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Tema 9: EL HOMBRE: SU REALIDAD.

a- Relatos creacionistas (Capitulos 1 y 2 del Génesis).


Gn 1,26 -2,4a
1,26: Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza; y
que le estén sometidos los peces del mar y las aves del cielo, el ganado, las fieras de la
tierra, y todos los animales que se arrastran por el suelo”.
Lo primero que llama la atención en este versículo es la ruptura del ritmo de la
narración. En los versículos anteriores Dios conmina una orden y las cosas van
apareciendo puntualmente en la existencia (Entonces dijo: “Que la tierra produzca
vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales, que den sobre la tierra frutos de
su misma especie con su semilla adentro”. Y así sucedió. La tierra hizo brotar vegetales,
hierba que da semilla según su especie y árboles que dan fruto de su misma especie
con su semilla adentro. Y Dios vio que esto era bueno.Gn 1,11-12). Pero no sucede así
para la creación del hombre y la mujer. Dios entra en una especie de deliberación al
crear: Hagamos. ¿Porque el plural? El autor usa el plural para dar a entender que el
hombre y la mujer son una creatura especial.
Esto mismo queda fuertemente subrayado en las palabras imagen y semejanza.
Con esta expresión se establece una relación entre Dios y el hombre que no se había
establecido con ninguno de los animales anteriormente creados. Al afirmar que el
hombre es imagen de Dios se destaca la relación esencial del ser humano con el Dios
trascendente, porque es esencial a la imagen la relación con la figura que representa.
En que consista ese ser imajen de Dios es un tema conflictivo, en el que corre
peligro facilmente de atribuir al texto lo que ni siquiera pasó por la imaginación del
autor. El sentido literal parece obvio y lo indican las palabras siguientes para que
domine.... El hombre es imagen, porque es lugarteniente de Dios en la creación.

1,27: Y Dios creó al hombre a su imagen;


lo creó a imagen de Dios,
los creó varón y mujer.
Llama la atencion en este versículo la reiteración del verbo creó. Tres veces en
un versículo muy breve. Tal vez con ello se quiera indicar la singularidad del acto
creador y la dignidad del ser humano.
Queda de manifiesto en este versículo la igualdad esencial entre el varón y la
mujer, en cuyas manos pone Dios el gran misterio de la reproducción de la vida
humana.

1,28: Y los bendijo, diciéndoles: “Sean fecundos, multiplíquense, llenen la tierra y


sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los vivientes que
se mueven sobre la tierra”.
La bendición de Dios atañe a la fecundidad de la pareja humana. A ella se le
confía el papel de ser cooperadores de Dios en la transmisión de la vida. Es el fin de la
sexualidad, que recibe su grandeza y dignidad de este mandato del creador.
La segunda parte del versículo acentúa el dominio sobre toda la creación. Este
dominio se relaciona en el versículo anterior con la idea de la imagen. Aquí se
fundamenta la actitud del hombre como motor de la transformación del mundo.
1,29-31: Y continuó diciendo: “Yo les doy todas las plantas que producen semilla sobre
la tierra, y todos los árboles que dan frutos con semilla: ellos les servirán de
alimento. Y a todas las fieras de la tierra, a todos los pájaros del cielo y a todos los
vivientes que se arrastran por el suelo, les doy como alimento el pasto verde”. Y así
sucedió. Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno. Así hubo una
tarde y una mañana: este fue el sexto día.
A diferencia de los versículos anteriores, en la creación del hombre y la mujer,
el calificativo con la cual se aprueba la misma es distinta a la aprobación de las demás
cosas creadas: todo era muy bueno. Esta fórmula incluye una aprobación mayor y una
mayor complacencia en lo creado.

Genesis 2, 4b- 25
Fruto de la tradición yahvista que se interroga sobre las profundidades de la vida (¿qué
sentido tiene el mal?). Crear ha sido visto como dar vida, hacer un entorno para que el
hombre exista, dar vida al hombre significa recordarle que está llamado a ser un ser
activo en el mundo, con responsabilidad y libertad. Es mostrarle al hombre que el
camino de vida será en la relación con un Tu trascendente y un tu cercano.
Este relato está construido antropocéntricamente: "... no había aún en la tierra arbusto
alguno... pues Yahvé Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que
labrara el suelo" (v.4-6). La tierra como la mujer, es vista desde la relación con el
hombre.
Yahvé Dios formó al hombre (v.7) con polvo del suelo. Sopla sobre el hombre para
infundir el aliento de la vida. Lo que define al hombre es pues, el polvo y soplo de Dios.
Es la acción de alfarero, lo cual quiere expresar la relación que existe del hombre con
Dios y con la tierra, profundamente ligado. Relación de origen viene ligada a la relación
de destino; este destino es que ha sido llamado a vivir en una profunda comunión con
Dios y con la tierra. La tierra no es un mundo hostil. Ser barro habla de esta fragilidad
v.8-17: Paraíso. Es acaso un ¿ocio contemplativo? Es más bien un lugar de trabajo.
Para el griego el trabajo es propio de los siervos; este trabajo es aquello que establece
al hombre en su condición de Señor. Cultivar la tierra y cuidarla son cosas
complementarias. Cuidar y cultivar: cuidado que es cultivar la tierra, sin caer en la
explotación de ella; disociar ambos versos hacen que el señorío no llegue al hombre.
v.16-17. Establece el estilo de relación que el hombre ha de tener con Dios, que es el
de la obediencia, el de la dependencia. Transgredir el mandato hace que el hombre
entre en la situación de la muerte. Las consecuencias del mandato son:
a. Presenta a un hombre libre, capaz de responder, capaz de negar al mismo Dios
(Gen.3).
b. Es estructuralmente capaz de desobedecer. Ese es el riesgo de Dios.
Este estilo de relación, creatura dependiente del Creador, es la única que no es
alienante, sino que hace al hombre auténtico, él mismo, sujeto capaz de responder, de
quien Dios espera respuesta.
La primera relación del hombre es la relación con Dios, según nos lo presenta este
texto. El primer diálogo que el hombre establece es un diálogo con Dios y no con la
creatura. Sin embargo Dios afirma que "no es bueno que el hombre este solo" (v.18-
20). Un tú humano, que por un lado sea semejante, pero que por otro sea diferente,
que ayude a la relación con el Tu. Relación de comunión con un semejante y un
diferente (pues para que pueda haber diálogo tiene que haber dos diferentes).
v.21: creación de la mujer. El sueño es un espacio de Revelación, donde Dios se
manifiesta. El sueño, donde el hombre no toma parte como sujeto activo, nos hace
descubrir que este regalo es un don divino, pues el hombre no puede construirse su
propio complemento. El complemento es gratuidad. Eva es sacada del costado;
algunos han pensado esto como una anticipación del nacimiento de la nueva
humanidad que nace del costado de Cristo; otros afirman con esto que el hombre
alcanza su plenitud cuando se abre, cuando se da, cuando se dona.
v.22: ésta si es carne de mi carne... Adán aprueba la presencia de un tú, aprobándose
de esta manera a sí mismo. El hombre no alcanza su plenitud sino en la medida que
acepta al otro. La mujer está llamada a ser libremente aceptada. Ser una sola carne
implica la comunión de ser entre las personas. Comunión es el camino de relación con
Dios, el hombre y la tierra.

A modo de resumen:
1- El hombre es una creatura de Dios, objeto de una creación especial, de la que
no han participado las demás creaturas.
2- Porque es creatura de Dios, tiene hacia él una relación especial de
subordinación y dependencia, porque es imagen y semejanza de su creador.
Esta dependencia está acentuada cuando Dios lo coloca dentro del jardín, para
que lo cuide y cultive, respetando en todo momento el árbol de la vida.
3- El hombre y la mujer son superiores a las demás creaturas, sin que por ello se
pueda que es dueño de ellas. Es el Creador el único dueño. El hombre es
colaborador de Dios en medio de la creación.
4- Varón y mujer reciben de Dios el encargo de multiplicarse y en el amor mutuo
constituyen la fuente de la vida humana.
5- Genesis 2 destaca el aspecto dialogal del hombre con Dios y con sus
semejantes, al mismo tiempo que la providencia y el cariño de Dios con él. La
prohibición de comer la fruta prohibida supone un ser personal, responsable y
capaz de tomar decisiones importantes.
6- La dignidad de la mujer y su igualdad con el varón quedan a salvo en las dos
narraciones, de una especial en la segunda.

b- La antropología del Nuevo Testamento.

El hombre y la mujer en el Nuevo Testamento es presentado como una


unicidad. El término psiqué (alma) comporta rasgos corporales; el Nuevo Testamento
entiende y designa la vida del hombre como una unidad indivisible. Designa el yo del
hombre y la vida misma del hombre.
¿Existe alguna oposición entre psiqué y el término soma (cuerpo)? ¿El Nuevo
Testamento de alguna manera opone el alma y el cuerpo? Podríamos resumir las
respuestas diciendo que el Nuevo Testamento NO opone alma y cuerpo, sino que
siempre aparece el hombre entero, con todas sus características espirituales y
corporales.
En los escritos paulinos aparecen los mismos términos. Una psiqué como la
fuerza vital propia de cada ser. San Pablo introduce el término pneuma (espíritu) para
designar la vida del hombre. Soma, psiqué y pneuma indican tres dimensiones del
hombre. No hay contraposición entre cuerpo y alma. Pneuma aparece como nefes.
Viene utilizado como promombre personal (2Cor.16,18; 2,13). Pneuma puede designar
al Espíritu Santo comunicado por parte de Dios (1Cor.2,10-12).
San Pablo contrapone al término pneuma el término sarx (carne), que designa
al hombre en su dimensión frágil, débil, caduca; expresa debilidad moral. Lo utiliza
para decir que el hombre es un ser inclinado al pecado.

El hombre imagen de Dios. (Cat. 356 al 361).

De todas las criaturas visibles sólo el hombre es "capaz de conocer y amar a su


Creador" (GS 12,3); es la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma" (GS 24,3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en
la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su
dignidad: «¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en
semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que
contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella; por amor
lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Santa Catalina de
Siena, Il dialogo della Divina providenza, 13).

Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad
de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y
de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la
gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que
ningún otro ser puede dar en su lugar.

Dios creó todo para el hombre (cf. GS 12,1; 24,3; 39,1), pero el hombre fue
creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación: «¿Cuál es, pues, el
ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre,
grande y admirable figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que la creación
entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la
creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su
Hijo único por él. Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el
hombre subiera hasta él y se sentara a su derecha» (San Juan Crisóstomo, Sermones in
Genesim, 2,1: PG 54, 587D - 588A).

"Realmente, el el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo


encarnado" (GS 22,1): «San Pablo nos dice que dos hombres dieron origen al género
humano, a saber, Adán y Cristo [...] El primer hombre, Adán, fue un ser animado; el
último Adán, un espíritu que da vida. Aquel primer Adán fue creado por el segundo, de
quien recibió el alma con la cual empezó a vivir [...] El segundo Adán es aquel que,
cuando creó al primero, colocó en él su divina imagen. De aquí que recibiera su
naturaleza y adoptara su mismo nombre, para que aquel a quien había formado a su
misma imagen no pereciera. El primer Adán es, en realidad, el nuevo Adán; aquel
primer Adán tuvo principio, pero este último Adán no tiene fin. Por lo cual, este último
es, realmente, el primero, como él mismo afirma: "Yo soy el primero y yo soy el
último"». (San Pedro Crisólogo, Sermones, 117: PL 52, 520B).

Debido a la comunidad de origen, el género humano forma una unidad. Porque


Dios "creó [...] de un solo principio, todo el linaje humano" (Hch 17,26; cf. Tb 8,6):
«Maravillosa visión que nos hace contemplar el género humano en la unidad de su
origen en Dios [...]; en la unidad de su naturaleza, compuesta de igual modo en todos
de un cuerpo material y de un alma espiritual; en la unidad de su fin inmediato y de su
misión en el mundo; en la unidad de su morada: la tierra, cuyos bienes todos los
hombres, por derecho natural, pueden usar para sostener y desarrollar la vida; en la
unidad de su fin sobrenatural: Dios mismo a quien todos deben tender; en la unidad de
los medios para alcanzar este fin; [...] en la unidad de su Redención realizada para
todos por Cristo (Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, 3; cf. Concilio Vaticano II, Nostra
aetate, 1).

"Esta ley de solidaridad humana y de caridad (ibíd.), sin excluir la rica variedad
de las personas, las culturas y los pueblos, nos asegura que todos los hombres son
verdaderamente hermanos.

Composición de alma y cuerpo. (Cat. 362 al 368).

La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y


espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando
afirma que "Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento
de vida y resultó el hombre un ser viviente" (Gn 2,7). Por tanto, el hombre en su
totalidad es querido por Dios.

A menudo, el término alma designa en la Sagrada Escritura la vida humana


(cf. Mt 16,25-26; Jn 15,13) o toda la persona humana (cf. Hch 2,41). Pero designa
también lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y de más valor
en él (cf. Mt 10,28; 2M 6,30), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios:
"alma" significa el principio espiritual en el hombre.

El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la "imagen de Dios": es cuerpo


humano precisamente porque está animado por el alma espiritual, y es toda la
persona humana la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el templo del
Espíritu (cf. 1 Co 6,19-20; 15,44-45): «Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma
condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que,
por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del
Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que,
por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha
sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día» (GS 14,1).

La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma
como la "forma" del cuerpo (cf. Concilio de Vienne, año 1312, DS 902); es decir, gracias
al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en
el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión
constituye una única naturaleza.

La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf.
Pío XII, Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 8) —no
es "producida" por los padres—, y que es inmortal (cf. Concilio de Letrán V, año 1513:
DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al
cuerpo en la resurrección final.

A veces se acostumbra a distinguir entre alma y espíritu. Así san Pablo ruega
para que nuestro "ser entero, el espíritu [...], el alma y el cuerpo" sea conservado sin
mancha hasta la venida del Señor (1 Ts 5,23). La Iglesia enseña que esta distinción no
introduce una dualidad en el alma (Concilio de Constantinopla IV, año 870: DS 657).
"Espíritu" significa que el hombre está ordenado desde su creación a su fin
sobrenatural (Concilio Vaticano I: DS 3005; cf. GS 22,5), y que su alma es capaz de ser
sobreelevada gratuitamente a la comunión con Dios (cf. Pío XII, Humani generis, año
1950: DS 3891).

La tradición espiritual de la Iglesia también presenta el corazón en su sentido


bíblico de "lo más profundo del ser" "en sus corazones" (Jr 31,33), donde la persona se
decide o no por Dios (cf. Dt 6,5; 29,3;Is 29,13; Ez 36,26; Mt 6,21; Lc 8,15; Rm 5,5).

El don de la sexualidad. (Cat. 369 al 373).

El hombre y la mujer son creados, es decir, son queridos por Dios: por una
parte, en una perfecta igualdad en tanto que personas humanas, y por otra, en su ser
respectivo de hombre y de mujer. "Ser hombre", "ser mujer" es una realidad buena y
querida por Dios: el hombre y la mujer tienen una dignidad que nunca se pierde, que
viene inmediatamente de Dios su creador (cf. Gn 2,7.22). El hombre y la mujer son, con
la misma dignidad, "imagen de Dios". En su "ser-hombre" y su "ser-mujer" reflejan la
sabiduría y la bondad del Creador.

Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni mujer.


Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de sexos. Pero las
"perfecciones" del hombre y de la mujer reflejan algo de la infinita perfección de Dios:
las de una madre (cf. Is 49,14-15; 66,13; Sal 131,2-3) y las de un padre y esposo
(cf. Os 11,1-4; Jr 3,4-19).

“El uno para el otro”, “una unidad de dos”

Creados a la vez, el hombre y la mujer son queridos por Dios el uno para el
otro. La Palabra de Dios nos lo hace entender mediante diversos acentos del texto
sagrado. "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada"
(Gn 2,18). Ninguno de los animales es "ayuda adecuada" para el hombre (Gn 2,19-20).
La mujer, que Dios "forma" de la costilla del hombre y presenta a éste, despierta en él
un grito de admiración, una exclamación de amor y de comunión: "Esta vez sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23). El hombre descubre en la mujer
como un otro "yo", de la misma humanidad.

El hombre y la mujer están hechos "el uno para el otro": no que Dios los haya
hecho "a medias" e "incompletos"; los ha creado para una comunión de personas, en
la que cada uno puede ser "ayuda" para el otro porque son a la vez iguales en cuanto
personas ("hueso de mis huesos...") y complementarios en cuanto masculino y
femenino (cf. Mulieris dignitatem, 7). En el matrimonio, Dios los une de manera que,
formando "una sola carne" (Gn 2,24), puedan transmitir la vida humana: "Sed
fecundos y multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1,28). Al trasmitir a sus descendientes la
vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera
única en la obra del Creador (cf. GS 50,1).

En el plan de Dios, el hombre y la mujer están llamados a "someter" la tierra


(Gn 1,28) como "administradores" de Dios. Esta soberanía no debe ser un dominio
arbitrario y destructor. A imagen del Creador, "que ama todo lo que existe" (Sb 11,24),
el hombre y la mujer son llamados a participar en la providencia divina respecto a las
otras cosas creadas. De ahí su responsabilidad frente al mundo que Dios les ha
confiado

El hombre en el paraíso. (Cat. 374 al 379).

El primer hombre fue no solamente creado bueno, sino también constituido en


la amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en torno a él;
amistad y armonía tales que no serán superadas más que por la gloria de la nueva
creación en Cristo.

La Iglesia, interpretando de manera auténtica el simbolismo del lenguaje bíblico


a la luz del Nuevo Testamento y de la Tradición, enseña que nuestros primeros padres
Adán y Eva fueron constituidos en un estado "de santidad y de justicia original"
(Concilio de Trento: DS 1511). Esta gracia de la santidad original era una "participación
de la vida divina" (LG 2).

Por la irradiación de esta gracia, todas las dimensiones de la vida del hombre
estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no
debía ni morir (cf. Gn 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gn 3,16). La armonía interior de la
persona humana, la armonía entre el hombre y la mujer (cf. Gn 2,25), y, por último, la
armonía entre la primera pareja y toda la creación constituía el estado llamado
"justicia original".

El "dominio" del mundo que Dios había concedido al hombre desde el


comienzo, se realizaba ante todo dentro del hombre mismo como dominio de sí. El
hombre estaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple
concupiscencia (cf. 1 Jn 2,16), que lo somete a los placeres de los sentidos, a la
apetencia de los bienes terrenos y a la afirmación de sí contra los imperativos de la
razón.

Signo de la familiaridad con Dios es el hecho de que Dios lo coloca en el jardín


(cf. Gn 2,8). Vive allí "para cultivar la tierra y guardarla" (Gn 2,15): el trabajo no le es
penoso (cf. Gn 3,17-19), sino que es la colaboración del hombre y de la mujer con Dios
en el perfeccionamiento de la creación visible.

Toda esta armonía de la justicia original, prevista para el hombre por designio
de Dios, se perderá por el pecado de nuestros primeros padres.
Planteo Ecológico. (Laudato si 3-14) El Hombre y la Mujer en relación con el cosmos.

Nada de este mundo nos resulta indiferente

Hace más de cincuenta años, cuando el mundo estaba vacilando al filo de una
crisis nuclear, el santo Papa Juan XXIII escribió una encíclica en la cual no se
conformaba con rechazar una guerra, sino que quiso transmitir una propuesta de paz.
Dirigió su mensaje Pacem in terris a todo el «mundo católico », pero agregaba «y a
todos los hombres de buena voluntad ». Ahora, frente al deterioro ambiental global,
quiero dirigirme a cada persona que habita este planeta. En mi exhortación Evangelii
gaudium, escribí a los miembros de la Iglesia en orden a movilizar un proceso de
reforma misionera todavía pendiente. En esta encíclica, intento especialmente entrar
en diálogo con todos acerca de nuestra casa común.

Ocho años después de Pacem in terris, en 1971, el beato Papa Pablo VI se


refirió a la problemática ecológica, presentándola como una crisis, que es « una
consecuencia dramática » de la actividad descontrolada del ser humano: « Debido a
una explotación inconsiderada de la naturaleza, [el ser humano] corre el riesgo de
destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación »[2].También habló a la FAO
sobre la posibilidad de una «catástrofe ecológica bajo el efecto de la explosión de la
civilización industrial», subrayando la «urgencia y la necesidad de un cambio radical en
el comportamiento de la humanidad», porque «los progresos científicos más
extraordinarios, las proezas técnicas más sorprendentes, el crecimiento económico
más prodigioso, si no van acompañados por un auténtico progreso social y moral, se
vuelven en definitiva contra el hombre»[3].

San Juan Pablo II se ocupó de este tema con un interés cada vez mayor. En su
primera encíclica, advirtió que el ser humano parece «no percibir otros significados de
su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso
inmediato y consumo»[4]. Sucesivamente llamó a una conversión ecológica global[5].
Pero al mismo tiempo hizo notar que se pone poco empeño para «salvaguardar las
condiciones morales de una auténtica ecología humana»[6]. La destrucción del
ambiente humano es algo muy serio, porque Dios no sólo le encomendó el mundo al
ser humano, sino que su propia vida es un don que debe ser protegido de diversas
formas de degradación. Toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone
cambios profundos en «los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo,
las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad»[7].El auténtico
desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a la persona
humana, pero también debe prestar atención al mundo natural y «tener en cuenta la
naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado»[8]. Por lo tanto,
la capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano debe desarrollarse
sobre la base de la donación originaria de las cosas por parte de Dios[9].

Mi predecesor Benedicto XVI renovó la invitación a «eliminar las causas


estructurales de las disfunciones de la economía mundial y corregir los modelos de
crecimiento que parecen incapaces de garantizar el respeto del medio ambiente»[10].
Recordó que el mundo no puede ser analizado sólo aislando uno de sus aspectos,
porque «el libro de la naturaleza es uno e indivisible», e incluye el ambiente, la vida, la
sexualidad, la familia, las relaciones sociales, etc. Por consiguiente, «la degradación de
la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana
»[11]. El Papa Benedicto nos propuso reconocer que el ambiente natural está lleno de
heridas producidas por nuestro comportamiento irresponsable. También el ambiente
social tiene sus heridas. Pero todas ellas se deben en el fondo al mismo mal, es decir, a
la idea de que no existen verdades indiscutibles que guíen nuestras vidas, por lo cual la
libertad humana no tiene límites. Se olvida que «el hombre no es solamente una
libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y
voluntad, pero también naturaleza»[12]. Con paternal preocupación, nos invitó a
tomar conciencia de que la creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos
las últimas instancias, donde el conjunto es simplemente una propiedad nuestra y el
consumo es sólo para nosotros mismos. El derroche de la creación comienza donde no
reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que sólo nos vemos a
nosotros mismos»[13].

Unidos por una misma preocupación

Estos aportes de los Papas recogen la reflexión de innumerables científicos,


filósofos, teólogos y organizaciones sociales que enriquecieron el pensamiento de la
Iglesia sobre estas cuestiones. Pero no podemos ignorar que, también fuera de la
Iglesia Católica, otras Iglesias y Comunidades cristianas –como también otras
religiones– han desarrollado una amplia preocupación y una valiosa reflexión sobre
estos temas que nos preocupan a todos. Para poner sólo un ejemplo destacable,
quiero recoger brevemente parte del aporte del querido Patriarca Ecuménico
Bartolomé, con el que compartimos la esperanza de la comunión eclesial plena.

El Patriarca Bartolomé se ha referido particularmente a la necesidad de que


cada uno se arrepienta de sus propias maneras de dañar el planeta, porque, «en la
medida en que todos generamos pequeños daños ecológicos», estamos llamados a
reconocer «nuestra contribución –pequeña o grande– a la desfiguración y destrucción
de la creación»[14]. Sobre este punto él se ha expresado repetidamente de una
manera firme y estimulante, invitándonos a reconocer los pecados contra la creación:
«Que los seres humanos destruyan la diversidad biológica en la creación divina; que los
seres humanos degraden la integridad de la tierra y contribuyan al cambio climático,
desnudando la tierra de sus bosques naturales o destruyendo sus zonas húmedas; que
los seres humanos contaminen las aguas, el suelo, el aire. Todos estos son
pecados»[15]. Porque «un crimen contra la naturaleza es un crimen contra nosotros
mismos y un pecado contra Dios»[16].

Al mismo tiempo, Bartolomé llamó la atención sobre las raíces éticas y


espirituales de los problemas ambientales, que nos invitan a encontrar soluciones no
sólo en la técnica sino en un cambio del ser humano, porque de otro modo
afrontaríamos sólo los síntomas. Nos propuso pasar del consumo al sacrificio, de la
avidez a la generosidad, del desperdicio a la capacidad de compartir, en una ascesis
que «significa aprender a dar, y no simplemente renunciar. Es un modo de amar, de
pasar poco a poco de lo que yo quiero a lo que necesita el mundo de Dios. Es
liberación del miedo, de la avidez, de la dependencia»[17]. Los cristianos, además,
estamos llamados a « aceptar el mundo como sacramento de comunión, como modo
de compartir con Dios y con el prójimo en una escala global. Es nuestra humilde
convicción que lo divino y lo humano se encuentran en el más pequeño detalle
contenido en los vestidos sin costuras de la creación de Dios, hasta en el último grano
de polvo de nuestro planeta »[18].

San Francisco de Asís

No quiero desarrollar esta encíclica sin acudir a un modelo bello que puede
motivarnos. Tomé su nombre como guía y como inspiración en el momento de mi
elección como Obispo de Roma. Creo que Francisco es el ejemplo por excelencia del
cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad.
Es el santo patrono de todos los que estudian y trabajan en torno a la ecología, amado
también por muchos que no son cristianos. Él manifestó una atención particular hacia
la creación de Dios y hacia los más pobres y abandonados. Amaba y era amado por su
alegría, su entrega generosa, su corazón universal. Era un místico y un peregrino que
vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la
naturaleza y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables la
preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la
sociedad y la paz interior.

Su testimonio nos muestra también que una ecología integral requiere apertura
hacia categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de la biología y nos
conectan con la esencia de lo humano. Así como sucede cuando nos enamoramos de
una persona, cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su
reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas. Él entraba en
comunicación con todo lo creado, y hasta predicaba a las flores «invitándolas a alabar
al Señor, como si gozaran del don de la razón»[19]. Su reacción era mucho más que
una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura
era una hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar
todo lo que existe. Su discípulo san Buenaventura decía de él que, «lleno de la mayor
ternura al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas,
por más despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas»[20]. Esta
convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional, porque tiene
consecuencias en las opciones que determinan nuestro comportamiento. Si nos
acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si
ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el
mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero
explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En
cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el
cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no
eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir
la realidad en mero objeto de uso y de dominio.

Por otra parte, san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la
naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su
hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se
conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen
visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo»
(Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto
sin cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las
admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza[21]. El
mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que
contemplamos con jubilosa alabanza.

Mi llamado

El desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de


unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral,
pues sabemos que las cosas pueden cambiar. El Creador no nos abandona, nunca hizo
marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente de habernos creado. La
humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común.
Deseo reconocer, alentar y dar las gracias a todos los que, en los más variados sectores
de la actividad humana, están trabajando para garantizar la protección de la casa que
compartimos. Merecen una gratitud especial quienes luchan con vigor para resolver las
consecuencias dramáticas de la degradación ambiental en las vidas de los más pobres
del mundo. Los jóvenes nos reclaman un cambio. Ellos se preguntan cómo es posible
que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente y en los
sufrimientos de los excluidos.

Hago una invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos
construyendo el futuro del planeta. Necesitamos una conversación que nos una a
todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y
nos impactan a todos. El movimiento ecológico mundial ya ha recorrido un largo y rico
camino, y ha generado numerosas agrupaciones ciudadanas que ayudaron a la
concientización. Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones
concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no sólo por el rechazo de los
poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes que
obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del
problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones
técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva. Como dijeron los Obispos de
Sudáfrica, «se necesitan los talentos y la implicación de todos para reparar el daño
causado por el abuso humano a la creación de Dios»[22]. Todos podemos colaborar
como instrumentos de Dios para el cuidado de la creación, cada uno desde su cultura,
su experiencia, sus iniciativas y sus capacidades.

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