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Cielo Roto

Este cuento comienza en un parque. Un parque de tonos grises, mitad triste mitad vacío,
donde todos los días los árboles están de luto por alguna paloma despistada que muere
atropellada contra algún vehículo o estrellada contra alguna de las ventanas de la
cooperativa. El parque central de Cielo Roto. En Cielo Roto las mañanas pueden ser
violetas o rosadas. Todo depende. Aunque la verdad es que el color de la mañana
importa poco o nada; lo mismo podrían ser verdes o naranjas, de cualquier modo, son
todas lluviosas. Ocurre de vez en cuando que uno deja de sentir la lluvia, pero la verdad
es que aquí nunca escampa. En fin. La mañana en la que empieza este cuento era
rosada, y la lluvia se hacía sentir con todo lo que tenía. Más aún si uno estaba
desamparado en mitad del parque y sin tener donde meter la cabeza, como yo, que
además estaba confundido y desubicado. O más bien estaba distraído. Como sea. Lo
cierto es que estaba dejando resbalar las gotas sobre mí, pero totalmente ajeno a su
humedad. Fue entonces cuando lo vi por primera vez. Estaba parado debajo de un árbol,
totalmente seco; a su lado, en el suelo, había una mochila, seca también, y un termo
humeante. Tenía la mirada perdida; sus ojos parecían dos agujeros negros absorbiendo,
o más bien devorando, todo lo que alcanzaban a través del cristal de sus lentes. Sin
embargo, no estaba del todo ausente. Intentaba tocar la lluvia, pero algo se lo impedía.
Estuvo así un rato y luego desistió de sus intentos. Le quitó la tapa al termo, sirvió un
poco de chocolate y lo bebió lentamente, saboreándolo. Cuando estaba terminando se
detuvo un instante para dejar vagar su mirada inquieta por el parque, hasta que se topó
conmigo. Me vio mirándolo, pude sentirlo, y en ese instante fui devorado por los
agujeros negros de sus ojos. Empecé a caminar hacia él, totalmente hipnotizado, y me
acomodé entre su pierna y la mochila.

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