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MIGUEL D´ORS: Los «no-novísimos» de la

Generación del 70 iniciamos la «poesía de la


experiencia»
Antonio Manilla

“En la misma naturaleza de la poesía está rebelarse y transgredir las normas para
sorprendernos con algo imprevisto.”
“La poesía es poesía por cuestiones de orden verbal, totalmente ajenas a lo ideológico.”
EPICURO: Poesías completas 2019 (Renacimiento) es una edición curiosa en más de un
aspecto; para empezar, los libros de poemas están en orden inverso a su fecha de publicación,
yendo del último al primero, dispuestos para el lector al modo de un currículo o un viaje a las
raíces.
MIGUEL D´ORS: Sí. Opté por esa ordenación porque, como explico en el prólogo, en mis primeros
libros, sobre todo en el primero, hay páginas perfectamente prescindibles, escritas las pobres con
diecinueve o veinte añitos. Pensé que si los lectores que no han leído antes ningún libro mío (que
estoy seguro de que son muchos, aunque otra cosa es que conozcan algún poema mío suelto a través
de Internet) entran en esta recopilación por lo menos logrado pudiera ser que se desanimaran y ya
no tuvieran ganas de seguir adelante. Al poner al comienzo los poemas más conseguidos se evita
ese desánimo inicial. Es más: cuando el lector llegue a las páginas peores supongo que me las
perdonará con más facilidad, gracias a las mejores, que ya conoce.
E: Además, se incluye al final un índice de nombres propios, algo muy raro en un poemario.
MD: Sí, es algo inhabitual; pero no sin precedentes: Losada editó hace años unas Obras completas
de Pablo Neruda que también lo tenían. Como los de Neruda ―al menos en una cosa nos
parecemos―, mis versos están llenos de personas y de lugares, y me pareció interesante
facilitar su localización a los lectores. «¿Habrá escrito Miguel d’Ors algo sobre Soria?», «¿Habrá
hablado alguna vez de Homero?». Pues ahí estoy yo, ahorrándoles trabajo y tiempo.
E: Siempre has afirmado que las cuestiones de poética te interesan «menos que las de
artesanía», hablando del poema como artefacto. Y en cada uno de tus libros has intentado dar
una vuelta de tuerca a la indagación en los recursos del lenguaje.
MD: Bueno, yo me acuso, padre, de que durante algún tiempo sí tuve una Poética. Fue entre
pongamos 1973 y 1979. La plasmé en un ensayo, y más tarde en el cuestionario de Las voces y los
ecos, en 1980. Todo muy intelectual (léase con voz campanuda). Pero llegó un momento en que
me di cuenta de que cualquier Poética es insuficiente. Cuando uno, después de darle muchas
vueltas a la cabeza, cree que por fin ya tiene perfectamente entendido y definido lo que es la Poesía,
se la encuentra de pronto en poemas que, sin embargo, incumplen las «leyes». «¿Qué pasa aquí?»,
se dice uno.
Y así empezó mi desengaño: descubrí que en la misma naturaleza de la Poesía está el rebelarse
y transgredir las normas para sorprendernos con algo imprevisto ―en la Belleza hay siempre
un elemento de Novedad―, que cualquier teoría de la Poesía es capaz de inspirar maravillosos y
horribles poemas, que no es de la teoría sino del talento del poeta de donde salen los buenos
versos, que no se trata de manejar doctrinas de alcance universal sino de moverse en el mundo
de lo particular y resolver acertadamente los problemas concretos... y así acabé identificándome
con mi tatarabuelo carpintero, Francisco Lois, nada de intelectuales.
E: Al hilo de esa concepción del poema como artefacto, ¿hay algún límite para el artificio?
¿Qué importancia le das a lo autobiográfico?
MD: Cuando sale este tema siempre cito aquel verso de Ezequiel Martínez Estrada: «Un poco de
memoria y otro poco de sueño». Uno no tiene más remedio que sacar los materiales de
construcción de sus poemas del depósito de lo que ha vivido. ¿Qué otra cosa podría hacer? Por
este motivo todo poema tiene, en mayor o menor medida, ingredientes autobiográficos, es decir
memoria. Pero, puesto que el fin del poeta es crear poesía, y no suministrar datos históricos (que,
por otra parte, ¿a quién le interesarán?), esos materiales se manipulan ―se seleccionan, se
retocan, se mezclan con invenciones (aquí está lo del sueño)― para que el resultado sea
estéticamente bueno.
Y te aclararé una cosa: cuando el ambiente general de los años 80 y primeros 90 insistía mucho ―y
más aún en Granada, donde yo vivía entonces― en el carácter ficticio de la poesía, en la
«ficcionalización del yo», en el poeta como fingidor y en otras cosas por el estilo, me pareció
conveniente poner el acento en el otro platillo de la balanza, el de la memoria, y esto explica alguna
cosa que dije en el prólogo de Sol de noviembre, recordando que el fingidor de Pessoa a fin de
cuentas finge que es dolor «el dolor que en verdad siente». Y cuando pasó aquella moda y vi que
mucha gente hacía lecturas «románticas» de mis versos me sentí obligado a subrayar la dimensión
de sueño, es decir de invención, que también tienen. Pero no es ninguna contradicción, como
sostuvo (leyendo mal adrede en beneficio de su afición a «dar por saquillo») cierto admirable
crítico y extravagante polemista, sino que, sencillamente, y perdón por la auto-cita, «inspirar y
espirar, ya saben, sístole/ y diástole, mañana y tarde, día/y noche... A ver qué culpa tengo yo/ si para
caminar hacen falta dos piernas».
E: Esto me lleva a preguntarte sobre lo personal y lo colectivo que tiene un buen poema. Has
comparado a la poesía con un avión, que puede dar muchos servicios, pero lo importante es
que vuele.
MD: Lo que quería decir con eso es que un poema que elogie a los mineros o combata el machismo
no es necesariamente mejor ni peor en cuanto poema que otro que hable de la paz de una noche
estrellada o del nacimiento del Niño Jesús en el portal de Belén. Esto, que en los años 45 a 65 del
siglo pasado poca gente habría compartido en este país, todavía hoy siguen sin admitirlo algunas
personas. La poesía es poesía por razones de orden verbal, totalmente ajenas a lo ideológico.
De lo contrario, bastaría averiguar por cualquier medio cómo respira ideológicamente un poema
para, sin necesidad de leerlo, poder sentenciar si es bueno o malo.
Hay algo todavía peor, y es no valorar los poemas ni siquiera por su contenido ―que ya es un buen
despropósito― sino por el comportamiento de su autor. Despreciar las Odas elementales de Pablo
Neruda, por ejemplo, porque son obra de un comunista o los versos de Borges porque no condenó
enérgicamente ciertas dictaduras son manifestaciones elocuentes de la estupidez humana. A Borges
esta estupidez le costó el premio Nobel (que, por lo visto, el propio Neruda o Bob Dylan
merecían más). Pero no hace falta mirar tan lejos ni tan atrás: basta fijarse un poco en quiénes han
recibido últimamente, entre nosotros, los Nacionales de Literatura, los de Las Letras Españolas
y los Cervantes para ver que este modus operandi sigue bastante vivo: la «corrección política»
usurpa las funciones del criterio literario, y lo determinante a la hora de premiar «oficialmente»
la Literatura es que el autor sea mujer, escriba en una lengua regional, proceda de una de esas
«nacionalidades históricas» a las que se quiere tener menos descontentas, etc. 
E: Me gustaría hablar sobre el magisterio. Sobre el que recibisteis los autores de la
Generación del 70, sobre el tuyo en particular y sobre el que ahora ejercéis.
MD: Mis relaciones con la poesía empezaron muy pronto. Entre mis primeras lecturas ―hablo
de mis cinco o seis años― hubo muchos cuentos con sus textos en verso: «Nada como el mar azul/
y una canoa ligera/ para disfrutar la vida/ un día de primavera». O «¡Mix! ―la maestra se
queja―, /¿dónde ha estado?, díganos’./-En casa, Doña Coneja./ Es que mamá ya es muy
vieja./Tuvo un ataque de tos». Mi abuelo materno recitaba poesías de vez en cuando: «Niños que de
seis a once, / tarde y noche, alegremente, / jugáis en torno a la fuente/ del gran caballo de bronce/
que hay en la Plaza de Oriente...» o «Diligencia de Carmona,/ la que por la vega pasas,/ caminito de
Sevilla,/ con siete mulas castañas...». Después, en el colegio «La Salle» de Santiago, teníamos cada
año un concurso de recitadores en el que participé con el «Romance del infante vengador», «A un
olmo viejo», «Castilla» y «La canción del pirata». En los últimos cursos del bachillerato leía con
gusto las poesías que aparecían como ejemplos en los manuales de Historia de la Literatura
Española. Desde que mi familia se trasladó a Pamplona en 1961, tuve ocasión de leer mucha poesía
española clásica y moderna en mi casa, tanto en la «Biblioteca de Autores Españoles» como en
revistas como Ateneo, Arbor o Punta Europa: José Hierro, Blas de Otero, Carlos Bousoño, Rafael
Morales, Leopoldo de Luis, Carlos Salomón, Carlos y Antonio Murciano, José María Valverde,
Ángela Figuera, María Beneyto, José Manuel Caballero Bonald...  Pero lo más importante fue que
al poco de llegar a Navarra mi padre me regaló los tomos de «Románticos y victorianos» y
«Contemporáneos» de la antología bilingüe de La poesía inglesa que había editado Mariano
Manent en Ediciones Lauro. Estos libros fueron lo más decisivo para mi formación. En aquellos
poetas ingleses y americanos ―Whitman, Thomas Hardy, Alice Meynell, Kipling, Robert Frost,
John Drinkwater, Siegfred Sassoon, Rupert Brooke, Robinson Jeffers, Archibald McLeish, Edna St.
Vincent Millay, e. e. cummings, Muriel Stuart, Ada Jackson, W. H. Auden, Henry Treece, etc.― yo
encontraba tres cosas que me seducían: emociones personales, sentimiento de la naturaleza y
una lengua conversacional.
E: ¿Fue entonces cuando comenzaste a escribir poesía? Háblanos de esos inicios.
MD: Fue hacia 1964, estudiando en la Universidad de Navarra, cuando cometí los primeros conatos
de verso. Enseguida entré en contacto con algunos compañeros que estaban pasando la misma
enfermedad, y empezamos a reunirnos, leernos unos a otros nuestras respectivas genialidades y
practicar ardientemente el mutuo-bombo. Lo clásico... Por entonces, como es habitual, creíamos
estar volcando en el papel y entregando al Universo lo más profundo y original de nuestra
alma, pero lo que en realidad hacíamos era llevar agua en un cesto, porque ni éramos lúcidos
ante nuestras emociones ni teníamos suficiente capacidad para objetivar las cosas en el lenguaje; de
modo que éramos plagiarios inconscientes. Sobre esto escribí algo una vez: «Y dice en sus poemas
su intimidad desnuda/ y resulta que ha dicho la de Alberti o Neruda».
Ya en los primeros 70, siendo ayudantillo en el Departamento de Literatura de la Universidad, leí
mucho a los clásicos, a los del 27, a los del 36, a las dos generaciones de la posguerra..., pero
también a algunos de los «novísimos»: José María Álvarez, Leopoldo María Panero, Guillermo
Carnero, Jaime Siles y aquella antología madrileña titulada ―y sigo sin entender por qué, porque
allí, con tanta pirotecnia verbal y culturalista  ni el amor ni la muerte aparecían por ninguna parte―
Espejo del amor y de la muerte. Aquello me parecía divertido para pasar un rato entre amigos
ilustrados, pero no lo veía como para entregarle la vida; y a aquellas edades en que uno se toma
las cosas muy en serio, uno pensaba que a la poesía había que entregarle la vida casi hasta el
martirio, si se terciaba. Así que me atuve a mis poetas de lengua inglesa, a mis clásicos, a
Alberti, a La voz a ti debida, a parte de Neruda, etc., y de ahí fueron saliendo mis primeros
poemas no enteramente detestables, que son de 1967 o posteriores, y fueron la base de mi primer
libro, que se publicó en 1972.
E: ¿Destacarías algún otro hecho que marcara tus primeros pasos como poeta?
MD: Algo después, en los comienzos del curso 1979-80, se produciría un acontecimiento muy
importante para mi faceta de poeta. Yo acababa de incorporarme al Departamento de Literatura
Española de la Universidad de Granada, y allí había un profesor y poeta, Álvaro Salvador, con el
que, a pesar de su poca satisfacción por mi presencia allí, pude llegar a sostener alguna que otra
conversación literaria. En una de ellas ―él era de esa gente que «se mueve», y conoce a todos los
poetas, y está muy al tanto de todas las publicaciones de poesía que se editan en el país― me habló
de una revista rara y asturiana que yo ni sospechaba, cuyo título era Jugar con fuego. Un día
tuvo la deferencia de subirme a la Facultad unos cuantos números para que les echase un vistazo.
Desde los últimos años sesenta yo estaba intentando como mejor podía escribir poesía que
aunase equilibradamente emoción, pensamiento y dicción elegante bajo el imperio del sentido
común, y entre 1974 y 1979 había estado publicando en la revista Nuestro Tiempo artículos de
crítica de poesía que aspiraban a ser algo más exigentes, documentados e independientes de lo
habitual en la España de entonces. Se comprenderá que me produjese sorpresa, satisfacción y
admiración encontrarme de repente con una revista que ofrecía habitualmente unas notas
críticas que ostentaban aquellas tres cualidades en un grado nunca visto y que propugnaban
el tipo de poesía que a mí me gustaba. Me apresuré a escribir una carta al director de Jugar con
fuego, un personaje para mí desconocido llamado José Luis García Martín, expresándole mi
entusiasmo y mi felicitación para él y aquellos extraordinarios colaboradores de su revista, y a los
pocos días él me contestaba agradeciéndome los elogios a la publicación, excusando el anterior
desconocimiento de ella que me hacía sentir un poco culpable, manifestándome que, en cambio ―y
para mi asombro―, yo no le era desconocido como poeta, y enviándome algunos de los últimos
números publicados y el libro Las cosas que me acechan de Víctor Botas, que Jugar con fuego
había editado. Por cierto que, como tardé un poco en descubrir que todos aquellos
extraordinarios colaboradores eran él mismo, por un tiempo pensé que Víctor Botas era uno
más de sus heterónimos.
E: Entonces llegaría Las voces y los ecos, la antología de José Luis García Martín que a
muchos nos descubrió que había vida más allá de los novísimos.
MD: Así es: en enero de 1980, él, sin conocer de mi trabajo poético más que mis dos primeros
libros, Del amor, del olvido y Ciego en Granada ―que me pidió y yo le mandé enseguida―, y un
borrador del tercero, Codex 3, tuvo la osadía de apostar por mí haciéndome figurar en aquella
antología que entonces estaba preparando, y que salió aquel mismo año. Las voces y los ecos
habría de ser un hito decisivo para la difusión de mis versos, y nunca se lo agradeceré bastante a
García Martín, por mucho que me parezca una mala persona. Además, a raíz de Las voces y los
ecos entraría yo en comunicación con algunos de los mejores poetas de mi generación, que
también estaban allí ―Víctor Botas, Carlos Clementson, Eloy Sánchez Rosillo, Paco Bejarano,
Fernando Ortiz, Abelardo Linares (sólo faltaban Colinas y Javier Salvago, creo yo)― que, cada uno
en su rincón, estaban tratando de hacer algo análogo a lo que yo intentaba, al margen tanto de la
«poesía social» como de la estética «novísima». Nosotros, el sector «no-novísimo» de la
generación del 70, fuimos en realidad los iniciadores de la que después se llamó «poesía de la
experiencia»; pero, claro, la mayoría andábamos escasos de capacidad de autopromoción y no
llegamos a ser ni siquiera un poco «mediáticos».

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