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Patricia Celi

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16/12/2015
“a  los  65  años  no  se  tienen  solamente  20  años  más  que  a  los  45.  
Se ha cambiado un porvenir indefinido –que uno tendía a considerar como infinito– por un porvenir finito.
Antes no descubríamos en el horizonte ningún límite;;  ahora  lo  vemos”  
Simone de Beauvoir.

“Ganándose  la  vejez”: Estrategias de las familias quiteñas para atender las necesidades del
adulto mayor

1. Introducción

En el transcurso de la vida del ser humano se desarrollan sucesivas etapas que tienen características

especiales. En particular, en torno a la adultez mayor, se ha tenido comúnmente una concepción

relacionada a la inactividad, dependencia, incapacidad, vulnerabilidad e improductividad. Alrededor

de estos imaginarios sobre la vejez, los Estados, el sector privado, instituciones de la sociedad civil, las

comunidades, las familias y las personas han propiciado y ejecutado acciones asistencialistas y de

caridad para atender las necesidades del adulto mayor. Una de las razones para el diseño de este tipo

iniciativas institucionales, es que la construcción conceptual y práctica de una agenda específica para

las personas que corresponden a la adultez mayor, se ha ejecutado de manera superficial. En general,

los adultos mayores, históricamente, no han sido apreciados como un segmento generacional cuya

agencia los lleva a cumplir roles y funciones dentro de una determinada familia, comunidad y cultura.

En vista de este complejo contexto que ha invisibilizado al adulto mayor como un titular de derechos

y obligaciones, adecuados a su etapa generacional, y cuyo ejercicio debe ser efectivamente garantizado

desde el ámbito institucional e individual; he encontrado oportuno y urgente abordar el tema de la

tercera edad y las principales determinantes de sus posibilidades para desenvolverse activamente y

auto-realizarse en la sociedad. Para esto, comenzaré analizando los espacios familiares, como

aquellos contextos que reúnen la génesis y operación de una serie de estrategias orientadas a la

atención de las necesidades de salud, trabajo, cuidados, protección social y convivencia

intergeneracional de la tercera edad.

De tal manera, pretendiendo inicialmente identificar ¿Qué involucra [en cuanto a ideales y acciones]

para una familia quiteña de clase media-alta el promover el bienestar físico, psicológico, y espiritual

de una personas mayor?, el análisis expuesto en este trabajo se propone reconocer a las unidades
familiares como agentes que procuran o se inhiben, de llevar a cabo acciones a favor o no de los

adultos mayores; sostenidas en las implicaciones y alcances del imaginario social que han construido

sobre la vejez. Por lo tanto, esta investigación etnográfica delimitará la incidencia en la persona, la

familia y la comunidad del envejecimiento como un proceso multidimensional que se aborda, en

primera instancia, de manera ajena, pero que también genera anhelos y expectativas cuando se

visualiza como propia. La idea es explorar los niveles conscientes e inconscientes que se generan para

superar la diversidad de ámbitos y situaciones que supone acompañar y coadyuvar en un proceso de

envejecimiento.

2. Metodología

Para la realización de este trabajo etnográfico se llevó a cabo 9 entrevistas semiestructuradas, un grupo

focal pequeño y 4 entradas de observación participante. Las entrevistas se efectuaron con 6 mujeres y

2 hombre entre 20 y 60 años. Igualmente, el grupo focal pequeño se realizó con 2 hombres y 1 mujer

entre 23 y 28 años. Todos ellos eran integrantes de distintas familias conformadas (actualmente o en el

pasado) por uno o más adultos mayores, residentes en la ciudad de Quito. La clase socio-económica de

dichos círculos familiares es media-alta. Estas personas pertenecen a las dos generaciones siguientes

en relación al adulto mayor: hijo/hija-nieto/nieta. Es importante aquí resaltar, que fue factible generar

un espacio amigable y de confianza con cada uno de los entrevistados, debido sobre todo, a las

emociones provocadas por los distintos temas abordados en las preguntas. Como investigadora me

sentí satisfecha en este aspecto, porque el diálogo con los colaboradores no solo me permitió indagar

en una realidad social específica, sino que facilitó a muchos de ellos el encuentro con una especie de

catarsis profundamente lenitiva. Ahondar sobre el envejecimiento generó una serie de sensaciones,

recuerdos y expectativas que repercutieron y afectaron en distintos niveles a los participantes. De este

modo, los sentimientos que surgieron en las entrevistas se vieron reflejados en respuestas profundas y

detalladas   sobre   aspectos   aparentemente   privados   que   hubieran   sido   considerados   “muy   íntimos”  

como para ser expuestos en un trabajo investigativo.

Por otro lado, también se efectuaron 4 entradas de observación participante. Las dos primeras

tuvieron lugar en las salas de espera del Centro de atención hospitalaria del Instituto Ecuatoriano de

Seguridad Social ubicado en el Batán. Elegí este sitio por cuanto apareció como uno de los más
adecuados para apreciar e interpretar directamente las interacciones y negociaciones entre la sociedad

y las personas mayores que la conforman.

Los otros dos momentos de observación participante incluyen parte de mi experiencia y la de mi

familia al cuidado de mi abuela materna. En este punto, transformé los actos habituales de la vivencia

del cuidado generados en mi unidad familiar a reflexiones auto-etnográficas que contemplan, desde

una mirada más analítica, lo que ha significado para mí y para mis padres el atender y acompañar a mi

abuela en su proceso de envejecimiento. Ahondando en la experiencia propia del cuidado, pude

distinguir de manera más directa, en qué medida convergen y se distancian las acciones e iniciativas

de un adulto mayor junto con las de los miembros de su familia.

Con respecto a los alcances éticos que han guiado a la investigación, es necesario resaltar dos aspectos

relevantes. En primer lugar, antes de las entrevistas me aseguré que cada colaborador sea consultado

en un proceso de consentimiento informado en el que se le brindó todos los detalles sobre el trabajo

etnográfico del que iba a ser parte. Esto me permitió respetar el anonimato y la reserva de documentar

cualquier actividad o plática por cualquier medio audiovisual o escrito. Y en segundo lugar, al

término del desarrollo de los resultados de esta investigación iniciaré una etapa de devolución y

agradecimiento a los participantes. La idea es generar un producto investigativo exclusivo para los

colaboradores que será entregado como símbolo de reciprocidad por su apoyo en la investigación, y a

la vez, me facilitará retroalimentarme de las valoraciones, cuestionamientos y sugerencias que se

deriven de su propia vos.

3. Imaginarios sociales en torno a la vejez: una revisión teórica

La vejez es una condición humana inevitable. Quienes han logrado prolongar su vida por muchos años

deben enfrentar al final de su existencia el envejecimiento no solo en términos biológicos sino también

sociales.  Las  construcciones  dominantes  sobre  la  vejez  hacen  “que  este  periodo  de  vida  se  convierta  en  

un terreno social y cultural donde se disputan variadas concepciones de lo que es ser viejo o más bien

de  lo  que  se  pierde  con  la  vejez”  (Robles, 2003, pág. 50). En el centro del debate se coloca a la vejez

como   un   “estado   asociado   a   la   condición   de   decrepitud,   vulnerabilidad   y   marginalización”   (Robles,

2003, pág. 50).


Las  construcciones  sociales  de  la  vejez  se  materializan  en  imágenes  que  diseñan  al  “ser  viejo”  como  la  

etapa más próxima a la pérdida, el declive y la muerte. Estos imaginarios influyen directamente en la

experiencia   de  los  adultos  mayores.   Robles  (2003)   indica  que   “dichas  imágenes   se   erigen   en  base   a  

referentes sociales de diferente índole y cuya función es señalar cómo se operan las transformaciones

durante   el   proceso   de   envejecimiento   en   términos   de   decrepitud”   (pág.   50).   Para   esta   autora,   estos  

referentes   se   emplean   como   marcadores   del   “funcionamiento”     del   cuerpo   biológico,   social,  

económico y político, los cuales identifican el momento en el que empieza la vejez, cómo se desarrolla

el proceso de envejecimiento y en qué grado se es un viejo (Robles, 2003).

Tomando en cuenta que los referentes mencionados anteriormente varían en función del contexto

cultural que se analice, Robles (2003) menciona que, en el campo de la salud, los factores de tipo

biológico, específicamente los de tipo de funcionalidad física y mental, constituyen los estándares

para definir los niveles de habilidad y destreza, para llevar a cabo todo tipo de actividades de la

vida cotidiana. En el plano económico, la autora señala que éste involucra el goce de una persona

adulta a los derechos de pensión o a recibir ayudas económicas o sociales de los sistemas de

asistencia social del Estado, a los cuales se hacen acreedores a causa de su incapacidad para generar

ingresos propios mediante la venta de su fuerza de trabajo o de bienes producidos (Robles, 2003).

En  el  plano  social,  el  parámetro  es  “su  marginalización  en  el  sistema  de  intercambio social por su

incapacidad  de  intercambiar  bienes  y  servicios  con  las  generaciones  más  jóvenes”   (Robles, 2003,

pág. 50). En último lugar, para Smith, 2001, citado por Robles (2003), el ámbito político se

relaciona  con  “la  pérdida  de  un  sitio  en  la agencia política para dirigir y transformar el mundo y sus

condiciones”  (pág.  50).

De todos estos aspectos, el parámetro biológico merece una atención importante, debido a que, en

palabras de Urbano & Yuni (2011), establecer el valor que se atribuye a la edad, a la experiencia de

envejecer y la autopercepción subjetiva de ser/estar viejo, en relación a atributos concernientes a la

potencialidad de la vitalidad, la estética e imagen de sí en relación a los otros; estaría condicionada

por intereses y actitudes de los distintos grupos sociales, políticos y culturales propios de cada

época  y  contexto.  Así,  “la  vejez  como  una  edad  cronológica  que  responde  únicamente  a  un  ciclo  del  
curso vitales, es desde esta perspectiva, un dato biológico socialmente manipulado y manipulable y,

por   tanto,   capaz   de   adquirir   nuevos   significados   y   ser   envestida   de   nuevos   sentidos”   (Urbano &

Yuni, 2011, pág. 49). Esto significa que las fronteras entre la juventud, la edad madura y la vejez

varían en las distintas culturas y se relaciona con las representaciones que se construyen

socialmente a través del tiempo.

En ese sentido, Ángela Aimar (2009), señala que “Occidente, y sus políticas neoliberales, considera

los saberes y habilidades del adulto mayor como anticuados para la época, propicia a través del rito

jubilatorio la <<incapacidad de ver>> a estas personas, condenándolas al olvido familiar y social, a la

difamación social y a miserias y pobrezas en sus condiciones de vida” (2009, pág. 20). Al respecto, la

autora  opina  que  “simbólicamente  la  cultura  del  anciano  actúa  como  una  auténtica  anticultura,  y  que  

las contradicciones sociales y culturales que van más allá del viejo afectan  a  la  sociedad  toda”    (Aimar,

2009, pág. 20). De tal manera, pareciera en forma implícita que el adulto mayor, para una sociedad

<<que hace un culto a la juventud y la homogeneidad estereotipada>>, refleja parte de lo que no

quiere  ser,  ni  ver,  ni  sentir”  (Aimar, 2009, pág. 20)

Debido a esto, desmitificar las etiquetas con las que se han asignado a los adultos mayores es un paso

trascendental para resignificar su rol y liberar a otras generaciones y a las instituciones más amplias de

prejuicios, que desencadenan una serie de prácticas que transforman al proceso de envejecimiento en

un periodo difícilmente llevadero por su penalización y devaluación. Con el horizonte puesto en tratar

de iniciar una comunicación intersubjetiva para producir conocimiento sobre la longevidad, o para

decidir sobre políticas sociales y acciones concretas referidas al colectivo de personas de edad, Norma

Tamer (2008) explica que ya existe consenso acerca de que “el envejecimiento, en cuanto proceso

histórico-social o individual, es dinámico, extremadamente heterogéneo y particularmente

contextualizado, tanto como para afirmar que cada uno envejece como ha vivido, como ha llevado el

propio proceso existencial,  singular,  único,  de  <<hacerse  a  sí  mismo>>”  (pág. 95). Por ello, si bien se

advierte la necesidad de re-pensar, re-significar la vejez a la luz de los cambios socio-culturales de la

época,  Tamer  (2008)  menciona  que  “para lograrlo, acertadamente, debemos entenderla en el ciclo vital

en su conjunto, en sus significados y construcciones socioculturales”   (pág.   95).   En consecuencia,


“reflexionar sobre el envejecimiento y la vejez es reflexionar sobre la vida entendida como un

continuum. Así, una vejez saludable y activa dependerá de una niñez, adolescencia, juventud y adultez

también saludables y activas”  (Tamer, 2008, pág. 95).

En esta línea, cabe resaltar que para la aplicación de políticas institucionales, que en diferentes grados,

promuevan una vejez adulta lozana y vivaz, es primordial considerar que las sociedades deben partir

de una visión a largo plazo con un enfoque de ciclo de vida, que significa pensar integralmente en

todas las etapas intergeneracionales. Así, hay necesidad de planificar para sociedades adultas. Esto

implica no desvincular de la agenda de los países el modelo de transición demográfica, el cual

estipula que:

históricamente y en la actualidad la disminución en las tasas de nacimiento y de muerte se relaciona


con un incremento sistemático en la expectativa de vida, que a su vez es producto de varias mejorar en
las  condiciones  de  vida[…]  A  través  de  esta  transición,  la  proporción  de  personas  en  diferentes  grupos  
de edad experimenta una transición paulatina desde una marcada preponderancia de personas menores
de edad hacia mayores concentraciones de adultos mayores (Freire, Jácome, Pazmiño, Rojas, & Ortiz,
2012, pág. 26).

De este modo, se debe considerar que los adultos mayores no solamente deben ser percibidos como

individuos aislados que coexisten con una marcada población joven, sino como un segmento cada vez

más grande e importante de la población. En este contexto la satisfacción de las necesidades del

anciano   requiere   “la   existencia   de   conjuntos   de   servicios   que,   disponibles   en   número y calidad

suficientes,  permiten  respuestas  específicas”  (Tapia, 1994, pág. 21) .  Lo  dicho  basta  para  sugerir  “las  

complejidades que envuelve la definición, articulación y administración integrada de servicios para los

ancianos”   (Tapia, 1994, pág. 21). Por lo tanto una mayor capacidad de las sociedades en la

movilización de los intereses de los adultos mayores incluiría, idealmente, un sistema de servicios que

según Tapia (1994) debe involucrar una etapa de institucionalización máxima caracterizada por:

una amplia gama de instituciones especializadas, en primer lugar, incluyendo centros de atención
diurna, hospitales de día, centros comunitarios, hogares de ancianos, educacionales, de adiestramiento
técnico, empleo, etc. En segundo lugar, una ampliación continua en el número, tipo y cobertura de
programas de servicios bajo el control de los sistemas de seguridad social y salud […]  En  tercer  lugar,  
el desarrollo de las organizaciones de fomento y representación de los intereses de grupos de edad
avanzada   […]   desarrollo   de   núcleos   integrados   de   servicios   domiciliarios,   coordinados   con   otros  
sistemas de servicios: salud, seguridad social, etc. (pág. 22).

Ahora bien, se advierte que, dentro de esta complejidad institucional requerida para servir una

población adulta que en números crecientes, demandan de mayor atención; los sistemas de seguridad
social y de salud se han convertido en las redes de servicios más importantes. Sin embargo, su gestión,

ha derivado en resultados nada alentadores que dan cuenta de la poca preparación de los países para

confrontar las enormes demandas que surgirán a medida que la población envejezca. Esto lo

demuestra  Freire  et  al.  (2010),  cuando  menciona  que  “la ausencia de sistemas de protección dirigidos a

los adultos mayores, de casas de atención y cuidado, de programas de prevención y promoción de la

salud, de profesionales especializados en geriatría, de enfermeras especializadas, de programas

nutricionales para  el  adulto  mayor,  y  de  centros  de  atención”  (pág.  34),  son  razones  por  las  que  se  hace  

evidente que las instituciones no se han adaptado para proveer servicios más adecuados a un sector

poblacional que envejece con rapidez. Así, las políticas públicas de los Estados deben considerar

inmediatamente el envejecimiento de sus habitantes y la transformación de la estructura demográfica a

fin  de  “reorientar  la  asignación  de  fondos  y  hacer  inversiones  para  modificar  el  ambiente  y  dotar  de  

recursos a los proveedores de servicios sociales y de salud, para asegurar que la oferta de éstos sea

óptima  y  de  calidad”  (Freire, Jácome, Pazmiño, Rojas, & Ortiz, 2012, pág. 34)

Adicionalmente, es necesario incluir dentro de la perspectiva global de políticas sociales para la

tercera edad, los otros mecanismos de servicios para esta población: los asilos, los hogares de

ancianos  y  la  familia.  Los  dos  primeros  constituyen  “la  primera  manifestación  social  de  preocupación  

por la situación de los  ancianos”  (Tapia, 1994, pág. 27). En su mayoría, estas instituciones gozan de un

alto grado de autonomía, operan bajo el control de organizaciones privadas de beneficencia, tienen un

escaso apoyo financiero estatal y dependen de acciones de voluntariado individual o colectivo (Tapia,

1994).  Bien  pueden  “limitarse  a  brindar  techo  y  alimentación  a  los  asilados;;  excepcionalmente  algunos  

brindan un número limitado de servicios médicos, de enfermería  y  sociales”  (Tapia, 1994, pág. 28).

Por  su  parte,  la  familia  conforma  “un  mecanismo  natural  de  atención  y  cuidado”   (Tapia, 1994, pág.

28). Cuando concebimos el rol de la familia extendida y sus obligaciones con los ancianos, los

criterios institucionalistas han relegado a la familia a un plano relativamente menor y subsidiario

(Tapia, 1994). Paradójicamente, cuando los intentos por responder institucionalmente al desafío de la

tercera edad no logran sus finalidades ambiciosas y bajo la presión de una crisis económica profunda,

la mirada se vuelca de nuevo a la familia como sistema natural de apoyo (Tapia, 1994). En la
actualidad, sin embargo, según Barros, Fernández & Herrera (2014), enfrentamos un aumento de la

diversidad de formas familiares que conlleva a una gran heterogeneidad del tipo de relaciones que los

individuos establecen con sus parientes.   Hoy   aparecen   familias   que   son   “cuantitativamente   y  

cualitativamente distintas a las del pasado, tanto en términos de estructura como de duración de roles y

relaciones  familiares”  (Barros, Fernández, & Herrera, 2014, pág. 122). En este contexto, el estudio de

la familia y de las interrelaciones entre sus miembros es trascendental para comprender como las

nuevas tendencias demográficas y cambios socioculturales pueden modificar o no su papel orientado a

la ayuda y protección hacia las personas mayores.

De acuerdo a esto, es importante definir a la familia para determinar las dimensiones significativas

para su estudio. Siguiendo a Sabatelli y Bartle, 1995, citados en Barros, Fernández, & Herrera (2014),

se  puede  definir  a  la  familia  como  “un  grupo  de  individuos  interdependientes  que  tienen  un  sentido  de

identidad [estructura], experimentan algún grado de nexos emocionales [cohesión, cercanía afectiva] y

tienen formas de satisfacer las necesidades de los miembros de la familia y de la familia como grupo”  

(pág.122). Paralelamente, para Melba Sánchez (1994) la definición más aceptada del concepto de

familia   es   la   de   “varias   personas   relacionadas   por   lazos   de   parentezco,   ya   sean   de   sangre,   por  

matrimonio o por adopción, que conjuntamente satisfacen necesidades tanto físicas como

emocionales”   (pág. 361). Justamente, atendiendo la idea de las funciones básicas que cumple la

familia para el grupo social, es esencial tomar en cuenta que, pertenecer a un grupo    familiar    “no    

sólo se asocia a una serie de lazos afectivos, sino que también a una serie de compromisos

relacionados con otorgar y recibir ayuda. Por lo tanto, lo propio de la familia es que sus miembros se

sientan parte de un todo, unidos por lazos de responsabilidad mutua. Esto les otorga la confianza y

la seguridad de contar con un respaldo en caso de necesitarlo”  (Barros, Fernández, & Herrera, 2014).

En este marco, pensar en la familia más allá de su estructura o composición, para ahondar en factores

como el nivel de cercanía afectiva y el nivel de cooperación o apoyo existente entre sus integrantes, es

fundamental  para  entender,  como  lo  afirma  Sánchez  (1994):  “que  la  familia  sigue  siendo  la  principal  

fuente de sostén para los adultos de edad avanzada; y no solo la principal fuente de sostén; sino la

preferidad por los  ancianos  y  a  la  que  acuden  generalmente  en  primera  instancia”  (pág.  261).  Esto,  lo  
confirma Manuel Ribero (2009) al indicar que en el ámbito familiar, los lazos intergeneracionales son

de gran valor para los mayores. A pesar de la continua movilidad geográfica de la población y otras

presiones de la vida moderna, la mayoría de las personas mantiene relaciones estrechas con la familia

a  lo  largo  de  sus  vida.    Este  autor,  indica  que  estos  vínculos  funcionan  en  ambas  direcciones:  “por  un  

lado, las personas mayores realizan contribuciones hacia la familia, tanto económicas como en la

educación y cuidado de los nietos y otros familiares y, por otro lado, demandan apoyo, tanto

económico  como  de  atención  y  cuidado  cuando  su  salud  se  ve  deteriorada”  (Ribero, 2009, pág. 246).

Aurora Márquez (2007), problematiza la doble vía en la que suceden las relaciones intergeneracionales

entre  los  adultos  mayores  y  el  resto  de  su  familia.  Ella  explica  que  “en unos y otros incide la edad y la

historia  de  vida  […],  todas ellas son relaciones distintas, dependiendo de los contextos generacionales,

el tipo de parentesco y el género, lo cual implica hablar de factores de tipo cultural, social, económico,

diferentes, que hacen que se encuentren personas con diversas maneras de  <<ver  el  mundo>>”  (pág.  

390). No obstante, cuando se hace mención a las relaciones intergeneracionales en el ámbito de la

familia,  “se centra la atención, especialmente, en el rol que el abuelo o la abuela juegan, o mejor aún,

deberían jugar, por el simple hecho de su edad”  (Márquez, 2007, pág. 390). Los diferentes estereotipos

mencionados al inicio de este apartado, y que refuerzan esta imagen desencadenan que una sociedad

que es especialmente “dura”  en  su  mirada  hacia  la  vejez,    le  otorgue  o  no  roles  a  un  adulto  mayor,  en  

función de su productividad. Esto, según Márquez (2007), hace que se les niega su condición de

personas; es decir, su condición de seres individuales, diferentes los unos de los otros, con distintos

valores, intereses y necesidades (pág. 391).

Consecuentemente, el punto de partida para reflexionar sobre las realciones intergeneracionales es

que,  los  adultos  mayores  son,  antes  que  todo,  “personas,  pero  con una relación con el tiempo diferente

a la de los otros grupos de edad, por el mayor tiempo vivido [que la gente identifica con la

experiencia] y con una visión hacia  el  futuro  distinta,  que  en  muchos  casos  es  un  ‘no  futuro’,  por  las  

condiciones de salud, económicas y sociales existentes”  (Márquez, 2007). En torno a esto, para que las

familias puedan apoyar a los ancianos que las integran, más allá de la idea de “hacerse  cargo  de  ellos  y  

ellas”,  y  fortalecer  la  solidaridad  intergeneracional,  “es necesario que el Estado desarrolle políticas que
garanticen el disfrute de los derechos de sus miembros, respetando la individualidad y la diferencia, y

creando los mecanismos adecuados para responder a sus necesidades”  (Márquez, 2007, pág. 400). En

esa medida si se podrá avisorar en un envejecimiento activo y saludable tanto individual como

colectivo.

Finalmente, a la luz de esta revisión bibliográfica, este trabajo etnográfico profundizará en los diversos

sentidos en los que sucede la interdependencia entre los adultos mayores y sus familias. Por eso, se

problematizará el encuentro del afecto y la solidaridad con la mayor obligación familiar que se

localiza en el cuidado de un anciano. Tomando en cuenta que existen diferentes roles institucionales

en torno a la vejez y sus respectivos servicios, pero que el tipo de propuestas a nivel de políticas

pensando en sociedades que tienen a la vejez, como un horizonte ineludible, son escasas y poco

pragmáticas; este trabajo buscará entender a la familia como una de esas instituciones no formales que

concentra, de varias formas, la compleja responsabilidad de sus adultos mayores. Papeles como el

asegurar la salud y seguridad social son asumidos por las familias a través de una amalgama de

formas. Por lo tanto, esta etnografía no solo aspira introducirse en la serie de problemas que representa

para  las   familias,  la  “carga   social   y   económica”   cuando   se   ha   minimizado   el   deber   del   Estado,   sino  

también, en las diversas vías para superar los retos que se asumen al brindar cuidado y protección a un

adulto mayor. Los integrantes de un grupo familiar no solo son afectados por la incidencia de políticas

públicas mal trabajadas o inexistentes, en la convivencia con sus adultos mayores, sino que deben

enfrentar dicha injerencia con sus herramientas más próximas y confiables.

4. Perspectivas sobre el cuidado a adultos mayores: un análisis etnográfico

4.1 Acerca de las motivaciones etnográficas

Antes de plantear el análisis de los resultados del trabajo de campo, me gustaría detallar en esta

sección cuáles fueron las razones más personales que me condujeron a abordar el tema de las

relaciones familiares en torno a la vejez. Como ya he mencionado anteriormente, existe un contexto

social y político que no ha generado incentivos para el estudio de la tercera edad y sus alcances

demográficos. Formalmente este podría ser el aporte fundamental de mi trabajo: colaborar en la


profundización de las circunstancias más locales que rodean al tema del envejecimiento. Sin embargo,

existen motivaciones propias, tal vez más subjetivas o íntimas que me han invitado a pensar y re-

pensar en la familia como un campo de acción, en el que se entretejen iniciativas y contradicciones

poderosas que pueden afectar de muchas maneras la vida de los adultos mayores, en particular.

Mi familia es un ejemplo concreto de este tipo de agencia intensamente influyente. Dentro de ese

círculo, las decisiones más individuales se pueden conectar con ámbitos más globales de manera

inmediata. Así, desde que mi abuelo falleció hace dos años, el futuro de mi abuela se acomodó a la

disponibilidad de los demás. Esto implicó que, a pesar de que toda la familia, incluidos, hijos, tíos

políticos y nietos, teníamos absoluta conciencia de la solución más óptima para su bienestar y

felicidad; hicimos caso omiso de esa certeza. Es así como mi abuela se acopló a lo sugerido por el

resto. Nosotros no pensamos en adaptarnos a sus continuas demostraciones de insatisfacción. Hoy,

aunque toda la familia la rodea la mayoría del tiempo, pareciera que ella se siente más sola que nunca.

Cuando un día cualquiera le pregunto:  “¿cómo  está  abuelita?”  y  me  responde  (a  veces  seria,  a  veces  en  

tono  de  broma):  “aquí,  pasando  la  triste  vida”,  siento  que  detrás  de  esa  frase  se  acumulan una serie de

sentimientos que simplemente no se abastecen con las decisiones y acciones emprendidas por la

familia, planificadas, según nuestro discurso, para el bienestar de ella, pero al mismo tiempo

equilibradas hacia nuestros propios intereses.

De ahí que, la experiencia de estos últimos 2 años al cuidado de mi abuela me ha conducido a

cuestionar si ¿en realidad pueden o no equilibrarse las aspiraciones de los miembros de mi familia con

el evidente y a veces discreto reclamo de ella, respecto al vacío que nadie le ha podido ayudar a

superar? ¿Acaso   hemos   dado   por   sentado   la   idea   de   que   “la   abuelita”   se   siente   bien   con   nosotros  

porque nos ama y eso alimenta su felicidad? ¿Tal vez no nos hemos planteado que más allá de la

sensación de compañía por los miembros de una familia, existen afectos hacia otras cosas y/o personas

que pueden constituirse en verdaderas inyecciones de dicha y bienestar? Por lo tanto, el decidir

ahondar en este trabajo etnográfico representa además para mí una tentativa para aproximarme a la luz

de ese espacio desértico (que percibo en mi abuela) en el que el cuidado no logra converger totalmente

con una entera satisfacción del adulto mayor. No pretendo encontrar una receta de un tipo de atención
exitosa, sino varios horizontes que me lleven a determinar las distintas confluencias que intervienen en

esa negociación constante de complacencia para al familiar adulto y para los que lo acompañan.

4.2 “Ejercer  de  abuelos  y  abuelas”

A fin de comprender cómo se manejan los vínculos entre los distintos integrantes de una familia y un

adulto mayor, y qué consensos y/o desacuerdos se derivan de dichos lazos, se debe, profundizar en

primera instancia, en las percepciones construidas sobre la vejez. Durante las entrevistas este tema se

abarcó de dos maneras. La primera consistía en indagar acerca de las percepciones generales de las

personas sobre esta etapa de la vida y la segunda se refería a las proyecciones ideales en las que cada

cual le gustaría vivirla. Todos los testimonios se encontraron en un punto en común: la vejez equivale

a esa fase límite, final o máxima de lo que ya se ha vivido, y aunque se busque transitarla activamente

y con independencia, se la piensa aún con temor y recelo. Tal cual se advirtió, anteriormente, en el

apartado   teórico,   el   ser   catalogado   como   un   “adulto   mayor”   implica   que   esa   ganancia   de   años   que  

antes se consideraba como crecimiento tanto físico, mental o cognitivo, se traduzca en una reserva de

experiencias adicionada a la pérdida de capacidades y energía. Por ejemplo, Priscila mencionó que

cuando    uno  se  va  aproximando  a  la  vejez  “se  pierde  en  edad  pero  se  gana  en  madurez […],  aprecio  

mucho la sabiduría de esa edad, las prácticas propias de esa edad, el tener nietos y otras actividades

que corresponden   a   ese   ciclo”   (Comunicación personal, noviembre, 2015). En la misma línea, el

testimonio de Eduardo involucra la idea de la experiencia como un factor importante que se vincula

automáticamente  con  un  adulto  mayor:  “La  vejez  es  una  etapa  cumbre  de  la  vida que luego de pasar

mucho tiempo y de pasar muchas experiencias, vamos en declive tanto en el aspecto físico como en el

aspecto  intelectual”  (Comunicación personal, noviembre, 2015). Se puede identificar entonces que la

vejez es asociada al imaginario romántico de cúmulo de conocimientos y vivencias. Un adulto mayor

es alguien de quien definitivamente se aprenderá algo, que por lo general tenderá a evitar la repetición

de errores y favorecerá a las decisiones más oportunas. Esta sería, por tanto, la característica que le

añade valor al debilitamiento del cuerpo y la mente que es prácticamente sobreentendido y no tiene

lugar a dudas.
En ese sentido, a pesar de que los entrevistados indicaron que la adultez mayor es un periodo en el que

las vivencias del pasado se concentran como un legado familiar, las percepciones hacia las personas de

edad avanzada como individuos que van en declive y de quienes se puede esperar muy poco, en cuanto

a su aporte productivo y/o económico para la sociedad, son también generales. Martha recalcó esta

idea en su testimonio:

Ya el mismo hecho de que el cuerpo se va debilitando, de que la persona ya no produce como cuando
es más joven, va quebrantándose su salud, ya no se podría esperar ninguna ayuda. Mejor ellos necesitan
de la ayuda de los familiares, ya sus piernas se debilitan, su mente ya ve desgastándose. No diría es una
carga, pero necesita del cuidado de la familia y si no es de la familia de una institución que le pueda
cuidar y dar todo lo que necesita (Comunicación personal, noviembre, 2015).

Así, aunque la entrevistada reconoció que no todos los adultos mayores pasan por las mismas

condiciones  durante  su  vejez,  ella  resalta  que  “lo  más  regular”  es  encontrar  personas de edad avanzada

que dependen en mayor grado de sus familiares. Igualmente, la idea de un proceso vital que de a poco

se va convirtiendo en poco funcional y que con mayor frecuencia necesita de apoyo, en la medida en

que la también se pierde autonomía; es también recurrente en los comentarios de los entrevistados.

Danny en torno a esto explicó lo siguiente:

Creo que el tema de envejecer para todo ser humano debe ser complicado. Sentir que tus facultades
física  y  psicológicas  van  disminuyendo  de  a  poco  debe  ser  algo  muy  frustrante  […]  Llegar  a  tener  una  
edad como para sentirse un estorbo o una carga para tu familia es muy complicado. Con el tema de
Alzheimer y muchas cuestiones que a la gente le vuelve un poco delicada, los tratos que se deberían dar
a estas personas deben ser especiales (Comunicación personal, noviembre, 2015).

Estos testimonios dan cuenta de que la tercera edad es una etapa en la que los procesos físicos y

mentales no se advierten como diferentes, sino más bien como en camino al deterioro. Por tanto, el

pensar en los adultos mayores no es considerar a personas que viven otra etapa de su vida, sino que

vienen  a  “ser”  en  función  de  lo  que  han  dejado  de  aportar  o  no  socialmente.  De tal modo, el cuerpo de

los adultos mayores viene a ser valorado atendiendo a su escaso protagonismo en la esfera de

producción   de   la   sociedad.   Cuando   se   advierte   a   un   adulto   mayor   como   “la   carga”,   “el   centro   del  

cuidado”,  el  “receptor  de  un  trato  delicado”,  el lenguaje empleado indica que su caracterización como

un ser individual se extinguió en el momento en el que no puede ser reconocido por una

especialización, profesión o actividad en específico. Su caracterización en la vejez se reduce a todo lo

que no implica ganancia social, sino más bien un retraso mediado por condiciones naturales. Es

justamente en este punto en el que el cuerpo del anciano, regresa nuevamente a su estado natural pero
esta vez de quebranto. El adulto mayor deja de ser parte de la cultura que inventa, crea y construye

para formar parte de la naturaleza que sigue un proceso vital fuera del ámbito transformador de la

vida.

Contrariamente a la idea de decrepitud relacionada de forma automática a la vejez, la mayoría de los

entrevistados indicó que su objetivo es vivir esta etapa de la manera más activa y autónoma posible.

Eso implicaría, mantener en buen estado el ejercicio de ciertas, por no decir todas, las habilidades

físicas e intelectuales posibles. Evidentemente, esta idea no concuerda con la percepción de un adulto

mayor vulnerable y en declive. Sin embargo, el modo de concebir dicha agilidad e independencia

adquiere matices diferentes que guardan cierta relación con la idea de ser amparado o protegido en

distintos niveles. En   alusión   a   esto   María   indicó   que   en   su   vejez   “realmente   no   quisiera   estar   al  

cuidado de mis hijos, sino en un asilo con viejitos y viejitas de mi edad, donde me permitan hacer

ejercicios,   manualidades,   jugar   baraja   y   bailar”   (Comunicación   personal,   noviembre, 2015). Esto

demuestra el modo en el que las nociones de ser activo y autónomo en la adultez mayor, mantienen

una amalgama de significados que pueden estar ligados, muchas veces, a disminuir responsabilidades

y preocupaciones a terceros que no necesariamente encuentran al cuidado del adulto mayor como una

prioridad.

Precisamente, en conexión a lo anterior, cabe mencionar   que  los  estereotipos   de   “carga”,   “pérdida”,  

“decadencia”   y   “muerte”   se han llegado a interiorizar con tanta firmeza que incluso el avizorar la

vejez para algunos entrevistados es un sinónimo de miedo. Por ejemplo, Sonia manifestó al respecto:

¡Uy¡ a la vejez yo le tengo un poco de miedo, con la experiencia de mi mami digo que tenemos que
prepararnos  para  la  vejez  […]  yo  no  quisiera  llegar  a  vivir  tanto  tiempo.  Mis  hijos  son  médicos  y  me  
han contado que en los hospitales como se ve el abandono, hay muchos viejitos enfermos que están con
cáncer, los dejan ahí botados, no los ven, no los visitan sino a los 6 meses. Es una soledad terrible. Eso
yo no quiero vivir (Comunicación personal, noviembre, 2014).

De  modo  muy  parecido,  Magdalena  indicó  que  “he  pensado en la vejez por mi abuelita que ahora tiene

103 años y la tú la ves y es una persona que ya no tiene muchas de sus facultades y desde hace rato ya

no quiere vivir. Entonces si me asusta vivir mucho y aunque no estés súper grave si resultas en una

carga o en un problema para la familia (Comunicación personal, noviembre, 2015). En efecto, el temor

de estar más próximo al fin de la vida, o de percibir la soledad o la indiferencia como el futuro más
cercano de un adulto mayor, desencadena incluso una valoración de la vejez como un periodo

invivible y definitivamente tortuoso, que no se aprecia como una posibilidad que se pretenda hacer

realidad en el ciclo en la existencia. En relación a esto, se deduce entonces, que el temor instaurado al

avizorar la vejez como un futuro seguro, no solo se debe a la idea general de decadencia física y

mental, sino que dicha alteración da por sentado a los entrevistados, que se necesitará pasar a un

estado de dependencia en el que ninguna iniciativa o muestra de autonomía será legítima, porque no

corresponde a la naturalización que socialmente se ha generado con respecto a la agencia del adulto

mayor. Cuando las circunstancias de dependencia son esencializadas en una persona de edad

avanzada, se invisibilizan otras posibilidades de vivir la vejez mientras la unidad familiar se atribuye

la planificación y las iniciativas con respecto a la manera en el que se llevará a cabo la asistencia a su

familiar adulto. Así, el cuerpo anciano, para los entrevistados, adquiere una condición invariable y

propia como el depositario social de abastecimiento y cuidado, desterrándolo debido a esto, a la

sujeción y la obediencia.

En torno a estos imaginarios sobre la adultez mayor, conviene referirse ahora a las expectativas y roles

que se han construido en respuesta a esas percepciones. En el marco teórico ya había mencionado que

al hacer mención de las relaciones intergeneracionales en la familia se ha priorizado la atención al

papel que deberían desempeñar los abuelos y abuelas en razón de su edad. En la realización del trabajo

de campo fue factible notar como esta tendencia, ha difundido la imagen de un adulto mayor genérico

que no trasciende como alguien individual, sino que es legitimado en la medida en que se ajusta a lo

que normalmente se esperaría de alguien de edad avanzada: actuar como un abuelo comprensivo,

protector  y  complaciente.  Esta  idea  es  sugerida  por  Cindy  cuando  señala  “Mi  abuelita  conmigo  es  muy  

cariñosa, y aunque tenga momentos de mal genio es lo que uno espera de una abuelita   […],   está  

contigo,  te  aconseja  y  sobre  todo  te  mima”  (Comunicación personal, noviembre, 2015). Paralelamente,

al preguntarle a Martha cuáles son los roles que generalmente cumple un adulto mayor en la familia,

ella   respondió   que   “si   tiene   nietos   esa   sería una manera para distraerse, sentirse útil, ayudando a la

familia,   llevando   a   los   niños   al   parque,   sería   una   forma   de   servir   a   los   hijos   también”   De   forma  

similar, el testimonio de Sonia materializa la idea del rol derivado de la figura del abuelo y de la
abuela  que  cumplió  su  madre:  “  Mi  mamá  hasta  los  95  años  cuidó  de  sus  nietos  y  bisnietos.  Aunque  

tenía empleada ella estaba supervisando todo, viendo que le den la papilla, le cambien el pañal, le den

todas las atenciones que requerían. Fue una persona fundamental  en  el  cuidado  de  los  más  pequeños”  

(Comunicación personal, noviembre, 2015). Estas posiciones permiten ahondar en el modo en el que

se establecen y entienden las relaciones intergeneracionales. Dentro de una familia el adulto mayor no

ejerce una forma de enunciación propia, según sus aspiraciones, requerimientos y destrezas. La familia

reproduce y valida instrumentalmente su función como abuelo o abuela, cuya estimación dependerá de

cuán exitoso sea su desempeño.

Adicionalmente a la noción de un adulto mayor que se desenvuelve como abuelo y abuela, surge

además su apreciación como el centro unificador de la familia. Esta idea, en general, fue una constante

en los testimonios de los entrevistados. Sin importar que, según el criterio de cada uno, su familia sea

clasificada  como  “muy  unida”  o  “un  poco  distante”,  es  la  figura  del  adulto  mayor  la  que  representa  el  

punto en el cual todos los integrantes se cohesionan frecuentemente. En alusión a esto, Magdalena

expresó:

Yo creo que la expectativa que tenemos de mis papis es que sean el centro a partir del cual giramos
todos. Yo tengo una buena relación con mi hermana, pero no tanto con mis hermanos. Y el hecho de
que siempre nos estamos viendo, siempre pasa porque mis papis lo propician. Incluso su casa siempre
ha sido un espacio al que todos vamos (Comunicación personal, noviembre, 2015)

En referencia a este punto cable aclarar que esta visión del adulto mayor como líder de la familia

resulta relativa de muchas maneras. En ocasiones estos espacios de cohesión se efectúan porque la

agencia del adulto mayor es la precursora. En otros casos será la iniciativa de la familia proponer un

espacio de encuentro a fin de acompañar, visitar o alimentar el ánimo del familiar de avanzada edad.

No obstante, también se deben advertir aquellas situaciones en las que la asimilación profunda de los

cuerpos de los adultos mayores como desechables y en declive, inhibirá su propia agencia para generar

momentos de cohesión familiar, o reducirá la trascendencia ofrecida a estas iniciativas por parte de su

familia. Por ejemplo, el caso de la abuela de Paúl ilustra claramente la forma en la que la diversidad de

condiciones en las que se llega a la vejez puede alterar completamente la imagen de centralidad

otorgada a la figura de los  adultos  mayores:  “La  abuelita  es  como  un  niño  bien  complicado,  para  que  

no se escape le ponemos seguro a la puerta o le distraemos. Debemos actuar con firmeza buscando la
manera   en   la   que   se   sienta   más   cómoda   […]   Por   eso   su   cuidado   ha   generado   muchas   disputas y a

veces  se  vuelve  una  carga  por  todas  las  tensiones”  (Comunicación  personal,  noviembre,  2015).

De modo que, es importante en este contexto sugerir una mirada crítica a la figura de centralidad,

liderazgo y cohesión con la que se ha descrito a los adultos mayores. Muchas veces, al perpetuar su

representación como una fuente de sabiduría, experiencia y afecto hacia los que le rodean, como el

horizonte máximo al que se debería alcanzar en la adultez mayor, se está reproduciendo una serie de

estereotipos que disimulan las nociones adversas y esencialistas que se han implantado en los cuerpos

de las personas de edad avanzada. Justamente, el cuerpo de los adultos mayores ha sido feminizado

para dos propósitos en concreto. El primero es encontrar vías útiles que permitan restar trascendencia a

sus funciones sociales y económicas en la medida que son naturalizadas como pasivas. Y el segundo

es disciplinar los comportamientos para la interiorización de las tareas que la familia supone como las

más adecuadas para la persona de edad avanzada.

4.3 Mirar a la vejez en su diversidad ¿es realmente posible?

Hablar de calidad de vida durante la vejez no solo tiene que ver con las categorías construidas

socialmente alrededor de la adultez mayor, sino también con los marcadores diferenciales, visibles o

no, que contextualizan su estilo de vida . Las luces arrojadas por esta etnografía facilitan percibir a la

vejez, tal cual se señaló en el apartado teórico: como una fase del ciclo de vida que no sucede aislada

de los anteriores, sino que es el producto de las decisiones, ámbitos y situaciones que se han tenido

que sobrellevar y enfrentar en el pasado. En consecuencia, en esta sección analizaré a las historias de

vida, a la clase social y a la salud como los marcadores claves que dan un sentido a toda esa existencia

previa y que determinan en qué circunstancias se envejece, cómo se forja la heterogeneidad en la

adultez mayor y cómo se sustenta el bienestar en esas diferencias.

En primer lugar, cuando aludo a una historia de vida, estoy apuntando a todo el contexto anterior de

una persona hasta llegar a un estado visto como referente o actual. Se debe aclarar, sin embargo que en

este contexto incluyo lugares geográficos, relaciones interpersonales, experiencias significativas o

recuerdos trascendentes, vistos independientemente o en conjunto. De acuerdo a esto, es sumamente


relevante distinguir a la vejez como esta etapa en la que finalmente confluyen en su máximo

esplendor, una serie de acontecimientos que forjan la forma de actuar y responder de un adulto mayor.

Por ejemplo, cuando pienso en mi abuela y en lo difícil que ha sido interpretar su comportamiento,

debo considerar también, cómo su pasado está íntimamente involucrado con sus motivaciones

actuales. No se puede negar que los momentos en los que ella ha buscado escaparse de mi casa,

abriendo la puerta para encontrar el camino que la lleve a la suya; han sido situaciones realmente

desesperantes, que nos han llevado incluso a demostrar dureza y enojo con ella. Como a muchas

personas que sufren demencia senil, una táctica que hemos implementado en la familia, es recurrir al

engaño   o   “la   idea   de   seguir   la   corriente”   a   las   aparentes   sinrazones   para que posteriormente se

reduzcan al olvido.

En el caso de mi abuela, el que ella insista constantemente que debe volver a su casa, no es un

producto arbitrario de su demencia, sino que alude a un pasado significativo que resumo en el

siguiente pasaje recuperado de mi diario de campo:

Mi abuelita nació y creció en Chillanes, un cantón ubicado en la provincia de Bolívar, al sur de la


capital quiteña. Toda su vida la dedicó al trabajo en el campo. Esta actividad no solo fue una ocupación
para su supervivencia; fue la esencia misma de su energía y de todo lo que constituía el mundo a su
alrededor: el cultivo, la cosecha, el ganado […  ] Hoy, a sus 86 años, y luego de la muerte de mi abuelito
y de una aparatosa caída que le añadió una prótesis a su cadera, ha ido perdiendo, lo que bien o mal, se
llama lucidez. A pesar de que quienes la cuidamos, creemos que su traslado a Quito fue la mejor opción
“por   su   propio   bien”,   ella   apenas   logra   reconocernos,   pero   lo   único   que   recuerda   con   exactitud   es   su  
vida en Chillanes. Siempre quiere volver, y por eso considera que es una invitada en nuestras casas. Nos
da  gracias  por  “la  posada”  y  siempre  nos  advierte:  “me  voy  no  más  a  mi  casa,  acá  ya  es  muy  tarde”

Frente a todo esto, debo resaltar que hacer alusión a la historia de vida de un adulto mayor busca

integrar por tanto, como sucede con mi abuela, un pasado que parecería insociable, a las causas que

podrían originar ciertas actitudes a veces incomprensibles. Es por eso que, si mi abuela hubiera vivido

toda su vida con mi familia en Quito, hoy mi casa no se convertiría en este espacio ajeno del que

siempre quiere huir y al que tenemos que asegurar con candados para evitar cualquier percance. En tal

sentido, si mi familia tomara en cuenta permanentemente esta particularidad en el pasado de mi

abuela, sería más fácil controlar la paciencia y los niveles de enfado cuando se presentan episodios

como los descritos con antelación. La intención es utilizar alternativas que vayan en congruencia con
las aspiraciones e intereses de todos, y que corresponden a los vínculos de responsabilidad mutua que

se generan en la unidad familiar.

En segundo lugar, para analizar la clase social como un marcador diferencial, es imperioso vincularla

con sus implicaciones sobre el tercer marcador; la salud. El entrevistar a personas de clase social

media-media alta, me permitió observar el grado de interseccionalidad de todos los factores que

intervienen cuando la salud de un adulto mayor no está solo mediada por su estilo de vida anterior,

sino también por los recursos económicos que la garantizan, y sobre todo por la manera en la que los

mismos son administrados.

Todos los entrevistados coincidieron en que sus familiares adultos tuvieron o tienen un estado de salud

agravado por una enfermedad o por un accidente. La mayoría de estos adultos mayores recurrieron a

un servicio de salud público o privado, costeado por seguros médicos particulares, por la pensión del

seguro social, por el bono de desarrollo humano o por el seguro de las Fuerzas Armadas. De estas

formas de costear los gastos médicos hospitalarios, los que tienen que ver con servicios o beneficios

públicos, demuestran que sus beneficiarios, relativamente, no tienen inconvenientes en solventar estos

costos y garantizar por tanto la atención médica permanente. Este servicio de salud pública, no

incluye, los gastos de algún tratamiento y/o operación que requiere de equipos o especialistas no

disponibles. En este caso, como en el de los adultos mayores que acuden siempre a servicios privados,

son los hijos los responsables directos de asumir ese coste. Lo que ellos hacen con regularidad es

dividir el gasto total entre todos los hermanos.

De manera similar, cuando el adulto mayor no tiene una fuente independiente de ingreso permanente

son los hijos quienes asumen el gasto de su manutención, aportando una cantidad fija mensualmente.

También sucede que esta fuente de ingresos puede existir, pero es un hijo a quien se le ha delegado o

ha asumido, la labor de administrar esas finanzas. En el trabajo de campo resultó curioso notar cómo

los recursos económicos pueden marcar una gran distinción entre los niveles de calidad de vida del

adulto mayor. Por un lado Sonia en su testimonio me comentó que su mamá, Celia de 86 años sufre

de fibrosis pulmonar. Para su cuidado los 13 hermanos de Sonia invierten $300 dólares mensuales
para cubrir: médicos a domicilio, dos empleadas domésticas, vitaminas, medicamentos, oxígeno,

radiografías y electrocardiogramas mensuales. Paralelamente, a lo largo del tiempo todos han invertido

en un colchón para facilitar la respiración, almohadones para evitar caídas desde la cama, la

construcción de un baño dentro de la habitación de Celia, y una cámara instalada en ese mismo

espacio para vigilar su respiración cuando duerme. Como se ha evidenciado, la ventajosa situación

económica de la familia de Celia, sumado al hecho de la atención constante de sus hijos, nietos y

bisnietos, según lo afirmado por Sonia, han facilitado en gran medida que la fibrosis pulmonar que la

afecta no haya ocasionado daños irreversibles de forma prematura.

En cambio, los adultos mayores que van acompañados de algún integrante de la su familia (que por lo

general son sus hijos o su pareja) al centro de atención hospitalaria del seguro social IESS, ubicado en

el barrio Batán de Quito, dan cuenta de un contexto totalmente diferente. Según las conclusiones de

los momentos de observación participante que realicé en este lugar, no se puede afirmar

categóricamente que reciben una atención deficiente, pero el proceso en general para recuperarse de

una afección física puede implicar meses, si no es considerada grave. Así, todo el esfuerzo que implica

el traslado, muchas veces en transportes no funcionales para alguna condición de salud, el tiempo de

espera, las filas para acceder a la farmacia, la falta de información clara, etc.; conforman la serie de

trámites previos y posteriores a la atención médica que un adulto mayor afiliado al seguro social debe

soportar. Este largo y complejo procedimiento, difícilmente puede compararse con el nivel de

comodidad ofrecido por todos los implementos y asesorías médicas financiados por una familia con

ingresos económicos elevados.

Por otro lado, es necesario considerar además lo que sucede cuando la familia administra el dinero

que pertenece al familiar, financiando con él los gastos que respectan a su cuidado y requerimientos

cotidianos. La proporción adecuada de bienestar al adulto mayor en estas circunstancias, dependerá de

cuán   “transparente”   y   leal   sea   la   gestión   de   ese   dinero.   El   adulto   mayor, en muchos de los casos,

sentirá que se le añade cierto tipo de independencia porque finalmente sus necesidades se cubren con

sus propios recursos. No obstante, como Cristina relata a continuación, esta forma de manejar las

finanzas no siempre resulta efectiva, y a veces termina perjudicando al familiar adulto.


Mi tío mayor, nunca cuidó nada, ni de sí mismo ni de nadie. Mi abuelito para ayudarle le puso una
ferretería. Mi tío mantenida quebrada la ferretería quebrada todo el tiempo. Eran supuestamente socios
y a quien dieron el manejo de las finanzas fue a él. Todos  presentíamos  cosas  sin  embargo  […]  Quien  
tenía la tarjeta del cajero era él y no mi abuelo, porque el supuestamente podía perder. Les decía que
tenían un saldo que total no era el que tenía. Hubo veces en las que mis abuelitos estuvieron muy mal de
dinero  y  mis  tíos  y  mis  papis  tuvieron  que  ayudarles  con  medicina  y  cosas  así  […]  Cuando  mi  abuelo  
falleció, mi otro tío asumió la dirección de las finanzas. Él se dio cuenta de cómo mis abuelos habían
sido robados todo ese tiempo por el tío mayor (Comunicación personal, noviembre, 2015).

De acuerdo a esto, es pertinente destacar que, si bien la clase social es un marcador importante de la

calidad de vida, o del tipo de vejez que puede mantener una persona adulta; no representa un

determinante absoluto que definirá invariablemente la medida en la que una persona de edad

avanzada, puede o no, vivir una vejez con mayores comodidades y beneficios. Las motivaciones y la

forma de organización de las familias es un factor importante que delimitará cómo se invierten sus

propios recursos en los requerimientos de su adulto mayor. Igualmente, a pesar de que el familiar

adulto disponga de fondos considerables para invertirlos en su propia vejez; cuando este dinero no es

administrado de forma adecuada por su familia, el nivel económico dejar de ser un impulsador inicial

para garantizar bienestar material, y pasa a convertirse en el causante de conflictos y tensiones.

Sin embargo, cuando se trata de adultos mayores que gestionan sus propias finanzas la situación se

transforma en gran medida. Tres personas del total de los entrevistados, mencionaron que su familiar

adulto administra sus propias cuentas. Justamente, dos de ellos se desempeñan en alguna actividad

laboral, y la tercera ofrece un servicio. Los ingresos de todos son manejados por ellos mismos de

forma independiente. Esto les ha permitido originar otro tipo de agencia con respecto a la satisfacción

de sus propias necesidades, incluida la salud. Priscila ilustra esta situación de la siguiente manera:

Mi abuelo, el que está montando un hotel en Mindo, hace unos años atrás estaba sumamente gordito. Al
parecer era una situación que poco o nada le importaba. Pero cuando comenzó a sentir los efectos de su
obesidad, el voluntariamente y solito tomó la iniciativa de cambiar su dieta y de acudir a un especialista.
Luego de mucha perseverancia logró bajar muchas libras y hoy es un hombre sano (Comunicación
personal, noviembre, 2015).

De tal manera, al pensar en la relación inmediata entre clase social y salud, se debe tomar en cuenta

que su equivalencia no es proporcional. Es decir, es un error pensar que si mejora la clase social,

automáticamente mejorará la salud del adulto mayor. Esto, debido a que el estado de salud del familiar

adulto estará mediado además, por su historial físico anterior, su propia agencia para la gestión de sus

recursos financieros o la intervención eficaz de las familias administrando sus finanzas.


Especialmente, este último aspecto implica reconocer si las familias permiten que su familiar adulto

tome decisiones sobre sus recursos, o si invierten su propio dinero en las necesidades del adulto

mayor.

Adicionalmente, más allá de pensar en la satisfacción de necesidades materiales inmediatas, es

también importante pensar en la manera en la que las familias cubren o soportan las necesidades o

afectivas o emocionales del adulto mayor. En general, todos los entrevistados incluyeron de muchas

formas en sus testimonios, evidencias de que el cuidado ofrecido a sus familiares adultos involucra

plasmar una serie distinta de afectos y/o sentimientos. Sin embargo, solamente dos entrevistadas se

refirieron específicamente a estos elementos como “la  manifestación  de  actos  de  amor  hacia  el  adulto  

mayor”   Una de ellas, María Cristina, se refirió al respecto:  “Mi mamá sufre demencia senil y ya no

me reconoce. Eso en realidad no me afecta, porque sé que ella reconoce el amor que yo le doy.

Cuando dormimos juntas y me abraza, yo sé que identifica en   mí   el   amor   profundo   que   le   tengo”  

(Comunicación personal, noviembre, 2015). En una línea más o menos parecida, Eduardo comentó:

“nosotros  siempre  hemos  acompañado  a  mi  papá  y  tratamos  por  lo  general  de  no  dejarle  solo.  Por  eso  

es importante el acompañamiento, el estar con mi papasito y compartir con él, porque así él también se

sana   espiritualmente”   (Comunicación personal, noviembre, 2015). Los testimonios de ambos

entrevistados, traslucen un nivel de cercanía y cooperación muy profundas que aliviana y atenúa el

peso de las responsabilidades en el cuidado. Este aspecto, en torno a la trascendencia de los afectos es

señalado en el marco teórico, como un punto clave, para entender a la familia en tanto espacio en el

que los adultos mayores buscan sostenerse de varias maneras: emocional, social e económicamente.

Esto promueve así, un intercambio fluido de afectos que finalmente contribuyen a un tipo de bienestar

subjetivo que es igual de importante que el bienestar más visible y objetivo. No obstante, aquí

conviene aclarar que el proporcionar bienestar subjetivo al adulto mayor dentro de las redes familiares,

ya sea a través de acompañamiento continuo o expresiones simbólicas de afecto, representa una labor

altamente compleja y mucho más difícil de provocar, que el bienestar objetivo proporcionado por un

capital económico dado.


En ese sentido varios entrevistados fueron enfáticos al afirmar que las relaciones que se forman con

familiares que ahora son adultos mayores, tienen una conexión directa con los antecedentes que

envuelven, sobre todo, a los comportamientos y actitudes ejercidas por el adulto mayor en el pasado.

Este punto no tiene que ver con el encuentro de distintas maneras de ver al mundo, sino más bien con

la forma en la que el adulto de edad avanzada “se ganó o no”,  en  un  tiempo  anterior, la predisposición,

gratitud y generosidad de los que ahora le rodean. Esta idea la sugirieron Mayra y Paúl, en un grupo

focal, desde la siguiente perspectiva:

Paúl: Si uno es una persona terrible con todos, después llega a ser la carga. O sea la abuelita si es la
carga, pero no digo que sea por eso.
Mayra: Pero la abuelita, no se ganó tanto el cariño o la consideración como para decir yo me voy a
sacrificar por mi abuelita. Unas veces se portaba mal con unos, otras veces bien con otros.
Paúl: Es cierto, yo de la abuelita no tengo recuerdos agradables que me lleven a recordarla con ternura,
por ejemplo (Comunicación personal, noviembre, 2015).

Aunque este modo de comprender las relaciones intergeneracionales está sostenido, aparentemente, en

intercambios recíprocos de cariño; su práctica habitual en los entornos familiares, demuestra al mismo

tiempo, un tipo de auto-interés en los incentivos que llevan o no a los integrantes de una familia a

cuidar de su adulto mayor. Con esto no quiero decir que los integrantes de una unidad familiar que

guardan algún tipo de recuerdo negativo o resentimiento con su familiar adulto, se nieguen totalmente

a cuidarlo o a colaborar en el cuidado. Los testimonios de las entrevistas demuestran que en

situaciones parecidas, este tipo de miembros si proveen atención al adulto de edad avanzada; sin

embargo, su aporte dependerá de las motivaciones personales para que dicho cuidado se produzca en

términos favorables para el adulto mayor. Por ejemplo, a pesar de que los testimonios de Mayra y

Paúl aparentarían una visión inflexible hacia su abuela, en la práctica (de la que he podido ser parte a

través de observación participante), la actitud emanada hacia ella, es sumamente afectuosa y amigable.

Esto lo pude evidenciar en una reunión de la familia de Paúl. Mientras todos estaban sentados en el

comedor divirtiéndose con un juego de mesa, su abuela Esther quería salir a caminar al parque. Como

su pedido interrumpía el juego, nadie hizo mayor esfuerzo para acompañarle. De pronto Paúl

abandonó la partida, tomó a su abuela del brazo y salió con ella en dirección al parque. Volvió luego

de 45 min, después de hacer una corta trayectoria marcada por el ritmo pausado de Esther. Como lo
demuestra esta transcripción de mi diario de campo, más allá de las percepciones duras de Paúl sobre

su tensa relación con Esther, el momento en el que decidió salir con ella, el negoció su auto-interés

con el deseo manifestado su abuela. Así, la distancia entre su imaginario de una abuela ideal y la

existencia de Esther se mantiene dentro de ese espacio invariable, que no afecta sus propios incentivos

para brindar atención y apoyo.

4.4 Cuando  las  mujeres  “son  más  aparentes”  para  la  atención  del  adulto  mayor

Ahondar en el tema de quién cuida al adulto mayor requiere profundizar, en primera instancia, en las

luces otorgadas por la realidad social. Según Valderrama (2006), principalmente, en los contextos

industriales y urbanos, se ha pasado durante algo más de tres generaciones en una organización

diferencial del trabajo realizado por mujeres y hombres. Así, mientras el trabajo masculino se

desarrollaba principalmente fuera del hogar y con una orientación hacia la provisión de recursos

económicos, el femenino se circunscribía al ámbito familiar de cuidado de la descendencia, de los

ancianos y enfermos. En esta línea, el trabajo femenino, a diferencia del masculino, se ha efectuado sin

horarios y sin reconocimiento económico (Valderrama, 2006). No obstante, a partir de la década de los

60 del pasado siglo, se comenzó a generar una progresiva incorporación de las mujeres al trabajo

asalariado o la esfera pública que les pertenecía solamente a cuerpos masculinos (Valderrama, 2006).

Sin embargo, este hecho no ha incidido, por sí mismo, en la redistribución del trabajo doméstico (en

tanto  que  trabajo  no  remunerado).  La  naturalización  “privada  y  reproductora”  del  cuerpo  femenino  lo  

ha marcado como la base de la atención y la asistencia. En virtud de ello, al reconsiderar el cuidado de

todo aquel que se considere como dependiente en las unidades familiares; la tarea será asumida

primero por madres, hijas, hermanas, tías o abuelas, antes que sus contrarios masculinos.

Asimismo, volteando la mirada al cuidado familiar de un adulto mayor, es sencillo percatarse de que

son las mujeres las que asumen ciertos papeles fundamentales para atender al familiar de edad

avanzada. Efectivamente, este fue uno de los aspectos más sobresalientes de los datos interpretados

durante el trabajo etnográfico. A través de los testimonios se detectó que, a pesar de que las familias

estén conformadas por una diversidad genérica, la constante estructura social ha facultado a hombres y

mujeres para internalizar los papeles que parecerían asignados naturalmente.


De esta forma, los testimonios de los entrevistados dan cuenta de la reproducción sexista de tareas

para atender las necesidades del adulto mayor. Esto no significa que todas las mujeres se dedican

únicamente a actividades domésticas para la atención de su familiar de edad avanzada. Contrario a

eso, las mujeres aparecen con roles diversos que incluyen actividades en ambas esferas sociales:

pública y privada. Sin embargo, las actividades que realizan en relación exclusiva al cuidado de su

familiar adulto, son las que están cargadas de un tipo de estructura patriarcal altamente machista. Una

muestra de ello es el denominador común en todos los testimonios de los entrevistados: siempre es una

hija la que vive cerca o con el adulto de edad avanzada. Muchos entrevistados perciben la situación

como una coincidencia que finalmente es beneficiosa para todos, porque es esta hija quien vela por su

madre o padre adulto de manera permanente. Sobre ella recaen los esfuerzos inmediatos para superar

contratiempos, solventar gastos urgentes p prestar apoyo y atención en cualquier circunstancia. A

pesar que se insista en que la participación integral de toda la familia, son estas hijas las que

permanentemente  están  “más  disponibles”  para  cuidar.

A la par, cuando los hijos y nietos de un adulto mayor establecen los criterios para los roles que cada

uno tendrá en el cuidado, actividades como preparar la comida, comprar los medicamentos, acompañar

al doctor, etc. son ejecutadas generalmente por hombres y mujeres sin inconvenientes. Al parecer, se

trata de situaciones más bien cotidianas que no implican mayores desafíos. Incluso el cocinar puede no

causar mayor conflicto. Sin embargo, cuando se tienen que delegar actividades como: cambiar

pañales, asistir al adulto en el baño o en la ducha, cambiarle de ropa, etc. se despliegan una serie de

tensiones que finalmente desembocan en un resultado absolutamente esperado: son las hijas, las nietas

o   incluso   las   nueras   quienes   “por   tratarse   de   cuestiones   más   íntimas”,   están   o   deberían estar más

prestas a colaborar. Martha trasluce esta situación así:

Todos los hijos, de una u otra manera estamos pendientes. Participamos en el cuidado de ella. Tenemos
un   hermano   mayor   que   de   alguna   manera   si   colabora   […]   Somos   tres   mujeres   y   un   hombre, y las
funciones están distribuidas según nuestra disponibilidad. Yo personalmente no he pensado en la opción
de que mi hermano le cambie de pañal o le haga la comida. Pienso que esa labor es de una mujer.
Incluso hay más confianza. Hay ese acercamiento más entre madre e hija. (Comunicación personal,
noviembre, 2015).

Como se puede apreciar, Martha distingue entre las labores propias de mujeres y propias de hombres.

Cambiar el pañal o preparar la comida, no corresponde la división binaria que ella ha interiorizado
atendiendo a los patrones culturales que la rodea. En ese sentido, se debe reflexionar acerca de la idea

de   “sacrificio”   que   por   lo   general   se   la   concibe   asociada   al   rol   idealizado   de   la   mujer   en   torno   al  

cuidado. Esta especie de Virgen María que se entrega por completo, que perdona y que ampara sin

distinción es la construcción añadida a la figura de la mujer que cuida. Las experiencias analizadas en

este trabajo sugieren más bien, un tipo de feminización del cuidado, en el que no se cambia pañales al

adulto mayor, por abnegación sino más bien porque se considera al cuerpo femenino como el más

propicio para dicha actividad. Un cuerpo masculino simplemente no es una opción admisible para

pensar en el cuidado, porque no es el más apto para ciertas actividades que han sido sexuadas.

Atendiendo a lo anterior, los testimonios obtenidos en el trabajo de campo también dan una visión

concreta sobre los roles de hombres al hablar de cuidado. Las familias de los entrevistados han sido

muy diversas en general. En todas hay hijos y nietos de adultos mayores que varían entre hombres y

mujeres. Los hombres efectúan las actividades que tienen que ver con lo público en todo sentido:

acompañar al adulto mayor en la calle, comprar medicina, conducir al médico, posiblemente cocinar y

de preferencia en reuniones al exterior de la casa, etc., o en su defecto colaboran con su parte mensual

de la cobertura de necesidades para el familiar mayor. Magdalena en su testimonio menciona por

ejemplo:

Cuando hospitalizaron a mi papá, mi mamá tenía un viaje ya reservado para Estados Unidos. Nosotros
le insistamos para que se vaya porque realmente estaba agotada después de todo el proceso en el
hospital. Entonces nos quedamos a cargo de mi papi mis hermanos y yo. Yo diría más bien más a cargo
mi hermana y yo. Porque obviamente había que quedarse en la noche y nosotros estábamos trabajando y
todo. Y me acuerdo que estábamos en un café planificando cómo íbamos a hacer. Mi hermana y yo
decíamos: tal día usted, tal día usted. Luego le preguntamos a mi hermano [aunque ya sabíamos que no
se iba a quedar], ¿Andrés tu cuando te vas a quedar? Y mi cuñada dice: no le digas nada al Andrés
porque él trabaja. Yo realmente me indigné. (Comunicación personal, noviembre, 2015).

En definitiva, es posible afirmar que en torno al cuidado del adulto mayor, las relaciones jerarquizadas

de género y sobre todo la construcción de lo femenino en desigualdad no envuelven solamente a la

división social y también jerárquica del trabajo. Contrario a esto, dicha ordenación de roles de género

debe ser vista como una estrategia sumamente instrumental para reproducir en todos los niveles

posibles, posicionamientos machistas que establecen las limitaciones para la distribución de tareas que

incumben al cuidado del adulto mayor. En un ámbito en el que las relaciones entre los miembros están

fuertemente marcadas por el afecto, el hecho de asumir o no las tareas del cuidado entra en resonancia
con  lo  que  se  pude  considerar  como  un  “compromiso  moral”  socialmente  determinado. En palabras de

Valderrama   (2006)   este   es   un   “<<compromiso   implícito>>   que   la   sociedad   deposita   en   las   mujeres  

para   que   las   asuman”   (pág.   7).   En   virtud   de   ello,   es   imposible   separar   de   esta   responsabilidad   a   la  

posible sanción afectiva o social que podría generarse en el caso de que el compromiso impuesto no se

asuma o se lleve a cabo de una forma contraria a la estipulada por la unidad familiar, sin tomar en

cuenta  para  esto  las  causas  implicadas.  “Esto  plantea  interrogantes  sobre  su  hipotética  voluntariedad

respecto  de  la  asunción  de  esta  tarea”  (Valderrama, 2006, pág. 7).

En la misma línea, aunque se puede pensar en el trabajo como uno de los mayores limitantes para

prestar cuidado, es la sexualización del cuidado la herramienta que aparte de introducir fronteras entre

los cuerpos y sus capacidades, también media la formación de relaciones intergeneracionales

sostenidas por reglas sexistas antes que por distinciones más individuales y humanas. Los cuerpos

femeninos en estas circunstancias se ven predispuestos a ser neutros y pacientes en una labor en la que

se movilizan una serie de afectos positivos o negativos que desencadenan el cuidado de un familiar.

Así, la obligación femenina subsumida al cuidado del adulto mayor se ve mediada por una carga

histórica   que   enmascara   en   la   idea   de   “mayores   capacidades   o   aptitudes   de   las   mujeres   para   ciertas  

tareas  más  íntimas”; una sutil imposición familiar y social. Los cuidados familiares se convierten, de

hecho, en un trabajo no reconocido, no valorado, no remunerado económicamente y por tanto

invisible.

5. Reflexiones finales

En este trabajo etnográfico se ha analizado y cuestionado cómo las construcciones aparentemente

estáticas e invariables sobre el envejecimiento, y su jerarquización en una posición absolutamente

desigual, han facultado dos aspectos centrales: la validación del rol que se les ha asignado a los adultos

mayores en la sociedad y la forma en la que se asume la responsabilidad frente a su cuidado. A partir

de esto, recordando el horizonte central con el que se inició esta investigación: reconocer a las

unidades familiares como agentes que procuran o se inhiben, de llevar a cabo acciones a favor o no

de los adultos mayores; sostenidas en las implicaciones y alcances del imaginario social que han

construido sobre la vejez, es factible sugerir que a pesar de que conscientemente las personas admitan

que los adultos mayores conforman un grupo heterogéneo que se diferencia según las circunstancias
en las que se llega a la vejez; el imaginario social de inactividad, dependencia y pasividad vinculado al

envejecimiento ha conducido a la interiorización inconsciente de la existencia de un tipo de vejez

única cuyo papel en la unidad familiar ya está dado en función del término de su etapa productiva.

En torno a lo anterior, el cuerpo de los adultos mayores ha sido definido a partir de no ser económica,

social ni políticamente activo. Dicha conexión ha servido entonces como una justificación para

naturalizar al adulto de edad avanzada en su rol de abuelo y abuela, cuyo dominio y superación es

retribuido con el reconocimiento social de la unidad familiar. Esta condición se produce en detrimento

de la agencia individual de las personas mayores, que son inadvertidas como seres independientes que

llegan a la vejez en una diversidad de contextos, las cuales delimitarán la forma en la que perciban

esta etapa.

Consecuentemente, cuando los miembros de la unidad familiar pretenden materializar los estereotipos

que recaen sobre los adultos mayores, se deslegitima la apreciación de la vida a través de una

perspectiva cíclica que conduce a estimar los cuerpos que llegan a la vejez en su compleja

multiplicidad, resultante de las diferencias en sus condiciones e historias particulares. Debido a eso, el

anteponer las cualidades esenciales relacionadas socialmente al envejecimiento sobre las personas de

edad avanzada, desconociendo su individualidad y especificidades propias; genera conflictos de

diversas índoles que influyen en el modo en el cual se llevan a cabo ciertas acciones para atender las

necesidades del adulto mayor. Esto no significa dejar de pensar en las personas adultas como un grupo

que comparte estados y requerimientos propios de su edad, sino que implica también redefinir las

tradicionales nociones de cuidado en las que han tenido gran influencia las expectativas encarnadas en

los adultos mayores. La negociación, en este sentido, de las motivaciones que encausan las decisiones

que deben tomar los integrantes de una familia en relación al cuidado de su familiar adulto estarían

destinadas, más allá de prolongar la vida hasta su límite máximo; a sostener una etapa de la existencia

que plantea retos diferentes y que debería ser ubicada por tanto en ese eslabón distinto a los otros, que

no se retrasa en el tiempo, sino que continua llevando por delante una serie de desafiantes

transformaciones físicas, mentales y emocionales.


Por último, es importante notar además, que los imaginarios socio-culturales basados en la

distribución de roles de género han establecido que la responsabilidad de los cuidados del adulto

mayor haya recaído y continúe recayendo, de manera mayoritaria en las mujeres. Particularmente, esta

concepción ha conducido a que se invisibilice y no se reconozca económica y socialmente a las

cuidadoras. En este marco se debe tomar en cuenta que la feminización de las tareas del cuidado

provoca un círculo vicioso que repercutirá negativamente en las mujeres que han brindado cuidado,

cuando alcancen una edad en la que ellas sean las que necesiten atenciones. En muchas ocasiones estas

nos dispondrán del apoyo informal de sus parientes masculinos más cercanos. Serán quizás sus propias

hijas, hermanas o nietas quienes se harán cargo de ellas y repetirán su rol. Adicionalmente, varias

mujeres tampoco podrán disponer de herramientas institucionales óptimas debido a que, al no haber

contado con un trabajo remunerado permanente, justamente por el tiempo dedicado a las labores del

cuidado, las pensiones sociales serán muy reducidas. Este contexto, por tanto permite re-pensar en la

feminización del cuidado del adulto mayor como un fenómeno que repercute, en distintos grados,

sobre las concepciones y prácticas en las relaciones intergeneracionales y en los ideales de la unidad

familiar acerca  de  “lo  más  conveniente”  y  “el/la más  competente”  para  ejercer  el rol de cuidadxr.
Bibliografía:

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Valderrama, M. (2006). El cuidado, ¿una tarea de mujeres? Vasconia, 373-385.


ANEXO 1

Lista de entrevistados

- Susana Cruz /Quito, 07 de noviembre del 2015

- Martha Medina/ Quito, 07 de noviembre del 2015

- Sonia Espinoza/ Quito, 11 de noviembre del 2015

- Priscila Moreno/ Quito, 15 de noviembre del 2015

- María Cristina Páez/ Quito, 20 de noviembre del 2015

- Magdalena/ Quito, 22 de noviembre del 2015

- Fernando Mera/ Quito, 25 de noviembre del 2015

- Cindy Mera/ Quito, 25 de noviembre del 2015

- Cristina Yépez/ Quito, 27 de noviembre del 2015

- Eduardo Narváez/ Quito, 03 de diciembre del 2015

Grupo focal:

- Mayra Guerra/ Quito, 25 de noviembre del 2015

- Danny Guerra/ Quito, 25 de noviembre del 2015

- Paúl Guerra/ Quito, 25 de noviembre del 2015


ANEXO 2

Guía de entrevista

Sobre las percepciones acerca de los adultos mayores:


1.- ¿Qué piensa usted acerca de la etapa de la vida a la que se denomina vejez? ¿Sus percepciones
sobre la misma se han visto alteradas con el pasar de los años?
2.- ¿Cómo se visualiza usted cuando llegue a ser un adulto mayor? ¿Cómo le gustaría vivir esa etapa?
3.- ¿Piensa que todos los adultos mayores son más o menos homogéneos en capacidades y/o
necesidades? ¿Por qué?
4.- ¿Qué le podría esperar a una persona adulta a la que por edad y/o condiciones físicas ya no se le
permite continuar trabajando formalmente? ¿Qué opciones tiene para su futuro?
5.- ¿Qué relación tiene usted con e su familiar adulto? ¿Es muy cercano o lejano a él o ella? ¿Cómo
lo/la describiría (ocupación, talentos, estado de salud física y mental, etc.)?
6.- ¿Qué puede esperar su familia del adulto mayor? ¿Qué roles cumple en su hogar?

Sobre el cuidado del adulto mayor:

7.- ¿Usted cumple funciones específicas en el cuidado del familiar adulto? ¿Cuáles son?
8.- ¿En su familia, qué personas están dispuestas a participar en el cuidado del adulto mayor? ¿Cuáles
son las razones que predominan para tomar esa decisión?
9.- ¿Existen limitaciones entre cada miembro de la familia para la prestación de la ayuda? ¿Cuáles por
ejemplo?
10.- ¿En base a qué criterios se distribuyen las tareas que serán llevadas a cabo para la protección del
adulto mayor? ¿Cuáles son estas tareas?
11.- ¿Cómo se han modificado los escenarios de la casa para el cuidado del familiar adulto? (Por
ejemplo, una habitación propia, colocación de asideros, barandillas, etc.)
12.- ¿Existen maneras para afrontar los gastos adicionales que implican el cuidado y atención del
familiar adulto? ¿Cómo se ha organizado la familia al respecto?
13.- ¿Cuál es la relación que se mantiene con los profesionales de la salud (médicos y enfermeras) y
de los servicios sociales sobre las dudas, asesoramiento y apoyo para el cuidado del familiar adulto?
14.- ¿Han existido momentos de tensión e impaciencia cuando se trata de llevar a cabo una tarea para
cuidar al adulto mayor? ¿Cómo se logran resolver o superar?

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