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Título: Vidas imaginarias

Título original: Vies imaginaires, 1896

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Primera edición, 2019

Diseño, formación y portada: Erika Rivera Iñiguez y Karla Preciado


Viñetas: Karla Preciado
Cuidado de la edición y corrección: Alejandro González, Carlos Armenta,
Erandi Barbosa, Francisco Estrada y Julio Rivas Rojas
Traducción: Francisco Estrada y Alejandro González
Gestión editorial: Militza Ledezma
El Quinqué Amarillo Publicaciones,
S. C. de R.L. de C. V.
Rinconada del Nardo 415
Col. Rinconada Santa Rita
C. P. 44690
Guadalajara, Jalisco
Este libro se realizó con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y
las Artes a través del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones
Culturales 2018.
isbn: 978-607-96834-8-1
Impreso en México
www.elquinqueeditorial.com
p r e fac i o

L a ciencia histórica nos deja en la incertidumbre


respecto a los individuos. Sólo nos revela los puntos
donde se relacionaron con las acciones generales. Nos
dice que Napoleón estaba enfermo el día de Waterloo,
que se debe atribuir la excesiva actividad intelectual de
Newton a la continencia absoluta de su temperamento,
que Alejandro Magno estaba ebrio cuando mató a Clito
y que la fístula de Luis xiv pudo ser la causa de algunas
de sus decisiones. Pascal razonaba sobre la nariz de Cleo-
patra, si hubiera sido más corta, o en torno a un grano de
arena en la uretra de Cromwell. Todos estos hechos indi-
viduales sólo tienen valor porque modificaron los acon-
tecimientos o porque habrían podido desviar su curso.
Se trata de causas reales o posibles. Es mejor dejárselas
a los sabios.
El arte es lo opuesto de las ideas generales; describe
sólo lo individual y desea sólo lo único. No clasifica:
desclasifica. Por más vueltas que le demos al asunto,
nuestras ideas generales pueden asemejarse a las que
ocurren en el planeta Marte y tres líneas que se intersecan

Prefacio

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forman un triángulo en todos los puntos del universo.
Pero miren la hoja de un árbol, con sus nervaduras
caprichosas, sus tintes variables según la sombra o el
sol, la protuberancia provocada por la caída de una gota
de lluvia, la picadura que ha dejado un insecto, el rastro
plateado de un pequeño caracol, las primeras trazas del
dorado mortal que marca el otoño; busquen una hoja
exactamente idéntica en todos los bosques del mundo: los
desafío. No hay ciencia de las membranas de un foliolo,
de los filamentos de una célula, de la curvatura de una
vena, de la manía de un hábito, de los pliegues de un
carácter. Que tal hombre haya tenido la nariz torcida,
un ojo más arriba que el otro, nudosa la articulación del
brazo; que haya tenido la costumbre de comer a tal hora
una pechuga de pollo, que haya preferido la malvasía
en vez de un Château-Margaux: ¡eso es lo que no tiene
paralelo en el mundo! Tan bien como Sócrates, Tales
habría podido decir gnothi seauton; pero no se habría
rascado la pierna en prisión de la misma manera antes
de beber la cicuta. Las ideas de los grandes hombres son
patrimonio común de la humanidad: cada uno de ellos
no era dueño más que de sus propias rarezas. El libro
que describiría a un hombre con todas sus anomalías
sería una obra de arte semejante a las estampas japonesas
donde se ve eternamente la imagen de una pequeña oruga
atisbada una sola vez a una hora particular del día.
Las historias guardan silencio respecto a estas cosas.
En la árida colección de materiales que proveen los tes-
timonios, no hay muchas fisuras singulares e inimitables.
Los biógrafos antiguos son particularmente avaros. Al

Marcel Schwob

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tomar en consideración sólo la vida pública o la gramá-
tica, no nos transmitieron más que los discursos y los
títulos de los libros de los grandes hombres. Es Aristó-
fanes mismo quien nos dio la alegría de saber que era
calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera servido
para hacer comparaciones literarias, si su costumbre
de caminar con los pies descalzos no hubiera formado
parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo,
habríamos conservado de él únicamente sus interroga-
torios de moral. Los chismorreos de Suetonio no son
sino rencorosas polémicas. El ingenio de Plutarco a
veces hizo de él un artista; pero no supo comprender
la esencia de su arte, puesto que imaginó «paralelos»,
¡como si dos hombres propiamente descritos en todos
sus detalles pudieran asemejarse! Estamos obligados a
consultar a Ateneo, a Aulio Gelio, a los comentaristas
y a Diógenes Laercio, que creyó haber compuesto una
especie de historia de la filosofía.
El sentimiento de lo individual se desarrolló más en
la era moderna. La obra de Boswell sería perfecta si no
hubiera juzgado necesario citar la correspondencia de
Johnson ni las digresiones sobre sus libros. Las Vidas
de personas eminentes de Aubrey son más satisfacto-
rias. Aubrey tuvo, sin duda alguna, el instinto de la
biografía. ¡Pero qué molesto es que el estilo de este
excelente anticuario no esté a la altura de su concepción!
Su libro habría sido la recreación eterna de los espíritus
avezados. Aubrey no mostró jamás la necesidad de
establecer un vínculo entre los detalles individuales y las
ideas generales. Le bastaba que otros hubieran otorgado

Prefacio

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la celebridad a los hombres en los que él se interesaba. No
se sabe la mayoría de las veces si se trata de un matemá-
tico, de un estadista, de un poeta o de un relojero. Pero
cada uno de ellos tiene rasgos únicos, que lo diferencian
para siempre de los demás hombres.
El pintor Hokusai esperaba alcanzar, cuando cumpliera
110 años, el ideal de su arte. En ese momento, decía, cada
punto, cada línea trazada por su pincel estarían vivos.
Por vivos hay que entender que serían individuales. Nada
más semejante que los puntos y las líneas: la geometría
se funda en ese postulado. El arte perfecto de Hokusai
exigía que ya nada fuera diferente. Por eso el ideal del
biógrafo sería diferenciar infinitamente el aspecto de dos
filósofos que han inventado casi la misma metafísica.
De ahí que Aubrey, que se ocupa solamente de los
hombres, no alcance la perfección, ya que no supo
cumplir con la milagrosa transformación que buscaba
Hokusai de la semejanza en la diversidad. Pero Aubrey
no llegó a la edad de 110. No obstante, es muy estimado
y se daba cuenta del significado de su libro. «Me acuerdo»,
dijo en su prefacio a Anthony Wood, «de una expre-
sión del general Lambert: that the best of men are but
men at the best, de la que encontrarán ustedes diversos
ejemplos en esta basta y apresurada colección. Tampoco
estos arcanos deberán ser expuestos a la luz del día sino
hasta dentro de unos treinta años. ¡Conviene, en efecto,
que tanto el autor como los personajes (cual nísperos)
se hayan podrido primero!».
Podríamos descubrir entre los predecesores de Aubrey
algunos rudimentos de su arte. Es así que Diógenes Laercio

Marcel Schwob

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nos enseña que Aristóteles llevaba sobre el estómago
una bolsa de cuero llena de aceite caliente y que en su
casa se encontró, al morir, una gran cantidad de ánforas
de barro. No sabremos nunca qué es lo que Aristóteles
hacía con tantas vasijas. Y el misterio resulta tan agra-
dable como las conjeturas en las que nos sume Boswell
en torno al uso que le daba Johnson a las cáscaras secas
de naranja que solía conservar en sus bolsillos. Aquí
Diógenes Laercio se alza casi al nivel sublime del inimi-
table Boswell. Pero se trata de placeres escasos. Aubrey,
por su parte, nos los ofrece en cada línea. Milton, nos dice
Aubrey, «pronunciaba la letra r muy marcada». Spenser
«era un hombrecillo, usaba el cabello corto, una pequeña
gorguera y puños estrechos». Barclay «vivía en Inglaterra
por la época tempore R. Jacobi. Era en ese entonces un
viejo de barba blanca y usaba un sombrero de plumas, lo
que escandalizaba a ciertas personas serias». A Erasmo
«no le gustaba el pescado, a pesar de ser originario de
una ciudad pesquera». Sobre Bacon: «Ninguno de sus
sirvientes se atrevía a aparecer frente a él sin botas
de cuero español, pues de inmediato percibía el olor del
cuero de becerro, que le desagradaba». El doctor Fuller
«tenía la cabeza tan metida en su trabajo que, al pasearse
y meditar antes de la cena, se comía un pan de dos
centavos sin darse cuenta». Sobre Sir William Davenant
hace la siguiente observación: «Estuve en su entierro;
tenía un ataúd de nogal. Sir John Denham aseguró que
era el ataúd más bello que jamás había visto». Escribió a
propósito de Ben Johnson: «Escuché decir al Sr. Lacy, el
actor, que tenía la costumbre de usar un abrigo semejante

Prefacio

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a una bata de dormir, con aberturas bajo las axilas».
He aquí lo que le sorprendió de William Prinne: «Su
manera de trabajar era así. Se ponía un gorro alargado
hecho de piqué que le cubría los ojos por unas dos o
tres pulgadas al menos y que le servía como pantalla
para protegerse de la luz, y cada tres horas más o menos,
su sirvienta debía llevarle un pan y un tarro de cerveza
para reavivar sus ánimos; de tal manera que trabajaba,
bebía y masticaba su pan, y esto lo entretenía hasta la
noche, cuando disfrutaba de una buena cena». Hobbes
«perdió mucho de su cabello en su vejez; sin embargo, en
su casa, tenía la costumbre de estudiar con la cabeza al
desnudo, y decía que nunca se resfriaba, pero su mayor
molestia era impedir que las moscas llegaran a posarse
sobre su calva». No nos dice nada sobre la Oceana de
John Harrington pero nos cuenta que el autor «en el
año de 1660 fue encerrado en la Torre de Londres, donde
permaneció hasta su traslado al castillo de Portsea. Su
estancia en dichas prisiones (al ser un caballero de espíritu
elevado y de cabeza caliente) fue la causa procatártica
de su delirio o su locura, que no fue furiosa dado que
conversaba de manera bastante razonable y era de trato
muy agradable; pero se le ocurrió la fantasía de que su
sudor se convertía en moscas y a veces en abejas, ad
cetera sobrius; y mandó construir una casita de tablas
en el jardín del Sr. Hart (frente al parque St. James)
para hacer un experimento. La volteaba hacia el sol y
se sentaba enfrente; luego mandaba traer colas de zorro
para espantar y masacrar todas las moscas y abejas
que pudiera encontrar; enseguida cerraba las ventanas.

Marcel Schwob

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Sólo hacía este experimento en tiempo de calor, de
manera que algunas moscas se escondían en las rendijas
y en los pliegues de las cortinas. Al término quizá de
un cuarto de hora, el calor hacía salir de su hoyo a una
mosca o dos o más. Entonces gritaba: «¿Acaso no ven
claramente que salen de mí?».
Esto es cuanto nos dice respecto a Meriton: «Su ver-
dadero nombre era Head. El Sr. Bovey lo conocía bien.
Nació en… Era librero en Little Britain. Estuvo entre los
bohemios. Tenía un aspecto de pícaro, con su mirada
presuntuosa. Era capaz de cambiarse a cualquier forma.
Se declaró en bancarrota dos o tres veces. Al final se
volvió librero, en sus últimos años. Se ganaba la vida con
sus garabatos. Le pagaban 20 centavos por hoja. Escribió
varios libros: The English Rogue, The Art of Wheadling,
etc. Se ahogó en altamar de camino a Plymouth alre-
dedor de 1676, cuando tenía unos 50 años».
Finalmente, hay que citar su biografía de Descartes:

sr. renatus des cartes

«Nobilis Gallus, Perroni Dominus, summus Mathema-


ticus et Philosophus, natus Turonum, pridie Calendas
Apriles 1596. Denatus Holmiae, Calendis Februarii,
1650» (encontré esta inscripción al pie de su retrato rea-
lizado por C. V. Dalen). Cómo pasó su tiempo durante
su juventud y por qué método se volvió tan sabio, lo
cuenta al mundo en su tratado titulado Del método. La
Sociedad de Jesús se jacta del hecho de haber tenido el
honor de educarlo. Vivió varios años en Egmont (cerca de

Prefacio

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La Haya) donde dató varios de sus libros. Era un hombre
demasiado sabio como para cargar con una esposa; pero,
al ser hombre, tenía los deseos y apetitos de uno; por eso
mantenía una bella mujer de buena condición a quien
amaba y con quien tuvo varios hijos (creo que dos o tres).
Resultaría muy sorprendente que, al haber salido de las
entrañas de semejante padre, no hubieran recibido una
buena educación. Era tan eminentemente sabio que todos
sus pares lo visitaban y muchos de ellos le suplicaban que
les mostrara sus… de instrumentos (en aquella época la
ciencia matemática estaba estrechamente ligada al cono-
cimiento de los instrumentos, y así nombraba Sir H. S.
a la práctica de los trucos). Entonces abría un cajoncito
bajo la mesa y les mostraba un compás con una de las
patas rota; y luego, como regla, utilizaba una hoja de
papel plegada en dos.

Está claro que Aubrey tuvo perfecta consciencia de su


trabajo. No crean que desconocía el valor de las ideas
filosóficas de Descartes o de Hobbes. No es eso lo que
le interesaba. Nos dice muy claramente que Descartes
mismo había ya explicado su método al mundo. No
ignora el hecho de que Harvey descubrió la circulación
de la sangre, pero prefiere notar que este gran hombre
pasaba sus insomnios paseándose en camisón, que tenía
mala letra y que los médicos más célebres de Londres
no hubieran dado ni un centavo por una de sus recetas.
Aubrey está seguro de habernos esclarecido acerca de
Francis Bacon al explicarnos que tenía ojos vivos y
delicados, color avellana e iguales a los de una víbora.

Marcel Schwob

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Pero no es un gran artista al nivel de Holbein. No sabe
fijar para la eternidad a un individuo por medio de sus
rasgos especiales sobre un fondo de semejanza con el
ideal. Le da vida a unos ojos, a una nariz, a la pierna, a
la mueca de sus modelos: no sabe animar su rostro. El
viejo Hokusai veía bien que había que volver individual
lo más general. Aubrey no tuvo la misma perspicacia. Si
el libro de Boswell tuviera sólo diez páginas, sería la obra
de arte esperada. El buen sentido del doctor Johnson se
compone de los lugares comunes más vulgares; expre-
sado con la violencia extraña con la que Boswell supo
pintarlo, adquiere una calidad única en este mundo.
Solamente este pesado catálogo se asemeja a los propios
diccionarios del doctor: se podría extraer una Scientia
Johnsoniana, con todo e índice. Boswell no tuvo el valor
estético de escoger.
El arte del biógrafo consiste justamente en escoger.
No hace falta preocuparse por ser veraz; debe crear algo
dentro de un caos de rasgos humanos. Leibniz dice que
para hacer el mundo Dios escogió el mejor entre los
posibles. El biógrafo, como una divinidad inferior, sabe
escoger entre los posibles humanos aquel que es único.
No debe equivocarse en el arte más de lo que Dios se
equivocó con la bondad. Es necesario que el instinto de
ambos sea infalible. Pacientes demiurgos han reunido
para el biógrafo ideas, cambios de fisonomía, aconteci-
mientos. Su obra se encuentra reunida en las crónicas, las
memorias, la correspondencia y los escolios. En medio
de este burdo compendio, el biógrafo selecciona con qué
componer una forma que no se asemeje a ninguna otra.

Prefacio

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De nada vale que se parezca a otra que ya haya sido
creada por un dios superior, siempre y cuando sea única,
como cualquier otra creación.
Los biógrafos desafortunadamente han creído por lo
general ser historiadores. Y por eso nos han privado de
retratos admirables. Supusieron que sólo la vida de los
grandes hombres podía interesarnos. El arte es ajeno a
estas consideraciones. A los ojos del pintor, el retrato
de un hombre desconocido pintado por Cranach tiene
tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al
nombre de Erasmo que esta pintura es inimitable. El arte
del biógrafo residiría en dar tanto valor a la vida de un
pobre actor como a la vida de Shakespeare. Es un instinto
primario el que nos hace notar con placer la contracción
del esternomastoideo en el busto de Alejandro Magno,
o el mechón sobre la frente del retrato de Napoleón. La
sonrisa de Mona Lisa, de la que nada sabemos (se trata,
quizá, de un rostro de hombre) resulta más misteriosa.
Una expresión facial dibujada por Hokusai nos lleva a
meditaciones más profundas. Si se intentara cultivar el
arte en que sobresalieron Boswell y Aubrey, no haría
ninguna falta describir minuciosamente al hombre más
grande de su época o resaltar las características de los
más célebres del pasado, sino contar con el mismo
cuidado las existencias únicas de los hombres, así hayan
sido divinas, mediocres o criminales.

Marcel Schwob

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e m p é d o c l e s

Supuesto dios

N adie sabe cuál fue su linaje, ni cómo vino a la tierra.


Apareció cerca de las doradas márgenes del río
Acragas, en la bella ciudad de Agrigento, poco después de
la época en que Jerjes mandó azotar el mar con cadenas.
La tradición recoge solamente que su abuelo se llamaba
Empédocles: nadie lo conoció. Sin duda eso hay que
interpretarlo como que era hijo de sí mismo, tal como
corresponde a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que
antes de recorrer en su gloria los campos de Sicilia, ya
había pasado cuatro existencias en nuestro mundo y que

Empédocles • Supuesto dios

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había sido planta, pez, pájaro y muchacha. Usaba un
manto púrpura sobre el que dejaba caer su largo cabello;
tenía alrededor de su cabeza una cinta de oro, sandalias
de bronce en sus pies y llevaba guirnaldas tejidas de lana
y de laureles.
Por la imposición de sus manos curaba a los enfermos
y recitaba versos, a la manera de Homero, con acentos
pomposos, montado sobre un carro, y con la cabeza
levantada hacia el cielo. Una numerosa tropa de gente lo
seguía y se postraba frente a él para escuchar sus poemas.
Bajo el cielo puro que alumbra los trigales, los hombres
llegaban de todas partes para ver a Empédocles, con los
brazos cargados de ofrendas. Los tenía boquiabiertos
mientras les cantaba de la bóveda divina, hecha de cristal,
la masa de fuego que llamamos sol, y el amor, que todo
lo contiene, semejante a una vasta esfera.
Todos los seres, decía, son sólo pedazos sueltos de esta
esfera de amor donde se introdujo el odio. Y eso que
llamamos amor es el deseo de unirnos y de fundirnos y
de confundirnos, tal como estuvimos otrora, en el seno
del dios globular que la discordia rompió. Invocaba el día
en que la esfera divina se hincharía, luego de todas las
transformaciones de las almas. Puesto que el mundo que
conocemos es obra del odio y su disolución será obra
del amor. Así cantaba en las ciudades y los campos; y
sus sandalias de bronce traídas de Laconia tintineaban
en sus pies, y frente a él los címbalos sonaban. Mientras
tanto, de la garganta del Etna surgía una columna de
humo negro que arrojaba su sombra sobre Sicilia.

Marcel Schwob

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Semejante a un rey del cielo, Empédocles vivía cubierto
de púrpura y ceñido de oro, mientras que los pitagó-
ricos se arrastraban en sus delgadas túnicas de lino, con
su calzado hecho de papiro. Se decía que Empédocles
sabía hacer desaparecer las lagañas, disolver los tumores
y extraer los dolores de los miembros; se le suplicaba
que hiciera cesar las lluvias y los huracanes; conjuró las
tempestades sobre un círculo de colinas; en Selinunte,
expulsó la fiebre luego de mandar desviar el cauce de dos
ríos hacia el lecho de un tercero; y los habitantes de
Selinunte lo adoraron y le levantaron un templo, y acu-
ñaron medallas donde su efigie se situaba cara a cara
con la efigie de Apolo.
Otros afirman que fue adivino y que, instruido por los
magos de Persia, dominaba la necromancia y la ciencia de
las hierbas que enloquecen. Un día en que cenaba en casa
de Anquitos, un hombre furibundo irrumpió en la sala,
blandiendo su espada. Empédocles se levantó, le tendió
el brazo y cantó los versos de Homero sobre el nepentes
que otorga la insensibilidad. De inmediato la fuerza del
nepentes envolvió al furibundo, y éste se quedó quieto,
con la espada desenvainada, olvidándolo todo, como si
hubiera bebido el suave veneno mezclado con el vino
espumoso de una crátera.
Los enfermos se le acercaban fuera de las ciudades y
Empédocles se veía rodeado de una multitud de meneste-
rosos. Había mujeres que se unían a su séquito. Besaban
los faldones de su manto precioso. Una se llamaba Pantea,
hija de un noble de Agrigento. Debía ser consagrada a

Empédocles • Supuesto dios

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Artemisa, pero se había escapado lejos de la fría estatua
de la diosa y consagró su virginidad a Empédocles. No
se les vieron jamás señales de amor, dado que Empédo-
cles conservaba una insensibilidad divina. No profería
palabra alguna si no era en metro épico y en dialecto
jonio, a pesar de que el pueblo y sus fieles sólo usaban el
dorio. Todos sus gestos eran sagrados. Cuando se aproxi-
maba a los hombres, era para bendecirlos o sanarlos. La
mayor parte del tiempo permanecía en silencio. Ninguno
de sus seguidores pudo nunca sorprenderlo mientras
dormía. Se le vio únicamente majestuoso.
Pantea estaba vestida de lana fina y oro. Su cabello
estaba arreglado según la rica moda de Agrigento,
donde la vida transcurría apaciblemente. Llevaba los
senos ceñidos por un estrofa rojo y la suela de sus san-
dalias estaba perfumada. Por lo demás, era bella y de
talle alargado, y de color muy deseable. Es imposible
asegurar que Empédocles la amó, aunque tuvo piedad
de ella, porque el viento asiático engendró la peste sobre
los campos sicilianos. Muchos hombres fueron tocados
por los negros dedos de la plaga. Incluso los cadáveres
de las bestias se esparcían a la orilla de la praderas y
se veían, aquí y allá, ovejas peladas, muertas con el
hocico abierto hacia el cielo, con las costillas salidas. Y
Pantea languideció de esta enfermedad. Cayó a los pies
de Empédocles y no respiró más. Los presentes levan-
taron sus miembros rígidos y los bañaron en vino y
hierbas aromáticas. Desataron el estrofa rojo que ceñía
sus senos jóvenes y la cubrieron de vendajes. Su boca

Marcel Schwob

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entreabierta fue sostenida con un lazo y sus ojos vacíos
no reflejaban más la luz.
Empédocles la vio, se quitó la diadema de oro que le
ceñía la frente y se la puso a la joven. Colocó sobre sus
senos la guirnalda de laurel profética, cantó versos desco-
nocidos sobre la transmigración de las almas y le ordenó
tres veces que se levantara y anduviera. La muchedumbre
era presa del terror. Al tercer llamado, Pantea salió del
reino de las sombras y su cuerpo se reanimó y se puso
de pie, completamente envuelto con vendas fúnebres. Y
el pueblo vio que Empédocles era invocador de muertos.
Pisiánates, padre de Pantea, vino a adorar al nuevo
dios. Se pusieron mesas bajo los árboles de sus tierras
para ofrecerle libaciones. A los costados de Empédo-
cles había esclavos que sostenían grandes antorchas.
Los heraldos proclamaron, al igual que en los misterios,
el silencio solemne. De repente, en la tercera vigilia,
las antorchas se apagaron y la noche envolvió a los
adoradores. Y una voz fuerte clamó: «¡Empédocles!».
Cuando se hizo la luz, Empédocles había desaparecido.
Los hombres no lo volvieron a ver.
Un esclavo espantado contó que había visto una flecha
roja que surcaba las tinieblas hacia la cima del Etna. Los
fieles escalaron las laderas áridas de la montaña bajo el
pálido brillo del alba. El cráter del volcán vomitaba un
haz de llamas. Encontraron, sobre el poroso brocal
de lava que rodeaba el abismo ardiente, una sandalia de
bronce deformada por el fuego.

Empédocles • Supuesto dios

21
h e r ó s t r a t o s

Incendiario

L a ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se


extendía sobre la desembocadura del Caístro, con
sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panormo,
desde donde se veía, sobre el mar profundamente teñido,
la línea brumosa de Samos. La ciudad rebosaba de oro
y finas telas, de lanas y rosas, desde que los magnesios,
con sus perros de guerra y esclavos lanzadores de jaba-
linas, habían sido vencidos a orillas del Meandro, y
desde que la magnífica Mileto había sido arrasada por

Heróstratos • Incendiario

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los persas. Era una ciudad apacible, donde se festejaba
a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los
efesios vestían túnicas amórginas, transparentes, vestidos
de lino hilado en rueca color violeta, púrpura y azafrán,
sarápides color amarillo manzana y blancos y rosas;
telas de Egipto color jacinto, con los destellos del fuego
y los móviles matices del mar, y calasiris de Persia, de
tejido tupido, ligero, con su fondo escarlata salpicado
de pepitas de oro en forma de cuenco.
Entre el monte Prion y un alto acantilado escarpado se
veía, a la orilla del Caístro, el gran templo de Artemisa.
Habían hecho falta 120 años para construirlo. Pinturas
rígidas adornaban sus aposentos interiores, cuyos techos
eran de ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo
sostenían habían sido embadurnadas de minio. La sala
de la diosa era pequeña y ovalada. En medio, se erguía
una prodigiosa piedra negra, cónica y reluciente, gra-
bada de doraduras lunares, que era nada menos que la
propia Artemisa. El altar triangular estaba tallado tam-
bién en piedra negra. Otras mesas, hechas de losas negras,
estaban perforadas con agujeros regulares para dejar
escurrir la sangre de las víctimas. De las paredes colgaban
anchas cuchillas de acero con mangos de oro, que ser-
vían para abrir las gargantas, y el piso de madera pulida
estaba cubierto de vendas ensangrentadas. La gran piedra
oscura tenía dos pechos duros y puntiagudos. Así era la
Artemisa de Éfeso. Su divinidad se perdía en la noche de
las tumbas egipcias y había que adorarla según los ritos
persas. Poseía un tesoro guardado dentro de una especie
de colmena pintada de verde, cuya puerta piramidal

Marcel Schwob

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estaba erizada de clavos de bronce. Allí, entre los anillos,
las grandes monedas y los rubíes, yacía el manuscrito de
Heráclito que había proclamado el reinado del fuego.
El filósofo en persona lo había puesto ahí, al pie de la
pirámide, cuando estaba en construcción.
La madre de Heróstratos era violenta y orgullosa. No se
supo nunca quién fue su padre. Heróstratos declaró más
tarde que era hijo del fuego. Su cuerpo estaba marcado
bajo el pecho izquierdo con una media luna, que pareció
encenderse cuando lo torturaban. Aquellos que asis-
tieron su nacimiento predijeron que estaría sometido a
Artemisa. Fue colérico y permaneció virgen. Su rostro
estaba corroído por líneas oscuras y el color de su piel
era negruzco. Desde su infancia le gustaba estar al pie
del alto acantilado cercano al Artemision. Veía pasar
las procesiones de ofrendas. Debido a que se ignoraba
cuál era su raza, no pudo convertirse en sacerdote de la
diosa a la que se creía consagrado. El colegio sacerdotal
tuvo que prohibirle varias veces la entrada al naos, donde
esperaba correr la tela preciosa y pesada que velaba a
Artemisa. Eso lo llenó de odio y juró violar el secreto.
El nombre de Heróstratos no le parecía comparable
a ningún otro, tal como su propia persona le parecía
superior a toda la humanidad. Deseaba la gloria. Primero
se unió a los filósofos que enseñaban la doctrina de Herá-
clito: pero de la parte secreta no sabían nada, dado que
se hallaba encerrada en la pequeña celda piramidal del
tesoro de Artemisa. Heróstratos sólo hizo conjeturas
sobre la opinión del maestro. Se endureció al grado de
despreciar las riquezas que lo rodeaban. Su disgusto

Heróstratos • Incendiario

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por el amor de los cortesanos era extremo. Se creía
que reservaba su virginidad a la diosa. Pero Artemisa
no se apiadó de él. Le pareció peligroso al colegio de
la Gerusía, que vigilaba el templo. El sátrapa permitió
que se le exiliara a los arrabales. Vivió en las faldas del
Koresos, en una cueva excavada por los antiguos. Desde
allí acechaba por las noches las lámparas sagradas del
Artemision. Hay quienes suponen que algunos persas ini-
ciados llegaron a conversar con él. Pero es más probable
que su destino le fuera revelado de golpe.
En efecto, confesó bajo tortura que había compren-
dido de repente el sentido de las palabras de Heráclito:
el camino hacia arriba, y por qué el filósofo había
enseñado que la mejor de las almas es la más seca y la
más ardiente. Confesó que su alma, en ese sentido, era
la más perfecta y que había querido proclamarlo.
No dio otro motivo a sus acciones más que la pasión
por la gloria y la alegría de escuchar proferir su nombre.
Dijo que sólo su reinado habría sido absoluto, puesto
que no había conocido padre y que Heróstratos habría
sido coronado por Heróstratos, que era hijo de su
obra y que su obra era la esencia del mundo: que así
habría conseguido ser al mismo tiempo rey, filósofo y
dios, único entre los hombres.
En el año 356, la noche del 21 de julio, al no haber
salido la luna en el cielo y al haber adquirido el deseo
de Heróstratos una fuerza inusitada, resolvió violar la
habitación secreta de Artemisa. Se deslizó por el camino
serpenteante de la montaña hasta la ribera del Caístro
y ascendió las gradas del templo. Los guardias de los

Marcel Schwob

26
sacerdotes dormían a un lado de las lámparas sagradas.
Heróstratos tomó una y penetró en el naos.
Se percibía un fuerte olor a aceite de nardo. El caba-
llete negro del techo de ébano resplandecía. El óvalo de
la habitación estaba dividido por la cortina tejida de hilos
de oro y púrpura que escondía a la diosa. Heróstratos,
jadeando de excitación, la arrancó. Su lámpara alumbró
el cono terrible de senos erguidos. Heróstratos los agarró
con ambas manos y besó ávidamente la piedra divina.
Luego lo rodeó y advirtió la pirámide verde donde se
hallaba el tesoro. Tomó los clavos de bronce de la puer-
tita y la arrancó. Hundió sus dedos entre las joyas vír-
genes. Pero sólo tomó el rollo de papiro donde Herá-
clito había inscrito sus versos. Bajo la luz de la lámpara
sagrada los leyó y lo supo todo.
De inmediato gritó: «¡El fuego, el fuego!».
Tiró de la cortina de Artemisa y acercó la mecha
ardiente a la parte inferior. La tela ardió primero con
lentitud, luego, debido a los vapores de los aceites perfu-
mados que la impregnaban, la llama ascendió, azulada,
hacia el artesonado de ébano. El terrible cono reflejaba
el incendio.
El fuego envolvió los capiteles de las columnas y trepó
a lo largo de las bóvedas. Una a una, las placas de oro
dedicadas a la poderosa Artemisa cayeron de sus soportes
sobre las losas con un estruendo metálico. Luego, el haz
fulgurante estalló sobre el techo e iluminó el acantilado.
Las tejas de bronce se desplomaron. Heróstratos se irguió
en medio del resplandor, clamando su nombre en mitad
de la noche.

Heróstratos • Incendiario

27
Todo el Artemision fue una pila rojiza en medio de las
tinieblas. Los guardias atraparon al criminal. Lo amor-
dazaron para que dejara de gritar su propio nombre. Fue
arrojado a las mazmorras, atado, durante el incendio.
Artajerjes, de inmediato, envió la orden de torturarlo.
Confesó sólo lo que ya se dijo. Las doce ciudades de Jonia
prohibieron, bajo pena de muerte, transmitir el nombre
de Heróstratos a las edades futuras. Pero el rumor lo
hizo llegar hasta nosotros. La noche en que Heróstratos
abrasó el templo de Éfeso vino al mundo Alejandro, rey
de Macedonia.

Marcel Schwob

28
c r a t e s

Cínico

N ació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y conoció


también a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y
le dejó 200 talentos. Un día, al ir a ver una tragedia de
Eurípides, se sintió inspirado por la aparición de Télefo,
rey de Misia, vestido con harapos de mendigo y una cesta
en la mano. Se puso de pie en medio del teatro y anunció
a voz en cuello que distribuiría a quien los quisiera los
200 talentos de su herencia, y que en adelante los ropajes
de Télefo le bastarían. Los tebanos estallaron en risas
y se amontonaron frente a su casa; sin embargo, él

Crates • Cínico

29
reía más que ellos. Les arrojó su dinero y sus muebles
por la ventana, tomó una capa de lienzo y una alforja, y
se marchó.
Al llegar a Atenas, vagó por las calles, donde des-
cansaba recostándose contra las murallas, en medio de
los excrementos. Puso en práctica todo lo que acon-
sejaba Diógenes, aunque el tonel le parecía superfluo.
En opinión de Crates, el hombre no era ni caracol ni
cangrejo ermitaño. Vivía desnudo en medio de la basura
y recogía las cortezas de pan, las aceitunas podridas y las
espinas de pescado seco para llenar su alforja. Decía que
aquella alforja era una ciudad amplia y opulenta donde
no habría parásitos ni cortesanas, y que producía para
su rey suficiente tomillo, ajo, higos y pan. Así era como
Crates llevaba su patria al hombro y de ella se nutría.
No se involucraba en los asuntos públicos, ni siquiera
para burlarse, y tampoco le interesaba insultar a los reyes.
No aprobaba ese aspecto de Diógenes que, al gritar un
día «¡Hombres, acérquense!», golpeó con un palo a los
que habían venido diciéndoles «¡Llamé a hombres, no
a excrementos!». Crates fue amable con los hombres.
No se preocupaba de nada. Estaba familiarizado con las
llagas. Lo que más le pesaba era no tener un cuerpo lo
bastante flexible para poder lamérselas como hacen los
perros. Deploraba también la necesidad de comer ali-
mentos sólidos y de beber agua. Pensaba que el hombre
debía bastarse a sí mismo, sin ninguna ayuda externa.
Ni siquiera iba a buscar agua para lavarse. Se confor-
maba con tallarse el cuerpo contra las murallas si la
mugre lo incomodaba, al darse cuenta de que los asnos

Marcel Schwob

30
hacen lo mismo. Rara vez hablaba de los dioses y en nada
le preocupaban: le importaba poco que los hubiera o no,
y sabía bien que no podrían hacerle nada. Es más, les
reprochaba haber hecho infelices a los hombres a pro-
pósito, al dirigir sus miradas hacia el cielo y al privarlos
de la facultad que tienen la mayoría de los animales, que
andan en cuatro patas. Dado que los dioses decidieron
que había que comer para vivir, pensaba Crates, debían
dirigir el rostro de los hombres hacia la tierra, donde
crecen las raíces: no se puede vivir de aire o de estrellas.
La vida no fue generosa con él. Padeció de lagañas, a
fuerza de exponer sus ojos al polvo acre del Ática. Una
desconocida enfermedad de la piel lo cubrió de tumores.
Se rascaba con las uñas, que no se cortaba nunca, y notaba
que eso tenía un doble beneficio, puesto que éstas se gas-
taban al tiempo que aliviaba su comezón. Su larga cabe-
llera se volvió como de fieltro espeso y la acomodaba en su
cabeza de tal modo que lo protegiera de la lluvia y del sol.
Cuando Alejandro fue a verlo, no le dirigió palabras
punzantes, sino que lo consideró como a cualquier espec-
tador sin hacer ninguna diferencia entre el rey y la muche-
dumbre. Crates no tenía opinión alguna sobre los pode-
rosos. Le importaban tan poco como los dioses. Sólo los
hombres le interesaban y la manera de pasar la existencia
con la mayor simplicidad posible. Los reproches de Dió-
genes le daban risa, al igual que sus intentos de reformar
las costumbres. Crates se consideraba infinitamente por
encima de preocupaciones tan vulgares. Transformaba la
máxima inscrita en el frontispicio del templo de Delfos, y
decía: «Vive tú mismo». La idea de cualquier conocimiento

Crates • Cínico

31
le parecía absurda. Sólo estudiaba las relaciones de su
cuerpo con lo que necesitaba, dedicándose a reducirlas
tanto como pudiera. Diógenes mordía como perro, pero
Crates vivía como perro.
Tuvo un discípulo de nombre Metrocles. Era un joven
rico de Maronea. Su hermana, Hiparquía, bella y noble,
se enamoró de Crates. Consta que ella quedó prendada
y que ella vino a su encuentro. Parece imposible, pero es
cierto. Nada la asqueaba, ni la suciedad del cínico, ni su
pobreza absoluta, ni el horror de su vida pública. Él le
previno que vivía a la manera de los perros, en las calles, y
que buscaba huesos en las pilas de basura. Le advirtió que
no esconderían nada de su vida en común y que la poseería
públicamente, cuando se le diera la gana, como hacen los
perros con las perras. Hiparquía se esperaba todo aquello.
Sus padres intentaron retenerla: ella amenazó con matarse.
Se apiadaron de ella. Entonces dejó el pueblo de Maronea,
completamente desnuda, con el cabello suelto, cubierta
sólo por una manta vieja, y vivió con Crates, vestida tal
como él. Se dice que tuvo un hijo con ella, Pasicles; pero
nada puede asegurarse al respecto.
La tal Hiparquía fue, al parecer, buena con los pobres
y compasiva; acariciaba a los enfermos con sus manos;
lamía sin ninguna repugnancia las heridas sanguinolentas
de quienes sufrían, convencida de que eran para ella lo
que las ovejas son a las ovejas, lo que los perros, a los
perros. Si hacía frío, Crates e Hiparquía dormían apre-
tujados a los pobres y se esforzaban por compartirles el
calor de sus cuerpos. Les prestaban el apoyo mudo que
los animales se prestan los unos a los otros. No tenían

Marcel Schwob

32
ninguna preferencia por quienquiera que se les acercaba.
Les bastaba que fueran hombres.
Esto es todo cuanto ha llegado a nosotros respecto a
la mujer de Crates; no sabemos cuándo murió, ni cómo.
Su hermano Metrocles admiró a Crates y lo imitó. Pero
no hallaba sosiego. Su salud se vio perturbada por con-
tinuas flatulencias que no podía retener. Crates supo su
desventura y lo quiso consolar. Comió un choinix de
altramuces y fue a ver a Metrocles. Le preguntó si era
la vergüenza por su enfermedad lo que lo afligía tanto.
Metrocles le confesó que no podía soportar esa desgracia.
Entonces Crates, hinchado como estaba de altramuces,
soltó sus gases en presencia de su discípulo y le aseguró
que la naturaleza sometía a todos los hombres al mismo
mal. Le reprochó enseguida haberse avergonzado ante los
otros y le propuso que siguiera su ejemplo. Luego soltó
aún más gases, tomó a Metrocles de la mano y se lo llevó.
Los dos permanecieron juntos durante mucho tiempo
en las calles de Atenas, sin duda con Hiparquía. Se
hablaban muy poco. No tenían vergüenza de nada.
Aunque hurgaban en las mismas pilas de basura, los perros
parecían respetarlos. Puede pensarse que, si hubieran sido
obligados por el hambre, se habrían peleado entre ellos
a mordidas. Pero los biógrafos no registraron nada al
respecto. Sabemos que Crates murió de viejo; que acabó
por vivir siempre en el mismo lugar, recostado bajo el
cobertizo de un almacén del Pireo, donde los marineros
guardaban los fardos del puerto; que dejó de vagar en
busca de carne que roer, que ni siquiera quiso estirar la
mano y que lo encontraron, un día, desecado de hambre.

Crates • Cínico

33
s é p t i m a

Encantatriz

S éptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad


de Hadrumeto. Y su madre, Amena, fue esclava y la
madre de ésta fue esclava y todas fueron bellas y oscuras,
y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de
muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras
de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo.
La arena de la playa estaba salpicada de conchitas
arrastradas por el mar templado desde la tierra de Egipto,
en el lugar donde las siete bocas del Nilo diseminan siete
barros de colores distintos. En la casa marítima donde

Séptima • Encantatriz

35
vivía Séptima, se escuchaba morir la franja plateada del
Mediterráneo, y a sus pies, un abanico de líneas azules
resplandecientes se desplegaba hasta alcanzar el cielo.
Las palmas de las manos de Séptima estaban rojizas por
el oro y la punta de sus dedos estaba pintada; sus labios
olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían con
suavidad. Así andaba por el camino de los arrabales,
llevando a la casa de sirvientes una canasta de panes
blandos.
Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo
de Dionisia. Pero no se les permite ser amadas a quienes
conocen los misterios subterráneos, ya que son devotas
del adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como
Eros dirige el brillo de los ojos y afila las puntas de las
flechas, Anteros desvía las miradas y mitiga la rigidez
de las saetas. Es un dios bienhechor que habita entre
los muertos. No es cruel como el otro. Posee el nepentes
que procura el olvido. Como sabe que el amor es el
peor de los dolores terrenales, odia y cura el amor. Sin
embargo, es incapaz de expulsar a Eros de un corazón
ocupado. Por lo tanto, se apodera del otro corazón. Así
es como Anteros lucha contra Eros. Por eso fue que Sex-
tilio no pudo amar a Séptima. En cuanto Eros puso su
antorcha en el pecho de la iniciada, Anteros, irritado, se
apoderó de aquel a quien ella quería amar.
Séptima reconoció el poder de Anteros en la mirada
gacha de Sextilio. Y cuando el temblor purpúreo se
apoderó del aire de la noche, salió por el camino que va
de Hadrumeto hacia el mar. Es una ruta apacible donde
los amantes beben vino de dátil, apoyados contra los

Marcel Schwob

36
pulidos muros de las tumbas. La brisa oriental sopla su
perfume sobre la necrópolis. La luna nueva, aún velada,
vaga por allí, incierta. Muchos muertos embalsamados
reinan sobre Hadrumeto desde sus sepulturas. Ahí dormía
Fuanisa, hermana de Séptima, esclava como ella, y que
murió a los dieciséis años, antes de que ningún hombre
hubiera respirado su aroma. La tumba de Fuanisa era
estrecha como su cuerpo. La piedra oprimía sus senos
ceñidos de vendajes. Muy cerca de su pequeña frente una
larga losa frenaba su mirada vacía. De sus labios enne-
grecidos surgía aún el vapor de las especias con que la
habían empapado. En su mano casta brillaba un anillo
de oro verde incrustado con dos rubíes pálidos y turbios.
Fantaseaba eternamente en su sueño estéril con cosas que
nunca conoció.
Bajo la blancura virginal de la luna nueva, Séptima se
tendió cerca de la estrecha tumba de su hermana, sobre
la tierra fértil. Lloró y apretó su rostro contra la guir-
nalda esculpida. Acercó su boca al conducto por donde
se vierten las libaciones y su pasión se desató:
—¡Ay, hermana mía! —dijo— regresa de tu sueño para
escucharme. La lamparita que alumbra las primeras horas
de los muertos se ha extinguido. Has dejado resbalar de
tus dedos la ampolleta colorida de cristal que te habíamos
dado. El hilo de tu collar se ha roto y las pepitas de oro
se han esparcido alrededor de tu cuello. Nada nuestro es
tuyo ya y ahora aquel que tiene por cabeza un halcón
te posee. Escúchame: ya que tienes el poder de llevar
mis palabras. Ve a la celda que ya sabes y suplícale a
Anteros. Suplícale a la diosa Hathor. Suplícale a aquel

Séptima • Encantatriz

37
cuyo cadáver despedazado fue arrastrado por el mar en
un cofre hasta Biblos. Hermana mía, ten piedad de un
dolor desconocido. Por las siete estrellas de los magos
de Caldea, yo te lo conjuro. Por los poderes infernales
que se invocan en Cártago, Iao, Abriao, Salbaal, Batbaal,
recibe mi encantamiento. Haz que Sextilio, hijo de
Dionisia, se consuma de amor por mí, Séptima, hija
de nuestra madre Amena. Que arda en la noche, que
me busque cerca de tu tumba, ¡ay, Fuanisa! O llévanos
a los dos a la morada tenebrosa, poderosa. Ruega a
Anteros que enfríe nuestros alientos si le impide a Eros
que los encienda. Muerta perfumada, recibe la libación
de mi voz. ¡Akrammachalala!
De inmediato la virgen cubierta de vendajes se levantó
y surgió de debajo de la tierra, enseñando los dientes.
Séptima, avergonzada, corrió entre los sarcófagos.
Hasta la segunda vigilia permaneció en compañía de los
muertos. Espió la luna fugitiva. Ofreció su pecho a la
mordida salada del viento marino. Fue acariciada por los
primeros brillos dorados del día. Luego regresó a Hadru-
meto con su largo camisón azul flotando tras de ella.
Mientras tanto, Fuanisa, rígida, vagaba por los círculos
infernales. Aquel que tiene por cabeza un halcón no
recibió sus quejas. Y la diosa Hator se quedó tendida
en su pedestal pintado. Y Fuanisa no pudo encontrar a
Anteros, ya que ella no conocía el deseo. Pero su corazón
marchito sintió la piedad que los muertos le tienen a
los vivos. Entonces, la segunda noche, a la hora en que los
cadáveres se liberan para cumplir con los encantamientos,

Marcel Schwob

38
hizo que sus pies atados se movieran por las calles de
Hadrumeto.
Sextilio se estremecía regularmente por los suspiros del
sueño, con el rostro vuelto hacia el techo de su alcoba,
surcada de rombos. Y Fuanisa, muerta, cubierta de vendas
odoríferas, se sentó a su lado. No tenía sesos ni vísceras;
pero le habían vuelto a poner su corazón disecado en
el pecho. En ese momento, Eros luchó contra Anteros,
y se apoderó del corazón embalsamado de Fuanisa. De
inmediato comenzó a desear el cuerpo de Sextilio, para
que se recostara entre ella y su hermana Séptima en la
casa de las tinieblas.
Fuanisa posó sus labios pintados sobre la boca viva de
Sextilio y la vida se le escapó cual si fuera una burbuja.
Luego se dirigió a la celda de esclava de Séptima y la
tomó de la mano. Séptima, dormida, cedió a la mano de
su hermana. El beso de Fuanisa y el abrazo de Fuanisa
dieron muerte, casi a la misma hora de la noche, a Séptima
y Sextilio. Tal fue el desenlace fúnebre de la lucha de Eros
contra Anteros, y las potencias infernales recibieron, al
mismo tiempo, a una esclava y a un hombre libre.
Sextilio yace en la necrópolis de Hadrumeto, entre
Séptima la encantatriz y su hermana virgen Fuanisa.
El texto del encantamiento está escrito en la placa de
plomo, enrollada y perforada con un clavo, que la hechi-
cera introdujo por el conducto para las libaciones de la
tumba de su hermana.

Séptima • Encantatriz

39
l u c r e c i o

Poeta

L ucrecio surgió dentro de una gran familia que se


había retirado de la vida civil. Sus primeros días
pasaron a la sombra del porche negro de una alta casa
erigida en la montaña. El atrio era sobrio y los esclavos,
mudos. Estuvo rodeado, desde pequeño, por el desprecio
de la política y los hombres. El noble Memio, que tenía
su edad, padeció en el bosque los juegos que Lucrecio
le impuso. Juntos se asombraron ante las arrugas de los
viejos árboles y observaron el temblor de las hojas bajo
el sol, como un velo verdoso de luz cubierto de manchas

Lucrecio • Poeta

41
de oro. Con frecuencia contemplaron el lomo rayado de
los cerdos salvajes que olisqueaban el suelo. Atravesaron
vibrantes chorros de abejas y bandas móviles de hormigas
en marcha. Y un día llegaron, al salir de un matorral, a un
claro totalmente rodeado de viejos alcornoques, asen-
tados tan cerca entre sí que el círculo de sus copas abría
en el cielo un pozo de azul. La quietud de este refugio
era infinita. Era como estar en un amplio camino claro
que llevaba a lo alto del aire divino. Allí Lucrecio fue
conmovido por la bendición de los espacios calmos.
Junto a Memio, abandonó el templo sereno del bosque
para estudiar elocuencia en Roma. El anciano caballero
que se hacía cargo de la casa alta le asignó un profesor
griego y le instó a no volver hasta que dominara el arte
de despreciar las acciones humanas. Lucrecio nunca lo
volvió a ver. El anciano murió solo, execrando el tumulto
de la sociedad. Cuando Lucrecio regresó, llevó a la casa
alta y vacía, al atrio sobrio y entre los esclavos mudos,
a una mujer africana, bella, bárbara y malvada. Memio
había regresado a la casa de sus padres. Lucrecio había
visto las facciones sangrientas, las guerras entre partidos
y la corrupción política. Estaba enamorado.
Y al principio su vida fue un encanto. Contra los tapices
de los muros, la mujer africana apoyaba la masa enma-
rañada de su cabellera. Todo su cuerpo se acomodaba a
la longitud de los divanes. Rodeaba las cráteras llenas
de vino espumoso con sus brazos cargados de esme-
raldas translúcidas. Tenía una extraña manera de alzar
un dedo y de sacudir la frente. Sus sonrisas brotaban de
una fuente profunda y tenebrosa como los ríos de África.

Marcel Schwob

42
En vez de hilar la lana, la desmenuzaba pacientemente en
pequeños copos que volaban a su alrededor.
Lucrecio deseaba ardientemente fundirse con aquel
hermoso cuerpo. Estrechaba sus senos metálicos y tra-
baba su boca sobre sus labios de un violeta oscuro. Las
palabras de amor pasaron del uno al otro, las suspiraron,
los hicieron reír y se desgastaron. Tocaron el velo flexible
y opaco que separa a los amantes. Su voluptuosidad ganó
en furor y deseó cambiar de persona. Llegó hasta el
extremo agudo en que se expande alrededor de la carne,
sin penetrar hasta las entrañas. La africana se replegó
hacia su corazón extranjero. Lucrecio se desesperó por
no poder consumar el amor. La mujer se volvió altanera,
taciturna y silenciosa, al igual que el atrio y los esclavos.
Lucrecio vagó por el salón de los libros.
Fue ahí que desplegó el rollo en el que un escriba había
copiado el tratado de Epicuro.
De inmediato comprendió la variedad de las cosas de
este mundo y la inutilidad de afanarse en pos de las Ideas.
El universo le pareció semejante a los pequeños copos de
lana que los dedos de la africana esparcían por las habita-
ciones. Los racimos de abejas y las columnas de hormigas
y el tejido cambiante de las hojas se volvieron para él
conjuntos de conjuntos de átomos. En todo su cuerpo
sintió un pueblo invisible y discorde, ávido de separarse.
Y las miradas le parecieron rayos más sutilmente cor-
porales, y la imagen de la hermosa bárbara un mosaico
agradable y colorido, y sintió que el fin del movimiento
de esta infinidad era triste y vano. Así como las sangui-
narias facciones de Roma, con sus tropas de partidarios

Lucrecio • Poeta

43
armados e injuriosos, contempló cómo se arremolinaban
las manadas de átomos teñidos de la misma sangre y
que se disputaban una oscura supremacía. Y vio que la
disolución de la muerte sólo era la emancipación de esta
turbulenta turba que se abalanza hacia otros miles de
movimientos inútiles.
Instruido así por el rollo de papiro, en el que las
palabras griegas como los átomos del mundo estaban
entretejidas las unas a las otras, Lucrecio salió al bosque
por el porche negro de la casa alta de los ancestros.
Divisó el lomo de los cerdos rayados que todavía tenían
la nariz vuelta hacia la tierra. Luego, al atravesar los
matorrales, se encontró de pronto en medio del templo
sereno del bosque, y sus ojos se sumieron en el pozo
azul del cielo. Fue allí que se detuvo a descansar.
Desde allí contempló la inmensidad hormigueante
del universo; todas las piedras, todas las plantas, todos
los árboles, todos los animales, todos los hombres, con
sus colores, con sus pasiones, con sus instrumentos, y la
historia de aquellas cosas diversas, y su nacimiento, y
sus enfermedades, y su muerte. Y entre la muerte total
y necesaria, percibió con claridad la muerte única de la
africana, y lloró.
Sabía que el llanto viene de un movimiento particular
de pequeñas glándulas que están debajo de los párpados,
y que son agitadas por una procesión de átomos surgida
del corazón, cuando el corazón mismo ha sido impactado
por la sucesión de imágenes coloridas que se desprenden
del cuerpo de una mujer amada. Sabía que el amor no
es sino el resultado de la inflamación de los átomos que

Marcel Schwob

44
desean unirse con otros átomos. Sabía que la tristeza
provocada por la muerte no es sino la peor de las ilu-
siones terrenales, ya que la muerta había dejado de ser
desdichada y de sufrir, mientras que aquel que lloraba
por ella se afligía de sus propios males y pensaba tene-
brosamente en su propia muerte. Sabía que de nosotros
no queda ningún doble simulacro que derrame lágrimas
sobre su propio cadáver tendido a sus pies. Sin embargo,
a pesar de conocer con exactitud la tristeza y el amor y
la muerte, y que no son sino imágenes vanas cuando se
les contempla desde el espacio apacible en el que es nece-
sario encerrarse, siguió llorando, y deseando el amor, y
temiendo la muerte.
Por eso, al volver a la alta y oscura casa de los ances-
tros, se acercó a la bella africana, que cocía, sobre un
brasero, un brebaje en una olla de metal. Pues también
ella había reflexionado por su cuenta, y sus pensamientos
se habían remontado a la fuente misteriosa de su sonrisa.
Lucrecio observó el brebaje que todavía estaba hir-
viendo. Se aclaró poco a poco y se volvió semejante a
un cielo turbio y verde. La bella africana apuntó con la
mirada y levantó un dedo. Entonces Lucrecio se bebió el
filtro. E inmediatamente después su razón desapareció,
y olvidó todas las palabras griegas del rollo de papiro. Y
por primera vez, enloquecido, conoció el amor; y por la
noche, envenenado, conoció la muerte.

Lucrecio • Poeta

45
c l o d i a

Matrona impúdica

E ra hija de Apio Claudio Pulcro, cónsul. Apenas


cumplió unos cuantos años, se distinguió de sus
hermanos y hermanas por el resplandor flagrante de
sus ojos. Tercia, su hermana mayor, se casó pronto; la
más joven cedió enteramente a todos sus caprichos.
Sus hermanos Apio y Cayo eran ya avaros con las alcan-
cías de cuero y los carritos de nueces que les hacían;
más tarde, se volvieron ávidos de sestercios. Pero Clodio,
bello y femenino, fue compañero de sus hermanas. Clodia
las persuadía con miradas ardientes de vestirlo con una

Clodia • Matrona impúdica

47
túnica con mangas, de peinarlo con un pequeño gorro de
hilo de oro y de ceñirlo bajo los pechos con un cinturón
flexible; luego lo cubrían con un velo color fuego y lo
llevaban a las pequeñas recámaras donde se metía en la
cama con ellas tres. Clodia fue su preferida, pero también
le quitó la virginidad a Tercia y a la más pequeña.
Cuando Clodia cumplió dieciocho años, su padre
murió. Ella se quedó a vivir en la casa del monte Palatino.
Apio, su hermano, se encargaba de la propiedad y Cayo se
preparaba para la vida pública. Clodio, siempre delicado e
imberbe, se acostaba entre sus hermanas, ambas llamadas
Clodia. Comenzaron a ir en secreto a los baños con él.
Ellas le daban un cuarto de as a los grandes esclavos
que los masajeaban, luego hacían que se lo devolvieran.
Clodio era tratado como sus hermanas en su presencia.
Ésos fueron sus placeres antes del matrimonio.
La más joven se casó con Lúculo, quien se la llevó
a Asia, donde le hacía la guerra a Mitrídates. Clodia
tomó como esposo a su primo Metelo, hombre honesto
y tosco. En aquellos tiempos de revueltas, él mostró un
espíritu conservador y cerrado. Clodia no podía soportar
su rústica brutalidad. Soñaba ya con cosas nuevas
para su querido Clodio. César comenzaba a adueñarse
de las conciencias; Clodia juzgó que había que vencerlo.
Mandó traer a Cicerón por medio de Pomponio Ático.
Sus allegados eran socarrones y elegantes. A su lado se
encontraba Licinio Calvo, el joven Curión, apodado la
Hijita, Sexto Clodio, que le hacía los mandados, Egnacio
y su banda, Catulo de Verona y Celio Rufo, que estaba
enamorado de ella. Metelo, sentado pesadamente, no

Marcel Schwob

48
decía palabra. Se hablaba de los escándalos de César y
Mamurra. Después Metelo, nombrado procónsul, partió
a la Galia cisalpina. Clodia se quedó sola en Roma con su
cuñada Mucia. Cicerón quedó completamente hechizado
por sus grandes ojos llameantes. Pensó que podía repu-
diar a Terencia, su mujer, y supuso que Clodia dejaría
a Metelo. Pero Terencia descubrió todo y amedrentó a
su marido. Cicerón, temeroso, renunció a sus deseos.
Terencia le pidió aún más, y Cicerón se vio obligado a
romper relaciones con Clodio.
El hermano de Clodia, mientras tanto, tenía en qué
ocuparse. Le hacía el amor a Pompeya, mujer de César.
La noche de la fiesta de la Buena Diosa, sólo debía haber
mujeres en casa de César, que era el pretor. Pompeya
ofrendó ella sola el sacrificio. Clodio se vistió, tal como
su hermana solía disfrazarlo, de tañedora de cítara y se
metió a casa de Pompeya. Una esclava lo reconoció. La
madre de Pompeya dio la alarma y el escándalo se volvió
público. Clodio se quiso defender y juró que estaba, a esa
hora, en casa de Cicerón. Terencia obligó a su marido a
negarlo todo: Cicerón testificó en contra de Clodio.
A partir de entonces Clodio cayó de la gracia del
partido noble. Su hermana acababa de pasar los treinta.
Estaba más ardiente que nunca. Tuvo la idea de hacer
adoptar a Clodio por un plebeyo para que pudiera
convertirse en tribuno del pueblo. Metelo, que había
regresado, adivinó sus proyectos y se burló de ella. En
ese tiempo, cuando no tenía a Clodio entre sus brazos,
se dejaba amar por Catulo. Su marido, Metelo, le parecía
odioso. Clodia decidió deshacerse de él. Un día, al volver

Clodia • Matrona impúdica

49
exhausto del Senado, ella le ofreció de beber. Metelo cayó
muerto en el atrio. Desde ese momento, Clodia era libre.
Dejó la casa de su marido y pronto volvió a enclaustrarse
con Clodio en el monte Palatino. Su hermana se escapó
de casa de Lúculo y volvió con ellos. Los tres retomaron
su vida juntos y ejercieron su odio.
Primero, Clodio, convertido en plebeyo, fue desig-
nado tribuno del pueblo. A pesar de su gracia femenina,
tenía una voz fuerte y penetrante. Consiguió que Cicerón
fuera exiliado; mandó arrasar su casa frente a sus ojos y
juró la ruina y la muerte de todos sus amigos. César era
procónsul en la Galia y nada podía hacer. Sin embargo,
Cicerón ganó influencias por medio de Pompeyo y con-
siguió que se le llamara de nuevo al año siguiente. La
furia del joven tribuno fue extrema. Atacó violentamente
a Milón, amigo de Cicerón, que comenzaba a aspirar al
consulado. Se apostó de noche e intentó asesinarlo, aba-
tiendo a sus esclavos que cargaban antorchas. El favor
popular de Clodio disminuía. Se cantaban cancioncillas
obscenas sobre Clodio y Clodia. Cicerón los denunció
en un discurso violento en el que Clodia era tratada
de Medea y de Clitemnestra. La rabia del hermano y la
hermana terminó por estallar. Clodio quiso incendiar
la casa de Milón, y unos esclavos guardianes lo mataron
a palos en las tinieblas.
Entonces Clodia cayó en la desesperación. Había
tomado y luego rechazado a Catulo, luego a Celio Rufo,
luego a Egnacio, cuyos amigos la habían llevado a las
tabernas bajas: pero sólo amaba a su hermano Clodio.
Por él había envenenado a su marido. Por él había atraído

Marcel Schwob

50
y seducido a bandas de incendiarios. Cuando murió,
su vida no tuvo objeto. Ella era aún bella y ardorosa.
Tenía una casa de campo en el camino de Ostia, jardines
cerca del Tíber y en Bayas. Allí se refugió. Trató de
distraerse bailando lascivamente con otras mujeres. Pero
no le bastó. Su mente estaba ocupada por los estupros de
Clodio, a quien veía aún imberbe y femenino. Recor-
daba que alguna vez había sido capturado por piratas
de Cilicia, quienes habían abusado de su tierno cuerpo.
También rememoraba cierta taberna a la que había ido
con él. El frontón de la puerta estaba pintarrajeado con
carboncillo, y los hombres que allí bebían despedían un
olor fuerte, y tenían el pecho velludo.
Fue así que Roma la atrajo de nuevo. Vagó durante
las primeras noches en vela por las encrucijadas y los
pasajes estrechos. La esplendorosa insolencia de sus
ojos era siempre la misma. Nada podía apagarla, y ella
intentó todo, incluso mojarse bajo la lluvia y acostarse en
el lodo. Fue de los baños a las celdas de piedra; conoció
los sótanos donde los esclavos jugaban a los dados, los
salones bajos donde se emborrachaban los cocineros
y los cocheros. Esperó a los viandantes en las calles
empedradas. Pereció cerca del amanecer, luego de una
noche sofocante, a causa de la extraña reaparición de
una costumbre que había sido suya. Un batanero le había
pagado un cuarto de as; la acechó al crepúsculo del alba
en el callejón para recuperar su moneda, y la estranguló.
Luego tiró su cadáver, con los ojos bien abiertos, en las
aguas amarillas del Tíber.

Clodia • Matrona impúdica

51
p e t r o n i o

Novelista

N ació en los tiempos en que los saltimbanquis vestidos


con ropajes verdes hacían saltar puerquitos amaes-
trados por aros de fuego; en que los porteros barbudos,
con sus túnicas color cereza, pelaban chícharos en vajilla
de plata frente a elegantes mosaicos a la entrada de las
villas; en que los libertos, colmados de sestercios, aspi-
raban en las ciudades de provincia a cargos municipales;
en que los rapsodas cantaban, a la hora del postre, poemas
épicos; en que la lengua estaba repleta de palabras de
ergástula y de ampulosas redundancias venidas de Asia.

Petronio • Novelista

53
Su infancia transcurrió en medio de tales elegancias.
Nunca se ponía dos veces una lana de Tiro. La platería
que se caía al suelo en el atrio se barría junto con la
basura. Las comidas estaban compuestas de cosas deli-
cadas e inesperadas, y los cocineros variaban sin cesar la
arquitectura de las vituallas. No había que asombrarse,
al abrir un huevo, de encontrar un papafigo, ni tener
miedo de rebanar una estatuilla copiada de Praxíteles
y esculpida en foie gras. El yeso que sellaba las ánforas
estaba diligentemente cubierto de oro. Las cajitas de
marfil indio guardaban perfumes ardientes destinados a
los invitados. Las jarras estaban perforadas de diversas
maneras y llenas de aguas de colores que sorprendían
al brotar. Toda la cristalería imitaba monstruosidades
irisadas. Al tomar ciertas urnas, las asas se rompían entre
los dedos y los flancos se abrían para dejar caer flores
pintadas artificialmente. Pájaros de África con mejillas
color escarlata cacareaban dentro de sus jaulas de oro.
Detrás de rejas incrustadas en las ricas paredes de las
murallas, chillaban muchos simios de Egipto con cara
de perro. En recipientes preciosos reptaban animales
delgados que tenían escamas blandas y rutilantes y los
ojos rayados de azul.
Así vivió Petronio de manera indolente, pensando que
el mismo aire que respiraba había sido perfumado para
su uso. Cuando alcanzó la adolescencia, luego de haber
guardado su primera barba en un cofre adornado,
comenzó a observar a su alrededor. Un esclavo llamado
Siro, que había servido en la arena, le mostró cosas que
desconocía. Petronio era pequeño, negro y bizco de un

Marcel Schwob

54
ojo. No era de raza noble. Tenía manos de artesano y una
mente cultivada. De ahí que disfrutara acomodando las
palabras e inscribiéndolas. Sus palabras no se parecían
a nada de lo que los antiguos poetas habían imaginado,
ya que se esforzaban por imitar todo lo que rodeaba a
Petronio. No fue hasta más tarde que tuvo la desafortu-
nada ambición de componer versos.
Conoció gladiadores bárbaros y charlatanes de feria,
hombres de miradas oblicuas que parecían observar las
verduras y se robaban pedazos de carne; niños de pelo
chino que paseaban con senadores; viejos parlanchines
que disertaban sobre los asuntos de la ciudad en las
esquinas; lacayos lascivos y muchachas advenedizas;
vendedoras de frutas y patrones de posadas, poetas
miserables y sirvientas pícaras, sacerdotisas sospechosas
y soldados errantes. Les echaba encima su ojo bizco y
capturaba exactamente sus maneras y sus intrigas. Siro
lo llevó a los baños de esclavos, las celdas de prostitutas
y los refugios subterráneos donde los comparsas del circo
practicaban con sus espadas de madera. A las puertas de
la ciudad, entre las tumbas, le contó las historias de los
hombres que mudan de piel, aquellas que los negros,
los sirios, los taberneros y los soldados que vigilaban las
cruces de suplicio se transmitían de boca en boca.
Hacia sus treinta años, Petronio, ávido de esta libertad
diversa, comenzó a escribir historias de esclavos errantes
y libertinos. Reconoció sus costumbres en medio de los
artificios del lujo; reconoció sus ideas y su lenguaje entre
las conversaciones refinadas de los festines. Solo, frente
a su pergamino, apoyado sobre una mesa con olor a

Petronio • Novelista

55
madera de cedro, dibujó con la punta de su cálamo
las aventuras de un populacho ignorado. A la luz de sus
altas ventanas, bajo las pinturas en los revestimientos de
las paredes, se imaginó las antorchas humeantes de las
hostelerías, y los ridículos combates nocturnos, los moli-
netes con candelabros de madera, las cerraduras forzadas
a hachazos por esclavos de la justicia, las correas gra-
sientas llenas de tachuelas y los reproches de los procu-
radores de barrio en medio de la aglomeración de gente
pobre vestida con cortinas desgarradas y trapos sucios.
Dicen que cuando acabó los dieciséis libros de su
invención, mandó traer a Siro para leérselos y que el
esclavo se reía y gritaba a voz en cuello dando manotazos.
En ese momento, concibieron el proyecto de llevar a la
práctica las aventuras compuestas por Petronio. Tácito
refiere falsamente que Petronio fue árbitro de elegancia
en la corte de Nerón, y que Tigelino, celoso, hizo que
ordenaran su muerte. Petronio no se desmayó delica-
damente en una tina de mármol, murmurando versitos
lascivos. Se escapó con Siro y terminó su vida recorriendo
los caminos.
Su apariencia le permitió disfrazarse con facilidad.
Siro y Petronio cargaron, por turnos, la pequeña bolsa
de cuero que contenía sus enseres y sus denarios. Dur-
mieron al aire libre cerca de los túmulos de las cruces.
Vieron relucir tristemente por las noches las lamparitas
de los monumentos fúnebres. Comieron pan acedo y
aceitunas aguadas. No se sabe si robaron. Fueron magos
ambulantes, médicos charlatanes de pueblo y compañeros
de soldados vagabundos. Petronio olvidó por completo

Marcel Schwob

56
el arte de escribir tan pronto como vivió la vida que
había imaginado. Tuvieron jóvenes amigos traidores, a
los que amaron, y que los dejaron a las puertas de algún
municipium quitándoles hasta el último as. Se entregaron
a todos los desenfrenos en compañía de gladiadores
fugitivos. Fueron barberos y mozos de termas. Durante
varios meses vivieron de los panes funerarios que hur-
taban de los sepulcros. Petronio asustaba a los viajeros
con su ojo apagado y su negrura que parecía maliciosa.
Desapareció una noche. Siro pensó que lo encontraría
en la celda mugrosa donde había conocido a una mujer
de cabellera revuelta. Pero un salteador ebrio le había
clavado una cuchilla ancha en el cuello, mientras yacían
juntos, a campo abierto, sobre las losas de una sepultura
abandonada.

Petronio • Novelista

57
s u f r a h

Geomante

L a historia de Aladín cuenta por error que el mago


africano fue envenenado en su palacio y que arro-
jaron su cuerpo ennegrecido y resquebrajado por el
poder de la droga a los perros y los gatos; es verdad
que su hermano fue engañado por esta apariencia y
ordenó ser apuñalado, luego de haberse vestido con
la túnica de la santa Fátima; pero también es cierto
que el magrebí Sufrah (ya que ése era su nombre)
solamente se adormeció por la gran potencia del nar-
cótico, y se escapó por una de las veinticuatro ventanas

Sufrah • Geomante

59
del gran salón, mientras Aladín besaba tiernamente a
la princesa.
Apenas puso un pie en la tierra, luego de haber des-
cendido cómodamente a lo largo de un tubo de oro por
donde se desaguaba la gran terraza, el palacio desapa-
reció y Sufrah quedó solo en medio de las arenas del
desierto. No le quedaba ni una sola de las botellas de
vino de África que había ido a buscar a la bodega, a
petición de la embustera princesa. Desesperado, se sentó
bajo el sol ardiente, y sabiendo bien que la extensión
de tórrida arena que lo rodeaba era infinita, se enredó
la cabeza con su capa y esperó la muerte. No poseía ya
ningún talismán; ya no tenía perfumes para hacer sufu-
migaciones; ni siquiera una vara de zahorí que le pudiera
indicar un manantial escondido en las profundidades
para apaciguar su sed. La noche llegó, cálida y azul, pero
alivió un poco la inflamación de sus ojos. Se le ocurrió
entonces la idea de trazar sobre la arena una figura de
geomancia y preguntar si su destino era perecer en el
desierto. Con sus dedos marcó las cuatro grandes líneas,
compuestas de puntos, y puestas bajo la advocación del
Fuego, del Agua, de la Tierra y del Aire a la izquierda; y
a la derecha, del Meridión, del Oriente, del Occidente
y del Septentrión. Y en los extremos de esas líneas,
unió los puntos pares e impares con el fin de componer
la primera figura. Para su regocijo, vio que era la figura
de la Fortuna Mayor, lo cual significaba que escaparía
al peligro, pues la primera figura se debe ubicar en la
primera casa astrológica, que es la casa de quien realiza
la pregunta. Y, en la casa llamada «Corazón del cielo»,

Marcel Schwob

60
volvió a encontrar la figura de la Fortuna Mayor, lo que
le demostró que triunfaría y alcanzaría la gloria. Pero
en la octava casa, la casa de la Muerte, se situó la figura
del Rojo, que anuncia la sangre o el fuego, un presagio
siniestro. Cuando terminó de trazar las figuras de las
doce casas, sacó de ellas dos testigos y de éstos un juez,
con el fin de asegurarse de que su operación había sido
correctamente calculada. La figura del juez fue la de la
Prisión, por lo cual supo que encontraría la gloria, con
gran riesgo, en un lugar cerrado y secreto.
Seguro de que no moriría ahí y en ese momento, Sufrah
se puso a reflexionar. No tenía esperanzas de recuperar
la lámpara, que había sido transportada con todo y el
palacio al centro de China. Sin embargo, pensó que nunca
había indagado quién era el verdadero amo del talismán
y el antiguo poseedor del gran tesoro y del jardín de los
frutos preciosos. Una segunda figura de geomancia, que
leyó según las letras del alfabeto, le reveló los caracteres
s. l. m. n., los cuales trazó sobre la arena, y la décima
casa confirmó que el dueño de aquellos caracteres era
un rey. Sufrah supo de inmediato que la lámpara mara-
villosa había formado parte del tesoro del rey Salomón.
Entonces, estudió con atención todos los signos, y la
Cabeza de Dragón le indicó lo que buscaba, pues estaba
unida por la Conjunción a la figura del Doncel, que señala
las riquezas escondidas bajo tierra, y a la de la Cárcel, en
la que puede leerse la posición de las bóvedas selladas.
Sufrah batió sus palmas, pues la figura de geomancia
mostraba que el cuerpo del rey Salomón se conservaba
en aquella misma tierra de África, y que aún llevaba en

Sufrah • Geomante

61
el dedo su sello omnipotente que otorga la inmortalidad
terrestre, de modo que el rey debía estar dormido desde
hacía miríadas de años. Sufrah, alegre, esperó el alba. A
la media luz azul del amanecer, vio pasar unos beduinos
saqueadores, que tuvieron piedad de su desventura
cuando les imploró, y le dieron una bolsita de dátiles y
un odre lleno de agua.
Sufrah se puso en marcha hacia el lugar señalado.
Era un lugar árido y pedregoso, entre cuatro montañas
desnudas, alzadas como dedos hacia los cuatro rincones
del cielo. Ahí trazó un círculo y pronunció unas palabras;
y la tierra tembló y se abrió, y dejó ver una losa de mármol
con un anillo de bronce. Sufrah tomó el anillo e invocó
tres veces el nombre de Salomón. De inmediato la losa
se levantó, y Sufrah descendió por una escalera estrecha
hacia el subterráneo.
Dos perros de fuego salieron de dos nichos opuestos
y vomitaron llamas entrecruzadas. Pero Sufrah pronunció
el nombre mágico y los perros desaparecieron gruñendo.
Luego encontró una puerta de hierro que giró silencio-
samente en cuanto la tocó. Recorrió un pasillo cavado
en pórfido. Candelabros de siete brazos ardían con luz
eterna. Al fondo del pasillo había una sala cuadrada con
muros de jaspe. En el centro, un brasero de oro arrojaba
un fuerte resplandor. Sobre un lecho construido con un
solo diamante tallado, que parecía un bloque de fuego
frío, estaba tendida una figura vieja, de barba blanca,
con la frente ceñida por una corona. Cerca del rey yacía
un grácil cuerpo disecado, sus manos se tendían aún
para estrechar las suyas; pero el calor de los besos se

Marcel Schwob

62
había extinto. Y, sobre la mano colgante del rey Salomón,
Sufrah vio brillar el gran sello.
Se acercó de rodillas y, arrastrándose hasta el lecho,
alzó su arrugada mano, hizo deslizar el anillo y lo tomó.
Al instante se cumplió la oscura predicción geomán-
tica. El sueño inmortal del rey Salomón fue interrumpido.
En un segundo, su cuerpo se desmoronó y se redujo a
un pequeño puñado de huesos blancos y pulidos que
las delicadas manos de la momia parecían seguir pro-
tegiendo. Pero Sufrah, vencido por el poder de la figura
del Rojo en la casa de la Muerte, eructó en un torrente
bermejo toda la sangre de su vida y cayó en el letargo de
la inmortalidad terrenal. Con el sello del rey Salomón
en el dedo, se recostó cerca del lecho de diamante, pre-
servado de la corrupción durante miríadas de años, en
el lugar cerrado y secreto que había leído en la figura de
la Prisión. La puerta de hierro cayó de nuevo sobre el
pasillo de pórfido y los perros de fuego comenzaron a
velar al geomante inmortal.

Sufrah • Geomante

63
f r a t e d o l c i n o

Hereje

A prendió a conocer las cosas santas en la iglesia de


Orto San Michele, donde su madre lo alzaba para
que pudiera tocar con sus manitas las bellas figuras de
cera colgadas ante la Santa Virgen. La casa de sus padres
colindaba con el baptisterio. Tres veces al día, al alba, al
mediodía y al atardecer, veía pasar dos frailes de la orden
de San Francisco que mendigaban pan y cargaban los
pedazos en una cesta. Con frecuencia los seguía hasta la
puerta del convento. Uno de los monjes era muy viejo:
afirmaba haber sido ordenado todavía por San Francisco

Frate Dolcino • Hereje

65
en persona. Le prometió al niño que le enseñaría a hablar
con los pájaros y con todas las pobres bestias de los
campos. Pronto Dolcino comenzó a pasar sus días en
el convento. Cantaba con los frailes y su voz era fresca.
Cuando sonaba la campana para pelar las verduras,
los ayudaba a limpiar las hierbas alrededor de la gran
tina. Roberto el cocinero le prestaba un viejo cuchillo y
le permitía tallar las escudillas con su paño. A Dolcino le
gustaba mirar en el refectorio la pantalla de la lámpara en
la que se veían pintados los doce apóstoles calzados con
sandalias de madera y pequeños mantos que les cubrían
los hombros.
Pero su más grande placer era salir con los frailes
cuando se iban a mendigar pan de puerta en puerta,
y cargar su canasta tapada con una tela. Un día en que
caminaban así, a la hora en que el sol se hallaba en lo alto
del cielo, les negaron la limosna en varias casas bajas
a la orilla del río. El calor era fuerte: los frailes tenían
mucha sed y mucha hambre. Entraron a un patio que
no conocían y Dolcino, soltando su canasta, exclamó
con sorpresa. Aquel patio estaba cubierto de frondosas
viñas, completamente lleno de un verdor delicioso y
claro; había leopardos que saltaban junto a muchos otros
animales de ultramar, y se veían, sentados, muchachas
y muchachos vestidos con telas brillantes que tocaban
apaciblemente sus fídulas y cítaras. Allí la calma era
profunda; la sombra, espesa y olorosa. Todos escuchaban
en silencio a quienes cantaban y el canto era extraordi-
nario. Los frailes no dijeron nada; su hambre y su sed
estaba satisfecha; no se atrevieron a pedir nada. Con

Marcel Schwob

66
gran pesar, se decidieron a salir; pero a orillas del río,
al voltear hacia atrás, no vieron ninguna abertura en la
muralla. Creyeron que había sido una visión de nigro-
mancia, hasta que Dolcino destapó su canasta. Estaba
llena de panes blancos, como si Jesús con sus propias
manos hubiera multiplicado las ofrendas.
Así le fue revelado a Dolcino el milagro de la
mendicidad. Sin embargo, no entró en la orden, pues
había recibido una idea más elevada y más singular de
su vocación. Los hermanos lo llevaban por los caminos
cuando iban de un convento a otro, de Bolonia a Módena,
de Parma a Cremona, de Pistoya a Lucca. Y fue en Pisa
donde se sintió arrastrado por la verdadera fe. Dormía
sobre la cresta de un muro del palacio episcopal,
cuando lo despertó el sonido de una buccina. Una
multitud de niños que llevaban ramos y velas encendidas
rodeaba en la plaza a un hombre salvaje que soplaba
una trompeta de bronce. Dolcino creyó ver a San Juan
Bautista. Este hombre tenía una barba larga y negra;
estaba vestido con un manto de cilicio oscuro marcado
con una ancha cruz roja desde el cuello hasta los pies;
alrededor de su cuerpo llevaba puesta una piel de animal.
Vociferaba con una voz terrible: Laudato et benedetto
et glorificato sia lo Patre; y los niños lo repitieron en
voz alta; luego añadió: sia lo Fijo, y los niños repitieron;
luego añadió: sia lo Spiritu Sancto; y los niños dijeron lo
mismo que él; luego cantó con ellos: ¡Alleluia, alleluia,
alleluia! Al final tocó la trompeta y se puso a predicar.
Su palabra era áspera como el vino de montaña, pero a
Dolcino lo atrajo. Dondequiera que el monje del cilicio

Frate Dolcino • Hereje

67
tocaba su buccina, Dolcino iba a admirarlo, deseando
una vida como la suya. Era un ignorante agitado por la
violencia; no sabía una palabra de latín; para ordenar
la penitencia, gritaba: ¡Penitenzagite! Pero anunciaba de
forma siniestra las predicciones de Merlín, y de la Sibila,
y del abad Joaquín, que se encuentran en el Libro de las
Figuras; profetizaba que el anticristo había venido en la
forma del emperador Federico Barbarroja, que su ruina
estaba consumada y que muy pronto las Siete Órdenes
se alzarían después de él, siguiendo la interpretación
de la Escritura. Dolcino lo siguió hasta Parma, donde,
inspirado, lo comprendió todo.
El Anunciador precedía a Aquel que debía venir, el
fundador de la primera de las Siete Órdenes. Sobre la
piedra erigida en Parma en la que, desde hacía años,
el podestà se dirigía al pueblo, Dolcino proclamó la
nueva fe. Decía que había que vestirse con esclavinas de
tela blanca, como los apóstoles que estaban pintados en
la pantalla de la lámpara del refectorio de los Hermanos
Menores. Aseguraba que no bastaba con bautizarse; así
que, para regresar enteramente a la inocencia de los niños,
se fabricó una cuna, hizo que lo envolvieran en pañales
y le pidió pecho a una mujer simple que lloró de piedad.
Para poner a prueba su castidad, le rogó a una burguesa
que convenciera a su hija para que se acostara pegada a
su cuerpo, completamente desnuda, en una cama. Men-
digó un saco lleno de denarios y los distribuyó entre los
pobres, los ladrones y las mujeres de la calle, declarando
que ya no hacía falta trabajar, sino vivir como los ani-
males en el campo. Roberto, el cocinero del convento,

Marcel Schwob

68
se escapó para seguirlo y alimentarlo en una escudilla
que le había robado a los pobres frailes. La gente pia-
dosa creyó que habían vuelto los tiempos de los Caba-
lleros de Jesucristo y los Caballeros de Santa María, y de
aquellos que antaño habían seguido, errantes y enloque-
cidos, a Gerardino Secarelli. Extasiados, se amontonaban
alrededor de Dolcino y murmuraban: «¡Padre, padre,
padre!». Pero los Hermanos Menores hicieron que lo
echaran de Parma. Una jovencita de casa noble, Mar-
gherita, corrió tras él por la puerta que da al camino de
Placencia. Él la cubrió con un sayo marcado con una cruz
y se la llevó. Los porqueros y los vaqueros los observaban
desde el lindero de los campos. Muchos abandonaron sus
animales y se les unieron. Mujeres prisioneras, que los
hombres de Cremona habían mutilado cruelmente cor-
tándoles la nariz, les imploraron y los siguieron. Tenían
la cara envuelta con un paño blanco; Margherita las ins-
truyó. Se establecieron en una montaña boscosa, no muy
lejos de Novara, y practicaron la vida en común. Dolcino
no estableció ni regla ni orden alguna, convencido de
que ésa era la doctrina de los apóstoles, y de que todas
las cosas debían compartirse caritativamente. Los que
querían se alimentaban con bayas de los árboles; otros
mendigaban en los pueblos; otros robaban ganado. La
vida de Dolcino y de Margherita fue libre bajo el cielo.
Pero la gente de Novara no quiso comprenderlo. Los
campesinos se quejaban de los robos y del escándalo.
Mandaron traer una banda de hombres armados para
rodear la montaña. Los Apóstoles fueron echados por
los lugareños. A Dolcino y Margherita los ataron sobre

Frate Dolcino • Hereje

69
un asno, con la cara vuelta hacia la grupa; los llevaron
hasta la plaza mayor de Novara. Fueron quemados allí
en la hoguera misma, por orden de la justicia. Dolcino
pidió una sola gracia: que les dejaran puestas, durante el
suplicio, entre las llamas, como los Apóstoles en la pan-
talla de la lámpara, sus dos esclavinas blancas.

Marcel Schwob

70
c e c c o a n g i o l i e r i

Poeta rencoroso

C ecco Angiolieri nació lleno de rencor en Siena, el mismo


día que Dante Alighieri en Florencia. Su padre, enri-
quecido en el comercio de la lana, se inclinaba a favor del
Imperio. Desde su infancia, Cecco tuvo envidia de los pode-
rosos, los despreció y murmuró oraciones. Muchos nobles
ya no querían someterse al papa. Sin embargo, los gibelinos
habían cedido. Pero entre los mismo güelfos estaban los
Blancos y los Negros. Los Blancos no repudiaban la inter-
vención imperial; los Negros permanecían fieles a la Iglesia,

Cecco Angiolieri • Poeta rencoroso

71
a Roma, a la Santa Sede. Cecco tuvo el instinto de volverse
Negro, tal vez porque su padre era Blanco.
Lo odió casi desde su primer aliento. A los quince años,
reclamó su parte de la fortuna, como si el viejo Angiolieri
hubiera muerto. Su negativa lo irritó y dejó la casa paterna.
Desde entonces nunca dejó de quejarse con quien fuera y
con los cielos. Llegó a Florencia por el camino real. Los
Blancos seguían reinando allí, incluso después de haber
expulsado a los gibelinos. Cecco mendigó su pan, constató
la dureza de su padre y acabó por albergarse en la pocilga
de un zapatero que tenía una hija. Se llamaba Becchina y
Cecco creyó que la amaba.
El zapatero era un hombre simple, devoto de la Virgen,
de la que llevaba medallas consigo; estaba convencido de
que su devoción le daba derecho a fabricar sus zapatos
con mal cuero. Conversaba con Cecco de la santa teología
y de la excelencia de la gracia, a la luz de una vela de
resina, antes de la hora de acostarse. Becchina lavaba los
platos y su cabello estaba constantemente revuelto. Se
burlaba de Cecco por tener la boca torcida.
Por aquel entonces, comenzaron a extenderse por
Florencia los rumores del amor excesivo que le había
profesado Dante degli Alighieri a la hija de Folco di
Ricovero Portinari, Beatrice. La gente letrada se sabía
de memoria las canciones que le había dedicado. Cecco
las escuchó recitar y las reprobó con vehemencia.
—Ay, Cecco —le dijo Becchina—, te burlas de ese tal
Dante, pero tú no podrías dedicarme unos versos tan
hermosos a mí.
—Ya veremos —dijo Angiolieri, riendo con sorna.

Marcel Schwob

72
Y primeramente compuso un soneto donde criticaba
la métrica y el sentido de las canciones de Dante. Luego,
le escribió versos a Becchina, que no sabía leer, y que se
reventaba de risa cuando Cecco se los declamaba, porque
no podía soportar las muecas amorosas de su boca.
Cecco era pobre y desnudo como una piedra de
iglesia. Amaba a la madre de Dios con furor, lo que le
ganaba la indulgencia del zapatero. Los dos se veían con
unos miserables eclesiásticos a sueldo de los Negros. Se
esperaba mucho de Cecco, que parecía un iluminado,
pero no había dinero para darle. Así, a pesar de su fe
loable, el zapatero tuvo que casar a Becchina con un
vecino gordo, Barberino, que vendía aceite. «¡Y el aceite
puede ser santo!», le dijo piadosamente el zapatero a
Cecco Angiolieri para excusarse. La boda se realizó por
las mismas fechas en que Beatrice se casó con Simone
de Bardi. Cecco imitó el dolor de Dante.
Pero Becchina no murió. El 9 de junio de 1291, Dante
dibujaba sobre una tablilla y era el primer aniversario
de la muerte de Beatrice. Resultó que había dibujado un
ángel cuyo rostro se parecía al rostro de la bien amada.
Once días después, el 20 de junio, Cecco Angiolieri (al
estar Barberino ocupado en el mercado de aceites) se ganó
de Becchina el favor de besarla en la boca, y compuso
un ardiente soneto. El odio no disminuyó en su corazón.
Quería oro además de amor. No pudo sacárselo a los
usureros. Esperó conseguirlo de su padre y partió para
Siena. Pero el viejo Angiolieri le negó a su hijo incluso
un vaso de vino flojo, y lo dejó sentado en la calle, delante
de su casa.

Cecco Angiolieri • Poeta rencoroso

73
Cecco había visto en la sala un saco de florines recién
acuñados. Eran la renta de Arcidosso y de Montegiovi.
Se moría de hambre y de sed; sus ropas estaban rasgadas,
su camisa apestaba a humo. Regresó, polvoriento, a Flo-
rencia, y Barberino lo echó de su tienda, por culpa de
sus andrajos.
Cecco volvió por la noche a la pocilga del zapatero, a
quien encontró cantando una dócil canción para María
entre el humo de su vela.
Se abrazaron y lloraron piadosamente. Después del
himno, Cecco le contó al zapatero del odio terrible y
desesperado que sentía por su padre, vejestorio que ame-
nazaba con vivir tanto como el Judío Errante Botadeo.
Un sacerdote que entraba para conversar acerca de las
necesidades del pueblo lo convenció de esperar su
liberación en condición monástica. Condujo a Cecco a
una abadía donde le dieron una celda y un viejo hábito.
El prior le impuso el nombre de fray Enrique. En el coro,
durante los cantos nocturnos, tocaba con la mano las
losas austeras y frías como él. La rabia le apretaba la
garganta cuando pensaba en las riquezas de su padre; le
parecía más fácil que el mar se secara antes que su padre
muriera. Se sentía tan desposeído que por momentos
creyó que le hubiera gustado ser marmitón de cocina.
«Es algo», se decía, «a lo que uno bien podría aspirar».
En otros momentos, lo poseía la locura del orgullo:
«Si fuera el fuego», pensaba, «quemaría el mundo; si
fuera el viento, haría soplar huracanes; si fuera el agua,
lo ahogaría en el diluvio; si fuera Dios, lo hundiría en
el espacio; si fuera el papa, ya no habría paz bajo el

Marcel Schwob

74
sol; si fuera el emperador, rodarían cabezas a diestra y
siniestra; si fuera la Muerte, iría a buscar a mi padre…
si fuera Cecco… ésa es toda mi esperanza». Pero era el
frate Arrigo. Entonces regresó a su odio. Se consiguió
una copia de las canciones para Beatrice y las comparó
pacientemente con los versos que le había escrito a
Becchina. Un monje errante le contó que Dante hablaba
de él con desdén. Buscó la manera de vengarse. La supe-
rioridad de los sonetos a Becchina le parecía evidente. Las
canciones para Bice (la llamaba por su nombre común)
eran abstractas y pálidas; las suyas estaban llenas de
fuerza y de color. Primero, le envió versos de insulto a
Dante; luego, pensó en denunciarlo al buen rey Carlos,
conde de Provenza. Finalmente, como nadie reparó ni en
sus poesías ni en sus cartas, se quedó en la impotencia.
Al final se hartó de alimentar su odio en la inacción,
se despojó de su hábito, volvió a ponerse su camisa sin
broche, su chaqueta gastada, su capucha deslavada por
la lluvia y regresó a buscar la ayuda de los Hermanos
devotos que trabajaban para los Negros.
Una gran alegría lo esperaba. Dante había sido deste-
rrado: no quedaban sino partidos oscuros en Florencia.
El zapatero le murmuraba humildemente a la Virgen el
próximo triunfo de los Negros. Cecco Angiolieri olvidó
a Becchina en su voluptuosidad. Anduvo por los arroyos,
comió puntas de pan duro, corrió detrás de los enviados
de la Iglesia que iban a Roma y regresaban a Florencia.
Vieron que podría servir. Corso Donati, violento jefe de
los Negros, regresó a Florencia y, poderoso, lo empleó
junto a otros más. La noche del 10 de junio de 1304, una

Cecco Angiolieri • Poeta rencoroso

75
turba de cocineros, tintoreros, herreros, curas y mendigos
invadió el barrio noble de Florencia donde estaban las
hermosas casas de los Blancos. Cecco Angiolieri blandía
la antorcha resinosa del zapatero, quien lo seguía a la dis-
tancia, admirando los decretos celestiales. Incendiaron
todo y Cecco encendió la madera de los balcones de los
Cavalcanti, que habían sido amigos de Dante. Esa noche
sació su sed de odio con fuego. Al día siguiente, le envió
versos de insulto a Dante «el Lombardo» a la corte de
Verona. Ese mismo día, se convirtió en Cecco Angiolieri,
como lo había anhelado desde hace tantos años: su padre,
tan viejo como Elías o Enoc, murió.
Cecco corrió a Siena, forzó las tapas de los cofres y
hundió sus manos en los sacos de florines nuevos, se
repitió cien veces que ya no era el pobre fray Enrique, sino
noble, señor de Arcidosso y de Montegiovi, más rico que
Dante y mejor poeta. Después pensó que era un pecador
y que había deseado la muerte de su padre. Se arrepintió.
Garabateó un soneto en el acto para solicitarle al papa
una cruzada contra todos aquellos que insultaran a sus
padres. Ávido de confesarse, volvió aprisa a Florencia,
abrazó al zapatero, le suplicó que intercediera por él ante
María. Corrió a la tienda del vendedor de ceras santas y
compró un cirio de gran tamaño. El zapatero lo encendió
fervorosamente. Ambos lloraron y le rezaron a Nuestra
Señora. Hasta tardes horas de la noche, se escuchó la
apacible voz del zapatero que cantaba alabanzas, se rego-
cijaba con su tea y enjugaba las lágrimas de su amigo.

Marcel Schwob

76
pa o l o u c c e l l o

Pintor

S u verdadero nombre era Paolo di Dono, pero los


florentinos lo llamaban Uccelli, o «Pablo Pájaros»,
debido a la gran cantidad de figuras de pájaros y de
animales pintados que llenaban su casa, ya que era
demasiado pobre para alimentar animales o para
procurarse aquellos que no conocía. Se dice incluso que
en Padua realizó un fresco de los cuatro elementos y
que le dio como atributo al aire la imagen del camaleón.
Pero nunca había visto uno, de modo que representó
un camello panzón con el hocico abierto. (El camaleón,

Paolo Uccello • Pintor

77
explica Vasari, se asemeja a una lagartija seca, mientras
que el camello es un animal grande y desgarbado). Pues
a Uccello no le preocupaba la realidad de las cosas, sino
su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de ahí que
pintara campos azules, y ciudades rojas, y caballeros
vestidos con armaduras negras sobre caballos de ébano
con la boca en llamas, y lanzas dirigidas como rayos de
luz hacia todos los puntos del cielo. Tenía la costumbre
de dibujar mazzocchi, que son unos círculos de madera
recubiertos de paño que se ponen en la cabeza para que
los pliegues de la tela sobrante rodeen todo el rostro.
Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros
con facetas en forma de pirámides y de conos, según
todas las apariencias de la perspectiva, de tal manera que
encontraba un mundo de combinaciones en los pliegues
del mazzocchio. Y el escultor Donatello le decía: «¡Ay,
Paolo, cambias la sustancia por su sombra!».
Pero el Pájaro continuaba su obra paciente, y agrupaba
los círculos, y dividía los ángulos, y examinaba todas las
criaturas en todos sus aspectos, e iba a pedir la interpre-
tación de los problemas de Euclides a su amigo el mate-
mático Giovanni Manetti; luego se encerraba y llenaba
sus pergaminos y sus tablas de puntos y de curvas. Se
dedicó perpetuamente al estudio de la arquitectura, con
la ayuda de Filippo Brunelleschi; pero no tenía la inten-
ción de construir. Se limitaba a observar la dirección
de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y
la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y la
manera en que las bóvedas convergían en sus claves, y
el escorzo en abanico de las vigas del techo que parecía

Marcel Schwob

78
unirse en el extremo de los largos salones. Representaba
también todos los animales y sus movimientos, y los
gestos de los hombres, con el fin de reducirlos a líneas
simples.
Luego, tal como el alquimista que examinaba las
mezclas de metales y órganos y las observaba fusionarse
en su horno para encontrar oro, Uccello vertía todas las
formas en el crisol de las formas. Las reunía, y las com-
binaba, y las fundía, para conseguir su transmutación en
la forma simple de la que dependen todas las demás. Por
eso Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo
de su pequeña casa. Creyó que podría convertir todas
las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el
universo creado tal como se reflejaba en los ojos de Dios,
quien ve surgir todas las figuras de un centro complejo. A
su alrededor vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi,
Donatello, cada uno orgulloso y maestro de su arte, bur-
lándose del pobre Uccello, y de su locura por la perspec-
tiva, compadeciéndose de su casa llena de arañas, vacía
de provisiones; pero Uccello era aún más orgulloso. Con
cada nueva combinación de líneas esperaba haber des-
cubierto el modo de crear. La imitación no era la meta
que se había fijado, sino el poder de desarrollar sobera-
namente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas
con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas
figuras de mármol del gran Donatello.
Así vivía el Pájaro, con su cabeza pensativa envuelta
en su capa. No sabía ni lo que comía ni lo que bebía,
sino que era exactamente igual a un ermitaño. De tal
modo que, en un prado, cerca de un círculo de viejas

Paolo Uccello • Pintor

79
piedras hundidas entre la hierba, un día divisó a una
muchacha que reía, con la cabeza ceñida por una guir-
nalda. Llevaba un vestido largo y delicado sostenido a
la cadera por un listón pálido. Sus movimientos eran
tan gráciles como los tallos que su cuerpo arqueaba.
Su nombre era Selvaggia, y le sonrió a Uccello. Él notó
la flexión de su sonrisa, y cuando ella lo miró, Uccello
vio todas las pequeñas líneas de sus cejas, y los círculos
de sus pupilas, y la curva de sus párpados, y los entre-
lazamientos sutiles de su cabello, e hizo describir en
su pensamiento a la guirnalda que ceñía su frente una
multitud de posturas. Pero de aquello Selvaggia no
supo nada, porque sólo tenía trece años. Tomó de la
mano a Uccello y lo amó. Era la hija de un tintorero de
Florencia, y su madre había muerto. Otra mujer había
llegado a su casa y había golpeado a Selvaggia. Uccello
se la llevó a la suya.
Selvaggia se quedaba acuclillada todo el día frente al
muro en el que Uccello trazaba las formas universales.
Jamás comprendió por qué prefería observar las líneas
rectas y las líneas arqueadas en lugar de ver la tierna
figura que se alzaba ante él. Por la noche, cuando Bru-
nelleschi o Manetti venían a estudiar con Uccello, ella
se dormía después de medianoche, al pie de las rectas
entrecruzadas, en el círculo de sombra que se extendía
bajo la lámpara. Por la mañana, se despertaba antes
que Uccello y se alegraba porque se hallaba rodeada de
pájaros pintados y de animales de colores. Uccello dibujó
sus labios, y sus ojos, y su cabello, y sus manos, y fijó
todas las actitudes de su cuerpo; pero nunca pintó su

Marcel Schwob

80
retrato, tal como hacían los otros pintores que amaban
a una mujer. Pues el Pájaro no conocía la alegría de limi-
tarse al individuo, no se quedaba en un solo lugar: quería
planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares.
Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arro-
jadas al crisol de las formas, junto a los movimientos de
los animales, y las líneas de los planetas y las piedras,
y los rayos de luz, y las ondulaciones de los vapores
terrestres y de las olas del mar. Sin acordarse de Selva-
ggia, Uccello parecía estar eternamente encorvado sobre
el crisol de las formas.
Mientras tanto, no había qué comer en la casa de
Uccello. Selvaggia no se atrevía a decirle a Donatello ni
a los demás. Se quedó callada y murió. Uccello representó
la rigidez de su cuerpo, y la unión de sus manitas flacas,
y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba
muerta, como tampoco había sabido si había estado viva.
Pero arrojó estas nuevas formas junto a todas aquellas
que ya había reunido.
El Pájaro se hizo viejo, y nadie entendía ya sus
pinturas. Sólo veían una confusión de curvas. Ya no
reconocían ni la tierra, ni las plantas, ni los animales,
ni los hombres. Desde hacía muchos años, trabajaba
en su obra suprema, que ocultaba de todas las miradas.
Debía abarcar todas sus investigaciones y era la imagen
de éstas en su concepción. Era Santo Tomás incrédulo,
tentando la llaga de Cristo. Uccello terminó su pintura a
los ochenta años. Mandó llamar a Donatello y la destapó
piadosamente ante él. Donatello exclamó: «¡Ay, Paolo,
vuelve a cubrir tu pintura!». El Pájaro interrogó al gran

Paolo Uccello • Pintor

81
escultor, pero no quiso decir nada más. De manera que
Uccello supo que había consumado el milagro. Pero
Donatello sólo había visto un revoltijo de líneas.
Algunos años después, encontraron a Paolo Uccello
muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba
radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio
revelado. Sostenía en su mano estrictamente cerrada
un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelaza-
mientos que iban del centro a la circunferencia y que
volvían de la circunferencia al centro.

Marcel Schwob

82
n i c o l a s l oy s e l e u r

Juez

N ació el día de la Asunción, y fue devoto de la Virgen.


Era su costumbre invocarla en todas las circunstan-
cias de su vida y no podía escuchar su nombre sin que los
ojos se le llenaran de lágrimas. Luego de haber estudiado
en una pequeña buhardilla de la calle Saint-Jacques bajo
la férula de un clérigo flaco, en compañía de tres niños
que mascullaban la doctrina de Donato y los Salmos de la
penitencia, aprendió trabajosamente la lógica de Ockham.
Fue así que pronto se volvió bachiller y maestro en artes.
Las venerables personas que lo instruían notaron en él

Nicolas Loyseleur • Juez

83
una gran dulzura y una encantadora afectación. Tenía
unos labios gruesos de los que se deslizaban palabras de
adoración. Desde que obtuvo su bachillerato de teología,
la Iglesia puso sus ojos en él. Ofició primero en la diócesis
del obispo de Beauvais, que supo de sus cualidades y
se sirvió de él para avisar a los ingleses que asediaban
Chartres sobre los diversos movimientos de los capitanes
franceses. Cuando tuvo alrededor de 35 años, lo nom-
braron canónigo de la catedral de Ruán. Allí, se volvió
buen amigo de Jean Bruillot, canónigo y poeta, con quien
salmodiaba bellas letanías en honor a María.
A veces le reprochaba a Nicole Coppequesne, quien
estaba en su capítulo, su desafortunada predilección
por Santa Anastasia. Nicole Coppequesne no dejaba
de admirarse de que una muchacha tan sensata hubiera
encantado a un prefecto romano hasta el punto de hacer
que se enamorara, en una cocina, de las marmitas y los
calderos que besaba con fervor; a tal punto que, con el
rostro todo ennegrecido, se veía igual a un demonio. Pero
Nicolas Loyseleur le mostró cuán superior fue el poder
de María al devolverle la vida a un monje ahogado. Se
trataba de un monje lúbrico, pero que nunca se había
olvidado de venerar a la Virgen. Una noche, al levantarse
para ir a sus malas obras, tuvo la precaución, mientras
pasaba frente al altar de Nuestra Señora, de hacer una
genuflexión y de saludarla. Su lubricidad hizo, esa misma
noche, que se ahogara en el río. Pero los demonios no
consiguieron llevárselo, y cuando los monjes sacaron su
cuerpo del agua, al día siguiente, abrió de nuevo los ojos,
reanimado por la gracia de María. «¡Ah! Esta devoción

Marcel Schwob

84
es un remedio selecto», suspiraba el canónigo, «y una
persona venerable y discreta como usted, Coppenesque,
debe sacrificar por ella su amor a Anastasia».
La gracia persuasiva de Nicolas Loyseleur no fue
olvidada por el obispo de Beauvais cuando comenzó a
instruir en Ruán el proceso de Jeanne la Lorenesa. Nicolas
se vistió con hábitos cortos, laicos, y, con su tonsura oculta
debajo de una capucha, se introdujo en la pequeña celda
redonda, debajo de una escalera, donde estaba encerrada
la prisionera.
—Jeannette —dijo, manteniéndose en la sombra —me
parece que Santa Catalina me envía con usted.
—¿En nombre de Dios quién es usted? —dijo Jeanne.
—Un pobre zapatero de Greu —dijo Nicolas—. ¡Ay
de nuestro desafortunado país! Los godons me han cap-
turado como a usted, hija mía... ¡alabada sea usted por
los cielos! Mire, la conozco bien; y la he visto una y
otra vez cuando venía a rezarle a la santísima Madre
de Dios en la iglesia de Santa María de Bermont. Y con
usted he oído con frecuencia las misas de nuestro buen
cura Guillaume Front. ¡Ay!, ¿se acuerda usted bien de
Jean Moreau y de Jean Barre de Neufchâteau? Son mis
compañeros.
Jeanne se puso a llorar.
—Jeannette, tenga confianza en mí —dijo Nicolas—,
me ordenaron clérigo cuando era niño. Y, fíjese, aquí
tengo la tonsura. Confiésese, hija mía, confiésese con toda
libertad, pues soy amigo de nuestro gracioso rey Charles.
—De buen grado me confesaré con usted, amigo mío
—dijo la buena de Jeanne.

Nicolas Loyseleur • Juez

85
Habían hecho un agujero en el muro; y en el exterior,
en un peldaño de la escalera, Guillaume Manchon y
Bois-Guillaume registraban los minutos de la confesión.
Nicolas Loyseleur decía:
—Jeannette, persista en su palabra y sea constante;
los ingleses no se atreverán a hacerle daño.
Al día siguiente, Jeanne se presentó ante los jueces.
Nicolas Loyseleur se situó con un notario, oculto en
una ventana, detrás de una cortina de sarga, con el
fin de confirmar las acusaciones y dejar en blanco los
descargos. Pero los dos otros escribanos protestaron.
Cuando Nicolas reapareció en la sala, le hizo señas a
Jeanne para que no pareciera sorprendida, y presenció
con seriedad el interrogatorio.
El 9 de mayo, opinó en la gran torre del castillo que
los tormentos debían ser inmediatos.
El 12 de mayo, los jueces se reunieron en casa del
obispo de Beauvais, con el fin de deliberar si era útil
torturar a Jeanne. Guillaume Erart pensaba que no valía
la pena, al haber material suficientemente vasto y sin
tortura. El maestro Nicolas Loyseleur dijo que le parecía
que, como medicina para su alma, sería bueno que fuera
sometida a tortura; pero su consejo no prevaleció.
El 24 de mayo, Jeanne fue llevada al cementerio de
Saint-Ouen, donde la hicieron subir al cadalso de yeso.
Descubrió a su lado a Nicolas Loyseleur que le hablaba
al oído mientras Guillaume Erart le predicaba. Cuando
la amenazaron con quemarla, se puso pálida; mientras
el canónigo la sostenía, le guiñó el ojo a los jueces y
dijo: «Abjurará». Le guió la mano para marcar con una

Marcel Schwob

86
cruz y un círculo el pergamino que le habían acercado.
Luego la acompañó por una puertita baja y le acarició
los dedos:
—Jeannette mía —le dijo—, ha tenido una buena
audiencia, Dios mediante; ha salvado su alma. Jeanne,
confíe en mí, porque si usted así lo quiere, será liberada.
Reciba sus ropas de mujer, haga todo lo que se le ordenará;
de otro modo estará usted en peligro de muerte. Y si
usted hace lo que yo le digo, se salvará, va a estar muy
bien y no sufrirá; estará bajo el poder de la Iglesia.
El mismo día, luego de cenar, fue a verla a su nueva
prisión. Era una habitación mediana del castillo a la que
se llegaba subiendo ocho peldaños. Nicolas se sentó en
la cama, cerca de la que había un gran madero atado a
una cadena de hierro.
—Jeannette —le dijo—, ve usted cómo Dios y Nuestra
Señora le han tenido hoy una gran misericordia, ya que
la han recibido en la gracia y misericordia de nuestra
Santa Madre Iglesia; habrá que obedecer con mucha
humildad a las sentencias y recomendaciones de los
jueces y las figuras eclesiásticas, renunciar a sus antiguas
fantasías y ya no volver a ellas, pues de lo contrario
la Iglesia la abandonará para siempre. Tenga, ropas
honestas de mujer virtuosa; Jeannette, cuídelas mucho;
y hágase cortar pronto ese cabello que le veo y que lleva
cortado en círculo.
Cuatro días después, Nicolas se metió en la noche a la
habitación de Jeanne y le robó la camisa y la saya que le
había dado. Cuando le anunciaron que se había vuelto a
poner sus ropas de hombre:

Nicolas Loyseleur • Juez

87
—¡Ay —dijo—, es relapsa y ha caído en lo más hondo
del mal!
Y en la capilla del arzobispo, repitió las palabras del
doctor Gilles de Duremort:
—Nosotros, los jueces, no podemos sino declarar
hereje a Jeanne y entregarla a la justicia secular, supli-
cando que la trate con benevolencia.
Antes de que la llevaran al lóbrego cementerio, Loyse-
leur fue a exhortarla en compañía de Jean Toutmouillé.
—¡Ay, Jeannette —le dijo—, ya no esconda la verdad!
Ahora ya sólo queda pensar en la salvación de su
alma. Hija mía, créame: en un momento, en medio de
la asamblea, usted se humillará y hará, de rodillas, su
confesión pública. Que sea pública, Jeanne, humilde y
pública, como medicina para su alma.
Y Jeanne le suplicó que le recordara hacerlo, pues
temía no atreverse delante de tanta gente.
Se quedó para verla arder. Fue entonces cuando se
manifestó visiblemente su devoción a la Virgen. Tan
pronto como escuchó las invocaciones de Jeanne a Santa
María, comenzó a llorar a lágrima tendida. A tal punto
lo conmovía el nombre de Nuestra Señora. Los soldados
ingleses creyeron que se apiadaba de ella, lo abofetearon
y lo persiguieron con la espada en alto. Si el conde de
Warwick no le hubiera dado su ayuda, lo habrían dego-
llado. Se montó a duras penas en un caballo del conde
y huyó.
Durante largas jornadas, erró por los caminos de
Francia, sin atreverse a volver a Normandía y temiendo
a la gente del rey. Al fin llegó a Basilea. Sobre el puente

Marcel Schwob

88
de madera, entre las casas puntiagudas, cubiertas de tejas
estriadas en ojivas, y las torres cónicas azules y amarillas,
de repente se sintió deslumbrado por las luces del Rin.
Creyó que se ahogaba, como aquel monje lúbrico, en
medio del agua verde que se arremolinaba ante sus ojos;
la palabra María se le ahogó en la garganta, y murió con
un sollozo.

Nicolas Loyseleur • Juez

89
k a t h e r i n e
l a e n c a j e r a

Mujer de la vida

N ació a mediados del siglo XV, en la calle de la Par-


cheminerie, cerca de la calle Saint-Jacques, durante
un invierno en el que hacía tanto frío que los lobos
corrían sobre la nieve por París. Una anciana, que tenía
la nariz roja bajo su caperuza, la recogió y la crio. Al
principio jugaba bajo los porches con Perrenette, Gui-
llemette, Ysabeau y Jehanneton, que usaban pequeñas
sayas y sumergían las manitas enrojecidas en los arroyos
para atrapar pedazos de hielo. Miraban también a la

Katherine la Encajera • Mujer de la vida

91
gente que estafaba a los viandantes en el juego de mesa
llamado alquerque de nueve. Y bajo los tejadillos, ace-
chaban las cubetas llenas de tripas y las largas salchichas
bamboleantes y los grandes ganchos de fierro donde
los carniceros colgaban los cuartos de carne. Cerca de
Saint-Benoît le Bétourné, donde están las escribanías,
escuchaban rechinar las plumas y apagaban las velas en
las narices de los escribanos, al anochecer, a través de los
tragaluces de las tiendas. En el Petit Pont, se burlaban de
las vendedoras de arenques y escapaban rápidamente
hacia la plaza Maubert, se escondían en las esquinas de la
calle de Trois-Portes; luego, sentadas sobre el borde
de la fuente, parloteaban hasta la bruma de la noche.
Así pasó la primera infancia de Katherine, antes de
que la anciana le enseñara a sentarse frente a una almo-
hadilla de encajes y a entrecruzar pacientemente los
hilos de todas las bobinas. Más tarde, se volvió diestra
en su oficio, así como Jehanneton que se había vuelto
sombrerera, Perrenette lavandera, Ysabeau guantera,
y Guillemette, la más afortunada, salchichera, con su
carita color carmesí que relucía como si hubiera sido
untada con sangre de puerco fresca. Aquellos que habían
jugado al alquerque de nueve ya empezaban otro tipo
de empresas; algunos estudiaban en el monte Sainte-Ge-
neviève, otros barajaban cartas en Trou-Perrette, otros
chocaban sus jarros con vino de Aunis en la Pomme de
Pin y otros se peleaban en la taberna de la Gorda Margot.
Al mediodía, se les veía a la entrada de la taberna, en la
calle aux Fèves, y a medianoche, salían por la puerta de
la calle aux Juifs. En cuanto a Katherine, se dedicaba a

Marcel Schwob

92
entrelazar los hilos de sus encajes, y las noches de verano
tomaba el sereno en el banco de la iglesia, donde estaba
permitido reír y platicar.
Katherine vestía una camiseta de tela cruda y una
sobrevesta de color verde; los atavíos la enloquecían
por completo y nada odiaba tanto como el rodete que
distingue a las muchachas que no son de linaje noble.
Amaba por igual los testones, los blancos y, sobre todo,
los escudos de oro. Por eso fue que se juntó con Casin
Cholet, quien era sargento de vara del Châtelet; al amparo
de su oficio, ganaba dinero mal habido. Con frecuencia
cenaba en su compañía en la hostería de la Mule, frente a
la iglesia des Mathurins; y, después de cenar, Casin Cholet
iba a robar gallinas al otro lado de los fosos de París. Las
traía debajo de su gran tabardo y se las vendía muy bien
a la Machecroue, viuda de Arnoul, hermosa vendedora
de aves de la puerta del Petit-Châtelet.
Y muy pronto Katherine dejó su oficio de encajera,
pues la anciana de nariz roja se pudría ya en el osario des
Innocents. Casin Cholet le encontró a su compañera un
cuartito bajo, cerca de Trois-Pucelles, y allí la iba a ver al
atardecer. No le prohibía asomarse por la ventana, con
los ojos ennegrecidos con carboncillo y las mejillas emba-
durnadas de albayalde; y todos los jarros, tazas y platos de
frutas en que Katherine le daba de comer y beber a quienes
pagaban bien, habían sido robados en la Chaire, o en los
Cygnes, o en la posada del Plat-d’Étain. Casin Cholet
desapareció un día en que había empeñado el vestido y el
cinto de plata de Katherine en las Trois-Lavandières. Sus
amigos le dijeron a la encajera que había sido azotado en

Katherine la Encajera • Mujer de la vida

93
la culata de una carreta y echado de París, por orden del
preboste, por la puerta Baudoyer. No lo vio nunca más;
y sola, ya sin ánimos de ganar dinero, se volvió mujer de
la vida, viviendo por todas partes.
Primero, esperaba en las puertas de las hosterías; y
los que la conocían la llevaban detrás de los muros,
bajo el Châtelet, o contra el colegio de Navarre; luego,
cuando hizo demasiado frío, una vieja complaciente la
dejó entrar a la casa de baños, donde la matrona le dio
asilo. Vivió en un cuarto de piedra alfombrado de juncos
verdes. Le dejaron el nombre de Katherine la Encajera,
aunque ya no hiciera más encajes. De vez en cuando le
daban la libertad de pasearse por las calles, a condición
de que volviera a la hora en que la gente acostumbra
ir a los baños. Katherine paseaba frente a las tiendas
de la guantera y de la sombrerera, y muchas veces se
quedaba largo rato envidiando el rostro sanguíneo de la
salchichera, que reía entre sus carnes de puerco. Después
regresaba a los baños, que la matrona alumbraba en el
crepúsculo con velas que ardían en rojo y se derretían
lentamente detrás de los vidrios negros.
Al final, Katherine se cansó de vivir encerrada entre
cuatro paredes y se lanzó a los caminos. Desde entonces
ya no fue parisina, ni encajera, sino como aquellas que
vagan por los alrededores de las ciudades de Francia,
sentadas en las lápidas de los cementerios, para dar placer
a los que pasan. Estas muchachas no tienen más nombre
que el que conviene a su rostro, y Katherine recibió el
nombre de Hocico. Andaba por los prados, y en la noche,
acechaba a la orilla de los caminos, y se veía su mueca

Marcel Schwob

94
blanca entre las moreras de los setos. Hocico aprendió
a soportar el miedo nocturno en medio de los muertos,
cuando sus pies tiritaban al rozar las tumbas. No más
testones, no más blancos, no más escudos de oro; vivía
pobremente de pan y queso, y de su escudilla de agua.
Tuvo amigos desdichados que de lejos le susurraban:
«¡Hocico, Hocico!», y ella los amó.
Su mayor tristeza era oír las campanas de las iglesias
y las capillas, pues Hocico se acordaba de las noches de
junio en que se sentaba, con su saya verde, sobre los
bancos de los santos portales. Era la época en la que
envidiaba los atavíos de las señoritas; ahora ya no le
quedaban ni rodete ni caperuza. Con la cabeza desnuda,
esperaba su pan recargada sobre una losa burda. Y en la
noche del cementerio, entre el fango espeso en el que se
hundían sus pies, añoraba las velas rojas de los baños y
los juncos verdes de la habitación cuadrada.
Una noche, un rufián que se hacía pasar por hombre
de guerra le cortó la garganta a Hocico para robarle el
cinturón. Pero no encontró en él bolsa alguna.

Katherine la Encajera • Mujer de la vida

95
a l a i n e l g e n t i l

Soldado

S irvió al rey Charles vii desde la edad de doce años


como arquero, después de haber sido raptado por
hombres de guerra en el país llano de Normandía. Fue
raptado de la siguiente manera. Mientras quemaban las
granjas, desollaban las piernas de los labradores con
cuchillos de monte y tiraban a las muchachas sobre
catres de tijera rotos, el pequeño Alain se agazapaba en
una vieja pipa de vino desfondada a la entrada del lagar.
Los hombres de guerra voltearon la pipa y encontraron
dentro a un chiquillo. Se lo llevaron sólo con su camisa

Alain el Gentil • Soldado

97
y su cotardía. El capitán ordenó que le dieran una jaque-
tilla de cuero y una vieja caperuza que provenía de la
batalla de Saint-Jacques. Perrin Godin le enseñó a tirar
con el arco y a clavar limpiamente su saeta en la diana.
Pasó de Burdeos a Angulema, del Poitou a Bourges, vio
Saint-Pourçain, donde se encontraba el rey, franqueó la
marca de Lorena, visitó Toul, regresó a Picardía, entró en
Flandes, atravesó Saint-Quentin, viró hacia Normandía,
y durante veintitrés años recorrió Francia en compañía
armada, donde conoció al inglés Jehan Poule-Cras, de
quien aprendió a maldecir en godon, a Chiquerello
el Lombardo, que le instruyó a curar la fiebre de San
Antonio, y a la joven Ydre de Laon, quien le enseñó a
abatir las falsabragas.
En Ponteau de Mer, su compañero Bernard d’Anglades
lo convenció de desentenderse de las ordenanzas reales,
asegurándole que ambos se darían la gran vida embau-
cando a los ingenuos con dados trucados, a los que
llaman «entumidos». Lo hicieron, sin abandonar sus
pertrechos, y fingían jugar, a orillas de los muros del
cementerio, sobre un tamborete robado. Un mal sargento
del provisor, Pierre Empognart, hizo que le enseñaran
las sutilezas de su juego y les dijo que no tardarían en
ser aprehendidos, por lo que debían jurar descarada-
mente que eran clérigos, con el fin de escapar de los
hombres del rey y de reclamar la justicia de la Iglesia, y
para ello debían cortarse al ras la coronilla y deshacerse
con prontitud, de ser necesario, de sus cuellos dentados
y sus mangas de colores. Él mismo los tonsuró con las
tijeras consagradas y les hizo mascullar los siete Salmos y

Marcel Schwob

98
el versículo Dominus pars. Luego, cada uno se fue por su
lado, Bernard con Bietrix la llavera, y Alain con Lorenete
la candelera.
Como Lorenete quería una sobrevesta de paño verde,
Alain acechó la taberna del Cheval Blanc en Lisieux,
donde habían bebido un jarro de vino. Regresó por la
noche al jardín, hizo un agujero en el muro con su jabalina
y se metió a la sala, donde encontró siete escudillas de
estaño, una caperuza roja y una sortija de oro. Jaquet el
Grande, ropavejero de Lisieux, se las cambió muy bien
por una sobrevesta como la que deseaba Lorenete.
En Bayeux, Lorenete se quedó en una casita pintada,
donde se decía que estaba la casa de baños de mujeres, y
la matrona de los baños no hizo sino reírse cuando Alain
el Gentil se la quiso llevar. Lo acompañó a la puerta y,
empuñando una vela y una piedra en la otra mano, le
preguntó si no quería que se la refregara en el hocico para
ayudarlo a hacer pucheros. Alain se escapó, tumbándole
la vela y arrancándole del dedo a aquella buena mujer lo
que le pareció una sortija preciosa: pero no era más que
cobre dorado, con una gran piedra rosa falsificada.
Después, Alain anduvo errante, y en Maubusson se
reencontró, en la hostelería de Papegaut, con Karandas,
su compañero de armas, que comía tripas con otro
hombre llamado Jehan el Pequeño. Karandas llevaba aún
su guja y Jehan el Pequeño tenía una bolsa con cordones
atada al cinturón. La hebilla del cinturón era de fina
plata. Después de haber bebido, los tres acordaron
ir a Senlis por el bosque. Se pusieron en marcha al atar-
decer, y cuando se hallaban en pleno bosque, sin luz,

Alain el Gentil • Soldado

99
Alain el Gentil empezó a arrastrar la pierna. Jehan el
Pequeño iba adelante. Y en la oscuridad, Alain le clavó
violentamente su jabalina entre los hombros mientras
Karandas le hundía su guja en la cabeza. Cayó boca
abajo y Alain, a horcajadas sobre él, le cortó la garganta
con su daga, de lado a lado. Después le atiborraron el
cuello con hojas secas, para que no hubiera un charco de
sangre en el camino. La luna apareció en un claro: Alain
cortó la hebilla del cinturón y desató las agujetas de la
bolsa, en la que había dieciséis leones de oro y treinta y
seis patardos de vellón. Guardó los leones y le lanzó la
bolsa con la morralla a Karandas, por las molestias, con
la jabalina en alto. Allí, se separaron, en medio del claro,
Karandas maldiciendo la sangre de Dios.
Alain el Gentil no se atrevió a pisar Senlis y regresó
dando rodeos hasta la ciudad de Ruán. Al despertar,
pasada la noche, debajo de un arbusto florido, se vio
rodeado de jinetes que lo ataron de manos y lo condu-
jeron a prisión. Casi en el postigo, se escabulló tras de la
grupa de un caballo, y corrió a la iglesia de Saint-Patrice,
donde se aposentó junto al altar mayor. Los sargentos
no pudieron pasar del atrio. Alain, sintiéndose a salvo,
merodeó libremente por la nave y el coro, vio los her-
mosos cálices de ricos metales y vinajeras buenas para
fundir. Y la noche siguiente tuvo como compañeros a
Denisot y Marignon, ladrones como él. Marignon tenía
una oreja cortada. Lo único que sabían era comer. Envi-
diaban a los ratoncitos que anidaban entre las losas y
engordaban mordisqueando migas de pan consagrado.
La tercera noche tuvieron que salir, muertos de hambre.

Marcel Schwob

100
Los hombres de la justicia los apresaron y Alain, quien
proclamaba ser clérigo, había olvidado arrancar sus
mangas verdes.
De inmediato pidió ir al retrete, descosió su jaqueta y
hundió sus mangas en los desechos; pero los carceleros le
advirtieron al preboste. Un barbero fue a rasurarle com-
pletamente la cabeza a Alain el Gentil, para borrarle la
tonsura. Los jueces se rieron del pobre latín de sus salmos.
En vano juró que un obispo lo había confirmado con una
cachetada, cuando tenía diez años: no pudo llegar al final
de los padrenuestros. Lo torturaron como hombre laico,
primero sobre el potro pequeño, luego sobre el grande. Al
fuego de las cocinas de la prisión, confesó sus crímenes,
con los miembros todos deshechos por los tirones de las
cuerdas y la garganta rota. El lugarteniente del preboste
pronunció la sentencia cuando estaba en las últimas. Fue
atado a la carreta, arrastrado hasta la horca y colgado.
Su cuerpo se tostó al sol. El verdugo se quedó con su
jaqueta, sus mangas descosidas y una bonita caperuza
de paño fino, forrada de petigrís, que había robado en
una buena hostería.

Alain el Gentil • Soldado

101
g a b r i e l s p e n s e r

Actor

S u madre fue una mujer de la vida llamada Flum que


regenteaba un saloncito bajo al fondo de Rotten Row,
en Picked-hatch. Un capitán con los dedos cargados de
joyas de cobre y dos galanes vestidos con jubones flojos
iban a verla después de cenar. Albergaba a tres señoritas,
cuyos nombres eran Poll, Doll y Moll, que no podían
soportar el olor del tabaco. Así que con frecuencia subían
a meterse a la cama, y corteses caballeros las acompa-
ñaban, luego de haberles hecho beber un vaso de vino
de España tibio para disipar los vapores de las pipas. El

Gabriel Spenser • Actor

103
pequeño Gabriel se quedaba en cuclillas bajo el manto de
la chimenea para ver cómo se asaban las manzanas que
echaban a los jarros de cerveza. También iban actores,
que tenían las más diversas apariencias. No se atrevían
a presentarse en las grandes tabernas a donde iban las
compañías de título. Algunos hablaban en fanfarronadas;
otros balbuceaban como idiotas. Mimaban a Gabriel,
que aprendió versos sueltos de tragedia y bromas rústicas
de los escenarios. Le dieron un pedazo de paño carmesí
con las franjas desdoradas, además de una máscara de
terciopelo y un viejo puñal de palo. Así desfilaba solo
frente a la chimenea, blandiendo un tizón a manera de
antorcha, y su madre Flum bamboleaba su triple mentón
de la admiración que le tenía a su hijo precoz.
Los actores lo llevaron al teatro la Cortina Verde, en
Shoreditch, donde se puso a temblar ante los arrebatos
de rabia del pequeño comediante que echaba espuma
por la boca interpretando a gritos el papel de Hieronimo.
Ahí también se veía al viejo rey Leir, con su barba blanca
raída, que se arrodillaba para pedir perdón a su hija
Cordella; un payaso imitaba las locuras de Tarleton, y
otro, envuelto en una sábana, aterrorizaba al príncipe
Amleth. Sir John Oldcastle hacía reír a todo el mundo
con su gran barriga, sobre todo cuando tomaba por la
cintura a la posadera, que le permitía aplastarle el pico
de su cofia y deslizar sus dedos gordos en la bolsa de
bucarán que traía atada al cinturón. El Loco cantaba
canciones que el Idiota nunca entendía, y un payaso con
gorro de algodón sacaba la cabeza a cada rato por la
abertura de las cortinas, al fondo del tablado, para hacer

Marcel Schwob

104
muecas. Había también un juglar con unos monos y un
hombre vestido de mujer que, según Gabriel, se parecía a
su madre Flum. Al final de las obras, los beadles llegaban
a ponerle una ropa de tafetán doble azul y gritaban que
iban a llevárselo a Bridewell.
Cuando Gabriel cumplió quince años, los actores de
la Cortina Verde se dieron cuenta de que era bello
y delicado y que podría interpretar los papeles de
mujeres y de jovencitas. Flum le peinaba hacia atrás su
cabello negro; tenía la piel muy fina, los ojos grandes,
las cejas altas, y Flum le había perforado las orejas
para colgarle un par de falsas perlas dobles. Entró
entonces a la compañía del Duque de Nottingham, y
le hicieron vestidos de tafetán y de damasco, con lente-
juelas, telas de plata y telas de oro, corpiños con lazos
y pelucas de cáñamo con largos rizos. Le enseñaron a
pintarse en la sala de ensayos. Primero se sonrojaba
al subir al escenario; luego respondía con melindres a
las galanterías. Poll, Doll y Moll, a quienes llevó Flum,
muy preocupada, declararon con grandes risas que era
toda una mujer y se ofrecieron a desatarle el corpiño
después de la obra. Lo acompañaron de vuelta a
Picked-hatch, y su madre lo obligó a ponerse uno de
sus vestidos para mostrarle al capitán, quien de burla
le hizo mil declaraciones e hizo como si le pusiera en el
dedo un burdo anillo sobredorado que tenía engastado
un carbúnculo de vidrio.
Los mejores camaradas de Gabriel Spenser eran
William Bird, Edward Juby y los dos Jeffes. Decidieron,
un verano, ir a actuar a las aldeas del campo con actores

Gabriel Spenser • Actor

105
errantes. Viajaron en un coche cubierto con un toldo,
donde pasaban la noche. En el camino de Hammersmith,
una tarde, vieron salir de la cuneta a un hombre que les
mostró el cañón de una pistola.
—¡Vuestro dinero! —dijo—. Soy Gamaliel Ratsey,
ladrón de caminos reales por la gracia de Dios, y no me
gusta esperar.
A lo que los dos Jeffes respondieron, entre gemidos:
—¡No tenemos dinero, Vuestra Merced, sólo estas
lentejuelas de cobre y estas piezas de camelote teñido, y
somos actores pobres y errantes como Vuestra Señoría.
—¿Actores? —exclamó Gamaliel Ratsey—. Eso sí que
es admirable. No soy un ratero, ni un pillo, y soy amigo
de los espectáculos. Si no tuviera un cierto respeto por
el viejo Derrick, que se las arreglaría para treparme a
la escalera y dejarme meneando la cabeza, no saldría de la
orilla del río ni de las tabernas alegres con sus banderas,
donde vos otros, caballeros, tenéis la costumbre de
mostrar tanto ingenio. Sed, pues, bienvenidos. La noche
es bella. Levantad vuestro tablado y actuad para mí
vuestro mejor espectáculo. Gamaliel Ratsey os escuchará.
No es cosa ordinaria. Podréis contarlo.
—Eso nos va a costar algunas velas —dijeron tímida-
mente los dos Jeffes.
—¿Velas? —dijo Gamaliel con nobleza—. ¿Cómo
que velas? Aquí yo soy el rey Gamaliel, como Elizabeth
es reina en la Ciudad. Y como rey os trataré. Tomad
cuarenta chelines.
Los actores se bajaron, temblorosos.

Marcel Schwob

106
—Sírvase, Vuestra Majestad —dijo Bird—, ¿qué hemos
de actuar?
Gamaliel reflexionó, y miró a Gabriel.
—A fe mía —dijo Gamaliel—, una hermosa obra para
esta doncella, y que sea muy melancólica. Ha de ser
encantadora en el papel de Ofelia. Hay flores de la digital
aquí al lado, verdaderos dedos de muerto. Amleth, eso es
lo que quiero. Me gustan bastante los caprichos de esa
composición. Si yo no fuera Gamaliel, de buena gana
interpretaría a Amleth. ¡Venga! ¡Y no os equivoquéis con
las estocadas de esgrima, mis excelentes troyanos, mis
valientes corintios!
Encendieron las linternas. Gamaliel observó el drama
con atención. Después del final, le dijo a Gabriel Spenser:
—Bella Ofelia, le dispenso mis elogios. Podéis partir,
actores del rey Gamaliel. Su Majestad está satisfecha.
Luego desapareció en la penumbra.
Cuando el coche se ponía en marcha, al alba, lo vieron
de nuevo cerrándoles el paso, con pistola en mano.
—Gamaliel Ratsey, salteador de caminos —dijo—,
viene a recuperar los cuarenta chelines del rey Gamaliel.
¡Venga, rápido! Gracias por el espectáculo. No cabe
duda: los caprichos de Amleth me gustan infinitamente.
Bella Ofelia, mis respetos.
Los dos Jeffes, que guardaban el dinero, lo regresaron
a la fuerza. Gamaliel se despidió y partió a galope.
Luego de esta aventura, la compañía regresó a Londres.
Contaron que un ladrón había estado a punto de raptar a
Ofelia, con vestido y con peluca. Una muchacha llamada

Gabriel Spenser • Actor

107
Pat King, que venía con frecuencia a la Cortina Verde,
afirmó que no le sorprendía. Tenía gorda la cara y
redonda la cintura. Flum la invitó para que conociera
a Gabriel. Le pareció muy lindo y lo besó tiernamente.
Después regresó con frecuencia. Pat era la novia de un
obrero ladrillero, fastidiado de su oficio, y que tenía la
ambición de actuar en la Cortina Verde. Su nombre era
Ben Jonson, y estaba muy orgulloso de su educación,
pues era clérigo y tenía ciertas nociones de latín. Era
un hombre grande y cuadrado, lleno de costurones de
escrófulas, y cuyo ojo derecho estaba más arriba que el
izquierdo. Tenía la voz fuerte y tronante. Aquel coloso
había sido soldado en los Países Bajos. Siguió a Pat King,
agarró a Gabriel por la piel del cuello, y lo arrastró hasta
los campos de Hoxton, donde el pobre Gabriel tuvo que
hacerle frente, espada en mano. Flum le había pasado en
secreto una cuchilla diez pulgadas más larga. Con ella
atravesó el brazo de Ben Jonson. A Gabriel le perforó el
pulmón. Murió sobre la hierba. Flum corrió a buscar a
los condestables. Se llevaron a Ben Jonson maldiciendo
a Newgate. Flum esperaba que lo colgaran. Pero recitó
sus salmos en latín, demostró que era clérigo, y sólo le
marcaron la mano con un hierro candente.

Marcel Schwob

108
p o c a h o n ta s

Princesa

P ocahontas era la hija del rey Powhatan, quien reinaba


sentado sobre un trono en forma de cama y cubierto
por una gran capa de pieles de mapache cosidas, de la que
todas la colas quedaban colgando. Fue criada en una casa
tapizada de esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían
la cabeza y los hombros pintados de rojo encendido y
que la entretenían con sonajas de cobre y cascabeles
de serpiente. Namontak, un sirviente fiel, cuidaba a la
princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban al
bosque junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes

Pocahontas • Princesa

109
desnudas bailaban para distraerla. Estaban teñidas de
diversos colores y ceñidas con hojas verdes, llevaban
en la cabeza cuernos de chivo y pieles de nutria en la
cintura y, agitando sus mazas, saltaban alrededor de una
hoguera crepitante. Terminado el baile, dispersaban las
llamas y acompañaban a la princesa de regreso a la luz
de los tizones.
En el año 1607, la tierra de Pocahontas fue turbada por
los europeos. Hidalgos arruinados, truhanes y buscadores
de oro fueron a atracar en el río Potomac, y construyeron
chozas de tablones. A esas chozas les dieron el nombre de
Jamestown y a su colonia la llamaron Virginia. Virginia
no era, en aquellos años, más que un miserable fuertecillo
construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los
dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron
presidente al capitán John Smith, que antaño se había
aventurado hasta tierras turcas. Vagaban por las rocas y
vivían de moluscos de mar y del poco trigo que podían
obtener por el tráfago con los indígenas.
Fueron recibidos primero con gran ceremonia. Un
sacerdote salvaje fue a tocar frente a ellos una flauta de
caña; alrededor de su cabello atado llevaba una corona
de pelo de ante teñida de rojo, y abierta como una rosa.
Su cuerpo estaba pintado de color carmesí, su cara de
azul; y tenía la piel salpicada de lentejuelas de plata
nativa. Así, con el rostro impasible, se sentó sobre una
estera, y se fumó una pipa de tabaco.
Luego otros se alinearon en formación de cuadro,
pintados de negro y de rojo y de blanco, y algunos a
dos colores, cantando y bailando delante de su ídolo Oki,

Marcel Schwob

110
hecho de pieles de serpiente rellenas de musgo y ornadas
con cadenas de cobre.
Pero pocos días después, mientras el capitán Smith
exploraba el río en una canoa, de pronto fue asaltado y
amarrado. Se lo llevaron en medio de terribles alaridos
a una casa comunal donde fue custodiado por cuarenta
salvajes. Los sacerdotes, con sus ojos pintados de rojo
y sus rostros negros atravesados por grandes franjas
blancas, rodearon dos veces el fuego de la casa de guardia
con un reguero de harina y de granos de trigo. Luego,
John Smith fue llevado a la choza del rey. Powhatan
estaba vestido con su capa de pieles y los que se hallaban
a su alrededor tenían el cabello decorado con plumón de
pájaro. Una mujer le llevó al capitán agua para lavarle
las manos y otra se las secó con un manojo de plumas.
Mientras tanto, dos gigantes rojos colocaron dos piedras
planas a los pies de Powhatan. Y el rey levantó la mano,
lo que significaba que John Smith iba a ser acostado
sobre las piedras y que le aplastarían la cabeza a mazazos.
Pocahontas tenía apenas doce años y asomaba tími-
damente la cabeza entre los consejeros pintarrajeados.
Gimió, se lanzó hacia el capitán y puso la cabeza contra
su mejilla. John Smith tenía veintinueve años. Llevaba los
bigotes enhiestos, la barba en abanico, y tenía el rostro
aguileño. Le dijeron que el nombre de la hija del rey,
quien le había salvado la vida, era Pocahontas. Pero ése
no era su verdadero nombre. El rey Powhatan hizo las
paces con John Smith y lo puso en libertad.
Un año después, el capitán Smith acampaba con su
tropa en el bosque fluvial. La noche era densa; una

Pocahontas • Princesa

111
lluvia penetrante sofocaba todos los ruidos. De repente,
Pocahontas le tocó el hombro al capitán. Había atrave-
sado, sola, las terribles penumbras del bosque. Le susurró
que su padre quería atacar a los ingleses y matarlos
mientras cenaban. Le suplicó que huyera, si quería vivir.
El capitán Smith le ofreció espejitos y cintas; pero ella se
puso a llorar, y respondió que no se atrevía. Huyó, sola,
hacia el bosque.
Al año siguiente, el capitán Smith cayó de la gracia
de los colonos, y, en 1609, se embarcó a Inglaterra. Allí,
escribió libros sobre Virginia, donde explicaba la situa-
ción de los colonos y explicaba sus aventuras. Hacia
1612, un tal capitán Argall, luego de ir a comerciar con
los potomac (que eran el pueblo del rey Powhatan), se
llevó por sorpresa a la princesa Pocahontas y la encerró
en un navío como rehén. El rey, su padre, se indignó; pero
no le fue regresada. Fue así como languideció presa hasta
el día en que un caballero de buenas maneras, John
Rolfe, se prendó de ella y la tomó por esposa. Se casaron
en abril de 1613. Se dice que Pocahontas le confesó su
amor a uno de sus hermanos, que fue a verla.
Pocahontas llegó a Inglaterra en el mes de junio de
1616, donde suscitó, entre las personas de sociedad, una
gran curiosidad por visitarla. La buena de la reina Ana
la recibió cariñosamente y mandó que le grabaran un
retrato.
El capitán John Smith, que iba a partir de nuevo a
Virginia, llegó a rendirle honores antes de embarcarse.
No la había visto desde 1608. Tenía veintidós años.
Cuando Smith entró, Pocahontas giró la cabeza y

Marcel Schwob

112
escondió su rostro, sin responderle ni a su marido ni a
sus amigos, se quedó sola durante dos o tres horas. Luego
mandó llamar al capitán, levantó la mirada y le dijo:
—Usted le había prometido a Powhatan que lo suyo
sería de él, y él ha dicho lo mismo; siendo extranjero en
su patria, usted lo llamaba padre; siendo extranjera en la
suya, así lo llamaré a usted.
El capitán Smith arguyó razones de etiqueta, porque
era hija de rey. Ella continuó:
—Usted no tuvo miedo de venir al país de mi padre,
y lo asustó, a él y a toda su gente, excepto a mí: ¿le daría
miedo entonces que yo lo llamara aquí padre mío? Le
diré padre mío y usted me dirá hija mía, y seré para
siempre de la misma patria que usted… Allá me habían
dicho que usted estaba muerto…
Y le confesó en voz baja a John Smith que su nombre
era Matoaka. Los indios, temiendo que se apoderara
de ella por un maleficio le habían dado a los extranjeros
el falso nombre de «Pocahontas».
John Smith partió a Virginia y nunca volvió a ver a
Matoaka. Ella se enfermó en Gravesend, a principios
del año siguiente, palideció y murió. Aún no cumplía
veintitrés años.
Su retrato está rodeado por este exergo: Matoaka alias
Rebecca filia potentissimi principis Powhatani impera-
toris Virginiæ. La pobre Matoaka es representada con
un sombrero alto de fieltro, con dos guirnaldas de perlas,
con una gran gorguera de encaje rígido y sosteniendo un
abanico de plumas. Tenía el rostro delgado, los pómulos
alargados y grandes ojos dulces.

Pocahontas • Princesa

113
c y r i l t o u r n e u r

Poeta trágico

C yril Tourneur nació de la unión de un dios desco-


nocido con una prostituta. La prueba de su origen
divino se halla en el ateísmo heroico bajo el que sucumbió.
Su madre le heredó el instinto de la revolución y de la
lujuria, el miedo a la muerte, el temblor de la voluptuo-
sidad y el odio a los reyes; de su padre recibió el amor
por coronarse, el orgullo de reinar y la alegría de crear;
ambos le dieron el gusto por la noche, la luz roja y la
sangre.

Cyril Tourneur • Poeta trágico

115
La fecha de su nacimiento se ignora, pero apareció
en un día negro, en un año de peste. Ninguna protec-
ción celeste veló por aquella mujer de la vida que fue
preñada por un dios, pues su cuerpo fue mancillado por
la peste unos cuantos días antes de parir y la puerta de
su pequeña casa fue marcada con una cruz roja. Cyril
Tourneur vino al mundo con el sonido de la campana del
sepulturero; y así como su padre había desaparecido en
el cielo común de los dioses, una carreta verde arrastró a
su madre hasta la fosa común de los hombres. Se cuenta
que las tinieblas eran tan profundas que el enterrador
tuvo que iluminar el umbral de la casa apestada con una
antorcha de resina; otro cronista asegura que la bruma
sobre el Támesis (que bañaba el pie de la casa) se tiñó
de escarlata, y que de las fauces de la campana de llamada
se escapó la voz de los cinocéfalos; en fin, parece indu-
dable que una estrella flameante y furiosa se manifestó
encima del tragaluz triangular, hecha de rayos fúlgidos,
retorcidos, mal anudados, y que el niño recién nacido
sacó el puño por el tragaluz, mientras la estrella sacudía
sobre él sus rizos de fuego amorfos. Así entró Cyril
Tourneur a la vasta concavidad de la noche cimeria.
Es imposible descubrir lo que pensó o hizo hasta
la edad de treinta años, cuáles fueron los síntomas de
su divinidad latente, cómo se convenció de su propia
realeza. Una nota oscura y aterrorizada contiene la lista
de sus blasfemias. Afirmaba que Moisés no había sido
más que un juglar y que un tal Heriots había sido más
hábil que él. Que el primer principio de la religión no era

Marcel Schwob

116
más que mantener a los hombres en el terror. Que Cristo
merecía más la muerte que Barrabás, aunque Barrabás
hubiera sido ladrón y asesino. Que si se proponía escribir
una nueva religión, la establecería siguiendo un método
más excelso y más admirable, y que el Nuevo Testamento
estaba escrito en un estilo repugnante. Que él tenía
tanto derecho a acuñar monedas como la reina de Ingla-
terra, y que conocía a un tal Poole, preso en Newgate,
muy ducho en la mezcla de metales, con cuya ayuda
pretendía acuñar algún día oro con su propia imagen.
Un alma piadosa ha tachado en el pergamino otras
afirmaciones aún más terribles.
Pero estas palabras fueron recogidas por una persona
del vulgo. Los gestos de Cyril Tourneur indican un ateísmo
más vengativo. Se le representa vestido con una larga
toga negra, portando en su cabeza una gloriosa corona de
doce estrellas, con el pie sobre el globo celeste y alzando
un globo terráqueo con la mano derecha. Recorrió las
calles durante las noches de peste y tormenta. Era pálido
como los cirios consagrados y sus ojos relumbraban lán-
guidamente como incensarios. Hay quienes afirman que
tenía en el flanco derecho la marca de un sello extraor-
dinario; pero fue imposible verificarlo después de su
muerte, ya que nadie vio su cadáver.
Se hizo amante de una prostituta de Bankside que fre-
cuentaba las calles de la ribera, y la amó exclusivamente.
Era muy joven y de figura inocente y rubia. En ella los
rubores parecían llamas vacilantes. Cyril Tourneur le dio
el nombre de Rosamonde y tuvo con ella una hija a la

Cyril Tourneur • Poeta trágico

117
que amó. Rosamonde murió trágicamente, por atraer la
atención de un príncipe. Se sabe que bebió de una copa
transparente un veneno de color esmeralda.
Fue entonces que la venganza, en el alma de Cyril, se
mezcló con el orgullo. Noctámbulo, recorrió el Mall, a lo
largo del cortejo real, agitando en su mano una antorcha
de penacho llameante, con el fin de alumbrar al príncipe
envenenador. El odio a toda autoridad le subió hacia la
boca y las manos. Se volvió acechador de caminos reales,
no para robar, sino para asesinar reyes. Los príncipes que
desaparecieron en esa época fueron alumbrados por la
antorcha de Cyril Tourneur y asesinados por él.
Se apostaba en los caminos de la reina, cerca de los
pozos de grava y los hornos de cal. Elegía a su víctima
de entre la comitiva, se ofrecía a alumbrarle el camino
a través de las zanjas, la llevaba hasta la boca del pozo,
apagaba su antorcha y la empujaba. La grava llovía
después de la caída. En seguida, Cyril, inclinado sobre el
borde, dejaba caer dos enormes piedras para ahogar los
gritos. Y, el resto de la noche, velaba el cadáver que se
consumía entre la cal, cerca del horno rojo oscuro.
Cuando Cyril Tourneur hubo saciado su odio hacia
los reyes, fue presa del odio a los dioses. El aguijón
divino que había en él lo incitó a crear. Soñó que podría
fundar una generación entera de su propia sangre y
propagarse como dios sobre la tierra. Miró a su hija y la
encontró virgen y deseable. Para cumplir sus designios
a la vista del cielo, no encontró lugar más significativo
que un cementerio. Juró vencer a la muerte y crear una
nueva humanidad en medio de la destrucción establecida

Marcel Schwob

118
por órdenes divinas. Rodeado de viejos huesos, quiso
engendrar huesos nuevos. Cyril Tourneur poseyó a su
hija sobre la losa que cubría un osario.
El final de su vida se pierde en un resplandor oscuro.
No se sabe qué mano nos hizo llegar la Tragedia del
Ateo y la Tragedia del Vengador. Una tradición consi-
dera que el orgullo de Cyril Tourneur se creció aún más.
Mandó erigir un trono en su jardín negro, y tenía
costumbre de sentarse en él, coronado de oro, bajo el
rayo. Muchos lo vieron y huyeron, aterrorizados por los
largos penachos azulados que saltaban sobre su cabeza.
Leía un manuscrito de poemas de Empédocles, que nadie
ha vuelto a ver desde entonces. Expresó con frecuencia
su admiración por la muerte de Empédocles. Y el año en
que desapareció fue de nuevo año de peste. El pueblo
de Londres se había retirado a las barcas amarradas
en mitad del Támesis. Un meteoro aterrador se paseó
bajo la luna. Era un globo de fuego blanco, animado
por una siniestra rotación. Se dirigió a la casa de Cyril
Tourneur, que parecía pintada de reflejos metálicos. El
hombre vestido de negro y coronado de oro esperaba
sobre su trono la llegada del meteoro. Hubo, como antes
de las batallas teatrales, un toque lúgubre de trompetas.
Cyril Tourneur se vio envuelto por un resplandor de
sangre rosa volatilizada. Unas trompetas, erguidas en la
noche, sonaron, como en el teatro, una fanfarria fúnebre.
Así fue arrojado Cyril Tourneur a un dios desconocido
en el taciturno torbellino del cielo.

Cyril Tourneur • Poeta trágico

119
w i l l i a m p h i p s

Pescador de tesoros

W illiam Phips nació en 1651 cerca de la desembo-


cadura del río Kennebec, en medio de los bosques
fluviales donde los constructores de navíos iban a cortar su
madera. En un pueblo pobre de Maine soñó, por primera
vez, con una fortuna plena de aventuras, mientras miraba
tallar las tablas marinas. El brillo incierto del océano
que golpea Nueva Inglaterra le trajo los destellos del oro
ahogado y de la plata asfixiada bajo la arena. Creyó en la
riqueza del mar y deseó obtenerla. Aprendió a construir
barcos, consiguió una cierta solvencia y se fue a Boston.

William Phips • Pescador de tesoros

121
Su fe era tan fuerte que repetía: «Un día comandaré un
barco del Rey y tendré una hermosa casa de ladrillo en
Boston, en la Avenida Verde».
En esa época yacían en el fondo del Atlántico muchos
galeones españoles cargados de oro. Este rumor colmaba
el alma de William Phips. Se enteró de que una gran nave
se había hundido cerca de Puerto de la Plata; reunió todas
sus posesiones y partió a Londres, con el fin de equipar un
navío. Asedió el Almirantazgo con peticiones y permisos
escritos. Le dieron el Rosa de Argel, que contaba con
dieciocho cañones, y, en 1687, izó velas hacia lo desco-
nocido. Tenía 36 años.
95 hombres partían a bordo del Rosa de Argel, entre
los que se hallaba un primer maestre, Adderley, de Pro-
vidence. Cuando se enteraron de que Phips se dirigía
hacia La Española, no se alegraron mucho, puesto que
La Española era la isla de los piratas y el Rosa de Argel
les parecía un buen navío. Primero, sobre una pequeña
tierra arenosa del archipiélago, se reunieron en consejo
para convertirse en caballeros de fortuna. Phips, desde la
proa del Rosa de Argel, escudriñaba el mar. Sin embargo,
había una avería en la carena. Mientras el carpintero la
reparaba, escuchó el complot. Corrió al camarote del
capitán. Phips le ordenó cargar los cañones, los apuntó
a la tripulación amotinada en tierra firme, dejó a todos
sus hombres «cimarrones» en aquel escondrijo desierto
y partió con unos pocos marineros leales. El maestre de
Providence, Adderley, alcanzó el Rosa de Argel a nado.
Tocaron tierra en La Española con el mar en calma, bajo
un sol ardiente. Phips preguntó en todos los fondeaderos

Marcel Schwob

122
por la nave que había naufragado hacía poco más de
medio siglo, a la vista del Puerto de la Plata. Un viejo
español se acordaba y le indicó el arrecife. Se trataba
de un escollo alargado, redondo, cuyas pendientes des-
aparecían bajo el agua clara hasta los temblores más
profundos. Adderley, inclinado sobre la cubierta, se
reía al ver los pequeños remolinos de olas. El Rosa de
Argel navegó lentamente alrededor del arrecife y todos
los hombres examinaban en vano el mar transparente.
Phips daba patadas al castillo de proa, entre las dragas
y los garfios. Una vez más, el Rosa de Argel dio la vuelta
al arrecife, y por doquier el suelo lucía idéntico, con sus
surcos concéntricos de arena húmeda y los manojos de
algas inclinadas que se estremecían con las corrientes.
Cuando el Rosa de Argel emprendió su tercera vuelta, el
sol se escondió y el mar se tornó negro.
Luego se volvió fosforescente. «¡He aquí los tesoros!»,
exclamó Adderley en la noche, apuntando con el dedo
hacia el oro nebuloso de las olas. Pero la aurora cálida
se alzó sobre el océano tranquilo y claro, mientras el
Rosa de Argel recorría siempre la misma órbita. Y durante
ocho días, navegó así. Los ojos de los hombres estaban
agotados a fuerza de escrutar la limpidez del mar. Phips
ya no tenía provisiones. Había que partir. Se dio la orden
y el Rosa de Argel comenzó a virar. Entonces Adderley
divisó en un flanco del arrecife una bella alga blanca
que titilaba, y quiso que la sacaran. Un indio se zambulló
y la arrancó. La trajo colgando muy recta. Estaba muy
pesada y sus raíces enredadas parecían estrechar un
guijarro. Adderley lo sopesó y golpeó las raíces contra

William Phips • Pescador de tesoros

123
el puente para quitarles algo de peso. Una cosa resplan-
deciente rodó bajo el sol. Phips lanzó un grito. Era un
lingote de plata que bien valía 300 libras. Adderley
agitaba estúpidamente el alga blanca. Todos los indios
se zambulleron de inmediato. En unas cuantas horas,
la cubierta se cubrió de sacos endurecidos, petrificados,
con incrustaciones calcáreas y revestidos de conchitas.
Los abrieron con escoplos y martillos; de los hoyos se
escaparon lingotes de oro y de plata, y monedas de a
ocho. «¡Alabado sea Dios!», exclamó Phips, «¡somos
ricos!». El tesoro valía 300,000 libras esterlinas.
Adderley repetía: «¡Y todo esto salió de la raíz de una
pequeña alga blanca!». Murió loco, en las Bermudas,
unos días después, balbuceando esas palabras.
Phips transportó su tesoro. El rey de Inglaterra lo
ordenó Sir William Phips, y lo nombró High Sheriff
en Boston. Allí, fiel a su quimera, se mandó construir
una hermosa casa de ladrillo rojo en la Avenida Verde.
Se convirtió en un hombre importante. Fue él quien
comandó la campaña contra las posesiones francesas, y
le quitó la Acadia a Monsieur de Meneval y al caballero
de Villebon. El rey lo nombró gobernador de Massachus-
sets, capitán general de Maine y de Nueva Escocia. Sus
cofres estaban repletos de oro. Emprendió el ataque de
Quebec, luego de haber recaudado todo el dinero posible
en Boston. La empresa fracasó y la colonia quedó en
la ruina. Entonces Phips emitió papel moneda. Con el
fin de elevar su valor, cambió por ese papel toda su
reserva de oro. Pero su fortuna había cambiado. La coti-
zación del papel bajó. Phips lo perdió todo, se quedó

Marcel Schwob

124
pobre, endeudado y sus enemigos lo acechaban. Su
prosperidad sólo duró ocho años. Partió a Londres, en
la miseria, y, al desembarcar, fue arrestado por 20,000
libras, por orden de Dudley y Brenton. Los sargentos lo
transportaron a la prisión de Fleet.
Sir William Phips fue encerrado en una celda desnuda.
Sólo había guardado el lingote de plata que le había dado
la gloria, el lingote del alga blanca. Estaba agotado por la
fiebre y la desesperación. La muerte lo prendió del cuello.
Se resistió. Incluso allí, fue atormentado por su sueño
de tesoros. El galeón del gobernador español Bobadilla,
cargado de oro y plata, había naufragado cerca de las
Bahamas. Phips mandó buscar al alcaide de la prisión.
La fiebre y la furiosa esperanza lo habían consumido. Le
enseñó al alcaide el lingote de plata con su mano seca y
murmuró con un estertor agónico:
—Déjeme zambullirme; éste es uno de los lingotes de
Bo-ba-di-lla.
Luego expiró. El lingote del alga blanca pagó su ataúd.

William Phips • Pescador de tesoros

125
e l c a p i tá n k i d

Pirata

N o se ha llegado a un acuerdo sobre la razón por la


que este pirata recibió el nombre de cabrito (Kid). El
acta con la que Guillermo III, rey de Inglaterra, le comi-
sionó la galera la Aventura en 1695, comienza con las
palabras: «A nuestro fiel y bien amado capitán William
Kid, comandante, etc. Salve». Pero lo cierto es que, desde
entonces, era su nombre de guerra. Unos dicen que tenía
la costumbre, al ser elegante y refinado, de usar siempre,
en combate y en sus maniobras, unos delicados guantes
de piel de cabrito con reverso de encaje de Flandes; otros

El capitán Kid • Pirata


127
aseguran que en sus peores matanzas exclamaba: «Yo
que soy dulce y bueno como un cabrito recién nacido»;
otros incluso afirman que guardaba el oro y las joyas
en sacos muy flexibles, hechos de piel de cabra joven,
y que esa usanza le vino del día en que saqueó una
nave cargada de azogue, con el que llenó mil bolsas de
cuero que aún están enterradas en el flanco de una
pequeña colina de las islas Barbados. Basta saber que su
pabellón de seda negra llevaba bordadas una calavera
y una cabeza de cabrito, y que su sello estaba grabado
del mismo modo. Quienes buscan los numerosos tesoros
que escondió en las costas de los continentes asiático
y americano hacen desfilar frente a ellas un pequeño
cabrito negro, que debería gemir en el punto donde el
capitán enterró su botín; pero ninguno ha tenido éxito.
El mismo Barbanegra, quien había sido informado por
un antiguo marinero de Kid, Gabriel Loff, no encontró
en las dunas sobre las que se encuentra construido
hoy en día el Fuerte Providence más que gotas dispersas
de azogue rezumando a través de la arena. Todas esas
excavaciones son inútiles, ya que el capitán Kid declaró
que sus escondites permanecerían desconocidos eterna-
mente por culpa del «hombre del balde sangriento». Kid,
en efecto, fue atormentado por dicho hombre durante
toda su vida, quien se aparece para proteger los tesoros
de Kid, desde su muerte.
Lord Bellamont, gobernador de Barbados, irritado
por el enorme botín de los piratas en las Indias
Occidentales, equipó la galera la Aventura, y obtuvo
del rey, para el capitán Kid, el cargo de comandante.

Marcel Schwob

128
Desde mucho tiempo atrás, Kid envidiaba al famoso
Ireland, que saqueaba todos los convoyes; prometió a
Lord Bellamont tomar su chalupa y traerlo con todo y
sus compañeros para mandarlos ejecutar. La Aventura
cargaba 30 cañones y 150 hombres. Primero Kid llegó
a Madeira, donde se surtió de vino; luego a Boa Vista,
para cargar sal; finalmente, a Santiago, donde se apro-
visionó completamente. De allí izó velas con rumbo a la
entrada del Mar Rojo, donde, dentro del Golfo Pérsico,
está ubicada una islita que se llama la Llave de Bab.
Es allí donde el capitán Kid reunió a sus compañeros y
les ordenó izar el pabellón negro con la calavera. Juraron
todos, sobre el hacha, obediencia absoluta al regla-
mento de los piratas. Cada hombre tenía derecho a voto
e igual derecho a provisiones frescas y licores fuertes. Los
juegos de cartas y de dados estaban prohibidos. Las luces
y velas debían estar apagadas a las ocho de la noche. Si un
hombre quería beber más tarde, bebía en el puente de la
nave, a oscuras y a cielo abierto. La compañía no recibiría
ni mujeres ni jovencitos. Aquel que los introdujera disfra-
zados sería castigado con la muerte. Los cañones, pistolas
y los machetes debían mantenerse cuidados y relucientes.
Las querellas se resolverían en tierra firme, con sable
y pistola. El capitán y el cuartel maestre tendrían
derecho a dos partes; el maestre, el contramaestre y el
cañonero, a una y media; los otros oficiales a una y un
cuarto. Descanso para los músicos el día del sabbat.
El primer navío que encontraron era holandés, coman-
dado por el schipper Mitchel. Kid izó el pabellón francés
y le dio caza. El navío mostró de inmediato los colores

El capitán Kid • Pirata


129
franceses; por lo que el pirata lo interpeló en francés.
El schipper tenía un francés a bordo, quien respondió.
Kid le preguntó si tenía pasaporte. El francés dijo que
sí: «Bueno, por Dios», respondió Kid, «en virtud de su
pasaporte, lo apreso como capitán de este navío». Y en
seguida lo mandó colgar de la punta del mástil. Luego
hizo venir a los holandeses, uno por uno. Los interrogó
y, fingiendo no entender flamenco, ordenó para cada
prisionero: «¡Francés… al tablón!». Se amarró un tablón
que salía por la borda. Todos los holandeses corrieron
por él, desnudos, delante de la punta del machete del
contramaestre, y saltaron al mar.
En ese momento, el cañonero del capitán Kid, Moor,
alzó la voz: «Capitán», exclamó, «¿por qué mata usted a
estos hombres?». Moor estaba ebrio. El capitán se volvió,
tomó un balde y le dio con en él en la cabeza. Moor
cayó, con el cráneo partido. El capitán Kid mandó lavar
el balde, al que los cabellos se le habían pegado con la
sangre coagulada. Ningún hombre de la tripulación quiso
volver a usarlo para mojar el trapeador. Se dejó el balde
atado a la borda.
Desde ese día, al capitán Kid se le aparecía el hombre
del balde. Cuando capturó la nave mora Queda, tripulada
por hindúes y armenios, con 10,000 libras de oro, a la
hora del reparto del botín el hombre del balde sangriento
estaba sentado sobre los ducados. Kid lo vio claramente y
maldijo. Bajó a su cabina y vació una taza de licor. Luego,
ya de regreso en el puente, ordenó tirar el viejo balde
al mar. Durante el abordaje de un rico buque mercante, el
Mocco, no encontró con qué medir las partes de polvo de

Marcel Schwob

130
oro del capitán. «Un balde lleno», dijo una voz detrás del
hombro de Kid. Cortó el aire con su machete y se enjugó
los labios, que echaban espuma. Luego mandó colgar a
los armenios. Los hombres de la tripulación parecían
no haber entendido nada. Cuando Kid atacó el Golon-
drina, se acostó en su catre después del reparto. Cuando
se despertó, se sintió empapado en sudor, y llamó a un
marinero para pedirle algo con qué lavarse. El hombre le
llevó el agua en una palangana de estaño. «¿Es así como
se comporta un caballero de fortuna? ¡Miserable! ¡Me
traes un balde lleno de sangre!». El marinero huyó. Kid
lo hizo desembarcar y lo abandonó cual cimarrón, con
un fusil, una botella de pólvora y una de agua. La única
razón por la que enterró su botín en diferentes sitios
aislados, entre las arenas, era la convicción de que todas
las noches el cañonero asesinado venía a vaciar el oro
del compartimiento de carga con su balde para tirar las
riquezas al mar.
Kid fue aprehendido a la altura de Nueva York. Lord
Bellamont lo envió a Londres. Fue condenado a la horca.
Lo colgaron sobre el muelle de la Ejecución, con sus ropas
rojas y sus guantes. En el momento en que el verdugo le
cubría los ojos con la capucha negra, el capitán Kid se
resistió y gritó: «¡Carajo! ¡Sabía bien que me pondría su
balde en la cabeza!». El cadáver ennegrecido permaneció
colgado en las cadenas durante más de veinte años.

El capitán Kid • Pirata


131
wa lt e r k e n n e dy

Pirata iletrado

E l capitán Kennedy era irlandés y no sabía leer ni


escribir. Alcanzó el grado de teniente bajo las órdenes
del gran Roberts por el talento que tenía para la tortura.
Dominaba perfectamente el arte de torcer una mecha
alrededor de la frente de un prisionero hasta hacerle
saltar los ojos, o de acariciarle el rostro con hojas de
palma ardiendo. Su reputación se consagró en el juicio
que, a bordo del Corsario, se le hizo a Darby Mullin,
bajo sospecha de traición. Los jueces se sentaron recar-
gados contra la cabina del timonel, delante de un gran

Walter Kennedy • Pirata iletrado


133
tazón de ponche, con pipas y tabaco; luego el proceso
comenzó. Iba a votarse la sentencia cuando uno de los
jueces propuso fumar una pipa más antes de la delibera-
ción. Entonces Kennedy se levantó, se sacó la pipa de la
boca, escupió y habló en estos términos:
—¡Carajo! Señores y caballeros de fortuna, que me
lleve el diablo si no colgamos a Darby Mullin, mi viejo
camarada. ¡Darby es un buen chico, carajo! Que se joda
quien diga lo contrario, ¡por algo somos caballeros,
diablos! Hemos remado juntos, ¡carajo! ¡Y lo quiero de
todo corazón, mierda! Señores y caballeros de fortuna,
lo conozco bien; es un cabrón de veras; si vive, nunca
se arrepentirá; que me lleve el diablo si se arrepiente, ¿o
no, mi buen Darby? Colguémoslo, con un carajo, y con
permiso de la honorable compañía, me voy a echar un
buen trago a su salud.
Aquel discurso pareció admirable y digno de las más
bellas alocuciones militares registradas por los antiguos.
Roberts quedó encantado. Desde aquel día, Kennedy ganó
en ambición. A la altura de Barbados, mientras Roberts
se hallaba perdido en una chalupa persiguiendo un barco
portugués, Kennedy obligó a sus compañeros a elegirlo
capitán del Corsario, e izó velas por su cuenta. Hundieron
y saquearon numerosos bergantines y galeras, cargados
de azúcar y de tabaco de Brasil, sin contar el polvo de
oro y los sacos llenos de doblones y de monedas de a
ocho. Su bandera era de seda negra, con una calavera, un
sable, dos huesos cruzados y debajo un corazón atrave-
sado por un dardo, de donde caían tres gotas de sangre.
Con esa tripulación, encontraron una apacible chalupa de

Marcel Schwob

134
Virginia cuyo capitán era un cuáquero piadoso, llamado
Knot. Este hombre de Dios no tenía a bordo ni ron, ni
pistola, ni sable, ni machete; estaba vestido con un largo
hábito negro y tocado con un sombrero de ala ancha del
mismo color.
—¡Carajo! —dijo el capitán Kennedy— ¡Vaya que
vive bien y alegre! Eso me gusta. No le haremos daño a
mi amigo, el señor capitán Knot, vestido de manera tan
divertida.
El señor Knot se inclinó, e hizo una reverencia fingida
y silenciosa.
—Amén —dijo el señor Knot—. Sí sea.
Los piratas le dieron regalos al señor Knot. Le obse-
quiaron treinta cruzados de oro portugués, diez rollos de
tabaco de Brasil y bolsitas de esmeraldas. El señor Knot
recibió con gusto los cruzados, las piedras preciosas y el
tabaco.
—Éstos son regalos que está permitido aceptar, para
darles un uso piadoso. ¡Ah, quisiera el Cielo que nuestros
amigos, que surcan los mares, estuvieran todos animados
por sentimientos semejantes! El Señor acepta todas las res-
tituciones. Son, por así decirlo, los miembros del becerro
y los pedazos del ídolo Dagon, lo que ustedes le ofrecen,
amigos míos, en sacrificio. Dagon reina todavía en estos
países profanos y su oro provoca malas tentaciones.
—¡Me importa un carajo Dagon! —dijo Kennedy—
¡Cállate el hocico, carajo! Agarra lo que te estamos
dando y échate un trago.
Entonces, el señor Knot se inclinó apaciblemente pero
rechazó su cuarto de ron.

Walter Kennedy • Pirata iletrado


135
—Señores, amigos míos… —dijo.
—¡Caballeros de fortuna, carajo! —exclamó Kennedy.
—Señores, amigos míos y caballeros —recomenzó
Knot—, los licores fuertes son, por así decirlo, aguijones
de tentación que nuestra carne débil no podría soportar.
Ustedes, amigos míos…
—¡Caballeros de fortuna, carajo! —exclamó Kennedy.
—Ustedes, amigos míos y afortunados caballeros
—recomenzó Knot— que están curtidos por las largas
pruebas del Tentador, es posible, probable, diría yo, que
no sufran ningún inconveniente; pero sus amigos estarían
incómodos, gravemente incómodos…
—¡Al diablo con los incómodos! —dijo Kennedy—
Este hombre habla admirablemente, pero yo bebo mejor.
Nos llevará a Carolina a ver a sus excelentes amigos que
poseen sin duda los otros miembros del becerro que él
dice. ¿No es verdad, señor capitán Dagon?
—Así sea —dijo el cuáquero—, pero Knot es mi
nombre.
Y se inclinó otra vez. Las grandes alas de su sombrero
temblaban al viento.
El Corsario echó el ancla en la caleta favorita de
aquel hombre de Dios. Prometió traer a sus amigos, y
volvió, en efecto, esa misma noche, con una compañía de
soldados enviados por el señor Spotswood, gobernador
de Carolina. El hombre de Dios les juró a sus amigos, los
afortunados caballeros, que sólo era con el propósito de
impedirles introducir en aquellas tierras sus licores ten-
tadores. Y cuando los piratas fueron arrestados:

Marcel Schwob

136
—¡Ah, amigos míos! —dijo el señor Knot— Acepten
todas las mortificaciones, tal como lo hice yo.
—¡Carajo! Mortificación es la palabra —maldijo
Kennedy.
Lo subieron encadenado a un transporte para ser
juzgado en Londres. La prisión de Old Bailey lo recibió.
Firmó con cruces todas sus declaraciones: la misma
marca que en sus recibos de despojo. Su último discurso
fue pronunciado sobre el muelle de la Ejecución, donde
la brisa del mar balanceaba los cadáveres de antiguos
caballeros de fortuna, colgados en sus cadenas.
—¡Carajo! Vaya que es un honor —dijo Kennedy,
mirando a los colgados—. Van a colgarme junto al
capitán Kid. Ya no tiene ojos, pero sin duda que es él.
Nadie más que él hubiera vestido semejante traje de paño
carmesí tan fino. Kid fue siempre un hombre elegante. ¡Y
sabía escribir! ¡Conocía las letras, mierda! ¡Una mano
tan bella! Disculpe, capitán —saludó al cuerpo seco del
traje carmesí—. Pero uno también ha sido caballero de
fortuna.

Walter Kennedy • Pirata iletrado


137
e l m ay o r
s t e d e b o n n e t

Pirata por capricho

E l mayor Stede Bonnet era un caballero retirado del


ejército que vivía en sus plantaciones de la isla de
Barbados, hacia 1715. Sus campos de caña de azúcar y
de cafetales le generaban ingresos, y fumaba con placer
el tabaco que cultivaba él mismo. Luego de estar casado,
no había sido feliz en matrimonio, y se decía que su mujer
le había trastornado el seso. En efecto, su manía no se
apoderó de él sino hasta poco después de los cuarenta,

El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

139
y al principio sus vecinos y sus criados la consintieron
inocentemente.
La manía del mayor Stede Bonnet llegaba a tal punto
que aprovechaba cualquier ocasión para desdeñar la
táctica terrestre y a alabar la marina. Los únicos nombres
que le venían a los labios eran Avery, Charles Vane,
Benjamin Hornigold y Edward Teach. Eran, según él,
intrépidos navegantes y hombres emprendedores. Ace-
chaban en aquella época el mar de las Antillas. Si por
casualidad alguien los llamaba piratas delante del mayor,
éste exclamaba:
—Alabado entonces sea Dios por haber permitido
a estos piratas, como usted dice, dar el ejemplo de la
vida franca y común que llevaban nuestros antepasados.
En aquel entonces no había propietarios de riquezas, ni
guardianes de mujeres, ni esclavos para proveer el azúcar,
el algodón o el índigo; sino un dios generoso que dis-
pensaba todas las cosas y cada uno recibía su parte. He
ahí por qué admiro en extremo a los hombres libres que
comparten los bienes entre todos y llevan juntos una vida
de compañeros de fortuna.
Al recorrer sus plantaciones, el mayor con frecuencia
golpeaba el hombro de un trabajador:
—¿No estarías mejor, imbécil, cargando en algún
filibote o bergantín los fardos de la miserable planta
sobre cuyos retoños derramas aquí tu sudor?
Casi todas las noches, el mayor reunía a sus sirvientes
bajo el cobertizo de los granos, donde les leía, a la luz
del candil, con las moscas de colores zumbando a
su alrededor, las grandes acciones de los piratas de La

Marcel Schwob

140
Española y de la isla de la Tortuga, ya que unos volantes
advertían de sus rapiñas a los pueblos y las granjas.
—¡Excelente Vane! —exclamaba el mayor— ¡Valiente
Hornigold, auténtico cuerno de abundancia lleno de
oro! ¡Sublime Avery, cargado de joyas del Gran Mogol
y rey de Madagascar! ¡Admirable Teach, que has sabido
gobernar sucesivamente catorce mujeres y deshacerte de
ellas, y que has concebido entregar todas las noches la
última de ellas (que tiene apenas dieciséis años) a tus
mejores compañeros (por pura generosidad, grandeza
de alma y conocimiento del mundo) en tu buena isla de
Okerecok! ¡Oh, qué feliz sería aquel que siguiera sus
pasos, aquel que bebiera su ron contigo, Barbanegra,
señor de la Revancha de la Reina Ana!
Tales eran los discursos que los criados del mayor
escuchaban con sorpresa y en silencio; y las palabras
del mayor sólo eran interrumpidas por el ligero ruido
apagado que los pequeños lagartos hacían a medida que
caían del techo, cuando el miedo les aflojaba las ventosas
de las patas. Luego el mayor, protegiendo el candil con
la mano, trazaba con su bastón entre las hojas de tabaco
todas las maniobras navales de aquellos grandes capi-
tanes y amenazaba con la «ley de Moisés» (así es como
llaman los piratas a una garrotiza de cuarenta golpes)
a quien no comprendiera la fineza de los movimientos
tácticos propios de los filibusteros.
Al fin el mayor Stede Bonnet no pudo resistir más; y,
luego de comprar una vieja chalupa con diez piezas de
artillería, la equipó con todo lo que se necesitaba para
la piratería: machete, arcabuces, escaleras, tablones,

El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

141
ganchos, hachas, biblias (para prestar juramento), pipas
de ron, linternas, hollín para ennegrecerse el rostro, pez,
mechas para quemar entre los dedos de los mercaderes
ricos y hartas banderas negras con calaveras blancas, con
dos fémures cruzados y el nombre del navío: la Revancha.
Luego, ordenó que subieran a bordo, sin previo aviso,
setenta de sus criados y se hizo a la mar, de noche,
derecho hacia el oeste, rozando San Vicente, para doblar
en Yucatán y surcar todas las costas hasta Savannah (a
donde nunca llegó).
El mayor Stede Bonnet no sabía nada de las cosas
del mar. Comenzó entonces a perder la cabeza entre la
brújula y el astrolabio, confundiendo artimón con arti-
llería, botalón con botavara, el trinquete con la trompeta,
luces de carronada con luces de cañón, escotilla con esco-
billón, y ordenando cargar en vez de arriar. En resumen,
tan agitado estaba por el tumulto de palabras descono-
cidas y el movimiento inusitado del mar, que pensó en
regresar a tierra en Barbados, si el glorioso deseo de izar
la bandera negra a la vista del primer buque no lo hubiera
mantenido firme en su designio. No había embarcado
provisión alguna, pues confiaba en su pillaje. Pero la
primera noche no divisaron las luces ni del más insigni-
ficante filibote. El mayor Stede Bonnet decidió entonces
que había que atacar un pueblo.
Después de formar a sus hombres sobre el puente, les
distribuyó machetes nuevos y los exhortó a actuar con
la máxima ferocidad; luego mandó traer un balde de
hollín con el que se pintó de negro el rostro, ordenándole

Marcel Schwob

142
a sus hombres que lo imitaran, cosa que hicieron, no sin
regocijo.
Finalmente, juzgando, según recordaba, que lo apro-
piado era estimular a su tripulación con alguna bebida
acostumbrada por los piratas, hizo tragar a cada uno una
pinta de ron mezclado con pólvora (al no tener vino, que
es el ingrediente ordinario de la piratería). Los criados del
mayor obedecieron; pero contrario a la usanza, su rostro
no se encendió de furor. Avanzaron casi todos juntos a
babor y a estribor e, inclinando sus rostros negros sobre
la borda, le ofrendaron aquel brebaje al pérfido mar.
Luego de esto, con la Revancha casi encallado sobre la
costa de San Vicente, desembarcaron dando tumbos.
Era la hora matinal y los rostros asombrados de los
locales no avivaban la cólera. Ni siquiera el corazón del
mayor estaba hecho para los gritos. Ordenó entonces,
con fiereza, la adquisición de arroz y verduras secas con
carne de cerdo salada, que pagó (al modo de los piratas
y con harta nobleza, le parecía) con dos barricas de ron y
un cable viejo. Luego de esto, los hombres consiguieron a
duras penas volver a sacar a flote la Revancha; y el mayor
Stede Bonnet, henchido por su primera conquista, volvió
a hacerse a la mar.
Izó velas todo el día y la noche, sin saber qué viento
lo impulsaba. Cerca del alba del segundo día, luego de
echar una siesta recargado en la cabina del timonel, muy
incomodado por su machete y su trabuco, el mayor Stede
Bonnet se despertó al grito de:
—¡Ea, chalupa!

El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

143
Y divisó el cable del botalón de un navío que se balan-
ceaba. Un hombre muy barbudo estaba en la proa. Una
banderita negra flotaba en el mástil.
—¡Izen nuestro pabellón de muerte! —exclamó el
mayor Stede Bonnet.
Y, al acordarse de que su título pertenecía al ejército
de tierra, decidió de improviso darse otro nombre,
siguiendo los ejemplos ilustres. Entonces, sin ninguna
demora, respondió:
—Chalupa la Revancha, comandada por mí, el capitán
Thomas, con mis compañeros de fortuna.
Con lo que el hombre barbudo se echó a reír:
—Gusto encontrarte, compañero —dijo—. Podremos
navegar en conserva. Vengan a beber un poco de ron a
bordo de la Revancha de la Reina Ana.
El mayor Stede Bonnet comprendió de inmediato que
acababa de encontrarse con el capitán Teach, Barbanegra,
el más famoso de aquellos a quienes admiraba. Pero su
alegría fue menor de lo que hubiera pensado. Tuvo la
sensación de que iba a perder su libertad de pirata. Taci-
turno, subió a bordo del navío de Teach, que lo recibió
con gran cortesía, vaso en mano.
—Compañero —dijo Barbanegra—, me agradas
muchísimo, pero navegas de forma imprudente. Y, si
confías en mí, capitán Thomas, te quedarás en nuestro
buen navío y yo mandaré que tu chalupa sea conducida
por este buen hombre, muy experimentado, que se llama
Richards; y a bordo del navío de Barbanegra tendrás
todo el tiempo de disfrutar la existencia libre de los
caballeros de fortuna.

Marcel Schwob

144
El mayor Stede Bonnet no se atrevió a rechazarlo. Lo
ayudaron a quitarse su machete y su trabuco. Prestó jura-
mento sobre el hacha (ya que Barbanegra no soportaba
ver una Biblia) y se le asignó su ración de galletas y de
ron, así como su parte de los saqueos por venir. El mayor
no se había imaginado que la vida de los piratas estuviera
tan reglamentada. Sufrió la furia de Barbanegra y los
horrores de la navegación. Después de partir de Barbados
como caballero para ser pirata según sus fantasías, fue
obligado así a convertirse verdaderamente en pirata a
bordo de la Revancha de la Reina Ana.
Llevó esta vida durante tres meses, durante los que
ayudó a su amo en trece capturas, luego encontró la
manera de regresar a bordo de su propia chalupa,
la Revancha, comandada por Richards. Fue un acto inte-
ligente de su parte, ya que la noche siguiente Barbanegra
fue atacado a la entrada de su isla de Okerecok por el
teniente Maynard, que llegaba de Bathtown. Barbanegra
murió en el combate y el teniente ordenó que le cortaran
la cabeza y que la pusieran en la punta del mástil de proa;
y así se hizo.
Mientras tanto, el pobre capitán Thomas se escapó
hacia Carolina del Sur y navegó penosamente todavía
por varias semanas. El gobernador de Charlestown,
advertido de su paso, delegó al coronel Rhet para que
lo capturara en la isla de Sullivans. El capitán Thomas
se dejó aprehender. Fue llevado a Charlestown con gran
pompa, usando el nombre de mayor Stede Bonnet, que
retomó en cuanto pudo. Fue llevado al calabozo hasta
el 10 de noviembre de 1718, cuando compareció frente

El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

145
a la corte del vicealmirantazgo. El jefe de justicia, Nicolas
Trot, lo condenó a muerte con el bellísimo discurso
que sigue:
—Mayor Stede Bonnet, usted está condenado por dos
acusaciones de piratería: pero usted sabe que ha saqueado
al menos trece navíos. De tal suerte que usted podría ser
acusado de once cargos adicionales; pero dos nos son
suficientes —dijo Nicolas Trot—, pues son contrarios a
la ley divina que ordena: no hurtarás (Éxodo 20:15) y el
apóstol san Pablo declara expresamente que los ladrones
no heredarán el Reino de los Cielos (1 Corintios 6:10).
Pero además usted es culpable de homicidio: y los asesinos
—dijo Nicolas Trot— tendrán su parte en el lago que arde
con fuego y azufre, que es la muerte segunda (Apoca-
lipsis, 21:8). ¿Y quién, entonces —dijo Nicolas Trot—,
podrá habitar con las llamas eternas (Isaías 33:14)? ¡Ay,
mayor Stede Bonnet! Tengo toda la razón al temer que
los principios de la religión que le fueron inculcados en
su juventud —dijo Nicolas Trot— han sido corrompidos
por su mala vida y por su excesiva dedicación a la litera-
tura y a la vana filosofía de estos tiempos; porque si su
dicha hubiera estado en la ley del Eterno —dijo Nicolas
Trot— y usted la hubiera meditado día y noche (Salmos
1:2) habría descubierto que la palabra de Dios era una
lámpara a sus pies y una lumbrera a su camino (Salmos
119:105). Pero no lo hizo usted así. No le queda entonces
más que confiar en el Cordero de Dios —dijo Nicolas
Trot— que quita el pecado del mundo (Juan 1:29) que ha
venido para salvar lo que se había perdido (Mateo 18:11)
y que prometió que no echará fuera al que vaya a él (Juan

Marcel Schwob

146
6:37). De tal suerte que si usted quiere volver a él, aunque
sea tarde —dijo Nicolas Trot—, como los obreros de la
undécima hora en la parábola de los viñadores (Mateo
20: 6-9) aún podrá recibirlo. Mientras tanto, la corte sen-
tencia —dijo Nicolas Trot— que usted será conducido al
lugar de ejecución donde será colgado por el cuello hasta
que la muerte sobrevenga.
El mayor Stede Bonnet, luego de escuchar compungido
el discurso del jefe de justicia, Nicolas Trot, fue colgado
ese mismo día en Charleston por ladrón y pirata.

El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho

147
l o s s e ñ o r e s
b u r k e y h a r e

Asesinos

E l Sr. William Burke ascendió desde la condición más


baja hasta la eterna celebridad. Nació en Irlanda e
inició como zapatero. Ejerció este oficio durante varios
años en Edimburgo, donde se hizo amigo del Sr. Hare,
sobre quien tuvo una gran influencia. Durante la cola-
boración entre los Sres. Burke y Hare, no hay duda de
que el poder inventivo y simplificador le perteneció al
Sr. Burke. Pero sus nombres permanecen inseparables en

Los señores Burke y Hare • Asesinos

149
el arte tal como los de Beaumont y Fletcher. Vivieron
juntos, trabajaron juntos y fueron capturados juntos. El
Sr. Hare nunca protestó contra el favor popular que se
depositaba particularmente en la persona del Sr. Burke.
Tan completo desinterés nunca recibió su recompensa.
Es el Sr. Burke quien legó su nombre al procedimiento
especial que le granjeó honores a los dos colaboradores.
El monosílabo burke vivirá aún por mucho tiempo en
labios de los hombres, cuando ya la persona de Hare
habrá desaparecido en el olvido que se cierne injusta-
mente sobre los oscuros trabajadores.
El Sr. Burke parece haber aportado a su obra la
fantasía maravillosa de la isla verde donde había nacido.
Su alma debió estar imbuida de relatos de folclor. Hay
en sus actos como lejanas reminiscencias de Las mil
y una noches. Semejante al califa que erraba por los
jardines nocturnos de Bagdad, deseó aventuras miste-
riosas, movido por la curiosidad de relatos desconocidos
y de personas extranjeras. Semejante al gran esclavo
negro armado con una pesada cimitarra, no encontró
conclusión más digna a su voluptuosidad que la muerte
de los otros. Mas su originalidad anglosajona consistió
en sacar con éxito el mayor provecho práctico a las
andanzas de su imaginación de celta. Cuando su goce
artístico había terminado, ¿qué hacía el esclavo negro,
les pregunto, con aquellos a quienes les había cortado la
cabeza? Con una barbarie muy árabe los despedazaba
en cuartos para conservarlos, salados, en un sótano.
¿Qué provecho sacaba? Ninguno. El Sr. Burke fue infi-
nitamente superior.

Marcel Schwob

150
De cierto modo, el Sr. Hare le sirvió de Dunyazad. Al
parecer, el poder de invención del Sr. Burke fue particu-
larmente estimulado por la presencia de su amigo. La
ilusión de sus sueños les permitió valerse de un desván
para alojar allí sus pomposas visiones. El Sr. Hare vivía en
un pequeño cuarto en el sexto piso de una casa alta y muy
poblada de Edimburgo. Un sillón, una gran caja y algunos
utensilios de tocador, sin duda, componían casi todo el
mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky con
tres vasos. Por regla, el Sr. Burke sólo recibía una persona
a la vez y nunca a la misma. Su estilo era invitar a un
pasante desconocido, al caer la noche. Erraba por las
calles para examinar las caras que despertaban su curio-
sidad. A veces elegía al azar. Se dirigía al extranjero con
toda la cortesía que habría empleado Harún Al-Rashid.
El extranjero subía los seis pisos hasta el cuchitril del Sr.
Hare. Le cedían el sillón; le ofrecían whisky de Escocia
para beber. El Sr. Burke lo interrogaba acerca de los inci-
dentes más sorprendentes de su existencia. Era un oyente
insaciable, el Sr. Burke. El relato siempre era interrum-
pido por el Sr. Hare, antes de que llegara el amanecer.
La forma de interrupción del Sr. Hare era invariable-
mente la misma y muy imperativa. Para interrumpir el
relato, el Sr. Hare tenía la costumbre de pasar por detrás
del sillón y de poner sus dos manos sobre la boca del
narrador. Al mismo tiempo, el Sr. Burke iba y se sentaba
sobre su pecho. Ambos, en esa posición, imaginaban,
inmóviles, el final de la historia. De esta manera, los Sres.
Burke y Hare terminaron un gran número de historias
que el mundo nunca conocerá.

Los señores Burke y Hare • Asesinos

151
Cuando el cuento era detenido definitivamente, al igual
que el aliento del narrador, los Sres. Burke y Hare explo-
raban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban
sus joyas, contaban su dinero, leían sus cartas. Hubo
algunas correspondencias que no carecieron de interés.
Luego metían el cuerpo a enfriar dentro de la gran caja
del Sr. Hare. En este punto, el Sr. Burke mostraba la
fuerza práctica de su espíritu.
Era importante que el cadáver estuviera fresco, pero
no tibio, para poder utilizar hasta el último residuo del
placer de la aventura.
En aquellos primeros años del siglo, los médicos estu-
diaban con pasión la anatomía; pero, por culpa de los
principios religiosos, tenían muchas dificultades para
conseguir cadáveres que disecar. El Sr. Burke, en tanto
espíritu ilustrado, se había dado cuenta de esta laguna en
la ciencia. No se sabe cómo se vinculó con un venerable
y sabio anatomista, el doctor Knox, que enseñaba en la
facultad de Edimburgo. Quizá el Sr. Burke había tomado
cursos públicos, aunque su imaginación debió inclinarlo
más bien hacia los gustos artísticos. Se sabe con certeza
que le prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor
pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió
a pagarle por las molestias. La tarifa decrecía según se
tratara de un cuerpo joven o de un cuerpo viejo. Estos
últimos interesaban muy poco al doctor Knox. Lo mismo
opinaba el Sr. Burke —pues normalmente tenían menos
imaginación—. El doctor Knox se volvió célebre entre
todos sus colegas por su ciencia anatómica. Los Sres.
Burke y Hare disfrutaron de su vida como diletantes.

Marcel Schwob

152
Es conveniente, sin duda, situar en esta época el periodo
clásico de su existencia.
Porque el genio todopoderoso del Sr. Burke pronto
lo arrastró fuera de las normas y reglas de una tragedia
donde había siempre un relato y un confidente. El Sr.
Burke evolucionó por su cuenta (sería pueril invocar la
influencia del Sr. Hare) hacia una especie de romanti-
cismo. El decorado del cuchitril del Sr. Hare ya no le
bastaba e inventó el procedimiento nocturno en la niebla.
Los numerosos imitadores del Sr. Burke han empañado
un poco la originalidad de su estilo. Pero he aquí la
verdadera tradición del maestro.
La fecunda imaginación del Sr. Burke se había hartado
de los relatos eternamente similares de la experiencia
humana. El resultado jamás había cumplido con sus
expectativas. Llegó a interesarse solamente en el aspecto
real, siempre variable para él, de la muerte. La calidad
de los actores ya no le importó. Los consiguió al azar.
El único accesorio del teatro del Sr. Burke fue una
máscara de tela repleta de pez. El Sr. Burke salía durante
las noches de bruma, llevando la máscara en la mano.
Iba acompañado del Sr. Hare. El Sr. Burke esperaba al
primer transeúnte, caminaba frente a él, luego, dándose
la vuelta, le ponía la máscara de pez sobre el rostro, de
forma súbita y firme. Inmediatamente los Sres. Burke y
Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de los brazos
del actor. La máscara de tela repleta de pez presentaba
la genial simplificación de sofocar al mismo tiempo los
gritos y el aliento. Además, esto era trágico. La niebla
difuminaba los gestos de la actuación. Algunos actores

Los señores Burke y Hare • Asesinos

153
parecían imitar con sus movimientos a un borracho. Al
terminar la escena, los Sres. Burke y Hare tomaban un
cab y desnudaban al personaje; el Sr. Hare se encargaba
del vestuario, y el Sr. Burke llevaba un cadáver fresco y
limpio a casa del doctor Knox.
Y es aquí que, a diferencia de la mayoría de los bió-
grafos, dejaré a los Sres. Burke y Hare en medio de su
aureola de gloria. ¿Por qué destruir un efecto artístico
tan bello llevándolos lánguidamente hasta el final de sus
carreras, revelando sus fallos y sus decepciones? No hace
falta verlos de otro modo que no sea con su máscara en
mano, errando por las noches de niebla. Porque el final
de su vida fue vulgar y semejante a tantos otros. Parece
ser que uno de ellos fue colgado y que el doctor Knox
tuvo que dejar la facultad de Edimburgo. El Sr. Burke no
ha dejado otras obras.

Marcel Schwob

154
nota editorial

T al vez no hacía falta otra traducción de Vidas ima-


ginarias. Es muy probable que existan más traduc-
ciones en español de este clásico que en cualquier otro
idioma. Y algunas, además, muy notables: la clásica de
José Emilio Pacheco y un par de biografías traducidas
tempranamente por Borges en los años treinta. Aun así,
esta nueva traducción al español tiene el mérito de dejar
la obra de Schwob donde ya estaba desde hace tiempo:
en el dominio público. Al contrario de las otras excelentes
versiones disponibles, la traducción de El Quinqué podrá
compartirse, modificarse o reutilizarse a través del uso de
licencias Creative Commons.
Decidimos incluir el título en nuestra colección no sólo
por su importancia en nuestra tradición literaria —Reyes,
Borges, Arreola, Bolaño—, sino por la sugerencia ética
que encontramos en su práctica: los personajes célebres
no tienen el monopolio de la biografía. Los grandes
actos no son la única validación para contar la vida de
los otros; lo valioso es contar aquellos detalles que hacen
única a cada persona.

Nota editorial

155
Para nuestra traducción, nos basamos en la primera
edición de Vidas imaginarias, digitalizada por la Biblio-
teca Nacional de Francia a través del proyecto Gallica.
Publicada por la Bibliothèque Charpentier, se impri-
mieron diez modestos ejemplares de Vidas… en 1896.
A 120 años, a través de nuestra versión física y la digital,
esperamos contribuir a la circulación de un texto todavía
relevante.

Marcel Schwob

156
índice

Prefacio 7
Empédocles • Supuesto dios 17
Heróstratos • Incendiario 23
Crates • Cínico 29
Séptima • Encantatriz 35
Lucrecio • Poeta 41
Clodia • Matrona impúdica 47
Petronio • Novelista 53
Sufrah • Geomante 59
Frate Dolcino • Hereje 65
Cecco Angiolieri • Poeta rencoroso 71
Paolo Uccello • Pintor 77
Nicolas Loyseleur • Juez 83
Katherine la Encajera • Mujer de la vida 91
Alain el Gentil • Soldado 97
Gabriel Spenser • Actor 103
Pocahontas • Princesa 109
Cyril Tourneur • Poeta trágico 115
William Phips • Pescador de tesoros 121
El capitán Kid • Pirata 127
Walter Kennedy • Pirata iletrado 133
El mayor Stede Bonnet • Pirata por capricho 139
Los señores Burke y Hare • Asesinos 149
Nota editorial 155

Índice

157
Imaginándonos todavía si Marcel Schwob
se rascaba la pierna antes de ponerle punto a sus textos,
si tenía la costumbre de comer una pechuga de pollo a las dos de la tarde
o si levantaba siempre la misma ceja en todos los retratos,
los trabajadores del taller de Ricardo Fonseca Nuño
—ubicado en Audiencia 1242, col. Lomas de San Eugenio,
c. p. 44720 en la ciudad de Guadalajara, Jalisco—
terminaron de imprimir estas Vidas imaginarias en octubre de 2019.

En su composición se utilizó la familia


tipográfica Sabon lt Std en 11 puntos para el cuerpo del texto.
Para los títulos y folios se usó la
tipografía htf Didot en 20 y 11 puntos respectivamente.
Los forros se imprimieron en
Sundance Felt Ultra White de 216 g.
Los interiores en Bond
ahuesado de 90 g.

El tiraje consta de 1,000 ejemplares.

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