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Empecemos con la respuesta que se diría más natural: porque don José Martínez
Ruiz, que es quien portaba tal apodo, es un clásico de nuestras letras. Y «¿qué es
un autor clásico?», se preguntaba él mismo en Lecturas españolas. «Un autor
clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna», se contestaba. ¿No
incurría en cierta aporía ahí? ¿En qué quedamos? Los clásicos ¿son clásicos
de toda la vida o son meros modernetes?
Hay cuchillos de doble filo y definiciones que también tienen doble faz. Porque
lo cierto es que está pasándonos un tanto desapercibido ese siglo y medio
exacto que se cumple desde que nació Azorín. ¿Significa eso, según su propia
definición, que ya no es capaz de decirnos nada a los españoles de 2023? ¿Que
su sensibilidad, acaso, se ha vuelto por completo extranjera a la nuestra? ¿Que
nada en él es capaz ya de reflejar nuestras cuitas, nuestras esperanzas, nuestras
desesperaciones?
Sería un asunto grave, pues el mismo Azorín ya nos advirtió: «La sensibilidad
levanta una barrera que no puede salvar la inteligencia».
En un tiempo como el nuestro, donde «lo personal es político» (y, por tanto,
también lo político se vuelve personal), ¿está reforzando el desafecto hacia
Azorín el franquismo de sus últimos años? ¿O (peor aún) que blasonase de
anarquista durante sus edad primera? Podría darse.
Esto no significa, claro, que no puedas leer sus «primores» (la expresión es
orteguiana) mientras decaen los días y decae el año, allá por otoño. O arrebujado
ante los fríos de invierno. Puedes, o incluso debes, leer a Azorín en la primavera,
cuando «sobre las rosas, revolotean pesadamente los redondos cetonios y van
entrando entre las frescas y olorosas hojas, que roen y destrozan en silencio» (la
descripción viene de sus Jardines de Castilla).
Puedes, qué duda cabe, hacer todo eso. Mas en verano entenderás a Azorín
mejor, porque el verano se parece a sus textos. Hoy estamos acostumbrados a
que un texto o bien nos cuente una historia (ay, el famoso story-telling, que tanto
emociona a chamanes y politólogos), o bien nos explique algo. Yo mismo estoy
tratando de explicar aquí por qué leer a Martínez Ruiz. Pero él se escapaba a esa
disyuntiva tan de nuestros días. Y por eso acaso nos cueste entenderlo.
Cuando él nos describe los jardines de Castilla, pongamos de nuevo por caso, no
nos cuenta ninguna historia. Solo nos lleva, como de paseo, por un parque
municipal de provincias, un patio olvidado de palacete, un claustro decadente de
iglesia olvidada. Visitamos los tres sitios y al final, sin más, se acaba el
texto. ¿No son un poco así también nuestros días de verano? Caminamos,
estamos, vemos. No hace falta mucho más. Ser útiles, ser prácticos, «aportar»
(historias, explicaciones, impuestos, trabajo, ideas) es cosa de los días
laborables. «Ser» es el verbo reservado a las jornadas veraniegas.
Pues bien, algo igual ocurre con las estampas azorinianas. No quieras usarlas,
ni siquiera disfrutarlas: limítate a vivir en ellas. El disfrute, como en la vida,
vendrá después.
Estas ideas resultarán extrañas hoy, cuando un pujante mercado de arte, por no
hablar de las subvenciones politizadas, nos circundan. Pero mucha meditación
filosófica sobre lo artístico hizo hincapié siempre en que estaba ahí no
porque nos valiera para otra cosa, sino porque servía en sí. Siempre podrás
desvirtuar esa pureza, claro: comprarte una pintura solo para blasonar de
posibles, o encargarte las obras completas de Azorín solo por lo bien
encuadernadas que tiene las tapas. Pero bastará con que abras un volumen para
que te transporte a ese lugar donde las cosas brillan por sí mismas, no porque tú
las uses, tú las tengas, tú las lleves. Y eso ocurre con las rutas de El Quijote o
con «una antigua y noble fuente de algún viejo palacio o caserón»; ocurre con la
música de Falla, que “no vive en la edad presente, sino en el siglo XVI», tanto
como con la familia que cena, reposada, «en la vieja ciudad, una vieja casa».
«Nuestro deseo sería que cada cual […] fuese por sí mismo a comprobar si lo
que en las cátedras y en los libros académicos se dice que hay en tal autor, y
en tal obra, existe realmente, o no existe. Así se podría formar una corriente
viva de apreciación, y la literatura del pasado, los clásicos, serían una cosa de
actualidad y no una cosa muerta y sin alma».