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Cuando en 1911 Giorgio De Chirico empiza a pintar sus primeros cuadros, a los que llama
enigmas, que conformarán el inicio de lo que después él mismo llamará “arte metafísico”,
y emprende paralelamente la tarea de reflexionar por escrito sobre el mismo, un
clasicismo ramplón y academicista estaba aún a la orden del día en el terreno del arte, si
bien recibiendo ya los varapalos de corrientes expresionistas del fauvismo, del cubirsmo
y, en su propio país, nada menos que del futurismo. Y, sin embargo, los cuadros de
Chirico, aunque “modernos” (ya discutiremos este asunto en la última charla), no dejaban
de lanzar miradas oblicuas hacia la cultura greco-romana (El enigma del día, 1914).
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Porque la arquitectura es uno de los principales fundamentos teóricos de la estética
metafísica, hasta tal punto que para el pintor serenidad constructiva llega a ser sinónimo
de serenidad metafísica. Los escritos de De Chirico sobre la Metafísica, que
mencionaremos algunas veces más, están llenos de referencias a la arquitectura. En ellos
se puede apreciar que el pintor mide la profundidad de una obra de arte (y también la de
un pintor) por el grado de intensidad que alcanza el sentido constructivo en ella y se
observa asimismo la seducción que ejerce sobre De Chirico la geometría lirica de las
ciudades italianas. La misma seducción que sentía por el modo en que los viejos pintores
renacentistas, a los que De Chirico no negará nunca una admiración sin condiciones, la
habían representado. No hay más que echar un vistazo a los Desposorios de la Virgen que
Perugino pintó para una capilla de la catedral de Perugia terminada en 1489 y que luego
Rafael (D) repetirá en 1504.
Las telas metafísicas realizadas entre 1910 y 1915, como Piazza de Italia, repiten
incansablemente composiciones que representan el espacio de una plaza flanqueado por
arcadas, horizontes surcados por muros rojos, torres circulares o poligonales, chimeneas
industriales, estaciones, sombras arrojadas y estrictamente geométricas (fijaros en lo
irreales que son las sombras de los seres humanos, por ejemplo)…En 1910 De Chirico se
traslada a Florencia y allí, partiendo de las influencias de los artistas del Renacimiento
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italiano, pintó dos cuadros decisivos: El enigma de una tarde de otoño y El enigma del
oráculo.
Por primera vez desde los siglos XV y XVI la arquitectura pintada asumía un papel clave
a la hora de definir una nueva visión. Chirico era muy consciente de este hallazgo cuando
decía: “Entre los muchos sentidos que los modernos pintores han perdido, debemos contar
el sentido de la arquitectura. El edificio acompañando la figura humana, sea solitaria o en
grupo, sean en una escena de la vida o en un drama histórico, era para los antiguos algo
de mucha importancia. Se aplicaban a ello con un espíritu amoroso y severo, estudiando
y perfeccionando las leyes de la perspectiva. Un paisaje enmarcado en el arco de un
pórtico o en el cuadrado o rectángulo de una ventana adquiere un gran valor metafísico,
porque cobra solidez y queda aislado del espacio que le rodea. La arquitectura completa
la naturaleza. Señala un avance del intelecto humano en el campo de los descubrimientos
metafísicos”.
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logias italianas, con un piso arquitrabado encima. En los espacios construidos con estos
ingredientes el “tiempo” está presente con los símbolos turbadores del viaje (la silueta del
tren, las velas de un barco), el reloj y, especialmente, con las sombras alargadas
introduciendo en el cuadro elementos que no vemos o llevándose más allá de la tela la
realidad que contemplamos.
Casi simultáneamente “la chimenea” se levanta como símbolo de una ciudad que ha
convertido el emblema de la industria moderna en un fuste antiguo, misterioso tótem de
la mediterraneidad (La angustia de la partida, Ariadna…). En París, entre 1911 y 1915,
refractario a toda la efervescencia de la vanguardia, Chirico pinta una serie de obras
inspiradas en la estación de Montparnasse, en las cuales los espacios se hacen más neutros
todavía y los escorzos más violentos (Melancolía de la partida, 1914). Esto prepara el
camino para lo que la Historia del Arte ha llamado su etapa metafísica propiamente dicha,
aunque, como veremos, no se distingue tan nítidamente de todo lo anterior e, incluso, de
mucha de su producción posterior.
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Melancolía de la partida, 1914.
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de evocación lejana de la arquitectura greco-romana. Es, en última estancia, el espectro
de un templete greco-romano.
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estantería libros; nada de ello me sorprende, nada me asombra, puesto que el collar que
enlaza unos recuerdos con otros me explica la lógica de lo que veo; pero admitamos que
por un momento y por causas inexplicables e independientes de mi voluntad se rompa el
hilo de ese collar, quién sabe cómo vería al hombre sentado, la jaula, los cuadros, la
estantería; quién sabe qué estupor, qué terror y, tal vez, qué consuelo encontraría mirando
esta escena. Sin embargo, la escena no habría cambiado, soy yo quien la vería desde otro
ángulo. He aquí el aspecto metafísico de las cosas. Deduciendo podríamos concluir que
cualquier cosa tiene dos aspectos: uno corriente, el que vemos casi siempre y que ven los
hombres en general, y el otro espectral o metafísico, que sólo pocos individuos pueden
ver en momentos de clarividencia y de abstracción metafísica”.
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inmóviles, o más bien, aparentemente inmóviles, bajo cuya estática composición se
dirime una silenciosa batalla de espacios y tiempos.
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“imagen” de la ciudad surrealista, entre 1910 y mediados de los años 20. Su antorcha será
recogida por otros pintores del movimiento. La iconografía urbana de De Chirico es
seguida con pocas variaciones por Carlo Carrá (El óvalo de las apariciones, 1918), para
gran enfado del primero, como ya hemos dicho, y sus ecos se encuentran de un modo
sorprendente en el dadaísmo alemán.
El fotomontaje de Hausmann Tatlin en su casa (1920) habría sido difícil de concebir sin
la presencia de los maniquíes y sin las “tarimas en perspectiva” de la pintura metafísica.
Lo mismo podría decirse respecto a obras como El taller sobre el tejado (1920) de
Rudolph Schlichter. Si los artistas de la Nueva Objetividad utilizan en parte la iconografía
de De Chirico con una intención “crítica” distinta, ajena por completo al italiano, ello no
es obstáculo para que su visión de la ciudad pueda indirectamente vincularse con el
surrealismo. Alberto Savinio, el hermano de De Chirico, creó como pintor un mundo
fantasmal conectado a la pintura metafísica, pero con arquitecturas monstruosas que no
siempre respetan las leyes de la gravedad y de la verosimilitud euclidiana (La ciudad de
las promesas). De hecho, Savinio puede ser considerado como un posible compañero de
viaje de los surrealistas injustamente marginado y mucho más interesante de lo que se ha
venido suponiendo. Pero es que los surrealistas tenían sus propias batallas. Ya llegaremos
a eso.
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Por ahora, la “ciudad surrealista” visualizada por Salvador Dalí merece un comentario
aparte. El interés de Dalí por la arquitectura no fue ocasional o pasajero, pues perfora toda
su carrera, desde algunas acuarelas de 1922 hasta los últimos años de su vida. Como una
constante mantuvo siempre la yuxtaposición de dos elementos aparentemente dispares
como son el cuerpo y la arquitectura. Lo iremos viendo. Durante sus primeros años,
ciertos edificios están inspirados en la vivienda popular catalana (La noia dels rulls,
1926); las pequeñas distorsiones de las figuras no afectan a unos paisajes que deben algo,
en su tersa inmovilidad, al espíritu metafísico.
Con Aparato y Mano (1927) vemos a Dalí adentrado ya en los vericuetos de “la
vanguardia” y es significativo observar que, a pesar del tratamiento desfigurado de los
elementos “móviles”, ha creído conveniente situar un cuadrado de base que sirve como
punto de referencia ilusionista y euclidiano a las fantásticas figuras. Nuestro pintor se ha
portado como muchos colegas suyos del renacimiento italiano, de los que hemos visto
dos ejemplos (Rafael y Perugino) y que se sirvieron de un pavimento en perspectiva para
hacer verosímil y científica la inclusión en el espacio de personajes. Pero las obras claves
de Dalí se suceden a partir de 1929. En este proceso el anhelo se solidifica produciendo
esculto-arquitecturas de formas irregulares y gran contenido simbólico (El enigma del
deseo). No obstante, lo normal es que Dalí utilice la arquitectura como un soporte
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verosímil desde el punto de vista de la perspectiva de sus monstruosas desfiguraciones.
Lo vemos en las grandes cajas de Los placeres iluminados o con las gradas y el pedestal
de El juego lúgubre o de Los primeros días de la primavera.
Palabras estas que parecen profetizar lo que Dali pintará años después y que resultan muy
apropiadas para comentar un pequeño dibujo que el artista realizó en 1936 para la revista
American Weekly. Se titula La ciudad y muestra una colección de rascacielos con formas
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extravagantes: un violín, un falo, las dos figuras de El Angelus de Millet. En el ámbito
surrealista, estos edificios habían suscitado ya unos agudos comentarios de Michel Leiris
en la revista Documents, que debieron ser conocidos por Dalí: "Por lo demás el
acoplamiento aunque azaroso de estas dos palabras, el verbo rascar por una parte y el
sustantivo cielo, evoca enseguida una imagen erótica, donde el building, el que rasca, es
un falo más neto todavía que la Torre de Babel, y el cielo que es rascado -objeto ansiado
de dicho falo-, la madre deseada incestuosamente, como sucede en todos los ensayos de
rapto de la virilidad paterna". No es extraño que en algunos dibujos de aquella época los
rascacielos parezcan literalmente "orgánicos", con forma de grandes falos y réplicas de
figuras humanas completas. "Todas las noches", escribió Dalí, "los rascacielos de Nueva
York toman las antropomórficas formas de múltiples y gigantescos Ángelus de Millet del
periodo terciario, inmóviles y listos para ejecutar el acto sexual y devorarse entre sí, como
enjambres de alacranes antes de la cópula". En cualquier caso, y por muy enrevesada que
nos resulte la prosa de Dalí, de lo que no cabe duda es que esta ciudad aparece como una
“materialización del deseo”. Miremos con detenimiento. Los edificios, al encarnar los
deseos y los sueños, funcionan, en realidad, como nuevos objetos; estos se apoyan
entonces en un “marco artificial”: el entarimado con tablones en perspectiva. Este
elemento viene, lo hemos visto, de Chirico, y su función no es distinta a la que cumplía
el suelo cuadrado de Aparato y Mano. En Dalí, cuando la arquitectura se humaniza y se
erotiza es porque otros elementos constructivos crean el consabido entorno espacial
renacentista. Confirmaciones suplementarias a lo que decimos pueden encontrarse en
New York (1938), con las figuras centrales de La ciudad repetidas cuatro veces, y en
Premonición de la guerra civil (1937), cuyas referencias arquitectónicas a Chirico son
numerosas (la chimenea, el “entarimado”, el muro, los arcos del edificio de la planta
baja…). Y, sin embargo, con un cuadro como este no es difícil poner a nuestro artista en
el diván imaginario del psicoanalista y ver en toda esta preocupación un interés personal,
como ha señalado Juan Antonio Ramírez, por disimular cuál era su verdadera postura
tanto ante este conflicto español como ante el que, no mucho después, volvería a desgarrar
Europa. Podríamos decir que los personajes pintados por entonces desaparecen, o se
convierten en otra cosa, porque así es como estaba Salvador Dalí, el hombre real, en el
mundo norteamericano donde vivía: camuflado, reprimiendo a duras penas tendencias
filo-fascistas difícilmente justificables. Él era, de alguna manera, el "hombre invisible",
escondido, como muchos cuerpos, en las obras (en los edificios) de aquella época. De
hecho, todo esto puede tener sentido si tomamos en serio lo que Dalí dice en Vida secreta
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(publicada en 1942), que es la obra literaria que refleja mejor su estado de ánimo en
aquellos momentos. Se trata de un libro con argumento, una especie de novela de
iniciación donde se cuenta, entre otras cosas, el regreso de un hijo pródigo y antiguo
vanguardista (el propio Dalí) al seno familiar y al "orden eterno" de las cosas. Al final de
la obra se leen declaraciones tan significativas como éstas: "Europa despertará de la
pesadilla, de la atroz tortura de la guerra presente, desilusionada de la bondad de los
revolucionarios, que habrá pagado monstruosamente cara. Despertará, repito, con los ojos
finalmente abiertos y secos, por haber agotado sus lágrimas, a la realidad de la santa
continuidad resucitada de su tradición. La guerra actual confirma, ante todo, la bancarrota
de las revoluciones".
A partir de este punto la pintura de Dalí no podía avanzar mucho más. Un cuadro
importante para nosotros como es Mi mujer contemplando su propio cuerpo
convirtiéndose en escalera, tres vértebras de una columna, cielo y arquitectura (1945),
aunque constituya otro ejemplo de “arquitectura del deseo”, está en la línea metafórica de
otras obras ya mencionadas. De hecho, el paralelismo es aquí más tosco y el resultado,
frente a lo que ansió el Dalí de los años treinta, contribuye poco al “descrédito total del
mundo de la realidad”. En comparación con todo lo anterior, a partir de ahora, los
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proyectos arquitectónicos propiamente dichos de Dalí no pasan de ser juegos ingeniosos
de salón.
Muy próximo al método paranoico-crítico de Dalí está el Víctor Brauner de los años
treinta. Las arquitecturas de sus cuadros, más o menos verosímiles, son el soporte donde
se manifiestan figuras inquietantes. Puede verse en La Porte (1932), L’Envoyer (1937) o
en Folie, folle (1937). También Paul Delvaux hereda algo de la pintura metafísica.
Básicamente es una pasión particular por el mundo antiguo, pero a la objetividad
asexuada de De Chirico, Delvaux opone un erotismo de ensueño. El sol mortecino de los
atardeceres ha sido sustituido, frecuentemente, por una mágica iluminación lunar que
baña impecables templos grecorromanos, palacios renacentistas y calles rigurosamente
empedradas. Delvaux nos restituye una ciudad ecléctica, con preferencia por el repertorio
clásico cuyas fuentes pueden estar en los proyectos arquitectónicos del neoclasicismo de
los años treinta. No olvidemos que sus pinturas más características se producen desde
finales de la década. Los lazos rosas (1937) o Venus dormida (1944) ejemplifican bien su
mundo arquitectónico más conocido. En otros cuadros, como Serenidad, la influencia de
los primitivos italianos, obsesionados con la arquitectura y la perspectiva, es bastante
evidente: sólo la presencia de los desnudos femeninos en un típico “interior de iglesia”
nos hace pensar en el desplazamiento, recordándonos, una vez más, que la arquitectura
juega un papel clave en gran parte de la pintura surrealista.
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Delvaux, Lazos rosas, 1937
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contenido a la realidad vacía. No importa la extrañeza que puedo provocar un mundo
presente habitado por las formas del pasado. De hecho, en los paisajes de Giorgio De
Chirico se aprecia tanto la realidad terrorífica instaurada en nombre del progreso como la
nostalgia por la serenidad del pasado: las perspectivas y las estatuas clásicas conviven
con relojes de estación, máquinas de vapor y cañones. Porque tiene que haber cañones y
silencio. Los soldados cantan cuando van a la guerra, pero enmudecen cuando vuelven
hayan ganado o no. De Chirico no llegó a escuchar la guerra de cerca; se la pasó en una
oficina del cuartel Piastrini de Ferrara discutiendo con Carrá. “La ciudad de las cien
maravillas”, la llamó Filippo de Pisis: ciudad de las sombras, ciudad silenciosa, más, si
cabe, después de la que llamaron la Gran Guerra sin pensar que poco después llegaría
algo mucho peor.
En fin, el caso es que los surrealistas, en principio por esta afición por lo clásico de nuestro
pintor y por su apología de la tradición, se apartaron violentamente de De Chirico. De
hecho, pocos artistas resumen como De Chirico la impronta de la vanguardia y la
reprobación desde ese mismo punto de vista vanguardista. No va a ser Euclides
precisamente un ídolo para los componentes del movimiento, y la simplicidad geométrica
que preside el trazado ideal de las calles y los edificios de tradición occidental, finalmente
será rechazado de plano. Se articula la reivindicación del único estilo arquitectónico del
pasado que creen digno de elogio: el art nouveau o modernismo. Hasta 1933 no parece
que Breton y sus amigos se hayan preocupado especialmente por la arquitectura, pero ese
año Salvador Dalí publica en Minotaure una delirante defensa del modernismo con
fotografías de Barcelona por Man Ray y de París por Brassai. La plasticidad “masticable”
de los elementos permitió a Dalí parafrasear la célebre definición de la belleza enunciada
por Breton (“la belleza será convulsiva o no será”) y convertirla en “la belleza será
comestible o no será”.
La ferocidad con que De Chirico recordó en sus Memorias a los surrealistas calificándolos
de “degenerados, hampones, hijos de papá, gandules, onanistas y abúlicos”, sugiere hasta
qué punto le habían llegado a obsesionar. Probablemente nunca sabremos si, como viene
a decir De Chirico en sus Memorias, los surrealistas le habían caído encima como una
plaga, o si hubo alguna complicidad, pasajera desde luego, entre una y otra, como se
deduce de El surrealismo y la pintura de Breton. De hecho, De Chirico había muerto para
los surrealistas en 1918. Pero De Chirico seguía vivo…y pintando. Ya lo ha dicho Ángel
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González: De Chirico fue mientras los surrealistas lo tuvieron a bien; o como el propio
De Chirico dice en sus Memorias: hasta que “cayeron en la cuenta del peligro que yo
representaba para sus turbios proyectos”. Lo cierto es que nada hay de malo, obviamente,
en que un artista deje de interesarle a uno, pero lo que los surrealistas pretendieron hacer
con De Chirico era un asesinato ritual, tanto más odioso cuanto que la víctima no
alcanzaba a entender sus fines, ni siquiera sus motivos. Quienquiera que lea el insidioso
epígrafe que Breton le dedicó a Giorgio De Chirico en El surrealismo y la pintura se
extrañará de sus enrevesados argumentos tanto como seguramente se extrañó el pintor.
Junto a reproches explícitos, aunque desmesurados, como que su Legionario romano
contemplando los países conquistados es una apología del fascismo, o que es él quien
falsifica sus cuadros metafísicos, haciéndose así falso él mismo, apenas encontramos otra
cosa que algún reparo arbitrario o traído por los pelos, como el que hace a los textos
latinos de algunos autorretratos, y lo que parece constituir el fundamento de la condena,
que no juicio, del pobre De Chirico: ya no delira; que es como decir que no delira al gusto
de Breton; que no le gusta.
La hipótesis más frecuente entre los historiadores propone que Breton comenzó a
arremeter contra De Chirico cuando cayó en la cuenta de que el viejo amigo de
Apollinaire había dejado de ser moderno. Pero ¿acaso lo había sido alguna vez? Quiero
decir moderno de la manera en que los cubistas y los dadaístas habían canonizado. A
propósito de la traición de Giorgio De Chirico, Breton habló en 1928 de sus “ridículas
copias de Rafael”. De esas copias había tenido noticias antes que nadie, pues de ellas le
había hablado De Chirico en una carta que Breton no tuvo inconveniente en publicar en
la revista Littérature. A pesar de todo, la confianza de Breton en su modernidad aún era
suficiente en 1924 como para incluir en Los pasos perdidos un brevísimo artículo sobre
Giorgio De Chirico, o en diciembre de ese mismo año incluir Un sueño de De Chirico en
el número 1 de La Revolución Surrealista.
Entre 1924 y 1929 los surrealistas jugaron con De Chirico como el gato con el ratón. Los
problemas no eran de gusto sino a propósito de los orígenes y propiedad del surrealismo
que Breton se había arrogado. Esto lo ve muy claro Deleuze en sus clases sobre Michel
Foucault y el poder cuando afirma que Breton remite al orden y crea sus tribunales, y
lanza sus excomuniones, y condena a todo el mundo a trabajos forzados, es decir, “a la
escritura automática y a sus estúpidos jueguecitos…” porque el surrealismo tiene que oler
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a Francia. En el Manifiesto de 1924 ya no aparece entre los precursores del surrealismo
porque sólo Breton puede estar en el origen de lo que, desde siempre, ha creído su
propiedad. Como dueño, se siente con derecho de expulsar a De Chirico. Y luego a otros.
No se librará Dalí, ni Leiris, ni tantos otros. Porque el problema es un problema de
propiedad, de autoridad al fin, y el temprano y “espectral” De Chirico no puede, no debe
ser un obstáculo, máxime cuando tiene casi tan mal carácter como el propio Breton.
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