Está en la página 1de 4

Por qué deberías leer a Azorín

Empecemos con la respuesta que se diría más natural: porque don José Martínez
Ruiz, que es quien portaba tal apodo, es un clásico de nuestras letras. Y «¿qué es
un autor clásico?», se preguntaba él mismo en Lecturas españolas. «Un autor
clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna», se contestaba. ¿No
incurría en cierta aporía ahí? ¿En qué quedamos? Los clásicos ¿son clásicos
de toda la vida o son meros modernetes?

Nuestro alicantino, de quien este año conmemoramos su centésimo


quincuagésimo aniversario, acudía enseguida a aclararse: «La paradoja tiene su
explicación: un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja
nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los
clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de
las generaciones». Y, con toda congruencia, añadía: «Complemento de la
anterior definición: Un autor clásico es un autor que siempre se está
formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la
posteridad».

Hay cuchillos de doble filo y definiciones que también tienen doble faz. Porque
lo cierto es que está pasándonos un tanto desapercibido ese siglo y medio
exacto que se cumple desde que nació Azorín. ¿Significa eso, según su propia
definición, que ya no es capaz de decirnos nada a los españoles de 2023? ¿Que
su sensibilidad, acaso, se ha vuelto por completo extranjera a la nuestra? ¿Que
nada en él es capaz ya de reflejar nuestras cuitas, nuestras esperanzas, nuestras
desesperaciones?

Sería un asunto grave, pues el mismo Azorín ya nos advirtió: «La sensibilidad
levanta una barrera que no puede salvar la inteligencia».

Se lamentaba hace poco un compañero de THE OBJECTIVE, don Félix de


Azúa, de este desapego. Bien es verdad que, a fuer de sinceros, no le ponía
mucho remedio: su artículo nos cuenta lo bien encuadernadas que están sus
obras completas. O lo muy atractiva que le pareció a un Azorín, ya valetudinario,
la moza con que el propio Azúa lo visitara, allá por 1967. Pero ¿por qué leer
aún a este «miniaturista» (el término es también de Azúa)? ¿Por qué
ocuparnos de «alguien dedicado, como un flamenco del siglo XVII, a proponer
imágenes exactas, nítidas, casi esmaltadas, de interiores con vajilla de loza,
mortero y un ventanuco por el que entra un potente haz de sol levantino»?

Mario Vargas Llosa sí nos proporcionaba, hará un par de meses, un par de


motivos. Para empezar, se trata, a su juicio, del literato «más elegante que haya
dado España y nuestra lengua». Para continuar, «hay que leer a Azorín,
descubrir con él esos lugares olvidados y esos autores secretos que él
presentaba de manera libérrima, destacando lo que nadie había visto en ellos».
Lo cual nos aboca a un curioso círculo: parecería que hoy nos hiciera falta un
buen Azorín para redescubrir a Azorín. Podemos echarlo de menos, por tanto, de
manera doble: como escritor, sí, pero también como el mentor que nos llevaba
del brazo a venerar tantos otros.

En un tiempo como el nuestro, donde «lo personal es político» (y, por tanto,
también lo político se vuelve personal), ¿está reforzando el desafecto hacia
Azorín el franquismo de sus últimos años? ¿O (peor aún) que blasonase de
anarquista durante sus edad primera? Podría darse.

Pero cejemos ya de analizar las causas y azares de tanta frialdad y tratemos de


ponerle remedio. ¿Qué motivos hay para que hoy, al acabar tu exhaustivo repaso
de todo lo publicado en THE

Esto no significa, claro, que no puedas leer sus «primores» (la expresión es
orteguiana) mientras decaen los días y decae el año, allá por otoño. O arrebujado
ante los fríos de invierno. Puedes, o incluso debes, leer a Azorín en la primavera,
cuando «sobre las rosas, revolotean pesadamente los redondos cetonios y van
entrando entre las frescas y olorosas hojas, que roen y destrozan en silencio» (la
descripción viene de sus Jardines de Castilla).

Puedes, qué duda cabe, hacer todo eso. Mas en verano entenderás a Azorín
mejor, porque el verano se parece a sus textos. Hoy estamos acostumbrados a
que un texto o bien nos cuente una historia (ay, el famoso story-telling, que tanto
emociona a chamanes y politólogos), o bien nos explique algo. Yo mismo estoy
tratando de explicar aquí por qué leer a Martínez Ruiz. Pero él se escapaba a esa
disyuntiva tan de nuestros días. Y por eso acaso nos cueste entenderlo.
Cuando él nos describe los jardines de Castilla, pongamos de nuevo por caso, no
nos cuenta ninguna historia. Solo nos lleva, como de paseo, por un parque
municipal de provincias, un patio olvidado de palacete, un claustro decadente de
iglesia olvidada. Visitamos los tres sitios y al final, sin más, se acaba el
texto. ¿No son un poco así también nuestros días de verano? Caminamos,
estamos, vemos. No hace falta mucho más. Ser útiles, ser prácticos, «aportar»
(historias, explicaciones, impuestos, trabajo, ideas) es cosa de los días
laborables. «Ser» es el verbo reservado a las jornadas veraniegas.

Te pongo otro caso. Piensa en un cuadro de Joaquín Sorolla, a quien asimismo


conmemoramos este 2023, primer centenario de su muerte. El vínculo no es
arbitrario: a ese pintor, también levantino, pertenece uno de los retratos
que nos han llegado de Azorín. Contempla en tu mente, pues, los Niños en la
playa, la Madre, el Paseo del faro de aquel. E imagina que ahora pregunto: ¿qué
te cuentan, para qué puedes usarlos, de qué te sirven esas imágenes?

Considerarás (y harás bien) que resultan preguntas inapropiadas. Las escenas de


Sorolla no están ahí para otra cosa diferente a ellas mismas, justo porque el
mérito de Sorolla es mostrarnos que valen de por sí (la playa, la madre, el
paseo).

Pues bien, algo igual ocurre con las estampas azorinianas. No quieras usarlas,
ni siquiera disfrutarlas: limítate a vivir en ellas. El disfrute, como en la vida,
vendrá después.

Estas ideas resultarán extrañas hoy, cuando un pujante mercado de arte, por no
hablar de las subvenciones politizadas, nos circundan. Pero mucha meditación
filosófica sobre lo artístico hizo hincapié siempre en que estaba ahí no
porque nos valiera para otra cosa, sino porque servía en sí. Siempre podrás
desvirtuar esa pureza, claro: comprarte una pintura solo para blasonar de
posibles, o encargarte las obras completas de Azorín solo por lo bien
encuadernadas que tiene las tapas. Pero bastará con que abras un volumen para
que te transporte a ese lugar donde las cosas brillan por sí mismas, no porque tú
las uses, tú las tengas, tú las lleves. Y eso ocurre con las rutas de El Quijote o
con «una antigua y noble fuente de algún viejo palacio o caserón»; ocurre con la
música de Falla, que “no vive en la edad presente, sino en el siglo XVI», tanto
como con la familia que cena, reposada, «en la vieja ciudad, una vieja casa».

Vayamos concluyendo. Debemos por lo demás a Azorín una sencilla fórmula


para escribir con estilo: aprender a colocar las ideas «unas después de las otras».
La fórmula parece simple, pero es asimismo terrible: deslegitima de un
plumazo a mucho falso imitador suyo, que confunde su estilo reposado con
meros efluvios «del diario íntimo de una adolescente sueca» (Rebeca
Argudo dixit).

¿Quieres seguir hoy la estela de Azorín? Entonces recuerda que, al escribir,


deberás decir cosas —y, si es posible, una después de la otra—. Aunque esas
cosas no tienen por qué subordinarse siempre a alguna meta mundana.
¿Quieres seguir hoy la estela de Azorín? Te traigo, para terminar, otro texto suyo
(también de Lecturas españolas) que te indicará cómo has de proceder.

«Nuestro deseo sería que cada cual […] fuese por sí mismo a comprobar si lo
que en las cátedras y en los libros académicos se dice que hay en tal autor, y
en tal obra, existe realmente, o no existe. Así se podría formar una corriente
viva de apreciación, y la literatura del pasado, los clásicos, serían una cosa de
actualidad y no una cosa muerta y sin alma».

No dejes a Azorín muerto, revívelo. Como contraprestación, él te volverá un


poco más vivo a ti también

También podría gustarte