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Genesis 2, 4b- 25
Fruto de la tradición yahvista que se interroga sobre las profundidades de la vida (¿qué
sentido tiene el mal?). Crear ha sido visto como dar vida, hacer un entorno para que el
hombre exista, dar vida al hombre significa recordarle que está llamado a ser un ser
activo en el mundo, con responsabilidad y libertad. Es mostrarle al hombre que el
camino de vida será en la relación con un Tu trascendente y un tu cercano.
Este relato está construido antropocéntricamente: "... no había aún en la tierra arbusto
alguno... pues Yahvé Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que
labrara el suelo" (v.4-6). La tierra como la mujer, es vista desde la relación con el
hombre.
Yahvé Dios formó al hombre (v.7) con polvo del suelo. Sopla sobre el hombre para
infundir el aliento de la vida. Lo que define al hombre es pues, el polvo y soplo de Dios.
Es la acción de alfarero, lo cual quiere expresar la relación que existe del hombre con
Dios y con la tierra, profundamente ligado. Relación de origen viene ligada a la relación
de destino; este destino es que ha sido llamado a vivir en una profunda comunión con
Dios y con la tierra. La tierra no es un mundo hostil. Ser barro habla de esta fragilidad
v.8-17: Paraíso. Es acaso un ¿ocio contemplativo? Es más bien un lugar de trabajo.
Para el griego el trabajo es propio de los siervos; este trabajo es aquello que establece
al hombre en su condición de Señor. Cultivar la tierra y cuidarla son cosas
complementarias. Cuidar y cultivar: cuidado que es cultivar la tierra, sin caer en la
explotación de ella; disociar ambos versos hacen que el señorío no llegue al hombre.
v.16-17. Establece el estilo de relación que el hombre ha de tener con Dios, que es el
de la obediencia, el de la dependencia. Transgredir el mandato hace que el hombre
entre en la situación de la muerte. Las consecuencias del mandato son:
a. Presenta a un hombre libre, capaz de responder, capaz de negar al mismo Dios
(Gen.3).
b. Es estructuralmente capaz de desobedecer. Ese es el riesgo de Dios.
Este estilo de relación, creatura dependiente del Creador, es la única que no es
alienante, sino que hace al hombre auténtico, él mismo, sujeto capaz de responder, de
quien Dios espera respuesta.
La primera relación del hombre es la relación con Dios, según nos lo presenta este
texto. El primer diálogo que el hombre establece es un diálogo con Dios y no con la
creatura. Sin embargo Dios afirma que "no es bueno que el hombre este solo" (v.18-
20). Un tú humano, que por un lado sea semejante, pero que por otro sea diferente,
que ayude a la relación con el Tu. Relación de comunión con un semejante y un
diferente (pues para que pueda haber diálogo tiene que haber dos diferentes).
v.21: creación de la mujer. El sueño es un espacio de Revelación, donde Dios se
manifiesta. El sueño, donde el hombre no toma parte como sujeto activo, nos hace
descubrir que este regalo es un don divino, pues el hombre no puede construirse su
propio complemento. El complemento es gratuidad. Eva es sacada del costado;
algunos han pensado esto como una anticipación del nacimiento de la nueva
humanidad que nace del costado de Cristo; otros afirman con esto que el hombre
alcanza su plenitud cuando se abre, cuando se da, cuando se dona.
v.22: ésta si es carne de mi carne... Adán aprueba la presencia de un tú, aprobándose
de esta manera a sí mismo. El hombre no alcanza su plenitud sino en la medida que
acepta al otro. La mujer está llamada a ser libremente aceptada. Ser una sola carne
implica la comunión de ser entre las personas. Comunión es el camino de relación con
Dios, el hombre y la tierra.
A modo de resumen:
1- El hombre es una creatura de Dios, objeto de una creación especial, de la que
no han participado las demás creaturas.
2- Porque es creatura de Dios, tiene hacia él una relación especial de
subordinación y dependencia, porque es imagen y semejanza de su creador.
Esta dependencia está acentuada cuando Dios lo coloca dentro del jardín, para
que lo cuide y cultive, respetando en todo momento el árbol de la vida.
3- El hombre y la mujer son superiores a las demás creaturas, sin que por ello se
pueda que es dueño de ellas. Es el Creador el único dueño. El hombre es
colaborador de Dios en medio de la creación.
4- Varón y mujer reciben de Dios el encargo de multiplicarse y en el amor mutuo
constituyen la fuente de la vida humana.
5- Genesis 2 destaca el aspecto dialogal del hombre con Dios y con sus
semejantes, al mismo tiempo que la providencia y el cariño de Dios con él. La
prohibición de comer la fruta prohibida supone un ser personal, responsable y
capaz de tomar decisiones importantes.
6- La dignidad de la mujer y su igualdad con el varón quedan a salvo en las dos
narraciones, de una especial en la segunda.
Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad
de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y
de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la
gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que
ningún otro ser puede dar en su lugar.
Dios creó todo para el hombre (cf. GS 12,1; 24,3; 39,1), pero el hombre fue
creado para servir y amar a Dios y para ofrecerle toda la creación: «¿Cuál es, pues, el
ser que va a venir a la existencia rodeado de semejante consideración? Es el hombre,
grande y admirable figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que la creación
entera; es el hombre, para él existen el cielo y la tierra y el mar y la totalidad de la
creación, y Dios ha dado tanta importancia a su salvación que no ha perdonado a su
Hijo único por él. Porque Dios no ha cesado de hacer todo lo posible para que el
hombre subiera hasta él y se sentara a su derecha» (San Juan Crisóstomo, Sermones in
Genesim, 2,1: PG 54, 587D - 588A).
"Esta ley de solidaridad humana y de caridad (ibíd.), sin excluir la rica variedad
de las personas, las culturas y los pueblos, nos asegura que todos los hombres son
verdaderamente hermanos.
La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar al alma
como la "forma" del cuerpo (cf. Concilio de Vienne, año 1312, DS 902); es decir, gracias
al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en
el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión
constituye una única naturaleza.
La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf.
Pío XII, Enc. Humani generis, 1950: DS 3896; Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 8) —no
es "producida" por los padres—, y que es inmortal (cf. Concilio de Letrán V, año 1513:
DS 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al
cuerpo en la resurrección final.
A veces se acostumbra a distinguir entre alma y espíritu. Así san Pablo ruega
para que nuestro "ser entero, el espíritu [...], el alma y el cuerpo" sea conservado sin
mancha hasta la venida del Señor (1 Ts 5,23). La Iglesia enseña que esta distinción no
introduce una dualidad en el alma (Concilio de Constantinopla IV, año 870: DS 657).
"Espíritu" significa que el hombre está ordenado desde su creación a su fin
sobrenatural (Concilio Vaticano I: DS 3005; cf. GS 22,5), y que su alma es capaz de ser
sobreelevada gratuitamente a la comunión con Dios (cf. Pío XII, Humani generis, año
1950: DS 3891).
El hombre y la mujer son creados, es decir, son queridos por Dios: por una
parte, en una perfecta igualdad en tanto que personas humanas, y por otra, en su ser
respectivo de hombre y de mujer. "Ser hombre", "ser mujer" es una realidad buena y
querida por Dios: el hombre y la mujer tienen una dignidad que nunca se pierde, que
viene inmediatamente de Dios su creador (cf. Gn 2,7.22). El hombre y la mujer son, con
la misma dignidad, "imagen de Dios". En su "ser-hombre" y su "ser-mujer" reflejan la
sabiduría y la bondad del Creador.
Creados a la vez, el hombre y la mujer son queridos por Dios el uno para el
otro. La Palabra de Dios nos lo hace entender mediante diversos acentos del texto
sagrado. "No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada"
(Gn 2,18). Ninguno de los animales es "ayuda adecuada" para el hombre (Gn 2,19-20).
La mujer, que Dios "forma" de la costilla del hombre y presenta a éste, despierta en él
un grito de admiración, una exclamación de amor y de comunión: "Esta vez sí que es
hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23). El hombre descubre en la mujer
como un otro "yo", de la misma humanidad.
El hombre y la mujer están hechos "el uno para el otro": no que Dios los haya
hecho "a medias" e "incompletos"; los ha creado para una comunión de personas, en
la que cada uno puede ser "ayuda" para el otro porque son a la vez iguales en cuanto
personas ("hueso de mis huesos...") y complementarios en cuanto masculino y
femenino (cf. Mulieris dignitatem, 7). En el matrimonio, Dios los une de manera que,
formando "una sola carne" (Gn 2,24), puedan transmitir la vida humana: "Sed
fecundos y multiplicaos y llenad la tierra" (Gn 1,28). Al trasmitir a sus descendientes la
vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera
única en la obra del Creador (cf. GS 50,1).
Por la irradiación de esta gracia, todas las dimensiones de la vida del hombre
estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no
debía ni morir (cf. Gn 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gn 3,16). La armonía interior de la
persona humana, la armonía entre el hombre y la mujer (cf. Gn 2,25), y, por último, la
armonía entre la primera pareja y toda la creación constituía el estado llamado
"justicia original".
Toda esta armonía de la justicia original, prevista para el hombre por designio
de Dios, se perderá por el pecado de nuestros primeros padres.
Planteo Ecológico. (Laudato si 3-14) El Hombre y la Mujer en relación con el cosmos.
Hace más de cincuenta años, cuando el mundo estaba vacilando al filo de una
crisis nuclear, el santo Papa Juan XXIII escribió una encíclica en la cual no se
conformaba con rechazar una guerra, sino que quiso transmitir una propuesta de paz.
Dirigió su mensaje Pacem in terris a todo el «mundo católico », pero agregaba «y a
todos los hombres de buena voluntad ». Ahora, frente al deterioro ambiental global,
quiero dirigirme a cada persona que habita este planeta. En mi exhortación Evangelii
gaudium, escribí a los miembros de la Iglesia en orden a movilizar un proceso de
reforma misionera todavía pendiente. En esta encíclica, intento especialmente entrar
en diálogo con todos acerca de nuestra casa común.
San Juan Pablo II se ocupó de este tema con un interés cada vez mayor. En su
primera encíclica, advirtió que el ser humano parece «no percibir otros significados de
su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los fines de un uso
inmediato y consumo»[4]. Sucesivamente llamó a una conversión ecológica global[5].
Pero al mismo tiempo hizo notar que se pone poco empeño para «salvaguardar las
condiciones morales de una auténtica ecología humana»[6]. La destrucción del
ambiente humano es algo muy serio, porque Dios no sólo le encomendó el mundo al
ser humano, sino que su propia vida es un don que debe ser protegido de diversas
formas de degradación. Toda pretensión de cuidar y mejorar el mundo supone
cambios profundos en «los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo,
las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad»[7].El auténtico
desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a la persona
humana, pero también debe prestar atención al mundo natural y «tener en cuenta la
naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado»[8]. Por lo tanto,
la capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano debe desarrollarse
sobre la base de la donación originaria de las cosas por parte de Dios[9].
No quiero desarrollar esta encíclica sin acudir a un modelo bello que puede
motivarnos. Tomé su nombre como guía y como inspiración en el momento de mi
elección como Obispo de Roma. Creo que Francisco es el ejemplo por excelencia del
cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad.
Es el santo patrono de todos los que estudian y trabajan en torno a la ecología, amado
también por muchos que no son cristianos. Él manifestó una atención particular hacia
la creación de Dios y hacia los más pobres y abandonados. Amaba y era amado por su
alegría, su entrega generosa, su corazón universal. Era un místico y un peregrino que
vivía con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la
naturaleza y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables la
preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la
sociedad y la paz interior.
Su testimonio nos muestra también que una ecología integral requiere apertura
hacia categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de la biología y nos
conectan con la esencia de lo humano. Así como sucede cuando nos enamoramos de
una persona, cada vez que él miraba el sol, la luna o los más pequeños animales, su
reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las demás criaturas. Él entraba en
comunicación con todo lo creado, y hasta predicaba a las flores «invitándolas a alabar
al Señor, como si gozaran del don de la razón»[19]. Su reacción era mucho más que
una valoración intelectual o un cálculo económico, porque para él cualquier criatura
era una hermana, unida a él con lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar
todo lo que existe. Su discípulo san Buenaventura decía de él que, «lleno de la mayor
ternura al considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas,
por más despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas»[20]. Esta
convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional, porque tiene
consecuencias en las opciones que determinan nuestro comportamiento. Si nos
acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta apertura al estupor y a la maravilla, si
ya no hablamos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el
mundo, nuestras actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero
explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos. En
cambio, si nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el
cuidado brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no
eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a convertir
la realidad en mero objeto de uso y de dominio.
Por otra parte, san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone reconocer la
naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su
hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de la belleza de las criaturas, se
conoce por analogía al autor» (Sb 13,5), y «su eterna potencia y divinidad se hacen
visibles para la inteligencia a través de sus obras desde la creación del mundo»
(Rm 1,20). Por eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto
sin cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las
admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza[21]. El
mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que
contemplamos con jubilosa alabanza.
Mi llamado
Hago una invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como estamos
construyendo el futuro del planeta. Necesitamos una conversación que nos una a
todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y
nos impactan a todos. El movimiento ecológico mundial ya ha recorrido un largo y rico
camino, y ha generado numerosas agrupaciones ciudadanas que ayudaron a la
concientización. Lamentablemente, muchos esfuerzos para buscar soluciones
concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no sólo por el rechazo de los
poderosos, sino también por la falta de interés de los demás. Las actitudes que
obstruyen los caminos de solución, aun entre los creyentes, van de la negación del
problema a la indiferencia, la resignación cómoda o la confianza ciega en las soluciones
técnicas. Necesitamos una solidaridad universal nueva. Como dijeron los Obispos de
Sudáfrica, «se necesitan los talentos y la implicación de todos para reparar el daño
causado por el abuso humano a la creación de Dios»[22]. Todos podemos colaborar
como instrumentos de Dios para el cuidado de la creación, cada uno desde su cultura,
su experiencia, sus iniciativas y sus capacidades.