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¿Por Qué Diagnosticar la Personalidad No es para Cualquiera?

Chapter · February 2023

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Fernán Arana
Universidad de Buenos Aires
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DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

¿Por Qué Diagnosticar la Personalidad No es para Cualquiera? Síntesis y Actualidad de la

Evaluación de los Trastornos de la Personalidad

Fernán G. Arana

Universidad de Buenos Aires

CONICET

Nota del autor

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-3181-8545

Información de contacto: fernanarana@psi.uba.ar. Bahía Blanca 1416, CP 1407, Buenos

Aires, Argentina.
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

Se estila definir a la personalidad como las causas que subyacen a los comportamientos que nos

hacen únicos frente a los demás (Cloninger, 2002). Referirse a estas causas que otorgan nuestra

individualidad implica considerar procesos o estructuras psicológicas o, en un sentido menos

abstracto, patrones de pensamiento, sentimiento, y comportamiento que configuran nuestro

“modo de ser”. Una personalidad trastornada, por lo tanto, estaría asociada a la idea de un modo

de ser que presenta algún defecto o falta de integración (Belloch y Fernández Álvarez, 2002). A

lo largo del presente capítulo, por lo tanto, se intentará dar cuenta de cómo estas maneras de ser

han sido conceptualizadas por la medicina y la psicología, de cómo, de qué manera y por qué se

realiza un diagnóstico de trastorno de personalidad (TP en adelante), así como se intentará

explicar por qué hoy en día coinciden dos formas completamente distintas y oficiales de

clasificar estos fenómenos. En el estudio de los TP, quizás más que en cualquier otra entidad

nosológica, ha reinado el disenso y la polémica. En rigor, en los últimos 30 años del estudio de

los TPs, la controversia ha sido (y sigue siendo) la regla más que la excepción. Están invitados,

pues, a un breve recorrido por uno de los desafíos más apasionantes de la psiquiatría

contemporánea.

El Impacto de la Personalidad en la Vida Cotidiana

A modo introductorio, quizás sea relevante recordar al lector el carácter casi ubicuo de la

personalidad en la vida cotidiana. El impacto de la personalidad es evidente a toda escala: a nivel

individual, interpersonal e institucional ha demostrado tener efectos significativos. Se ha

relacionado a la personalidad sana con la salud física, la felicidad, la espiritualidad, las relaciones

amorosas, el desempeño laboral o académico, el compromiso con la comunidad, y la ideología

política, entre otras (Ozer & Benet-Martínez, 2006). En una revisión de estudios meta-analíticos,

Strickhouser y colegas (2017) encontraron que la personalidad es un importante predictor de la


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salud y bienestar psicológico en una impresionante muestra combinada de medio millón de

personas. De manera análoga, la personalidad patológica ha sido relacionada con un amplio

número de variables negativas. Existe evidencia de que los rasgos patológicos de la personalidad

tienen una marcada relación con patologías físicas y mentales. De hecho, más de la mitad de las

personas diagnosticadas con algún trastorno mental poseen un TP (66 % de la población clínica,

según datos de Torgersen, 2012). Con respecto a indicadores médicos, bajos niveles de la

dimensión de personalidad responsabilidad se asociaron longitudinalmente a un mayor riesgo de

mortalidad (37 % más que las personas con alta responsabilidad; Jokela et al., 2013). Se encontró

por otra parte que los TP tienen altas tasas de comorbilidad con el trastorno por dolor crónico,

cardiopatías relacionadas con el consumo de alcohol, artritis, y obesidad, entre otras patologías

(Tyrer & Mulder, 2022). No obstante, por si la relación entre TP y salud no fuera de por sí

contundente, existen datos epidemiológicos que merecen ser considerados a la hora de evaluar el

impacto global de los TP. De acuerdo con estimaciones actuales, los TP ocupan el segundo lugar

entre los problemas de salud mental de mayor prevalencia mundial, con un 9.6 %, solamente

precedido por los problemas por abuso de sustancias (Winsper et al., 2019). Si se compara con el

3.4 de prevalencia mundial para los trastornos anímicos, o con el 3.8 de los trastornos de

ansiedad, queda en claro que se trata de un fenómeno insospechadamente frecuente (Dattani et

al., 2021). Solo para ejemplificar con números, tomando los datos del último censo en Argentina,

estaríamos hablando de casi 4.5 millones de habitantes que podrían recibir un diagnóstico de TP

en nuestro país (Instituto Nacional de Estadística y Censos de la República Argentina, 2022).

De lo anteriormente expuesto se desprende que el estudio de los problemas ligados a la

personalidad es de extrema importancia dentro de nuestra sociedad. Así y todo, tal como lo

sugiere Livesley (2018) la investigación del tema hoy apenas posee un carácter
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preparadigmático: existen muchas posiciones teóricas y también muchos datos empíricos

recolectados en las últimas tres décadas, pero aún persiste una falta de conexión entre ambos

mundos así como también una falta de integración entre las teorías.

Una definición enciclopédica de trastorno de personalidad podría ser “una forma de

psicopatología caracterizada por dificultades en el funcionamiento yoico y el funcionamiento

relacional, resultando en problemas de identidad y de conducta social desadaptada (Bliton et al.,

2017)”. No obstante, para entender cabalmente la significación de esta definición es necesario

indagar en la historia. Debemos resolver, primero, por qué la manera de ser puede resultar

patológica; y segundo, por qué esa patología se caracteriza fundamentalmente a través de un

sentimiento interno o una conducta interpersonal.

Breve Historia de la Personalidad Patológica

Se podría afirmar de manera contundente y obvia que de la personalidad se habló casi

siempre en la historia de la humanidad. No es sorprendente, pues, que también se documentara lo

que podría ser un “mal” funcionamiento de la personalidad. La mayoría de los autores que

historizaron el desarrollo de los TP coincide en tres grandes momentos históricos: una etapa

precientífica, y luego dos etapas que pueden plantearse como un antes y después de la tercera

edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III en sus siglas

en inglés, American Psychiatric Association [APA], 1980). La primera, llamada por Tyrer y

Mulder (2022) como “etapa del descubrimiento”, abarca el mayor lapso de tiempo,

aproximadamente entre 400 A.C al 1700 D.C. En la medida que el ser humano se organizó en

grupos y priorizó la socialización, el concepto de personalidad creció en paralelo. Desde Grecia

Antigua y con la teoría de los cuatro humores en adelante, siempre hubo un planteo explicativo

relacionado con la personalidad de la gente--y tal como señala Bunge (1996), pareciera que el
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"4" era el número predilecto de los griegos. Dicha teoría, que partía de la observación de los

cuatro elementos de Empedocles (495 A.C-435 A.C; tierra, fuego, aire y agua), llevó a

Hipócrates a considerar la presencia de una enfermedad en la medida de que existiera un

desbalance en los llamados cuatro humores (rebautizados como bilis negra, bilis amarilla, sangre

y flema). Fue Galeno (130 A.C-200 A.C.) quien asignó posteriormente un valor psicológico a

dichos humores, configurando por lo tanto distintos tipos de "personalidades" (en el orden

antedicho: personalidad depresiva, personalidad colérica, personalidad pasional, personalidad

desapegada).

Posteriormente, si bien pueden rastrearse descripciones prototípicas de personalidades en

documentos como el Antiguo Testamento, no abundó la innovación si no hasta el surgimiento de

la psiquiatría clásica en el siglo XIX. En esta etapa, previa a la aparición del DSM-III, se

comenzó a consolidar una visión médica en donde coexistían patologías que no tenían que ver

con lo que en ese entonces se consideraba la locura. Pritchard ya en 1835 hablaba de una insanía

moral, sin delirio, a la que Koch en 1905 denominó psicopatía. Si bien otros autores comenzaron

a visualizar la misma idea (e.g., Kraepelin, Krestchmer, Maudsley), el impacto de dos eventos

muy particulares moldearon nuestro entendimiento actual de los TP. Ambos sucesos ocurrieron

en Alemania. Por un lado, en Berlín se identificó por primera vez que la paresia general (una

forma común de psicosis secundaria a la sífilis, muy común en esa época) se debía a una bacteria

llamada Treponema Pallidum. Esto infundió una fe enorme en la ciencia médica y sus cultores, y

labró los inicios del modelo médico tal como lo conocemos. Este evento indicaba de manera

contundente la idea más arraigada del modelo médico: que detrás de una enfermedad siempre

habrá una causa biológica objetivable, es cuestión de tiempo hasta encontrarla. Por otra parte,

unos años después, un jóven psiquiatra oriundo de la pequeña ciudad bávara de Crailsheim,
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observaba con detenimiento el comportamiento de las prostitutas de los burdeles de Hamburgo, y

definía así una primera tipología de “personalidades”, que hoy sigue siendo icónica. Dicha

observación, plasmada en un reporte en 1921, sentó las bases para la obra clásica de Kurt

Schneider, Die Psychopathischen Persönlichkeiten (Las personalidades psicopáticas, 1923). En

esta obra podría encontrarse por primera vez de manera clara la idea de que los TP son aquellos

que sufren por su personalidad pero también causan sufrimiento a la sociedad, dando así

comienzo a la primera vertiente interpersonal concreta del término (Tyrer et al., 2015). Por otra

parte, los 10 tipos de personalidades descriptas por Schneider siguen siendo rastreables en las

definiciones actuales de la visión categorial de los TP: hipertímico, depresivo, inseguro (sensible

y anancástico), fanático, buscador de atención, lábil, explosivo, desafectivizado, abúlico y

asténico. Sorprendentemente, la comunidad científica adoptó estas tipologías como

empíricamente válidas durante décadas hasta hace relativamente poco tiempo atrás.

Simultáneamente, el psicoanálisis, contemporáneo a la primera taxonomía de Schneider, también

abordó el tema de la personalidad y sus patologías, agregando riqueza al concepto pero a

expensas de una notable confusión de ideas (Livesley, 2018). En una época que abarca desde los

años 30s a los 70s, numerosos desarrollos psicoanalíticos moldearon las nociones de TP y

prácticamente funcionaron como orígenes de algunos de ellos. Por ejemplo, las nociones de

fijaciones en fases del desarrollo sirvieron de base para conceptualizar los trastornos

dependiente, obsesivo e histriónico de la personalidad (Abraham, 1927), así como también hubo

notables desarrollos sobre el concepto de narcisismo que dieron origen al TP homónimo,

fundamentalmente partiendo desde concepciones de Kohut (1971). La mayoría de estos autores

rechazaban el modelo médico y, por lo tanto, no estaban muy interesados en cuestiones ligadas a
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la clasificación. No obstante, por más que cuestionaran la idea del diagnóstico, la mayoría de las

ideas psicodinámicas no contradecían en absoluto el modelo médico.

Por otra parte, y de manera paralela, en los años veinte también comenzó otra mirada

acerca de la personalidad que poco tenía en común con la psiquiatría de ese entonces. Si bien no

se ha acuñado el término, perfectamente podría llamársele el “modelo psicológico”.

Fundamentalmente con un énfasis en el estudio de la personalidad normal, algunos autores

comenzaron a aplicaron análisis estadísticos sofisticados para la época a las descripciones que

hacía la gente común sobre sí misma. De hecho, en muchos manuales de psicología se llama a

esta manera de estudiar la personalidad la “hipótesis léxica”. Así como Schneider comenzó con

los burdeles, se podría decir que Gordon Allport comenzó con un diccionario. Junto con su

tesista, Henry Odbert, analizaron 400.000 términos del diccionario Webster e identificaron

18.000 términos descriptivos de la personalidad (Allport & Odbert, 1936). Ese número fue

reducido por Norman (1963) a 2.800, quien concluyó que la personalidad podía entenderse como

el producto de cinco factores ortogonales. Cattell, por su parte, a través de un análisis de cluster

encontró que el número de dimensiones de la personalidad ascendía a 16. (Cattel, Eber, &

Tatsuoka, 1970). Posteriormente, autores como Goldberg (1993) y Costa y McCrae (1992)

terminaron de sistematizar y definir lo que es el modelo de personalidad más validado y

estudiado en la historia de la psicología como ciencia: el modelo de los cinco factores. No

obstante, huelga decir que mientras estos hallazgos del modelo psicológico acumulaban

evidencia sistemática acerca de la personalidad, el modelo médico seguía pensando en las

categorías de Schneider como inspiración central a la hora de establecer un sistema de

clasificación válido y fiable, como prometía ser el DSM. Allport ya en 1927 había definido lo

que era un rasgo. Desde esa época, sabemos que un rasgo es la unidad básica de la personalidad,
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y que todo rasgo es temporalmente estable. También sabemos que pueden estar estructurados en

jerarquías de primer y segundo orden. Así y todo, el contacto entre Allport, la hipótesis léxica, el

modelo de los cinco factores, y la estructura de la personalidad general en sí misma, ha tenido

que esperar décadas para su amalgama bajo una sola visión. Dicha integración, de hecho, es para

algunos autores una asignatura pendiente inclusive hoy (Livesley, 2018).

Dado que la tercera fase histórica comienza con el advenimiento del DSM-III, es

pertinente mencionar lo que era el DSM antes de 1980. A diferencia de otras entidades, los TP

estuvieron en el DSM desde sus inicios, posiblemente en gran parte por la herencia de Schneider

y también cierta influencia psicodinámica de la época. En 1952, el primer DSM incluyó los TP

en tres subsecciones que significaban distintos tipos de afecciones: alteraciones en los patrones

de personalidad (paranoide, esquizoide, ciclotímico, inadecuado), alteraciones en rasgos de

personalidad (pasivo-agresivo, compulsivo, inestable emocional) y alteraciones sociopáticas

(antisocial, disocial, desviación sexual, adicción). Esta clasificación se basó enteramente en la

“observación clínica” y, por lo tanto, todos estos diagnósticos fueron severamente cuestionados

en cuanto a su confiabilidad. Un aspecto particularmente problemático de esta clasificación era

que el clínico debía elegir entre un trastorno neurótico (síntoma) o un trastorno caracterológico

(personalidad), no pudiendo quedarse en simultáneo con los dos diagnósticos potenciales. Para el

DSM-II (APA, 1968), si bien existía una mejora en la organización del manual ya que se

observaba una particular atención a la psiquiatría descriptiva, continuaba basándose en

observaciones clínicas. Adicciones y desviaciones sexuales fueron movidas de la sección de

personalidad, las etiquetas de los TP fueron revisadas, y nuevos TP se propusieron: el paranoide,

el esquizoide, el ciclotímico, el inadecuado, el histérico, el obsesivo-compulsivo, el pasivo-

agresivo, el explosivo, el asténico, y el antisocial.


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Un cambio en el énfasis en la confiabilidad del diagnóstico fue la motivación más fuerte

para una revisión profunda del DSM, que se iba a cristalizar en su tercera edición (APA, 1980).

Esta Innovación involucraba la introducción de criterios operativos ateóricos y descriptivos, así

como el planteo de un formato multiaxial. Dentro de este formato, se propuso por primera vez un

eje específico para plantear los TP, el llamado Eje II. De esta manera, cualquier clínico podría

ahora considerar en cada paciente la ocurrencia o no de fenómenos clínicos ligados a la

personalidad. El DSM-III fue la notable respuesta del modelo médico a un clima antipsiquiátrico

que se vivía a mediados de los años setenta, fundamentalmente iniciado y potenciado por el

experimento de Rosenham en 1973. Dicho experimento, famoso hasta la actualidad, consistía en

hacer pasar por enfermos psiquiátricos gente “normal” y observar cómo las instituciones

psiquiátricas los etiquetaban, internaban y brindaban tratamiento. Si bien el experimento ha sido

revisitado y cuestionado entre gran polémica (véase por ejemplo el libro de Susan Cahalan de

2019, The Great Pretender), en su momento inspiró una falta total de credibilidad en la

psiquiatría y, en particular, en la confiabilidad del diagnóstico psiquiátrico.

El DSM III sentó las bases de la concepción actual de los TP, y se mantuvo

prácticamente inalterado hasta días actuales pasando por sucesivas revisiones (III-R, IV, IV-TR,

5, 5-TR). El hecho de conceptualizar a los TP mediante criterios operativos descriptivos, junto a

la promesa de ir reemplazando los criterios de acuerdo con los hallazgos empíricos de la época,

estimuló considerablemente la investigación clínica y psicométrica.

Por otra parte, esta clasificación de los TP, de hace casi cuarenta años atrás, implicó una

nueva definición de TP y una división de los TP bajo tres grupos o clusters. Los TP comenzaban

a ser vistos, por un lado, como "patrones de pensamiento y conducta que se desvían

marcadamente de las expectativas culturales de ese individuo” y, por otro lado, se pensaba a
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estos patrones como generalizados, inflexibles, con un probable inicio en la adolescencia o

adultez temprana y estables en su desarrollo (APA, 1980). En cuanto a los diagnósticos

reinantes, seis diagnósticos del DSM-II se conservaron (el paranoide, el esquizoide, el histérico -

ahora llamado histriónico-, el obsesivo-compulsivo, el pasivo-agresivo, y el antisocial), cuatro de

ellos fueron eliminados por falta de evidencia empírica (el asténico, el ciclotímico, el explosivo,

y el inadecuado), y cinco nuevos fueron incluidos (límite, narcisista, evitativo, esquizotípico,

dependiente). Estos diagnósticos fueron agrupados en el cluster A - raros y excéntricos

(paranoide, esquizoide, esquizotípico)-, cluster B - dramáticos (límite, narcisista, antisocial,

histriónico) y cluster C - ansiosos (evitativo, obsesivo-compulsivo, dependiente, pasivo-

agresivo). De todas maneras, independientemente de la efervescencia de la propuesta de una

clasificación científica, solamente una pequeña proporción de los criterios diagnósticos fue

verdaderamente basada en hallazgos empíricos (e.g., fundamentalmente los criterios del trastorno

límite y el trastorno antisocial). La revisión del manual de 1987, DSM-III-R, solo se limitó a

mejorar la claridad y precisión conceptual de los criterios, conservando el total de 11 TP. Las

revisiones realizadas por el DSM-IV (APA, 1994), incluyeron una reducción en la extensión y

complejidad de los criterios diagnósticos por un enfoque empírico más riguroso (o, lo que es lo

mismo decir, la combinatoria entre revisiones, reanálisis de datos y resultados de ensayos

clínicos). Como resultado de esta última revisión se decidió eliminar el trastorno pasivo-agresivo

y de esta manera quedaron los 10 TP que se pueden diagnosticar en la actualidad (para adentrarse

en la polémica del pasivo-agresivo, véase Lane et al., 2009). Para el tiempo en que el DSM-5 se

estaba preparando, una promesa de cambio de paradigma se respiraba en el ambiente académico.

Estos vientos de cambio provenían, por un lado, de la psiquiatría biológica y, por otro lado, del

modelo psicológico de rasgos. Ya se había acumulado una evidencia contundente acerca de la


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dimensionalidad de la personalidad. Cada vez se pensaba más a la personalidad como un

continuo en donde los TP se situaban dentro del extremo más desadaptativo del continuo. Tal

como sugería Schneider 100 años atrás, estar en el extremo no era suficiente para pensar una

patología, también era necesario el componente de generar malestar a sí mismo o a los demás

(que en la definición del DSM, además del criterio de significación clínica, se correspondía con

un mal funcionamiento en al menos dos áreas vitales del individuo). Se esperaba un cambio

radical para el manual y, en particular, una manera distinta de clasificar los TP. Así y todo, y con

cierta sorpresa, el capítulo final del DSM-5 para los TP fue una decepcionante reimpresión del

DSM previo (véase Skodol y colegas, 2013, para un pormenorizado relato de la polémica). No

obstante, sucedió lo que para algunos era una victoria pírrica y para otros un avance razonable.

De manera formal, pero en una sección aparte de los diagnósticos oficiales del DSM, se publicó

el modelo alternativo del DSM-5 para los TP. Esta nueva forma de diagnosticar, situada en la

llamada Sección III del manual, consistió en rigor en un enfoque híbrido entre categorial y

dimensional, ya que se pensaba iba a tener mayor aceptación por parte de los profesionales

escépticos al enfoque puramente dimensional (Krueger et al., 2007). La idea general de este

sistema alternativo era la de comenzar a familiarizar al clínico con un enfoque que

potencialmente sería más científico y, por lo tanto, más fiable que las viejas categorías del

sistema actual. El otro objetivo, íntimamente ligado al anterior, era el de promover la

investigación de los componentes de este nuevo sistema. Esta investigación progresó hasta la

actualidad, en donde la variante del DSM de la Organización Mundial de la Salud [OMS], la

Clasificación Internacional de las Enfermedades (CIE, de aquí en más), lanzó para su onceava

edición un sistema dimensional puro como única y exclusiva manera de diagnosticar los TP

(OMS, 2022). En la actualidad, por consiguiente, si queremos hacer un diagnóstico de un


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problema de personalidad tenemos la clasificación tradicional categorial del DSM-5 (y el DSM-

5-TR), así como también tenemos la nueva clasificación dimensional de los TP de la CIE-11.

Tenemos, también, como un punto casi intermedio el modelo híbrido alternativo de DSM-5, que

posiblemente se pueda considerar si se tiene pensado la migración de un sistema a otro. No hay

en la actualidad otro grupo de diagnósticos que presenten un cuadro de situación tan diverso,

disímil, y complejo. A continuación, por lo tanto, expondremos de manera esquemática cómo se

hace hoy un diagnóstico de TP de acuerdo con cada sistema oficial, la crítica a cada uno de ellos

y, por último, una breve selección de instrumentos de evaluación para auxiliarnos en el

diagnóstico de estos trastornos.

El Sistema Categorial del DSM para los TP

Tal como se mencionó en la sección anterior, la clasificación propuesta por el DSM-III y

sostenida casi en su integridad total en las sucesivas iteraciones del manual, conlleva tres

cuestiones que la diferenciaban de sus versiones pretéritas: una nueva definición de TP, nuevos

criterios operativos para el diagnóstico de TP general, y nuevos criterios operativos para los diez

flamantes TP. Con respecto a los dos primeros puntos, los criterios operativos reflejaban la

definición conceptual en mayor detalle. Tal como el DSM estructura el grueso de su

nomenclatura, bajo las primeras letras del alfabeto tenemos siempre los criterios patognomónicos

(A y B), seguidos siempre de un criterio de significación clínica (C) al que luego se le suman

criterios de duración del patrón (D) y de diagnóstico diferencial (E y F). Lo prioritario para

definir la existencia de un TP sería entonces la constatación en el consultante de un patrón de

experiencia interna y comportamiento que se aleje de su cultura y que esté manifiesto en dos (de

cuatro) áreas posibles del funcionamiento psíquico: la cognición (la manera de percibirse a uno y

los demás), la afectividad (o la manera de regular los afectos), el funcionamiento interpersonal, y


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el control de impulsos. Este patrón, además, debía ser inflexible, estar presente en una amplia

gama de situaciones, ser estable y de larga data. Queda claro con esta definición de TP general,

que estos patrones desajustados debían manifestarse en áreas en donde la psiquiatría ya tenía

mucha noción en que los TP tenían dificultades. Solamente cabe mencionar, por ejemplo, TP

específicos que están sobrerrepresentados en las cuatro áreas (el límite, con sus sobrados

problemas de identidad, manejo de las relaciones y de sus afectos, y pobre control de impulsos) o

en alguna de ellas (e.g., control de impulsos en antisocial, relaciones interpersonales en el

histriónico, cognición -identidad- en el narcisista). Posteriormente a cumplir con esta definición

general, el clínico debería proceder con la tipificación de acuerdo con el sistema categorial. Para

ello, primero se observaría dentro de qué cluster se incluye el consultante y luego qué TP

específico lo caracteriza. Esto, por supuesto, posee fines didácticos ya que el DSM no prohíbe

(como sí lo hizo en versiones anteriores) la comorbilidad y también hasta se puede dar el

diagnóstico de “rasgos de personalidad”, que en rigor permite mencionar una característica de

personalidad que no cumple en la actualidad con los criterios de un TP (i.e., tener rasgos

obsesivos implica una versión más adaptada que tener un trastorno obsesivo de la personalidad).

De hecho, y una de las grandes polémicas por las cuales comenzaría a mostrar sus limitaciones el

sistema categorial, el DSM permitía hacer un diagnóstico de “Trastorno de la Personalidad No

Especificado”. En él, se podía o bien diagnosticar aquellas personas que presentan rasgos de

varios TP pero no de uno en particular (el “mixto” del DSM-III) o, y esto es muy interesante,

cumplir con los criterios de TP general pero tener rasgos que no estaban contemplados en el

DSM en particular. Con este criterio, por ejemplo, se podría diagnosticar un trastorno pasivo-

agresivo dentro de la categoría de “no especificado”).


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A continuación, caracterizaremos muy esquemáticamente el perfil de cada uno de los TP

de acuerdo con su respectivo grupo.

Dentro del cluster A, llamado de raros y excéntricos, tenemos al paranoide, que se

caracteriza por poseer un patrón sistemático de desconfianza interpersonal, y una tendencia a

afrontar los estresores interpersonales con hostilidad. El esquizoide, a su vez, se caracteriza por

tener un patrón de refugio en un gran mundo interno en donde pareciera “prescindir” de los

demás. El esquizotípico, a diferencia de este último, se caracteriza por tener patrones

perceptuales y conductuales “raros” o excéntricos, quizás siendo el trastorno más representativo

de los miembros de este cluster. De acuerdo con datos de la última iteración del DSM (DSM-5-

TR, APA, 2022), la prevalencia de los trastornos del cluster A disminuyó un 37 % en

comparación con los datos del DSM-5 original, marcando así el hecho de que posiblemente estos

diagnósticos sean los menos diagnosticados de entre los tres grupos.

Dentro del cluster B, llamado de dramáticos, tenemos al antisocial, que se caracteriza por

poseer un patrón de desprecio y violación de derechos de los demás. El narcisista, a su vez, se

caracteriza por un patrón de grandiosidad y una gran necesidad de ser admirado. El histriónico se

caracteriza por un patrón de emocionalidad y dramatismo, en conjunto con una predisposición a

buscar la atención de los demás de manera excesiva. Quizás éste último diagnóstico sea el que

también más esté vinculado con el nombre del cluster. Adicionalmente, tenemos en este mismo

grupo al límite, que es una amalgama de posiblemente los nueve diagnósticos y que, a su vez, se

caracteriza por la particular distinción de tener compromiso en las cuatro áreas de

funcionamiento propuestas por el DSM: problemas para regular afectos e impulsos, una

identidad frágil y un patrón de relaciones afectivas inestables. Posiblemente gracias a la

existencia del incesante trabajo empírico orientado al trastorno límite de la personalidad y, en


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menor medida, al trastorno antisocial, exista un notable incremento en la prevalencia de este

cluster. El DSM-5-TR de hecho registró un incremento del 300 % de prevalencia para este

cluster (de 1.5 a 4.5).

Dentro del cluster C, llamado de temerosos, tenemos quizás los patrones más

“homogéneos” entre los mismos vecinos, ya que todos se caracterizan por cierto patrón de

comportamiento ansioso y cierta necesidad de control. En este sentido, el controlador por

antonomasia es el obsesivo, que también se caracteriza por un perfeccionismo desadaptativo. El

evitativo, por otra parte, se caracteriza por un patrón de hipersensibilidad al rechazo, muy similar

a la experiencia interna del paranoide pero con una distinta resolución en términos de

afrontamiento: mientras el paranoide ataca, el evitativo huye (y esta huida designa su forma de

controlar su ansiedad). Por último, el dependiente se caracteriza por un patrón de relaciones en

donde deposita el control en el otro dado que poseen una experiencia interna de notable sumisión

y fragilidad. Por supuesto, la presente caracterización es forzosamente breve y un correcto

diagnóstico implica revisar el manual y decidir sobre la pertinencia de cada uno de los criterios,

lo que por razones de espacio no podemos individualizar aquí. La prevalencia de este cluster

disminuyó con los años, siendo una diferencia de 57 % entre DSM-5 y DSM-5-TR. No obstante,

en Winsper y colegas (2019) se habla de una disminución menos drástica del 14 %. Otro dato

importante se desprende de este último estudio meta-analítico: la prevalencia difiere según el

nivel global de ingresos de cada país, siendo netamente superior en los países de ingresos altos

(9.6 de prevalencia global contra 4.3 en países de ingresos bajos). Existen explicaciones

disímiles para este fenómeno. Se ha hipotetizado que existen normas, reglas y valores culturales

que favorecen el control de ciertos rasgos de personalidad en algunas sociedades, por ejemplo,

pero también la explicación puede estar en que las herramientas diagnósticas de detección no
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están correctamente adaptadas a cada contexto cultural, así como también que podrían existir

diferencias metodológicas en el diseño de los estudios (Winsper et al., 2019). Por último, con

respecto a la nomenclatura CIE, se podría afirmar que en esencia son equivalentes con el DSM.

En efecto, si bien existen diferencias entre sistemas (e.g., nombres de TP, número, redacción y

puntos de corte de los criterios de cada diagnóstico), las características de cada uno de ellos son

analogables en cuanto a cuestiones patognomónicas (el detalle específico de cada diferencia

puede verse en la exhaustiva revisión sobre el tema de Stover, 2015). En rigor, la diferencia más

fuerte entre las versiones más establecidas de ambos sistemas, DSM-IV y CIE-10, es la decisión

de excluir el diagnóstico de esquizotipia por parte de la CIE para posicionarlo dentro del espectro

psicótico. Dicha decisión, en parte, también se termina proyectando a las diferencias que también

existen entre los sistemas dimensionales propuestas por las últimas iteraciones de ambos

manuales.

Crítica a los Sistemas Categoriales

Wright y Ringwald (2022) sugieren que una crítica justa sobre el DSM debería considerar dos

elementos por separado, que a veces el mismo manual confunde. Por un lado, tenemos la

discusión conceptual y, por otro, la operativa. En este sentido, a continuación discriminaremos lo

que es un problema estructural de nosología, a lo que es un problema relativo a su forma de

consustanciarse dentro del manual. Dentro del primer caso, merece especial atención la

desatención histórica a lo que es la estructura histórica de la personalidad. Generalmente cuando

se habla de estructura en psicopatología, nos referimos a si la relación teórica propuesta entre las

variables es correspondida luego con los datos de la realidad. Casi desde el lanzamiento del

DSM-III los investigadores han intentado demostrar si la estructura de los TP tal como es

propuesta a través del sistema categorial se ve reflejada empíricamente. En este sentido, la


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presunción era encontrar que los 10 TP se diferenciaban entre sí por los síntomas o patrones que

caracterizan cada problema, y eventualmente que haya también una correspondencia jerárquica

entre cluster y trastorno. Por ejemplo, se esperaría que síntomas de dependencia emocional estén

sobrerrepresentados en el trastorno de la personalidad dependiente y subrepresentado en el resto

de los TP. Mayoritariamente a través de análisis factoriales (i.e., combinaciones lineales entre

variables numéricas), numerosos estudios han demostrado una realidad casi unívoca: la

estructura planteada por el DSM dista de corresponder con los datos empíricos (véase Huprich et

al., 2010 para una excepción). Dicho de otra manera, la clasificación por clusters y la

designación de cada TP, que fue realizada a través de un consenso entre expertos, no se pudo

confirmar desde los datos empíricos. Por el contrario, numerosos autores demostraron que

cuando se utilizan distintos instrumentos de evaluación de la personalidad, las dimensiones de

dichas medidas convergen en constructos latentes similares (Widiger & Simonsen, 2005). ¿Y qué

es lo que se encuentra? Esencialmente, una estructura tetrafactorial caracterizada por una

dimensión que implica psicopatía, otra que implica neuroticismo, otra que implica obsesividad, y

una última dimensión que implica distanciamiento emocional (en esta última dimensión a veces

se prioriza el componente extraño y en otros el desapego). Peter Tyrer, uno de los responsables

del sistema dimensional de CIE-11, sistemáticamente ha demostrado cómo esta estructura se

observa de generación en generación a través de distintos modelos teóricos y clínicos propuestos.

Por ejemplo, la personalidad colérica galénica guarda similitud con la personalidad explosiva de

Schneider, el disocial de Livesley y colegas (1994), el sociopático de Tyrer y Alexander (1979),

el cluster B del DSM-IV (APA, 1994), y la dimensión de antagonismo del DSM-5 (APA, 2013).

Dicho de otra manera, los 10 TP propuestos vigentes no se encuentran como tales en la realidad

de los datos y más bien pareciera que una descripción válida y confiable de la personalidad
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

18

patológica se caracterizaría por cuatro tipos distintos: aquellos que tienen una tendencia a

experimentar emociones negativas y son emocionalmente inestables, aquellos que encajan en la

definición clásica de psicopatía en términos de baja responsabilidad y baja consideración del

prójimo, aquellos que encajan en la definición clásica de “obsesivo” en términos de su

perfeccionismo, tendencia al control excesivo y rigidez, y aquellos que les resulta difícil tener

cercanía emocional con los demás, ya sea por temor o por poseer un gran mundo interno. Así las

cosas, esta divergencia de estructura implicaría la abstracción de pensar que una clasificación

dimensional sería superior en términos empíricos y explicativos a una clasificación categorial o

taxonómica. Este interrogante fue parcialmente resuelto recientemente por Haslam y colegas

(2020) cuando a través de un estudio meta-analítico pudieron concluir que los hallazgos

dimensionales superan a los taxónicos (categoriales) en un ratio de 5:1. Indagando en 317 efectos

de 183 estudios, los autores demostraron además que los TP tienen la mayor evidencia de

dimensionalidad por sobre el resto de la psicopatología general. La mayoría de las categorías

taxónicas, de acuerdo con este estudio, tienen que ver casi exclusivamente con el diagnóstico de

las adicciones, el autismo, el riesgo suicida, y la pedofilia. Tal como lo sugieren los autores en su

conclusión “está quedando cada vez más claro que las taxas en el campo de la psicopatología son

raras, y posiblemente míticas en el campo de la personalidad” (Haslam et al., 2020, p. 8).

Por otro lado, con respecto a las decisiones operativas del DSM, tampoco se han ahorrado las

críticas: problemas relativos a la excesiva comorbilidad entre TP y la alta heterogeneidad dentro

de cada TP apuntan a una construcción errática de criterios y límites difusos dentro de las

patologías. Una alta comorbilidad implica falta de validez discriminativa, es decir que la entidad

propuesta no se diferencia de otras. La idea en sí de permitir comorbilidades en el DSM era la de

poder incluir más de una patología dentro de una misma persona y efectivamente tener una
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

19

lectura comprehensiva de un caso clínico. No obstante, cuando se tienen entre tres a 10 (sí, 10;

Tyrer et al., 2015) TP por cada persona diagnosticada, resulta difícil sostener la idea de que se

trate de diagnósticos distintos sino más bien de un diagnóstico imperfecto que en rigor sea mejor

considerar de manera más general que particular. Con respecto a la heterogeneidad

intradiagnóstico, basta un simple ejemplo. El trastorno de personalidad obsesiva tiene ocho

criterios y se necesitan solo cuatro de ellos para un diagnóstico, lo redunda en la explícita

posibilidad de que dos personas reciban el mismo diagnóstico y no se parezcan en nada entre sí

(Trull & Durrett, 2005). Otros problemas asociados a pensar los TP como categoriales son su

falta de estabilidad temporal (i.e., en sus versiones dimensionales los TP son estables en el

tiempo, no así usando un enfoque categorial; Samuel & Widiger, 2004), sus límites arbitrarios

(i.e., la decisión del corte de los criterios politéticos habitualmente se basa en tener la mitad o

más de los criterios), y su baja validez de contenido (i.e., no hay una correcta cobertura de las

características necesarias para cubrir lo que representa cada TP). Todo esto, por supuesto, se

traduce en una baja utilidad clínica, informada por los mismos clínicos (Bernstein et al., 2007).

No es casual, siguiendo esta línea, que el TP más frecuentemente diagnosticado sea su propia

categoría residual, el TP no especificado (Verheul & Widiger, 2004). Esto habla a las claras de

porqué algunos investigadores consideran que la visión de TP categorial debería abandonarse.

Wright y Ringwald (2022) plantean el panorama de una manera más contundente afirmando que

“la Sección II de TP del DSM ha efectivamente muerto, tal como lo evidencia la escasa

investigación generada desde este modelo si uno excluye los constructos de trastorno límite,

conducta antisocial y narcisismo” (p. 365).


DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

20

Sistemas Orientados a la Dimensionalidad de la Personalidad

El Modelo Híbrido Alternativo del DSM-5

Teniendo en cuenta las críticas al modelo categorial, resulta entendible que la motivación

principal del Grupo de Trabajo sobre Personalidad y Trastornos de la Personalidad del DSM-5

fuera la de redefinir la personalidad patológica en términos dimensionales (Skodol, 2018). Dicho

Grupo de Trabajo desarrolló un modelo con la idea de que fuera consistente con el modelo de los

cinco factores pero en su “polaridad patológica”. En rigor, ya se sabía que el modelo de los cinco

factores (i.e., neuroticismo, extroversión, agradabilidad, responsabilidad, apertura a la

experiencia) podía explicar todos y cada uno de los TP categoriales (i.e., el TP general se explica

por altos niveles de neuroticismo, bajos niveles de agradabilidad y bajos niveles de

responsabilidad; Samuel & Widiger, 2008). No obstante, los rasgos patológicos propuestos para

el modelo alternativo del DSM-5 cubrían con mayor suficiencia a todos los TP categoriales en

comparación con su vertiente normativa del modelo de cinco factores (Czajkowski et al., 2018).

Los rasgos principales propuestos para este modelo son:

1) Afectividad negativa (versus estabilidad emocional). Tendencia a experimentar un

amplio rango de emociones negativas de manera más intensa y frecuente que otras

personas. Otras características de este dominio son las de inestabilidad emocional,

baja autoestima y pobres habilidades autorregulatorias.

2) Desapego (versus extroversión). Tendencia a mantener distancia interpersonal y

emocional. Se caracteriza también por evitación de interacciones sociales, falta de

amistades, evitación en situaciones de intimidad, ser extremadamente reservado a

nivel emocional.
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

21

3) Antagonismo (versus agradabilidad). Tendencia a despreciar sentimientos y

derechos de los demás, centrándose en sí mismo y con falta de empatía. Se puede

caracterizar por insensibilidad ante el sufrimiento del otro, crueldad en obtener

metas propias e indiferencia acerca de si las acciones propias para conseguir un

objetivo lastiman a los demás.

4) Desinhibición (versus responsabilidad). Tendencia a actuar precipitadamente

basado en estímulos internos o externos sin considerar potenciales consecuencias.

Se caracteriza por impulsividad, distractibilidad, irresponsabilidad y falta de

planificación.

5) Pscicoticismo (versus lucidez). Se caracteriza por conductas y pensamientos raros

y excéntricos con respecto a la propia cultura del individuo.

A su vez, cada uno de estos rasgos tiene sus propias facetas, que varían en número de acuerdo

con cada dominio o rasgo general. Por ejemplo, afectividad negativa tiene 10 facetas (e.g.,

inestabilidad emocional, ansiedad, inseguridad por separación), mientras que psicoticismo tiene

solamente tres (creencias inusuales, excentricidad y desregulación perceptual). Si bien el

objetivo del capítulo no es dar una descripción exhaustiva de cada equivalencia entre sistemas

clasificatorios, es evidente que hay una relación entre los factores “normales” o normativos, la

estructura histórica de la personalidad patológica, el viejo modelo categorial de TP, y el modelo

alternativo DSM-5 o el modelo dimensional CIE-11. Así y todo, una gran divergencia del

modelo DSM dimensional con la estructura patológica histórica es la exclusión del rasgo

obsesivo (anancástico, en términos CIE). En su lugar, se lo sustituye con el rasgo de psicoticismo

que, si bien cuenta con evidencia empírica, al parecer se lo ha seleccionado fundamentalmente

para poder explicar el trastorno esquizotípico, que no figura en la nosología CIE como un TP.
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

22

Ahora bien, mencionamos en primer lugar los rasgos solamente a título didáctico, ya que

en rigor el diagnóstico de los mismos corresponde al criterio B del nuevo modelo. En primer

lugar, es menester saber si la persona cumple con la nueva definición de TP, el Criterio A. La

lógica del Criterio A obedece a la ya establecida evidencia empírica de que la disfuncionalidad

se sustenta mejor en la gravedad más que en el trastorno de personalidad específico (Crawford et

al., 2011). En este sentido, la gravedad está relacionada con los niveles de funcionamiento de la

personalidad, que distinguen a las personas con respecto al nivel de dificultad que poseen con

respecto a sí mismas (self) y sus relaciones interpersonales. El sí mismo se desagrega en la

evaluación de la identidad (i.e., la experiencia de uno mismo como único, con límites claros y

autorregulado) y la autodirección (i.e., capacidad para buscar y encontrar metas coherentes). Las

relaciones interpersonales se desagregan en empatía (i.e., capacidad de entender y tolerar los

sentimientos del otro) e intimidad (i.e., capacidad de establecer relaciones profundas, poder

mostrarse vulnerable frente al otro). Cada uno de estos aspectos se evalúan en cinco niveles de

disfuncionalidad (de nula disfuncionalidad a disfuncionalidad severa) y para el diagnóstico de TP

se requiere de niveles moderados de dificultad en el funcionamiento de la personalidad. De

acuerdo con este modelo, los niveles de personalidad se utilizan para saber si existe o no un TP y

cuán severo puede ser. Como se puede intuir, los niveles tienen su raíz en la teoría

psicodinámica, definiendo a los TP como fundamentalmente deficitarios en cuanto al self y a la

disponibilidad para lo interpersonal. Volviendo al criterio B, de comprobarse la existencia de un

TP, el modelo exige al clínico que evalúe la presencia de seis síndromes categóricos presentes en

el DSM-IV (antisocial, evitativo, límite, narcisista, obsesivo-compulsivo, esquizotípico). Estos

TP categoriales recibieron una nueva versión dimensional, mientras que los cuatro TP restantes

se eliminaron por falta de evidencia empírica. Por ejemplo el trastorno antisocial requiere bajo
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

23

esta versión una disfunción en dos o más áreas del funcionamiento (las del criterio A) y a su vez

seis o más rasgos patológicos (y ahí el DSM propone facetas de antagonismo y de desinhibición

como insensibilidad o irresponsabilidad, respectivamente). En rigor, el llamado “Trastorno de la

Personalidad de Rasgo Específico” solo se podría realizar si primero no se cumplen con los

criterios de los seis TPs mencionados previamente. Una vez constatado que el diagnóstico no se

ajusta a las categorías que hacen del modelo un modelo híbrido, recién allí se pueden revisar y

evaluar los cinco rasgos y sus 25 facetas correspondientes. Los criterios restantes, de C a G

cubren cuestiones similares al viejo diagnóstico de TP en términos de persistencia, estabilidad,

inicio temprano y diagnóstico diferencial con otros trastornos mentales, abuso de sustancias,

estadíos del desarrollo y contexto sociocultural. De hecho, las diferencias atañen a cambiar la

definición de patrón desviado en cuatro potenciales áreas a la noción de problema en el

funcionamiento en dos áreas concretas (siendo las relaciones interpersonales el denominador

común entre ambas definiciones). El corrimiento de la definición hacia una disfunción del

funcionamiento normal está en línea con la idea contemporánea de definir a los TP como un

fracaso adaptativo en cubrir lo que Plutchnik (1980) llama “tareas universales”: desarrollo de la

identidad, definir dominancia o sumisión, sentido de territorialidad, y manejo de las pérdidas. Tal

como sugiere Livesley (2018) para poder dominar estas tareas es necesario desarrollar una visión

integrada del propio self en conjunto con un adecuado sistema de apego que facilite la intimidad,

la prosocialidad y la cooperación entre pares. En menor medida, también surge la diferencia sutil

de agregar la palabra “relativamente” a los criterios de estabilidad temporal e inflexibilidad del

trastorno. Esto se debe a que existe evidencia empírica que justifica atemperar estos criterios. Por

ejemplo, en un estudio meta-analítico, Wilson y colegas (2017) encontraron que el criterio de

disfunción interpersonal generalizado no se ajusta a la evidencia empírica. Aparentemente,


DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

24

existiría una mayor disfuncionalidad de acuerdo con los roles que se ocupen: es así que se

encontró mayor disfuncionalidad relativa al rol del individuo en la familia y menor disfunción

cuando se ejerce el rol de padre/ madre o en las relaciones románticas.

De optar por el sistema dimensional, DSM permite asignarle un código oficial (301.89 -

Otro trastorno de la personalidad especificado).

El Modelo Dimensional de CIE-11

Si bien el Grupo de Trabajo del DSM-5 promovía la idea de un cambio de paradigma, la

inclusión de seis de los 10 TP categoriales dentro del esquema dimensional frustró a los más

entusiastas. Dicha inclusión, por ejemplo, hizo que John Livesley renunciara al proyecto

(Livesley, 2012) . La edición onceava de la CIE, por otra parte, sí podría pensarse

verdaderamente como un cambio de paradigma, ya que un solo síndrome categórico se ha

preservado y el modelo ha migrado en su totalidad hacia lo dimensional (Tyrer & Mulder,

2022). Tal como señala Jimenez-Benítez (2020), los importantes avances conceptuales del nuevo

modelo en conjunto con la masividad de ser el sistema diagnóstico oficial más usado en el

mundo, el cual supone la clasificación autorizada para los 194 países de la OMS, sienta las bases

de lo que solo el tiempo dirá si efectivamente prospera hacia un cambio de paradigma.

De manera similar al modelo híbrido DSM, la evaluación de los TP según la CIE-11

consta de tres fases: definir si la persona tiene o no un problema de personalidad, definir luego la

severidad del problema, y definir cualitativamente el dominio que mejor describe al paciente.

Con respecto al primer paso, se evalúa a) el grado y omnipresencia de los problemas de

funcionamiento del yo, b) el grado y omnipresencia de la disfunción interpersonal en distintos

contextos, c) la omnipresencia, severidad y cronicidad de las manifestaciones emocionales,


DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

25

cognitivas y conductuales de la alteración de la personalidad y d) la medida en la que estos

patrones están asociados con malestar o deterioro psicosocial (Reed et al., 2019).

Para la segunda fase, la CIE-11 plantea cinco niveles de severidad, siendo los dos

primeros no patológicos y los tres restantes correspondientes al diagnóstico de TP, a saber: no

evidencia problemas, dificultades de la personalidad, trastorno de la personalidad leve,

moderado, y severo, respectivamente. La idea de dificultades de la personalidad es interesante

puesto que permite al clínico indicar rasgos de personalidad salientes del paciente sin necesidad

de patologizar. Generalmente la gente que tiene dificultades de su personalidad, tiene problemas

más o menos sectorizados y sin grandes consecuencias para su vida privada. Los TP leves, en

cambio, tienen disfunciones más persistentes aunque integradas a su vida cotidiana, mientras que

los TP moderados y severos ya tienen problemas más importantes con riesgos concretos.

En cuanto a los rasgos propuestos, el modelo de la CIE-11 incluye los dominios de la

afectividad negativa, desapego, disocial (i.e,. antagonismo), desinhibición y anancastia. Como se

comentó previamente, la diferencia con el modelo del DSM-5 es la exclusión del psicoticismo

como rasgo de personalidad, y la inclusión del rasgo de anancastia, haciendo justicia a la

presencia histórica de este rasgo en la psiquiatría. Las personas anancásticas se caracterizan por

el sostenimiento de estándares perfeccionistas rígidos y el control de la conducta propia y del

otro para poder obtener esos estándares. Este patrón se caracteriza también por el establecimiento

de normas sobre lo que está bien y mal, atención a los detalles, rutinas, excesiva planificación,

restricción emocional, testarudez e inflexibilidad. Por otra parte, a diferencia del modelo de

DSM, en el modelo CIE-11 no hace falta una evaluación secundaria de los rasgos mediante

facetas.
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

26

A pesar de su revolucionario contenido, el modelo de CIE-11 también adolece de ciertos

residuos categoriales. A diferencia de la frustrante inclusión de seis TP del DSM-5, la CIE

incluyó uno solo, el llamado “Patrón Borderline”. A través de este especificador, el clínico puede

diagnosticar lisa y llanamente el trastorno límite de la personalidad, casi como si no existiera la

clasificación dimensional. El patrón se aplicaría en aquellas personas que demuestren una

disfunción caracterizada por inestabilidad en las relaciones personales, la autoimagen, y los

afectos, y además posean impulsividad en numerosas áreas de su vida. En numerosas

oportunidades, Peter Tyrer destacó que el nuevo modelo es una amalgama entre ciencia,

pragmatismo y política, y el patrón borderline es un fiel ejemplo de esto último (Tyrer et al.,

2019). De hecho, así como Livesley abandonó el Grupo de Trabajo del DSM-5 cuando se

incluyeron los TP categoriales, Tyrer se abstuvo de votar a favor de la inclusión del patrón

borderline en la CIE-11. Esta oposición no es caprichosa, no solo no hay estudios factoriales que

apoyen la categoría de trastorno límite si no que pareciera que los criterios del mismo describen

más síntomas que rasgos de la personalidad (Tyrer, et al. 2009). Otros autores, de hecho,

conceptualizan al trastorno como un factor general de personalidad relacionado con la severidad

(Sharp et al., 2016). Tyrer y Mulder (2022) explícitamente refieren a que la existencia de este

especificador se debe a un compromiso político y que se retuvo a pesar de su validez. “En

particular, clínicos especializados en el tratamiento del trastorno límite de la personalidad,

especialmente aquellos con sustanciales subsidios de investigación, apoyaron fuertemente la

retención del diagnóstico en su forma actual” (Tyrer & Mulder, 2022, p. 20).

Correspondencia entre Modelos

Si bien no existe una correspondencia exacta entre cada uno de los 10 viejos TP y los

cinco factores patológicos propuestos tanto por DSM-5 como por CIE-11, se han encontrado
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

27

relaciones dentro de lo esperado. A saber, para el cluster A, el paranoide se caracteriza por

correlaciones moderadas con afectividad negativa, desapego y disociabilidad (antagonismo),

mientras que el esquizoide y el esquizotípico solamente con desapego. Dentro del cluster B, el

antisocial se caracteriza por tener correlaciones moderadas con disociabilidad y desinhibición, lo

mismo que el límite, solo que a este último se le suma una correlación con afectividad negativa.

El mismo patrón se repite en el histriónico aunque con correlaciones menos fuertes. El narcisista,

por el contrario, correlaciona de forma elevada solo con disociabilidad. Por último, todos los TP

dentro del cluster C se correlacionan con afectividad negativa de forma moderada, tal como se

podía esperar, siendo el obsesivo el único que presenta niveles bajos de esta correlación y

además niveles altos de anancastia, tal como se evalúa con la CIE-11 (Bach et al., 2018).

En cuanto a la relación entre los cinco factores normales y los patológicos, también se

han encontrado las relaciones esperadas: neuroticismo tiene una correlación elevada con

afectividad negativa, extraversión tiene una correlación elevada negativa con desapego,

agradabilidad tiene una correlación moderada negativa con disociabilidad, responsabilidad tiene

una correlación elevada negativa con desinhibición y positiva moderada con anancastia. Apertura

a la experiencia, tal como se ha mostrado en otras investigaciones, no tiene su correlato dentro de

los cinco factores patológicos (Somma et al., 2020).

Finalmente, McCabe y Widiger (2020) evaluaron empíricamente la superposición entre

los modelos de DSM-5 y CIE-11 y concluyeron que los cuatro factores que tienen en común se

alinean de manera muy precisa, como era de esperar. A nivel clínico, esto significa que ambos

modelos pueden usarse casi de manera intercambiable. Siguiendo las recomendaciones de Bach

y colegas (2020), aquellos que decidan usar el modelo DSM, podrían incluir las escalas de

perfeccionismo rígido y perseveración de la PID-5 (Krueger et al., 2012; i.e., la escala oficial que
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

28

evalúa los rasgos para el DSM) para representar el dominio ausente de anancastia. Con respecto

a este último constructo, McCabe y Widiger advierten que la anancastia en rigor representa un

concepto único bipolar ya que resulta el extremo opuesto del factor de desinhibición, mientras

que el resto de los factores de la CIE-11 tienen una marcada estructura unipolar (siendo sus

polaridades opuestas los constructos del modelo de los cinco factores; e.g. extroversión y

desapego). De hecho, en términos del modelo de cinco factores, anancastia está asociada a una

elevada responsabilidad, mientras que inhibición a una baja responsabilidad (Mulder et al.,

2016).

Otros Sistemas Dimensionales

Si bien excede los objetivos expositivos del presente capítulo, es justo mencionar que los

sistemas dimensionales mencionados no son los únicos. En los últimos 15 años se han ido

desarrollando otros modelos dimensionales más ambiciosos, en términos de incluir no solo a las

dimensiones de la personalidad si no a toda la psicopatología general. De hecho, estos enfoques,

si bien se plantean tímidamente como sistemas clasificatorios para poder investigar, tienen la

aspiración de convertirse en nuevas formas radicales de pensar la psicopatología y, por ende, la

salud mental. No son los únicos, pero se pueden mencionar el Sistema de Taxonomía Jerárquica

en Psicopatología (HiTOP en sus siglas en inglés; Kotov et al., 2021), los Criterios de Dominio

de Investigación (RDoC; Insel et al, 2010), el enfoque de redes (Bringmann et al., 2022), y el

modelo descriptivo de síntomas (Wilshire et al., 2021). En conjunto, estos modelos representan

una mejoría con respecto al modelo médico categorial del DSM-III. No obstante, no están

exentos de críticas y precauciones en su interpretación. Por ejemplo, la RDoC ha recibido críticas

por su tendencia al reduccionismo biológico, más allá de que la replicabilidad, confiabilidad y

validez de los estudios de neuroimágenes ha sido duramente cuestionada (Lilienfeld, 2014;


DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

29

Poldrack et al., 2017). Por otra parte, en el enfoque de redes uno de los problemas es la falta de

principios que guían las elecciones de nodos en la red en conjunto con la falta de estudios

longitudinales que puedan confirmar causalidad en redes(Fried, 2020; Ward & Fischer, 2019). El

modelo HiiTOP también ha recibido críticas importantes (i.e., dependencia en análisis factoriales

simplistas; Haeffel et al., 2022).

Críticas al Modelo Dimensional

Dado que el modelo híbrido del DSM-5 ha cumplido una década desde su inclusión, y

que el modelo de CIE-11 se oficializó recipen en enero de 2022, es natural que la mayoría de las

críticas estén basadas en el primero de ellos. Wright y Ringwald (2022) señalan que el aspecto

más controversial del modelo dimensional del DSM es el extraño matrimonio entre el Criterio A,

con raíces psicodinámicas, y el Criterio B, con raíces en la investigación cuantitativa en

personalidad. Una vez más, modelo médico y modelo psicológico no terminan armonizando

entre sí y básicamente las críticas al sistema dimensional se dirimen entre la pertinencia o no de

estos criterios dentro de una clasificación empírica de la personalidad. Widiger y Hines (2022),

por ejemplo, sostienen que resulta difícil defender una mejor capacidad discriminativa de los

rasgos por sobre los TP categoriales. Según estos autores, la razón fundamental de este problema

es la inclusión del criterio A, que contribuye a que el modelo no discrimine demasiado bien entre

trastornos ya que hay un elemento en común que figura en la definición de cada uno de ellos. A

nivel de validez de constructo, los cuatro componentes de los niveles de personalidad "parecen"

distintos pero las investigaciones transmiten un resultado mucho más pesimista: al parecer no

tienen mucha capacidad de discriminar entre sí (McCabe et al., 2021; Sleep et al., 2019). Por otra

parte, la centralidad del Criterio A se ha puesto también en discusión. Si bien para algunos

autores (e.g., Hopwood, 2018) el tratamiento no tiene sentido si no hay una disfunción en los
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

30

niveles de la personalidad, existen diagnósticos para los cuales los niveles se correlacionan muy

poco con ellos. Por ejemplo el trastorno obsesivo de la personalidad apenas se correlaciona con

los niveles propuestos por el criterio A, mientras que en el trastorno límite la correlación es

elevada (Few et al,. 2013). Sleep y Lynam (2022) sugieren directamente usar solo el Criterio B

para evaluar la severidad de la personalidad y abandonar al Criterio A dadas sus pobres

capacidades psicométricas. Morey y colegas (2022), por su parte, proponen una visión más

moderada al sugerir que el Criterio A podría seguir siendo útil si se pudiera remover la varianza

que tiene compartida con el Criterio B. En este sentido, Zimmerman (2022), propone redefinir la

estructura y medición del Criterio A en términos de “capacidades” (i.e., cuán bien se ejecutan

ciertas conductas cuando son motivadas por el contexto). Para este autor, la relación entre

Criterio A y Criterio B, es que los rasgos disfuncionales se expresarán con mayor probabilidad

como consecuencia de una dificultad en sus capacidades (e.g., una persona tendrá mayor

tendencia a ser insensible por su falta de capacidad para ser empática).

Con respecto al Criterio B, la mayoría de las críticas actuales apunta a un refinamiento de

sus facetas, a poner a prueba el modelo en población infantil, y al desarrollo de medidas

complementarias alternativas más allá de las escalas oficiales (Clark & Watson, 2022). Con

respecto a la utilidad clínica, a pesar de que los clínicos puntuaron como mejor el modelo

alternativo, aún una década después no existen tratamientos empíricamente validados para la

mayoría de los componentes del modelo (en rigor sólo hay material para afectividad negativa).

Huelga decir que éste no es un problema nuevo y que la APA aún sigue debiéndole a la sociedad

tratamientos con apoyo empírico para los TP: sólo existe un tratamiento validado (para trastorno

límite; APA, 2001).


DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

31

Evaluación de los TP

Existen innumerables opciones para medir la personalidad y la personalidad patológica

en particular. Esta abundancia de instrumentos puede hacerle al clínico muy difícil y tortuosa la

tarea de seleccionar sus herramientas de trabajo. En este sentido, y fundamentalmente

basándonos en nuestro trabajo clínico, podemos recomendar evaluar los TP desde una

perspectiva pragmática. Dentro de dicha perspectiva, haremos uso conjunto de preguntas

clínicas, entrevistas clínicas estructuradas, así como también de la medición de los distintos

rasgos y niveles de severidad a través de instrumentos psicométricos validados para nuestro

medio.

Tyrer y Mulder (2022) proponen realizar seis preguntas para abordar la primera fase de

evaluación del modelo dimensional de la CIE-11. Independientemente de que se elija este

modelo para evaluar TP o no, estas preguntas sirven para orientar el diagnóstico de TP ya sea

desde una perspectiva categorial o dimensional y por eso recomendamos su uso:

1 - ¿Existe alguna evidencia de dificultad interpersonal? Con esta pregunta se busca

encontrar patrones interpersonales problemáticos (e.g., si la persona reconoce dificultades para

tratar a integrantes de su familia o compañeros en el trabajo). Ante una potencial respuesta

afirmativa, la pregunta de seguimiento sería si es un problema con una persona en particular o se

extiende a otras. De esta manera, estaríamos discriminando un patrón interpersonal problemático

de un problema puntual de relación con alguien.

2 - ¿Esa disfunción es persistente? Con esta pregunta, se busca observar si el patrón de

dificultades interpersonales se sostiene en el tiempo. Una manera de dar cuenta de esta

persistencia o impregnación del fenómeno es saber si un mismo problema se repite a lo largo del

tiempo con distintos actores.


DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

32

3 - ¿Esa disfunción solo se observa en algunas situaciones? Acá interesa saber lugares y

situaciones en donde se activan estos patrones. Una pregunta de seguimiento podría ser si nota

que otras personas se dan cuenta de estas disfunciones.

4 - ¿Tiene la persona la capacidad de asumir correctamente otros roles sociales? Acá se

busca determinar si el rol actual es acorde a su educación o entrenamiento previo. Se le puede

preguntar al paciente si considera que está funcionando en un nivel adecuado para él mismo.

5 - ¿Existe riesgo de daño para sí mismo o terceros? Acá interesa evaluar el riesgo

presente pero también si ha habido una historia de riesgo para sí mismo o los demás en el

pasado. Interesan saber las circunstancias de estos eventos y su frecuencia.

6 - ¿Existen otros problemas mentales? Con esta pregunta se intenta indagar acerca de si

existen otros problemas comórbidos, y si el paciente es consciente de ellos.

Por otra parte, a la hora de elegir una entrevista estructurada, elegimos la versión española de la

Entrevista Clínica Estructurada para los Trastornos de la Personalidad del DSM-IV (SCID-II en

sus siglas en inglés; First et al., 1999). La SCID-II tiene la particularidad de tener un doble

formato, puede utilizarse tanto en su forma autoadministrable como en su forma de entrevista

estructurada. La primera forma contiene 119 preguntas para contestar por sí o por no. Estas

preguntas abarcan todos los criterios diagnósticos de los diez TP del sistema categorial, más la

adición del trastorno de la personalidad depresivo y el trastorno de la personalidad pasivo-

agresivo. Dado que es autoadministrable, puede ser una herramienta que nos ahorre tiempo para

la segunda parte, la entrevista en sí misma. En ella, la SCID-2 contiene preguntas detalladas

sobre los criterios, da ejemplos de posibles contestaciones y repreguntas posibles de ser

pertinentes. Aquí el clínico se puede valer de lo que contestó previamente el paciente y/o confiar

en su propia impresión clínica. El clínico va tomando decisiones sobre si los criterios están
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

33

presentes, ausentes, o son subclínicos, y luego el conteo de los criterios permite hacer un

diagnóstico de TP o bien señalar la presencia de “rasgos” de la personalidad problemáticos pero

que no conllevan trastorno, la variante antigua de lo que hoy se llama “dificultades de la

personalidad” en la CIE-11. La duración de la entrevista depende en gran parte de lo que el

paciente conteste como afirmativo y cómo se expida luego ante cada pregunta o repregunta, pero

tiende a oscilar entre 45 y 90 minutos, por lo que resulta ideal para la evaluación en entornos

clínicos. Si bien la SCID-II está validada en algunos países, en Argentina utilizamos la versión

española, por lo que evaluador tiene que estar atento a no reproducir giros idiomáticos

inadecuados o impropios de nuestro uso del lenguaje castellano.

Con respecto al uso de instrumentos psicométricos, el panorama es un poco más complejo ya que

existen medidas oficiales para evaluar los distintos modelos dimensionales, que son las que

tendríamos que recurrir de antemano. La evaluación oficial del modelo alternativo del DSM-5 se

da a través del Inventario de Personalidad para el DSM–5 (PID-5 en sus siglas en inglés; Krueger

et al., 2012), que posee 220 ítems que capturan los cinco rasgos propuestos por el modelo y sus

correspondientes facetas. Existe una versión breve del PID-5 de 25 ítems que, afortunadamente,

disponemos validado en Argentina por dos equipos de investigación distintos (Góngora & Castro

Solano, 2017; Sánchez et al., 2020). En cuanto a los niveles de funcionamiento de la

personalidad, la escala oficial está incluida en el DSM-5 (APA, 2013, p. 775) y también existe

tanto una versión autoadministrable, una versión breve autoadministrables, y una versión breve

autoadministrable 2.0 que corrige errores previos (LPFS; Morey, 2017; LPFS-SF; Hustebaut et

al.,2016; Weekers et al., 2019). Existe una versión argentina de la LPFS-SF 2.0 (Schetsche,

2021). Dado que esta escala presenta algunas cuestiones psicométricas que implican que aún

necesita una mayor revisión, algunos clínicos han optado por utilizar la DSM–5 Levels of
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

34

Personality Functioning Questionnaire (DLOPFQ; Huprich et al., 2018); dicho cuestionario

también tiene su versión reducida (Siefert et al., 2019). Actualmente, nuestro equipo de trabajo

está validando este último instrumento en población local clínica y no clínica.

En cuanto a la CIE-11, también tiene su medida oficial para sus rasgos de personalidad

patológicos, la Personality Inventory for ICD-11 (PiCD; Oltmanns & Widiger, 2018) y su

evaluación de la severidad de los TP, la Standardized Assessment of Severity of Personality

Disorder (SASPD; Olajide et al., 2018), así como también una escala para medir el

especificador, la Borderline Pattern Specifier (BPS; Oltmanns & Widiger, 2019). No tenemos

conocimiento de versiones locales de ninguno de estos tres instrumentos, pero posiblemente

estén en camino, ya que actualmente contamos con una versión en español al menos de las dos

primeras escalas (Gutierrez et al., 2021).

Por último, con respecto a los rasgos patológicos, algunos autores se interesaron en

simplificar ambos modelos a través de una sola medida que pudiera servir de manera indistinta.

Kerber y colegas (2019) desarrollaron la PID5BF+ (sigla que engloba la PID breve más

modificaciones que le permiten usar el sistema CIE-11). Bach y colegas (2019) actualizaron

dicha escala para que tenga una mejor alineación con el rasgo de anancastia y, actualmente, es la

versión final de la misma. Nuestro equipo está validando también esta escala en población

clínica y no clínica.

Como puede notarse, es fácil perderse con los distintos instrumentos de evaluación,

inclusive solo si recurrimos a los “oficiales”. Así y todo, muchos autores recomiendan no

quedarse con las escalas canónicas sino complementarlas con otros instrumentos que también

evalúen personalidad patológica. En este sentido, el excelente capítulo de Liporace (2015) puede

facilitarle opciones al lector sobre instrumentos de evaluación de TP validados en Argentina. En


DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

35

síntesis, en pos de una visión pragmática, recomendamos tener en cuenta las preguntas de cribaje

de Tyrer y Mulder (2022) en conjunto con las preguntas de la SCID-II (First et al., 1999) si se

opta por el sistema categorial. Si se elige, en cambio, el sistema dimensional, sugerimos priorizar

dos características: brevedad y validez. En este sentido, recomendamos usar escalas que estén

validadas en el contexto local y, cuando sea posible, remitirse a sus versiones cortas o reducidas.

Conclusiones

A lo largo del presente capítulo hemos contemplado pasado, presente y futuro de los

trastornos de la personalidad y las complejidades de su conceptualización y evaluación. Como

podrá notar el lector, en muy pocas patologías la nomenclatura ha tenido tantos desafíos como

para el diagnóstico de la personalidad patológica. El modelo médico y el modelo psicológico

finalmente conviven bajo el modesto hogar del modelo dimensional, no sin ciertas desavenencias

conyugales. Los aspectos intra e interpersonales que hacen que la personalidad sea más (o

menos) disfuncional, en conjunto con una estudiada selección de características psicológicas

estables en forma de rasgos componen la manera en que hoy vemos, estudiamos, y entendemos

los TP. Como reza en el título de nuestro capítulo, no es para todos diagnosticar la personalidad.

Requiere estudio, paciencia, y serenidad ante los cambios. Sabemos que hay gente que prefiere

dejar de lado la evaluación de la personalidad en detrimento de patologías más “accesibles” en

cuanto a su evaluación y tratamiento. No podríamos culparlos, pero sí podríamos advertirles que

su práctica clínica puede verse notoriamente empobrecida si se evita el esfuerzo de diagnosticar

la personalidad.

Como palabras finales, un consejo y una expresión de deseo. Siguiendo a Kendler y

Zachar (2008), necesitamos prestarle atención a aquellas entidades clínicas que sobreviven en el

tiempo. Aquellas entidades que tienen baja condicionalidad (i.e., su existencia depende poco de
DIAGNÓSTICO Y PERSONALIDAD

36

las modas) y alta invariabilidad explicativa (i.e., sus generalizaciones se pueden aplicar en la

mayoría de los casos en la mayoría de las situaciones) son posiblemente las que nos interese

tener en cuenta. Observamos en este capítulo una estructura tetrafactorial de la personalidad

patológica que, en principio, cumpliría con estas premisas. Pareciera que hay gente que es

sensible a experimentar emociones negativas, que hay gente que prefiere refugiarse en sí misma

e interactuar lo menos posible, que hay gente que es ordenada, calculadora, perfeccionista al

extremo, y que hay gente que no tiene problemas de vivir al margen de la ley o, eventualmente,

crear las leyes mismas en su beneficio. Deberíamos ver hasta qué punto, en futuras iteraciones de

los manuales de diagnóstico, estas personas con sus respectivas maneras de ser continúan

retratadas más o menos de la misma manera. En última instancia, tal como opina Livesley

(2022), el modelo actual posee componentes que seguramente serán necesarios para futuras

clasificaciones. Estamos recién en el inicio de un sistema científico de clasificación. Bienvenidos

a los que se atrevan, pues, a este maravilloso viaje.


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