, con esas temperaturas, para sacar a Alan.
Se tiró al agua. Estaba helada y a pesar de estar él acostumbrado,
sintió el helor en los huesos. Siguió nadando hasta que llegó a la barca. Meg
ya estaba allí con Connor.
Maldijo por lo bajo cuando los vio a ambos. Connor estaba
blanquecino y sus labios azulados. Meg no estaba mucho mejor. El alivio
que vio en los ojos de Meg al verle lo conmovió.
—Vamos —dijo Evan cogiendo a Connor e intentando hacer lo
mismo con Meg.
—No nos puedes llevar a los dos —dijo Meg cuando vio las
intenciones de Evan.
—No discutas y cógete a mí —le contestó Evan duramente.
Meg le miró negando con la cabeza.
—Puedo nadar, iré detrás de vosotros y si tengo algún problema
prometo decírtelo. Iremos más rápidos así, y Connor no está bien, lleva
mucho en el agua —dijo Meg temblándole todo el cuerpo.
Evan apretó los dientes mientras miraba a aquella mujer, cabezota e
increíblemente valiente.
—No te despegues de mí —le dijo Evan mientras ya empezaba a
nadar arrastrando a Connor con él.
Meg le siguió como pudo. Le costaba más que la vida misma dar una
brazada más. Los niños no habían estado sumergidos en el agua totalmente.
Prácticamente habían tenido más de medio cuerpo fuera agarrados a la
barca. Se podrían bien, de eso estaba segura.
La alegría que sintió al ver a Evan llegar la invadió por completo. No
había tardado nada en llegar hasta ellos, fueron minutos, aunque a Meg se le
antojaran horas.
Ahora que iba detrás de él, le veía nadar sin esfuerzo, como si el agua
fuese su elemento natural, llevando a Connor con facilidad.
En ese momento, Meg sintió un dolor intenso en la pierna. Un
calambre que la dejó casi inmovilizada. Vio a Evan mirar hacia atrás para
ver si ella le seguía.
—Estoy bien —le gritó para que siguiera con Connor a toda prisa. El
niño necesitaba salir del agua ya.
Meg sintió que el dolor intenso y constante la dejaba a merced de las
frías aguas porque, aunque quiso seguir con todas sus fuerzas, empezó a
hundirse sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Jamás pensó que su final
sería aquel, y eso fue lo último que pasó por su mente antes de que la
oscuridad la engullera por completo.
CAPITULO XIII
Evan sacó a Connor del agua y lo dejó junto a Alan, que seguía
temblando. Cuando giró la cabeza hacia el lago y no vio a Meg sintió que el
miedo le atenazaba las entrañas.
Se tiró al agua, rogando llegar a tiempo. Nadó hacia el lugar donde la
había visto la última vez. Los segundos parecían hacerse eternos. Se hundió
en el agua y giró sobre sí mismo, intentando ver algo que delatara dónde
estaba Meg. Los pulmones parecían a punto de estallarle, así que, en contra
de su voluntad, salió a la superficie, inspiró aire y volvió a sumergirse,
negándose a creer que no pudiese salvarla.
Finalmente logró distinguir un destello dorado a su izquierda y nadó
con todas sus fuerzas hasta allí. Profundizó un poco más, escrutando las
aguas como si le fuera su propia vida en ello. Algo le rozó la mano. Se
aferró a ello con los dedos y comprendió que era un mechón de pelo. Tiró
de él mientras se hundía más en el lago hasta que tocó el cuerpo inerte de
Meg. La cogió entre sus brazos y ascendió con ella hasta la superficie.
Cuando salió y comprobó que no respiraba, un grito de rabia salió de su
garganta mientras abrazaba su cuerpo como si así pudiese devolverle la
vida. Un pequeño temblor proveniente de su cuerpo hizo que Evan se
separara de ella lo suficiente como para verle la cara. Un leve aleteo en las
pestañas hizo que el corazón le diera un vuelco. Cuando Meg empezó a
toser de forma continua, expulsando el agua que parecía haber tragado,
Evan la sujetó con más fuerza.
—Tranquila, pequeña… sigue respirando, ya casi hemos llegado —le
susurró, intentando que Meg siguiera luchando. Estaban muy cerca de la
orilla.
Allí distinguió a Malcolm. No había rastro de los niños.
Cuando pudo hacer pie, Evan cogió en brazos a Meg y salió del agua.
Malcolm, que le esperaba en la orilla, la tapó con una manta.
—Debemos llevarla cuanto antes al castillo y darle calor —dijo Evan
entre dientes mientras cogía su montura y conminaba a Malcolm a que le
diera a Meg para acomodarla entre sus brazos.
La mirada de Malcolm delataba su preocupación...
— Ian nos avisó. Andrew y Colin se han llevado a los niños. Están
bien después de todo.
Evan asistió mientras espoleaba su montura. Solo pensaba en una
cosa y era en ver a Meg bien de nuevo.
Cuando llegó al castillo, bajó de la montura con Meg en brazos, con
sumo cuidado. Escuchó llegar a Malcolm segundos después.
A pesar de expulsar el agua de su cuerpo, Meg no estaba consciente
del todo. Entró con ella en el salón cuando Andrew y Helen salieron a su
encuentro.
No dijeron una palabra. Evan pudo observar la mirada preocupada de
Helen y la seriedad en el rostro de su hermano.
En vez de llevarla al cuarto de Meg, subió las escaleras hasta la
primera planta. Entró en su habitación y la depositó en la cama.
—Andrew, ve a ver a los niños y dime después cómo están —le dijo a
su hermano mientras él también empezaba a sentir los estragos que la ropa
húmeda sobre su cuerpo provocaba.
Andrew asintió con seriedad mientras salía de la habitación. Ya solo
estaba Helen con él.
—Helen, dame una de mis camisas. Rápido. Y trae más mantas —le
dijo mientras empezaba a desnudar a Meg. No había mucho que quitar, ya
que al tirarse al agua Meg solo se había dejado la camisola puesta. Había
sido inteligente. Si en su intento por salvar a los niños se hubiese tirado con
la ropa puesta, esta al mojarse, hubiese pesado tanto que la habría arrastrado
hacia el fondo.
Helen no dijo nada cuando Evan le quitó a Meg la ropa mojada. La
prenda húmeda, pegada al cuerpo de Meg, no dejaba nada a la imaginación;
poca diferencia había con su total desnudez. Cerró la puerta antes de volver
junto a ellos. Aquel no era momento para remilgos.
Evan actuó con diligencia, como si el cuerpo desnudo de Meg no le
afectara hasta la médula. Lo importante en aquel momento era quitarle
aquella ropa, ponerle algo seco y darle calor. Helen le ayudó a ponerle una
de sus camisas y a taparla con dos mantas.
Evan se retiró un poco, lo justo para quitarse su camisa mojada y
secarse. Helen se volvió de espaldas mientras se cambiaba del todo.
En menos de dos minutos estaba nuevamente al lado de la cama.
—Le he traído también una de sus camisas —le dijo Helen extrañada
de que no se hubiese cubierto el torso, mientras miraba la que laird
McAlister había dejado a los pies de la cama.
Evan se acostó junto a Meg y la atrajo hacia sus brazos, acunándola
entre ellos y posando la mejilla de Meg sobre su pecho.
—Así le daré calor —dijo Evan, más tranquilo cuando vio que Meg
recobraba algo de color en las mejillas
Helen conocía a Evan de toda la vida. No en vano lo había visto nacer
a él y a sus dos hermanos. Desde pequeño había sido un niño disciplinado,
con carácter, pero justo y noble. No había un laird en toda Escocia del que
su clan pudiese estar más orgulloso. Como en ese instante, cuando vio la
preocupación en sus ojos y sus intentos casi desesperados de que Meg
estuviese lo mejor atendida posible.
Meg sentía frío, tanto que pensó que se le helarían los huesos.
Incluso más que aquella vez en la que su hermano Logan la convenció de
salir a cazar y les sorprendió una nevada. Llegaron a casa medio
congelados.
En ese momento le costaba abrir los ojos. Era como si sus párpados
estuvieran cosidos.
Así que cuando empezó a sentir calor quiso llorar por el alivio tan
inmenso que aquello le proporcionó.
Poco a poco, ese calor fue extendiéndose por su cuerpo hasta que
sintió que podía mover sus extremidades. Parpadeó con cuidado y
finalmente logró abrir los ojos.
Enfocó su mirada al frente y vio a Helen, sentada en una silla frente a
ella, en un cuarto que no era el suyo y en una cama que….
Entonces se dio cuenta. No estaba sola. Estaba apoyada en alguien.
Su cara reposaba en un pecho duro y definido que le proporcionaba el calor
suficiente como para entibiar su cuerpo. Unos brazos la estaban
estrechando, reconfortándola, dándole una seguridad y una calma que no
sentía en mucho tiempo.
—Bienvenida. Ya era hora. Pensábamos que nunca ibas a salir de tu
letargo.
Esa voz…
Evan notó cuando Meg tuvo conciencia de la situación en la que se
encontraba y que él la estaba abrazando. Se tensó en sus brazos antes de
levantar la cara y mirarle a los ojos.
¡Qué hermosa estaba! A pesar de casi haberse ahogado, no podía estar
más preciosa.
Sus enormes ojos adquirieron su habitual vitalidad al ruborizarse sus
mejillas.
Su pelo, esa cabellera abundante, sedosa y ondulada que le caía por la
espalda, enmarcaba su cara, atrayendo la mirada de cualquier ser humano
capaz de sentir.
Sus curvas habían encajado con su cuerpo como si estuviese hecha
para él. A pesar de estar allí con Helen como testigo, había tenido que
recurrir a todo su autocontrol para mantener su deseo a raya. Había sido lo
más difícil que había hecho en su vida.
—Ahora que está despierta, bajaré a hacer un caldo. Algo que te
caliente las tripas —dijo Helen haciendo que Meg desviara la mirada de él y
la centrara en la anciana. Intentó desentenderse de sus brazos, pero él no se
lo permitió. Tuvo que reprimir una sonrisa cuando ella volvió a mirarlo con
un brillo de enojo en los ojos. Estaba seguro que si hubiese podido lo habría
matado en ese momento, y eso lo complació más que nada. El hecho de que
Meg fuese tan trasparente, que le hiciese frente, que le desafiase, que
expresara lo que pensaba a pesar de no ser lo que él quisiese escuchar… eso
lo volvía loco.
—Creo que es muy buena idea, Helen —dijo Evan, mientras la
soltaba por fin, se levantaba de la cama y se ponía la camisa que un rato
antes había dejado a los pies del lecho.
—Me alegro mucho que estés bien, muchacha. Menudo susto nos has
dado, pero estamos todos muy agradecidos por lo que has hecho. Has sido
muy valiente. Gracias a ti, Alan y Connor siguen con nosotros.
Helen le dio una palmadita en el brazo antes de volverse y
encaminarse hasta la puerta.
—Yo me quedaré con ella hasta que regreses —dijo Evan sentándose
en la silla que momentos antes había ocupado Helen. Tenía que hablar con
Meg sobre lo que había pasado aquella tarde y estaba seguro que lo que iba
a decirle no iba a gustarle.
En absoluto.
CAPÍTULO XIV
Evan sentía que le hervía la sangre. Siempre había dominado bien sus
emociones, sus reacciones. Había sido dueño de un autocontrol casi
inhumano, y en cambio ahora estaba fuera de sí. Ese era un claro ejemplo
de por qué no había que bajar nunca la guardia. ¿Cómo había sido tan
estúpido de creer en la inocencia de aquella mujer, cómo había podido dejar
que se le acercara tanto como para que sus mentiras le afectaran de aquella
manera? Eso podía haberle costado la vida a un hombre.
—Perdonad —se disculpó Evan cuando volvió con Alec y el padre
Lean.
—¿Todo bien? —preguntó Alec mirando fijamente a Evan. Lo
conocía lo suficiente para saber que pasaba algo.
—Sí, todo bien —contestó Evan con una ligera sonrisa.
Iba a preguntarle al padre Lean sobre la información que le había
dado antes sobre el clan McDuff cuando la voz de una mujer gritando su
nombre resonó en todo el salón, haciendo que se volviera al instante. Lo
suficientemente rápido como para cogerla entre sus brazos cuando ella cayó
hacia atrás por el impacto de una flecha sobre su cuerpo. Un cuerpo que se
había interpuesto en su trayectoria, recibiéndola por él. De forma instintiva
miró en la dirección de la que provenía el proyectil y vio desaparecer a un
hombre en la escalera del piso superior. Colin y William corrían en esa
dirección, mientras Andrew se arrodillaba junto a él. Ese fue el primer
instante en el que se fijó en la persona que tenía entre sus brazos. Escuchó
un rugido cargado de rabia, que ni siquiera reconoció como suyo propio
cuando vio que era Meg la que le miraba, temblando, mientras todo su
costado izquierdo se llenaba de sangre.
—Maldita sea, Meg, ¿qué has hecho? —dijo Evan poniendo una
mano sobre la herida a fin de intentar impedir que siguiera manando tanta
sangre de ella—. Tenemos que llevarla a una habitación, ¡y trae a Kate!
¡Rápido! —le dijo a Andrew mientras levantaba a Meg en brazos para
sacarla de allí.
Malcolm y Alec se acercaron a él antes de que abandonara el salón,
que en ese momento era un auténtico caos.
—Malcolm intenta calmar a los lairds hasta que pueda averiguar algo
más sobre lo que ha pasado.
—No te preocupes —le dijo Malcolm mirando a Meg que estaba
blanca como la leche.
—Yo le ayudaré. Hablaré con ellos. Haz lo que tengas que hacer —
asertó Alec.
—Gracias —contestó Evan mientras subía las escaleras con Meg
apenas consciente.
Cuando llegó a su habitación la depositó en la cama. En ese momento
Meg parecía tan pequeña y tan frágil que temía siquiera tocarla. Rompió el
vestido con cuidado a fin de poder ver mejor la herida. Estaba muy cerca
del borde del costado. Y la punta había salido por detrás.
Algo dentro de Evan se quebró al verla así. No soportaba verla sufrir.
Solo quería protegerla, que se pusiese bien. Le había salvado la vida y había
recibido esa flecha por él. ¿Por qué?
Kate entró en la habitación con Andrew siguiéndole los pasos. Traían
agua y paños limpios.
—Déjame ver la herida —dijo Kate inclinándose sobre la cama—.
Tranquila. Sé que duele mucho —continuó Kate mirando a Meg mientras la
examinaba. Se volvió hacia Evan—: Hay que cortar la flecha por detrás y
luego sacarla. Después habrá que quemar la herida para que deje de sangrar.
Evan sacó su puñal a fin de cortar la punta de la flecha, y encendió el
fuego en el hogar.
—Andrew, ponte detrás de Meg para que esté lo más quieta posible.
Andrew hizo lo que Kate le dijo, quedando Meg recostada sobre su
pecho.
—Espera —dijo la chica antes de que Evan tocara la flecha.
—Hay que sacar esa flecha, Meg —dijo Evan mirándola a los ojos.
Meg puso una mano sobre su brazo para evitar que siguiera.
—Lo sé, pero antes tengo que deciros algo. No sé cuánto podré
aguantar antes de desmayarme. Así que os pido, os ruego, que después de
que me saquéis la flecha y queméis la herida me llevéis con el clan McDuff
—dijo Meg mientras sentía como un sudor frío le recorría el cuerpo—. Por
favor —suplicó haciendo una mueca con la cara cuando se movió
levemente y un dolor punzante e insoportable le recorrió el costado.
—No vas a ir a ninguna parte —sentenció Evan cuando vio su cara de
dolor. En aquel instante hubiese dado lo que fuera por ser él el que estuviese
en aquella cama y no ella.
—Tienes que hacerlo —dijo Meg elevando la voz—. No lo entiendes.
Si muero aquí, habrá una guerra y no quiero ser la causante de ello.
Antes de que Meg pudiese decir algo más, Evan se acercó, cogió la
punta de la flecha y con un corte certero cercenó la punta.
Meg no pudo detenerle y por un instante pensó que se iba a desmayar.
Aunque Evan había tenido mucho cuidado se sentía como si le estuvieran
hurgando en las entrañas con un hierro ardiente.
—¡Maldita sea, tienes que escucharme! —exclamó Meg con la poca
fuerza que le quedaba.
Evan le rozó la mejilla a la vez que le retiraba un mechón de pelo que
el sudor había pegado sobre su cuello.
—No vas a morir —dijo con una fuerza y convicción que hizo que
Meg negara con la cabeza.
—Eso no lo sabes —susurró Meg entre dientes—. Aunque la herida
no sea grave, es más que posible que después tenga fiebre. Muchos mueren
por ella. Díselo, Kate.
Meg miró a Kate que en ese momento estaba amontonando paños
limpios y empapándolos en agua.
—No debes pensar en eso ahora.
Aunque Kate había dicho esas palabras, su rostro la delataba. Sabía
perfectamente, al igual que Meg, que aquel era un desenlace probable.
—Evan, tienes que escucharme —rogó Meg, que sabía que se le
estaba acabando el tiempo—. Tenías razón sobre mí. No he sido sincera en
cuanto a quién soy. Aunque mi nombre es Meg, mi apellido es McGregor.
Meg sintió cómo el torso de Andrew sobre el que estaba apoyada se
tensaba como una cuerda al escuchar sus palabras, y los ojos de Evan
adquirieron un brillo peligroso. Meg se apresuró a hablar antes de que la
interrumpieran. —Pero no soy ninguna espía, ni he querido haceros daño.
Soy la hija menor de Dune McGregor.
A Kate se le cayó de las manos el paño húmedo que sostenía en aquel
instante, y sin poder articular palabra se quedó con la boca abierta. A
Andrew no le veía porque estaba a su espalda, pero le escuchó contener la
respiración y Evan…, la expresión de Evan hubiese aterrado hasta al
hombre más bragado.
—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó Evan sentándose en
la silla que había junto a la cama, quedando muy cerca de ella—. Si es
algún tipo de engaño, yo…
—No te estoy mintiendo —se apresuró a aclarar Meg—. Cuando
supimos del decreto real, yo sabía que lo más natural era que mi hermana
mayor Aili fuera la que tuviese que casarse con el jefe del clan McAlister.
Mi hermana es la persona más noble y más buena que conozco. Siempre se
ha sacrificado por los demás, y lo que yo sabía de ti, lo que había oído de ti,
es que eras un hombre terrible. Sé que, visto ahora, parece una locura, pero
tenía que comprobarlo por mí misma. Así que convencí al primo de mi
madre, Adam McDuff, para que me introdujera en el castillo. Mi padre cree
que estoy visitando a una amiga de ese clan. Yo solo quería comprobar si lo
que decían de ti era cierto. No quería… — dijo Meg teniendo que apretar
los dientes para aguantar el dolor—. No podía dejar que, por el orgullo de
dos hombres, y por la voluntad de otro, sacrificaran a mi hermana. ¿Lo
entiendes ahora? Si muero aquí, mi padre no atenderá a razones y aunque
no me creas no quiero que haya guerra. No quiero que sufra ninguno de los
dos clanes. En el poco tiempo que llevo aquí, he llegado a apreciar a los
miembros de este clan.
—No vuelvas a repetir eso, ¿me oyes? No vas a morir. No lo
permitiré. No creas que vas a librarte tan fácilmente —dijo Evan cogiendo
la flecha con determinación y sacándola del interior de Meg en un solo
movimiento.
El grito de Meg, mezclado con un sollozo, le desgarró el corazón.
—Se ha desmayado —dijo Kate mientras limpiaba la herida y la
taponaba—. Hay que quemarla.
Evan acercó la hoja de su cuchillo al fuego. Cuando estuvo lo
suficientemente caliente, la acercó al cuerpo de Meg y lo posó sobre su
carne herida. Evan apretó los dientes cuando aún desmayada, sintió como
su cuerpo se tensaba.
—Andrew, baja, habla con Malcolm y dime cómo va todo —le dijo
Evan a su hermano mientras Kate vendaba la herida.
Andrew soltó con mucho cuidado a Meg, a la que tumbaron
totalmente sobre la cama. Miró a Evan antes de abandonar la habitación.
—¿Crees que es verdad lo que nos ha dicho?
Evan soltó el aire que estaba conteniendo mientras miraba a Meg,
tumbada en aquella cama.
—Pronto lo averiguaremos, porque vamos a decirle a Dune
McGregor dónde está su hija.
CAPITULO XX
Habían pasado tres días desde que hirieran a Meg. Los lairds se
fueron al día siguiente, convencidos de que Evan llegaría al fondo del
asunto, y descubriría qué había detrás del intento de acabar con su vida.
No consiguieron coger al que había disparado, lo que llevó a pensar a
Evan que no solo era rápido y competente, sino que conocía perfectamente
el castillo y la forma de escabullirse de allí sin que lo atrapasen.
Seguían buscando alguna pista que los llevara hasta aquel hombre.
En esos tres días, salvo en contadas ocasiones, Evan no se había
separado de Meg. A las pocas horas comenzó la fiebre, y llevaba sumida en
ella dos días. Una fiebre que la mantenía inconsciente y que en ocasiones la
hacía delirar, amenazando con arrebatársela para siempre.
—Deberías descansar un rato. Llevas dos días sin dormir.
Evan miró a su hermano. Apenas se había dado cuenta de que había
entrado en la habitación.
—Ya tendré tiempo de descansar cuando despierte.
Andrew frunció el ceño.
—¿Y si no lo hace? —preguntó directamente.
—Lo hará —contestó Evan de forma contundente—. Es una mujer
fuerte y con ganas de vivir.
Andrew asintió mientras se sentaba en la silla vacía que había al lado
de su hermano, junto a la cama.
—De todas formas, deberías comer algo —continuó Andrew—. Si
quieres yo te lo subo. No creo que Dune McGregor tarde mucho en llegar.
A lo sumo un par de días, y debes estar despejado.
Evan cogió la mano de Meg. Trazó un delicado movimiento con los
dedos en la palma de su mano. Cuando se agitaba por la fiebre había
comprobado que aquello parecía tranquilizarla un poco.
A Andrew no le pasó desapercibido aquel gesto. Era más que
evidente que su hermano sentía algo profundo por ella.
— Si lo que Meg nos contó es verdad, tengo que reconocer que es una
mujer muy valiente. Eso o está loca. Imagínate, meterse ella sola en la boca
del lobo. Con todo el odio y resentimiento que hay entre los dos clanes… le
echó mucho valor. Y además te ha salvado la vida. Desde luego tiene
coraje.
—Demasiado para su propio bien —dijo Evan mirando a su hermano.
Andrew esbozó una sonrisa.
—Menos más que Colin no tenía razón y las mujeres McGregor no
tienen barba.
Evan sonrió a su pesar.
—¿Qué vas a decirle a Dune McGregor cuando llegue? Imagino que
querrá matar a alguien primero y hablar después —preguntó Andrew
fijándose en el rostro de Meg. Verla sufrir tampoco era un plato de buen
gusto para él. En las semanas que llevaba allí le había cogido cariño, sobre
todo porque veía por primera vez en mucho tiempo a su hermano reaccionar
emocionalmente ante algo. Desde que muriera Kerr, se había encerrado en
sí mismo como si el peso del mundo entero tuviese que descansar sobre sus
hombros.
Evan miró a Andrew antes de contestar.
—Le contaré todo lo que ha pasado. Tiene derecho a saberlo. Es su
hija. Aunque sería de ayuda saber algo más sobre el hombre que intentó
matarme.
—¿Sigues pensando que es alguien de nuestro clan? Me cuesta creer
que uno de nosotros sea capaz de hacer algo así —aseveró Andrew.
Evan era tan reacio como su hermano a pensar en una traición
semejante, pero la realidad era contundente.
—Lo único que sé, Andrew, es que quien fuese conocía bien el
castillo, entró en él sin levantar sospechas y se escabulló como si nada. Eso
solo puede hacerse de dos maneras. O bien es un McAlister o fue ayudado
por uno.
Andrew sabía que Evan tenía razón.
—Está bien —dijo Andrew, levantándose—. Empezaré a buscar entre
nuestros hombres. Luego te subo algo para comer.
Andrew salió de la habitación, dejando a Evan con Meg que
comenzaba agitarse nuevamente. Le tocó la piel, le rozó la mejilla con los
dedos y estaba ardiendo. Maldiciendo por lo bajo, metió un paño en el agua
fría del aguamanil y se lo colocó en la frente. Si seguía así no duraría
mucho tiempo. Esa maldita fiebre la estaba consumiendo con rapidez.
El peor momento fue esa misma noche, de madrugada, cuando Meg,
entre quejidos, deliraba. Evan, desesperado, no sabía que más podía hacer.
Se sentía impotente y furioso. Se juró a sí mismo que si cogía al hombre
que le había disparado, lo mataría con sus propias manos.
Cuando Meg se quejó sollozando, volvió a ponerle paños húmedos en
la frente, y con delicadeza le humedeció los brazos, las piernas y el pecho,
soportando la tortura de verla sufrir.
Estuvo aliviándola de aquel modo hasta que se quedó más tranquila.
Cuando le tocó la frente y comprobó que esta no quemaba como si fuese el
mismo infierno, soltó el aliento que llevaba conteniendo toda la noche.
A pesar de ello, por primera vez en aquellos tres días, la duda de que
Meg pudiese no sobrevivir hizo mella en su interior. El dolor sordo que
acompañó a aquella idea le dejó sin respiración, desgarrándolo por dentro,
mientras su mente se repetía una y otra vez que no podía perderla.
Con ese pensamiento, se tumbó en la cama, junto a ella, y la atrajo
hacia su pecho. Sabía que no tenía lógica ninguna, pero todo su ser le exigía
que la abrazara, que la sujetara fuerte entre sus brazos, como si de esa
forma pudiese protegerla. Acarició sus cabellos, que se deslizaron entre sus
dedos como si fueran seda, y enterró su rostro en ellos intentando darle su
fuerza para que pudiese seguir luchando. Por primera vez en la vida,
entendió a su hermano Kerr. Ahora no le cabía duda de por qué había
acogido la muerte con una sonrisa en los labios solo unas horas después de
que su mujer hubiese fallecido.
En su fuero interno siempre pensó que él no sería capaz de
enamorarse de esa manera. Y allí estaba, sintiendo que no solo se le
escapaba entre los dedos la vida de Meg, sino también la suya propia.
Porque si a Meg le pasaba algo, una parte de él moriría con ella, y no creía
que pudiese recuperarla jamás. Su corazón era completamente suyo.
Evan le ofreció asiento a Dune McGregor. Estaban los dos solos. Solo
unos momentos antes, habían estado viendo a Meg, que seguía dormida y
sin fiebre. Aili y su hermano Andrew se habían quedado junto a ella,
mientras Evan junto a Dune McGregor, habían entrado en la habitación
contigua a fin de poder mantener esa conversación que no admitía más
demora.
Mientras tomaban asiento, Evan no hacía sino recordar cómo le había
sorprendido ver al viejo McGregor acercarse a su hija, cogerle una mano y
besarla suavemente en la mejilla como si fuese un preciado tesoro. Esa
demostración de afecto proveniente de un hombre como aquel, y delante de
ellos, evidenció lo que sentía por su hija más que cualquier otro gesto.
Cuando levantó la vista y vio en su mirada el dolor, la preocupación y la
furia que destilaba, comprendió que a pesar del odio mutuo que se tenían
ambos clanes no eran hombres tan diferentes. Decían de McGregor que no
tenía piedad ninguna, que trataba a los suyos con mano dura y
determinación, de tal manera que la lealtad que le profesaban era más
producto del miedo que del respeto.
Sin embargo, al ver como ese guerrero se esforzaba por no
desmoronarse frente a su hija, herida e indefensa, entendió hasta qué punto
los prejuicios, tras años de un odio que ya nadie recordaba de dónde
provenía o por qué seguía ejerciendo un poder tan absoluto sobre sus vidas,
habían hecho mella en las verdades y percepciones de los miembros de
ambos clanes.
La voz de Dune McGregor hizo que volviera al presente.
—Tiene toda mi atención, pero espero que la explicación que tenga
sea suficiente para impedir que le mate por permitir que le pasara algo a mi
hija.
Evan asintió, mientras pasaba a relatarle lo que había acontecido en
las últimas semanas, desde la llegada de Meg al castillo. De qué forma la
hija de Dune McGregor había entrado en sus vidas, así como el hecho de
que, hasta la noche del ataque, ellos desconocieran su verdadera identidad.
También le contó lo que Meg le reveló esa noche, y lo que sabían hasta ese
momento del atentado que había sufrido. No se dejó nada por explicar salvo
el hecho de lo que había pasado entre ellos dos.
Dune McGregor le dejó hablar y solo le interrumpió un par de veces
para que le aclarara algún punto que no había llegado a entender.
Cuando Evan terminó, lo que escondía la expresión de McGregor era
difícil de descifrar.
—Sabía que a Meg le había afectado la noticia de la orden real más
que a ninguno, pero jamás imaginé que pudiese hacer algo así. Aunque no
sé por qué me sorprendo —dijo Dune con gesto serio y resignado—.
Cuando me dijo que quería pasar unos días con el clan McDuff para ver a
su amiga estuve de acuerdo porque pensé que era una forma positiva de que
fuera asimilando la noticia. Entonces debí darme cuenta de que mi hija, la
aceptación y la docilidad son totalmente incompatibles. Es rebelde por
naturaleza. Donde ve una injusticia, ahí se mete de cabeza, sin medir las
consecuencias ni los peligros. Pero esto… esto es una locura. Y cuando
pille a Adam McDuff le voy a despellejar por ayudarla. A saber, a qué otros
peligros ha estado expuesta.
Evan miró a McGregor.
—Si algo puedo decir después de estas semanas conociendo a Meg es
que le ha enseñado muy bien a defenderse sola.
McGregor miró a Evan con gesto adusto.
—¿Y de qué ha tenido que defenderse mi hija desde que está aquí?
Dígamelo —preguntó con un tono calmado que no presagiaba nada bueno.
Evan enarcó una ceja antes de contestar.
—Mas bien podíamos decir que ha sido, al contrario.
—¿De qué está hablando? —preguntó McGregor visiblemente
intrigado.
Evan sonrió de medio lado.
—El mismo día que llegó aquí, estuvo trabajando en la cocina.
Digamos que por un error que cometió, prácticamente envenenó a la
totalidad de mis hombres. Inutilizó al clan por completo ella solita. Hubiese
estado muy orgulloso de ella. Estoy seguro.
Dune McGregor enarcó una ceja ante sus palabras. Casi podía haber
jurado que la sombra de una sonrisa había anidado en sus labios.
—Cuando le pedí explicaciones, no se amedrantó, ni se excusó. Dio
la cara, me dijo que había sido ella por error y con los brazos en jarras, me
dio su punto de vista de forma clara y contundente. Eso, visto en
perspectiva, para una joven que acaba de meterse en la casa de su enemigo
y que ha crecido pensando que son el mismo diablo, debió de ser todo un
reto —siguió Evan con determinación—. Su hija tiene mucho coraje. Es
valiente, de eso no hay duda, sin embargo, estoy de acuerdo con usted en
que piensa demasiado poco en su bienestar.
Evan vio un brillo apreciativo en los ojos del viejo McGregor.
—¿A dónde quiere llegar, McAlister? —preguntó Dune que a su edad
ya era perro viejo.
Evan le miró fijamente a los ojos, para que pudiese comprobar la
seriedad de las palabras que estaba a punto de pronunciar.
—A pesar de lo que ha pasado, de que su hija nos haya engañado,
ahora entiendo por qué lo hizo. Deduzco que siempre piensa en el bienestar
de los demás antes que, en el suyo propio, y eso la honra, pero le hace un
flaco favor. Como ha podido comprobar en el rato que hemos estado en la
habitación con ella, se han acercado varios miembros de mi clan para
interesarse por su estado y para ver si podían ayudar en algo. Lo normal es
que mi clan al completo nada quisiese saber de ella. Los ha utilizado y les
ha mentido desde que llegó aquí, sin embargo, su hija, en solo unas
semanas, se ha ganado el respeto y el cariño de los miembros de mi clan,
que en vez de volverle la espalda o de odiarla por lo que ha pasado, no han
hecho otra cosa durante los últimos días que excusarla ante mí y prestarle
todo su cariño y apoyo.
McGregor le miró con una expresión de incredulidad.
—Hace una semana salvó a dos niños de este clan, de cinco y siete
años, de morir ahogados en el lago. Se metió en las frías aguas y nadó con
ahínco y con más fuerza de la que yo podría imaginar para sacarlos, a costa
de su propia seguridad. Llegamos a tiempo de ayudarla, pero si esos niños
siguen con nosotros es gracias a ella. —Evan se detuvo un instante, antes de
seguir. Las palabras que pronunció a continuación las dijo mirando
directamente a McGregor a los ojos—. Es la mujer más testaruda, cabezota,
rebelde e ingobernable que conozco. Pero también es la mujer más fuerte,
valiente, noble, inteligente y hermosa que he visto en mi vida. Ha
conquistado a mi clan por entero en solo unas semanas, y a pesar de que
ahora saben que es una McGregor, todos han venido a justificarla y
defenderla ante mí, por si se me pasaba por la cabeza tomar represalias por
su engaño. Como si eso fuese posible —dijo Evan con una sonrisa en los
labios—. Antes de caer desmayada por el dolor tuvo la osadía de ordenarme
que la llevara con el clan McDuff. Pensaba que iba a morir y no quería que
la encontraran aquí. Pensaba que eso traería una guerra entre nosotros y no
quería que por su culpa ninguno de los dos clanes sufriera daños. Parece ser
que no solo mi clan ha caído rendido a sus pies. Parece que ella también se
ha encariñado con los McAlister. Así que, en vista de esto y a pesar de que
sé que es imposible que podamos olvidar todo lo que ha pasado entre los
McAlister y los McGregor, creo sinceramente que esta enemistad hace
muchos años que dejó de tener algún sentido. Demasiados años de rencor y
odio que han ocasionado un exceso de pérdidas en ambos lados. El decreto
real no es de mi agrado, e imagino que tampoco del suyo, y si bien en un
principio fue recibido por mí y por los míos como si de una penitencia se
tratara, creo que ahora podría ser el punto de partida de algo bueno para
ambos clanes. Con esta unión podríamos empezar a contar una historia
diferente. Podíamos trazar un puente entre ambos. Creo sin lugar a dudas —
continuó Evan apretando un puño ante la vista de Dune McGregor,
confiriendo más fuerza a las palabras que estaban por decir— que hay
muchos más que temen esta unión, no porque odien a los McGregor o nos
odien a nosotros sino porque lo que más temen es que nuestra enemistad
llegue a su fin. ¿Dos de los clanes más poderosos de las Highlands siendo
aliados? Eso es algo que muchos matarían por evitar.
McGregor miró a Evan McAlister más detenidamente.
Desde que recibiera la misiva en la que le comunicaban que su hija
estaba con el clan McAlister y que debían hablar, había pensado en cómo
matar a ese malnacido. Había conocido a su padre, y a pesar de algunas
semejanzas entre ellos, el hombre que tenía delante era más temible, más
letal y más inteligente que su progenitor. A pesar de su juventud, su mirada
era la de un hombre con mucha más experiencia. Un hombre que había
visto y vivido cosas que marcan de por vida.
Después de la locura de las últimas horas, de todo lo que había
escuchado, del plan descabellado de Meg para proteger a su hermana y a
ella de aquel hombre del que siempre habían oído nombrar como «el
demonio de Escocia», debía admitir que lo que Evan McAlister le estaba
diciendo tenía todo el sentido del mundo, por mucho que le costase
reconocerlo. Porque los hombres mataban por mucho menos, así que, sí,
habría muchos que darían lo que fuera porque esa unión no se llevara a
cabo, y hasta solo unos minutos antes él hubiese sido uno de ellos.
CAPITULO XXIII
Andrew miró a la mujer que tenía frente a sí, sentada al otro lado de
la cama, mientras ella sostenía la mano de su hermana. Tenía que reconocer
que cuando la vio abajo momentos antes, había sentido como si le hubiesen
dado un puñetazo en las entrañas.
El corazón se le había acelerado como si hubiese estado entrenando
durante horas y algo en su interior se había removido dejándole con la
respiración entrecortada.
Jamás en la vida le había pasado algo parecido. Y aunque estaba
seguro que nadie había notado su reacción, a él todavía le costaba conciliar
todo lo que le había provocado la hermana de Meg.
Se fijó en sus ojos azules, como el mar embravecido, expresivos,
brillantes, anegados en lágrimas sin derramar, pugnando por obtener una
libertad que ella, con voluntad férrea, se negaba a conceder.
La vio tragar saliva en un intento de controlar lo que a todas luces era
una lucha interior por la preocupación y la angustia que había padecido
desde que supo que su hermana estaba allí. La entendía a la perfección. Los
días que estuvo al lado de Kerr en la cabecera de su cama, esperando a una
recuperación cada vez más inalcanzable, habían sido los peores de su vida.
Cuando murió, fue como si un pedazo de él muriese también. Una parte de
él que enterraron con su hermano para siempre.
—Se pondrá bien. Lo peor ya ha pasado —dijo Andrew intentando
mitigar en algo su preocupación.
Aili besó la mano de su hermana antes de dejarla sobre su regazo y
mirar al hombre que tenía enfrente.
—Lo sé, pero veo en su rostro las huellas que han dejado estos días de
enfermedad y mirándola, sé que he estado muy cerca de perderla. Eso hace
que no pueda dejar de temblar por dentro. Lo siento, pero es la verdad.
Andrew miró a Aili a los ojos y lo que vio en ellos hizo que se
sintiera como si una forja al rojo vivo recorriera su cuerpo de los pies a la
cabeza. Esos ojos parecían desnudar su alma. Incapaces de contener ni
esconder una pizca de los sentimientos de Aili, estos se mostraban sin
subterfugios ni engaños, desbordando sus emociones en cada pequeño
aleteo de sus largas pestañas. Era como si en ese momento todo su ser
hablase por ellos. Maldita sea, ¿qué le estaba pasando?
—No te disculpes por querer a tu hermana y preocuparte por ella. Lo
entiendo perfectamente. Pero como he dicho antes, lo peor ya ha pasado. Es
demasiado obstinada y cabezota como para rendirse fácilmente.
Los labios de Aili esbozaron una sonrisa espontánea y mortal. Como
si un rayo le hubiese alcanzado, así sintió el efecto demoledor de ese simple
dibujo en sus labios.
—Veo que has conocido la fuerza y rebeldía de Meg. Yo la adoro por
ello, aunque haya personas a las que esas cualidades le parezcan defectos
insalvables.
Andrew esbozó una de esas sonrisas inherentes a su persona.
—Pues entonces ya somos dos.
Aili le miró atentamente durante unos segundos antes de decir con
una voz algo dulce y grave.
—Gracias.
Andrew sintió la calidez de esa simple palabra hasta en la yema de los
dedos.
—Aili…
Aili miró a la cama al escuchar su nombre, casi en un susurro, salir de
los labios de su hermana. Eso la hizo perder por un instante la batalla que
pugnaba en su interior por mantener las formas y no derrumbarse ante
aquella situación. Lo supo cuando notó sobre su mejilla una lágrima
sigilosa, solitaria.
—Meg, cariño, ¿estás bien? —le preguntó cuando pudo hablar sin
que el nudo que sentía en la garganta se lo impidiera. Se inclinó más sobre
la cama, tocando la frente y la cara de su hermana como si así pudiese creer
que en verdad Meg se había despertado y estaba hablando con ella.
—Estaría mejor si dejaras de aplastarme —dijo Meg con una mueca.
Aili soltó una pequeña carcajada mientras volvía a sentarse en la silla
que había junto a la cabecera de su hermana, pero sin soltarle la mano. Era
incapaz de dejar de tener contacto con ella.
—¿Dónde estoy? ¿Cómo has llegado? —preguntó Meg mirando por
primera vez a su alrededor. Al ver a Andrew, su mano se tensó un poco
sobre la de Aili.
—Hola, Meg —dijo Andrew cuando vio la expresión preocupada de
esta al darse cuenta de su presencia. — No debes preocuparte. Tu hermana
y tu padre están aquí, y como ves todavía no hemos comenzado una guerra.
Evan está hablando con tu padre y debes estar tranquila.
—¿Los habéis dejado solos? Dios mío, ¡estáis locos! —dijo Meg
intentando incorporarse.
La cabeza le dio vueltas en el mismo instante en el que intentó
levantarse, cosa que no logró cuando dos pares de manos la sujetaron para
dejarla otra vez tumbada sobre la cama.
—Andrew, por favor. Ve con ellos. Mi padre es un hombre con el que
no es fácil hablar. Es más, un hombre de armas —dijo Meg mirando a
Andrew con angustia.
Andrew esbozó una pequeña sonrisa y alzó una ceja.
—A Evan no se le conoce precisamente por ser un ángel. Es uno de
los lairds más respetados y temidos de todas las Highlands. Sabe defenderse
él solito. Le dolería saber que no tienes confianza en él.
Meg hizo un gesto con los ojos que hizo que Aili también esbozara
una pequeña sonrisa.
—Sé de lo que es capaz tu hermano. Le he visto entrenarse y le he
visto actuar. Pero Dune McGregor es mi padre y no quiero que ninguno de
los dos salga herido. ¿Podrías ir y ver que todo va bien? Por favor, Andrew.
Andrew miró a Aili, que le suplicó con los ojos que hiciese lo que su
hermana le solicitaba. Andrew pensaba ir desde el primer momento, pero
después de que Aili se lo pidiese de aquella forma, supo con certeza que
jamás hubiese podido negarse y eso le sorprendió y preocupó a partes
iguales. Esa mujer tenía un poder sobre él que era inaudito.
—De acuerdo, fierecilla. Ahora vuelvo.
Andrew miró de nuevo a Aili antes de salir de la habitación y llevarse
con él la tibia sonrisa que le había brindado por hacer que Meg se sintiese
mejor.
Cuando la puerta se cerró tras él, Aili besó a su hermana en la mejilla
y la abrazó con fuerza como si temiese que se la fuesen a arrancar de sus
brazos.
—¿Cómo se te ocurre hacer una locura como esta? ¿En qué estabas
pensando, Meg? —preguntó Aili sin acritud, solo con la preocupación
propia de una hermana que todavía temblaba al pensar en cómo podía haber
acabado aquella temeridad.
Meg miró a su hermana. Era consciente de que las cosas no habían
salido como ella había planeado. Solo iba a estar allí un par de semanas.
Nadie se enteraría y ella sabría si el hombre con el que debía casarse alguna
de las dos era el demonio del que había escuchado hablar. Pero todo se
había complicado. Dos semanas se convirtieron en algo más, los McAlister
no resultaron ser como pensaba y Evan McAlister no era el diablo de las
Highlands. Jamás había pasado tanto miedo como la noche en que la
hirieron. No por ella misma, sino porque pensó durante los pocos segundos
en los que vio a aquel hombre apuntar una flecha al corazón de McAlister,
que Evan moriría. Al recordarlo todavía se estremecía. No sabía ni siquiera
cómo había llegado a tiempo, pero no lo pensó. Solo sabía que tenía que
salvarle, que tenía que retirar el peligro de su camino. ¿Cómo había podido
sentir tanto por alguien en tan poco tiempo? Esa era una pregunta que no
estaba todavía preparada para contestar. Le aterraba pensar en que pudiese
amar a alguien de esa manera, con tal intensidad como para dar su vida por
él. Eso sí que era una locura, y debía recobrar la cordura cuanto antes.
Porque el hecho de que ella le amase de aquella manera solo significaba que
saldría herida, y de esa herida sabía a ciencia cierta que no podría
recuperarse.
—Tienes razón, Aili. Fue una locura. Solo quería saber si lo que
decían de él era verdad. Teníamos el derecho de saber a qué nos
enfrentábamos. Una de nosotras tenía que casarse con él y decían que era
un monstruo. Sé lo que tú estarías dispuesta a hacer por mí. Estoy segura
que ya habías hablado con papá para sacrificarte en nombre de las dos, y no
estaba dispuesta a que hicieses eso por mí. Y sé lo que sientes por McPhee.
Nunca te pediría que renunciases al amor.
Meg se calló se repente cuando vio la cara de su hermana.
—¿Qué pasa, Aili? ¿He dicho algo malo? —preguntó Meg
preocupada.
Había visto el ramalazo de dolor traspasar la mirada de su hermana.
—Respecto a eso, Meg, tengo que contarte algo. Mientras
pensábamos que estabas con los McDuff, yo pase unos días con los
McPhee, con Anna.
Meg sabía la amistad tan grande que su hermana Aili tenía con Anna,
la hermana de Ian e hija del jefe del clan McPhee.
—En ese periodo de tiempo anunciaron el compromiso de Ian con la
hija de los McDougal.
Meg se quedó helada. Extendió su mano hasta que tocó la de Aili. La
cogió con fuerza intentando consolar lo que a todas luces no tenía consuelo
ninguno.
—Lo siento, Aili, no sabes cuánto. ¿Cómo ha podido hacerte esto?
Pensaba que te amaba —dijo Meg con la respiración algo agitada debido al
disgusto.
— Ian resultó no ser el hombre que yo creía que era. Creo que ha sido
lo mejor para todos. Y yo estoy bien. Te lo prometo —dijo Aili con
convicción, aunque Meg no se creyó ni por un instante que su resolución
fuese real—. No volveré a enamorarme jamás. El matrimonio es solo un
acuerdo y ya está —siguió Aili rompiéndole el corazón a Meg, que no
reconocía en esas palabras a su hermana. De las dos, Aili siempre había
sido la que había creído en el amor, la que había deseado encontrar a un
hombre que la amara sin ambages, sin límites. Siempre había querido
formar una familia. Tener hijos y construir un hogar. Estaba claro que la
traición de Ian McPhee le había dolido y mucho.
—Ahora hablas así porque estás herida y te sientes traicionada, pero
con el tiempo verás las cosas de otra manera —dijo Meg intentando insuflar
ánimo y esperanza a las crudas palabras de su hermana.
—No, Meg. Sé lo que te digo. Un matrimonio concertado es lo mejor.
Te ahorras el sufrimiento. Sabes a qué atenerte y además ayudas a tu clan
con la alianza.
Meg sintió un nudo en la garganta y el corazón le dio un vuelco. Una
idea se asentó en su mente, irrumpiendo con fuerza, con voz propia. Ella
amaba a su hermana y quería que fuese feliz. Evan era el mejor hombre que
había conocido, y había un decreto real por el que una de ellas debía casarse
con él. Ahogó sus sentimientos no sin que estos se revelaran clavándose en
su pecho con un dolor tan intenso que pensó que no podría volver a respirar,
sin embargo, la solución estaba tan clara, era tan evidente que no podía
obviarla. Con Evan, Aili estaría segura. La trataría con respeto, con ternura.
De eso estaba segura. Solo debía hacerse a un lado y dejar que los
acontecimientos siguieran su curso. Esta vez no sería Aili la que se
sacrificase por los demás.
CAPÍTULO XXV
Meg no sabía cómo había llegado hasta ese punto. Después de varios
días de permanecer descansando por fin se había levantado y había
empezado a dar pequeños paseos por el castillo e incluso había salido al
exterior. Las miradas, las sonrisas, los gestos de asentimiento que veía a su
paso y el exquisito trato que le dispensaban los McAlister la emocionaron
más allá de las palabras. Su padre y Logan, que seguían allí bajo la
hospitalidad de los McAlister asombrosamente habían empezado a llevarse
bien con Evan y Andrew. En más de una ocasión los había descubierto
hablando distendidamente sobre diversos temas, e incluso alguna carcajada
se había escuchado en dichas conversaciones que ya carecían de la tensión
de antaño.
Meg no sabía cómo asumir todo aquello y su propia situación. Al
parecer, Evan habló con Aili, y la boda se celebraría en dos días, antes de
que su padre y su hermano junto a ella volvieran a casa.
Meg sintió un dolor agudo y lacerante en el pecho de solo pensarlo.
No había vuelto a estar a solas con Evan desde el incidente en el que
mató a Gawen para salvar a su hermana, y aunque eso pudiese parecer que
hacía las cosas más fáciles, la verdad es que la estaba matando de forma
más lenta y eficaz que la flecha que le clavaron en el costado.
Amaba a su hermana al igual que al resto de su familia, más que a
nada en el mundo y por ellos daría la vida sin pensar. Sacrificaría lo que
hiciese falta, incluso su corazón, pero jamás pensó que dolería tanto, y que
la agonía de saber que lo perdería para siempre se clavaba como un puñal
en las entrañas, retorciendo su afilada hoja cada vez que le veía o algo le
recordaba a él.
—Estás muy pálida, mocosa. ¿Todo va bien?
Meg levantó la mirada para ver a su hermano Logan, que tomó
asiento cerca de ella. Estaban próximos a la entrada del castillo, donde unas
escaleras que daban a la parte posterior servían para apoyarse y ver el
maravilloso paisaje que les rodeaba.
—Todo bien —dijo Meg intentando esbozar una pequeña sonrisa.
Logan cogió un mechón de pelo de su hermana que se había escapado
hacia delante y le ocultaba parcialmente el rostro. Con delicadeza, lo dejó
de nuevo sobre su hombro mientras la miraba atentamente.
—Sabes que eso no es verdad. Puedo verlo. Si no quieres confiar en
mí y contarme qué te pasa lo respeto. Siempre has acudido a Aili para
confiarle tus cosas, pero sabes que puedes hablar conmigo cuando quieras.
El hecho de que no le hayas contado nada a Aili me hace pensar que lo que
te ocurre es algo que no puedes confesarle a nuestra hermana. ¿Quizás algo
relacionado con lo que sientes por su futuro marido?
La cara de Meg no pudo ser más expresiva. Su hermano la había
sorprendido de tal manera que no había podido controlar su reacción.
—¿Qué estás diciendo, Logan? Yo no albergo ningún tipo de
sentimiento hacia laird McAlister —contestó Meg intentando salvar una
situación delicada.
Logan esbozó una sonrisa. A Meg le sorprendió ver la sombra de la
tristeza en sus ojos.
—Disimulas muy bien, Meg, pero olvidas que soy tu hermano y que
te conozco. Más de lo que piensas. He visto cómo le miras, y también cómo
te mira él a ti. Ese tipo de mirada no es producto del capricho. La conozco
demasiado bien como para no reconocerla. ¿Por qué, Meg? ¿Por qué te
haces esto?
Meg miró hacia otro lado intentando pensar en qué decirle a su
hermano para que este la dejara tranquila, para poder volver a tener el
control de sus emociones que en ese momento se estaban rebelando y no
atendían a razones ni a lealtades.
Logan no le permitió rehuir la conversación ni la mirada. Le cogió
suavemente la cara con los dedos y la hizo volver el rostro hacia él.
Cuando vio en la mirada de su hermano la comprensión, la absoluta
resolución de no dejarla sola en esos momentos, Meg hizo algo que no
había hecho en mucho tiempo. Se rindió a sus emociones, se lanzó a los
brazos de su hermano y lloró. Un quejido apenas audible salió de sus labios
y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas casi en absoluto silencio
mientras temblaba por los sollozos que intentaba acallar. Logan la abrazó
fuerte y le dio un beso en la cabeza mientras dejaba que ella terminara de
desbordar el río emocional que salía a borbotones de su interior.
—Lo amo, Logan —dijo Meg casi en un susurro.
—Lo sé, pecosa —le dijo Logan separándose un poco de ella, lo
suficiente para que Meg lo mirase—. Ahora lo que quiero saber es qué vas a
hacer al respecto.
—No puedo hacer nada —dijo Meg estremeciéndose al decir esas
palabras—. No puedo dejar que Aili se sacrifique una y otra vez por
nosotros. Se merece ser feliz y Evan es el mejor hombre que conozco.
Además, ¿qué derecho tengo yo? Quizás él no sienta lo mismo por mí.
Accedió demasiado deprisa a casarse con Aili. Quizás prefiera a nuestra
hermana antes que a mí. Sería lo lógico. Aili es la mejor persona que existe
en este mundo. No es un completo desastre como yo, y además es muy
hermosa.
Las últimas palabras estaban dichas con el orgullo y el amor que se
profesa cuando se quiere de verdad, de corazón, a otra persona. No había en
esas palabras ni una pizca de envidia ni de rencor. Por eso Logan quería
tanto a sus hermanas. Eran nobles y generosas y lo daban todo por los que
amaban. Era cierto que él tenía mucha confianza con Aili, y su hermana
también con él. Se lo solían contar todo, mientras que Meg siempre había
acudido a Aili, pero eso no significaba que él no estuviese ahí para ella.
—Siempre se puede hacer algo, Meg. Todavía no están casados. Y
Aili lo entenderá perfectamente. Además, das por hecho que ella quiere
casarse con él. Tú has pensado que Evan es lo mejor para Aili, pero eso
tiene que decidirlo ella.
Meg levantó la mirada y la fijó en su hermano. Su relación con Logan
siempre había sido la de hermano mayor. Protector con ella, siempre se
estaban metiendo el uno con el otro, hasta que normalmente ella lo sacaba
de quicio. Aquella faceta de Logan que le estaba mostrando ahora, cuando
tanto necesitaba consuelo y consejo, no era lo habitual entre ellos, pero
sabía que le tenía cuando le necesitase, cuando las cosas se pusiesen
realmente serias, como en aquel momento.
—Gracias, Logan —dijo Meg con sentimiento.
Logan esbozó una sonrisa que le dio ese aspecto canalla que tanto
deslumbraba a las damas, sobre todo a las de la corte.
—¿Para qué están los hermanos mayores? —dijo soltándola mientras
le borraba con los dedos las huellas de las lágrimas sobre la mejilla—. Para
eso y para que los dejen en ridículo con el arco.
Eso hizo que Meg soltara una pequeña carcajada. Logan era
excepcional en la lucha, y con el arco era muy bueno, sin embargo, siempre
que competían, Meg le ganaba. Logan se metía con ella, llamándola pecosa
y pequeñaja, pero debajo de esas palabras y en sus ojos siempre había visto
un destello de orgullo por lo que era capaz de hacer Meg. Eso había sido un
regalo que siempre había atesorado en el corazón. A diferencia de otras
amigas cuyas habilidades u opiniones apenas contaban, su hermano siempre
la había valorado, siempre la había escuchado.
—¿Podrías ayudarme? —preguntó Meg ahora decidida.
Logan la miró, y guiñándole un ojo le dijo lo que esperaba.
—Siempre, pecosa.
CAPÍTULO XXIX
—No sé a qué estáis jugando, pero ¿me puedes decir qué demonios
significa esto? Se supone que la flamante novia iba a ser Aili y no tú —dijo
Evan conteniendo el enfado que iba incrementándose por momentos.
Meg miró a los ojos a Evan con gesto serio. La determinación que
sintiera momentos antes se estaba esfumando a pasos agigantados. Sin
embargo, levantó la barbilla y sacó la fuerza y el genio McGregor que
decían que estaba arraigado en ella como la mala hierba y se encaró con
Evan.
—Perdona que no te avisáramos con más antelación, pero la verdad
es que, si te vas a casar con alguna McGregor, esa soy yo. Aili queda
totalmente descartada. Es lo que hay.
Evan apretó la mandíbula ante tal respuesta. Esperaba a una Meg
sosegada y arrepentida que le explicara el porqué de su cambio de opinión.
Pero en cambio tenía a una guerrera McGregor frente a él con las pecas
doradas remarcando el puente de su nariz y sus mejillas, que estaban rojas
por el genio que desbordaba en aquellos instantes. Estaba magnífica.
—No me vale «es lo que hay». Aili se comprometió a ser mi esposa.
Tú me dijiste que no te casarías nunca. Fuiste tajante y no dejaste opción.
¿Y el mismo día de la boda esperas cambiarte por ella y que me parezca
bien? ¿Tan mezquino me consideras? No pienso casarme en estas
circunstancias —dijo Evan haciendo el gesto de dirigirse a la puerta para
salir y poner fin a aquella farsa.
Meg fue más rápida y se interpuso en su camino. Se apoyó sobre la
puerta y puso una mano al frente, sobre su pecho parándole en seco.
—Creí que eras lo mejor para Aili. Mi hermana siempre se ha
sacrificado por todos los demás. Esta vez se merecía lo mejor. Se merecía al
mejor hombre —dijo Meg rehuyendo la mirada de Evan. Le estaba
costando muchísimo pronunciar aquel alegato—. Y además tuve miedo —
continuó Meg. La agonía con la que había dicho las últimas palabras
removió el interior de Evan.
Evan puso una mano sobre la mano que Meg aún mantenía apoyada
sobre su pecho. Estaba seguro que ella ni siquiera se había dado cuenta de
que seguía apoyándose en él, pero Evan era plenamente consciente de ese
hecho. Él y cada pequeña parte de su ser, que la deseaban con
desesperación. Lo que le hacía esa mujer, cómo le hacía perder el control y
su buen juicio, era algo que no había experimentado jamás.
—¿De qué tienes miedo, Meg? —preguntó Evan instando suavemente
con sus dedos a levantar el mentón de la mujer que amaba y poder ver la
expresión de sus ojos.
Jamás pensó que el rostro de Meg pudiese adquirir un tono carmesí
más subido, pero no cabía duda de que lo había conseguido.
—No lo entiendes. No… no puedo —dijo Meg angustiada.
—Inténtalo —insistió Evan con intensidad.
Meg apretó la mano que tenía sobre el pecho de Evan, haciendo que
este tuviese que controlar el deseo abrasador que se apoderó de él.
—Me da miedo lo que siento por ti. Es un sentimiento tan fuerte que
estuve dispuesta a morir por ti. Me aterra.
Meg solo pudo levantar la mirada para ver la expresión de Evan antes
de que este se apoderara de su boca con ansia, con furia, con determinación,
con un deseo abrasador que caló hasta los huesos e hizo que Meg sintiera
las piernas volvérsele mantequilla. Toda ella empezó a temblar ante ese
asalto a sus sentidos con una maestría que la tenía totalmente subyugada.
Evan saqueó la boca de Meg con desesperación, tan abrumado por lo
que había escuchado que su propia reacción le asustó.
Sin saber cómo puso fin a ese beso y apoyó su frente contra la de ella
mientras sus alientos, sus respiraciones agitadas, reclamaban más de ese
intercambio demasiado efímero para saciar sus necesidades.
—¿Y crees que yo no tengo miedo, Meg? Llegaste aquí y lo
cambiaste todo. Con tu inteligencia, tu generosidad, tu orgullo, tu pasión, tu
belleza, tu seguridad… Me volviste loco. Jamás había sentido nada
parecido. Nunca pensé que pudiese enamorarme de esta manera, pero me
falta el aire cuando no estás. Me duelen las manos cuando no te toco y me
duele el alma cuando no me miras de esa forma desafiante y cautivadora
que me encadena a ti de forma inexorable. Te quiero, Meg, más de lo que
puedas imaginar. Te deseo tanto que me duele el mirarte y solo quiero pasar
el resto de mi vida contigo. Así que, sí. Te entiendo, porque ten pon seguro
que daría mi vida por ti, sin pensarlo, sin dudarlo. Me condenaría al infierno
si me lo pidieras.
Meg sintió cómo las lágrimas se desbordaban de sus ojos dando
rienda suelta a toda la emoción y tensión de los últimos días. Evan la
amaba, la quería y la deseaba igual que ella a él. Le parecía mentira, un
precioso sueño del que temía despertar.
—¿Y qué haces para que ese miedo desaparezca? —preguntó Meg
mirándole con tanta pasión que Evan temió perder el juicio, tumbarla allí
mismo y hacerla suya.
—Pensar en ti, pensar en nosotros jurándome una y otra vez que no
dejaré que nada ni nadie me aleje de tu lado.
—¿Ibas a casarte de verdad con Aili? —preguntó Meg con la
confianza adquirida después de las palabras de Evan, pero todavía con la
suficiente fragilidad como para temer que todo se viniese abajo.
—¿Tu qué crees? —contestó con voz ronca Evan—. Hablé con ella y
pensamos en llevar al límite esta farsa, a ver si eso provocaba alguna
reacción en ti, pero, no sé por qué, creo que Aili también ha estado
conspirando a mis espaldas contigo y con Logan. En cierta manera me
siento derrotado por el ingenio de los hermanos McGregor. No se lo digas a
nadie, pero si este es el resultado, por primera vez en mi vida no me importa
saberme vencido —dijo Evan tocando el pelo de Meg casi de manera
reverencial.
—Creo que deberíamos salir y decirles que al final la boda tendrá
lugar —continuó Evan con una sonrisa pícara que a Meg le aceleró el
corazón—. Más que nada porque el padre Lean tiene ya una cierta edad y la
espera puede que lo acerque aún más al Creador. No quiero ser el
responsable de tal acción.
Meg sonrió a su vez mientras Evan la cogía de la mano. Cuando
salieron al salón y los presentes vieron sus manos y la sonrisa que no
podían ocultar ni en sus labios ni en su mirada, los vítores y los clamores
por parte del clan McAlister no se hicieron esperar.
Dune McGregor miró a Meg, y la miró con orgullo. Su pequeña,
rebelde, testaruda hija, había conseguido ella sola algo que siglos de odio y
rencillas entre los dos clanes habían hecho casi imposible de imaginar.
Había unido a los dos clanes y había sanado el corazón de sus miembros.
EPÍLOGO
Escocia, 1180
Había oscuridad, una tan inmensa que casi podía masticarla. Rogó
para que esa oscuridad la resguardara, para que no se extinguiese de
repente y el escenario que encontrase ante ella fuese aún más grotesco; sin
embargo, esos ruegos fueron en balde. Lo supo en cuanto una risa, carente
de vida, pero rebosante de la peor de las maldades, surcó la oscuridad, se
filtró a través de ella y resonó en sus oídos con tanta fuerza que apenas
pudo controlarse y no sollozar como una niña pequeña.
Cuando aquella risa no paró, sino que fue cobrando fuerza con la
cercanía, supo lo que vendría a continuación. Intentó moverse, echar a
correr, pero algo la retenía con tanta fuerza que ni siquiera se movió un
ápice de su posición actual. Estaba recostada sobre algo frío que le calaba
hasta los huesos.
Quiso gritar y pedir ayuda cuando sintió el contacto en su carne. El
de unas manos frías, sucias e invasoras, que subían por sus piernas y
querían llegar hasta sus muslos. Le hacían daño. Laceraban su piel con su
fuerza y su maldad a medida que iba adquiriendo una posición de fuerza
ante la que ella nada podía hacer.
Ese era el momento en que rogaba morir. Ella no era una cobarde,
pero en ese caso la muerte sería una compañera de viaje más que deseada.
Escuchó rasgarse una tela y un alarido resonó en sus oídos.
Aili se despertó empapada en sudor y con la respiración agitada. El
corazón le retumbaba en el pecho como si hubiese corrido una gran
distancia y las manos le temblaban en un acto reflejo que no podía evitar. Se
llevó una mano a la boca para acallar el sollozo que salió de ella y que iba
cargado con la más profunda de las agonías, porque aquella pesadilla, que
se repetía con más frecuencia durante las noches de las últimas semanas, la
estaba volviendo loca. Una pesadilla que solo Aili sabía que no era fruto de
su imaginación, sino del acto violento e inesperado de un miembro del clan
McNaill y cuyo recuerdo la acechaba día y noche. Un recuerdo
distorsionado y confuso al que no podía ponerle final y cuya laguna la
estaba martirizando si cabía aún más.
Aili se recostó de nuevo sobre las sábanas e intentó relajar su
respiración, ahora un poco menos errática y más lenta. El corazón parecía
recobrar su ritmo normal, aunque la presión que sentía en el pecho apenas
hubiese disminuido. Respiró hondo e intentó pensar en otra cosa. En algo
alegre. Sus pensamientos fueron inmediatamente a las noticias que habían
recibido hacía solo unas pocas semanas de su hermana Meg. ¡Estaba
embarazada! Era una noticia maravillosa y que puso de inmediato una
sonrisa en los labios de Aili. Un sobrino o una sobrina. Ya se la imaginaba
en sus brazos, correteando por la casa, y a ella mimándola como si le fuese
la vida en ello. Su padre, Dune McGregor, jefe del clan McGregor, había
recibido la noticia con un sabor agridulce. Se alegraba mucho por Meg y
por su marido Evan McAlister, jefe del clan McAlister, pero también se
preocupaba por su hija y su salud. Si bien era cierto que Meg era fuerte, la
madre de ellos murió cuando eran niños a causa de un parto duro y letal.
Ese recuerdo doloroso y amargo que todavía hundía sus garras en el pecho
de Dune McGregor le hacía ser cauto y receloso dentro de una alegría
contenida y sincera.
Logan, en cambio, había sonreído como hacía tiempo que no le veía
hacer. Una pequeña arruga surcó la frente de Aili al pensar en su hermano.
Él había cambiado en los últimos meses. Aunque seguía en apariencia
siendo el mismo hombre encantador, diplomático y templado de siempre,
sabía que había algo que le estaba haciendo sufrir. Lo veía en sus ojos
cuando Logan pensaba que nadie más le miraba. Era entonces cuando podía
ver los vestigios de un dolor que su hermano se afanaba en ocultar. Aili
sabía que tenía que ver con Edine.
Su hermano Logan era muy apuesto, y eso unido a su ingenio y su
posición lo hacían el centro de las miradas y deseo de la mayoría de las
mujeres de la corte. Sabía que Logan había tenido relaciones con más
mujeres de las que ella tenía conocimiento, sin embargo, su hermano
siempre había sido claro y justo en tales encuentros, pero desde que tenía
uso de razón solo había visto a Logan enamorado una sola vez: de Edine.
Una relación que mantenían en secreto pero que clamaba a voces en
la mirada de ambos cuando estaban juntos. Aili jamás había conocido a dos
personas que hubiesen estado más hechas el uno para el otro que Logan y
Edine. Sin embargo, tras una larga ausencia de Logan por motivo de un
encargo del rey Guillermo, esa relación acabó abruptamente, sin
explicaciones, sin motivos aparentes. De repente Edine no estaba y su
hermano solo obtuvo una carta con escasas frases para poder reparar un
corazón hecho jirones. Eso jamás se lo dijo Logan, pero a ella no le hizo
falta. Conocía demasiado bien a su hermano. Él era además su mejor amigo
y su confidente.
Los primeros rayos de luz entraron por la ventana e iluminaron
parcialmente la habitación. Aili se dio cuenta entonces que desde que la
pesadilla la despertara había estado pensando y divagando durante por lo
menos dos horas, hasta que el alba la había atrapado de forma seductora,
sigilosa, creando figuras en su piel según la luz avanzaba más hasta
alcanzar la cama y a ella misma.
Desde que tenía uso de razón siempre se había levantado al alba. Así
que no perdió el tiempo. Se levantó, hizo sus abluciones matinales y
procedió a ponerse un vestido de color azul claro, de corte sencillo y
elegante. Sobre todo, era cómodo y le permitía desempeñar todas sus
funciones, que a lo largo del día se multiplicaban siempre por tres. Los
imprevistos en aquel castillo nunca faltaban.
Unos golpes en la puerta de su habitación hicieron que dejara de
forma prematura el arreglo de su pelo, que ya tenía prácticamente
semirrecogido con un sencillo peinado.
Aili abrió la puerta. Era Anna, miembro del clan que trabajaba en el
castillo desde que ella era niña. Se encargaba del mantener limpias y en
orden todas las habitaciones y era una buena y fiel amiga.
—Un jinete acaba de traer esta carta desde la corte. Quizás sea
vuestro hermano. He pensado que desearías tenerla cuanto antes.
Aili sonrió abiertamente a Anna, que con su sonrisa habitual
siempre le transmitía alegría y tranquilidad.
—Muchas gracias, Anna. En un momento estoy contigo. A pesar de
que hace ya unos meses que se casó, mi hermana todavía no tiene todas sus
cosas con ella. Si tienes un rato esta mañana, me gustaría que las miráramos
juntas y las metiéramos en un baúl para poder enviárselas.
—Claro, cuando quieras. Esos vestidos tan bonitos que tiene no
podrá ponérselos dentro de poco. Es mejor que los utilice ahora —dijo
Anna con una franca sonrisa que hizo que Aili sonriese a su vez. Entre los
McGregor, la noticia del embarazo de Meg había sido motivo de alegría. Ya
era hora de que hubiese una buena noticia en el seno de la familia.
Anna se marchó y Aili entornó de nuevo la puerta de su habitación.
Le parecía raro que Logan le mandara otra carta cuando hacía solo dos días
que había recibido unas líneas suyas contándole que dentro de pocos días
volvería a casa.
La sonrisa se le borró de la cara y el estómago se le contrajo como si
hubiese recibido un golpe cuando al abrir el sello vio la letra con la que
estaban escritas las pocas líneas que había en su interior. Se llevó la mano al
pecho intentando controlar su respiración, que se había vuelto superficial y
trabajosa. Mentalmente se obligó a tranquilizarse, aunque le estaba
resultando prácticamente imposible.
Querida Aili,
Los asuntos que me retenían en la corte pronto llegarán a su fin y
estaré libre para volver a mi hogar durante un tiempo. Creo que no es
necesario que te recuerde que fui más que considerado al darte este tiempo
para que te hicieras a la idea de ser mi esposa y que pensaras en lo
inevitable a mi vuelta, nuestro compromiso y prontas nupcias. Sé que,
aunque los nervios te llevaran a ser reacia al principio, habrás tenido
tiempo para meditar tu respuesta y habrás comprendido que nuestra unión
es lo mejor que puede ocurrirte. No creo que deba volver a decirte lo que
pasaría si intentas negarme el derecho a pedir tu mano y a hacer realidad
mis deseos. No quiero ver tu reputación manchada y a ti repudiada, y a tus
seres queridos envueltos en una guerra que segaría más de una vida
valiosa para ti. Espero gozar de tus favores pronto, pero ya como mi esposa
y posible futura señora del clan McNaill.
Tuyo: Clave McNaill.
Andrew miró a Aili que yacía de lado en la pequeña cama que Flora
le había dejado. Sus hombres estaban durmiendo fuera, a la intemperie,
igual que hubiese preferido hacerlo él si no hubiese sabido todo lo que Aili
le contó. Ahora entendía sus pesadillas y esa mirada triste y a veces agónica
que había atisbado en alguna ocasión pero que ella se había afanado por
ocultar. Había permanecido tumbado en el suelo del salón. Lo
suficientemente cerca de ella por si las pesadillas o cualquier otra cosa
perturbaban su sueño y le necesitaba. No pudo dormir, pensando en todo lo
que le había contado y en qué podía hacer, y la respuesta había estado clara
desde el principio. En ese preciso instante, antes de que el sol comenzase a
mostrarse tímidamente por el horizonte, Andrew se acercó a Aili para
despertarla. Necesitaba hablar con ella sin ser molestados, y necesitaba
determinar cuál iba a ser la ruta de ese día antes de que los hombres se
levantasen y preguntasen por el plan para hoy.
—Aili —dijo Andrew en voz baja mientras tocaba su brazo a fin de
que se despertase.
Aili gruñó un poco por lo bajo. Alguien estaba intentando
despertarla y ella solo quería dormir un poco más. Estaba tan cansada y
dolorida por la tensión del día anterior que solo quería que la dejaran en paz
y poder seguir allí echada.
Sin embargo, la persistencia de quien fuese no tenía límites y a pesar
de haberse dado la vuelta para quedar de espaldas, el ignorarle no dio fruto.
Con mucho esfuerzo abrió los ojos, dispuesta a decirle cuatro cosas a quien
fuese que no la dejaba dormir en paz.
—Aili, necesito que te sientes. Tenemos que hablar —le dijo una
voz masculina y tentadora que le llegó desde lejos.
Aili enfocó su visión todavía algo borrosa después de su letargo y
vio a Andrew con una sonrisa en los labios sentado en el lateral de la cama.
Aunque su boca decía una cosa, sus ojos denotaban cierta preocupación que
intentó ocultar en cuanto le miró.
—¿Ya es hora de irnos? —preguntó ella, que pensó que estaba
demasiado oscuro como para que hubiese amanecido. Al mirar hacia el
frente vio que, salvo pequeñas brasas que todavía se quemaban en el hogar,
la casa estaba completamente en penumbra.
—No, no es hora de irnos, pero falta poco para el alba y tengo que
hablar de algo importante contigo antes de que los demás despierten y sea
más difícil.
Aili se sentó en la cama con los pies subidos todavía en ella. Elevó
las piernas cubiertas por su falda hasta el pecho y las rodeó con los brazos.
Claramente Andrew quería seguir con su conversación de la noche anterior,
y Aili pensó que no podría volver a pasar por ello nuevamente.
Algo debió de reflejarse en su rostro porque Andrew se apresuró a
tranquilizarla.
—Tranquila, no quiero que me cuentes nada más sobre aquello —
dijo él, viendo cómo la postura de la joven volvía a relajarse.
—He estado pensando en lo todo lo que me dijiste y quiero
proponerte algo —dijo Andrew. La seriedad en su tono, desprovisto de su
natural jovialidad o ironía, dejaron a Aili nuevamente preocupada.
—Dime.
—Cásate conmigo en secreto —dijo él de forma contundente.
Aili escuchó un sonido que no percibió como suyo hasta que vio la
expresión de Andrew al mirar hacia el salón, vigilante por si ella, con ese
ruido mitad quejido, mitad asombro, había despertado a Flora o Gordon.
Cuando tuvo la certeza de que todos seguían durmiendo dirigió de nuevo su
mirada sobre ella.
—Escúchame. Déjame terminar antes de decir nada, ¿de acuerdo?
—insistió Andrew con un tono más suave, aunque igual de firme.
Aili solo pudo asentir con la cabeza. Ninguna palabra podría salir
ahora de su garganta que parecía haberse quedado sin habla.
—Si te casas conmigo estarás segura y no tendrás que preocuparte
por McNaill. Ya no podrá hacerte nada. Si te propongo que lo hagamos en
secreto es porque si nos casamos frente a todos ahora, suscitaría las mismas
preguntas. Solo nos hemos visto una vez anterior y tanto tu familia como la
mía se preguntarían por qué tan pronto, por qué en el camino y por qué sin
ellos. De esta manera podríamos empezar a cortejarnos cuando lleguemos a
casa. Meg y Evan serán testigos y después de un corto periodo nos casamos
para el resto del mundo y para el padre Lean… y para nosotros será una
confirmación de nuestro matrimonio en secreto. Y si te preguntas por qué
no nos cortejamos primero y nos casamos después, es porque si McNaill
está tan demencial como para haber contratado a unos mercenarios para que
te vigilen, no sabemos qué más puede hacer. Si intenta realizar algún
movimiento o te amenaza para que vuelvas cerca de él, esa será tu
salvaguarda. En cualquier momento podemos decir que nos casamos en
secreto y nadie podrá reclamarte salvo yo.
Aili estaba totalmente paralizada. No sabía qué le iba a decir
Andrew, pero jamás hubiese imaginado que le iba a proponer que se casara
con él.
Un silencio sepulcral se instaló entre los dos.
—Ahora estaría bien que dijeras algo —dijo Andrew esta vez con su
eterna sonrisa no solo en sus labios sino también en sus ojos.
—¿Por qué? —preguntó Aili sintiendo su propia voz extraña. Sin
duda producto de su sorpresa y de su nerviosismo.
—Porque así estarás segura. Si nos casam…
—No, no pregunto eso —dijo Aili interrumpiendo a Andrew con
cierta premura—. Lo que quiero saber es por qué tú harías algo así por mí.
¿Por qué vas a casarte conmigo? ¿No hay nadie especial para ti? Porque si
no lo has encontrado todavía, seguro que aparece en un futuro y yo no
puedo condenarte de esa manera. No puedo arrebatarte la oportunidad de
casarte con la persona que sea capaz de robarte el corazón. Créeme que tu
proposición es lo más hermoso, desinteresado e increíble que nadie ha
hecho por mí, y que estaría más que honrada de decirte que sí, pero no
puedo hacerte eso, no soy tan egoísta como para salvarme yo a costa de tu
felicidad, tu futuro y tu vida. Gracias, Andrew, pero no, esa no es una
opción —dijo Aili mirándole con determinación.
Andrew sonrió más ampliamente y algo en su mirada la dejó
paralizada. Sintió que su cuerpo entraba en calor solo por sus ojos. Andrew
acortó un poco las distancias entre ambos y se sentó más cerca de ella.
—No hay nadie especial en mi vida. Nunca me he enamorado y no
sé si podré enamorarme alguna vez. Creo que tengo una visión de la vida
demasiado cínica como para que un sentimiento tan noble arraigue en mí,
además los matrimonios rara vez se basan en el amor. Es un contrato, y mi
hermano ya me ha mandado alguna que otra indirecta con el tema para
poder formar alguna alianza con otro clan. Créeme cuando te digo que las
candidatas no son muy compatibles conmigo. Así que no me ofrezco en
sacrificio y mi propuesta no es tan desinteresada como piensas. Tú también
me estarías ayudando a mí. Creo que tenemos más de lo que muchos
matrimonios comparten. Nos llevamos bien, la comunicación no es un
problema, te hacen gracias mis ironías y…
—¿Y.…? —preguntó Aili con un tono de voz apenas audible.
Andrew levantó su mano con sumo cuidado y la acercó a la mejilla
de la joven hasta que tocó su piel suave y tibia. Eso le hizo tragar saliva.
Cuando vio que Aili no se retiraba, cuando no vio rechazo en su mirada,
acercó su cara lentamente hacia la suya, sin dejar de mirarla a los ojos. Vio
cierto recelo en ellos y se paró a medio camino, esperando unos segundos,
mostrándole que jamás haría algo que ella no quisiese. Cuando vio que ese
recelo dio paso a la curiosidad, se acercó un poco más. Pudo sentir el
aliento de Aili a escasos centímetros de su boca y volvió a mirarla
nuevamente. Ella tenía los ojos cerrados y eso fue todo lo que Andrew
necesitó. Posó sus labios sobre los de ella, suavemente, dejando que Aili se
acostumbrara a la sensación. La sintió temblar bajo su contacto y abrió
ligeramente los labios para saborearla, solo un poco, lo suficiente para no
volverse loco de deseo, para controlar sus ganas de ella. Cuando Aili imitó
su gesto, Andrew tuvo que sujetar con mano férrea sus instintos. Casi
temblando a su vez, introdujo la lengua en su boca, lentamente, pero de
forma inexorable. Nada en ese instante podría haberle separado de esa boca,
de su sabor que era pura ambrosía, de esa dulzura que con su inocencia lo
estaba desarmando, dejándole tan expuesto que el simple hecho de pensarlo
daba vértigo. Cuando Aili rozó su lengua con la suya, Andrew ahondó el
beso, sintiendo cómo el fuego le abrasaba las entrañas, hasta que sacando
fuerzas de donde no podía, se apartó de ella poco a poco.
— Y luego tenemos esto… —dijo Andrew separándose unos
centímetros, rompiendo ese beso febril, y apoyando su frente sobre la de
ella.
Aili sintió cada parte de su cuerpo rebelarse contra el hecho de que
Andrew se separase de ella. Ese beso… Jamás pensó que un beso pudiese
ser así ni pudiese hacerte sentir como si pudieses flotar. Los pocos besos
robados que le había dado McPhee no se parecían en nada a aquello. Los
otros habían sido rápidos y sin la profundidad ni la pasión de ese único
beso, que ya echaba de menos.
Andrew cogió suavemente la barbilla de Aili y subió ligeramente su
rostro para que le mirara. Pudo ver que su mirada todavía estaba turbada
por lo que habían compartido. No le había sido indiferente y eso era algo a
lo que aferrarse.
—Hay atracción, deseo. Otro punto de apoyo para esta unión.
Cásate conmigo —volvió a preguntar Andrew con toda la convicción que
pudo expresar.
—¿Estás seguro? —insistió ella con gesto preocupado en el rostro.
Andrew pasó suavemente la yema de los dedos sobre unas ligeras
arruguitas que se le habían formado en la frente a Aili al preguntar.
No podía evitar preocuparse por los demás antes que por ella.
—Completamente —dijo sin ningún atisbo de duda, ni en su voz, ni
en su expresión, ni en su mirada.
Aili le miró fijamente con el estómago en un puño y el corazón
latiendo tan deprisa que temió que se le saliera del pecho.
Cuando Andrew pensó que Aili no le contestaría, esta hizo un
pequeño gesto de asentimiento con la cabeza.
—¿Eso es un sí? —preguntó él con esa mirada canalla que tanto
empezaba a gustarle.
Sin poder evitarlo, una pequeña sonrisa se instaló en sus labios antes
de contestar ahora con palabras.
—Sí, Andrew McAlister. Me casaré contigo en secreto, y que Dios
nos ayude —dijo Aili mientras él cogía una de sus manos entre las suyas, y
la besaba en la palma.
Aili pensó que sus piernas temblorosas no la sostendrían si no fuera
porque ya estaba sentada.
Con esa sensación, los primeros rayos de luz se filtraron por las
ventanas y los encontró mirándose a los ojos. Varios sonidos provenientes
de la habitación donde dormían Flora y Gordon rompieron el momento y
Andrew se levantó no sin antes guiñarle un ojo.
Aquel día sin duda iba a ser largo, pero, a pesar de ello, Aili se
permitió la primera sonrisa genuina en mucho tiempo.
CAPÍTULO IX
La boda tuvo lugar una hora antes del amanecer. Aili estaba preciosa
con el vestido de la noche anterior, y su pelo suelto caía sobre sus hombros
y su espalda como si fuese seda. Andrew llevaba una camisa limpia y su
feileadh mor con los colores de su clan. Aili no pudo evitar mirarlo de
forma apreciativa. Estaba tan atractivo que le costó respirar. Estaba muy
nerviosa por la boda, porque aquello era algo muy serio y definitivo, como
bien le había dicho el padre Lean. No debía tomarse a la ligera y, sin
embargo, cuando miraba a Andrew y veía cómo la miraba él a su vez, la
tranquilidad y la calma se adueñaban de ella, y todo le parecía correcto. Las
dudas desaparecían en un instante.
Ya solo quedaba el testigo. El padre Lean le estaba preguntando a
Andrew por él cuando Duncan McPherson apareció. Andrew tuvo que
contenerse por no sonreír más abiertamente cuando la cara de padre Lean y
la de Aili quedaron como paralizadas al reconocer al jefe del clan.
—Ya está aquí. Podemos comenzar —dijo Andrew guiñándole un
ojo a Aili que pareció relajarse algo con ese gesto—. ¿Padre Lean? —
preguntó Andrew al sacerdote cuando vio que seguía mirando fijamente a
Duncan con la boca abierta.
—Empiece, padre Lean —dijo Duncan alzando una ceja al mirar al
sacerdote—. A ver si es posible que estos recién casados tengan un
momento de intimidad antes de partir — continuó Duncan lo que hizo que
Andrew le mirara como si quisiera atravesarlo y Aili sintiera que un rubor
desbordante teñía sus mejillas y su cuello.
El padre Lean cerró la boca y aunque titubeó dos veces antes de
comenzar, una vez iniciado el ritual todo fue como la seda. Andrew y Aili
colocaron sus manos unidas bajo un trozo de tela con los colores McAlister
para, más tarde, símbolo de su unión, Andrew poner en el dedo anular de
Aili el anillo que el día anterior le hizo Dave. Un aro de hierro que lejos de
estar cerrado daba vueltas sobre su eje generando una espiral.
Aili sintió el anillo en su dedo cuando Andrew lo puso en él, y
contrario a lo que pensaba que sentiría, en ningún momento ese trozo de
metal supuso algo extraño en su piel. Era como si ya fuese parte de su
mano.
El padre Lean terminó, formalizando su unión y sellando Andrew el
vínculo con un beso, un suave roce en los labios.
Duncan los felicitó y fue con ellos dentro, conminándoles a un
desayuno un poco más tarde, dejando a los recién casados ese rato de
intimidad.
Aili estaba con Meg ayudándola a colocar la ropa que había lavado
el día anterior en sus aposentos.
—No quiero traerte malos recuerdos de nuevo, pero quiero saber si
estás bien —dijo Meg aludiendo a lo que le había pasado durante el viaje.
Aili sonrió y se acercó a su hermana.
—Estoy perfectamente, Meg. Soy una McGregor, ¿recuerdas? —
contestó Aili mirando a su hermana, que parecía preocupada.
—El ver a Andrew así estos días, sin saber qué pasaría con él, me ha
hecho pensar y… no sé qué haría si te pasara algo —dijo Meg mostrando en
su voz y en sus facciones la angustia que eso le causaba.
—Pero nada me ha pasado y nada malo me pasará, ¿de acuerdo?
Estoy aquí contigo, con el clan McAlister y bien segura. Con Evan y
Andrew es imposible que algo me ocurra.
Meg la miró con una sonrisa y una mirada algo pícara.
—Andrew ha cuidado de ti, ¿verdad? No creía que os llevaríais tan
bien, pero viendo tu reacción cuando él ha estado enfermo y la camaradería
que existe entre vosotros yo diría que habéis congeniado a la perfección.
Aili disimuló, intentó que nada en la expresión de su cara la
delatase, pero su hermana era muy perspicaz cuando quería.
—Me salvó la vida, Meg. Le estoy muy agradecida —dijo Aili
mientras se daba la vuelta y seguía con la ropa.
—Entonces la preocupación que he visto en tus ojos estos días, el
querer estar siempre con él y la forma en que lo miras, todo eso es solo
fruto del agradecimiento, ¿no? —preguntó Meg con los brazos en jarras y
expresión suspicaz.
—No sé a dónde quieres llegar, hermana, pero creo que te estás
confundiendo —dijo Aili con un tono de voz que no admitía réplica
ninguna.
Meg miró a su hermana, que parecía muy interesada en doblar tres
veces la misma prenda. Una sonrisa se extendió por sus labios mientras
pensaba que por ese día no iba a acicatearla más. Ya habría tiempo para
descubrir qué pasaba entre ellos dos.
CAPÍTULO XVI
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Aili iba a volverse loca. Un día más y no dudaba que tendrían que
encerrarla en algún sitio. Intentaba controlarse por el bien de Meg. Su
hermana también estaba nerviosa, aunque no lo decía, obviamente para
tampoco preocuparla a ella, pero se hizo evidente que Meg estaba alterada
cuando le dio un remedio para la tos a Malcolm que portaba una herida en
su brazo izquierdo del entrenamiento, y le vendó el brazo sano al viejo
Edam cuya tos le oprimía el pecho cada vez que tenía un acceso.
Aili intentó por todos los medios tener ocupado el día y aliviar la
tensión de su hermana, pero las noches eran interminables. La
incertidumbre de no saber qué estaba pasando la carcomía por dentro. Solo
quería que Andrew estuviese bien y volviese a su lado.
Las palabras que le dijera antes de partir se le clavaron en el corazón
nuevamente. ¿Era verdad que la amaba, o esas palabras habían sido dichas
por la desesperación del momento? Andrew nunca la había mentido, pero le
costaba creer que él la amase de esa manera.
Aili estaba recogiendo la tela del bordado que estaba realizando
cuando un ruido en el exterior la dejó clavada en el sitio. Miró a su
hermana, que a su vez la miró a ella con un brillo en los ojos que le iluminó
la cara. Evan y Andrew entraron en el salón.
Meg dio un chillido y corrió, lanzándose a los brazos de Evan, que
no dudó en levantar a su esposa del suelo y besarla con avidez.
Aili hubiese deseado hacer lo mismo que su hermana, pero algo la
mantenía sujeta al suelo. Una incertidumbre, miedo a que lo que le dijo
Andrew antes de irse no fuese real, a…
Aili apretó los dientes y mandó todo su autocontrol, todos sus
temores, toda su indecisión al rincón más recóndito de su ser. Y su impoluta
educación también cuando por lo bajo, para sí misma, exclamó «a la
mierda» y se lanzó a los brazos de su esposo, que ya se dirigía hacia ella.
Sin esperar, le besó con la necesidad y el anhelo de su contacto, de su sabor,
de su aroma y de sus manos que la volvían loca.
Andrew respondió a su beso hasta dejarla sin aliento, hasta que las
piernas le temblaron y temió que no fuera capaz de sostenerse.
—¿Me has echado de menos? —preguntó Andrew mirándola con
adoración.
Aili esbozó una sonrisa que hizo que Andrew se deshiciera por
dentro. Esa mujer lo era todo para él.
—Mucho más que eso —le dijo Aili bajando la voz e indicándole
con un dedo que se acercara a fin de decirle algo en el oído.
Andrew sintió el aliento de Aili en su cuello y tuvo que apretar los
dientes para no cogerla en brazos, llevársela a la habitación y hacerla suya
una y otra vez hasta que no pudieran moverse, hasta que se aprendiera de
memoria cada palmo de su cuerpo. Lo quería todo de ella, sus miradas, sus
sonrisas, su ceño fruncido, su forma de tocarse el pelo, el suave movimiento
de sus dedos cuando estaba nerviosa, sus lágrimas, sus risas y sobre todo su
amor. Un sueño que rogaba con que un día se hiciese realidad.
—¿Sí? —dijo Andrew intentando controlar sus instintos.
—Lo quiero todo de ti, Andrew McAlister, porque yo también te
amo más que mi vida —dijo Aili con todo el corazón puesto en esas pocas
palabras.
Aili sintió a Andrew tensarse debajo de sus manos y luego temblar
antes de apartarla de él lo suficiente como para mirarla a los ojos. Aili se
puso seria. No había atisbo de la sonrisa que tanto amaba en el rostro de
Andrew, y su mirada penetrante parecía querer llegar a su alma.
—Repite eso, por favor —dijo Andrew con voz ronca.
Aili subió su mano lo suficiente como para desplazar un mechón de
pelo de la frente de Andrew. Lo hizo con delicadeza y suavidad y su
contacto provocó que Andrew cerrara por unos segundos los ojos, para
abrirlos más tarde, centrados nuevamente en ella, con un fuego en las
pupilas que parecía querer arrasar con todo.
—Te amo más que a mi vi…
Aili no pudo acabar. Andrew tomó su boca y la besó con toda su
alma, con todo su ser, dándole a Aili la respuesta a todos esos miedos que
ya no existirían más en su corazón. Había encontrado a la otra mitad de su
alma, a alguien a quien no había podido evitar amar.
CAPÍTULO I
Escocia 1180
***
Thane MacLeod miró a las dos mujeres que tenía frente a sí. Tan
distintas y a la vez tan iguales.
Isobel tenía el pelo largo y lacio de su madre. Una extensa melena
rubia que llegaba hasta sus caderas. Sus ojos azules y su mirada limpia y
cristalina le hacían parecer una delicada flor. Su estatura, un poco por
debajo de la media y su constitución delgada creaban una imagen de ella
fría y angelical. Nada más lejos de la realidad.
Edine, sin embargo, tenía el pelo del color del fuego, rojo y ondulado
hasta la cintura. Sus ojos verdes, con motas de color pardo, eran grandes y
expresivos y su mirada era desafiante e inteligente. Alta y esbelta, pero con
curvas, tenía un genio vivo y una personalidad de mil demonios que había
aprendido a sujetar con mano férrea, lo que le daba una apariencia tranquila
y de carácter afable. Pero Thane sabía que dentro de aquella mujer había
una guerrera que podía hacer temblar la tierra que pisaba cuando la llevaban
al límite.
— Padre, ¿por qué nos has mandado llamar?
Thane estaba intentando encontrar las palabras adecuadas para iniciar
una conversación que sabía a ciencia cierta que no iba a ser nada fácil y que
iba a traer tempestades.
—Estaría bien saberlo antes de que finalice el día.
Thane miró a Edine con cara de pocos amigos. La sonrisa que curvó
los labios de su cuñada al decir esas palabras restó cualquier tono mordaz o
cínico con el que se podía haber interpretado las mismas.
—Eso no ayuda —dijo Thane alzando una ceja.
Edine le guiñó un ojo, lo que hizo que Thane sonriera también a su
pesar, al igual que Nerys, que miró a su sobrina con cariño.
—Pero ya que estáis impacientes por saberlo, os diré que os he
mandado llamar para hablar con vosotras sobre un mensaje que he recibido
procedente del rey Guillermo.
Edine se tensó nada más escuchar esas palabras de boca de Thane.
Miró a su tía rápidamente y la preocupación y nerviosismo que vio en sus
ojos le dijeron el resto. Fuese lo que fuera que les iba a comunicar Thane,
no era nada bueno.
Isobel la miró con cierta picardía en sus ojos, haciéndole saber con
ello que se había librado del sermón. Sin embargo, cuando vio el semblante
serio de Edine empezó a sospechar que quizá lo que le fuera a decir su
padre fuese peor que la reprimenda que esperaba.
—Veréis, lo mejor es que lo diga sin tapujos. Habéis sido invitadas a
pasar unas semanas en el castillo de laird MacLaren. El rey quiere que se
fomente la unión entre los clanes a través del casamiento entre sus
miembros.
—Padre, ¿qué es lo que queréis decir? —preguntó Isobel como si no
entendiese bien a donde quería llegar Thane MacLeod.
—Lo que tu padre quiere decir es que se nos invita a ese castillo
como moneda de cambio. El rey teme que vuelva la enemistad entre
diversos clanes y las guerras entre sus miembros. Eso perturba la paz y
puede ocasionar deslealtades o revueltas, y piensa que la forma de evitarlo
es fomentando la unión entre esos clanes. Es decir, vas a ir como candidata
a casarte con alguno de los jefes, o hijo de jefe, de los distintos clanes que
acudan a esa reunión. ¿No es verdad?
Thane apretó los labios ante el resumen que Edine había dibujado,
asintiendo con la cabeza. Su cuñada era muy inteligente.
—¡Padre! —exclamó Isobel antes de mirar a su madre con el ceño
fruncido y cara de sorpresa.
Nerys se acercó a su hija con paso apresurado y la tomó de las manos.
—No tienes que hacer nada que no quieras hacer. Nadie te obligará a
tomar por esposo a ninguno de esos hombres. Es una invitación, no una
orden real.
—¿Y qué diferencia hay? — preguntó Edine con cara de pocos
amigos—. Una sugerencia, una bienintencionada invitación, es lo mismo
que una orden y un empujón hacia el altar, sacrificando a quien sea por un
bien que el rey o sus consejeros consideran necesario. ¿A quién le importan
los sentimientos, la vida de los involucrados? Está claro que a nadie.
—Edine, por favor —dijo Nerys mirándola con una súplica en sus
ojos—. Lo que he dicho es totalmente en serio. Nadie va a obligaros a
casaros en contra de vuestra voluntad.
Thane y Nerys supieron el momento exacto en el que las palabras de
Nerys hicieron eco en los oídos de Edine. Sus ojos se tornaron fríos como el
hielo y en su mirada podían verse las hordas del infierno.
—¿Casarnos? —preguntó Edine con un tono de voz tranquilo y
lacerante.
Nerys sabía que era imposible, si no, hubiese jurado que su esposo
había dado un pequeño respingo al escuchar la pregunta. Decidió tomar ella
las riendas del asunto. No quería que corriera sangre aquel día.
—Thane, dame el pergamino, por favor —le pidió Nerys a su esposo.
Cuando se lo tendió, Nerys se acercó a Edine y se lo dio.
—Creo que es mejor que la leas —dijo mirando a su sobrina con todo
el amor que le tenía.
Sabía que tenía que ser muy difícil para ella. Después de todo por lo
que había pasado, de su matrimonio con Brian para que bajo la seguridad de
su apellido y como viuda suya no tuviese que doblegarse a las voluntades
de otros, ahora, con la llegada de ese pergamino, esa seguridad se esfumaba
de un plumazo. Nerys sabía que Edine no quería volver a casarse jamás. De
hecho, tuvieron que convencerla la primera vez, y solo cuando Brian, con
su infinita voluntad y paciencia, la hizo cambiar de opinión.
Nerys no podía leer nada en la expresión de su sobrina mientras leía
las líneas en aquella piel de animal, arrugada y prácticamente destrozada, al
que había reducido el pergamino su esposo. Pero cuando Edine levantó la
vista y la miró y los miró a todos, Nerys no estaba preparada para la sonrisa
que esgrimió. Había que conocerla bien para saber que esa sonrisa escondía
muchas cosas y su mirada, que expresaba una mente incansable con
multitud de variables, la hicieron sentir por primera vez que todo iba a salir
bien, y que nada tenía que temer.
—Si el rey Guillermo ha sido tan considerado al invitarnos, sin duda
no podemos defraudarle. Tendrá a sus dos candidatas para la unión entre
clanes en territorio MacLaren, y haremos gala de nuestros exquisitos
modales MacLeod. Que Dios los ayude.
A Thane le dieron ganas de pedir por el alma de los integrantes de
aquella reunión y también por las suyas propias. Mandaba a su hija y a su
cuñada a garantizar una paz que el rey quería a toda costa, y lo que no sabía
Guillermo es que quizá, con aquellas líneas rubricadas con el sello real,
había encendido la llama de una cruenta guerra.
CAPÍTULO III
Edine entró en calor al llegar al castillo del clan MacLaren. Era casi
una fortaleza. Altos muros y un torreón que parecía directamente desafiar a
los elementos. Si aquel lugar era sinónimo de sus gentes, entonces estas
eran fuertes, seguras y cerradas.
La lluvia que los había acompañado en los últimos días de viaje había
calado en sus huesos como pequeños cuchillos haciendo que todo su cuerpo
gimiera en silencio. Había estornudado varias veces y a pesar de no querer
pensar en ello, por lo inoportuno de la situación, estaba bastante segura de
haberse enfriado.
Edine dirigió sus ojos hacia su prima Isobel, que a su vez miraba
atentamente a todo lo que había a su alrededor, como si su curiosidad nunca
pudiese saciarse. Sabía que tampoco estaba de humor. Su cara de evidente
incomodidad no dejaba lugar a dudas.
Una mujer bajita y de aspecto agradable las acompañó hasta un gran
salón. Edine pensó que aquel debía ser el principal al ver un tapiz sobre una
chimenea con el escudo y el emblema de los MacLaren.
La estancia era de grandes proporciones y con una forma cuadrada,
aunque un poco más alargada en los extremos. Los tres hombres del clan
MacLeod que las habían acompañado entraron tras ellas después de haber
dejado a los caballos a buen recaudo en las cuadras del clan MacLaren. El
más alto y corpulento, y hombre de confianza de su cuñado Thane, se
posicionó a su derecha, cuando un hombre entró en el salón y se dirigió
hacia ellos. Los colores indicaban que pertenecía al clan MacLaren y el
broche en su hombro, prendido en su feileadh mor con el escudo del clan,
significaba que era el jefe del clan y anfitrión en esa reunión. Edine lo miró
con mayor interés. Era un hombre joven e imponente. Alto, ancho de
hombros, musculoso y con una mirada aguda. Sus facciones eran varoniles
y atractivas. Con el pelo color miel y los ojos de azul grisáceo, cuando
sonrió, Edine tuvo que admitir que el jefe del clan MacLaren iba ser uno de
los hombres más deseados por las posibles candidatas. Miró a su prima y
tuvo que reprimir una sonrisa.
—Cierra la boca —le susurró para que nadie más las escuchara.
Isobel tenía la mirada fija en aquel hombre y Edine tuvo que darle un
pequeño golpe con el codo para que reaccionara.
Grant MacLaren se paró en seco cuando vio a las dos mujeres que lo
esperaban. Durante los días previos habían ido llegando varios de los
invitados esperados. Algunas de las damas que ya se encontraban entre
aquellas paredes eran, en verdad, atractivas y hermosas, pero el golpe que
sintió en el pecho cuando vio a aquella chiquilla de ojos grandes y pelo
dorado como el sol, lo dejó momentáneamente bloqueado. No estaba
acostumbrado a esa reacción de su cuerpo, de hecho, nunca le había pasado,
y lo achacó sin duda a la mala noche que había pasado. El cansancio de los
días previos y la responsabilidad de aquella reunión impuesta en su
territorio y en su casa le estaban pasando factura.
Grant se acercó a las dos mujeres, ahora prestando atención también a
la otra dama. Era sumamente hermosa. Más terrenal que el ángel que tenía
al lado y con una mirada que podría congelar los infiernos o alimentar las
llamas del mismo. Algo en su postura y en sus ojos lo convencieron de ello.
—Bienvenidas. Soy Grant MacLaren, jefe del clan MacLaren y
anfitrión en esta reunión.
Edine sonrió mientras tomaba la palabra.
—Yo soy Edine MacLeod, cuñada del jefe del clan MacLeod. Y ella
es mi prima Isobel, hija del laird MacLeod. Y Thorne MacLeod, hombre de
confianza de nuestro laird —siguió Edine, señalando al hombre que tenía a
su derecha.
Grant miró al guerrero MacLeod que le había señalado Edine. Ese
hombre era como una torre de alto. Las cicatrices que surcaban sus brazos y
el lado derecho de su cara le daban un aspecto fiero y nada desdeñable para
la lucha. La tenue sonrisa que se dibujó en los labios de Thorne MacLeod
cuando Edine habló, y el destello parecido al orgullo que había cruzado por
sus ojos, por el tono de la dama, seguro y directo, le reafirmaron en sus
sospechas. Edine MacLeod era de armas tomar. Grant hizo un pequeño
gesto con la cabeza que el guerrero secundó. Los otros dos hombres que
estaban detrás de las damas se mantuvieron en silencio aún después de que
Edine dijera sus nombres.
—Le agradecemos por anticipado su hospitalidad —continuó Edine
con total sinceridad.
Grant sonrió abiertamente ante esas palabras.
—Solo espero que puedan disfrutar del tiempo que pasen en estas
tierras. Si necesitan algo, estoy a su entera disposición —dijo Grant
mirando a ambas.
Un bufido nada femenino salió de los labios de Isobel, lo que hizo
que Grant elevara una ceja.
—Partiendo de la finalidad de esta reunión, solo un hombre podía
hacer un comentario de esa índole. No estoy aquí por voluntad propia, así
que no creo que vaya a disfrutar mi tiempo y menos en compañía de unos
palurdos ignorantes…
—¡Isobel! —exclamó Edine con un tono de voz que evidenciaba su
enojo por la falta de delicadeza y buena educación de su prima.
Sabía que Isobel, a pesar de su vivo genio, no era así. Era joven e
intensa en todos los sentidos, pero siempre dueña de unos modales
exquisitos. Sí, expresaba su opinión tal y como acudía a su pensamiento. A
Edine le gustaba ese rasgo de ella y todos habían fomentado su libertad por
expresar lo que sentía a cada instante, pero aquello era algo que no
esperaba. Era verdad que durante los días que habían transcurrido en el
viaje, la había visto retraerse y perderse en sus pensamientos, cosa que no
era normal en Isobel. Edine lo achacó a que estaba tomando conciencia de
lo que aquel viaje representaba, constándole asimilar ese hecho. Pero nunca
hubiese esperado esa explosión. En cuanto se retiraran y se hallasen las dos
solas, hablaría con ella. Aquello había sido desproporcionado y sus palabras
habían ido acompañadas por un afilado sentimiento cercano a la ira o el
odio. Ambos sentimientos no eran comunes en su prima.
—Le pido disculpas, laird MacLaren. He sido una maleducada. No
tengo excusa —se apresuró a decir Isobel que, aunque parecía
completamente arrepentida de sus palabras, sus ojos decían algo totalmente
distinto.
Grant tardó unos segundos en contestar. Isobel tragó saliva ante la
forma intensa en la que el jefe del clan MacLaren la estaba mirando.
Durante todos los días que duró su viaje, había estado dándole vueltas a lo
que aquella reunión significaba y lo poco que valía su propia felicidad en
manos de los demás. Por primera vez en su vida se dio de cara con la
realidad, y tuvo conciencia de que por mucho que sus padres o su propio
clan la hubiese protegido, dándole las alas que a pocos se les permitían, un
simple pergamino podía hacer que toda su voluntad, sus deseos y su propia
necesidad quedaran reducidas a cenizas. Eso la había llevado al borde del
precipicio. Un sentimiento cercano a la ira se había adueñado de ella por lo
injusto y la impotencia que le creaba aquella situación. Y nada más ver a
aquel hombre, su anfitrión, todo ese resentimiento había salido sin más por
su boca. Lo sentía, él no era el culpable, pero estaba allí también como parte
del engranaje de aquella gran falacia.
Lo que más le había dolido era la mirada de Edine, como si estuviese
decepcionada con ella, y lo entendía. Ella también lo estaba consigo misma.
Se había dejado llevar, sin medir sus palabras o sus consecuencias. En ese
sentido admiraba a su prima, siempre lo había hecho. Edine había sufrido
más de lo que ella podría soportar, suficiente para más de una vida, y allí
estaba, a su lado, con una sonrisa y sujetando con mano férrea sus
sentimientos. Debía aprender de ella.
Grant miró a la joven que en un principio pensó que era un ángel. En
apariencia lo era, pero era abrir la boca y por ella salían todas las iras del
infierno. Palurdos ignorantes, esas palabras aún escocían, aunque en el
fondo le hicieran forzar sus facciones para que una genuina sonrisa no se
adueñara de su boca. Aquella mujer tenía agallas y las ideas muy claras,
aunque Grant sintiese su orgullo un poco herido por ellas.
—No se preocupe. Conozco el impulso de la excesiva juventud, y con
una educación exquisita como parece ser la suya, todos los acompañantes
posibles le parecerán por debajo de su estatus. Así que apelo a toda su
paciencia y consideración para con todos nosotros, los palurdos ignorantes
y excuse nuestra escasa inteligencia y sabiduría. Yo por mi parte haré todo
lo posible para que no tenga que sufrir mi ignorancia en demasía. Ahora
Anne las acompañará a su habitación. También hemos pensado en el
alojamiento de sus hombres. Y nuevamente, espero que su estancia sea lo
más llevadera posible. Señoras, si me disculpan… —dijo Grant mientras
hacía un movimiento con su cabeza en señal de respeto y salía de la
estancia, dejando a Isobel con los puños bien apretados a ambos lados.
Había merecido cada una de las palabras dichas, pero lo que no había
esperado es que le doliera recibirlas.
***
Edine habló con los hombres del clan que las acompañaban. Se
quedarían hasta el día siguiente, en el que partirían todos salvo uno,
quedándose para acompañarlas en los días que permanecieran allí.
Cuando Edine se despidió de ellos, siguieron a Anne hasta la
habitación que les habían asignado. La mujer hablaba con alegría y
vitalidad, diciéndoles que la cena estaría preparada en un par de horas y que
la inmensa mayoría de los invitados ya se encontraban allí.
Después de subir por una escalera y andar por un pasillo con varias
ventanas que daban al exterior, llegaron a su habitación.
Era una habitación sencilla, pero que tenía todo lo necesario: dos
camas, una mesa y dos sillas.
Sus baúles ya estaban dispuestos en ella, a los pies de ambas camas.
Isobel ni siquiera se había dado cuenta de cuando los habían llevado hasta
allí. Seguramente había sido cuando habían estado hablando con Grant
MacLaren.
El hecho de acordarse de ese hombre hizo que su estómago se
apretara en un puño.
Cuando se cerró la puerta de la habitación dejando a las dos solas
Isobel miró a su prima que a la vez la miraba a ella. Pensó que vería el
enojo en sus ojos, pero fuera de eso lo que destilaba su mirada era genuina
preocupación.
—¿Qué ha pasado?
Edine vio como Isobel la miraba con ojos de arrepentimiento. Un
pequeño suspiro salió de los labios de su prima antes de hablar.
—Lo que he dicho… Sé que ha sido algo inexcusable. No sé qué me
ha pasado. Lo último que quiero es decepcionarte —dijo Isobel, y Edine
pudo escuchar el dolor impregnando cada una de esas palabras.
Edine acortó el espacio entre ambas y abrazó a su prima.
—Sé que esto es difícil. No esperabas tener que hacer algo así, pero te
prometo que todo irá bien. No dejaré que nada ni nadie te obligue a hacer
nada. Es solo una reunión, no tienes la obligación de salir con un acuerdo
matrimonial de ella. Y a pesar de que lo que has hecho, en verdad es
inexcusable, esto asentará las bases para que todo el mundo piense que tu
aspecto angelical es solo la fachada que oculta a una verdadera malcriada.
Isobel se separó de su prima mirándola con el entrecejo fruncido y el
enojo bailando en sus ojos.
—No soy una malcriada y lo sabes —dijo Isobel con un mohín antes
de pensar dos segundos, suspirar y volver a hablar esta vez con algo de
pesar—. Bueno, quizá un poco sí.
El tono de resignación implícito en sus últimas palabras hizo que se
encogiera el corazón de Edine, que la miró con cariño.
—Puede que tengas uno o dos defectos —respondió Edine haciendo
un gesto con dos de sus dedos, indicando que si estos existían eran muy
pequeños—, pero no eres de ningún modo una malcriada.
—Laird MacLaren no se merecía lo que le he dicho —dijo Isobel, y
su voz destilaba un arrepentimiento sincero.
Edine la miró con un brillo extraño en los ojos.
—La verdad es que no. Es muy apuesto, ¿verdad? —preguntó la
pelirroja ante la cara de asombro que puso Isobel.
—La verdad es que no me he fijado. Y si así fuera, no sé qué tiene
eso de relevante —exclamó intentando, sin conseguirlo, parecer indiferente.
Edine soltó una pequeña carcajada.
—Estás hablando conmigo, no con una desconocida. Se te desencajó
la mandíbula cuando lo viste entrar. Si no te hubiese dado un codazo
disimuladamente, lo mismo todavía estábamos allí, babeando por ese
Hihglander palurdo e ignorante que, por cierto, mirabas como si fuera un
exquisito manjar. Aunque por la respuesta que te dio, creo que has dado con
la excepción de la regla, ¿no te parece? —preguntó Edine divertida. Sabía
que su prima se había dado cuenta de que sus ideas no eran del todo
correctas. Grant MacLaren había resultado no ser el palurdo ignorante que
ella había pensado que serían la mayoría de los allí presentes.
Isabel se quedó en las palabras babear y exquisito manjar. Sintió que
se ruborizaba hasta las pestañas.
—¡Edine! —exclamó, bajito, como si allí hubiese alguien más que
pudiese enterarse.
—¿Queeé? —respondió Edine más bajito todavía y con cara de pilla,
lo que hizo que Isobel tuviese que morderse el labio para no soltar una
carcajada.
Isobel movió la cabeza en señal de derrota. Edine era así y la quería
más por ello. Divertida, clara, franca y sin tapujos. Siempre natural ante
todos los aspectos de la vida, incluso los íntimos. Su prima siempre había
contestado a todas sus preguntas con una sinceridad y una franqueza que
agradecía en el alma.
Edine se sintió algo culpable cuando vio las sonrosadas mejillas de
Isobel, pero tenía que comprobar si realmente lo que había intuido en aquel
salón cuando su prima vio a Grant MacLaren era verdad o no. Y la reacción
de Isobel no le dejaba lugar a dudas.
—Está bien, no diré nada más —dijo Edine poniéndose más seria
antes de continuar—. Entiendo que lo que ha pasado en el salón… que tú no
eres así. No estoy decepcionada, pero no me lo esperaba. Tenía que haberlo
visto venir, porque sé cómo te sientes. Lo he vivido antes, y ahora estoy
aquí de nuevo sintiendo que los demás pueden decidir sobre mi vida, mi
futuro y mi felicidad sin que tenga ni voz ni voto. Y ¿sabes qué? Estoy muy
enfadada, furiosa en verdad, pero aprendí por las malas que ese sentimiento
lo único que hace es nublar la mente. Debes escoger las guerras que tienes
que luchar, y esa no era la adecuada, Isobel.
—Lo sé —respondió esta con pesar.
Edine sonrió de nuevo antes de guiñarle un ojo.
—Eres mucho más inteligente. No dejes que tus emociones enturbien
tu buen juicio. Tus padres y yo estamos muy orgullosos de ti, pequeña arpía
—dijo Edine guiñándole un ojo y quitándole hierro al asunto mientras reía
al ver como su prima hacía intención de ir contra ella y cogerla para darle
su merecido por llamarla arpía. Sí, las cosquillas serían un justo castigo.
CAPÍTULO V
***
Logan tenía intención de hablar con Alec. El jefe del clan Campbell
había resultado ser toda una sorpresa. Solo había coincidido con él una vez
con anterioridad a que sus hermanas se casaran con los hermanos
McAlister. Alec era muy amigo de Evan, jefe de dicho clan y marido de su
hermana pequeña. A raíz de ese matrimonio, y de que Logan visitara más a
menudo al clan de su cuñado, pudo coincidir con él y conocerlo mejor, ya
que era asiduo en las reuniones de los McAlister. Al principio su seriedad,
su parquedad en palabras y su naturaleza desconfiada, le hicieron recelar de
su trasparencia, sin embargo, después de tratarlo más, se dio cuenta de que
su seriedad era fruto de una temprana madurez, la parquedad en palabras
solo prudencia y la desconfianza un rasgo de su naturaleza forjado por
causas ajenas. Su historia no la conocía, pero intuía que no había sido fácil.
Antes de llegar hasta el fondo el salón, donde Alec se encontraba, no
pudo sino mirar al otro extremo, donde había varias damas reunidas. Habían
pasado un par de días desde aquella desconcertante cena donde había estado
sentado al lado de Edine. En esos días, ni ella ni su prima hicieron acto de
presencia en el salón, ni habían bajado a ninguna de las comidas. Logan se
enteró de que el motivo de su ausencia parecía ser una pequeña
indisposición por parte de Edine. Le había preguntado a Grant, que se había
preocupado por la salud de su invitada y, por lo que parecía, solo era un
pequeño enfriamiento. Ni siquiera habían solicitado la presencia de la
curandera del clan en su habitación. Logan había encontrado a Grant
pensativo por dicha ausencia, y él, francamente, no había sabido qué pensar.
Nunca había considerado a Edine de las que evitaban las confrontaciones,
pero ya se había equivocado con ella antes en el pasado y se había quemado
hasta la saciedad.
Logan sabía que aquella reunión no iba a prolongarse durante mucho
tiempo. Quizás un par de semanas. No en vano, alguno de los invitados eran
jefes de sus clanes y requerían su presencia en sus hogares. Así que el
hecho de escabullirse unos días de sociabilizar con el resto, podía ser un
buen motivo para la espontánea indisposición de Edine. Otra posibilidad
podía ser la de evitar a alguien en concreto, como Daroch o quizás él
mismo, aunque eso lo decepcionaría. Siempre había pensado que era una
mujer que no se escondía de nada ni de nadie. El hecho de que Edine de
verdad estuviese enferma era la opción que menos barajaba, hasta que la
vio.
Estaba sentada al lado de Helen Cameron, una dama con unos
preciosos ojos color miel y pelo negro azabache, que, con su carácter
alegre, de mirada vivaz y lengua mordaz había captado el interés de más de
uno de los Highlanders allí presentes. Por su conversación animada, parecía
haber hecho buenas migas con Isobel MacLeod.
Sin embargo, no había sido Helen Cameron quien había ralentizado el
paso de Logan ni tampoco cambiado la expresión de su rostro por una más
seria. Fue ver el aspecto de Edine el que lo hizo parar prácticamente de
golpe. Ella siempre había rebosado vitalidad, una fuerza que se hacía
patente en cada uno de sus gestos, y, sin embargo, en ese preciso instante,
esa vitalidad parecía adormilada. Su rostro estaba demasiado pálido, sus
mejillas carentes de su rubor habitual y lo que más llamaba su atención eran
los pequeños surcos oscuros debajo de sus ojos, como si no hubiese podido
dormir y su agotamiento fuera extremo.
De manera inconsciente, apretó los dientes y maldijo entre ellos.
Siguió su paso, pero en vez de acercarse a Alec, como en principio era su
intención, interceptó a Grant, que en ese instante entraba en el salón junto a
McDonall. Este último no pudo fingir, y el hecho de que la presencia de
Alec Campbell le disgustaba en demasía quedó más que patente en su
mirada y en su gesto. La enemistad entre ambos clanes era más que
evidente, y eso se tradujo en la retirada de McDonall cuando vio a Alec
cerca de ellos, y dejó a Grant con la palabra en la boca y solo para cuando
Logan llegó a su lado.
—Esto es increíble, ese hombre es un maldito tozudo —dijo Grant
mirando la puerta de entrada por donde había desaparecido el jefe del clan
McDonall.
—Necesitamos que la curandera del clan se acerque a ver a Edine
MacLeod —dijo Logan, quedando el comentario de Grant suspendido en el
aire sin respuesta alguna.
Grant cerró la boca antes de seguir hablando y miró a Logan con una
ceja alzada.
—¿Me lo vas a contar o te lo tengo que sacar a golpes? He pensado
en realizar un entrenamiento conjunto hoy.
Logan esbozó una sonrisa antes de mirar a Grant.
—No hay nada que contar, pero creo que sería bueno que ninguno de
tus huéspedes muriese estando bajo tu techo. La he visto hace un momento
y su rostro refleja que aún sigue enferma. Imagino que no será nada
importante, pero creo que debería verla alguien que tuviera más idea que
nosotros sobre lo que le pasa.
Grant miró fijamente a Logan.
—Y ahora insultas mi inteligencia. Bueenooo, esto es más serio de lo
que pensaba. El hecho de que la conocieras y no dijeras nada ya me hizo
pensar, pero tu expresión en la cena la otra noche y la que has puesto ahora
al decirme que está enferma son muy esclarecedoras.
Logan estaba perdiendo su paciencia, esa que decían que era una de
sus mayores virtudes.
—Voy esclarecerte las ideas de un espadazo como no dejes de decir
sandeces. ¿Y qué es eso de un entrenamiento?
Grant rio por lo bajo antes de contestar.
—Ha habido varios enfrentamientos esta mañana entre miembros de
diversos clanes.
Logan asintió con la cabeza. Había visto uno cuando volvía temprano
de darse un baño en el lago.
—Daroch no está haciendo precisamente amigos —apuntilló Logan,
que había visto al jefe de este clan discutir con el hijo del jefe del clan
McBain.
—Es una joya, Lachan Daroch. Y McDonall no se queda atrás.
Hablando de este último, Campbell hace lo que puede con él, aunque lo
acompaño en el sentimiento. Tratar con McDonall requiere paciencia y
sufrir una profunda sordera, porque te juro que ese hombre es capaz de
insultar a alguien solo con decirle buenos días.
Logan rio a su pesar. Era verdad que ese hombre había llevado al
límite más de una vez toda su diplomacia.
—Y esta mañana parece que McBain tropezó con Daroch sin querer y
este saltó como si le hubiese escupido en la cara. Así que he pensado que
quizás un entrenamiento conjunto sea lo mejor. Creo que la inactividad y el
hecho de que estén todos juntos bajo el mismo techo están haciendo que se
pongan nerviosos. El entrenamiento, además de hacer que desfoguen un
poco toda esa mala leche reprimida, puede ser bueno. Mejor que luchen
entre ellos en un sitio controlado y resuelvan sus asuntos con las espadas a
que haya alguna desgracia en tierras MacLaren entre dos clanes ajenos.
Suficiente es con que tengamos que hacer esto aquí. Dios, me están
quitando años de encima.
Logan le miró divertido, mientras Grant se pasaba una mano por la
cara en señal de cansancio.
—Nunca me había dado cuenta de lo quejica que eres —dijo
pensativo mientras MacLaren lo miraba, jurándosela en silencio.
—La curandera, ¿puedes llamarla? —preguntó Logan nuevamente.
No le gustaba la palidez de Edine ni esos surcos oscuros bajo sus ojos. No
sería bueno que alguien cayera gravemente enfermo.
—Llamaré a Elisa, pero esta conversación no ha acabado.
—No sé por qué somos amigos. Eres peor que un grano en el culo,
Grant MacLaren —dijo Logan entre dientes.
—Yo también te aprecio amigo —escuchó Logan de los labios de
Grant cuando este ya se iba.
***
***
***
Elisa les dijo una hora después que había dejado a Edine
descansando. Que le había dado una infusión de hierbas para asentar su
estómago y que lo demás no era grave. Solo un enfriamiento debido a su
viaje bajo la lluvia. Les contó lo que Edine le había dicho. Que hizo el
tramo final de su trayecto hasta allí con la ropa mojada y sin una capa
adecuada, ya que la suya se la había dado a Isobel para que estuviese bien
abrigada.
Logan maldijo en silencio ante tal negligencia con su propia salud.
Elisa también les informó de que Edine apenas tenía fiebre, pero que
necesitaba más descanso. Había salido demasiado pronto de la cama y eso
había dificultado su pronta recuperación. Terminó prometiendo que pasaría
a verla más tarde.
Elisa dejó para sí el hecho de que aquella mujer la había sorprendido
gratamente. Aun habiendo conversado brevemente con ella fue suficiente
para entrever parte de la personalidad de Edine MacLeod, una mujer fuerte
y sumamente amable.
Cuando Elisa se retiró prometiendo volver aquella misma noche,
Grant se volvió hacia Logan, que parecía estar controlando su mal humor.
—No voy a pedirte que me cuentes nada porque me ha quedado más
que claro que lo que sea que te haya sucedido con Edine MacLeod es
importante y te afecta, pero no me mientas y me digas que no hay nada
entre vosotros. En todos estos años siempre has sido letal amigo. Racional,
frío, disciplinado y un verdadero cabrón dominando tus sentimientos, hay
incluso quien piensa que careces de ellos. Jamás te he visto ni siquiera
pestañear, aunque algo te estuviese matando por dentro —continuó
MacLaren mirando fijamente a su amigo—. Y para mi total asombro, en
dos días he visto como todo eso se iba a la mierda. ¿Y sabes qué? En todas
esas situaciones estabas con ella o estaban relacionadas con ella.
Logan se apoyó en el borde de la mesa que había junto a la ventana.
Habían ido a una de las habitaciones de la planta baja que Grant utilizaba
para los documentos y la llevanza de las cuentas. Era normal que se tuviese
una persona instruida para tal trabajo, pero en el caso de Grant, lo hacía él
mismo.
—No es algo de lo que me apetezca hablar, Grant. Pasó hace tiempo.
MacLaren, que tenía los brazos cruzados sobre su pecho, se deshizo
de esa postura para tocar con dos dedos el puente de su nariz antes de
hablar.
—A lo mejor el problema es ese. Que no hablas del tema y en su
lugar maldices en bajo y cometes descuidos.
Logan miró a Grant, que a su vez esperaba una explicación suya. Una
que jamás había dado con anterioridad. Sí, quizá desde que vio a Edine
había estado más distraído, pero jamás hasta el extremo de cometer
descuidos y menos cuando parte de su misión era ayudar a Grant y velar
porque dicha reunión se desarrollara con seguridad.
—Estábamos comprometidos en secreto cuando tuve que ir por
primera vez a la corte y cuando volví, me encontré que en mi ausencia
había aceptado desposarse con otra persona. Solo me dejó unas líneas
diciendo que era lo mejor para su clan. Ni una despedida, ni una
explicación. Al parecer teníamos diferentes opiniones sobre lo fuerte que
era nuestra promesa y lo que significábamos el uno para el otro.
Grant se quedó sin palabras en ese instante. Jamás había visto a
Logan con esa expresión de dolor en los ojos y ese duro tono de voz.
—Pero eso ya ha quedado atrás. Ten por seguro que no cometo
descuidos. Lo sabes —sentenció Logan, dando por terminada la
explicación, haciendo saber a Grant que no pensaba abrir más esa caja de
Pandora.
MacLaren se fijó en la expresión de su amigo. Él no estaba tan seguro
de que hubiese dejado esa historia en el pasado, ni Logan ni Edine
MacLeod. No después de las miradas que ambos se habían profesado.
Había furia, preocupación, rabia, deseo… Todo eso no podía calificarse de
nada.
—Lo siento. Si hay algo que yo pueda hacer, solo tienes que decirlo.
Mientras tanto —continuó Grant cambiando de tema— creo que estaría
bien ese entrenamiento que te comenté. La lucha siempre ha sido una buena
forma de despejar problemas y así podré machacar a McDonall. Ese
hombre es peor que un dolor de muelas.
Logan sonrió antes de asentir y seguir a Grant al exterior. Quizá lo
que necesitase fuese exactamente eso.
***
Casi todos los guerreros, en total unos diez, incluidos Grant y Logan,
estuvieron más que ansiosos por participar en ese entrenamiento.
Logan temió que aquella idea de Grant, que en principio le había
parecido una forma de aliviar las tensiones entre los distintos clanes de
forma segura, acabara siendo un baño de sangre, sobre todo cuando
McDonall intentó arrancarle la cabeza a Campbell con la espada en un
movimiento agresivo, inesperado y desproporcionado, que Alec logró
esquivar bloqueando el ataque con su espada y contraatacando lo suficiente
como para partirle la ceja a McDonall que, con un gruñido salido del
infierno, volvió a la carga.
Al final de la tarde, McDonall tenía además de la ceja herida, dos
dedos hinchados y la nariz sangrando. La nariz y los dedos fueron un regalo
de Grant que, en su enfrentamiento con él, dejó claro que no iba a permitir
más trasgresiones dentro de sus tierras. Campbell acabó con varios cortes
leves, y un ojo morado. Daroch, que tuvo la fortuna de probar la espada con
Logan, acabó con el costado lleno de moratones y el labio partido y
McPherson, que había llegado esa misma mañana y al que Logan se alegró
de volver a ver, terminó con un buen corte en el brazo cuando intentó
mediar entre McDonall y Campbell por un movimiento sucio del primero.
Ese fue el detonante que hizo que Grant desafiara a McDonall y lo
rematara, dejándole para el arrastre.
Tras terminar, si bien era cierto que los recelos y los enfrentamientos
seguían siendo los mismos, las ganas de pelea habían mermado y el trabajo
para Elisa aumentado.
Logan dio un largo paseo y se dio un baño en las gélidas aguas del río
que cruzaba las tierras MacLaren y que estaba más alejado que el lago al
que había acudido desde que estaba allí. Necesitaba despejarse y enfriar
partes de su cuerpo que habían estado más que activas desde que vio a
Edine el primer día. Su anatomía parecía ser ajena a todo lo que había
sucedido entre ellos y seguía reaccionando a su mirada, a su cuerpo y a sus
ojos y a ese hermoso cabello rojo que lo encendía como el fuego.
Hacía demasiado tiempo que había tocado su piel, la había besado y
adorado con cada centímetro de su cuerpo y, sin embargo, en su memoria,
era ayer cuando saboreaba el dulce aroma a flores de su cuello y el sabor
dulce de sus labios. Hacía solo un instante, cuando se había olvidado de
todo enterrándose en su carne, amándola con todo su ser y dándole hasta la
última gota de su alma.
Tan seguros de su amor y de sus promesas habían estado que se
habían entregado el uno al otro solo a falta de proclamar públicamente el
compromiso. Ambos sabían que el enlace no iba a ser fácil. Ambos clanes
no eran aliados, pero tampoco enemigos acérrimos. Tenían distintos
intereses y distintas lealtades hacia otros clanes. Eso era lo que los separaba
y creaba una cierta enemistad entre ellos, pero Logan había confiado en
convencer al padre de Edine, y más con el apoyo de su propio padre. Y así
habría sido si él no hubiese tenido que ir a la corte y a su regreso se hubiese
encontrado con las manos vacías. ¡Qué idiota había sido!
Logan intentó alejar esos recuerdos. Estaban vívidos y no le servían
de nada. Solo para alimentar un sentimiento que era de todo menos
efectivo. La furia nublaba su capacidad para permanecer impasible, su
poder de observación, su templanza y su frialdad. Cualidades necesarias
para poder actuar acertadamente, tanto en la vida cotidiana como en cada
una de las misiones que el Rey le había encomendado últimamente.
Vio el castillo a lo lejos y, más relajado, observó la escasa luz que se
escapaba por el horizonte y marcaba la hora de la cena. Cuando entró, se
acercó a ver a Grant e interesarse por si Elisa había vuelto a ver a Edine
para saber cómo se encontraba. Sintió que podía estrangularla cuando Grant
le dijo que Elisa la había visto mucho más recuperada y que le había
aconsejado seguir en cama hasta el día siguiente, cosa que Edine no
pensaba hacer, según sus propias palabras, puesto que decía haber
desatendido su deber como acompañante de Isobel.
—Como si la chiquilla fuese tímida o le hiciese falta ayuda para
defenderse —dijo Grant, molesto, refiriéndose a Isobel.
A Logan no le pasó desapercibida la mueca que hizo MacLaren al
hablar de ella. No le había dicho nada a su amigo, pero sabía que la prima
de Edine no le era indiferente y que parte del enojo de Grant era debido a
que le gustaba demasiado la joven MacLeod.
—Tu preocúpate por no caer de rodillas ante ella. Soy tu amigo y
confío en tu palabra, pero yo no lo tendría tan claro —dijo Logan
refiriéndose a la frase que Isobel le dirigió a Grant cuando discutieron y que
MacLaren le había relatado con posterioridad, divertido por la osadía de la
joven.
Grant cambió de color cuando con esas palabras Logan insinuó que al
final su amigo caería preso de un sentimiento distinto a los que tan
profusamente expresaba en cuanto a Isobel. Uno que haría que se arrastrase
por conseguir su afecto.
—Está claro que el baño que te has dado no te ha sentado nada bien.
Te ha afectado la inteligencia y te ha dejado idiota.
La sonrisa de Logan y su mirada, esa que decía «yo sé algo que tú no
y también puedo ver cómo va a terminar esto», y que Grant le había visto
utilizar demasiadas veces como para dudar de su fiabilidad y acierto, le hizo
tragar saliva.
—Déjate de sandeces, Logan. No sabes una mierda.
—Si tú lo dices… —respondió McGregor mientras salía de la
habitación con la idea de cerciorarse de que cierta dama no saliera de la
cama hasta que Elisa lo dijera.
—No tiene gracia, Logan. Retíralo. Vamos, Logan... sabes que no
tienes razón. ¿Logan?
Grant maldijo cuando Logan desapareció sin contestarle y con una
sonrisa aún más amplia en los labios.
***
Si Edine pensaba que las cosas después de aquello iban a ser más
sencillas, se equivocó totalmente, sobre todo cuando al día siguiente, al
bajar con Isobel, vio a una nueva invitada. Hacía cuatro años que no la veía,
cuatro años en los que había tenido tiempo de pensar en el porqué de su
traición, en por qué su propia sangre la odiaba hasta tal extremo de partirle
la vida en dos.
Su hermana Lesi McEwen hablaba con familiaridad con Esther
Davidson. Estaba claro que se conocían de antes, y aquello no hacía sino
incrementar su agonía. Esther Davidson era una mujer muy bella y casi
todos los Highlanders allí reunidos habían mostrado algún tipo de interés.
Sin embargo, Edine desconfiaba de ella. La había visto lanzar algún que
otro comentario velado e hiriente a otras de las invitadas más tímidas o
menos agraciadas y se había ganado su antipatía. Si Edine había algo que
no soportaba era a las personas que pensaban que podían dañar a otras por
el simple placer de poder hacerlo, las que se sentían superiores y querían
demostrarlo a base de avasallar y dañar a otros. La injusticia hacía sacar lo
peor de Edine y Esther Davidson estaba haciendo méritos para que ella
estallara. Eso, unido al constante interés de Esther en Logan, hacía que
quisiera estrangular a la dama en cuestión. Aunque eso lo tenía superado, se
dijo interiormente. Lo que no tenía superado era ver a Lesi después de todo
lo que había pasado.
Su expresión tuvo que cambiar porque Isobel la tomó por el brazo
parándola de golpe.
—Quizás no haya sido buena idea que bajaras, te has puesto blanca de
nuevo. ¿Estás mareada? ¿Voy a buscar a Elisa? —le preguntó su prima con
cara de preocupación.
Edine la miró con tranquilidad y esbozó una pequeña sonrisa.
—No es por lo que crees. Acabo de ver a una nueva invitada y es
Lesi.
Isobel la miraba con cara de no entender nada.
—¿Lesi? ¿Qué Lesi? —Entonces los ojos de su prima se abrieron
como platos—. ¿Tu hermana Lesi? ¿La que no me has contado qué te hizo
exactamente, pero que te traicionó de la peor de las maneras y a la que
odiamos por ello? ¿A la que pienso estrangular en cuanto le ponga las
manos encima? ¿Esa Lesi?
Edine no pudo menos que volver a sonreír cuando Isobel hizo su
fervoroso discurso.
—Esa misma, pero tendrás que ponerte a la cola. Primero la
estrangulo yo. Y encima está hablando con Esther Davidson. Creo que se
conocen.
Isobel hizo un bufido poco femenino.
—No me extraña, las alimañas se reconocen entre ellas.
Edine hizo una mueca e Isobel soltó una risilla.
—Vale, ahora vamos a cruzarnos con ellas. En algún momento hay
que hacerlo y no vamos a postergarlo. Lo que quiero es que pongas tu mejor
sonrisa y seas toda amabilidad.
Isobel negó con la cabeza antes de hablar.
—Todavía tienes fiebre si crees que soy capaz de hacer eso.
Isobel la miró alzando las cejas cuando Edine la miró reprendiendo
esa actitud.
—¡Qué! Esas dos juntas son peor que las siete plagas de Egipto —
Isobel supo que tenía que explicarse cuando vio la expresión de Edine—. El
padre Ezequiel es muy estricto en cuanto al conocimiento de las sagradas
escrituras.
—Te lo voy a decir de otra manera. Si vas ahí y ven tu malestar,
Esther disfrutará y mi hermana sabrá que todavía tiene poder sobre mí para
hacerme daño, así que, si yo puedo, tú puedes.
Isobel la miró con admiración y reconoció a su pesar que tenía que
hacerlo. Negarle a su prima lo que le pedía, no beneficiaría a Edine y sería
egoísta.
—Sabes que te quiero mucho ¿verdad? Estoy orgullosa de que seas
mi hermana mayor, porque esa bruja perdió su derecho y ahora lo tengo yo.
Así que haré lo que me pides, no puedo negarme. Si hace falta me morderé
la lengua y pondré mi mejor sonrisa.
Edine la miró con todo el cariño que le profesaba. Ella pensaba lo
mismo y sentía igual, que Isobel era su hermana, esa hermana que creyó
tener una vez, pero que resultó ser una mentira.
Edine e Isobel se dirigieron hacia la entrada. Antes de llegar a su
altura, la voz de su hermana, apenas audible en un susurro de sorpresa,
estrangulado y casi irreconocible, hizo que ambas miraran en su dirección.
—¿Edine? —preguntó Lesi sorprendida y conmocionada de verla allí.
—¿Os conocéis? —preguntó también sorprendida Esther.
Edine se acercó con Isobel a su lado, y cuando llegó junto a su
hermana inclinó la cabeza en señal de saludo. Sintió a Lesi tensarse cuando
estuvo a escasos metros de ella, como si el mero hecho de que estuviera
cerca le diese asco. Sí, era posible que sintiese eso por ella, porque su odio
quedó claro en el pergamino que le mandó hacía más de tres años. No le
bastó traicionarla, sino que después tuvo que contarle la magnitud de su
traición y de lo mucho que lo había disfrutado, como si su venganza no
fuese completa hasta que ella lo supiera y fuera consciente de su éxito. Y
así había sido. Edine no hubiese sabido nunca cómo era en realidad su
hermana, todo lo que había hecho para dañarla si no hubiese sido por
aquellas líneas escritas.
—Hace mucho tiempo, Lesi —dijo Edine con frialdad.
Esa frialdad, esa falta de reacción le dolía a pesar de todo lo que había
pasado porque una pequeña parte de ella quería reconocer en aquella mujer
que tenía delante a su hermana, a la niña que había crecido con ella y a la
que había querido y protegido. Lesi era dos años menor que ella y, aunque
la diferencia era poca, Edine siempre la defendió del mal humor de su
padre, de su violencia y de la indiferencia de la madre de ambas. Intentando
siempre protegerla de todo aquello, que dolía y mucho, y que siempre
disimuló y disfrazó por Lesi.
Sin embargo, no podía perdonarla. Lo había intentado, pero después
de lo que hizo, después de provocar casi su muerte y la de lo más preciado
para ella, después de conseguir que Logan desapareciera de su vida, de
ponerla a merced de la furia y la violencia de su padre, del destierro, del
dolor…No, no podía olvidarlo. Ella mató muchas cosas en la vida de Edine.
Entre ellas, el amor por su familia y su hermana.
—Somos hermanas —dijo Edine mirando a Esther.
Vio la confusión de esta a la vez que miraba a Lesi y a ella
alternativamente, como si todavía no lo creyera. Sabía que las diferencias
entre ambas eran grandes. No se parecían en nada. Edine era pelirroja, con
los ojos verdes, alta y esbelta. Lesi tenía el pelo castaño claro y sus ojos
eran de color marrón. Mucho más baja que Edine y con más curvas.
—No sabía que ibas a venir —dijo por fin Lesi, que hasta ese
momento parecía incapaz de articular una palabra, recelosa por la reacción
de Edine al verla. Vio el miedo en sus ojos al observarla como si estuviese
esperando el estallido por parte de su hermana, la condena por todo lo que
le había hecho.
—Ni yo tampoco que ibas a venir tú —contestó Edine.
Y entonces Isobel no pudo morderse la lengua.
—A veces vivir en la ignorancia es una bendición.
La cara de Lesi y Esther era todo un poema.
Edine miró a Isobel, y esta, cuando vio la reprimenda en su mirada,
esbozó rápidamente la sonrisa más forzada que jamás se hubiese visto.
Edine se quedó mirándola fijamente, con claro gesto de «¿en serio?»
antes de continuar con la pequeña farsa.
—Lesi, te presento a nuestra prima Isobel, hija de nuestra tía Nerys.
Isobel enarcó una ceja en dirección a Edine cuando escuchó su
presentación diciendo claramente «¿en serio tú también?».
—Encantada de conocerte —dijo Lesi, a lo que Isobel respondió con
un gesto con la cabeza y el gruñido de un perro rabioso con afonía.
Ni muerta le decía a esa que también se alegraba de conocerla, se dijo
Isobel, que no dejó la sonrisa en ningún momento. Estaba haciendo un gran
esfuerzo. Edine no podía exigirle nada más, ¿verdad? Suficiente que no le
había arrancado la cabeza a esa sanguijuela de Lesi McEwen.
Edine vio la mirada especulativa de Esther evaluando y sacando la
acertada conclusión de que entre las hermanas no había una buena relación.
El silencio se hizo tenso hasta que pareció quebrarse y volverse incómodo.
—Nos veremos más tarde, sin duda. Isobel y yo vamos a dar un
paseo. Si nos disculpan —dijo Edine despidiéndose de ellas y
encaminándose con Isobel hacia la puerta principal del castillo.
—¿Vamos a dar un paseo? Creía que íbamos a sentarnos un rato.
Todavía no estás bien.
Edine aceleró el paso.
—Créeme, estoy bien y necesito salir, necesito sentir el aire fresco.
Aquí no puedo respirar.
—Está bien, está bien, vamos fuera —se apresuró a contestar Isobel
cuando vio la cara de su prima—, pero espérame un momento. Subiré por
algo para abrigarnos. Hace un poco de frío.
—Te esperaré en los establos —contestó Edine, que no quería seguir
allí dentro ni un momento más—. Hace dos días que no veo a Radge.
Isobel la miró viendo en los ojos de Edine cierta preocupación.
—Radge está bien. Sabes que Thorne no dejaría que le pasase nada.
Thorne, uno de los hombres de confianza de su cuñado Thane, se
había quedado con ellas, y aunque había respetado la intimidad de ambas
para que pudieran integrarse bien entre todos los asistentes a la reunión,
siempre estaba pendiente. Sino encontrándose en la misma sala,
merodeando por los alrededores, hasta que Edine habló con él. No había
ningún peligro allí y el hecho de que estuviese tan cerca de ellas mandaba el
mensaje de que no confiaban en Grant McPherson para la salvaguarda de
sus invitados.
—Efectivamente, no confío. No lo conozco de nada —le había dicho
Thorne a Edine con cara de no admitir réplica alguna.
—Thorne, no queremos iniciar una guerra, más bien, salir ilesos de
estos días y volver a casa así que, por favor, yo prometo no ir a ningún lado
sin decírtelo y tú prometes alejarte un poco para que podamos respirar,
¿vale?
Thorne había asentido porque sabía que Edine no le ofrecería nada
mejor, y aquella mujer era de armas tomar, así que, aunque estaba cerca,
cuando ellas no salían del castillo iba a ayudar a los hombres del pueblo con
la reconstrucción de algunas casas que habían sufrido daños por las lluvias
semanas atrás. Se había ofrecido cuando vio en uno de sus paseos los
estragos hechos por las tormentas recientes y, aunque reticentes, los
hombres aceptaron su ayuda cuando vieron un par de brazos fuertes. Era
más que evidente que las gentes del clan MacLaren, a pesar de su buena
disposición, no estaban felices de tener a todos aquellos foráneos allí. No
todos eran iguales, pero algunos de los Highlanders, incluso de las damas
no habían tratado con la consideración adecuada a los MacLaren. Grant
había dejado claro que no iba a permitir ninguna trasgresión, ninguna falta
de respeto hacia su gente, hacia su clan, pero había formas veladas para
quebrantar la buena educación sin llegar a ser insultante y unos cuantos de
los que estaban allí eran verdaderos artistas en ello.
Edine dejó de pensar en Thorne y en lo que le había dicho Isobel en
cuanto entró en el establo después de cruzar el patio. El día estaba nublado
y unas nubes hacían presagiar lluvia, sin embargo, el ambiente no era tan
frío como había imaginado, y el sentir el aire limpio después de dos días de
encierro había inundado sus sentidos con apabullante necesidad.
Miró al fondo, donde estaba Radge. Parecía algo nervioso. Cuando
estuvo lo suficientemente cerca, este se movió rápido, inclinando el cuello y
buscando el contacto de su mano.
—Hola, corazón, ¿Cómo estás? Nervioso, ¿eh? No te preocupes,
mañana tú y yo saldremos a dar un paseo.
Radge parecía entender a Edine, que al decir las últimas palabras
recibió en compensación un cariñoso achuchón extra del mismo.
—Yo también te quiero, grandullón.
—Es un caballo precioso.
Edine se volvió rápido cuando la voz suave y aniñada resonó a sus
espaldas. Había creído estar sola, pero cuando se volvió, un par de ojos
enormes la miraban tímidamente.
—Sí que lo es, pero yo no soy objetiva. No puedo, me tiene ganado el
corazón.
El dueño de esos ojos, un niño que no alcanzaría los diez años, esbozó
una verdadera sonrisa.
—No me extraña, señora. Es uno de los caballos más bonitos que he
visto nunca.
Radge lanzó un relincho.
—Radge te da las gracias.
El pequeño soltó una carcajada.
—Pero no nos han presentado. ¿A quién tengo el honor de conocer?
—preguntó Edine.
El niño se ruborizó de pronto, evidenciando su timidez. Edine decidió
presentarse ella primero para hacer que el pequeño dejara de sentirse tan
cohibido.
—Edine MacLeod —continuó, esperando que el niño se animara a
decirle su nombre.
Las mejillas del pequeño se colorearon aún más, mientras sus pies
parecían no poder permanecer quietos.
—Ed Daroch.
Edine sonrió.
—Encantada, Ed Daroch. Imagino que te gustan los caballos por lo
que acabas de decirme y que sabes mucho de ellos —continuó Edine.
—No, señora. No sé mucho, pero sí que me gustan y soy el que me
encargo de limpiarlos y estar pendiente de ellos. El laird Daroch me ha
traído para eso.
Edine pensó en el jefe del clan Daroch. Ese hombre no le gustaba. Su
furia incontrolable y su falta de respeto eran sus cualidades más
destacables, por lo menos las que ella había podido observar desde su
llegada.
—Bueno Ed, ese es un trabajo de responsabilidad. Está claro que
confían mucho en ti.
Edine vio cómo el chico volvía a ponerse rojo y se le hinchaba el
pecho de orgullo por las palabras que había escuchado de labios de ella.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó convencida de que era muy
joven.
—Siete, señora.
Ahí estaba, tenía razón, pero para sus siete años el chico era muy
espabilado y un cielo.
—¿Le echarás un vistazo a Radge de mi parte cuando no pueda estar
con él?
—Por supuesto, señora. Será un honor.
—Muchas gracias, Ed. Es muy amable por tu parte.
El chico asintió antes de volverse y marcharse a toda prisa. Edine no
pudo evitar sonreír. Le caía muy bien Ed.
Cuando se giró para salir, otro caballo le dio un suave golpe en el
hombro con la quijada.
Edine se volvió y una triste sonrisa acudió a sus labios.
—Hola, Bribón —saludó mientras le tocaba entre las orejas y le
acariciaba lentamente—. Pensé que ya no te acordarías de mí, hace mucho
tiempo —continuó Edine mientras le miraba a los ojos. El pelaje negro con
una mancha blanca entre ellos le hacía inconfundible—. Te he echado de
menos.
—Él también. Siempre tuvo debilidad por ti.
Edine dio un salto cuando la voz de Logan resonó fuerte detrás de
ella.
CAPÍTULO XIII
Unos días después, Edine casi inició una guerra. Había sido todo sin
ninguna intención, pero las injusticias, así como el abuso y el maltrato,
sacaban de ella su lado más irracional y salvaje.
Estaba con Isobel y habían ido a los establos a por Radge y Manchas.
Edine llevaba confinada demasiado tiempo entre aquellas paredes, y
después de lo ocurrido la última vez que había estado a solas con Logan,
solo quería alejarse del castillo, de los que moraban en ese instante allí, de
los problemas y sobre todo de sus propios pensamientos. Había estado
evitando a Logan y no estaba orgullosa de ello. Por primera vez en su vida
huía y se sintió una cobarde, pero necesitaba alejarse de él, necesitaba poner
distancia y en aquel castillo eso era prácticamente imposible. Lo veía
durante el día y acosaba sus sueños por la noche. Además, los caballos
estaban nerviosos por el poco ejercicio realizado desde que llegaron, y esa
fue la excusa perfecta para no sentir que en realidad volvía a huir. Así que
dieron esquinazo a Thorne y se fueron con idea de no ir demasiado lejos.
Una cosa era ser rebelde y otra estúpida. Si iban solas no podían alejarse.
No conocían aquellas tierras ni lo que podían encontrar en ellas.
Cuando dejaron el castillo a su espalda y empezaron a alejarse de las
casas diseminadas cercanas a él, Edine tiró de las riendas, obligando a parar
a Radge. Un gemido ahogado por un trueno salió de sus labios cuando fue
testigo de la escena que se desarrollaba a solo unos metros de ellas. La
misma que le hizo apretar los dientes, saltar de Radge al suelo sin pensar y
dirigirse con paso firme contra Lachan Daroch.
El laird Daroch estaba pegando a Ed mientras le gritaba. El niño se
encogía temblando mientras aquel bastardo no paraba de darle con la palma
abierta en la cabeza haciendo que Ed se tambalease y gruñera de dolor. Ese
hombre doblaba con creces el tamaño del pequeño y tenía una fuerza
descomunal.
Edine escuchó a Isobel llamarla, pero no paró. Estaba cegada por la
rabia que la consumía, por lo que ese hombre le estaba haciendo al
pequeño.
Llegó hasta donde estaban corriendo y cogió al muchacho
apartándolo de Daroch y poniéndolo a su espalda. La última bofetada de
Daroch impactó en Edine, en su hombro cuando Lachan no tuvo tiempo de
reaccionar y pararla.
Edine no se dio cuenta de la cercanía de dos mujeres del clan, que,
viendo aquella escena, se apresuraron a correr hacia el castillo.
—¿Qué coño se cree que está haciendo? Esto no es de su puñetera
incumbencia —exclamó Daroch dando un paso al frente, acortando la
distancia con Edine, que sentía como el hombro izquierdo le ardía del golpe
recibido.
Edine ni siquiera lo pensó. No pensó en el tamaño de Daroch, ni que
era un jefe de un clan, ni que era mucho más alto que ella e infinitamente
más fuerte. Nada de eso pasó por su cabeza. Sentía tanta furia que dio un
paso al frente y acortó también la distancia con Daroch. Tenía ganas de
sacarle los ojos a aquel malnacido.
—No va a volver a pegar al niño, y hasta que no escuche esa promesa
de sus labios, nada de lo que diga o haga va hacer que me aparte de su
camino. ¿Me ha entendido con suficiente claridad?
—¿Quién coño se ha creído que es, zorra? —escupió Daroch con la
cara retorcida por la furia.
Edine sonrió mientras miraba fijamente al Highlander.
—La zorra que no va a dejar que maltrate a un niño, maldita sea —
dijo entre dientes.
Un gesto de incredulidad se instaló en el rostro de Daroch, cuya
paciencia estaba llegando al límite. Edine fue consciente de ello a la vez
que escuchó a su prima llamarla de nuevo. Esta vez oyó la ansiedad en la
voz de Isobel. Edine lamentaba que su prima tuviese que ser testigo de
aquel enfrentamiento y una parte de ella temía por Ed y por Isobel. Sabía
que no podía confiar en que Daroch se comportase como un hombre de
honor.
—Vuelve al castillo, Isobel —ordenó a su prima sin mirarla. No
quería dejar de tener contacto visual con Lachan porque temía que cualquier
descuido llevara de nuevo a Ed entre sus garras.
—Apártese o la apartaré yo —concluyó Daroch, cuyas intenciones
eran claras.
Edine sabía que aquel hombre no atendería a razones y, aunque le
había dicho a Isobel que volviera al castillo, aún la veía cerca, incapaz de
dejarla sola. Si no pensaba en algo, aquello se pondría muy feo y
sinceramente, sin que nadie supiese donde estaban y qué estaba pasando, no
creía que fuesen en su ayuda.
—Tengo una proposición que hacerle —dijo Edine de repente,
cuando una idea descabellada cruzó su mente, rezando para que esa idea
fuera lo suficientemente tentadora como para que el laird Daroch diese su
palabra de no maltratar al chico.
—No sé a qué está jugando, pero no me interesa, así que apártese.
Edine dio un paso atrás, protegiendo aún con su cuerpo a Ed, al que
sentía temblar a sus espaldas, cuando Daroch se irguió casi encima de ella.
Edine levantó la vista para poder mirarle a los ojos. No en vano
Daroch le sacaba más de una cabeza.
—Pensaba que le interesaba Radge, mi caballo —le dijo sin titubear.
Daroch frunció su entrecejo. Edine pudo ver que sus palabras calaron
entre la furia del hombre.
—Sé que es un hombre de palabra —continuó Edine. Odió tener que
mentir de aquella manera, pero esperó que eso aplacase a Daroch, porque
de otra forma no la escucharía. Un hombre que pegaba de esa manera a un
niño era un cobarde. Su palabra no valía nada—, así que le ofrezco la
posibilidad de quedarse con Radge. Haremos una carrera. Su caballo contra
el mío. Aquí y ahora. Si yo gano me da su palabra de que no volverá a tocar
al chico. Si usted gana se queda con Radge. ¿Qué me dice?
Edine podía ver en el semblante de Daroch su lucha interna. Lo había
tentado con algo que deseaba muchísimo, y era un hombre que estaba
acostumbrado a obtener lo que quería.
—¿Una carrera contra una mujer? ¿Está de broma?
Edine vio como una asquerosa sonrisa se formaba en la boca de
Daroch. Esas encías con pocos dientes, y algunos podridos, le revolvieron
el estómago.
—Si cree que será tan fácil, ¿cuál es el problema? Solo soy una
mujer, ¿verdad? Es algo seguro. ¿O tiene miedo?
Edine mantuvo la expresión imperturbable cuando un rugido salió de
los labios de Daroch.
—Perderás el caballo, ese chico recibirá la paliza que merece y
créeme que jamás volverás a insinuar que soy un cobarde. Por menos de eso
he matado a hombres, así que una perra menos no se notará. Y todo por un
huérfano de mierda. Su madre era una puta que se juntó con uno de mis
hombres cuando ya estaba embarazada. Nadie sabe quién era su padre. Y
ese crio bastardo mató a su madre al nacer. Demasiado he hecho por él para
que no lo eché del clan de una patada. Me importa una mierda lo que le
pase, es solo un estorbo, así que subamos aún más la apuesta. Si yo gano
me quedo el caballo, le doy una paliza al chico y me pides perdón de
rodillas, puta. Si tú ganas te quedas con el chico.
Edine tragó saliva cuando escuchó las palabras de Daroch. Jamás
pensó que ese hombre podría darle más asco de lo que ya lo hacía.
—Decidido entonces —dijo Edine—. Pero antes quiero su palabra.
—Ummm —dijo Daroch, revelando nuevamente sus escasos dientes.
—¿Eso es un sí?
Edine esperó una confirmación. No quería que después hubiese
ningún tipo de malentendido.
Daroch escupió en el suelo a la vez que la miraba de reojo.
—Es un sí.
Edine asintió con la cabeza. Se dio la vuelta y se alejó con el niño
unos metros antes de agacharse para estar a la misma altura de los ojos de
Ed. El chico aún seguía temblando. Le levantó la barbilla para vérsela bien.
Cuando comprobó los moratones que se le estaban formando en la mejilla,
su ira se inflamó nuevamente.
—¿Estás bien, Ed? No pasa nada. Nadie te va hacer daño otra vez,
¿de acuerdo?
El chico la miró con unos ojos acuosos. Edine vio tanto dolor, tanta
vulnerabilidad y tanto anhelo en esa mirada que se le rompió el corazón.
—Va a ir todo bien.
Miró a Isobel, que en ese instante se acercaba a ellos con premura.
—Quédate con él, ¿de acuerdo? —le dijo cuándo su prima estuvo
junto a ellos—. Y si algo sale mal, no mires atrás. Coge al chico y corre al
castillo. ¿Me oyes? —preguntó Edine abrazando al niño antes de dejarlo
con su prima.
—Edine, no creo que esto sea buena idea. Ese hombre no es de fiar.
¿Qué estás haciendo?
La voz y la mirada temerosa de Isobel la hicieron centrarse en su
prima.
—Es demasiado orgulloso y prepotente y está seguro de que va a
ganar. Esa va a ser su perdición —dijo con una sonrisa en los labios.
—Edine… —suplicó Isobel, pero al ver la resolución en los ojos de
su prima no pudo sino apretar su mano y asentir—. Vuela como el viento y
deja atrás a Daroch. Haz que se trague sus asquerosas palabras.
La sonrisa de Edine y el brillo en sus ojos les dijo a Isobel y a Ed
Daroch que eso era lo que pensaba hacer.
***
—¡Logan! ¡Logan!
Logan escuchó a Grant antes de verle. Estaba observando el
entrenamiento de los hombres de McPherson antes de ir a hablar con
Campbell. Los altercados con McDonall en los últimos días ya habían
llegado demasiado lejos. Guillermo le había dado carta blanca para que
intercediera entre los clanes en su nombre si la paz se enturbiaba durante los
días en que durara la reunión. Lo que menos quería el rey era que aquella
idea que había tenido, tendente a unir lazos entre clanes, se volviera en su
contra y diera como resultado lo opuesto. Logan quería hablar con
McDonall y Campbell a la vez e intentar aunar posturas. Era difícil, pero si
tenían que seguir así durante una semana más podrían acabar con alguno de
ellos muerto a manos del otro.
Estaba sonriendo por la premura de Grant cuando vio su expresión.
Se puso serio al instante, y acortó la distancia que les separaba.
—¿Qué pasa?
—Tenemos que irnos —dijo Grant con una urgencia en la voz que
hizo que Logan se tensara.
—¿Qué diablos pasa, Grant? —volvió a preguntar exigente cuando al
llegar frente a los establos, tanto su caballo como el de Grant estaban
preparados.
—Te lo explico por el camino, pero tiene que ver con Daroch y Edine.
Un gruñido salió de los labios de Logan antes de que salieran al
galope sin mirar atrás.
CAPÍTULO XV
Edine sabía que no iba poder eludir aquella conversación por más
tiempo. Habían vuelto al castillo en un total silencio y con Ed subido a
lomos de Radge delante de ella.
El niño lo único que había dicho es que deseaba quedarse con ella y
que, por favor, no lo mandasen de nuevo con Lachan Daroch. Después de
que Edine lo tranquilizara en ese aspecto, Ed no había vuelto a hablar. El
semblante de todos era serio y el ambiente demasiado tenso. Estaba cansada
después de la tensión que había soportado, y lo último que quería era hablar
de ello.
Pero Logan tenía otra opinión y no le ofreció un resquicio por el que
evadirse. En cuanto llegaron la tomó con delicadeza, pero con firmeza del
brazo antes de que pudiese desaparecer.
McGregor solo informó a Isobel y Grant de que se llevaba Edine para
tener unas palabras con ella, y mientras Grant asintió, con la certeza de que
nada de lo que dijera retrasaría eso, Isobel intentó quejarse por ello. La cara
de Edine y un no silencioso dibujado con sus labios, hicieron que su prima
se retuviese, quedándose con MacLaren y con Ed.
El negarse era algo infructuoso. Conocía a Logan lo suficientemente
bien como para saber que esa conversación tendría lugar, así que mejor
ahora que más tarde. Prefería dejar lo sucedido atrás y poder centrarse en el
estado de Ed que, aunque parecía mayor en ciertos aspectos, solo era un
niño de siete años, asustado y dolorido. No podía quitarse de la cabeza el
hecho de preguntarse cuántas veces antes había ocurrido aquello o algo
peor. ¿Cuántas veces le habría pegado sin que nadie hiciese nada?
Estuvieron andando por varios pasillos, sin que Logan hiciese caso a
lo que acontecía a su alrededor. La gente que se cruzaba con ellos, algunos
miembros del clan, otros invitados, los miraban curiosos, especulando
algunos en silencio por la confianza que destilaba la mano de Logan sobre
su brazo, cogiéndola con firmeza y guiándola con cara de pocos amigos,
por el entramado de la planta baja. Edine, por su lado, intentaba minimizar
daños, esbozando una sonrisa y saludando a todos los que se cruzaban con
efusividad, a fin de que, cuando acabara aquel paseo por el interior del
castillo, todavía hubiese alguien que no estuviese sacando conclusiones
sobre ellos dos. Sin lugar a dudas la excursión iba a traer cola.
Cuando llegaron a una pequeña habitación que Logan cerró tras ellos,
Edine dedujo que tenía que ser de uso personal del jefe del clan MacLaren,
a tenor de los objetos que le eran familiares, y que estaban diseminados por
la mesa, junto con varios pergaminos. El puñal con tres marcas en el mango
o el broche con el escudo del clan cerca del puñal e inclinado hacia uno de
los lados eran alguna de las cosas en los que pudo reparar antes de que
Logan captara toda su atención aun sin emitir una sola palabra. No le hizo
falta, porque la mirada que le estaba dedicando en ese instante era lo
suficientemente ilustradora como para no tener dudas de que Logan tenía un
cabreo de grandes proporciones.
Edine ni si quiera intentó dilucidar cuál había sido la causa principal
de tal estado. Solo sabía que Logan se estaba conteniendo. Podía verlo por
la forma en que apretaba la mandíbula o por cómo su expresión,
normalmente neutral, controlada y fría, estaba distorsionada por una mirada
gélida, una postura tensa y una respiración acelerada.
—Dilo de una vez para que podamos irnos los dos y yo pueda ver
cómo está Ed —dijo Edine, resignada a que Logan soltara lo que
evidentemente le estaba carcomiendo por dentro. Estaba claro que sería de
todo menos agradable.
Logan siguió sin decir ni una sola palabra. Se apoyó en la mesa y
siguió mirándola como si estuviese evaluando cómo poder hacerla pedazos
con la mayor rapidez y menos sangre.
—Si no hablas tú lo haré yo, ¿vale? Sé lo que estás pensando —dijo
Edine cansada. Supo que Logan la estaba escuchando a pesar de su
mutismo porque alzó una ceja ante sus últimas palabras—, pero ¿qué
querías que hiciera? Estábamos solas y Daroch no dejaba de pegar al niño.
Le estaba maltratando y cuando lo vi no lo pensé. Si hubiese vuelto por
ayuda, en ese tiempo, Lachan podía haberle infringido un daño aún mayor.
Solo sé que cuando le vi temblando y aguantando los golpes de ese hombre
que le dobla en tamaño y que era capaz de matarlo, no dudé. Y sé que no
tenía que haberlo desafiado, pero fue lo único que se me ocurrió para que lo
dejara en paz. Daroch se estaba poniendo difícil y agresivo de nuevo y
pensé que era la única forma de tentarle y distraerle de la espiral de furia en
la que se estaba enredando. No fue lo más inteligente, lo reconozco, pero
fue suficiente para frenarlo hasta que llegasteis. Y al final no hubo que
lamentar nada. No creo que haya que darle más vueltas. Y estaba segura de
que ganaría, no estaba apostando nada que estuviera en peligro de perder.
La expresión de Logan ante la contundencia de esas palabras fue todo
un poema y Edine se vio en la obligación de explicarse.
—Soy buena amazona, y le he visto montar. Sabía de lo que era capaz
su caballo y sé cómo monta Daroch, lo he observado. Se cree que es bueno,
pero no pasa de ser mediocre. Así que siento si mi impulsividad os ha
creado problemas, pero no lamento haberme puesto delante de Ed ni nada
de lo que hice por procurar su seguridad.
—¿Has terminado? —preguntó Logan con un tono de voz tan
calmado que Edine puso los ojos en blanco. Ese tono de voz significaba que
todavía quedaba mucho por decir y que no iba a ser divertido.
—¿Has pensado en lo que podía haber pasado si no hubiésemos
llegado? ¿Has pensado quizá que Daroch podría reaccionar mal al hecho de
perder? ¿Cómo pensabas resolver eso cuando se revolviera contra ti, como
así ha resultado ser, al verse derrotado? Y aún es peor. Si te hubiese hecho
algo, o a Isobel, que estaba también allí, habrías comenzado una guerra.
¡Maldita sea! Daroch ha demostrado no tener límite alguno.
Edine cogió aire antes de contestar.
—Tienes razón, pero lo hecho ya no se puede deshacer. Es una
tontería pensar en lo que podía haber provocado cuando afortunadamente
no hay nada que lamentar. Estamos todos bien y no se ha iniciado ninguna
guerra —contestó con una sonrisa. El gesto que hizo con las manos
señalando la puerta hizo que Logan gruñera por lo bajo. Su mirada, su
rostro y su postura adquirieron una tensión que hizo que Edine pusiera las
manos en jarra sobre sus caderas.
—¿Y ahora qué? —preguntó, harta de que Logan pensara que tenía
algún derecho para reprocharle nada.
—¿Lo estás haciendo intencionadamente? Porque si es así, te está
saliendo de maravilla.
—¿El qué? —preguntó Edine, ahora perdida.
—Sacarme de quicio —contestó Logan entre dientes.
—Nooo, pero me alegra saber qué no haber perdido el toque —dijo
Edine, tan seria que si no fuera por la chispa divertida que Logan vio en sus
ojos pensaría que lo estaba haciendo con alevosía.
—En este momento te estrangularía.
Edine hizo un ruido con la lengua que decía claramente que sabía que
eso era solo palabrería.
—No sé por qué te importa tanto. Y si es por la dichosa posibilidad de
iniciar una guerra entre clanes, tengo que decirte que eso lo hacéis vosotros
muy bien solos, sin mi ayuda —contestó Edine, recordando el
entrenamiento conjunto que hicieron días atrás y que acabó con más heridos
que en un combate de verdad.
Logan se acercó a ella con la agilidad de un gato. Edine quiso dar un
paso atrás para mantener la distancia, pero su orgullo se lo prohibió,
quedándose allí quieta y mirando a Logan como si ese gesto no la hubiese
perturbado de ninguna manera.
—No tiene gracia —gruñó Logan cuando vio la sonrisa de suficiencia
en los labios de Edine.
—Eso es lo que tú crees. Tendrías que verte la cara. Parece que te va a
estallar la vena del cuello. Esa de ahí —comentó Edine como de pasada,
señalando la parte izquierda del cuello de Logan. No intentaba quitarle
importancia a todo lo que había pasado. Al contrario, después del miedo
que había sentido de no poder proteger a Ed y que pudiese pasarle algo a
Isobel por su culpa, solo intentaba olvidarlo todo. Los temblores que se
habían adueñado de ella y el cansancio eran evidencia suficiente de que no
estaba tan entera como quería aparentar.
Logan cerró los ojos, antes de contar hasta diez. Aquel
enfrentamiento no había entrado en sus planes cuando la llevó hasta allí. Lo
único que pretendía es que Edine entendiera el peligro al que se había
expuesto y lo que podía haber pasado si Grant y él no hubiesen aparecido
en el momento en el que lo hicieron. Lo que había hecho por Ed era
increíble, valeroso y estúpido, tan temerario que estaba secretamente
orgulloso de ella, de ese comportamiento loco y absolutamente generoso
que admiraba. Pero las cosas no eran tan sencillas, y no estaría tranquilo
hasta que Daroch abandonara aquellas tierras. No estaba seguro de que el
orgullo maltrecho de Lachan y la humillación de la que él se consideraba
víctima no fraguara algún tipo de venganza contra Edine y eso era algo que
no podía permitir.
Sabía que no podría confiar en ella, lo suyo había quedado atrás. Sin
embargo, eso no evitaba que quisiese que estuviese bien, segura. Ese era un
sentimiento más fuerte que su determinación.
Edine contuvo el aliento cuando la mano de Logan tomó uno de sus
mechones y lo dejó detrás de su hombro con total delicadeza antes de
acariciar su mejilla con los dedos y la palma llena de durezas del hombre
que atormentaba su mente desde que lo vio por primera vez.
—Prométeme que hasta que Daroch deje estas tierras te mantendrás
cerca de mí.
Edine lo miró con el entrecejo fruncido.
—¿Crees que intentará algo?
Logan acarició la suave piel de Edine, esa que le estaba volviendo
loco con el dedo pulgar, levemente, sin alcanzar sus labios, los mismos que
deseaba probar con un hambre voraz.
—Prométemelo.
Edine escrutó sus ojos buscando respuestas. No quería, ni siquiera
deseaba plantearse que la preocupación que veía en ellos fuese genuina.
Una no nacida de su honor, de su deber o de la misión que ejerciera allí,
sino de algún sentimiento que involucrara tener en cuenta su seguridad. Esa
posibilidad era demasiado dolorosa como para planteársela, para pensar en
ella, pero cuando le vio bajar sus labios hacia los suyos, cuando lo vio
mirarla con la preocupación enredada en sus ojos, se perdió. Redujo el
espacio entre ellos, se puso de puntillas y rodeó el cuello de Logan con los
brazos rozando sus labios, porque lo necesitaba. Llevaba cuatro años siendo
fuerte, frente a todo y frente a todos, y solo por un instante deseaba sentirse
amada, protegida, sin que tuviese que disimular o fingir un dominio de sí
misma que la agotaba y la consumía. Necesitaba a Logan con toda su alma.
Solo por un instante, se dijo a sí misma. Después podría volver a su vida,
volver a alzar sus defensas y seguir adelante.
Logan sintió los labios de Edine sobre los suyos, como una caricia.
Oyó el tembloroso suspiro de su boca y su cuerpo contra el suyo. Los dedos
de ella enredados en su pelo, con suma delicadeza, y su aroma embotando
todos sus sentidos. Separó los labios de ese agónico roce para mirarla a los
ojos, y lo que vio en ellos le convenció de que en ese instante no mentía. Su
deseo era genuino y le nublaba la mirada. No se negó lo que ambos
deseaban, y aproximó de nuevo sus labios en una lenta peregrinación hasta
esa boca que le estaba esperando y que Logan llevaba deseando desde que
la besó días atrás. En ese instante le pareció que había pasado una eternidad.
Edine tenía ese efecto en él, y cuanto más tomaba de ella, más deseaba.
La tomó con firmeza y ahondó el beso que los estaba volviendo locos
a ambos y que era demasiado casto para su deseo. Deslizó su lengua entre
los labios de Edine para entrar en su boca y devorar cada rincón de ella, con
plenitud absoluta, porque eso era lo que deseaba de una forma salvaje y
primitiva. Quería marcarla y reclamarla como suya. Quería perderse en el
roce de esa piel que lo estaba volviendo loco, en la mirada fuerte y llena de
intenciones que Edine destilaba, en esos labios y en el interior de esa boca
que le hacía perder la poca cordura que le quedaba cada vez que probaba su
sabor, y se embriagaba con ello. Todo ello, unido al olor de su pelo, a
lavanda, mezclado con el de su piel, actuaba como un afrodisíaco sobre sus
sentidos. Quería enterrarse en ella una y otra vez hasta que gritara su
nombre, saciada y borracha de placer, y que libremente se entregara a él en
cuerpo y alma reconociendo que era tan suya como él era suyo. Y lo
deseaba con tal fuerza que era una auténtica tortura dejar que la realidad se
abriera paso entre la bruma de su deseo.
Edine se entregó a ese beso con todo su ser. Se apoyó más en Logan
casi sin aliento cuando sintió su mano por debajo del vestido, deslizándose
por su muslo hacia el mismo centro de su femineidad. Quiso tomar aire,
pensar en que no debían ir tan lejos, pero Logan no se lo permitió. Siguió
besándola con voracidad, con urgencia, mientras se tragaba los gemidos de
Edine cuando entre los muslos sus dedos encontraron lo que buscaba,
separando sus labios y tocando el botón de carne que culminaba su centro
de placer. Edine se retorció entre sus brazos gimiendo descontroladamente.
Logan acalló esos gemidos enredando su lengua con la de ella, penetrando
en su boca como sus dedos penetraban su sexo y la tocaba sin clemencia.
Edine pensó que moriría si Logan la soltaba en aquel instante. No
podía pensar, ni siquiera podía sostenerse. Logan la tenía protegida, unida a
su cuerpo en un arco perfecto creado alrededor de ella con su brazo
izquierdo, mientras la tocaba íntimamente haciéndola perder la razón. Lo
sentía por todas partes, exigiendo que se rindiese a su posesión, tragándose
sus gemidos, los que no podía dejar de emitir, aunque su vida dependiera de
ello. Hasta que el placer se adueñó de cada centímetro de su cuerpo,
haciéndola estallar en miles de fragmentos, haciéndola gritar su nombre,
temblando.
Logan estaba a punto de explotar en sus pantalones. Todavía con su
cuerpo pegado al de Edine, la observó. Tenía los ojos cerrados y las mejillas
sonrojadas y los labios hinchados y rojos, más hermosa que nunca después
de haberse entregado al placer. La visión de su rostro, saciado, lo excitó
más de lo que pensaba posible. No había pretendido llegar tan lejos, pero
cuando la sintió temblar entre sus brazos y escuchó sus gemidos lo único
que quiso fue que se abandonara en sus brazos, entre sus manos.
Un ruido procedente del pasillo le hizo volver a la realidad.
Se separó un poco de Edine como si le doliese.
—Promételo.
Edine salió de la nebulosa de placer a la que Logan la había llevado
para mortificarse por haber permitido que aquello sucediese. Sus mejillas
debían estar rojas al igual que su cuello y todo su cuerpo. No podía mirarle,
no después de la intimidad que acababan de compartir, sabiendo que
aquello no cambiaba nada de lo que él sentía por ella. Se recordó que él no
la había perdonado, que la odiaba, y a pesar de ello la había hecho sentir
amada, de una forma que le robaba el aliento.
Logan la hizo levantar la cabeza, posando los dedos debajo de su
barbilla.
—Edine, mírame —le dijo con voz ronca cuando vio su azoramiento.
Edine sabía que Logan no había culminado su deseo. Lo sentía duro
allí, donde su miembro oculto por su feileadh mor rozaba su cintura.
—No lo lamento. Los dos lo deseábamos. Pero si eso te preocupa, no
volverá a pasar —continuó Logan, cuando vio los ojos de Edine. ¿Era
arrepentimiento lo que veía en ellos?
Edine le miró sin poder, sin querer evitar sus ojos por más tiempo.
Sabía que Logan había interpretado su silencio, su miedo a que ese
momento desapareciese, como vergüenza o arrepentimiento, y eso era lo
mejor. Sabía que él no la amaba. Esperar algo más era una quimera.
—Lo siento Logan —dijo Edine con el corazón en un puño—. Siento
mucho todo el daño que pude causarte. No fue mi intención.
La expresión de Logan se endureció y su mirada intensa se enfrió lo
suficiente para que Edine diese un paso atrás. La caricia sobre su mejilla la
sorprendió. Solo fueron unos segundos, los suficientes para que a Edine le
supiera a despedida. Logan jamás podría perdonarla.
CAPÍTULO XVII
***
Elisa estaba agotada. Esos días estaban siendo infinitos. Aparte de los
miembros del clan a los que ya visitaba, como Beth, cuyo parto había
asistido la noche anterior, o Erwin, cuyo brazo estaba sanando
correctamente, se sumaban los continuos requerimientos por parte de los
invitados. Aparte de Edine MacLeod, había tenido que curar los múltiples
golpes y cortes que había causado un entrenamiento entre los diversos jefes
de los clanes allí reunidos. Grant le dijo que había sido para aliviar
tensiones, pero después de ver cejas y labios partidos, golpes en lugares
poco recomendables, alguna que otra nariz destrozada para siempre,
cabezas casi fracturadas y cortes profundos, no sabía si más que aliviar
tensiones habían iniciado guerras.
Una de esas curas era la que tenía su mente alterada a todas horas. Un
corte profundo en el brazo de Duncan McPherson. Todavía recordaba cómo
le habían temblado las manos, normalmente firmes y templadas, cuando
tuvo que tocarle para curar su herida. La mirada intensa y fija en ella de ese
hombre tampoco ayudó en nada a tranquilizarla. Después de varios días, no
había llegado a ninguna conclusión sobre su confuso comportamiento.
Porque no podía negarse lo que era evidente, y es que Duncan McPherson
la turbaba como jamás nadie lo había conseguido.
Como si el hecho de pensar en él hubiese tenido el poder de
convocarlo, el objeto de sus pensamientos apareció de entre las sombras
cuando Elisa salió del castillo para dirigirse a su pequeña casa. Tres años
atrás, Grant quiso que ella se quedara a vivir en él cuando su madre se fue.
A su primo no le gustaba que viviese sola en una de las casas más apartadas
del clan, sin embargo, a Elisa le agradaba esa soledad. Demasiados años en
un ambiente caótico y violento. La independencia que le otorgaba su
pequeña casa era algo que la hacía sentir bien.
—Demasiado tarde para ir sola, ¿no cree?
Elisa lo miró aún sobresaltada por su presencia. No lo había visto
hasta que casi estuvo encima. Esa noche la luna llena iluminaba suficiente
como para ver sus facciones.
—Estoy en tierras MacLaren. Este es mi clan y son mi gente. No se
preocupe, estoy a salvo.
Duncan McPherson esbozó una sonrisa, aunque el ceño algo fruncido
mostraba cierta preocupación.
—No dudo de su palabra, pero en estos días hay gente que no
pertenece a su clan en tierras MacLaren y yo me sentiría mucho más
tranquilo si me permitiera acompañarla o llamar a alguien de su clan, si lo
prefiere, para que lo haga.
Elisa no sabía si sentirse halagada por su preocupación o sentirse
agraviada por la poca confianza depositada en ella.
—Ni una ni otra. No quiero molestarle y tampoco veo necesario que
nadie me acompañe. Soy la curandera del clan. Créame que he salido a
horas más intempestivas que esta y, como puede ver, estoy bien.
Duncan asintió lentamente. Pero algo dentro de Elisa le dijo que esa
conversación no había terminado.
—¿Ni siquiera se queda a cenar? —preguntó McPherson con voz
grave y calmada.
Elisa se arrebujó en el paño que cubría sus hombros cuando el viento
frío la alcanzó, moviendo levemente la falda de su vestido.
—No tengo hambre —le contestó cansada.
La voz de McPherson, cálida y varonil, había llegado hasta ella
abrigándola más que la lana que sobre su cuerpo intentaba darle abrigo.
Elisa no pudo detener la sensación que se extendió por su pecho cuando vio
la mirada cálida y preocupada de Duncan fija en ella.
—Se la ve exhausta. No debería descuidar su salud. Necesita dormir y
también tiene que comer, sino terminará enfermando.
Elisa sonrió para que Duncan pudiese comprobar que no estaba tan
mal como él imaginaba. El anhelo la golpeó, ese que le hacía preguntarse
cómo sería tener a alguien a quien le importases lo suficiente como para
cuidar de ti, para preocuparse hasta el extremo de fijarse en esos detalles. El
hecho de que Duncan se hubiese percatado de que no había comido, de que
necesitaba dormir, era algo que la había emocionado. Era una tontería, lo
sabía, pero no podía evitarlo.
Ella nunca había tenido eso, ni siquiera por parte de sus padres. Su
primo Grant era lo más cercano que tenía a esa familia deseada. Se
preocupaba por ella y siempre estaba ahí para escucharla, pero era el jefe
del clan y tenía muchas obligaciones, así que Elisa intentaba no darle más
motivos de preocupación, callándose todo lo que podía. Odiaba ser una
carga para los que amaba.
Una mano en su mejilla la sacó de sus pensamientos, deleitándose por
unos segundos en el calor que emanaba de esos dedos que, a pesar de ser
fuertes y endurecidos con callosidades, la tocaron con una delicadeza que la
conmovió y envió escalofríos por todo su cuerpo. El roce duró segundos.
—De acuerdo. No la detendré, pero entonces tendré que seguirla para
cerciorarme de que llega sana y salva —continuó Duncan con la voz ronca,
como si algo le hubiese afectado.
—Está de broma, ¿verdad? —preguntó Elisa antes de percatarse de la
firmeza en la mirada de McPherson.
—Con la seguridad de una dama nunca bromeo —respondió Duncan
más serio de lo que lo había visto desde que llegó.
Algo le dijo a Elisa que no le haría cambiar de opinión.
—¿Y quién me dice que no debo cuidarme precisamente de usted?
Apenas nos conocemos —preguntó Elisa, más por curiosidad, que porque
pensara que Duncan podría hacerle algo. Se conocían solo de unos días,
pero algo le decía que McPherson jamás le haría daño, en realidad se sentía
con él más segura de lo que se había sentido en mucho tiempo.
—Me tiró el primer día al suelo y acabé con barro en partes en las que
jamás imaginé. Cuando me vendaba el brazo, después de curarlo con gran
maestría, he de decir, dejó cerca de mí unas hierbas que todavía no sé
nombrar, pero que me produjeron una reacción que me provocó un
salpullido durante dos días. Y estoy seguro de que su ingenio y su tenacidad
podrían hacerme pedazos si así lo deseara. Así que yo me pregunto quién es
el que está en verdad en peligro.
Elisa sonrió abiertamente ante esas palabras.
—¿Alguien le ha dicho alguna vez que es buen orador? Me ha
convencido. Si lo expone así, no puedo negarme, pero solo si me deja
echarle otro vistazo a ese brazo. No lo he vuelto a revisar desde que curé su
herida.
Elisa vio un brillo en los ojos de Duncan ante sus palabras que creyó
haber imaginado cuando este desapareció al instante.
—Está perfectamente. No se preocupe.
Elisa se cruzó de brazos delante de McPherson, lo que hizo que este
soltara una pequeña carcajada.
—Está bien. Me parece justo.
Elisa esbozó una sonrisa antes de comenzar a andar, uno al lado del
otro.
CAPÍTULO XVIII
***
***
***
Edine miró a su prima y no podía saber quién de las dos estaba más
asombrada.
—¿Qué has dicho? —preguntó nuevamente cuando vio a Isobel con
una sonrisa de oreja a oreja.
—Grant me ha pedido que me case con él y le he dicho que sí.
Edine la miró como si estuviese esperando que le saliera una segunda
cabeza.
—¿Y dónde quedó eso de patán ignorante, presuntuoso, orgulloso
maleducado…?
—Vale, vale, lo he entendido —dijo Isobel sin evitar que la felicidad
se viese reflejada en su rostro. Es verdad que le había costado aceptarlo,
pero ahora que lo había hecho no podía dejar de sonreír—. Sin embargo,
toda persona tiene derecho a equivocarse, que no es mi caso, porque Grant
es todo eso, pero es mío.
Edine no pudo sino sonreír ante la ola de posesión que había
impregnado las palabras de Isobel.
—¿Estás segura? —preguntó más seria.
—Tanto que duele pensar que podría haberlo dejado escapar.
Edine se acercó y se abrazó a ella. Le gustaba Grant, sabía que era un
buen hombre y que haría todo lo posible para hacer a Isobel feliz. Aunque a
ellos les hubiese costado aceptarlo, Edine había visto que ambos se atraían
desde el momento en que posaron sus ojos el uno en el otro.
—Y ahora que hemos aclarado mi situación, ¿qué hacías encerrada en
el pequeño salón con Logan McGregor? —le preguntó Isobel a la vez que la
miraba entrecerrando los ojos.
Edine miró a su prima y tomó una decisión.
—Creo que deberías sentarte. Hay algo que quiero contarte.
Isobel se puso seria de inmediato. El tono de voz de Edine la había
puesto en alerta.
Isobel se sentó junto a ella y escuchó todo lo que su prima tenía que
decirle. La oyó relatar su historia con Logan y cómo llegó a tierras
MacLeod, por qué y en qué circunstancias. La traición de Lesi, y todo lo
que había venido después hasta llegar a lo que había pasado esa misma
tarde. Edine vio a Isobel pasar por toda una paleta de emociones. Si algo
tenía su prima es que no sabía reprimir sus emociones ni sabía cómo
disimularlas. La vio sufrir, enfurecerse y emocionarse.
Ahora que hacía más de cinco minutos que había acabado de hablar,
Isobel permanecía callada y eso la estaba poniendo nerviosa.
—¡Voy a matar a esa bruja!
—¡Isobel! —exclamó Edine después escuchar el insulto y las ira que
había tras ellas.
—Pero es que es verdad. Si llego a saber esto cuando la vi, le hubiese
arrancado la cabeza a esa arpía malnacida.
—Dios mío, Isobel, menos mal que tu madre no puede escucharte.
Eres peor que un grupo de marineros en medio de una borrachera.
Isobel tomó las manos de Edine antes de mirarla nuevamente. Esta
vez su ira parecía haberse apaciguado y una sospechosa humedad rondaba
sus ojos.
—¿Estás bien? No sabía que habías pasado por ese infierno, pero
sabes que te quiero, y mucho. Para mí no eres mi prima, sino mi hermana, y
siempre lo serás.
—Lo sé —dijo Edine abrazando a Isobel nuevamente mientras se
limpiaban ambas las lágrimas disimuladamente.
—¿Y qué le has dicho a Logan?
Edine sonrió cuando supo a qué se refería su prima. Logan le había
dicho que se casarían antes de salir de tierras MacLaren. Que no pensaba
pasar separado de ella ni un día más. Grant ya había hablado con el
sacerdote que velaba por las almas de aquellas tierras para que el
matrimonio fuese lo antes posible.
—Que la paciencia tampoco es mi principal virtud.
Las carcajadas pudieron escucharse durante un buen rato.
***
—Es precioso, Meg —dijo Edine con el pequeño entre sus brazos,
que eligió ese momento para soltar un ruidito y esbozar lo que parecía una
pequeña sonrisa. El poco cabello rubio y los ojos grandes color miel hacían
que todos vieran el gran parecido con su madre.
—Yo no puedo decir lo contrario, soy su madre— dijo Meg con una
sonrisa.
Hacía solo unas semanas que había dado a luz, pero se la veía tan
llena de energía como siempre.
—Yo creo que es precioso también.
Meg se quedó mirando a Aili con una ceja alzada.
—Tu parecer tampoco cuenta, eres su tía, y además estás embarazada.
Cuando yo lo estaba todo me parecía precioso.
Edine sonrió a la vez que Meg, mientras Aili fruncía el ceño.
Habían pasado tres meses desde que se habían casado. En ese tiempo
habían estado junto a Grant e Isobel en tierras MacLeod con motivo del
posible enlace entre ambos. Thane y Nerys habían aceptado a Grant
después de conocerle y ver qué clase de hombre era. Nerys había dicho a
Isobel que la forma en que la miraba Grant era la misma en la que su padre
la había mirado antes de casarse. Después los acompañaron de nuevo a
tierras MacLaren y estuvieron presentes en su boda. Edine se había
despedido días después de Isobel con el corazón dividido y la promesa de
Logan de que los visitarían en primavera.
Unas voces procedentes de la entrada sacaron a Edine de sus
pensamientos. En cuanto vio entrar a Logan junto a Evan y Andrew
McAlister, su corazón latió rápido, dejándola sin aliento. No sabía si alguna
vez esa sensación se asentaría para calmarse un poco, pero ahora le era
imposible permanecer impasible ante él. Y tampoco lo deseaba, porque,
aunque pareciera imposible, cada día que pasaba lo amaba aún más. La
profundidad de sus sentimientos podía dar miedo si no supiera que Logan la
amaba con la misma intensidad. La risa de Logan y Evan atrajo su atención.
Parecía que se estaban divirtiendo a costa de Evan, por su reciente
paternidad, aunque por su expresión no parecía muy molesto. Habían
escuchado a Andrew decir que desde que su hermano se había convertido
en padre, no era tan divertido meterse con él.
—Evan McAlister, no hagas ruido. Mat se está durmiendo —dijo
Meg, con el entrecejo fruncido pero una sonrisa en sus labios.
La cara de disculpa de Evan, un Highlander temido en toda Escocia,
no tenía precio. Se acercó a Edine para tocar la cabecita de su hijo y
depositar un beso en su frente antes de acercarse a su mujer y cogerla por la
cintura apretándola contra sí.
—Tendrás que hacer algo para que me mantenga callado.
El sonrojo de Meg fue instantáneo, antes de que un brillo pícaro
asomara a sus ojos.
—Está bien, puedo coserte la boca más tarde.
Evan rio por lo bajo antes de besar a su esposa.
Edine alzó su mirada después de colocar bien el paño con el que el
pequeño Mat estaba abrigado para mirar de nuevo a Logan. Había sentido
su mirada sobre ella desde que entró y ahora que enlazaba la suya con la de
él, el brillo y la promesa en sus ojos la hicieron ruborizarse también.
Andrew se acercó para ver a su sobrino después de besar a su mujer, y
colocar una mano en su vientre mientras le susurraba algo que hizo que Aili
lo mirase con adoración.
Logan se acercó a Edine, después de observar a su familia. Sus
hermanas, Aili y Meg, eran felices y sus matrimonios con los hermanos
McAlister, contra todo lo imaginado un año atrás, eran uniones selladas con
el profundo amor que se profesaban. Edine le sonrió cuando estaba cerca de
ella y sintió que su corazón se estremecía. Estaba más hermosa que nunca
en ese instante, con su sobrino entre los brazos. No quería que nada
enturbiara la felicidad de su esposa y por eso no le había contado la visita
que había hecho a su suegro dos semanas atrás. McEwen había echado
espumarajos por la boca después de que Logan le hiciese ponerse de
rodillas y pedir perdón por todo lo que había hecho. Había estado a punto
de matarlo con sus propias manos, pero sabía que eso no se lo perdonaría
jamás Edine. Al fin y al cabo, era su padre. Sin embargo, después de su
visita sabía que McEwen jamás volvería a ser el mismo hombre, y la
humillación delante de sus hombres fue completa. Lesi tuvo el buen juicio
no hacer acto de presencia.
—¿Quieres cogerlo? —preguntó Edine cuando Logan tocó la manita
de Mat.
—Creo que protestaría si lo alejara de tus brazos. Yo lo haría —dijo
Logan viendo cómo su sobrino apretaba su dedo con fuerza.
—¿No crees que deberías practicar? —preguntó Edine con voz baja.
Logan desvió su vista hasta Aili antes de contestar.
—Recuerda que le llevo cinco años a Meg. La cogía cuando era niña,
y estos días con Mat puedo practicar para cuando mi nuevo sobrino llegue.
La mirada de Edine cuando Logan terminó de hablar hizo que Logan
se quedara sin aire. Él creía que su esposa se había referido a su futuro
sobrino, pero… No podía ser… ¿verdad? No le estaba insinuando que…
Edine empezó a preocuparse cuando vio que Logan la miraba con
intensidad, pero no decía nada. Cuando notó el brillo acuoso en sus ojos,
Edine asintió.
—¿Estás…?
—Sí —dijo Edine con nerviosismo.
Lo había sospechado el mes anterior, pero no lo había confirmado
hasta que la curandera del clan McGregor se lo había dicho unos días antes.
Había sido difícil ocultar alguno de los síntomas, sobre todo durante el viaje
de varios días hasta tierras McAlister, donde las hermanas de Logan vivían
con sus esposos.
—Meg, ¿puedes coger a tu hijo, por favor? —preguntó Logan con
voz ronca y temblorosa.
Meg y Aili dejaron de prestar atención a todo lo demás para centrarse
en su hermano. Ese tono de Logan no era normal. Era el tono de que algo
muy gordo pasaba.
Meg miró a su hermana antes de acercarse a Edine y tomar a Mat
entre sus brazos.
Cuando su hermano tomó a Edine por la cintura y la besó como si le
fuese la vida en ello, ambas se miraron. Y cuando las lágrimas de felicidad
de Edine se unieron a las manos de Logan sobre su vientre aún plano, la
emoción embargó a Meg y a Aili. Después de lo que había sufrido Logan y
del infierno vivido por Edine, merecían ser felices.
Con lágrimas en los ojos, Meg y Aili esperaron hasta que Logan soltó
a su mujer, y dejando a Mat en brazos de su padre, ambas se acercaron hasta
Logan y Edine para abrazarlos.
—¿Qué nos hemos perdido? —preguntaron los hermanos McAlister a
la vez.
La risa de los hermanos McGregor resonó en la estancia mientras se
secaban las lágrimas de felicidad. El amor impregnaba cada rincón de
aquella habitación y a quienes estaban en ella.
¿Quién dice que los sueños no pueden hacerse realidad?
AGRADECIMIENTOS
A mis lectoras, por hacer realidad mi sueño, por sus constantes mensajes y
muestras de cariño. Por ayudarme siempre con sus opiniones a mejorar y
por seguir alimentando con ellas, mi deseo de crear historias nuevas.
Regencia:
Un disfraz para una dama
Atentamente tuyo
El guante y la espada
Corazones de plata
Lágrimas en la lluvia