Está en la página 1de 235

Quiero dedicar este libro a

Enrique, David, Álvaro, David Jesús,


Álex, Isaac, Marc y Paula.
Gracias porque, con el regalo de vuestras señales y
vuestros comunicados, a través de vuestros padres,
nos habéis ayudado a crecer un poquito más,
haciéndonos ver y entender que la muerte, lejos de
ser el final, es el nacimiento a la verdadera vida.
Que Dios os bendiga.
Nota editorial
Solo los que han perdido un hijo son capaces de describir el dolor
tan grande que eso representa.
Juan José ha tenido la ocasión de acercarse a esta realidad a
través de la Terapia Regresiva y con la sutileza, respeto y gran
profesionalidad que le caracteriza, ha sabido transformar momentos
de dolor y desgarro emocional de padres y hermanos en momentos
de AMOR INCONDICIONAL atemporales, en ocasiones incluso
sanando la culpa que sentían algunos progenitores.
En los relatos de los padres se percibe ese estado de alerta
amorosa, captando y alegrándose con cada señal que sus hijos les
ofrecen como diciendo «sigo aquí». Desde la comprensión de que
«un alma es eterna, no muere», nos cuentan como dichas señales
les proporcionan paz y esperanza.
Y como guinda del pastel , el mensaje de los hijos a los padres.
Lo que apacigua la pérdida, y devuelve la VIDA a los que les vieron
partir…
«... las cosas son como son y tienen que ser así, todo está bien,
estoy donde tengo que estar; estad tranquilos, que nos volveremos
a ver. Os he querido mucho y os sigo queriendo, ahora quiero a todo
el mundo.»
Una vez más, Juan José López rompe esta barrera que hay entre
la vida y la muerte y nos enseña por una rendija que EL ALMA ES
ETERNA... tan eterna como el AMOR.
Agradecimientos

No hubiese sido posible escribir este libro sin la valentía de estos


padres que —siendo poseedores de la verdad de unas vivencias
experimentadas al contactar con sus hijos en estado regresivo, así
como a través de las señales que sus hijos les han mandado y les
siguen mandando— me permiten sacarlas a la luz publicándolas en
las páginas que siguen a continuación.
Podían haber decidido no hacerlo y guardarse estas experiencias
que constituyen su verdad relativa y que les han ayudado a abrirse
al conocimiento de realidades que, con anterioridad al tránsito de
sus hijos, no contemplaban.
Pero decidieron compartirlas, con la intención de que puedan
servir como ayuda a otros padres que, como ellos, hayan pasado,
estén pasando o vayan a pasar por la misma experiencia, teniendo
que transitar por el mismo sendero por el que ellos siguen
caminando.
Por eso quiero dar las gracias a Mari Carmen y Gregorio; M.ª
Ángeles y Pablo; Paloma y Sebastián; María Jesús y José; Sonia y
Carlos; M.ª Ángeles y Ricard; Rosa y Paco; y Valentín.
Gracias a mi querida esposa, Mari Carmen, que decidió
encarnarse para ser mi compañera en esta andadura,
convirtiéndose en el motor del equipo que formamos, empujándome
y ayudándome en todos los trabajos que abordamos, intentando
evidenciar que el proceso de la muerte es solo un despertar para, de
nuevo, nacer al mundo espiritual. Gracias a mis hijas, hijos y nietos,
a los que adoro, que también decidieron encarnarse para formar la
familia que tenemos y que me hacen sentir su atención por este
trabajo que realizo.
También doy las gracias a Dios por haber puesto en mi camino
este trabajo, que me ha permitido encontrarme con numerosísimos
seres humanos de increíble calidad, a quienes tengo la suerte y el
gran honor de contar como amigos.
Y gracias a ti, amigo lector, que tienes ahora este libro en las
manos. No sé si alguien te lo ha recomendado, si tú lo has buscado
o si el libro te ha encontrado a ti, pero espero y deseo que te sirva
de gran ayuda si has pasado por la experiencia de perder un hijo.
Pero si, gracias a Dios, ese no fuera tu caso, espero que te sirva
para entender un poco más a los padres y madres que han pasado
por esa experiencia. Ellos no necesitan consejos, solo quieren ser
escuchados y respetados en su dolor y en sus vivencias.
Prólogo

M
ucho se ha escrito acerca del duelo por la pérdida de un
ser querido, un hecho al que la mayoría nos enfrentamos
en algún momento de nuestras vidas. Existen estudios
muy elaborados, distribuidos en fases y en cada fase una serie de
manifestaciones a las que supuestamente responden en intensidad
y plazo los afectados.
Intentar etiquetar un acontecimiento tan brutal, que destroza
ilusiones, proyectos de vida, y arrasa personas, es empresa difícil,
sobre todo si se tiene en cuenta la cantidad de circunstancias tan
particulares que rodean cada pérdida, así como la diversidad de
comportamientos ante la misma situación.
Si alguna vez he intentado ajustarme a las plantillas establecidas,
he comprobado que las diferencias abundan, aunque algunas son
comunes a todos los tipos de duelo y, por tanto, también al mío.
La perspectiva que me da el tiempo me permite volver sobre mis
pasos, sin retener en la memoria los detalles de cada momento,
pero con una visión muy clara del proceso.
Según yo lo he vivido, serían cuatro estados que se solapan,
ajustándose o estirándose según cada persona o caso. Los llamaré
de manera sencilla: Primero , Más tarde , Después y Finalmente .
Primero es un dolor profundo, sin consuelo posible, sufres por la
ausencia, por lo pasado, por el presente y por el futuro.
Atravesar ese desierto es la peor de las sensaciones que he
tenido en la vida, pero el proceso necesita esa vuelta del revés, ese
borrado de archivos, para entrar con la memoria vacía y rescatar un
conocimiento que tenemos olvidado.
No hay ninguna recomendación, lo sufre igual un catedrático que
un labrador sin estudios. Esas emociones no pertenecen a la
inteligencia, son cosas del alma y ahí somos iguales…, tienes que
sufrirlo sin anestesia.
Más tarde , con la herida abierta, se alternan momentos de
angustia vital por las ilusiones perdidas con otros, donde la apatía
se adueña de tu voluntad, e intentas entender, buscar explicaciones
a lo inexplicable.
Es ahora cuando, en esa búsqueda, descubres algo que ya
sabías; no eres solo lo que refleja el espejo, hay alguien más y es
solo la materia la que desaparece de nuestra visión física.
Para obtener esa fuerza extra que necesitas para enfrentarte a la
pérdida, necesitas comprender la dualidad de cuerpo y alma, es una
de las claves.
En mi caso, esa energía brotó gracias a la terapia regresiva, al
trabajo con mi conciencia expandida, con mi alma, saltando por
encima de los sentidos físicos, hasta encontrar esa zona donde la
comunicación con los ausentes es posible.
Después de ese conocimiento, con mayor o menor acierto, pude
suturar la herida, con burdos puntos que apenas lograban detener
mi dolor reciente, volviéndola a coser, una y mil veces, cada vez que
el recuerdo volvía a golpearme en el mismo sitio: en la herida.
El duelo transcurre con pasos hacia delante, pero también con
paradas importantes e incluso con algún retroceso; por ello, la
aceptación resulta ahora necesaria.
No es aceptar que tu ser querido ya no esté contigo, algo
imposible, sino aceptar que no has podido hacer nada para cambiar
su destino, es liberarte de una carga de la que nunca fuiste
responsable y que no te corresponde; y ahora, cuando quieres
ayudar a otros que sufren, es cuando tu viaje de dolor cobra sentido.
Aquí, los grupos de ayuda mutua ante el duelo son una herramienta
buena y necesaria.
Finalmente , lo que antes era un mar embravecido comienza a
calmarse, el viento amaina y el oleaje, que antes batía con furia
contra la costa, empieza a retroceder, dejando en la playa los restos
de un naufragio.
En medio de este paisaje desolado, apenas resalta la figura de un
ser humano que, tendido boca abajo, después de una lucha
desigual contra su destino, agarrado a cuantas tablas encontró en
su deriva, pero ya en tierra firme, extenuado y sabiéndose vivo, da
un repaso mental a todo lo sufrido.
Sí, a todo, porque, aunque emocionado, puede recordar sin que el
dolor le destroce el alma, ya que, en este momento, ha convertido la
ausencia en presencia eterna y amorosa.
Y toma conciencia de que en su corazón tiene un lugar para las
cosas bonitas que van apareciendo y para lo que sucedió, sin que
ello signifique olvido, que deja de ser el eje central de su vida.
Renacen las esperanzas, las ganas de vivir, las ilusiones e incluso el
amor.
La vida, que no se detuvo a esperarlo, fluye a su alrededor y de
nuevo vuelve a contar con él, y entiende que renunciar a vivir es
algo indeseable, incluso para los que ya están en el otro lado, pues
esta sensación es lo único que turba a nuestros seres queridos…,
allá donde estén.
Porque se ha hecho esta pregunta: «¿De verdad pienso que mis
seres ausentes van a desear que esté triste por ellos, que no
recupere mis ilusiones, mi amor, mis ganas de vivir y ser feliz, hasta
el día del reencuentro?», la respuesta es inmediata, el Universo te la
devuelve como un frontón.
¿Tiempo?, no hay plazos, cada uno recorre el camino a su paso,
no hay premio por llegar antes, lo que cuenta es llegar a ese estado
de ánimo que permite hacer las paces con la tragedia.
Existen herramientas para ayudar a recorrer el camino del duelo:
la terapia regresiva es una de ellas, junto a los grupos de ayuda
mutua y algunas más.
Pero lo fundamental es la actitud del doliente, su resiliencia ante
un hecho que lo va a marcar para siempre. Depende enteramente
de él hacer que esa marca se convierta en cicatriz o quede
supurando el resto de su vida.
Porque en este tránsito hay desvíos, encrucijadas y trampas,
algunos quedan en ellas y jamás se recuperan, si no son capaces,
con o sin la ayuda de otros, de reconducir su desvarío volviendo otra
vez al camino de la sanación. Son duelos equivocados, patológicos;
quienes los experimentan prefieren el sufrimiento, se niegan el
derecho a disfrutar de momentos bellos solo porque su ser querido
ya no está con ellos.
Recientemente, en la reunión anual del Grupo de Padres Primero
de Julio —al que pertenezco y al que en una ocasión tuve el placer
de impartir una charla para transmitir mi experiencia personal sobre
el duelo y el impacto que la terapia regresiva había tenido en mi
proceso—, Juan José me recordó algo que yo había dicho y que le
había quedado grabado: «El dolor de la pérdida no desaparece,
aunque sí se transforma con el tiempo».
Allí mismo lo negué, pero me quedé pensando en ello y, al
repasar los datos de aquella charla, he visto que, efectivamente, así
es como lo expresé entonces, pero hay que tener en cuenta que así
es como lo sentía en aquel momento.
Ahora, mi mensaje va un paso más allá:

El dolor no es para siempre si entiendes que la muerte no es el


final, que los que se han ido no están lejos, que solo nos han
adelantado en el tiempo y
que volveremos a estar juntos, en otro estado.

Me lo han enseñado los libros donde encontré respuestas y


aquellos en los que también aprendí aun cuando no las encontré,
las horas y horas de visionado de filmes o documentales acerca de
la vida y la muerte, las charlas, los talleres, los grupos de ayuda
mutua y mis caminatas por el monte, donde en angustiosa soledad
pude gritar al viento y maldecir mi suerte.
Pero, sobre todo, me lo ha enseñado la terapia regresiva, las
vivencias que han abierto mis canales de entendimiento; como un
árbol con las raíces bien plantadas en el terreno pero con las ramas
abiertas a cualquier conocimiento nuevo, filtrando lo verdadero de lo
fantástico, encontré las señales necesarias para orientar mis pasos,
caminando a través de mi espiritualidad hasta convertirme en un
hombre nuevo.
En este estado de consciencia, cuando el dolor por la pérdida es
más abrumador, la espiritualidad fluye sin ataduras, nuestra
percepción extrasensorial se amplía y tenemos acceso a un espacio
interior libre de creencias, prejuicios y supersticiones.
Es ahora, liberado de las capas externas, cuando abres la puerta
a lo increíble y eres capaz de captar las señales, a las que te
agarras con fuerza porque son la evidencia de lo que tanto anhelas:
que tus seres queridos, aunque invisibles, están presentes y te lo
hacen saber con sutileza.
Con todo ese collage y las señales recibidas del otro lado —esos
sutiles avisos que pasan desapercibidos al común de los mortales,
pero no a los que tienen sus emociones a flor de piel— he
construido mi relato y lo he integrado profundamente en mí.
Todo lo que he hecho en estos años —con mi tiempo, con mi
dolor, unas veces ayudando donde he podido, otras recibiendo
ayuda— desemboca en este momento en una seguridad absoluta
de que habitamos un vehículo temporal, y cuando este termina su
función, el ser verdadero, con toda la experiencia acumulada, se
funde con su YO superior para hacerse más grande, más puro…, y
eterno.
Gracias a todos los que habéis participado de mi camino, fuisteis
apoyo cuando mis fuerzas eran pocas, consuelo cuando mi ánimo
flaqueó, compañía cuando la soledad helaba mi alma y refugio
necesario cuando no podía batallar.
Con vosotros, los presentes, y con la fuerza que me trasmiten mis
ausentes, conseguí reunir la energía y la convicción necesarias para
atravesar mi desierto, ese proceso que llegó a tumbarme, pero que
finalmente, encontrado el lugar donde colocar a mis seres queridos,
estoy a punto de dejar atrás.
Valentín Lara Alcaraz
Encontrar la terapia regresiva supuso un punto de inflexión en mi
vida.
Después de la muerte de un ser querido, buscas; buscas
respuestas, buscas explicación, buscas satisfacer la ansiedad que
te crean la pérdida, la ausencia, el dolor, el vacío emocional…
En esa búsqueda, que no inicié sino a la que fui conducido,
encontré esta terapia, ¿o me encontró ella a mí? De ser esto último,
ya está bien: cincuenta años buscándome y yo sin enterarme.
Tuvo que pasar lo que pasó, la muerte de mi querido hijo Enrique,
para que la vida me condujese a una toma de conciencia tal que
cambió mi vida completamente, que me puso cabeza abajo, que me
llevó, en definitiva, al ser que ahora soy, con la terapia regresiva y
con muchas cosas más que he conocido a través de ella y al
margen de ella.
Y este conocimiento es, entre otros, el de las señales que mandan
los seres queridos que ya se han ido.
No estoy convencido, no me lo creo: simplemente lo sé. Tengo la
certeza personal —por haberla experimentado— y profesional —por
haberla vivido a través de las experiencias de otras personas, en
estado expandido de conciencia— de que lo que se relata en este
libro, recopilado por Juan José, es la realidad.
No es posible que tantas personas, sin nexos de unión entre ellas,
coincidan en vivencias similares.
No creo que el cerebro esté preparado para tener vivencias de
este tipo y asociarlas a un patrón común de forma espontánea.
Gracias, Juanjo.

Doctor Gregorio Fuertes Morales


¿Qué representa la terapia regresiva en mi duelo?
Llegué a esto que llamamos terapia regresiva por necesidad.
La vida me planteó un problema existencial y, al no saber cómo
solucionarlo, empecé a buscar.
En este camino de búsqueda encontré a una gran persona y a su
vez gran terapeuta, el doctor Juan José López Martínez, así como a
su compañera de viaje, María del Carmen Calvo Torres.
En este encontrar, empecé a descubrir que la terapia que practica
me podía ayudar. Sabía que las respuestas a mi problema no iban a
ser respondidas, pero sí me iba a ayudar a estar mejor conmigo
mismo y mejor posicionado para resolverlo.
De hecho, creo que mi problema existencial no lo solventaré
nunca; por ello, esta herramienta es muy positiva para mí, para
mantenerme cuerdo en el camino de la vida.
No voy a decir que la terapia regresiva me haya dado la vida, pero
sí me ha calmado interiormente, me ha hecho ver la tormenta… y
afrontarla con una buena herramienta, por lo que hoy sigo en un
camino por el desierto, pero no me encuentro tan perdido como
estaba antes de conectar con la terapia.
Yo llegué a la terapia regresiva por la muerte de mi hijo mayor,
Álvaro.
Mi hijo nos dejó después de padecer una enfermedad que desde
el principio supimos mortal.
Fueron veintiséis meses menos un día, desde el diagnóstico hasta
su partida.
Desde su partida, el pozo del sufrimiento y del dolor se presentó
como infinito. ¿Se puede estar mejor? Sí. ¿Se puede estar peor? Sí.
Pues yo, lo último.
Asistiendo a talleres y posteriormente al curso de terapia
regresiva —una experiencia vital impresionante que recomiendo a
cualquier persona, con problemas o sin ellos, porque es hermoso,
muy humano, el poder compartir con otras personas que no conoces
de nada tanta intensidad, tanto llanto, tanto amor…— se forma una
familia. Una de esas familias sin sangre de por medio, sin ataduras:
una familia del alma .
La terapia regresiva y la humanidad del doctor Juan José López
Martínez me han ayudado a separarme del sufrimiento, el cual es
una elección. Sigo con mi dolor…, pero, poco a poco, me va
dejando respirar sin que me duela tanto inspirar y espirar.
Por cierto, creo que no me he presentado formalmente: soy
Sebastián Camuñas, padre de dos niños estupendos: el mayor,
Álvaro, que tuvo que partir hace unos años, y el pequeño, Javier,
que es la luz que alumbra mi camino en este sendero, junto con mi
pareja, Paloma, madre de mis niños y compañera de fatigas,
sonrisas y llantos.

Sebastián Camuñas Tena


Introducción

E
n este momento de mi vida, creyendo saber algo y sabiendo
que no sé nada, creo poder afirmar, sin temor a
equivocarme, que la muerte de un hijo es una de las
experiencias más traumáticas a las que un ser humano pueda
enfrentarse.
He podido escuchar y observar a padres y madres que han vivido
la tremenda experiencia de perder a un hijo, y ver cómo, a partir de
ese momento, sus planteamientos de vida experimentan un cambio
radical y sus preferencias ya no son las mismas, lo que los convierte
en buscadores incansables de respuestas, porque no aceptan lo
sucedido y sienten que no es justo lo que ha ocurrido.
Y empiezan a buscar respuestas a muchas preguntas: ¿por qué
hay gente mala en el mundo que no se muere y se ha tenido que
morir mi hijo?, ¿por qué ha tenido que ser mi hijo?, ¿por qué Dios se
lo ha llevado?, ¿por qué Dios me lo ha quitado?, ¿y si hubiésemos
ido antes al médico?, ¿y si le hubieran hecho las pruebas antes?, ¿y
si no hubiera ido a esa fiesta?, ¿y si no hubiera ido a esa
excursión?, ¿y si…?, ¿por qué?
En su incansable búsqueda empiezan con la lectura de libros que
no sabían que existían. Libros en los que diferentes y numerosos
autores hablan de que la muerte no es el final, solamente un tránsito
en el que perdemos el cuerpo físico sin que ello impida que sigamos
vivos en el plano espiritual, y de forma inmediata se aferran a esto
como bálsamo para paliar su dolor.
Asimismo encuentran asociaciones de duelo formadas por padres
y madres que también han perdido hijos, y descubren cómo, de
forma inmediata, se sienten entendidos y comprendidos y, a su vez,
ellos también entienden y comprenden a estas personas porque
todos han pasado por lo mismo.
La primera gran lección que me enseñaron estos padres y madres
es que por mucha sapiencia y licenciaturas que tengas, por muchos
títulos que atesores, si no has pasado por la experiencia de perder
un hijo, nunca sabrás lo que ellos sienten, lo que solo te va a
permitir ayudarlos parcialmente, como observador que eres,
amándolos y escuchándolos.
Por mis años de experiencia en el estudio e investigación del
estado regresivo o estado expandido de conciencia del ser humano,
he podido constatar lo que autores que me preceden ya venían
observando; me estoy refiriendo a la capacidad que tiene el ser
humano cuando está en este estado, al que llega de forma
espontánea, de revivir en el presente hechos y acontecimientos
vividos en cualquier momento anterior a su actual presente,
remontándose incluso a experiencias que identifica como acaecidas
en cuerpos diferentes a su cuerpo actual y a las que reconoce como
vidas pasadas, en las que tiene la oportunidad de revivir la muerte
de esa vida pasada. Esto le permite descubrir que la muerte, lejos
de ser el final, es un proceso mediante el cual, al morir el cuerpo
físico, el ser que realmente somos, que llamamos alma , queda libre
para integrarse de nuevo en el plano espiritual y volver a la luz.
También he tenido la oportunidad de escuchar numerosos
testimonios de personas que han pasado por una experiencia
cercana a la muerte, y lo que me ha llamado poderosamente la
atención han sido las numerosas coincidencias que en sus
testimonios presentan con las personas que han revivido la muerte
en una vida pasada.
Del mismo modo, también he tenido la oportunidad de acompañar
a diferentes personas durante las horas o días previos a su
fallecimiento, y he podido observar cómo, estando plenamente
conscientes y orientadas y sin la influencia de fármacos, lo que
relatan en esos momentos guarda una gran coincidencia con los
testimonios de los dos grupos anteriores.
Como resultado de todo esto podemos llegar a plantearnos que la
muerte es solo un tránsito en cuyo proceso nuestra alma vuelve al
plano del que provino para ocupar este cuerpo físico, el cual, llegado
el momento, es el que solamente muere; y si nos fijamos un poco
más, podremos darnos cuenta de que toda esta información nos es
facilitada por el alma.
El ser humano en estado regresivo, además de lo expuesto
anteriormente, es capaz de entrar en contacto con esas almas que
ya han realizado el tránsito y han abandonado el cuerpo físico, y es
entonces cuando podemos darnos cuenta de que muchos de estos
seres retrasan su momento para volver a la luz pues prefieren, por
diversos motivos, continuar en este plano junto a nosotros, aunque
no los veamos y no los oigamos, por lo que muchas veces nos dan
señales para que sepamos de su presencia.
El hecho de que ya estén en la luz no les impide visitarnos de
forma frecuente ni darnos señales para que sepamos que están
entre nosotros.
Al empezar a acompañar en estado regresivo a padres y madres
que habían perdido a un hijo acaricié la equívoca esperanza de que,
si lograban contactar con sus hijos, el dolor, la ausencia y el vacío
que sentían por la pérdida estarían resueltos, pero pronto me di
cuenta de lo lejos que ese anhelo mío estaba de la realidad.
La gran mayoría de los padres y madres a los que he
acompañado en estado regresivo han podido contactar con sus hijos
e interactuar con ellos, e incluso yo mismo he tenido la gran
oportunidad de hablar con ellos cuando, utilizando la voz de sus
padres y madres, han tenido la ocasión de hacerlo.
Durante estas experiencias en estado regresivo han podido ver y
observar, y así me lo han referido, cómo sus hijos, en el momento
del tránsito, al igual que ellos, también estaban junto a su cuerpo sin
vida intentando consolarles en su dolor, diciéndoles que no pasaba
nada, que ya se encontraban bien, que ya no tenían dolores, que
hay seres de luz que los están acompañando en esos momentos,
seres entre los que, en numerosas ocasiones, reconocen a
familiares que ya habían realizado el tránsito con anterioridad.
Seguidamente, también les hablan de la luz como ese lugar al que
ellos tienen que ir o en el que ya están, definiéndolo como un
espacio en el que todo está bien, en el que nadie juzga a nadie y en
el que sienten un amor y una paz absolutamente infinitos e
indefinibles; y, llegado el momento de la despedida, expresan la
firme promesa de seguir visitando a sus padres y madres para
ayudarlos en su proceso de duelo, al igual que confirman su autoría
de las numerosas y diferentes señales que realizan de formas muy
diversas para hacer notar su presencia entre nosotros, y afirman
que cuando sus padres se reúnen con otros padres que han pasado
por la misma experiencia…., ellos también se reúnen.
Equívocamente pensé que estas maravillosas experiencias que
he recibido el regalo de presenciar serían suficientes para que esos
padres y madres salieran del dolor y el desgarro que les había
provocado la pérdida de sus hijos.
Yo no entendía —ahora sé que porque no he perdido a un hijo—
por qué no desaparecían la pena y el dolor de estos padres, a pesar
de haber vivido unas experiencias que les han permitido contactar
con sus hijos e interactuar con ellos para constatar que están vivos,
si bien en otro plano.
Pero lo entendí rápido cuando uno de estos padres manifestó su
contento por haber podido contactar con su hijo, por haber podido
escucharlo y ver que estaba en la luz: «Todo esto está muy bien —
me dijo—, y me alegro de saber que mi hijo está bien…, pero la
pérdida es la pérdida y no lo puedo abrazar».
En este punto pude darme cuenta de que hay dos caminos que,
aunque paralelos, son diferentes: uno es el del ser que ha realizado
el tránsito, que en su anhelo de ir a la luz tiene que procurar
desprenderse de los apegos emocionales; otro es el de los llamados
dolientes , que quedan en este plano y que tienen que realizar el
camino para evolucionar en su propio duelo.
Quiero expresar mi gratitud a un grupo de padres que, en estado
regresivo, han logrado contactar con sus hijos, porque me permiten
reunirme con ellos durante tres días una vez al año y esto me brinda
la oportunidad de seguir observando la evolución que van teniendo
en su duelo. Es evidente que la evolución es diferente en cada uno
de ellos, pero solo en cuanto al tiempo, porque el camino es el
mismo.
No voy a entrar aquí en la enumeración de las fases del duelo,
que ya han establecido, de forma clara y brillante, especialistas en
este tema, pero sí quisiera aportar mi granito de arena según lo que
llevo observado.
He podido comprobar cómo, desde el primer momento, estos
padres y madres quedan atrapados en su dolor preguntándose
constantemente «¿por qué?», y no hay un tiempo estándar de
permanencia en este estado, ya que puede durar desde unas pocas
semanas al resto de sus vidas.
Pero la gran mayoría, pasado un tiempo, logran desprenderse de
ese ¿por qué? , aunque no del dolor, y empiezan a enfrentarse a
una pregunta que se puede calificar como dura y que en los
primeros momentos es absolutamente imposible de plantear: ¿para
qué?
Ellos mismos se dan cuenta de que ya no hablan de la muerte,
sino de la marcha de su hijo, y cuando empiezan a asumir que su
hijo no ha desaparecido, sino que se ha marchado, empiezan a
valorar y a entender todas las enseñanzas que les impartió y todos
los momentos de felicidad que les deparó durante el tiempo que
estuvo viviendo con ellos, antes de marcharse.
Este es el momento en el que son capaces de formularse otras
preguntas: ¿para qué me ha servido la marcha de mi hijo?, ¿qué
tengo que aprender con la marcha de mi hijo?, ¿cómo han
cambiado mis planteamientos de vida desde su marcha?, ¿qué veo
ahora que antes no veía?, ¿qué valoro ahora que antes no
valoraba?…
Pero, aunque el dolor nunca desaparece, como me dicen estos
padres y madres, sí es cierto que es mucho más llevadero. Es como
si doliera de otra manera, porque ya sabemos que nuestros hijos
siguen vivos y nos lo demuestran con esa serie de señales que,
frecuentemente, nos están mandando.
Quiero expresar mi gratitud a todos estos padres y madres que
me permiten acompañarlos en su camino, que me permiten
observarlos en su evolución, por toda la enseñanza que me están
transmitiendo y por autorizarme a plasmar en este libro algunas de
las señales que están recibiendo de sus hijos.
Sé que soy incapaz de entenderos al ciento por ciento y no soy la
persona adecuada para daros ese consejo que os puede hacer falta
en un determinado momento, porque para lograr hacer eso tendría
que pagar el precio y no quisiera vivir la experiencia de que se me
marche una hija o un nieto; por eso, cuando no sabes qué decir es
mejor permanecer en silencio.
Pero sí quiero deciros que, hasta que nos llegue el momento de
marchar, tanto Mari Carmen como yo vamos a permanecer a
vuestro lado ofreciéndoos lo único que os podemos dar: nuestro
amor y, muchas veces, nuestro silencio.
Mari Carmen y Gregorio
Enrique

R
ecuerdo perfectamente la tarde de aquel día, lunes 13 de
octubre del año 2014, cuando llegó a mi consulta una mujer
absolutamente rota y deshecha diciéndome que el 31 de
octubre de 2011 su hijo, Enrique, había sido diagnosticado de un
glioblastoma multiforme y que quince meses después, el 1 de mayo
de 2013, había fallecido como consecuencia de esta enfermedad.
Siguió explicando que ella, desde el diagnóstico, había enfermado
por anorexia y depresión, que concebía ideas de suicidio, lo que se
agudizó aún más a partir de la muerte de Enrique. «Estoy atrapada
en el dolor y no paro de preguntarme ¿por qué?, necesito echarle la
culpa a alguien, al mundo, a Dios».
Seguí escuchándola durante largo tiempo, en el que continuó
llorando y repitiendo constantemente «¿por qué?». Nada de lo que
yo pudiera decirle era válido para ella. «Es que a mí me han dicho
—continuaba— que en estado regresivo se puede entrar en
contacto con los seres que han fallecido, y yo quisiera poder
contactar con mi hijo».
Le expliqué que es cierto que en estado regresivo hay personas
capaces de lograr contactar con sus seres queridos que ya han
pasado por la experiencia de la muerte, pero también le expuse que,
en esos momentos, lo que en mi opinión necesitaba era atención
psicológica o psiquiátrica que la ayudara a superar el estado en el
que se encontraba. Más adelante podríamos plantearnos lo de la
experiencia regresiva.
En los primeros meses del año 2016 fui invitado por una
asociación de duelo de la ciudad de Murcia a dar una charla sobre el
proceso de la muerte. Al finalizar este evento, Mari Carmen me
estaba esperando en la puerta y me dijo «creo que ya estoy
preparada para hacer lo que tenemos pendiente», por lo que el
martes 17 de mayo de 2016 nos vimos en la consulta. Esta
evolución de Mari Carmen me lleva a pensar en la necesidad de
poder disponer de un equipo multidisciplinar para la atención de
estos casos, formado por psicólogo, psiquiatra y un experto en
terapia regresiva. Creo que este sueño alguna vez se hará realidad.

Mari Carmen
Mari Carmen llegó a la consulta acompañada por Gregorio, quien,
por su condición de médico, venía con reservas acerca de la
posibilidad de que su esposa pudiera llegar a ese estado regresivo
del que yo hablaba y lograra contactar con su hijo Enrique. No
obstante, también es cierto que, por su condición de padre, deseaba
que esto pudiera suceder aunque no encontrara una explicación
lógica y científica. Nada de eso le iba a impedir aceptar el resultado
si este era el esperado y deseado.
Nada más cerrar los ojos, Mari Carmen manifiesta estar sintiendo
una gran tristeza que localiza en el pecho y que define como una
herida abierta y horizontal que le duele mucho y le impide respirar
bien. Al pedirle que me muestre la respiración, me dice:
—Quiero respirar, y duele tanto que intento no respirar, pero me
ahogo. Me encuentro en una cárcel oscura y húmeda, estoy en pie
con las manos agarradas a los barrotes y soy un hombre joven muy
delgado. Yo no debería estar aquí, no he hecho nada y me voy a
morir si no me sacan, me siento y meto la cabeza entre las piernas a
esperar que pase el tiempo.
Al pedirle que retroceda al principio de esta experiencia, Mari
Carmen continúa diciendo:
—Estoy en una casa muy pobre. Hay un fuego, y junto al fuego
hay una mujer que es mi madre, que al mirarla me recuerda a mi
madre en esta vida como Mari Carmen. También hay una niña
pequeña y rubia, con los ojos azules, que no me recuerda a nadie
que yo conozca en mi vida actual; también hay un niño que me
recuerda a mi hijo Enrique.
»Por la mañana salgo de casa, voy descalzo porque no tengo
zapatos, me voy al mercado, estoy paseando entre los puestos y
tengo mucha hambre. Hay una manzana amarilla en el suelo, la
agarro y le doy un bocado. Una mujer empieza a gritar: «¡al
ladrón!». Yo no me muevo porque no he robado nada, pero vienen
los guardias, me agarran y me llevan arrastrando, haciéndome daño
en la punta de los pies, hasta llegar a la cárcel. Los guardias llevan
cosas metálicas y una lanza en la mano.
»Yo nada más que agarré una manzana que estaba en el suelo,
solamente quería comer porque tenía mucha hambre, yo no soy un
ladrón, me han llevado directamente a la cárcel, pero no me han
juzgado.
»A las tres semanas llega a la cárcel un hombre mayor que yo,
con el pelo largo, los dientes estropeados y feos, los ojos pequeños
y hundidos, y se está riendo de mí.
»Este hombre me saca de la cárcel y me va empujando por una
especie de pasillo hasta que llegamos a una plaza en la que hay
mucha gente, yo siento más vergüenza que miedo porque voy
semidesnudo y se me ve el pecho, los brazos y las piernas. Este
hombre me sigue empujando para que suba unas escaleras de
madera; una vez arriba me colocan en pie sobre un cajón de
madera y otro hombre, por detrás, me pone una cuerda gruesa en el
cuello, con tres nudos gordos que se me clavan. Al momento tiran
de la cuerda, me suben y se me quiebra el cuello hacia la derecha,
mis pies están volando porque ya no están sobre el cajón.
»Pero yo no he sentido nada, estoy viendo mi cuerpo colgando y
no me duele nada».
Tras una pausa, Mari Carmen continúa:
—Estoy viendo una gran luz blanca que al principio es como un
túnel, pero no da miedo, está todo blanco. Entro en la luz y tengo
ganas de seguir hacia delante porque estoy sintiendo paz, infinito
amor, y hay muchos seres de luz. —Y llorando, continúa—: Veo
venir a Enrique, me está sonriendo, lo abrazo, siento el abrazo y me
está diciendo: «Mamá, estoy bien». Cuando venía iba todo de
blanco, pero al abrazarme lleva su ropa, me agarra de las manos y
me da mucho cariño. Hijo mío, te quiero mucho, ¿por qué te has ido
tan pronto? No me contesta, solo me sonríe, me dice que está feliz y
que ya entenderé por qué se ha marchado tan pronto. Quiero darle
otro abrazo, siento su abrazo y no lo quiero soltar.
—Pero tienes que soltarlo, se tiene que quedar en la luz y no
debes ponérselo difícil, porque el amor es libertad.
—Está mirando a su padre y quiere darle un abrazo.
—Muy bien, obsérvalo cómo lo abraza. —En ese momento,
Gregorio manifestó sentir también el abrazo de Enrique—. Mari
Carmen, fíjate en que tu hijo ya está en la luz, pero todavía hay una
parte de él que, cuando se acerca a ti, se viste como se vestía: es
posible que esa parte aún esté retenida en tu dolor. Creo que ya es
hora de que esté totalmente de blanco y se acerque a ti sin
necesidad de vestir la ropa que vestía; sucederá cuando le hagas
sentir tu aceptación de su marcha.
—Le estoy dando un beso y le toco la cara, se va andando de
espaldas y mandándome un beso… Ya se va.
***
Amigo lector, puede ser que en este momento te preguntes cómo es
posible que Mari Carmen se encuentre con Enrique en la luz, a la
que ella ha llegado después de su experiencia de muerte en una
vida pasada.
Para encontrar la respuesta a esta pregunta me tengo que remitir
a mi segundo libro, El eterno presente del Alma , en el que hago
referencia a que el Alma siempre está en su eterno presente, para
ella todo está pasando a la vez, porque para el Alma no hay tiempo
ni espacio.
En el momento en que el Alma de Mari Carmen llega a la luz,
después de abandonar el cuerpo de ese hombre joven que cuelga
de la horca, vuelve a entrar en ese estado atemporal en el que todo
está pasando a la vez y en el que no hay pasado ni futuro porque
solo existe ese presente en el que todo y todos coincidimos.
Gregorio, a pesar de su pensamiento como hombre de ciencia,
aceptó plenamente lo que acababa de presenciar y vivir, sobre todo
en el anhelo de que fuera positiva para su esposa la experiencia que
acababa de realizar, pero él, como padre y como médico, llevaba
dentro la impotencia de no haber podido curar a su hijo y el dolor de
haberlo perdido.

Gregorio
El 15 de marzo de 2017, tuve la gran suerte de poder acompañarlo
en su experiencia. Antes de cerrar los ojos comenzó a hablar:
—Cuando yo tenía cuatro años nos llevaron a los tres hermanos a
casa de unos familiares. Cuando volvimos a casa, mi padre estaba
muerto, había gente vestida de negro llorando y, como yo era el
pequeño, me puse en el regazo de mi madre, pero ya no recuerdo
nada más.
—Muy bien, ahora cierra los ojos y al contar hasta tres retrocedes
a ese día.
—Llegamos a casa, en el comedor hay muchas sillas y muchas
mujeres vestidas de negro sentadas en las sillas. Una es mi madre.
Me pongo en su regazo, me abraza y llora. —En este momento,
Gregorio comienza a llorar. Luego continúa hablando—: Siento
mucha pena y mucha tristeza, yo también estoy llorando y me
duermo.
—Muy bien, ¿qué pasa a partir del momento en que te duermes?
—Veo mi cuerpo acurrucado, a la vez que mi madre llora y se
balancea, las demás mujeres también lloran y están rezando. Yo
estoy viendo todo esto desde arriba.
—Estás fuera de tu cuerpo porque tu cuerpo está dormido y esto
te permite poder verlo desde arriba. Pero date cuenta de que el
cuerpo de tu padre también está dormido, aunque para siempre, y
esto le permite hacer lo mismo que tú estás haciendo. ¿Dónde está
tu padre?
—Mi padre está a mi lado aquí arriba, me ve y se ha dado cuenta
de que yo también lo estoy viendo. Mi padre está sonriente y me
dice «Hola, Gregorín». Sabe y entiende lo que ha pasado y se ha
dado cuenta de que solo se ha muerto su cuerpo, dice que va a
estar un poco más por aquí y después se marchará a la luz. Le doy
la mano a mi padre.
—Agarra bien la mano de tu padre y dime, aquí y ahora, ¿dónde
está tu padre?
—Está a mi lado, lleva traje negro, camisa blanca, corbata, el pelo
peinado hacia atrás y también lleva bigote. A mi hijo le pusimos su
nombre.
—Pregúntale a tu padre si está en la luz.
—Se lo pregunto, pero no me dice nada.
—¿Tú estarías dispuesto a prestarle tu voz a tu padre, durante
unos minutos, para que yo pueda hablar con él?
—Sí, claro que sí.
—Ahora me dirijo a ti, Enrique, tu hijo Gregorio te permite que
utilices su voz para poder expresarte para que yo te pueda
escuchar. Hola, Enrique, ¿cómo estás?
—Hola, estoy bien.
—¿Qué haces aquí, con tu hijo?
—No lo sé, estamos todos aquí en la casa, la familia y los
vecinos.
—¿Tú sabes por qué están en tu casa toda la familia y todos los
vecinos?
—Porque me he muerto.
—Pero en realidad estás vivo, porque ahora mismo estás
hablando conmigo, y solamente se ha muerto tu cuerpo físico.
—Sí, ya lo sé, ha sido un descanso para mí.
—Y ahora, después de haber perdido tu cuerpo físico, ¿qué es lo
que haces?
—En realidad, no hago nada, me dedico a estar aquí observando
a mi familia.
—¿Estás cada día con un miembro diferente de tu familia?
—Para mí ya no hay días y estoy con todos a la vez,
observándolos.
—Pero tu hijo Gregorio vive en Alhama de Murcia; y los otros,
¿dónde viven?
—No, mi hijo vive aquí, en mi casa; todo el mundo está en mi
casa.
—Escúchame, Enrique, tu hijo, Gregorín, ya no tiene cuatro años.
—Bueno.
—Yo te lo voy a explicar para que no estés confundido. ¿Tú estás
todavía ahí, te acabas de morir y tu cuerpo físico está aún en la
caja?
—Sí, así es.
—Pues verás, tu hijo, Gregorín, ya tiene cincuenta y siete años,
es decir, hace cincuenta y tres años que sucedió eso que tú estás
viendo; hace cincuenta y tres años que tu cuerpo físico está en la
caja porque ese es el tiempo que hace que te moriste.
—Pero ¿qué me estás diciendo?, no puede ser, yo estoy aquí con
ellos y los estoy observando.
—Escúchame, Enrique, estamos en el año 2017, tu hijo Gregorio
es médico, se casó y tuvo un niño y una niña, y al niño le pusieron tu
nombre. Todo esto ha ocurrido durante estos cincuenta y tres años.
Lo que pasa es que, a partir de perder el cuerpo físico, para
nosotros ya no hay tiempo ni espacio, ya no hay días, como tú bien
has dicho antes. Quiero que tomes conciencia de esto que te acabo
de decir, ¿tú sigues aún en tu casa?
—Sí, claro, estoy aquí.
—Pues tienes que salir de ahí, Enrique.
—¿Y adónde voy a ir?
—De eso es de lo que tenemos que hablar. Cuando perdemos el
cuerpo físico durante el proceso de la muerte, y esto ya lo tienes
claro, lo siguiente que tenemos que hacer es buscar la luz.
—¿Y qué es la luz?
—Según lo poco que yo aún sé, puedo decirte que es el lugar de
donde vinimos para nacer en el cuerpo físico y al que tenemos que
volver, una vez que perdemos el cuerpo físico, durante el proceso
de la muerte.
»También he llegado a saber que en la luz no se juzga a nadie,
que todo está bien y que vives en un estado de paz y amor infinitos.
Fíjate si será bueno que todos los que contactan con la luz se
quedan en ella; además, desde allí puedes seguir cuidando a los
tuyos.
»Todo esto es lo que te puedo decir a tu pregunta sobre qué es la
luz, pero hay algo más interesante y es que la descubras tú, ¿qué te
parece?».
—Algo está pasando, veo gente que baja, no sé de dónde, pero
están bajando.
—Bueno, obsérvalos; ¿cómo es esa gente?
—Uno es mi nieto.
—¿Y cómo sabes que es tu nieto?
—No lo sé, pero viene hacia mí. No dice nada, solo me mira y sé
que es mi nieto, por los ojos.
—Pues ese es el hijo de Gregorio, el que se llama como tú, y él
también ha perdido su cuerpo físico porque, al igual que tú, también
ha pasado por el proceso de la muerte. La única diferencia contigo
es que tu nieto ya está en la luz.
—Lo veo feliz y sonriente, resplandece mucho y tiene una mirada
especial.
—¿Te quieres marchar con tu nieto?, él sabe de la luz mucho más
que yo.
—Me está diciendo que es un sitio maravilloso, con mucha paz y
amor, al que todos tenemos que ir, donde permanecemos un tiempo
y donde todos somos uno. Me quiero ir con mi nieto.
—Antes de marcharte, pregúntale a tu nieto si estaría dispuesto a
utilizar la voz de su padre para hablar conmigo.
—Dice que sí, pero ¿yo qué hago?
—Pues salir del cuerpo de tu hijo y esperarte con esos
compañeros de tu nieto. Así, cuando terminemos, ya te vas con
todos a la luz. Pero antes de marcharte, ¿quieres decirle algo a tu
hijo Gregorio?, él te está escuchando.
—Que ha sido una lástima el que no hayamos podido convivir y
que tenía muchas esperanzas.
—Bueno, ve con los compañeros de tu nieto y que Dios te
bendiga.
En ese momento comencé a dirigirme a Enrique, el hijo de
Gregorio:
—Hola, Enrique, muchas gracias por acceder a hablar a través de
tu padre. ¿A qué se debe que te emociones?
—No soy yo quien está emocionado, es mi padre.
—¿Qué nos podrías decir de la luz?, me gustaría saber y
aprender.
—En la luz está la sabiduría, pero hay que trabajarla para lograrla,
yo aún no la tengo.
—¿Es cierto que en la luz hay como diferentes niveles?
—Sí, se puede decir así.
—¿De qué depende el poder estar en uno u otro?
—De lo que aprendemos cuando estamos encarnados.
—¿Te has dado cuenta de que está aquí tu madre?
—Sí.
—¿Quieres decirles algo a tus padres?
—Que las cosas son como son y tienen que ser así, todo está
bien, estoy donde tengo que estar; estad tranquilos, que nos
volveremos a ver. Os he querido mucho y os sigo queriendo, ahora
quiero a todo el mundo.
—Enrique, ¿tú podrías utilizar el cuerpo de tu padre para abrazar
a tu madre y que de esta manera ella pudiera sentir tu abrazo físico?
—Me gustaría hacerlo.
—Mari Carmen, acércate y permítete sentir el abrazo de tu hijo a
través del cuerpo de tu marido.
Y pasados unos minutos, en los que Mari Carmen no cesó de
llorar:
—Enrique, ¿puedes utilizar ahora el cuerpo de mamá para que tu
padre sienta tu abrazo?
—Claro que sí.
En este momento cesó el llanto de Mari Carmen y fue Gregorio
quien comenzó a llorar.
—Enrique, vuelve de nuevo al cuerpo de tu padre. ¿Tienes algo
más que decir?
—Daros las gracias por esta oportunidad que me habéis brindado.
—Enrique, ya puedes marchar a la luz con tu abuelo, gracias por
lo que nos has enseñado y que Dios te bendiga.
***
Amigo lector, es muy aleccionador el ver en esta experiencia cómo
el alma desencarnada, después de dejar el cuerpo físico, puede
quedar atrapada de forma atemporal en el presente de una vivencia,
ya que para ese ser ya no hay tiempo ni espacio. Por eso el padre
de Gregorio quedó atrapado en el día de su velatorio y lo que para
nosotros había sucedido hace cincuenta y tres años para él, en
cambio, aún estaba pasando.

Señales de Enrique
Mari Carmen
Soy Mari Carmen, madre de Enrique y Elena. Mi hijo nació veintidós
meses antes que su hermana.
Enrique llegó a nuestras vidas después de ser diagnosticada de
infertilidad, lo que, en teoría, me impedía ser madre, algo que, por
otra parte, yo deseaba ser con todo mi corazón. Tomo pues este
hecho como el primero de tantos regalos que recibí de él.
Recién cumplidos los 19 años, Enrique abandonó su cuerpo
físico, dejando en nuestras vidas la experiencia de haber tenido con
nosotros a un ángel.
Desde su nacimiento, nuestro hijo nos dio todas las alegrías que
pueden tener unos padres; y más tarde, durante su enfermedad,
también el mayor ejemplo de entereza, aceptación, humildad y valor,
que no podían venir sino de un ser especial como era él.
Desde que marchó, su presencia ha sido continua, pero elige
formas diferentes de comunicarse para su papá, para su hermana y
para mí.

Señales
La primera señal de mi hijo Enrique que fui capaz de reconocer se
dio pocos meses después de su marcha.
Como cada día, mi gran amiga, compañera y casi hermana, Mati,
fue a recogerme a casa para dar un paseo.
Su objetivo era sacarme de casa un rato y conseguir que mi
cuerpo y mi mente se alejaran un poco del dolor continuo que yo
sentía desde que se fue mi hijo.
Mati fue la primera maestra de Enrique, también es la madre de
uno de sus mejores amigos de la infancia, Pablo, y, junto a su
marido, han formado parte de nuestras vidas desde que llegamos a
vivir a Alhama de Murcia.
Siempre han estado con nosotros y, hoy, no sé cómo agradecerle
todo lo que hizo por mi familia.
Caminamos durante dos horas por los campos que rodean
nuestra localidad. Hablamos de todo un poco, pero el tema principal
era Enrique; recordábamos su niñez, anécdotas del colegio, su
carácter afable, la entereza con la que llevó la enfermedad… Mati
sabe escuchar y durante largos minutos me dejaba hablar de mi
hijo, sabía el bien que me hacía.
Ella acabó diciéndome que él seguía entre nosotros y que yo
podría llegar a sentirlo como la sentía a ella, que fuera paciente y
que tuviera la certeza de que Enrique estaba bien y que me lo haría
saber tarde o temprano, solo tenía que aprender a escucharlo y a
sentirlo.
Casi al final del paseo, Mati se acercó a un limonero y cogió un
limón. Me explicó que esa noche iba a hacer un bizcocho y que el
aroma del limón fresco le daría muy buen sabor. Acabamos nuestro
paseo hablando de limones.
Al entrar en casa encontré a mi marido en la cocina, comentamos
cómo había ido la tarde y finalmente nos abrazamos; yo comencé a
llorar.
A menos de 50 centímetros había un frutero hondo con varios
limones en su interior, ninguno de los cuales llegaba a sobrepasar el
borde del recipiente. De pronto, un limón saltó fuera del frutero y
cayó al suelo sin que hubiera habido ningún motivo físico que
provocara semejante movimiento. No daba crédito a lo que estaba
viendo.
Le conté a Gregorio la conversación que sobre nuestro hijo había
tenido con mi compañera, así como la anécdota del limón para su
bizcocho.
Me quedó clarísimo que Enrique estaba en casa con nosotros
diciéndome que esa tarde había paseado conmigo.

El número 13 marcó la vida de mi hijo, era su número favorito.


Nació un día 26 (13 + 13). Su onomástica es el 13 de junio y
marchó el 1 de marzo (1 del 3) de 2013 (13 y 13).
Su padre y dos de sus mejores amigos, Víctor y José Ramón,
llevan tatuado en su piel el número 13 en memoria de Enrique.
No sé precisar el momento en el que mi hijo decidió comunicarse
conmigo a través de este número, pero la evidencia me hace creer
que es una de sus señales.
En mi mesilla de noche hay una foto de Enrique en una de las
mejores épocas de su vida, el verano después de aprobar
selectividad, pletórico antes de entrar en la universidad.
Está en el jardín de la casa de la playa de su madrina, que fue
quien hizo la foto. Su postura es relajada y tiene una preciosa
sonrisa. Enrique en esencia, Enrique en estado puro.
Decidí que sería esta imagen de mi hijo la primera que vería cada
día al despertar y la última cada noche.
Junto a la foto hay un viejo despertador digital con números
grandes y luminosos.
Un día de los que no era capaz de tranquilizar mi alma, sin
necesidad de hacerlo, subí a mi habitación, en mi cabeza sonaba
continuamente «mamá, mamá». Allí me encontré sin saber qué
hacer, así que me senté en la cama y miré la foto de mi hijo…, al
lado, el reloj marcaba las trece horas.
Volví a mirar la foto y lo sentí allí, volví a escuchar: «Mamá,
cuando me necesites yo estaré». Mi hijo estaba consolándome, era
su voz, era él.
Volví a mirar su imagen, y Enrique me sonreía.
Desde entonces, han sido infinitas las comunicaciones a través de
este reloj; siempre que tengo esa sensación aparece sencillamente
el número trece en ese reloj, bien directamente, bien como suma de
los dígitos.
En noches eternas de desvelo, miro a Enrique y ahí está: las
03:55, 07:33, 04:27: 00:13… Infinitas combinaciones que no pueden
ser fruto de la casualidad. Durante la mañana o la tarde, cuando
necesito de mi hijo y escucho «mamá», su presencia se hace física
ahí, los números luminosos suman siempre 13.
Llevo años comprobándolo. En la cocina, el horno y el microondas
tienen relojes digitales, también los hay en el comedor y nunca he
sentido la necesidad de mirarlos y sumar sus cifras. De la misma
manera, entro frecuentemente en mi habitación y no miro el reloj,
porque no siento esa necesidad.
Solo cuando escucho «mamá» o cuando mi hijo sabe que
necesito ayuda aparece esta señal.
Al principio lloraba, lloraba mucho porque yo necesito a mi hijo
como antes, encarnado. Poco a poco acepto que, por ahora, es una
de las maneras de estar conmigo y hacerse presente. Ahora, acepto
y agradezco y, cuando escucho «mamá», miro el reloj, miro a mi hijo
y los dos sonreímos.
A Enrique le encantaba ir a los parques de atracciones, ¡cómo
disfrutaba!, y tuvo ocasión de conocer todos los parques temáticos
importantes.
En mayo de 2018 (cinco años después de la marcha de Enrique)
y durante el viaje de estudios con mis alumnos a Madrid, tuve otra
clara señal en el Parque Warner.
Llegamos a primera hora de la mañana para que los niños
aprovecharan el día, y desde el primer momento, el cúmulo de
imágenes vividas allí años atrás, el sentimiento de que no volvería
nunca, la ausencia, el bullicio, los fuertes ruidos de las atracciones
de mayores, en las que Enrique nunca montaría ya, me hicieron
darme cuenta de que el día sería largo y duro, la tristeza se había
instalado en mí y ya no me abandonaría en todo el día.
A última hora de la tarde, los niños disfrutaron de un tiempo
suficiente para comprar recuerdos, tomar un helado o volver a
recorrer el parque antes de marcharnos.
Era el momento de cada uno, y yo me separé un rato de mis
compañeras. Anduve por todo el recinto, en ocasiones sin querer
reprimir las lágrimas. Paseé evocando el día que pasamos allí toda
la familia; recordaba cada rincón…, cada parada para hacer fotos…,
las risas de mis hijos…, la felicidad de entonces.
Andaba sin rumbo fijo, mi cabeza no paraba y, deseando que
aquello acabara ya, repetía constantemente: «Sin ti no puedo, hijo».
No sé qué me llevó a entrar en esa tienda de recuerdos, pero allí
estaba yo, frente a las tazas dedicadas a los superhéroes que tanto
le gustaban a Enrique. Sin pensarlo compré dos, las dos que más le
habrían gustado… Dos, para siempre dos.
Ya con las tazas en las manos volví en mí y me di cuenta de que,
tal vez, ver esas tazas cada día podría ser muy doloroso. Y otra vez
esa sensación «mamá».
Con los ojos nublados por las lágrimas salí de allí y continué
caminando. No paraba de pensar en mi hijo, el ruido se hizo
imperceptible para mí, no veía a la gente, solo sentía dolor, mucho
dolor; andando, andando volví a pasar por la misma tienda y
entonces vi la señal, yo, que siempre ando mirando hacia abajo,
levanté la vista y leí el nombre de aquella tienda: Sigue Adelante.
Me estremecí con una mezcla de dolor y esperanza, porque si mi
hijo era capaz de comunicarse conmigo estando en dos estados
diferentes, algún día volveríamos a estar juntos. ¿Dónde, cómo,
cuándo?… Eso lo sabré en su momento. Y con esa toma de
conciencia continué mi viaje.

Gregorio
Durante la enfermedad de Enrique había dejado de hacer deporte y,
tras su marcha, pronto sentí la necesidad de salir a caminar por el
monte yo solo, necesitaba esos momentos de soledad reflexiva para
ordenar mis pensamientos, mis recuerdos y organizar el futuro, al
menos el inmediato.
Así que empecé a salir a caminar por el monte los fines de
semana, era marzo. Pronto empecé a ver que, a menudo, dos
mariposas, una monarca y una mariposa de la coliflor, me
acompañaban durante largos ratos, nada raro si se tiene en cuenta
que vivimos en Levante y era primavera.
Lo extraordinario es que llegó el verano, seguido del otoño y el
invierno, y las mariposas seguían acompañándome, hiciese frío o
calor, viento o incluso lluvia, a 200 metros de altitud o a 1500. Era un
fenómeno llamativo, pero sin más, al que no le daba ningún
significado.
Tomé conciencia del significado de esas mariposas que me
acompañaban en mis paseos por el monte gracias a dos fuentes: en
primer lugar, la presentación musical y la performance celebradas
en el Congreso Vida Más Allá de la Vida, que se reúne cada año en
Albacete; en segundo lugar, un libro de Elisabeth Kübler-Ross que
estaba leyendo en el momento del evento.
Ratifiqué este significado con la ayuda de Juan José López
Martínez, que me ha acompañado y guiado en este proceso de
toma de conciencia.
Comprendí el significado de estas mariposas que me hablaban de
la transición entre la vida y la muerte y de la inmortalidad del alma, y
reconocí que era la señal que Enrique me estaba dando de su
presencia junto a mí, para que comprendiese el significado de la
muerte del cuerpo y la inmortalidad del alma, así como la eterna
Rueda de la Vida.
Esta toma de conciencia me llevó a iniciar un camino de sanación,
propia primero y como terapeuta profesional después, en el mundo
transpersonal, una actividad que me llena de satisfacción a través
de las respuestas de mis pacientes. Y que me confirma día a día
que he comprendido la señal que Enrique me daba y que elegí el
camino profesional que me indicaba.
Hoy día, cuando salgo a correr, sigo acompañado, a ratos, de
algunas de esas mariposas, y me llena de alegría reconocer en ellas
la comunicación con Enrique.
Nines y Pablo
David

A
principios del año 2016 recibí un correo electrónico en el
que María Ángeles —Nines— me relataba la experiencia
vivida con motivo de la muerte de su hijo David, ocurrida de
forma accidental.
En él me decía que el día 26 de agosto de 2015 se encontraba de
vacaciones en su chalé de El Espinar, a las afueras de Madrid, junto
a su marido Pablo y en compañía de la hermana de este. David se
había quedado en Madrid ya que, para el viernes 28, tenía planeado
ir a las piscinas naturales de Rascafría en compañía de dos amigos.
Lo que sucedió, narrado por ella misma, fue lo siguiente:
«Todo transcurría con normalidad hasta que, sobre las 22:00
horas de aquel viernes, sonó el móvil de Pablo. Al colgar noté que
tenía desencajada la cara. Me dijo: “Date prisa, que tenemos que
volver urgentemente a Madrid porque nos han robado en la
empresa”.
»A mí me parecía excesivo tener que salir corriendo hacia Madrid
a estas horas de la noche, pero ante la manifiesta preocupación de
Pablo decidimos marchar.
»Llegando a Madrid, su teléfono volvió a sonar, y como no llevaba
manos libres yo atendí la llamada, era mi cuñado.
»Yo le dije: “Hola, estamos llegando, ¿sabemos algo más?”. Me
quedé paralizada cuando le escuché decir: “No sabemos nada más,
sigue inconsciente y estamos esperando que los médicos nos digan
algo”.
»Al colgar el teléfono, Pablo se echó a llorar y me dijo: “Es David,
que ha tenido un accidente, pero no sé cómo ha sido, solo sé que
está en el hospital Doce de Octubre”.
»En la puerta de la UCI nos encontramos con mis otros dos hijos,
Sergio y Axiel, al momento apareció un médico, quien nos indicó
que entrásemos en una sala. Una vez que nos sentamos, nos
empezó a decir que David había tenido un accidente en Rascafría al
despeñarse por un precipicio de unos quince metros de altura y
golpearse directamente en la cabeza, entrando en coma desde ese
momento, y que su estado era de extrema gravedad.
»Seguidamente nos permitió entrar a verle. Allí me lo encontré,
lleno de máquinas y cables, con la cara deformada y los ojos muy
hinchados y morados. Le agarré la mano y le dije: “David, por favor,
ponte bueno”.
»Pasamos toda la noche en la sala de espera y a la mañana
siguiente empezó a llegar mucha gente, entre ella los dos amigos
que habían estado con él en Rascafría. Nos contaron que sobre las
tres de la tarde iban caminando por un sendero estrecho a través
del monte, con la intención de llegar al lugar donde habían dejado el
coche, David caminaba detrás de ellos cuando, de pronto, oyeron el
grito de una mujer y al volverse vieron a David en el fondo del
precipicio, en posición fetal. Bajaron como pudieron y al llegar a él lo
encontraron inconsciente. A los pocos minutos llegó un helicóptero
que lo trasladó al hospital.
»A la mañana siguiente el médico nos transmitió noticias muy
pesimistas sobre el estado de David, más tarde pudimos volver a
entrar a verle.
»Posteriormente la supervisora nos llevó a una sala grande
cercana a la UCI, donde podíamos estar todos juntos. Allí estuvimos
durante los nueve días siguientes. Por la tarde parecía que David
estaba mejorando un poco, porque se quería mover, pero nos dijo el
médico que lo tenían que mantener en estado de coma inducido
para no permitir que se despertara en la situación en que se
encontraba, y que estaban sopesando la posibilidad de intervenirlo
quirúrgicamente.
»Nos permitían entrar a verle fuera del horario de visitas y
podíamos ir pasando de dos en dos. Todo el mundo pudo entrar a
verle, yo les pedía a todos que le contasen cosas porque estoy
segura de que nos oía y sabía todo lo que estaba pasando. Yo
pensaba que si le contaban cosas, él sabría que nos hacía falta y
que tenía que volver con nosotros.
»Sobre las tres de la tarde del día siguiente lo metieron en el
quirófano. La operación se prolongó hasta las diez y media de la
noche y, al terminar, los médicos nos dijeron que todo había salido
bien pero que continuaba en estado muy grave y las horas
siguientes serían cruciales, y lo volvieron a llevar a la UCI.
»La mañana del tercer día tras la operación nos comunicaron que
la tensión intracraneal se había elevado y que David había entrado
en coma sin necesidad de inducirlo, lo que significaba que había
empeorado.
»Mi hijo Sergio pasó toda la noche de ese día agarrado a la mano
de su hermano sin parar de hablarle y decirle cosas a las que David
respondía con movimientos de su mano. Aunque los médicos nos
decían que eran actos reflejos, yo sigo pensando que fue la forma
de decirle a su hermano “estoy aquí y siempre estaré contigo”.
»Al día siguiente, domingo por la tarde, los médicos nos
confirmaban que, tras realizarle las pruebas pertinentes, la actividad
cerebral de David era nula. En ese momento entré a verlo, le besé y
le dije: “Te amo, mi amor, y siempre estarás conmigo, pero ahora
piensa en ti, vive la nueva vida que tienes ahora y, sobre todo, sé
feliz”.
»De repente, me llegó un pensamiento a la cabeza, como si me
viniera de él: “Mamá, ya no se puede hacer nada, pero si podemos
salvar la vida de alguien, adelante”. Seguidamente lo consulté con
mis hijos Sergio y Axiel, quienes estuvieron de acuerdo en la
donación de los órganos de su hermano.
»Nos permitieron que todos, familiares y amigos, nos
despidiésemos de él. Así lo hicimos hasta que llegó el momento de
marcharnos. Nos indicaron que a la mañana del día siguiente
estuviésemos en el Instituto Anatómico Forense, donde nos dijeron
que, a partir del mediodía, fuésemos al tanatorio.
»Allí empezaron a llegar muchísimas coronas de flores en cuyas
cintas se podía leer la frase que tantas veces repetía David:
“Cuando el camino se pone duro, solo los duros aguantan el
camino”».

Nines
El martes 14 de junio de 2016 Nines apareció en mi consulta,
acompañada por Pablo.
Al entrar en estado regresivo se situó en el presente del día en el
que murió su exmarido. Comenzó diciendo:
—Estoy en el pasillo con mi hijo David, bajamos a la cafetería a
tomar un café y le digo que el médico nos ha comunicado que no
queda mucho tiempo y no va a volver con nosotros a casa.
—Muy bien, sigue.
—A David se le saltan las lágrimas, él ha vivido los seis años de la
enfermedad de su padre y está triste, nos subimos a la habitación y
estamos un rato con él. Le han puesto un gotero envuelto en papel
de plata, y en la habitación también están Sergio y Axiel.
»Mi hermana los convence y se los lleva a descansar a los tres.
Me quedo en la habitación en compañía de mis suegros,
permanezco toda la noche agarrada a su mano y observando cómo
su respiración se mantiene normal. A la mañana siguiente nos
pasan a otra habitación en la que estamos solos, y se incorpora mi
madre.
»Yo permanezco sentada en una silla, agarrándole de la mano, y
sobre las 14:00 horas, de forma repentina, deja de respirar, le miro
el pecho y mi madre dice “ya no respira”. Le miro a la cara, tiene la
boca un poco abierta y mi suegro me dice que se la cierre. Estoy
preocupada por Axiel porque no tendría que presenciar esto».
—Ahora dime, en este momento, ¿dónde está tu marido?
—Está a mi derecha y está sonriendo, me levanto de la silla y le
doy un beso en la frente, él está como sujetándome delante de la
silla. Ahora viene la enfermera con el aparato de electrocardiograma
y nos hace salir de la habitación.
—¿Qué hace tu marido cuando os salís al pasillo?
—Está detrás de mí. La enfermera nos hace entrar en la
habitación para confirmarnos que ha fallecido. Mi marido permanece
detrás de mí, un poco a la izquierda, continúa sonriendo y me dice
que está en la luz. Le pregunto por David y me dice que está
conmigo, le digo que me gustaría verlo.
—Aquí y ahora, en este momento, ¿dónde está David?
—Está sentado sobre tu mesa y va vestido con una camiseta y
unos vaqueros, le pregunto si se encuentra bien y me dice que está
de puta madre. Cuando yo sufro porque no te veo, ¿también te
encuentras bien?: «No, mamá, me da pena verte sufrir».
—Retrocede a ese momento en la UCI, junto a David, cuando te
dicen que todo se acaba.
—Estoy sentada en una silla, junto a la cama, y mi hijo Sergio
está a mi lado, pasan a mi suegra en una silla de ruedas y en este
momento empiezo a captar en mi mente un mensaje de David en el
que me está diciendo que donemos sus órganos.
—Muy bien; y en este momento, ¿dónde está David?
—Está al lado de su hermano Sergio, está de pie, David está
normal y tiene su pelo.
—Ahora es el momento de que te des cuenta y tomes conciencia
de lo que es y en qué consiste el proceso de la muerte. Mira cómo
David está íntegro y no está sufriendo, porque él ya está fuera de su
cuerpo. Lo único que ves es el final de una serie de procesos que
están acabando en el cuerpo físico, aunque en este caso sigue
funcionando, mantenido de forma artificial para así poder extraer los
órganos para ser trasplantados.
—Lo que David me está diciendo de que donemos sus órganos,
no me llega por el oído, lo capto directamente en la cabeza. Él está
como siempre, no está sufriendo y no manifiesta pena porque su
cuerpo se esté muriendo. ¿Hijo, te das cuenta de que tu cuerpo ya
no te sirve? Me responde: «Ya lo sé, mamá».
—Aquí y ahora, en este momento, ¿David sigue sentado sobre mi
mesa?
—No, está agachado aquí a mi izquierda y siento su mano sobre
la mía.
—Deja salir tu emoción, y aprovecha este momento para tratar
con tu hijo todo lo que necesites decirle y preguntarle, no hace falta
que me lo comuniques a mí, pero pregúntale, cuando puedas, si ya
está en la luz.
Pasados varios minutos, Nines habla de nuevo:
—Me dice que está en la luz y me acaba de besar y abrazar.
—¿Te gustaría sentir el abrazo de tu hijo a través de un cuerpo
físico?
—Sí que me gustaría.
—Pregúntale a David si estaría dispuesto a utilizar el cuerpo físico
de Pablo para que tú puedas sentir el abrazo.
—Me dice que sí.
En ese momento, Pablo, por indicación mía, se acerca a Nines y
ambos se funden en un emocionado abrazo. Al acabar, le pregunto
de nuevo por David.
—David está de nuevo aquí agachado y le tengo agarrado de la
mano.
—¿Qué te parece si le dejas volver a la luz?
—Me parece bien, pero ahora está con un niño de la mano. Es su
primo. No quiero dejar de verlo, no lo quiero soltar.
—Vamos, déjalo marchar, tiene que volver a la luz con su primo,
venga suéltale la mano.
—Estoy viendo cómo se van a la luz y…, le he dicho adiós.
***
Querido lector, una vez más el Alma nos demuestra con total
claridad que para ella no hay tiempo ni espacio sino que permanece
siempre en un eterno presente; por eso, cuando José Ramón —
primer marido de Nines y padre biológico de sus hijos—
desencarna, durante la experiencia revivida por Nines, de forma
inmediata es capaz de detectar la presencia del alma de su hijo
David, aunque en nuestro tiempo lineal han transcurrido más de
nueve años entre el tránsito de Juan Ramón y el de David.
Pablo y Nines, por diferentes parentescos, forman parte de la
misma familia, de ahí que Pablo conozca a los hijos de Nines desde
que estos son pequeños, y, entre otros actos familiares, estuvo
presente cuando David hizo su primera comunión. Ellos unieron sus
vidas y formalizaron su relación de pareja cuando habían
transcurrido seis años del fallecimiento de José Ramón, y David,
Sergio y Axiel aceptan plenamente y sin reservas la presencia de
Pablo como pareja de su madre.

Señales de David
Nines
David nos ha enviado muchas señales para decirnos «estoy aquí y
siempre lo estaré, no me olvido de vosotros, no os preocupéis, estoy
bien».
Al poco tiempo de dejarnos, revisamos su portátil. Sabíamos que
en él tenía muchas fotos y vídeos; le gusta muchísimo la fotografía y
hacía fotos a todas horas, y yo las quería recuperar. El problema
que teníamos era que nadie conocía la contraseña para poder
abrirlo y sacar las fotos y los vídeos.
Estuvimos tres días probando y probando todo tipo de
contraseñas, probamos con los cuatro últimos números de su
teléfono, los cuatro primeros, fechas de cumpleaños, días
importantes… En fin, un montón de posibilidades que nos dejaban
cada vez más desconsolados porque no podíamos acceder.
Su hermano Sergio, Pablo y yo probamos con todo lo que se nos
podía ocurrir, pero nada. Después de tantos intentos supimos que
Aitana, la novia de Sergio, tiene un tío informático. Ella le comentó lo
que nos pasaba y él nos dijo que era difícil, pero que se podía
conseguir si seguíamos unas instrucciones que él nos enviaría. No
sabíamos qué hacer y decidimos esperar para probar a ver si lo
conseguíamos.
El cuarto día, vino Aitana con todas las instrucciones que le había
dado su tío. Teníamos que intentarlo para poder recuperar las fotos
y los vídeos que tenía ahí; podríamos volver a oír su voz.
Entonces, Sergio encendió el portátil para ponernos manos a la
obra e intentar abrirlo. De repente, debajo del rectángulo donde
teníamos que poner la contraseña, aparece «7420». Sergio puso
rápidamente esos números en la casilla de la contraseña y el portátil
se abrió.
Nos quedamos estupefactos todos mirando la pantalla y
preguntándonos «¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido esto?». Gracias
a eso recuperamos las fotos y los vídeos que tenía allí David y
ahora podemos verle y escucharle todas las veces que queramos.
Una noche, Sergio estaba en su habitación, encendió una vela
blanca y empezó a pensar en su hermano, a hablar con él y decirle
que necesitaba que le ayudase a saber que estaba bien.
Sergio tiene una televisión grande colgada en la pared enfrente de
su cama y, muy relajado, empezó a decir a su hermano: «David,
necesito que me contestes a unas preguntas. Tengo la televisión
encendida, si me contestas que sí, por favor, apaga la televisión».
Y veinte preguntas que le hizo, veinte veces apagó la televisión.
Se puso muy contento porque no le quedaba la menor duda de que
le había contestado y era imposible que eso pasase por casualidad;
y, como todos sabemos, las casualidades no existen.

La primera Navidad
Mi empresa, Montblanc, pertenece al grupo de empresas
Richemont, que, todos los años, en Navidad, sobre mediados de
diciembre, organiza una fiesta para los empleados.
Este año se celebraba el 11 de diciembre, y a mí no me apetecía
mucho asistir, no me apetecía arreglarme para ir de fiesta.
Al principio dije que no, pero mi compañera María empezó a
convencerme y me decía: «Yo voy en vaqueros, igual que tú, no nos
arreglamos mucho; pero si tú no vas, yo tampoco. Tenemos que ir,
aunque solo sea a la cena y al sorteo y luego nos vamos (cada año,
las firmas del grupo Richemont —Cartier, Montblanc, Baume &
Mercier, etc.— ponen una pieza de su colección o donan algo para
hacer un sorteo de unos ocho o diez regalos que se sortean entre
los empleados, aproximadamente unas trescientas personas)».
También iba mi hermana, Anabel, que está en las oficinas; y
hablando con ella…, total, que me convencieron el último día y
decidimos ir.
El restaurante estaba en una de las torres de Plaza de Castilla, en
el piso 32, teníamos unas espectaculares vistas. Estuvimos
cenando, hablando con unos y con otros, y la verdad es que estaba
distraída, todos los compañeros me ayudaron un montón a seguir
adelante.
Cuando acabamos de cenar nos dijeron que teníamos que bajar a
la planta baja, que allí tenían preparada barra libre hasta las cuatro
de la madrugada, música, photocall , etc. Y allí es donde se haría el
sorteo, así que bajamos todos y entramos en una gran sala donde
había un escenario con una urna grande encima de una mesa. Y allí
estábamos todos, el sorteo iba a empezar, a mí en los veintidós
años que llevo en la empresa ningún año me ha tocado nada, por
tanto, este tampoco lo esperaba: es mucha gente para pocos
regalos y es muy difícil.
Comenzó el sorteo y empezaron a sacar de la urna las papeletas
con el nombre de los empleados que habían sido premiados. De
repente, en la penúltima papeleta, dijeron mi nombre.
Sorteaban, en ese momento, la pulsera Trinity de Cartier, y yo
pensé: «Qué raro, por Dios, ¿por qué este año?, si nunca me toca
nada; además, es muy difícil porque hay mucha gente para sortear,
y precisamente esa pulsera, con el significado que tiene».
Yo tenía el anillo a juego que me había regalado Pablo como
anillo de compromiso (para quien no lo sepa, la colección Trinity de
Cartier se compone de tres anillos entrelazados: uno de oro rosa,
otro de oro amarillo y el último de oro blanco; a cada anillo le
corresponde un símbolo, el oro rosa representa el amor, el oro
amarillo representa la fidelidad y el oro blanco representa la
amistad).
Mi compañera le dijo a mi hermana Anabel: «Seguro que David ha
metido la mano en la urna».
Según salía para el escenario, otra compañera me dijo: «Mira el
significado que tiene, mira el significado», y yo, mientras tanto,
intentando subir al escenario a recoger el premio.
Me hizo mucha ilusión y no sé si él metió la mano o no, pero estoy
segura de que algo hizo y lo guardaré siempre con mucho cariño,
pensando que me quería hacer el regalo por Navidad.
Las casualidades no existen, son señales con las que nos dicen
«estoy aquí», las cosas nunca pasan por casualidad: siempre
siempre existe una causa.
David nos ha enviado señales, al igual que les ha sucedido a
muchas otras personas con sus seres queridos, pero la mayoría de
las veces no nos damos cuenta de que nos están avisando y nos
están ayudando. Estoy segura de que David nos ha enviado mucho
más pero no lo hemos visto.
El día que salimos de la consulta de Juan José, según bajábamos
las escaleras, yo le iba comentando a Pablo que no había hablado
con Juanjo nada sobre las cenizas y me gustaría haberlo hecho,
para ver qué opinaba.
Belén, una amiga con un don muy especial, me dijo que teníamos
que tirarlas al mar por la zona de Conil de la Frontera, que a él le
encantaba ir allí de vacaciones. En ese mismo momento encendí el
móvil y vi una foto que me había enviado mi hijo Sergio por
WhatsApp: el mueble bar del salón, sobre el cual descansaba la
urna con las cenizas, se había caído, todo el mueble se había
venido abajo.
Es un mueble que está en una pared paneleada en madera y con
varios módulos anclados a ella. Lleva instalado veinticinco años y
jamás se había caído ningún módulo; ahora el mueble bar estaba
hecho pedazos en el suelo, ¿de verdad alguien puede creer que
estas cosas pasan por casualidad?, creo que verdaderamente es
imposible.
Por supuesto llamé a Sergio rápidamente para preguntarle por lo
que más me preocupaba, la urna con las cenizas, que, gracias a
Dios, estaba perfecta, ni un arañazo siquiera.
Hace poco estuvimos en un congreso; desde que David se fue, a
todos los que podemos ir nos apuntamos. Cuando estás en esta
situación buscas y buscas todo lo que te pueda ayudar a seguir
adelante.
El congreso se celebraba durante dos días, sábado y domingo, el
sábado nos dijeron que el domingo, cuando acabase el congreso,
habría un sorteo de diferentes cosas que aportaban los
participantes: uno de los participantes aportó aceites de
aromaterapia; otro, unos jabones especiales; otros, alguna clase o
sesión de diferentes terapias, etc. Pero había uno de los ponentes
que sorteaba una lectura de Registros Akásicos; yo no había hecho
ninguna, pero me habían hablado de ello y le dije a Pablo que me
encantaría hacerla. De momento, ahí se quedó todo.
También había en el congreso una asociación que estaba
haciendo sesiones de neurofeedback . Yo no lo conocía, pero como
me gusta enterarme de todo me fui a informar; el señor que las
dirigía me explicó someramente cómo funcionaba y le dije que me
gustaría probar. Tenía una lista de personas que se fueron
apuntando y a mí me dio cita para el domingo a última hora de la
mañana. El domingo por la mañana volvimos al congreso (terminaba
sobre las 14:00 horas); a las 13:20 aproximadamente me
convocaron para la sesión de neurofeedback . Ya quedaba poco
para terminar el congreso, pero me daba tiempo porque la sesión
dura unos 40 minutos, así que dejé a Pablo sentado y yo me fui al
final de la sala, que es donde se impartían las sesiones.
Cuando acabé, volví a mi sitio y vi que estaban con el sorteo y
Pablo no estaba; había salido, volvió al ratito. Le dije que ya habían
repartido los números para el sorteo, y que este ya había
empezado. De repente, el organizador del congreso dijo: «Ya hemos
repartido varios premios; ahora, todos los que no tengan número
que se pasen a los asientos de delante, y los que ya tengan cosas
que se vayan hacia atrás». Le dije a Pablo que fuésemos delante.
Nos sentamos en las filas de delante y fueron contando a las
personas, «tú eres el 1, tú el 2, tú el 3…», y así sucesivamente.
Pablo y yo teníamos el 18 y el 19, quedaban por sortear dos cosas y
una de ellas era la lectura de Registros Akásicos. Una mano
inocente sacó un número del bombo y salió el 18, así que tuve mi
sesión de Registros Akásicos.
Yo considero todo esto señales que David nos ha enviado,
también hay sueños y momentos especiales que te ayudan a
sobrellevar todo esto. Como decía Bob Marley:
«No sabes lo fuerte que eres hasta que ser fuerte
es la única opción que tienes».

Pablo
Después de cenar, como de costumbre, me quedé en el sofá viendo
la televisión hasta que poco a poco se me cerraron los ojos y me
quedé dormido.
En un momento dado llegué a despertarme debido a que estaba
escuchando unos ruidos por la casa, como de alguien corriendo por
el pasillo, cosa que me molestó bastante. Pensé que alguno de los
niños había llegado tarde y estaba enredando por ahí. Me quedé
escuchando y pensé «pero qué harán».
De repente, me quedé mirando hacia la puerta y me dije «si son
los pasitos de David corriendo por el pasillo». Ya extrañado continué
mirando hacia la puerta y, de repente, dando un paso hacia delante
con un fuerte golpe en el suelo y a la vez sacando la cabeza como
para darme un susto, alguien me dijo: «¡eeeeeh¡». Era David.
En ese momento, al verlo, me levanté de un salto del sofá para
abrazarlo. Con una inmensa alegría le dije:
—Pero, hijo, ¿qué haces aquí?
Sentados en el sofá, nos abrazamos y nos reímos durante un
buen rato. No lo solté hasta que David me dijo:
—Bueno, bueno, vale ya, que me vas a espachurrar.
Lo solté y le dije:
—Bueno, ¿cómo estás?
—Bien, muy bien.
—Bueno, ¿quieres tomar algo, una Coca-Cola?
—Vale, una Coca-Cola.
Me levanté para ir a la cocina, que está justo enfrente del salón
por lo que nunca nos perdimos de vista, cogí un vaso y abrí la
nevera para poner unos hielos y la Coca-Cola. Mientras lo hacía,
muy nervioso y sin querer perderle de vista, le pregunté:
—Hijo, pero cuéntame, ¿te vas a quedar?
En ese momento, se hizo un silencio absoluto y, como tardaba en
responderme, me di la vuelta para mirarlo. Al hacerlo me contestó:
«No».
En ese instante sentí como un escalofrío por todo el cuerpo y me
desperté…
Estaba tumbado en el sofá.
Fue tan real… Lo estaba viviendo tan profundamente que me
parecía mentira que no fuese verdad.
De todos modos, la experiencia fue fantástica, asombrosa. Espero
poder volver a experimentar algo igual.
***
Amigo lector, esta experiencia vivida por Pablo podría etiquetarse
como un sueño muy real, y así podríamos meterla en el baúl de los
sueños, pero puede que la realidad sea otra.
No he tenido la suerte de poder acompañar a Pablo en estado
regresivo, pero no pierdo la esperanza de que algún día se decida a
hacerlo.
Cuando nos dormimos por supuesto que tenemos sueños, pero
he podido observar, en numerosas ocasiones, que muchos
pacientes al revivir un sueño en estado regresivo continúan
desarrollando la experiencia que se había interrumpido en el
momento de despertarse. Al hacerlo descubren que lo etiquetado
como un sueño era en realidad una experiencia que su alma había
tenido mientras su cuerpo estaba dormido.
Por ello, en estado regresivo somos capaces de rememorar, con
todo detalle, lo sucedido durante una intervención quirúrgica con
anestesia general, incluso podemos ir a la sala de espera y ver
cómo nuestros familiares están en ella esperando ser informados
del resultado de esta; también, en algunos casos, es posible
detectar la presencia en el quirófano de familiares que ya han
fallecido y que están presentes durante la intervención.
El cuerpo de Pablo, durante su experiencia, permaneció dormido
en el sofá en todo momento, pero fue su alma la que, al detectar la
presencia de David, se incorporó del sofá e interactuó con él. Por
supuesto, ni el vaso ni los hielos ni la Coca-Cola se materializaron,
porque esto tuvo lugar en el plano espiritual.
Paloma y Sebastián
Álvaro

E
n el mes de diciembre del 2015 aparecieron en mi vida
estas dos personas, de cuya generosidad, desprendimiento,
solidaridad, ayuda y amor hacia los demás continuamos
aprendiendo tanto Mari Carmen como yo.
Se presentaron en mi consulta el día 22 de diciembre, como un
regalo de Navidad, planteándome como motivo de consulta si había
posibilidad de, en estado regresivo, llegar a saber algo sobre su hijo
mayor, Álvaro, que a la edad de nueve años, y tras dos años de
lucha contra la enfermedad, había fallecido el día 1 de julio de 2015
como consecuencia de un osteosarcoma.

Paloma
—Cierra los ojos, tomate tu tiempo y, cuando puedas, retrocede al
pasado día 1 de julio, cuando muere tu hijo Álvaro. Dime, ¿qué está
pasando?
—Lo estoy viendo, tiene la mirada perdida, no ve, son las 12:00,
tengo mucho miedo, ¡tengo mucho miedo!, le hablo y le digo todo lo
que lo queremos.
—Díselo a él.
—Estoy muy orgullosa de todo lo que has hecho, de lo bueno que
has sido, y te prometo que voy a cuidar de tu hermano Javier.
»Está tranquilo, ya no tiene dolor, tiene la mirada perdida porque
ya no es él. La respiración es muy lenta, le cuesta mucho respirar, le
estoy acariciando, ¡tengo mucho miedo!».
—Sigue, observa su mirada perdida y siente cómo lo acaricias.
—Le doy muchos besos, me estoy aprovechando, porque no le
gusta que lo agobien, ¡tengo mucho miedo!, es que siento que se
me va la vida. Me tumbo junto a él y no paro de acariciar su espalda,
porque está de lado. Empieza a respirar más débil, respira muy
despacio. Le digo cuánto lo queremos, que no tenga miedo y que se
marche a la luz.
»Vete, hijo, descansa ya, te quiero con toda mi alma, vete
corriendo. Solo tengo miedo. Es que no siento otra cosa que miedo,
nunca he sentido tanto miedo».
—Sigue.
—Le miro y no es él, se ha ido ya, le estamos poniendo un
pulsioxímetro y no funciona, se para y no funciona. Le digo a Sebas
que no funciona, él se lo pone y lo que pasa es que no capta la
oxigenación de Álvaro.
»Álvaro respira tres o cuatro veces y deja de respirar, yo le estoy
acariciando la espalda y grito…, y Sebas grita también».
—¿Qué es lo que gritas?
—¡¡¡No te vayas!!!, pero…, ya se ha ido. Solo tengo miedo.
—Y ahora, ¿qué está pasando?
—Al oír los gritos, entran mis tíos en la habitación, donde estamos
Sebas y yo, en compañía de mi madre.
—Muy bien, ¿y dónde está Álvaro?
—En la cama.
—En la cama está su cuerpo… Yo pregunto por Álvaro, tú misma
me has dicho, al mirar su cuerpo, que ya no es él.
—Está mirando desde arriba, y lo veo sorprendido.
—Dile que se ponga a tu lado.
—Ven con mami. Al decírselo me sonríe, pero a mí no se me quita
el miedo.
—¿Álvaro tiene miedo?
—Está sorprendido, pero no tiene miedo, me dice que no pasa
nada y que no le duele nada.
—Muy bien, aquí y ahora, en este momento, ¿dónde está Álvaro?
—Está en el techo.
—Invítalo a que se ponga a tu lado.
—Ven con mami.
—¿Qué es lo que hace?
—No me hace caso, está atento mirándome.
—¿Álvaro me escucha a mí?
—Sí, te está escuchando.
En este momento, Paloma empieza a sonreír, cuando, hasta
ahora, ha venido manteniendo un llanto constante desde el principio
de la experiencia.
—Álvaro, soy amigo de tus padres, pero yo no te puedo ver, me
dice tu mamá que me estás escuchando, ¿te gustaría que
pudiéramos hablar tu y yo? —Y dirigiéndome a Paloma, pregunto—:
¿Qué responde?
—Me mira pidiendo mi aprobación, y yo le digo que sí.
—Escucha, Álvaro, esto es como un juego: para que yo te pueda
oír, sería necesario que tú, para hablar, utilices la voz de tu mamá,
¿qué te parece el juego?
—Me mira para que yo lo apruebe, y le digo que sí. Yo estoy
dispuesta a prestarle mi voz y mi garganta a mi hijo.
—Muy bien, pues te vas a quedar pasiva y tranquila y le vas a
permitir a tu hijo que utilice tu voz y tú garganta para que pueda dar
sonido a sus palabras, tú vas a poder escuchar toda la
conversación, pero no vas a intervenir en ella.
—Ahora me dirijo a ti, Álvaro, ya puedes hablar utilizando la voz
de mamá, es como un juego, no hay nada que temer, todo está bien.
Una vez sentado lo anterior, comienzo a dirigirme a Álvaro:
—Hola Álvaro.
—Hola.
¿Cómo estás, cariño?
—Bien.
—Me alegro mucho de que estés bien, mi nombre es Juan José y
soy amigo de tu papá y de tu mamá. Álvaro, ¿tu entiendes lo que ha
pasado durante estos últimos meses?
—No lo sé.
—Tus papás me han dicho que tienes una enfermedad algo
grave, que te produce muchos dolores, sobre todo en la cabeza, ¿tú
sabes que estás enfermo?
—Sí, eso ya lo sé, pero ahora me encuentro bien porque se me
quitaron los dolores y no me han vuelto. Pero estoy triste.
—¿A qué se debe esa tristeza?
—Estoy triste porque mi papá y mi mamá no paran de llorar, ellos
me quieren mucho, pero no paran de llorar porque no me ven.
—¿Te has dado cuenta de que no te ven?
—No se enteran de nada, ellos no me ven porque no se enteran.
—¿Y de qué tienen que enterarse?
—De que estoy aquí, y no me pueden ver porque están tristes.
—¿Y tú les hablas a ellos?
—Yo los miro, pero ellos no me ven y siguen llorando porque
están tristes.
—Álvaro, ¿me dejas ayudarte para intentar solucionar todo esto?
—Sí.
—Aunque solo tienes nueve años, ¿has oído hablar de que la
gente se muere?
—Sí.
—¿Tú que crees que puede pasar cuando la gente se muere?
—No lo sé.
—Hay gente que asegura que todo se acaba después de morir,
¿tú que crees?
—Que no se enteran de nada.
—Escucha, Álvaro, en el ratito que llevamos hablando, me he
dado cuenta de que eres inteligente y creo que, si se te explica bien
algo, lo vas a entender.
—Sí.
—Mira, voy a contar hasta tres, y al llegar a tres te vas a situar en
tu casa, en la cama con papá y mamá, aunque vuelvas a sentir
dolor. Retrocede a ese momento.
—Está papá, me duele mucho la cabeza y me cuesta mucho
respirar.
—Cariño, ¿qué sientes cuando casi ya no puedes respirar?
—Siento paz y tranquilidad.
—Ahora fíjate: ¿qué pasa cuando ya no respiras?
—Vuelo.
—¿Y qué pasa en la habitación cuando estás volando?
—Mamá y papá gritan y me dicen que no me vaya.
—Muy bien, y en ese momento, ¿dónde estás tú?
—En el techo.
—Muy bien, Álvaro, y ahora, desde el techo, además de papá,
mamá y las demás personas que están en la habitación, ¿qué hay
en la cama?
—Estoy yo.
—Baja del techo, no tengas miedo, colócate junto a la cama y
fíjate bien en ti. ¿Te duele la cabeza?
—No me duele.
—¿Puedes respirar bien?
—Sí.
—Ahora mira tu cuerpo, el que está en la cama. Escúchame,
cariño, ¿ese cuerpo respira?
—No respira.
—Álvaro, no tengas miedo a la palabra muerte , y dime una cosa:
¿ese cuerpo que está en la cama está vivo o muerto?
—Está muerto.
—¿Y tú cómo estás?
—Yo estoy vivo.
—Pues lo que quería que entendieras es que esto es la muerte,
pero no solo tu muerte, sino la muerte de todas las personas, que,
como acabas de ver, consiste en que dejamos el cuerpo físico y
seguimos vivos. Lo que pasa es que, a partir de ese momento, los
que todavía tienen cuerpo físico, como les pasa a mamá, a papá y a
la abuela, no nos ven ni tampoco nos oyen.
»¿Entiendes ahora por qué no te ven ni te oyen?, porque ahora tú
eres invisible para ellos, tú sí los puedes ver, pero ellos a ti no te
pueden ver debido a que tú ya no tienes cuerpo físico».
—Yo estoy mirando desde el techo a mamá y a papá.
—Álvaro, ponte delante de papá. Él sabe que ya no te puede ver y
eso le duele mucho, comprueba que no te ve; incluso le puedes
abrazar.
—Sí, lo hago, pero no se entera.
—Hay otra cosa que te quiero explicar. Esto que tú acabas de ver,
que tu cuerpo está muerto en la cama, no acaba de pasar ahora,
hace más de cinco meses que pasó. ¿Te habías dado cuenta de
que había transcurrido este tiempo?
—No.
—Cuéntame qué es lo que quieres hacer, cuéntame tus planes.
—No sé qué es lo que voy a hacer, es que ellos no se enteran.
—Pero mira, ahora no es importante que no se enteren, ellos
necesitan su tiempo, pero yo te propongo a ti un plan, ¿qué te
parece?
—Me parece bien.
—Escúchame con atención, yo sé que tú estás aquí con el
propósito de que mamá y papá te vean y te oigan, pero eso te
desgasta mucho. Ahora necesitas ir a un lugar antes de estar con
papá y mamá, ¿quieres que hablemos de ese lugar?
—No.
—¿Por qué no quieres que hablemos de ese lugar?
—Porque me quiero quedar aquí con mi papá y mi mamá.
—¿Tú has ido alguna vez a un campamento?
—No.
—¿Te gustaría ir a un campamento?
—No.
—¿Te gustaría ir a un lugar maravilloso y volver después?
—No.
—Quiero que entiendas una cosa: yo no te quiero invitar a que te
vayas de aquí y mucho menos pretendo que lo hagas si tú no
quieres, lo que quiero que entiendas es que, ahora, lo más
importante para ti, incluso más que estar con papá y mamá, es que
vayas a un lugar que se llama luz, para recuperar tu energía y tu
fuerza, y una vez que la recuperes poder volver con papá y mamá.
Ellos están pasando por unos momentos en los que necesitan que
alguien les ayude y les transmita fuerza y energía, y yo creo que,
para hacer esto, mejor que tú no hay nadie. ¿Estás dispuesto a
hacer esto por papá y mamá?
—Sí.
—Yo quiero que compruebes todo esto por ti mismo. Si te parece
bien me gustaría que me permitas ayudarte a poder ver ese lugar
que se llama luz y a observar cómo allí hay chicos como tú, y una
vez que veas lo que te digo ya tomas tú la decisión sobre lo que
quieres hacer, ¿te parece bien?
—Vale.
—Muy bien, cariño: vuelve al momento en el que tú estás en el
techo de la habitación y papá y mamá gritan y te dicen que no te
vayas.
—Ya estoy.
—Sigue mirando, Álvaro, y dime si además de papá y mamá y las
personas que hay ahí, hay alguna luz.
—Hay una luz en la ventana y al acercarme siento calor; también
hay seres luminosos que me están diciendo que me vaya con ellos.
—Bueno, pregúntales si hay chicos como tú en la luz.
—Sí que hay, están jugando y se lo pasan genial.
—¿Te gustaría jugar con ellos?
—Sí.
—Álvaro, si te quedas en la luz durante más o menos treinta días,
vas a recuperar tu energía y vas a identificarte con quien realmente
tú eres, con el ser que tú eres y, cuando tengas recuperada tu
fuerza y energía, vas a poder volver para estar junto a papá y a
mamá.
»¿Te quieres ir a la luz y jugar con esos niños?».
—Sí.
—Bueno, cariño, tu mamá te está prestando su voz y tu papá está
ahí sentado, ¿quieres decirles algo?
—Es que no se enteran.
—Oye, como vas a estar un mes de vacaciones jugando en la luz,
¿te quieres despedir de ellos hasta la vuelta?
—Sí.
—¿Te gustaría abrazar a papá utilizando el cuerpo de mamá?,
porque es la única manera de que se entere.
—Vale.
—Pues llama a papá.
—Papá ya viene.
En este momento Sebas se funde con Paloma en un fuerte
abrazo.
—Álvaro, ¿te gustaría abrazar a mamá utilizando el cuerpo de
papá?
—Sí.
—Pues haz lo que tengas que hacer, cariño, y, cuando termines,
ya me dices. Al terminar el abrazo, quédate en el cuerpo de mamá
Transcurrieron varios minutos… Al acabar el abrazo, reanudé la
conversación:
—Álvaro, ¿te quieres quedar en la luz?
—No.
—Álvaro, me estás haciendo trampa. Yo sé que ahora estás muy
emocionado, pero por el bien de papá y mamá, y por el tuyo propio,
ve a la luz y quédate allí jugando con esos chicos. Ten confianza en
mí, aunque acabemos de conocernos. Quédate en la luz hasta que
recuperes toda tu energía y entonces podrás venir a verlos todos los
días y todas las veces que quieras y podrás ayudarles.
»Tú te vas a convertir en el mayor de los tres, en el que más
sabe, en el más responsable de los tres, y los vas a cuidar a ellos en
vez de cuidarte ellos a ti. Ve a jugar con esos niños; por cierto, ¿a
qué están jugando?».
—Al pillapilla.
—Pues ve con ellos y que Dios te bendiga. Ha sido un placer
conocerte. Hasta pronto, Álvaro.
Y dirigiéndome ahora a Paloma:
—Paloma, mira cómo tu hijo se va a la luz y siéntete feliz por ello.
Obsérvalo y avísame cuando, al entrar en la luz, dejes de verlo…
—Acaba de entrar en la luz.
—¿Y tú qué estás sintiendo ahora?
—Mucha paz.
—Muy bien, pues sintiendo esa paz, elige un rayo de luz para
envolverte con él. Y ahora, envuelta en la luz roja, vas a retroceder a
tu casa, a la habitación donde murió Álvaro. Fíjate bien y dime si tú
estás aún ahí.
—Estoy de pie.
—¿Qué le pasa a esa mujer?
—Está muerta.
—Acércate a ella, mírala de frente y háblale.
—Me alegro mucho de volverte a verte, estaba deseando
encontrarte, yo sé que te has quedado aquí atrapada en el dolor y
en el miedo, pero todo ha pasado ya, yo he seguido hacia delante y
acabo de tener la experiencia de ver que Álvaro está bien, no está
muerto, está vivo.
»Necesito que vuelvas conmigo, porque tú y yo somos el mismo
ser y quiero que volvamos a ser una sola, hay que criar a Javier y
por eso quiero que vengas conmigo, porque yo, sin ti, no estoy
completa».
—Paloma, abre los brazos y acoge a esa mujer, abrázala, tráetela
hacia ti e intégrala contigo.
»Respira profundamente y permítete sentir cómo esa parte de ti,
que se había quedado atrapada en el camino, vuelve a integrarse
contigo».

Sebastián
Es este un hombre capaz de amar y sufrir en silencio. Si lo observas
con detenimiento, pronto te das cuenta de que el amar a sus
semejantes es algo que viene demostrando con hechos, porque
siempre sabe estar en el lugar adecuado y en el momento preciso
junto a todo aquel que lo necesita, apareciendo como por
casualidad; por el contrario, el sufrimiento se lo guarda para sí y
prefiere lidiarlo y metabolizarlo desde su soledad, tomándolo como
un proceso por el que tiene que pasar.
Después de dos años de lucha, junto a Paloma, contra la
enfermedad de su hijo, se enfrentó a la muerte de Álvaro con una
actitud y entereza presente en pocos seres humanos.
Los médicos le dieron a elegir entre la posibilidad de que el
tránsito de Álvaro fuera en el hospital o en su domicilio, ante lo que
Sebastián, sin dudarlo un momento, decidió llevar a su hijo a casa,
donde permaneció durante quince días.
Para ello acondicionó la planta baja de la casa para la estancia de
Álvaro, con su cama y sus máquinas electrónicas, allí colocó, en el
hueco de la escalera, un timbre con alarma acústica y lumínica.
Para activar este timbre solo había un pulsador, que, como es
natural, estaba en poder de Álvaro, quien ante cualquier necesidad
lo pulsaba para que, de forma inmediata, Sebastián o Paloma,
cuando en algún momento no estaban junto a su hijo, acudieran
inmediatamente.
Y amaneció aquel día, miércoles 1 de julio, y no hace falta ser
médico para saber que estaba llegando ese momento que
Sebastián y Paloma tanto temían, un momento que hubieran dado
cualquier cosa por evitar.
Sebastián se colocó un fonendoscopio y tuvo la entereza (no sé si
calificarlo como privilegio) de, durante un prolongado espacio de
tiempo, escuchar el corazón de su hijo… hasta el último latido.
Llegado el momento, y sin requerir la ayuda de ninguna otra
persona, depositó el cuerpo de su hijo en el ataúd. Allí, además de
otros objetos de Álvaro, colocó en la mano derecha de su hijo el
pulsador del timbre de la escalera, al tiempo que le decía: «Hijo mío,
si alguna vez te hago falta…, púlsalo».
Fue el día 25 de octubre de 2017 cuando tuve la suerte de poder
acompañar a Sebastián durante su experiencia en estado regresivo.
—Sebastián, ¿qué necesitarías trabajar en estado regresivo?
—Necesito una confirmación por parte de mi hijo mayor de que
está aquí, y comunicarme con él de forma fluida, eso es lo que
necesito.
—Muy bien, sigue.
—Tengo un sentimiento de ausencia y de pérdida muy intenso.
—¿Cómo es ese sentimiento de ausencia y de pérdida que
sientes?
—Es un ahogo, como un peso brutal en el pecho, que me quita el
aire.
—En la medida de lo posible, permítete sentir ese peso brutal lo
más profundamente que puedas. Eso es… Ahora dime, ese peso
que sientes es… ¿como si fuera…, qué cosa?
—Una losa de granito.
—¿Cómo reacciona tu cuerpo cuando tienes la losa encima?
—Me asfixio y me falta el aire.
—Y cuando te está sucediendo esto, es… ¿como si estuvieras…,
dónde?
—Estoy en el comedor de mi casa, la losa de granito está dentro
de mí, no es algo exterior.
—¿Y si fuera algo exterior…?
—Estaría encima de la losa picándola, es de día y estoy en una
cantera, estoy yo solo picándola, es un trabajo lento, hay más gente:
unos están cortando y otros moviendo las piezas, cada uno hace su
labor.
—¿Estás ahí, trabajando libremente?
—Sí, no hay guardias.
—¿Qué tipo de herramienta utilizas para picar esa losa de
granito?
—No podría decir la textura, pero parece una herramienta de
hierro, pero no debería ser hierro. No sé cómo explicarlo, parece un
cortafrío tal y como hoy lo podemos ver. Es un sitio caluroso.
—Siente el calor.
—Sí, sí, el calor aprieta, pero por la vestimenta puedo encuadrar
esto en un momento histórico determinado, mil años arriba o abajo,
pero transmutando esto, yo tengo una herramienta metálica que
parece de hierro, no es cobre ni es bronce; y entonces no me
cuadra que esa herramienta y esa vestimenta coincidan en tiempo y
lugar, pero es así, es decir, yo veo ese hierro, pero parece una
época después de Cristo, porque hay ruedas.
—Y cuando terminas tu jornada de trabajo, ¿qué pasa?
—Yo sigo picando…, es de noche…, y yo sigo picando.
—¿Y cuando amanece el día…?
—Yo sigo picando.
—¿A qué crees tú que se debe que puedas estar picando
constantemente sin fatigarte?
—No podría darte una contestación ahora mismo, pero hay dos
posibilidades: una es que no tenga cuerpo físico y otra es que sea
un superhombre. Es que, de repente, veo que tengo el trabajo
acabado y, al momento siguiente, veo que sigo picando en el mismo
espacio y lugar y estoy en la misma losa. Estoy anclado encima de
la losa.
—Si estás anclado encima de la losa, repitiendo el mismo trabajo,
y si cabe la posibilidad de que no tengas cuerpo físico, ¿te puedes
permitir retroceder al cuerpo físico…, antes de perderlo?
—¡Estoy jodido!, ahora sí que estoy atrapado debajo de la losa.
—¿Y a qué se debe esto?
—Pues a que se ha desplazado, es decir, se ha caído y me ha
pillado.
—¿Qué te parece si ahora, en esta experiencia en la que te
encuentras, retrocedes y te sitúas en el lugar en el que vives, días
antes de que la losa te atrape en la cantera?
—Es una casa de barro y la techumbre es de paja y de retama,
tiene su puerta, pero sin puerta, es decir, el hueco de entrada y un
ventanuco.
»La estancia está dividida en una zona amplia, vamos a llamarla
comedor. Según entras tiene un muro que divide, también con un
hueco sin puerta. Según giro a la derecha hay lo que puede ser un
dormitorio; a la izquierda se encuentra un lugar donde se cocina.
»Es pequeña, podrá tener unos cuarenta metros; y siento, aunque
no termino de ver, la presencia de un crío y una mujer».
—Descríbeme cómo es esa mujer.
—Es morena, ni alta ni baja, y tiene los ojos de color verde, son
los ojos de Paloma…, es Paloma. También hay un crío delgado,
pero no delgaducho, tiene el pelo castaño; le miro a los ojos.
—Y esa mirada, ¿te recuerda a alguien?
—Es que no sé si es lo que yo quiero…, o es lo que estoy viendo.
Comienza a llorar.
—Deja salir ese llanto. Recuerda que cuando llueve, es más difícil
ver a través del cristal de la ventana.
—Ese niño me recuerda a Álvaro…, es Álvaro.
—¿Qué sientes cuando estás ahí con esa mujer y ese niño?
—Alegría…, mucha alegría. Estoy en la casa, en el comedor, y
estamos los tres jugando. Solo tenemos este hijo. Ahora estamos
sentados mirándonos.
—Disfruta ese momento y, cuando puedas, sigue.
—Estoy en la puerta despidiéndome de ellos, voy caminando,
alejándome de la aldea. Estoy llegando a la cumbre de un monte.
Empieza a anochecer, estoy solo, preparando un fuego, es una
noche especial porque lo que voy a hacer es para una noche
especial.
»Hago fuego y pongo un caldero, la luna está como
escoltándome, estoy haciendo algo parecido a un puchero: voy
echando cosas que después remuevo».
—¿Es algún tipo de ceremonia o ritual por algo?
—Es una noche especial y estoy haciendo algo que solo se puede
hacer en esta noche, y debo de estar solo, porque nadie más sabe
lo que hago. El puchero se está haciendo, ya está todo mezclado y
ahora solamente queda la paciencia y el tiempo.
»La noche transcurre, el fuego se va sofocando y el puchero ya
está. Lo pruebo, tiene un sabor no muy apetecible…, pero está
bien».
—Sigue.
»Ahora lo voy echando en vasijas de barro, ya es de día, y
empieza a aparecer gente a por estas vasijas de barro. Se las
llevan.
»Me noto cansado, vuelvo a casa, el crío está jugando y nos
sentamos. Salgo de casa y me voy a la cantera…, y ahora estoy en
la zona alta de las extracciones».
—Hasta ahí. De esta experiencia que acabas de revivir, ¿cuál es
para ti el mejor momento?
—Cuando estoy en mi casa con mi mujer y mi hijo, nos miramos,
nos abrazamos y nos inunda una gran alegría.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones físicas?
—Se me estremece todo y mi cuerpo vibra.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones emocionales?
—Siento mucho amor y alegría.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones mentales?
—Esto es la leche, es incomparable.
—Y todo esto ¿qué te hace hacer en tu vida como Sebastián?
—No lo podría poner en un sitio.
—Y todo esto ¿qué te impide hacer en tu vida como Sebastián?
—No sabría citar ningún impedimento.
—Sigue.
—Estamos los tres mirándonos, abrazándonos y en un estado de
plena felicidad, la ternura es… tremenda. No puedo separar la
mirada de mi hijo.
—Permítete sentir esa felicidad, cómo jugáis y cómo os abrazáis.
Ahora, avanza al día del accidente.
—Salgo de casa cuando sale el sol, llego a la cantera y estoy en
el punto de extracciones, está todo como apuntalado, pero sin
apuntalar. No lo puedo comprender, está todo destartalado.
—¿Sois muchos?
—Sí, digamos que, ahora mismo, dentro del lugar hay gente con
cara de que algo se ha hecho mal, y a ver cómo coño se soluciona
esto, porque es una pieza grande y en cualquier momento se va a ir
una china. Eso puede provocar, más que un accidente, un destrozo
monumental.
»Al llegar se me consulta para ver qué es lo que hay que hacer, y
la cosa está jodida, porque recuperar la pieza ahora mismo, en la
posición y situación en la que se encuentra, no va a valer para nada
cuando terminemos, porque se va a romper y no puede ser, hay que
recuperarla antes de que se reviente y…, bueno, me meto dentro, la
única manera de recuperarla sin que se rompa es metiéndome
dentro porque, desde fuera, todo lo que se ha hecho está mal».
—¿Te metes tú solo?
—Me meto yo solo porque…, me meto yo solo, es decir, no dejo
que nadie más se meta porque lo han hecho fatal. Me meto yo solo
para intentar dar un punto de apoyo en una de las partes, pues se
ha dejado un hueco, lo que ha provocado que todo el peso esté
desnivelado. Y la pieza es importante, es muy buena y no se puede
dejar ir, pero no llego a poder apuntalarla y se me viene encima.
—Fíjate en cómo se te viene encima.
—El punto de apoyo está al fondo y yo me he metido hasta
dentro, pero, antes de llegar, la pieza se cae y, aunque he intentado
escabullirme por un hueco, no he podido, y me ha pillado de cuello
para abajo.
—Ahora, muy despacio, permítete sentir cómo te pilla.
—Me crujen todas las costillas y las piernas, se me retuercen las
rodillas y la respiración… Es curioso, respiro bien, yo respiro bien, y
aunque es imposible respirar bien, yo respiro bien.
»¡No fastidies!, estoy viendo mi cara, mi cuello y una piedra
encima de mi cuerpo…, pero yo respiro bien».
—Muy bien, ¿y cómo está respirando tu cuerpo?
—Es evidente que mi cuerpo no respira.
—Muy bien, retrocede de nuevo al momento en el que decides
entrar en ese hueco.
—La pieza comienza a caer, yo intento tirarme hacia la derecha,
donde hay un pequeño hueco, pero no quepo en él. Cuando la
piedra sigue cayendo, se empiezan a retorcer todos mis huesos, se
aplastan, se hacen añicos, y yo lo estoy viendo, es decir, mi cuerpo
es aplastado, pero yo no soy aplastado y no me duele nada, lo estoy
viendo en directo, pero no me duele nada. Menos mal…, porque es
brutal.
»Lo único que ha quedado reconocible es mi cabeza, de cuello
para arriba, me estoy viendo ahí aplastado, y nadie hace nada…,
pero, bueno, es que no pueden hacer nada».
—De esta experiencia, ¿cuál es para ti el momento más
traumático?
—No es traumático, es absurdo. Es que no podía permitir que
entrara nadie más, porque no es la primera vez que me he visto en
situaciones parecidas y he tenido que entrar porque la técnica no
está refinada. Pero a mí no me aplasta la losa, aunque a mi cuerpo
lo hace añicos.
—Quédate mirando tu cuerpo.
—Bueno…, mi cara, porque el cuerpo no lo veo.
—Mírala, y deja en ese cuerpo cualquier emoción o sensación
que hayas podido sentir en esta experiencia de vida.
—¿Dejar ahí todas las emociones de los momentos bonitos
vividos?
—En realidad, pertenecen a ese cuerpo, y ese cuerpo a ti ya no te
pertenece. Al fin y a la postre…, es otra historia.
—Vale, ya las dejo.
—Y ahora, quédate mirando tu cara y, a través de ella, saca de
ese cuerpo toda la energía que quedó atrapada en su interior en el
momento de la muerte.
—Ya la tengo.
—¿La integrarías contigo o la entregarías a la luz?
—Complicado; me la quiero quedar, pero no me la debo quedar.
—Pues mira si hay alguna luz a tu alrededor.
—El sol, me vale.
—Muy bien, pues lleva esa energía a ese sol. Y ahora, ¿a qué se
debe que te quedes picando la losa de granito?
—A que es la losa perfecta.
—Al hacer esto continuamente, ¿añoras la felicidad con tu mujer y
tu hijo?
—Son dos cosas importantes, la losa y la familia perfectas; y
ambas son como un todo.
—Ahora, sin cuerpo físico, ¿qué pasa cuando vas a tu casa?
—Yo los sigo mirando y ellos me siguen mirando; aunque yo no
tengo cuerpo físico, nos seguimos viendo.
—¿Ellos te ven a ti?
—Sí, sí.
—Entonces, ¿qué decides hacer, irte al sol o quedarte con tu
familia?
—Está claro lo que hay que hacer, pero otra cosa es lo que yo
quiero. ¡Eh!…, todo esto es perfecto, pero está sin acabar, mi
pensamiento es…, si me quedo, lo puedo acabar, y la realidad es
que no lo puedo acabar.
—¿Y la decisión cuál es?
—La piedra es preciosa y la familia es preciosa. Me gustaría
quedarme aquí, con la piedra y con la familia, aunque sé que no me
debería quedar, por eso estoy picando constantemente en la piedra,
porque es un trabajo inacabado que está por acabar, pero no se va
a acabar nunca, por eso… sigo picando.
»Y por otro lado la alegría, la mirada, ¡uff!, es, por decirlo de
alguna forma, como la mirada de Dios. Bueno, no es Dios, es el
trabajo de la eternidad, la mirada de la eternidad, y… ¿yo me tengo
que ir?».
—Bueno, para ti ahora no hay tiempo ni espacio. Fíjate en una
cosa: durante el tiempo que estás ahí, con tu mujer y tu hijo, ¿en
algún momento dejan de verte?
—No, ellos me ven continuamente y hablan conmigo, pero tengo
una duda: cuando yo antes estaba aquí, interactuábamos igual que
ahora que estoy aquí.
—¡Qué bueno!
—No, porque me acaba de invadir un gran sentimiento de tristeza.
—¿Qué está pasando?
—¡¡Joder!!, en realidad ellos no estaban ahí, estaban
desencarnados, lo que pasa es que yo era capaz de verlos, porque
en esta vida yo tengo la capacidad de poder ver a los seres
desencarnados.
—Retrocede al momento en el que ellos desencarnan.
—Enferman los dos y los cuido, pero el brebaje que hice en el
monte no me ha servido para ellos. Se ha salvado la inmensa
mayoría, pero ellos no.
—Aproxímate al momento de la muerte, ¿quién muere primero?
—El primero —dice llorando intensamente— que se muere es mi
hijo y estamos los tres solos.
—¿Cuáles son las últimas palabras que le dices a tu hijo antes de
que se marche?
—No he podido curarte.
—Y esto de «no he podido curarte», ¿qué te empuja a hacer en tu
vida como Sebastián?
—No descansar, no parar. El único que podía ayudar a mi hijo era
yo, pude salvar a muchos, pero ellos fueron de los primeros en
enfermar y llegué demasiado tarde…, dos días antes y se habrían
salvado.
—Y esto de «no he podido curarte», ¿qué te impide hacer en tu
vida como Sebastián?
—Me impide parar de buscar.
—¿Cuáles son las últimas palabras que te dice tu hijo antes de
morir?
—Mi hijo me mira, pero no puede hablar.
—¿Qué palabras te llegan de su mirada?
—«Te quiero, no pasa nada».
—Ahora, fíjate en el momento en el que tu hijo deja de respirar.
—Estamos en una habitación los tres y…, ¡ah!, mi mujer se ha
muerto en silencio. Ahora están dejando sus cuerpos y se sientan,
los estoy mirando y nos abrazamos.
—Avanza al momento en el que te cae la piedra de granito y te
sales del cuerpo, ve a tu casa, recoge a tu mujer y a tu hijo y llévalos
hacia el sol, que tú ya sabes ir.
—Ya estamos en la luz.
—Diles que te esperen ahí y envuélvete en un rayo de luz del
color que tú quieras.
—Rojo.
—Envuelto en esta luz, vuelve a la cantera y recoge a un cantero
que está picando la piedra de forma constante.
—No me quiere escuchar.
—Pues ocúpate de convencerlo y llevarlo hacia el sol. Y ahora
dime, ¿cómo reacciona cuando se encuentra con su mujer y su hijo?
—Se abrazan, pero es un abrazo de dos en uno: yo, el cantero…,
el cantero y yo…, somos el mismo ser.
—Bien, déjalos a los tres ahí para que se marchen al lugar que les
corresponde en la luz. Y ahora tú, que también estás en la luz,
desea encontrarte con tu hijo Álvaro de esta vida como Sebastián.
—Imagínate el sol, que es todo, delante hay una montaña, y hay
una nube voladora, bueno, somos dos nubes, y Álvaro y yo nos
estamos divirtiendo.
—Como no hay tiempo ni espacio, ¿te lo puedes traer aquí?
—No sé si se va a poder estar quieto. Vamos a intentarlo.
—Habla con tu hijo lo que tengas que hablar, pregúntale si es real
lo que tú en este momento estás viviendo, si realmente él está vivo y
está en la luz, que te explique, porque de la luz él sabe más que
nosotros.
—Resumiendo lo que me dice…, todo es relativo. Me dice que
está muy bien en el lugar donde ahora se encuentra.
—Pregúntale qué tienes tú que entender para no sufrir.
—No tengo contestación, pero no porque no me la pueda dar o no
me la quiera dar, sino porque necesitaría pasar yo por donde él ha
pasado, para poder llegar a entender muchas cosas que ahora no
entiendo. Para mí lo más importante es ver que él está bien, que
está cuidado y que no tiene miedo.
»La pregunta sería ¿por qué las cosas han tenido que ser así?,
pero quizá no me llegue la respuesta, porque yo ya tengo la mía».
—Ábrete y vacíate, para ver qué te puede aportar.
—Ya da igual, ¿para qué?, el aquí y el ahora es… que él está ahí
y yo aquí.
—Pero ahora estáis los dos juntos y quizá no es el momento para
entrar con tu hijo en esos temas tan profundos, simplemente es
preguntarle: «¿Cómo estás, cuidas de nosotros y de tu hermano?».
—No es que nos cuide, porque el cuidarnos… realmente no está
en su mano: lo que hace es acompañarnos.
—Pero lo que sí está en su mano responderte y en la tuya
preguntarle es si tiene algún mensaje para mamá. Decide tú si
quieres verbalizarlo o guardarlo para después comunicárselo a ella.
—Déjame un minuto.
—Déjate fluir, no dejes intervenir a tu hemisferio cerebral
izquierdo. Después tendrás tiempo de analizar.
—Me dice que le encantaría poder abrazar a su madre, pero que
no tiene cuerpo físico para hacerlo.
—¿Tú estarías dispuesto a prestarle tu cuerpo físico a tu hijo,
durante unos momentos, para que él pueda abrazar físicamente a
su mamá?
—Podemos intentarlo, pero creo que va a ser complicado.
—Deja tu cerebro analítico apartado, déjate fluir y permítete
prestar tu cuerpo físico a tu hijo.
Dirigiéndome ahora a Álvaro, prosigo:
—¿Álvaro?
—Sí.
—Aquí está tu mamá, que quiere darte un abrazo, y tu papá te
autoriza a que utilices su cuerpo físico para hacerlo, ¿te parece
bien?
—Sí.
En este momento, Sebas y Paloma se abrazan emocionados, y al
paso de unos minutos continúo:
—Álvaro, no sueltes a mamá y utiliza su cuerpo para que papá
pueda sentir también tu abrazo. No hay prisa, ya estáis abrazados
los tres. Al acabar, quédate en el cuerpo de papá. —Concluido el
abrazo, me dirijo de nuevo a Álvaro—: Álvaro, gracias por estar
aquí, ¿necesitas decir algo?
—He venido acompañado de un grupo de amigos, a unos los
conocéis y a otros no, pero están ahí como en una balconada, sin
interactuar, solo están mirando.
—Ha sido un placer poder hablar contigo, gracias por venir y por
estar. Que Dios te bendiga. Ahora, deja ya el cuerpo de papá, con
suavidad…, eso es. —Dirijo la atención a Sebastián, a quien
pregunto—: Sebastián, ¿qué estás sintiendo?
—Estoy sintiendo la gran felicidad que me ha quedado del abrazo
de los tres, ha sido muy bueno poder sentirla.
***
Amigo lector, creo que ya te has dado cuenta de que entre la
experiencia regresiva de Paloma y la de Sebastián han transcurrido
veintidós meses y tres días.
Paloma, antes de llegar al final de su experiencia, vuelve a la
habitación de su casa para recoger la pérdida de alma que había
tenido como consecuencia del hecho traumático que para ella había
supuesto la muerte de su hijo. Al encontrarla nos dice, sin dudar:
«Esa mujer está muerta».
Por otro lado, Sebastián, llegado el momento de la muerte de su
hijo en la vida pasada, nos dice: «Mi mujer ha muerto en silencio».
Es cuando menos curioso ver cómo Paloma, durante la
experiencia del tránsito de Álvaro, experimenta, de forma
inconsciente, la sensación de muerte, coincidente con lo que
describe Sebastián en su experiencia.
Como ya viene descrito en mi libro El eterno presente del Alma ,
la pérdida del alma se puede presentar, en nuestra encarnación
actual, como consecuencia de una experiencia traumática,
provocando que una parte de nuestra alma quede atrapada, de
forma atemporal, en el presente de dicha experiencia.

Señales de Álvaro
Le gusta lo que estoy fabricando para él
Día anterior a la Hispanidad del año 2015.
Este día estaba construyendo lo que más tarde sería mi lugar de
estancia y pensamientos perdidos.
Este lugar está situado en una pared de mi garaje que no
utilizaba; ahí me dispuse a montar lo que para algunos es un altar y
para mí representa un lugar de reposo y pensamientos perdidos.
El día anterior a la fiesta de la Hispanidad del año 2015 estaba
colocando una réplica de la lápida de mi hijo. Me disponía a colocar
y embellecer la réplica, realizada en un material llamado alucobond,
que es un sándwich de aluminio en el cual está serigrafiada la
imagen de la lápida.
A la hora de colocarla, decidí embellecerla con un marco
fabricado con falsas vigas de poliuretano que imitan vigas de
madera oscurecida, el mismo material que se encuentra en el techo
del garaje, para que estuviese integrado en el entorno.
Coloqué la pieza de aluco bond y empecé a diseñar cómo sería el
marco: postura, colocación, inclinación, superposición de los lados,
etc.
La idea inicial era colocarlo todo a escuadra, con lados perfectos.
A medida que colocaba los bastidores fui colocando también los
laterales del marco, presentándolos, sin apenas sujeción,
aproximándolos con palillos para ir observando y viendo qué era lo
que más me gustaba.
Terminé de presentar los marcos y me senté en una banqueta, a
unos tres metros, para ver cómo iba quedando.
Me senté y cuál no sería mi sorpresa cuando, de repente, sin
más, los marcos laterales se movieron unos milímetros hacia los
laterales. Al unísono los dos marcos laterales, y no los verticales.
Esto debería haber provocado la caída de todos los marcos
montados, y para mi sorpresa lo único que se produjo fue una
desalineación de los marcos verticales, solo eso.
Este suceso me pareció raro, pero nada más. De hecho, al
observar cómo habían quedado, me gustó, y así de esta manera fue
como terminé de anclarlos y sujetarlos para que el acabado fuese el
que las circunstancias habían dado. Me gustó ese toque de
movimiento.
Esto eran las 23:00 horas de la víspera de la Hispanidad del año
2015.
Al día siguiente, Día de la Hispanidad, asistiríamos a un congreso
en Madrid, en el cual íbamos a escuchar a unos ponentes que
hablaban sobre el alma de los animales. Era esta una cuestión que
me parecía interesante, ya que en esos días me ocupaba ese
conflicto existencial: la vida después de la vida. Al reflexionar sobre
él me parecía coherente pensar que, si hay otra vida, los animales
también deben de participar de ese lado, y no solo los seres
humanos.
Lo que más atraía a mi esposa de ese congreso era una médium
famosa. A mí esa parte no me interesaba mucho, pero tampoco me
negaba a escucharla para luego extraer mis propias conclusiones.
El tema del alma de los animales me interesaba, pero aún me
atrajo más cuando leí que uno de los ponentes era Xavier, un amigo
de Barcelona que en los últimos días de vida de mi hijo Álvaro venía
a Madrid a hacer musicoterapia con él. Tenía ganas de verle y
abrazarle. Esta terapia relajaba y tranquilizaba a mi hijo. Le gustaba;
no tenía un efecto curativo propiamente dicho, pero era un
analgésico para él.
Estando en el congreso, vimos a Xavier y estuvimos en la
ponencia, que fue entretenida pero poco didáctica.
Comimos con Xavier, mi mujer y yo. Durante la comida nos
preguntó si conocíamos a una médium muy buena con
reconocimiento mundial. Respondimos que no. Nos preguntó si nos
gustaría verla. Decidimos que no teníamos nada que perder, y ya
estábamos allí.
Se levantó de la mesa, se dirigió a otra mesa del mismo
restaurante y al poco tiempo regresó para informarnos de que a las
17:00 horas teníamos cita con esta médium.
Sin entrar en muchos detalles, que los hay, fuimos a ver a esta
mujer con un traductor. En el habitáculo donde nos reunimos había
una mesa y cuatro sillas, y en él nos encontrábamos el intérprete, la
médium, mi mujer y yo. Era pequeño pero suficiente.
Empezamos la reunión: la mujer nos pregunta varias cosas y
empieza a hacer afirmaciones, ciertas e imposibles de conocer por
medios convencionales, ya que acabábamos de vernos por primera
vez hacia una hora, y no habíamos prácticamente hablado a
excepción de una pocas palabras de saludo.
Lo cierto es que nos dejó descolocados, sorprendidos, pensativos,
un tanto incrédulos y sobresaltados. Pero ¿cómo es posible que nos
contase lo que nos contó, cuando hay detalles que solo sabemos mi
mujer, mi hijo Álvaro y yo…, y nadie más?
Todo este escrito viene al caso porque durante la reunión la
médium me preguntó qué estaba construyendo para mi hijo, que a él
le gustaba mucho. Entre otras cosas le enseñé una foto del inicio del
altar o lugar de pensamiento. Me dijo: «Eso es lo que le gusta tanto
a tu hijo».
A la luz de esta experiencia ha sido como he entendido aquel —
como poco, curioso y sorprendente— movimiento de los marcos
sujetos por palillos, que por lógica se deberían haber caído al suelo
pero tan solo se inclinaron.
No sabría explicar qué es o qué pasó, pero para sosiego de mi
mente, y de mi yo interior, quiero pensar que mi hijo me estaba
hablando, a su manera: «No te rompas la cabeza para colocar el
marco perfecto, a mí me gusta imperfecto, inclinado». Y así ha
terminado el marco: inclinado.
El timbre que yo pedí
Antes de hablar del suceso acaecido el 27 de enero del 2016, tengo
que establecer algo importante.
El día que velamos a mi hijo, en casa, fui el encargado de
introducirlo en el ataúd blanco en el cual reposa su cuerpo. A la hora
de depositarlo en él, coloqué ciertas cosillas a su alrededor, pero
hay una que puse entre sus manos, se trata del único pulsador que
teníamos para activar el timbre, con señal acústica y luminosa,
colocado en el tiro de la escalera, sobre la cajita donde dejamos las
llaves. Le pedí que me llamara; no sé desde dónde…, pero que me
llamara.
Este artilugio es un timbre cuyo receptor sigue estando en el
mismo lugar en el que en su día se colocó: encima de la caja de
madera para llaves en el tiro de escalera, para que la señal no se
viese interferida.
El pulsador se le daba a mi hijo y se le colocaba entre las manos
cada vez que lo movíamos de habitación, para que, si tenía la
necesidad de llamar, tocase el timbre. Mi hijo dejó de ver con
claridad en los últimos días y esto fue lo que ideamos para que
tuviese confianza y estuviese cómodo y relajado.
Dicho esto, relataremos un episodio que convirtió un día
cualquiera un día singular. Pero antes, para poder entender en todo
su sentido la experiencia, es necesario un breve prólogo.
El 1 de julio del año 2015, mi hijo Álvaro tuvo que dejarnos en
este mundo; partió hacia ese lugar del que nadie regresa, o mejor
dicho, del que nosotros no sabemos casi nada, por no decir nada, y
al que llegamos después de la muerte del cuerpo físico.
Cuando esto sucedió nos dejó un vacío…, no sabría cómo
definirlo, un vacío inmenso, infinito, un hueco vacío, desesperación,
una falta de sentido para la vida, una tristeza desoladora, un dolor
interno imposible de localizar porque lo ocupa todo, una angustia
por la pérdida de lo que amamos más que a nuestra propia vida.
Después de lo sucedido, necesitábamos buscar y nos pusimos a
buscar.
En nuestra búsqueda nos encontramos con, entre otras personas,
un médico que hacía terapia regresiva. A Juan José lo escuchamos
por vez primera en una ponencia sobre experiencias cercanas a la
muerte impartida en un congreso de Proyecto Túnel.
Ese día fue el 31 de octubre del 2015, sábado, cumpleaños de mi
hijo, el primer cumpleaños sin su presencia física. Aun así decidimos
celebrarlo, ya que coincide con la noche de difuntos, en la que
siempre nos disfrazábamos. Era un homenaje duro, pero necesario
para nosotros.
En el citado congreso nos pusimos en contacto con Juan José y
pedimos cita para su consulta en Cartagena. Nos dieron la cita para
el 22 de diciembre del 2015, el día del sorteo de la lotería de
Navidad.
Allí que fuimos. La sesión, reflejada en páginas anteriores,
transcurrió con normalidad.
El día 27 de enero de 2016, a los treinta y seis días de aquella
sesión, ocurrió algo sorprendente y sin explicación lógica ni racional.
A las 23:40 horas me llamó por teléfono mi mujer. No pude
atender su llamada, ya que estaba liado con el trabajo en mi oficina;
decidí que la llamaría un ratito después.
Me volvió a llamar, pero lo mismo: no contesté y lo retrasé para
más tarde.
Al instante recibo un wasap en el que me escriben literalmente:
23:40: Llámame cuando puedas.
Explícame cómo es posible que esté sonando el timbre de Álvaro que
está encima de la caja donde pongo las llaves.
Estoy aquí con Jorge y Emilio y lo hemos oído y visto cómo se encendía
la luz del receptor.
23:42: No les voy a dejar irse.
Está sonando otra vez.
Ha sonado tres o cuatro veces.

Contesto:
23:43: Voy en 5 minutos.

Desde mi oficina hay quince minutos en coche hasta mi casa, en


diez minutos me presenté allí.
Cuando llego, entro por el garaje y accedo al hall inferior, donde
está situada la caja de llaves, en la cual está, en su parte superior, el
receptor del timbre, que empieza a sonar y lucir. Paloma lo coge y
deja de sonar.
Fue tan rápido y precipitado que no daba mucho crédito a lo que
veía y oía… Paloma me pedía explicaciones: «¿Por qué suena y
luce este receptor del timbre…, por qué…, por qué?».
Lo interesante fue que los acompañantes de Paloma —dos
sexagenarios, sus tíos Jorge, de 65 años, y Emilio, de 68— estaban
en un estado, por así decirlo, extraño.
El más joven, Jorge, opinaba que se debía a que alguien había
pasado por la puerta y tocado un timbre.
El más mayor, Emilio, no decía nada. Su cara era un poema que
reflejaba pánico, miedo, angustia e incomprensión. Esa cara me
confirmó que lo que contaban era cierto: a nadie se le queda una
cara tan apretada, la mirada perdida y el habla congelada por nada.
Estaba claro que había sucedido un hecho para el cual nadie
podía dar una respuesta lúcida y clara.
El hecho era surrealista respecto a nuestra forma de ver las
cosas, pero lo que sí estaba claro es que locos, no, que había
pasado y que todos los presentes lo habían presenciado, a pesar de
no saber por qué…, por qué…, ¿qué ha hecho funcionar este
receptor, cuyo único pulsador se encuentra a tres mil metros, dentro
de un ataúd…, en las manos de mi hijo?
El hecho es que la vivienda está recubierta de piedra, un aislante
para las ondas de pulsadores y receptores. Es más, para poder abrir
la puerta exterior automática hay que colocarse directamente frente
al receptor de modo que llegue la onda. Parece difícil que alguien
vaya por la calle y toque un mando con la misma longitud de onda
que el receptor que tenemos en la caja de llaves. Además, el barrio
es, como yo digo, un cementerio de vivos: a estas horas nadie anda
por la calle.
El receptor está colocado en este lugar porque era el único que
permitía que el timbre sonara sin problemas. Si lo hubiésemos
colocado en otro sitio, y se hicieron pruebas en su momento, el que
funcionara o no dependía de dónde se estuviese. Según las
instrucciones del aparato, tenía una efectividad de 10 metros.
Es más, por lo relatado por los presentes, el receptor empezaba a
funcionar y paraba; después volvió a funcionar… Así hasta cuatro o
cinco veces. Solo dejó de funcionar cuando Paloma lo cogió con las
manos.
¿Un aparato de estas especificaciones técnicas podría accionarse
solo? En principio, no. Pero iniciarse, apagarse, iniciarse,
apagarse…, es bastante más inverosímil… Pues sucedió.
Podríamos decir que son anomalías acústicas, anomalías
eléctricas, circunstancias extrañas, momentos raros… Da igual el
nombre que le demos, lo cierto es que ha ocurrido y provocan
emociones y sentimientos de tristeza y felicidad en un mismo son.
En lo único en lo que estamos todos de acuerdo es en que no nos
ha dejado indiferentes. Después de ello hay material de que hablar.
Y a todo esto…, quien pidió que sonara, que lo llamaran, fui yo.
Pero esto no acabó aquí.
Repeticiones timbrales. No una más: muchas más
Una noche cualquiera algo volvió a suceder, esta vez sí estaba
presente. De hecho, cuando el receptor comenzó a funcionar, timbre
y luz, me sorprendió solo en las escaleras. Me di la vuelta para
mirar, observar, oír…, y era cierto: estaba sonando el receptor y se
iluminaba. No es que me sorprendiera, era grato, era como
armónico para mis oídos; cierto es que de armónico tenía poco,
pero, ¡joder!, me senté en las escaleras para escucharlo y verlo…
Estaba sucediendo algo que yo había pedido, y allí que me quedé.
No sé cuánto tiempo pasó, no fue mucho, hasta que Paloma
apareció preguntando si estaba sonando el timbre. A lo cual no hubo
respuesta por mi parte. Nos miramos y ella pasó al final de la
escalera, o mejor dicho, al rellano inferior, ya que yo estaba sentado
en el primer tiro de escalera. Me miraba y me decía: «Está
sonando…, está sonando…, ¿por qué?, ¿por qué?…». Yo no
respondí, ella sola estaba respondiéndose, pero esta vez lo
estábamos viviendo juntos, no teníamos que contarnos nada, allí
estábamos los dos solos… o tal vez no tan solos… Pero solo
podíamos mirarnos y escuchar cómo el receptor sonaba, paraba,
sonaba, paraba…, y así durante un tiempo que no sabría precisar,
quizá media hora o más, hasta que ella decidió quitarle las pilas. Al
hacerlo farfulló: «¡A ver si ahora suenas!»… Fue tal mi sorpresa que
solo acerté a sonreír y responder: «Bueno, tú misma».
Evidentemente, dejó de sonar y lucir.
Este momento fue mágico para mí, me hizo pensar y creer que,
tal vez, si pides te dan; desde no sé dónde, pero te dan.
A mí me había dado un subidón de esos que te hacen llorar, reír y
no sabes qué hacer… Algo precioso.
No puedo decir por qué sí, por qué no… Y me da igual, sucedió y
eso a mí me basta. No pretendo buscar explicaciones a lo sucedido,
ya que lo he hecho anteriormente y, la verdad, me importa un bledo.
Sucedió y no estoy loco…, o eso quisiera pensar yo. Lo tengo
grabado y me da un impulso… No me cura de la pena ni de la
tristeza… La pérdida y la ausencia existen y de esto no hay vuelta,
nadie me va a devolver a mi hijo físico, al cual vi nacer, amé y amo
más que a mi vida… Pero esto… es algo que pedí…, y lo tengo.
No me resuelve mi tristeza, pero es un rayo de luz… en la
inmensidad del universo… Me quedo con eso.
Este timbre es la leche, ha sonado otras veces, y la última vez no
fue por la noche. El 9 de abril del 2019, mientras estaba en el
despacho de casa, enganchado al ordenador y trabajando solo…,
sin más…, escucho el timbre. Tomé el móvil de inmediato y me puse
a grabar. Me levanté de mi silla y me acerqué a la puerta del
despacho, que da al hall de la caja de llaves, donde está el receptor
sonando e iluminándose… Allí me quedé… de pie, quieto, mirando,
escuchando… Era mediodía.
Estoy grabando, escuchando el ritmo del sonido y decido pasar la
puerta que da al garaje, y para mi sorpresa el sonido se alarga y
cambia de intensidad. Sigo hacia el garaje, en donde tengo un
espacio habilitado para mis pensamientos perdidos, donde tengo un
pequeño lugar de recuerdos, de memorias pasadas. Doy una vuelta
por el garaje…, el receptor sigue sonando con ese cambio de sonido
alargado y más intenso… Vuelvo al hall donde está el receptor:
sigue sonando con este último cambio.
En ese momento escucho a Paloma, desde la planta de arriba:
«¿Está sonando el timbre?». Ella sola baja y confirma lo que ya era
evidente. Esta vez no quita las pilas, no toca el receptor…,
sencillamente se hace la normalidad.
Esto sí que lo grabé, tenía el teléfono a mano, estaba trabajando y
es mi herramienta primaria. Lo pude grabar un rato largo, y
comprobar ese cambio de tonalidad e intensidad, algo que me
sorprendió por el momento en que se produjo el cambio, que fue
cuando salí al garaje.
No es solo que suene y se ilumine, sino que también cambia de
tono e intensidad… ¿Locura? Bendita locura.
Loco te vuelves cuando tienes que enterrar a un hijo. Esa locura
no es saludable. Pero esta vivencia…, será otra locura…, bendita
locura que me devuelve a este lugar que llamamos vida… un lugar
que había abandonado mental y físicamente.

Un día cualquiera, reunidos unos papás


Quisiera también relatar un suceso curioso que se produce en
nuestra cocina del garaje y que, en muchas celebraciones o
reuniones en las que nos juntamos diversas personas, se convierte
en el centro de diferentes comentarios, dilemas, opiniones diversas
y, ante todo, habladurías.
Se trata de un dispositivo colocado en un enchufe y que sirve para
detectar CO2 .
En la cocina tengo colocados dos detectores de CO2 , uno
funciona a pilas y está colocado a 50 cm del techo, el lugar idóneo
para detectar este componente nocivo, y el otro está enchufado a
una altura de, aproximadamente, un metro del suelo. Este último ha
manifestado comportamientos anómalos, con sonidos emitidos a
destiempo y sin razón aparente.
Está probado que el primero funciona correctamente. Se han
hecho pruebas con coches arrancados, colocándolo en sus
inmediaciones se ha visto que su funcionamiento es correcto: salta
su alarma para avisar de que hay un exceso de CO2 .
El segundo parece ser más sensible y no hace falta colocarlo en
las inmediaciones. Desde su lugar avisa del exceso de CO2 .
Me voy a referir a este segundo detector de CO2 . La primera vez
que fuimos conscientes de que sonaba sin tener objetivamente
razón para ello fue en la celebración de un cumpleaños de mi hijo
Álvaro, ocasión que seguimos festejando todos los años.
Más adelante observamos que en otros eventos empezaba a
sonar sin que hubiera acumulación de ambientes cargados, y
teniendo en cuenta que el CO2 se acumula en el techo y va
invadiendo el habitáculo de arriba abajo, es reseñable que el otro
detector nunca haya saltado en ninguna de las reuniones a las que
hacemos referencia.
Empezamos a prestarle atención, de tal manera que muchas
veces lo desenchufábamos y así se quedaba.
Cierto es que en otras ocasiones sonaba sin que hubiese nadie
en la cocina o el garaje, lo cual nos empezó a llamar la atención.
También es cierto que este aparato empezó a sonar a raíz de que
Paloma le quitase las pilas al receptor de la escalera.
Las pilas del receptor de la escalera fueron puestas al día
siguiente de habérselas quitado, pero el receptor estuvo tiempo sin
sonar, fue entonces cuando el detector empezó a mostrar
comportamientos raros y anormales que hasta entonces no
habíamos detectado.
Hubo un día que el fenómeno resultó incluso bonito…
Fue una noche de sábado. Nos habíamos reunido tres parejas —
tres papás y tres mamás—. Todos habíamos perdido a un hijo.
Estábamos tomando algo, tranquilamente sentados alrededor de
una mesa, hablando de lo que pueden hablar tales personas: de sus
vivencias, circunstancias, penas, pesadumbres, y sabiendo que el
que te escucha, te escucha.
En esas estábamos cuando, no sabría en qué momento exacto,
empezó a sonar este aparato. Sonaba y paraba, lo dejaba un rato y
volvía a sonar. Hasta que llegó un momento en el que la repetición y
continuidad nos pareció a Paloma y a mí algo ya diferente a lo
habitual, pues normalmente hacía estas rarezas en ocasiones, pero
no era lo normal que fuese tan repetitivo el sonar, parar, sonar,
parar.
No era normal. Cierto es que el fenómeno era ya en sí mismo una
anormalidad, pero, como sucede con todo, el tiempo había acabado
por convertirlo en rutinario. Esa noche estuvo horas en esta
anormalidad. Cualquier otro lo hubiese desenchufado, pero aquí no.
Lo dejamos estar, a cualquiera le molestaría, pero nosotros
pensamos que tal vez —y solo es una posibilidad muy remota— no
estuviésemos solos y esta fuese una forma de comunicación.
¿Quién sabe? Locuras, seguro, pero que a un aparato eléctrico que
sigue estando colocado en su sitio le dé por hacer cosas raras, a
veces incluso más raras un de lo habitual, y luego deje de hacerlas y
funcione correctamente… Eso sí que es de locos.
Trazos
Personalmente, este fenómeno es el que más me ha marcado, pues
estaba solo y no tengo para él ninguna explicación lógica ni de
ningún otro tipo. Y suceder, sucedió, tan cierto como que estoy
escribiendo estas letras, unas detrás de otras.
Una noche cualquiera, como otras muchas, estaba en el rincón de
los pensamientos perdidos que construí después de la partida de mi
hijo. De hecho, me hice hasta una mesa de madera, dadas las horas
que me pasaba ahí…, sumergido en mi más profundo yo.
El dolor no me dejaba respirar, las lágrimas brotaban como un
manantial que no se seca nunca, pensamientos perdidos en una
ruleta que gira sin respuestas, sin avances, sin retrocesos, es como
el movimiento más inmenso y veloz. Yo estoy parado en el centro…,
como si no fuese conmigo. Y sí que va conmigo. Todo es
movimiento y, a la vez, quietud…, todo es dolor, sufrimiento,
desesperación, una agonía interna que te devora y te aplasta… Es
lo más parecido a estar muerto que he experimentado. Pero sigo
respirando…, aunque me pese.
En esta vivencia he estado muchas noches, días, tardes, aquí en
mi rincón, pero esa noche fue diferente por lo que presencié.
No sé qué día de la semana era, pero sí sé que eran las tres de la
mañana, porque en el lugar tengo un reloj de luna y, al observar que
estaba parado, le cambié la pila y lo puse en hora: las 03:00.
Después de esto, me recogí en mí mismo y empecé con mis
pensamientos. Afloraron más lágrimas y más sollozos…, todo ello
sentado en una banqueta de madera…, mirando la lápida de mi hijo.
Estaba mirando fijamente la lápida… y empiezo a ver que en una
zona de esta comienzan a aparecer unos trazos, rayas uniformes,
de arriba hacia abajo y viceversa, y estas rayas salen como del
fondo, apareciendo en la lápida de menos a más, van ocupando
más espacio en la lápida y van adquiriendo más color. Son más
vivas, y más, y más…, como si hubiese alguien con un lapicero,
rotulador, bolígrafo trazándolas de arriba abajo. Este fenómeno
sigue, lento pero continuo. Despacio, las rayas van cogiendo un
color más intenso… Nada…, un poco más…, más…, más… Y se
van expandiendo por la lápida.
Yo sigo llorando y mirando. No pierdo un instante en mirar y ver…
Estoy perplejo y absorto… Llorando, sigo quieto e inmutable en mi
mirada y mi sollozo.
Esto transcurre entre las 03:00 y las 03:25 de la mañana, que es
cuando dejo de ver. Sigo mirando, pero ya no hay más trazos…, ya
no aparecen… El tono de color ha dejado de aumentar…, ya no se
expanden… Se ha acabado.
Perplejo, pero consciente de lo sucedido, me levanto de la
banqueta de madera y pido permiso, como si hubiese algo o alguien
conmigo, para poder tocar las rayas y averiguar de qué están
hechas. Me mojo el dedo índice y lo paso sobre la parte inferior de
los trazos. Esto hace que me sorprenda todavía más: ¡¡es
carboncillo marrón!!, es lápiz.
Dejé de sollozar, y mis pensamientos siguieron dando vueltas sin
respuestas.
Me limito aquí a narrar un suceso para el cual no tengo
explicación.
La muestra de esto sigue en el lugar donde se produjo: en la
lápida de mi hijo, ubicada en el rincón de los pensamientos
perdidos.

Paloma
Buscaré motivos para seguir viviendo, lo haré por y para ti.
Me enseñaste que la vida es muy corta y aún estoy aprendiendo a
lidiar con tu ausencia.
Sigo en el camino de la búsqueda de la conexión, pero no hay
remedios que curen el dolor de tu ausencia. Solo pensar que no te
has ido y que estás a mi lado me ayuda a vivir.
Te siento, gracias por permitirme ser tu mamá y por poner
personas maravillosas en mi camino. Gracias por ser mi gran
maestro, porque tu lucha, tu fuerza y tu valentía son mi mayor
ejemplo para poder vivir sin tu presencia. Gracias por enseñarme…
tanto Amor.
María Jesús y José
David Jesús

E n el mes de julio de 2017 llega a mi consulta esta pareja


acompañada por su hijo mayor, José Luis.
En ese momento, José Luis tiene dieciocho años y es catorce
meses y catorce días mayor que David, quien hizo el tránsito el 21
de marzo de 2017.
La consulta es para José Luis, ya que, emocionalmente, se
encuentra bloqueado desde la partida de su hermano, y no acepta lo
sucedido.
Da comienzo la anamnesis con estas palabras:
—Hace tres años mi hermano estaba en lista de espera para un
trasplante cardíaco. Fueron tres años de tensión total esperando el
aviso.
»Al año y medio le hacen el trasplante y volvemos a casa, pero yo
no siento felicidad, debido a la armadura que me fabriqué. A los seis
meses, David empezó a enfermar otra vez.
»Un día, estando con mis amigos, recibo una llamada telefónica
de mis padres diciéndome que David presenta rectorragia como
consecuencia del cáncer de colon que tenía, y se van al hospital de
Valencia.
»A partir de ahí, empecé a odiar y a sentir ira por todo. El fin de
semana lo pasaba con mi hermano en el hospital. Al finalizar la
quimio, otra rectorragia que motiva su ingreso en la UCI, hasta que
sale de alta y pasa a planta, lo que se traduce en una permanencia
de ocho meses en Valencia.
»En enero de 2017 se le diagnostica neumonía atípica por
citomegalovirus, que fue empeorando dentro del mismo hospital.
»Estamos ya en marzo de 2017, estoy con David, pero al llegar la
noche me voy a casa a dormir. Estando ya en casa me llamó mi
madre, me vestí, me volví para el hospital y estuve junto a mi
hermano David, hasta que el monitor se quedó plano, el 21 de
marzo de 2017.
»A las dos semanas de lo sucedido creí sentir que me desprendía
de mi armadura y de mis odios, pero fue pasajero…».
Al acabar la anamnesis, le aconsejé a José Luis la lectura de un
par de libros y, tras su compromiso de leerlos, concertamos una cita
para septiembre.

José Luis
—Cuando tú puedas, retrocede al pasado mes de marzo, entre
los días 20 y 21, sitúate en el momento que tú elijas y cuéntame,
hablándome en presente, todo lo que está pasando, como si ahora
mismo estuviera pasando.
—No recuerdo al pie de la letra cada cosa que ocurrió.
—No se trata de que lo recuerdes, sino de que lo revivas. Yo sé
que tú puede ser que no recuerdes todo al pie de la letra, pero hay
una parte de ti, que se llama Alma y es quien realmente tú eres, que
recuerda hasta el más mínimo detalle. Confía en tu Alma.
—Estoy con mi tía Lola; en principio es un día como cualquier
otro. En estos días David viene presentando altibajos en su estado
de salud.
—Muy bien, sigue.
—Estoy caminando hacia el hospital, es por la tarde, llego a la
habitación y me quedo con David, para que mi madre salga… Al
entrar encuentro a mi madre sentada y mi hermano me está
mirando.
—Míralo también tú a él…, y deja salir ese llanto.
—Siento mucha impotencia… Le masajeo el brazo derecho…, y
me dice que está hecho una mierda…, pero me lo dice con ese
humor negro que él tiene. Yo intento reírme, pero en mi interior
siento ira e impotencia.
—Cada día le masajeo un brazo, y ahora lo hago en el derecho.
Le agarro la mano derecha e intento hacerlo para centrar mi energía
en ello. Siento como si, de alguna manera, le pudiera ayudar, pero
no es suficiente. Estamos solos, mamá se ha ido.
—Muy bien, sigue.
—Estoy bastante cansado y con mi típico dolor de cabeza, por lo
que le pido a mi madre que entre con él y yo me quedo en la puerta.
»Ahora me tumbo en un sofá que hay ahí fuera, que es donde
duerme mi padre… Me pongo música… y maldigo a la gente que,
por malos hábitos, se provoca los problemas que David se ha
encontrado sin haberlos buscado».
—Ahí, tú estás sintiendo odio, ¿alguna vez has sentido amor?
—Sí, hacia mi familia y hacia David.
—Pues intenta cambiar el odio por amor… hacia ti, aunque solo
sea durante un momento…, y sigue.
—Estoy en el sofá. Ahora decido dormir.
—Fíjate en ese momento y permítete sentir cómo el sueño
empieza a invadirte y tu cuerpo se relaja, llegando a sentir una
sensación como de peso agradable. Pero date cuenta de un detalle:
solamente se duerme tu cuerpo físico, tú no te duermes. A partir de
este momento, ¿qué está pasando?
—Estoy viendo a mi cuerpo durmiendo boca arriba en el sofá.
Ahora entro en la habitación, estoy viendo a mi madre mirando los
monitores y David está dormido porque está en coma inducido.
—Sal de la habitación y mira, otra vez, tu cuerpo en el sofá.
—El sofá está fuera de la habitación de David y estoy junto a él,
mirando mi cuerpo dormido. La puerta de la habitación de David
está abierta.
—Bien, pues acércate a ella y, con la mano derecha, atraviesa la
pared que hay junto a la puerta… Ahora métete tú. ¿Estás dentro de
la habitación?
—Sí, estoy dentro. Esto es genial.
—Esto, que parece un juego, te invito a que lo hagas para que te
des cuenta de que, cuando tu cuerpo físico está dormido, puedes ir
donde quieras porque para ti, a partir de ese momento, no hay
tiempo, no hay espacio, no hay distancia ni barreras arquitectónicas.
Sal otra vez de la habitación, a través de la pared, y colócate junto a
tu cuerpo.
—Ya estoy.
—¿Te gustaría estar en la casa donde vives habitualmente?
—Depende, me gustaría estar donde esté David.
—Por un momento olvídate de David y fíjate en ti. Quiero que
experimentes cómo para ti, en este momento, no hay espacio ni
distancia. Desea estar en tu casa de Ibi.
—Ya estoy en ella, esto es muy fácil.
—Desea ahora estar en el hospital junto al sofá donde está tu
cuerpo dormido.
—Ya estoy.
—Muy bien, ¿hay algún país que te llame la atención?
—Japón.
—Desea estar en Japón.
—Ya estoy, hay edificios altos, pantallas que brillan y gente que va
y viene, pero la gente a mí no me ve.
—Como ya te has dado cuenta, para nosotros, cuando no
tenemos cuerpo físico, o no lo tenemos en vigilia, no hay tiempo ni
espacio ni distancia. Por eso, como tu cuerpo está dormido, te
puedes permitir hacer todo esto.
»El cuerpo de David también está dormido, y antes me has dicho
que te gustaría estar donde esté David».
—Sí, así es.
—Pues deséalo.
—Entro en la habitación y mi hermano está como a otro nivel…,
está por encima… Me viene a la cabeza…, esto es la hostia.
—¿De dónde te llega esto?
—Me llega de David, me quiere decir que está bien.
—Deja salir ese llanto y, por favor, no te odies más, date cuenta
de que lo que está pasando no depende de ti; está pasando lo que
tiene que pasar y no está en tu mano el evitarlo o cambiarlo.
—David me está diciendo que me deje de gilipolleces. Él está en
un lugar muy blanco, donde hay mucha luz y no hay límites. Está
feliz, aunque podría estar más feliz.
—¿Qué necesitaría para estar más feliz?
—Que mis padres y yo también lo estemos. Se ríe de que haya
tenido que llegar hasta aquí para preguntárselo, cuando él siempre
decía que fuéramos muy felices y que viviéramos nuestra vida sin
encadenarnos a nada. Me dice que me busque una novia.
—Muy bien, sigue.
—Dice que les diga a mis padres que no piensen en las cosas
malas que él ha podido haber hecho, y también dice que no se ve el
mundo igual desde la claridad que desde un cuerpo enfermo.
—Pregúntale a tu hermano si está plenamente en la luz.
—Dice que sí; y que para que nos hagamos una idea, todas esas
mierdas que tenemos entre nosotros… ahí arriba no existen.
—Pregúntale a David qué tendrías que hacer para cambiar el odio
por amor.
—Antes de nada, me lleva de vuelta al hospital y me señala… a
mí. Me dice que me fije, que es como si tuviera oscuridad encima, y
me dice que ese es el camino por el que estoy caminando, y que si
no quiero convertirme en el que está en la camilla, tengo que dejar
de ir por ahí.
—¿Tú entiendes esto que acaba de decir David?
—Sí, perfectamente. Mi hermano está sonriendo, ahora lo estoy
abrazando y me dice que, en todo momento, está pendiente de
nosotros esperando que superemos esto y cambiemos el odio por
amor.
»Ahora me estoy alejando de él, yo hacia abajo y él hacia arriba, y
me integro en mi cuerpo, que está durmiendo en el sofá».
—Sitúate ahora en el momento en el que el electrocardiograma se
queda plano y su cuerpo deja de funcionar. ¿Dónde está David?
—David está fuera de su cuerpo desde antes de que se pare su
corazón, está junto a la camilla, enfrente de mí y al lado de mi
madre, a la que le acaricia la cabeza y le da un beso, a mi padre le
da un golpecillo cariñoso en la cabeza y le dice «estás calvo», y a
mí me da las gracias por haber estado siempre ahí y haberle
protegido.
—Aprovecha este momento y sigue hablando con tu hermano.
—Le estoy diciendo que, a partir de ahora, voy a estar jodido
porque cada vez que vaya a hacer algo no voy a poder contar con
su ayuda; pero me dice que no es así, sino que es ahora cuando él
me va a ayudar a mí.
—Avanza al momento en el que estáis en el tanatorio.
—David, no es que esté cabreado, pero dice: «Aquí sobra la mitad
de la gente, con lo poco que me gustan las multitudes. Menuda
mierda me ha hecho en la cara, parezco un muñeco».
»Durante la misa está con nosotros, bastante tranquilo. Ahora
llevan la caja al crematorio, y David sigue con nosotros».
—¿Quién va a recoger las cenizas?
—Pues voy yo junto a mis padres y unos amigos, David también
está ahí, con nosotros. De camino a casa paramos a comer y, ahí
también, David nos acompaña.
—¿Y qué hacéis con las cenizas?
—Tomo el tarro y me siento en su silla, David está a mi lado.
Actualmente, las cenizas están dentro de su peluche favorito.
—¿Qué opina David de esto?
—Dice que ahí están bien, que da igual, que eso ya no sirve para
nada, que hagamos con ellas lo que queramos.
—Si te das cuenta, somos nosotros quienes nos aferramos a las
cenizas. Avanza ahora al momento en el que tu hermano ve la luz.
—Primero vaga un poco por ahí.
—Hace casi seis meses que su cuerpo murió. ¿Cuánto tiempo
habrá transcurrido hasta encontrar la luz?
—Se lo he preguntado y me ha contestado que han transcurrido
sobre unos tres meses más o menos. Me dice: «¿Pero tú crees que
voy yo, ahora, a mirar el reloj?, es que sois muy cansinos».
—Pídele que te abrace y confírmame que se queda en la luz.
—Se está alejando y sigue la voz de mi tía Rosa y de la yaya
Avelina. Viene —muy emocionada— mi tía Rosa, la veo muy bien,
está feliz, contenta; la yaya también está contenta.
—Oye, ¿qué tendrá ese sitio, que todo el mundo está contento?
Pregúntales.
—La yaya me dice: «Nene, si aquí no se puede estar mal, donde
se está mal es ahí abajo…, porque nosotros queremos». Les digo
que ya nos veremos algún día y me contestan: «Tú no tengas prisa,
que aún te queda mucho por hacer».
—Bueno, no olvides que ellos te pueden ver todos los días; y a
ellos les encanta amar y perdonar, creo que les va a gustar mucho
que tú también ames, perdones y destierres de ti la ira y el odio.
»¿Qué estás sintiendo en estos momentos en los que ellos se
integran en la luz?».
—Mucha tranquilidad.
Pasaron dieciséis meses hasta que tuve la suerte de poder
acompañar a María Jesús en su experiencia en estado regresivo.

María Jesús
Corría el mes de enero de 2019 cuando tuve la suerte de poder
acompañar a María Jesús durante su experiencia en estado
regresivo.
—¿Qué necesitarías trabajar en regresión en este momento?
—Quisiera poder ver a David, para saber cómo está y pedirle
perdón.
—¿Qué sucedió ese día en el que David se marchó?
—Era lunes, y el fin de semana había estado mejorando, tenía la
cara sonriente a pesar de estar intubado, pero empezó a empeorar.
—Retrocede a ese día, como si hoy fuese ese lunes, y dime todo
lo que está sucediendo, hablándome en presente.
—Estoy junto a David, siempre le pongo música y, también,
oraciones de sanación. Al ver que los monitores están empezando a
empeorar, le están aumentando la medicación para la tensión. Mi
hijo José y yo decidimos ponerle las canciones que más le gustan.
—Muy bien…, sigue.
—Estoy sentada con él y, agarrándolo de la manita derecha, le
estoy dando masajes porque está muy hinchadito…, y le digo que
aguante, porque necesito tenerlo conmigo.
—Sigue.
—A veces pienso que nos oye, porque siento movimientos de su
mano…, pero quizá son estímulos. Mi hijo José llega y se queda con
David, mientras yo salgo a ducharme, pero siempre que me voy
tengo miedo de que le pase algo.
»Cuando vuelvo, José se sale y llegan los neumólogos. Al darme
cuenta de que los monitores están peor me quedo en el sillón
escondida, escuchando sus conversaciones, por lo que me entero
de que la cosa no va bien».
—Deja salir ese llanto… y, cuando tú puedas, sigue.
—Yo no quiero que se muera, tenemos muchos planes. En el
sillón me quedo un poco dormida, pero me da miedo que me vean y
me regañen por haberme quedado ahí.
—Fíjate en ese momento en el que te quedas dormida en el sillón.
¿Estás sentada o recostada?
—Estoy recostada y encogida.
—Date cuenta de que solo se duerme tu cuerpo, tú no te
duermes. ¿Dónde estás cuando puedes ver tu cuerpo recostado y
encogido?
»Estoy al lado del sillón, y me estoy viendo. El sillón está al lado
del box de David, pero su box está cerrado».
—Aprovechando este momento quiero que te des cuenta de que,
para ti, ahora que tu cuerpo está dormido, no hay tiempo, no hay
espacio y no hay distancia, así que, para desplazarte, basta con que
desees estar donde quieras estar…, y allí estarás. Desea estar junto
a la puerta que cierra el box.
—Ya estoy.
—Mete la mano derecha a través de la puerta…, y sácala de
nuevo. ¿Algún problema?
—Todo bien, ningún problema.
—Pues vuelve a meter la mano a través de la puerta, mete todo el
brazo y métete tú…, atraviesa la puerta.
—Ya estoy dentro del box, con David hay dos neumólogos y me
tranquiliza verlos con él.
—Observa cómo trabajan y, cuando se retiren, colócate en su
trayectoria.
—Están entre el respirador y el aparato de diálisis. Cuando me
pongo en su trayectoria, y vienen hacia mí, no pasa nada, no me
ven y siguen caminando, aunque yo esté ahí.
—Quiero que compruebes un poco más cómo para ti, en este
momento, no hay tiempo, espacio ni distancia. Ahora estás en el
hospital de Valencia… ¿Te gusta Madrid?
—Sí, sobre todo El Retiro.
—Desea estar en el parque de El Retiro.
—Ya estoy.
—Colócate en la trayectoria de alguien que esté paseando.
—Ya lo hago, pero no me ve y tampoco me oye cuando le hablo.
—Desea estar de vuelta en el box donde está David.
—Ya estoy. David se incorpora y me ve. Lo abrazo, necesito
abrazarlo. Me dice que sabe lo que está pasando y que su cuerpo
está muy mal. Yo quiero cuidarlo como esté, pero me dice que no
quiere atarme a él. Aunque lo estoy viendo y me está hablando, me
bloquea mucho ver su cuerpo en la cama.
—Háblale desde el amor y, con mucha claridad, dile que su
cuerpo se está muriendo.
—Me dice que ya lo sabe y que no tiene miedo a que su cuerpo
se muera. Él tiene claro que se tiene que marchar y lo acepta con
alegría…, está sonriendo.
—¿Cómo le afecta a David tu tristeza, tu pena y tu dolor?
—No le gusta, porque él siente mi tristeza, mi pena y mi dolor.
—Fíjate, cuando estaba dentro de tu vientre, lo que tú sentías
también lo sentía él; ahora, lo que tú sientes también lo está
sintiendo él.
—Yo prefiero que mi hijo esté contento. Estoy abrazada a mi hijo y
no quiero soltarlo.
—Acóplate con suavidad a tu cuerpo, que está en el sillón, y
avanza al momento en el que despiertas del sueño.
—Ya se han marchado los médicos y, sin que se den cuenta, me
levanto, entro directamente en el box y me vuelvo a agarrar a su
mano.
—¿Dónde está David ahora?
—Está enfrente, al otro lado de la cama. No está contento de ver
tanta vía y tanto cable. Viene mi hijo José, se pone a ver los
monitores y se enfada mucho. En cambio, David está tranquilo. José
agarra la otra mano de su hermano y empieza a acariciarle la cara y
la cabeza, David está mirando con cariño cómo su hermano está
acariciando su cuerpo…, y se pega a él.
»José me dice que está agotado, quiere descansar y se va al
sillón. Estoy cansada de estar en la silla, me duele todo, pero no
quiero separarme de David, no quiero soltarlo. El monitor va cada
vez peor, la tensión sigue bajándole y las gasometrías van saliendo
cada vez peor».
—Muy bien, pero no pierdas de vista a David. Avanza al momento
en el que su cuerpo deja de funcionar.
—Estamos los cuatro juntos, mi marido está encima de David,
pidiéndole perdón porque chocaban mucho. Yo llamo a la familia y
les digo que no venga nadie. David ya no tiene tensión y las
pulsaciones empiezan a bajar… Sabemos que el final está cerca y
no paramos de tocarle. Me da rabia no poder hacer nada. No quiero
que se vaya. No paramos de hablarle y decirle que lo queremos…, y
que muchas gracias por todo lo que nos ha enseñado.
—Muy bien…, sigue.
—Le estoy tocando el corazón, no quiero que se pare, mi cabeza
va a mil por hora, no sé lo que voy a hacer sin él. Llamo a mi
cuñado, que es como mi padre, y al terminar de hablar con él,
David, que está en cien pulsaciones…, se para. Ya no suena el
monitor… Solo pita.
—Deja salir todo ese llanto y…, cuando tú puedas, sigue.
—Siento que me muero con él, no quiero estar así. Entra el
enfermero y apaga el monitor para que no pite.
»Yo quiero que se vayan y me dejen con David. Llega mi hermana
y no se lo cree, está diciendo que no puede ser. Esto es una
pesadilla…, quiero despertar, siento que no es real, odio todo. ¿Por
qué no he hecho más cosas por David?
»Los enfermeros vuelven a entrar y nos dicen que tenemos que
salir para que le puedan quitar todo. Yo me quiero quedar, no quiero
que lo toquen, pero me dicen que es mejor que salga, que cuando
vuelva a entrar ya lo tendré tranquilito. No quiero dejarlo solo, pero
salimos».
—Y al salir, ¿qué hace David?
—Lo veo como sentado encima de su cuerpo y se queda ahí
cuando salimos.
»Estamos en el pasillo y nos preguntan si tenemos algún
tanatorio. Odio esa pregunta, yo no quiero que se muera. Nos
preguntan qué queremos hacer y tenemos claro que incinerarlo. Nos
dicen que hay un tanatorio cercano y todo se resuelve.
»Nos llaman para entrar en la habitación, su cuerpo está tapado
sobre la cama y David está al lado de su cuerpo, sonriendo. No lo
entiendo».
—Pues como no lo entiendes, pregúntale a qué se debe que esté
sonriendo.
—Dice que no tiene dolor, puede moverse y es libre. Quiere que
sepamos que está bien.
—Fíjate que, ahora, para David no hay tiempo, espacio ni
distancia. Puede hacer lo que tú hiciste antes, con tan solo desearlo
o decidirlo puede ir o estar donde quiera.
—Estoy viendo cómo abraza a su hermano por detrás, José no
suelta el brazo del cuerpo de David y no deja de repetir «¿qué voy a
hacer sin él?».
»Comienzan a llegar mis familiares y David sonríe al verlos, como
queriendo decir que está bien y no pasa nada».
—Avanza al momento en el que sacáis su cuerpo de la sala del
tanatorio.
—Estamos en la capilla, la iglesia está llena y David está
paseando entre nosotros.
—¿Cómo reacciona cuando el sacerdote lo nombra?
—Está ausente, paseando entre nosotros.
—¿Qué hace David cuando ve que su cuerpo lo van a meter en el
fuego?
—Este momento es bonito porque ponen su imagen y también
han puesto la música que a él le gusta, yo quiero abrir el ataúd, pero
no me dejan. David está a mi lado y le da igual que metan su cuerpo
al fuego. Pero yo no quiero que lo quemen.
—Pero David está ahí, junto a ti, date cuenta de que a él no lo
están quemando.
—Ya, pero no lo puedo tocar.
—Deja salir todo ese llanto y dime si él te toca a ti.
—Me toca por la cabeza y por la espalda, porque estoy
arrodillada.
—Muy bien, aquí y ahora, en este momento, ¿dónde está David?
—Está arrodillado aquí, a mi izquierda.
—¿Estarías dispuesta a prestar tu voz y tu garganta a David, para
que yo pueda hablar con él?
—Sí.
A partir de ese momento, comienzo a dirigirme a David:
—Hola, David.
—Hola.
—¿Qué haces aquí junto a mamá?
—Acompañarla.
—¿Qué sientes cuando ves a tu mamá con ese dolor y
sufrimiento?
—Siento angustia.
—Bueno, va a ser cuestión de darle un poquito más de tiempo a
mamá para que pueda llegar a aceptar todo lo sucedido.
—Ella me pide perdón por esto.
—Te pide perdón, pero no deja de sentir el dolor. Bueno, ya verás
cómo lo superará, pero hasta un punto…, porque siempre añorará tu
pérdida material. ¿Esto lo entiendes?
—Sí.
—Estás aquí cuidando a mamá, pero ¿cuidas también de papá y
de tu hermano?
—Siempre.
—Hace un tiempo, más de un año, pude acompañar a tu hermano
en una experiencia similar a la que hoy está haciendo mamá, y en
ella tú viste la luz y decidiste marcharte a la luz.
—Sí, así fue.
—Pero el David que está con papá y con mamá, ¿también ha
visto la luz?
—Sí.
—Genial. ¿Estás en la luz en tu totalidad?
—Sí, pero voy y vengo.
—David, ¿en qué te puedo ayudar, en qué te puedo servir? Si
necesitas decir algo a mamá…, hazlo, porque ella te está
escuchando.
—Le estoy diciendo que la quiero, que me ha dado todo el amor
del mundo, y que volveré.
—¿Vas a volver a encarnar?
—Claro, es parte del proceso para seguir evolucionando.
—¿Necesitas algo más?
—No.
—Pues ha sido para mí un placer poder hablar contigo, gracias
por haberte prestado a hacerlo. Si necesitas hablar algo, en privado,
con mamá, aprovecha este momento. Intenta explicarle a mamá
que, aunque entiendes su dolor y su pena, necesitas su alegría para
seguir tu evolución.
»Vuelve a la luz. Gracias por haber comunicado. Que Dios te
bendiga, y hasta pronto».
—Gracias a ti.
Hablando de nuevo con María Jesús, continuamos la
conversación:
—María Jesús, mira cómo tu hijo se vuelve a la luz, pídele que te
abrace antes de marchar…, siéntelo.
—Estoy sintiendo felicidad.
—Sintiendo esa felicidad, envuélvete en un rayo de luz del color
que tú quieras.
—Azul.
—Muy bien, pues ahora, envuelta en ese rayo de color azul, vas a
retroceder, de nuevo a la UCI del hospital… ¿Estás todavía ahí?
—Estoy recogiendo sus cosas y no paro de llorar.
—Colócate delante de esa mujer, haz que te mire a la cara y
mírala tú a ella. Ahora háblale y explícale todo.
—Me alegro mucho de volver a verte, estaba deseando
encontrarte. Tú y yo somos el mismo ser, lo que pasa es que tú te
has quedado aquí, atrapada en el dolor y la pena…, pero todo esto
ya ha pasado, David es feliz y está en la luz…, acabo de verlo.
»Pero he venido a recogerte, porque yo sin ti no estoy completa, y
necesito que vuelvas conmigo».
—Abre los brazos, acoge a esa mujer, abrázala, tráetela hacia ti e
intégrala contigo.
—No te preocupes…, David está bien.
***
Hay que resaltar, también en esta experiencia, cómo la paciente es
capaz de entrar en contacto con el Alma de su hijo, también es
capaz de localizar a esa parte de su ser que se había quedado
atrapada en sus emociones, viviendo en una realidad atemporal
que, como tal, es constante, repetitiva y sin fin, para poder
reintegrarla en su unidad como ser, en su actual realidad.
Ahora vamos a ver algunas de las señales que David Jesús,
después de marcharse, está mandando a su hermano y a su madre.

Señales de David Jesús


José Luis
Desde que el corazón de David dejó de latir, he sentido una fuerza
superior, un impulso adicional que despertaba especialmente
cuando lo he necesitado.
Son muchas las cosas que nos han sucedido desde que
abandonó su cuerpo físico.
Una de ellas ha sido aparecer continuamente en mis sueños. Lo
curioso es que cuando aparece, como norma general, actuamos con
normalidad, como si todo siguiera como siempre, como si nunca nos
hubiéramos tenido que despedir de él.
Ha habido muchísimas ocasiones en las que he recaído en esa
especie de oscuridad que me confunde y me hace sentir mal, que
me corroe desde hace muchos años.
Uno de esos días estaba tumbado en mi cama, sintiéndome fatal,
odiando el mundo, envuelto en una vorágine de ira infinita. En ese
momento, una figura metálica de Mazinger Z que hay en una
estantería se cayó y me golpeó de lleno en la cabeza.
Nunca se me había caído nada que hubiera encima, y menos esa
figura, que pesa bastante y es difícil de mover. En ese momento, en
vez de enfadarme aún más y estallar, sentí que lo sucedido era algo
así como esa hostia que tanta falta me hacía para despertar.
Sentí liberación, fuerza, ganas de moverme y actuar, embriagado
de poder y con lágrimas en los ojos, supe que era la forma que
David tenía de decir «¡deja de hacer el gilipollas y vive!».
Hubo un día en que me ocurrió algo parecido. Estaba pensando
en fabricarme otra máscara, en regocijarme en la oscuridad, como
hice poco antes del DDD 1 , pero, al abrir la nevera, me cayó algo
sobre la cabeza.
Cuando me agaché a recogerlo, vi que eran las barritas de
chocolate que le habíamos comprado a David para cuando volviera
de Valencia. Los ojos se me llenaron de lágrimas y recordé con
nitidez su voz diciendo «deja de hacer gilipolleces». En ese
momento recordé que debo vivir para honrarle, así que me comí una
barrita de chocolate en su honor y abandoné la gilipollez de la
máscara para jugar con un amigo a uno de nuestros juegos
favoritos.
Hablando de juegos, en multitud de ocasiones, estando solo y
jugando a uno de esos títulos que nos encantaban, tenía la
impresión de que estaba conmigo, sentía que estaba a mi lado
disfrutando del juego, aunque no lo pudiera ver.
Hay un juego en concreto, Final Fantasy VII , con el que siempre
nos hemos sentido muy identificados, y aún más desde que se fue.
Un día encontré en YouTube una de sus canciones favoritas, The
price of freedom , esta canción es instrumental, no tiene letra, pero
en el vídeo estaba vocalizada, con imágenes del juego de fondo.
Tras oírla y traducirla, me di cuenta de que podía identificarnos a la
perfección tanto a nosotros como a los personajes del juego. No
tengo duda alguna de que fue él quien la hizo llegar hasta mí.
En relación con la música, hubo un día, al poco del DDD, en que
el móvil de mi padre empezó a sonar en su bolsillo, sonaba la
canción Mi héroe , de Antonio Orozco, una de las canciones que le
definían muy bien.
Otra cosa que me ha chocado siempre es que en ocasiones he
podido sentir su presencia cuando había animales cerca.
Cuando volvimos de Valencia, el perro del vecino estuvo varios
días aullando en vez de ladrar.
Ya en Murcia, hubo un examen en el que estaba muy nervioso y
no daba pie con bola, me quedé mirando y a través del cristal de la
ventana vi que había un pajarito quieto, mirándome. Al verlo me
sentí tranquilo, aliviado, se calmaron mis nervios. Le di las gracias a
David y seguí haciendo el examen. Tenía la certeza de que me
estaba ayudando.
Lo más raro que me ha pasado respecto a los animales es que en
el internado había muchos gatos, muy esquivos, los gatos se
comportaban de forma extraña, me miraban, me rodeaban cuando
estaba cerca de gente tóxica y desagradable; una vez incluso llegué
a notar una especie de voz interior, casi un susurro que me advertía
del peligro.
No descarto que fuera mi subconsciente, pero teniendo en cuenta
la conducta de los animales, casi puedo deducir que fue David
intentando ayudarme de nuevo.
Otras veces, entre esas voces mentales negativas que te aplastan
cuando te encuentras mal, al pensar en David podía escuchar una
tenue, pero firme, que decía reiteradamente «lucha, lucha, lucha…».
En el primer aniversario del DDD, mientras estaba tumbado en la
cama, recordando eventos traumáticos y escribiendo en el diario, de
repente me llegó al móvil un mensaje ”de David”. Por desgracia, las
notificaciones se me borraban automáticamente y no pude sacarle
una foto. Meses después me di cuenta de que en fechas señaladas,
como ese día, David también me ayudó a encontrarme con gente
especial.
Lo que escribí en la entrada del día 21 de marzo de 2018 fue esto:
A estas horas, estaba entre el hospital y la casa McDonald, esperando a
que la noradrenalina hiciera efecto, durante todo el día había estado
bajando tu tensión, y ni un chute de noradrenalina para revivir a un zombi
podía hacer nada para subir tu tensión…
Yo me fui a la casa McDonald, y esperé… Esperé muchas horas… Estuve
viciándome a Salt and Sanctuary, hasta que…
Me sale arriba una notificación de algo que decía: «Hey, David te está
saludando, mándale un saludo»
No me lo puedo creer; ¡qué cojones!, claro que puedo, David siempre está
ahí con nosotros. Hace un año que se fue. Mientras esperaba una llamada
tranquilizadora, recibí la noticia más jodida de mi vida.
Me fui para el hospital y estuvimos juntos los últimos momentos, mientras
las pulsaciones bajaban, bajaban, bajaban… Y se las ha apañado ahora
para mandarme saludos por notificación… Flipante…
Tete, sigo siendo tu legado viviente, sigo peleando por nosotros y viviendo
por nosotros, sigo llevando ese pesado espadón que me dejaste como
recuerdo para pelear contra el mundo y, cómo no, sé que en todo momento
estás conmigo, acompañándome.
Muchas gracias, Tetito. Feliz aniversario del día que alcanzaste la libertad.
Otro día en que escribí sobre él.
16 de abril de 2018:
Me he despertado a las 5 y no podía dormir, he estado intentando que
Darek [David] me invocara, y los últimos 10 minutos lo he conseguido, me
he llegado a poner su bata y a acostarme en su cama, además de usar la
saponita.
Estaba en Dark Souls y apareció su personaje de Dark Souls II con aura
azul oscuro, al final le he visto en su cuerpo físico y le he dado un abrazo.
Su corazón latía rápido y con fuerza, le he dicho: «Tu corazón late tan
rápido como siempre»; me respondió: «No tanto como el tuyo».
Ha sido muy intenso y me he sentido muy bien al estar otra vez con el
Tetito, pero me preocupa que me duela el pecho…
En ese momento no pude entrar en detalle, pero el sueño en
realidad fue mucho más duro; en él, por alguna extraña razón, mi
personaje apuñaló al personaje de David. Mi psicóloga me pidió que
lo escribiera desde mi punto de vista, así como desde los de Darek y
el invasor, para ver si extraía algo.
Lo más reciente que recuerdo es de un día que vino mi primo a
casa para estrenar su Nintendo, esta tiene un sistema con el que si
estás cerca de otros jugadores puedes ver sus personajes.
Cuando mi primo la encendió, vio que no solo se había conectado
con mi consola, sino que aparecía el personaje de David, como si
hubiera estado jugando con nosotros.
María Jesús
Desde que David Jesús se marchó, le pedía continuamente que
volviese a mí, aunque fuese a través de los sueños. Necesitaba
estar con él.

S
La primera vez que soñé con él hacía solo un mes de su partida.
Estábamos en casa, en la habitación de estudio, donde tenían los
ordenadores y hacían los deberes.
David, con gestos, nos llevó a su hermano José y a mí hacia mi
habitación, allí me señaló el lado de mi cama donde durante dos
años estuvo su cama puesta, hasta que mejoraba y se iba a dormir
a la habitación de su hermano. En el sueño, con la mirada y con los
gestos, David me daba a entender que seguía durmiendo allí a mi
lado, conmigo, solo que ahora él era el que velaba mi sueño.
Fue un sueño precioso, verlo y sentirlo, pero al día siguiente volví
a notar el gran vacío de su ausencia, y mucho dolor por no poder
abrazarlo. Después he tenido algún sueño con él, pero no tan real e
intenso como aquel.

A
El segundo contacto fue físico. Estaba en Ronda, en casa de mi
hermana; después de comer me tumbé en la cama, tenía las manos
puestas sobre la barriga.
Al rato de estar con los ojos cerrados, porque no podía dormir,
noté que me abrazaban los brazos. Abrí un poco los ojos y no había
nadie, la sensación era tan buena y agradable que volví a cerrar los
ojos y a dejarme abrazar. Al momento supe que era David Jesús.
Era todo tan real, tan bonito… Sentí la presión tan fuerte y con
tanto amor que me dediqué a disfrutarlo, deseando que no acabase
nunca. Pasados unos minutos, poco a poco, de manera progresiva,
la intensidad del abrazo fue disminuyendo.
Supe que era él porque nunca había tenido una experiencia de
ese tipo y sentí que con el abrazo que me quería decir: «Aquí estoy
y te quiero».

P
Otra vez, en la entrada de mi casa, estaba hablando con la chica
que cuida a mi padre. De repente llegó un pajarito, se posó en la
puerta. Las dos nos miramos y pensamos «qué raro». Era la primera
vez que pasaba, y lo más sorprendente para mí fue que estuvo allí
como 15 minutos; se movía nervioso, como queriendo entrar.
En los dos años que han pasado desde su marcha, han entrado
varios pajaritos a la galería; al verlos siempre decimos: «David
Jesús ha venido a vernos».

T
Durante un tiempo, cuando iba a abrir la puerta de casa con las
llaves, sonaba el timbre, como si alguien tocase.
El timbre está en la pared, a la izquierda y elevado, ¿cómo podía
ser si solo yo estaba en la puerta? Cuando subía a casa, lo contaba;
era sorprendente, casi ni yo me lo podía creer.
Una vez, el padre de David estaba detrás de mí y fue testigo de
todo. Por fin, alguien podía ver lo que me había ocurrido tantas
veces.

T
En varias ocasiones la televisión de la cocina se apagó o encendió
sola, me pasó incluso estando en casa de mi padre. No se había
producido un corte de luz ni había saltado el automático, nadie
tocaba el mando.
En una ocasión teníamos visita en casa, las primas y el abuelo,
cuando la televisión se encendió. Todos nos quedamos mirándonos
sorprendidos, yo dije en voz alta: «¡Hola, David!, ¿vienes a
saludarnos?».

M
A lo largo de este tiempo las mariposas también han estado muy
presentes en nuestras vidas. Siempre hemos paseado rodeados de
mariposas por la terraza de casa.
En Ronda a mi sobrina se le posó en su vaso una mariposa.
Pasaban los minutos y no se movía, allí estaba, quieta. Para
nosotros también fue una señal: Ruth estaba embarazada y siempre
tuvieron un vínculo especial.

O
Para David Jesús, después de tantos meses de hospital, el
ordenador, la Play y los libros de Laura Gallego eran sus bienes
materiales más preciados.
En su ordenador teníamos dos usuarios, uno a su nombre y otro
al mío. Después de marcharse, solo yo utilizaba su ordenador, y
muchas veces, al apagarlo, me aparecía el siguiente aviso: «Otro
usuario está utilizando el ordenador».

M
En dos ocasiones, estando en casa, en familia, de repente empezó
a sonar en el móvil la canción de Antonio Orozco Mi héroe . Es una
canción especial para nosotros desde que mi sobrina Ruth nos la
mandó por WhatsApp y nos dijo que se la dedicaba a David Jesús,
que la escucháramos.
Cuando la escuchamos bien, con todo su significado,
comprendimos que era como si la hubiesen escrito para él. A David
Jesús le gustó mucho; solíamos ponerla en el coche y no se
cansaba de oírla.
El móvil en el que sonó es un iPhone; si no se desbloquea con la
huella es imposible acceder a él. ¿Cómo se había puesto la canción
sin que nadie tocara el teléfono? Era David Jesús. Seguro, nunca
tuvimos la menor duda.

M
A veces escucho que me llaman «Mamá», con una claridad muy
nítida, en ese momento busco a José, mi hijo mayor, y al preguntarle
qué necesita, si me ha llamado, me contesta que no es él quien me
ha llamado.
Sabemos que desde donde está, nos cuida, nos ama y guía
nuestros pasos, David Jesús sabe que lo hemos querido, que
siempre lo querremos…, cada día más.
***
Amigo lector, son numerosísimas las personas que, tras la pérdida
de un ser querido, afirman haber recibido multitud de señales que
las llevan a concebir la certeza de que la vida sigue después de la
muerte.
También es cierto que estas personas se enfrentan a la gran
dificultad de encontrar interlocutores válidos, es decir, personas a
las que poder contar estas experiencias, porque se encuentran con
la realidad de no ser escuchadas y, en el peor de los casos, de ser
etiquetadas como sospechosas de haber perdido la cordura y estar
un poco desequilibradas, lo que las lleva a la decisión de silenciar la
experiencia.
Por otro lado, los hay que piensan que esta experiencia solo les
ha sucedido a ellos. Por eso, de entrada, toman la decisión de
silenciarla y cargar con ella durante el resto de la vida, llevándola
oculta en lo más profundo de su ser.
De ahí la importancia que tienen las numerosas asociaciones de
padres que han perdido a un hijo o de personas que han perdido a
un ser querido: en ellas se encuentran seres humanos que al
mirarse se entienden, al escucharse se creen y al abrazarse se
sienten, ya que han pasado por la misma experiencia.
Las personas capaces de reconocer estas señales son como
aparatos de radio sintonizados en la frecuencia adecuada.
Me tengo por afortunado por ser considerado un interlocutor
válido por estas personas —individuos, por otra parte, de perfiles
absolutamente dispares—, porque al relatarme sus experiencias me
permiten seguir aprendiendo. Todo esto me lleva no ya a creer, sino
a saber que la muerte no es el final, ya que para mandar señales es
imprescindible estar vivo.
El saber que la muerte no es el final, y que a partir de ahí la vida
continúa, te lleva, de forma irremediable, a perder el miedo a morir,
lo que te conduce, de forma casi imperceptible, a aprender a vivir,
valorando la vida de otra manera y con diferentes preferencias.
El saber que la muerte no es el final te permite poder y saber
estar junto a tu ser querido en el momento del tránsito, entendiendo
lo que te dice y sabiendo que le estás acompañando en su entrada
a la vida espiritual, y no presenciando su desaparición, ya que solo
desaparece su cuerpo físico.
Ahí vas a entender que hace el tránsito porque es su momento, y
este momento no tiene edad física. Además, te vas a dar cuenta de
que, por tu parte, los sentimientos de odio, rabia o impotencia no
tienen lugar, porque, acompañándolo en su tránsito, sabiendo en
qué consiste el proceso de la muerte, ahora sí que estás haciendo
por él todo lo que podías hacer.
Este libro lo centro, de forma monográfica, en las señales que
estos padres están recibiendo de sus hijos, pero no pienses, amigo
lector, que las señales las envían solo hijos que se han marchado ,
ya que esto lo puede hacer, y lo hace, cualquier ser querido que se
nos haya marchado.
Es posible que en estos momentos estés pensando que tú nunca
has recibido señales de los seres queridos que se te han marchado.
Solo te puedo decir —desde mi cariño y respeto— que, amigo lector,
conectes tu radio.
Sonia y Carlos
Álex

E
l día 6 de junio de 2019 aparecen en mi consulta Sonia y
Carlos, padres de Álex, y me cuentan que, hace veintisiete
meses, su único hijo, Alejandro, se quitó la vida
precipitándose al vacío desde el balcón de su casa, en un tercer
piso.
«Desde muy pequeño —me decía Carlos— dio la sensación de
ser muy maduro. Me enseñó a escuchar y nos dio mucho amor, pero
yo tenía el presentimiento de que se me pudiera ir».
Seguidamente, Carlos se recostó en el sillón para brindarme la
oportunidad de acompañarlo en su experiencia en estado expandido
de conciencia.

Carlos
—Cierra los ojos y, cuando tú puedas, hablándome en presente,
cuéntame qué está sucediendo ese día, 24 de febrero de 2017.
—Son las seis menos cuarto de la mañana, me levanto y empiezo
a prepararme para ir a trabajar. Entro en la habitación de Álex y, una
vez que veo que todo está bien, salgo de la casa y me subo al
coche.
»Cuando llevo diez o quince minutos de trayecto, recibo una
llamada de mi vecino diciéndome que Álex está en el suelo. Le digo
que no puede ser, que Álex está en su cama durmiendo y que su
madre también está arriba. Me dice que no, que Álex está allí,
tumbado en el suelo. Le pregunto si se ha caído y me dice que no lo
sabe, que está tumbado en el suelo e inconsciente. Le digo que, por
favor, llame a Sonia, para que mire qué es lo que ha pasado.
»Yo doy media vuelta y me dirijo a casa para ver qué es lo que ha
pasado. Estoy totalmente en shock, dando vueltas con el coche a
una manzana, sin saber salir, hasta que logro desbloquearme y me
voy hacia casa.
»Al llegar, veo en la puerta todo el operativo de emergencias.
Están intentando reanimar a mi hijo; mi mujer también está ahí,
conmocionada».
—¿Dónde está Álex?
—Lo estoy viendo tirado en el suelo, le están haciendo la
reanimación, pero no me dejan acercarme.
»Le pregunto a Sonia qué ha pasado. Me dice que no lo sabe,
que la ventana de la terraza está abierta y que se ha debido tirar. No
doy crédito a lo que está sucediendo y repito «esto no puede ser
verdad».
—Sigue.
—Intento encontrar una explicación, pero no soy capaz de
entender lo que ha ocurrido.
—Sigue.
—No me creo lo que estoy viendo. Álex está en el suelo y no
reacciona, no consigo entender nada. Se me pasan por la cabeza
un montón de cosas como posibles causas: que se haya levantado
sonámbulo y se haya lanzado…, pero estoy en shock y no
reacciono.
—Sigue.
—Al cabo de un rato reaniman a mi hijo, se lo llevan en la camilla
a la ambulancia y se van al Gregorio Marañón. Yo recojo a mi mujer
y nos vamos al hospital. Al llegar a urgencias, nos meten en una
sala y nos dicen que van a intentar hacer todo lo posible, pero que
está muy mal.
—Sigue.
—Transcurrido un tiempo, vienen los médicos y nos dicen que, si
consiguen sacarlo adelante, va a quedar con muchísimas secuelas.
Yo pienso, y así se lo digo a mi mujer, que, si se va a quedar como
un vegetal, es mejor que se lo lleve el Señor.
—Sigue.
—A los cinco minutos, vienen a comunicarnos que Álex ha
fallecido. Yo no me lo puedo creer. Nos meten en una sala junto a su
cuerpo, estamos los dos solos con él, veo su carita y no me lo
puedo creer…, ¡no me lo puedo creer!
—Deja que salga todo ese llanto. Mírale a la carita y siente cómo
estáis ahí los tres.
—Yo digo: «¿Por qué, Álex…, por qué?». No hago más que
abrazarle y darle besos…, no entiendo nada.
—Siente cómo le abrazas y le besas. Sigue.
—Me estoy volviendo loco, lo veo con su cara…, tan en paz, no
puedo creer lo que estoy viendo. Lo veo como si estuviera dormido.
—Sigue.
—Nos estamos despidiendo de él, le estoy diciendo que descanse
en paz…, y que lo quiero mucho.
»Nos dicen que se lo tienen que llevar, y salimos de la sala».
—Muy bien. Detengámonos ahí. Fíjate bien en toda la experiencia
que acabas de revivir y dime cuál es, para ti, el momento más
traumático.
—Cuando estoy viendo a mi hijo en el suelo…, y no puede
respirar.
—En ese momento, ¿cuáles son tus reacciones físicas?
—Siento sensación de ahogo en el abdomen.
—En ese momento, ¿cuáles son tus reacciones emocionales?
—Siento culpa, impotencia y rabia.
—En ese momento, ¿cuáles son tus reacciones mentales?
—No he conseguido protegerle: ¡es culpa mía!
—Y todo esto, ¿qué te empuja a hacer en el momento actual de tu
vida?
—Sentirme incapaz de hacer cualquier cosa.
—Y todo esto, ¿qué te impide hacer en el momento actual de tu
vida?
—Motivarme.
—Pues ahora vas a retroceder al principio. Vas a permitirte revivir,
de nuevo, la experiencia, profundizando un poquito más.
—Suena el despertador y me levanto, pienso en avisar a Álex
para que no se quede dormido, pero decido no hacerlo porque sé
que él se pone el despertador y así puede dormir un poco más. Me
visto y salgo de casa, cuando voy en el coche recibo una llamada de
mi vecino; me dice que Álex está tirado en el suelo, le digo que no
es posible y que avise a Sonia.
»Me vuelvo hacia casa y, cuando llego, veo todo el operativo de
emergencias, y siento que se me va a salir el corazón de su sitio.
Veo toda la gente y a mi hijo en el suelo, lo están intentando intubar.
Le pregunto a Sonia qué ha pasado; me dice que no lo sabe, que
parece ser que Álex se ha tirado.
»Me empiezo a sentir culpable por no haberlo llamado. «¿Por qué
no te he llamado?». Siento mucha rabia y mucha impotencia».
—Siente todo esto y ahora, ahí donde estás, pues no te dejan
acercarte, observa con calma todo lo que está sucediendo y dime:
en este momento, ¿dónde está Álex?
—Está en el suelo.
—En el suelo está su cuerpo, yo pregunto por él.
—Siento que está cerca de mí. Está a mi izquierda. Está
intentando explicarme algo y me dice: «Papá, no sé por qué he
hecho esto».
—¿Y qué más?
—No me dice nada más, ahora permanece en silencio.
—No lo pierdas de vista, sigue.
—Cuando colocan su cuerpo en la ambulancia, nos subimos a
casa.
—¿Y qué hace Álex?
—Está con nosotros en casa. Tomo las llaves del coche y nos
disponemos a ir al hospital. Álex no se separa de nosotros, sube al
coche y se coloca en el asiento trasero, a la derecha, detrás de su
madre. Al llegar al hospital y bajarnos del coche, se viene con
nosotros y está en la sala donde nos meten.
—¿Cómo reacciona Álex cuando entra el médico en la sala y os
dice que la situación está muy mal y que, si sale, puede quedar con
lesiones irreversibles?
—Pone cara de sorprendido, pero me está diciendo que lo tenía
que hacer… y que le perdonemos.
—Avanza al momento en el que el médico vuelve para daros la
noticia del fallecimiento. ¿Cómo reacciona Álex cuando escucha las
palabras del médico?
—No se lo cree, se lleva las manos a la cabeza. Me dice que él se
ve las piernas y que no le duele nada, que no está muerto, que está
aquí con nosotros. Me está diciendo que él sigue vivo, aunque
parece ser que la gente no lo ve.
—Avanza al momento en el que os llevan a la sala donde está el
cuerpo de Álex.
—Está separado del cuerpo. Nos mira con cara de sorpresa y nos
intenta decir que está vivo, lo hace dándonos con las manos en la
cara.
—Permítete sentir esto ahora, porque entonces la rabia, la
impotencia y la culpa no te permitieron sentirlo.
—Nos intenta abrazar, y le agarro de la mano.
—Avanza al tanatorio.
—Hemos esperado la autopsia, su ataúd está abierto, hay mucha
gente.
—¿Dónde está Álex?
—Está mirando su cuerpo, en el ataúd, a través del cristal.
—¿Qué pasa cuando llega la noche?
—Se marcha la gente y yo me quedo sentado frente al cristal,
toda la noche. Llega un momento en el que me quedo dormido.
—¿En qué postura está tu cuerpo cuando estás dormido?
—Sentado, reclinado hacia la izquierda y la cabeza apoyada en el
cabecero del sofá.
—¿Lo puedes ver con claridad?
—Sí, lo estoy viendo.
—¿Tú dónde estás mientras observas tu cuerpo?
—Estoy en frente.
—En este momento, quiero que te des cuenta de cómo, cuando tu
cuerpo está dormido, las cosas cambian en muchos aspectos.
Ahora, para desplazarte, no necesitas caminar: basta que desees
estar en cualquier lugar y, con solo desearlo, allí estarás. Desea
estar junto al cristal a través del que se ve el cuerpo de Álex en el
ataúd.
—Ya estoy ahí.
—Mete la mano derecha a través del cristal, mete el brazo y
métete tú.
—Estoy al otro lado, y no se ha roto.
—Ahora vuelve a tu posición inicial.
—Ya estoy.
—Esto lo puedes hacer porque tu cuerpo físico está dormido. El
cuerpo de Álex también está dormido, aunque para siempre.
¿Dónde está Álex?
—Está sentado en el sofá, ahora lo veo mejor que antes…, está
preocupado. Le agarro la mano mejor que antes.
—No lo sueltes de la mano y dime…, en este despacho, en el que
ahora estamos tú y yo, ¿dónde está Álex?
—Está a mi izquierda y va vestido con un pijama…, ahora no tiene
gesto de preocupación sino de querer darme cariño.
—¿Tú estarías dispuesto, durante unos minutos, a prestar tu voz
a tu hijo, para que él se pueda expresar y yo le pueda escuchar y
hablar con él?
—Sí.
—Pues quédate en estado pasivo y permítele a Álex utilizar tu
voz. Tú vas a poder escuchar la conversación, pero no vas a
intervenir en ella.
—Vale.
Continúo la sesión dirigiéndome a Álex:
—Ahora me dirijo a ti, Álex, aprovecha esta oportunidad que te
brinda tu papá. Me gustaría escucharte y hablar contigo. Hola, Álex.
—Hola.
—Mi nombre es Juan José, he conocido a tus padres y me han
contado todo lo sucedido, quisiera poder ayudarles, pero primero me
gustaría hablar contigo. ¿Tú sabes lo que ha pasado?
—Sí.
—¿En algún momento de tu vida te habías preguntado si hay algo
después de la muerte?
—En algún momento.
—¿Hay algo después de la muerte?
—Hay paz, mucho amor y mucha tranquilidad. Yo estoy bien y
tranquilo.
—Tú sabes que te precipitaste desde el balcón de tu casa al
vacío. ¿Ha merecido la pena quitarse la vida?
—Es que yo no era consciente.
—Explícame qué pasa ese día, desde que te despiertas hasta que
te tiras por el balcón.
—Yo escucho que papá ya se ha levantado de la cama y, cuando
se marcha y todo está en silencio, me levanto y siento que tengo
que hacer algo…, pero no sé por qué.
—¿Qué motivo tienes para hacer esto?
—Es que yo no tengo más que hacer aquí, porque ya he dado
todo el amor que tenía que dar.
—Pero ahora vas a causar mucho dolor. ¿Esto lo piensas?
—Sí, pero creo que lo van a poder soportar.
—Pero tus padres solo te tienen a ti. ¿Tus padres te quieren?
—Me quieren mucho.
—¿Entonces…, qué es lo que a ti te hace tomar esta decisión de
levantarte y lanzarte al vacío?
—Hay una chica que me gusta, y no soporto que no me quiera.
—¿Ella te ha dicho que no te quiere?
—No, pero yo lo siento y no puedo soportar que no me haga caso.
—Es decir, que te marchas porque no soportas que una chica no
te quiera.
—No entiendo muy bien, no entiendo por qué he hecho esto.
—¿Cuando estás despierto en la cama, ya tienes pensamiento de
levantarte y acabar con tu vida?
—No lo siento así.
—Sigue, muy despacio, y dime lo que provoca que, de pronto,
decidas hacer lo que hiciste.
—No lo sé, me voy al balcón, pero no me atrevo. Agarro un
cuchillo, intento cortarme el cuello, pero duele. No sé por qué lo
hago.
—Si no lo haces porque la chica no te hace caso, entonces, ¿cuál
es el motivo?
—No lo sé.
—Si tuvieras la oportunidad de volver atrás, ¿lo volverías a hacer?
—Creo que no lo haría.
—¿Sabes qué hay que hacer después de perder el cuerpo físico?
—Quiero ir a la luz.
—¿Me permites ayudarte a encontrar la luz?
—Sí.
—Vamos a pedir a la Misericordia Divina que te ayude a ver la luz.
¿Cómo es la luz?
—No puedo verla.
—¿Qué necesitarías hacer para verla?
—Que alguien venga a decirme dónde está.
—¿Necesitas perdonar a alguien o perdonarte a ti?
—Necesito perdonarme.
Pues repite conmigo: «Yo me amo, yo me bendigo, yo me
perdono y le pido a la Misericordia Divina que me permita poder ver
la luz a la que tengo que ir».
—Aún no veo la luz.
—Álex, contéstame con sinceridad, ¿prefieres ir a la luz o
quedarte con papá y mamá?
—Yo quiero estar con ellos, pero también quiero ir a la luz.
—Muy bien, pero ¿en algún momento piensas que si te vas a la
luz vas a dejar de estar con ellos?
—No.
—¿Tú sabes que si te vas a la luz vas a estar con ellos todo el
tiempo que desees, y con más fuerza y energía de la que ahora
tienes?
—No lo sé.
—Escúchame, Álex, tienes que estar durante un tiempo en la luz
para recuperarte de tu experiencia en el cuerpo físico, recuperar tu
fuerza y energía. A partir de ahí podrás estar junto a tus padres todo
el tiempo que desees.
—Si es así…, vale.
—¿Cómo es la luz?
—Es blanca.
—No tengas miedo, acércate a ella.
—Está mi abuela Isabel, y me dice: «Mi niño».
—Deja salir esa emoción. Escúchala, ella sabe de la luz
muchísimo más que yo.
—Me está diciendo que me vaya con ella a la luz y me tiende las
manos para que me agarre.
—Agárrate a las manos de la abuela Isabel.
—Me voy a la luz con ella.
—Antes de marcharte, quiero preguntarte algo. ¿Sabes cuánto
tiempo ha transcurrido desde que te tiraste por el balcón?
—No lo sé, pero parece que fue ayer.
—Pues no fue ayer, han pasado ya dos años y cuatro meses
desde aquel día. ¿Durante este tiempo has estado pegado a tu
padre y a tu madre?
—Sí.
—Y cuando papá se va a trabajar y mamá se queda en casa,
¿qué haces?
—Estoy a la vez con mi padre y con mi madre.
—¿Como si hubiera dos Álex?
—Es verdad…, no me había dado cuenta.
—Entonces, si el Álex que está con papá, con el que ahora estoy
hablando, se va a la luz, el Álex que está con mamá ¿qué hace?
—Seguir cuidándola.
—Pero ese Álex tiene que ir también a la luz. ¿Te puedes reunir
en un solo Álex?, porque es mejor que te marches a la luz en tu
unidad…
—Ya soy un solo Álex.
—Ahora, agárrate fuerte a la abuela Isabel, pero quiero que sepas
que tu padre está escuchando todo lo que estamos hablando y tu
madre está ahí sentada. ¿Quieres decirles algo?
—Os quiero mucho.
—¿Te gustaría utilizar el cuerpo de papá para abrazar a mamá y
que así ella pueda sentir físicamente el abrazo?
—Sí.
—Pues le digo a mamá que se acerque y abrace a papá. Álex,
abraza a mamá y dile lo que necesites decirle.
»Y ahora deja el cuerpo de papá y utiliza el de mamá, para que
papá también sienta el abrazo.
»Eso es…, muy bien…, vuelve al cuerpo de papá».
—Ya.
—Álex, ha sido un placer poder hablar contigo. Agárrate fuerte a
la mano de la abuela Isabel, ve con ella a la luz…, y que Dios te
bendiga.
»Carlos…, mira cómo tu hijo se va a la luz con tu madre, no los
pierdas de vista y avísame cuando dejes de verlos, al integrarse en
la luz».
—Estoy viendo cómo se van… Ya los veo a lo lejos…, continúan
alejándose… Ya no los veo. Siento mucha tranquilidad.
—Genial, respira tranquilo…, y ahora, sintiendo esa tranquilidad,
elige un rayo de luz, del color que tú quieras, para envolverte con él.
—Violeta.
—Muy bien. Ahora, envuelto en ese rayo de luz, retrocede al día
24 de febrero de 2017, cuando vuelves al lugar y ves lo que ves allí.
»Quiero que te fijes bien y me digas si aún estás ahí en shock…,
y atrapado en la culpa, la rabia y la impotencia».
—No estoy ahí.

***
Amigo lector, es llamativo cómo Carlos, al comenzar su experiencia,
relata lo ocurrido utilizando más su consciente para, seguidamente,
al volver de nuevo al principio, hacerlo directamente desde el alma.
Por eso la terapia regresiva, es, en realidad, la terapia del alma.
Y cuando llega a este punto, el paciente descubre que en su alma
están contenidos todos los detalles y emociones de la experiencia
vivida; también descubre una realidad mucho más amplia de los
hechos acaecidos, de la que no era consciente a través de sus
sentidos físicos.
Así, desde su alma puede descubrir que el alma de su hijo
también estaba presente en ese momento, acompañándolos a casa,
en el coche y en la sala de espera del hospital, confundido al
escuchar las palabras del médico mientras comunicaba su muerte,
ante lo que Álex decía: «Estoy vivo, me veo las piernas y no me
duele nada».
Dentro de esta visión de los hechos, ampliados desde el alma, es
impresionante ver cómo, haciendo uso de la capacidad natural que
tenemos para dejar nuestro cuerpo cuando está dormido,
descubrimos, como alma, que no tenemos barreras arquitectónicas,
que estamos en estado atemporal y que, en ese estado, el contacto
con otras almas desencarnadas, en este caso con la de Álex, es
mucho más profundo e intenso, ya que en ese momento no hay
cuerpo físico que interfiera. Por eso Carlos pudo afirmar: «Ahora lo
veo mucho mejor y siento más intensamente cómo le agarro la
mano».
En esta experiencia también se puede observar, una vez más, la
capacidad que tiene el alma desencarnada, la de Álex en este caso,
para fragmentarse y estar simultáneamente con varias personas.
Esta capacidad de fragmentación es una más de las
características que puede desarrollar un alma desencarnada. Esto
nos lleva a la constatación de que una parte del todo es, a su vez, el
todo , porque tenemos que entender que no es que hubiera dos
Álex, sino que un mismo Álex es capaz de estar, simultáneamente,
en dos sitios diferentes y distantes; por eso, si uno se marcha a la
luz el otro se queda donde está, y es misión del terapeuta detectar
esta situación, para invitar al alma desencarnada a que recupere su
unidad en el momento de marchar a la luz.
A raíz de los más de veinte años que llevo investigando,
observando y acompañando a seres humanos en estado regresivo,
puedo decir, sin temor a equivocarme, que la terapia regresiva es la
más individualizada que he conocido, ya que cuando un paciente
resuelve su patología a través del estado regresivo, no podemos
extrapolar y pensar que todas aquellas personas con igual
diagnóstico pueden solucionarlo de la misma manera. La resolución
siempre va a depender de que el paciente sea capaz de descubrir el
origen emocional de lo que le pasa y conectar con él para poder
solucionar su problema.
Por eso, lo más importante de esta terapia no es qué patologías
se puedan solucionar con ella —aun siendo esto fundamental—,
sino lo que descubrimos estando en estado regresivo, y me estoy
refiriendo a que, en estado expandido de conciencia, somos
capaces de tomar conciencia de que somos seres de espirituales
encarnados en un cuerpo físico, podemos comprender que tenemos
una capacidad de amar infinita, una capacidad de perdonar
ilimitada, y que con la muerte no solo no se acaba nada, sino que,
tras dejar el cuerpo físico, seguimos vivos en el plano espiritual.
Pienso que este descubrimiento nos da la fuerza suficiente para
cambiar nuestros planteamientos de vida.

Señales de Álex
Pocos días después de la consulta, recibí una carta de Carlos que, a
continuación, plasmo literalmente.

C
Hola, Juanjo.
Tal y como quedamos, te envío la fotografía de mi hijo Álex (14
años y fallecido el 24/02/17), así como la de su habitación, con su
ordenador, pantallas y volante, que, como ya te explicamos, solo se
mueve cuando le hacemos alguna pregunta, apareciendo su imagen
en una de las pantallas.
Este volante está conectado a su ordenador, y cuando se pulsa
alguna tecla del teclado o se mueve el ratón, se activa y da tres
giros, además de encenderse las pantallas.
Esto es lo que nos sucede, sin tocar nada, después de hacerle
alguna pregunta a Álex. Y solo se mueve cuando la respuesta a la
pregunta es «sí».
Podrás verlo bien en el vídeo que te mando por WhatsApp.
En este vídeo la pregunta que le formulamos fue que si quería
aparecer en tu libro, y se movió, aunque en esta ocasión solo se
movió una sola vez. En otras ocasiones sigue moviéndose durante
toda la noche, más o menos cada hora; a veces lo hace también de
día, pero, como muy tarde, hasta las 10:45 u 11:00 de la mañana.
Las preguntas las formulamos un par de horas antes de irnos a
dormir, en voz alta y frente a un collage que tenemos, con sus fotos,
en el salón. Son preguntas cerradas, cuya respuesta es «sí» o «no»
y, como ya he mencionado antes, el volante se mueve cuando la
respuesta es «sí».
Para que te hagas una idea, una de las preguntas que le hicimos
fue cuando mi suegro estaba muy enfermo y le dieron a elegir entre
ingresar en un hospital de cuidados paliativos para enfermos o
marcharse a casa.
Le preguntamos a Álex si lo mejor para el abuelo era ir a casa. El
volante estuvo moviéndose toda la noche. Al final, mi suegro decidió
ir a casa y morir en paz, después de darle un abrazo a su mujer.
Pero antes de morir nos decía que Álex le estaba esperando.
Dos semanas después del fallecimiento de mi suegro, le
preguntamos si estaban juntos, y el volante estuvo toda la noche
moviéndose.
Independientemente de lo que puedan pensar los demás, para
nosotros es una forma de contactar con nuestro hijo, aunque habrá
mucha gente que dude o encuentre toda clase de explicaciones
para poder justificar esto; incluso dentro de nuestra propia familia.
Pero eso, a nosotros, nos da igual.
Espero haberme explicado bien. En cualquier caso, si tienes
alguna duda o cualquier cosa que comentar, no dudes en llamarme.
Gracias por todo. Un abrazo,
Carlos Ramón Patiño y Sonia Suñer.
Padres de Alejandro Ramón Suñer (Álex).
M.ª Ángeles y Ricard
Isaac

L
a experiencia en la que M.ª Ángeles, en estado regresivo,
contactó con su hijo Isaac ya formó parte del contenido de mi
segundo libro, El eterno presente del Alma , pero no obstante
la voy a integrar aquí precediendo a las sincronicidades y señales
que tanto ella como Ricard han venido recibiendo.
Esta experiencia, acompañando a M.ª Ángeles, tuvo lugar durante
el desarrollo de un taller de fin de semana en Barcelona en el mes
de febrero de 2013.
En todos los talleres trabajo directamente con los pacientes sin
hacer una anamnesis previa, aunque en este caso yo sí sabía que
M.ª Ángeles había sufrido la pérdida de un hijo, que se había
quitado la vida. Este suceso lo conocía porque meses antes su
marido, Ricard, había participado en otro taller que impartí en
Zaragoza.
No obstante, empecé preguntándole, como de costumbre.
M.ª Ángeles
—¿Qué necesitarías trabajar en regresión en este momento?
—Me gustaría saber si en vidas pasadas estaba mi hijo Isaac, si
formaba parte del grupo de almas que estábamos encarnadas.
—¿Qué sientes si yo te pregunto si en vidas pasadas tu hijo Isaac
y tú estuvisteis juntos?
»Cierra los ojos, eso es, ciérralos. Te voy a repetir la pregunta y
cuando lo haga me vas a decir lo primero que sientas.
»Tu hijo Isaac y tú ¿habéis estado juntos en alguna vida anterior a
esta vida actual? Dime lo primero que sientas».
—Yo creo que sí.
—Al contar hasta tres, vas a retroceder a esa vida pasada. O si ha
sido más de una vida, a la que tú quieras.
—No veo nada.
—No hace falta que veas. ¿Qué estás sintiendo o
experimentando?
—Es como si fuera avanzando; se está formando como un túnel.
Voy caminando por él, pero no se acaba.
—¿Cómo es ese túnel?
—Está a media luz, no se acaba, es redondo y yo sigo
avanzando.
—Sigue.
—Ahora veo con más claridad, es como si me hubiera parado,
pero no veo el final. Quiero salir del túnel, pero no hay puerta.
—No importa, confía en tu alma y verás cómo encuentras la
salida.
—Hay más claridad. Cada vez veo más luz.
—Muy bien, pues sigue adelante.
—Ahora siento como si fuera una subida. No se ve el final.
—No desesperes, ya llegarás al final.
—Cada vez hay más luz, estoy tranquila porque la luz me agrada.
Hay mucha más luz, el túnel antes era negro y ahora es blanco, todo
es luz.
—Sigue.
—Veo todo de luz blanca, hay algunas formas, pero no distingo
nada.
—Si me lo pudieras describir, ¿cómo es ese lugar?
—Hay formas a mi alrededor, pero no distingo cómo son. Están
como moviéndose; también son luz, pero de diferente color, son algo
más oscuras que el blanco.
—Sigue.
—Me estoy yendo muy lejos de aquí.
—No te preocupes, todos estamos aquí contigo y no te vamos a
dejar sola hasta que no acabe la experiencia.
—Las siluetas me van acompañando, como si me guiaran, van
por delante de mí. Creo que son dos personas, y van uno a cada
lado de mí, pero no les veo la cara.
—Si pudieras verles las caras, ¿cómo serían?
—Las veo blancas.
—Sigue. ¿Puedes comunicarte con ellos de alguna manera?
—No me dicen nada, pero me siento acompañada. Me van
guiando, es como si me abrieran camino.
—Sigue, a ver dónde te llevan. Síguelos.
—Solo veo que sigo subiendo con ellos.
—Confía en ellos, déjalos que te guíen.
—Es como si, en vez de andar, estuviera flotando y girando como
una hélice.
—Experimenta esa sensación.
—Es una sensación nueva para mí, pero es agradable.
—Sigue experimentando cómo flotas, a ver dónde te llevan estos
seres o estas personas, como tú las llamas. Sigue. ¿Qué está
pasando?
—Me siento muy lejos, cada vez voy más deprisa.
—Pregúntales dónde te llevan.
—Me dicen que a ver el universo. Es como si saliera de órbita, es
como si viera la Tierra lejos.
—Muy bien, disfruta de este viaje, sigue.
—La Tierra se ve bonita.
—¿Cómo es el lugar donde estás ahora con ellos?
—Es un lugar abierto y hay mucha claridad.
—Pregúntales dónde está tu hijo Isaac.
—¿Dónde está mi hijo Isaac, donde lo puedo encontrar? Me dicen
que me van a ayudar a encontrarlo. Sigo viendo la Tierra. Ahora me
dejan ir delante.
—Muy bien, sigue.
—Quiero ir más deprisa, quiero encontrar a Isaac, ellos me dicen
que lo encontraré.
—Sigue.
—No lo veo, pero es como que lo oigo. Me dice: «No es necesario
que me busques, yo sigo estando aquí».
—¿Aquí, dónde?
—Me dice: «No me he ido para siempre».
—Habla en catalán con él y cuando termines tradúcemelo a mí al
castellano.
—Dice que está cerca y que no tenemos que sufrir por él.
—Pregúntale dónde está cuando está cerca.
—Me dice que puede estar con nosotros, pero que no es su lugar.
—Aquí y ahora, en este momento, ¿dónde está Isaac?
—Está enfrente de mí.
—Y ahora, dime una cosa, ¿tú estarías dispuesta a prestarle tu
voz y tu garganta a Isaac para que pueda hablar conmigo?
—Sí.
—Al contar hasta tres te vas a quedar en estado pasivo, muy
pasivo, y le vas a permitir a Isaac que utilice tu voz. Tú vas a poder
escuchar la conversación, pero sin intervenir en ella.
Dirigiéndome ahora a Isaac, continuamos la sesión:
—Ahora me dirijo a ti, Isaac, tu madre te autoriza a que utilices su
voz para poder expresarte, ahora vas a poder decir lo que necesites
decir. Dime, Isaac, ¿en qué te puedo ayudar?
—Hola, yo estoy bien.
—Mi nombre es Juan José, soy médico y estoy aquí en Barcelona
trabajando con tu madre y un grupo de amigos.
»Isaac, ¿te has dado cuenta de lo que ha pasado, de lo que has
hecho y de las consecuencias que ha tenido; o no sabes de qué
estoy hablando?».
—Yo no quería hacerlo.
—Estamos hablando de que te has quitado la vida. ¿Lo sabes?
—Sí, pero no se acaba.
—Ya lo sé, porque no te has quitado la vida, solo te has quitado el
cuerpo, porque la vida es para siempre. Pero te quiero preguntar
más cosas. ¿Qué pasó ese día que tú decidiste quitarte la vida?,
¿me dejas ayudarte?
—Sí.
—Al contar hasta tres vas a retroceder a un momento antes de
quitarte la vida. ¿Qué está pasando?
—Tengo que salir corriendo, mis padres están conmigo, pero he
salido corriendo, me tengo que ir, me tengo que ir, no puedo más.
—Cuéntame, ¿qué es lo que pasa que no puedes más?
—No veo salida. Mis padres están pendientes de mí, me quieren y
yo los quiero, no quiero hacer daño, pero no puedo vivir así, siento
mucha angustia y quiero acabar con esto.
—¿A qué se debe esa angustia que estás sintiendo?
—He hecho daño a la persona que quería y no puedo repararlo.
—¿Por qué no puedes repararlo?
—Porque no hay vuelta atrás, no hay solución.
—¿Qué has hecho que no tiene solución?, ¿me lo puedes confiar
a mí?
—Lo he perdido todo, lo he perdido todo. Con mi pareja lo he
perdido todo. Todo giraba a su alrededor y con ella vivíamos los dos
una vida… Le dije la verdad y esa verdad no tiene vuelta atrás. No
puedo seguir así, no tengo salida.
—¿Cuándo descubriste esa verdad?
—Cuando entré en mi casa. Vi las cosas que había y vi que nada
era igual.
—Aparte de esto, ¿qué es lo que te decide en el último momento
a quitarte la vida?
—El pensar que, si me mato, se acaba todo.
—No contabas con que ibas a seguir viviendo, ¿verdad?
—No.
—Entonces, ¿qué es lo que te decide a decir «me mato»?
—Me voy con mis padres, mi madre me ha visto mal al entrar en
casa y me ha dicho que es un avance el haber entrado y que
saldremos adelante, pero yo veo que no voy a salir de aquí. Salgo
corriendo y me voy en el ascensor que está abajo. Subo. Escucho a
mis padres llamándome, subo al terrado, y está muy alto.
—Cuando estás en el terrado, ¿hay alguien más?
—Estoy solo, tengo que acabar, tengo que acabar.
—Sigue, sigue. —Durante toda su comunicación, Isaac, no deja
de llorar intensamente en todo momento.
—No veo nada más que el suelo y decido tirarme.
—¿Qué pasa en ese momento en el que decides tirarte?
—Me subo a la baranda y miro a todos lados, y miro abajo, y sé
que no puedo seguir; no veo salida y me tiro.
—Siente cómo te tiras, ¿qué sientes cuando estás cayendo?
—Mucho dolor, mucho dolor, ¡¿por qué?!, ¡¿por qué?!
—Cuándo saltas al vacío, ¿te ves caer?
—Sí, estoy viendo cómo caigo.
—Puesto que te estás viendo caer, ¿dónde estás tú?
—Estoy por encima.
—Entonces, en realidad, está cayendo solo tu cuerpo.
—Sí, yo estoy por encima viendo cómo cae.
—¿Qué sientes cuando tu cuerpo impacta con el suelo?
—Siento paz.
—Ahora dime. ¿Qué siente tu cuerpo cuando impacta con el
suelo?
—Se acaba con el impacto, no llega a sentir nada.
—¿Qué pasa ahora? El cuerpo está en el suelo, ya no tiene vida;
¿dónde estás tú?
—Estoy arriba.
—¿Y ahora qué pasa?
—Yo sigo vivo. Veo a mi padre correr, sube al terrado y mira
dónde estoy.
—En ese momento, ¿tú dónde estás?
—Estoy enfrente de él.
—¿Qué pasa cuando ves a tu padre mirando abajo, hacia el
cuerpo que está en el suelo?, ¿intentas decirle algo?
—Le digo que estoy aquí, que no estoy allí. Pero mi padre no me
oye ni me ve. Él se va a buscarme y yo no sé dónde ir, quiero ir con
él.
—Bueno, ve con él.
—Voy con él, quiere ir donde está mi cuerpo. Mi madre está
subiendo con mi mujer al terrado.
—¿Con quién te vas, con tu padre o con tu madre?
—Me voy con mi padre. Salta y llega hasta donde está mi cuerpo.
—Fíjate en cómo está tu cuerpo, míralo, ¿cómo está?
—Está tendido en el suelo.
—¿Y tu padre qué hace?
—Está a mi lado llorando. Él me habla y me dice que busque luz,
que no voy a sufrir más. Yo le hablo, pero no me responde. Le digo
que cómo la voy a buscar, que yo quería acabar.
—Qué lío este, Isaac. Por un lado, quieres acabar, resulta que no
acabas, resulta que sigues vivo y tu padre te está diciendo que
busques la luz y tú no sabes de qué te está hablando. ¿Qué haces
cuando entierran tu cuerpo?
—Estoy con ellos.
—¿En casa?
—No, estoy en el funeral y quisiera que sintieran mi abrazo y
vieran que no estoy allí dentro, pero no me ven.
—¿Te gustaría que te vieran?
—Sí.
—¿A qué se debe que ellos no te vean, qué crees tú?
—A que no ven mi cuerpo y se creen que ya no estoy aquí.
—¿Qué pasa cuando termina el funeral?
—Se despiden de mi cuerpo.
—¿Y qué hacen con tu cuerpo?
—Lo queman.
—¿Y tú qué haces?
—Me voy con ellos. Están sufriendo mucho, no quiero verlos
sufrir. Yo quería acabar, yo quería acabar. No quería que sufrieran.
—Muy bien, Isaac, sigue adelante: ¿qué hacen ellos? Desde que
saltaste al vacío, ¿sigues junto a su lado?
—Sí, pero no me ven, yo les hablo y no me oyen.
—¿Qué les dices?, porque ahora mismo tu mamá está
escuchando.
—Que estoy aquí, que estoy aquí con ellos, que no sufran, que no
lloren, porque estoy aquí.
—¿Vas con ellos a las reuniones que tienen con otros padres que
también perdieron algún hijo?
—No, yo siempre me quedo en casa, porque me encuentro bien
en casa.
—Isaac, ¿recuerdas las palabras que te dijo papá cuando tu
cuerpo estaba en el suelo, lo de que buscaras la luz? ¿Sabes a qué
se refería?
—No.
—¿Me permites que yo te explique algo de eso?
—Sí.
—Verás, tu papá en ese momento te dijo las mejores palabras
que se le pueden decir a alguien. Desde su amor superó su dolor y
te supo decir las mejores palabras, te habló de la luz.
»La luz es un lugar en el que tú ya has estado, es decir, tú viniste
de la luz, para tomar cuerpo como Isaac, lo que pasa es que ahora
no lo recuerdas.
»Pero quiero que te quede clara otra cosa: ya has visto en qué
consiste la muerte…».
—Sí, no me he muerto, estoy vivo. Solo se ha muerto el cuerpo.
—Escucha, cuando pasamos la muerte y el cuerpo se queda,
¿sabes lo que tenemos que hacer?, pues tenemos que volver a la
luz, lo que te dijo tu papá, porque la luz es la casa de todos.
»Aunque te suene un poco raro, te tengo que decir que tú eres un
ser de luz, has venido a encarnar en este cuerpo como Isaac, has
vivido una experiencia que ha terminado con tu decisión de quitarte
la vida; ahí has descubierto que sigues vivo.
»En este punto, cuando dejamos el cuerpo, todos tenemos que
volver a la luz, y tú también.
»Claro que volver a la luz supone que tienes que salir de casa. Ya
no vas a estar en casa de los papás, resguardado, pero, aunque ir a
la luz implica salir de casa, eso no quiere decir que no puedas volver
allí. ¿Me permites que te ayude a encontrar el camino de la luz?».
—Sí.
—Si vas a la luz vas a recuperar tu energía; una vez que la
recuperes, podrás ayudar a papá y a mamá en su dolor, y yo sé que
tú los quieres.
—Los quiero mucho y los quiero ayudar a superar el dolor.
—Pues eso lo vas a poder hacer cuando recuperes tu energía,
pero para eso primero tienes que ir a la luz y recuperarla. Y no te
creas que la luz está allá, no: la luz está, simplemente está, y,
muchas veces, más cerca de lo que podemos imaginar.
»Repite conmigo una oración que te va a ayudar a que veas la
luz.
Una vez que Isaac repitió la oración, seguimos…
»¿Cómo es la luz?».
—Blanca. Cuando me acerco a ella siento paz. Hay seres de luz y
me están diciendo que me vaya con ellos.
—¿Reconoces a alguno?
—Está mi abuela Antonia. Me está diciendo: «Ven, hijo mío».
—¿Te quieres ir con ella?
—Sí, con ella estoy bien.
—Pues sal del cuerpo de mamá, vete con la abuela a la luz y que
Dios te bendiga.
Dicho esto, me dirigí a M.ª Ángeles:
—M.ª Ángeles, mira quién está ahí delante.
—Quiero abrazarlo.
—Tenemos un problema: Isaac no tiene cuerpo físico. Pero aquí
hay un voluntario dispuesto a prestar su cuerpo para que tu hijo lo
utilice y así puedas sentir su abrazo físico.
Tras un intenso y prolongado abrazo.
—Estoy viendo cómo Isaac, con mi madre, se está metiendo en la
luz.
—Muy bien, respira tranquila. En este momento, ¿qué estás
sintiendo?
—Me siento bien al ver que, después de dieciocho meses, ya está
en la luz.

Ricard. Sincronicidades
Mientras lavaba los platos, después de la comida compartida con
Ángeles y Gerard, me han empezado a venir a la mente una serie
de ideas que no quisiera olvidar, y me dispongo a plasmarlas por
escrito por el sentido profundo que me dejan entrever.
Juanjo nos pidió que —con el fin de incluir experiencias relevantes
en el nuevo libro que está preparando— escribiésemos sobre las
señales que hubiéramos vivido a lo largo del tiempo; en concreto,
desde que nuestro hijo había realizado el tránsito.
Desde que se marchó Isaac, nos hemos cruzado con personas
que también han perdido hijos, y he podido constatar que, al igual
que nosotros, también ellas demandan tener algún tipo de señal. Es
algo que deseamos con cada fibra de nuestro ser, para poder
ratificarnos en la certeza de que nuestros hijos siguen aquí, siguen
vivos. Nos ayuda a fortalecer nuestra esperanza, dándole un nuevo
sentido a la vida y disminuyendo el dolor causado por la ausencia.
Es por eso por lo que me han empezado a llegar una serie de
datos que, con velocidad vertiginosa, aparecen en mi mente,
saturando mi razón, que, al ser infinitamente más lenta, no da
abasto para procesar toda la información que recibe, aunque intenta
ordenarla para que no se pierda ninguna de esas ideas que están
llegando y que nos van a ayudar a tomar conciencia de una
realidad, con frecuencia obviada, que tenemos delante y que
constituye una evidencia.
Así pues, teniendo como premisa básica las señales y
sincronicidades, y partiendo de la base de que la casualidad no
existe, acababa de terminar el segundo módulo de
biodescodificación y, explorando por internet, encontré una
información relevante.
Era una entrevista en la que Juanjo, al que veía por primera vez
en mi vida, hablaba de cómo el ser humano es capaz de entrar en
estado regresivo sin necesidad de hipnosis, hiperventilación ni
relajación previa. Este fue el punto determinante que me decidió a
contactar con él, así que empecé a buscar dónde impartía
conferencias y talleres.
Supe que en breve lo iba a hacer en Zaragoza. Me alojé en un
hotel muy cercano al lugar donde iba a impartir la conferencia y el
taller. Pensaba acudir a la conferencia y a partir de la impresión que
esta me causara decidir si asistía al taller de fin de semana.
Casualmente, nos hospedábamos en el mismo hotel y eso facilitó
que pudiéramos conversar; hablamos en el desayuno —me
preguntó si quería compartir mesa con él y con su esposa— y en el
trayecto que hacíamos juntos desde el hotel hasta el lugar donde se
desarrollaba la actividad. Durante ese trayecto pude exponer
aquellas preguntas que para mí eran relevantes.
Había una que, por su condición de médico, tenía que hacerle y
cuya respuesta para mí sería esclarecedora. Le pregunté si conocía
la medicina del doctor Hamer. Me respondió afirmativamente y
añadió que además tenía conocimiento de su obra. Esto me dio a
entender que Juanjo tenía una mente abierta y no cuadrada, como
ya había tenido la ocasión de descubrir en otros médicos.
La conferencia fue muy grata y esclarecedora, pero el taller
superó de largo mis expectativas. Nada más empezar el taller, con
la presentación que nos ofrendó a los asistentes, percibí claramente
que, por un lado, estaba la condición de médico, que, dejando a un
lado su estructura pragmática, permitía florecer la profunda realidad
del ser que, a través de ese cuerpo físico, transmitía lo que las
almas necesitaban. Era evidente que no teorizaba, sino que
compartía sus vivencias desde el corazón.
Transcurrido un tiempo, le llamé para comunicarle que se estaba
preparando un encuentro de padres que han perdido hijos. Lo
organizaban los grupos Renacer de España y se celebraría en
Andorra. Pasaron varias semanas hasta que me confirmó su
asistencia a dicho evento. Me dijo que le gustaría convivir con esos
padres durante ese encuentro. Aprovechamos para pedirle que
diera una conferencia.
Posteriormente, con ocasión de otros eventos tales como
conferencias en Barcelona o congresos en Madrid, nos ha ido
presentando a otros padres que también han perdido hijos.
Una persona que no pudo asistir al encuentro en Andorra fue
Elísabet Esteban, quien, por WhatsApp, me mandó un escrito
dirigido a los padres que allí estábamos, pero me llegó el día que
comenzaba el encuentro y no lo pude leer hasta después de la
finalización de este.
Pero el universo se encarga de hacer llegar, de la manera que
sea, lo que es necesario en cada momento.
Juanjo estaba al principio de su ponencia cuando, de pronto,
comenzó, de forma condensada y con detalle, a transmitirnos su
experiencia y vivencias como resultado de su convivencia con
nosotros. Sus palabras estaban en consonancia con el mensaje que
me había hecho llegar Elísabet y que yo aún no había leído; lo
expresaba desde el fondo de su corazón, aunque utilizando otras
palabras.
Ahora, reflexionando, recuerdo la ponencia del doctor Juan José
López y algunas palabras contundentes que nos transmitió. No lo
había visto nunca, y llevo varios años de amistad con él, con ese
ímpetu y certeza al transmitirnos un mensaje tan profundo y unos
sentimientos que ha experimentado en carne propia.
Ahora podemos ver, al igual que yo pude comprobar al terminar el
encuentro, cómo dos personas —Elísabet desde Budapest y Juan
José dando la conferencia— están transmitiendo el mismo mensaje.
El mensaje que me mandó Elísabet —el viernes 19 de septiembre
de 2014, dirigido a los asistentes al encuentro y que no les pude leer
— es el que transcribo a continuación. Al enviármelo me señaló que
lo había recibido a través de una canalización.
Buenos días, Ricard.
Me siento muy conectada con vosotros estos días. Esta madrugada me
ha venido escribir esto. A ver qué siente tu corazón.
Solo quiero deciros y sentir que seguimos en contacto con vosotros de
diferentes formas, pero estamos, incluso, mucho más presentes que antes.
Os estamos ayudando a que vosotros percibáis la vida más próxima a lo
que realmente es, en conexión con lo que realmente sois: Almas habitando
un cuerpo. No sois solo cuerpos.
Somos, sois Almas, y, como Almas, no existe la muerte.
Este es el mensaje que os queremos hacer llegar.
¿Podéis sentirnos ahora?
Comunicación de las Almas que estuvimos con vosotros físicamente, y a
las que ya conocéis.
He sentido mucha energía de amor y que te hiciera llegar este mensaje, y
me llega que al leer este mensaje sentiréis las Almas de los seres que ya
no están físicamente.
Estoy con vosotros desde esta bonita ciudad de Budapest
A continuación transcribo la ponencia que el doctor Juan José
López impartió la tarde del día 20 de septiembre de 2014. El texto
recoge desde el minuto diecisiete cincuenta hasta el minuto
veinticuatro.
Antes de hablar de la terapia regresiva.
Ayer, a ustedes les proyectaron varios vídeos, y yo me alegré de ver cómo
mi buen amigo el doctor Vicent Guillem, como nosotros decimos…, se
mojó.
¿Recuerdan ustedes lo que les dijo?
Que sus hijos están vivos.
¿Lo recuerdan?
Yo no sé hasta qué punto, en todos ustedes, ha calado esto. Y no sé
hasta qué punto…, porque todo es un proceso. Y ustedes están en pleno
proceso. Unos en un proceso más avanzado, por lo que yo he observado
en estos días, y otros en un proceso un poquito menos avanzado.
Pero no se preocupen porque todo es cuestión de tiempo, de
aceptación…, sí…, de comprensión.
Como les digo, Vicent les dijo que sus hijos están vivos. Y a algunos de
ustedes… les caló…, pero yo sé que también algunos de ustedes lo
oyeron, pero no lo escucharon.
Yo los he observado. Los he observado un día, hoy, inenarrable para mí,
de convivencia con ustedes.
He podido sentir la energía de todos sus hijos allí donde estábamos
comiendo. Donde estábamos haciendo todas esas ceremonias que se han
hecho. Y me llama la atención cómo, cuando brindan ustedes por sus hijos,
miran al cielo.
¿Por qué miran al cielo?
Sus hijos estaban allí también. Sus hijos estaban viendo cómo los globos
se iban. Sus hijos estaban emocionados de verlos a ustedes. Sus hijos me
llegaron a emocionar a mí.
Sus hijos ahora… están emocionados. Porque, de los que conozco, me
puedo dirigir a Rosa o a Paco y decirles, tranquilamente, Marc está aquí
esta noche.
Ustedes no son conscientes de la energía que mueven cuando se reúnen
aquí. El dolor que queda en alguno de ustedes atrae a todos los seres que
han perdido.
Ellos celebran estos encuentros…, y están aquí. Y son felices. Lo único
que les queda es la pena de ver que no son capaces de arrancarles a
ustedes el dolor. Porque no son capaces. Porque ellos solos no pueden.
Ustedes tienen que dar el paso adelante.
Están en pleno proceso…, salgan ustedes del «¿por qué?».
Salgan ustedes del «si hubiera pasado esto…, si no hubiera ido allí…,
¿por qué le ha pasado esto?»…
Porque tenía que ser así. Porque todo es un proceso.
Como antes decían la doctora Luján y la doctora Carmelo…, ellos
terminaron su misión.
Entiendan esto: ellos terminaron su misión y han venido a dar una lección
con esa experiencia de muerte.
Desde el hemisferio izquierdo, desde nuestro consciente, vemos que esto
no es justo. Vemos que es contra natura que muera un hijo antes que sus
padres.
Pero es que esto es solo una experiencia en la vida.
La vida es mucho más. Somos mucho más de lo que yo estoy viendo de
ustedes. Quienes realmente son cada uno de ustedes yo no lo veo.
Yo solo veo el vehículo que están utilizando en esta experiencia de
vida…, en esta encarnación.
Pero el ser que mueve cada uno de los cuerpos que yo veo aquí, ese es
el que sabe, ese es el que entiende.
Entonces…, por favor…, salgan del ¿por qué?
No se queden en la parálisis del análisis, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por
qué?…
Sigan caminando.
Sigan caminando porque esto, todo esto, solamente es un proceso.
¿Y saben una cosa?, al final, todo estará bien.
Por eso también le puedo decir a mi amiga Ángeles y a mi amigo Ricard
que Isaac está aquí.
Francisco…, Joaquín está aquí. Sí, Joaquín está aquí también. El
problema es que a ti te cuesta trabajo creerlo; pero da igual, aunque tú no
lo creas…, ellos están aquí.
Y eso es lo que quiero, que os den fuerza para que sigáis caminando y
salgáis de la parálisis del análisis.
Porque desde el hemisferio izquierdo no se puede llegar a comprender…,
no se puede llegar a entender esto.
Me emocionaron mucho las energías de vuestros hijos, que estaban allí, y
os voy a confesar lo que escribí en el globo.
Cuando fui a por el globo, estaba llorando, pero no por vuestro dolor.
Estaba llorando por la emoción de ellos, que es lo que yo sentía. Y mi
amigo Paco, al verme llorar, me dio dos globos.
Lo único que escribí se lo escribí a vuestros hijos. Les dije: «Por favor,
llevaos ya el dolor de vuestros padres para que puedan seguir
evolucionando».
Y con estas palabras cerró el paréntesis y continuó con su
ponencia, como si nada anormal hubiera sucedido.
Juanjo no fue consciente del mensaje que transmitió. Tuve
constancia de que así había sido por palabras que él mismo me
escribió pocos días después de compartir esta sincronicidad.
***
Amigo lector, gracias a Ricard, que grabó la charla que impartí ese
día, podemos contemplar ahora la increíble sincronicidad que se
produjo. Para nuestra racionalidad esto sería etiquetado como «una
casualidad», porque es lo que siempre hacemos cuando no
encontramos una explicación lógica a lo que hemos vivido o
contemplado.
Pero, a estas alturas, creo que ya tenemos claro que la
casualidad no existe . No hay casualidades, nada pasa por que sí,
no hay puntada sin hilo, todo sigue fielmente el orden establecido.
Casualidad es una palabra que empleamos cuando no sabemos
explicarnos, de forma racional, todas aquellas evidencias que se
presentan ante nosotros, que son irrefutables e innegables pero
que, con las herramientas que tenemos en nuestro hemisferio
cerebral izquierdo, no podemos racionalizar.
Como bien dice Juan José Benítez 2 , la palabra casualidad algún
día habrá que retirarla, con vergüenza, del diccionario, porque el
que no sepamos explicarnos por qué se produce algo no significa
que ese algo sea una casualidad.
Por eso, las señales que recibimos de los seres que ya han
desencarnado suelen ser etiquetadas como casualidades por
aquellos que oyen hablar de ellas. Pero he podido observar que son
absolutamente reales para aquellos que las reciben.
Cuando estos padres y madres te están relatando las señales que
han recibido, al mirarlos a los ojos te das cuenta de la sinceridad y
emoción con las que te transmiten su vivencia y comparten contigo
su verdad, conscientes de que es relativa, porque solo es suya.
Además, no pueden hablar de sus experiencias con entera
libertad, porque pronto se dan cuenta de que no todo el mundo está
preparado para escucharlas. Con frecuencia tienen que escuchar
aquello de que seguro que lo que han experimentado tiene alguna
explicación —pero nadie lo explica—, o también que se trata de una
alucinación como consecuencia del shock sufrido por la muerte de
su hijo.
Al igual que la palabra casualidad , creo que la palabra
alucinación se utiliza de forma gratuita para intentar justificar todo
aquello que no podemos explicar, porque, hasta hoy, no he
encontrado aún a nadie que me sepa explicar de forma lógica y
científica el mecanismo que se produce en nuestro cerebro para
crear una alucinación.
Vamos a continuar con las señales que Ángeles y Ricard han
recibido de su hijo Isaac.
Señales de Isaac

Son una constante en nuestras vidas las señales que se nos


muestran y quedan desatendidas, o que no son percibidas.
El Universo nos envía constantemente información para hacernos
conscientes de que no somos entes autónomos y separados, sino
que somos este mismo Universo y formamos parte íntegramente no
de él, sino en Él.
A veces cuatro ojos ven más que dos.
Este serial de sincronicidades que vamos a compartir con los
lectores conforma un conjunto de experiencias en un espacio-tiempo
de esta experiencia de vida, en nuestras vidas. Empezó así…
Aprovechando que una amiga vino a pasar un fin de semana con
nosotros al pueblo, nos apuntamos a hacer una caminata,
organizada por la unión excursionista de la zona, por bosques y
parajes preciosos con vistas hermosas.
Llegados al avituallamiento, tras completar el primer tramo del
recorrido, no todas las personas se veían con la facultad de seguir
después del desayuno, con el repecho que nos esperaba, seguido
de una bajada por sitios rocosos, húmedos y resbaladizos, según
nos dijeron.
No estábamos acostumbrados a las caminatas largas y
dificultosas por la preparación y el esfuerzo que requerían.
Así que la amiga citada anteriormente decidió retornar con uno de
los vehículos de la organización hasta el punto donde se había
iniciado la caminata.
Ricard decidió completar la etapa, iniciando la fuerte subida hasta
la cumbre.
M.ª Ángeles, con todo el tiempo por delante, y sin prisas, presintió
que debía emprender el camino de regreso descendiendo por una
pista forestal. Iba con nuestra perra labrador, Bimba , que nos
acompaña siempre. Necesitaba encontrarse a solas con la
naturaleza.

M.ª Ángeles
Me dispuse a iniciar el descenso de vuelta. Disponía de todo el
tiempo del mundo; podía caminar sin prisas y disfrutando del
paisaje.
Podía poner atención en el silencio, en mis pisadas y en los
sonidos del bosque —pájaros, viento…—, cosa nada habitual
inmersos, como estamos, en el ruido de las ciudades en que
vivimos.
Mientras iba caminando ponía atención tanto con la mirada como
con el oído, y me decía a mí misma cosas que ya había pensado
anteriormente, en más de una ocasión: hay gente que tiene señales
de su hijo, tantas piedras que hay por el camino y nunca he
encontrado una piedra con forma de corazón… Iba pensando.
Descendiendo por la pista, hablaba con Isaac, mi hijo mayor, que
decidió marchar.
Con el tiempo, me voy dando cuenta de que era una lección de
vida la que nos había venido a mostrar Isaac, tanto en su vida física,
cuando estaba presente, como en la etérica, desde que se marchó.
De repente toman forma y sentido ciertas vivencias que
mantenían ocultos sus mensajes.
Estaba totalmente inmersa en mis pensamientos, hablando con
Isaac como si estuviera a mi lado.
Al rato de deambular por esa interminable pista repleta de curvas,
me entraron ganas de orinar. Aguanté hasta que al final pensé
«como no me acompaña nadie ni me he cruzado con un alma, no
hace falta que busque un rincón para esconderme».
Así que, llegada a una curva del camino, me coloqué en un lateral
dispuesta a satisfacer mi necesidad biológica.

Cuál no sería mi sorpresa cuando, al levantarme, mientras me


subía los pantalones, vi que justo a mi lado, junto a mis pies, había
una piedra en forma de corazón. Pero no era una piedra cualquiera
que pudiera sugerir la forma de un corazón, tampoco era pequeña:
no, era una señal clara y concisa. Innegable. Un corazón singular,
sin lugar a duda. ¡Un corazón enorme!
El corazón me dio un vuelco. Se me estremeció todo el cuerpo de
repente. ¡No me lo podía creer! ¿Es un sueño? ¿Es real? ¿Estoy
viendo bien?
El corazón se me expandía por momentos mientras un gozo me
sobrecogía, al tiempo que unas lágrimas de amor me descendían
por las mejillas en reconocimiento de lo más sublime: de mi hijo.
Sentía abrirme a una dimensión desconocida que no había
experimentado hasta el momento. Descubrí un espacio que nunca
había pensado poder experimentar, ni siquiera que pudiera existir.

Mi hijo Isaac, sin duda, consiguió hacerme llegar una señal de las
infinitas deseadas. Sentí que una enorme expansión me sobrecogía,
en cuerpo y alma.
La tranquilidad que ofrecía el bosque me ayudó a olvidar y a dejar
a un lado las preocupaciones, a soltar el cuerpo. Me permití un
espacio para sentir.
Y allí, en ese lugar sin tiempo y sin espacio, se pudo dar el
«milagro».

Quedé tan agradecida a la vida y a Isaac: por fin podía acunar en


mi ser una experiencia íntima y reveladora.
Sin duda alguna, Isaac estaba allí conmigo y con Bimba .

Bimba es un labrador muy especial para nosotros. La trajo a casa


Gerard, nuestro otro hijo, cuatro años menor que Isaac. Dijo que era
el perro que a su hermano le hubiera gustado tener. Además, había
nacido, casualmente, en los días en que marchó Isaac.
La verdad es que nos ha ayudado muchísimo a lo largo del
proceso de enfrentamiento de la pérdida. Y sigue haciéndolo, es un
tesoro.
Después de la experiencia, ante tan sobrenatural acontecimiento,
empiezan las preguntas, porque la mente, ignorante, siempre le
busca tres pies al gato. Es algo que ella no puede entender porque
no es de su misma condición.
¿Por qué me paré en esa curva? Si lo hubiera hecho en otra, todo
habría sido diferente. ¿Qué hacía esa piedra ahí? ¿Cómo llegó?
¿Cómo podía ser una réplica tan perfecta? ¿Quién la podía haber
traído hasta ese sitio? Podía haber estado en otro lugar… ¡Qué
casualidad!
Para mí fue Isaac quien me llevó hasta ella, justo al lugar donde
de forma tan inesperada la encontré, y en esas circunstancias, ni un
centímetro antes ni un centímetro después…, justo en el lugar y
momento precisos.
Pero da lo mismo cómo confabule la vida ante una solicitud tan
deseada, es indiferente… Al final acaba siendo.
Estoy enormemente agradecida por la experiencia. Ella, al ampliar
un poco mi consciencia, me ha ayudado a dilucidar que nada de lo
que nos estaba pasando en esos días era fruto de la casualidad. Se
dejaba entrever un hilo conductor innegable.
Dada la vida cotidiana que nos hemos forjado, no somos capaces
de ver más allá de lo que tenemos enfrente o de lo que nos muestra
nuestra mente. Queda así olvidado nuestro corazón, que nos
alimenta a través de la intuición.

Así reemprendí el camino de vuelta, con todos mis sentimientos


exultantes y sintiéndome emocionada y muy feliz.
Cuando llegué al final del camino, me dispuse a descansar, me
senté y vi en el suelo trozos de goma.
«Qué raro —pensé—, ¿de dónde habrán salido?».
Me dio por mirarme las suelas de las botas y vi que estaban
destrozadas. Quizás, si hubiera decidido seguir adelante con la
caminata con Ricard, a lo mejor habría tenido problemas para
acabarla, visto el estado en el que se encontraba mi calzado.
No sé, para mí fue claro que tenía que volver yo sola; y por aquel
camino.
Ahora estoy segura de que Isaac me impulsó a seguirlo.

Pasados unos días, coincidiendo con el aniversario de la partida


de Isaac, por hacer algo especial, decidimos ir a contemplar esa
piedra en forma de corazón, ya que era digna de ello y quería que
Ricard la viera en vivo y en directo.
Hicimos el primer tramo en coche, que nos acercó en llano al
punto de ascensión. Desde la barrera que marcaba el inicio
debíamos seguir a pie por la pista que yo había descendido pocos
días antes.
Desde el principio del camino empezaron nuestros cuerpos a
reaccionar bajo el intenso calor del verano. Los rayos solares hacían
que nos replanteáramos el ascenso, pues iba a ser una caminata
pesada y seguramente el clima no era el mejor para emprenderla.
La sola idea de tener que caminar por la pista ascendente a pleno
sol, con los consiguientes sudores, bastaba para hacer que brotara
el pesimismo.
Pero el Universo lo tiene todo previsto…

Ricard

En uno de los giros de la pista, a lo lejos, vimos aparecer un perro.


Nos preguntamos si estaba perdido. Al poco apareció una pareja y
pensamos que Bimba jugaría con su perro.
Llegados a su altura, nos saludamos y hablamos de los perros. El
chico nos preguntó si conocíamos la cascada de Murcarols.
Nosotros contestamos que no, a lo que él añadió que poca gente
sabía de su existencia, y que valía la pena conocerla, ya que era
singular.
Dadas las indicaciones para llegar a la cascada, decidimos seguir
camino y nos despedimos.
Al rato ya estábamos comentando los acontecimientos, que nunca
son casuales, y nos planteamos que nos estaban indicando una
nueva opción. En ese momento teníamos claras las indicaciones
que nos dieron y quizás otro día no las recordaríamos tan bien.
Viendo el trayecto a pleno sol que debíamos de recorrer,
decidimos cambiar nuestros planes, dado que advertimos
claramente que el Universo estaba confabulando, y la prioridad
siempre es aquello que sale al paso.

Así pues, seguimos las indicaciones recibidas, que nos llevaron al


recóndito, bello e inhóspito paraje donde se encontraba la singular
cascada.
Sorprendidos por esa inesperada belleza, guardamos silencio y
observamos todo el entorno: montaña, árboles, cascada, riachuelo,
piedras, silencio, agua, hadas del entorno. Era un lugar muy
especial, que invitaba a la meditación y daba la sensación de estar
fuera del tiempo.

Absortos, percibiendo el momento con plenitud, recorrimos con la


vista el entorno y deambulamos por todo el lugar, hasta que
acabamos mojándonos los pies y más. ¡Qué placer…!
En eso estábamos cuando Bimba pasó al lado de una enorme
piedra que se encontraba en un lateral del, como yo lo llamo,
semicírculo romano. La perra, después de quedarse inmóvil unos
instantes, salió corriendo con el rabo entre las patas, como si huyera
ante algún peligro.
Me acerqué a ese trecho para ver de qué se trataba, cuál era la
causa de esa repentina correteada. Y la sorpresa fue que, en un
hueco bajo la piedra, se encontraba una caja de plástico, del tamaño
de una fiambrera.
En principio pensamos que alguien se la había dejado olvidada,
pero pronto salimos de dudas. Más nos sorprendimos aún al abrirla,
por lo que en ella encontramos.
Dentro había una libreta, 10 €, una bolsa de plástico con objetos
variados, una galleta premio para perros, un lápiz y, ¡eureka!, unas
instrucciones. Estas hablaban de un juego de geocaching , de cuya
existencia no teníamos ni idea, y explicaban sus reglas.
Las personas que localizaban la caja dejaban su huella, ya fuera
intercambiando algún objeto, dejando otro o escribiendo.
La libreta contenía cosas escritas por las personas que con
anterioridad habían pasado por allí y habían aportado sus palabras
o un dibujo.
Dedujimos que la pareja con la que no por casualidad nos
habíamos encontrado en el camino venía de ese mismo lugar. La
fecha los delataba y la galleta para perros también.
Pero lo bueno estaba por descubrirse.

Hojeando la libreta vimos, entre otras notas, el dibujo de una


mariposa. No era un dibujo cualquiera, sencillo, no, se trataba de
una mariposa muy linda y especial.
Y ahora la guinda.
Debajo de la mariposa había un escrito:
«¡Hola! ¡Me llamo Isaac! Ja, ja, ja».
Estaba firmado con su nombre y una letra y rúbrica parecidas a
las de nuestro hijo Isaac.
No sabemos por boca de quién hablan ni a través de qué medios
contactan. Pero aquello fue tramado al milímetro por el Universo, no
hay duda.
Ese entorno ya era hermoso, pero de repente, erizados los pelos
y engrandecido el corazón, dejó ver cuán gran amor lo envolvía todo
en ese lugar tan especial; y nosotros formábamos parte de ese
momento…
Al día siguiente nos dispusimos a seguir camino desde el cruce
donde nos desviamos hacia la cascada, para encaminarnos, pista
arriba, al encuentro del corazón.
Curiosamente, aquel día el cielo estaba encapotado. La neblina
de nubes difuminadas no dejaba pasar los potentes rayos
ultravioleta del sol de pleno verano, por lo que disfrutamos de una
subida sin el desagradable calor y sudor que de otra manera
hubiéramos padecido. ¿Casualidad?
Bastante rato estuvimos subiendo por la interminable pista
forestal, hasta que al final llegamos a la curva esperada, donde, en
un lateral, se encontraba el maravilloso corazón.
Siempre nos preguntan si nos llevamos el corazón. Pensamos
que la piedra era de la montaña y que el mensaje ya lo habíamos
recibido.
¡Para siempre formará parte de aquella montaña nuestro corazón!
¿Qué mejor sitio?
Después de vivir el acontecimiento de la señal, y tras hacer las
respectivas fotos para la posteridad, iniciamos el descenso, que
contuvo, una vez más, una curiosidad.
Durante toda la caminata de ascenso el cielo anduvo encapotado,
pero, una vez llegados al encuentro del corazón, las nubes
desaparecieron por completo y la bajada tuvimos que hacerla a
pleno sol; sin embargo, en ese trayecto sin esfuerzo, ya no
importaba. ¿También fue una casualidad?
Ahí dejamos acuñada una esperanza.

Al final, los milagros suceden cuanto menor es el deseo y mayor


la apertura a la vida, dejando aflorar el corazón. Unos milagros que
ya estaban ahí, pero que a causa de nuestros nubarrones mentales
no podíamos ver.
Desde nuestros corazones, para la Humanidad.
***
Cuando me contaron esta señal tan sincronizada en los momentos y
en la aparición de los distintos personajes, pregunté a Ángeles y a
Ricard si después de la conversación mantenida con esa pareja de
jóvenes, con perrito incluido, en la que les convencieron para que en
ese momento se dirigieran al manantial, se dieron la vuelta para
observar cómo se alejaban por la pista. Pero me contestaron que en
ese momento no repararon en volverse para observar cómo se
alejaban.
Querido lector, te imaginas que Ángeles y Ricard se hubiesen
vuelto y no los hubieran visto… ¡Uff!
Rosa y Paco
Marc

L
a experiencia que, en estado regresivo, mantuvo Rosa con su
hijo Marc, en presencia de Paco, también aparece en mi
segundo libro. No obstante, la voy a plasmar aquí de nuevo
como introducción a las señales que ellos han recibido.
Rosa y Paco son un matrimonio, residen en Andorra y son padres
de dos hijos. Uno de ellos, Marc, murió como consecuencia de una
caída de moto, de forma inexplicable, cuando conducía a veinte o
treinta kilómetros por hora, por zona urbana, detrás de un camión,
llevando perfectamente puesto el casco reglamentario.
Al caer se golpeó con un bordillo y murió en el acto.
Rosa y Paco participaron también en el seminario-taller que
impartí en Barcelona en febrero de 2013.
Desde hace ocho años vengo realizando este tipo de actividad,
que me ha permitido comprobar que la casualidad no existe, pues
he podido observar que la persona que, previo sorteo, hace de
paciente es precisamente quien en ese momento tenía que hacer de
paciente; y, aunque parece un juego de palabras y no encuentro la
forma de expresarlo de otra manera, puedo asegurar que es una
realidad que he vivido y sigo viviendo en todos y cada uno de los
talleres que he realizado y sigo realizando hasta este momento, algo
que solo se entiende cuando tienes la oportunidad de vivir de forma
directa lo que estoy contando.
Rosa y Paco se desplazaron desde Andorra y al llegar al taller
expresaron su deseo de hacer de pacientes durante el primer día,
que, como siempre, es sábado. Su intención era marchar por la
noche a Andorra y no volver al día siguiente al taller debido a que a
su otro hijo, Álex, lo tenían hospitalizado, aunque no por nada
preocupante.
Lo que ninguno sabía era que el Universo tenía preparado, para
ellos, un plan diferente.
Recuerdo cómo, durante el desarrollo de la jornada del sábado,
cada vez que alguien iba a sacar un papelito, todos los asistentes
proyectaban intensamente su deseo de que fuera el correspondiente
a Rosa o a Paco; y cuando salía otro diferente, el agraciado
manifestaba su deseo de cederles su puesto, pero les hice entender
que cada uno sale en el momento justo en el que tiene que hacer de
paciente, y eso no es por casualidad.
Al término de la jornada del sábado, Rosa y Paco manifestaban
su desilusión por no haber podido hacer de pacientes, a la vez que
seguían asegurando que al día siguiente les era imposible volver.
Ante esta situación les propuse a todos los asistentes que la
persona que acababa de hacer de paciente, siguiendo el normal
funcionamiento del taller, sacara el siguiente papelito; si en él
aparecía el nombre de uno de los dos, yo estaba dispuesto a seguir
trabajando, aunque acabáramos la jornada mucho más tarde de lo
previsto.
Este fue el momento cumbre de la jornada, pero cuando la
persona indicada sacó el papel y lo abrimos, pudimos comprobar
que el nombre que aparecía no era, de nuevo, ni el de Rosa ni el de
Paco.
Entonces le propuse al nuevo agraciado que sacara el papelito del
siguiente y a este que sacara el del siguiente y así sucesivamente
hasta dejar establecido el turno de los pacientes para la jornada del
domingo.
Todos pudimos observar cómo el Universo, una vez más, lo
dispuso todo: el papelito con el nombre de Paco fue el último en
salir; el de Rosa, el penúltimo. En ese momento no entendimos
nada, pero al día siguiente, cuando acompañé en su experiencia a
Rosa, pude comprender por qué tenía que ser así.
Por supuesto, Rosa y Paco tomaron la decisión de volver al día
siguiente a Barcelona y asistir al taller.
Rosa ha trabajado durante muchos años en la banca y, debido al
analítico cerebro que posee, tenía serias dudas acerca de su
capacidad para entrar en regresión, pero llegado el momento se
recostó en el colchón y, como de costumbre, comenzamos la sesión.

Rosa
—¿Qué necesitarías trabajar en regresión en este momento?
—Las dos cosas que me preocupan más: una es que me gustaría
saber qué es lo que le pasó a nuestro hijo Marc, aunque no sé si lo
podré lograr, porque lo busco, lo busco, lo busco y no lo encuentro.
La otra es, aunque no lo he contado nunca, que yo he tenido
durante toda mi vida la autoestima muy baja. Desde hace veinte y
tantos años soy bulímica, aunque ahora ya no tanto, pero siempre
me he encontrado con la autoestima en los pies y no sé por qué.
Pero lo más importante es saber qué le pasó a Marc.
—¿Qué estás sintiendo en estos momentos?
—Nervios.
—Muy bien, cierra los ojos, deja que tu alma decida qué es lo que
va a hacer, confía en ella, ponte en sus manos. Respira tranquila,
siente esos nervios…, sigue, sigue…, eso es, sigue…, sea lo que
sea, sigue…, sigue… ¿Qué estás sintiendo ahora?
—El corazón me va muy deprisa.
—Siente cómo el corazón te va muy deprisa…, sigue…, sigue…,
muy bien, sigue… ¿Qué necesitarías saber de tu hijo Marc?
—Qué le pasó —dice mientras empieza a llorar.
—Deja salir eso…, eso es…, déjalo salir…, no retengas más eso
que llevas dentro. Este es el lugar idóneo para que vacíes todo eso,
ya está bien de llevarlo, déjalo salir. —La paciente llora más
intensamente—: Eso es, deja salir todo eso…, sigue, sigue…, eso
es…, sigue…, eso es.
»Ahora, al contar hasta tres, te vas a situar justo en ese día, el día
en que Marc tiene el accidente. —La paciente sigue llorando—. Eso
es…, déjalo salir y, cuando tú puedas, al contar hasta tres, te vas a
situar justo en ese día en el que Marc tiene el accidente. Cuando tú
puedas me dices qué está pasando. Pero cuando tú puedas, no hay
prisa».
La paciente, con voz entrecortada por el llanto, empieza a decir.
—Llaman a la puerta cuatro bomberos, los mejores amigos. Yo sé
que es por Marc, me dicen que Marc está grave y les digo «¿qué ha
pasado con Marc?», y me dicen que está muerto. Me voy con ellos y
veo la cara de mi hijo. No puede ser, me lo han matado.
—Sigue.
Y llorando más intensamente, continúa diciendo.
—Me lo han matado. ¿Por qué?, ¿por qué?
—Sigue.
—Hay mucha gente. Yo no lloro, quiero ver a Marc, quiero ver el
cuerpo.
—Sigue.
—Vamos a la calle, vamos al hospital, y quiero ver a Marc, quiero
ver a Marc. Están allí los amigos y Paco está muy mal. Lo veo en la
camilla y le sale sangre del oído, pero no puede ser que esté
muerto, no puede ser. ¿Por qué, Marc, por qué te compramos la
moto?
—Sigue.
—Está caliente.
—¿Lo puedes tocar?
—Sí pero no, la nuca no. La nuca me dice que no la toque. Es un
minuto y ya está, no le digo adiós, no le digo nada, y se lo llevan y
ya está.
—Y ahora, ¿qué haces tú? —La paciente continúa llorando.
—Nos vamos a casa los tres solos para siempre, y dormimos los
tres, y no me lo creo.
»Al día siguiente tenemos que volver y yo no quiero verlo en una
caja, no quiero, no quiero verlo metido en la caja; y lo ponen encima
de no sé qué, con un cristal. Miro y no es mi hijo. Es un cuerpo
helado, muy helado. Le beso la boca, los oídos, los ojos, pero ya no
está, ya no está».
—Sigue.
—Hay mucha gente, todo el mundo llora, yo hago el papel y digo
«gracias, gracias». Después, el día del funeral de mi hijo, en esa
plaza hay gente por todas partes, no cabe en la iglesia, está todo
lleno y entro y veo una foto enorme de mi hijo ahí. Hay mucha
gente, pero no veo a nadie, de tanta gente, y la música de Álex, la
de su hermano, que se ha quedado sin hermano.
—Sigue.
—Salgo y se me llevan, se me llevan, no puedo abrazarme a
nadie, se me llevan corriendo, van a quemarlo, lo vuelvo a besar y
no lo he visto más, no lo he visto nunca más. Y sé que lo van a
quemar, van a quemar a mi hijo.
—Sigue.
—Perdona, Marc, perdona. No sé qué voy a hacer sin Marc, pero
Paco y Álex me necesitan, me quieren mucho. Yo no quería comprar
la moto, pero Paco sí. Ahora, ¿qué va a pasar?
—Bueno, deja salir todo eso. —La paciente no para de llorar—.
Vacía todo eso, respira tranquila. Ahora, al contar hasta tres, vas a
retroceder al momento en que llegas al hospital y está el cuerpo de
tu hijo sobre esa camilla. Míralo, fíjate bien a tu alrededor, despacio,
fíjate bien y dime dónde está Marc. Permítete descubrir esto.
—En la camilla.
—En la camilla está su cuerpo, pero ¿dónde está Marc? Deja salir
primero toda esa emoción, cálmate y, cuando tú puedas, dime
dónde está tu hijo Marc cuando su cuerpo está en la camilla.
—Lo veo aquí.
—Míralo. ¿A tu hijo Marc le gusta verte llorar?
—No.
—Pues entonces, ya sabes, que no se te note.
—Lo veo apoyado en una puerta con las piernas así. No sé por
qué está así.
—Bueno, y tú que lo conoces bien, que para eso eres su mamá,
¿qué quiere decir esa actitud suya?
—Es como si estuviera esperando a que pase toda esta película,
sonríe.
—Dile «Marc» o «hijo mío», como tú le digas. ¿Cómo le dices tú?
—Rata.
—Bueno, pues dile: «Rata, te estoy viendo», ¿cómo reacciona?
—Se ríe.
—¿Estarías dispuesta a prestarle tu voz y tu garganta por unos
minutos?
—Sí.
—Voy a contar hasta tres. Al hacerlo, te vas a quedar en estado
pasivo y le vas a permitir que utilice tu voz y tu garganta para
expresarse. Mientras dure la conversación conmigo, tú vas a poder
escucharla, pero sin intervenir en ella.
A partir de ese momento, me dirijo a Marc.
—Hola, Marc.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Bé .
—¿Bé? Bueno, mira, como verás, yo no hablo catalán y,
entonces, me gustaría pedirte el favor de que me hables en
castellano, ¿quieres?
—Sí.
—Me llamo Juan José, soy amigo de tus padres. Ahora se me
presenta la oportunidad de hablar contigo. Dime una cosa, Marc, ¿tú
sabes qué es lo que ha pasado? —Guarda silencio; le sigo
preguntando—: ¿Te has dado cuenta de que últimamente la gente
no te escucha cuando hablas?
—Sí.
—¿Y eso a qué se debe?
—No lo sé.
—¿No será una broma que te están gastando?
—No sé.
—Pero lo has notado.
—Sí.
—Bueno, Marc, yo sí te oigo y, además, te oigo perfectamente.
¿Sabes qué pasa?, que tu mamá te está prestando su voz para que
yo te pueda oír. ¿Entiendes esto?
—Sí.
—Explícame. ¿A qué se debe que, para que tú y yo podamos
hablar, tu mamá te tenga que prestar su voz? ¿Entiendes esto?
—No.
—Pues te lo voy a ir explicando poco a poco. Tu papá también
está aquí presente escuchando la conversación. ¿Últimamente
hablas mucho con él?
—No.
—¿A qué se debe que no hables con él?
—No sé.
—Fíjate en otra cosa, ¿dónde está tu cuerpo?
—Allá, está desnudo en una camilla.
—¿A qué se debe que tu cuerpo esté desnudo en una camilla?
—No sé.
—Pues después te lo voy a explicar todo. Oye, me he enterado de
que te gustan las motos y de que tienes una; ¿quién te la regaló?
—Mis padres.
—¿Te gusta tu moto?
—Uff.
—¿Qué significa uff?
—Que sí.
—¿Recuerdas el último día que fuiste en moto? Me han dicho que
ibas por una avenida recta detrás de un camión.
—De un bus, y voy poco a poco detrás del bus. Yo no corro.
—Voy a contar hasta tres y al llegar a tres vas a retroceder a ese
día.
—Voy bien en la moto.
—¿Cómo te sientes en ese momento, cuando vas detrás del bus?
—Me quema la cabeza. De pronto, tengo caliente la cabeza.
—Siéntelo. ¿Estás enfermo?
—Estoy nervioso y caigo.
—¿A qué se debe que caigas?, ¿qué le pasa a tu cuerpo cuando
tu cabeza se pone caliente?
—Me parece que me desmayo.
—Fíjate, ¿qué le pasa a tu cuerpo un segundo antes de
desmayarte?
—Siento la cabeza caliente y como una opresión en el pecho y ya
no estoy.
—¿Qué quiere decir «ya no estoy»?
—No sé.
—Avanza al momento en que te desmayas y fíjate en una cosa:
se desmaya tu cuerpo, pero ¿qué haces tú cuando tu cuerpo se
desmaya?
—Yo veo que se desmaya, pero soy yo, y veo que voy a caer.
—Muy bien, ¿y dónde estás mientras lo ves?
—Estoy flotando.
—Mira cómo cae. Fíjate en cómo cae.
—No quiero.
—Míralo, no pasa nada. Eso ya pasó, solo estás recordando.
—Yo estoy flotando y veo cómo el cuerpo cae al suelo, hay
sangre.
—Pero tú llevas casco, ¿no?
—Pero cuando caigo no está el casco.
—Un momento antes de desmayarte, ¿está el casco?
—Sí.
—Mira cuando caes y dime, ¿qué le pasa al casco?
—Salta.
—¿En qué momento salta el casco?
—Cuando choco con la acera.
—¿Tú sientes el golpe?
—Yo no, pero…
—¿Qué siente tu cuerpo cuando se golpea con la acera?
—Un golpe fuerte. Yo miro.
—Cuéntame qué estás viendo.
—Mi cuerpo está en el suelo.
—Míralo. ¿Tu cuerpo respira o no respira?
—No respira.
—Entonces, ¿qué crees que le pasa a tu cuerpo?
—No tiene vida, está muerto.
—Bueno, pero tú estás vivo.
—Sí, pero no me ven.
—Pero tú estás hablando conmigo, o sea que tú estás vivo. Mira,
Marc, ¿a ti alguna vez te hablaron de la muerte?, ¿tienes alguna
idea de lo que puede ser la muerte?
—No.
—Pero si yo te pregunto qué es la muerte, ¿tú qué me dirías?
—No quiero morirme.
—Te voy a decir, de antemano, una cosa; y aunque ahora no lo
entiendas, luego te lo explico. Escucha, Marc, nunca te vas a morir.
Pero, aunque tú no quieras morirte, ¿qué es la muerte para ti?
—Ya está, se acabó. Se termina todo.
—¿Y tú qué vas a hacer si no te vas a morir nunca? ¿Te gustaría
creerlo?
—Sí.
—Y si te digo que ni tu mamá ni tu papá ni Álex se van a morir
nunca, ¿te gustaría?
—Sí.
—Mira, Marc, no quiero que te asustes de lo que te voy a explicar
ahora; además, no tienes motivos para asustarte porque estás
hablando conmigo, lo que quiere decir que estás vivo.
—Sí.
—Pues mira, la muerte no es el final. Cuando nos morimos, el
único que finaliza es el cuerpo físico. Ese cuerpo tuyo que está ahí
en la acera se ha muerto, pero tú no. Pero no porque seas tú, Marc,
no: eso nos pasa a todos los seres humanos. Cuando morimos se
nos muere el cuerpo, pero nosotros, lo que realmente somos,
seguimos. Por eso tú estás vivo. Eso sí, cuando nos quedamos sin
cuerpo físico, los que aún tienen cuerpo físico no nos ven ni nos
oyen. ¿Estás empezando a entender un poco ahora?
—Sí.
—Por eso, desde que tuviste esa caída de la moto, ni tus amigos,
ni tu mamá, ni tu papá, ni Álex te oyen ni te ven, ¿lo comprendes?
—Sí.
—Así que sigue mirando tu cuerpo muerto en el suelo y, cuando
tú puedas, dime qué pasa cuando acuden a socorrerte.
—Se llevan mi cuerpo en la ambulancia, me voy con él. En la
ambulancia van todos llorando. Al llegar al hospital me dejan en una
camilla.
—¿Qué pasa cuando llegan tu papá, tu mamá y Álex?
—Subo, estoy en urgencias. Cuando llegan, mi padre y mi madre
lloran, y yo no quiero que lloren. Yo los miro. Ahora entiendo que
lloran porque me he muerto.
—¿Intentas decirles que no estás muerto?
—No, no lo intento, no sé qué hacer. No estoy solo.
—¿Quién está contigo?
—Es que no sé. Es un hombre joven que, si me ve, me echa el
brazo por el hombro y me dice que no llore, que él me va a ayudar.
Él está triste.
—Pregúntale a qué se debe su tristeza.
—Dice que está triste porque estamos todos tristes.
—Marc, avanza al momento en el que tu cuerpo está en el
tanatorio y fíjate en la cantidad de gente que hay.
—Todos están llorando. Yo voy por los pasillos muy deprisa y los
toco, pero nadie me ve y todos lloran.
—¿No hay manera de decirles que no lloren, que tú estás vivo?
—Sí, pero mi cuerpo está allá y ellos miran mi cuerpo.
—¿Qué sientes tú cuando todos están llorando?
—Quiero decirles que no lloren, pero nadie me oye.
—¿Entonces qué haces?
—El hombre joven de urgencias está a mi lado, no me dice nada,
pero él sí me ve y me oye. A mí me dan pena papá y mamá, están
muy mal.
—Es que esto ha sido algo inesperado.
—Sí. Estábamos muy unidos.
—A partir de ahora podréis seguir unidos, incluso más, pero de
distinta manera. Pero eso lo vas a entender después. Fíjate en
cuando celebran el funeral, ¿cómo está la iglesia?
—No se cabe.
—¿Y tú dónde estás, dónde te colocas para ver tu funeral?
—Yo floto y vuelo por encima de ellos. Van de gala los guardias.
Me da pena mi cuerpo. Ahora agarran la caja con mi cuerpo y se la
llevan.
—¿Dónde se la llevan?
—Creo que van a quemarla.
—¿Tienes algún inconveniente en que quemen la caja y tu
cuerpo?
—No, mejor así.
—¿Qué hacen tu padre y tu madre?
—Se van en un coche.
—¿Y tú qué haces?
—Me voy con ellos a casa.
—¿Qué pasa cuando llegáis a casa?
—No es como antes, no me ven y siento pena. Ellos también
sienten pena.
—Esa pena que tú estás sintiendo ahí en tu casa, en realidad, ¿a
quién pertenece, a ti o a tus papás?
—Creo que a los tres.
—Ahora, fíjate en que para ellos sigue existiendo el día, la noche,
el descanso…
—Yo no duermo.
—Ya lo sé, pero ellos tienen cuerpo físico y necesitan dormir.
Fíjate en el momento en que ellos se duermen. ¿Los ves cuando se
duermen?
—Sí, estoy despierto.
—Ya sé que estás despierto, pero podrías estar mirando para otro
lado.
—No, los miro a ellos.
—¿Ya están durmiendo?
—Duermen.
—Ahora fíjate: cuando sus cuerpos están dormidos puedes
intentar hacer una cosa: llámalos. Llama a mamá primero, llámala,
pero sin despertarla, deja que su cuerpo duerma, llámala a ver si al
llamarla ella viene hacia ti.
—«Mamá…, mamá…». No me oye.
—Llama a papá.
—«Papá…, papá…». No me oye.
—Es que cuando el cuerpo está dormido, ellos también se pueden
salir de él, igual que tú te saliste cuando lo de la moto, ¿lo
entiendes? Llama otra vez a papá, a ver si se puede salir.
—«Papá…, papá…». No me oye.
—Mira a ver si Álex te puede oír.
—«Álex…, Álex…». No acaba de salir, se despierta.
—Inténtalo otra vez con mamá.
—«Mamá…, mamá». Sale.
—Comprueba si te ve ahora.
—Sí me ve.
—Ahora habla con ella lo que quieras. Ella, cuando se despierte,
va a pensar que es un sueño, pero ahora es el momento, ahora que
ya has entendido un poco más, explícale a tu mamá. Venga,
háblale, háblale en catalán.
—T’estimo, mama, estic aquí, estic amb vosaltres, t’estimo.
—¿Se alegra al verte?
—Sí.
—Ella, cuando despierte, va a creer que ha sido un sueño, ¿lo
entiendes?
—Sí.
—Déjala que vuelva a su cuerpo. ¿Qué haces tú ahora?
—Los miro. La mayor parte del día estoy con ellos.
—Y cuando no estás con ellos, ¿qué haces?
—Acompaño al señor de urgencias.
—Cuéntame dónde vas con ese señor.
—Subimos, volamos, no hay nada. Me gusta volar.
—¿Por dónde vuelas?, ¿por encima de Andorra?
—No, volamos por un lugar que no conozco.
—¿Cómo es ese lugar?
—Es muy grande. Me agrada volar.
—Marc, ¿tú sabes si hace mucho o poco tiempo de tu accidente?
—Yo creo que hace poco, es como si fuera ayer.
—¿Recuerdas en qué mes y año sucedió?
—En mayo de 2011…, pronto haré dieciocho años.
—¿Tú sabes en qué fecha estamos ahora, en este momento?
—Febrero de 2013.
—Muy bien, entonces no te dio tiempo a cumplir dieciocho años.
—No.
—Quiero preguntarte algo. Cuando estás en casa con tus padres,
¿qué haces?
—Voy detrás de ellos y les ayudo.
—¿Realmente les ayudas cuando lo necesitan?
—Yo solo no puedo, me ayuda el señor de urgencias. Él me
ayuda a que yo pueda ayudar a mis padres.
—Interesante, este señor. Dime, este amigo tuyo y tú, en algún
momento, ¿habéis hablado de la luz?
—No es amigo.
—Bueno, este conocido.
—Sí, me ha hablado.
—Dime, sinceramente, ¿este es un tema que a ti te interese?
—Sí, me interesa.
—¿Qué te ha contado este señor de la luz?
—Que para descansar hay que ir a la luz.
—Bueno, según me han dicho, lo de descansar es solo durante
los primeros días; después creo que allí no se para y hay una
actividad tremenda. Marc, ¿te gustaría seguir ayudando a papá, a
mamá y a Álex?
—Sí.
—Escucha, para conseguir eso, primero tienes que ir a la luz. La
luz es la casa a la que tenemos que volver todos, después de pasar
por la muerte, es decir, después de perder el cuerpo físico. Al llegar
a la luz, lo primero que vas a recuperar es tu propia energía, tu
propia fuerza, porque, como te dije antes, nadie va a morir —ni tú, ni
tu padre, ni tu madre, ni Álex— porque todos somos seres
inmortales, somos seres espirituales; lo que pasa es que cada vez
que tenemos un cuerpo, cuando se nos muere nos quedamos libres
otra vez. Todos venimos de la luz. De hecho, cuando tú ahora
puedas ver la luz, es muy posible que entre los seres que vengan a
darte la bienvenida encuentres a alguien conocido, a veces pasa.
—El señor de urgencias quiere que vaya con él.
—Muy bien, ¿tú deseas ir a la luz?
—Sí, pero no quiero dejar a mis padres.
—El hecho de ir a la luz no quiere decir que tengas que dejar a
tus padres. Al contrario, tienes que ir a la luz y estar allí un tiempo
corto, el equivalente a tres o cuatro semanas, como si fueras de
vacaciones. A partir de ahí, con toda tu energía y toda tu fuerza, que
ahora no tienes, podrás estar yendo y viniendo, visitando y
ayudando a tus padres. Además, desde la luz no vas a dejar de ver
a tus padres. ¿Te parece bien?
—Sí.
—Ellos están ahora en el camino del conocimiento, aprendiendo
esto que tú estás descubriendo y comprendiendo. Ahora se están
dando cuenta de que la muerte no existe. Ellos están en el
convencimiento de que tú sigues vivo.
—¿Yo estaré bien?
—En la luz vas a estar mejor que bien.
—¿Por qué tengo al señor a mi lado?
—Yo creo que él te va a llevar a la luz. ¿Quieres ir a la luz?
—Sí.
—Pues, aunque te acompañe el señor, repite conmigo una
oración…, para pedir a Dios que te ayude a ver la luz. ¿Cómo es la
luz?
—Amarilla.
—Acércate a ella y siente su fuerza antes de marcharte a ella.
¿Qué sientes?
—Me encuentro bien.
—Ahora fíjate en si, además de ese señor, aparecen más seres
para darte la bienvenida. ¿Conoces a alguno?
—Sí, a un tío de mi madre. Y ahora veo que el señor que ha
estado todo el tiempo a mi lado es el papá de mi padre, es mi
abuelito.
—Ahora, mira si me puedes contestar a esta pregunta. ¿Por qué
en esta encarnación como Marc te has tenido que marchar tan
joven?
—No lo sé.
—Quiero proponerte una cosa. Ahora mismo estás ocupando el
cuerpo de tu mamá, ¿te gustaría utilizar el físico de tu mamá para
dar un abrazo a tu papá, y sentirlo?
—Sí.
—Pues tu papá lo está deseando. —En este momento le indico a
Paco que se recueste en el colchón junto a Rosa. Ambos se funden
en un abrazo muy emocionado que se prolonga varios minutos—.
Abraza a tu papá, Marc. —Durante el abrazo, Marc le dice a su
padre:
—T’estimo.
—No os soltéis. Marc, fíjate qué fácil es, sal del cuerpo de tu
mamá y utiliza el cuerpo de tu papá para que tu mamá sienta
también el abrazo. Ahora, cuando termines, ya te puedes marchar
con el abuelo.
El abrazo continuo y la emoción y la energía de amor que en ese
momento hay en la sala y estamos sintiendo todos los allí presentes
son indescriptibles, de modo que me limitaré a dejar que el lector
trate de imaginárselos.
—Vamos, Rosa, ahora lo tienes que dejar marchar. Mira cómo el
abuelo se lo lleva. Pero esto no es motivo de tristeza, vacía esa
tristeza para siempre, ya no hay motivo de tristeza. Míralo cómo se
va, alégrate de que ya se vaya a la luz, no lo despidas así. No lo
despidas con pena, despídelo con la alegría de saber que está vivo,
que está bien y que el abuelo se lo lleva a la luz, y desde ahí va a
seguir viéndote. Venga, déjalo marchar. Sigue llorando si quieres,
pero de felicidad, de la felicidad de estar viendo que tu hijo, por fin,
se va a la luz. Déjalo marchar, despídelo ya. Sonríele, que no se
vaya con pena.
—Marc, ja ens veurem. Marxa, Marc, marxa, que la mama està
bé.
—Avísame cuando entren en la luz y los pierdas de vista a los
dos.
—Ya entran en la luz.
—Muy bien, ¿qué estás sintiendo en este momento?
—Por una parte, pena; pero, por otra, paz, porque se ha ido
acompañado.
—¿Por qué pena?
—Porque no lo veré físicamente, no lo podré tocar.
—Vamos a ver, ¿qué necesitarías hacer para liberarte ya de esa
pena?
—No sé.
—Sí, mira en tu interior, ¿qué necesitas hacer? Esa pena tiene un
poco de egoísmo cuando dices «Yo es que lo quiero, lo quiero
tocar». ¿Por qué no pruebas a cambiar ese egoísmo por amor, con
ese amor de madre que te sobra?
—Quiero sentirlo aquí —responde señalándose el pecho.
—Siente ahí el amor, ese amor de madre que te sobra, deja que
ese amor se manifieste tal cual es y verás cómo no hay sitio para el
egoísmo de decir «quiero tocarlo». Ya no hace falta tocarlo, porque
ya sabes que está. Respira profundamente y llénate de ese amor
por el que le has dado la libertad a tu hijo para marchar. Llénate de
ese amor.
***
Al terminar la experiencia, Paco nos dijo que su padre murió muy
joven, cuando él tenía ocho años.
No tenía sentido llevar a cabo la regresión de Paco, que era la
última, porque él había estado en regresión durante la experiencia
de Rosa, sentado en la silla. Desde que Marc habló del señor de
urgencias, él supo que se trataba de su padre.
En este momento, sigo sin ser capaz de encontrar las palabras
adecuadas para, siquiera aproximadamente, describir la sensación
de amor que nos inundó a todos los presentes.
Al acabar la experiencia todos los presentes estábamos llorando,
pero no de pena, sino para dejar salir, de alguna forma, la intensa
energía de amor que en ese momento estábamos sintiendo en lo
más profundo de nuestro ser.
Ahora, escuchando la grabación para transcribir la experiencia, he
podido sentir cómo un agradable escalofrío todavía me recorre el
cuerpo.
Marc, desde la seguridad que tengo en que me escuchas, quiero
darte las gracias por el conocimiento que me aportas con tu
experiencia. Esta, al igual que la de otros pacientes, viene a ratificar
que la muerte no existe y que el cuerpo físico es un vehículo que
utilizamos durante distintos períodos de nuestra auténtica vida.
Siempre nos viene bien a los que esta vez nos hemos encarnado
como hombres y mujeres de ciencia que seres como tú no dejéis de
recordarnos que hay algo, más bien mucho, que está por encima de
la ciencia.
Querido lector, como se puede apreciar en esta experiencia, al
Alma no le gusta sufrir ni sentir el dolor del cuerpo, por lo que sale
de él y mira desde fuera. Por eso, en la experiencia de Marc, su
Alma se sale en el momento del desmayo; así puede ser testigo del
impacto de la cabeza de Marc contra el bordillo de la acera, lo que le
permite explicarnos por qué se cayó de la moto cuando, detrás del
bus, esta se encontraba casi parada.

Señales de Marc
Mariposas
Una mañana de tantas que no queríamos levantarnos de la cama, y
solo deseábamos dormir para no volver a la triste realidad,
decidimos hacer una pequeña excursión a la montaña.
A nosotros, igual que a nuestro querido hijo Marc, nos gusta
mucho estar en contacto con la naturaleza; y en Andorra, donde
vivimos, hay unos paisajes maravillosos.
Salimos de casa con nuestra golden retriever, Yuka , a pasear por
la montaña de un pueblecito llamado Ordino. Cuando habíamos
hecho media horita de camino, decidimos parar para descansar un
poco, al lado de un precioso riachuelo.
El paisaje era maravilloso y empezamos a hablar con nuestro hijo
Marc, diciéndole que necesitábamos saber de él, ya que hacía solo
dos meses del accidente y todavía estábamos en shock total.
De pronto, no sabemos cómo, nos rodearon más de diez
mariposas de color marrón oscuro. Empezaron a posarse por todo
nuestro cuerpo, manos, piernas; una de ellas se puso encima del
reloj de Marc, que yo llevaba desde su tránsito. Empecé a
acariciarla. No volaba, se dejaba tocar. Nos las acercábamos a los
labios para besarlas y no se movían. Fue increíble, no paraban de
rodar lágrimas por nuestras mejillas; nuestros corazones palpitaban
intensamente.
Paco y yo nos miramos, sabíamos que era Marc, que nos quería
dar una señal de que estaba allí con nosotros.
Fue maravilloso, tan solo fueron diez minutos, pero diez minutos
que nunca olvidaremos en la vida.
Gracias, Marc.
Fátima
Marc hizo su tránsito el 13 de mayo (día de santa Fátima).
Nosotros nunca hemos sido muy creyentes, la verdad, pero a
través de esta santa hemos podido observar muchas señales de
nuestro hijo.
El número 13 ya forma parte de nuestras vidas, porque después
de casi ocho años nos persigue a diario dándonos señales.
Marc tuvo un accidente en una recta de carretera de Andorra
donde hay más de ochenta árboles, en este lugar hemos tenido
muchas señales.
La primera fue una foto que hicimos al lado del árbol donde Marc
hizo su tránsito, y las luces que hay son increíbles. Hay una en el
suelo donde Marc cayó, y otra va hacia el cielo. Nosotros creemos
que es su energía.

Llegó el otoño y a todos los árboles se les caían las hojas; a todos
menos al árbol de Marc, que tardaba siempre unos quince días más.
Todos estaban sin hojas menos el suyo. Así estuvimos dos otoños.
Hablando con la gente, nos explicaron que en Fátima (Portugal)
hay una virgen que tiene un árbol al que no se le caen las hojas
nunca.
Un día —el 6 de octubre, cuando Marc hubiera cumplido los
dieciocho años— fuimos Paco y yo a llevarle una carta de sus
amigos al cementerio. Al abrir el columbario lo primero que
encontramos fue a una imagen de la virgen de Fátima, no
recordábamos haberla dejado allí.
Pero la cosa no acaba aquí. Ese mismo día, al llegar a casa, nos
llamó un buen amigo nuestro para hablarnos de un mosén que
estaba en Barcelona y había tenido varias experiencias cercanas a
la muerte. Nos dio su teléfono para que nos pusiéramos en contacto
con él, dijo que nos iría muy bien conocerlo.
Llamamos al día siguiente y, cuál no sería nuestra sorpresa
cuando, al preguntarle la dirección y comprobar que no la
conocíamos, él nos dijo: «No os preocupéis, vosotros pedid por la
iglesia de Fátima y me encontraréis».
Ante tantas coincidencias, Paco y yo decidimos hacer un viaje a
Fátima. Hacía tan solo unos cuatro meses del tránsito de Marc. La
paz que sentimos allí esos dos días fue increíble. Marc nos llevó allí.
Gracias, Marc.

Móvil
Un día íbamos en moto Paco y yo por Andorra, se me cayó el móvil
al suelo y un coche pasó por encima. Paramos y yo salí llorando
porque era el móvil que me regaló mi hijo Marc. Estaba destrozado,
pero lo probé y funcionaba.
A los pocos días Paco me dijo que tenía que comprarme otro
móvil. Yo accedí, aunque me costó mucho hacerlo.
Por la noche, en casa, hice el cambio de tarjeta y pasé todos los
datos al móvil nuevo.
Mi hijo Álex había subido ese fin de semana de Barcelona, donde
estudiaba.
Estábamos los tres hablando, sentados en el sofá de casa,
cuando de pronto sonó un móvil. Yo empecé a llorar, Paco y Álex
insistían en que lo cogiera, pero ellos no se habían dado cuenta de
que era el teléfono de Marc, sin tarjeta y sin batería. Lo cogí. En la
pantalla se leía: «Llamada oculta».
Nos pusimos los tres a llorar, sabíamos que era otra señal de
Marc y le dimos las gracias. La verdad es que fue alucinante, yo
pensaba que me volvería loca, porque no creía en estas cosas.
Gracias, Marc.
Mail
La mañana del quinto aniversario del tránsito de Marc, me fui sola a
caminar por la montaña. Allí me desmoroné y empecé a llorar,
diciéndole que necesitaba más señales, que no podía vivir sin él,
que necesitaba abrazarlo y saber de él.
Al mediodía, yo ya estaba mejor y fui a comer con Paco. En esas
estábamos cuando recibí un mail de la empresa de Barcelona para
la que trabajo y con la cual siempre me comunico por correo
electrónico.
El mail decía que Nerea, la responsable de producción, que me
enviaba mails a diario, ya no trabajaba con ellos, que a partir de ese
momento hablaría con Marc González, el nuevo responsable de
producción.
El nombre de mi hijo es Marc González. Fue increíble, de nuevo
Marc me estaba enviando otra señal.
Gracias, Marc.

Álex cumple 30 años


El 25 de enero de 2019 mi hijo Álex cumplió 30 años. Hablé con
Paco y decidimos hacerle una fiesta sorpresa. Creíamos que se lo
merecía, ya que hemos estado muchos años sin ganas de celebrar
nada.
Fuimos una mañana a hacer la reserva en un restaurante que una
amiga me recomendó. La verdad es que no lo conocíamos, pero me
dijo que tenía un reservado muy acogedor para celebrar fiestas.
Cuando llegamos, cuál no sería nuestra sorpresa al ver que el
restaurante se llamaba 13.5. Marc hizo su tránsito un 13 de mayo
(13/05). Paco y yo nos quedamos sin habla.
Entramos para hacer la reserva y preguntamos al dueño por qué
ese nombre. Nos dijo que su hijo había nacido un 13 de mayo, el
mismo día del tránsito de Marc.
Salimos muy contentos y emocionados porque sabíamos que
Marc nos había llevado hasta allí y nos quería decir que estaría con
su hermano en su trigésimo cumpleaños.
Gracias, Marc.

Día del Padre


En el momento de escribir estas líneas, 19 de marzo de 2019,
después de más de siete años, todavía vamos recibiendo señales.
Durante todo el día Paco ha echado mucho de menos a Marc: era
el primero que al levantarse le felicitaba el Día del Padre.
Al llegar esta noche a casa subió a nuestra habitación y se
encontró un papelito muy pequeño que brillaba mucho. Al cogerlo
vio que era un papel con el número 13, día en que nuestro hijo Marc
hizo su tránsito.
Este número nos persigue y sabemos que es Marc el que ha
querido felicitar a su padre antes de que el día terminara.
Gracias, Marc.
***
Cuando observo las señales que este grupo de padres, madres y
hermanos aportan al contenido de este libro, no puedo evitar
formularme la siguiente pregunta: ¿qué más necesitamos?
Sí, ¿qué más necesitamos para darnos cuenta de esta realidad?
He visto a muchas personas que, arrogándose el rol de
científicos, de forma sistemática, niegan rotundamente la posibilidad
de la existencia de vida después de la muerte, sin haberse tomado
la molestia de buscar, escuchar y observar a personas que lo único
que hacen es compartir este tipo de experiencias y vivencias que la
ciencia, hoy, carece de los medios necesarios para poder explicar.
El auténtico científico es solo aquel que investiga, para lo cual
busca, escucha y observa. Además, respeta los testimonios sobre
las evidencias que estas señales aportan a las personas que las
reciben, los cuales se constituyen en su verdad y les ayudan a
cambiar sus planteamientos de vida, hasta el punto de lograr, con el
tiempo, que la aceptación de la Presencia disminuya y mitigue el
dolor de la Ausencia.
En este momento puedo afirmar que, después de pasar por el
proceso de la muerte, seguimos vivos.
Doy gracias a Dios por haberme permitido acceder al
conocimiento de esta verdad sin haber necesitado morir para
descubrirla. Esto me enseña a vivir y me descubre que aquello que
antes era tan relevante ahora carece de importancia, porque nada
es importante, ya que la vida fluye sola si somos capaces de Amar y
Perdonar.
Valentín
Pepi y Paula

L
a experiencia de Valentín también viene incluida en mi
segundo libro. Pero he decidido volver a integrarla en este
por la claridad y profundidad que aporta, pues nos permite
observar la capacidad que tiene el Alma de un ser humano para
ayudarnos a entender y aceptar una realidad a la que nuestro
consciente no tiene acceso.

Valentín
Una vez recostado en el colchón, comienza la sesión:
—¿Qué necesitarías trabajar en este momento en regresión?
—Cualquier cosa relacionada con la muerte de mi mujer, Pepi, y
mi hija Paula. Primero murió mi mujer, lo recuerdo perfectamente.
—Muy bien, cierra los ojos y cuéntame cómo pasó.
—Estaba en tratamiento de una leucemia. Después de varios
meses de tratamiento, tuvo un fallo renal y falleció en el hospital del
Rosell.
—¿Estabas con ella en ese momento?
—Sí.
—Cuéntame qué pasó.
—A lo largo del día sufre una insuficiencia renal de la que
empeora por la noche. Estoy viendo —explica llorando— que la
situación se está complicando.
»Yo le repetía que iba a salir, que esto no se acababa».
—¿Qué pasa esa noche?
—Estamos en la habitación, su madre y yo con ella.
»Está muy delgada y sin pelo, pero la veo guapa —sigue llorando
—, no ha perdido la mirada, es la suya.
»A mitad de la noche entraron los médicos diciendo que se
muere; ella, sacando fuerzas, les dice que le pongan algo para el
dolor».
—¿Tú qué sientes cuando ella pide que le pongan algo?
—Sentí que era lo que ella quería.
—¿Qué pasó cuando le pusieron eso?
—Se quedó dormida hasta el momento de su muerte.
—En el momento de la muerte, ¿estabas con ella?
—Yo estaba a su lado, hizo un movimiento tratando de
incorporarse y murió.
—¿Qué sentías en ese momento?
—Mucho dolor y mucha pena.
—Siéntelo ahora y, al contar hasta tres, retrocedes al presente de
ese día en el que se precipita todo y Pepi muere.
—Estoy en el hospital, junto a la madre de Pepi.
—Muy bien, sigue.
—La habitación está aislada y me dejan dormir, estoy cansado,
son muchas horas ahí, pero a la vez, estoy al cien por cien.
»Ahora echo de menos el no haber estado más tiempo con ella y
me arrepiento de ello».
—¿Qué sientes cuando te arrepientes?
—Que no lo hice del todo bien. Es como si la hubiese traicionado
o no hubiese hecho por ella todo lo que podía haber hecho. Siento
culpa y necesito que me perdone.
—Muy bien, sigue.
—Mi deseo es estar ahí, yo soy su apoyo.
»Yo no puedo fallarle. Por eso, cuando estoy con ella, trato de
disimular para que no me noten en la cara el miedo ni el dolor.
»Cada vez que el médico entra y se dirige a mi mujer, ella me
mira a mí y en mi cara ve lo que el médico está diciendo —cuenta
mientras llora intensamente—. Yo tengo que fingir que todo está
bien y sufro mucho».
—Deja salir todo eso y, cuando tú puedas, sigue.
—Me pide que le lleve al hospital a nuestra hija Paula, que tiene
seis años; y, aunque no puede tocarla ni besarla, observo cómo se
le ilumina la cara cuando ve a su cachorra.
»A mis hijas las llevo a casa de mi hermano».
—Sigue.
—Cuando el médico la va a sedar, yo me quedo alelado.
»Me quito la mascarilla, me acerco a ella, la agarro y la toco.
»Su madre está a los pies de la cama y yo estoy en el pasillo
entre las dos camas.
»Pepi se queda dormida».
—Muy bien, sigue.
—Han transcurrido unas horas y sigue dormida.
»Le digo a su madre que voy a salir un poco a una sala que hay
fuera de la planta para fumar un cigarrillo.
»Cuando empieza a clarear el alba, abandono esta sala y me voy
hacia la habitación, paso, la miro y todavía pienso que puede salir».
—Avanza al instante de su muerte.
—Estoy entre la ventana y la cama. Hace un leve movimiento,
como intentando incorporarse, acompañado de un suave ronquido.
La toco y creo que acaba de morir.
—¿Qué haces en este momento?
—No sé qué hacer, no puedo hacer nada, me siento impotente y
muy mal.
»De repente dejo de pensar en ella y estoy pensando en el
problema de sacar a mis hijas adelante. No sé cómo me las voy a
arreglar yo solo».
—Sigue.
—Salgo de la habitación, voy al control de enfermería y les digo
que vengan a ver a Pepi.
»Todo el mundo intenta reanimarla, yo estoy junto a la ventana
observando lo que hacen.
»Veo a mi mujer; hasta el último momento tengo esperanza de
que salga. —Llora—. ¡Qué ingenuo!».
—Hasta ahí. Fíjate en esta experiencia que acabas de revivir y, de
ella, cuando tú puedas, dime, ¿cuál es para ti el momento más
traumático?
—Cuando decide poner fin a todo y pide que la seden.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones físicas?
—Me quedo sin fuerzas y me hundo.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones emocionales?
—Siento mucha tristeza.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones mentales?
—No he sabido ni he podido defenderla y protegerla.
—¿De qué manera te está afectando todo esto en el momento
actual en tu vida?, ¿qué te empuja a hacer?
—Me da miedo implicarme, me da miedo volver a perder.
—¿Qué te impide hacer?
—Darlo todo.
—Muy bien. Al contar hasta tres, retrocede al momento en el que
el médico la está sedando.
—Pepi se duerme, siento frustración y pienso que ya está todo
hecho.
»Ella se sale de su cuerpo y se coloca a mi lado. Estoy viendo su
cuerpo dormido, pero ella está a mi lado mirándome con amor.
»Ahora estoy en la sala fumando y creo estar sintiendo que
también está ella detrás de mí».
—Muy bien, sigue, ¿qué está haciendo?
—Me está mirando y me dice que esté en paz, que esté tranquilo.
»Viene conmigo cuando me dirijo a la habitación. Entro y me
coloco entre la ventana y la cama, ella se coloca a mi lado.
»Cuando su cuerpo muere, me dice que no me preocupe por las
niñas, que nos vamos a arreglar.
»Ahora se coloca junto a su madre, a la altura de la cabeza,
dándole tranquilidad.
»En este momento se está elevando por encima de su madre
hacia una luz que hay en el techo. Se va con ella».
—Muy bien, sigue.
—Voy al control de enfermería, se meten en la habitación y
empiezan a hacerle reanimación, pero ahora sé que esto no sirve
para nada porque mi mujer ya no está en su cuerpo, se ha
marchado a la luz.
—¿Está Pepi aquí y ahora?
—Sí, está aquí a mi lado. Le pido perdón por el tiempo que no
estuve con ella y me dice que no tiene nada que perdonarme, que
hice lo que tenía que hacer y que había llegado el momento en el
que tenía que marcharse.
—Al contar hasta tres, tómala de la mano y ve con ella de nuevo a
la habitación del hospital donde su cuerpo murió.
—Llegamos a la habitación y, junto a la ventana, veo que estoy
yo, que es una parte de mí que todavía está allí y que soy yo,
atrapado en la impotencia, en el miedo y en la culpa.
—Agarrado a la mano de tu mujer, acércate a ese Valentín y
explícale que todo está bien, que no es culpable de nada, que
puede ver que Pepi está bien, e intégralo contigo.
—Ya está.
—Al contar hasta tres, agarrado a la mano de tu mujer, vas a
avanzar al día de la muerte de Paula.
—Me duele mucho, siento mucha impotencia. Antes de morir
intento moverla, ella está sedada. Ha aguantado tanto por mí y esto
le ha hecho sufrir más, soy un egoísta.
—Sigue.
—Hay mucha gente: están su abuela, su hermana, Almudena,
Pablo, mi hermano, mi cuñada, y en el pasillo hay más gente.
»Sigo por allí dando vueltas. Sé que no le duele nada y estoy feliz
como si hubiese sanado.
»Han sido ocho meses terribles, todo el día y toda la noche, no
me puedo separar de ella, estoy enganchado a mi hija».
—Sigue.
—Me voy a misa —explica llorando— aun sabiendo que no hay
nada que hacer y que he dado el consentimiento para que la seden.
Me voy a la capilla para pedir que no se muera, pero nadie me
escucha.
»Estoy solo y no tengo a nadie que me pueda ayudar.
»Pablo me saca de misa porque a Paula se le está acelerando el
corazón. Me voy junto a ella, la agarro de las manos».
—¿Qué sientes cuando tu hija se está muriendo?
—No quiero verla sufrir más. Los aparatos están marcando que ya
no hay nada.
»Mi hija sonríe y se le ilumina la cara.
»En un segundo —dice mientras llora intensamente— se desata
la locura: me echo encima de ella intentando sentirla, pero ya no
está».
—Muy bien, hasta ahí, ¿cuál es el momento más traumático?
—Cuando intento abrazarla y noto que ya no está.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones físicas?
—Soy una piltrafa.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones emocionales?
—Tampoco he podido defenderla.
—Y en ese momento, ¿cuáles son tus reacciones mentales?
—Todo esto es una locura.
—Y todo esto, en el momento actual de tu vida, ¿qué te empuja a
hacer?
—No tengo ganas de nada.
—¿Qué te impide hacer?
—Todo lo contrario.
—Al contar hasta tres, retrocede, junto a tu mujer, al momento de
la muerte de Paula.
—Paula está en un rincón de la habitación viendo la escena de
dolor.
—¿Cómo reacciona?
—Está sonriendo, está junto a su madre, las dos están juntas en
lo alto y están sonriendo. Me dice Pepi que ella se la lleva a la luz.
—Agárrate a ellas, antes de que se marchen, y revisa otra vez
esa habitación donde ha muerto Paula.
—Hay una parte de mí que soy yo, atrapado en la impotencia, la
rabia y el dolor.
—Junto con tu mujer y tu hija, acércate a ese padre atrapado en
el dolor, habla con él y hazle comprender que todo está bien, que su
hija está con su mujer y que tú necesitas que él vuelva contigo y se
integre en ti, para estar completo y poder llevar a cabo la misión que
has venido a realizar en esta encarnación.
—Ya, ahora todo está bien.
—Bueno, ahora ya sabes dónde tienes a tu mujer y a tu hija. Ya
sabes dónde están y, sobre todo, ya sabes que están bien. ¿Qué
estás sintiendo en este momento?
—Me siento bien y me doy cuenta de que, de los tres, el pequeño
era yo.

Señales de Paula
Valentín
Actualmente la humanidad es menos consciente que en tiempos
pasados de la realidad última: la muerte.
Hoy día, al menos en el primer mundo, el avance de la medicina,
el aumento en la expectativa de vida y el excesivo interés por lo
material hacen que vivamos de espaldas a ella, incluso que
intentemos ocultarla.
Sabemos que estamos sometidos a la enfermedad, al deterioro, y
que algún día vamos a morir, pero miramos para otro lado y
gastamos nuestra energía viviendo con superficialidad, apegados a
cosas materiales, las cuales conseguimos con gran esfuerzo y,
aunque nos producen satisfacción, acaban siendo nuestros
carceleros.
En esas condiciones, encontrar el convencimiento para buscar
nuestra parte espiritual es casi imposible.
Pero, a veces, la vida se encarga de pararte los pies; es entonces
cuando descubres lo esencial, cuando aprendes a separar el grano
de la paja.
En mi caso, la muerte de mi hija Paula fue el detonante para
buscar el sentido a mi existencia, para descubrir mi clave interior,
esa que nadie puede desvelarte, sino que has de hallar tú mismo.
Durante los años que me dediqué a cuidar de mi hija Paula, de
seis años, tras el fallecimiento de su madre, intenté por todos los
medios que no le faltara la alegría. Quizás fallé en muchas cosas,
quizás no era la mejor peinada o sus vestidos no combinaban
colores de la mejor manera, pero no le faltaron momentos felices, a
pesar de la ausencia imponente de la figura materna. Conseguí
minimizar la ausencia, aunque seguramente ella callaba momentos
difíciles para no hacerme sufrir, pues Paula, desde siempre,
demostró una madurez impropia de su edad.
Una de las cosas a las que me aferré para salvar aquellos
momentos tan complicados fue la compañía de sus mejores amigas.
Eran una peña de cuatro o cinco compañeras de clase, muy afines,
a las que «secuestré» para que Paula estuviese siempre
acompañada y feliz.
Playa, excursiones, cuentacuentos, cumpleaños, parques de
bolas y cualquier cosa que se les ocurriera, allí estaba yo llamando
a sus madres, amigas que, entendiendo mi situación, colaboraban
sin poner demasiadas pegas para ayudarnos.
Cuando Paula enfermó y hubo que ingresarla en Oncología,
aquella conexión quedó cortada de manera brutal y, de la noche a la
mañana, aquellas niñas perdieron a su buena amiga y no volvieron
a verla con vida.
Unos meses después de que Paula nos dejara, todavía bajo el
shock de los primeros momentos, recuerdo que una de las cosas
que más me dolían era la idea de reencontrarme con aquellas niñas.
Ese momento lo evitaba, procuraba no ir a los sitios donde podían
estar, en una actitud bastante ridícula, pues para mí eran muy
queridas. Pero esos recuerdos me iban a hacer mucho daño y no
quería, en ese momento, más dolor.
Una mañana de sábado, desperté muy temprano y, como de
costumbre, bajé a la cocina a preparar un café. Recuerdo que
mientras estaba tomándolo, inexplicablemente, un pensamiento
cruzó por mi mente. De repente, sentí la necesidad de subir una
montaña que hay cerca de casa, el monte Roldán.
Vivo en mi actual casa desde hace casi treinta años: salir al jardín
y alzar la vista hacia dicha montaña es cosa habitual, pero jamás
había sentido la necesidad ni el deseo de ir allí.
Sin embargo, esa mañana no solo era un deseo, algo que hacer
para ocupar mi día distraídamente: era casi una necesidad. Una
fuerza me empujaba y preparé una pequeña mochila donde portar
unas frutas, una botella de agua y la inevitable cámara de fotos.
Así que resuelto, pero sin tener claro por qué, salí de casa y me
encaminé en dirección al Roldán, sin pensar demasiado en esa
fuerza que me impulsaba a acometer tal tarea, inusual en mí. Desde
la ladera del monte, sentado a un lado del camino, recibo la llamada
de mi hija Silvia:
—Papá, ¿dónde estás?
—Pues mira, subiendo al Roldán —dije casi con rubor, como si
me hubiesen pillado haciendo algo inapropiado.
Tan raro debió parecerle que me dijo que ella también quería
subir, así que, aguantando el paso, prometí esperarla en la subida.
Una llamada posterior me comunicó que también se había sumado
a su expedición Mari Cati, una vecina mayor con quien mi hija Paula
tenía una conexión muy especial.
Fuimos ascendiendo por un camino pedregoso y reseco que en
su parte final se convierte en un manto de pinos no muy altos, pero
sí lo suficiente para dar buena sombra.
Casi llegando a la cima, donde un abandonado acuartelamiento
militar es motivo de visita de muchos excursionistas, comencé a
escuchar voces infantiles, niños y niñas correteaban alegremente en
una especie de juego, desconocido para mí. Fugazmente, uno de
aquellos chavales pasó raudo a mi lado y se escondió tras un
matorral, mientras otro grupo buscaba al huido dando voces.
Entonces reparé en que portaban al cuello la típica pañoleta
Scout, y en que aquellos colores —azul, grana y gris— eran de
sobra conocidos por nosotros. Era su tropa, eran sus amigas. En
aquella cima, sin escapatoria, tuve que enfrentarme a uno de mis
miedos, en ese momento el peor.
De todos los días del año, yo tuve la necesidad de subir
precisamente el fin de semana en el que el grupo, con el que ya no
me unía ninguna relación, había programado una excursión.
Ahora sé que esas ganas de subir allí no fueron por casualidad.
Debía enfrentarme a mis miedos y este fue el primero.
Después he tenido que hacer muchas cosas, saltar muchas
barreras, enfrentar muchos dolores y revivir muchos recuerdos, pero
este fue el primero, y desde alguna parte me empujaron y me
enseñaron cuál era el camino para la sanación de mi duelo.

Valentín Lara Alcaraz

***
Amigo lector, echando la vista atrás recuerdo el día en el que por
primera vez vi a Valentín. Delante de mí tenía a un hombre con los
cinco sentidos puestos en todo lo que los demás contaban acerca
de los motivos por los cuales habían decidido hacer el curso sobre
terapia regresiva.
Al llegar su turno de palabra, sencillamente se rompió. Su intento
de hablar desde el hemisferio cerebral izquierdo, para exponer su
situación de forma lógica y razonada, se vio desbordado por su
Alma, quien, tomando la palabra y sobreponiéndose a su
consciente, hizo una exposición amplia y profunda de los motivos
por los cuales se encontraba en el lugar en el que estaba en ese
momento, dejando brotar todo el dolor, las emociones y sensaciones
que llevaba enquistadas en lo más profundo de su ser.
Fue un momento en el que nadie sabía qué decir ni qué opinar, de
modo que todos los presentes tomaron la sabia decisión de
escucharlo hasta el final para, seguidamente, abrazarlo en silencio.
Han pasado más de ocho años desde aquel día y, durante este
tiempo, he tenido y sigo teniendo la gran suerte de contar con su
amistad, lo que me ha permitido seguir observando la evolución que,
con respecto a su duelo, este hombre ha venido experimentando.
Una evolución que se refleja en un crecimiento cimentado en la
aceptación de lo ocurrido, como consecuencia de su constante e
imparable búsqueda e insaciable afán de leer, estudiar y profundizar,
con el fin de aportar su granito de arena para que, algún día, se
pueda demostrar algo que él ya sabe:

Después de la muerte sigue la vida.


Comentario final

Q
uerido amigo lector, si has llegado hasta aquí ya mereció
la pena escribir este libro. No conozco las experiencias que
te ha deparado la vida ni si estas hacen que te identifiques
con algunos de los casos aquí descritos, en los que personas como
tú y como yo han tenido que pagar un alto precio para abrirse a una
realidad que previamente no habían contemplado.
Si también has pasado por la experiencia del tránsito de un hijo, te
deseo, desde lo más profundo de mi Alma, que el contenido de este
libro te ayude a dejar el «¿por qué?» y a acceder al «¿para qué?»,
y, al menos, poder encontrar el equilibrio de la balanza entre la
ausencia y la presencia .
Por el contrario, si no has pasado por esa experiencia, entenderé
que te pueda generar dudas este tipo de información, que quizá ha
llegado a tus manos de una forma que no terminas de explicarte y
que etiquetas como casual.
Durante estos veintidós años de investigación, una de las pocas
cosas que he aprendido —y se trata de algo de lo que estoy
plenamente convencido— es que la casualidad no existe , por lo que
me atrevo a decirte que el haberte encontrado con esta información
no se debe a ella, sino a que, desde tu Alma…, la andabas
buscando.
En el contenido de este libro, una vez más, podemos observar
cómo los seres humanos tenemos capacidades naturales de las que
nadie nos ha hablado; capacidades que, aunque por
desconocimiento nunca hemos potenciado, están ahí y se activan
espontáneamente cada vez que nos vemos inmersos en
experiencias traumáticas con una carga y una perturbación
emocional significativas.
El ser humano ha olvidado que es un ser de luz encarnado en un
cuerpo físico, y está convencido de que la única realidad es aquella
compuesta por todo lo que puede ver y tocar; además, no sabe de
dónde ha venido, qué es lo que ha venido a hacer, y tiene miedo a
morir. En definitiva, el ser humano ha olvidado que tiene Alma. Y lo
ha olvidado porque no la puede ver ni tocar: solo la puede sentir.
Y aunque no recuerda haber estado en el vientre de una mujer y
tampoco recuerda haber nacido, desde que nace, el ser humano
tiene un inseparable compañero de camino: el miedo a todo lo que
desconoce. Un miedo que solo se puede vencer adquiriendo el
conocimiento.
El ser humano tiene miedo a morir, y ese es el sentimiento que
impera la mayor parte del tiempo, excepto en ocasiones concretas
en las que el que muere es un ser querido, pues en esos momentos
solo siente odio, ira, rabia, impotencia y resentimiento. Sensaciones
que le hacen dudar de si ha hecho todo lo que podía por su ser
querido.
La única solución que tenemos para poder superar el miedo a la
muerte, al igual que otros miedos, es adquirir el conocimiento.
Tenemos que llegar a saber en qué consiste el proceso de la
muerte, porque entonces nos enfrentaremos de forma diferente a la
de un ser querido, así como a la propia.
Yo ya sé que en el proceso de la muerte solamente desaparece el
cuerpo físico que ahora tenemos, lo que nos permite acceder al
mundo de la luz, o, dicho de otra manera, nos permite volver a casa.
Y he llegado a este convencimiento a lo largo de estos ya más de
veinte años que llevo observando, experimentando y comprobando
las ya miles de experiencias que mis pacientes, en estado regresivo,
me han regalado, al permitirme acompañarlos en ellas.
Por otra parte, también he tenido la suerte de encontrarme con
personas que han tenido experiencias cercanas a la muerte. He
podido escuchar sus relatos, unos relatos cuya veracidad se puede
comprobar con solo mirar a los ojos de quienes los narran.
Posteriormente he podido constatar la gran similitud que hay entre
los distintos relatos en personas que no se conocen de nada, con
creencias religiosas diferentes, con niveles culturales diversos y que
habitan en puntos geográficos distantes.
Las señales recibidas desde el plano espiritual me reafirman, aún
más, en la certeza de que la muerte es el nacimiento, mediante el
cual volvemos a nuestro estado natural, a lo que realmente somos y
al reencuentro con nuestros seres queridos que nos precedieron en
el tránsito.
Recibimos señales debido a que los que nos han precedido en el
tránsito siguen vivos…, ya que no puede ser de otra forma.
Acceder al conocimiento del proceso de la muerte nos va a servir,
sobre todo, para aprender a vivir y para poder acompañar y asistir a
ese ser humano que se esté enfrentando a ella y al que nadie le ha
explicado con anterioridad que la muerte no es el final y que no es
una alucinación, sino una gran realidad, el que, en esos momentos,
esté viendo a familiares o amigos que le precedieron en el tránsito,
animándolo a que los escuche y se deje llevar por ellos porque…
han venido a recogerlo.

Los seres humanos decidimos nacer.


Y cuando no tememos morir, aprendemos a vivir.

1 “David’s death day” (Día de la defunción de David).


2 Juan José Benítez es Investigador, periodista y autor de más de 62 libros, entre ellos la
saga “Caballo de Troya”.

También podría gustarte