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La carta

Andrés Cárdenas Gallego

Una tarde calurosa, como otra cualquiera en mitad de febrero, le ocurrió una cosa muy
extraña a Arnulfo Silva, un viejo de sesenta años, que vivía de manera acomodada gracias
a una jugosa pensión que le llegaba mensualmente de parte del ilustre Ejercito Nacional
de Colombia. Lo que le ocurrió fue que, en un arranque de locura, decidió apostar toda la
tranquilidad y el placer que gozaba de su vida de solterón pensionado, tan libertino y
regalado como era, a la ilusión de compañía y comodidad con que el amor, las más veces,
nos engaña. Tan decidido y apurado estaba en redireccionar su vida del oscuro callejón
de las tabernas y los vicios hacia la comodidad hogareña y la discreción del matrimonio;
y tan trastornado tenía el juicio de pasar las más noches con el codo empinado en la barra
que con la pierna estirada en la cama, que decidió también que tomaría como objeto de
su profunda adoración a la primera mujer que viera en la calle. Queriendo la mala suerte
jugarle una broma pesada a don Arnulfo, resultó ser la primera mujer que viera en la calle
una vieja, viuda de un arriero, de cuerpo muy macizo, con brazos de luchadora y más
pelos bajo el sobaco que sobre la cabeza. La vieja en cuestión no era, una completa
desconocida, pues Arnulfo y ella habían tenido algo que ver en el pasado, antes de irse al
ejército.
De lo poco que Arnulfo recordaba de aquella época en la que no se dedicaba enteramente
al vicio y las pasiones, era que invertía el poco tiempo que estas demandantes labores le
dejaban libre trabajando en una finca como recolector de café. De la tal finca sólo
recordaba que quedaba en algún lado de las afueras de Sevilla, y que vivió en ella
haciendo este y otro tipo de trabajos semejantes hasta que resolvió enlistarse en el ejército.
La vieja que se topó Arnulfo, que tenía por nombre Ana Carenina Colinares, era, en ese
entonces, la hija única de Luis Colinares, hombre de barriga prominente y manos
enormes; tan grandes que, si bien no era capaz de realizar con ellas simples sumas o restas,
sí podía emplearlas tranquilamente para partir y desgarrar. Luis nació y murió siendo
recolector de café, y trabajó toda su vida en la finca donde conoció a Arnulfo. Arnulfo no
recordaba el nombre de la finca. Sólo recordaba que allí se conoció con este señor, y que,
contagiándole al viejo su descaro juvenil y su sinvergüencería, allí se dedicaron a pasar
la mayor parte de las horas entretenidos en el vicio y el ocio en lugar de hacer el trabajo
que les encargaban hasta que decidió enlistarse.
Su momento más memorable con Luis fue una tarde que, al terminar la jornada, este lo
invitó a tomar el algo en su casa. Arnulfo aceptó de buena gana, y mientras caminaban
Luis consideró necesario notificarle acerca de su mujer y su hija, a las cuales tenía por las
más excelsas bellezas que habían pisado la tierra jamás. Era tanto así, que bien le advirtió,
machete en mano y tono socarrón en la voz, que no se le fuera a desviar mucho la mirada
hacia su hija, Ana Carenina, pues tan preciosa joya ya se la tenía prometida a un arriero
adinerado, pariente lejano suyo, quien nunca había visto a la familia en persona, pero que,
a causa de las cartas de don Luis, y la descripción que este le hacía de su hija, estaba loco
de remate por venir a recoger su prenda. Después de estas notificaciones y advertencias
no hubo más que decir y anduvieron el camino en silencio.
Al cabo de un rato, Arnulfo dejó vagar su imaginación, y, a despecho de las advertencias
de su compañero, se entretuvo figurándose la mezcla de excelsa hermosura y total recato
que le había referido Luis personificados en la figura de su hija. Aunque le costaba, se
forzaba por darle un rostro y un cuerpo a aquella imagen divina, y a cada paso que daban
su corazón se agolpaba con mayor intensidad contra su pecho. Tal era la sensación que
tuvo miedo de no resistir la inmensa belleza de la mujer y que, cuando se la topara de
frente, de la emoción, sufriera un síncope allí mismo. Pero sucedió que, no más poner un
pie en la casa chocó Arnulfo duramente con el desencanto, pues fue embestido por algo
que, a primera vista, le pareció un hombre obeso y mal barbado, pero que en realidad era,
como pudo darse cuenta después de levantarse del suelo, la tan exaltada hija de Luis. La
muchachita, que en aquel entonces tenía catorce años, aunque su barba dijera lo contrario,
era más bien la caricatura de la mujer que le pintara Luis. De modo que Arnulfo pasó
tranquilo toda la velada, libre de toda tentación de desobedecer las advertencias que le
hiciera su compañero en el camino.
Y hubiera pasado tranquilo aún todas las noches de su vida. Mas la mujer se obsesionó
con él, y desde entonces era usual verla correteándolo por toda la finca cuando Luis no se
hallaba cerca. Al principio resultaba gracioso ver a Arnulfo correr de aquí para allá
buscando escondite de aquel espantapájaros con sobrepeso. El asunto dio para rato, pues
duró hasta la partida de Arnulfo al ejército. Y, aunque don Luis nunca lo supo, entre los
trabajadores empezó a correr el rumor de que a Arnulfo no le desagradaba del todo esta
situación, y entonces se ganó el apodo de El Bagrero de Sevilla. Si Ana Carenina lo
alcanzó alguna vez o no, es algo que todo el mundo ignora. Aunque dicen por ahí que
después de un par de días de haber empezado las persecuciones, Arnulfo, en cuanto se
creía fuera de la vista de todo el mundo, dejaba de correr.
Después de enlistarse en el ejército no volvió a tener noticias de ella, y, al volver al pueblo
para establecerse con su pensión, supo que ella al fin se había casado con el arriero con
quien la había prometido su padre. Pero esto sólo duró un par de años, pues el arriero
murió de forma repentina. Según dicen, la verdad fue que este murió para escapar del
yugo del matrimonio. La familia Colinares era tan devota que, de no ser por su muerte,
nunca se hubiera anulado el vínculo, pues tal como era la naturaleza de su mujer, ni la
muerte hubiera cargado con ella, aunque se volara los sesos. Después de este incidente,
el pueblo pareció olvidarse por completo de Ana, y ni siquiera Arnulfo se hubiera
acordado de ella de no ser porque lo vino a picar, en mala hora, el bicho del amor.
¡Ay el amor! La inhibición absoluta de la voluntad, la ciega devoción a los espejismos
sublimes de la locura. ¿Acaso estar enamorado no es ya razón suficiente para ponerse
inmediatamente la camisa de fuerza? Tan afectado estaba don Arnulfo del corazón por la
flecha cruel del pañaludo alazón, y del cerebro por el veneno etílico que ya empezaba a
consumirlo, que, retocando aquí y allá las imágenes de la memoria y uniéndolas con las
de la imaginación, se figuró una Ana Carenina cuya belleza y donaire eran de tan alta
calidad, que le fue necesario invertir los papeles que representaran en el pasado; de modo
que en su retorcida y calva cabeza de sesentero se estableció que era él quien la perseguía
a ella como loco de aquí para allá por toda la finca. Así don Arnulfo alteró toda la historia
de su pasado con esta mujer, y se determinó, frente a Dios y su patria, a conquistar de una
vez por todas el amor de aquella Ana que fuera su Teolinda en el pasado, y que se le
escurría entre los dedos como el agua del arroyo.
Después de mucho pensar una manera de retomar relaciones con Ana resolvió escribirle
una carta. Una carta sería el medio ideal para tener un acercamiento que le favoreciera.
Se pasó horas y horas dando vueltas de aquí para allá por toda su casa ordenando sus
pensamientos, retocándolos y mejorándolos con ayuda de su imaginación. Tomaba las
palabras más rimbombantes que conocía, y las expresiones más hermosas que había oído
y almacenado en su memoria, para expresarle a su amada lo que significaba para él. Muy
pronto estuvo decidido a poner manos a la obra en la carta. Pero, al sentarse frente al
papel se percató de que había un solo problema que le impedía realizar esta tarea: no sabía
escribir.
Triste y acongojado, se dedicó a andar de arriba para abajo como un zarandajo por todo
el pueblo, sin rumbo fijo y perdido en ensoñaciones de amor. Una nube gris apareció de
repente, y empezó a cubrir el cielo, amenazando con una feroz tormenta. Esto no pareció
afectarle a Arnulfo y, tan embebido en sus pensamientos como estaba, hubiera seguido
caminando sin rumbo fijo bajo la lluvia de no ser porque se topó en una esquina con el
Licenciado Fermín, un abogado ladronzuelo, borrachín y vicioso que conocía de las
cantinas que frecuentaba de muchacho en el pueblo. Este Fermín, de compostura
regordeta y cara de pillo desvergonzado, con intención de escapar de la tormenta, convidó
a Arnulfo a la cantina más cercana que encontraran. Arnulfo aceptó de muy buena gana,
pero esta vez no tanto por la bebida, sino porque pensaba que como este sujeto era
licenciado, algo de letras conocería, y con mejor juicio y gracia que los suyos podría
escribir la carta que él tanto deseaba para su amada. De modo que, de muy buen
semblante, y con paso casi de danza, se dirigieron a la cantina más cercana mientras la
lluvia empezaba a caer a sus espaldas.
Una vez instalados en el bar, y habiendo Fermín empezado la botella antes de que el
mesero pudiera dejarla en la mesa, Arnulfo, lidiando con la distraída atención de Fermín,
le reveló su intención. Fermín lo meditó un instante, y al cabo le propuso.
–Si usted invita la siguiente, m´hijo, yo con mucho gusto le escribo su carta y le hago los
remendios que le hagan falta.
A lo que Arnulfo contestó que sí sin si quiera pensarlo. Le parecía un bajo precio por el
amor de su amada. Animado, empezó a referirle todo cuanto quería que fuera en la carta.
Le fue muy enfático en que esta debía ser honesta y muy recatada, pues la destinataria no
podría merecer menos, y él no quería engatusar a nadie con mentiras. Fermín lo cortó en
seco.
–M´hijo, m’hijo, mire. Para hablar de amor, primero hay que calentar la garganta.
Acabémonos esta y ahí sí empezamos.
Después de acabada la primera botella, dijo Fermín.
–Ahora sí, ¿qué es que es lo que usté quiere que yo le escriba? ¿Una carta honesta y
recatada?
–Sí. Eso mismito.
–A ver, con lo primero, algo se hará. No se olvide usté de mi profesión. Lo segundo, pues
yo le remendio sus ideas a lo que mejor se me acomoden, don Arnulfo, que tampoco nací
yo para poeta y no puede usted pedirle peras al olmo.
–Conque se contente en pasar a bien y verdad lo que le digo, no tendré yo reparos.
–Y ¿para quién es que va dirigida la carta?
–Para Ana Carenina Colinares, la hija de Luis Colinares.
–¿La viuda del arriero?
–Por supuesto, ¿cuál más? La mujer más hermosa que ha visto esta tierra jamás.
Fermín miró a Arnulfo con incredulidad, reparando en su cara para ver si encontraba señal
alguna que le indicara burla, y, borracho como estaba, confundiendo la locura del rostro
de Arnulfo con la burla que él se imaginara, se figuró que todo se trataba de una broma
que le quisiera jugar su amigo, haciéndole escribir una carta de amor con su puño y letra
para semejante abadejo. De modo que se determinó ir un paso delante de él y seguirle el
juego para obtener las mentiras que él quisiera hacerle escribir y tornarlas en verdad.
–Vaya, vaya, conque Ana Carenina. Tiene usted un gusto exquisito, Arnulfo.
–Sí, ¿verdad? Bueno, empecemos.
–Le escucho.
–Querida Ana Carenina Colinares. Ama y señora de todas las bellas, sepa disculpar mi
singular atrevimiento. Me dirijo a usted con motivo de reestablecer nuestras relaciones de
antaño. Las tengo tan incrustadas en la memoria, que no dejan de aparecerse en mis
sueños.
–Sí. Listo. Continúe.
–Cuando despierto en la mañana y las flores más exquisitas liberan sus aromas no puedo
menos que recordar su delicioso aliento.
–Ajá.
–Par de estrellas en el firmamento son sus ojos, que guían mi camino hacia las infinitas
maravillas que su cuerpo puede ofrecer. Espero muy pronto estar muy cerca suyo.
–Listo. Listo. Veo que se ha esmerado usté buscando las palabras. Listo, tenga. Acá está
su carta.
¡Pobre Arnulfo! De haber sabido leer, que tampoco sabía, jamás hubiera entregado esa
carta, y no estaría ahora en el hospital. Pues la tal carta, tal y como la escribió Fermín,
rezaba así:

Querida Ana Carenina Colinares

Ama y señora de todas las bestias, sepa disculpar mi singular atrevimiento. Me dirijo a
usted con motivo de romper todas las relaciones que pudimos establecer antaño. Las tengo
tan incrustadas en la memoria, que no dejan de aparecerse en mis pesadillas.
Cuando despierto en las mañanas, y las flores de muerto esparcen su fétido aroma por el
aire no puedo menos que figurarme su putrefacto aliento.
Confusas señas en el firmamento serían sus ojos, según los recuerdos bizcos, y llevarían
a cualquier pobre despistado a los mil tormentos que su cuerpo puede ofrecer. Espero no
verme jamás cerca suyo.

Con cariño, Arnulfo Silva

(marzo de 2023)

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