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He encontrado un escrito; el primer escrito, si me apura.

Claro que no lo dictó Hammurabi ni lo


cantó un pasado, pero no existían aún. Debía ir al colegio por vez primera. Ocupa el sitio de un
ejercicio de caligrafía a medio hacer, completado con letras que aparecen para romper la rutina
de la repetición como estudio y enfocar el estudio a algo menos provechoso, con lo cual más
interesante. Me cago en el mosquito. Mirá que me he puesto la luz floja, que escribo a tientas y
me decí: “cerrá la ventana, que hay parranda y se cuelan los mosquitos y los pasodobles”; pero
hace un calor. Lo mismo sudo, con la ventana abierta a la oscuridad en un hermanamiento de
espacios. Las letras muestran lo primerizo que era, de seguro no estaba yendo a la contra,
porque estaba lo más cerca del desconocimiento absoluto que iba a estar. Menuda frasecilla la
del cicuto: que si sólo sabe una cosa, cuando debe saber otras cien y todas mal, a caso soplo yo
y no suena la trompeta lo mismo que el pajarraco. Digamos que era difícil que fuera un joven
reaccionario, y con eso acabamos la disputa y los tres tan amigos y las letras esparcidas, más
aun que si fuera de las líneas; acaso eso seria esparcimiento ordenado e intuitivo, y eso ya lo
hemos zanjado con Charlie y el ateniense. Puede leerse como una sola palabra, aunque la
combinación fonética torna el intento virtual, que nadie quiere tropezarse con la lengua y caerse
de boquilla. Los mismo son versos, la división es lo de menos. He probado cuantas conozco (lo
que no prueba nada, pues conozco peor de lo que reconozco) sin encontrar una unidad que
tenga sentido. Por qué la codena de des desiste en favor de una estruendosa onomatopeya
desconocida, ninguna letra se alinea con la otra (descartar la vertical familiar japonesa). Sin
embargo, el texto es rápido, conciso, emocionante, y sin mediar la originalidad, que ya ha habido
muchos que han escrito antes sin mensaje, pero aquí las formas dejan intuir a un mensajero o,
aun peor, un mesajeante. Lo cierto es que a falta de mensaje, parece sobre, pero lleva escrito en
la solapa la dirección lo mismo que otro cualquiera. Por qué la aletoriedad surrealista ya la predijo
alguien ochenta años después, no puede ser que yo escribiera tal cosa. Quizá la dibujé, sin saber
que las erramientas que me habían otorgado tenían una tarea asignada; pero eso es sólo si lo
tomamos por la intención, que aun así debemos analizar lo que hay, la voluntad y no la intención,
debía andar confundido de no haber leído al patilludo y así ya verás tú cuando me tope (me topé)
con Immanuel, el ceño fruncido intentando desentrañar algo de esa amalgama de palabros. De
por sí, hay letras, juntas todas, sin significado ninguno. Tal vez les diera un significado entonces,
creara un lenguaje momentáneo para comunicarme con nadie, una suerte de antilenguaje donde
los símbolos son sólo figura, máscara que no lleva nadie; que ahora expuesto en el museo que es
la memoria uno lo ve todo tras un vitrina, por mucho que se acerque. Claro que se puede vivir de
cara a la vitrina, como de cara a la pared, pero lo mismo se saca un chichón que un pasado
hecho presente incrustado en la cocorota y luego para limpiar los cristales y la vida por el suelo.
Podemos ser más prudentes, limpiar el vidrio por no las eridas, asomarnos estirando el cuello y
empañando la vista como los lentes en hinvierno. Que frío hace, si es que ni a ventana cerrada se
está bien. Lo que es estar bien es difuso, pero no le negaría una manta a nadie, ya de macramé o
de moebius, que ya me da un poco de más de qué lado andar con que caminen los dedos por el
teclado y maldita la hora en la que perdí la pluma, que cuanto tiempo para perder una sola cosa.
La idea de un futuro en mi escritura pasada me fascinaba, ya fuera a modo de mandala
proverbial, poso de café con leche o algo más novelesco como el amigo Julio. Todo era cuestión
de desentrañarlo, pero la gracia del texto estaba en lo indescifrable, en el código desconocido o
inexistente, la pequeña diferencia que justificaba mi tarea. Creo que hay combinaciones fonéticas
(si partimos de mi lengua materna) que crean un discurso interrumpido por cacofonías en una
docena de idiomas alternantes. Si eliminamos eso, que tiene un significado insignificante en la
estructura caótica, nos quedan unas pocas combinaciones consonánticas impronunciables. La
cosa es a donde ir desde aquí y cuando aceptar la derrota, cuando la infinidad de puntos de vista
nos de condena a ella de una manera u otra, el juego, el sum de la sentencia era acaso
precisamente eso: una partida en la que pierde el primero que se da cuenta de las cartas no son
más que trozos de cartulina, lo mismo que las monarquías o la plata. No hay nada transcendente
entonces, en lo material, sino en lo que está de más allá; no en el trazo de un jugador primerizo,
sino en todo lo que no quería decir pero queda a él ligado de forma indisoluble. La letra eñe no
aparece, supongo que entonces no la usaba; pero incluso eso es una suposición que niega la
afirmación, o más bien la falta de la misma, por unos lentes polvorientos. Uno ve mejor después
de limpiarse las gafas si ya no abre más los ojos, instinto que es condena, y empieza a mirar de
otra forma. Quizá el oído es la única herramienta para escuchar a un escolar muerto, claro que
está vivo en el recuerdo que erdé de mi progenie. La memoria me susurra que la mitad de los
signos usados no se correspondían con un sonido en mi cabeza empequeñecida y fragmentada,
no tenían relación directa con un fonema, pero si que guardaban una sgnificancia intuitiva que me
hizo (que le hizo, el pasado es siempre de los otros, es decir, de nadie) elegirlos entre mi catálogo.
Porque con algo lo identificaba, sino lo mismo escribo la Mencíada de Lu o el hidalgo
menardiano, vaya usted a saber la lengua que usó el último, que lo mismo es francés que es
afrancesado y te suelta un párrafo metalingüístico en íbero. Cabe plantear que las sobras, las
cacofonías periféricas que nos atañen, no sean más que una séptima lengua, que o bien no
existe o es desconocida; con lo que abría que inventarla por si alguien la reconoce y
compartimos la autoría o le cedo el descubrimiento, relegando la invención a alguien posterior.
Puede que con el tiempo, sin intención alguna, se alineen mi lenguaje y una creación ajena, lo
que crearía una interacción verdadera, un salto tras el cristal que no era sino recuerdo si uno lo ira
con los ojos cerrados, un avance a una experiencia común anterior al lenguaje de lenguas,
impresiones no de nenúfares sino de conciencias, acaso ocultas por el ir y venir, entrar al metro
para llegar al centro y darse cuenta que no es liberador, que es un sitio muy chico y soterrado
donde no caben los cuerpos ni las personas si quiera, y apenas alcanzan las ideas si tienen
significado. Claro que lo mismo pensaría Sargón de la piedrita sumeria.

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