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DESEOS PELIGROSOS

Un libro de
T. N. HAWKE

VAMPIROS PELIGROSOS

LIBRO 1
@del libro Marta Guinart Tamarit.
Publicado a través de Amazon. Primera edición año 2023.
Todos los derechos reservados.

@de la portada Marta Guinart Tamarit. Diseño realizado por


@portadashawke

Corregido por Virginia de Novoa. @trotalibros.vdn


Por favor, respeta los derechos de autor y a los autores y lee
este relato a través de Amazon o Kindle Unlimited para que
pueda seguir escribiendo. Las páginas de descarga ilegal son
un sablazo para los pequeños autores como yo. Gracias por tu
comprensión.
ÍNDICE

ÍNDICE

Dedicatoria

Sinopsis
Playlist de la saga
Capítulo 1

Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5

Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8

Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19

Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26

Capítulo 27
Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30
Capítulo 31

Capítulo 32
Capítulo 33

Capítulo 34
Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37
Capítulo 38

Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41

Capítulo 42
Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45
Capítulo 46

Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 49
Capítulo 50

Sobre la autora
Dedicatoria

Para Cinthia, Pili, Olga, Flora, Mary C., Teresa, Saray, Flavia,
Raquel, Julia, Rosanna, Virginia, y todos mis lectores.
Con todo mi cariño.

Muchas gracias por leerme y por vuestras bellísimas palabras,


que siempre me alegran el día y son un recuerdo que se
quedarán conmigo para siempre.
Un abrazo muy grande.
Marta (T. N. Hawke).
Sinopsis

Reno es un vampiro purasangre… y la Mano Oscura del


Concilio de vampiros más poderoso de la ciudad. El que se
encarga de dar caza y eliminar a sus enemigos más peligrosos.
Rocío es una mujer humana que está pasando por un mal
divorcio… y la vidraz de Reno. Una mujer descendiente de un
linaje perdido de brujas cuya sangre tienta a los vampiros más
que ninguna otra.
Pero eso ella no lo sabe.

Cuando una noche Rocío decida soltarse el pelo y atreverse a


ir al Inferno, el club nocturno más VIP de la ciudad, ambos
cruzarán caminos.
Y sus destinos quedarán sellados para siempre tras una noche
de intensa pasión.
Libro escrito en primera persona alternando puntos de
vista.
En este libro encontrarás: mafias vampíricas, clubes
nocturnos, guerras territoriales, demonios, humanos, magia
oscura, raptos, escenas muy picantes, machos dominantes y
protagonistas empoderadas que aprenden a salvarse a sí
mismas en un mundo repleto de peligros.
Este libro participa en el #premioliterario2023
Playlist de la saga
En esta playlist encontrarás la ambientación perfecta
para la serie Vampiros peligrosos. La autora irá añadiendo
nuevas canciones a la playlist conforme avance la trama.

Nota: si la buscas en Youtube, la música suena diez mil


veces mejor si es slowed&reverb como en el link del código.

Escapism – raye, 070 shake


Fetish – Selena Gomez
Daddy – Sakima ft YLXR
The hills x the color violet x creepin

Neffex - Seeing all red


The Weeknd x Kendrick Lamar – Pray for me
James Young - Infinity

Odetari - Good loyal thots


Natalie jane - I’m her
Magdalena Bay - Killshot
V3cna & Trias - Shakedown
Hidden citizens - bad side

Misfit - Earthquake
Cloudy June – Devil is a woman
Apashe ft. raga - gasoline
Tia Tia - Nightshift
Cryjaxx ft. i.b.him
Jake Daniels – God
Aaryan Shah - Half remembered dream
Kim Petras - They wanna fuck

Kat Leon - Stone cold killer


Six o five & e.p.о - Mercy
Slowboy & Lucaf - Silent night
Bad Omens - The death of peace of mind
Saygrace ft. G-Eazy - You don’t own me
Maruv - Siren Song
The Weeknd – Die for you

Isabel LaRosa – I’m yours

Código QR
Capítulo 1

—Sé exactamente qué clase de garito es este —le digo al


portero, tensa como una vara de hierro y aparentando estar
segura de mí misma y lo que hago, pero tan nerviosa por
dentro como si estuviese hecha de gelatina. Una que además
está a punto de colapsar—. No necesito que me lo digas.
Y menos en ese tono, añade mi cerebro con inquina.

—Tranquila —sisea el hombre, dejando ver sus largos


colmillos en una sonrisa algo socarrona—. Solo quería
asegurarme, señora. Este no es un club… mundano.
Me muerdo la lengua para no soltarle que lo de
«señora» se lo puede meter por donde el sol no llega. Y lo de
llamarme mundana de manera no tan sutil también.
Ya me lo han dicho demasiadas veces y estoy harta de
ello.

Por eso estoy aquí. Porque yo también tengo fantasías y


quiero emoción y acción en mi vida. Y si no me las doy yo
misma, ¿quién diablos va a hacerlo por mí?
—Soy muy consciente de ello. ¿Puedo pasar o no? —
Cuadro los hombros y alzo la barbilla intentando que no me
tiemblen las rodillas, pero sabiendo que posiblemente él puede
oler mi nerviosismo igualmente.

Maldito olfato paranormal.


¿Qué mierda estás haciendo aquí? Madre mía, Rocío,
¿en qué estás pensando? Vuelve a casa ahora mismo. Esto es
una estupidez, me grita mi cerebro, pero hago caso omiso de él
y de ese sentido común que me ha mantenido atada a lo
«apropiado» y aburrida como una ostra durante demasiados
años, como llevo haciéndolo desde hace unos días. Desde que
tomé la decisión de venir a uno de los muchos clubes
vampíricos que surgieron por toda la ciudad en los años
cincuenta, durante la época en la que tener sexo con un
paranormal empezó a popularizarse (y a ser un negocio
rentable).
El portero, un guapo mastodonte de pelo negro y corto
que no aparenta tener más que unos veintipocos años, pero que
bien podría tener tres mil debido a la inusual longevidad de su
especie, se hace a un lado con una leve reverencia burlona que
no aprecio para nada, pero al menos me deja pasar.
—Gracias —le digo en un tono de voz que me sale más
agudo y altivo de lo que pretendía, y subo las escaleras
cubiertas por una moqueta de color rojo oscuro reajustándome
de manera ansiosa la minifalda, que se me sube cada dos por
tres porque es de hace unos años y desde que me la puse por
última vez he engordado un par de kilos.

Me tambaleo ligeramente sobre unos tacones de aguja


demasiado altos y el segurata, dejando escapar un resoplido de
risa, me coge del brazo y me endereza antes de que me caiga
de bruces frente a él.

No se me escapa lo asombrosamente fuerte que parece.


Y no solo por los abultados bíceps que tiene el hombre. Su
agarre es tan firme como el hierro y su piel está ligeramente
fría al tacto cuando hace contacto con la mía.
—Gracias —repito, esta vez en un tono mucho menos
indignado que antes, sintiendo que mi piel se está ruborizando
y que posiblemente voy a morirme de la vergüenza.

Varias personas que hacen cola tras de mí para tener la


posibilidad de entrar en el club se echan a reír de manera
maliciosa.

—No hay de qué, seño… rita —se corrige el vampiro


con una sonrisa de medio lado, ignorando a nuestro público
como si fueran moscas irritantes pero irrelevantes.
Y luego hace algo que me deja un poco descolocada.

Antes de soltarme y dar un paso atrás, el enorme


segurata tatuado se inclina ligeramente sobre mí y me olisquea
el cuello y la mejilla, dejando salir un quedo ronroneo que no
es humano ni por asomo muy cerca de mi oído.
Mi cuerpo se caldea y mi sexo palpita al oírlo como si
fuera una especie de canto de sirena que sirve para poner
cachondas a las mujeres.
Mi rubor se hace todavía más intenso cuando las
mismas personas que antes se reían ahora vitorean el gesto
inusualmente íntimo del hombre, que ha sido tan evidente
como un amanecer.
—Perdone usted —se apresura a decirme el portero del
club, soltando mi brazo una vez estoy estable sobre mis pies
—. No era mi intención ser grosero. Su olor es… agradable.
Tengo la sensación de que ha querido decir otra cosa,
pero se la ha callado por respeto.

Algo guarro, posiblemente, si la manera en que su


presencia súbitamente parece envolver la mía antes de apartar
su aura de mí como ha apartado su cuerpo es indicación de
ello.

Por si los colmillos no lo hubieran dejado claro antes de


este momento, ese sonido ha terminado de convencerme de
que estoy ante un vampiro de carne y hueso.
Me aclaro la garganta y trato de ignorar yo también a la
gente que hace cola, que por primera vez en las dos horas que
llevo esperando entre ellos parece más interesada en lo que
pasa frente a sus ojos que en las pantallas de sus móviles.

—No… Ah. —Me relamo los labios y me obligo a


centrarme, decidiendo que ya he hecho la tonta lo suficiente
como para durarme la noche entera (o toda la vida que me
quede por vivir)—. No hay problema… señor.

Él suelta una carcajada cuando escucha la última


palabra, dicha con algo de retintín por lo de antes.

A pesar de lo intimidante que es, de repente parece


mucho más amigable. Y también mucho más guapo. Aunque
la verdad es que guapo es con o sin sonrisa. Y a rabiar. Si no
fuera porque los armarios musculosos, tatuados y con
piercings no son mi tipo, no habría podido apartar la mirada de
él.

Y aun así me cuesta no notar su belleza ahora que ya no


me asusta tanto como antes con su aura de «mala leche que te
cagas» y su mirada todavía más oscura, que parecía querer
devorarte hasta el alma misma si le dabas motivos para ello.

—Pase usted, señorita… —pausa sus palabras y me


observa como si esperara un nombre, así que me planteo si
hacerlo o en vez de eso decantarme por la idea que he tenido
hace unas horas, cuando planeaba esta escapada, y soltarle uno
falso que suene exótico y sensual (lo que ahora mismo me
hace sentir algo ridícula, porque no es lo mismo pensarlo que
hacerlo realmente).

No me ha pedido el DNI porque evidentemente soy una


humana que pasa bastante de la mayoría de edad a mis más de
treinta años, así que no sabe nada sobre mí más allá de lo que
yo le confiese.

Lo que me hace sentir tranquila.


Podría mentirle y, aunque él lo oliera (se dice que los
vampiros son capaces de saber quién no les dice la verdad solo
con el olfato), legalmente no podría obligarme a que le diese
mis datos una vez ha determinado que soy apta para acceder al
club.
Así es como funcionan estos sitios, donde la privacidad
y la seguridad del cliente lo son todo.

—Soy… Eh…

Piensa. Piensa. Piensa, Rocío… ¿Déborah? No.


¿Carinna? Tampoco… De repente las opciones en las que
había pensado antes no me parecen muy buenas.

Él alza una ceja oscura como la noche, impaciente, y la


gente de atrás se empieza a quejar de que estamos haciéndoles
perder el tiempo.

—¡Si vais a follar idos a un puto hotel, joder! ¡Llevo


esperando tres malditas horas en esta condenada cola! —grita
una chica humana de unos veintipocos a pleno pulmón.

Muchos se apresuran a expresar su acuerdo con la


declaración de la chica con palabras incluso menos educadas
que esas.

Y entonces el vampiro se tensa y se gira hacia ellos,


dirigiéndoles una sonrisa nada amigable que deja ver la
totalidad de sus inmensos colmillos alargados bajo la luz de
los halógenos que adornan el techo y la fachada del local.

A pesar de los opacos cristales oscuros de sus gafas de


sol, sus ojos relucen de manera visible como ascuas rojas,
terroríficos y demoníacos.

—Largaos. No permitiré más entradas esta noche. —Su


voz ni siquiera se eleva, pero hace que todos los presentes,
seamos de la especie que seamos, nos estremezcamos y nos
quedemos helados hasta los huesos.

La masa de gente se paraliza… e instantes después se


dispersa como si la persiguiera el mismísimo diablo, que es
exactamente lo que el anteriormente amigable vampiro parece
en estos instantes: como si fuera la jodida encarnación de
Satán.

—¿Todo bien, señorita…? —Se gira hacia mí de nuevo,


perdiendo esa aura oscura que de repente ha hecho que hasta
los pájaros nocturnos que se han pasado la noche cacareando
en el parque de enfrente se callen.
Todo está sumido en un silencio sepulcral.

—Rocío —le revelo en voz queda cuando vuelve a


insistir en que quiere saber mi nombre.
No me atrevo a mentirle. Mi yo mucho más valiente de
hace unos minutos se ha escondido y ha dejado paso al instinto
de supervivencia… y a una yo cachonda que insiste en
notificarme lo caliente que me ha puesto esa voz grave, ronca
y diabólica, cuando ha retumbado en cada recoveco de la plaza
en la que está situada la entrada al club.
Y también en la sangre de mis propias venas.

Me quedo quieta porque mi cuerpo no reacciona. Ya no


siento que tenga control sobre mis músculos.
—Rocío… —murmura el vampiro de manera
complacida, como si supiera que no le he mentido y ello le
agradara sobremanera.
Lo veo mover ligeramente la cabeza hacia abajo para
compensar la enorme diferencia de altura que hay entre
ambos. Apenas le llego a la altura del esternón, y eso que soy
de estatura media.

Si no fuera por sus gafas de sol, creo que me estaría


mirando el cuello con bastante interés.
Cuando arqueo la cabeza para devolverle la mirada,
noto que no deja de respirar de manera extraña, con profundas
bocanadas que mueven sus fosas nasales de manera visible.
Como un depredador que ha olido a una presa, me
susurra mi mente, pero descarto ese pensamiento porque esto
ya no es como hace cien años.
Hoy en día los humanos y los paranormales,
especialmente los vampiros, convivimos en relativa paz, y es
más común oír en las noticias que uno de los nuestros ha
matado a otro ser humano que el que un vampiro u otro
paranormal hayan hecho algo similar.

—Ajá. Sí. Ese es mi nombre —me oigo decir de


manera apresurada y ansiosa—. Rocío. Con acento. Lo digo
porque mucha gente no lo pone…
Dios mío, Rocío, cállate, me ordena mi cerebro.
Cierro la boca de manera casi audible y me encuentro a
mí misma fascinada por la queda risa ronca que sale de sus
labios, repentinamente fascinantes.
—Y, dime, Rocío con acento, ¿a qué vienes esta noche
al club? ¿A beber? ¿A bailar? —su sonrisa se amplía con
socarronería—. ¿O quizá a follar?
Dice «follar» con un ronroneo sardónico y algo burlón
que destila sensualidad e interés.

Abro y cierro la boca varias veces como si fuera un pez


y mi rubor vuelve a hacer su aparición estelar como estrella de
la noche.

—…
Las palabras no me salen aunque lo intente.
—Aah… —Sonríe él con hambre y satisfacción—. Lo
último, ¿verdad?
Asiento porque todavía soy incapaz de hablar.

Porque no puedo controlar las sensaciones, los calores


y los estremecimientos que recorren mi cuerpo desde que él se
me ha acercado. Y no sé si eso es propio de estar junto a un
vampiro que está evidentemente interesado en mí de alguna
forma o no, pero lo que sí sé es que nunca había sentido una
atracción sexual tan potente como esta por nadie, ya fuera un
conocido o un total extraño como lo es él.

El segurata, cuyo nombre me doy cuenta de que sigo


sin saber, alarga una mano y me indica la puerta con un
ademán, y esta se abre como por arte de magia dejando ver
una antesala de paredes negras y doradas en la que la música
retumba a toda pastilla.

—Adelante, Rocío. Disfruta de tu noche en el Inferno.


Mis pies me llevan hacia adentro sin que mi lengua sea
capaz de reaccionar todavía, pero mis ojos lo siguen por
encima de mi hombro incluso cuando las puertas se cierran
tras de mí.
Y noto que los suyos no se apartan de mi culo en
cuanto le doy la espalda.
Capítulo 2

El club Inferno está a rebosar.

Es lo primero que noto cuando entro por el arco de


mármol negro que da a la zona de la barra, situada a metro y
medio de altura sobre la pista de baile, a la que se accede a
través de unas escaleras cubiertas de una moqueta del mismo
color que la de la entrada.

Meterme de lleno en la pista de baile me intimida un


poco, y además el corazón todavía me palpita en el pecho
después de mi encuentro con ese vampiro de aura, físico y voz
imponentes, así que me dirijo con pasos inseguros hacia la
barra maldiciendo mi elección de zapatos y deseando haberme
decantado por unos más cómodos, porque no creo que aguante
con estos puestos toda la maldita noche.
Alguien, sin embargo, me agarra del brazo y me detiene
antes de poder buscar un hueco libre donde sentarme en la
atestada barra o en los sillones que hay junto a la barandilla de
cristal que separa la zona de la pista de baile.
—¿Es usted Rocío?
—Sí —respondo cuando parece que el corazón ya no se
me va a salir del pecho del susto.
El hombre, que debe medir al menos dos metros de
altura, suelta un gruñido bajo de satisfacción y asiente para sí
mismo.
—Sígame —me ordena sin más, soltándome del brazo
y echando a andar como si esperase que yo realmente lo
siguiera.
Cosa que hago, llamándome tonta por dejarme guiar
por la curiosidad y por el hecho de que este hombre, como el
de la entrada, es evidentemente otro vampiro.
Y yo no quiero ver a más vampiros cabreados en mi
vida.
—Disculpe… —le llamo, jadeante y haciendo muecas
de dolor mientras subimos por unas escaleras cubiertas de más
moqueta roja situadas en un rincón de la sala en el que no me
había fijado antes—. ¿A dónde vamos?
Él me mira por encima de su anchísimo hombro y yo
me pregunto si es que todos los vampiros miden dos metros de
altura, son musculosos y les gusta intimidar a la gente con sus
miradas silenciosas pero intensas a través de unas gafas de sol
que tienen pinta de ser muy caras.

Si es así, la madre naturaleza realmente los ha hecho la


especie depredadora top tanto en apariencia física como en
poder.

Menos mal que los humanos nos reproducimos mucho


más rápido que ellos, o no habríamos sobrevivido en un
mundo como este.

—Vamos a la zona VIP —me dice él, sorprendiéndome


una vez más cuando no le hace falta ni siquiera elevar la voz
para hacerse oír por encima de la algarabía.

Una voz grave, ronca y profundamente masculina debe


de ser otra de las características de los vampiros, cavilo yo
para mí misma.
—Pero yo no he pagado por la zona VIP —replico,
nerviosa de que vayan a intentar cobrarme un pastizal que no
tengo.

Solo comprar la entrada online que he tenido que


enseñarle al segurata buenorro de la puerta me ha costado un
ojo de la cara y un pellizco de la herencia que me dejó mamá.
Y eso que adquirirla ni siquiera te asegura que te dejen entrar,
como les ha pasado a los que iban tras de mí en la cola, a los
que le tocará volver otro día y probar suerte.
Es como comprar un ticket para la lotería.

Esta gente debe hacerse de oro a costa de todos


aquellos que sueñan con codearse con la élite de la ciudad en
este lugar.

—No le hace falta —me responde él justo cuando


llegamos a un rellano hecho de mármol negro con vetas
doradas que tiene aspecto de ser mucho más lujoso que el de
vetas blancas con apliques dorados de abajo—. Reno ha
decidido que pertenece usted a la VIP. Y lo que decide Reno,
se cumple.

Lo miro como si le hubieran salido dos cabezas de


golpe. O como si me hubieran salido a mí.

Estoy más confusa que una perdiz hasta que caigo en la


cuenta de que Reno debe de ser el nombre del vampiro
segurata de la entrada.

—Vaya —respondo, sorprendida y sintiéndome


halagada. Quizá es su manera de pagarme el drama de mi
llegada o algo así. Y yo a caballo regalado no le miro los
dientes—. Pues muchas gracias a ambos.
El vampiro cabecea como respuesta y me indica que lo
siga de nuevo.

Mucho más tranquila ahora que sé que no me estoy


dejando raptar como un borreguillo por una mafia de vampiros
o algo parecido, camino tras él hasta que llegamos a un área
que bien podría competir con un hotel de siete estrellas por el
lujo que destila y entramos en un cubículo de paredes de
cristal cubiertas con larguísimas cortinas de terciopelo negro
para dar cierta privacidad a los usuarios.

Oigo varias risas a través de las cortinas cerradas de los


cubículos ya ocupados que hay a ambos lados del mío, pero no
les presto mucha atención porque estoy demasiado embelesada
contemplando todo lo que me rodea.
Me fijo en la decoración, que me hace sentir como si
realmente estuviera en un carísimo hotel íntegramente
dedicado al sexo y a la decadencia: sillones de madera de
caoba tapizados de terciopelo rojo granate, mesas de madera
talladas a juego, un mueble bar de metal dorado, una cama
enorme (comprensible, dado lo que suele suceder en este club)
apoyada contra la única pared que no está hecha de cristal del
cubículo, y las vistas a la zona de la planta baja del club más
impresionantes de todas frente a mí.

Desde aquí puedo verlo todo: a la gente bailando,


emborrachándose, enrollándose, e incluso drogándose en
algún rincón del club o bebiendo sangre de los mortales que se
suben a horcajadas a sus regazos o que les ofrecen sus cuellos
libremente cuando pasan por su lado.

No es difícil deducir que esos últimos son los vampiros


y los humanos, los que vienen aquí esta noche a buscar lo
mismo que yo: diversión peligrosa.

—Esto es impresionante —murmuro, sintiendo una


oleada de trepidación en mis venas.

No puedo creerme que realmente lo haya hecho. Que


me haya atrevido a venir esta noche al infame Inferno. Casi
me siento como si estuviese cumpliendo esos sueños de
adolescente en los que era una peligrosa vampiresa que vivía
la vida a tope.

—Mmm. Sí, lo es —replica el vampiro, observando a


su alrededor como si comprobase que todo está en orden en mi
cubículo antes de cabecear de nuevo con aprobación—.
Quédese aquí. Le enviaré algo de beber y a un par de chicos
para que bailen para usted —me dice, haciendo que una vez
más en lo que va de noche me quede anonadada y con la
lengua comida por el gato—. ¿O prefiere usted mujeres?

—Hombres —suelta mi lengua como si no me


perteneciera a mí.
Los miles de preguntas que bullen en mi cerebro
nacidas de su declaración me saturan, pero ni una sola de ellas
se atreve a salir de mi boca.
—¿Alguna preferencia física en concreto? —Me mira y
especifica su pregunta cuando ve que no le contesto. No
porque no le haya entendido, sino porque todavía me dura la
sorpresa—. ¿Rubios, morenos, altos, bajos, piel clara, piel
oscura…?

—¿Ninguna? —logro graznar, aunque me sale como


una pregunta de manera inconsciente, pero él se lo toma de
manera muy seria.
No parece muy capaz de sonreír, a diferencia del
vampiro de pelo rapado de abajo.

—¿Ninguno? —Frunce el ceño, pensativo—. ¿Prefiere


usted algo más exótico que nuestros bailarines humanos
habituales?

Lo inquiere como si estuviera barajando opciones en su


cabeza.
De repente, me siento más fuera de mi elemento que
nunca, pero, al mismo tiempo, decido mandar esa sensación al
carajo porque al fin y al cabo la vida son dos días y yo ya he
rozado la muerte más de una vez.

Si ahora me echo para atrás, sé que me pasaré una vida


entera preguntándome qué habría ocurrido si me hubiera
quedado, recriminándome mi cobardía (y lo cara que me ha
salido).

Aspiro una bocanada de aire y me decanto por ser


honesta con él (y conmigo misma) porque, de todas formas,
seguro que este vampiro, que plantea esas preguntas como si
fueran normales para él, ha atendido a personas más raras que
yo (y ese es un consuelo al que me aferro con uñas y dientes).

—Los elfos y los vampiros me suelen resultar bastante


atractivos —le confieso, e incluso logro que ello suene con
cierta seguridad, aunque lo último lo haya descubierto de
manera muy reciente—. Y, ah… los prefiero varones.

Acabo de sonar como toda una entendida.

—Comprendo —asiente él, y tengo la sensación de que


ni se cuestiona mis preferencias ni le parecen raras en
absoluto, lo que casi me hace suspirar del alivio—. Solo algo
más: los chicos no se tocan. No traficamos con personas. Le
dan un espectáculo porque se les paga por ello y punto. Si les
pone una mano encima, se la romperé por mucho que ello
cabree a Reno. Si ellos se sienten incómodos o desean
marcharse en cualquier momento, usted respetará esa decisión,
¿nos entendemos?
—S… Sí.

Sabía que los vampiros tenían normas estrictas de


honor antiguo sobre esas cosas, pero no me esperaba que me
lo dejara tan claro como el agua. El tono con el que lo ha dicho
es el de una persona que cumple con sus amenazas.
Tampoco es que yo fuera a tocar a nadie sin su
consentimiento. Detesto esas cosas. Son repulsivas.

—Muy bien —prosigue él—. Enviaré a un chico o dos


a entretenerla hasta que Reno pueda subir a verla. Llame a
través de la línea privada si necesita algo más de mí.

Me señala el teléfono que hay en una de las mesitas de


caoba y se va sin añadir nada más.
Y yo me quedo con las ganas de preguntarle por qué
Reno, el segurata, va a venir a verme, preguntándome si es
porque tiene algo que decirme sobre el incidente de la
entrada… o se trata de algo más.

Recuerdo su mirada y su sonrisa, y el calor de mi


vientre se intensifica.
Capítulo 3

Cumplir mis fantasías sexuales requiere una valentía de la que


no me creía capaz, pero aquí estoy, dispuesta a ello por
primera vez en mi vida.
Y encima planeo hacerlo con un paranormal que
busque sexo fácil y sin cuestiones de por medio. Algo con lo
que he fantaseado desde adolescente, al igual que lo de
convertirme algún día en vampiresa (sueño que veo mucho
menos plausible que se cumpla), pero que he escondido en el
fondo de mi mente una y otra vez porque lo consideraba
descabellado y además me daba mucha vergüenza admitirlo
ante nadie, incluso ante mí misma.
Hasta ahora, el único paranormal que yo conocía era mi
vecino de toda la vida, el señor Sartén, que dudo que se llame
así realmente pero que insiste en que es su nombre (lo ha
hecho durante más de cuarenta años, desde que mi madre se
mudó a esa finca). Un mestizo de ninfa y humano al que le
gusta bajar al patio a recoger el correo vestido con su bata de
baño, un gorro hecho de papel de plata en la cabeza para que
«los vampiros no le coman el coco y le hagan zombi», y unas
viejas zapatillas de estar por casa.
Aunque no creo que él cuente como medida estándar
para un paranormal.

Por lo que veía cuando me dignaba a encender la tele,


creía que todos los paranormales eran como los humanos, solo
que de especies diferentes y con un ritmo de envejecimiento
distinto dependiendo de la especie.
Me equivocaba.
Me equivocaba mucho.
Solo de estar aquí, en este club, rodeada de unos
cuantos de ellos, se me ponen los pelos de punta.
Hay una especie de poder que hace el aire ya de por sí
denso del club mucho más… intenso de lo que debería ser.
Incluso la zona VIP está saturada de él.

Y ahora que los dos bailarines se dedican a darme un


espectáculo digno de una película porno más que a bailar, ese
aire denso que rebosa electricidad se mezcla con el que sale de
los jadeos que abandonan mi boca de vez en cuando por
mucho que trate de contenerlos.

Hay una copa de vino tinto a medio beber en mi mano


que se me ha olvidado que está ahí, una mesa repleta de
comida que tiene pinta de costar más de lo que yo gano en un
mes que no he tocado, y mis braguitas de encaje están tan
empapadas que me resultan incómodas.

Pero soy incapaz de dejar de mirarlos.


Los chicos, que como muchos de los paranormales
parecen rondar los veintipocos, se han presentado como Irein,
un mestizo de elfo cuyo larguísimo cabello rubio parece
sacado de un anuncio de Pantene, y Raido, un vampiro que
está un poco por debajo de los dos metros de altura, de cabello
corto y negro y mirada de un gris tormentoso.

Y ambos son tan hermosos que me cuesta asumir que


son reales. Más aún con la visión de sus cuerpos semidesnudos
entrelazados mientras se enrollan sobre la alfombra a mis pies
al ritmo de la música que sale de los altavoces integrados en el
techo.
Los gemidos que de vez en cuando sueltan, y que se
mezclan con los que se escuchan desde hace un rato
provenientes del cubículo de al lado, no ayudan precisamente
a dejar de sentir que mi cuerpo va a estallar en llamas en
cualquier momento.

—¿Interrumpo? —pregunta una voz que reconozco


muy bien, y el bote que doy casi termina conmigo
despatarrada en el suelo cuando mi movimiento arrastra
ligeramente el sillón de madera en el que estoy sentada como
una reina sobre su trono contemplando a sus súbditos tener
sexo a sus pies para su entretenimiento.
Que es prácticamente lo que está pasando.

Reno entra en la sala y observa con una vaga sonrisa a


los dos chicos, que se detienen cuando él les hace un gesto y
se incorporan, deshaciendo la elegante y sensual postura que
mantenían sobre la alfombra e inclinándose levemente en una
elegante reverencia antes de desaparecer por la cortina de
terciopelo negro que hace las veces de puerta.
—Perdona, no te he preguntado si querías que
continuaran —me dice el vampiro como si no acabara de
pillarme siendo testigo de una peli porno en directo.
—¡No pasa nada! —logro resoplar, más cachonda que
avergonzada a estas alturas.

Él suelta otra de esas suaves carcajadas burlonas de


antes y se acerca al sillón que hay opuesto al mío, dejándose
caer sobre este y girándose brevemente para contemplar la
pista de baile de la planta de abajo a través del cristal antes de
enfocar su atención en mí.

—¿Te importa si me sirvo algo de vino?


—En absoluto —me apresuro a responder, cruzando las
piernas bajo la mesita de caoba que nos separa y rezando para
que él no note lo excitada que estoy. Aunque por la manera en
la que aspira varias veces moviendo las aletas de su nariz
como ha hecho antes cuando nos hemos conocido, no creo que
tenga tanta suerte—. Es tu vino, al fin y al cabo. Quiero decir,
que eres tú el que ha hecho que yo esté en la zona VIP. Yo no
he pagado por nada…

Eso le hace alzar una ceja mientras se llena una copa de


vino tinto y se la lleva a los labios.

—Déjame aclararte algo antes de que te diga lo que


planeo proponerte —afirma, recostándose sobre el alto
respaldo de su asiento, que aun así empequeñece con su
tamaño—: No me debes nada, Rocío.

Oír mi nombre de sus labios otra vez hace que casi me


dé una taquicardia.

No me queda más remedio que admitir que me gusta.


Me gusta mucho.

Demasiado.

Suena como algo erótico; como si esa voz suya, tan


magnética, le confiriera sensualidad a las sílabas de mi nombre
cuando salen de sus perfectos labios malditamente sexis.

—Vale —replico sin saber qué responderle y con el


corazón acelerado una vez más porque creo que sé lo que me
va a proponer, y la respuesta va a ser sí, aunque todavía
queden en mí resquicios de esa timidez inherente a mi alma
que ni siquiera el espectáculo de los dos chicos ha logrado
matar del todo—. Soy toda oídos, Reno.
Su nombre en mis labios no tiene el mismo efecto que
él me causa a mí, es evidente, pero también es indudable que
oírlo le complace, aunque no sé cómo lo sé porque su
expresión no cambia mucho del interés que tiene enfocado en
mí.

Reno se bebe un sorbo de su vino y deja la copa sobre


la superficie de la mesa entre nosotros, inclinando la cabeza
para mirarme fija e intensamente.

Sorprendiéndome una vez más, el vampiro eleva la


mano y se quita las gafas de sol, dejándolas plegadas al lado
de la copa.
Me quedo muda de nuevo. Algo que me ha sucedido
demasiadas veces esta noche y que me gustaría decir que no es
normal en mí, pero que sería una mentira si lo intentara porque
a mí, por desgracia, la lengua se me enreda demasiado a
menudo porque soy más socialmente torpe que una gallina.

Decir que tiene los ojos más impresionantes que he


visto nunca es quedarse corta.

Pero también son aterradores.

—Te alimentas únicamente de otros vampiros —hablo


con voz enronquecida, sintiéndome hipnotizada.

Y no porque él esté usando algún poder psíquico sobre


mí, sino porque estar frente a uno de los vampiros purasangre,
que suelen ser los únicos que se alimentan de otros de su
especie, es algo inaudito.
Algo que solo se lee en los libros de historia o en las
novelas eróticas, pero que no se experimenta en la realidad.

O al menos no en la realidad de los mundanos como yo.

—Hasta ahora sí, Rocío —me confiesa él con una


sonrisa lenta y sensual—. Pero esta noche estoy dispuesto a
hacer una excepción.

—¿Por qué? —inquiero sin entenderlo.

Alimentarse de otros vampiros es algo que solo los


purasangre pueden hacer, ya que los mestizos o los
convertidos caen enfermos si tratan de hacer lo mismo con
frecuencia.

De ahí que ellos generalmente se alimenten de otras


especies.

—Por ti.
Lo miro con la boca abierta… y suelto un resoplido de
risa, avergonzada e incrédula a partes iguales.

—¿Esperas que me crea eso? —espeto con súbita


irritación—. ¿Es esta una especie de cámara oculta? —Miro a
mi alrededor buscando las cámaras, pero no veo nada—. Es
cosa de mi futuro exmarido, ¿verdad? Ni siquiera ahora puede
dejarme en paz de una puta vez.

Ese cabrón sería capaz de hacer cualquier cosa solo


para humillarme. Ya lo hizo una vez y estoy segura de que lo
haría de nuevo si pudiera. Y eso solo porque me negué a
cederle parte de la herencia de mi madre, incluyendo el piso
que tanto quería para sí el codicioso.
De ahí que estemos en proceso de divorcio.
Aunque la verdad es que también hubo otra razón de
peso para separarnos: el que me confesara en mitad de una
discusión que hacía más de diez años que la vecina del sexto y
él quedaban los domingos para follar cuando él me decía que
se iba a pasar la tarde con los amigos.
El cabrón me rompió el corazón y luego lo envenenó
sacando un vídeo en su estúpido canal online diciendo que yo
era una sosa en la cama y que follarme era más aburrido que ir
a misa con su abuela cuando era pequeño.
Un vídeo que se hizo viral y que hasta mis compañeros
de trabajo vieron.
Hubo gente que hizo o dijo cosas horribles. Cosas que
supusieron un antes y un después en mi salud mental.
Mayoritariamente a través de internet, pero igualmente dañino.
Y esa es una de las razones por las que estoy aquí esta
noche: porque he estado cerca de la muerte. Porque entre el
acoso en redes, la humillación, el dolor de haber sido
engañada por el hombre con el que me casé y la soledad que
he sentido desde que mamá murió, casi pierdo la vida. Y
además ya estoy cansada de estar encerrada teletrabajando en
casa y de no vivir por miedo a afrontar el mundo.
No me gusta la mujer en la que me he convertido.
Quiero cambiar. Quiero ser feliz o, al menos, más honesta
conmigo misma y mis deseos.
Siento que he dejado que todos estos años vividos
como un autómata pasen de largo y que no he hecho nada
jamás para ser realmente feliz. Nada que quisiera hacer. Nada
que me hiciera sentir viva o me acercase a tener esa vida con
la que soñaba de joven.
Así que este es mi tercer deseo que cumplir de la lista
que hice hace unas semanas, tras la última vez que estuve a
punto de dejarme llevar por la tristeza y me detuve a tiempo
gracias a la ayuda telefónica de mi psicóloga.
Las dos primeras fueron visitar París y terminar la
novela de romance que empecé a escribir cuando era
adolescente y nunca acabé, que no sé si intentaré publicar por
mi cuenta o dejaré guardada en un cajón ahora que la tengo.
La tercera es cumplir la fantasía de ir a un club
paranormal y tener sexo con uno de ellos de manera anónima.
Una que al fin he admitido ante mí misma tras mucho debatir
internamente sobre ello.

Pero solo se vive una vez, ¿no es así?


—No sé quién es tu futuro exmarido, pero te aseguro
que no tiene nada que ver con esto que está pasando entre
nosotros, Rocío —me dice Reno, llamando de nuevo mi
atención sobre él.
Sus ojos me observan sin perderse ni un solo detalle de
mi súbito estrés emocional.

Se han vuelto oscuros y peligrosos, como todo él.


Trago saliva y aparto la mirada, enfocándola en la pista
de abajo como él ha hecho antes y tratando desesperadamente
de calmarme a toda prisa.
Mi paranoia desde lo del vídeo no ayuda.

El muy cerdo usó una foto mía y mi prima, que me


llama de vez en cuando, sigue insistiendo en que debería
denunciarlo. Pero yo lo último que quiero es que se vuelva a
hacer viral y volver a sentirme humillada y observada como un
insecto bajo una lupa cruel por millones de ojos invisibles
indiferentes al sufrimiento que causan con sus mensajes online
y sus risas a mi costa.

—¿Me lo juras? —La voz me tiembla y no me gusta.


No me gusta nada. La Rocío deseosa y valiente de antes no se
ha escondido, pero está siendo puesta a prueba.

No sé por qué se lo pregunto.


Quizá porque quiero creer en él. Deseo tener fe en el
vampiro que me hace arder la sangre. En el purasangre que
insinúa que quiere beber de mí y tener sexo conmigo cuya
masculina belleza me acelera los latidos del corazón como mi
ex, que fue el único hombre que conocí en la cama, nunca
pudo hacer.
Y todo eso sin ni siquiera tocarme.
Cuando lo haga, siento que estallaré en llamas de locura
y lujuria.
De solo imaginarlo mi sexo palpita y rezuma humedad
de nuevo, inflamándose y poniéndose sensible y tierno.

Reno se pasa la lengua por los labios y se inclina sobre


la superficie de la mesa hasta que su enorme cuerpo parece
intentar acunar el mío. Sus brillantes ojos rojos como ascuas
emiten destellos anaranjados bajo las luces parpadeantes de la
discoteca, cuya música nos llega de manera ahogada a través
del cristal.

—Te lo juro por mi honor, Rocío.


Me tiembla el cuerpo de la cabeza a los pies en cuanto
siento esa endiablada voz suya rodearme.
Le hace cosas innombrables a mi cuerpo. Cosas que me
hacen imaginarme miles de escenarios donde esa voz sea la
protagonista de mis fantasías sexuales más creativas.
—Vale —asiento, alzando mi copa de vino hacia mis
labios para humedecer mi garganta reseca—. Digamos que te
creo. ¿Qué es lo que quieres proponerme?
Él sonríe como un zorro que acaba de ganar acceso al
gallinero.

—Te propongo que me dejes beber de ti y follarte, y a


cambio yo te daré tantos jodidos orgasmos que jamás volverás
a mirar a otro macho en toda tu puta vida —ronronea él en un
tono de voz tan hambriento y lujurioso como su mirada—. ¿Te
parece un buen trato?
Capítulo 4

RENO

Puedo oler su lujuria.


Y me está volviendo loco.
La vidraz no sabe ni lo que es para mí. Y ello es
jodidamente divertido… y me conviene.
Siempre he querido follarme a una, pero la única otra
vidraz que captó mis sentidos no me interesaba mucho. Quizá
porque en ese entonces decidí que tirarme a una no valía la
pena el riesgo, considerando lo que se dice por ahí de que
tener sexo con tu vidraz es lo más placentero del mundo y te
deja jodido para otras mujeres.
Que nunca quieres volver a tocar a ninguna que no sea
ella porque es como si fuera una puta droga.
Eso se murmura en todos los malditos Concilios con los
que me encontré antes de unirme al del Inferno.
Pero a estas alturas, tras tantos años de vida, estoy
convencido de que es un puto bulo.
Al fin y al cabo, un vampiro puede llegar a encontrarse
a unas dos o tres vidraz de media a lo largo de sus milenios de
vida si no se enlaza con ninguna mujer. Y yo no tengo
planeado ser uno de esos patéticos cabrones que beben los
vientos por una hembra y actúan como gilipollas a su
alrededor.
Solo quiero sexo. Comprobar si realmente esta mujer
cuyo olor me la pone dura como nadie lo ha hecho en milenios
es realmente lo mejor que puede llegar a pasarme en la cama.
Y el hecho de que ella parezca dispuesta a ello deleita a
una parte oscura perpetuamente hambrienta de mi alma de
viejo diablo astuto que a estas alturas compone casi la
totalidad de mí, porque si hubo luz en ella un día, esta o se ha
apagado o se ha vuelto tan grisácea que ya no cuenta como tal.
Rocío me mira con pupilas que se han vuelto tan
grandes que casi se tragan el marrón chocolate de sus iris.
—¿Qué me dices, Rocío? —le ronroneo.

Casi suelto una carcajada satisfecha cuando veo cómo


se estremece cuando pronuncio su nombre.
Está claro que el vínculo del que no es consciente
también le afecta a ella, aunque sea algo meramente ligado a la
alta compatibilidad reproductiva entre ambos.
—Me… Me parece bien.

Bingo.
Sonrío como un lobo y ella se queda mirando mis
colmillos como si estuviera fascinada por ellos.
Son algo más largos que los de los vampiros comunes,
como suele pasar con los purasangre. Y esta noche pienso
clavarlos en ella del mismo modo que le hundiré mi maldita
polla en su mojado coño.
Estoy impaciente por ello, pero la mujer parece algo
asustadiza (muy lejos de mi tipo habitual de hembra), así que
me repito que debo tomármelo con calma si quiero que se abra
de piernas y me invite a entrar en ella con ganas suplicando
por ello como pretendo.

—Soy vampiro, así que ya sabes que nada de


enfermedades o de embarazos no deseados por mi parte —le
digo, entornando los párpados para mirarla de arriba abajo y
fijándome en que sus pezones se han puesto duros y puedo ver
los dos puntos erizados a través de la tela del top—. ¿Tienes
alguna pregunta al respecto?
Ella niega con la cabeza.

—No.

—Perfecto —murmullo, y ella se frota los brazos con


fuerza como si parte de ella quisiera cubrirse, pero su otra
parte estuviese mentalizándose para no hacerlo—. ¿Te importa
si no uso condón?

Otra negativa, esta vez con la cabeza.


Le tiendo una mano, sabiendo que entre el efecto que
provoco en ella (y ella en mí) y el espectáculo de los chavales,
la hembra mortal es un volcán de lujuria a punto de estallar, y
canto victoria cuando la coge con una de las suyas.
Ella ha venido porque quiere sexo.

Y yo le voy a dar lo que quiere.

Nos levantamos de la mesa y la guío hacia la cama,


situada contra la pared que separa el cubículo VIP en el que
estamos del de al lado, y la suelto cuando se sienta en ella y
eleva la mirada hacia mí con deseo bullendo en sus ojos, pero
también cierta timidez que al parecer se niega a abandonarla a
pesar de la lujuria que Rocío emana por cada maldito poro de
su cuerpo de cintura estrecha, caderas anchas y piernas largas.

Su minifalda negra, que acompaña con un top del


mismo color, se le sube hasta la parte superior de los muslos
cuando se remueve inquieta sobre el colchón como ya ha
hecho una docena de veces desde que he entrado en escena,
dejando ver sus bragas de encaje morado bajo esta, pero ella
parece no darse ni cuenta porque no puede apartar su atención
de mí.
Ni de mi más que evidente erección, que presiona
contra la tela de mis pantalones de manera insistente.

—Voy a proceder a follarte, Rocío —ronroneo


empleando ese tono de voz que he notado que le acelera el
pulso e incrementa el aroma de su deseo—. Así que, te lo voy
a preguntar una vez más, y solo una vez más: ¿estás segura de
que esto es lo que quieres, mujer?

Ella me mira durante unos segundos.

Y luego asiente con ganas.

—Dímelo con palabras, preciosa. Quiero oír tu bonita


voz.

Y su jodido consentimiento en voz alta y clara.

—Sí —dice, tragando saliva de manera audible—. Sí,


es lo que… es lo que quiero.

Admitirlo parece haberle costado una gran parte de su


valentía.
Le sonrío porque algo en ella remueve esa minúscula
parte de mí que no es tan cabrona como el resto de lo que soy.
Pero la sensación se apaga tan rápidamente como ha surgido,
porque mi lado capullo siempre gana.

—Bien —ronroneo saboreando su aquiescencia.


Complacido con su respuesta.
Y me inclino sobre ella dispuesto a disfrutar de un
merecido banquete.

Cuando capturo su boca con la mía, hambrienta,


ardiente y posesiva, solo puedo pensar en lo jodidamente bien
que sabe.

Malditas vidraz. Si solo un beso me pone así, no voy a


ser capaz de contenerme cuando la tenga desnuda debajo de
mí y lista para recibir mi longitud hasta el fondo de su
empapado coño.
Capítulo 5

Reno me besa como nunca me han besado.

Como si quisiera devorarme hasta el alma, comerse mi


lujuria, embriagarme de la suya y volverme loca de deseo en el
proceso.
Como si fuera tan deseable a sus ojos que es incapaz de
resistirse a tocarme, a saborearme, a seducirme.
Sus labios son pura lava contra los míos. Su lengua
captura la mía en un beso dominante que me hace gemir y
jadear, retorciéndome para acercarme a él de manera
inconsciente, instintiva, elevando las manos para agarrarlo de
esos anchísimos hombros que parecen hechos de acero.
Cuando desliza su boca por mi cuello, mis enloquecidas
pulsaciones se disparan aún más. Sus colmillos me rozan la
piel dejando marcas rojas a su paso, sin romperla pero
marcándola como si mi cuerpo le perteneciera porque, por una
noche, yo le he dado control sobre él.
Sus manos descienden hasta mis pechos y los acunan,
pellizcando mis pezones a través de la tela de mi top y
haciéndome gemir con mayor fuerza.
Dios mío, jamás había sentido lujuria como esta. Jamás
pensé que un hombre pudiese hacerme arder así, de esta forma
tan visceral, tan poderosa que arrasa con mi sentido común y
los habituales pensamientos ansiosos de mi cabeza hasta
apagarlos, hasta que no soy nada más que pura lujuria hecha
carne que solo quiere que él jamás deje de tocarla. Que se
hunda en ella y la llene de su maldita semilla hasta que mi
canal rebose de ella mientras sus colmillos se clavan en mi
cuello y beben de mí como mi sexo bebe y ordeña el suyo
hasta dejarlo seco.
El mero pensamiento me hace jadear de manera audible
hasta que siento que me falta el aliento de los pulmones, que
arden tanto como el resto de mí.
—Respira, Rocío —ríe Reno roncamente contra el
borde de mi top, que muerde con sus colmillos para bajarlo y
así dejar mis pechos a merced de su sangrienta mirada, libre de
cualquier tipo de duda o remordimiento—. No quiero que
pierdas el conocimiento, preciosa. Quiero que seas muy
consciente de todo lo que voy a hacerte, de todo lo que vas a
sentir dentro de ti mientras te monto.

Mis sentidos se disparan con tanto anhelo, tanto deseo


reprimido que se libera de golpe rompiendo las cadenas de
falsa modestia que he mantenido bien tensas toda mi vida, que
me mareo.

Cuando mi visión vuelve a ser lúcida, Reno está sobre


mí, observándome con diversión reluciendo en esos terribles
pero bellísimos ojos suyos.

—¿Hay algo que no te guste, Rocío? ¿Algo que quieras


decirme antes de empezar en serio?

Boqueo y casi me atraganto al hablar.


—¿No habías empezado ya en serio? —replico con
incredulidad, sintiendo mi sexo gotear como si fuese una
maldita cascada entre mis piernas.
Voy a acabar deshidratada a estas alturas. Nunca pensé
que pudiese estar tan mojada en la vida.
Él se ríe con ganas. Su risotada rebosa sorna y una
diversión a mi costa que le perdono porque me está haciendo
sentir cosas que no creía posibles en mí.
Incluso si esto es solo una noche loca compartida con
un vampiro, sé que lo recordaré toda mi vida y que a partir de
ahora cualquier relación sexual que mantenga tras esta
palidecerá en comparación incluso aunque solo hayamos
empezado los preliminares.

—No —susurra él, y el sonido vibrante de su voz me


pone la piel de gallina una vez más—. Todavía no.
Y se inclina sobre mí de nuevo como si fuera una bestia
a punto de devorarme… solo que sus manos se deshacen de mi
top y de mi falda con agilidad y me deja desnuda excepto por
las medias, las bragas y los tacones negros de aguja.

No llevo sujetador porque con el top no quedaba bien y


no tengo ninguno sin tirantes, así que mis pechos desnudos se
yerguen ante el oscuro ser que pretende hacerlos suyos por una
noche.

Reno me mira de arriba abajo con atención,


deleitándose en cada ápice de mi piel expuesta, en el nido de
rizos oscuros que hay entre mis piernas y que puede verse a
través del encaje morado de las bragas y en mis largas piernas
(mi mejor rasgo físico, según yo misma) enfundadas en
medias con liguero a juego.

—Preciosa —dictamina tras mirarme como si tuviera


derecho a juzgar cada parte de mi cuerpo.
Y yo, por primera vez en mi vida, me siento hermosa.
Me siento deseada, bella, tentadora y pecaminosa. Y no la
Rocío sosegada, feúcha y aburrida que creí ser durante muchos
años, mal que me pese.

Antes de que yo, con ojos llorosos y más emocionada


de lo que me he sentido en mucho tiempo, pueda responder a
su aseveración, el vampiro desciende por mi cuerpo y desliza
su lengua por mi vientre en dirección a la línea de encaje
mientras sus manos de dedos largos y fuertes acarician mis
pechos de nuevo.
—Abre las piernas para mí, Rocío —ronronea contra el
vértice de mi sexo.

Me estremezco y le obedezco, impaciente y nerviosa


porque la única vez que mi ex, hasta ahora mi único amante,
se dignó a darme sexo oral fue un fiasco total.

El contraste entre Carlos y Reno es tan potente que soy


incapaz de entender cómo es posible que ambos machos
existan en un mismo universo.

No creo que haya similitudes entre ambos.

Cuando su lengua caliente acaricia mi montículo a


través del encaje y sus colmillos presionan suavemente contra
los inflamados y jugosos pliegues con cuidado, mi garganta
deja salir tal gemido que casi se queda en carne viva.

Las carcajadas de Reno, siempre burlón, siempre


dominante, siempre jodidamente sarcástico, hacen que mi sexo
tiemble y que sienta un quedo dolor en mi canal cuando este
me grita que necesita sentirle dentro.
Pero el vampiro, tal y como ha dicho, solo acaba de
empezar a jugar conmigo.

Reno me quita las bragas con los malditos colmillos,


descendiendo la prenda por mis piernas extendidas hasta que
mi zona más íntima queda a la vista, expuesta y vulnerable
ante su hambre de mí.
Y entonces, mientras sus crueles pero experimentados
dedos retuercen mis pezones hasta encontrar el punto entre el
dolor y el placer y la forma exacta de hacerlo que me hace
arquearme de gozo, su boca toma posesión de mi sexo y lo
saborea como si hubiese nacido para ello. Para beber de mí
hasta dejarme seca. Hasta ordeñar cada gota de mi esencia y
tragársela como si para él fuese ambrosía líquida.

Pierdo el sentido del tiempo y el espacio mientras él,


con un deleite propio de un demonio que se regodea en el
pecado humano y una concentración que jamás había visto en
un hombre, aprende con rapidez una vez más qué es lo que me
vuelve loca.

Lo hace a conciencia, pasando su lengua por mis


pliegues una y otra vez en diversos ángulos, con diferentes
intensidades, introduciéndola en mi canal una y otra vez,
follándome con ella, llenándome de ella hasta que la saliva y
mis jugos hacen un desastre sobre su barbilla y sobre la cama.

Cuando me corro, mi cerebro estalla en millones de


estrellas de un blanco cegador.
Pero Reno no se detiene ahí.

Pone mis piernas sobre sus hombros cuando me sacudo


con espasmos eléctricos tan poderosos que me hacen sentir
que nunca voy a recuperar el control sobre mi cuerpo,
intuyendo, no sé cómo (quizá porque su vasta experiencia con
el cuerpo de las mujeres le habla a gritos sobre ello) que las
ingles me arden de mantenerlas abiertas para él más de lo que
estoy acostumbrada a hacerlo por cualquiera, y entonces cuela
una de sus enloquecedoras manos entre mis piernas y cubre
sus dedos de esa mezcla de saliva y jugos que lo mancha todo
hasta que gotea… y roza mi ano con ellos, riéndose como el
diablo que es cuando yo, al sentir la delicada intrusión de uno
de sus dígitos en una zona que jamás ha sido tocada por
hombre alguno, doy un bote involuntario sobre la cama.
—Diablo —le farfullo, tan perdida en las sensaciones
que ya ni siquiera tengo neuronas que dedicar al miedo
instintivo que él produce en mí.
—Me han llamado cosas peores, cariño —sonríe el
oscuro vampiro, dando un lametón a la cara interna de uno de
mis muslos de manera juguetona sin apartar sus ojos de mí—.
Mírame, me sacas ese lado fino que olvidé hace siglos. Hasta
me haces hablar bonito y todo. Debe ser que lo delicioso que
está tu coño me está jodiendo la cabeza, Rocío.

Sus iris brillan como ascuas otra vez. Como si un fuego


demoníaco se retorciera en sus profundidades intentando salir.

Trago saliva y jadeo, enroscando los dedos de los pies


cuando su dedo vuelve a rozar contra mi ano y esta vez
presiona un poco más y entra hasta el primer nudillo,
moviéndolo como ha hecho antes con su lengua, follándose mi
culo con el dígito sin apartar su mirada de la mía, como si me
retara a admitir lo mucho que me está gustando con esos ojos
burlones y fascinantes.
Sonriendo como un lobo que sabe que ha ganado la
batalla, desciende su boca de nuevo hacia mi sexo, volviendo a
lamerlo y chuparlo con ganas hasta que yo me retuerzo de
gozo, arqueándome sobre la cama, sollozando de puro placer y
perdiendo de nuevo el sentido mientras mi cerebro se llena de
las sensaciones puramente físicas que sus manos y su boca
despiertan en mí.

Reno no se detiene hasta que me corro de nuevo. Hasta


que mis manos se enredan en mi propio pelo y tiran de él
porque soy incapaz de lidiar con todo el placer que me
provoca. Hasta que mi mirada se desenfoca y mi corazón
amenaza con estallar en mi pecho porque mi cuerpo mortal no
está creado para lidiar con la intensidad del maldito vampiro.

Cuando vuelvo a ser consciente de la realidad que me


rodea una vez más, el vampiro está observándome como si se
sintiera satisfecho de un trabajo bien hecho.

Mi sexo se estremece, palpita y me grita que necesita


ser llenado, y yo ya no soy capaz de dejar que el pudor, si es
que queda rastro alguno de él después de esto, me enrede la
lengua esta vez.

Porque sé lo que el maldito quiere sin que me lo diga.


Quiere que le suplique que me penetre. Que se lo pida.

Reno es un cabronazo que disfruta de serlo. Es


evidente. Pero a mí este cabronazo me ha dado más en una
noche que dieciséis años de matrimonio juntos.

—Fóllame, Reno —cedo al fin, suplicándole sin apartar


mis ojos de los suyos. Retándole, tan hambrienta como él. Tan
pecaminosa como él. Tan descontrolada y desinhibida que me
da igual lo que sale de mi boca y cómo sale aunque nunca le
haya hablado así a nadie—. Métemela hasta el puto fondo y
móntame hasta que no pueda andar.

La sonrisa del vampiro, oscura, terrible y jodidamente


bella, hace que mi corazón desee algo que sabe que nunca
podrá tener más allá de esta noche compartida.

Pero la emoción es sustituida por el placer cuando él se


pone de rodillas sobre el borde de la cama y deshace el botón y
la cremallera de sus pantalones negros, bajándolos por sus
muslos hasta descubrir su gruesa y enrojecida longitud.
Es casi dos veces más grande que la de mi ex.
Eso de que no voy a poder andar después de esto es
mucho más realista ahora que he puesto mis ojos sobre él.
Y, sin embargo, a pesar del breve pero poderoso
pinchazo de ansiedad que es devorado por la lujuria nada más
nacer, abro mis piernas para él una vez más como un sacrificio
virginal ante un dios pagano del sexo.
Reno me coge las piernas y las pliega sobre mí,
dándome una suave palmada en una de las nalgas que repite
cuando ve lo mucho que me gusta con algo más de fuerza, y
luego, cogiendo su polla por la base, entra en mí despacio, con
una lentitud enloquecedora, hasta que las paredes de mi sexo
se adaptan a su enorme envergadura goteante y yo dejo de
gemir involuntariamente presa de la mezcla entre escozor y
placer que su longitud me produce.

Cuando está completamente enfundado en mí y ha


esperado unos segundos a que me sienta más cómoda, sin
embargo, no tiene piedad alguna conmigo.
Sus embestidas son largas, aumentando de ritmo hasta
que el cabecero de la cama golpea rítmicamente contra la
pared y amenaza con tumbarla. Hasta que tiene que sujetarme
las caderas con ambas manos porque mi cuerpo se escurre
hacia arriba debido a la fuerza con la que me monta.
—¡Oh, joder! ¡Joder! ¡Joderjoderjoder! —me escucho
gritar como si mi voz, ronca, descontrolada y atiborrada de
placer, no me perteneciera.
Una de las manos de Reno golpea una de mis nalgas y
él me cambia de ángulo, poniéndome de costado y
aumentando el ritmo de sus embestidas hasta que son tan
salvajes como los sonidos guturales e inhumanos de gozo que
salen de su garganta.
—Tu jodido coño es el puto paraíso, Rocío —me gruñe
al oído con fuerza, inclinándose sobre mí cuando me vuelve a
cambiar de ángulo como si fuéramos acróbatas sobre el
colchón, dejándome de espaldas y empujando mis caderas con
las manos, reacomodándolas hasta que estoy a cuatro patas y
los brazos me tiemblan tanto que acabo con la cara estampada
de lado sobre las sábanas negras y doradas, respirando en
resuellos entrecortados y pidiendo más.
El ángulo con el que me penetra es mucho más
profundo, mucho más intenso esta vez, y ello me hace poner
los ojos en blanco mientras el sonido húmedo de sus
embestidas se mezcla con sus jadeos guturales y mis gritos de
gozo hasta que me corro una vez más.
Y una vez más segundos después.
Mis orgasmos se suceden con fuerza, cada uno con
mayor intensidad que el otro, y eso parece ser lo que empuja a
Reno hacia el borde por primera pero no última vez a lo largo
de la noche.

El vampiro se corre en mi interior, llenándome con su


semen hasta que este gotea por mi abertura, mis muslos y los
suyos, manchando la cama, ya húmeda por el sudor de
nuestros cuerpos y los jugos de mi sexo.
Y hunde sus dientes en mi cuello, dejando un rastro de
sangre y saliva sobre mi piel. La conexión que se establece
entre nosotros me hace arder el cuerpo todavía más, como si
hubiese despertado un río de lava en mis venas.
Es intensa, poderosa, arrasadora.

Jadeo y grito y él emite un gruñido animal mientras


sigue moviendo sus caderas con fuerza y rapidez.
Me llena corrida tras corrida como si no pudiera parar.
Como si algo dentro de mí exprimiera cada gota de él, sedienta
de su semilla, hasta dejar sus cojones completamente vacíos
tal y como mi pervertida mente había deseado desde el
principio.

Y luego procede a dejarme respirar unos minutos antes


de agarrarme de los brazos y darme la vuelta sobre mí misma
para gozar de la visión despeinada, deshecha y delirante de mi
cuerpo del que él es la causa y yo la consecuencia.
Y vuelve a follarme de nuevo con ganas. Esta vez con
algo más de lentitud, pero no menos avidez, hundiendo sus
colmillos en mí y bebiéndose mi sangre una vez más.
Una y otra y otra vez.

Hasta que mi súplica de no poder caminar a la mañana


siguiente se hace realidad.
Capítulo 6

RENO

No se me quita de la cabeza.
Mierda… ¡Puta mierda!
—…Y se están moviendo, seguramente para intentar
asegurar el mercado… —Se hace una pausa en la
conversación que no noto porque estoy perdido en los jodidos
recuerdos de hace unas horas—. Ey, Reno, ¿estás escuchando?
Centro mi cabeza en el presente.

O lo intento, porque me cuesta. Y eso me alarma


porque a mí nunca me cuesta olvidar a una mujer.

Jodidas vidraz, debí haber escuchado las advertencias.


Al otro lado de la mesa, Nuak y Sergey se ríen entre
dientes cuando el jefe me echa la bronca con una advertencia
implícita en su tono de voz que todos sabemos interpretar: está
de mala hostia y no le gusta que yo esté en babia en mitad de
una reunión importante sobre los movimientos de un Concilio
potencialmente enemigo.
Así que les hago un gesto obsceno alzando el dedo
corazón y me giro hacia Arthas adoptando una expresión seria
y serena que es muy diferente a cómo me siento por dentro.
—Lo estoy, jefe —replico mientras me reacomodo en
mi asiento, situado justo a su izquierda. El asiento que ocupa
la Mano Oscura del líder de cualquier Concilio vampírico, que
son algo así como las manadas de los cambiaformas, solo que
con garras cubiertas de lujosas sedas en vez de apestar a
animal muerto.
Él hace un cabeceo de aquiescencia, pero el cabreo
sigue ahí, a flor de piel.

No sé qué mierda le ha picado a Arthas, pero está


mucho más tenso que yo y no es normal. El jefe es uno de los
antiguos más tranquilos que conozco.
—Así que, ¿los del club Obscurus se están moviendo
hacia nuestro territorio? —inquiero, sabiendo de qué estaban
hablando, aunque solo les prestase atención a medias.
Cosa que no debería haber hecho porque soy la jodida
Mano Oscura del puto rey de este Concilio y por ende el
encargado de cargarme personalmente a sus enemigos. Su
perro de caza.
Arthas me lanza una mirada muy poco agradable por
encima de sus gafas de sol y, aunque sepa que no tengo por
qué temer perder la posición que me he ganado a pulso (y a
base de palizas y demostraciones de fuerza aquí y allá) como
su Mano, el ver los ojos de un inusual color violáceo sin
pupilas del mestizo repasarme de arriba abajo de esa forma
como si supiese lo que estoy pensando, me jode.

Y mucho.

—Exacto —replica tras haber hecho un punto muy


sonoro sin palabras, bastándose de un mero gesto que les ha
puesto la carne de gallina a la mitad de los cabrones presentes
en la sala.
Esos ojos suyos son algo prohibido. Pero nadie se
atreve a decirle a un puto medio diablo que según las leyes
vampíricas debería ser exterminado por estar clasificado como
una criatura peligrosa incluso entre nosotros. El último
cazarrecompensas que vino al club y se coló en la zona de
personal para intentarlo perdió la cabeza antes de lograr emitir
más de dos palabras seguidas.
Arthas se la arrancó de cuajo sin esfuerzo alguno y
luego volvió a su despacho a acabarse el whisky y a terminar
de tirarse a la mujer de turno que había captado su atención,
dejando el cadáver atrás para que los novatos del Concilio
limpiasen su mierda.
—Los Obscurus no tienen a ningún guerrero de
renombre entre los suyos, a diferencia de nosotros —asevera
Shiraz, jefe de personal de la zona VIP, con su habitual tono
monótono—. No creo que nos causen mucho problema.
No es un mal tipo, pero jamás le he visto expresar
emociones de manera evidente. Sospecho que se trata de un
mestizo de vampiro y bruja. A veces algunos de ellos nacen
jodidos de la cabeza y por eso se les administra una droga
conocida como violent que irónicamente es la que les ayuda a
controlar sus impulsos mágicos más violentos… pero a
cambio les apaga la mayoría de las emociones.
—Eso mismo creían los del Sanguine, y ahora son
todos unos putos cadáveres por lo que se habla en las calles —
rebate Sergey, que es quien se encarga de las relaciones
exteriores del Concilio y de ser nuestros ojos y oídos en las
calles.

—¿Estás seguro de que están todos muertos? —


inquiere nuestro líder en tono reflexivo, pero con algo de pena
en la voz.
No eran amigos, pero tampoco enemigos. Por lo tanto,
negociábamos con ellos a menudo sobre territorios y
cargamentos.
—Muy seguro —asiente Sergey—. Mis fuentes no son
muy estables mentalmente, pero sí que son… fiables, digamos,
en ese aspecto.
Alzo una ceja, intrigado por su descripción de los
informantes. Posiblemente algún traficante de poca monta o
quizá un grupo de drogatas que se pasó a ver qué sucedía
dentro del Sanguine cuando notaron actividad inusual en el
área del club y se encontraron a los vampiros que lo
administraban muertos.

Lo que significa que tal vez robaron lo que pudieron


del club y luego vendieron la información al mejor postor. Al
Concilio más poderoso de la ciudad.

Es decir: a nosotros.

Nuak, su habitual compañero de juergas, suelta un


resoplido de risa.

—Querrás decir que te tienen demasiado miedo como


para atreverse a mentirte —bromea—. Claro está que esa cara
de ogro tuya espantaría hasta a la mujer más santa y
compasiva. Que tu esposa se largara hace un milenio y
decidiera no volver a casa es prueba de ello, ¿eh, capullo?
Sergey le da un puñetazo en el hombro que le hace
soltar un gruñido de incomodidad, pero luego su amigo se ríe
entre dientes con diversión y sin rencores por la broma a su
costa. El maestro espía no suele molestarse cuando es Nuak el
que hace comentarios guasones sobre las cicatrices que
adornan su cara y su cuerpo desde que era un adolescente.

Aunque mantiene los labios sellados sobre el motivo


de su existencia.

—Los del Sanguine tenían a Devras y a Sirtis, ¿no? —


interviene Laeka, la única mujer del grupo—. Eran buenos.
Muy buenos. Incluso Reno y yo habríamos tenido problemas
con esos dos en una pelea.

—Mmmm. Cierto —admito sin tapujos.

Eran rivales fuertes. Y yo respeto a los rivales fuertes.

Como a Laeka, que es la única que podría llegar a


competir conmigo por el puesto de Mano Oscura algún día…
dentro de algunos milenios más.

La alta y fibrosa convertida de largo cabello negro e


impresionantes ojos azules fue anteriormente una humana de
unos treinta años que se enamoró de un vampiro mestizo con
el que todavía, después de dos mil años, continúa felizmente
casada y tiene seis hijos, cuatro de ellos adoptados, por los que
mataría si alguien los amenaza.
Cosa que ya ha demostrado en varias ocasiones. Sobre
todo, cuando empezó a hacerse famosa por su poder y los
Concilios y sus opositores, los anarquistas, intentaban
presionarla para que se uniera a uno de ellos cometiendo el
estúpido error de amenazar a su familia.
Laeka es una rareza. Los convertidos no suelen ser tan
poderosos como para poder cargarse a un purasangre con las
manos desnudas como pasó con ella cuando Vitario, un
conocido hijoputa de los bajos fondos, la raptó e intentó
violarla… y acabó muerto junto a todo su Concilio por la
osadía sin haber logrado ponerle una mano encima.
—¿Y cómo es posible que estos tíos, que hasta hace
nada eran prácticamente anónimos, se hayan vuelto tan
poderosos de repente? —reflexiona Shiraz en voz alta.
Es una pregunta que todos nos hemos hecho al
enterarnos de lo último que ha ocurrido con ellos.

Lo primero fue cuando, según se especula, se cargaron


al vampiro solitario Aedro, al que nadie se atrevía a acosar
para que se uniera a alguna organización o alianza porque
aterraba incluso a los más antiguos de la ciudad.
Su cadáver apareció en un callejón con el hasta
entonces desconocido símbolo de los Obscurus grabado en su
frente hace seis meses, y desde entonces todos los ojos han
estado enfocados en ellos.

Y ahora esto.

—Los Sanguine no eran pesos ligeros en este mundillo


—asiente Nuak, dejando a un lado las bromas por el momento
—. Y lo conocían bien. Eran uno de los Concilios más
antiguos de la ciudad.

—Tienen que tener un as bajo la manga —concluye


Arthas—. Algún guerrero o guerrera que se les haya unido que
sea lo suficientemente poderoso como para desestabilizar la
alianza entre Concilios de la ciudad y cargarse a dos de los
más poderosos.
—¿El solitario cuenta como un Concilio por sí mismo?
—silba Nuak soltando una risotada, pero Sergey lo hace callar
golpeándole las costillas con un fuerte codazo.
La habitación se vuelve helada como el más crudo
invierno durante unos segundos.

El que diga que en el infierno solo hace calor no ha


conocido a un puto diablo en su vida. Esos tipos controlan las
temperaturas, no solo de su entorno, sino también de los
cuerpos de aquellos que les rodean. Y ese es uno de los
muchos motivos por los que Arthas es tan jodidamente
peligroso que la gran mayoría de las criaturas paranormales,
como nos llaman los humanos, tienen prohibida su concepción
e instan a dar muerte a los mestizos de esa especie cuando son
meros bebés, antes de que crezcan y ello sea algo
prácticamente imposible.
—Aedro no era un mal tipo a pesar de ser un solitario
algo antisocial —dice Arthas rompiendo el hielo. Casi
literalmente, porque el vaso de agua que hay frente a Laeka, a
la que no le gusta mucho el alcohol, está medio congelado y
empieza a deshelarse una vez el jefe logra controlar su
inusualmente volátil temperamento y las temperaturas vuelven
a la normalidad—. Hablábamos de vez en cuando. Era… un
amigo.
—Oh, joder —suelta Nuak—. Lo siento, jefe, no lo
sabía. Perdona por el comentario salido de tono de antes.
No añade: «eso explica por qué Arthas está tan
cabreado desde hace unos meses», pero no hace falta, todos lo
pensamos.
—Estás perdonado —murmura Arthas con un cabeceo.
Nuak y su compañero de fechorías se relajan de
inmediato, porque Arthas no es de follar con la cabeza de la
gente y dejarlos tocados y paranoicos para luego atacarlos por
la espalda por sorpresa cuando menos se lo esperan o de
guardar rencores escondidos contra nadie, a diferencia de otros
líderes vampiros que pueden llegar a ser peores que los
malditos políticos mortales.

Y ese es uno de los motivos por los que los demás lo


respetamos tanto. La gran mayoría de los que estamos
sentados alrededor de la mesa actualmente solíamos ser
solitarios, como Laeka o como su fallecido amigo Aedro, antes
de unirnos a él en el Inferno por voluntad propia.
Una vez la atmósfera vuelve a la normalidad, el jefe
decide retomar el tema al que se nota que le está dando vueltas
desde hace un rato.
—Sergey, háblanos de nuevo sobre el lugar exacto de
nuestro territorio en el que varios de los miembros del
Obscurus han sido vistos por última vez —ordena—. Quiero
repasar todos los datos que tenemos de ellos antes de dar por
finalizada la reunión.

Mientras Sergey relata de nuevo el infortunado


encuentro de dos de sus informantes (uno de los cuales está
muerto) con un par de los traficantes que sirven al Obscurus y
que normalmente, como suele suceder, se adhieren al territorio
de su Concilio, pero esta vez habían decidido invadir el
nuestro, yo me paso la lengua por los labios y pienso en la
sangre de los Obscurus. En que tarde o temprano tendré sus
jodidos corazones arrancados en mis manos y podré beberme
el caliente líquido vital directamente de ellos… y la mente me
lleva sin pretenderlo de nuevo hacia Rocío en cuanto pienso en
hundir mis colmillos en alguien.
Hacia el delicioso sabor de su sangre.
La mejor que he probado jamás.

Al recuerdo del placentero regusto de su coño, todavía


más adictivo que el otro, cuyos jugos casi puedo sentir aún en
el fondo de mi garganta.

La vidraz me está invadiendo los pensamientos como


ninguna otra mujer lo había hecho hasta ahora.

Claro que ninguna otra había gemido de esa forma


entre mis brazos. Ni tampoco me había hecho correrme con
tanta intensidad.

Ni tantas veces como…


—¡Joder, Reno! ¿Qué coño te pasa hoy? Pareces ido,
tío —llama Nuak con exasperación—. El jefe ya ha
mencionado tu nombre dos veces. Como lo haga una tercera
va a congelarnos las pelotas… Sin ofender, jefe.
—No hay ofensa —replica Arthas, pero está
demasiado ocupado observándome como para prestar mucha
atención al exabrupto del contable del local.
—Oye, Reno, ¿acaso esa mujer es tan buena en la
cama como indica tu cara? —se ríe Sergey—. Tendrás que
presentármela, amigo. Aunque sea solo para ligármela para
este de aquí —señala a Nuak con un dedo, que suelta un
resoplido pero rebaja su mal humor de manera considerable—,
que es tan malo con las mujeres que las espanta más que yo al
aparecer en una sala a pesar de lo que él dice de mi cara.

El ramalazo de ira que emana de mí tiñe las sombras de


la habitación de un tono más oscuro de lo que debería ser,
haciendo que se retuerzan contra las paredes como tentáculos
de oscuridad.
Cuando hablo, azuzado por el impulso primordial
incontrolable de proteger a Rocío, que todavía duerme,
vulnerable e inconsciente de lo que sucede a su alrededor, en
la sala VIP de arriba, las mismas tinieblas que se extienden
súbitamente por la habitación como una amenaza de muerte
tiñen mi voz transformándola en algo cavernoso y primitivo.

—Como le pongas un jodido dedo encima te


despedazo —amenazo sacando los colmillos en todo su
esplendor—. A ti y a tu puto amigo.

Se hace el silencio en la sala por segunda o tercera vez


consecutiva en este día.
Sergey palidece y no se me escapa que Nuak se pone
en posición defensiva como si estuviera preparado para luchar
al lado de su mejor amigo. Si no supiera que a ambos les van
las mujeres y que Sergey le es fiel a su esposa desaparecida
juraría que se follan el uno al otro.
Pero no. No hay posesividad sexual en su
comportamiento. Solo una amistad profunda.

Aunque ese dato para mí ahora mismo es irrelevante.


¿Qué coño me está pasando? Es solo un maldito polvo.
Nada más que eso, me exaspero conmigo mismo.
—Calmaos todos —ordena Arthas, pero yo a duras
penas logro controlar ese ramalazo de rabia posesiva y volver
a ser mi yo tranquilo habitual. Ni siquiera cuando el jefe me
pone una mano en el hombro y su poder presiona contra el
mío, tratando de contenerme—. No creo que Reno quisiera
decir eso, Sergey. Y lo de Sergey era solo una broma, Reno.
—Pues yo creo que el muy cabrón lo decía en serio —
sonríe Shiraz, mostrando una diversión que es inusual en el
medio brujo. Como casi todas las emociones—. Y que la chica
humana debe ser una jodida diosa en la cama para que
reaccione de esa forma.

—O quizá es su vidraz —añade Laeka, dejando salir


una carcajada que suena a «¡eureka!» cuando ve la expresión
de mi rostro—. ¡Lo sabía! Estás acabado, purasangre.

No lo dice a malas, pero sus palabras me joden mucho


más de lo que desearía.
Toda esta situación me cabrea mucho más de lo que me
gustaría, en realidad.
—Perdona, tío —se disculpa Sergey, palmeando el
antebrazo de su mejor amigo cuando la tensión de la
habitación baja lo suficiente como para que todos perdamos
parte de la agresividad natural de nuestra especie, que a veces
surge en ocasiones de lo más inconvenientes—. No sabía que
esa chica es tu…

—No es mi vidraz —miento, pero lo hago muy mal,


porque todos me miran como si no creyeran ni una palabra, así
que decido aclarar las cosas de una maldita vez y que dejen de
dar por culo con el tema, porque si no ya me veo venir las
bromas a mi costa durante todo el jodido milenio siguiente—.
¡Joder! ¿Y qué si es una vidraz? ¡No es mía! Hay varias de
esas rondando por el mundo para cada uno de nosotros. No
son tan especiales. Es solo una maldita compatibilidad
hormonal, eso es todo.

Laeka se ríe de nuevo, esta vez con más ganas.


—Eso solía decir yo de mi marido sin saber que era mi
vidrai hasta que me di cuenta de por qué todo él es tan
malditamente perfecto incluso antes de que me convirtiera —
se jacta a mi costa—. La naturaleza a veces es sabia. Parte de
mí sabía lo compatibles que éramos sin tener sentidos
paranormales.

—La naturaleza se puede ir a tomar por culo —gruño,


y sé que mis ojos, tras los cristales de las gafas de sol, se están
volviendo anaranjados como brasas a punto de estallar en
llamas—. He conocido a más de una vidraz en la vida y ello
nunca ha significado nada.
—Ah, pero hasta ahora no habías decidido follártelas,
¿a qué no? Esas endorfinas son especiales. —Laeka se señala
la cabeza con un dedo y veo a Sergey adoptar una expresión
resignada durante unos microsegundos antes de que
desaparezca como por arte de magia—. Te joden el cerebro
una vez se activan. Y es mutuo. No hay nada como un buen
polvo con la persona más compatible y atractiva para tus
sentidos como para entender que estás felizmente jodido para
el resto de tu vida. Meterse en la cama con una vidraz es una
elección, sí, pero es una que te marca de por vida si la tomas.
A mi lado, Arthas emite un sonido cargado de
curiosidad. Está muy interesado en el tema. Pero yo no quiero
hablar de mi vida privada. Nunca la he compartido con nadie,
como la mayoría de ellos, que son igual de cerrados a cal y
canto que yo, y no voy a empezar ahora.

Las decisiones privadas nos pertenecen siempre y


cuando no pongan en peligro la estabilidad del Concilio. Y
además no me gusta que se entrometan donde no les he
invitado a entrar y que me hablen como si fuera gilipollas.
Aunque puede que estos pensamientos estén motivados por la
agresividad que todavía siento palpitar en mis venas y
retorcerse en los confines de las sombras de la habitación.

—Que os jodan, capullos —les refunfuño a todos,


sabiendo que como no los calle van a empezar a involucrarse
porque si hay algo en lo que los vampiros somos expertos, eso
es en encontrar cosas interesantes con las que paliar los largos
años mayoritariamente aburridos de nuestras vidas—. No
necesito lecciones ni consejos, así que nada de comentarios,
¿nos entendemos?
Los demás más o menos asienten porque empatizan
con el sentimiento general de amor a la privacidad, aunque
luego vayan a comentar lo que les dé la gana en cuanto estén a
solas, pero la vampiresa sonríe mostrando sus larguísimos
colmillos blancos como la nieve, decidida a jactarse del tema
hasta que se canse.
—Tienes razón. No necesitas escuchar lecciones de mí
ni de nadie más —se regodea con sadismo, la muy cabrona—.
Porque la vida te las va a enseñar las quieras o no. Y yo me
voy a reír mientras te veo revolotear embelesado a su
alrededor como si fueras una puta hada en vez del vampiro
asesino de sangre fría que eres, cabronazo.

Es una hijaputa.
Si no la respetara tanto, juro que en estos momentos la
retaría a un maldito combate solo para callarla durante un
tiempo forzándola a agachar la cabeza.
Arthas, al que oigo murmurar que somos una pandilla
de críos pendencieros que le produce constantes dolores de
cabeza, se frota los párpados cerrados con los pulgares bajo
sus gafas de sol antes de hablar para poner orden en la sala. No
todos llevamos gafas de cristales oscuros, pero ayudan con las
luces de los halógenos y la sensibilidad de nuestras pupilas. O
en su caso a no llamar la atención por la falta de ellas.
—Lo de la vidraz es cosa de Reno —inclina la cabeza
en mi dirección y yo le devuelvo el gesto con el mismo respeto
—. Aunque espero que ello no afecte a tu trabajo.
—Eso nunca —respondo con gravedad sin que haga
falta hacerlo.

Nada nunca ha afectado mi trabajo y nada lo hará.


Arthas emite un sonido de aprobación.
—Bien. Pues tema zanjado. Doy por finalizada la
reunión de hoy —decide—. Mañana os veré a la misma hora
antes de que abra el club para comunicaros la decisión que he
tomado respecto a nuestra respuesta a los Obscurus por la
muerte del informante que servía a este Concilio y la invasión
de nuestro territorio.

Nos levantamos y salimos de la sala sin que hagan falta


más ceremonias o palabras de por medio una vez Arthas hace
un ademán con la mano que siempre señaliza que ya no quiere
ver nuestras caras.
Mientras subo para ver cómo está Rocío, se me pasa
por la cabeza que debería comprobar en qué zona de la ciudad
vive la vidraz, no sea que se meta en un lío con otro Concilio
por llevar mi olor en su piel… y en su interior. Porque eso no
desaparecerá por muchas duchas que se dé la humana hasta
dentro de unos tres o cuatro días.
No con la cantidad de semen que he puesto en ella y
que, aunque no sea perceptible para los sentidos humanos, sí
que lo será para los de otros paranormales, ya sean vampiros,
cambiaformas u otra cosa.
Pero cuando subo, la mujer ha desaparecido y el puto
personal de la zona VIP no tiene ni idea de dónde vive. Solo
que ha salido del local hace algo menos de una hora.
—¿Por qué coño habéis dejado que se vaya sin más?
—le siseo a uno de los camareros, que palidece y da un paso
hacia atrás.
Me controlo para que mi irritación deje de afectar a mi
entorno y procuro moderar mi tono la próxima vez que hablo
porque los chicos no tienen la culpa de que yo sea gilipollas y
no les haya dicho que esperaba que la humana se quedara a
desayunar conmigo antes de llevarla a casa personalmente o
enviar a alguien de confianza con ella para asegurarme de que
volvía a salvo a su apartamento.
—Perdonad. —Aspiro una bocanada de aire que suelto
de golpe porque ni siquiera yo soy tan cabrón como para
pasarme de la raya con el personal solo por hacer su trabajo—.
Un mal día. ¿Sabéis al menos hacia dónde se ha ido?

El chico asiente y su amigo parece que ya no vaya a


cagarse encima. Lo que es una pequeña victoria en un día que
se ha torcido bastante a pesar de haber empezado al lado de la
mujer que me ha producido el mayor placer y las mejores
sensaciones de mi vida.
Y eso que he tenido sesiones de sexo mucho más
exóticas que la que tuvimos (desde fisting pasando por
penetración doble anal y hasta sadomasoquismo bastante
extremo) con cierta asiduidad durante un periodo de mi vida
en el que me dio por el sexo duro para llenar mis largas horas
de aburrimiento.
—Se… Se ha ido hacia el metro, sir —responde el
primer chico entre balbuceos—. Doug, el chico de recepción
de abajo, dice que la ha visto irse hacia la parada de la
avenida. No parecía tener coche en el aparcamiento.
El vampiro al que tuve que cubrir anoche porque uno
de sus hijos tenía problemas de estómago y su mujer trabajaba,
recuerdo de repente. Bendita sea la manía del personal de
cuchichear sobre la gente de la zona VIP y sus idas y venidas
por mera curiosidad.
—Perfecto. Gracias. —Sabiendo que no voy a sacar
nada más de ellos, suelto un sonido bajo y ronco de
agradecimiento y pongo rumbo hacia la zona de recepción,
situada en la entrada principal del establecimiento.
Si no consigo nada concreto tampoco esta vez, tendré
que sacar a la luz mis viejos instintos empolvados de cazador y
seguir su rastro a la vieja usanza, porque hay algo dentro de
mí, un instinto nada agradable, que me grita que Rocío no
debería andar por ahí sola cubierta de mi olor sin saberlo en
mitad de una guerra vampírica en ciernes.
«Seré imbécil. Debí haberle dicho que se quedara», me
recrimino a mí mismo con frustración.
Desconocía la extensión de nuestro feudo con los
Obscurus. Ahora, en cambio, no se me quita de la cabeza que
ella podría estar en peligro por mi culpa y eso me jode. La
mujer no se merece verse envuelta en esta mierda política por
sorpresa solo por haberse acostado conmigo, maldita sea.

Más les vale a los hijoputas de ahí fuera no ponerle la


mano encima a la vidraz, porque si lo hacen los mataré a todos
con mis propias manos, aunque tenga que teñir la ciudad
entera con su sangre.
Capítulo 7

Despertar en el club Inferno es una experiencia extraña para


mí.
Quizá porque todavía no puedo creerme lo que acabo
de hacer y porque, nada más abrir los ojos, lo primero que
recuerdo es la noche de pasión que compartí con Reno y el
increíble placer sexual que me hizo sentir.

Estoy convencida de que el maldito vampiro es un dios


en la cama, y también de que nunca volveré a sentir semejante
gozo entre las manos de un macho. Pero él lo ha dejado claro y
conciso desde el principio: solo una noche. Así que lamentar
que la experiencia más increíble de mi vida no vaya a repetirse
es algo inútil.
Tras levantarme y salir de la cama, noto que mi cuerpo
está hipersensible, especialmente mi zona íntima. Pero después
de todas las veces que lo hicimos y todas las posturas en las
que me puso, algunas de las cuales ni siquiera sabía que yo era
capaz de hacer, no me extraña nada.
Así que recojo mis cosas en silencio sintiéndome
cansada pero satisfecha, me pongo la ropa, arrugando la nariz
ante el olor a sudor y sexo que emana, y asomo tímidamente la
cabeza a través de las cortinas negras que separan el cubículo
VIP del pasillo obligándome a no pensar en que cualquiera
podría habernos oído anoche del mismo modo que yo escuché
a los de al lado mientras se enrollaban, ya que mis gritos de
placer y sus rugidos no fueron precisamente sutiles.
«Madre mía, Rocío, deja de darle vueltas a la cabeza,
cuadra los hombros y olvida al vampiro de una vez»,
refunfuño para mí misma, saliendo al pasillo cuando no veo a
nadie y recorriéndolo hasta que encuentro las escaleras que
llevan a la zona de abajo.
—Buenos días, señorita.
Me sobresalto cuando una voz masculina cargada de
diversión me saluda al asomarme a la entrada del club. Hay un
hombre sentado en una silla vigilando las puertas. No me cabe
duda, por el aura de peligro que emana y la intensidad de su
mirada, de que se trata de otro vampiro. Aunque este no sea ni
de lejos tan poderoso como Reno.
—Buenos días. —Trago saliva forzando a mi
nerviosismo a bajar hasta el fondo de mi estómago y camino
hacia las dobles puertas con la cabeza bien alta—. Que pase
usted un buen día.

Escucho su risa a mis espaldas. No es maliciosa, pero


está claro que sabe muy bien lo que ha pasado y que se está
descojonando a mi costa. Aunque no me arrepiento de ello así
que la incomodidad de su mirada se pasa en cuanto cierro la
puerta tras de mí.

Cuando salgo a la calle el sol me da de lleno en los ojos


y tengo que entrecerrarlos para que no me ciegue. Una vez se
me ha pasado el leve mareo que siento, decido caminar
tranquilamente hasta la parada de metro más próxima que me
deje cerca de casa.
Necesito una ducha y un buen desayuno, porque me
siento famélica.
«Supongo que de tanto ejercicio», me digo a mí misma
en voz alta, soltando una carcajada ahogada que cubro
rápidamente con una mano cuando uno de los viandantes se
me queda mirando como si fuese una rarita.

Con una sonrisa que soy incapaz de contener, me ajusto


la incómoda falda por segunda vez consecutiva y desciendo
por las escaleras del metro al llegar a la avenida de las
jacarandas, llamada así por los altos árboles de flor violeta que
adornan ambos lados de la misma.
Es entonces cuando empiezo a sentirme observada.

Miro hacia todos lados mientras estoy en el andén, pero


no veo nada más que a un grupo de universitarios que vuelven
a casa tras un día de fiesta y un par de personas mayores.

Aun así, la sensación de que me están observando con


malicia no se pasa ni siquiera cuando el tren llega y me meto
en él, y solo se hace más intensa conforme el viaje avanza.

—Perdone —le digo a uno de los trabajadores que se


pasean por el tren cuando me choco con uno sin querer debido
al extraño nerviosismo que me aqueja.
—Joder. Otra jodida borracha. Odio las mañanas de los
sábados —lo oigo murmurar mientras camino hasta el vagón
de al lado y me dejo caer sobre uno de los asientos, mirando a
ambos lados sin ver nada amenazador pero sintiéndolo en cada
fibra de mi ser.

Al llegar al final del trayecto, en cuanto me bajo del


metro, mis sentidos están tan alarmados que me asusto a mí
misma de las sensaciones que me provocan.
Es como si de repente fuera un conejo acorralado a
punto de salir de una trampa directamente a las fauces de un
lobo.

—¿Está usted bien? Está muy pálida —me pregunta


una señora mayor, que se para a mi lado con su carrito de la
compra a cuestas y me observa de arriba abajo.

—Serán drogas, Carla. Déjala estar, que llegamos tarde


—le dice un hombre un poco más joven que tiene pinta de ser
su hijo.

Estoy a punto de protestar y decirles que no he tomado


drogas en toda mi vida cuando alguien pone una mano en mi
hombro con fuerza y todo mi cuerpo me paraliza.

—Disculpen a mi novia, solo está teniendo un mal día.


Yo la ayudaré a que lo que le aqueja se le pase pronto —habla
una voz masculina con un deje de malicia implícito en su tono
que me pone el vello de punta.

Me giro hacia él mientras la pareja se aleja dejándonos


solos. Mide en torno al metro noventa, tiene el pelo negro
largo hasta el cuello y la piel cubierta de tatuajes negros en
alguna lengua extraña y ancestral. Su rostro de facciones
afiladas y pálidas es atractivo, pero hay algo en él que hace
que no quieras mirarlo dos veces. Un aura extremadamente
inquietante.

Es un vampiro. Pero también algo más que un vampiro.


Algo oscuro, horrible, malvado y peligroso que hace que el
corazón me lata frenético en el pecho y el estómago se me
cierre, causándome mareos y algo de vértigo.
Cuando me sonríe, sus colmillos destacan como los de
un dientes de sable sobre el resto, y por un momento mi mente
se los imagina cubiertos de sangre.
—Vaya. Vaya. No esperaba encontrarme con una puta
como tú mientras exploraba el territorio enemigo —me dice
con un ronroneo cruel que me hace pensar en torturas
inimaginables—. Y además una que apesta al jodido Reno
Dekaris.

—No… No sé de qué me hablas —balbuceo sin saber


qué decir porque mi mente está frenética y al mismo tiempo en
blanco debido al miedo.

Él se ríe de mi respuesta y aprieta la mano sobre mi


hombro hasta que algo cruje y amenaza con romperse,
poniendo una mano sobre mi boca e inclinándose sobre mí
para evitar que grite de dolor.

—Chhhh, putita. Te vas a venir conmigo sin rechistar


—me exige en voz baja sin dejar de sonreír con una amenaza
sutil pero presente en la curva de sus labios—. Serás un regalo
magnífico para Callum.
Capítulo 8

RENO

No está.
He seguido su rastro hasta el metro, pero lo he perdido
en uno de los muchos trenes que pasan por la vía en la que su
olor, entremezclado con el mío, todavía flota en el aire cuando
llego.
Recorro la vía como un poseso buscando la
continuación de su rastro, y finalmente lo encuentro en la ropa
de uno de los regidores del tren cuando las puertas de este se
abren.

Me meto rápidamente en el vagón y lo recorro hasta dar


con un asiento vacío que huele intensamente a ella.
Bingo.
Ahora solo me falta saber en qué maldita parada se ha
bajado.
Me maldigo una vez más por no haberle preguntado su
nombre completo ni dónde vivía, pero no tiene sentido
arrepentirse.
Al fin y al cabo, iba a ser solo una noche y nada más.
Pero ahora mi puto cerebro no deja de pensar en ella y
tengo la necesidad de protegerla y comprobar que está a salvo.

«Maldita sea, así que es verdad que las vidraz te


condenan a ser sus malditos esclavos cuando te las tiras», siseo
para mí mismo, detestando sentirme así pero incapaz de luchar
contra mis instintos más posesivos, que me gritan que la mujer
debería estar a mi lado, a salvo y lejos de mis enemigos.
—¿Qué es una vidraz? —pregunta un adolescente
envalentonado que aparta la mirada en cuanto mis ojos
cubiertos por las gafas de sol se fijan en él—. Quiero decir…
Carraspea con nerviosismo y se remueve en su asiento
emanando ansiedad y arrepentimiento por su pregunta
impulsiva.
—Una mujer cuyo tacto es el puto paraíso —le
respondo, compadeciéndome de él.

Los mortales son tan asustadizos…


Él se ríe, pero el nerviosismo persiste en sus ademanes,
en su lenguaje corporal y en su tono de voz.

—Entonces yo también quiero ser el esclavo de una —


se envalentona de nuevo.

Me río de su comentario de manera inesperada para


ambos. El crío tiene cojones a pesar de ser tan esmirriado.

Conforme pasan las paradas, me pongo más tenso, más


al borde de saltar contra todos y contra nadie, así que intento
distraer mi mente con la presencia del chico sin dejar de
buscar a Rocío con mis sentidos.
—Supongo que no habrás visto a una mujer bonita de
unos treinta con una minifalda negra, tacones de aguja y un
top de terciopelo negro bajarse en alguna parada, ¿no? —
suspiro, frustrado por lo difícil que es seguir un rastro por el
metro, aunque sienta una pulsación cada vez más intensa que
sospecho que son mis sentidos apuntando hacia ella como una
brújula.
—Pues en realidad sí —me asegura el chaval—. Se ha
bajado en la parada de la avenida Venus.
Me giro hacia él y le sonrío cuando noto que dice la
verdad. Podría no ser Rocío, pero algo dentro de mí me dice
que lo es.

—Gracias, chaval.

Me levanto y me preparo para salir por la parada que él


me ha indicado, aliviado de haberle preguntado aunque lo
haya hecho medio en broma.

—Podrías agradecérmelo convirtiéndome —se apresura


a decir el chico, levantándose con su patinete en mano, pero
parándose derecho junto a mí—. Siempre he querido ser un
vampiro.

—Naa —le replico, un poco impresionado de que tenga


los suficientes cojones no solo para hablar conmigo cuando el
resto del tren está en silencio como ratas que notan la
presencia de una pantera en las cercanías, medio encogidos
sobre sí mismos como suele ocurrir con la gente que se cruza
conmigo, aunque sea solo caminando por la calle—. Ya hay
demasiados vamps conversos ahí fuera. Hay que mantener el
equilibrio y todo ese rollo.
Él se tensa, pasándose la lengua por el labio superior.
Está sudando a mares, pero sigue en sus trece.

—Podría ser un esbirro muy fiel —insiste, bajándose en


la parada tras de mí.

Le tiemblan las manos, pero tengo la sensación de que


está acostumbrado a lidiar con el miedo de manera constante y
por eso puede combatirlo y no dejar que le domine como lo
hace con los demás.
Siento algo de pena por él. Está demasiado delgado
para su altura, que casi alcanza mi hombro, y sus ropas y su
mochila deshilachada hablan de pobreza más de lo que podrían
hacerlo sus palabras.

—No necesito ni quiero esbirros.

—Soy muy inteligente. Fui el mejor de mi clase. Y se


me dan muy bien los ordenadores. Y…

Me detengo en mitad de la vía y me giro hacia él


emanando impaciencia y mala leche y eso al fin lo hace callar.

—Mira, chico. Tienes un buen par y te respeto por ello


y además me has dado la información que necesito. Pero no te
voy a convertir. Lo que tienes que hacer es vivir tu vida como
humano lo mejor que puedas.

—Por favor —suplica, mirándome a los ojos a pesar de


que está temblando como una hoja al viento y se le nota a
punto de echarse a llorar.

Huele a desesperación.

Lo miro y veo lo que no había notado antes porque


estoy demasiado pendiente de la vidraz como para fijarme en
nada más. Tiene moratones en las muñecas que oculta con una
camiseta de manga larga sucia que apesta, el pelo grasiento,
una barba de unos días en las mejillas hundidas, los ojos
vidriosos de quien vive solo porque su instinto de
supervivencia le impulsa a ello y además el estómago le gruñe
de hambre. Huele a que ha dormido en la calle.

Es solo un chaval. No tendrá más de veinte. Y parece


haber tenido una vida muy dura, me incordia mi conciencia.
Tengo la sospecha de que vive en el metro porque no tiene
otro lugar al que ir.

Mierda. Soy un blandengue.

Suelto el aire de mis pulmones y me resigno a cargar


con él durante un tiempo y a las burlas y risas de mis
camaradas.
—¿Cuál es tu nombre?

—Conrad, sir.

Qué educado, sonrío para mí mismo obligando a mi


impaciencia a aquietarse unos minutos.
—¿Sabes dónde está el club Inferno?

—Todo el mundo sabe dónde está el club Inferno, sir.


—Su pulso se acelera y la desesperación que emana se tiñe de
esperanza.

—Muy bien. Pues ve allí y diles que vas de parte de


Reno Dekaris. Haré una llamada. Te darán de comer y un
trabajo —le digo, sintiendo algo dentro de mí retorcerse al ver
su expresión de puro alivio, que hace que se tambalee sobre
sus pies más de lo que el miedo lo ha hecho—. Pero no te
prometo nada sobre lo de convertirte, ¿entiendes?
—Sí, sir. Gracias, sí. Lo entiendo —replica él con la
voz temblorosa conteniendo las lágrimas y la sonrisa rebosante
de alivio que curva sus labios. Sus mejillas hundidas parecen
llenarse de algo de vida cuando sonríe—. Le juro que serviré
bien como esbirro.

Suelto una carcajada mientras mis ojos se desvían de él


y buscan cualquier señal de Rocío de manera instintiva.

—Nadie los llama esbirros hoy en día, chico —resoplo


—. Y ahora piérdete. Estoy ocupado.

—¡Gracias! —exclama él, y echa a correr hacia la vía


contraria en busca del tren que lo lleve al Inferno con esas
piernas raquíticas suyas.

«Joder. Seré idiota —refunfuño para mí mismo—. Me


estoy volviendo un sentimental. ¿Qué mierdas me pasa?».

Echo a caminar hacia una de las salidas olvidándome


del chaval y diciéndome que ya lidiaré con ese problema
luego… y me detengo en seco cuando percibo el rastro que
estoy buscando entrelazado con el de alguien más.

Un macho. Un mestizo de algo desconocido. Algo


salvaje y brutal.

Alguna especie rara de cambiante, deduzco.

Y se ha llevado a Rocío.
Contengo el aullido de amenaza e ira que presiona
contra mis pulmones para que lo deje salir porque no quiero
que la ciudad entera se cague encima y que la policía se
presente a hacer preguntitas en el club cuando me reconozcan
por las cámaras del metro, pero me cuesta.
Tenso, rabioso y con una sed de sangre que no había
sentido en milenios, sigo el rastro de la criatura con intención
de reducirla a una masa sanguinolenta de pedazos de mestizo
como le haya hecho daño a la vidraz.
Capítulo 9

El hombre desconocido me arrastra hasta la superficie y me


mete en un coche a la fuerza.
Algunos viandantes se nos quedan mirando, pero ni uno
solo se atreve a intentar echarme una mano a pesar de que les
pido ayuda y evidentemente estoy siendo raptada y arrastrada
a saber dónde contra mi voluntad.

Por mi mente pasan millones de preguntas.


Cómo ha sabido este hombre lo de Reno. Es acaso un
miembro del Inferno que se siente ofendido con que un
purasangre haya mantenido relaciones y bebido de una
humana. Si se trata de algún loco con una vendetta personal
contra el vampiro y qué leñes tendré yo que ver con todo
esto… pero ninguna de esas cosas soluciona nada.

—Mantente calladita y quieta —me ordena el hombre


mientras me sostiene una pierna con una mano y con la otra
conduce con calma sorteando el ajetreado tráfico de la ciudad
—. Si me causas problemas te romperé las piernas.
Lo dice muy en serio.
—Suéltame —le exijo yo cuando logro controlar mi
voz—. No sé qué crees que soy de Reno, pero solo ha sido una
noche y ya está. No soy nada para él.

Él se ríe entre dientes como si creyese que estoy


mintiendo.
—Si hubiese sido cosa de una sola noche un antiguo
purasangre jamás habría bebido de ti ni te habría marcado con
sus colmillos. No intentes tomarme el pelo. No nací ayer,
humana.
Me llevo una mano al cuello de manera automática y
noto un par de ligeros bultos allí donde Reno me mordió.
Tengo otra marca de esas en la cara interna del muslo
izquierdo y otra en la pantorrilla derecha. Cada vez que me
mordía, el éxtasis que sentía se incrementaba al mil por ciento
y yo, en mi delirio, no dejaba de pedírselo.
Ahora me arrepiento de ello, aunque parte de mí se
niega a sentirse así debido a que fue una maldita maravilla. A
pesar de que el precio esté siendo muy alto.

—Te juro que te equivocas.


—Y a mí me parece que mientes y que como no te
calles la boca te voy a dar un puñetazo.

—Pero es que no…


No veo venir el golpe. De hecho, ni siquiera me doy
cuenta de que ha cumplido con su amenaza hasta que noto la
sangre en la boca bajándome por la barbilla y un dolor intenso
en la mandíbula.

Este hombre está loco. Jadeo y escupo sangre sobre mi


falda y sobre la guantera de su Jaguar negro, tosiendo cuando
se me cuela en la garganta. No me hace falta un espejo para
saber que me ha partido el labio inferior y abierto un tajo en el
interior de la mejilla cuando esta ha chocado contra mis
dientes.
Duele un montón, pero contengo las lágrimas porque
mi rabia es mucho mayor que mi dolor.
—Hijo de puta —logro escupir entre toses que lo tiñen
todo de sangre.
Él vuelve a colocar la mano sobre mi muslo y lo aprieta
con fuerza hasta que gruño de dolor.

—No aprendes la lección, ¿eh? —suspira como si no


acabara de romperme la cara—. Quizá por eso a Reno le has
atraído. A mí también me gustan fogosas, pero cuando las
domino se vuelven tan sumisas que me aburro de inmediato.
Quizá tú seas diferente y logres complacerme más que mis
chicas habituales si Callum no decide quedarse contigo como
parte de su harén.

Tiemblo de miedo, de ira y de impotencia, y sé sin que


me lo diga por el gesto de su boca que a él le encanta verme
así y que es un maldito sádico que no atiende a razones y al
que no le importa la vida humana.

—Reno te encontrará y te matará. —No sé de dónde


saco la idea o la valentía para amenazarlo, pero me complace
de una manera muy oscura cuando noto el breve rictus de
miedo que muestran sus labios antes de que controle de nuevo
su expresión.

—Si el antiguo se acerca al territorio de los Obscurus,


Callum lo matará como ha hecho antes con otros de su calaña
—me replica él, pero traga saliva y conduce con mayor
rapidez.

Imagino que los Obscurus son un Concilio de vampiros


similar al Inferno, pero no sabía que las rivalidades entre ellos,
de las que se habla de vez en cuando en la tele, fuesen tan
extremas.

Ni que me iba a ver envuelta en ellas solo por


acostarme con un vampiro.

La mejor noche de mi vida acaba de convertir mi futuro


en un infierno.

Estoy aterrada.
Capítulo 10

RENO

«¡Joder! —maldigo cuando vuelvo a perder su rastro—. Debe


de haberla metido en algún coche».
Los transeúntes se alejan de mí a toda prisa, alarmados
por mi exabrupto, pero yo solo tengo cabeza para Rocío.
Mierda. Lo que temía se ha hecho realidad: la van a
usar contra mí por mi puta culpa. Por mi maldita lujuria y mi
curiosidad.
Puede que sea un hijoputa, pero jamás he hecho que un
inocente pague por mis pecados. Y Rocío es mucho más que
eso.
Saco el móvil del bolsillo y marco el número personal
de Sergey, que contesta al cabo de unos segundos.
—Necesito que compruebes algo por mí —espeto nada
más descuelga el teléfono.
—¿El qué?

—Dime si hay algún Concilio o manada que tenga en


sus filas a un mestizo de vampiro con un cambiante extraño.
Algún tipo de gato que no había olido antes.
Sergey se queda en silencio.
—¿Dónde estás y qué coño está pasando, Reno?
¿Necesitas a alguien que te cubra las espaldas?
—Sergey. —Aprieto los dientes y evito sisearle con
amenaza—. Dime si lo sabes o no.
Él suelta un largo suspiro y puedo imaginarlo
frotándose las sienes como cuando sabe que se avecinan
problemas que le van a dar dolor de cabeza.
—Obscurus.
—¡Puta ostia! ¡Maldita sea! —rujo a pleno pulmón.
La gente grita y huye de mí, pero a mí me importa un
bledo.
—¿Por qué querías saber eso? Además, si hubieses
prestado atención en la reunión lo habrías sabido. He
informado a Arthas de todo lo que sabemos de sus miembros
y…
—No es el momento de una de tus jodidas regañinas,
mamá gallina —lo interrumpo antes de que se lance en un
monólogo intentando inculcarme esa sensatez que él valora
tanto—. Cuéntame por dónde se los ha visto por última vez.
Dónde está su guarida actual.
Sergey maldice en voz alta con fuerza.

—Mierda, Reno. Si te metes en un lío con Arthas por


actuar contra los Obscurus por tu cuenta…

—Tienen a la chica.
—¿A quién?
—A la mujer con la que me he acostado, coño. No seas
obtuso —gruño—. La criatura esa se la ha llevado. Y voy a
matarlo, Sergey. Le guste o no a Arthas, esa cosa está muerta y
aún no lo sabe.

El líder de nuestra red de espías maldice con ganas de


nuevo.

—No hagas nada impulsivo. Voy a hablar con Arthas y


te llamo.
Y me cuelga el maldito teléfono sin decirme dónde
están.

Pero no importa.

Sé perfectamente que algunos de sus informantes


trabajan por la zona. Así que solo es cuestión de encontrarlos y
averiguar cuál de ellos conoce el paradero del escondite de
esas ratas.
Capítulo 11

Salimos de la ciudad por la interestatal y nos metemos por una


carretera lateral sin asfaltar a unos kilómetros de la ciudad.
Antes de darme cuenta, ha atardecido y estamos
entrando en el camino de gravilla de una lujosa mansión
victoriana.
El imbécil de mi secuestrador aparca su coche en el
garaje y me saca a rastras del mismo.
—¿No te he dicho que te daría otra vez si no dejas de
resistirte? —se irrita por mis intentos de librarme de sus
gruesas y fuertes manos.

—¡Suéltame! ¡Que te jodan!


—Maldita zorr…
Está a punto de pegarme de nuevo cuando una voz nos
interrumpe.
—¿Qué tienes ahí, Paxes?
Alzo la mirada hacia la escalera que lleva a la casa
desde el interior del garaje y veo a una mujer de largo cabello
rubio y piel pálida como la muerte que me observa con
frialdad.
—A la puta de Reno de los del Inferno. Me la he
encontrado en el metro.
Para mi asombro, ella maldice, se da la vuelta y entra
en la casa a toda prisa.
Paxes, que parece ser el nombre de mi secuestrador,
resopla y la insulta por lo bajo. No es difícil deducir que este
hombre es un misógino de mierda.
—Venga, arriba. No me hagas cargar contigo o te
arrepentirás —me amenaza, agarrándome de una muñeca hasta
dejarme moratones y forzándome a entrar en la casa.
Subimos otro trecho de escaleras y salimos a una lujosa
entrada con suelo en damasco, estatuas romanas en cada
rincón y altas macetas con frondosas plantas que le dan una
apariencia de los años veinte.
Oigo voces al final del amplio pasillo por el que
navegamos mientras nuestros pasos hacen eco sobre el mármol
y mi sangre lo mancha con el goteo constante de mi labio y mi
nariz.
—… Todavía no estaba en nuestros planes. Puto Paxes.
Siempre tan impulsivo —sisea la voz de la mujer de antes.

—¡Mirad lo que traigo! —anuncia Paxes, lanzándome


con fuerza hacia delante hasta que tropiezo con una alfombra
negra y blanca y caigo de rodillas sobre esta.

Cuando elevo la mirada, veo a un grupo de hombres y


mujeres sentados en altas sillas estilo barroco con respaldos
dorados a lo largo de las paredes de una amplia sala de cuyo
techo cuelga un candelabro aún más recargado que sus tronos.
Aunque hay uno de ellos que destaca más que el resto. Uno
que me pone los pelos de punta incluso más que Paxes.
Está sentado en un rincón de la sala inclinado mientras
apoya sus antebrazos sobre sus rodillas. Su piel es pálida. Sus
ojeras pronunciadas. Su pelo de media melena es graso y
negro como el ébano.
Y en sus ojos de esclerótica e iris negros sus pupilas
arden como brasas del infierno más temible de todos.
Un demonio, me susurra mi cabeza con espanto.

El vello de todo el cuerpo se me eriza y un grito queda


atrapado en mi garganta cuando nuestros ojos se cruzan.

Es la sensación más terrible que he experimentado


nunca.
Mi cuerpo tiembla y oigo risas distantes, pero durante
largos minutos soy incapaz de conectar con la realidad.

—La humana está aterrada de Callum —se burla una


voz masculina de barítono.

—¿Quién no lo estaría? Nuestro Callum aterra hasta el


más confiado de los purasangre —ríe una nueva voz femenina.

El demonio sonríe levemente y aparta la mirada,


liberándome del miedo paralizante que a mis instintos le
provocan sus ojos. Como un ciervo atrapado por las luces de
un coche a toda velocidad. Cuando vuelvo en mí, Paxes se ha
sentado en el único de los dos tronos vacíos que hay en la
habitación y está comiéndose unas galletas y bebiendo vino
mientras sonríe de manera ufana sin ningún tipo de
arrepentimiento.
—¿Cómo coño sabes que es de Reno? —le pregunta un
vampiro rubio pálido de pelo corto y labios enrojecidos por lo
que empiezo a creer que no es vino, sino sangre.
La habitación, me doy cuenta cuando mis sentidos se
centran de nuevo en algo que no sea solo el miedo, apesta a
ella.

—Porque ella huele a él, ¿tan hecha un asco está tu


nariz por la mierda que consumes que no lo notas? —declara
Paxes, y el otro miembro de su Concilio le hace un gesto
vulgar y rabioso con la mano alzada—. Además, me recorrí el
territorio de los Inferno para aprenderme sus olores,
¿recuerdas? Esta es de Reno —me señala con un dedo
extendido—, seguro. No me cabe duda alguna de ello.
Intento levantarme, pero las piernas me fallan y
escucho nuevas risas. Me cuesta dos intentos lograrlo.

—De… ¡Dejadme ir! —demando.

Pero me ignoran como si no hubiese hablado.


—¿Y qué se supone que hacemos con ella ahora? Es
demasiado pronto para enfrentarnos a los Inferno y a Arthas. Y
tú los acabas de provocar raptando a una de sus chicas —se
queja un hombre pelirrojo.

Cuento cuatro hombres, incluyendo al demonio y a mi


captor, y tres mujeres.
Dos de los hombres y una de las mujeres parecen
irritados con Paxes, pero no tengo mucha fe en que ello les
haga liberarme. Algo en mis tripas me dice que más bien me
matarían y descuartizarían para esconder el cuerpo y librarse
de mí y de la carga que les supongo.
—¿Y realmente crees que a Reno le importará el que
hayas raptado a una de sus chicas? —resopla una mujer
morena de cabello corto y ojos sádicos.
—Mírala —replica Paxes—. Está marcada. Por su
aroma, por sus colmillos, por su jodida polla… ¿no lo notas?

—¿Y qué? —rebate la misma mujer—. Eso es


irrelevante. Es solo sexo.

Paxes se irrita de manera visible y hace un gesto brusco


con la mano.

—Un antiguo no se alimentaría por primera vez en su


malditamente larga vida de una humana si ella no fuera
importante —insiste.

Pero la mujer no está convencida, y alza una ceja


perfectamente depilada con desdén. Se nota que Paxes no le
cae nada bien. Y el desagrado es mutuo.

—Si ella fuera importante, como tú crees, bestia


descerebrada, Reno no la habría dejado vagar en mitad de un
territorio en conflicto sin protección.
Se me hielan las tripas al oír eso.

Ni siquiera sabía eso. No sabía nada. A pesar de que


sigo sintiéndome intimidada y asustada de estas gentes, el
enfado que siento con Reno se está incrementando de manera
proporcional al dolor de mi cara y al empeoramiento de la
situación en la que estoy.
—Elisandra tiene razón —interviene el vampiro
pelirrojo—. No creo que la humana sea relevante. Has
interrumpido una reunión importante del Concilio después de
no haberte presentado a ella como debías hacer en un primer
momento para nada.

—Yo tampoco —añade el rubio, que mira a Paxes con


una sonrisilla de menosprecio—. Pero no podemos culpar a
una bestia de no poder distinguir lo relevante de lo que no lo
es. Nuestro Paxes no tiene capacidad mental para ello.

Mi secuestrador se levanta de su asiento como un


resorte y emite tanta ira que llena la sala de la pesada
sensación de su aura. Incluso el rubio, sentado justo frente a él,
se encoge ligeramente aunque mantenga la barbilla alzada con
tozudez.

—Vuelve a decir algo así y te arrancaré la garganta,


joputa —ruge Paxes—. Sé lo que digo. Esa —me señala de
nuevo con un dedo alargado que le tiembla de rabia—, es
importante para el jodido Reno de los Inferno. Y punto.

—Aunque lo sea —habla el demonio, y silencia a toda


la sala con el escalofriante sonido de su voz—, ¿qué más dará?
Todos van a morir muy pronto. Que provoques a Reno o no es
irrelevante.
Paxes traga saliva de manera visible y se deja caer con
sumisión en su asiento.

—Sí, Callum. Perdona. He sido impulsivo.

El demonio hace un gesto de aquiescencia con la


cabeza.

—Lo has sido. Pero no pasa nada. La chica es —se gira


hacia mí y clava su mirada en mi figura, que repasa de arriba
abajo con un interés que no puedo descifrar, pero que me
acelera los latidos del corazón del miedo más puro—…
interesante.

El silencio que suena en la sala es pesado y tan afilado


como una navaja. Todos se miran entre sí como si se
preguntaran si lo que acaba de decir Callum es real o no.
Como si no se lo creyeran del todo y pensasen que están
dentro de una ilusión.
Yo, en cambio, no puedo evitar fijar la vista en algo que
no había visto antes porque estaba demasiado pendiente de la
amenaza que suponían los vivos que me rodeaban: el cadáver
a medio devorar de un hombre de mediana edad que hay a un
lado de la sala, a menos de un par de metros de Callum.

Y la sangre fresca que el demonio todavía tiene en los


colmillos cuando habla.
Capítulo 12

ARTHAS

—¿Que Reno ha hecho qué?


Debo darle el crédito que se merece a Sergey. Puedo
notar cómo se le encogen las pelotas debido a mi tono de voz,
pero apenas da muestras de ello.
—Se han llevado a su chica a territorio de los Obscurus
a la fuerza, sir. Está seguro de ello. Y él ha ido tras ella con
intención de recuperarla. No he podido convencerlo de lo
contrario.
El hecho de que use el «sir» y esa entonación de
máximo respeto sin bromas de por medio me dice lo serio que
es esto.
—Esta mañana me ha asegurado que la chica no
influiría en su trabajo —refunfuño para mí mismo en voz alta,
intuyendo otra migraña muy próxima y regañándome por no
haber visto venir la inmensidad del problema que supondría
que Reno se haya acostado con una vidraz.
Sergey se encoge de hombros.

—Creo que ni él mismo se esperaba la intensidad del


vínculo que ahora tiene con ella, jefe. Y que además se siente
responsable por la seguridad de la chica —me explica
cambiando su peso de un pie a otro con nerviosismo—. Ya
sabe cómo es Reno, sir. Puede que sea un capullo, pero no es
un mal tipo. No dejaría a la humana a su suerte si creyese que
la van a matar por su culpa.
—Cierto.
Por eso mismo lo acepté en el Inferno. Si no hubiese
tenido algún tipo de ética, lo habría rechazado cuando lo
conocí. Jamás le habría hecho la oferta de trabajar bajo mi
mando si no hubiese visto algo bueno en él.
Soltando un suspiro, me levanto de mi asiento y
presiono el botón de llamada que enviará la señal a todos los
miembros del Concilio, ya sean jefes o trabajadores, para que
se reúnan en la sala más grande de la zona de personal y
detengan los preparativos de apertura del club.
No esperaba que las cosas sucediesen tan rápidamente,
pero supongo que la vida siempre trae consigo sucesos
inesperados.
Al menos podré vengar a un viejo amigo muy pronto,
me consuelo.

Detesto las masacres, pero eso último me hace sonreír.

Llevo semanas deseando calmar la sed de muerte que


ruge en mi interior y los Obscurus acaban de darme la excusa
legal perfecta para ello.

De otro modo, la ley de Concilios me obligaría a


esperar un ataque por su parte o a pedir una reunión de todos
los Concilios de la ciudad para informar de mis intenciones y
someter a votación si tengo derecho o no a invadir el territorio
de otro Concilio sin provocación directa de por medio.
Pero si han raptado a la chica de Reno y cuando él vaya
a recuperarla se niegan a negociar y además lo atacan a él sin
más… eso podría ser considerado una provocación directa.
Una muy frágil que tendré que defender ante el resto de jefes
de Concilio de la ciudad y quizá del país entero si la pelea se
nos sale de las manos, pero al menos es algo legal a lo que
aferrarse, que es lo importante.
Detesto la política, pero debo jugar a ella. Seguir la ley,
por molesta que sea, es lo que nos separa de las bestias
barbáricas.

—¿Ya están todos reunidos? —le pregunto a Laeka


cuando subo al escenario de la sala de reuniones quince
minutos después y cuento las cabezas de los miembros del
Inferno.
—Sí, señor —responde ella poniéndose firme y
quedándose de pie tras de mí en el escenario—. Todos.

No somos muchos. No tanto como en otros Concilios,


al menos, pero valoro a cada uno de estos capullos más que a
mi propia vida.

Son mi propósito. Mi elección. Mis subordinados.


Dirigirlos y administrar este Concilio, sus políticas y sus
propiedades, es lo único que a veces me mantiene cuerdo
durante mis eternos milenios de vida.

Los necesito tanto como yo a ellos, y eso lo sé, aunque


mis subordinados no sean conscientes de ello.
«Sin propósitos —me decía mi abuela de manera
continua de pequeño—, no somos nadie. Solo locura y desidia.
Y eso en alguien tan poderoso como tú, Arthas, es muy
peligroso. Demasiado peligroso. Por eso necesitas encontrar tu
lugar en el mundo. Y si no lo encuentras, créalo, hijo mío. Por
lo que más quieras. Por el bien de tu cordura y de las
dimensiones que componen nuestra realidad, debes tener un
propósito que te mantenga en calma y centrado. O acabarás
como tu querido tío: enloquecido y encerrado para siempre en
una prisión inexpugnable. Eternamente solo por ser
considerado un peligro para los demás».

—Miembros del Inferno —alzo mi voz hasta que se


escucha en los confines de la sala de reuniones y siento a los
más de cuarenta pares de ojos clavados en mí con interés y
curiosidad—. Gracias por asistir a esta reunión de
emergencia…

Reno se va a llevar una buena bronca por actuar sin


consultarme.
Pero antes debo traer a ese niño díscolo e impulsivo a
casa con vida y de una sola pieza.
Capítulo 13

—Siéntate.

Para ser un demonio, es inusualmente educado… a


pesar de que su habitación esté llena de restos humanoides de
cadáveres frescos a medio consumir.
Me pregunto si a ellos también les habrá ofrecido
asiento y vino antes de devorarlos, me susurra mi mente con
morbosidad.
Tomo asiento en la silla tapizada manchada de sangre
que él me indica mientras deposita una copa de vino blanco y,
extrañamente, un plato de patatas fritas del McDonald’s frente
a mí.
—Lamento no tener más aperitivos humanos —me dice
el demonio con esa voz fría de ultratumba suya—. Esto es lo
que llevaba encima mi última comida cuando lo capturé hace
unas horas.

—Joder, qué sincero —suelta mi boca sin mi permiso.


Él, para mi asombro, deja salir una carcajada que
retumba haciendo eco en las paredes de la enorme habitación
estilo rococó, como casi todo el resto de esta ridícula mansión.
Las alfombras rojas teñidas de sangre cubren cada ápice
del suelo de mármol blanco y negro y los muebles de caoba
decorados con pintura dorada, al igual que la enorme cama con
dosel de terciopelo rojo, llenan cada rincón hasta hacer que la
inmensa estancia parezca casi tan asfixiante como su dueño.
Las gruesas cortinas caen de suelo a techo tapando los
ventanales cubiertos de polvo y con manchas, cómo no, de
sangre.
Mires donde mires, el escenario solo es de pesadilla. Y
eso solo obviando los huesos, los cuerpos y el olor a muerte
que permea el aire y me hace querer vomitar.
—¿Por qué me has traído aquí? ¿Me vas a comer? —
reúno el valor de preguntarle a mi nuevo captor.
Él se encoge de hombros.

Se ha quitado el largo abrigo negro y su piel pálida y


ligeramente grisácea reluce bajo la luz de los candelabros que
mantiene encendidos en la superficie de todos los muebles.
Sus ojos antinaturales no se apartan de mí.
—Tal vez.

No creo que esta criatura sepa mentir. O que tenga la


necesidad de ello.

Aunque no es un consuelo.
—Al menos espero que me mates rápidamente —me
tiembla la voz cuando lo digo.

«Quiero vivir», eso es lo que quiero gritarle. Que


quiero vivir. Que no me mate. Que quiero volver a casa. Que
quiero despertar en mi cama y creer que esto es una pesadilla y
nada más que una pesadilla.
—Lo intentaré —asiente él como si fuera una promesa.

No sé por qué me río. Quizá de miedo o tal vez de


nervios, o es posible que esté perdiendo la chaveta.
Él me aterra y me sorprende una vez más cuando se
inclina sobre la mesa y toca mis labios con uno de sus dedos
alargados, acariciándolos como si estuviera fascinado por el
sonido que acaba de salir de ellos.

Se pasa la lengua por sus labios ligeramente


ennegrecidos como si de repente tuviera hambre y yo me
estremezco. Su tacto es frío y caliente a la vez. Tan
espeluznante como todo él.

—Eres tan curiosa…


—¿Por qué? ¿A qué te refieres?

—Hueles mal y bien.

Mi respiración se acelera porque estoy perdiendo el


control sobre mi pánico de nuevo. Y lo odio. Lo detesto.
Porque en lo único en lo que pienso es en lo asustada que
estoy. En que estoy rodeada de personas que seguramente
estuvieron tan aterradas como yo. Que suplicaron una piedad
que no obtuvieron. Que yo quizá no obtenga.
—No sé por qué —añade él—. Y eso me fascina. Así
que te mantendré aquí hasta que sepa el porqué.

—Podrías… Podrías dejarme ir…


Por intentarlo que no falte.

—No —replica de manera tajante.

Ladea la cabeza al mirarme y sus pupilas se clavan en


mi garganta.
—Desnúdate.

Me tenso como una vara y luego me encojo ligeramente


sobre mí misma.
—No quiero.

Es su turno de sorprenderse.

—¿Por qué no? Nunca nadie se niega a nada de lo que


le pido.

¿No te jode? Seguramente no son capaces ni de pensar


con racionalidad. A mí me está costando mucho.
—Es mi cuerpo.

—Lo sé.

—Y no quiero desnudarme.

Él hace una mueca. Como un crío al que le niegan su


juguete favorito.

—Pero yo quiero verte desnuda.

—¿Por qué? —es mi turno de replicar.

Ni siquiera sé de dónde estoy sacando tanta valentía.

Por favor, por favor, por favor, que no sea nada sexual,
le suplico al universo.

—Siento curiosidad por encontrar de dónde viene ese


olor tan dulce que tanto me gusta —me dice—. Quiero
encontrarlo y tu ropa me molesta. Apesta a vampiro.

No sé a qué se refiere con eso del olor dulce, y estoy a


punto de decírselo cuando suena una alarma en toda la
mansión y él se incorpora de golpe de su asiento.

—Quédate aquí —ordena con irritación—. Voy a ver


qué es lo que pasa.

Y se va, dejándome sola en su comedero.


No sé lo que está pasando, pero el alivio que me
embarga es sustituido con rapidez por la adrenalina cuando me
doy cuenta de que esta va a ser seguramente mi única
oportunidad de escapar.

Y no pienso desaprovecharla.
Capítulo 14

RENO

Está aquí. Puedo sentirla cerca.


Sergey tiene razón. Hay una especie de conexión entre
nosotros. No sé qué pensar de ella, pero ahora mismo no
puedo centrarme en eso. Tengo que rescatarla.
Este lugar apesta a demonio. Demonio de los peores: de
los del sexto infierno. Los caníbales salvajes que enloquecen y
son expulsados debido a que incluso otros demonios los
desprecian y los temen.
Uno así no sería gran cosa para Arthas, pero ahora
mismo yo estoy en desventaja porque también huelo al
mestizo de gato y a otros cinco vampiros, tres de ellos
hembras, en las cercanías. Así como a varios siervos
patrullando la mansión. Aunque esos últimos no me
preocupan.
Calculo que los únicos que me causarían problemas son
el demonio y una de las mujeres. El resto son poco más que
escoria fácil de matar, por el aura de pusilánimes que emiten,
pero aun así trato de mantener mi poder encerrado en una bola
en mi interior mientras me deslizo por el terreno de la mansión
tras partirle el cuello a uno de los guardias de las puertas y
colarme usando su uniforme.

Me ha dolido tener que deshacerme de mi chupa de


cuero favorita, pero todo sea por sacar a Rocío de aquí cuanto
antes de manera lo más discreta posible. Lo que atenta contra
mi naturaleza de caos y destrucción, pero no quiero que la
arrastren como rehén y le hagan más daño del que puedan
haberle hecho ya.

«Como le hayan puesto una mano encima…», siseo


para mí mismo, ocultándome tras las sombras de un alto roble
y alzando las tinieblas para cubrirme cuando uno de los
principales miembros del Concilio del Obscurus, un tipo
pelirrojo bastante insulso que tiene pinta de serpiente
escurridiza, sale a paso airado de una de las puertas traseras
acristaladas de la mansión murmurando maldiciones contra «la
puta bestia» entre dientes.
Lo observo desviarse por un caminito de piedra hacia
una de las casetas laterales, donde llama a la puerta y es
recibido por una mujer de largo cabello rubio que parece ser su
amante y le deja entrar con una falsa sonrisa de oreja a oreja.
Bien, uno que estará entretenido durante un rato. Una
pena que no haya podido descuartizarlo, pero todo llegará a su
hora. El fin del Obscurus está cerca.
Si Sergey o el jefe me vieran siendo sutil y comedido
no se lo creerían. Y hablando del jefe, en cuanto se entere de
lo que estoy haciendo… espero que no se lo tome muy mal. Es
muy de planes cuadriculados y no le gusta la impulsividad. De
ahí que siempre diga que le damos dolor de cabeza.
Pero no hay tiempo para pensar en Arthas y en lo
cabreado que va a estar conmigo. Rocío me espera.
Me cuelo por la puerta que el Obscurus ha dejado sin
cerrar y entro en una cocina de estilo victoriano recargado
vacía de personal, pero llena hasta arriba de restos
humanoides.

Miro a mi alrededor con asco y mi preocupación por


Rocío se incrementa. Si esta gente no consume de manera
legal, ya sea de voluntarios, de contratados o de sucedáneos de
sangre como el Truered, es muy posible que piensen en ella
como un saco de sangre y nada más.

Debo darme prisa, maldita sea.


Mi sed de sangre se está incrementando y me está
empezando a costar controlarla.
Me concentro y la localizo arriba. Y noto una presencia
más. Una que ahora que estoy cerca me hiela la sangre cuando
me doy cuenta de cuál es exactamente.
El demonio.

El jodido demonio está con ella.


Se la han entregado en bandeja al maldito caníbal.

Los voy a matar a todos.


Mi visión se vuelve llamas y las sombras estallan a mi
alrededor. El rugido que sale de mí retumba en todas las
habitaciones de la casa que no estén selladas para que no se
escuchen los gritos y las alarmas empiezan a sonar a toda
pastilla en cada rincón de la propiedad.
A la mierda la sutilidad. Voy a sacar a ese demonio de
su guarida a la fuerza a base de terror, aunque me cueste la
vida si con ello lo alejo de ella.

—¡Nos invaden! —grita una voz masculina


acercándose cada vez más.
—¡Proviene de la cocina!

Entran como una manada de desconcierto y


desorganización. Algunos de ellos llevan armas de fuego,
otros las manos desnudas, pero eso no importa.

Les sonrío mostrándoles los colmillos en toda su gloria


y dejo que mi poder se extienda como una oleada de muerte a
mi alrededor, paralizando a la gran mayoría de la docena de
vampiros y mestizos, incluyendo cinco de los miembros del
Concilio (excepto el pelirrojo, que seguramente estará
cagándose de miedo escondido con su amante). El demonio
llega instantes después a toda prisa y se sube en cuclillas a una
encimera que hay a mi izquierda con las garras extendidas
listo para el ataque. Es el único que logra desasirse de mi
agarre de sombras y permanecer alerta y en movimiento.
Es más poderoso de lo que pensaba.

Pero no importa. Morirá igualmente por lo que han


hecho.
—¡Felicidades! —exclamo con una voz que hace eco
en las tinieblas que invaden la habitación—. Hoy es el día en
el que vais a morir todos.
—¿Lo… lo veis? Os dije que ella era importante.

—Cállate, Paxes —le silba un hombre rubio que se mea


encima de miedo antes de dirigirse a mí en tono sumiso—.
Antiguo, si hubiéramos sabido que eras tan poderoso y que
ella era tuya…

No le da tiempo a decir más.

Mis sombras le rebanan la cabeza y cae al suelo junto


con otros dos miembros de su Concilio y tres de sus siervos.

El resto huyen despavoridos o, en el caso de la mujer


que podría intentar hacerme frente, deciden que no vale la
pena entrometerse en la pelea que está a punto de comenzar.
Porque la verdadera lucha a muerte da inicio cuando el
demonio salta a por mí con un alarido digno de una banshee, y
lo saben tan bien como yo.

—Te voy a devorar —sonríe el bastardo mientras


esquivo su intento de destriparme y lo estampo contra la pared
con mis sombras, dejando un boquete en los azulejos con la
fuerza del golpe.

—No si te mato antes, exiliado.

Se lanza a por mí de nuevo y alzo mis sombras como


una metralla de espinas directas a su pecho, atravesándolo y
empalándolo contra el suelo, pero el demonio se alza de nuevo
una vez las tinieblas se escurren para unirse al resto de las que
se arremolinan a mis pies y en los rincones de la cocina y las
heridas comienzan a cerrarse de manera casi inmediata.

Lo que significa que seguramente ha comido


recientemente, y dado que tener el estómago lleno hace que
estos seres se regeneren con mayor rapidez, las heridas
tardarán un rato en empezar a debilitarle hasta que lo tumben
del todo una vez se canse y no se cure a sí mismo con tanta
facilidad, por lo que sé de su especie, que no es tanto como
ahora mismo me gustaría.

Me permito extender parte de mis sentidos hacia Rocío


mientras golpeo en uno de sus brazos hacia un lado para que
no me arranque la cara con las garras y me invade un profundo
alivio cuando la siento al otro lado del jardín, cerca de la casa
en la que ha entrado el pelirrojo y lejos de la habitación del
demonio.

—Tus sombras son un incordio —se molesta el diablo


cuando una de ellas le retuerce un brazo y se lo parte con un
sonoro crujido.

Es como un crío psicópata frustrado, noto con desdén.


Sabía que los de su calaña no suelen tener mucha inteligencia
o perspicacia, pero no que fuera tan evidente.

—Dejarán de serlo cuando te mueras.

Suelto una carcajada cuando veo su rostro de evidente


confusión y ello solo aumenta su desconcierto y su enfado.

Se lanza a por mí de nuevo con mayor ahínco y esta vez


no logra destriparme por muy poco. Consigo hacerme a un
lado y estamparlo contra la isla central de la cocina,
partiéndola en dos con su cabeza, pero no tarda ni dos minutos
en regenerarse y empezar a ponerse en pie.

—Me cago en los malditos diablos caníbales. ¿No


podrías haberte quedado en el sexto infierno para siempre?
—Era aburrido. Y además me han exiliado por
portarme mal —replica él como si nada, preparándose para
saltar sobre mí de nuevo—. No les caigo bien porque me comí
a mi madre y eso está prohibido. Mi padre se enfadó mucho.
Perfecto. Un demonio que ni siquiera le cae bien a otros
demonios caníbales porque hasta a ellos les parece inmoral. Lo
que le faltaba a este mundo.

Este sí que va a ser un adversario digno para poner al


límite todas mis habilidades por primera vez en mis largos
años de vida.
Capítulo 15

Salir por la terraza una vez logro abrir los ventanales no es una
buena opción. Soy una pésima escaladora y no hay como bajar
desde el segundo piso hasta el jardín sin romperme la crisma
en el proceso. No sé cómo lo harán en las películas. En la vida
real es imposible.
Así que solo me queda el pasillo.

Por suerte, el demonio ni siquiera ha cerrado la puerta


de la habitación del horror con llave. Quizá porque ni se le
pasa por la enloquecida cabeza que su próxima comida tenga
el valor suficiente como para huir.
Pues está equivocado.
Harta de los tacones y sabiendo que no voy a poder
correr con ellos puestos, me los quito y los dejo sobre la
alfombra, pero luego cambio de idea y decido coger uno para
usarlo como arma… hasta que veo de reojo al incorporarme
que hay una daga sobre una cómoda cercana. Justo al lado de
un cráneo humano que apesta bastante y parece muy real.
Nada de esos de plástico que venden en los bazares chinos.
No. Este tiene toda la pinta de ser genuino. Como todos los
huesos y restos presentes en todos los rincones de la
habitación.
«Al fin algo de suerte», murmuro para mí misma
cogiendo el arma por la empuñadura con una mano mucho
más firme de lo que me siento por dentro.
Es hermosa. Es plateada y tiene rosas negras talladas en
el mango. Pero su belleza es irrelevante. Me hubiese
importado un pimiento que fuese más fea que Picio mientras
estuviese afilada. Y cuando compruebo su filo contra la
delicada piel de mi pulgar, sonrío para mí misma soltando el
aire con satisfacción.
Ahora tengo un arma con la que defenderme. Y pienso
usarla si es necesario. Ha sido muy tonto por parte del
demonio dejarme sola con ella en la habitación, pero,
honestamente, no parece muy listo.
Mortífero, sí. Listo, no.
Salgo por la puerta tras entornarla, asomarme y
comprobar que no hay nadie a la vista procurando controlar la
respiración y los latidos de mi corazón.
Y entonces un rugido resuena por toda la casa y el
susodicho, que ya ha recibido demasiadas emociones en dos
días (más que en toda mi vida), se me para en el pecho.
Cuando me doy cuenta estoy corriendo a toda prisa en
dirección a las escaleras mientras a mi alrededor los habitantes
de la casa o huyen despavoridos como hago yo o van directos
hacia la cocina mientras chillan que el rugido proviene de allí
y que hay un intruso. Ni siquiera me prestan atención. Están
demasiado preocupados como para eso.

Voy hacia la entrada de la mansión por la que Paxes me


ha arrastrado antes, pero la puerta de entrada está bloqueada y
la que lleva al garaje también, así que me toca dar media
vuelta y correr tan deprisa como puedo hacia la parte trasera
de la casa con la esperanza de hallar otra salida, donde por
suerte encuentro una puerta de madera acristalada con un
simple pestillo antiguo de metal fácil de abrir que da al jardín.
Una vez fuera, agarrando la daga con ambas manos,
miro a mi alrededor de manera frenética y compruebo que no
hay nadie a la vista.
Solo yo, una casita de piedra en la lejanía cuyas luces
están encendidas, un montón de ruido como de una pelea
infernal a mi izquierda proveniente de la otra esquina de la
mansión (a la que no pienso acercarme jamás), y ante mí un
enorme terreno de hierba con caminitos de guijarros bordeados
de setos y lámparas encendidas, todo muy mono, incluso hay
una zona de bosque al fondo del mismo.

Más allá de ese bosque puedo ver el techo de lo que


creo que es el club nocturno Obscurus, del que he oído hablar
y al que me planteé ir porque había oído que se estaba
poniendo muy de moda entre los humanos a pesar de estar en
la parte exterior de la ciudad (y menos mal que no lo elegí al
final).
Así que debo ir hacia el otro lado.

«Bien», me digo a mí misma.

Me doy la vuelta y me pongo a caminar por la esquina


derecha de la mansión.
Y me doy de bruces con una vampiresa.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí?

—Mierda —replico yo apuntándola con mi nueva arma,


destilando enfado y frustración.
Ni tres minutos de paz. Maldito universo.
—No hace falta ser tan maleducada, mujer. Ni que no
nos hubiéramos conocido antes —me sonríe ella, acercándose
a mí de manera amenazadora.

—Da un paso más y te ensarto. Te lo juro. Ya me tenéis


harta.
Ella ignora por completo mi amenaza y yo reculo un
par de pasos, cada vez más enfadada.

Al menos no da tanto miedo como el demonio. Aunque


debería considerando nuestra diferencia de poder. Nunca me
había sentido tan vulnerable como hasta ahora.

Saber que eres una mortal blandita y fácil de matar no


es lo mismo que el que te lo recuerden de manera tan brutal
como han hecho ellos, creándote un trauma en el proceso.

—Solo quiero hablar —me miente—. Baja el arma, ven


conmigo por las buenas y te trataré bien.

Como si eso fuese a funcionar. Esta se cree que nací


ayer.

—Y una mierda.
La reconozco en cuanto la luz de una de las lámparas
del camino le da de lleno. Es una de las del Concilio del
Obscurus. La que ha permanecido callada durante la reunión,
observándome con cruel curiosidad.

Lo que me faltaba.
Capítulo 16

RENO

Sabía que iba a ser difícil de matar, pero esto está volviéndose
cada vez más jodido.
—Deja… de… ¡regenerarte! —Lo desgarro una vez
más de arriba abajo con mi cuchilla de sombras, pero el
demonio empieza a unir sus costillas al cabo de unos segundos
y su cuerpo se sacude con los espasmos eléctricos de la
regeneración una vez más—. Mierda. Así no acabaré nunca.

Y Rocío sigue ahí fuera, en peligro de caer en manos de


algunos de estos psicópatas.

Debo darme prisa.


Quizá debí haber hecho caso a Sergey y haber esperado
esos refuerzos. Pero ahora ya no importa. Lo hecho, hecho
está.
Miro a mi alrededor buscando posibles soluciones, pero
no veo nada. Ya he probado con el fuego y al muy cabrón no
le hace efecto. Cómo no, con todo eso de que es un jodido
diablo.

Se me da muy mal tratar con entes de magia pura.


Normalmente los aplasto antes de tener que lidiar con sus
conjuros o naturalezas. Pero este está a un nivel muy diferente
de los enemigos que he tenido hasta ahora.

—Te voy a devo…


—Y dale con el «te voy a devorar», ¿es que es acaso lo
único que sabes decir? —me exaspero—. ¿No tienes otra
muletilla?
Eso lo detiene en seco unos segundos.
La confusión parece ser lo único que realmente lo
afecta. El tipo es muy tonto no, lo siguiente. Es lo que tiene
que por educación en el sexto infierno les digan: «esa es tu
hermana, y esa de ahí tu madre, son hembras, a las hembras de
tu especie no se las devora, pero todo el resto es comida
andante». Por lo que sé, la gran mayoría no saben ni siquiera
leer o escribir.

Me darían hasta pena si no fuesen tan terroríficos para


el resto de las malditas dimensiones. Incluyendo los otros seis
infiernos.
—… ¿No? —responde finalmente en tono de duda—.
Es que es lo que quiero hacer. ¿Qué otra cosa iba a decir? Me
das hambre. Todo me da hambre. Quiero comer. Te quiero
devorar. A ti y a todos.

Lo que yo decía: los del sexto son los demonios más


tontos de todos.
Lanzo mis sombras en forma de cuchillas contra su
vientre, pero esta vez las esquiva con agilidad y salta hacia el
techo agarrándose a él y corriendo cabeza abajo en una escena
digna de una película de exorcismos.
Se deja caer sobre mi cabeza a toda velocidad, así que
me hago a un lado a toda prisa, desestimando su intento de
arrancarme parte del cráneo con una barrera de sombras
improvisada de manera instintiva porque el bicho es lo más
rápido que me he encontrado nunca (incluso más que Laeka en
sus mejores días de entrenamiento) y yo estoy empezando a
cansarme, aunque me cueste admitirlo.
Y entonces, al fin, llega la caballería.

El Inferno irrumpe en la mansión destruyéndolo todo a


su paso y no deja títere con cabeza entre los pocos que
quedaban con vida.

Cuando mis camaradas llegan a la cocina, sin embargo,


decido dejarles la lucha a ellos en cuanto tomen posición
defensiva y pueda deshacerme de Callum sabiendo que ellos
pueden encargarse de él.

—Reno… —saluda Arthas con ira a duras penas


contenida cuando entra por las cristaleras que dan al jardín.

—Eh, tío, anda, recuérdame qué habías dicho… —Se


pone una mano en la barbilla salpicada de barba negra de tres
días fingiendo estar pensativo—. ¿Algo sobre que la mujer no
iba a afectar a tu trabajo o al Inferno, tal vez? —se ríe Nuak,
palmeándome el hombro cuando se detiene a mi lado en
posición defensiva sin apartar su mirada de Callum.
—Que te calles —le gruño, tenso porque siento a Rocío
en las cercanías, pero no sé si con amigos o enemigos, y
necesito comprobarlo.

—Confirmado —resopla él—. Eres la segunda venida


del Grinch. No, espera. Es peor. El Grinch al menos era
divertido. Tú tienes el mismo sentido del humor que una puta
piedra.

—No es momento de discusiones —comanda Arthas,


silenciándonos, y se gira hacia Callum—. Eres uno de los
caníbales exiliados del sexto infierno. Por eso los Obscurus
pudieron matar a tantos vampiros de alto nivel —observa—. Tú
lo hiciste por ellos a cambio de tener un nido e información
sobre dónde encontrar víctimas interesantes para tu paladar,
¿verdad?

El diablo caníbal le sonríe con los colmillos manchados


de su propia sangre.

—Sí —replica como si estuviesen hablando de algo


banal, tan incapaz de entender el cabreo de Arthas y el tono
amenazador de la conversación como un neandertal de
comprender el lenguaje moderno—. Y tú hueles a sangre del
primer infierno. Nunca me he comido a uno de esos. Debes de
estar delicioso. Serás el plato estrella de mi vida.

Saca una larguísima lengua ennegrecida que se extiende


hasta su pecho y se relame toda la cara con ella, babeando
copiosamente, como si no pudiera evitarlo al oler a Arthas.

—Puaj. Qué asco —interviene una voz femenina.

Sergey y Laeka, que vigilan la puerta de entrada desde


el hall, y Shiraz, que camina hasta estar detrás del diablo del
sexto, hacen su estelar aparición.

Miro a Arthas y este nos hace un gesto a todos para que


despejemos la escena.

Él se encarga del otro demonio.


No tardo ni dos segundos en salir de allí en busca de
Rocío, dejándolos a todos atrás.
Capítulo 17

La vampiresa es un incordio.

No tiene planeado dejarme ir, pero tampoco quiere


herirme. Creo que en realidad lo que quiere es usarme de
rehén. Lo que no tiene sentido.
A no ser que…

—Oh, Dios, es él, ¿verdad? —Se enciende una


bombilla en mi cabeza y de repente la estampida tiene más
sentido—. Es él al que he oído pelearse con los demás en el
otro lado de la mansión…
Debo de estar pálida como la leche, porque así es como
me siento. Emocionada y preocupada a la vez.
Pero no puede ser. ¿Por qué iba a hacer Reno algo así?
¿Por qué iba a venir a rescatarme?
Pero ¿quién si no atacaría a estos tipos? ¿Y por qué
querría esta mujer mantenerme con vida e intentar desarmarme
y arrastrarme con ella sin hacerme daño?
—Eres lenta y cortita de entendederas —aplaude la
mujer con sarcasmo—. Sí. Tu maldito señor ha venido a
buscarte y está armando una buena. Así que sé una buena
chica y ven conmigo para que pueda entregarte a él en caso de
que vaya tras de mí si logra vencer a Callum, cosa que dudo.
Aunque admito que su poder me ha sorprendido. —Eleva un
hombro en un gesto casual—. Y en caso de que sea Callum
quien gane… En fin, no es nada personal, pero parece tener
interés en ti y entregarle algo interesante con lo que
entretenerse un rato mantiene a esos ojos suyos lejos de mí. —
Se estremece de revulsión cuando habla del diablo.

—Ni hablar. No pienso ir contigo. Ya te lo he dicho.


Me niego en rotundo a estar en manos de otra
psicópata. Aunque el que me acabe de decir que Reno (voy a
obviar lo de «tu señor» por mi bien) haya venido a rescatarme
me acelera el corazón, por mucho que me preocupe que se esté
enfrentando a Callum y al resto de los sociópatas del
Obscurus.
Oh, Dios, debería hacer algo para ayudarle, pero ¿el
qué? Piensa, Rocío. Piensa.
La vampiresa emite un sonido de frustración y decide
que ha tenido bastante de mi negativa.
—Como quieras. Si no es por las buenas será por las
malas.
Da un paso hacia delante y yo alzo la daga frente a mí
de nuevo con su reluciente filo negro inusualmente helado al
tacto. Ella la aparta de un manotazo, cortándose un poco la
piel del dorso de la mano en el proceso… y entonces la daga
que hasta ahora parecía inocua empieza a brillar y sus rosas
negras se iluminan de un rojo intenso.

—Pero ¿qué mierd…?


A la vampiresa no le da tiempo a decir nada más.

Estalla en un millar de fragmentos sanguinolentos que


flotan a mi alrededor como un huracán de restos humanoides
cargados de magia y empiezan a girar cada vez con mayor
fuerza.
Grito como nunca he gritado antes hasta que los
pulmones me arden y se vacían de aire de golpe.
—¡¿Qué coño está pasando ahora?! ¡Maldita sea! ¡¿No
podría algo salirme bien hoy?!
—¡Rocío! —llama una voz con alarma, elevándose por
encima de mis gritos de pánico renovados—. ¿Qué es eso?

—¡Reno! ¿Reno, eres tú? ¡Estoy aquí! ¡Aquí! —grito,


cada vez más espantada.

Intento tirar la daga lejos de mí, pero no puedo. El


mango está pegado a mi palma y veo con horror a través de la
bruma roja que me rodea que las vides se han animado,
literalmente, y han salido de la daga enredándose en mi
muñeca con inusitada fuerza.

Algo se estampa contra el huracán sangriento de


vampiresa hecha trizas y sé sin que me lo diga que se trata de
Reno.

Sollozo cuando logra abrirse paso y sus manos me


agarran de los hombros.

Y entonces hay un estallido de color rojo granate y un


movimiento vertiginoso nos envuelve, y, cuando volvemos a
poner los pies sobre la tierra, estamos en mitad de un páramo
de arenas rojas repletas de huesos quemados por el sol.

Y todo mi cuerpo, hasta la más mínima molécula de mi


ser, me grita que esto ya no es la Tierra.

Estamos en el infierno.

El de verdad.
Capítulo 18

—¿Estás bien, Rocío? ¿Te han herido?

Reno se aleja unos milímetros de mí para poder


mirarme bien a la cara y comprobar si estoy malherida. Pero a
mí el que me preocupa es él.
—Oh, Dios mío, ¡estás cubierto de sangre! —me
horrorizo al ver los cortes, magulladuras y regueros de sangre
que pintan sus ropas y su piel entremezclados, extrañamente,
con trozos de porcelana rota y algún que otro cristal.

—No tengo heridas graves.


—¿Y eso de tu vientre qué es? —señalo hacia el tajo
que se puede ver a través del agujero de su camiseta—. ¿Un
rasguñito de nada?

—Sí, exacto. Un rasguño.


Qué cabezota es, Dios mío.
¿Se cree que soy tonta?
—¡Y una mierda!
Él tiene el coraje de reírse.

—Sanará antes de que te des cuenta… mientras no se


infecte —me contesta restándole importancia—. Me preocupas
más tú.
Será idiota. Se preocupa por mí cuando es él el que está
sangrando.
—Pues entonces habrá que procurar que no se infecte
—insisto, intentando levantarle la camiseta para ver la
extensión del daño, pero él me agarra de las manos y me las
aparta—. No tengo vendajes ni nada con que limpiarlo, ¿qué
hacemos?
—Tranquila, mujer. Ya te he dicho que estoy bien.
Estoy harta de que me hablen con condescendencia,
aunque esa condescendencia provenga del hombre que ha
intentado rescatarme.
—¿Y por qué no me dejas verlo con mis propios ojos?
—me enfado—. Levántate la camiseta.
—No hace falta.
Y dale con eso. Pues si es una batalla de tozudez a mí
no me va a ganar con esas.

—Que me dejes verlo, he dicho —insisto perdiendo la


paciencia—. ¿Por qué eres tan tozudo?

Reno se encoge de hombros y hace un segundo repaso


de mi cuerpo colocando sus manos a ambos lados de mi cara
con suavidad para acariciar mis sienes con sus pulgares en un
gesto curiosamente íntimo que calma esa irritación que crecía
dentro de mí.

—Mi cuerpo es duro de roer —me dice cambiando su


tono a uno que pretende tranquilizarme—. De verdad. Ya he
dejado de sangrar y apenas duele. El corte no ha llegado a las
tripas. Es solo superficial.
No soy experta en medicina ni mucho menos, pero un
corte superficial no sangraría así.
—Y un carajo —resoplo yo, y le obligo a levantarse la
camiseta de una vez, angustiándome por la cantidad de sangre
que veo pintando su piel cuando él se da por vencido (ya era
hora) y me deja hacerlo con un suspiro de resignación—. ¿Me
estás queriendo decir que esto de aquí es «solo un rasguño»?
Te lo ha hecho el loco de Callum, ¿verdad? Te has peleado con
él. Has… —Me doy cuenta de la enormidad de lo que ha
sucedido de repente. Como si ahora que ya no estamos
rodeados de gente intentando matarnos, los sucesos de las
últimas horas hubiesen decidido estallarme en la cabeza
sobreponiéndose a la adrenalina y al miedo—. Has venido a
rescatarme. A mí. Has venido a buscarme. Tú…
Le miro y veo que no lleva sus siempre presentes gafas
de sol, que solo se quitó cuando hicimos el amor anoche.

Anoche. Unas horas atrás. Parece toda una vida entera.

—Claro que he venido a buscarte —se tensa él,


hablando de una manera que me hace pensar que quiere evadir
el tema. O al menos la parte emocional. Esa es la sensación que
tengo—. Te metí en problemas sin pretenderlo y has acabado
en manos de un grupo de psicópatas por mi culpa, aunque
fuese de manera indirecta y contra mi voluntad. Tenía que
salvarte. Te lo debía.
Algo dentro de mí se desinfla como un globo pinchado
de la decepción que siento en esos instantes.

Idiota, no tienes derecho a sentirte desilusionada,


Rocío. Él nunca te ha prometido amor. Ni siquiera cariño, me
regaño en silencio.

Doy un paso atrás y sus manos caen a ambos lados de


mí, pero evito que me agarre la cintura empujando suavemente
sus dedos con los míos cuando lo intenta. No quiero sentirme
así porque no pienso que deba o que tenga el derecho a ello.

Al fin y al cabo, yo soy la que se ha hecho ilusiones con


lo que hay entre nosotros, pensando que tal vez podía ser algo
más que mera química. Para mí su declaración ha sonado
romántica hasta que él ha abierto la boca y me ha dejado claro
que para él esto es solo una deuda porque se siente responsable
de lo que me ha pasado.

Y ya está.

Él es un vampiro purasangre y yo una humana que pasa


de los treinta y cinco en proceso de divorcio. Vivimos en
mundos muy diferentes, aunque se hayan cruzado debido a
hechos fortuitos. Nada más que eso.

Es lo que debo volver a recordarme a mí misma o


podría acabar mucho más herida que solo físicamente. Ya lo he
pensado más de una vez, pero mi bobo cerebro había decidido
olvidarlo en la emoción del momento.

Debo tenerlo muy presente a la hora de juzgar las


acciones y palabras de Reno de ahora en adelante.

—¿Rocío? —llama él cuando me ve distraída y el


silencio se alarga.

—¿Dónde estamos? —cambio de tema de manera


brusca.

Mi mirada se desvía hacia nuestro entorno y mi


enfoque retorna a esa sensación de que hemos ido a parar a un
plano en el que no deberíamos estar.

—Seguramente en el sexto infierno.


Le miro con la boca abierta del horror.

—No… Eso no es…

Él se pasa una mano por la cara, pero se detiene en


mitad del acto cuando nota que tiene cristales incrustados en la
palma y empieza a sacárselos usando las uñas de la otra mano
como si fueran pinzas.

Qué bruto es.


Tengo ganas de decirle «deja que vea eso», pero
recuerdo su negativa a enseñarme el corte de su vientre y el
límite emocional que acaba de imponer entre nosotros y me
cohíbo.

—Me temo que sí. —Deja caer la mano cuando se saca


los trozos de cristal más grandes y molestos y mueve los dedos
para comprobar que no tiene problemas en ese aspecto—. Por
cierto, ¿me dejarías ver esa daga?
Asiento y le tiendo la mano, que todavía lleva el arma
agarrada con fuerza en la palma como en una especie de
doloroso rictus que mi mente se niega a suavizar.
Él me coge la muñeca con suavidad y le da vueltas para
verlo desde todos los ángulos posibles, soltando un suspiro
cuando nota el extraño tatuaje de vides y rosas negras que…
—Pero ¿qué…? ¡Es un tatuaje! —me asombro,
dándome cuenta por primera vez del hecho—. Espera, no. Yo
no tengo un tatuaje. Así que esto es cosa de…
—La daga —finaliza Reno de manera sombría—. Me
temo que es alguna especie de sello mágico. No sé mucho
sobre demonios y sus portales más allá de lo que leí en la
biblioteca de mi familia cuando era un crío, hace muchísimo
tiempo, pero creo que llevas en la mano uno de ellos. Un
Ancla del Exilio.

Nos interrumpe el sonido de unos aplausos y, cuando


nos giramos hacia la izquierda, de donde proviene, nos
encontramos con que a unos metros de nosotros hay un
hombre sentado en lo alto de una de las muchas rocas rojas
que adornan el arisco paisaje vestido enteramente de negro de
la cabeza a los pies.

—¡Bravo por el vampiro! Has dado en el clavo. —


Extiende un larguísimo dedo muy pálido que parece de papel
por el que palpitan venas tan oscuras que parecen casi negras y
señala hacia la daga, que da un chispazo y se convierte en un
brazalete en mi muñeca cuya superficie tiene el mismo patrón
de adornos que la empuñadura.

Doy un grito e intento quitarme el artefacto, pero es


imposible.

Soltando una maldición, Reno me coloca a su espalda a


toda prisa y lanza un gruñido de batalla, listo para saltar sobre
el que no cabe duda de que, uno: es un demonio; y dos: está
emparentado con Callum, porque son clavaditos. O lo serían si
Callum tuviese un aspecto algo más saludable y pulcro y fuese
unos diez centímetros más alto.

—Ponle una mano encima y te descuartizo —le


amenaza Reno—. Y quítale esa mierda de la muñeca,
demonio.
El demonio se lleva una mano a la barbilla y finge
pensárselo mientras se la rasca.
—Un poco contradictorio, ¿no? Y qué violento… ¿No
has oído hablar de las soluciones pacíficas? A mí me encantan.
Sobre todo las que se negocian mientras uno come —se ríe de
manera aguda e histriónica de su propia broma, haciendo
énfasis en la palabra «come», y no me hace falta sumar dos
más dos para saber que sigue la misma dieta que Callum y que
está considerando que seamos parte del menú.

Se le nota.
—¡Quítame esta cosa ahora mismo y devuélvenos a
casa! —le siseo yo, asomándome por uno de los costados del
musculoso cuerpo del vampiro.
—Vamos, vamos. Tranquilicémonos todos. —El
demonio alza las manos a ambos lados de su cuerpo como si
pidiera paz—. Tan solo quiero saber por qué lleváis el Ancla
de Exilio de mi hermano encima y qué hacéis en el jardín
trasero de mis padres. Eso es todo.

Cuando sonríe, sus muchos colmillos relucen bajo la


luz de la luna, de un brillante blanco cegador en mitad de un
cielo tan rojo como el mar sangriento que se extiende a
nuestros pies.
De un gesto suyo, nos rodean otros doce como él que
salen de debajo de la tierra y aparecen como si fueran las
peores alucinaciones que alguien podría llegar a soñar.
—Mi familia insiste en que seáis nuestros invitados
para cenar esta noche —ronronea el hermano de Callum—. A
mi padre le encantaría conoceros.
Capítulo 19

Lo sabía. Es igual que Callum. Solo que una versión más


aceptable a primera vista. Pero la maldad que rezuma es
evidente. Y apesta a tanta muerte como él, aunque se le note
que se lava más a menudo.

Al igual que todos los demás.


—No te alejes de mí —me advierte Reno mientras
caminamos rodeados de ellos—. Voy a intentar negociar
nuestra vuelta a casa.

Ello me llena de alivio. Quizá él sepa cómo sacarnos de


aquí. Ha sabido lo que era el Ancla nada más verla, así que
definitivamente sabe más que yo.
Los demonios le oyen y se ríen, pero Reno permanece
impertérrito y seguro de sí mismo y ello me da confianza.
—¿Qué te hace pensar que saldrás vivo de esta,
vampiro? —le pregunta uno de ellos, de cabello rojo fuego,
que se presenta como Calios—. Tú no tienes nada que
negociar excepto tu vida, y aquí tu vida es solo un bocado
delicioso. Si te comemos, disfrutaremos de una delicatessen
que no hemos probado en milenios: la de un antiguo
purasangre. Si te subastamos, nos haremos ricos cuando
acabes en las cocinas de otra familia. Para nosotros solo tienes
ese valor.
—No vais a hacerle daño —me enfado yo—. ¿Me oís?
Ni se os ocurra hacerle el más mínimo daño a este vampiro.
Ellos se ríen porque mis palabras no tienen ningún
poder, y lo saben. No soy una hechicera. Ni un ser
sobrenatural. Ni una política importante.
Lo único que tengo es mi conexión con este Ancla, sea
lo que sea, y a Reno, a cuyo brazo me agarro con fuerza para
que no me fallen las piernas mientras caminamos.
Eso, y el recuerdo constante de mi propia mortalidad.
Pero de solo pensar en lo que el demonio acaba de
describir y recordar los horrores de la habitación de Callum se
me revuelven las tripas y la piel se me cubre de un sudor frío
insoportable. Y que Reno pueda acabar así es un pensamiento
que me mata por dentro. Me hace querer ser lo más temible, lo
más terrible, lo más cruel que pueda existir en esta dimensión
o en cualquier otra para que ni uno solo de estos engendros le
ponga jamás un solo dedo encima al vampiro.
Quiero poder protegerle como él me ha protegido a mí.
Como lo sigue haciendo ahora, que interpone su gran cuerpo y
su aura de poder entre los demonios que nos obligan a caminar
hacia su casa y yo para que no se atrevan a acercarse más de
metro y medio a mi persona.

Sé que tendré pesadillas el resto de mis días. No solo


sobre mi propia fragilidad, sino sobre la fragilidad de la vida
en general. Incluso los elfos, a los que siempre he admirado
por su belleza y su poder, lo tendrían difícil en un mundo de
demonios.

Y si hay algo que tienen en común todas las creencias,


religiosas o no, de todas las nacionalidades, terrestres o
multidimensionales, es que los demonios siempre están
intentando invadir la Tierra porque para ellos es un pozo de
comida exótica a tutiplén.
Como un bufé libre.

—Aquí estamos —anuncia el hermano de Callum que


ha sido el primero en encontrarnos y cuyo nombre todavía
desconocemos—. Hogar, dulce hogar.

Muchos de los otros varones resoplan con desdén al


oírle.

—Desde que murieron mamá y nuestra hermanita esto


ya no es un hogar —se queja uno—. Es el infierno.
El resto ríen con ganas la broma y se empujan unos a
otros mientras se quitan los zapatos en la entrada y los ponen
en orden en las casillas de la estantería de madera que hay
dispuesta para ello. Como en una de esas películas sobre los
institutos japoneses.

Durante unos segundos, parecen solo una familia


numerosa normal. Pero la ilusión se rompe cuando empiezas a
notar el olor a sangre y a dolor en las paredes, en el techo y el
suelo. Como si lo hubieran absorbido y se hubiera convertido
en parte de la vivienda.

Si la tristeza y la agonía fueran aromas, la casa entera


rezumaría de ellos.

—¿No te vas a quitar los zapatos? Qué maleducado —


refunfuña uno de los trece hermanos, señalando a Reno y
luego hacia un hueco vacío cuya etiqueta, escrita en un idioma
que estoy segura de que no es uno de los de la Tierra, así que
debe ser el suyo nativo, es imposible de leer—. Y tú, lávate los
pies con el grifo de allí y luego ponte unas zapatillas de
invitada.

Se da la vuelta y entra en la casa, aunque dos de los


hermanos se quedan apoyados sobre la puerta cerrada
observándonos. Seguramente para evitar que intentemos huir.
Miro a Reno y este asiente ligeramente, poniéndose en
cuclillas para quitarse las Martens que lleva puestas mientras
yo, que me deshice de los tacones hace a saber cuánto tiempo
para poder correr libremente a la hora huir de la mansión,
vigilo que uno de los locos hermanos de Callum no le salten a
la espalda por sorpresa.

Cuando él acaba, voy hacia la pileta de piedra que hay


en el suelo y me lavo los pies con manos torpes.

—Déjame ayudarte —me pide Reno, haciendo a un


lado mis temblorosos dedos con los suyos e inclinándose sobre
mis pies.

Con cuidado, comprobando que no haya heridas, limpia


ambos con el agua tibia y los seca con un pañuelo que saca de
uno de sus bolsillos, descartando la toalla con aspecto sucio y
olor sospechoso que hay colgada de un adorno de metal junto
a la pila.

—A Crijo se le ha olvidado cambiar la toalla de lavarse


—comenta uno de los hermanos caníbales que nos observa con
atención—. Disculpad la descortesía. Seguro que papá lo
regaña luego.

—Es que no esperábamos tener invitados —añade el


otro.
—O cena —bromea el primero con malicia, y ambos se
echan a reír al unísono.

Los ignoramos mientras Reno y yo sacamos los zapatos


de estar por casa para invitados, que curiosamente son del
PRIMARK, y entramos en la casa codo con codo dispuestos a
afrontar lo que se nos venga encima.
—Aquí dentro —llama con impaciencia una voz desde
las dobles puertas de madera de la izquierda en cuanto
ponemos un pie en el ancho hall—. Os estamos esperando.
Cuando entramos en la sala, trece varones, algunos más
parecidos a Callum y otros menos, giran sus rostros para
mirarnos.
Si sus ojos de escleróticas negras y sus pupilas que
varían desde refulgentes anaranjados hasta fríos azules no
dejaran claro que no son humanos, sus colmillos
ensangrentados, sus garras negras alargadas y el cuerpo de otro
demonio tendido bocarriba en el centro de la mesa y adornado
con plantas que no había visto jamás (y que nadie toca) del
que el resto parecen estar esperando para servirse tajos como
uno se sirve filetes de buey en una mesa compartida antes de
ponerlos sobre la barbacoa, dejarían claro que se trata de un
clan de demonios.
—Bienvenidos a la mesa de la familia Detrivis. Soy
Caliostros Detrivis —nos saluda el patriarca del clan, sentado
en el único extremo ocupado de la mesa—. Por favor, sentaos
para que pueda dar inicio el verdadero banquete.

El demonio que es dicho banquete mueve la cabeza


ligeramente y parpadea cuando le miro el rostro.
Todavía está vivo a pesar de que lo han abierto en canal
con un corte que sangra lentamente haciendo que caigan
regueros a sus costados y llenando la mesa de líquido tan
oscuro que parece negro. Algunos de los hermanos de Callum
lo tocan con los dedos y se los llevan luego a la boca con
expresiones de deleite.
Es horrible.

No vomites, Rocío, me urjo a mí misma. Por lo que más


quieras, no vomites ni te desmayes. Todo va a salir bien. Vais
a salir vivos de esta. Ya lo verás. Seguro que Reno tiene un
plan y si no ya improvisaréis algo juntos. Tú tranquila.

Pero pensarlo es mucho más fácil que hacerlo.


Capítulo 20

CONRAD

—¿Hola? —Llevo unos quince minutos llamando a la puerta


del Inferno, pero nadie responde—. ¿Hay alguien aquí?
¡Vengo de parte de Reno!
Nervioso e intentando que no me ruja el estómago de
hambre de nuevo, me alejo unos pasos e intento mirar por una
de las ventanas de grueso cristal que adornan aquí y allá la
fachada del lujoso edificio, pero es una tarea imposible.

El cristal, desde este lado, solo refleja mi imagen como


si se tratara de un espejo negro como la noche.

Está empezando a refrescar ahora que ha salido la luna


y mi camiseta de los Avengers es demasiado fina y no hace
nada contra el frío, pero a eso tras dos meses viviendo en la
calle ya me he acostumbrado. Al hambre, la sed y la soledad,
todavía no.
—Perdón, de verdad que me envía Reno. No estoy
mintiendo. Podéis preguntarle a él. ¿No puede atenderme
alguien? —Vuelvo a intentar mi suerte con la puerta de
entrada al club, pero sigue sin responder nadie tras llamar con
mayor fuerza un par de veces.
Qué raro.
No quiero pensar que el vampiro me estuviera tomando
el pelo. Sería demasiado cruel.
—Por ahí no se entra cuando el club está cerrado, bobo.
No te harán ni caso a no ser que te conozcas el código de
llamada y lo introduzcas en el panel electrónico. Y al panel
electrónico solo podrás acceder si eres miembro de antemano.
De otro modo cuando intentes escanear tu huella no te hará ni
caso —interrumpe una voz femenina a mis espaldas.
Me giro evitando a toda costa dar un bote del susto,
pero creo que se me nota que me ha pillado por sorpresa por la
sonrisita que adorna sus labios pintados de rosa pálido cuando
la miro.
—Eh. Hola…

—Hola, ¿qué hay? —replica ella ampliando su sonrisa.


Me quedo algo embobado mirándola. Como si mi
cerebro hubiese cortocircuitado.

Es una chica guapa de unos veinte años, como yo. No


muy alta y con el pelo teñido de rosa chicle, ondulado y corto
hasta los hombros, y un par de ojos azules almendrados
impresionantes. Destaca bastante, pero no por su aspecto físico
ni por sus ropas de apariencia cara a pesar de lo casuales que
son (reconozco la falda como algo que vi en el escaparate de
una tienda de lujo cuando paseaba por el centro de la ciudad
hace unos días. Y las botas son unas Doctor Martens de última
generación con plataforma. Babeé sobre la versión masculina
hasta que me echaron de la tienda amablemente hace unas
semanas).
Lo que la hace destacar es esa aura de peligro
contradictoriamente mezclada con la dulzura de su mirada, que
me atrae como miel a un oso hambriento.

—¿Tú también vienes a convertirte? —En cuanto la


pregunta sale de mi boca sé que acabo de parecer idiota por
partida doble.

Ella suelta una carcajada, a todas luces divertida por la


pregunta.
—No —resopla con buen humor, y su voz suave y
repleta de tonalidades que ni siquiera sabía que existían hace
que toda mi piel se ruborice—. Vengo a ver a mi madre.
Trabaja aquí y tengo algo de lo que hablar con ella. —Hace
una pausa y yo trato de encontrar algo que decirle a toda prisa,
pero mi cerebro todavía se está recuperando de la bomba que
es su presencia para mis sentidos—. ¿Tú sí?

Asiento como un pasmarote y me reacomodo la


mochila en el hombro, recordando que llevo sin encontrar
dónde poder lavarme tres días y que debo apestar a ello,
sintiéndome avergonzado por las condiciones en las que he
subsistido. Y digo «subsistir» porque lo que yo he tenido este
último año no se puede llamar vida.
—Reno me ha dicho que podía venir a trabajar al
Inferno y que si tenía suerte tal vez me convertiría algún día.
—Me muerdo el interior de la mejilla, nervioso pero
esperanzado. La miro y pienso, de repente, en que no quiero
que me vea como el mendigo que ha venido a pedir trabajo y
que no tiene más futuro que ser el subordinado de alguien el
resto de su vida. No cuando ella parece tan en control de su
propia vida. Tan bien amada por su familia. No sé por qué,
pero me avergüenza más que el olor de mi cuerpo o que la
barba de mis mejillas. Así que añado en un impulso que no
puedo controlar—: Seguramente muy pronto.

Ella suelta un silbido que rebosa intriga y sorpresa y me


mira de arriba abajo.
—Eso no es muy propio del tío Reno —replica—. No
lo conozco tan bien, pero… —se encoge de hombros—. En
fin, si mientes te echarán y ya está.
—¡No miento!

A ella mi exabrupto le divierte. Creo que tiene un


sentido del humor un poco burlón, pero no me importa. Es la
chica más guapa que he visto nunca. Cuanto más tiempo paso
en su presencia, más atraído me siento por ella, sus labios
pequeños pero rellenitos, su piel suave como la porcelana y
esos grandes ojos azules que destilan fuerza y bondad al
mismo tiempo.

—¿Cómo te llamas, chico de Reno?


Algo dentro de mí me hace cuadrar los hombros y
adoptar una postura más erguida como si fuese una especie de
animal macho en época de celo intentando obtener la
aprobación de una hembra.

—Conrad.

—Conrad —repite ella como si saboreara el nombre


despacio, memorizándolo. El corazón me late a toda prisa
cuando clava sus ojos en los míos y la oigo repetirlo de nuevo
—. Encantada, Conrad. Yo soy Lilika.

—Encan… —Toso con fuerza cuando me atraganto con


mero aire—… tado, Lilika.
Lilika, repito en silencio para mí mismo.

Le va como anillo al dedo a su imagen de duende


traviesa, poderosa y adorable.

—Tranquilo. Ni que fuese a morderte o algo —me


sonríe—. No hay necesidad de que te pongas nervioso por mí.

No deja de sonreírme. Y a mí el cerebro no deja de


fallarme a causa de ello. Y eso que se supone que mis
neuronas tienen sinapsis más avanzadas de lo normal para un
humano.

—Qué sonrisa tan bonita tienes —suelta mi boca sin mi


permiso, absolutamente atontado porque cada vez me parece
más difícil creerme que ella sea real y no una aparición
causada por la sed y el hambre que llevo acumulando varias
semanas en mi organismo. Y encima la cago aún más cuando
mi lengua no se queda quieta como a mí me gusta que haga—:
Quizá estoy delirando. Nadie puede ser tan bello como tú.

Mierda. He vuelto a decir en voz alta mis pensamientos


otra vez. Me pasa demasiado cuando estoy nervioso.

Mis palabras la dejan patidifusa unos segundos… y


entonces rompe a reír como nunca antes. Cuando logra
controlar sus carcajadas y yo no morirme de la vergüenza, las
lámparas nocturnas de la ciudad se han encendido y adornan
las calles de la capital con su haz dorado.
Lilika, de pie bajo una de ellas, está rodeada de un halo
de luz dorada que la hace brillar ligeramente en la oscuridad.

Si antes era devastadoramente bonita, ahora su belleza


es tan etérea que me siento incapaz de volver a apartar mi
mirada de ese rostro de facciones pequeñas y delicadas, pecas
casi invisibles y boca suave y voluntariosa.

El rubor de antes era un incordio, pero este debe


notarse un montón, porque la diversión no se desvanece de
esos fascinantes ojos azules cuando ella ladea la cabeza y
parece decidir que lo que digo no es una mentira.

—Muy bien, Conrad, ven conmigo. Te enseñaré por


dónde entra el personal. Imagino que tendrás que hablar con
uno de los subordinados del tío Reno. —Me hace un gesto con
una mano de uñas pintadas de la misma tonalidad azul que sus
ojos, pero con glitter plateado haciéndolas brillar cuando les
da la luz, y se da la vuelta, caminando a paso seguro hacia un
lateral del edificio como si supiese exactamente dónde ir.

Yo la sigo como un pájaro, atontado por el vaivén de su


falda al caminar.
Nunca he creído en el amor a primera vista, pero tal vez
estaba equivocado y sí que existe para algunas personas,
porque creo que acabo de enamorarme.
Capítulo 21

LAEKA

—¡Mierda! —exclamo, siguiendo los pasos de mi compañero


de trabajo a toda prisa hacia el huracán de sangre que envuelve
a su chica—. ¡Reno, no te metas ahí! ¡Creo que eso es un
portal demoníaco!

Pero es demasiado tarde. El muy idiota salta para


intentar agarrarla y sacarla de ahí poniendo en peligro su
propia vida.

Un sonido atronador parte el cielo en dos y, cuando el


ambiente se despeja, el único rastro de esos dos son los restos
de lo que quiera que usaran para abrir el portal. Seguramente
alguien de su propio Concilio como sacrificio. Tienen (o
tenían, a estas alturas) pinta de ser de esos que no valoran las
vidas de los suyos.
Como demasiados Concilios. Por eso me negué durante
tanto tiempo a ser parte de ellos hasta que Arthas vino a hablar
conmigo personalmente y nos hicimos amigos cuando me
ayudó a librarme de un par de enemigos de mi familia.
Saco el móvil y llamo a Shiraz de inmediato. Está
limpiando el oeste de la propiedad junto a un par de sus
convertidos, a los que solemos llamar cariñosamente sus Hijos
del Terror, dado que los mellizos Caravan son todo lo que su
padre adoptivo no es: emocionalmente caóticos. Es el más
cercano a mi posición y, después de Arthas, el que más sabe de
magia de entre nosotros. Así que es la opción más lógica.
Aunque se me pasa por la cabeza llamar a mi hija Lilika, que
ha estudiado magia en la universidad y sabe bastante de este
tipo de cosas de manera teorética.
—Laeka —saluda el jefe de personal con su eterna voz
monótona nada más descolgar el aparato.
—Necesito que me eches una mano. Reno y su chica
humana han desaparecido en lo que creo que es un portal
demoníaco hacia uno de los siete infiernos y Arthas sigue
ocupado con el caníbal —le explico.

Escuchar a Shiraz maldecir es algo inaudito, pero en


esta ocasión el medio brujo no se corta ni un pelo a la hora de
hacerlo con ganas.

—Voy para allá. No toques nada, no sea que siga


cargado de magia o que modifiques los restos del conjuro y la
cagues.
Me enervo por su tono y por su suposición de que soy
tan torpe como cree.
—No iba a hacerlo —replico con sequedad.

—Bien. Estaré allí en aproximadamente dos minutos.


Voy a avisar a los mellizos de que se queden haciendo guardia
y dando caza a los rezagados —contesta.

Y me cuelga el teléfono antes de que pueda añadir nada


más. Así es él. Las conversaciones siempre son prácticas,
directas al grano y escuetas. Como él mismo.
Y, como siempre, también cumple con su palabra a
rajatabla. Shiraz aparece girando una esquina de la mansión
cuando pasan unos segundos de los dos minutos que ha
prometido.

—Seguro que has usado magia para potenciar tu


velocidad —murmuro entre dientes, fascinada y ligeramente
envidiosa de que tenga ese tipo de poder.

Aunque no envidie ni mucho menos su falta de


emociones y sepa que en un combate cuerpo a cuerpo podría
aplastarle la cara contra el suelo en sumisión con facilidad.

—Estás en lo correcto —confirma él cuando se para


junto a mí a observar con detenimiento el desastre que ha
dejado el portal tras de sí—. En ambas suposiciones: la de mi
magia para incrementar la velocidad y la de que se trata de un
portal hacia uno de los infiernos, de hecho. El sexto, si no me
equivoco. Pero deberíamos hablar con Arthas. Y quizá deba
también consultarlo con… con mi madre, si no hay más
remedio.
Lo miro sin salir de mi asombro.

—Vaya. No sabía que Reno te importara tanto —


comento en voz alta, y tengo el privilegio de ver un pequeño
atisbo de emoción retorcer la comisura de uno de sus labios
durante un breve segundo.
Algo inaudito en él por segunda vez consecutiva en lo
que llevamos de día.

—El jefe de seguridad no es… molesto.

Lo que es su manera de decir que el gruñón de Reno le


cae bien.
Muy bien.

Lo suficiente como para contactar con una mujer con la


que sé que se niega a hablar desde hace siglos por algún tipo
de desacuerdo bastante grave entre ambos e incluso a pedirle
un favor, nada más y nada menos.
Eres un cabrón con suerte, Reno Dekaris. Tienes muy
buenos amigos, pienso con algo similar a la calidez haciendo
acto de presencia en mi pecho.
Estoy rodeada de buena gente a pesar de que todos y
cada uno de ellos sean un caos andante con pinta de criminales
(y muchos, de hecho, sean activamente criminales. No por
nada los Concilios son clasificados por la gran mayoría de
gobiernos del mundo como el equivalente a las mafias
humanas). Elegí bien cuando me uní finalmente al Inferno. Sé
que los demás harían lo mismo por mí y ello me hace sentir
agradecida de que estos cabrones sean parte de mi vida. Saben
lo que es la lealtad y la practican día tras día.

Al igual que yo.

Shiraz se acerca con cuidado de no pisar nada


importante de los restos del portal de sangre y lo oigo
murmurar algo en voz queda que me pone el vello de punta.
Magia negra, sin duda. Estará intentando determinar a dónde
han ido antes de verse obligado a hacer algo tan terrible como
llamar a su progenitora, de la que no nos ha hablado mucho
pero de la que intuyo que debe ser más terrorífica que él
mismo.

Lo que es demasiado inquietante como para procesarlo


con calma, honestamente.
Sin ofender al mestizo, pero Shiraz le pone los pelos de
punta a cualquiera en uno de sus buenos días sin ni siquiera
pretenderlo. Pensar que su madre podría ser peor es… prefiero
no imaginarlo.

—¿Ves algo? —inquiero mientras vigilo nuestras


espaldas.
A estas alturas, los únicos que quedamos en pie somos
nosotros y los esclavos que Sergey y Nuak nos han
comunicado hace unos minutos que han liberado de los
sótanos y que van a llevar a un hospital de manera anónima
para que reciban tratamiento y puedan volver a sus vidas todo
lo normalmente que sean capaces.

Dudo que Callum, por muy poderoso demonio


purasangre que sea, sea capaz de hacerle ni un solo rasguño a
Arthas.

El pensamiento es ridículo.

—Hay que sacarlos de ahí cuanto antes —responde


Shiraz finalmente tras dar vueltas sobre los restos murmurando
cosas en el lenguaje de las brujas varias veces—. Creo que han
activado el Ancla del Exilio.
—¿Y eso qué es?

—El objeto que usaron para exiliar al demonio del


sexto a este plano atándolo aquí, y que solo puede activarse
para retornar a su dimensión nativa cuando lo usa dicho
demonio una vez ha purgado el pecado por el que se lo castigó
o ha cumplido los años de exilio que le hayan impuesto —me
explica Shiraz con calma.
—Pero la chica no es un demonio —señalo lo evidente
con el ceño fruncido.

Él suspira y se reajusta las gafas de sol sobre el puente


de la nariz.
Me ajusto un mechón de pelo tras la patilla de las mías
y espero a que me responda. Al principio llevarlas puestas me
parecía algo incómodo, pero casi todos mis compañeros lo
hacen, hasta el punto de haberse convertido sin pretenderlo en
el único uniforme que llevamos todos (ya que la elección de
ropa es algo personal) y al final les he acabado cogiendo el
gusto. Sobre todo, cuando me di cuenta de que los halógenos
del club dejaban de joderme la vista cada vez que parpadean si
me las pongo.

—Pero es una vidraz. No cabe duda de ello.

Pienso en sus palabras y me rayo la cabeza intentando


encontrarles el sentido, sabiendo lo poco que le gusta
explicarse, hasta que recuerdo algo importante. Un pequeño
dato que hace que los vidraz, sean del género que sean,
resulten tan fascinantes para muchos cuando los encuentran.

—Así que desciende de una bruja —concluyo—. Y por


lo tanto la mujer humana no es tan humana como parece y
podría tener poderes mágicos latentes.

—Exacto. —Shiraz emite un sonido de aprobación que


me sobra, porque no soy una de sus estudiantes, que son
prácticamente sus críos adoptados—. Y seguramente eso es lo
que ha activado el portal. Es la única otra opción posible: la
magia natural. De otro modo solo sería un mero objeto en
manos mundanas. —Se detiene cuando le suena el teléfono—.
Es uno de mis estudiantes —me revela cuando se lo saca del
bolsillo del pantalón y comprueba la pantalla—. Debo atender
la llamada. Ahora vuelvo. No toques nada.
Otra vez con lo de tocar. Como si fuera a hacerlo. No
estoy tan loca. No pienso pisar el infierno a no ser que me vea
obligada a ello.
—Lo sé.

Descuelga la llamada y le dice a quien quiera que esté


al otro lado de la línea que espere unos segundos. A sus
convertidos los llama «estudiantes», aunque he escuchado a
alguno que otro llamarlo «papá» de vez en cuando. Es hasta
gracioso verlos interactuar cuando vienen a verlo al club (o a
los que trabajan con nosotros bajo sus órdenes). Es casi tan
malo como mi marido en ese aspecto. Mi adorado esposo no
puede evitar querer salvar a todos los niños abandonados del
mundo.
Lo amo tantísimo que me importaría un pimiento tener
cien hijos a pesar de que no soy muy fan de los niños en
general. Aunque adore a mis hijos con locura.
—Procura que nadie pise el círculo de sangre —me
repite mientras se aleja—. Es importante, Laeka.
—Que ya lo sé, brujo pelmazo —me sulfuro yo—. Te
aseguro que no tengo intención de dejar que nadie lo toque y
que no lo haría ni aunque me lo pidieras, Shiraz.
Mueve la cabeza con conformidad, inmune a los
insultos como siempre, y se aleja hacia la linde del bosquecillo
para tener toda la privacidad que puede, que no es mucha
porque mi oído es muy fino. Aunque no le presto atención.
Estoy demasiado ocupada dándole vueltas a la cabeza.
Al menos es bonito ver que al Témpano de Hielo, como
los empleados del club suelen llamarlo a veces a sus espaldas
(entre otras muchas cosas), le preocupa alguien.

Luego pienso en todas aquellas veces en las que Reno


se ha puesto en peligro para salvarnos el culo. En todas
aquellas ocasiones en las que el seco y arisco pero blandengue
en el fondo (aunque lo niegue como nadie) purasangre nos ha
tratado con respeto, mandando a tomar viento milenios de
tradición que afirman que él, por el mero hecho de haber
nacido en un linaje como el suyo, es superior a los demás, y
nos ha hablado como iguales desde el primer día en el que lo
conocimos, dando por sentado que poseemos una valía de
manera implícita que muchas veces ni siquiera nuestras
propias familias biológicas o sociedades nos han dado.
Y me doy cuenta de que si a nuestro maldito Grinch le
pasa algo, más les vale a los demonios del sexto huir hasta los
confines de las dimensiones más oscuras, porque su mundo
entero conocerá realmente lo que es ser sometido a un maldito
apocalipsis.

Si Reno está muerto, no quedará ni uno solo de esos


cabrones con vida cuando acabemos de destrozar su dimensión
hasta hacerla trizas.

Los caníbales no tardarán en descubrir que ni siquiera


uno de los infiernos es comparable a la ira del Concilio Inferno
en toda su sangrienta gloria.
Capítulo 22

RENO

Rocío está tan pálida que temo que se vaya a desmayar en


cualquier momento. Y no la culpo por ello. Ha pasado por
mucho en muy poco tiempo.
Y encima ahora estamos rodeados.
Nos han sentado a la mesa como supuestos invitados y
se están repartiendo los platos vacíos como la pantomima de
una familia cariñosa que bromea entre sí preparándose para la
cena, con los ojos brillantes por la anticipación mientras
observan a su víctima, cuyo cuerpo desnudo han atado a la
mesa mediante cadenas hechas de sellos de magia negra que
me planteo romper durante unos instantes porque, por mucho
que sea uno de ellos (otro jodido caníbal), me da bastante
pena.
El chico, que no aparenta más que unos veintipocos,
tiene un corte sangrante desde el esternón hasta el bajo vientre
y está tendido bocarriba como si fuese un jodido pescado en
exhibición.
Sus ojos de esclerótica negra ignoran al resto de los
demonios, sabiendo que no encontrará ni un ápice de
compasión en ellos, y se clavan fijamente en nosotros como si
pidiera ayuda en silencio.

Y Rocío está a punto de saltar para intentar dársela.


Esta vidraz mía es demasiado compasiva. Demasiado
buena para coexistir en la misma dimensión que estas
criaturas. Hasta me hace a mí suavizarme. Y eso me incomoda
tanto que me niego a darle vueltas a la puta cabeza al respecto.
Ya hay demasiado en mi jodido plato ahora mismo.
Noto mi lenguaje más correcto cuando hablo con ella, y
mis pensamientos también se vuelven más… suaves, cuando la
miro.
Oh, soy el mismo cabrón con mis enemigos que he sido
siempre y no lo dudaría ni dos segundos a la hora de
arrancarles las entrañas, decirles lo hijoputas que son o escupir
sobre sus caras riéndome de sus súplicas, pero ella inspira en
mí esos modales finolis de la antigüedad de los que me había
olvidado que solían predominar hace unos siglos, en vez del
lenguaje más crudo al que me he acostumbrado en la era
moderna.
Aunque ser soez la pone tan cachonda en la cama que
pienso explotar esa debilidad en cuanto la saque de aquí y
pueda follármela a placer.
—Ya que me siento generoso, os dejaré disfrutar de un
pedazo de su jugoso corazón —anuncia el patriarca de los
Detrivis en tono magnánimo cuando nos ve mirar al hombre
que hay tendido sobre la mesa.

—¡Eso es demasiado generoso, padre! —se queja uno


de sus hijos—. El agente nos ha costado tanto de atrapar…
¡Hemos perdido a tres de nuestros hermanos durante la pelea!
—Eso es verdad —se envara otro, sentado justo a su
lado—. Y encima nuestros hermanos no estaban muy buenos
porque este —empuja al «agente» con un dedo haciendo una
mueca de asco—, los redujo a masas pegajosas y estaban
mezclados con la arena del suelo por mucho que los laváramos
tras recoger sus restos y traerlos a casa para el desayuno.

Qué asco me dan. Estas criaturas son lo más repulsivo


que he visto nunca. Ni siquiera les apena la muerte de sus
propios hermanos. Solo que no fuesen perfectamente
comestibles.

—¡Y además llevamos tres días debilitándolo con


sangrados para poder sacarlo de la jaula mágica de contención
sin que nos mate! —se ofusca un tercero, que es el que más
babea al mirar el plato principal de la noche.

Los demás también tienen cara de querer unirse a las


protestas, pero una mirada de su padre los silencia a todos con
rapidez.

—Niños, estas dos personas son invitados especiales y


nos traen noticias de vuestro hermano Callumenis —expone
Caliostros con calma mientras acepta el cuchillo de cortar que
le tiende uno de sus hijos—. Sed educados hasta que yo diga
lo contrario.
—Pero, papá, Callum es un traidor. Se comió a mamá y
a la hermanita. Y eso está prohibido —protesta otro de los
hijos haciendo un puchero—. Si son amigos suyos serán igual
de malos que él. Así que quizá simplemente deberíamos
comérnoslos cuando acabemos con el invitado especial de la
cena —señala al demonio que planean comerse—, y ya está…
¿No?

El padre le sonríe… y le lanza el cuchillo al cuello con


certeza, ensartando a su propio hijo contra la pared de madera
de la casa.
El resto se ponen a reír y a vitorear como si fuera un
espectáculo digno de una feria. Un par de ellos se acercan al
cuerpo todavía con vida de su hermano y lo empujan y le dan
patadas, riéndose en su cara de su dolor.

—¡Silencio! Eso le pasa por hablar cuando ya os he


dicho que os calléis —asevera Caliostros elevando la voz y
haciendo callar al resto de sus hijos con la amenaza implícita
que hay en su tono.

Se gira hacia nosotros con una sonrisa paternal mientras


uno de sus muchos hijos le tiende otro cuchillo con el que
cortar al «invitado», que se pone a afilar con paciencia en una
piedra que saca de debajo de la mesa como un chef
preparándose para cocinar su mejor plato.

A un lado de la sala, su hijo de nombre desconocido se


retuerce entre espasmos de dolor, aunque no creo que vaya a
morir por una herida así si es como Callum.

Rocío, angustiada y a punto de vomitar, se inclina sobre


mí de manera inconsciente y yo la rodeo de mi aura intentando
calmarla lo mejor que puedo.

Tengo que sacarla de aquí cuanto antes, pero para ello


necesito saber cómo funciona la magia del Ancla y cómo se
activa el portal de vuelta (y cómo es posible que Rocío haya
logrado activarlo en primer lugar si ella no es el demonio al
que el objeto está atado). No sé mucho de magia antigua más
allá de lo que leí de pequeño en la biblioteca ancestral de mi
familia y los estudios básicos a los que mi abuela me obligó a
asistir, pero sí sé que las Anclas están atadas a un único ser y
que solo una bruja puede cambiar eso.

Pero Rocío no es ninguna bruja. No emana magia ni


tampoco ha hecho uso de ella más allá de haber activado el
Ancla por lo que sospecho que fue un accidente.

Necesito hablarlo con ella a solas y también sonsacarle


información a estos imbéciles desequilibrados.

—Decidme, ¿cómo os llamáis, honorables invitados


sorpresa? —inquiere el patriarca mientras alza el cuchillo y
comprueba el brillo del filo bajo la luz de la lámpara de
halógenos del techo.
—Yo soy Raldo —miento tras tocar suavemente el
muslo de Rocío, intentando hacerle entender que debe
seguirme el juego y no darles ningún dato personal a estos
seres—. Y ella es mi esposa, Rémula.

Una quincena de pares de ojos nos observan con


interés, pero el ambiente se relaja cuando sus sentidos no los
alertan de mi mentira.

Estoy entrenado para soltar falacias en la cara de los


peores demonios y no pestañear con remordimiento.
Al fin y al cabo, aunque mi abuela no sea un demonio
de sangre sí que lo es de corazón y aprendí bien la lección
cuando estuve bajo su cuidado. Si la sobreviví a ella
saliéndome con la mía el cincuenta por ciento del tiempo los
sobreviviré a ellos sin que me pillen ni una sola mentira. Nadie
es tan terrorífico como la astuta abuela Dekaris. Ellos no le
llegan ni a la suela de sus elegantes tacones.

—Bien. Bien —aplaude el patriarca—. Raldo y


Rémula. Qué bonitos nombres. —Se inclina sobre la mesa con
la atención fija en mí, haciendo caso omiso de Rocío, aunque
desvía la vista brevemente hacia su muñeca, donde el Ancla
destaca contra su piel—. ¿Cuáles son vuestros apellidos? Se te
ha olvidado decírmelo.

Rocío esconde la muñeca marcada bajo la mesa,


depositándola sobre mi muslo, y se pega más a mi costado.

—El mío es Viper —vuelvo a mentir, haciendo uso de


un apellido falso que he empleado en un par de ocasiones
anteriores con éxito—. Raldo Viper. Rémula es huérfana y me
temo que no tiene apellido.

—¡Qué pena! —murmuran algunos de los hermanos a


coro—. No debió ser una hija muy buena a pesar de ser
hembra si no tiene un clan.

—Incluso ellas pueden ser castigadas con el exilio a


veces —añade otro. El pelirrojo de la entrada cuyo nombre ya
no recuerdo—. ¿Verdad, papá?

El padre asiente.

—Cierto. Cierto —murmura Caliostros sin apartar la


mirada de nosotros, moviendo el cuchillo sobre la piedra de
afilar con maestría—. Ser hembra no es el equivalente a ser
inmune al escarnio. No lo olvidéis.

La habitación se llena de una algarabía irritante cuando


los hijos se ponen a hablar de manera excitada entre ellos, así
que aprovecho la distracción para extender unos milimétricos
hilos de sombras hacia las cadenas del «invitado» e intentar
quitarle los sellos tras determinar que, aunque muera
intentando huir, al menos podría reducir el número de
demonios presentes y ello haría que me resultara más fácil
lidiar con el resto por mi cuenta.
Dudo que los hijos sepan mucho (quizá el que nos ha
encontrado, que sospecho que es el mayor de todos ellos), y
por ello planeo capturar al padre y sonsacarle toda la
información posible sobre el Ancla y cómo volver a casa de
inmediato.

—¡Es terrible! —se excita uno de los mellizos que se


han encargado antes de vigilar la puerta de entrada a pesar de
que su tono de voz de falsa compasión desmiente su evidente
júbilo ante la supuesta vergüenza familiar de Rocío—. ¡Qué
pésima hija debe ser una hembra para que sea exiliada!
—Verdad. ¡Verdad! —interviene otro de los hijos de
Caliostros—. Incluso cuando la matriarca del clan Detrito se
comió a su hermana y a sus sobrinas no fue exiliada por ello.
Tan solo la castigaron sin salir de su palacio durante unas
semanas. Las hembras tienen tanta suerte…

Para los demonios, los clanes lo son todo. Suelen ser


matriarcales por eso de que uno siempre sabe quién es la
madre, pero del padre se suelen tener dudas (especialmente en
su caso, dado los altos niveles de infidelidad que se rumorea
que son rampantes en sus dimensiones dos a seis). Así que
llevan siempre el nombre de la familia materna.

—Idiotas —interrumpe su hermano mayor,


silenciándolos a todos, evidentemente harto de la estupidez del
resto—. ¿No veis que ella no es una de los nuestros? En su
mundo las cosas son diferentes. Las hembras no son como las
nuestras y no están sometidas a las mismas leyes que las de
aquí, cerebros de gelatina. A ellas lo de los clanes no les
importa.
Pero su intervención solo logra que el resto de los
hermanos, que no le tienen ni de lejos tanto miedo como a su
padre, se levanten de sus asientos de manera hosca por sus
insultos y amenacen con comérselo.
La reyerta llega a ser tan fuerte que el patriarca se ve
obligado a dejar el cuchillo a un lado e intervenir, alzándose y
gritándoles que se callen para así lograr poner algo de orden en
el comedor.

Pero es tarde.
Sonrío para mí mismo y me giro hacia el demonio que
está empezando a sanar a una velocidad que es todavía más
alarmante que la que ha demostrado Callum hace unas horas
cuando combatíamos.
—No mates al padre ni al hermano mayor, necesito la
información que tengan sobre el Ancla —le digo—. Y ni se te
ocurra atacarnos o acabaré contigo. Ese es el trato.
Él asiente, dedicándome una sonrisa ensangrentada y
hambrienta de dientes afilados como cuchillos.

Y entonces cojo a Rocío y nos empujo rápidamente


hacia una esquina de la habitación, alzando una barrera de
sombras y cortándoles la cabeza a dos de los hermanos más
cercanos a nuestra posición justo a tiempo.
Porque el demonio que se alza de la mesa una vez está
libre de los sellos pone pálido hasta al patriarca de los
Detrivis.
Lo sabía.

Ese «agente» debe de ser uno de los de alto nivel.


Espero que la apuesta salga bien y que cumpla con su
parte del trato. Nunca se sabe con estas criaturas.

Son tan traicioneras que no se puede siquiera pestañear


en su presencia.
Capítulo 23

La pelea, como todas las peleas hasta ahora, es caótica y


violenta. Mucho más violenta de lo que lo ha sido con los
Obscurus, de hecho.
El demonio que iba a ser el banquete se alza de la mesa
tan rápidamente que entre su ataque y el de Reno al resto no
les da mucho tiempo a reaccionar.

Cinco de los hermanos de Callum mueren de manera


casi inmediata, incluyendo a los mellizos, y los otros huyen a
toda prisa abandonando la casa o presentan una batalla fútil.
—¡Te mataré! ¡Te mataré! ¡Has matado a mi retoño
favorito! —grita el patriarca de la familia, lanzándose contra la
barrera de sombras de Reno y estampándose contra ella de
manera sonora.

El vampiro lo lanza contra la pared justo al lado de


donde él ha ensartado a uno de sus hijos con el cuchillo de
destazar instantes antes, y este, que había logrado desasirse
finalmente de la pared, aprovecha para apuñalar a su propio
padre en el pecho numerosas veces con un rictus de
satisfacción macabra en el rostro.
Soltando una maldición, Reno le corta la cabeza al hijo
y aleja su cuerpo del padre antes de que el primero proceda a
hacer lo mismo con su progenitor.
—Casi le corta la cabeza y nos quedamos sin
información, maldita sea —refunfuña Reno, que enreda varios
tentáculos de sombras en cada extremidad del patriarca y lo
sostiene quieto contra el suelo para que no huya,
defendiéndolo de otro de sus hijos, que aprovecha la debilidad
del padre para intentar cargárselo—. ¡Jodidos demonios!
Reno hace un gesto con una mano y otra sombra adopta
la forma de una guadaña, partiéndolo en dos antes de que
termine el trabajo del hermano anterior.
Los hermanos de Callum están muriendo, pero, aun así,
ríen como si el dolor les pareciera algo jubiloso, algo sublime.
—Madre mía, están muy mal de la olla —es lo único
que logro decir antes de echar la mía a un lado y vomitar todo
el contenido de mi estómago, que no es mucho dado que mi
última comida fue la noche anterior.

Todo está cubierto de sangre: suelo, paredes, techo,


ventanas, mesa… no se salva ni una sola superficie.

Reno da muerte a seis de ellos y el «agente», como lo


han llamado ellos antes, a cinco con una facilidad pasmosa.
A diferencia de los que solo están malheridos, aquellos
a los que les cortan la cabeza no vuelven a levantarse.

Recuerdo haber oído que las pistolas y armas de fuego


no son muy efectivas contra los demonios, y que por ello los
cuerpos de seguridad suelen llevar consigo un cuchillo de filo
largo. Ahora sé por qué.
Cuando el ambiente se despeja, me doy cuenta de que
si creía que lo de antes era propio de una pesadilla era porque
no había llegado a esto. Ni siquiera soy capaz de mirar a mi
alrededor sin sentir ganas de vomitar de nuevo, pero no me
queda nada en el estómago que no sea amarga bilis.
—Rocío, ¿estás bien? —me pregunta Reno sin apartar
la mirada del nuevo demonio.
—Estoy bien —le respondo con toda la calma que soy
capaz de reunir—. No te preocupes por mí.
Este demonio es rubio y bastante más alto que los otros.
Ahora que está curado y libre de las cadenas que lo reducían
física y mágicamente, su apariencia y su aura son muchísimo
más intimidantes que los de la familia Detrivis, patriarca
inclusive.
Está de pie completamente desnudo sosteniendo el
cuchillo con el que pretendían abrirlo a él en canal en mitad de
un mar de sangre, cabezas arrancadas y cuerpos
desmembrados, y nos devuelve la mirada con serenidad.

—Gracias por liberarme.


—De nada —responde Reno, tenso y en posición de
defensa—. Recuerda que tenemos un trato.

Sus sombras todavía sostienen a Caliostros contra el


suelo, pero no hay rastro del hermano que suponemos que es
el mayor… hasta que veo que su cabeza cortada está en el
alféizar de una de las ventanas.

El demonio rubio ladea la cabeza como si observase a


un par de insectos con curiosidad.

—Un trato hecho bajo presión no es algo muy ético.


—Eres un demonio —resoplo yo, deshaciendo
lentamente el doloroso agarre de mis dedos sobre la chaqueta
de Reno—. Sin ofender, pero nada de esto, o de lo que sois, es
precisamente ético.
Él se ríe abiertamente. Pero es una risa extraña, hueca,
sin apenas emoción tras ella, y sus ojos siguen fijos en
nosotros y no parpadean. No se apartan ni un ápice.

—Vendréis conmigo —anuncia en tono imperativo


como si lo acabara de decidir.
Reno cuadra los hombros y mueve su cuerpo frente a
mí para protegerme de un posible ataque. Y yo vuelvo a desear
tener alguna clase de superpoder para lograr hacer lo mismo
por él.

Ser mundana en un mundo donde casi nadie lo es da


asco.
—Eso no es lo que hemos acordado —replica el
vampiro con hosquedad.

El demonio, rápido como un rayo, lanza el cuchillo que


tenía sujeto en la mano con un haz de magia… y separa la
cabeza del resto del cuerpo de Caliostros Detrivis.

—Ahora ya no tenéis más remedio que venir conmigo,


¿verdad?
Capítulo 24

Una vez más, estamos rodeados.

Poco después de la pelea, como si hubiera dado algún


tipo de alarma invisible, la casa es sitiada por casi una
veintena de demonios uniformados que entran en orden en la
propiedad y nos dicen que debemos esperar a que traigan un
carromato para llevarnos hasta la capital y decidir qué hacer
con nosotros.
Cosa que hace que Reno esté más furibundo que nunca.

Creo que está airado consigo mismo por haber liberado


al agente en vez de haberse enfrentado a la familia de Callum
él solo. Eso de que no quiere ponerme en peligro lo decía muy
en serio, y me lo está demostrando a cada paso que da.
Siempre se interpone entre el peligro y yo de todas las formas
que puede y ya no sé qué pensar al respecto, porque, aunque
no crea que está enamorado de mí o algo así, tampoco creo
que sea solo por su código de honor.
—Por favor, subid al carromato.
—Eso no es un carromato —bufo yo, mucho más
tranquila ahora que ya no estoy rodeada de cuerpos
desmembrados y trozos de intestinos—. Eso es una jaula.
Pero Reno me coge de la mano y subimos a la jaula con
ruedas igualmente, acomodándonos en los asientos tapizados
bajo el techo de paja trenzada mientras se pone en marcha.
El demonio que ha matado a Caliostros se presenta
como Kellen Daedra y nos dice que es un agente al servicio
del rey de esta tierra enviado a investigar la desaparición de la
matriarca y la hija de los Detrivis.

Al parecer, todas las hembras deben reportar su estatus


a través de las agencias repartidas por todo el reino para hacer
saber que siguen con vida, y ella no lo hizo, así que la agencia
de su área dio la alarma.
Eso es lo que nos explica en un extraño tono amable
mientras él y sus compañeros de profesión, todos varones, nos
llevan a paso ligero hacia la capital.
—¿Y para los varones no hay el mismo sistema? —No
sé si lo digo en serio o estoy bromeando. Quizá es que toda
esta locura está haciendo mella en mi sensatez.

Después de la barbaridad de la que acabo de ser testigo,


y de que tanto Reno como Kellen insinúen que esos sucesos
son muy normales en esta sociedad, no creo que haya nada en
esta dimensión que huela a locura o sensatez.

Supongo que por eso es considerado uno de los siete


infiernos.

—¿Por qué íbamos a proteger a un varón? —Kellen


parece genuinamente confundido y curioso por mi pregunta.
—Porque son personas.

Ni siquiera sé por qué me molesto.

—¿Y qué? Todo el mundo es una persona.


De verdad que no da señales de entenderlo. Y yo estoy
demasiado cansada como para discutir de ética con un
demonio.
—Aquí las mujeres son escasas y se las considera muy
valiosas, por lo que se sabe de ellos —me explica Reno
mientras me rodea los hombros con un brazo y me deja apoyar
la cabeza en un hombro para que descanse.

—¿Así que son como trofeos? —me horrorizo—.


Cuanto más sé de esta realidad, menos me gusta.

Claro está, que la otra opción es estar en el menú de


manera legal, así que… supongo que su misoginia es menos
horrible que su canibalismo.
Suelto un bostezo y, sin saber ni cómo, me duermo
poco después de eso, arropada por la presencia de Reno, que a
pesar de todo me hace sentir segura y a salvo.
Cuando despierto, estamos entrando en una ciudad de
altas murallas construidas con la misma piedra roja que
abunda en este reino desde las que nos observan un montón de
guardias uniformados con excitante curiosidad.

—Creo que somos el equivalente a su feria anual —


comento intentando quitarme las legañas de los ojos.
Reno, que no ha dormido en absoluto y lo contempla
todo y a todos con ojo avizor como un depredador que busca
debilidades en las defensas de sus captores, se ríe entre dientes
y me acaricia el hombro con sus dedos cálidos y fuertes.
—Te sacaré de aquí, Rocío —me asegura cuando
cruzamos los portones de la ajetreada ciudad de los demonios
—. Te lo prometo.
Cierro los ojos y escondo la cara en su hombro porque
no soporto el hecho de que estoy llorando y de que no puedo
evitar volver a estar asustada una vez más.
Y algo dentro de mí arde y palpita con cada atisbo de
miedo que amenaza la estabilidad de mi mente y mi cordura.

Algo tan ardiente y poderoso como los anhelos que me


esforcé por apagar una vida entera hasta que lo conocí.
Capítulo 25

El palacio del rey es un desperdicio de ostentación y derroche


de riquezas en mitad de una ciudad que parece moribunda.
Al entrar en él me viene a la memoria la mansión de los
Obscurus y la decoración mezcla de recargado barroco francés
y algún que otro toque tétrico que te recuerda que esta es una
tierra de caníbales de manera constante: cráneos adornando los
techos, esqueletos de «criaturas interesantes» en los nichos de
las paredes como los trofeos de un cazador consumado (elfos,
vampiros, otros demonios, algún que otro humano…), frescos
realizados con lo que parece sangre…
—Este lugar es definitivamente lo que uno esperaría de
un rey demonio si pensara en ello —comento mientras
atravesamos el vestíbulo rodeados de nuestros nuevos
carceleros.
Reno responde con un sonido gutural de aquiescencia y
roza suavemente mis dedos con los suyos dándome ánimos
justo cuando llegamos a la sala del trono.
—¡Bienvenidos, honorables invitados! —saluda un ser
que se parece mucho a Kellen levantándose de un trono hecho
de huesos de lo que creo, por los colmillos y por la forma, que
son demonios de especies diferentes.
Sus enemigos, seguramente. El rey tiene toda la pinta
de ser de esos. Como sus súbditos, vamos: dados a las
masacres y a la exhibición de las mismas como si fueran hitos
en sus largas vidas.
La sala es enorme. Me recuerda a las cúpulas de las
catedrales. Al fondo, bajo un techo abovedado, hay cristaleras
de suelo a techo que dejan entrar la luz a través de los colores
de los hechos históricos que supongo que representan
(mayoritariamente batallas y guerras), y frente a estas varias
escaleras de mármol negro veteado de rojo llevan a una
plataforma donde se asientan tres tronos distintos. Uno en la
parte más alta y otros dos a sus pies.
Hay dos mujeres sentadas en esos dos tronos, que
tienen aspecto de ser mucho menos ostentosos, y que como el
resto de los presentes no nos quitan ojo de encima mientras
nos acercamos a la familia real. Ambas son orondas y llevan
tantas capas de ropa que parecen tartas de colores pastel. Lo
que es chocante, porque el color amarillo y lavanda de sus
ropajes contrasta brutalmente con los negros, rojos y dorados
que adornan cada rincón de esta ciudad.

—Rey Kitos. —Kellen hace una reverencia con


elegancia cuando nos detenemos a los pies de las escaleras.
—Infórmame, agente Kellen —demanda el rey
dejándose caer sobre sus numerosos cojines.
Es tan enorme a lo ancho que el trono tiembla y cruje
cuando toma asiento en él. De pie a su lado, un siervo vestido
con una levita naranja le tiende una bandeja llena de huesos
que roer que el rey desestima por ahora.
Emana entusiasmo por todos los poros y, cuando mis
ojos recorren su cara sudorosa y enorme, creo que lo veo
babear antes de que se limpie no muy discretamente la barbilla
con la amplia manga de su ropaje de terciopelo carmesí
bordado de oro.
—La familia Detrivis ha sido eliminada por el pecado
de la consumición de la matriarca y la hija del clan y por
haberse atrevido a juzgar dicho pecado por su cuenta, creando
un Ancla del Exilio que —me señala a mí e intenta acercarse
un par de pasos con la intención de cogerme de la muñeca y
alzar mi brazo para enseñarle al monarca dicha Ancla,
supongo, pero Reno deja salir un gruñido amenazador de su
pecho y Kellen da un paso atrás, ligeramente alarmado y a
todas luces intentando ocultarlo—… es un artefacto ilegal,
como su alteza puede ver con sus propios ojos.

El rey se levanta de nuevo de su trono con dificultad,


ayudándose de sus siervos, y les hace un gesto a los guardias
que nos rodean con las espadas desenvainadas, alertas y tensos
por el cabreo que ha dejado entrever Reno hace un escaso
segundo.
—Acercadme a la mujer mortal. Quiero ver esa Ancla
ilegal con mis propios ojos… y olerla.

Eso último ha sonado a «quiero oler la comida» y no


me gusta nada.

Los guardias de antes dan un paso tentativo hacia


nosotros. Tienen aspecto de quien quiere que los demás sean
los primeros en intentarlo porque saben que van a morir y
prefieren no ser sacrificados.

Yo miro a Reno. Y luego miro a los más de treinta


demonios que hay repartidos por la sala, entre familia real,
agentes, guardias de palacio y sirvientes. Y decido poner una
mano en su antebrazo porque sé que, por muy poderoso que
sea, el vampiro está cansado, herido, y si no ha podido
enfrentarse a una veintena de ellos en mitad de la nada, una
treintena en medio de una ciudad con otros cuantos miles
esperando tras las puertas va a ser algo muy difícil.

—Dejemos que el rey vea el Ancla, esposo —le digo,


aclarándome la garganta porque no recuerdo qué nombre falso
le ha dado a Caliostros y no quiero cagarla—. Quizá él, en su
sabiduría y magnificencia, nos pueda indicar cómo
deshacernos de ella y volver a casa.

Mis palabras hacen que el monarca se infle como un


globo al que le han metido helio extra y está a punto de
reventar.

Debí haber sabido que le chiflarían los lameculos,


suspiro en silencio para mí misma.

Al menos ya sé más o menos cómo tratarlo: como si


fuese el ser más grandioso del universo, aunque diste mucho
de ser tal cosa. Pero una mujer hace lo que debe hacer para
sobrevivir.

Me giro hacia el rey, dando un paso hacia delante con la


sonrisa más falsa que he lucido jamás adornando mis labios y
le hago una ostentosa pero torpe reverencia.

—¡Oh, grandioso, magnífico y poderosamente


devastador rey demonio Kitos el devoramundos! —No sé de
dónde me sale ese garbo. Ni tampoco el montón de mierda
grandilocuente que estoy diciendo. Pero bienvenido sea mi
súbito arranque de creatividad—. Hemos venido a visitarte
para pedirte, en tu generosa justicia omnipotente, que nos
ayudes a liberarnos del Ancla ilegal de Callum Detrivis y nos
devuelvas a nuestro hogar.
El monarca aplaude con ganas. Y ello hace que el resto
de demonios presentes, incluyendo las hembras, que hasta
ahora habían permanecido en silencio, lo hagan también.
—¡Oh, esta mujer humana es una sabia entre sabias! —
se ríe el demonio con deleite—. Me conoce bien. Debe de
haber oído hablar de mí y de mis logros, ¿no os parece?
Hay un coro de acuerdos que suenan aún más falsos
que mi declaración.

A mi lado, Reno se debate entre si aguantarse la


risotada que amenaza con salir de su pecho o proceder a
mirarme con incredulidad. Me encojo de hombros en su
dirección de manera discreta mientras el rey continúa cantando
alabanzas sobre mi sabiduría y sobre su propia «reputación»
como el soberano más poderoso de todos. Y lo de ser el
devorador de mundos, que tampoco sé de dónde he sacado,
pero que se nota que lo ha conquistado.

Menuda labia tienes cuando quieres, Rocío, me jacto


para mis adentros, aliviada de que algo esté empezando a
mejorar un poco.

Si logramos que el rey esté de nuestra parte y nos


ayude…

—… Será una pena comérsela —suspira dicho monarca


limpiándose la sudorosa frente con la ancha manga de su
túnica.

Mierda. Ahí van mis esperanzas de que no estuviese


pensando en comernos.
—Si mi señor me lo permite —interviene Kellen—.
Siempre puede usted entretenerse antes de la cena enviando al
macho al coliseo y sentando a la hembra a su lado en el podio
para que le regale historias sobre su magnificencia.

Lo miro de reojo, preguntándome si nos está ayudando,


pero no da señales de ello. Está tan frío y tan serio como una
tumba.

—Vaya, hijo mío, ¡es una buena idea! Una idea muy
buena, sí —asiente el rey, y luego se gira hacia una de las
hembras-pastel—. ¿A ti qué te parece, querida?

La mujer, cuando mis ojos se clavan en los suyos, me


paraliza sin ni siquiera intentarlo.
Una leve sonrisa curva sus delgados y afilados labios y
su astuta mirada rebosante de una inteligencia que no debería
haber pasado por alto me evalúa con maestría.
—Me parece que la idea de nuestro retoño más joven
es… interesante —declara—. Digna de consideración, sin
duda.
Por la expresión que adopta el rostro de su zopenco
esposo, creo que nuestro destino acaba de ser sellado con sus
palabras.
Capítulo 26

RENO

—¡Largaos! ¡Fuera! Necesito hablar a solas con mi marido —


se irrita Rocío, intentando espantar a los demonios, mucho
menos intimidantes que los que hemos visto hasta ahora, pero
que se agolpan en la puerta de nuestro «dormitorio de
invitados», que es poco más que una celda cuyo suelo está
cubierto de gruesas alfombras en mal estado.
—Tiene que despedirse de él. Seguramente es la última
vez que lo ve con vida y lo sabe. Pobrecilla —se compadece
falsamente uno de los cortesanos mirones a voz en grito para
que todo el mundo lo oiga haciendo eco en los pasillos de la
prisión.
—Cierto —ríe histriónicamente un soldado del rey—.
En cuanto Vidiko le ponga las manos encima, el vampiro es
carne de bufé.
Los ignoro mientras me concentro en el guijarro que he
cogido antes del suelo. Lo único bueno que tiene este lugar es
que no hay objeto que no sea conductivo de energía mágica.
Lo que estoy haciendo es algo que mi abuela me
explicó de niño que era capaz de hacer debido a mi linaje, pero
que hasta ahora no había probado. Pero a situaciones
desesperadas, medidas desesperadas.

—¡Os he dicho que os larguéis!


La mujer humana les cierra la puerta hecha de barrotes
de hierro en la cara a los curiosos que nos han acompañado
abajo, a las «estancias» de los gladiadores del coliseo, e
intenta cerrar también las pesadas cortinas de terciopelo llenas
de polvo que hay a ambos lados de la pared sin mucho éxito.
—Ignóralos —le digo yo mientras guardo el guijarro en
el bolsillo del pantalón y me quito la chaqueta ensangrentada.
Observo las armaduras de cuero y las armas oxidadas
dispuestas en una de las paredes como muestra de la supuesta
generosidad del rey y hago una mueca de asco—. No se van a
ir.
Ella rechina los dientes de manera casi audible.

—Esposo, ¿qué vamos a hacer? Te van a obligar a


luchar a muerte en su coliseo como si fuesen bárbaros
romanos de la antigüedad, y a mí vendrán a buscarme en breve
para que me siente con el rey a observar cómo te matan —se
angustia.

El hecho de que le haya dado por llamarme esposo


(seguramente porque no recuerda el nombre falso que le di a
Caliostros) hace que algo aletee en el fondo de mi estómago y
que una calidez inusual se extienda por mis venas.
Sensaciones que ahora mismo prefiero ignorar sin
importar lo intensas que sean porque debo centrarme en cómo
protegerla lo máximo posible, ahora que nos vemos obligados
a separarnos durante un rato hasta que mate al campeón del
rey.
Me alejo de la armería (que de armería tiene poco. Es
más bien una exhibición de antiguallas) y me detengo a
escasos centímetros de ella, poniendo una mano en su hombro
desnudo y acariciando su piel con suavidad sin poder contener
ese gesto impulsivo de cariño y pertenencia.

—Ya nos han explicado las normas: si gano la batalla


contra su campeón, el rey nos revelará cómo usar el Ancla
para abrir un portal de vuelta.

—¿Y vamos a creernos eso? —resopla ella alzando una


oscura ceja con incredulidad.
Chica lista. Ni uno solo de estos seres es de fiar.

Desvío la mirada hacia los espías, cuyos cuchicheos


excitados podemos oír con claridad al otro lado de las cortinas
carcomidas, y elevo una sutil pared de sombras para que nos
dé algo de privacidad.
—Necesito que hagas memoria y me digas cómo se
activó por primera vez.

Rocío se relame los labios resecos y luego se


mordisquea el labio inferior mientras rememora los sucesos
que nos llevaron a esta tierra.

—La vampiresa que pretendía raptarme intentó


quitármela y se cortó con el filo —me cuenta—. Y entonces el
arma se puso a brillar como loca y ella estalló en mil pedazos.
Así fue como pasó.

—Entiendo.
Aunque sigo sin saber si pintar su brazalete de sangre
de demonio nos llevará de vuelta a la Tierra, vale la pena
probarlo. Y aquí hay demonios a mansalva. Solo necesito
pensar en un plan por si acaso este no funciona y el ataque
rompe el frágil acuerdo al que finalmente hemos llegado con
el rey (que dudo que cumpla, pero por ahora es lo único que
tenemos).
Ella eleva la mirada y la fija en mí con esperanza.

—¿Crees que si la activamos con la sangre de uno de


esos —hace un gesto con la mano señalando a los curiosos,
que ya no pueden oírnos y pronto empezarán a preguntarse por
qué—… podríamos volver a casa?

Esta mujer es astuta e inteligente. Cuanto más sé de


ella, más me gusta. Y eso es peligroso para mí, porque ya me
estoy jugando el cuello por ella y la atracción que siento se
está haciendo más intensa y complicada, lo que solo significa
más problemas en el futuro. Estoy demasiado acostumbrado a
mi eterna vida de soltero, pero ella está haciendo que me
plantee si realmente era feliz así: siempre solo y de mujer en
mujer.

Si tenerla como compañera sería algo tan malo, por


mucho que haya rehuido el compromiso durante tantísimo
tiempo considerándolo una cadena y una falta de libertad.

—Es posible, pero no lo sé con seguridad —le confieso


—. Tendremos que intentarlo.

—Procuraré sonsacarle información al rey cuando esté


sentada junto a él —me dice, decidida a hacer su parte.
—No te pongas en peligro. —Quiero que el tono me
salga autoritario, pero trago saliva cuando noto que roza la
súplica.
Ella me sonríe y a mí se me para la respiración y tengo
que controlar la necesidad de aplastarla contra mi pecho, de
hacer estallar mi poder como un tsunami de sombras matando
todo lo que nos rodea, todo lo que la pone en peligro, y
recordarme que todavía no sabemos con seguridad cómo salir
de aquí y que necesitamos a estas gentes con vida para que nos
lo digan si no queremos estar atrapados aquí para siempre.

Parte de mí piensa en Arthas y en los demás y me


recuerda que eso no va a ser así porque no me imagino una
realidad donde mis camaradas del Inferno no nos estén
buscando. Que solo debo tener paciencia y mantener a salvo a
Rocío.

Pero cuando la miro y pienso que está rodeada de


enemigos tener paciencia me cuesta. Me cuesta muchísimo.

—Ten. Llévate esto —le pido, sacando el artefacto en el


que llevo trabajando un par de horas en secreto, y lo coloco
sobre una de sus manos—. Escóndelo en uno de tus bolsillos.
Si estás en peligro tócalo con uno de tus dedos y se activará.

—¿Qué es? —inquiere ella con curiosidad, observando


lo que parece ser un guijarro de ébano hecho de sombras.

—Parte de mi poder —le explico—. He concentrado


una porción del mismo en esta piedra para que actúe como
protector si notas que estás en peligro. Recuerda, solo tienes
que rozarla con los dedos. Eso es todo. ¿Lo has entendido?
Ella asiente, guardándose el guijarro encantado en el
top, a falta de bolsillos en la minifalda negra. Todavía lleva las
zapatillas de estar por casa de los Detrivis, al igual que yo.
Tenemos una pinta un tanto extraña vestidos así, pero da lo
mismo. Sigue siendo tan bella que ninguna otra puede
comparársele. Cuanto más tiempo paso a su lado, más lo
pienso.

Moriría destrozando este mundo hasta los cimientos si


a ella le pasara algo, me grita mi corazón cuando la miro.
Estoy jodido. La vidraz me ha embaucado y está
empezando a no importarme.

Alguien golpea los barrotes de la celda con fuerza con


una vara de madera varias veces y nos interrumpe, y me cuesta
toda mi fuerza de voluntad no cortarle la cabeza porque estaba
a punto de ceder a mis deseos otra vez y abrazarla solo para
sentir su piel contra mis dedos de nuevo y el calor de su
cuerpo entremezclándose con el mío propio.

—¡Se acabó la reunión, parejita! —grita uno de los


guardias del rey—. Gladiador, ¡es hora de luchar!

En otro impulso (emocional u hormonal, ya no lo sé)


me inclino sobre su rostro y deposito un suave beso sobre sus
labios resecos.

—No comas nada de lo que te ofrezcan —le advierto.

Pero no hay necesidad de ello.


—Lo sé —responde ella, cerrando los párpados con
intensidad como si se diera fuerzas a sí misma—. Y tú no te
mueras.
La puerta se abre de golpe, las cortinas caen al suelo
con fuerza debido a la podredumbre del riel que a duras penas
las sostenía en su sitio, y entran tres guardias que golpean el
culo de sus lanzas contra el suelo con fuerza tres veces una vez
han dejado de toser debido al polvo que levanta la tela al
estamparse contra el suelo.
—Lo intentaré —le murmuro a Rocío aprovechando la
momentánea distracción de nuestros captores, dando un paso
atrás y obligándome a alejarme de ella y a confiar en que su
astucia y mi artefacto la mantendrán a salvo lo que dure el
combate contra el campeón.
—Gladiador, ¡tu combate está listo! —anuncia el
portavoz de los guardias entre toses—. Dama, tu asiento como
invitada especial en el palco real te espera. ¡Marchando!
Nos separan a la fuerza, pero ni ella aparta la mirada de
mí ni yo de ella, y debo hacer uno de los mayores esfuerzos de
mi vida para no volver sobre mis pasos y negarme a estar a
menos de un metro de su presencia.
Cuando salgo al coliseo, el sol de llamas rojas y blancas
ilumina el horizonte y su calor hace sudar mi piel de
inmediato.
A mi alrededor, los vítores entusiasmados se elevan en
una algarabía insoportable desde las gradas y justo frente a mí
veo como un altísimo demonio, que deberá medir al menos
dos metros y medio, va cubierto de la cabeza a los pies por una
gruesa armadura de calidad que tiene pinta de ser hecha a
medida y lleva un espadón encantado atado a la espalda, sale
de su propia entrada al coliseo y se detiene junto a mí en el
centro del campo, girándose para elevar la vista hacia el palco
de la familia real.
—Benevolente rey, ¡los que van a morir te saludan! —
grita la bestia demoníaca a pleno pulmón, extendiendo un aura
de amenaza y sed de sangre a mi alrededor que ignoro por
completo.

Porque mis ojos están clavados en Rocío, a la que han


obligado a sentarse en un trono temporal junto al rey.
Y a la mirada maliciosa que la reina le dirige cuando ve
cómo su esposo se inclina hacia ella con feliz entusiasmo,
buscando más cumplidos de esa hermosa boca suya.
La sensación de que debo sacarla de aquí cuanto antes
se hace más intensa que nunca.
Y entonces el gong resuena y da inicio el combate a
muerte más duro de mi vida.
Capítulo 27

ARTHAS

—He de admitir que me das pena.


—Que te den. —El diablo del sexto escupe sangre
sobre los azulejos rotos del suelo. No va a volver a levantarse
y ambos lo sabemos—. Has ganado. No quiero tu compasión.
—No es compasión. No exactamente. —Me reacomodo
sobre la silla de ratán que he sacado del comedor adjunto a la
cocina y lo observo retorciéndose mientras sus últimas
bocanadas de aire llenan el ambiente, por lo demás tan
silencioso como una tumba, con sus jadeos—. A pesar de tus
centenares de años de vida, no has conocido nada más que no
sea la crueldad. Tuya y la de los que te rodean. Eso es triste.
Él desvía su único ojo todavía funcional hacia mí con
confusión.
—No lo entiendo.

—Y por ello me apena que un mundo como el tuyo


exista.
—Tú también… —Vuelve a escupir sangre para no
ahogarse con ella e intenta darse la vuelta, pero los músculos
de sus extremidades ya no le obedecen. Apenas son nada más
que una masa carbonizada pegada al resto de su cuerpo—. Tú
también eres lo que ellos llaman «demonio».

—Mmmm. Cierto —asiento, sacándome un cigarro del


bolsillo y encendiéndolo con un sencillo conjuro de dedos
llameantes—. Pero al menos en mi dimensión paterna, aquella
que los mortales llaman el primer infierno, la compasión, la
lealtad y el amor existen.
Él tose y se estremece con fuerza.
Ya no le quedan más de unos segundos de vida. Puedo
sentir su llama vital apagándose.
No hay rencor en él. Nunca lo hay cuando mueren, en
los demonios de la sexta. Están acostumbrados a matar y a
morir. Es lo único que conocen. Lo único que aceptan como
una verdad absoluta de la vida. El resto, para ellos, no es más
que una demostración de debilidad.

—¿Am… Amor? Sois… Sois débiles —sisea Callum


con desprecio, perdiendo lo poco que le quedaba de visión.
Su ojo empieza a apagarse con velocidad. Su corazón
ya se ha detenido hace unos minutos, pero le cuesta morir. A
todos los que somos considerados demonios nos cuesta morir.
Nos aferramos a la vida como sanguijuelas.

—Te equivocas. Y es una pena que jamás vayas a


entender cuánto.
Pero mis palabras se las lleva el viento.

Él ya está muerto.

Las brasas de mi magia consumen su cuerpo con


celeridad ahora que su llama vital ya no ralentiza mi último
ataque intentando regenerarlo de manera fútil. En unos pocos
segundos, el temido demonio devorador conocido como
Callum se convierte en un montón de cenizas. No quedan ni
siquiera sus huesos como prueba de que existió algún día en
este mundo.

—Arthas, tenemos un proble… Mierda. —Laeka entra


en la cocina y ve los restos de Callum—. ¿Eso era el caníbal
del sexto infierno?

Me la quedo mirando y doy una calada a mi cigarrillo.


No soporto que la gente fume a mi alrededor ni
tampoco suelo fumar yo mismo… excepto cuando mato.
Siempre me enciendo uno cuando mato. Una manía hipócrita
que no logro quitarme de encima desde que la cogí.

—Sí. ¿Por qué? —inquiero, calmando los instintos,


afinados tras más de mil años viviendo en esta dimensión
mortal, que me dicen que algo grave ha pasado mientras estaba
entretenido con el joven Callum—. ¿Qué problema es el que
tenemos?

Laeka aparta la mirada del montón de cenizas y se pasa


una mano por el largo cabello negro recogido en una alta
coleta.

Me repasa con la vista buscando heridas que no existen


y una de las comisuras de mis labios se curva hacia arriba por
la divertida ternura que me invade cuando ella hace ese gesto
de preocupación inconsciente.

He elegido con cuidado a los miembros de mi Concilio


y estoy muy orgulloso de todos ellos, pero admito que Laeka
es de mis favoritos.
—A Reno y su chica se los ha tragado un portal. Shiraz
sospecha que al sexto infierno, con el Ancla del Exilio de ese
—señala con la barbilla los restos de Callum—, que han
activado a saber cómo.

Suelto una maldición que la hace palidecer, aunque no


tenga nada que temer de mí.

—¿Cuándo ha sido eso?

—Hace una hora, más o menos.

Apago el cigarrillo sobre el reposabrazos de la silla de


ratán y me alzo cuan alto soy emanando irritación.

—¿Y por qué no me habéis dicho nada? —Mi tono frío


y airado hace que ella se tense y que los músculos se le
agarroten, pero Laeka no da ni un paso atrás.

Mujer valiente. Demasiado valiente para su propio


bien. Siempre lo ha sido.
—He intentado llamarte por teléfono pero debes de
tenerlo en silencio, como siempre que peleas.

Asiento. Otra de las manías que debería dejar.


Comunicarme con mi Concilio a todas horas debería ser una
prioridad.

Controlo mi aura y rebajo la densidad de mi cabreo


hasta que el aire vuelve a ser respirable.

—Llévame hasta el lugar de ese portal.

Ella me indica que la siga con un cabeceo y se da la


vuelta, volviendo a salir por las dobles puertas de cristal que
dan al jardín. O lo que queda de ellas que no ha sido
destrozado por la pelea.
—Shiraz está intentando averiguar más sobre el tema
—me cuenta mientras caminamos con tranquilidad hacia el
otro lado de la mansión de los Obscurus—. Dice que si no
logramos hacer nada por Reno por nuestra cuenta, llamará a su
madre.

Alzo las cejas de la sorpresa hasta que casi alcanzan la


raíz de mi pelo.

Inaudito.

—Lo sé —sonríe Laeka, interpretando mi expresión sin


necesidad de palabras—. Quién nos iba a decir que el
tocapelotas de Reno le cayese tan bien al mediobrujo,
¿verdad?
—Sin duda —murmuro yo justo cuando llegamos al
escenario cubierto de una masa viscosa y roja en forma de
espiral.

En cuanto mis ojos se fijan en ello, sé que se trata de un


maldito portal. No me cabe duda de ello.

Shiraz tenía razón.


Mi maldición es tal que espanta a todos los animales en
kilómetros a la redonda, inteligentes o no, personas incluidas.

Cuando logro calmarme, me acerco a los restos del


portal mágico y deduzco dos cosas:

Primero, que es la obra de un amateur con talento.

Segundo, que definitivamente, por el olor del azufre


particular que emana de él, lleva directo al sexto infierno.
Y tres, que quizá vaya a tener que ir en persona para
sacar de ahí a mi subordinado y amigo.
Y ello me va a arruinar el jodido día. Porque detesto al
sexto y a todos sus malditos habitantes.

Incluyendo a mi primo.

—Dile a Shiraz que no hace falta que llame a su madre


—le comunico a Laeka, que asiente, pálida como la leche pero
todavía consciente tras mi arrebato de mala hostia, y dirige sus
temblorosos pasos hacia donde el mestizo de bruja se ha
quedado congelado en medio de una llamada telefónica—. Yo
me encargo.

Doy un paso hacia el portal, conecto mi energía


primordial a los restos de magia que todavía rezuma, y lo
obligo a abrirse y a llevarme al mismo lugar al que ha lanzado
a sus víctimas.

Cuando aparezco bajo el conocido cielo rojo y negro


del sexto infierno, al que sus habitantes llaman Dexagon,
suelto un suspiro de fastidio y decido seguir el rastro del olor
de Reno hasta una casa de paredes rojizas que puedo ver en la
lejanía construida a las afueras de una villa escasamente
poblada.

Solo espero que el imbécil de mi «primo» no les haya


puesto las manos encima a él o a su chica. O me temo, familia
o no, que tendré que arrancárselas de cuajo por mucho que
luego la abuela decida regañarme durante milenios por ello y
que las futuras comidas familiares anuales se conviertan en
algo incómodo cuando ambos estemos presentes en la casa del
clan.

Tampoco es que aprecie mucho a Dextros, de todas


formas, pienso para mí mismo encogiéndome de hombros y
extendiendo mis sentidos hacia la vivienda una vez estoy en
las cercanías, notando dos presencias masculinas, ambas
pertenecientes a demonios, en el interior. Pero ni rastro de
Reno o la mujer mortal.

Llamo a la puerta con calma una vez estoy frente a ella,


esperando a que la abran para interrogarlos sin necesidad de
usar la violencia (a no ser que me obliguen a ello) sobre el
paradero de mi subordinado, y mientras tanto trato de sentir la
presencia de Dextros, poderosa e inconfundible, en varios
kilómetros a la redonda.
Pero si está en este reino en particular se está
escondiendo bien de mí.
Una pena que el muy imbécil eligiese este mundo para
divertirse. Cosa que no comprendo. Pero la verdad es que
nunca he entendido muy bien a ese primo mío ni tampoco sus
numerosos teatros extravagantes. No por nada Dextros es
considerado uno de los miembros más locos e impredecibles
de la familia.
Más le vale no haber tocado lo que es mío como solía
hacer de pequeños, o esta vez me las va a pagar con creces,
decido cuando al fin uno de los habitantes de la casa abre la
puerta y asoma la cabeza por ella para ver quién llama.
—¿Sí? —El demonio apesta a miedo y a sangre.

Creo que lo he pillado comiendo.


Qué asco.
—Estoy buscando a un par de extranjeros. Tal vez
puedas ayudarme.
El chico intenta cerrar la puerta en mis narices a toda
prisa tras verme y comprender que soy un demonio del
primero, pero ello no le sirve de nada. Me basta con poner una
mano sobre la madera y empujarla levemente contra él para
hacerlo caer de culo sobre la entrada, estampando los restos de
la puerta contra la pared y dejando un agujero agrietado sobre
el yeso por el golpe.
—Con permiso —sonrío con crueldad entrando en la
casa sin esperar una invitación.
Es hora de obtener respuestas.
Capítulo 28

El combate da inicio con rapidez.

El demonio ataca primero antes incluso de que suene el


gong y yo me oigo gritar con alarma cuando su espadón cruza
el aire con un silbido y casi parte en dos a Reno, que se aleja
haciendo uso de una velocidad inhumana de su rango de
ataque.

—¡Te voy a descuartizar, vampiro! —ruge el diablo a


plena potencia. Su voz resuena con una fuerza antinatural en el
coliseo e incrementa los vítores a su favor, que son
prácticamente todos.
—Y dale con lo de descuartizar o devorar —se burla
Reno con una risotada provocadora, haciéndose a un lado
cuando el campeón del rey trata de rebanarle la cabeza de un
tajo y asestándole una puñalada con su propia sombra, que se
eleva del suelo como una cuchilla, en el costado—. Qué poca
imaginación tenéis.
Suelto todo el aire de los pulmones de golpe de puro
alivio cuando veo que Reno parece tenerlo todo bajo control.
—Ese don suyo… ¿acaso tu esposo es un altivus? —
inquiere la reina, sentada al otro lado del rey, que come
copiosamente de una bandeja repleta de huesos de lo que
espero que sea cordero crudo (ojalá), haciéndose oír con
facilidad por encima del griterío de la gente común (y de su
esposo, que se levanta cada dos por tres de su trono para gritar,
maldecir, reír y hacer gestos obscenos en dirección a la pelea.
No tengo ni pajolera idea de qué es un altivus, pero
suena importante.

Sonrío como si estuviera guardando un secreto y decido


echarme un farol.
—Es posible —replico en un tono parecido a un
ronroneo arrogante y rezo para no estar metiendo la pata.
La reina deja de inclinarse sobre su asiento para
mirarme por encima del grueso estómago del rey y se recuesta
en el respaldo de su trono con mirada pensativa.

—Mmm —la oigo murmurar como si estuviera


considerando una nueva perspectiva sobre Reno en su cabeza,
y la veo clavar sus ojos en él con renovado interés cuando
logra asestarle otro tajo en uno de los brazos cubiertos de
armadura al campeón del rey—. Interesante. Mucho más
interesante de lo que creía.

—¿El qué es interesante, esposa mía? —demanda saber


el rey, que se ha cansado de tanto movimiento y jadea
desparramado sobre su trono mientras uno de sus siervos le
limpia las numerosas papadas.

—Ese nuevo guerrero tuyo, amor mío. —Me alarmo


cuando oigo a la reina adoptar ese tono zalamero y
manipulador porque mis tripas me gritan que no es común que
lo haga y que ha decidido que quiere algo de Reno. Algo que
no nos va a gustar a ninguno de los dos—. Es un vampiro de la
nobleza. Un altivus.
Mierda. Ojalá supiera lo que significa eso.

Ojalá Reno me lo hubiera dicho antes, porque se nota


que ella está convencida de ello al verle usar su don de
sombras.
—¡¿Qué?! ¡No puede ser! —exclama el rey con
asombro.

La mirada ofendida de la reina por poner en duda su


palabra no se me pasa por alto. Ni tampoco cómo cambia
rápidamente su expresión para que el rey no note que en el
fondo su esposa le desprecia.
—Pregúntale a su mujer —me señala la reina con una
mano de larguísimas uñas pintadas de rosa pastel—. Y fíjate
en cómo maneja uno de los elementos primordiales asociados
a la brujería con la mente sin ni siquiera esforzarse, amado.
Ello es, sin duda alguna, señal de que estamos ante uno de
esos antiguos vampiros de Vadalis. Ya sabes, el reino que
desapareció hace unos milenios en el mundo mortal.

—¡Oooh! —se excita el rey—. ¡Entonces mi nuevo


juguete es más único de lo que sospechaba! ¿Es eso lo que
quieres decir, esposa?

—Efectivamente —sonríe la reina con coquetería—.


Tienes en tu poder un bocado muy especial.
—De bocado nada —interrumpe mi boca con fuerza
antes de que pueda parar mi lengua.
Los tres (los dos reyes y la princesa, que parece no
tener lengua por lo poco que habla) se me quedan mirando
como si les sorprendiera que me atreva a hablarles, y mucho
más en ese tono, así que trato de arreglarlo un poco curvando
mis labios en una sonrisa amplia y tan falsa como un bolso de
marca comprado en un bazar chino.
—Quiero decir —hablo a toda prisa metiendo mi mano
en el escote de mi top fingiendo que me estoy rascando la piel
—. Que mi marido es mucho más interesante vivo que muerto,
¿no les parece a ustedes?

—¿Y eso por qué? —inquiere la reina alzando una ceja


finamente depilada y pintada de rojo sangre—. Tener en la
tripa algo así sería una maravilla. De solo pensar en
digerirlo…

Tanto el rey como ella están empezando a babear. Mala


señal. Muy mala señal.

—Pero, entonces… ¡no podrían usar sus habilidades


para conquistar a sus enemigos!

Perfecto, acabo de sacarme otra apuesta arriesgada de


la manga: que no sean los reyes de toda la raza, sino de solo
este territorio, y que no se lleven muy bien con el resto de
monarcas, si es que los hay.

Y creo que los hay, porque los dos me miran con


renovada atención. Así que decido aprovechar el cariz que ha
tomado la conversación antes de que vuelvan a cambiar de
idea y decidan intentar comerse a Reno. Y luego a mí como
postre.

—Imaginen ustedes: ciudades enteras esclavizadas con


su poder de sombra. Reyes servidos en bandejas de oro. Los
corazones de todos sus enemigos con la sangre todavía cálida
y palpitante mientras baja por sus gargantas…

Oh. Oh.

Me he pasado.

Se les han encendido las pupilas.


Literalmente. Están ardiendo con una lujuria famélica
que llena el palco de una energía densa, malvada y rebosante
de una anticipación maliciosa.
Seguramente acaban de imaginarse todo lo que les he
dicho. Y lo que han imaginado, por sus expresiones, les gusta
mucho.
Muchísimo.

—Querida —sonríe el rey con los colmillos repletos de


babas y sangre y la mirada fija en mí con mayor interés del
que ha tenido nunca—. Cuéntame más de esas visiones tuyas.

—Cuéntanoslo todo, amiga mía —sisea la reina, tan


inclinada sobre el trono de su marido que casi parece que va a
saltar sobre él para llegar a mí.

Trago saliva y hago acopio de toda mi creatividad, que


es mucha.
Y empiezo a inventarme la historia de cómo podrían
usar los superpoderes de altivus de Reno, que de repente es
considerado su mejor arma secreta, para arrasar con los reinos
más cercanos, procurando mencionar las palabras
«descuartizar» y «devorar» cada dos frases.

Creo que acabo de empeorar las cosas sin querer,


gimoteo en silencio para mí misma.

Ya ni siquiera le prestan atención a la lucha a muerte


que tiene lugar bajo nuestros pies porque están demasiado
embelesados creyéndose, no sé por qué, que soy una especie
de profeta que ha venido a contarles que se van a convertir en
los emperadores del continente entero.
Cuando los abucheos se elevan por todo el coliseo, me
permito desviar la vista de manera nerviosa hacia Reno y veo
que finalmente ha conseguido matar al supuesto campeón del
rey, al que le ha cortado la cabeza. Cosa que sospecho que se
le da muy bien porque ya le he visto hacerlo varias veces.

Reno ha ganado la pelea.

Pero yo acabo de meterlo de lleno en una guerra


imaginaria en vez de sonsacarle a los reyes toda la
información posible sobre el Ancla como le había prometido.

Y puede que ahora no quieran dejarnos ir por mi culpa.


Maldita sea, no tendría que haber abierto la boca. Seré
idiota. ¡Eres tonta, Rocío! ¡Tonta!

Ahora a ver cómo arreglo yo el lío que he creado yo


solita sin pretenderlo.
Capítulo 29

RENO

La pelea no ha sido tan dura como esperaba considerando que


mi adversario era el supuesto campeón del rey.
Y, sin embargo, Callum era mucho más poderoso que
él. Y sospecho que Kellen también.
Quizá eso de campeón no fuese nada más que un título
político, porque ahora que miro su cuerpo (lo que queda de él)
más de cerca, me doy cuenta de que se parece bastante
físicamente al monarca de la ciudad.
—¡Magnífica! —aplaude dicho rey—. ¡Una pelea
magnífica!
—¡Saludad al nuevo campeón del rey! —exclama la
reina, levantándose de su trono con la primera expresión que
muestra algo más que la de pura y llana apatía que le he visto
hacer desde que llegamos al palacio.

No es difícil deducir que está tramando algo.


Desvío la vista hacia Rocío y veo que está mucho más
pálida que antes y que me mira como si quisiera disculparse
por algo, y me pregunto en qué nuevo lío se habrá metido mi
mujer sin pretenderlo. Es como si los problemas la
persiguieran desde que cruzó caminos conmigo.

—Tal y como hemos acordado previamente —elevo la


voz para que se me oiga en cada rincón del coliseo por encima
de los abucheos súbitamente convertidos en vítores en cuanto
los reyes han emitido su aprobación sobre mi victoria—, he
vencido a vuestro campeón y ahora debéis decirnos cómo
activar el Ancla para volver a nuestra realidad.

La mueca que hace el rey y la mirada que comparte con


su consorte no me gustan ni un pelo.
—Por supuesto, ¡por supuesto! —sonríe falsamente el
regente—. Pero antes, ¡tenemos que celebrar un banquete en tu
honor como campeón!
Me sulfura que sigan dándome largas y al final acabaré
perdiendo la paciencia. Sobre todo ahora que sé que la gran
mayoría de los demonios no son tan difíciles de matar como lo
fueron Callum y su familia.
Empiezo a entender que aquí, a diferencia de lo que
creía, los más fuertes no son los que se sientan en la cima de
poder. Debe tratarse de algún tipo de monarquía hereditaria.

No tengo intención alguna de jugar a sus juegos, así


que me limito a un cabeceo de aquiescencia en vez de la
reverencia que ellos esperan. No se me da bien camelarme a la
gente y fingir cordialidad cuando no estoy de ánimo para ello,
no es mi fuerte.
Por suerte, Rocío, que está aprendiendo cómo navegar
en la política de esta ridícula corte con presteza, se apresura a
suavizar los ánimos tras mi aparente desaire mientras yo
decido hacer caso omiso de los siervos que me indican que
debo volver a entrar en mi celda del coliseo para ponerme
presentable para la comida con la familia real y trepo con
agilidad por la fachada de piedra que me separa del palco real.

Los gritos de «¡oooh!» y «¡aaah!» me siguen como si lo


que acabo de hacer fuese alguna clase de proeza cuando en
realidad escalar esta piedra desigual ni siquiera requiere del
uso de mi poder de sombras como puntos de apoyo porque es
malditamente fácil.
—Uh… Oh… Vaya, qué rápido eres, mi campeón —
comenta el rey con nerviosismo soltando una risita teñida de
una ligera peste a pánico y secándose el sudor de la cara con
una de sus abultadas mangas bordadas.
Sus guardias se apresuran a rodearme, pero me llama la
atención el hecho de que parecen más inclinados a proteger a
la reina que a su esposo.
La princesa, en cambio, permanece a un lado, callada y
quieta, pero observándolo todo con sus brillantes pupilas de
color rosado.

—Nuestro acuerdo —hablo con calma, pero arrastrando


las palabras y con un deje de amenaza escondido bajo el tono
barítono de mi voz.

No hay sonrisa ni afabilidad que acompañe a mis gestos


o palabras. Me he situado en cuclillas sobre la barandilla de
piedra justo entre Rocío y el rey y veo con satisfacción cómo
los guardias que rodeaban a mi vidraz dan un paso atrás y
bajan las armas con la piel tan cubierta de sudor como su
señor.
—Ya te hemos dicho, maravilloso guerrero, que
obtendrás muy pronto tus respuestas —interviene la reina
cuando su esposo se queda sin palabras del miedo que
seguramente no está acostumbrado a sentir—. Después del
banquete de celebración.

—Sí… Sí, eso —tartamudea su marido—. Después del


banquete.

—Mmmm —gruño, no muy convencido de todo esto


—. ¿Tú qué opinas?

Me giro hacia Rocío esperando una respuesta y veo que


está observándolo todo con los ojos como platos, pero con
astucia, determinando un camino a seguir.

—Creo, esposo mío… —Mierda, qué bien sienta que


me llame esposo. Cada vez me gusta más y más—, que tú y yo
necesitamos unos aposentos dignos del campeón del coliseo en
los que poder refrescarnos antes del banquete y pasar un
tiempo a solas… ya sabes, íntimamente.

Me guiña un ojo con coquetería. Aunque huele a que


está un tanto abochornada. Esa timidez suya que noté cuando
nos conocimos no ha desaparecido del todo, aunque la Rocío
de armas tomar esté saliendo cada vez más a la luz una vez la
sorpresa de lo que le ha pasado estos días va desapareciendo y
se adapta paulatinamente a la situación.

Qué traviesa es, me río para mis adentros.

—Me parece una idea excelente —ronroneo sin apartar


mi mirada de la curva superior de sus pechos, que puedo ver
claramente a través del top.
—¡Por supuesto! —aplaude el rey—. Claro que sí. Un
tiempo de relax con su esposa le vendrá bien a mi campeón.
Así estará más… tranquilo cuando llegue la hora del banquete.
La reina, en cambio, hace una mueca de desagrado que
esconde a toda prisa tras una fachada de falsa diversión.

Poniendo una mano de larguísimas uñas sobre el muslo


de su marido, se inclina hacia mí enseñando su amplio escote
mientras se acaricia con los dedos de la otra mano el largo
cuello pálido.
—Disfrutar de un tiempo a solas con una bella mujer
siempre es una gran idea… —murmura con sensualidad
descendiendo la vista hacia mi entrepierna en una declaración
nada sutil de sus más que evidentes pensamientos.

La miro con indiferencia y tirria, asqueado de que esté


intentando coquetear conmigo, y además delante de su esposo,
pero eso solo hace que sus ojos brillen con un deseo que antes
no había percibido en ellos.
—¡Decidido! —anuncia el rey dando una palmada,
ajeno a la segunda conversación mediante lenguaje no verbal
que tiene lugar bajo sus narices—. Guardias, escoltad a mi
nuevo campeón a los aposentos del príncipe Gellert. ¡Ah! Y
preparad lo que quede del cuerpo de mi anterior campeón para
el banquete junto con el resto del menú.

—Que incluirá comida apropiada para una humana y un


vampiro —se apresura a añadir Rocío.

Lleva sin comer desde hace más de veinticuatro horas.


Debí haber pensado en eso.
Soy un pésimo compañero, me decepciono conmigo
mismo. Debería cuidar mejor de ella.

—Y agua potable —intervengo yo—. Tenemos sed.

Los caníbales nos miran con sorpresa.

—Pero eso… Eso es comida de plebeyos —se horroriza


uno de los guardias.

La mirada que le dirijo los hace callar a todos de golpe.

—Mi esposa y yo hemos dicho que queremos comida


apropiada para humanos y agua potable, y no pienso repetirme
más —siseo.

Ellos se apresuran a asentir y a afirmar que por


supuesto que habrá comida semejante en nuestra mesa y que
para nada es comida de plebeyos, sino tan solo una dieta
especial espartana de campeones y un montón de mierdas más
a las que no les presto atención.

Le tiendo una mano a Rocío, que la coge con alivio y se


levanta de su asiento, y sigo a la escolta a la que se le ha
ordenado mostrarnos el camino hacia nuestros nuevos
aposentos por los pasillos que conectan el coliseo con el
palacio, situado en el centro de la ciudad.

—Tengo que hablar contigo —me murmura Rocío


cuando nos hemos alejado bastante de la familia real.
—¿Tiene algo que ver con lo de ser nombrado su súbito
campeón? —intuyo, y por su reacción sé que he dado en el
clavo.

Rocío aprieta mis dedos en los suyos y acelera el paso


de manera inconsciente, enredando uno de sus mechones
oscuros en un dedo de manera ansiosa.
—No te enfades, pero creo que he empeorado el lío en
el que estábamos metidos —me confiesa justo antes de llegar a
las dobles puertas de madera de nuestra nueva prisión, esta vez
mucho más lujosa que la mera celda de antes.
Una vez dentro, expulso a los guardias con un gesto
tras enseñarles los colmillos de manera instintiva cuando uno
de ellos mira demasiado a mi vidraz con interés y ella les
cierra las puertas en las narices con fuerza, cosa que me hace
soltar una carcajada porque tengo la sensación de que de
repente los demonios le dan más asco y le producen más
enfado y frustración que miedo, y se le nota.
—Muy bien —me río, contento de haber descubierto
que matar a varias docenas de estos bichos a la vez no va a ser
tan difícil como me temía y elaborando una lista mental de los
demonios que potencialmente sí que podrían suponerme un
problema, como Kellen, y de los que posiblemente tienen
información verídica sobre el Ancla, que no confío mucho en
que sea el rey (quizá la reina, que parece más lista que él)—.
Ahora explícame cómo supuestamente has empeorado el
problema.
Ella aspira una bocanada de aire y la deja salir con
lentitud, y yo me preparo para calmarla y decirle que no pasa
nada, y que cualquier cosa que haya dicho o hecho tiene
solución (aunque esa solución sean un puñado de cabezas
cortadas).

Y entonces me cuenta la suposición de la reina y su


discurso sobre declarar la guerra a las demás naciones
demoníacas del sexto infierno usándome a mí como arma
secreta y casi me llevo las manos a la cara de pura
exasperación.
Definitivamente a esta mujer le persiguen los
problemas.
O quizá es que tiene un don para meterse de cabeza en
líos inesperados y peliagudos.

Sea como sea, voy a tener que redoblar mis esfuerzos si


quiero protegerla de todo el caos que está todavía por venir.
Capítulo 30

—Entonces, ¿no eres un altivus, sea lo que sea eso?

Reno suspira contra mi nuca mientras insiste en que le


deje ayudarme a quitarme la ropa. Como si deshacerse de las
zapatillas de estar por casa de los Detrivis, la minifalda y el
top fuese algún tipo de esfuerzo épico.
Pero no me quejo. Sus manos se sienten bien contra mi
piel. Amables. Cálidas. Tiernas. Carecen de la violencia que se
respira en el ambiente de este horrendo lugar y son un bálsamo
para mis saturados sentidos. Así que me siento en el banco de
piedra rojiza que hay situado junto a los arcos que ocupan la
totalidad de la pared de enfrente de la habitación, a través de
los cuales puedo ver la estampa de un jardín bastante pobre
repleto de plantas gigantes tipo cactus de vibrantes colores
rojos y azules.
A ambos lados de los altos arcos de roca tallada,
cortinas de terciopelo azul (a estas gentes les encanta el
terciopelo) se mueven ligeramente por la brisa caliente que
entra a raudales y cubre mi piel de un sudor pegajoso e
incómodo, dado que no hay cristales que aíslen la terraza del
interior de la estancia.
La habitación que nos han dado está dividida en dos.
A un lado hay una zona de dormir con una ancha cama
cubierta de sábanas rojas y al otro, separado por una pared a
media altura de madera tallada, hemos encontrado un baño
estilo romano con bañera de piedra incrustada en el suelo que
había sido previamente rellenada de agua caliente (aunque no
sabemos si es potable, así que no nos hemos arriesgado a
beber de ella por mucha sed que tengamos) y una bandeja con
jabones que Reno dice que no parecen tóxicos para nosotros,
así que ambos hemos tomado la sana decisión de bañarnos.
Juntos.
Lo último porque él ha insistido, afirmando que no
piensa dejarme sola ni un segundo más, no sea que encuentre
nuevos líos en los que meterme.
Lo que me parece injusto porque, vale, sí, hemos
acabado aquí porque he cogido un artefacto mágico defectuoso
por accidente.

Y también en lo del lío del coliseo porque me ha dado


por intentar ser una política lameculos y los sádicos monarcas
han decidido divertirse a nuestra costa. Y en una posible
guerra entre reinos de demonios por más de lo mismo.

¡Pero todo ello ha sido porque estaba intentando que no


nos devoraran!

Yo no he creado a esta especie de diablos caníbales que


se dedican a raptar a la gente y a intentar zamparse a todas las
personas con las que se cruzan. Ni tampoco he elegido que
formen parte de la historia de mi vida.

Lo estoy haciendo lo mejor que puedo, considerando


que no soy una vampiresa purasangre con superpoderes como
él.

Y creo que no se me está dando tan mal a pesar de todo.


Potenciales guerras aparte.
—No. No soy un altivus —responde Reno, y sus dedos
rozan despacio y con ternura la piel de mi hombro cuando deja
caer el top al suelo tras pasármelo por la cabeza—. Soy un
altivei.

Está sentado detrás de mí. Sus poderosos muslos,


todavía enfundados en sus vaqueros negros, rodean los míos, y
su entrepierna presiona contra mi trasero. Pero estoy
demasiado cansada y relajada como para ponerme nerviosa
por ello.
—¿Y cuál es la diferencia?

Puedo sentirlo sonriendo contra mi coronilla mientras


mete los dedos en la cinturilla de mi falda.
—La diferencia —me explica con un tono cada vez
más ronco y grave—, es que un altivus es un mestizo de
vampiro y bruja. Un altivei, en cambio, es un vampiro de
linaje purasangre, en la que ninguno de sus progenitores ha
mezclado jamás su sangre con otra especie que no sea la
nuestra.

—Oooh. No sabía nada de eso. Solo que existían los


vampiros llamados purasangre. Eso es todo.

Él se inclina sobre mi hombro y deposita un beso


lánguido y sensual sobre mi piel, justo debajo de una de las
marcas que dejó hace unas horas en mi cuerpo y que poco a
poco se van desvaneciendo.

Tengo la intuición de que quiere volver a dejar su


huella sobre mi piel. Y la verdad es que la idea me excita y me
fascina.
—Son términos muy antiguos que ya no se utilizan —
murmura Reno en voz queda, pasando la lengua por mi nuca y
la parte posterior de uno de mis hombros mientras una de sus
manos se coloca sobre mi cadera y me empuja hacia arriba
para poder deshacerse de la prenda con facilidad.

Yo dejo que haga lo que quiera porque estoy muy a


gusto entre sus brazos. Me siento segura, lánguida y cada vez
más excitada.

Me pregunto si volverá a beber de mí como lo hizo esa


noche, me susurra mi mente rebosante de anticipación.

Pienso en la palabra «beber» y me doy cuenta de que


ambos sentidos: el que beba de mis jugos más íntimos y el que
vuelva a hincarme los colmillos y me chupe la sangre, me
ponen igual de caliente.

—¿Y cómo os llamáis ahora? —inquiero, aunque mi


mente está muy lejos de poder concentrarse en asimilar lo que
me está contando de su cultura y de sus orígenes.

—Mestizos o purasangre, según algunos —susurra


acariciando mis muslos y dejando caer al suelo la minifalda
tras bajarla lentamente por mis piernas—. Aunque yo prefiero
ignorar las categorías sociales. Me importa una mierda qué
clase de sangre lleve uno en las venas mientras sea una
persona medio decente.

—¿Y si no lo es? —jadeo cuando sus dedos juguetean


con la cinturilla de mis braguitas y recuerdo cómo me las quitó
con los colmillos la primera vez que tuvimos sexo. Cómo me
miraba.
Cómo se sentía tenerlo en mi interior.
—Si no lo es no suele vivir mucho tiempo.

Me estremezco de la cabeza a los pies, cerrando los


ojos y arqueando el cuello, cuando uno de sus dedos roza de
manera intencionada mi sexo a través del encaje mientras su
otra mano baja mis bragas tan lentamente como lo ha hecho
con la minifalda, obligándome a alzar ligeramente el culo del
asiento para poder quitármelas.

—Así que además del segurata del Inferno eres un


purasangre.
Los de ese Concilio deben tener mucho más poder del
que soy capaz de imaginar si tienen a alguien como él
haciendo de gorila en su puerta.
Sé que la gran mayoría de Concilios son poco más que
mafias que trafican con drogas e influencia política, tienen a
muchos políticos corruptos bajo su mando, luchan por
territorios y demás cosas asociadas a ese lado oscuro del
mundo que la gente normal como yo oímos en los medios de
comunicación pero rara vez vemos en persona, y también sé
que el Inferno es uno de los Concilios de los que más se habla
en las calles, pero de ahí a ver que tienen a alguien como Reno
haciendo de segurata…

Él sonríe contra mi piel como si mi suposición le


pareciera una broma.

—Soy el jefe de seguridad y uno de los líderes del


Inferno, nena —ronronea con humor, acariciando la piel de la
cara interna de mis muslos con los dedos y causándome otro
estremecimiento—. Esa noche sustituía a un empleado.

—Oh.
Joder. Madre mía… ¡Joder!, exclama mi cerebro con
sorpresa. ¡Es uno de los peces grandes!

—¿Te sorprende? —ríe él trazando círculos lentamente


cerca de mis ingles.
Cabrito provocador.

—No me extraña que seas importante —jadeo,


curvando los dedos de los pies y sintiendo la humedad de mi
sexo incrementarse a mares—. Eres demasiado poderoso como
para no serlo.

Mis palabras le hacen emitir un sonido complacido.

Suelto un grito ahogado cuando Reno pone ambas


manos en mi cintura y me eleva, dándome la vuelta con
maestría para que esté sentada a horcajadas sobre sus muslos,
abierta y completamente desnuda para él.

—Embaucadora —gruñe—. Mira lo que me haces,


Rocío. ¡Joder!

Presiona su erección contra mi centro y mueve las


caderas hasta que me oye gemir.

—Reno… —suplico, enfebrecida de deseo por él.

—Eres malditamente hermosa —murmura el vampiro


mirándome con hambre de arriba abajo—. Jodidamente
perfecta.

Mis pechos se elevan con cada respiración y mis


pezones hace rato que están tan duros como guijarros.

Él acaricia la extensión de mi cintura, muslos y trasero


con una mano mientras con la otra me sostiene para que no
pierda el equilibrio, y yo pongo las manos sobre sus anchos
hombros y me inclino hacia su rostro buscando un beso que de
repente necesito más que el aire para poder respirar.
Cuando mis labios capturan los suyos, una de las manos
de Reno aprieta una de mis nalgas y la otra asciende hasta
acunar mi pecho izquierdo, masajeando el montículo con
sensualidad.
Su lengua danza contra la mía mientras mi cuerpo,
sensual, pesado y lujurioso, se mueve en un vaivén imposible
de controlar contra el suyo, buscando una fricción que me es
imposible lograr en esta postura.

—¿Quieres montarme, preciosa? —inquiere Reno


contra mi boca antes de que su lengua se hunda en mí y haga
estragos en mi paladar.

Asiento, falta de aliento y de palabras, y él cuela una de


sus manos entre nosotros y se abre la bragueta del pantalón,
liberando su erección, que se eleva entre ambos fuerte, ancha y
orgullosa.
Apoyando los pies sobre el frío suelo de piedra y las
manos sobre sus hombros de nuevo para estabilizarme, coloco
mi entrada humedecida sobre su extensión y desciendo sobre
su longitud con una deliciosa lentitud que nos hace suspirar a
ambos.

Lo cabalgo con tranquilidad, con una languidez que


permea nuestros movimientos, nuestros besos, cada vez más
profundos, cada vez más enloquecedores, hasta que el sonido
húmedo de nuestra unión, de nuestros jadeos y gemidos, llena
la estancia con su música, y me corro con fuerza en un
orgasmo tan sensual y poderoso como las emociones que me
atraviesan, acompañada de Reno pocos segundos después, que
mordisquea mi cuello y deja marcas sobre mi piel como si no
quisiera morderme sin mi permiso.
—Bebe de mí —jadeo, agarrándolo de la cabeza y
atrayendo su boca hacia el inicio de mis pechos, que arqueo
para que pueda llegar a ellos con mayor facilidad—.
Muérdeme, esposo.

Usar la palabra «esposo» en este contexto casi hace que


me corra de nuevo, pero es el gemido de necesidad que él
suelta justo antes de hundir sus colmillos en mi pecho lo que
hace que un nuevo orgasmo se adueñe de mí y me haga perder
la noción de la realidad durante los largos segundos que dura.
Me estremezco una y otra vez mientras él me sostiene,
mientras mi boca emite sonidos entrecortados que no puedo
controlar, mientras los dedos de mis pies se arrugan, mis
piernas son sacudidas por espasmos eléctricos y el interior de
mi sexo intenta ordeñar al suyo, todavía ensartado en mí,
demandando más mientras él mueve las caderas
frenéticamente buscando una segunda liberación que obtiene
con una rapidez devastadora.

Cuando mis ojos se enfocan, veo que las sombras de la


habitación se han alargado y han cubierto las cuatro paredes,
incluyendo los arcos que daban al jardín, el suelo y el techo,
rodeándonos como un nido de tinieblas.
Y, a pesar del mortífero que palpita a mi alrededor
prometiendo muerte a quien se atreva a interrumpirnos, jamás
me había sentido tan segura en los brazos de nadie como en
estos instantes.
Cuando los espasmos amainan, nuestras miradas se
cruzan y nuestras respiraciones se entrelazan tanto como
siento que nuestras almas lo han hecho en esos instantes de
puro éxtasis en los que ningún conflicto de otro mundo podría
habernos separado.

Reno eleva una de sus manos como si estuviera


fascinado por mí y acaricia con una delicadeza casi impropia
de un ser tan poderoso y temible como él los planos de mi
rostro. Mi frente, mis cejas, mis mejillas, mi nariz, mis labios,
mi barbilla… descendiendo finalmente por mi cuello hasta que
deja sus dedos apoyados sobre la palpitante marca que han
dejado sus colmillos sobre mi piel.
—Me estoy perdiendo en ti, Rocío —musita como si lo
acabara de confesar en voz alta de manera inconsciente.

A mí se me acelera el corazón de una forma que jamás,


ni el mejor de los polvos, podría causarme. La esperanza, esa
bella pero traicionera mariposa, aletea en mi pecho con fuerzas
renovadas.
—¿Y es eso algo malo?
Su mirada se vuelve seria, repleta de consideración, de
reflexión, cuando me mira esta vez. Con calma, con cuidado,
con una cautela impropia de una mortífera bestia primaria
como él. Como si yo fuera la verdadera depredadora, el
verdadero peligro de esta habitación.
—Empiezo a pensar que quizá no lo sea —decide
revelarme—. Que tal vez encontrarte sea una de las mejores
cosas que me ha pasado en la vida.

Algo bulle dentro de mí cuando le oigo decir eso. Algo


vibrante, hecho de colores luminosos como un arcoíris. Algo
que aletea con el nombre de mil mariposas esperanzadas que
esta vez no se limitan a hacerse oír desde el fondo de mi
estómago, sino que hacen vibrar cada fibra de mi ser con un
júbilo que no me creía capaz de sentir.
Una emoción que hace palidecer lo que he sentido antes
por cualquier otro hombre que se haya cruzado en mi vida.

—Yo también lo pienso —me armo de valentía para


decírselo—. Nunca me había sentido así con nadie.
Él no responde, pero tampoco se aparta de mí. Una de
sus manos se apoya en mi espalda desnuda y se mueve de
arriba abajo y la otra me reacomoda sobre él para que no le
resulte tan incómodo que esté sentada sobre sus muslos.

Todavía lo siento en mi interior, medio duro pero en


calma ahora que nuestros cuerpos han liberado la mayoría de
la tensión que habían estado acumulando.

Me inclino sobre Reno y apoyo la cabeza sobre su


hombro, pasando mis propios brazos por su ancha espalda
musculosa, y cierro los ojos mientras los latidos de su corazón
resuenan de manera acompasada junto a mi propio pecho.

Mis labios no pueden evitar sonreír porque las diez mil


mariposas han invadido todo mi cuerpo y ya no me importa.

No sabía que enamorarse de alguien pudiera llegar a ser


algo tan sublime.
Capítulo 31

ARTHAS

Sacarles información a los dos únicos supervivientes de la


familia Detrivis, a los que he pillado en mitad del festín que se
estaban dando con los cuerpos de su propia familia, no ha sido
difícil.

Lo difícil ha sido contener la repulsión que he sentido


cuando han admitido sin tapujos ni vergüenza alguna que no
sentían pena por la muerte de la mayoría de los miembros de
su clan y de que de lo único que se arrepentían de manera
genuina era de no haber podido hincarle el diente a Reno.

—Ese vampiro era más fuerte de lo que creíamos —me


ha dicho uno, sonriendo con los dientes manchados de la
sangre de su propio progenitor—. Es una pena que el agente
de la corona se lo llevara a la capital.
—¡Y menos mal que nos escondimos a tiempo! ¿Eh,
hermano? —se ha reído el otro con ganas—. Ahora podemos
disfrutar de toda esta comida sin tener que esperar a las
migajas de nadie.
Me he largado de su casa en cuanto he sabido lo que
quería saber dejándolos atrás en su propia miseria, de la que ni
siquiera son conocedores, siendo consciente de que no habría
manera de convencerlos de que lo que hacen está mal porque
no todo el mundo tiene la misma ética (o siquiera sabe o
quiere saber qué es eso de la ética), y puesto rumbo a la capital
a paso ligero siguiendo el camino marcado con estatuas de
piedra erosionadas que ellos me han indicado que sirven como
marcadores para los viajeros una vez han comprendido que no
los iba a matar y que tampoco podían vencerme y comerme,
como era su idea inicial hasta que he extendido mi aura sobre
la casa entera haciendo crujir sus cimientos y han desistido de
semejante tontería.

Y ahora, tras caminar aproximadamente una hora, me


encuentro en una encrucijada.
A mi izquierda, el camino se desvía ligeramente hacia
el cauce de un río seco rodeado de montañas de arena de color
anaranjado que se van haciendo más y más altas en la lejanía;
y a mi derecha se interna en un bosquecillo que tiene pinta de
que lleva muerto y reseco varios siglos y de que la arena ha
calcificado los árboles con el paso del tiempo.
Y no sé qué opción tomar.

Justo cuando estoy a punto de volver sobre mis pasos y


preguntarles de nuevo a los hermanos sobre la dirección
correcta, una voz que reconozco al instante me llama desde el
bosquecillo y una figura que detesto a muerte sale de detrás
del raquítico tronco de un árbol, a unos cien metros de donde
estoy yo parado en mitad de la encrucijada.

—Pero ¿qué tenemos aquí? —se asombra mi primo


Dextros fingiendo una alegría por el inesperado reencuentro
que ninguno de los dos sentimos—. ¡Si es Arthas Caramarga
Paloenelculo! Cuánto tiempo, primo. ¿Qué te trae por esta
funesta dimensión?
Mierda.

Lo que me faltaba.

El gilipollas que menos ganas tenía de volver a ver en


el universo ha hecho su aparición estelar.
Ya podría haber sido devorado por estos seres. Pero, no,
eso era demasiado pedir.
Nunca he tenido tanta suerte.

—Dextros —rechino los dientes, anticipando la


frustración y la irritación que me va a causar en cuanto abra de
nuevo la boca—. Pensé que habíamos acordado que no íbamos
a volver a hablarnos hasta el próximo milenio, al menos.

—Qué dramático —resopla él caminando hasta mí y


deteniéndose a un par de metros de distancia—. Te aseguro
que no me habría acercado a ti ni a una legua de distancia si no
estuviera más aburrido que… que… da igual. El caso es que
me aburro y has llegado en el momento indicado.

—Piérdete —espeto—. No tengo tiempo para tus


estupideces.

Él se rasca una oreja ligeramente puntiaguda, herencia


de su padre elfo, y se coloca un mechón de largo cabello rubio
pálido tras ella.

—Eres la alegría de la fiesta, Arti. Como siempre —


suspira, ignorando la advertencia no tan sutil de mi tono de
voz.
—No vuelvas a llamarme así. —No había usado una
voz tan tenebrosa en más de cien años.

Desde la última vez que nos vimos.


Este macho saca lo peor de mí. Siempre lo ha hecho
desde que éramos unos críos obligados a convivir bajo el techo
de los abuelos.

—Venga, primo. No te pongas así —sonríe él con


malicia—. Nunca me habría imaginado que el bonachón adicto
a las leyes de Arti pisaría esta dimensión algún día. ¡Es un hito
histórico! Solo dime por qué estás aquí. Me mata la
curiosidad.
—Pues espero que sea una muerte lenta y agónica.

—Auch. Qué cruel eres con tu propia familia.

Se lleva una mano al pecho como si le hubiesen pegado


un tiro en el corazón.
Joder, cómo lo detesto.

—Que te den. Te he dicho que te largues —le gruño,


deseando tener mayor efecto sobre él. En una pelea cuerpo a
cuerpo y magia a magia no nos cabe duda a ambos de que
ganaría yo. Pero tampoco nos cabe duda de que prefiero no
llevarme una bronca de la abuela por pelearme con él otra vez
—. Estoy ocupado.

—Pero si llevas sin moverte de ese sitio más de cinco


minutos —se queja él. Es tan irritante que mis ganas de
arrancarle la cabeza se incrementan de manera exponencial
conforme paso más tiempo en su presencia—. Algo te aqueja.
Dime qué es, aunque sea solo para entretenerme, y te dejaré
llorar amargamente mi ausencia en tu vida unos cuantos años
más. ¿Es estreñimiento? ¿Dudas existenciales? ¿O acaso el
palo que llevas metido en el culo te está molestando más de lo
habitual?
Ya está. Se acabó.

Soltando un gruñido que mataría de miedo a cualquiera


que no fuera un primo hermano sin instinto de supervivencia,
me lanzo a darle la paliza que se merece.

Y él, cómo no, echa a correr entre risotadas bosque a


través.

Mi subordinado puede esperar una hora más a que yo


arregle cuentas con un familiar metomentodo y tocapelotas
que existe solo para joderme la moral.

Bronca de la abuela o no, esta vez Dextros se va a


llevar la paliza de su vida por ser un bocazas malcriado y
ofensivo.
Capítulo 32

RENO

La lavo con cuidado y Rocío se deja hacer, en calma y con una


suave sonrisa de gozo mientras mis manos pasan la esponja
enjabonada por toda la extensión de su piel desnuda y luego
masajean su cuero cabelludo antes de meternos a ambos
desnudos en la amplia tina de piedra tallada.
—Esto se siente genial —suspira ella, acunada por mis
brazos y con la espalda apoyada sobre mi pecho, y cierra los
párpados con cansancio.
La dejo descansar un rato mientras mi cabeza no deja
de dar vueltas. No solo buscando posibles demonios que sepan
algo sobre el Ancla y maneras de dar con ellos (debe de haber
hechiceros en esta corte si resulta que la reina es tan ignorante
como el inútil de su consorte), sino sobre nosotros.
Sobre lo que hay entre ambos. Lo que está creciendo y
afianzándose entre Rocío y yo. Esa sensación de pertenencia
cada vez más intensa. Esas ganas de tenerla a mi lado el resto
de mis días. Esa angustia cada vez que pienso que algo malo
puede llegar a ocurrirle. Esa ternura que me invade cuando
está así, como ahora, pegada a mí con la marca de mis
colmillos en su cuerpo, su sangre en mi interior y mi semilla
en el suyo.

Unidos, pero no del todo.


No dejo de pensar en que Laeka tiene razón. En que
quizá estuve jodido desde el primer instante en el que la vi y
noté que era una vidraz compatible conmigo y en vez de
espantarla como había hecho antes con otras como ella decidí
que me atraía demasiado como para ignorarla.
Pero no es solo porque sea una vidraz, me susurra una
voz desde el fondo de mi cabeza, ¿no es así?
Hay algo en ella, en su espíritu, en su mirada, en sus
sonrisas, que me atrajo hacia ella y que ahora me está
cautivando por entero.
Soltando un gruñido de frustración por el lío que hay en
mi cabeza, decido despertar suavemente a Rocío antes de que
llamen a la puerta, porque llevo sintiendo a un par de
demonios pasear ansiosamente frente a esta como si estuvieran
haciendo acopio de valor para molestarnos.

Imagino que por lo del dichoso banquete y lo de ser


nombrado el campeón guerrero de la corona. Por mucho que
no tenga intención alguna de pelear por alguien tan indigno
como este rey demonio, la fiesta será la oportunidad perfecta
para obtener lo que quiero de una sola vez.

Y, si no, siempre me quedará sumirlos en un océano de


sombras e interrogar a los presentes, que es muy probable que
sean los nobles de la ciudad más cercanos al monarca, sobre el
Ancla, matándolos uno a uno hasta obtener respuestas.
Al fin y al cabo, nunca he pretendido ser más de lo que
soy: un depredador oscuro al que lo atan ciertas normas de
ética y moral que no se aplican a sus enemigos. Especialmente
si esos enemigos amenazan de cualquier forma a su… amiga
especial.

—Despierta, Rocío. —Mordisqueo el lóbulo de su oreja


y tengo el placer de oírla gemir y suspirar de deleite—. Es
hora de asistir al maldito banquete.

—¿Qué banquete? —bosteza ella saliendo del reino de


los sueños.

La muerdo con un poco más de fuerza como castigo y


ella da un respingo que me hace esconder una sonrisa
satisfecha en su húmedo cabello.

—Al banquete político en el que tú nos has metido de


lleno, mujer problemática.
Eso la hace despertarse de golpe.

Su piel enrojece de vergüenza e ira a partes iguales y se


me pasa por la cabeza que pasarme los próximos milenios
contemplando cada una de las tonalidades de rojo, desde la
lujuria hasta la irritación, que pueden llegar a colorearla no
sería el peor de los destinos.
De hecho, ahora mismo me parece algo muy deseable.

—No ha sido mi culpa —refunfuña, pero luego,


acosada por esa honestidad suya de la que no puede desligarse,
se corrige—: Bueno, puede que un poco sí que lo haya sido.
Pero tampoco es para tanto, ¿no? Simplemente tenemos que
largarnos antes de que le declaren la guerra a nadie y ya está.
Dejará de ser nuestro problema en cuanto estemos de vuelta en
la Tierra.

Una sensación premonitoria se instala en la base de mi


estómago de manera incómoda en cuanto esas palabras salen
de su boca.
Antes de que pueda decir nada más, llaman al fin a la
puerta.

—Mis señores, les traemos los ropajes para el banquete


—anuncia una voz masculina y ansiosa—. ¿Podemos pasar?

—¡Un segundo! —elevo la voz hacia la puerta.

—Pero es que el rey…

—¡Mi marido le ha dicho que se espere un segundo, así


que cállese! —gruñe mi vidraz.

Miro a Rocío, que me devuelve la mirada sin


comprender del todo mi preocupación, y la sensación
premonitoria se acrecienta.

—Pase lo que pase, ni se te ocurra intentar «arreglar»


las cosas con zalamerías de nuevo, por favor —le advierto.

Eso le hace fruncir el ceño, ofendida.


—¿Por qué no? —protesta con indignación—. Hasta
ahora no nos han comido, ¿no? Así que lo de manipular a los
demonios con palabras no se me da tan mal como tú piensas.

Abro la boca para decirle que tengo un mal


presentimiento, pero ella, harta de oír al mensajero llamando a
la puerta con insistencia y enfadada conmigo por mi actitud, se
deshace de mi abrazo y sale de la bañera con la espalda bien
tiesa cogiendo lo primero que hay a mano para cubrirse, que
resulta ser mi vapuleada camiseta cubierta de arena roja y
sangre.

Mi Rocío tiene carácter escondido bajo esa montaña de


ansiedad, cavilo dejando escapar el aire en una larga bocanada
agotada y recostándome sobre el borde de la bañera para
disfrutar del agua caliente y perfumada unos segundos más
antes de verme obligado a abandonarla.

—Mis señores…

—¡Deja de golpear la puerta como si fueras un pájaro


carpintero y pasa de una vez! —le grita la vidraz al demonio,
que gira la manilla y asoma la cabeza con timidez por unos
centímetros de puerta entreabierta, tendiéndole dos fardos
bastante gruesos y pesados de ropa y cerrando de un portazo
segundos después como si mirarnos le aterrara más que acabar
en el estómago de su rey—. ¡Qué maleducado! ¿Lo has visto?
Ha echado a correr pasillo abajo en cuanto me ha dado esto.

Sin esperar respuesta por mi parte y soltando un


resoplido, Rocío se dirige hacia la cama y deja caer los
paquetes envueltos en tela y cuerda sobre la misma,
deshaciendo los nudos mientras refunfuña entre dientes sobre
vampiros marimandones y demonios repulsivos y
maleducados. Solo se detiene cuando se pone a rebuscar en el
cajón de una de las mesitas para dar con algo que la ayude a
cortar uno de los nudos cuando este resulta imposible de
deshacer con las manos, pero aun entonces puedo imaginarme
su ceño fruncido con consternación y la mueca airada de sus
apetecibles labios.
Las ganas de volver a besarla y suavizar su enfurruñada
expresión se acrecientan en mi pecho, pero sé que si me acerco
a ella ahora es muy probable que acabe lanzándome lo que
quiera que haya encontrado en la mesita a la cabeza, así que
decido quedarme un rato más en la bañera hasta que se le pase
un poco.
Definitivamente está empezando a sentirse más segura
de sí misma sin importar el peligro que la rodea, y aunque no
verla asustada y arrinconada me alivia, mucho me temo que
ese lado rebelde suyo va a causarnos más problemas tarde o
temprano.
Y tengo la acuciante sospecha de que va a ser más
temprano que otra cosa.
Capítulo 33

«Mujer problemática» me ha llamado. Como si fuese yo una


especie de busca problemas.
Nada más lejos de la realidad. Con lo tranquila y sosa
que soy yo habitualmente. O eso me han dicho siempre.
Carlos, mi futuro exmarido, no dejaba de repetírmelo de
manera continua hasta que se me quedó en la cabeza, aunque
intentara deshacerme de ese prejuicio sobre mí misma de
manera constante.
Supongo que las expectativas que los demás tienen de
ti, y lo que te dicen continuamente que eres, acaba por hacerte
mella.

Me acerco a la zona del baño para decirle que salga ya


del agua y lo miro tratando de expresar mi cabreo a través de
mis ojos como a veces hace él con los demás, pero el muy
borde elige ese momento para salir de la tina y la visión de su
cuerpo de proporciones perfectas completamente desnudo y
goteando agua sobre el suelo me distrae.
Mi cerebro se apaga como si todos mis pensamientos
superiores hubieran sido asesinados y solo me quedaran los
hormonales y primitivos, que no dejan de gritarme que me
quite la camiseta que llevo puesta y me ofrezca a él como una
especie de sacrificio sexual.
El encanto se rompe cuando Reno nota cómo lo miro y
se ríe entre dientes a mi costa.
Ruborizándome y maldiciéndome por ello, me aclaro la
garganta tratando de forzarme a desviar la vista (y fallando) y
señalo con un brazo extendido hacia la cama.
—Allí —digo tontamente en vez de «los ropajes están
allí, sobre las sábanas de la cama», que es lo que pretendía
transmitir.
Él enarca una ceja mientras pasa por mi lado en
dirección a la zona del dormitorio.
Mis ojos lo siguen como si fuera un imán del polo
opuesto y se clavan fijamente y sin parpadear en sus
musculosas nalgas.
Nadie puede tener unas nalgas tan perfectas. Es
imposible, bufa mi tonto cerebro, embelesado por la imagen de
perfección masculina que representa el vampiro.

—Vaya, gracias por el cumplido —se ríe Reno


deteniéndose junto a la cama y separando las ropas que son
para él de las mías.
Balbuceo atragantándome con palabras que nunca
llegan a salir del todo de mis labios cuando me doy cuenta de
que he hecho el comentario en voz alta. Avergonzada, tomo
una decisión sabia: fingir que lo he hecho a propósito o que no
he dicho nada.

Mejor eso último.


—Las prendas tienen un diseño similar al de los
kimonos japoneses, pero en versión ostentosa y de mal gusto
—logro expresar con coherencia una vez el control de mi
cuerpo vuelve a mi mente superior después de haber sido
relegado enteramente a mi lado hormonal de manera temporal.
—Sí, tienes razón —comenta el vampiro separando las
capas de ropa en varios montones y decidiendo que no
necesita las que podrían impedir su movimiento.

Al final, se decanta por una bata amplia de color rojo


granate bordada en negro y oro con un ancho cinto de tela de
cuero que rodea su cintura, un par de calzoncillos negros y
unas botas altas del mismo color.

Está divino, pero no se lo pienso decir esta vez. Su ego


ya tiene bastante por hoy. Especialmente dado que parezco
incapaz de dejar de admirar su figura como si fuera una
ridícula fangirl.

Yo, inspirada por su decisión de primar la comodidad


por sobre las capas de ropa y acabar pareciendo una cebolla
incapaz de moverse sin ayuda, me decanto por unas bragas de
color azul pastel que me están un poco grandes, pero por
suerte no demasiado, una prenda interior parecida a un
camisón de seda del mismo color, y una ancha prenda que es
una mezcla entre un kimono y un largo vestido de color
lavanda con bordados en plata. Acompañándolo de los zapatos
a juego confeccionados en lo que tiene pinta de ser seda y
dejando otras tres capas de ropa, con las que estoy segura de
que además moriría por el sofoco dado el calor que hace en
esta dimensión, sobre la cama.
—Muy bien, estoy lista.

Me giro solo para ver que es el vampiro el que esta vez


no puede apartar sus ojos de mí. Me contempla de arriba
abajo, como si se estuviera guardando mi imagen en la retina
durante largos minutos de silencio cargados de deseos físicos y
emocionales entre ambos a los que ninguno damos voz, por
muy conscientes que seamos de su existencia.

—¿Vamos? —rompe el silencio como si le costara e


indica la entrada del dormitorio con la barbilla tendiéndome
uno de sus brazos de manera caballerosa.
Asiento, elevando una mano y tratando de peinarme un
poco con los dedos mientras caminamos.

—Espera —me detiene él justo antes de salir, y me


suelta del brazo alejándose un par de pasos de mí hacia un
tocador hecho de marfil en el que ni me había fijado antes.

En cuanto nuestros cuerpos pierden el contacto, siento


frío allí donde antes había calidez. Pero la sensación no dura
mucho.

Reno rebusca en el tocador y vuelve sobre sus pasos,


deteniéndose a mi espalda sujetando algo entre sus manos.

—¿Puedo? —me pregunta con esa intensa voz suya.

Vuelvo a asentir.

—Sí —le respondo en un quedo murmullo, sabiendo


que el ambiente ha vuelto a cambiar entre nosotros hacia algo
mucho más tierno y dulce que mi enfado anterior, del que ya
apenas puedo acordarme.
Reno sujeta los mechones de mi cabello que colgaban
delante de mis hombros y lo pone todo a mi espalda,
cogiéndolo luego en un puño y peinándolo desde las puntas
hacia arriba con sumo cuidado para deshacerse de los
numerosos enredos sin hacerme daño.
Tarda varios minutos en conseguir que esté suave y sin
nudos, y para entonces yo vuelvo a sentir que algo dentro de
mí se ha vuelto cálido y lánguido y que las diez mil mariposas
vuelven a hacer estragos en cada milímetro de mí.

—Ya está. Mucho mejor —anuncia, dejándolo caer a


mis espaldas tras acariciar mi cuero cabelludo con sus dedos
una última vez.

Me giro hacia él con lentitud, sintiéndome tierna,


sensible y embelesada por sus atenciones.
—Gracias.

La sonrisa que me dedica me derrite las entrañas y me


hace querer mandar el banquete al carajo y pedirle que nos
quedemos aquí, en este dormitorio, disfrutando de este inusual
tiempo a solas tranquilos en nuestro pequeño rincón en mitad
del caos, y demandar a los demonios que nos traigan la comida
a la cama para no tener que aguantar sus caras y sus
desagradables hábitos alimenticios.
—No hay de qué, Rocío —contesta él tocando mi labio
superior con uno de sus pulgares como si fuera un impulso
incontrolable.
Le sonrío con ternura y estoy a punto de apoyar las
manos en su amplio pecho y ponerme de puntillas para besarlo
cuando vuelven a llamar a la puerta con insistencia
interrumpiendo el mágico momento.

—Mis señores, ¡el rey demanda…!

—¡Que ya lo sabemos, me cago en la leche! —grito,


súbitamente airada con el mensajero y con los diablos en
general—. ¡Ya vamos, pelmazo!
Las carcajadas incrédulas de Reno nos acompañan
cuando finalmente salimos al pasillo, que está vacío porque el
mensajero y los demonios que hacían guardia en nuestra
puerta han echado a correr otra vez debido a mi arrebato.
No sé si es el hambre, la sed, el agotamiento, el llevar
más de un día perpetuamente asustada y estar harta de ello, o
que descubrir que mi supuesto marido los aterra más que ellos
a él lo que me está envalentonando tanto.

Pero, sinceramente, me da igual.

Ya estoy harta de ser la ratita asustada de la historia de


mi vida. He llegado a mi límite y algo dentro de mí se ha
puesto rabioso tras ser vapuleado todo el tiempo.

La próxima vez que un demonio trate de aterrarme,


descubrirá lo que una mujer humana cabreada con un
abrecartas que ha encontrado en uno de los cajones de la
mesita del dormitorio escondido en su escote y una piedra
mágica repleta de poder de sombras guardada en su bolsillo es
capaz de hacer.
Capítulo 34

El banquete es tal y como me lo esperaba: ostentoso, ruidoso,


sangriento y desagradable.
Se lleva a cabo en un salón aún más grande que el del
trono, cuyos altísimos techos abovedados están pintados de
rojo carmesí y azul cobalto imitando el cielo vespertino que
puede verse a través de los altos ventanales que hay al fondo
de la sala, justo detrás de la larguísima y anchísima mesa real,
cubierta con un mantel negro con bordados de lunas y estrellas
en hilo dorado.

El rey Kitos, sentado en un elaborado trono color ébano


y plata en el centro de la mesa, intenta sentarme junto a él, tal
y como ha hecho antes en el palco, pero Reno me hace a un
lado de manera sobreprotectora y se deja caer en el sitio que el
sirviente había indicado que era para mí, así que acabo sentada
entre mi falso esposo y la silenciosa princesa en la mesa
principal del evento, que está puesta en horizontal sobre una
plataforma para poder contemplar desde las alturas a los
demás invitados.
—¡Mi campeón! —saluda el monarca con una sonrisa
que destila ansiedad y entusiasmo a partes iguales, como si no
se decidiera por lo uno o por lo otro—. Esperaba que hoy te
sentaras a mi otro lado como mi nueva mano derecha. Y tu
querida esposa a mi izquierda como mi nueva… amiga.
Reno le dirige tal mirada helada al regente que este
tiembla de manera visible y me toca darle un codazo en las
costillas para que se controle un poco porque Kellen y los
demás guardias, situados justo a nuestras espaldas, se han
llevado las manos a los pomos de las armas de manera
inmediata.
—¿Amiga? —inquiere Reno arrastrando las sílabas y
sin molestarse en fingir ni un ápice de cordialidad.

Me desespero con él pensando en que su faceta


antisocial va a acabar con otro baño de sangre, así que vuelvo
a darle otro codazo, esta vez mucho menos sutil.
Él, en cambio, se limita a soltar un gruñido sin apartar
la mirada de la redonda y enorme cara de Kitos.
—Ajá —ríe el monarca de manera aguda. Sus manos
agarran el mantel con fuerza y sus nudillos están blancos—.
Una amiga a la que respeto y a la que no le pondría la mano
encima, por supuesto. ¡Solo un varón sin honor tocaría a la
esposa de otro!

Me llama la atención el hecho de que Kellen, situado


ligeramente a mi izquierda, da un ligero respingo, casi
imperceptible, cuando escucha eso.

Uy, uy. Aquí hay tema, noto para mis adentros. No


estará liado con una mujer casada, ¿no?
—No voy a entrar en el subtono misógino de esa
declaración, pero no sabía que vuestra cultura prestara especial
importancia al honor —comento yo, demasiado cansada y
hambrienta como para seguir conteniendo mi lengua mucho
más tiempo—. Quiero decir, dada vuestra pasión por el
canibalismo, me resulta sorprendente que usted mencione algo
así, su alteza.
El monarca se ofusca de manera visible y su piel
enrojece con indignación.
—¡Por supuesto que tenemos leyes de honor! —
protesta de manera audible, y un coro de nobles alza sus voces
al unísono hasta que la reina los hace callar con un gesto—.
Toda civilización honrada las tiene.

Evito soltar un bufido cuando menciona esa palabra.


Esta sociedad es de todo menos honrada.
—Perdone mi ignorancia, su alteza —intento
redimirme adoptando un tono más cordial porque soy
consciente de que me estoy pasando y de que si hay alguien
que entre en la categoría «frágil y comestible» ahora mismo,
esa sigo siendo yo por mucho que tenga a Reno a mi lado
como una especie de escudo vampírico intimidante—. ¿Podría
decirme cuáles son esas leyes?

—Por supuesto, son fáciles de recordar una vez se


aprenden —se apresura a decir el regente en actitud orgullosa,
contento de que la gente le preste toda su atención—. Uno: no
te comerás a las hembras, especialmente las de tu familia. Dos:
no seducirás a la esposa de otro hombre. Y tres: no seducirás
ni tendrás hijos con tus hijas o nietas. Ahí las tienes. Nuestras
tres leyes del honor.

Ugh. Y todas ellas tienen que ver con la posesión de las


mujeres, ya sea como objetos sexuales o como comida.
Además de asco, estas gentes me dan bastante pena.

Y yo que creía que en la Tierra estábamos fatal. Pues


resulta que lo estamos, sí, pero que en otras realidades nacer
con una vagina puede ser todavía peor. Es horrible.
—Vaya —replico con sequedad y hastío, incapaz de
seguir fingiendo una admiración que no siento—. Qué leyes
más interesantes.

—Lo son —asiente el rey—. Solo tenemos tres, pero es


importante respetarlas.
—¿Así que no hay ninguna otra ley en vuestra
sociedad? —Me esfuerzo por buscar un tópico que lo aleje de
la comida que van sirviendo en bandejas cubiertas, que no deja
de mirar de manera impaciente.

Veo que Reno, que presta atención a nuestra


conversación solo a medias, está probando el agua y la comida
que han depositado frente a nosotros (por suerte diferente a lo
que van a comer el resto de los presentes) para ver si
realmente es comestible o si está envenenada, supongo,
levantando las tapas antes de tiempo. Pero nadie le dice nada
así que no debe importarles mucho que la gente toquetee los
platos antes que la familia real como pasa en otras culturas.

O quizá es que le tienen demasiado terror después de


ver cómo ha descuartizado a su campeón en unos pocos
minutos.

El monarca se piensa unos segundos mi pregunta antes


de negar con la cabeza.
—No necesitamos más —declara con arrogancia—.
Somos una sociedad muy bien organizada.

Escondo mi resoplido en el borde de la copa de agua


que mi vampiro me tiende una vez determina que el contenido
es seguro para mí y decido permanecer un rato en silencio
hasta que deje de ser una gruñona, cosa que siempre me pasa
cuando el hambre me domina.

Antes solía bromear con que tener el estómago vacío


me convertía en un demonio de lengua afilada. Ahora me
decanto por sustituir la palabra «demonio» por «gruñona» tras
conocer a los verdaderos diablos en persona.
No quiero volver a pensar en los términos «demonio» y
«comida» en la misma frase jamás.

El banquete da inicio formalmente poco después de dar


por finalizado nuestro pequeño debate. Los dos monarcas se
levantan de sus asientos ayudados por un grupo de siervos, ya
que son incapaces de hacerlo por su propio pie, y anuncian a
voz en grito con mucho bombo y platillo que «Raldo Viper»
(que recuerdo de repente que es el nombre falso que Reno les
ha dado) es su nuevo Campeón Real, y yo, «Rémula Viper» su
nueva Consejera de Ánimos. Sea lo que sea eso.

Intuyo que algo así como lameculos con sueldo.


Los vítores de los presentes, todos ellos casi tan
enormes como el rey y vestidos con ropajes igual de
ostentosos que su señor, no se hacen esperar. Llenan la sala
hasta ser molestos para mis oídos y solo se detienen cuando la
reina hace uno de sus hoscos gestos de irritación.

Parece cabreada. Y sospecho que es porque se supone


que Reno iba a sentarse a su lado.

No sé cómo sentirme al respecto: si horripilada o


divertida de que la mujer le haya puesto los ojos encima al
vampiro, que es evidente que no siente nada por ella que no
sea una profunda tirria.
—No te comas eso, creo que es carne de algún tipo de
insecto venenoso —me indica Reno, apartando uno de los
platos que los siervos han empezado a acumular frente a mí en
una montaña de comida y bebida que sería incapaz de
terminarme en mil vidas y que él sigue analizando uno a uno
con cuidado antes de tendérmelos.
—Gracias, Ren… esposo.

Creo que me voy a limitar a llamarlo así porque tras la


primera copa de vino (que por suerte es realmente vino
humano), ya ni me acuerdo de nuestros nombres falsos otra
vez.

Soy muy mala con esas cosas. No serviría como espía.


Tengo memoria de pez para los nombres.

Él me sonríe y a mí se me enciende esa cálida hoguera


de llamas tintineantes que cada uno de sus gestos, su olor, el
calor de su cuerpo o su presencia misma, me recuerda que
ahora reside en el fondo de mi vientre cuando él hace bullir
sus llamas sin ni siquiera darse cuenta; a veces de manera
tierna y lánguida, como ahora, y otras veces como si fuera una
tormenta de mariposas hechas de fuego.

—Me gustas —le digo en un arrebato cuando vuelve a


rellenarme la copa, esta vez con agua, y quita otros dos platos
de los que los trabajadores de las cocinas han acumulado
frente a mí en la montaña de comida, depositando frente a mí
uno cuyos contenidos ha seleccionado él mismo—. No te lo he
dicho con estas palabras antes, pero me gustas muchísimo.
Quiero que lo sepas, aunque me rompas el corazón por ser un
vampiro follador que va por ahí seduciendo a muchas mujeres.
Reno suelta una risa ahogada cuajada de sorpresa, pero
luego me mira y los ojos se le suavizan.
—No es el momento adecuado para hablar de esas
cosas, esposa —me regaña con ternura.
La comisura de uno de sus labios está alzada y tiembla
con genuina diversión.

—Ya lo sé. Pero quería que lo supieras porque estoy


harta de callarme cosas. Estoy harta de desear cosas y decirme
que no puedo tenerlas, que no debo, ¿sabes?

Estoy muy cansada de eso. Y uno de mis nuevos


objetivos de la vida era ser sincera conmigo misma sobre lo
que anhelo e intentar luchar por ello, como mi cerebro no ha
dejado de recordarme desde hace unas horas.

Desde que he despertado en esa bañera, entre sus


brazos, con la marca de sus colmillos en mi piel y mi oído
pegado a los latidos de su corazón.

Me lleve a donde me lleve esto, al menos habré sido


honesta conmigo y con él sobre lo que siento. Y eso cuenta,
¿no? Debe contar para algo. Quizá para luego no vivir con
tantos arrepentimientos.
¿Y no es eso lo que, en el fondo, he querido siempre?
¿Vivir una vida sin arrepentimientos, sin que mi cobardía me
ahogue y me haga perder la oportunidad de sentirme realmente
viva?
¿De amar y ser amada?

—Entiendo —contesta él con suavidad inclinándose un


poco más sobre mí y haciendo caso omiso de los intentos de la
reina de llamar su atención desde el otro lado del rey, que se
ha emborrachado como una cuba y está cantando canciones
obscenas sobre los muslos de su mujer.
Durante unos segundos, Reno y yo nos quedamos
atrapados en la mirada del otro como si estuviéramos solos en
el mundo una vez más. Como antes, durante el baño.
Como aquella noche, la primera vez que nos
conocimos.
—Me encanta que me llames «esposa» —le confieso
sin querer, con la lengua más suelta que nunca—. Me gusta
demasiado. Y eso me preocupa, ¿sabes? No quiero que me
partas el corazón.
—Yo tampoco quiero rompértelo —susurra él
acariciando uno de mis muslos bajo la mesa—. Ni que tú me lo
rompas a mí.
Su última declaración es desconcertante.

—¿Cómo iba yo a romperte nada?


Él se ríe entre dientes.
Me encanta cómo se ríe. Tiene mil y una sonrisas
diferentes, todas ellas llenas de diferentes matices. Y yo quiero
coleccionarlas todas con una codicia que no sabía que vivía en
mí hasta conocerle.

—Creo que eres la única persona del universo que tiene


el poder de hacer algo así —me dice, y pienso que cree que
estoy tan ebria que tal vez no me vaya a acordar de esto
mañana, pero se equivoca.
Se equivoca porque sus palabras, su expresión, su tono
de voz y su mirada, todo ello, absolutamente todo, se me
quedan grabados a fuego en el alma desde el mismo instante
en el que él lo confiesa.

—Ren…
Me pone un dedo sobre los labios y me silencia,
volviendo a colocar un plato de comida frente a mí e
indicándome en silencio que coma y deje de parlotear, que no
es el momento para este tipo de conversaciones, rodeados
como estamos de cientos de oídos enemigos. Y tiene razón, sé
que la tiene, pero me cuesta tragarme lo que quiero decirle
ahora que la valentía que normalmente dormita en mí
escondida bajo capas de ansiedad y miedos ha decidido
hacerse cargo de mi vida.

—Come y bebe —me dice Reno—. Y déjame a mí el


resto, ¿vale? Solo esta vez… esposa.
Creo que le gusta llamarme así.

Me produce tal sensación de cálida felicidad que lo


haga que no puedo evitar sonreírle.
—Vale —suspiro—. Lo dejo en tus manos esta vez.
Pero como nos metas en líos me guardo el derecho de llamarte
«hombre problemático» yo a ti.
Él suelta una carcajada.

—De acuerdo. Me parece lo justo.


Qué listo es. Sabe que llamarme así me ablanda.

Quizá porque yo se lo he dicho, me recuerda mi mente,


pero parte de mí es consciente de que muy posiblemente él ya
lo había notado porque soy demasiado evidente y demasiado
honesta con mis emociones.
Decido morderme la lengua, esta vez de verdad, y me
centro en llenar la tripa hasta que no pueda más porque no sé
si seguiremos siendo cordiales con estas gentes.
Reno tiene pinta de que está pensando en hacerse con la
información mediante la violencia, por cómo mira a Kellen,
como si evaluara lo poderoso que es realmente.
—Esto está inusualmente bueno —le sonrío a la
princesa, que me mira con cara de pescado muerto mientras un
par de siervos le dan de comer y de beber por turnos como si
fuera una niña pequeña.
Pobrecilla, pienso haciendo una mueca y desviando la
mirada hacia la mesa.
Ya es el tercer plato de verduras con arroz que me como
y parte de mi mente está empezando a pensar en que sería
genial hacerme vegetariana. La misma parte que se niega a
mirar al resto de comensales y a intentar descifrar qué es lo
que están comiendo porque sabe que seguramente sea más de
lo mismo: canibalismo.

Algo que parece ser, según ellos, «comida de nobles».


La velada transcurre con relativa paz, pero, por
supuesto, con mi suerte eso se acaba pronto.

Justo cuando la reina, ya que el rey está tan ebrio que


ha empezado a roncar de manera audible en su trono, se
levanta para anunciar la llegada del postre, hay una explosión
al fondo de la sala que sacude los cimientos del palacio.
—¡Cuidado! —grita Reno cubriéndome con su cuerpo
cuando el techo abovedado cruje y comienza a derrumbarse
sobre nuestras cabezas.
Maldita sea, ¿es que acaso el cosmos ha decidido no
darnos ni un solo respiro?
Capítulo 35

ARTHAS

—¡Ven aquí y deja eso donde estaba, sabandija! —le siseo—.


Tengo prisa. Quiero arreglar esto y estar en casa antes de que
finalice el día.
—Guau. Ese insulto me rompe el alma —dramatiza
Dextros—. Qué maligno. Qué creativo. ¡Qué nivel de ofensa
has alcanzado! Me rindo a tus pies, Rey del Insulto.

—Que te calles de una puta vez y dejes ese cráneo


donde lo has encontrado o te juro que te rompo el otro brazo
—le advierto con renovada exasperación.

Eso sí que lo hace callar.


Soltando un sentido suspiro, Dextros deja el cráneo del
demonio sobre el trono vacío al que pertenece como parte
decorativa y se baja del mismo con parsimonia, arreglándose
las arrugas inexistentes de su camiseta de los Rolling Stones.

—Es que pensaba que había reconocido a un viejo


amigo —rezonga en tono quejica, descendiendo las escaleras
hacia la salida lateral junto a la cual lo espero con impaciencia
—. Oye, ¿no te recuerda todo esto a esas aventuras tan
geniales que compartíamos de pequeños?
Sí. Y no me gusta nada.
—¿Las mismas en las que tú abrías portales sin avisar
de manera random hacia otras dimensiones y yo me pasaba la
vida intentando salvarte el culo y buscando la forma de volver
a casa porque tú ni siquiera sabías dónde estábamos cada
jodida vez? —pregunto de manera retórica rezumando
sarcasmo.
—¡Esas! Sí que te acuerdas, ¿eh? Qué recuerdos. —
Finge secarse una lágrima invisible de la comisura de uno de
sus ojos de color azul cerúleo—. La nostalgia es intensa en mi
ser ahora mismo, querido primo.
—Lo que es intenso en tu ser es la gilipollez que no te
quitas de encima ni inconsciente —replico con sequedad,
abriendo la puerta y echando a andar por el pasillo que conecta
la sala del trono con lo que espero que sea la sala de banquetes
sin esperarle ni un solo segundo más.

Es el tercer intento de encontrarla. Este palacio es


innecesariamente grande. Tanto, que la mayoría de las zonas
permanecen deshabitadas y desatendidas.
Y Dextros y su manía de detenerse a contemplarlo todo,
a entrar en cada habitación que encuentra y a abrir cada puerta
para cotillear y buscar cosas de valor que robar no ayudan.
Según el guardia al que hemos interrogado en la
entrada principal hace un par de horas, un vampiro y una chica
humana están en el interior del palacio como invitados del rey
y se va a celebrar una fiesta en su honor muy pronto.

Pero, por supuesto, estas gentes ven la palabra «rapto»


como sinónimo de «invitado» y «banquete» como «tú eres el
plato principal», así que no sé hasta qué nivel llegará el lío en
el que está metido Reno hasta el fondo.
—No toques eso —regaño sin mirar.

No necesito tener mi vista sobre él para saber que mi


primo está guardándose todo lo que ve de valor en los bolsillos
encantados de sus ropas, en los cabría un ejército de navíos
piratas sin problemas.
Es un ladrón consumado además de un mentiroso.
Siempre ha sido así. Por eso somos como el agua y el aceite.
No soporto ni a los ladrones ni a los mentirosos ni a los
narcisistas, y él no soporta ningún tipo de código de conducta
que no sea «haz lo que te dé la gana sin esperar consecuencias
y sin remordimientos».

—¿Qué más dará? Seguro que ni ellos mismos saben lo


que es esta esfera mágica tan especial —replica Dextros con
un retintín que no me gusta nada.

Me detengo en mitad del pasillo y me giro sobre los


talones para ver qué es exactamente lo que ha robado esta vez.
Y me quedo congelado en el sitio.

—¿De dónde has sacado eso? —gruño, pero soy


consciente de que seguramente va a soltarme un monólogo de
mentiras mal hiladas entre sí como única respuesta, así que me
corrijo—: Da igual. Mándalo a otra dimensión ahora mismo.
Una que esté deshabitada y donde no ponga a nadie inocente
en peligro.
—Qué aburrido eres.

—O lo haces tú o lo hago yo.


—No puedes quitarme lo que es mío, a eso se le llama
robar y está muy mal. ¿Acaso no lo sabes? —se ríe como una
hiena enloquecida.

Será cabrito.

—Dextros, me estás haciendo perder la poca paciencia


que tengo contigo —le advierto—. O apagas esa cosa o la
envías lejos, pero no pienso dejarte usar eso para divertirte
causando daño a los demás. Podrías matar a gente inocente.
—Y dale con lo de la gente inocente —refunfuña él—.
Tienes una obsesión con eso. Si al menos cuando hablas así te
refirieras a una obsesión con las vírgenes o algo similar en
plan pervertido, ¡pero, no! Eres tan…

—Primo —lo corto con ira—. Tienes dos segundos. Ni


uno solo más.
Él hace morritos y pone cara de que va a discutir, así
que hago lo único que parece sensato, alargo una mano y
envuelvo la bomba mágica con un conjuro de teletransporte.
Pero, por supuesto, el idiota de mi primo tiene que
joderlo todo solo porque puede y decide intervenir con mi
magia mezclando la suya propia para tratar de romper mi
portal.

—¡Ni hablar! —se queja con codicia hilando su poder


con el mío y tirando de la esfera hacia sí mismo—. Es mía. La
he encontrado yo. Búscate tu propia bomba mágica, vil
ladronzuelo.
—Serás imbécil. Si sabes lo que es, entonces sabrás que
está programada para estallar en unos minutos. —Rechino los
dientes y trato de trasladar la bomba a otra dimensión de
nuevo, pero él se aparta con rapidez de mi conjuro subiéndose
al alfeizar de una ventana cercana.

Otra de las cosas que más me irritan de Dextros es lo


malditamente raudo y escurridizo que es. Como una serpiente.

Estoy a punto de mandarlo todo al cuerno, encerrarlo


dentro de una barrera y dejarlo atrás con su maldita bomba
para que vuele por los aires si es lo que quiere, pero entonces
el traicionero hijo de elfo me sonríe con sadismo… y la
enciende.
El aire retumba cuando la bomba estalla llevándose
consigo la mitad del palacio en unos pocos segundos.

Cuando logro recobrar el uso de mis sentidos, no hay ni


rastro de Dextros por ninguna parte. Pero algo me dice que mi
odioso y caótico primo sigue vivo. Y que la bomba, por
motivos que desconozco, era parte de alguno de sus planes
macabros.

No debería haber confiado en él cuando me ha dicho,


tras nuestra reyerta, que quería ayudarme porque se aburría y
porque éramos familia y sentía aprecio por mí, pero he sido un
idiota sentimental. Otra vez. Debería haber aprendido la
lección de una vez por todas: jamás te fíes de tu primo bajo
ninguna circunstancia. No merece confianza alguna.

Extendiendo mis sentidos, mando al cuerno lo de ser


civilizado y sacar de aquí a uno de mis subordinados y a su
mujer con diplomacia para no causar rencillas innecesarias, y
escalo las ruinas que me rodean, poniendo rumbo a toda prisa
hacia donde siento que hay más de doscientas presencias
acumuladas bajo el techo de un palacio que se está cayendo a
pedazos a nuestro alrededor.
Capítulo 36

RENO

Tengo que sacar a Rocío de la sala antes de que el techo nos


aplaste como ya ha sucedido con casi la mitad de los invitados
en unos pocos segundos. Este lugar se está viniendo abajo con
rapidez.

—Rocío, ¡agárrate a mí! —comando en el mismo


instante en el que ella pone sus manos sobre mis hombros, y
extendiendo mis poderes a nuestro alrededor para crear una
cúpula de sombras que nos proteja de las toneladas de piedra
que caen sobre nuestras cabezas a toda velocidad.

La silenciosa y astuta princesa, que se ha agarrado a


Rocío en cuanto ha visto que la iba a proteger con magia, se
acurruca contra nosotros mientras nos pone los pelos de punta
riéndose de manera silenciosa al oír los gritos de pánico y
dolor y ver la destrucción que sucede a nuestro alrededor.
Pero no tengo tiempo para analizar las rarezas del
comportamiento de otra persona. Si intenta atacarnos, la
lanzaré fuera de la cúpula y la dejaré a su suerte. No es
ninguna niña. De hecho, calculo por el aire antiguo de su
escaso pero presente poder mágico que es bastante mayor que
yo.
—¡Méteme bajo tu protección, mi campeón! ¡Salva a tu
rey! —chilla el monarca, que se ha despertado violentamente
de su siesta improvisada y se ha puesto sobrio de golpe del
susto.
A sus siervos les es imposible sacarlo de la sala con
rapidez y dos de ellos mueren aplastados por el derrumbe
frente a sus ojos mientras trataban de tirar de su enorme
cuerpo hacia la salida.

—¡No! ¡Sálvame a mí! ¡A mí! ¡Yo te diré cómo usar el


Ancla en reverso! —exige la reina, a la que veo a través de las
translúcidas sombras que se está aferrando a Kellen con
fuerza. Tiene una pierna atrapada bajo una gran roca y el
agente está intentando sacarla de ahí sin éxito.

Me debato entre si ayudarles o no. Supondría malgastar


poderes ampliando el rango de mis sombras, pero luego
deduzco que tampoco es que tenga mucho más remedio
porque mi don de sombras no sirve para activar portales o
realizar conjuros arcanos, y el plan de buscar un erudito
asistente al banquete durante el baile que han anunciado tras la
comida acaba de fracasar antes de empezar, así que empujo los
lados de la cúpula con la mente haciéndola más ancha y meto
al rey, a la reina y a Kellen bajo su protección.

—Gracias, mi campeón —solloza el monarca, que ha


caído al suelo y no puede levantarse por su propio pie—. No
olvidaré jamás que…

No termina la frase.
Su hija, la princesa, coge un cuchillo de los restos de la
mesa que han acabado junto a nosotros y se lanza sobre él con
una rapidez inusual, apuñalándolo una y otra vez en el cuello
hasta que su cabeza cae a un lado y él deja de moverse.
Todo sucede con mucha rapidez y nos deja a todos en
shock.
—Kauna, has matado a tu padre… —murmura la reina
sin un ápice de congoja, contemplando la escena con morbosa
curiosidad.
La princesa hace una mueca que pretende ser una
sonrisa y alza el cuchillo en dirección a su madre, pero Kellen
se interpone entre ellas con una espada desenvainada en sus
manos, tenso y listo para matar ante cualquier movimiento
amenazador por parte de la que sospecho que es su hermana
mayor.

Añado una línea de sombras que divide la cúpula en


dos solo por si acaso. En una mitad, Rocío y yo miramos con
desconfianza a los demonios y a su rencilla. En la otra, estos
están demasiado ocupados observándose entre sí como para
notar que han quedado atrapados y que podría expulsarlos de
la barrera protectora en cualquier instante.

La princesa abre la boca y nos enseña a todos la


lengua… o la falta de ella.

—No tiene lengua. Se la han cortado —se horroriza


Rocío.

—¿Fue tu padre? —le pregunto a la mujer, aunque hace


tiempo que he decidido dejar de intentar entenderlos y asumir
que todos ellos están mal de la cabeza como contexto por el
que guiarme en esta dimensión.
La princesa Kauna echa la cabeza atrás y se ríe con
gorgoteos grotescos mientras se limpia con la mano que tiene
libre la sangre de su padre de la cara.

Niega con la cabeza y señala de nuevo a su madre con


el cuchillo.
—Bueno, Kauna, no hace falta ser tan dramática —bufa
la reina, pálida por la pérdida de sangre de la pierna que
todavía tiene atrapada bajo una tonelada de piedra de una de
las columnas caídas que sostenían el techo de la sala—. Lo
tuve que hacer y lo sabes. Hablabas demasiado.

La reina dirige la mirada hacia Kellen y entonces algo


hace clic en mi cabeza.

—Joder, qué asco —me repugno—. No me digas que te


pilló en la cama con tu propio hijo.
La princesa se echa a reír de nuevo y se palmea el
estómago con diversión. Hace un gesto obsceno hacia su
hermano entre carcajadas, que se lo devuelve con una mueca
airada.

—La reina no es mi madre de sangre —se enfada


Kellen—. Ni tampoco la madre de sangre de mi hermana.
Ambos somos hijos de la primera esposa del rey.

—Oh, menos mal —suspira Rocío con alivio,


reacomodándose sobre mi costado—. Al menos lo del incesto
lo tienen más controlado. Eso es algo bueno. Pero, entonces,
¿por qué has matado al rey, princesa?
La mujer demonio vuelve a sonreír de manera macabra
y hace otro gesto apuntando a la cabeza de su padre y luego
hacia su propia boca.
—Ah, no. Eso ni hablar, Kauna. Si crees que solo
porque has matado a tu padre ahora te lo puedes comer y ser
nombrada reina como manda la tradición, estás muy
equivocada. No te voy a dejar hacer eso —se indigna la reina
—. Yo seré la nueva reina, no tú.

—Vale, retiro lo de que tenían algo bueno. Esto es


asqueroso —murmura Rocío dándose por vencida con ellos.

Le aprieto un hombro para darle algo de ánimo y


seguridad y noto que los retumbos se están aquietando y que
ya apenas hay trozos del palacio que caigan sobre los
presentes. Principalmente porque la mayoría del lugar ya no
existe. Hasta las paredes se han derrumbado a nuestro
alrededor.

—Ya basta —interrumpo yo viendo que los últimos


miembros de la familia real están a punto de matarse entre sí
—. Se acabó. Vais a decirme cómo usar el Ancla de una jodida
vez. No tolero pasar ni un solo segundo más en esta
dimensión.

Furibundo y harto de estos seres, comando a mis


sombras enredarse en los miembros de los demonios e
inmovilizarlos.

Ellos me gritan que los libere, pero hago caso omiso de


sus exigencias, silenciosas en el caso de la princesa.

—¿Qué vas a hacer? —me pregunta mi vidraz con


curiosidad.

—Obligarles a hablar de una puta vez.


Capítulo 37

ARTHAS

Cuando llego a lo que queda en pie de la sala de banquetes,


que no es nada más que un tercio de una de las paredes, una
columna que ha sobrevivido milagrosamente intacta, y parte
de una cristalera, me encuentro con cientos de cuerpos
aplastados bajo la roca y, al fondo de la sala, rodeada por
toneladas de piedra, una cúpula de sombras cuyo poder
reconozco de inmediato.
«Reno. Ya era hora, maldita sea», hablo para mis
adentros, escalando las montañas inestables de piedra y cristal
hasta que estoy cerca de donde está mi subordinado, a salvo
dentro de su barrera de sombras.
—¡Reno! ¿Estás ahí? —llamo con urgencia.
Que esté vivo no significa que no esté herido. Y
Dextros todavía anda suelto por ahí tramando a saber el qué.
—¿Arthas? —se extraña la voz de mi Mano Oscura.
—El mismo. —Salto desde lo alto del trozo de columna
caída que atraviesa en parte su cúpula de sombras y me paro
junto a esta, golpeando suavemente su superficie con los
nudillos para que sienta mi poder y sepa que soy realmente yo.
—Joder, Arthas —dice Reno dejando caer su magia y
revelando lo que hay en el interior de la barrera—. No me
esperaba que vinieras en persona, jefe.
Miro el panorama y luego a mi subordinado.
—… ¿Reno?
—¿Sí?
—¿Qué coño ha pasado aquí?

Señalo con la barbilla los cadáveres de los tres


demonios que hasta ahora estaban dentro de su barrera, todos
ellos con las cabezas cortadas. Y se nota, por el tajo limpio y
recto y los restos de poder que noto provenir de los mismos,
que lo ha hecho el propio Reno.

—Oh, deje que yo le explique —interviene la humana,


que está acurrucada contra el vampiro y que tiene aspecto de
que está haciendo lo posible por no vomitar—. Verá, Reno se
cansó de que nos tomaran por tontos y no nos dijeran cómo
usar el Ancla, así que decidió exigirles a estos… —hace un
gesto vago con una mano hacia los tres cuerpos—, de manera
muy enfática —no me hace falta ser un genio para saber que
se refiere a una pizca de tortura—… que nos dijeran cómo
podíamos volver a casa de una vez por todas. Pero luego ha
resultado que ni uno solo de ellos sabía nada porque… ¡y esto
es casi de risa! —suelta una risotada aguda y nerviosa, aunque
parece más cansada que otra cosa—, la familia de Callum, los
Detrivis, son una de las pocas familias que quedan en este
mundo con capacidad para crear un Ancla… ¡porque su abuelo
fue el rey anterior y era conocido por su hechicería! Así que,
en definitiva, estos idiotas solo estaban jugando con nosotros.
¡Ah! Y pretendían envenenarnos y comernos en cuanto
hubiésemos ganado una guerra contra el reino vecino por
ellos. Como si eso realmente fuese a ocurrir —bufa con sorna
—. Ni en sus sueños.

—Así que me he cabreado —añade Reno, a todas luces


preocupado por el estado mental de su vidraz, en tono calmo y
sereno, acariciando un hombro de la humana con ternura.

—Y se ha cabreado —repite la mujer asintiendo con


énfasis—. Mucho —dice, y luego añade—: Yo también, claro,
pero no tanto como él.
—Lo siento, cariño. No pretendía asustarte —murmura
el vampiro con voz contrita, depositando un beso en el hombro
de la mujer con ternura.
Casi me da un shock de la impresión al ver el gesto de
cariño y escuchar la amorosa disculpa de boca del Arrogante
Rey del Rencor, que es como lo han llamado la mayor parte de
su vida, según rumores de fuentes fiables.

Ella sonríe de oreja a oreja, pero es más un gesto de


estrés que otra cosa.
—¿Así que este es amigo tuyo, marido? —le pregunta a
Reno.

Y una vez más yo me quedo a cuadros.

—¿Marido? —repito sin salir de mi asombro.


Reno se encoge de hombros.

—Es una larga historia.


Depositando otro beso sobre la sien de su vidraz, se
levanta cogiéndola de la cintura para ayudarla a ponerse en
pie.
—¿Cómo vamos a volver a casa? —inquiere la mujer
colocándose un mechón de pelo oscuro tras la oreja con
expresión agotada y evitando mirar los cuerpos desperdigados
por toda la sala—. Tendremos que buscar un hechicero, ¿no?

—No hace falta —intervengo yo antes de que Reno


pueda hacerlo—. Abriré un portal hacia la Tierra yo mismo.

—¿En serio? —se entusiasma la mujer—. ¿Puedes


hacer eso?
Ella me mira con tal esperanza e ilusión que algo dentro
de mí que estaba frío y muerto se remueve ligeramente con un
atisbo de calidez.
Hasta que los ojos entrecerrados de Reno, que me
conoce bien y sabe interpretar mis expresiones como nadie, se
clavan en mí con sospecha. Nunca lo había visto celoso hasta
ahora. Asumía que esa era una emoción que Reno Dekaris
desconocía. Pero hasta un ciego vería que la mujer es
importante para él. Más de lo que lo ha sido ninguna de los
centenares con las que lo he visto coquetear hasta ahora.

Quizá Laeka tenga razón y vayamos a tener el


privilegio de ver algo único que jamás pensamos que llegaría a
suceder algún día: a Reno enamorándose y decidiendo
emparejarse con una mujer, atándose a ella en monogamia
para el resto de sus días.

Hace una semana, me habría reído de semejante idea


ridícula, ahora, lo veo bastante probable.

—Muy bien, jefe —habla Reno poniendo un brazo


sobre los hombros de Rocío de manera posesiva sin apartar sus
iris rojos de mí—. Estamos listos para volver a casa cuando tú
lo estés.

Pongo los ojos en blanco y evito frotarme el puente de


la nariz como suelo hacer cuando preveo problemas.

—De inmediato, a ser posible —se apresura a decir la


mujer mortal—. Quiero volver cuanto antes a mi día a día
normal. Ya he tenido suficientes emociones para toda una
vida.

Reno parece inquieto por sus palabras.

—¿Es eso lo que quieres? ¿Volver a tu vida mundana?


Cualquier idiota podría notar la tristeza de su tono, casi
imperceptible pero presente.

Rocío, en cambio, no se da por enterada.


—Definitivamente, sí —asiente la mujer con ganas—.
Estoy harta de demonios. —Se gira hacia mí sin saber muy
bien lo que soy pero intuyéndolo por mi aura, que imagino que
debe ponerle el vello de punta como suele sucederme con los
humanos—. Sin ofender.

—No me siento ofendido.


Ella suelta un suspiro de alivio.

—Genial. ¿Nos vamos, entonces?

Reno no habla. Se ha sumido en un silencio


contemplativo. No sé qué piensa, pero no me gusta. Parece
algo alicaído y eso es otra cosa más que se suma a la lista de
sucesos inusuales de estos últimos días.

—Deja que te quite primero el Ancla —le digo a la


humana, que me tiende el brazo donde esta se ha enganchado
con una rapidez casi cómica.

Analizo el artefacto con mis poderes y noto que no está


muy bien hecho. Con un gesto de mi propia muñeca, el aparato
mágico cae al suelo con estrépito y el sello mágico que lo unía
a Rocío desaparece de su piel.

—Los conjuros que sostienen su magia no estaban bien


hilados —cavilo en voz alta mientras la veo frotarse la piel con
alivio—. Si lo hubieseis usado, tendríais la misma
probabilidad de acabar en cualquier otra de las dimensiones
demoníacas que en la Tierra.

—Hay que joderse —se espanta la vidraz—. Pues


menos mal que has llegado antes de que nos pusiéramos a
buscar un hechicero o probáramos con sangre para activarla.
¿Verdad, Reno?

—Ajá. Sí, menos mal.

Suena más seco y monótono que Shiraz.


Pero ya es mayorcito y puede lidiar con su propia
mierda. Si quiere cortejar a la mujer y convencerla de
emparejarse con él tiene mi aprobación para ello. Ya se lo diré
más tarde.

—Poned las manos sobre mi piel —les indico,


arremangándome la camiseta hasta los codos y tendiéndoles
mis antebrazos—. Y quedaos quietos.

Una vez ambos ponen sus manos sobre mi piel


desnuda, convoco mi magia, nos rodeo a los tres con ella, y
tiro de nosotros hacia la Tierra.
Aparecemos justo en frente de la puerta principal del
Inferno, ya que es el primer destino que se me ha pasado por la
cabeza al ser el más familiar, y en cuanto nuestros pies tocan
el asfalto y mi magia deja de rodearlos, Rocío da un paso atrás
y se tambalea.

Si no fuera porque Reno se apresura a cogerla entre sus


brazos, se habría caído al suelo del mareo que le ha producido
el alivio tan fuerte que ha sentido al notar que está de vuelta en
casa.

En la Tierra.
Los dejo a los dos solos y entro en el club sacando el
móvil del bolsillo de mis vaqueros y murmurando una
maldición cuando veo que la bomba mágica de Dextros se ha
cargado el aparato.
—Jaeger, tráeme un móvil y una tarjeta nueva y llama a
la compañía telefónica para que la activen. Diles que quiero el
mismo número que antes —le digo a uno de los trabajadores
que se han quedado a vigilar el local y la entrada al túnel
subterráneo que lleva a las propiedades privadas del Concilio
mientras el resto estábamos fuera.
—Enseguida, jefe.

Jaeger, siempre tan práctico y obediente, cambia de


rumbo y camina a paso rápido hacia el almacén tecnológico de
emergencias, donde guardamos productos extra que tienden a
estropearse con facilidad en campos mágicos, como teléfonos
y ordenadores.
Yo me detengo frente a la barandilla desde la cual se
puede ver la sala principal del club y me apoyo sobre ella
contemplando mi pequeño reino.
Ya estoy en casa.
Capítulo 38

Me abrazo a Reno con fuerza y aspiro el aroma que nos rodea


a tierra húmeda y aire limpio (comparado con el aire del
infierno) de mi ciudad. De mi dimensión, que por defectuosa
que sea jamás cambiaría por nada. Jamás hasta ahora había
notado que el mar, a unos pocos kilómetros de donde estamos,
puede olerse a lo largo y ancho de las amplias calles de la
capital.
—Por fin estamos de vuelta —murmuro contra el pecho
de Reno—. Gracias a Dios.

No quiero soltarle, pero al mismo tiempo tengo muchas


ganas de volver a mi apartamento, darme una larguísima
ducha, tirar las ropas que llevo puestas a la basura, beber agua
de la que puedo fiarme y comer comida normal. Y luego
meterme en la cama y no salir de ella hasta haber dormido al
menos ocho horas del tirón.

—Ya estás a salvo, mi vidraz —murmura Reno


apretándome con más fuerza contra él—. Siento no haber
podido hacer más para devolverte sana y salva a casa.
Algo me dice que se está despidiendo y no me gusta.
—Pero ¿qué dices? ¡Has hecho un montón! —protesto
—. Si no fuera por ti, ahora estaría muerta.
Seguramente habría acabado en el estómago de los
Detrivis. No habría llegado ni al palacio.
—Has visto tanta oscuridad… —me dice, y se aleja un
paso de mí como si le costara hacerlo pero se estuviese
obligando a ello—. Lo siento mucho, Rocío.
Me quedo mirándole sin entender a qué viene ese
cambio de tono en la conversación.
—Reno, me has salvado la vida. Muchas veces, además
—le replico con confusión, pero deseosa de calmar ese extraño
arrepentimiento que veo en él—. Ninguno de los dos
sospechábamos que ese Concilio de locos me raptaría ni que
tendrían un demonio real entre ellos ni tampoco que yo
cogería por accidente un Ancla y acabaríamos en uno de los
infiernos. Eso no ha sido culpa tuya.
Él aprieta la mandíbula hasta que una vena empieza a
palpitarle en el cuello.

—Debí haber sabido que llevar mi olor y mi marca


podría ocasionarte problemas —responde con una hosquedad
dirigida hacia sí mismo—. Debí haberte advertido de ello, pero
solo pensaba en sexo. En nada más que eso. Y te puse en
peligro por ser egoísta y gilipollas. Eso es algo que no voy a
poder perdonarme nunca.
Tengo ganas de varias cosas: de abrazarle, de besarle y
de darle una patada y decirle que deje de ser un mártir. Que de
eso ya he tenido bastante en la vida conmigo misma y sé que
no lleva a nada bueno.
—Pues si tú no puedes perdonarte yo te perdono por
ambos —le digo con firmeza—. Y ya está. Nada de
martirizarse, ¿me oyes? Lo hecho, hecho está. Estamos vivos y
todo ha salido bien. Eso es lo que importa.

—¿Y qué hay de toda la muerte que has visto estos


últimos días?
—Mira, Reno, cariño —le corto, porque me veo venir
su culpa de nuevo—. Soy una adulta y, honestamente, los
prefiero a ellos muertos que a mí o a ti. Así que no te
preocupes, que el que hayan muerto no me va a quitar el
sueño. Y si tengo pesadillas ya las trataré con mi psicóloga,
que para eso me pago la terapia.
Él me mira unos segundos, y luego su expresión se
relaja y se ríe entre dientes. Me invade el alivio cuando veo
que el odio hacia sí mismo ha bajado a menos de la mitad de
lo que percibía antes emanando de él.
—Eres una mujer impresionante —comenta con
admiración.

Me ruborizo y me pongo algo nerviosa, como siempre


que me hace cumplidos.

—Y tú un hombre extraordinario —le digo,


abochornándome por sonar cursi en vez de sexi como él.

Su sonrisa se vuelve mucho más tierna. Mucho más


cercana.
Siento que solo es para mí. Que no mucha gente ha
tenido el privilegio de ver a Reno Dekaris, peligroso vampiro
purasangre, en su versión dulce y accesible (o todo lo dulce y
accesible que puede ser un tenebroso depredador de más de
metro noventa de altura cubierto de tatuajes en lengua antigua
que te causan una sensación de estar observando
conocimientos prohibidos cuando los miras).

—Te invito a un café —me envalentono, diciéndome


que si he sobrevivido a un infierno puedo sobrevivir al riesgo
de pedirle una cita a Reno Dekaris—. En mi piso.
Sus ojos rojos brillan como ascuas unos segundos antes
de que asienta.

—Me encantaría tomar ese café contigo.


Me muerdo los labios cuando no puedo evitar sonreír
ampliamente con felicidad.
Capítulo 39

RENO

El apartamento no es muy grande. Es antiguo, de esos


construidos en los años cincuenta, y el mobiliario de pesados
muebles de caoba es viejo aunque está bien cuidado. Pero se
nota que su dueña lo mima mucho y que trata de mantenerlo
en buen estado.
—Voy a la cocina a preparar el café —me dice Rocío
en cuanto entramos en él y nos detenemos en la entrada el uno
frente al otro sin movernos—. Si quieres, puedes sentarte en el
sofá a esperar.

Señala hacia las dobles puertas acristaladas que hay a la


izquierda de la diminuta entrada, donde me imagino que estará
el salón comedor por lo que puedo ver a través de una de las
puertas abiertas.
Dudo si hacerlo o no cuando recuerdo qué llevo puesto
y cómo nos miraban por la calle. Aunque Rocío, que está
agotada y muy perdida en sus pensamientos, no ha hecho
mucho caso a las miradas.
Ambos llevamos los atuendos del banquete… solo que
están manchados de tierra y sangre.
Visto lo visto, debería haber insistido en que nos
ducháramos antes en el club. Pero yo tampoco le he dado
muchas vueltas.
Por suerte, hemos venido en mi coche y no en metro
como ha propuesto ella antes de que yo le dijera que podía
coger mi vehículo (uno de ellos) del garaje del club. Así que
solo nos han visto unas pocas personas desde la zona de
aparcamiento hasta la entrada de la finca.

Espero que no den la alarma a la policía.


—Vuelvo en un segundo —anuncia Rocío, moviéndose
tras varios minutos de estar de pie frente a mí con la mano
apoyada en mi antebrazo, elevándose sobre sus pies y
depositando un beso en mi mejilla.
Por cómo lo ha hecho y lo lejos que están sus ojos
ahora mismo, sospecho que ha sido más un acto impulsivo e
inconsciente que algo decidido de antemano, pero aun así el
gesto me hace sonreír durante un buen rato.
Sin embargo, sus palabras de antes, lo de volver a su
vida mundana y a su día a día, todavía me persiguen. Me
acosan como fantasmas que destilan culpa y recriminaciones.

Miro a mi alrededor mientras me siento con cuidado en


una de las sillas que hay alrededor de una mesa redonda
cubierta por un mantel de croché y me paso una mano por el
pelo, cansado y sin dejar de darle vueltas a la situación yo
también. Al igual que sé que lo está haciendo ella. Y, aunque
no sé si los dos estamos pensando lo mismo, no puedo evitar
decirme una y otra vez que mi mundo es peligroso y que ella
merece libertad y seguridad. Cosas que tal vez, si se queda
conmigo, yo no sea capaz de ofrecerle del todo cuando haya
problemas.
Porque que hayamos acabado con el Obscurus no
significa que no tengamos más enemigos. Enemigos que son
todavía más peligrosos y temibles.
Y mis instintos sobreprotectores, que jamás se habían
activado con tanta fuerza hasta conocerla a ella, me gritan que
ante todo debería priorizar la seguridad de Rocío, no mis
propios deseos de tenerla a mi lado el resto de mis días.
Maldita sea, qué jodido lío mental.

—Ya está listo —anuncia Rocío entrando en el


comedor con una bandeja. Se ha quitado las zapatillas de seda
que van a juego con su atuendo y va descalza por casa. Está
preciosa a pesar de que ambos necesitamos un buen baño—.
Espero que te guste la miel. No me había dado cuenta de que
no me quedaba azúcar. Perdona. Tendré que bajar a comprar
más tarde.

—No te preocupes. Lo prefiero solo.


—Ah —asiente ella, cogiendo una taza de la bandeja y
llenándola de café recién hecho antes de depositarla frente a
mí en un posavasos hecho con el mismo diseño que el mantel
—. Perfecto. Dime si te gusta. Es un café arábico nuevo que
estoy probando desde hace unas semanas y tiene un sabor más
intenso de lo habitual.

La conversación, el ambiente, las emociones que nos


rodean y el contexto de este instante compartido despiertan en
mí anhelos que no sabía que estaban escondidos en mi interior.
Se me cierra la garganta cuando la miro. Cuando
imagino una escena como esta: los dos sentados frente a frente
bebiendo café por las mañanas mientras hablamos de todo y
nada, disfrutando de esos pequeños momentos de la vida que
mientras más vives más aprendes que son los que
verdaderamente importan, esos instantes de paz, de relax, de
cotidianeidad.
Y, de repente, quiero que esto sea una realidad diaria
con tanta fuerza que algo se sacude dentro de mí. Que tengo
que obligarme a no hincar la rodilla en el suelo al estilo
humano para pedirle que se quede conmigo a pesar de todos
los riesgos, de todos los problemas, de que no pueda
asegurarle un futuro libre de conflictos o penas, porque la vida
es impredecible, y más aún cuando vives miles de años en este
mundo.
Grabo a fuego en mi retina la imagen de Rocío
cerrando los párpados y emitiendo un quedo murmullo de
satisfacción cuando se bebe el primer sorbo de su café con
leche y miel. De la pequeña curvatura de sus labios, casi
imperceptible. De las diminutas arrugas de sus ojos que causan
sus mejillas al elevarse cuando me sonríe una vez abre los ojos
y me ve observándola detenidamente.

Memorizo la belleza de sus labios, que me fascinan y


me tientan aun cuando están resecos y algo pálidos debido al
estrés de estos últimos días. La fuerza de carácter que
transmite la postura de sus hombros, menos oculta bajo su
ansiedad ahora que ha tenido que sacarla a la luz más a
menudo para sobrevivir. Y la gentil fuerza de su espíritu, que
puedo ver reflejada en su aura cuanto más la miro.
Me he enamorado de ella.

Ya no es mera atracción física, ni un enamoramiento


incitado por las hormonas, ni una fascinación o un capricho,
nada de eso.

Ya lo intuía, pero entender qué es lo que siento cuando


pienso en ella, cuando la tengo delante de mí como ahora,
cuando imagino un futuro juntos, es abrumador y, al mismo
tiempo, liberador poder ponerle nombre sin esconderme de
esas emociones inesperadas.
Pero comprender lo perdido que estoy por Rocío García
no hace que mis inquietudes sobre su futuro se reduzcan, todo
lo contrario.
Si le pido que se quede conmigo y le ofrezco
convertirla en vampiresa, estaría abriendo las puertas a una
oscuridad inherente a mi especie que no quiero que ella sufra.
Hay muchos factores de riesgo involucrados que tendría que
pensar con cuidado. Demasiados.
No soy un vampiro cualquiera que pueda pasar
desapercibido y eso nunca me ha importado, porque hasta
ahora no tenía nada que proteger que no fuera a mí mismo,
dado que mis compañeros son muy capaces de partir en dos a
cualquiera que los amenace buscándome a mí.

Pero siendo una vampiresa ella podría defenderse en


caso de que la ataquen, rebate mi corazón. Podríamos
entrenarla.

Y, sin embargo, no tendría que defenderse si borras tu


rastro de su vida y la dejas vivir tranquila sin que tu mierda
destruya su paz, sisea mi cerebro.
—¿En qué piensas? —inquiere ella interrumpiendo mi
poderoso debate interno—. Estás muy callado desde hace un
rato. No estarás dándole vueltas a eso de sentirte culpable por
lo que ha pasado, ¿no?
Me frunce el ceño con desaprobación, dejando su taza
sobre su propio posavasos.

Yo me aguanto las ganas de sonreír. Su preocupación y


el hecho de que me regañe sin un ápice de miedo (cosa que
solo Arthas se atreve a hacer) me llenan de una ternura
incomparable.

Joder. Me he vuelto un moñas, suspiro para mis


adentros. Como mis compañeros del Concilio se enteren de
esto…

—Pensaba en ti.

Puedo oír los latidos de su corazón acelerándose y notar


cómo la sangre se acumula en sus mejillas antes de que
enrojezcan.

—Oh —replica con una expresión que mezcla


curiosidad y esa timidez que a veces me sorprende. Y luego
alza la barbilla, clava sus ojos en los míos, y me pregunta con
coquetería—: ¿Y qué es lo que piensas de mí?

—Que eres la mujer más problemática que he conocido


en toda mi vida —bromeo con suavidad, tratando de rebajar el
nudo de mi pecho cuando pienso en todas las cosas que quiero
decirle pero no soy capaz de poner en palabras porque nunca
he sido muy dado a sentimentalismos y no sé cómo empezar a
serlo.
Las reacciones que ella causa en mí son demasiado
nuevas, demasiado intensas y abrumadoras.
Pero mi respuesta solo hace que ella bufe con irritación.

—Si yo soy una mujer problemática, entonces tú eres el


rey de los conflictos, Reno Dekaris —refunfuña—. Así que
nada de quejarse.

Me río sin poder evitarlo, dejando mi taza de café casi


vacía sobre el posavasos y busco algo con lo que cambiar de
tema porque necesito tiempo para tomar una decisión
demasiado importante como para hacerlo a la ligera.

—¿Haces croché?
Ella niega con la cabeza, cogiendo una magdalena y
poniéndola frente a ella en un plato cuando me la ofrece y yo
le digo que no me gustan los dulces.
—No. Mi madre… —La expresión de su rostro se
vuelve triste y distante durante unos segundos—. A ella le
encantaba. Tengo centenares de manteles, salvamanteles,
servilletas y todo lo imaginable hecho de croché almacenado
en el piso. Este apartamento era suyo, ¿sabes? Me lo dejó en
herencia y me mudé aquí cuando empecé los trámites del
divorcio.
Ah. El divorcio. Me había olvidado de ello.

Me debato entre si preguntarle o no por su futuro


exmarido, pero ella se me adelanta. Quizá porque ve la
curiosidad escrita en mi cara.

—Mi ex, Carlos, es un capullo integral que además de


haberme puesto los cuernos con la vecina de la finca donde
vivíamos durante diez años cuando me decía que se iba a ver a
los amigos, intentó robarme la herencia de mamá —me
explica mientras parte un trozo de magdalena con el tenedor,
que no se lleva a la boca sino que deshace en migajas como si
fuera un hábito nervioso habitual—. Pero eso no es todo…
Se queda en silencio y yo trato de reinar sobre mis
súbitas ganas de arrancarle la cabeza a su ex. No sé qué es lo
que le ha hecho aparte de herirla de semejante forma (jamás
entenderé cómo es posible que alguien se haya atrevido a serle
infiel sin entender el privilegio que es tener a esta mujer en tu
vida, y solo por ello la sabandija merece morir), pero está claro
que le afecta más que lo otro.
—Te hizo mucho daño —hablo con suavidad,
queriendo abrazarla, deseando arreglar todos los males de su
vida a base de crueldad, si es necesario.
Haría arder el mundo hasta los cimientos por esta
mujer, comprendo de repente.

Y es una convicción que no me molesta lo más mínimo,


porque siento que es lo correcto. Que cualquier cosa o persona
que la hiera es mi enemigo, sea quien sea y sean cuantos sean.

Nunca he sido un ser de luz y amor y jamás lo seré. La


oscuridad, al fin y al cabo, es mi elemento.
—Sí —dice ella al fin, elevando la cabeza con los ojos
llenos de tristeza, pero también de una fortaleza que podría
mover montañas. Que me mueve a mí por dentro y me deja sin
aliento porque no puedo dejar de notar lo absoluta,
devastadoramente hermosa, que es esta mujer más allá de ese
cuerpo suyo que tanta pasión despierta en mí—. Sí, Carlos me
hizo mucho daño. Pero él es el pasado. Solo me queda llegar
por fin a un acuerdo para que firme los papeles del divorcio y
que me dé la mitad de nuestro piso, que se niega a darme
todavía a pesar de que lo compramos los dos después de
casarnos y de que fui yo quien pagó la reforma… perdona,
estoy divagando. Seguro que mi vida te parece muy aburrida.
—En absoluto —le contesto con honestidad—. Todo lo
que te atañe me importa, Rocío. Nada que te involucre me
parecerá jamás aburrido.
Su expresión de sorpresa me indica que todavía no está
segura de cómo me siento por ella aunque sepa que me gusta.
Y no me extraña. Suelen decirme que mi cara de piedra solo es
equiparable a la de Shiraz cuando estoy sumido en mis
cavilaciones.

—Oh.
—Me importas mucho. —Nada me ha costado más
valor que admitir eso frente a esta mujer, que sería capaz de
despedazarme como nadie puede con tan solo una palabra y ni
siquiera lo sabe—. Creo que ya te lo he dicho. Y si no te lo he
dicho antes, deja que te lo repita una vez más: eres importante
para mí.
Ella me sonríe con un deje de tristeza que no
comprendo muy bien, pero que es evidente en sus ojos.

—Y tú para mí —me responde con voz queda y


afectada, dejando el tenedor junto a su plato—. Te lo confesé
cuando estaba borracha, ¿verdad? Que me gustas, Reno. Me…
Me gustas muchísimo.

—Lo sé.
Lo sé, y, joder, lo que me hace que me diga eso por
dentro no tiene nombre. Hasta las sombras de la habitación
están viéndose afectadas por el tsunami de poderosas
emociones que ella provoca en mí.

Ella agacha la mirada y asiente. El momento es íntimo,


delicado, pero intenso y fuerte como un huracán.
Rocío toma una bocanada de aire y habla de nuevo
cuando a mí no me salen las palabras porque se me ha
congelado la lengua otra vez. Porque soy un bruto al que
nunca se le han dado bien por mucha educación de noble que
tuviera.
—Me gustaría seguir viéndote, aunque fuera como
amantes —me dice, colocándose un mechón de pelo rebelde
tras la oreja—. Y me gustaría… me gustaría mucho saber más
de ti. Conocerte, si tú quieres.
—Quiero —las palabras salen de mi boca antes de que
mi cerebro le indique a mi lengua qué decir—. Pero, Rocío, mi
vidraz, sabes que mi mundo es peligroso. Que yo soy
peligroso. Y no quiero que sufras por mí.
Eso la hace alzar la mirada con el entrecejo arrugado
por el enfado.
—Ya te lo he dicho antes —regaña de nuevo—. Soy
una adulta. Y muy capaz de entender los peligros de la vida de
los paranormales ahora que los he vivido en carne propia.
Pero, aun así, Reno… Aun así me gustaría seguir viéndote.
Estoy harta de pasar por la vida meramente sobreviviendo día
tras día, encerrada en este piso porque tengo demasiado miedo
de afrontar la sociedad… ¿entiendes?
Traga saliva y los ojos se le llenan de lágrimas, y a mí
me revienta algo por dentro verla así. Algo que me hace querer
cumplir esa promesa de hacer arder el mundo y convertir en
cenizas a todo aquel que le haya hecho daño.

Ella logra controlarse cogiendo una bocanada de aire y


tragándose las lágrimas, que no caen por sus mejillas, sino que
desaparecen poco a poco de sus ojos. Pero a mí su tristeza no
se me olvida. Sus palabras no se me olvidan. Su angustia no se
me quita de la cabeza.
Nunca lo hará.

—¿Quién te ha hecho temer al mundo, Rocío? —le


pregunto con una calma que no siento, con una ternura que
ella ha despertado en mí desde que la conocí y que solo se ha
ido haciendo más intensa conforme pasaba el tiempo, con unos
deseos de venganza que tiñen las sombras de un negro abisal
tan hambriento como su amo—. Cuéntame qué es lo que no
me has dicho. Hazme entender, mi vidraz. Mi Rocío.
Ella duda, pero tras clavar sus ojos en los míos y ver lo
mucho que me importa, se decide a hablar.

Y, cuando termina, la sed de sangre es tan intensa en


mis entrañas que solo el hecho de que ella me necesita
mientras llora dejando salir toda esa pena que la constreñía por
dentro me hace postergarla unas horas más, hasta que nos
hemos duchado juntos. Hasta que la he lavado mientras ella,
agotada y medio adormecida, se dejaba guiar por mis manos
mientras la limpiaba con la esponja bajo el chorro de agua
caliente de su pequeña cabina de ducha. Hasta que se llena el
estómago con la comida a domicilio que pido tras secarla
mientras ella se pone el pijama. Hasta que está dormida
acurrucada en mis brazos de manera inocente, resguardada de
todo lo que pueda hacerle daño físico.
Hasta que, una vez ella descansa profundamente bajo
las sábanas, puedo levantarme y hacer una de las llamadas más
importantes de mi vida.
—Ponme al chico al teléfono —le digo a Laeka cuando
ella descuelga el aparato y me dice antes de poder explicarle
nada, que Conrad, el humano que conocí en el metro, está en
el Inferno diciendo que viene de mi parte. Me veo obligado a
llamar desde la línea fija de la casa de Rocío situada en un
aparador del salón cuando descubro que mi móvil ha muerto,
seguramente debido a la explosión mágica de hace unas horas,
así que es una suerte que mi compañera decidiera descolgar—.
Tengo que hablar con él de algo importante.
El chico dijo que era un hacker bastante bueno con los
ordenadores. Si no lo es, tendré que pedirle a Laeka que me
preste a su hijo Jaeger, y la mujer es tan sobreprotectora con
sus retoños que seguro que me cuesta algún complicado favor
que acceda a ello.

Veamos si Conrad es capaz de ganarse esa vida eterna


que tanto quiere con el trabajo que tengo para él.
Capítulo 40

Reno pasa parte del día siguiente conmigo, primero vigilando


que mi sueño sea tranquilo mientras duermo y luego pidiendo
a domicilio el desayuno más lujoso del que he disfrutado
nunca, que compartimos mientras conversamos.

—Cuéntame cosas sobre tu vida, Reno. Cuando lo


pienso, sé tan poco de ella… —le pido antes de morder un
pedazo de mi bagel de aguacate y tortilla.
Madre mía, está delicioso, pienso mientras evito
chuparme los dedos cuando la salsa gotea hasta el plato.
Ha pedido dos cafés tamaño enorme (para él,
americano y para mí, un vainilla latte), una selección de
bagels salados, y varios dulces, entre ellos cruasanes, tarta de
chocolate con fresas y otra de mascarpone.

Yo ni siquiera sabía que había una cafetería-pastelería


de productos artesanales que hiciera cosas tan deliciosas en la
ciudad. Es todo increíble. Voy a engordar diez kilos en una
sola comida y ni me importa.
—No hay mucho que contar —contesta Reno sorbiendo
su americano—. He llevado una vida muy típica para uno de
mi especie y mi linaje.
Le miro evitando soltar un bufido.

—No me creo eso de que no haya mucho que contar.


Él se ríe y coge uno de los bagels de la caja de cartón,
depositándolo en su plato. También ha puesto la mesa mientras
yo estaba en el baño.
Por muy vampiro sangriento que sea, conmigo es un
amor. Sus gestos me aceleran el corazón.
Ojalá elija quedarse conmigo el resto de mis días.
Ojalá podamos ser amigos si llega el día en el que ya no
seamos amantes.
Aunque pensar en que se vaya a los brazos de otra
mujer me parte el alma, sé que tendré que tragarme los celos y
desearle felicidad cuando eso pase. Y lo haré de corazón,
porque Reno, aunque no lo sepa, me ha dado mucho. Y no me
refiero al mejor polvo de mi vida y a cumplir conmigo mis
fantasías sexuales. No. Eso es lo de menos. Es la manera en la
que me trata, con tanto respeto, con tanto cuidado, con tanto
cariño. Es cómo me mira. Cómo me sonríe.
Cómo… cómo todo.

Estoy enamorada de él. No me cabe duda.


Y creo que se me nota. Porque no puedo dejar de
mirarlo con ese amor fluyendo de cada poro de mi cuerpo.
Ardiendo en mi mirada. Lo noto. Sé que no soy capaz de
esconderlo, como nunca he sido capaz de esconder mis
emociones más intensas, que siempre llevo al descubierto.

Quizá por eso me han herido tantas veces. Por muchos


palos que me haya dado la vida, sigo sin saber cómo
endurecerme lo suficiente como para poner distancia
emocional con la gente que me importa, para bien o para mal.

Mi ex se aprovechó de ello para manipularme, para


anularme, para convertirme en poco más que una extensión de
él. Pero sé que Reno no haría eso, porque me ha demostrado
que, por mucho que quiera protegerme yo soy su prioridad.
Mi bienestar. Mi individualidad. Mis opiniones, aunque
no esté de acuerdo con ellas. Mis emociones, aunque sea algo
gruñón a veces. Mi libertad, aunque le cueste la suya. Todo
ello le importa. Me lo ha demostrado una y mil veces estos
días.

Y, Dios, es capaz de poner su propia vida en peligro


para mantenerme a salvo, lo cual es increíble. Y me asusta. Y
me emociona. Pero, sobre todo, me impresiona que lo haga por
mí, por una mujer mortal con la que pasó una noche de
pasión.

Yo soy su prioridad. Mi bienestar. Mi individualidad.


Mis opiniones, aunque no esté de acuerdo con ellas. Mis
emociones, aunque sea algo gruñón a veces. Mi libertad,
aunque le cueste la suya. Todo ello le importa. Me lo ha
demostrado una y mil veces estos días.
¿Cómo no iba a amarle?

—No te escabullas —le riño, medio en broma—. En


serio, cuéntame cómo ha sido tu vida. Si quieres, claro. No
quiero presionarte.

Su mirada se suaviza y a mí las mariposas de fuego me


derriten las entrañas.

—No me siento presionado. Nunca lo haría contigo, y


si eso llega a suceder, te lo diría como espero que tú me lo
digas a mí.

Lo dice con tanta intensidad, dándole tanta importancia,


que me hace pensar que él también quiere que nuestra relación
vaya para largo.

—Lo haré —respondo con la misma suavidad reflejada


en mi voz, sintiendo mi piel caliente debido a la emoción que
me producen sus palabras.

Él asiente y guarda silencio unos segundos más,


bebiéndose su café casi hasta la mitad antes de responder a mi
pregunta original.

—A lo que me refiero con lo de antes es a que tengo


una edad considerable, sí. Pero mi historia es bastante
repetitiva. O así lo veo yo —intenta explicarme—. He pasado
por ciclos y ciclos de lo mismo: lidiar con los fanáticos de los
purasangre que quieren ser convertidos por uno o estar bajo mi
mando y alimentarse de mi sangre para tener más poder; lidiar
con las expectativas de mi familia, a las que al final les di la
espalda; luchar contra los cazadores de recompensas que
quieren cobrar la que el mercado negro pone sobre vampiros
como yo; pelear contra enemigos políticos y personales;
unirme a un Concilio y encargarme de su seguridad,
combatiendo contra los enemigos de mis amigos y contra los
ocasionales cretinos que se ponen chulos en el local…

—Ah. Ya veo —trato de hacerme una idea de todo lo


que me dice, pero la idea general que deduzco es que ha
llevado una vida con mucha violencia desde el día en el que
nació solo por ser lo que es—. Así que muchas peleas y mucho
cretino suelto, ¿no?

Resumo tono de broma y siento satisfacción cuando eso


le hace sonreír de nuevo.

—Exacto.
Me pica la curiosidad sobre su edad. Es una pregunta
que no he podido hacerle antes pero que ahora arde en deseos
de salir de mi boca.
—Perdona que te pregunte, no sé si es tabú o no en tu
cultura, pero ¿cuántos años tienes?

Él se queda pensativo como si estuviera determinando


la cifra exacta en su cabeza y eso, más que cualquier otra cosa,
me prepara un poco para su respuesta.

—Dos mil quinientos setenta y seis años y ocho meses.

Me quedo con la boca abierta y el bagel se me resbala


de la mano, estampándose contra el plato de porcelana de
manera desastrosa y poniéndolo todo perdido de salsa.

—Madre mía —me oigo decir con un hilo de voz,


porque, aunque me estuviese preparando mentalmente para oír
una cifra alta, aun así impresiona que alguien pueda vivir
tanto.

Una cosa es leerlo en un libro o aprenderlo de oídas, y


otra muy diferente estar sentada en una mesa con alguien que
supera los dos mil años de edad.

—No es para tanto. Conozco antiguos que han vivido


más que yo.
Me lo quedo mirando como si le hubieran crecido
varias cabezas de golpe. Como a la hidra de Hércules. Hago
cálculos en mi cabeza y trato de aplicarlos sobre el hombre
que tengo sentado frente a mí, pero me resulta difícil de
asumir.

—Eres más viejo que Cristo —me doy cuenta de


repente.
No es que yo sea creyente, aunque me guste ser
espiritual y creer que en el universo hay una fuerza bondadosa
que vive en nuestro interior intentando guiarnos hacia la
empatía, pero así es como la sociedad humana moderna mide
sus calendarios y es imposible no percatarse de ello.

Reno suelta tal carcajada que su voz retumba por todo


el apartamento.

—No llegué a conocer a ningún Cristo —bromea—.


Nos movíamos por ambientes y países diferentes. Pero
supongo que sí lo soy. Nunca lo había pensado. Los vampiros
tenemos un calendario diferente al vuestro. Similar en los
meses y el orden de los días, pero no en el recuento de años.
—No me extraña que tengáis un recuento de años
diferente al nuestro si para vosotros dos mil años no son para
tanto —bufo yo mientras trato de limpiar el desastre del bagel
con una servilleta.

Menos mal que no me ha manchado el pijama, pienso


antes de ver que, para mi consternación, sí me he pringado una
de las mangas.

Reno aprovecha mi distracción para intentar salirse con


la suya.
—Es mi turno de preguntar.

—Ah, no. De eso nada. Ayer te conté un montón de


cosas sobre mí —protesto yo—. Me toca a mí hacer las
preguntas.

—Puedes hacer las que quieras, y te prometo que te


responderé con honestidad —replica él, obstinado—, pero yo
también quiero saber más cosas de ti.
—¡Ya sabes mucho!
—No lo suficiente.
—Muy bien —suspiro, accediendo a sus demandas—.
Tú ganas. Por cada cinco preguntas mías, una tuya.
—Me parece un buen trato.
Recojo las partes de mi delicioso bagel y las vuelvo a
montar en forma de bocadillo, enrollando la parte de abajo con
una servilleta para que no se desmonte de nuevo.
—Vale —le digo cuando ya tengo la comida asegurada
en una mano y el café en la otra—. Pues pregunta. Aunque yo
no he hecho mis cinco preguntas aún, que conste.
Él ignora mi última pulla, satisfecho de haber ganado.

—¿Qué aficiones tienes?


—¿Y ya está? —me extraño—. ¿Eso es lo que quieres
saber? ¿No vas a preguntarme si tengo secretos sórdidos de
algún tipo?
Él alza una ceja, repentinamente intrigado.

—¿Tienes secretos sórdidos de algún tipo?


—No, que yo sepa —le sonrío encogiéndome de
hombros—. Pero podrías haberlo preguntado.

Reno emite un sonido que es en parte un gruñido y en


parte diversión y se me queda mirando hasta que respondo a su
pregunta.

—Me gusta pasear por los parques o la naturaleza… o


me gustaba, no salgo mucho desde hace unos meses, la verdad
—le cuento, enumerando los hábitos que más me gustan en mi
cabeza y riñéndome por admitir ese lado patético y cobardica
otra vez en voz alta.
Ya no me siento tan desalentada por el mundo como
antes ni de lejos, pero esa sensación de haber sido traicionada
por parte de las gentes que lo habitan no se me quita del todo.
Maldito Carlos y maldito sea su puto canal y sus
repulsivos seguidores.
Lo miro para observar su reacción y no veo juicio ni
compasión en su mirada, y eso me alivia.

Al lado de Reno me siento tan cómoda que no me


cuesta hablar. Quizá por eso le estoy contando cosas tan
personales. Cosas que ni siquiera le cuento a mi prima, con la
que hablo por teléfono una o dos veces al mes ya que nos
hemos distanciado un poco desde que se fue a vivir fuera, y a
veces tampoco a mi psicóloga porque me cuesta mucho hablar
de lo que considero mi lado menos agradable. El que siempre
estoy tratando de superar.
—¿Es por tu ex? —inquiere Reno de manera
cuidadosa, como si estuviera controlando su tono.

Me fijo en que los movimientos de sus manos también


se vuelven precisos, controlados, y en que hay una emoción
oscura y potente en sus ojos.

Uy, uy. Creo que estoy metiendo a Carlos en un lío,


piensa mi subconsciente.

Y mi parte consciente decide que le importa un carajo y


que no pienso morderme la lengua solo para evitar que Reno le
deteste si con ello logro desahogarme, aunque sea un poco.
Tampoco creo que mi amante vampiro vaya a
cargárselo por abusos psicológicos… ¿no?

No seas boba, estás leyendo demasiado en unos pocos


gestos y unas emociones que tan solo interpretas como en la
categoría general de «cabreo», me digo. Ello no tiene por qué
significar nada.

—Sí, por lo del canal. Algunos de sus seguidores son


de aquí, de la capital, y tuve un encontronazo con ellos en un
parque cercano cuando bajé a hacer la compra… No importa.
Es agua pasada y estoy intentando superarlo.
—¿Te has planteado denunciarlo?
—Mi prima me dijo lo mismo cuando se lo conté —
comento mientras muerdo un trozo de bagel y lo acompaño
con un sorbo de café—. Y sí, me lo he planteado y sé que es lo
que acabaré haciendo al final, aunque pasar por todo eso me
angustie. Usó mi imagen en uno de sus vídeos y dio datos
personales míos, y a pesar de que logré que la plataforma de
streaming los retirara, no le cerraron el canal y de vez en
cuando sé que sube cosas sobre mí sin nombrarme porque tuve
que cerrar todas mis redes sociales debido al comportamiento
de sus seguidores… En fin. El problema con denunciar es que
no quiero que se convierta en algo mediático y que la gente
meta aún más las narices en mi vida privada o que los
influencers hagan vídeos o noticias sobre mí para sacarle jugo
al asunto, y ello es lo que me preocupa. Es lo que voy a tener
que afrontar lo quiera o no porque la sociedad es lo que es y la
privacidad nunca se respeta.
Y ya está. Acabo de dejar salir mis problemas por
segunda vez. Y Reno los escucha con la misma atención que la
primera. Tiene el extraño don de hacerme sentir cómoda a su
alrededor.

—Así que, si hubiera un modo de localizar a esas


personas, incluyendo a tu ex, y sacarlos de tu vida a la fuerza,
¿preferirías que fuese algo sutil y que no saliese a la luz y se
convirtiera en algo mediático por el bien de tu salud mental?
—me pregunta enunciando las palabras con cuidado.
Me lo quedo mirando y él me devuelve la mirada con
calma.
Sé lo que me está preguntando sin que lo haga de
manera directa. Y no sé si querer que ello suceda (si es lo que
me imagino) me hace una mala persona o no. Pero la verdad es
que, a estas alturas, quizá no me importa serlo.
Quizá soy más gris que blanco. Y me da muy igual. Si
Carlos no quería crueldad en su vida, no debió haberla ejercido
sobre la mía. Ni él ni su grupo de acosadores idiotas, que
incluso han llegado a amenazar con violarme «en broma» más
de una vez.

—Eso sería lo ideal, sí —contesto de manera seria con


la misma calma que él—. Ante todo, quiero cuidar de mi
salud. Estoy harta de ellos y de las redes sociales.

—Entendido.
Reno asiente y la atmósfera cambia a algo más ligero.
Siento que ha tomado una decisión y parte de mí quiere
preguntarle, pero otra parte de mí simplemente quiere avanzar
y dejar la etapa de Carlos atrás en la vida. Enterrarlo y no
volver ni a hablar ni a pensar en él jamás.
Pase lo que pase, estaré tranquila al respecto. Mi ex ya
no tiene tanto poder sobre mí, aunque las promesas de
agresiones por parte de sus fans me preocupen. Quizá sí lo
termine denunciando, que sé que es lo que debería hacer, pero
ya veré lo que hago cuando me entere de lo que haya hecho
Reno.
Entonces no podré seguir posponiendo el tomar una
decisión. Eso es lo que me prometo a mí misma y lo que
pienso cumplir.
—¿Cuáles son tus otras aficiones? —inquiere el
vampiro al cabo de un rato de silencio contemplativo.

Volver a la conversación de antes aligera algo dentro de


mí.
Le sonrío y dejo el café sobre el posavasos para
enumerarlas con los dedos una a una.
—Además de pasear por la naturaleza, me gusta hacer
picnics cuando hace buen tiempo —le cuento—. También ir a
la playa; coleccionar vestidos bonitos; ver programas sobre
decoración de interiores; leer novela romántica, sobre todo las
de Jane Austen, que habré releído como mil veces cada una sin
exagerar; y jugar a Animal Crossing… ¡y ahora me toca volver
a preguntar a mí!
—Adelante —sonríe él de esa manera que me hace
sentir ligeramente eufórica por dentro.

—¿Tienes familia?
—Sí —asiente—. Mi abuela, la matriarca de la familia,
Klaudia; mi abuelo Ceres; y mis padres, Jena y Geral. Esa es
la totalidad del clan Dekaris. —Se queda pensativo unos
segundos y luego añade—: Aunque la verdad es que me siento
mucho más unido a los miembros de mi Concilio.
—¿Como Arthas?
—Sí —admite con ojos brillantes dándole un último
bocado a su bagel, que ha devorado mucho antes que yo—. Es
el rey o jefe de nuestro Concilio, el Inferno.
—Un nombre muy apropiado, considerando que es…
—No sé si decir lo que me gritaron mis instintos al conocerle
o no.
—Un demonio —finaliza él por mí—. Un mestizo de
vampiro altivus y demonio del primer infierno.
—Guau. —No sé qué pensar. No me extraña que
emanase tanto poder que hasta una mortal como yo podía
notarlo—. Parte vampiro purasangre, parte brujo y parte
demonio.
—Bingo.

—¿Y es… es como ellos?


Trago saliva pensando en los demonios que he
conocido hasta ahora. Callum y los suyos eran pesadillas
vivientes.

—No. Ni por asomo —ríe Reno, recostándose sobre el


respaldo de su silla, que cruje con su peso—. No es un caníbal,
mi vidraz.
—Menos mal. —Dejo salir todo el aire de golpe.
—Es un buen tipo, mi jefe.
—Eso es genial. —Aplaudo mentalmente. Si Reno dice
que es de los buenos, me fío.
Nos sacó de allí, debe serlo, me recuerdo a mí misma.
Pero es que es tan difícil olvidarse de esa aura suya. Y de lo
fácil que le fue quitarme el Ancla y trasladarnos a otra
dimensión… no creo que esas sean habilidades normales ni
por asomo.
—¡Ah! Ya tengo mi siguiente pregunta —anuncio de
repente, limpiándome las manos con una servilleta cuando me
termino la comida y acercándome un trozo de tarta de
mascarpone—. ¿Qué significa eso de «vidraz»? Te he oído
llamarme así varias veces.
Me pregunto si es un mote cariñoso en su idioma
nativo. Me muerdo los labios con emoción al pensarlo.
Reno se remueve ligeramente con incomodidad.
—Ah… Es un término en mi idioma con el que
designamos a los descendientes lejanos de una bruja que a
veces no saben que lo son.
Me lo quedo mirando con la boca abierta y la mano
alzada a medio camino de llevarme un trozo de tarta a los
labios.
—¿Descendiente de una qué, perdona? —Sueno tan
incrédula como me siento.
Él eleva una de las comisuras de sus labios al ver mi
estampa y cruza los antebrazos tatuados sobre la mesa
poniéndose cómodo.

Lleva puesta la bata de los demonios, que ha lavado y


secado mientras yo dormía, pero aun a pesar de los recuerdos
que asocio a ese atuendo está arrebatadoramente guapo. Sus
ojos color carmesí me miran como si se negara a apartarlos de
mi rostro y estuviera analizando mi reacción.

—Las brujas suelen tener muchos hijos, ya que tienen


vidas casi tan largas como las de mi especie y suelen ser muy
fértiles…
Sé que se las llama brujas en femenino porque más del
noventa por ciento de los practicantes de magia suelen ser
mujeres. Y los que no lo son suelen ser de otras especies,
como demonios, vampiros o elfos.
—Ajá —interrumpo sin ni siquiera darme cuenta,
incitándolo a proseguir.
—… Pero no todos esos hijos nacen con poderes
mágicos destacables. De hecho, algunos nacen siendo lo que
se denomina «mundanos» excepto por su sangre, a veces llena
de una ligera magia latente y poco más…
Los mundanos son los que no tienen magia, comenta mi
cabeza sin necesidad, ya que es conocimiento común. Casi
todos los humanos, por ejemplo.
—Ah. Ya veo.
Los sonidos que hago salen de mí de manera
automática mientras mi cerebro trata de procesar lo que él me
dice y aplicar esos parámetros a mí misma junto con el
conocimiento previo que tengo de mi mundo.
—… Y debido a ello en algunas culturas de brujas a
esos niños se los abandona de pequeños en orfanatos o se les
pierde la pista, a ellos y a sus descendientes, cuando se
independizan de sus madres al hacerse adultos…
—Entiendo.
—… Y a esos descendientes mortales se los llama
vidraz, porque, aunque no sean brujas, siguen atrayendo a los
de mi especie de una manera especial. Sobre todo, cuando
sentimos que son compatibles para el emparejamiento.
Había oído que las brujas, que son casi todas mujeres,
tienen una relación especial con los vampiros, que son
mayoritariamente hombres, pero no me imaginaba que sería
algo como esto.
—Emparejamiento —repito como un autómata.
—Sí —responde él—. Exacto.

Dejo la cuchara, cuyo trozo de tarta ha caído sobre el


mantel hace rato, en el plato, y alzo la mirada para clavarla de
nuevo en la suya con un rictus en los labios que ni siquiera
trata de fingir que es una sonrisa.

—¿Y yo soy una de esas vidraz?


—Lo eres —asiente él, pero me mira como si esperase
que me cabrease y le gritase.
Y bien que hace.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —pregunto en un
tono falsamente calmo mientras algo bulle dentro de mí cada
vez con más fuerza.
Él se rasca la nuca con incomodidad.

Está temeroso de que yo, una mortal que aparentemente


no es mundana del todo y que también al parecer sin saberlo
desciende de alguna bruja desconocida desde hace vete tú a
saber cuántas generaciones, le regañe.
Él, un vampiro milenario temido en todo el mundo por
su capacidad destructiva y su poder, me teme a mí. Sería
ridículamente divertido si no estuviese tan enfadada en estos
momentos.
—No se me había ocurrido que no supieras lo que es
una vidraz. Suele ser conocimiento general… al menos en mi
círculo. —Sus palabras van perdiendo algo de fuerza al final
porque sabe que ha metido la pata hasta el fondo.
«En mi círculo», dice como si nada.
—¿No se te había ocurrido que no supiera lo que
significa un término en tu idioma que yo ni siquiera sabía que
se me aplicaba a mí? —Mi risotada suena hueca y furibunda.
Reno me mira con cara de disculpa.
—Noté que tú no sabías que eras mi vidraz…
—¿Tu qué? —bufo—. Espera, ¿tuya? Aclárame eso.
Si su incomodidad fuese más densa el aire no sería
respirable ahora mismo.
—Los vampiros podemos percibir a las vidraz
compatibles con nosotros cuando nos cruzamos con ellas —
me confiesa—. Solo podemos emparejarnos en un vínculo
eterno con las personas compatibles, sean vidraz o no.
—Por eso te interesaste tanto por mí cuando nos
conocimos —caigo en la cuenta—. Y por eso querías tener
sexo conmigo.
—Sí —admite él sin sentirse avergonzado de eso
último—. He conocido a otras vidraz con las que era
compatible, pero nunca había querido acostarme con una hasta
conocerte a ti.
Vale. Acaba de tocar un punto sensible. Mi cabreo se
rebaja un poco. Pero solo un poco. Y creo que él lo ha notado,
el muy astuto.
—¿Y qué tiene de especial ser una vidraz, entonces? Si
cualquier persona compatible os vale y además soy
descendiente de una bruja pero no tengo magia… porque no
puedo hacer magia, ¿no?
—No creo que tengas un don muy fuerte para la magia,
aunque podrías sorprendernos a ambos si…
—¿Si…?

—Si nos emparejamos. —Se aclara la garganta al


decirlo como si sacar el tema fuese algo importante y delicado.
Nunca le había visto así. Es casi como si se hubiera puesto
tímido. O su versión de la timidez, que consiste en intentar
hacer arder mi mantel con su mirada—. A veces un
emparejamiento, al cambiar la naturaleza genética de una
persona, despierta habilidades que habían permanecido
adormecidas en la sangre de esa persona hasta entonces.
—Oh.
—Ajá. —Es su turno de responder con palabras cortas
y ambiguas.
—Entonces, aquella noche que estuvimos juntos en el
club…
—Si tú eres mi vidraz, yo soy tu vidrai —me dice él
recuperando esa ternura con la que a veces me habla—. Fue
especial para ambos.
Una vez me dijo que yo le hacía hablar más fino, más
dulce, y se le nota. Sigue siendo el Reno rudo y algo arisco
que era cuando le conocí, pero cuando me habla y me mira sus
palabras y sus ojos se suavizan.
—Vidrai —repito la palabra intentando memorizarla.
—El vampiro que es compatible contigo —me aclara él
—. Aunque a veces se usa el término vidraz como genérico
para ambos sexos.
—¿Vidrai es el masculino de vidraz?
—Sí —confirma él—. Antes se usaba para referirse
únicamente a las personas con sangre de bruja, pero desde
hace unos siglos ambos términos suelen emplearse para
describir a los que son compatibles entre sí. Si uno de ellos
desciende de una hechicera, el otro también recibe la categoría
de vidrai o vidraz aunque no sea técnicamente correcto.

—Así que eres el vampiro con el que podría


emparejarme —hablo en voz alta para mí misma—. El que
podría convertirme en vampiresa. Y quizá también en bruja.
La silla vuelve a crujir cuando Reno reacomoda su
postura.
Alzo los ojos y me lo quedo mirando.
Él me devuelve la mirada con cautela, esperando que
esos gritos hagan su aparición finalmente, pero yo estoy más
centrada en darle vueltas a la cabeza.

—Es cierto que hay un vínculo entre ambos. Puedo


sentirlo —declaro, poniendo en palabras esa conexión que
siento con él desde que lo vi pero, sobre todo, desde que me
mordió.
—Uno hormonal —afirma él.
—Una atracción, una compatibilidad única. —Trato de
ordenar mis pensamientos.
—Pero es una elección —dice él cuando pasan un par
de segundos—. Puedes encontrar varias personas que te
atraigan de manera especial y no elegir a ninguna.

—Has dicho que conociste a varias como yo.


Él me sonríe.
—No he conocido jamás a ninguna como tú, preciosa.
Maldito donjuán, está haciendo que se me pase el
cabreo.
—¿Y por qué no te emparejaste con ninguna?
¿También te acostaste con ellas?
Él niega con la cabeza.
—Ni una sola de ellas me atrajo más allá de un mero
interés físico pasajero que no llegó a nada —me cuenta, y me
derrite por dentro una vez más. Y los últimos rescoldos de mi
enfado se apagan cuando añade—: Solo tú, Rocío. Te elegí a
ti. Hay algo en ti que es especial y que no tiene nada que ver
con que seas mi vidraz. Lo supe nada más verte.

Maldito vampiro seductor.


Me levanto de la mesa y lo beso antes de saber qué es
lo que estoy haciendo porque tengo que tocarlo de inmediato.

—Maldita sea —refunfuño contra su boca—. Más te


vale que eso sea una declaración de amor, Reno Dekaris.
Él empuja la silla hacia atrás para que pueda sentarme
en su regazo y yo me aprovecho del espacio para sentarme a
horcajadas sobre sus poderosos muslos, deleitándome en la
sensación de sus brazos rodeando mi cuerpo y en el calor que
su piel antes ligeramente fría al tacto empieza a emanar en
cuanto me pego a él.

—Joder, Rocío —gruñe él mordiendo mi labio inferior


y colando una de sus manos bajo mi camiseta de pijama para
acunar uno de mis pechos—. Lo es, preciosa. Lo es.
Nos pasamos los siguientes minutos enrollándonos
sobre la silla hasta que esta cruje de manera tan amenazadora
que Reno se levanta cargando conmigo en brazos y nos tumba
sobre el sofá, deshaciéndose de mi camiseta en el proceso para
tener mayor acceso a mi cuerpo.
Este vampiro me va a volver loca de mil maneras
diferentes.
Y ya no me importa lo más mínimo. Reno Dekaris es el
jodido vidrai que yo elegiría aunque hubiesen miles de esos
pululando por el mundo.
Al fin y al cabo, él mismo lo ha dicho: es él tan mío
como yo soy suya.
Así lo hemos elegido ambos.
Capítulo 41

Reno se marcha tras recibir una llamada en el teléfono fijo del


salón que nos interrumpe justo cuando estábamos a punto de
deshacernos mutuamente de mis pantalones y su túnica ya
descansaba en el suelo junto a mi camiseta.

—Tengo que irme —me dice con arrepentimiento. Se


nota que quiere quedarse y terminar lo que hemos empezado.
Su enorme erección sería prueba de ello si su mala leche y la
frustración evidente en su cara no fueran suficientes pistas—.
Volveré a por ti en unas horas. Tengo una propuesta que
hacerte.
—¿Es esa propuesta que nos emparejemos?

Cada vez me acostumbro más a tener momentos de


valentía en los que dejo salir exactamente lo que quiero y lo
que pienso.
Él se me queda mirando, y luego suelta el aire de sus
pulmones y presiona su frente contra la mía con los párpados
cerrados.
—Hay tantos factores de riesgo que considerar en algo
así, Rocío —me susurra—. No quiero volver a ponerte en
peligro.
Muerdo el lóbulo de su oreja como regañina, cortando
por lo sano con ese discurso.
—¿Por qué asumes que emparejarme contigo me
pondría todavía más en peligro que ser humana… o, bueno,
casi humana?
—Tengo muchos enemigos.
Lo dicho: es más tozudo que una mula y más
sobreprotector que una armadura encantada hecha de titanio.
—Me he dado cuenta —replico con sequedad.
Él se ríe muy a su pesar y deposita un beso en mi nariz
antes de apartarse, y yo echo de menos su cuerpo pegado al
mío de inmediato como siempre me pasa cuando se aleja.
Contemplo los tatuajes que cubren sus brazos y parte de
sus pectorales y espalda mientras se recoloca la túnica y la ata
de nuevo y paso una mano por uno de sus brazos entintados
queriendo preguntarle qué significan esas runas. Si son, como
sospecho, su idioma nativo. Si yo podría aprender a hablarlo
para poder mantener conversaciones con él y aprender más de
su cultura.

Y un millar de cosas más.


—Y pensar que acabaría enamorándome de esta forma
—murmuro en voz alta pensando para mí misma en las vueltas
que da la vida—. Nunca he creído en un amor como este hasta
que te he conocido, Reno.
Estoy poniendo mi corazón al descubierto como
siempre hago, pero esta vez ya no me da miedo que me hieran.

Reno se detiene como si mis palabras lo hubieran


paralizado. Y luego se inclina y me da el beso más tierno y
suave que me ha dado nunca.

Cuando separa nuestros labios, todavía puedo sentir su


cariño bajando por mi garganta y llenándome el pecho con su
calidez.
Es curioso cómo un ser ligado a las sombras como él
puede despertar tanta luz en mí.
—Yo tampoco me lo habría imaginado nunca —me
revela—. Te amo, mujer…
—Como me llames «problemática» te muerdo de nuevo
—lo amenazo medio en broma.

Su risa lo es todo para mí.

Pasa una mano por mi pelo y yo ronroneo por lo


agradable que es su gesto.
Le está costando irse.

—Así que, ¿te emparejarás conmigo o no? —insisto


antes de que decida irse de una vez por todas y tenga que sacar
el tema en otra conversación—. No quiero que te sientas
presionado a ello. Si la respuesta es no, la aceptaré. Pero si
quieres hacerlo y lo que te lo impide es que no quieres
ponerme en peligro, déjame decirte algo…
—Que eres adulta y que puedes elegir los problemas en
los que te metes y los peligros que afrontas por ti misma —
finaliza él por mí—. Me lo has dicho antes. Varias veces, debo
añadir.
Le sonrío con ternura.

—Escuchas bien.

—A ti siempre —me dice levantándose y quedándose


de pie junto a mi cuerpo semidesnudo y tendido como una gata
lujuriosa en el sofá.

—Genial. —Lo sigo con la mirada cuando camina


hasta las dobles puertas acristaladas y se queda parado bajo el
marco—. Ahora solo te queda aplicarlo.

Él no responde. Me repasa con los ojos como si


quisiera guardarse mi imagen en la retina.
—Te llamaré luego —me dice en tono distraído,
fascinado por la curva de mis pechos como suele ocurrirle—.
Ya que los móviles no funcionan, procura estar pendiente del
fijo.

Y se va, haciendo un esfuerzo colosal, abriendo y


cerrando la puerta de entrada tras de sí antes de que yo pueda
responder a su petición.

«Uh, qué hombre tan cabezota», suspiro dejando caer


mi cabeza hacia atrás sobre un cojín de croché que a diferencia
del resto no ha acabado esparcido por el suelo del salón.

Miro hacia el techo ligeramente desconchado y


amarillento por el paso de los años y pienso en todo lo que ha
ocurrido, en todo lo que siento y en todo lo que anhelo; lo
nuevo, lo antiguo y lo que habitaba dentro de mí pero no era
capaz de reconocer hasta que mi aventura lo ha sacado a la luz
a la fuerza y me ha obligado a aceptarme tal y como soy en
todos mis matices. Lo bueno, lo malo y lo gris que no es ni
una cosa ni otra.

Esta vez no estoy dispuesta a que aquello que deseo se


me escape de las manos como arena que se lleva el viento
mientras me quedo mirando deprimida y con pasividad,
diciéndome que así es la vida.

Esta vez, lucharé para que Reno abandone esas ideas


sobreprotectoras y se quede conmigo. Y que me deje a mí
formar parte de su vida y de su mundo.
Ahora que sé que él también me ama, el júbilo y la
esperanza me recorren con una fuerza devastadora por dentro,
y no voy a olvidar ni a ignorar esos sentimientos. No me
esconderé de ellos ni dejaré que mi cobardía me arrebate la
posibilidad de amar y ser amada. De tener una relación
sentimental, una profunda conexión con Reno.

Ahora solo me queda decidir cómo voy a seducir al


vampiro purasangre para que finalmente me haga caso y deje
de tratarme como a una humana desvalida. Que sí, vale, en
comparación con la gran mayoría de paranormales es lo que
soy. Pero también es cierto que la inmensa mayoría de los
mortales comparten ese estatus conmigo, así que no me sirve
como excusa.

Si Reno quiere que deje de ser frágil, que me convierta


en una vampiresa. Yo estoy dispuesta a ello, aunque la idea de
cambiarlo todo de mí, incluso mi biología, me intimide un
poco, como creo que es normal que pase cuando una afronta la
idea de un cambio tan importante.

Pero por otro lado, si soy honesta, el pensamiento de


quedarme tal y como estoy ahora, con la vida que tengo ahora,
con la soledad que me he impuesto a mí misma (aunque Carlos
haya tenido gran influencia en ello, ya que criticaba a todos los
amigos que yo lograba tener hasta hacerlos desaparecer de mi
vida, diciéndome que solo le necesitaba a él y a su «amor», el
muy cabrón), me disgusta y me aterra más que pensar en
cambiar de especie o en emparejarme con Reno y pasar miles
de años junto a él. Unida a él para siempre como iguales. Dos
mitades de un todo diferentes entre sí pero complementarias.
Eso último me hace latir el corazón de manera mucho
más desbocada que el imaginarme a mí misma con poderes de
bruja o siendo una inmortal.

¿Qué habrías hecho tú en mi lugar, mamá?, pienso,


pero luego me corrijo. No. No tú, mi adorada madre. Sino yo,
me digo con firmeza. La yo sin miedos. La yo valiente. La yo
que quiero ser y la que sé que soy en el fondo, bajo mi
ansiedad.

Así que, ¿qué voy a hacer para convencer a Reno?


Capítulo 42

RENO

Encontrar a la gente adecuada para un trabajo en concreto,


cuando tienes tantos contactos como yo, no es complicado.
Lo complicado es no hacer las cosas tú mismo cuando
tienes tantas ganas de rodear el cuello de alguien con tus
propias manos que te está costando contenerte, pero sabes que
es mejor que no te vean llevártelo a pleno día de su barrio
porque no quieres que la policía se presente en tu club a hacer
preguntas incómodas más adelante.
«Gire hacia la izquierda en el siguiente cruce y habrá
llegado», anuncia el GPS integrado de mi Jaguar, al que
obedezco antes de apagar y meter el coche en el lugar discreto
y sin cámaras que han encontrado mis contactos.
El rostro dolido, triste y resignado de Rocío cuando me
contaba lo que le pasó con el capullo maltratador de su ex no
se me quita de la cabeza.
Pero a él, en cambio, es fácil eliminarlo del mapa. Y
eso sí que tengo intención de hacerlo personalmente.
Voy a anular a ese cabrón de tal forma que jamás
volverá a levantar la cabeza en lo poco que le quede de vida.
Y me aseguraré de que sea muy poco.
Del resto de gentuza que se ha atrevido a acosarla y a
amenazarla, así como de los vídeos, foros y comentarios, ya se
encargará el equipo con el que he contactado y al que le he
pasado todo lo que ha sacado Conrad de la web con la orden
de lidiar con ello de manera discreta, pero no dejar rastro
alguno ni de los acosadores ni de nada que pueda hacerle daño
a ella en un futuro.

El chico decía la verdad cuando me contó que era un


tipo listo que se manejaba bien con los ordenadores. Debo
darle crédito, cavilo bajando del coche y caminando hasta la
mitad del estrecho y oscuro callejón solitario de una zona
tranquila repleta de naves industriales en el que me han citado.

Me detengo frente a la puerta trasera del bar de la que


el futuro ex de Rocío está a punto de salir gracias a varios de
esos amigos y espero con paciencia tras enviarles el mensaje
de que ya he llegado y estoy en la posición acordada de
antemano.

No tardarán mucho en sacarlo directo a mis manos.


En cuanto lo pienso, oigo que alguien abre el cerrojo
del otro lado de la puerta de metal y esta se abre pesadamente
haciendo chirriar los viejos goznes oxidados.
—Aquí lo tienes —anuncia el alto mestizo de piel
oscura como la noche que carga con el cuerpo inconsciente del
humano, arrastrándolo tras de sí de un brazo como si fuera un
muñeco de trapo y dejándolo en el sucio suelo a mis pies—.
Todo tuyo, Dekaris.
—No nos ha costado mucho convencerle de que unas
«fans entusiastas, jóvenes y cachondas» querían verle en una
fiesta privada de lujo —se jacta su compañero, que sale del
local segundos después con una sonrisa que deja ver sus largos
colmillos de Cambiante de Lobo en cuanto rompe el conjuro
ilusorio que lo hacía parecer humano—. El tipo se lo tiene muy
creído a pesar de que las estadísticas de su canal son de
pacotilla. Ah, y no te preocupes por los datos de las redes ni
por sus seguidores más… activos, digamos. Tenemos a otro
equipo encargándose de ellos.

Les sonrío con gratitud y cojo a Carlos del cuello de su


camiseta con estampado de personaje femenino de anime
japonés en posición y vestimenta muy sexuales.

—Curiosa camiseta para una supuesta fiesta privada de


lujo —comento alzando una ceja.

A Laeka y a algunos de sus hijos les encantan esos


dibujos animados y admito que yo mismo he visto alguna que
otra serie o película que me ha gustado lo suficiente como para
estar entre mis favoritos, pero nunca había visto lo que parece
una cría vestida de esa forma y en esa postura. Es… bastante
repulsivo, para qué voy a engañarme. Por mucho que sea un
dibujo, sigue siendo evidentemente la representación de una
niña, no de una adulta.
—Al chaval le van las jovencitas —dice el lobo con
asco—. Aunque no ha parado de decir que se «conforma» con
mujeres adultas hasta que los políticos «entiendan que el amor
no entiende de edades». No quiso venir hasta que Travio le
dijo que sus fans tenían unos quince años.
—Qué asco de tío —añade el vampiro dándole una
patada a Carlos en una de las piernas—. Si fuera por mí me lo
habría cargado gratis y les habría dejado el cadáver a los
gusanos. No vale ni como comida.

—Curiosa vestimenta la tuya, por cierto —se jacta el


lobo mirándome de arriba abajo—. ¿De dónde has sacado el
kimono ese?

—Del sexto infierno —replico con un humor algo


arisco.

Ellos se ríen, pero está claro que no saben si lo digo en


serio o no.
—Gracias por el favor —les digo—. No quería
involucrar a los del Concilio en algo personal otra vez. Y esto
es muy personal.
—Te debíamos una —se encoge de hombros el lobo,
que según creo recordar de nuestro último encuentro hace un
par de cientos de años, se llamaba Helios.
—Mmm. Hemos oído lo de los Obscurus —dice Travio
sacando un chicle de menta del bolsillo de su largo abrigo
negro—. Pero ya sabes que los de La Mano Negra no nos
involucramos en los asuntos de los Concilios.

—A no ser que nos contraten para ello —rectifica su


compañero—. Y ya sabes lo caros que somos.

Suelto un gruñido de aquiescencia y elevo a Carlos con


una mano hasta que su cabeza cuelga como el de una
marioneta sin cuerdas para poder cargar con él de manera más
cómoda hasta el coche, aparcado a la entrada del callejón lejos
de miradas indiscretas.
—Solo por curiosidad, ¿qué tienes pensado hacer con
él? —inquiere Travio caminando junto a mí y ayudándome a
meter a Carlos en el maletero del coche.
Sonrío enseñando toda la extensión de mis colmillos y
sintiendo mis ojos volverse relucientes ascuas que aterrarían a
cualquiera.
—Unas cuantas cosas —replico dejando que mi ira y
mi crueldad tiñan mi tono de sadismo—. Unas cuantas cosas
muy largas.
Me despido de los asesinos y cazadores a sueldo de una
de las organizaciones más temibles desde que se fundó y
pongo rumbo a las afueras de la ciudad. A la vieja mansión de
los Obscurus, que mi Concilio ha reclamado para sí y que
permanece deshabitada hasta que la desmontemos junto a su
club.

Carlos y yo vamos a tener una larguísima charla de tú a


tú. Y luego tal vez le permita tener la falsa esperanza de que
va a poder huir de mí durante un rato mientras hace lo que
debe hacer y firma lo que debe firmar.

Porque nadie me gana a ser un hijoputa cuando le hacen


daño a propósito y con malicia a alguien a quien amo.
Capítulo 43

CONRAD

—Gracias por prestarme el ordenador.


—No hay de qué —responde Jaeger ahogando un
bostezo y recostándose sobre su sillón giratorio, justo al lado
del mío, que cruje ligeramente con su peso.
Es un tipo enorme. Mide más de metro noventa y tiene
el pelo largo y negro como su madre, Laeka, una de mis
nuevas jefas que además también es madre de Lilika, a la que
por desgracia no he vuelto a ver desde que me dejó entrar en el
club por la puerta trasera y me presentó a varios de los
miembros del mismo.
Ellos me asignaron una habitación y me dieron comida,
ropas nuevas y acceso a un baño con ducha mientras esperaba
a Reno.
Y todavía no puedo creerlo. Me está costando dejar de
despertarme con miedo de que todo sea un sueño y de que siga
durmiendo en la calle y delirando sobre cómo iba a salir de ahí
mientras me moría de soledad y falta de opciones.
—Se te da bien ser un hacker. —El vampiro me señala
la pantalla, donde los datos personales de Carlos González y
de los seguidores que han realizado amenazas contra una
mujer llamada Rocío García, directamente sacados de las
bases de datos del gobierno y del censo, están ordenados en un
documento que le he enviado a Reno hace unas horas.
—Gracias —respondo sintiéndome cohibido—. He
pasado muchas horas frente a varias pantallas desde que era un
crío y además tuve una buena profesora.
—Ya veo. Tendrás que contarme la historia algún día.
Desvío la vista hacia el ventanal que hay a su izquierda,
a través del cual puedo ver el mar.
—Claro.
Quizá puede percibir en mi tono las pocas ganas que
tengo de eso y lo mucho que me cuesta abrirme a los demás.

—Si te apetece luego puedo darte una vuelta por el


pueblo Inferno antes de llevarte de regreso al club —dice
Jaeger al cabo de un rato de silencio tranquilo, escuchando a
los pájaros trinar en el jardín mediterráneo que rodea la
propiedad que actúa como base central de reuniones dentro de
este lugar tan increíble.
—Eso sería genial —le contesto volviendo a estar
entusiasmado—. Gracias.

Aunque es una persona tranquila, el vampiro de ojos


azules emana un aura bastante intensa. Como si hubiera una
mente muy inteligente tras esa expresión de calma que te
analiza hasta el tipo de sangre cuando te mira.
Una de las comisuras de sus labios se eleva con
diversión.
—¿Tiendes a dar las gracias todo el tiempo por
cualquier cosa?
Su pregunta me confunde un poco.

—¿A qué te refieres?

—Me has dicho «gracias» por algo siete veces desde


que nos conocimos hace unos días.
—Ah. Vaya… Pues la verdad es que no había caído en
la cuenta.
Ahora me siento incómodo. No sé qué responder.

Él me palmea suavemente un hombro mucho más


delgado que el suyo, que parece que vaya a reventar de tanto
músculo.

—No pasa nada, chico agradecido. Es solo que lo


educado que eres me resulta adorable.
Me quedo en blanco unos segundos… y luego me
ruborizo hasta la coronilla.
—Eh… ¿Gracias?

Él se echa a reír con ganas y yo deseo que se me trague


la tierra y que el ser agradecido no me salga de manera
automática como suele sucederme.

—Perdona —dice mi boca sin mi permiso.


Maldita boca. Tiende a hacer eso demasiado a menudo.

—¿Por qué me pides perdón? —pregunta él con humor.


Es curioso cómo una sonrisa le cambia la cara de un
trozo de piedra tallada a algo mucho más vivo y cercano.
—No lo sé. —Me encojo de hombros, desviando de
nuevo la vista para no mirarle. Me pongo nervioso en seguida
y lo detesto. Pero así es como soy—. Me sale automático.

—Se te nota. —Al menos ha dejado de reírse—.


¿Padres estrictos?
Debe notar que el tema hace que me cierre de golpe,
porque poco a poco vuelve a estar serio y pierde la sonrisa,
aunque algo de esa cercanía que he notado antes persiste en
plan «ya no soy una estatua de piedra cubierta de hielo, ahora
el hielo se ha derretido».

—Más o menos —replico con ambigüedad—. Oye,


¿crees que Reno realmente va a convertirme?

Busco algo a toda prisa con lo que cambiar de tema,


pero me doy cuenta de la mirada que me dirige, más
perceptiva de lo que me gustaría en esos momentos, y de cómo
me analiza antes de aceptar mi huida de un tópico sensible
para mí.

—Si te ha dicho que se lo tomaría en serio si


conseguías hacer esto por él, es que va a cumplir con su
palabra —me dice volviendo a su tono de voz normal, que
arrastra ligeramente las palabras al hablar como si le diese
pereza hacerlo—. Reno siempre cumple con lo que promete.
No puedo evitar la sonrisa que curva mis labios con
alivio, nerviosismo y quizá hasta un poco de felicidad.

Jaeger y yo estamos en una habitación que no tiene


nada que envidiarle a la NASA en cuanto a tecnología. Tres de
las paredes están repletas de anchos escritorios con varios de
los equipos más potentes del mercado, aunque la mayoría de
los ordenadores que hay en la habitación están hechos a mano
por el mismo Jaeger, al que se le dan mejor los componentes
de hardware que el software. La cuarta son ventanales de suelo
a techo con unas dobles puertas de cristal en el centro que dan
a una terraza cuya barandilla está repleta de buganvillas.

Y esta es solo una de las más de treinta casas


individuales que componen el pueblo Inferno, situado al pie de
una playa privada propiedad del Concilio al que acabo de
unirme como trabajador humano (por ahora) y nuevo miembro
del equipo encargado de la tecnología y el rastreo a través de
internet.
Una playa a la que se accede a través de un larguísimo
túnel con una carretera subterránea situado en el sótano del
club, pasando uno de los dos garajes llenos de coches de lujo
que pertenecen a los miembros más veteranos, y en cuyo
pueblo viven aquellos que han sido aceptados como parte
oficial del Inferno.

Además de las enormes casas de estilo mediterráneo, he


visto que tienen varios jardines y parques comunes, un
pequeño supermercado, un local que parece una farmacia, un
chiringuito a pie de playa y hasta un puerto con varios yates
flotando en el límpido y translúcido océano que se extiende
hasta donde alcanza la vista y más allá. Es un maldito paraíso
hecho a medida.
Quizá yo tenga mi propia casa aquí algún día. De solo
pensarlo me siento volar por los cielos. Parte de mí cree que es
algo imposible y que debería conformarme con tener una
habitación asignada en el piso de arriba del edificio del club
nocturno, la cara más visible del Concilio, como todos los
novatos o los trabajadores externos, que son aquellos que el
club contrata para su manejo pero que no son parte formal del
Concilio y que necesitan quedarse a dormir de vez en cuando.

Nunca me habría imaginado que hubiese algo así dentro


de un Concilio. Es una pasada.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? —le pregunto


a Jaeger.
Cuando lo conocí me intimidaba tanto que no me
atrevía a hablarle mucho, pero ahora que he visto lo tranquilo
que es me he animado bastante más a hacerlo. Sobre todo,
después de pasar varias horas bajo su vigilancia, ya que no
iban a dejarme acceder a la tecnología más potente del Inferno
y a las viviendas privadas de sus miembros sin ser observado.

Me ha entristecido un poco que no hayan elegido a


Lilika, pero su hermano mayor, al ser el experto en tecnología
del lugar además de un mastodonte al que me sería imposible
tumbar aunque usara tocos mis trucos, era la opción más
lógica.
—Desde que mi madre se unió al Inferno, hace como
unos doscientos años.

Su respuesta me deja con la boca abierta.

—Guau.
Él parece entretenido por mi reacción, pero esta vez no
comenta nada al respecto.
Abre uno de los cajones del escritorio frente al cual está
sentado, en cuyo ordenador ha estado jugando videojuegos
mientras yo trabajaba, y saca una bolsa de almendras peladas y
un paquete de tabaco del mismo.
—¿Quieres?
—No gra… No —me corrijo, odiando la sonrisilla que
aparece en su boca cuando escucha el casi gracias—. No fumo
y soy alérgico a las almendras.
—Vaya. —Frunce el ceño y vuelve a dejar las
almendras en el cajón, pero antes de que pueda decirle que no
pasa nada si él come (como es obvio), él saca un cigarro del
paquete y me hace un gesto con la mano—. ¿Te importa si yo
fumo?
Dudo antes de responderle con honestidad, pero no
soporto el humo.
Malos recuerdos, entre otras cosas.

—No me gusta mucho la idea, la verdad.


Jaeger asiente y guarda otra vez el cigarro y el paquete
en el cajón sin molestarse junto a las almendras.

—No he dado ni una, ¿eh?


—Puedes comer almendras aunque yo sea alérgico —le
digo rascándome el cuello con incomodidad—, y hay una
preciosa terraza en la que fumar tranquilamente.
Él se me queda mirando otra vez de esa forma suya, tan
única, y me sorprende con su propuesta.

—Lo sé —replica, pero no abre el cajón de nuevo—.


¿Te apetece dar esa vuelta por el pueblo antes de que tenga que
llevarte al club?

Salto antes de poder pensarlo con calma.


—¡Me encantaría!
Ni siquiera me importa su carcajada a raíz de mi
entusiasmo. La idea me hace tanta ilusión que puede reírse de
mí y de mi torpeza social todo lo que quiera.

Por primera vez desde que era un crío, soy feliz y tengo
un buen futuro por delante.
Y eso es todo lo que me importa en estos momentos.
Capítulo 44

Unas horas después de que Reno se marchase me llegan varias


cosas a casa.
La primera es un teléfono móvil de última generación
que sé que ni siquiera ha salido al mercado porque está
anunciado en todas partes con la fecha de salida (en un mes)
con una tarjeta telefónica a mi nombre ligada a una tarifa que
me habría resultado imposible contratar debido a lo cara que
es pero que «alguien» también ha pagado por mí… durante los
próximos tres años, según pone en el contrato especial que me
mandan con el logo de clienta VIP.
La segunda es más comida en forma de varios menús
de uno de los restaurantes más caros e inaccesibles de la
ciudad para la gente de a pie como yo y de más postres de la
pastelería artesana de esta mañana.
Tantos, que no me caben en la encimera de la cocina y
tengo que ocupar parte de la mesa del comedor mientras
decido lo que cenar y guardo el resto en la nevera y en el
congelador (del que me toca sacar todo aquello que lleva
meses ahí olvidado y que seguramente ya no es ni comestible).

Y la tercera son las llaves de un coche que el chico de


la mensajería me dice que está aparcado abajo, frente a mi
portal. Un Porsche, nada más y nada menos. Vehículo con el
que no sé qué hacer porque llevo más de diez años sin
conducir dado que Carlos siempre insistía en estar al volante y
en que no tocase a su «pequeñín» (del que yo pagué más de la
mitad, debo añadir) porque según él era pésima al volante y lo
acabaría estampando, y no teníamos más dinero para comprar
otro.

«¿Y ahora qué hago yo con todo esto?», me pregunto a


mí misma mirando la pantalla de mi nuevo móvil, tan ligero
que se siente como una pluma indecentemente cara en mi
mano.
No tengo ni idea de cómo es posible que Reno supiera
que el lavanda es mi color favorito, pero ha elegido bien.
Porque no me cabe duda de que todo esto es obra del vampiro,
que si ya antes me imaginaba que habría acumulado alguna
que otra riqueza a lo largo de sus milenios de vida ahora me
deja claro que debe ser más rico que Creso.
Pero, aunque todos los regalos son increíbles, yo lo que
quiero es que él esté aquí. Cuantas más horas paso sin él, más
me doy cuenta de lo enamorada que estoy del purasangre.
Le echo de menos.

Puedo estar sin él, claro está, llevo sola muchos años
(aun cuando estaba casada me sentía más sola que nadie) y
estoy acostumbrada a disfrutar de mi tiempo conmigo misma.
Pero no puedo evitar querer verle. Querer acurrucarme junto a
él ahora que después de la copiosa cena me está entrando
sueño.
Y menos mal que mis deseos se hacen realidad, más o
menos, en cuanto me meto bajo las sábanas de la cama.
«¿Qué leñes…?», me sobresalto cuando el teléfono
empieza a sonar con fuerza.

Lo cojo de donde lo he dejado tras cargarlo en la mesita


de noche y miro la pantalla, y cuando veo que es un número
desconocido pongo los ojos en blanco para mí misma porque,
evidentemente, si es una nueva tarjeta no tendrá mis números
anteriores.

Números que he perdido, aunque no fueran muchos,


debido a que dicha tarjeta antigua se ha fundido, literalmente,
como una especie de masa pegajosa plastificada, haciendo que
me costase lo mío abrir la tapa trasera de mi antiguo teléfono.

—Rocío —saluda la voz de Reno en cuanto descuelgo


el aparato antes de que pueda preguntar quién es.
El corazón se me acelera y una sonrisa adorna mis
labios en microsegundos.
—Reno —suspiro pegando el altavoz a mi oído para
escucharlo más de cerca—. Gracias por todo lo que has
enviado. Aunque no tengo ni idea de qué hacer con el coche.
No le digo que no hacía falta que me regalara nada
porque tengo la sensación de que eso a él no le importa.

—Si quieres otro modelo, tan solo dímelo. Tengo varios


en el garaje disponibles al instante o puedo encargarte uno
personalizado.

—¡No! ¡No es eso! —me río, apresurándome a


detenerlo antes de que me compre otro coche—. Es que no
conduzco desde hace mucho tiempo y la verdad es que ya no
sé ni siquiera si me acuerdo de cómo hacerlo.

Él suelta un gruñido de consideración.

—Entiendo —contesta—. ¿Quieres practicar conmigo?

La pregunta me trae a la cabeza imágenes que no tienen


nada que ver con conducir.
—Eso sería genial, sí —replico tragando saliva y
abanicándome con una mano antes de bajar las mantas, que de
repente son demasiado calurosas—. Por cierto, ¿a dónde has
ido? Si me lo puedes decir, claro. ¿Son asuntos de tu Concilio?

—Tenía que encargarme de algo —me responde, y la


sensación de que ese «algo» tiene que ver con mi problema
con Carlos se acrecienta—. Dentro de un rato recibirás unos
papeles y una citación de divorcio, si te parece bien. Aunque si
lo prefieres puedo decirle a mi hacker que procese él los
papeles y los añada a la base de datos del juzgado para que no
tengas que ir en persona.

Sus palabras me aceleran el corazón por un motivo muy


diferente al de antes.
—¿Has hablado con Carlos?

Me ha insinuado antes que iba a hacer algo al respecto,


pero quizá no me lo creía del todo, o tal vez es que no
esperaba que realmente le preocupara tanto mi sufrimiento.

No lo sé.

—Tu ex está ahora mismo conmigo. Estamos…


hablando —me explica Reno, y por cómo lo dice tengo claro
que hablar, lo que se dice hablar, no están hablando tanto.

Me imagino la cara aterrada de Carlos… y algo oscuro


y rabioso que destila venganza se me retuerce dentro.

—Quiero verle.

Se hace el silencio.

—¿Estás segura?

No tengo ni que pensármelo.


—Mucho. Sí —replico con firmeza—. Hay varias cosas
que llevo demasiado tiempo callándome y quiero decírselas
personalmente.
Casi puedo ver la sonrisa de orgullo y amor de Reno,
pero lo que más me importa ahora mismo es mi propia rabia,
mis propias ganas de acabar con todo esto.
—Entonces voy a mandar a alguien a recogerte.

Podría bajar y coger el Porsche, pero luego pienso en


todo ese tiempo que he pasado sin conducir .

Desde que empezamos a salir durante mi adolescencia,


fui dejando que Carlos me anulara poco a poco con la excusa
de su falso amor posesivo y degradante hasta no saber ni quién
era yo. Y ahora eso me reconcome por dentro.

Esta vez necesito que me lleven.

Esta vez necesito que Reno me apoye, que sea el


pistoletazo de salida para finalmente poner punto final a mi
miserable historia con Carlos.

Pero la próxima vez que necesite afrontar una situación


o hacer algo para defenderme, me juro a mí misma, lo haré
con mis propias manos. Y solo contaré con Reno cuando
necesite su apoyo como un igual. Porque estoy harta de ser
una damisela en apuros desvalida y débil, por mucho que sea
una mera mortal en un mundo de inmortales.

Nunca más agacharé la cabeza y me callaré lo que


pienso o lo que siento.

Nunca.
—Sí. Manda a alguien —decido—. Estaré lista en unos
minutos.

—Entendido —contesta él de inmediato sin cuestionar


mis deseos—. Nos vemos en un rato.
—Te quiero —y en un flirteo algo juguetón, añado—:
Mi guapísimo y sexi vidrai.

—Y yo a ti, mi fiera y hermosa vidraz.

Lo dice con tanta seriedad que no me cabe duda de que


para él esa declaración es pura honestidad.

Cuelgo con una sonrisa en los labios.

Y cuando pienso en mi futuro ex, la crueldad que anida


en mi alma tras años de maltrato la tiñe de una sed de sangre
que ya no estoy dispuesta a apagar.
Capítulo 45

Volver a la mansión de los Obscurus no me causa tanto


malestar como esperaba, lo que es genial.
Observo la mansión y sus terrenos a través de la
ventanilla del coche y veo que por suerte no hay cadáveres
desperdigados por todas partes como me temía.
Y creo que eso, en parte, ayuda.
—¿Necesita que la guíe por la casa para encontrar al
señor Reno? —me pregunta Soerven cuando aparcamos en el
camino que lleva a la puerta de entrada.
Hay varios coches y camionetas propiedad del equipo
de limpieza de los Inferno que se encarga de recoger todo lo de
valor, ya sean propiedades o documentos, de deshacerse de los
cuerpos y posteriormente de desmontar el lugar reduciéndolo a
cenizas si así lo considera su Concilio, aparcados a ambos
lados del camino, sobre la hierba.

Soerven es parte de dicho equipo, que está a las órdenes


de un compañero de Reno llamado Sergey al que no he
conocido aún.
Todo esto me lo ha contado el jovial conductor, que es
un vampiro convertido que se unió al Inferno hace treinta años
junto a su marido, un par de años tras su despertar como parte
de esa especie después de que el novio de su hermana, al que
ambos le pidieron que lo hiciera (y al que le pagaron casi un
millón de euros; todo el dinero que Soerven había recibido de
herencia de su madre), los convirtiera.
He aprendido mucho de él durante el trayecto. Desde el
hecho de que los vampiros nacidos como tal que convierten a
otros a cambio de dinero (son los únicos que pueden hacerlo,
dado que los convertidos son incapaces de ello) no están muy
bien considerados por el resto de su especie, como el hecho de
que adaptarse a una nueva biología cuesta bastante las
primeras semanas tras la conversión, pero luego los cambios
positivos, como la hiperfuerza o la supervelocidad, son tan
increíbles que esas malas semanas se olvidan en seguida.
—¿Señora García? —llama Soerven cuando ve que no
respondo.
Me riño a mí misma por perderme en mis pensamientos
imaginándome cómo sería yo como vampiresa y vuelvo al
presente de golpe.

—No te preocupes —le respondo al solícito vampiro


con una sonrisa, saliendo de mi ensimismamiento, y abro la
puerta del coche para salir—. Ya sé dónde está.

Sonrío mirando hacia las escaleras de entrada de la


mansión, en las que Reno se ha detenido tras venir a buscarme
en cuanto le he dicho que estábamos entrando por el camino
principal del lugar.

Reno camina hasta mí y me abraza con fuerza cuando


todavía no había llegado al pie de la escalera.

Contenta de estar pegada a él, cierro los ojos y aspiro su


aroma masculino y seductor, rodeándolo con mis brazos y
quedándome embelesada por lo bien que se siente estar así con
él.

—Hola, preciosa.
—Hola, hombre problemático.
Él se ríe con sorpresa de mi saludo bromista y me besa
el cuello.

Y luego, como si no pudiera contenerse, sube sus labios


por mi barbilla hasta capturar los míos en un lánguido y suave
beso que nos deja a los dos sin aliento.

Cuando nos separamos, contemplo su rostro de


facciones perfectas, su barbilla marcada, sus ojos carmesíes,
sus tentadores labios y sus cejas negras y rectas, y paso mis
dedos por su mejilla con ternura.

—¿Dónde está el capullo de mi ex? —inquiero sin


querer que acabe el momento tan íntimo, pero sabiendo que es
mejor acabar con esto cuanto antes.

Reno señala con la cabeza hacia un lateral de la casa.

—Lo tengo en una propiedad adjunta de los Obscurus.


Hago memoria y recuerdo algo.

—¿La casita de piedra del jardín?


Mi vampiro asiente.

—Sí. Está esperándonos en el salón comedor.


Me quedo mirando a Reno.

—¿Sigue vivo?

Él emana decepción, aunque su expresión no varía.


Sospecho que su respuesta no le gusta a él mismo y eso casi
me hace reír cuando la oigo.

—Por desgracia sí.

Esta vez soy yo la que se ríe.


—Llévame ante él —le digo intentando controlar mis
ganas de besarlo otra vez—. Espero que siga siendo capaz de
escuchar.

—Lo es, preciosa —suspira Reno—. Aunque puede


que necesite algún que otro incentivo para permanecer
consciente.

Ello me intriga. O lo hace hasta que damos la vuelta a


la mansión y entramos en la casita, encontrándome cara a cara
con Carlos, que está sentado en el sofá vestido tan solo con sus
pantalones.

Pantalones en los que se ha hecho sus necesidades


encima de miedo, y que vuelve a manchar en cuanto ve a Reno
entrar por la puerta del salón. Aunque tiene la desfachatez de
mirarme a mí con esperanza en cuanto me ve a su lado.

—Rocío… mi amor. ¿Has venido a sacarme de aquí?

Será imbécil.

—Ni en tus sueños —le digo con fiereza, citándole las


mismas palabras que él me dijo cuando le pedí que retirara los
vídeos de internet la última vez que lo llamé por teléfono para
intentar negociar con él.
Sonriendo como un tiburón que ha olido sangre fresca,
cojo una silla de las que hay alrededor de la mesa junto al sofá
y la pongo frente a él a un metro y algo de distancia, haciendo
una mueca de asco cuando huelo sus heces y evitando reírme
en su cara cuando sus ojos aterrados vuelven a clavarse en
Reno.

—Rocío…
—Aaah. Así que ahora sí que sabes decir mi nombre —
espeto con rencor—. ¿Acaso no me llamabas «la sosa pánfila»
o «la mierdecilla» en tus putos vídeos acosadores?
Él traga saliva de manera visible y veo cómo las manos
le tiemblan a ambos lados de su cuerpo aferradas a la tela del
sofá. Ni siquiera tiene fuerzas para huir. O tal vez es que se
cree que va a volver a casa sin más y a hacer un nuevo jodido
vídeo de todo esto que solo quedará como una anécdota en la
que él es la víctima inocente.

Oh, y víctima esta vez sí que va a ser, pero no inocente.


Si lo fuera no estaría hoy aquí.

—Ya te dije que no es tan fácil retirar los vídeos, cariño


—replica con ese falso amor meloso que ahora entiendo que
me corroía por dentro y con una sonrisa falsa que apesta a
nervios—. Son los que más visualizaciones tienen en mi canal
y, además, ¡te he hecho famosa! ¿No crees que en vez de
tomártelo en plan negativo, podríamos explotarlo para que nos
beneficie a ambos económicamente? Es una oferta que
deberías considerar…
Explotarlo económicamente, dice como si nada.

Mi humillación pública, mi dolor, mi ansiedad, las


amenazas, gritos y burlas cuando varios de sus seguidores me
vieron paseando por la calle, los mensajes y posts de redes
sociales convirtiendo varias de mis fotos personales que había
colgado en Instagram en crueles memes con decenas de miles
de visualizaciones… todo ese jodido bullying. Quiere
explotarlo para sacar más dinero que el que ya ha sacado con
los anuncios que ha puesto y la gente que los ha visto. Y al
muy cerdo que yo sufra mientras él es el que se hace famosillo
y su canal crece a mi costa le parece bien.

La ira me hace verlo todo rojo.

Cuando vuelvo en mí, Carlos está gritando mientras yo


intento romper su cabeza contra el suelo y Reno, que lo agarra
de ambos brazos para que no trate de sacarme los ojos como
tengo vagos recuerdos de que ha pasado cuando me he lanzado
a por su cuello, se ríe de los gritos de indignación y rabia de
mi ex.

—¡Estás loca! ¡Loca! —chilla Carlos, al que ya no le


queda nada que expulsar de su cuerpo—. Sabía que estabas
majareta, pero no que encima te juntaras con psicópatas
paranormales. ¡Eres una puta!

El golpe que le da Reno en la boca por llamarme así lo


deja momentáneamente silenciado y con el labio y varios
dientes rotos.

Asqueada de él y de haberlo tocado, me alzo y me alejo


de su cuerpo mientras Carlos tose sangre y trozos de huesos
sobre la alfombra.

Miro a mi alrededor al mismo tiempo que trato de


controlar mi enfado y mi agitada respiración y veo que hay
una serie de papeles firmados sobre la mesa y un portátil con
varios documentos que reconozco como la web del juzgado
encargado de las separaciones.

—¿Sabes, amor? —le digo a Reno lentamente cerrando


los puños hasta que los dedos me duelen por la presión que
ejerzo sobre ellos—. Desde hace un tiempo me planteo cómo
sería el ser viuda. A veces creo que es lo ideal. Así no tendré
que preocuparme jamás de lo que haga él.
Se hace el silencio en la habitación.

Reno me mira con comprensión y asiente como si la


idea le satisficiera a él también y Carlos, por primera vez,
silencia esa desagradable voz suya, que he aprendido a
detestar como ninguna.

Me pregunto qué fue lo que mi yo de quince años vio en


él, pienso cuando miro al hombre humano.

No hay nada bueno en él. Si lo había, o ya no soy capaz


de verlo o ha desaparecido con el tiempo. Y no solo me refiero
a lo ético, que sé que es muy hipócrita por mi parte juzgar de
esa manera cuando lo que estoy haciendo no tiene nada de
moral. Cuando éramos jóvenes su cara no estaba mal, pero se
ha descuidado mucho con los años, y su repulsiva
personalidad solo lo empeora.

Quizá lo que me impresionó es que él tenía veintiuno y


que yo quería sentirme mayor y me dejé embobar por su
supuesta madurez, cavilo.

Mi padre acababa de morir cuando conocí a Carlos de


manera fortuita después de que él viniera a mi instituto a dar
una charla como parte de un proyecto universitario. Y fui una
idiota, como suele pasar a esas edades.
Pero él fue un maldito criminal, porque yo era menor
de edad en aquel entonces, aunque me creyese mayor y
accediese a mantener nuestra «relación» en secreto. Y jamás
dejó de ser el hombre repulsivo que ha sido siempre. Lo que
pasó fue que yo estaba demasiado ciega como para admitirlo
por mucho que viese su peor cara más y más a menudo con el
pasar de los años.
Cuando dicen que no hay más ciego que el que no
quiere ver, aciertan de pleno. Y quien dice que cuando una se
acostumbra a algo, aunque ese algo sea el maltrato
psicológico, acaba simplemente por aceptarlo como parte de
su vida, por desgracia dice la verdad.
—N… N… No es… estarás hab… hablando en serio
—tartamudea Carlos, que al fin entiende que no estoy aquí
porque tenga sentimientos positivos remanentes por él y su
repugnante persona y que no he venido a salvarlo o a negociar.
No esta vez.

Le sonrío con una mueca que no tiene nada de sonrisa y


me pregunto si esa sangre de bruja que habita en mí no será
más potente de lo que pensaba, porque cuando me miro no hay
un ápice de compasión en mí.

O quizá ese sea mi lado humano.


—Hablo muy en serio —ronroneo con malicia—.
Jamás he hablado tan en serio contigo como lo estoy haciendo
ahora, Carlitos.
Reno lo agarra de un brazo y lo alza como un muñeco
de trapo, depositándolo sobre el sofá.
—¿Podrías decirle a tu hacker que en vez de los
papeles del divorcio procese los de viudedad? —le pregunto a
mi amante vampiro.
—Por supuesto, cariño. Dalo por hecho —me dice él
besando con suavidad mi mejilla.
—No… No podéis… —Carlos está tan pálido como el
papel.

—¿Qué quieres hacer con él? —plantea Reno


mirándolo con asco.
Lo pienso detenidamente y llego a una conclusión.

—Lo quiero fuera de mi vida para siempre. Me da igual


si muere o no muere, aunque preferiría pensar que no va a
influenciarla de ninguna manera nunca más, en persona u
online —decido.

Por mucho que le odie y que genuinamente la idea de


saberlo muerto me llene de alivio en vez de remorderme la
conciencia como seguramente debería hacer, no soy capaz de
matar a una persona a sangre fría ni de torturarla.
Mi ira es inmensa, mi odio infinito, mi sed de sangre
llenaría océanos y mi alma se vuelve oscura cuando lo miro,
pero, aunque piense en ello, una vez más me toca descubrir
algo sobre mí misma: que tengo límites.
Pero Reno no tiene los mismos límites que yo.

—Me encargaré de ello si te parece bien.


Apoyo la cabeza sobre su hombro y dejo salir el aire de
mis pulmones.
—Carlos es mi problema.
—Todos tus problemas son mis problemas.

—¿Y viceversa? —inquiero alzando una ceja y


abriendo los párpados para mirarle.
Él suaviza su expresión y apoya su frente contra la mía
durante un par de segundos en un gesto cariñoso al que me
estoy acostumbrando y del que quiero más, como todo lo que
hace, como todas sus maneras de decirme que me quiere en
silencio, tan típicas de él.
—Y viceversa —concede finalmente.
Sonrío como hace horas que no sonreía, sabiendo a lo
que ha accedido al fin.
—¿Como iguales? —le pregunto con esperanza
sabiendo de antemano su respuesta, pero necesitando oírla de
sus labios.
Él se inclina y deposita un dulce y breve beso sobre mis
labios.

—Tú siempre serás mi igual. Mi compañera


emparejada, si así lo quieres.
Ignoro las protestas de Carlos, que ha recuperado su
voz aunque suena nasal debido a la sangre de su labio partido,
y me abrazo a Reno con felicidad.
—Quiero, Reno —río con deleite—. Por supuesto que
quiero ser tu emparejada. Tu esposa.
—¿En serio? —interrumpe Carlos con incredulidad,
que vuelve a quedarse en silencio cuando ambos le dirigimos
miradas frías como el hielo, aunque no le dura mucho—. Mira,
tío, te digo esto como tu amigo aunque nos hayamos conocido
en estas circunstancias, ¿vale? Mujeres hay muchas de todas
las edades. Millones solo en esta ciudad. Y Rocío no es más
que una…
No llega a terminar su insulto.
Esta vez, cuando le golpeo lo hago con la lámpara que
hay sobre la repisa de la chimenea.

—Imbécil —le siseo al cuerpo inconsciente de mi ex.


Eso de que había cambiado de idea sobre verlo muerto
acaba de volver a su estado inicial.

Definitivamente quiero ser viuda.


Capítulo 46

—¿A dónde vamos? —le pregunto a Reno, que nos ha metido


en el garaje del club Inferno, pero que acaba de abrir una
puerta oculta automática que lleva a otro garaje, situado bajo
el que está a pie de calle, y conduce luego hasta el fondo del
mismo pasando fila tras fila de coches de lujo.
Hemos dejado a Carlos (todavía vivo, pero no por
mucho tiempo porque el hacker de mi vidrai además ha
descubierto que hay una manada de Osos cambiantes muy
interesada en él porque al parecer al imbécil de mi ex no se le
ocurrió otra cosa que hacerse pasar por un chaval de dieciséis
años en un chat online para intentar ligarse a la hija del alfa, de
apenas catorce años de edad) en manos de un par de los
trabajadores de Sergey tras negociar un precio por su cabeza
por teléfono con el clan de Osos.
Y ahora estoy intrigada. Reno y yo hemos estado
hablando de si volver o no a mi piso a pasar unas horas
tranquilos y al final he acabado preguntándole con curiosidad
si él vive en el club, interesada como siempre en saber más
cosas sobre su vida privada.
A lo que me ha respondido de una manera muy
misteriosa que me iba a enseñar su hogar.
—A Inferno.
—Pero si ya estamos en el club Inferno, ¿no? —
inquiero con confusión intuyendo que se refiere a algo
diferente, pero sin saber a qué.
Él me guiña un ojo.
—Te llevo a mi casa, que si aceptas emparejarte
conmigo…
—Cosa que ya te he dicho que es un sí rotundo —le
corto con una sonrisa.
—… Espero que también sea tu hogar —finaliza él
como si no hubiera habido interrupción.
—Ahora sí que estoy en ascuas —comento mirando el
arte que adorna las paredes y el techo del túnel en el que nos
metemos—. Por cierto, las pinturas son preciosas.
Aunque Reno conduce con tranquilidad por una de las
vías de la carretera de doble sentido que cruza las entrañas de
la ciudad, es difícil percibir con precisión todas las detalladas
y coloridas ilustraciones entrelazadas entre sí como si contasen
una historia que pasamos de largo.
—Las pintó Lilika, la hija menor de Laeka —me
cuenta Reno—. A Arthas le encanta su arte.

—No me extraña. Tiene mucho talento.


Los vívidos colores crean la ilusión de estar entrando
en un bosque milenario repleto de secretos en el que criaturas
fantásticas se suceden unas a otras en épicas batallas o
nadando en medio de lagos en calma.

Me quedo mirándolas durante un rato, aunque el


trayecto no sea largo.
En apenas quince minutos, vemos la luz de las estrellas
y la enorme luna plateada que no suele verse tan bien desde el
centro de la ciudad iluminando la salida del túnel.
Pero es lo que hay al otro lado lo que verdaderamente
me deja sin aliento en cuanto mis ojos se posan sobre la
imagen.

—Dios mío, este sitio es increíble. Es como una postal


sobre el paraíso —jadeo con admiración.
—Queríamos un lugar agradable donde relajarnos tras
el trabajo. Un hogar —me explica Reno reduciendo la
velocidad del coche para que podamos ver mejor el
asentamiento que se extiende a nuestros pies—. Así que
Arthas construyó esto para nosotros. Aquí viven los miembros
oficiales del Concilio, tengan el rango que tengan, incluyendo
mis compañeros con sus familias y sus convertidos.

El pueblo, que tendrá algo más de treinta grandes casas


de piedra caliza con tejados anaranjados y rojos, como los
colores del símbolo del Concilio, construidas al estilo italiano
(me recuerda mucho a las fotos del Lago Como que vi por
internet), desciende desde varias mesetas de piedra construidas
artificialmente y repletas de huertos comunales de varios tipos,
jardines florales y bosquecillos de pinos y olivos, hasta una
hermosa y enorme playa que se extiende en horizontal hasta
llegar a los acantilados que la rodean y que hacen de este lugar
algo inaccesible por vías naturales, situados a varios
kilómetros de distancia del asentamiento.
Puedo verlos en la lejanía como guardianes imponentes
de roca pálida sobre la que crecen bosques milenarios.
Reno detiene el coche a un lado de la carretera
principal, que lo recorre en zigzag asfaltada con una piedra de
un gris pálido hasta desembocar en un paseo marítimo cuyas
luces están encendidas, junto a un alegre río de aguas dulces.
Desde donde estamos puede verse mejor toda la extensión de
lo que ellos han construido aquí.

—Así que aquí es donde vives.


—A veces duermo en uno de los dormitorios del club
si estoy ocupado con el trabajo, pero sí —me aclara él—. Aquí
es donde vivo.

Salimos del coche y nos paramos bajo las estrellas,


frente al raíl que separa la carretera de los huertos que hay
unos metros más abajo.

Él se pone detrás de mí y pasa sus brazos por mi


cintura, presionando mi espalda contra su pecho, y yo me dejo
arropar por su calidez y su cariño sin apartar la vista de lo que
hay frente a mis ojos porque todavía me cuesta asimilar que un
lugar tan bonito como este exista tan cerca de mi ciudad.
—Madre mía, qué preciosidad de lugar —suspiro—.
Es increíble.

No puedo dejar de asombrarme por cada cosa que veo.

Por las luces doradas de las elaboradas farolas de


hierro forjado que adornan ambos lados de las calles, tanto la
principal en la que están situados varios negocios y lo que
según el cartel que hay sobre estos son una biblioteca, una
cafetería junto a ella y varios almacenes, como las laterales
que llevan a las casas de los distintos miembros del Concilio,
algunas más grandes y otras menos pero todas ellas enormes
según los estándares de la ciudad.
—Me alegra que te guste —murmura Reno apoyando
su barbilla sobre mi cabeza, metiendo una mano bajo mi
camiseta y acariciando la piel de mi cintura de manera
distraída.

—¿Cuál de ellas es tu casa?

Las observo todas, cuyos colores amarillos, azules y


naranjas destacan bajo la cálida luz de las farolas, y me
pregunto dónde vivirá mi vampiro.

—Esa de ahí. —Me señala una de las pocas de fachada


blanca que hay junto al paseo.

Es un poco más grande que la media, pero lo que


destaca de ella es su inmenso jardín repleto de plantas que
reconozco como autóctonas.

—Oooh. Es tan bonita…

Puedo sentir su sonrisa aunque no la vea. Creo que he


dicho «bonito» y similares al menos tres o cuatro veces
seguidas, pero no me importa. El lugar es absolutamente bello
lo mires por donde lo mires.

—¿Quieres verla por dentro?

Asiento acariciando sus inquietos dedos y elevando


una de sus manos hacia mis labios.
—Me encantaría.

Nos metemos en el coche tras compartir un apasionado


beso bajo la luz de la luna. Nos cuesta separarnos, pero ambos
tenemos ganas de tener algo de privacidad y, en mi caso,
también de compartir su espacio privado como él ha
compartido el mío.
Llegamos en apenas unos minutos, y el olor del mar
invade mis fosas nasales a través de la ventanilla abierta y me
relaja en cuanto me envuelve con su frescura.

Reno aparca el coche en el garaje de la vivienda y


salimos de este en dirección a la puerta principal cogidos de la
mano y disfrutando de la presencia del otro y de la
anticipación que se respira en el ambiente que hay entre
ambos.

La casa es tan hermosa por dentro como lo es por


fuera, con sus amplios espacios decorados con muchas plantas
y mucha madera natural que te hacen sentir que estás en una
casa de playa de ensueño (cosa que es cierto) y sus enormes
ventanales y terrazas que dejan entrar la luz natural a raudales,
pero nosotros estamos demasiado ocupados subiendo al
dormitorio de la segunda planta para hacer el amor como para
fijarnos mucho en los que nos rodea.

Es una noche magnífica.


Pero el saber que podré vivir mil y una noches como
esta a su lado, además de todos los momentos de intimidad no
sexual, es todavía mejor.
Ni toda una eternidad sería suficiente como para tener
bastante de Reno Dekaris en mi vida, en mi cama y en mi
corazón.
Capítulo 47

La ceremonia de emparejamiento se lleva a cabo dos semanas


después.
Reno insiste en que debo preparar mi cuerpo para el
cambio biológico que está por llegar de antemano para que la
conversión no sea tan dura como me contó Soerven que podía
llegar a ser, y de ahí que se niegue a convertirme sin más la
primera noche que pasamos en su hogar (que él me recuerda
constantemente que ahora es de ambos).
—Es bueno para ti. Por ello te he asignado a Seyfer
como médico. Es el marido de Laeka, una de mis compañeras
—me explicó mientras masajeaba mis hombros dentro de la
gran bañera de hidromasaje del baño principal—. Y él mismo
atendió a su emparejada y a sus propios hijos convertidos
durante el proceso, así que si sigues sus instrucciones estarás
bien.

—Vale. De acuerdo —accedí yo antes de girarme y


repetir lo que hicimos en el baño del palacio de los demonios
con mimos extra esta vez.
Me mudé a su casa tras obtener permiso de Arthas y
ser presentada oficialmente como la prometida de Reno (lo
que hizo que varios miembros de su Concilio se aguantaran la
risa, cosa que no comprendí, y que se pasaran dinero entre
ellos como si algunos hubieran perdido una apuesta) en la
plaza principal del pueblo, a lo que le siguió una fiesta de
bienvenida en la que me sentí arropada y aceptada por los
diferentes miembros del Inferno, que se presentaron uno a uno
junto a sus familias o, como en el caso de Nuak y unos pocos
más, en solitario.

Laeka y su hija Lilika, con la que estuve hablando


sobre las ilustraciones del túnel. Me cayeron genial de
inmediato, y yo a ellas también, así que hemos estado
quedando las tres cuando Laeka no tiene trabajo para dar
vueltas por el asentamiento e ir a la playa a disfrutar del clima
cada vez más caluroso conforme se acerca el verano.

Durante esas semanas de espera, me siento como si


realmente estuviese en el paraíso, a pesar de la dieta que me
impone Seyfer y de la espera y los nervios previos a la
conversión y al matrimonio con Reno.
Cuando pienso en mi vida anterior, hay un claro antes
y un después de la noche que decidí ser valiente y aceptar mis
deseos más profundos, armándome de fuerza interior para
tratar de cumplirlos acudiendo al Inferno.

Y no me arrepiento de nada. Ni siquiera de haber


acabado en el sexto infierno durante un tiempo. No cuando sé
que el resultado de todo eso es este.
El piso de mamá fue mi refugio durante mucho tiempo,
pero llegó a resultarme asfixiante, y además mi madre dejó por
escrito en una carta que esperaba que dejarme su herencia me
motivara a usarla para independizarme de Carlos, al que
detestaba (y del que por cierto lo último que sabemos es que
pronto dejará la «hospitalidad» del clan de los Osos y pasará al
más allá), que quería que vendiera el apartamento y me
comprara otro en algún lugar junto al mar, como siempre había
soñado de pequeña antes de que mis sueños se apagaran con
los años como si nunca hubieran existido.
Y ahora ese sueño de infancia que vuelve a estar
presente en mi vida también se ha cumplido.
Y el de ser una vampiresa, como solía imaginarme
antes de conocer a mi ex, también va a hacerlo.
La preparación para la ceremonia de conversión y
emparejamiento a la vez es simple. Se lleva a cabo en privado
después de cenar con los amigos de Reno, algunos de los
cuales se han convertido rápidamente en amigos míos (aunque
Arthas sigue intimidándome un poco), en el dormitorio
principal de mi nuevo hogar.

—¿Estás lista? —me pregunta mi futuro esposo


cogiéndome de la mano y llevándosela al pecho desnudo.
Ambos nos hemos quitado la ropa, en mi caso un
sencillo vestido veraniego y en el suyo sus vaqueros y
camiseta habituales, para estar más cómodos.
—Lo estoy —respondo con convicción.

No he estado más preparada mental y físicamente para


algo desde que nací.

Reno me guía hacia la cama de sábanas blancas y se


sienta sobre ella, apoyando su espalda en el alto cabezal de
madera y tendiéndome una mano para que suba y me siente
sobre él, cosa que hago con gusto.

A su lado, sobre el colchón, hay varias cosas: una caja


de marfil delicadamente tallado de aspecto antiguo, un vial
vacío y un viejo pergamino que ha llevado consigo desde que
se fue de su tierra natal, situada en un país que ya no existe y
del que me ha hablado de vez en cuando mientras paseábamos
por la playa en sus días libres.
Es su certificado de linaje, donde hay un espacio para
su esposa que solo se puede rellenar una vez.

Aunque Reno ha renunciado a muchas de las cosas


asociadas a los purasangre desde que eligió distanciarse de su
familia biológica, esta es una de las pocas pertenencias que
son importantes para él. Una que le recuerda de dónde viene y
que algún día podrá formar su propia familia.

Y esa familia, al menos el primer miembro, voy a ser


yo.

Con movimientos lentos y cuidados, mi vampiro saca


una bella daga ceremonial de la caja de marfil labrado y la
desenvaina, haciendo un corte limpio en su antebrazo que
inmediatamente comienza a sangrar, y luego llena el vial con
su sangre hasta la mitad.

—Mi sangre te ofrezco libremente para atarme a ti en


la vida y en la muerte —recita con voz enronquecida—.
Compañera, igual, esposa, amante y amiga. A ti te elijo para
enlazar mi alma y mi cuerpo en el sagrado vínculo del
emparejamiento.
El corte sana inmediatamente después de que él recite
su parte sin dejar ni rastro. Yo, tragando saliva, extiendo el
brazo y cojo la daga, sabiendo que tengo que hacerlo yo
misma.

El corte no es tan limpio como el suyo, pero la sangre


mana igualmente y él pone el vial bajo el mismo y llena la otra
mitad mientras yo recito las mismas palabras que ha dicho mi
Reno. Tras lo cual él lame la herida hasta que su saliva y su
magia la hacen desaparecer.
—Mi sangre te ofrezco libremente para atarme a ti en
la vida y en la muerte. —Aspiro una bocanada de aire y trato
de contener la ilusión y las malditas mariposas, que están
revolucionadas. Ni siquiera he sentido el dolor del corte—.
Compañero, igual, esposo, amante y amigo. A ti te elijo para
enlazar mi alma y mi cuerpo en el sagrado vínculo del
emparejamiento.

Reno me dedica la sonrisa más bonita que he visto en


toda mi vida, que se une a la larga lista de sonrisas perfectas
(todas y cada una de ellas) que le he visto hacer, y bebe un
sorbo del vial de sangres mezcladas antes de ofrecérmelo a mí.
Esta no es una ceremonia de conversión cualquiera,
sino una de emparejamiento. Las conversiones normales no se
llevan a cabo en pelotas ni son algo tan íntimo. Pero la nuestra
no es común.

Bebo del vial procurando no hacer una mueca cuando


el sabor óxido de la espesa sangre llena mi boca y noto un
tintineo bajarme por la garganta y asentarse en mi estómago.

E instantes después mi cuerpo arde como si mis venas


se hubieran prendido fuego.

—¡Joder! —gimo, más por la impresión que me causa


la sensación que de dolor.

—Tranquila, Rocío. Pasará en unos segundos —me


recuerda Reno acunando mi cara con sus grandes manos.

Me lo ha advertido varias veces durante estos días,


pero no es lo mismo saberlo que sentirlo en carne propia.
Con la respiración agitada, pongo mis manos sobre las
suyas y espero a que la sensación de ardor, que es seguida por
una de vértigo intenso, disminuya.

La sangre de Reno no es una sangre cualquiera, así que


es normal que las reacciones de mi cuerpo sean más intensas
(eso me dijo Seyfer también), pero aun así sentir cómo tu
cuerpo se constriñe y luego se dilata como un corazón, a pesar
de que sabes que es una mera sensación y de que físicamente
los cambios son más internos que algo visible, es
espeluznante.

Por suerte, pasa antes de lo esperado gracias al


tratamiento de Seyfer, así que cuando termina me agradezco a
mí misma el no haber caído en la tentación de saltarme la
estricta dieta de comida pavorosa (nunca volveré a comer
corazón de pescado crudo, me recuerdo con alivio).

—Ya está —susurra Reno besando mi rostro cubierto


de sudores fríos y acunando mi cabeza sobre su pecho.
Yo me esfuerzo en volver a respirar de manera más
coordinada y en controlar un poco los pinchazos de mis tripas
y poco a poco el dolor se va esfumando de mi organismo,
dejándome con una sensación de ligereza inesperada.

Soy consciente de que durante las próximas semanas


voy a tener episodios similares a este mientras mi cuerpo
cambia, pero ahora que he pasado por el más fuerte de todos
ellos ya no me preocupa.
—Ha pasado —le digo a Reno, sorprendida por lo
enronquecida que está mi voz.
Él me besa en los labios con suavidad y me acaricia la
espalda hasta que estoy completamente relajada.
Y entonces empieza la parte divertida.
La lujuria de la noche de bodas.
Capítulo 48

Los besos de Reno siempre me hacen sentir como si todo mi


cuerpo estallara en fuegos artificiales diminutos.
Los adoro. Los codicio. Los atesoro y los amo tanto
como él me ama a mí, porque me besa de tal forma que siento
que todo ese amor lo vuelca en cada caricia de su lengua, cada
dulce mordisco de sus dientes, cada succión, cada jugueteo y
cada ardiente exploración del sabor de nuestras bocas al unirse
como un solo ser.
Son tan bellos, tan apasionados aun cuando me devora
la boca con lenta devoción, que cada vez que nos besamos
desearía no necesitar aire para poder vivir porque no quiero
que acaben nunca.
—Eres tan jodidamente perfecta, Rocío… —gruñe mi
emparejado con fiera pasión contra mis labios, respirando con
pesadez y descendiendo su boca para mordisquear mi
mandíbula—. Tan absoluta y malditamente hermosa…
Vuelvo a sentir esas maravillosas mariposas que
aletean a mil por hora por todo mi cuerpo, ya no solo en mi
vientre, con un júbilo incomparable que hace que mi sangre
sea felicidad destilada en mis venas.
—Cuando quieres puedes ser muy dulce —sonrío con
ánimos de bromear, pero tocada hasta lo más hondo por esos
momentos de cruda honestidad en los que Reno me deja ver su
alma sin tapujos.
En los que no teme que nadie juzgue lo que siente,
como le pasa siempre conmigo.

He notado que con los demás es más frío, más distante,


un hombre algo gruñón cerrado a cal y canto que apenas deja
que nadie se le acerque, pero conmigo siempre es cálido,
dulce, cercano y sincero. Y los demás, en estas semanas que
llevamos viviendo juntos en Inferno, también se han dado
cuenta de ese contraste.

Y, por supuesto, siendo como son una gran familia de


tocapelotas, como Reno los llama en tono exasperado pero con
un deje de cariño presente en su voz cuando lo dice, las
bromas al respecto no han dejado de lloverle hasta que él los
ha amenazado con darles una tunda en el campo de
entrenamiento para que se callen la boca al respecto.

No me había reído tanto en mucho tiempo. La relación


que comparten es lo que siempre he imaginado que sería con
los hermanos que nunca he tenido. Y sospecho que ellos lo
saben y que así es como se sienten con respecto a los demás.

Reno, soltando un gruñido, coge los objetos de la


ceremonia de emparejamiento y conversión y los deja sobre
una de las mesitas, y luego me agarra de las caderas y nos
tumba sobre la enorme cama hasta que estamos de lado y
frente a frente.
—Quiero hacerte el amor lentamente, pero me temo
que eso tendrá que esperar hasta luego —declara roncamente
—. Necesito estar dentro de ti cuanto antes, esposa.
—Dios, vuelve a llamarme así —suplico de manera
emocionada cuando le oigo llamarme esposa.
Él se ríe quedamente y deposita un suave beso sobre
mis labios.
—Esposa —susurra contra ellos, y cuela un muslo
entre los míos hasta que mis piernas están a ambos lados de la
suya y su erección presiona goteante contra mi vientre—.
Rocío, mi esposa. Mi emparejada. Mi eternidad.

—Qué romántico eres —suspiro, acariciando sus


abdominales con reverencia.
—Solo contigo, cariño —me dice él, poniendo dos
dedos bajo mi barbilla para arquear mi cabeza y pasar su
lengua por mi cuello—. Únicamente contigo. Nadie más sería
capaz de hacerme sentir esto.
Reno vuelca toda su atención sobre mi cuerpo,
acariciando y masajeando cada ápice de mí desde los pies a la
cabeza y finalmente guiando sus caricias hacia mi zona más
íntima, a la que dedica especial atención.

Gimo por las intensas sensaciones de gozo que me


causan su lengua y sus manos sobre la sensible piel de mi sexo
y me estremezco cuando su lengua le hace el amor a mi
húmedo canal hasta que mis jugos gotean por su barbilla.

Entonces embadurna uno de sus dedos con ellos tal y


como hizo la primera vez que me folló y lo introduce en mi
ano, moviéndolo en mi interior al mismo ritmo que su lengua
se mueve sobre mi centro.

—Algún día —murmura con gusto relamiéndose los


labios y cerrándolos sobre mi clítoris—, te montaré por detrás
con ganas. Pero hoy quiero tu coño, esposa.
El orgasmo estalla en cuanto le escucho decir la última
palabra, que me afecta más que de costumbre. Me arqueo y
gimo con fuerza sobre la cama mientras mi vista se tiñe de un
blanco cegador y pierdo el sentido del espacio y del tiempo
durante un instante que parece extenderse eternamente.

Cuando vuelvo a recobrar los sentidos, Reno está


sonriendo de una manera muy satisfecha. Una de esas sonrisas
que me dedica siempre que logra hacerme alcanzar el éxtasis,
tan jodidamente arrogantes y sexis.

—Creo que la idea te gusta, esposa —ronronea, ufano.

Será cabrón. Sabe muy bien cómo usar sus armas. No


se le escapa nada.

Me río y enredo las manos en su corto pelo negro


azabache, presionando su cara contra mi centro.
—Todavía no has acabado, maridito mío.

Ese lado de mí que saco cada vez más a la luz, tan


marimandón, le pone a mil y lo sé. El efecto que tiene es
instantáneo. Sus ojos carmesíes se encienden con llamaradas
anaranjadas y brillantes que relucen como hogueras
hambrientas en mitad de la penumbra de la habitación.
—Como mi reina desee —gruñe con voz poderosa y
sumisa a la vez.

Dios, cómo me pone este hombre, me estremezco,


jadeante y sudorosa.

Reno cumple con lo que le pido con gusto, ávido de


cumplir con cada uno de mis deseos como si yo realmente
fuera su reina y él mi más querido guardián y consorte, y pasa
los siguientes minutos demostrándome lo que es capaz de
hacer con esa boca y esas manos suyas hasta que me corro de
nuevo con fuerza. Los espasmos de mi cuerpo tardan en morir
esta vez, y para cuando estoy plenamente funcional, él me está
moviendo de nuevo, poniéndome de costado otra vez,
plegando una de mis piernas contra mi vientre y subiendo la
otra a su hombro para poder penetrarme poniéndose de rodillas
sin perder de vista mi rostro, como le gusta.

Dice que mis expresiones, sonidos y gestos de placer


son lo que más disfruta del sexo.

Y yo no me quejaré nunca por ello, me río en silencio


para mí misma.

Aunque la risa se acaba cuando me penetra,


introduciendo su larga y gruesa longitud en mi interior hasta el
fondo y empezando a moverse con ganas una vez ve que no
hay ni rastro de incomodidad en mí.

Lo decía muy en serio cuando ha afirmado que no


planeaba hacerme el amor con lentitud. Sus embestidas son
poderosas, controladas pero apasionadas al mismo tiempo,
estableciendo un ritmo profundo y rápido que llena la
habitación del sonido de sus caderas chocando contra las mías,
de nuestros gemidos y mis gritos de puro placer.

Llegar al tercer orgasmo me deja más sensible de lo


que me gustaría una vez los segundos de éxtasis van
desapareciendo, pero Reno, tan perceptivo como siempre,
acelera sus embestidas hasta derramarse con un ronco rugido
que hace eco por toda la maldita casa como si fuera un animal.
Durante unos instantes, parece más bestia que hombre, como
suele pasarle cuando tiene orgasmos intensos.
Y eso se ha convertido en mi fetiche favorito desde que
lo descubrí. Al igual que para él lo es mi placer, para mí el
hacerle perder el control sobre su lado más oscuro de esa
forma es lo que me produce mayor satisfacción en la cama.
Me río de nuevo, feliz, jadeante y contenta, mientras
siento su semilla, caliente y fría a la vez como lo es su cuerpo,
llenarme hasta que ya no cabe más y empieza a gotear en un
reguero constante sobre la cama en cuanto él sale de mí y me
abraza con fuerza contra su pecho.
Otro de mis momentos favoritos. El estar acurrucada
así contra él tras una sesión de intenso sexo es una de las cosas
más placenteras de la vida que va mucho más allá de lo físico,
como todo lo que comparto con él.

Reno, con la respiración agitada, besa mi sien, mi pelo


y mi hombro mientras se estremece. Sus orgasmos más
intensos suelen ser más largos que los míos, aunque sucedan
menos comúnmente, y duran a veces varios minutos. Además,
hace unas semanas me confesó que puede hasta cierto punto
controlar qué tipo de orgasmos quiere: los menos intensos o
los más primarios, como este.
Distinguirlos es algo que he aprendido a hacer con el
tiempo. No sabía nada de esto las primeras veces que nos
acostamos juntos, pero cuanto más sé de él y de su biología,
más fascinante e increíble me parecen las diferencias y las
similitudes entre nosotros.
Aunque yo también puedo ser contada entre los
vampiros a partir de ahora, los convertidos y los purasangre
siguen teniendo diferencias que son evidentes ante los sentidos
de otros paranormales.
Le devuelvo los besos con ternura sobre cada trozo de
piel desnuda que puedo alcanzar en esta postura y cuelo una
mano por entre nuestros cuerpos, haciéndole jadear cuando
masajeo su pene semierecto con movimientos suaves,
sabiendo que está sensible pero que a veces le gusta esa
mezcla de dolor y placer que obtiene cuando lo hago y que
este es uno de esos momentos.

Si bien suele preferir quedarse dentro de mí hasta que


las sensaciones disminuyen, en ocasiones le apetece más salir
y acurrucarse piel con piel contra toda la extensión de mi
cuerpo como ahora. Y esas veces aprovecho para tantear el
terreno y saber si quiere que lo toque o no, ya que no suele
responderme vocalmente cuando le pregunto.

Está muy perdido en su lado más salvaje, más


instintivo, más primario, cuando cede al éxtasis más primitivo.
En cuanto nuestros cuerpos se hayan recuperado, cosa
que no tardarán en hacer, haremos el amor de nuevo, esta vez
mucho más lentamente.
Y quizá le pida que cumpla su promesa de darme sexo
anal.
—¿Quieres morderme? —pregunto sensualmente
lamiendo la comisura de sus labios.

—Sí, joder. Sí —jadea él, estremeciéndose de nuevo.


Arqueo el cuello y Reno hunde sus colmillos en él con
gusto, gimiendo cuando mi sangre llena su boca y baja por su
garganta, y descubro que la conexión que se establece entre
nosotros cuando hace eso es muy diferente de cuando yo era
humana.
—Madre mía —gimoteo, presa de la ola de placer,
diferente a la de un orgasmo pero similar al mismo tiempo,
que me recorre por entero.

—Muérdeme —ordena Reno separando sus labios


unos segundos y lamiendo la herida hasta que esta se cierra
dejando solo una marca que desaparecerá con el tiempo tras de
sí.
Miro su piel y, en cuanto lo pienso, siento mis encías
palpitar y mis colmillos alargarse. Clavo mis dientes en su
hombro y él los suyos en la coyuntura que hay entre mi cuello
y mi clavícula, y bebemos el uno del otro, creando una
conexión que es doblemente intensa y que nos eleva hasta
niveles de placer que van más allá de lo que jamás había
esperado o imaginado poder sentir.
Cuando Reno se separa de mí y me toma de la barbilla
para que haga lo mismo, cambiándonos de postura para poder
penetrarme con mayor facilidad, gimoteo por la pérdida de ese
vínculo, sintiendo su esencia y su poder dentro de mí,
fluyendo en mis venas, en mis pulmones y en mi corazón.

—Muérdeme de nuevo ahora —ordena mi purasangre


con voz autoritaria y oscura.
Y obedezco, bebiendo de él mientras Reno se mueve
en mi interior y pensando que voy a morir de placer por los
poderosos efectos que el acto tiene sobre mi cuerpo y sobre mi
mente.

No me extraña que él sea tan adicto a morderme


mientras follamos. ¡Joder!, grita mi cerebro mientras me oigo
emitir sonidos de placer y siento a Reno acariciar mi cuerpo
mientras me monta cada vez con más fuerza, quedándose en
mi interior cuando al fin ambos alcanzamos el orgasmo al
unísono.

Casi pierdo el conocimiento, pero en el último instante,


cuando estaba perdiendo el control de mi mente, me aferro a
nuestro vínculo y a su cuerpo y logro permanecer consciente
hasta que el orgasmo primario que me domina a mí también va
disminuyendo en potencia.
Reno elige quedarse dentro de mí hasta que derrama la
última gota de su semen dentro de mi canal, y juro que la
sensación de tenerle dentro de tantas maneras diferentes, en la
sangre, en el vientre y en el alma, es lo más hermoso y lo más
poderoso que existe en el jodido universo.

—¿Estás bien, cariño? —me pregunta en tono


preocupado apartándome los mechones de pelo húmedos de la
cara—. Tal vez ha sido demasiado pronto para ese tipo de
sexo. El vínculo…
—Ha sido lo más increíble que he experimentado
nunca —le interrumpo, todavía presa de los estremecimientos
—. ¿Es esto lo que sientes tú cuando te dejas llevar por tu lado
primario?
Él sonríe con alivio y apoya su frente contra la mía,
sujetándose con los antebrazos a cada lado de mi cabeza para
no aplastarme con el peso de su musculoso cuerpo.
—Sí.

—Entonces —emito un sonido ahogado, agudo y


desinhibido—, no me extraña que solo lo hagas de vez en
cuando. Es adictivo.
Él suelta una sonora carcajada y el ver su rostro
dulcificado por esa alegre felicidad suya le hace cosas
extraordinarias a mi alma.
—¿Quieres que probemos luego lo del sexo anal? —
pongo en palabras la idea que se me ha quedado en la cabeza.

Él entorna los párpados. Sus ojos vuelven a su habitual


color rojo carmesí y me miran con un hambre lánguido y
tierno.

—Si tú quieres —me sonríe—. Pero antes creo que nos


toca uno de esos largos baños de agua caliente en el jacuzzi
que tanto nos gustan, ¿te parece?

Mi sonrisa es diez millones de vatios más potente que


el sol.
—Me parece.

Reno se separa de mí con cuidado y se pone de pie a un


lado de la cama, inclinándose para cargarme en sus brazos
cuando me incorporo para seguirle y haciéndome soltar una
carcajada cuando corre hacia el baño, situado junto al vestidor
que hay al otro lado del pasillo, justo en frente del dormitorio
principal.

Cuando me sienta en el taburete mientras llena la


bañera de agua caliente y mis aceites esenciales favoritos,
aprovecho para observarle en silencio, admirando su cuerpo,
su aire inusualmente despreocupado y su evidente felicidad.

Estoy en casa, pienso con regocijo, en paz conmigo


misma y sintiendo que este es el lugar y el compañero perfecto
para mí.
Al fin he encontrado mi lugar en este vasto y complejo
mundo, y no podría haber imaginado nada mejor que esto.
Nada mejor que él.
Así que gracias, universo, por haberme guiado hasta
él.

Y gracias, corazón mío, por no haberte rendido nunca,


ni siquiera durante esos momentos tan oscuros en que no veías
salida alguna para nuestra situación.

Gracias por ser valiente.


Gracias por elegir vivir.
Capítulo 49
EPÍLOGO

Un año más tarde…

Mi vida como vampiresa se convierte rápidamente en mi


nueva normalidad.
El cambio de dieta no es tan impactante como siendo
adolescente solía imaginarme que pasaría si algún día me
convirtieran.
Solo tengo que tomar sangre una o dos veces al mes, y
aunque existen sucedáneos de diferentes marcas que ya no
hacen necesario el consumo de sangre real, Reno es quien
suele alimentarme siempre, del mismo modo que yo suelo
alimentarle a él los días en los que tiene hambre.

Pensábamos que tal vez perdería el color de sus ojos


carmesíes al alimentarse de mí, dado que suelen ser el efecto
de un purasangre que solo se alimenta de otros vampiros, pero
en su caso no ha sido así.
Posiblemente porque a diferencia de otros purasangre,
muchos de los cuales se llaman a sí mismos así cuando hay
tres generaciones de padre y madre vampiros en su linaje de
manera consecutiva (a pesar de que puede que haya alguna
que otra especie en su genética anterior a ello), Reno
desciende únicamente de vampiros y nada más.
Por eso, en un mundo tan vasto y multirracial como
este, su sangre es algo realmente escaso y único.

Mi única pega es que no he desarrollado esos poderes


de bruja que tanto quería, más allá de una pequeña capacidad
para predecir cosas irrelevantes, como qué clima hará mañana
o si esa noche saldremos o no a cenar por sorpresa.
—¿En qué piensas? —Reno interrumpe mis
pensamientos y se coloca tras de mí, como le gusta hacer
cuando me ve de pie contemplando el paisaje frente a la
barandilla de piedra de una de las terrazas de nuestro hogar.
—En ti —respondo recostándome contra su pecho y
aspirando el aire salado del mar.

El sonido de las gaviotas y de las olas siempre logra


relajar mi mente de preocupaciones mundanas y llena de paz
mi espíritu.

Hay algo en el mar que es tan infinito y eterno como


sus olas. Algo suave a pesar de sus poderosas corrientes
subterráneas.

—En mí, ¿mmm? —murmura Reno, que se acaba de


levantar tras llegar tarde anoche de trabajar en el club, y cierra
los párpados apoyando su mejilla sobre mi coronilla como
suele hacer cuando está relajado y a gusto.

Es casi mediodía y la luz del sol, que domina los cielos


iluminando el mundo con sus cálidos colores, caldea el aire
anunciando que se aproxima el verano.

El pueblo Inferno está más bello que nunca. Las flores


adornan las terrazas, los huertos, parques y calles y el paseo
marítimo se ha llenado de gente, tanto miembros antiguos
como nuevos.
Y pronto tendrá uno más que correteará junto al resto
de los niños que alegran este maravilloso refugio de calma en
mitad de un mundo siempre en conflicto y que algún día
acudirá a la nueva escuela que Arthas ha abierto junto al nuevo
parque infantil cuando los miembros con hijos pequeños le
pidieron un lugar donde educarlos hasta que fuesen algo más
mayores y pudieran ir al instituto.
Sonrío para mí misma, disfrutando de mi pequeño
secreto un poco más.

Reno y yo hemos hablado alguna que otra vez de tener


hijos, sobre todo ahora que mi cuerpo sería capaz de aguantar
un embarazo de un purasangre, cuya sangre es demasiado
potente para que la gran mayoría de las personas sobrevivan a
intentar llevar un hijo suyo en su vientre, pero haberme
quedado encinta tan pronto tras decidir intentarlo es algo
inesperado, aunque bienvenido.
Las risas de dos de los chiquillos de los miembros del
Inferno llegan a nuestros oídos desde la playa donde juegan a
hacer castillos de arena bajo la atenta mirada de su padre antes
de la hora de comer. Vestidos con pequeños sombreros de paja,
sus pequeñas figuras rechonchas son visibles desde lo alto de
la terraza que rodea el piso de arriba de la casa.

—Los niños están particularmente risueños hoy —


comenta Reno en tono nostálgico.

La idea de ser padre le atrae más de lo que confiesa


desde que sacamos el tema durante la cena hace unas semanas.
Lo noto en su tono de voz, en su lenguaje corporal y en cómo
a veces se para unos segundos a mirar a los hijos de sus
compañeros cuando estos pasan por nuestra calle en dirección
a la playa con sus pequeños.

Acaricio sus antebrazos con suavidad y decido que se


lo diré en un rato, durante la comida, porque le conozco y en
cuanto lo haga se va a poner en plan sobreprotector. Ya se ha
leído todo lo que ha podido encontrar sobre paternidad,
embarazos, partos, dietas especiales y un largo etcétera, que
comenta conmigo cuando cenamos juntos.

Mi día a día no es particularmente agotador. He dejado


a un lado mi trabajo en una empresa de marketing y ahora me
dedico a estudiar Bellas Artes y Diseño Gráfico como siempre
he querido hacer con la esperanza de poder diseñar libros,
desde la portada hasta la maquetación, algún día como
autónoma.

De vez en cuando, echo una mano en el diseño de la


web del club cuando Arthas o el equipo dedicado a su
administración, compuesto por Conrad, al que Reno convirtió
compartiendo con él su sangre hace casi un año, que es
actualmente el único convertido de mi esposo, y Jaeger, uno de
los hijos mayores biológicos de Laeka y Seyfer, deciden que
quieren un cambio. Y también he ayudado a diseñar
visualmente la nueva aplicación de compraventa de entradas
del club. Pero generalmente me dedico a ir a clase, ir de
compras con Lilika o pasar el día con mi prima cuando esta
viene a verme un par de veces al mes o viceversa, estudiar,
disfrutar de mi tiempo con Reno dentro o fuera del pueblo y
viajar juntos cuando él tiene un par de días libres seguidos y
nos apetece visitar otro rincón del mundo.
Es una buena vida.

Y va a ser todavía mejor, aunque sé que habrá días en


los que voy a tener que ponerme firme con mis límites, cosa
que ahora se me da muy bien hacer, para que Reno frene un
poco esos instintos suyos cuando sepa que va a haber un
miembro más en nuestra pequeña familia.
—¿Reno? —llamo, decidiendo que ya lo he pospuesto
demasiado y que ya no puedo aguantar más las ganas de
compartir la noticia con él.
—¿Mmm? —responde él, distraído por lo cómodo que
está pegado a mí y por la visión de los chiquillos correteando
frente a su padre mientras este los lleva de vuelta a casa para
comer.

Me doy la vuelta dentro del círculo de sus brazos


porque quiero ver su rostro cuando se lo diga. Mis ojos
ligeramente rojizos, pero casi del mismo color marrón
chocolate de siempre, se clavan en los suyos color carmesí. No
suele llevar sus sempiternas gafas de sol cuando está en casa.
Solo cuando las luces del club le molestan en las sensibles
pupilas.

Me muerdo el labio inferior y elevo las manos para


acunar su rostro, impulsándome sobre las puntas de los pies
para besarlo con ternura.

—Creo que dentro de poco tú también tendrás que


coger algún día libre para llevar a nuestro bebé a la playa a
pasar el día, ¿sabes?

Él se me queda mirando, y entonces el rostro se le


suaviza. Es un bobo gigantón y emocional en el fondo, aunque
a los demás les parezca más terrorífico que el mismísimo
diablo.

—¿Crees que algún día eso será una realidad? —Nunca


lo había visto tan esperanzado pero inseguro sobre algo.
Pero para todo hay una primera vez.

Como el ser padres.

Le sonrío con todo el amor que siento, que es tan


infinito como el firmamento.
—No lo creo, cariño. Lo sé.

Cuando veo que sus ojos se agrandan pero que se ha


quedado en blanco, le cojo una mano y se la coloco sobre mi
vientre, todavía plano pero lleno de esperanza.

—Rocío… —su voz se quiebra en la última sílaba de


mi nombre.

Quién nos iba a decir que de los dos él sería el más


emocional con lo del embarazo.

Mi marido es tan jodidamente bonito…

—Vas a ser padre en unos meses, Reno Dekaris —le


anuncio sin tapujos para borrar de un plumazo esas dudas que
todavía persisten en su mirada—. Estoy embarazada. Lo he
confirmado esta mañana.
Reno se queda quieto unos segundos. Y entonces me
abraza con fuerza y suelta un sonido que jamás le había oído
hacer antes, mezcla de júbilo y maravilla.

Su risa llena cada rincón de nuestra casa y se une a la


mía en armonía.
En un impulso, mi esposo me alza entre sus brazos y se
pone a dar vueltas conmigo en la terraza, bailando un vals
improvisado que me hace reír con más ganas.

—Papá —repite sin salir de su asombro, exultado y


radiante—. ¡Vamos a ser papás!
Sé que dentro de poco empezará a hablar de retirar
todos los muebles que puedan suponer «un peligro» para un
bebé que todavía no ha nacido ni ha aprendido siquiera a
gatear y tendré que ser la parte racional y regañarle cuando
haga falta, sabiendo que siempre me escuchará aunque a veces
refunfuñe. Que se va a leer, no los mil libros de antes, sino
diez mil más. Que insistirá en ir a los cursos conmigo y se
implicará en todo aquello en lo que le pida que se implique
volcando todo su corazón en cada paso de este hermoso pero
difícil proceso, y que amará a este niño, sea quien sea y sea
como sea, como me ama a mí. De esa manera tan generosa que
hasta ahora solo compartía conmigo.

Y también sé que nuestras vidas van a cambiar, pero


que el amor y el respeto que sentimos el uno por el otro jamás
dejará de ser uno de los pilares fundamentales de las mismas.

—Te amo, Rocío —me abraza Reno, dejando de dar


vueltas cuando le preocupa que me maree por tanto
movimiento—. Joder, cuánto te amo, mujer.

Me abrazo a él sin dejar de sonreír y dejo que su


felicidad se entremezcle con la mía y llene el cálido aire de las
dulces emociones que emanan de nuestras auras.

—Yo también te amo, esposo —y, echando la cabeza


atrás para reírme de nuevo sin poder evitarlo, presa de una
alegría tan inmensa que mi piel y mis huesos no pueden
contener, añado—: Fuiste mi deseo más peligroso y ahora eres
mi realidad más extraordinaria. Y maldita sea, Reno Dekaris,
qué bien sienta el amor cuando es algo tan genuino y tan bello.

Reno me besa, falto de palabras, y yo le devuelvo el


beso volcando toda mi alma en él.
Ahora sí que sé lo que es el amor verdadero, y que nada
en el mundo puede llegar a compararse a él.
Y para mí ese amor verdadero tiene dos caras, un
nombre propio: Reno Dekaris, y otro que está por llegar que
todavía no tiene nombre ni voz, pero que ya amo con todo mi
ser y que no puedo esperar para conocer.
Capítulo 50

EPÍLOGO II
CLIEV

Unos meses después…

No queda nada en la sala de banquetes.


Ni siquiera los huesos. La gente se lo ha comido todo o
se ha quedado los cráneos de la antigua nobleza como trofeos.
—Date prisa, estúpido. Como nos vean los guardias de
los nuevos reyes nos convertirán en tartas de carne —me sisea
mi hermano Cellis.
El único otro miembro de la antiguamente poderosa
familia Detrivis que queda con vida.
—Pero no queda nada, Cellis —protesto débilmente,
agachando la cabeza en falsa sumisión.

Mi hermano mayor es más fuerte que yo y ya se ha


comido uno de mis dedos como castigo cuando me pilló
intentando matarlo mientras dormía.
Ambos somos hijos medianos de Caliostros, pero ahora
que toda nuestra familia está muerta, Cellis es el cabeza de
clan, me guste o no.
Y no me gusta. Lo detesto y pienso comérmelo en
cuanto tenga la oportunidad.

Cellis es un marimandón y un controlador.


—Busca en esas rocas de ahí —me señala con un
ademán imperativo.
—¿Y tú? —inquiero mientras camino hacia el lugar
indicado por él escalando las piedras manchadas de sangre
reseca.
Lo que el derrumbe del palacio no mató, se lo comieron
los civiles que invadieron el palacio una vez escucharon los
gritos de los supervivientes heridos y los temblores se
apagaron.
Ese día fue nombrado como el Gran Banquete. Muy
pocos nobles quedaron con vida, y poco después empezó la
Gran Guerra por la sucesión.

Ahora tenemos un rey que lleva unas semanas en el


trono y parece que va a durar más que el anterior, pero no me
fío mucho. Nadie se fía mucho. Hasta ahora ha habido trece
reyes contando a este.
Y todos han acabado huyendo o en el estómago de su
predecesor.

—No veo nada, Cellis —afirmo cuando me inclino


sobre los recovecos que hay entre las piedras, buscando restos
de huesos y cosas de valor, como joyas o monedas.
Pero como sospechaba ya no queda nada. Los
saqueadores lo han limpiado todo a conciencia, y mover las
piedras es imposible a no ser que seas un mago o tengas
maquinaria para ello. Cosa que ninguno de los dos tenemos.

—¡Sigue buscando, inútil! —me grita Cellis—. Le he


pagado nuestras últimas monedas a ese guardia descerebrado,
así que más te vale encontrar algo de valor que me llene los
bolsillos y la tripa.

No dice «nos», él nunca dice «nos». Solo «mí» o «me»


o cosas parecidas.

Rezongando entre dientes, decido arriesgarme y


meterme entre dos rocas que tienen pinta de ser inestables,
pero que quizá precisamente por eso escondan algo
interesante.

Con cuidado, Cliev Detrivis, pienso para mí mismo


obligándome a ser cauto cuando me acuclillo entre las piedras,
internándome más cerca de lo que solía ser el suelo dentro del
laberinto de rocas.

Un solo desliz y podría morir atrapado por la roca. O si


esta se inmoviliza y los guardias nos pillan aquí dentro… o si
mi hermano aprovecha mi debilidad para arrancarme un
pedazo. Ha estado quisquilloso desde hace días. Desde que
perdió gran parte de nuestro dinero en la casa de apuestas de la
ciudad.
Me quedo inmóvil cuando, al avanzar un poco más
hacia abajo buscando huecos en la roca en los que mi cuerpo,
mucho más delgado que el de mi hermano, quepa sin mucha
dificultad, las rocas se mueven de manera precaria.
Menos mal, suspiro con alivio para mis adentros,
animándome a meterme en el túnel que he encontrado cerca de
lo que sospecho que solían ser los azulejos de mármol del
suelo del palacio. Es una suerte que tenga una visión nocturna
perfecta, a diferencia de Cellis, porque puedo distinguir los
colores de las pinturas aun a pesar de lo oscuro que está aquí
abajo.
Seguro que nadie se ha metido aquí antes, me excito
cuando veo un trozo de brazo cubierto con ropajes que se
puede intuir que son caros aunque estén cubiertos de polvo y
arenilla de roca. No queda nada del mismo ya que la piel y la
carne se han podrido tras tanto tiempo aquí abajo, pero el
hueso, aun así, es valioso, ya que algunos usan los restos óseos
de la antigua nobleza para molerlos hasta convertirlos en polvo
y añadirlos como condimento a sus comidas.
Por eso se venden tan bien.

Entusiasmado por mi hallazgo y decidiendo que voy a


esconderme parte del brazo en los bolsillos y a quedarme con
el oro que saque de él para llenar mis propias tripas, decido
avanzar un poco más hasta que el esqueleto está a mi alcance.

Y entonces una de las inestables rocas cae sobre mi


tobillo y me hace gritar de dolor y de espanto.

—¡Ayuda, Cellis! ¡Ayuda! ¡Estoy atrapado! —grito con


alarma.
El hueso y el caro ropaje que hay que coger para probar
que dicho resto pertenece a un noble quedan olvidados en pro
del peligro.
Asomo la cabeza por el hueco por el que me he metido
cuando veo sombras moverse por encima y veo que se trata de
mi hermano.
—Serás estúpido —bufa con desdén—. ¿Por qué te has
metido ahí dentro? No pienso ayudarte a salir, apáñatelas tú
solo.
Y se va.

—¡Espera! —llamo, asustado, sabiendo muy bien que


es muy capaz de abandonarme. Yo haría lo mismo, al fin y al
cabo—. ¡He… he encontrado el brazo de un noble que todavía
tiene la ropa!

Espero unos segundos a que vuelva a aparecer, y lo


hace cuando ya casi había perdido la esperanza.

—¿En serio? —se entusiasma mi hermano,


seguramente imaginando los copiosos platos de comida lujosa
que podrá pedir en la taberna cuando lo venda—. ¿No me
estarás mintiendo para que te ayude?

Niego con la cabeza de manera frenética, aunque él


solo puede ver parte de mi frente y de mi nariz desde su
posición en lo alto de las piedras.

—¡No miento!
—Como baje ahí abajo a sacarte y me hayas mentido,
te comeré.

Lo dice muy en serio.

—Vale —accedo.
Refunfuñando, Cellis comienza a descender por los
recovecos y túneles verticales por los que yo he entrado antes,
pero se queda atascado cuando ya casi puedo tocarlo.

—Mierda —sisea moviéndose para intentar desasirse


de la presión de las piedras.

Estas se mueven peligrosamente y yo ahogo un grito de


pánico.

—¡Deja de moverte!

Él pone cara de malas pulgas. Se ha logrado acercar lo


suficiente como para que sus manos puedan tocar mi cuello,
así que me alejo un poco, no sea que decida estrangularme por
la rabia que le da el haberse quedado tan atrapado como yo.

—¿Y ahora qué? —espeta con la cara roja de la ira,


mirándome con una malicia que me da a entender que está
pensando en hacer precisamente lo que me había imaginado
que se le ocurriría.

—Supongo que tendremos que esperar a tu amigo el


guardia, a ver si él nos saca de aquí a cambio del brazo del
noble.

Cellis, que puede que sea más fuerte que yo pero es


mucho más tonto, se entusiasma cuando lo menciono de
nuevo.

—¿De verdad has encontrado el brazo de un noble ahí


abajo?
—Claro que sí. Ya te lo he dicho.

—Enséñamelo —ordena.

Haciendo una mueca y evitando gruñir de dolor, me


arrastro como puedo hasta estar sobre el esqueleto del que solo
sobresale un brazo y lo arranco de debajo de la roca con más
fuerza de la que pretendía cuando el ropaje se niega a
romperse. El resto del cuerpo debe de estar bajo la roca.
Oigo a mi hermano gritar cuando las piedras se mueven
de nuevo por mis acciones.
—¿Cellis? —llamo cuando el polvo y los temblores se
detienen, jadeando con fuerza, y me atrevo a asomarme al
túnel donde está mi hermano… Estaba, me corrijo cuando veo
que una gran roca ha caído desde arriba y le ha aplastado la
mitad de la cabeza.
Bueno, me digo a mí mismo con un suspiro, al menos si
el guardia tarda tendré algo de comida. Y además ya no tendré
que tolerar que me dé órdenes.
Me recuesto sobre la pared opuesta a la que tiene mi
tobillo atrapado, que muevo un poco para comprobar si puedo
soltar porque lo noto más ligero desde el último derrumbe, y
suelto un grito de alegría cuando el pie sale del hueco. Aunque
está adolorido e inflamado, así que debo de haberme roto algo.
Acunando el brazo del noble con la manga en mi
pecho, decido intentar subir de nuevo… pero no sin antes
haberme llenado la tripa un poco.
Me acerco al cadáver de Cellis con hambre, pero algo
me llama la atención. Un brillo inesperado.

Una daga, me asombro cuando la veo junto al cuerpo


de mi hermano. Debe de haber caído con la piedra que ha
aplastado a Cellis, estaría oculta bajo esta.

Es muy bonita. Tiene el mango negro y plateado con


detalle de rosas y viñas. Y me suena bastante haberla visto en
casa alguna vez. Puede que algo similar le perteneciera a
mamá, que solía coleccionar estas cosas (aunque al final
tuvimos que venderlas junto a la casa para tener algo de dinero
con el que sobrevivir).

Intrigado, cojo el arma del mango y la elevo a la altura


de mis ojos para observarla mejor.
Y el filo se tiñe de rojo cuando la sangre de mi hermano
gotea sobre él.
Grito cuando el cuerpo de Cellis estalla en una maraña
de sangre y trozos de huesos y el huracán sangriento me rodea,
sintiendo que algo tira de mí con fuerza.
Cuando abro los ojos segundos después, estoy en mitad
de un lugar extraño.

Un bosque como los que solían haber en nuestro


planeta antes de que los antiguos se cargaran la atmósfera,
deduzco, todavía mareado por tanta vuelta y tanta magia.

Pero ¿en qué dimensión estoy?


No importa, me respondo a mí mismo, mientras haya
alimento cerca, lo demás no me preocupa. No es como si le
hubiera tenido aprecio al lugar en el que nací, me encojo de
hombros mentalmente.
Decidido, giro sobre mí mismo y empiezo a cojear
hacia una dirección cualquiera.
Es hora de encontrar mi próxima comida.
Sobre la autora

T. N. Hawke ha escrito más de una veintena de novelas de


romance de diferentes géneros: paranormal, erótico, fantástico
y contemporáneo.
Sus sagas más famosas son Los Reinos de Aldamar (fantasía
épica y romance) y Los Lobos de Green Valley (romance
paranormal contemporáneo feel-good de Almas Gemelas),
aunque tiene también libros individuales y otras sagas de
fantasía en línea.
Y todos ellos están disponibles en ebook, papel y Kindle
Unlimited.
¿Te atreves a visitar los fantásticos y a veces oscuros mundos
que la autora crea para sus novelas?
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Un abrazo y feliz lectura.

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